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Los mensajes están escritos con una secreción táctil sobre semillas
de acacia estériles ordenadas en hileras y encontradas al final de
un túnel estrecho y errático que se alejaba de los niveles más
profundos de la colonia. La cuidadosa disposición de las semillas
llamó la atención de la investigadora. Los mensajes están
incompletos y la traducción es aproximada y muy interpretativa.
Sin embargo, el texto es digno de interés, si bien sólo porque
carece notablemente de similitud con otros textos fórmicos
conocidos.
Largos son los túneles. Más larga es la intunelada. Ningún túnel llega hasta
el final de la intunelada. La intunelada va más allá de lo que podemos
alcanzar en diez días [es decir, por siempre]. ¡Alabada!
¿Qué es el lenguaje?
Esta pregunta, crucial para la ciencia de la terolingüística, ha sido
respondida —heurísticamente— por la existencia misma de la
ciencia. El lenguaje es comunicación. Tal es el axioma sobre el que
se sustentan nuestra teoría y nuestras investigaciones y del cual se
desprenden todos nuestros descubrimientos, y el éxito de los
descubrimientos es testimonio de la validez del axioma. Sin
embargo, para la pregunta similar, pero no idéntica, por qué es el
arte todavía no hemos dado con una respuesta satisfactoria.
En el libro cuyo título es esa misma pregunta, Tolstói responde con
firmeza y claridad: el arte también es comunicación. Me parece que
esta respuesta ha sido aceptada por los terolingüistas sin examen
ni crítica. Por ejemplo: ¿por qué los terolingüistas sólo estudian a
los animales?
Obviamente, porque las plantas no se comunican.
Que las plantas no se comunican es un hecho. En consecuencia, las
plantas no tienen un lenguaje. Muy bien: eso se deduce de nuestro
axioma básico. Por lo tanto, las plantas no tienen arte. ¡Pero
detengámonos ahí!
Eso no se deduce a partir del axioma básico sino de la
interpretación irreflexiva del corolario tolstoiano.
¿Qué pasaría si el arte no fuera comunicativo?
¿O si una parte del arte es comunicativa pero otra no?
Como animales activos y depredadores buscamos un arte que sea
activo, depredador y comunicativo (es apenas natural), y cuando lo
encontramos lo reconocemos. El desarrollo de este poder para
reconocer y de la habilidad de apreciar es una hazaña reciente y
espléndida.
Pero, sugiero, a pesar de los formidables avances de la
terolingüística en las últimas décadas, apenas estamos en el
principio de nuestra era de descubrimientos. No debemos
convertirnos en esclavos de nuestros propios axiomas. Aún no
hemos levantado la mirada hacia los horizontes más vastos que se
extienden frente a nosotros. No hemos encarado el desafío casi
aterrorizador de las plantas.
Si existe un arte vegetal que no sea comunicativo, tendremos que
reconsiderar los elementos constituyentes de nuestra ciencia y
aprender nuevas técnicas.
Pues es simplemente imposible trasponer las habilidades críticas y
técnicas adecuadas para el estudio de los relatos de misterio de las
comadrejas o del erotismo de los batracios o de las sagas escritas
en forma de túneles por los gusanos de tierra para hablar del arte
de las secuoyas o los calabacines.
Esto ha sido probado de manera concluyente por el fracaso —
aunque se trata de un noble fracaso— del trabajo del doctor Srivas,
de Calcuta, al usar la fotografía de lapsos prefijados para obtener
un léxico de girasol. Un intento audaz, pero condenado al fracaso,
ya que su forma de abordarlo era cinética y ese es un método
apropiado para las artes comunicativas de la tortuga, la ostra y el
perezoso. El doctor Srivas consideró que la extrema lentitud de la
cinesis de las plantas era el único problema a resolver.
Pero la cuestión, claro, era mucho más grande. El arte que estaba
buscando, si acaso existe, es un arte no comunicativo, y
probablemente no cinético. Es posible que el Tiempo, el elemento,
la matriz y la medida esencial de todo arte animal conocido, no
haga parte en lo absoluto del arte vegetal. Tal vez las plantas usen
el compás de la eternidad. No lo sabemos.
No lo sabemos. Sólo podemos adivinar que el supuesto arte de las
plantas es totalmente diferente del arte de los animales. No
podemos decir en qué consiste; aún no lo hemos descubierto. Aun
así, predigo con alguna certeza que existe y que cuando finalmente
lo descubramos resultará ser una reacción, en lugar de una acción:
no comunicación sino recepción. El exacto opuesto del arte que
conocemos y reconocemos. Será el primer arte pasivo conocido.
¿Podremos conocerlo, de hecho? ¿Podremos entenderlo alguna
vez?
Será una tarea inmensamente difícil, eso está claro. Pero no
debemos dejarnos llevar por la desesperación. Recordemos que
todavía a mediados del siglo XX la mayoría de científicos, y muchos
artistas, ni siquiera creían que el delfín pudiera ser comprensible
para el cerebro humano, ¡o que valiera la pena! Dejemos que pase
otro siglo y resultaremos igual de ridículos. “¿Puedes creer —le
dirá el fitolingüista al crítico estético— que ni siquiera podían leer
berenjena?”. Sonreirán entonces ante nuestra ignorancia, mientras
toman sus morrales y continúan con su caminata para leer los
recién descifrados poemas líricos del liquen de la cara norte del
pico de Peak.
Y junto con ellos, o tras ellos, vendrá tal vez un aventurero más
temerario: el primer geolingüista, que, ignorando la poesía
delicada y fugaz del liquen, leerá por debajo de ella la poesía aún
menos comunicativa, más pasiva, totalmente atemporal, fría y
volcánica de las rocas, cada una de las cuales puede ser una
palabra pronunciada, tanto tiempo atrás, por la tierra misma, en la
inmensa soledad, en la aún más inmensa comunidad, del espacio.