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Herrera López / 1

BENEMÉRITA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE PUEBLA


FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS

La vida como palimpsesto: la obra autoficcional de Sergio Pitol

Tesis
que para obtener el título de
Maestría en Literatura Mexicana
presenta:
GUSTAVO PIERRE HERRERA LÓPEZ

Director de tesis:

DR. FELIPE A. RÍOS BAEZA

Puebla, agosto, 2014


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La vida es un ovillo que alguien enmarañó. Hay un sentido en ella,

cuando desenrollada y completamente extendida o cuando desenrollada como debe ser.

Pero, tal como está, es un problema sin ovillo propio, un enredarse sin tener donde.

[…]

El arte tiene valor porque nos saca de aquí.

FERNANDO PESSOA, El libro del desasosiego


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Índice

Introducción 04

0. La obra extravagante de Pitol 10


0.1 Generación de Medio Siglo 17
0.2 Periplo y crítica a la modernidad 26
0.3 El regreso autoficcional 34

1. Escrituras del yo 40
1.1 Lo auto-bio-gráfico 43
1.2 El pacto ambiguo 54
1.3 Autoficción 63

2. Escrituras del otro 70


2.1 Yo soy y no soy «yo». Identidad posmoderna 73
2.2 La cuestión del autor 81
2.3 Concepto de firma 89
2.4 Pitol, autor de «Pitol» 93

3. Palimpsesto literario 106


3.1 Cuestiones ensayísticas 111
3.2 Centro de tiempos. Topus literatus 122
3.3 La escritura infinita 133

Conclusiones 141

Anexos 148
1. Lista de traducciones de Sergio Pitol 148
2. Conformación de Una autobiografía soterrada 150
Bibliografía 151

Agradecimientos y dedicatoria 163


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Introducción

Esta es la historia de un viajero que al reflexionar sobre su condición se transformó en un

náufrago. Este es un trabajo sobre un escritor que narra su vida como si fuera otro, siempre

fuera de sí, buscando la forma exacta que logró encontrar, paradójicamente, al no atar su

escritura a una única forma, sino mezclando figuras y elementos heterogéneos, encontrando

una conexión en todo o creando esa conexión si no existía con anterioridad; siendo

disperso, borrando continuamente y repitiendo sus palabras. Siendo el mismo objeto de su

escritura, siendo el resultado de esa escritura, a la vez que hacía de la forma de su viaje su

particular estilo.

Ese escritor es Sergio Pitol Demeneghi (Puebla, 1933), al que se le puede definir con

las siguientes palabras de Karim Benmiloud:

Hétérodoxe, iconoclaste, irrévérencieux, à l'écart des chapelles et des mafias littéraires,


Sergio Pitol aura en effet été longtemps un auteur méconnu dans son propre pays, un
auteur protégé par son exil volontaire en Europe, avant d'être tardivement rattrapé par
le succès et la gloire. (Sergio 9)

Y ese viaje es la propia escritura y reescritura de su vida desde el terreno de la autoficción.

La autoficción es un tipo de escritura híbrida que combina elementos tanto de los

discursos ficcionales como del autobiográfico, para desestabilizar los límites de los géneros

literarios, para encubrir la brecha entre realidad y ficción, y cuestionar, al mismo tiempo, el
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concepto de autor y autoridad. Este tipo de escritura implica un viaje para hallarse siempre

emplazado en la los terrenos de la literatura.

La escritura autoficcional se encuentra presente en gran parte de la producción

literaria de Pitol pero tiene una presencia más consistente en sus libros: El arte de la fuga

(1996), El viaje (2000) y El mago de Viena (2005), textos que posteriormente fueron

reunidos en un volumen titulado Trilogía de la Memoria (2007), y en Una autobiografía

soterrada (2010).

En su obra autoficcional Sergio Pitol busca al otro, al «Sergio Pitol» que quedó en

sus palabras, en ese otro plano habitado y olvidado por la memoria de sí mismo. El

ensayista chileno Martín Cerda escribió que buscar es “reconocerse perdido,

«desorientado», extraviado, naufragando en una realidad extraña y, con alguna regularidad,

adversa u hostil” (143). Una búsqueda literaria y vital como la de Pitol no es posible

realizarla en línea recta, de un punto A a un punto B, sino que se debe hacer en una

trayectoria que constantemente se corrija a sí misma, que espere, dude y reflexione, que

cambie de rumbo, se equivoque, vuelva sobre sus pasos y vaya un poco a la deriva, no para

encontrar el punto B sino, para seguir inquiriendo sobre la propia naturaleza del viaje:

ensayando continuamente cómo desorientarse en un mundo con infinitas normas y

señalamientos.

Así, Pitol se extravía a propósito, pierde sus lentes, crea asociaciones inverosímiles,

se escapa de cualquier territorialización, para buscarse otra mirada, otra forma de ver el

mundo y seguir escribiéndose como el autor mexicano de origen italiano que se extravió en

diferentes países y regresó años después a su país como un extranjero que seguía

naufragando en mares propios.


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Este movimiento de náufrago le permitió a Pitol revisitar y reescribir textos propios

ya publicados como si fuera un escribano medieval que desde su scriptorium borraba

antiguos textos para escribir de nuevo en esas mismas hojas una y otra vez. Su vida escrita

es un palimpsesto que se bifurca en el tiempo pero en los mimos espacios: la vida de

«Sergio Pitol» está escrita sobre la de otro «Sergio Pitol» anterior que a su vez escribió su

vida sobre la vida de otro.

La obra de Sergio Pitol ha sido abordada por la crítica literaria desde diferentes

enfoques: en un primer momento hubo una revisión estructural de su novelas (Montelongo)

y de sus cuentos (Prada Oropeza Narrativa), en otro momento se revisó su obra desde una

enfoque intertextual (Fernández de Alba Ensayista; García Díaz; Benmiloud Sergio);

posteriormente se pasó a una etapa, que es la etapa con más estudios, en la que se leyó

desde los preceptos de dialogismo y carnavalización propios de Mijaíl M. Bajtín

(Benmiloud Sergio; Castro Ricalde Ficción; Fernández de Alba Tañido; Serrato Córdova) y

en últimas fechas ha comenzado a estudiarse el elemento autobiográfico de su obra

(González Equihua; Hermosilla Sánchez; Sinno). Esta última vertiente se ha concentrado en

estudiar –explicando, describiendo, y basándose en términos como «memoria» o «sueño»–

los hechos narrados, asumiendo que éstos se sostienen en un nivel de mímesis transparente

respecto a los referentes reales, y no como una puesta en escena textual donde, sólo

aparentemente, Pitol narra su vida. Este trabajo intenta ir más allá de la descripción y el

aclaramiento de lo narrado en los textos de corte autobiográfico de Pitol; se concentra en

las implicaciones estéticas, sociológicas y ontológicas que están involucradas en un tipo de

escritura muy específico: la autoficción, en un tiempo y espacio específico: México y el

territorio hispanohablante de mediados del siglo XX a principio del siglo XXI.


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La escritura autoficcional está experimentando un auge en las letras contemporáneas

hispánicas; así lo demuestra el amplio abordaje que ha realizado la crítica literaria en

Europa y Sudamérica –la I Jornadas Internacionales sobre Narrativa Actual: La

Autoficción Hispánica en el siglo XXI llevadas a cabo en la Universidad de Alcalá en

octubre de 2013 o el Coloquio Internacional. La Autoficción en América Latina llevado a

cabo en la Pontificia Universidad Católica del Perú en esas mismas fechas, sólo por

nombras los congresos más recientes, así lo constatan–, no así en México. Una de las piezas

fundamentales de este auge ha sido la obra de Sergio Pitol; que sin embargo, no ha sido

incluida hasta ahora dentro del diálogo crítico en torno a este tipo de escritura.

El presente trabajo trata de dar razón de la obra autoficcional de Sergio Pitol,

entendiéndola como un juego de cajas chinas que resguardan algo precioso y frágil: a sí

mismas, a la vida en busca de ser expresada. Esas cajas tienen la forma que tomó el

naufragio de Pitol en su búsqueda de sí mismo como «otro»: la de un palimpsesto.

La escritura autoficticia tiende a mostrar un mundo invadido por la literatura, donde no


sólo el comportamiento de la gente se ve afectado por la ficción […] todos los
elementos y escenarios parecen poder ser relacionados con un libro o con la vida de un
escritor […] algunas de estas obras autoficticias ofrecen una verdadera maraña de
alusiones intertextuales que convierten el texto en una especia de palimpsesto
moderno. (Arroyo Redondo 235)

Este término de palimpsesto es estudiado por Gerard Genette (1989) relacionándolo con el

concepto de intertextualidad, entendida como los diversos tipos de relaciones existentes

entre un texto y otro. Si bien se estudiará la importancia de la intertextualidad en la

conformación de los textos de Pitol; el término palimpsesto se asumirá en este trabajo de


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investigación en su acepción antigua: “Manuscrito antiguo en que se aprecian huellas de

una escritura anterior que fue borrada para escribir lo que aparece más perceptible”

(Moliner 545).

Este palimpsesto en la obra autoficcional de Sergio Pitol representa su voluntad de

escribir su vida como un interminable viaje en el que sólo se siguen los designios de la

propia literatura y la memoria, desde donde todo existe desde la escritura misma.

La siguiente investigación está dividida en cuatro apartados. En el apartado 0 se

contextualiza la obra de Sergio Pitol poniendo énfasis en la importancia que tiene su obra

autoficcional en relación con su otra obra y la relación que guarda su postura estética en

contraste con sus contemporáneos; esta sección funciona como una clase de introducción a

su obra completa y a su particular poética. En la sección 1 se hace un recorrido de las

escrituras del yo desde su nacimiento, pasando por la crítica y replanteamiento que implicó

la deconstrucción respecto a éstas, hasta llegar a la escritura autoficcional; en este proceso

se concretiza el diálogo que establece Pitol con esa genealogía discursiva y literaria. En

apartado 2 se continúa el viaje alrededor de la cuestión del yo en la escritura y se trata de

responder a la pregunta ¿qué implica que se escriba desde un yo que funde su identidad con

la de su autor? y, en concreto, ¿qué implica este problema en la obra autoficcional se Sergio

Pitol? En la sección 3 se abordan y describen las estrategias que usa Pitol en su obra

autoficcional que lo distingue de otros textos escritos desde esa misma postura

autoficcional.

En un primer momento pareciera que este trabajo va de lo general a lo particular, pero

en realidad, como se verá en la poética de Sergio Pitol, todo se relaciona con todo: no hay

comienzo ni puerto de llegada como tal; este trabajo no apela a una linealidad sino a un
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cuerpo textual que vuelve a cada momento sobre sí mismo para dar explicaciones e

interpretaciones de aspectos que parecían ya fijados. El diálogo que este trabajo mantiene

con la obra autoficcional de Sergio Pitol es constante y trata de ser retroactivo: no podría

ser de otra manera ya que en algunos puntos la teoría no ilumina la obra de Pitol; al

contrario, la escritura de Pitol ilumina a la teoría.

El poema con el que Charles Baudelaire cierra Les Fleurs du mal (1868) es una

invitación y una contra-advertencia al lector sobre lo que se debe esperar de la literatura: no

mucho; porque la literatura es una especie de territorio del que se debe siempre salir, de

donde se debe emprender un viaje interminable con única la incertidumbre de lo que se

encontrará al fondo de lo desconocido: “Enfer ou Ciel, qu’importe?” (166); al final, lo

importante es extraviarse, como Pitol, en ese interminable viaje.


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0. La obra extravagante de Pitol

Sergio Pitol escribió en un texto sobre la obra del irlandés Flann O’Brien (1911-1966) (“El

infierno circular de Flann O’Brien” Casa 116-135) que lo más importante para un texto y

su autor es tener lectores excepcionales; no es necesario contar con muchos, sino tener

lectores atentos, meticulosos y significativos para el medio literario. La primera obra de

O’Brien, En Nadar-Dos-Pájaros, publicada en 1939, sólo vendió 244 ejemplares antes de

que la editorial Longman, donde fue publicada, ardiera durante un bombardeo y el resto del

tiraje de la novela se quemara (120); pero tuvo entre esos primeros lectores, entre otros, a

Jorge Luis Borges, Samuel Beckett, James Joyce y Dylan Thomas, quienes se mostraron

entusiasmados con la novela del dublinés y gracias a lo cual su obra fue rescatada y

revalorada años después hasta situarla actualmente entre las obras más sustanciales no sólo

de Irlanda sino del Reino Unido y del habla inglesa.

La trascendencia de Flann O’Brien no provino propiamente del consentimiento del

mercado, el cual fue prácticamente nulo, sino de la valoración de sus contemporáneos más

destacados y reconocidos, que a su vez representaban de manera simbólica a la tradición de

la que O’Brien era filial y contra la que escribía, como sostiene Harold Bloom (1973). Esa

fue la clave que le permitió a este autor la consagración años después de que apareciera su

primera novela: no fue vía aprobación del mercado sino mediante el reconocimiento de

otros escritores.
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Usando los términos que el teórico francés Pierre Bourdieu acuñó en su texto Las

reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario (1992), lo que pasó con Flann

O’Brien fue el resultado de un revestimiento de legitimidad, un tipo de capital simbólico,

otorgado por sus pares-competidores escritores, otros agentes del campo cultural literario

con un importante poder de consagración, que lo hicieron ubicarse en un lugar dominante

dentro del campo literario del Reino Unido y la lengua inglesa. Para Bourdieu el uso del

concepto de campo cultural permite explicar, mediante un método comparativo, a la

literatura como un "campo de posibilidades estratégicas"; es decir, como un "sistema

normalizado de diferencias y dispersiones, dentro del cual cada obra singular se define"

(296).

El campo literario funciona de acuerdo al movimiento de dos tipos de agentes

principalmente: los que desde una posición dominante pretenden la conservación de la doxa

o tradición, de sus reglas, su rutina, del orden simbólico establecido; frente a los agentes

que pretenden una “ruptura herética”, haciendo una crítica a las formas reproducidas

rutinariamente, subvirtiendo los modelos de vigor del grupo antecedente (308). A la par,

cada agente se posiciona en el campo gracias a dos tipos reglas, las internas: las propias del

sistema literario, la obra en sí que dialoga con otras obras; y las externas, como pueden ser:

las que están más ligadas con el poder cultural, quién escribe, dónde se publica, quiénes son

sus amigos, a qué grupo se pertenece, quién apoyó al autor para publicar o bajo qué autor

reconocido está apadrinado, etc. La conjunción de las dos reglas hacen que la movilidad en

el campo literario no siempre esté dada por lo que se escribe, por ejemplo, existen fuerzas

internas en el campo que interactúan con otros campos; sin embargo, muchas veces se

enviste de más capital simbólico un escritor que conoce las maneras en cómo opera
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externamente la literatura que uno que domina las reglas internas pero desconoce esa otra

parte.

Dentro del campo cultural los agentes no permanecen en un solo lugar eternamente;

al contrario, la misma tensión dentro del campo ocasiona un constante movimiento. Lo que

en algún momento fue parte de la ruptura puede llegar a ser, en otro momento, parte del

grupo dominante. De esta manera la nueva forma que entró al campo irrumpiendo y

cuestionando a las reglas establecidas por la tradición, posteriormente se puede volver parte

de la doxa que es reproducida y banalizada por la mayoría de los agentes en una época

determinada a través del habitus.

En un diálogo con el escritor Agustín Fernández Mallo en 2012, como parte de la

Cátedra Alfonso Reyes del ITESM, Mario Bellatin señala desde su perspectiva esta misma

situación:

Uno pensaría, bueno, si la literatura es una parte del arte, la premisa original del arte es
la libertad de creación, pero ya en la práctica uno ve que es un espacio totalmente lo
opuesto; que hay una serie de cánones, de cortapisas, que obligan a muchas personas a
escribir de determinada manera porque supuestamente esa es la forma cómo se debe
escribir. […] Hay una especie de imaginario [en la literatura] que marca un camino
determinado y precisamente hay que buscar el propio camino.

Las palabras de Bellatin refuerzan esta idea de la literatura como un campo en constante

tensión entre elementos de ruptura y propios de la tradición.

Atendiendo a esta tensión, el caso de Flann O’Brien es el del escritor que toma una

primera posición en el campo cultural literario como un agente de ruptura, con una obra

extravagante y sin conocimiento de las reglas externas del campo literario, para en un
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segundo momento pasar a formar parte de la tradición gracias al reconocimiento de otros

escritores. O’Brien es un claro ejemplo en el que el propio sistema literario, gracias a sus

reglas internas, consagra a uno de sus agentes; dicho de otra manera, es un escritor

consagrado por escritores: un escritor para escritores. Es necesario matizar lo anterior

refiriendo el hecho de que la obra de O’Brien pertenece al tiempo de grandes cambios

sociales, y con ello de cambios significativos en la concepción misma del arte, que implicó

la etapa entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial.

Lo interesante de la reflexión suscitada a partir del texto de Sergio Pitol sobre Flann

O’Brien es que al hablar de la obra del escritor dublinés, al mismo tiempo, Pitol filtra entre

sus palabras, consciente o inconscientemente, claves de su propia obra y su particular

poética: la de ser un escritor periférico y excéntrico. Al hablar de otros escritores Pitol crea

una metapoética que lo define y posiciona como escritor ante sus propios lectores. Dice

Victoria de Stefano: “Cuando un autor habla de una obra ajena, es que está hablando de la

propia. Es que está recorriendo la cadena de eslabones que forman su propia línea de

producción de sentido. Es que está recordando cuáles son sus deudas y quiénes sus

acreedores” (39).

No es extraño que ese mismo texto sobre Flann O’Brien haya sido publicado en tres

libros distintos prácticamente sin variantes (Casa 116-135, Pasión 182-195, Adicción 149-

162). Para Bourdieu este tipo de textos en donde un autor se crea una genealogía propia y

en la que habla de su situación respecto al sistema literario son determinantes tomas de

posición dentro del campo.

Al hablar Pitol sobre la importancia de que una obra y su autor tengan lectores

excepcionales en lugar de una gran cantidad de ellos, es también proyectarse en la figura


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del otro para exteriorizar lo que él había vivido respecto a la literatura mexicana desde que

comenzó a publicar en 1958. Sergio Pitol apostó por ese tipo de lectores y ese tipo de

reconocimiento proveniente de las reglas internas del sistema literario, no de las externas.

Su primer libro de cuentos, Tiempo cercado, en donde se incluye su cuento ya

publicado “Victorio Ferri cuenta un cuento”, fue editado un año después. Posteriormente, el

tercer libro que publica Pitol, Infierno de todos (1964), también de cuentos, lo hace en la

Editorial Veracruzana, pero ya lo hace como un autor ausente de su país –su primera salida

hacia Europa es en 1961–, lo que ocasiona que el libro permanezca cerca de un año en

bodega (Benmiloud & Estève 347). La difusión de la obra de Pitol es casi nula; sus libros

circulan en un círculo pequeño de lector, que sin embargo es un círculo que poco a poco se

ha ido posicionado cada vez mejor dentro de la estructura de la institución literaria del país:

sus lectores son los integrantes de la Generación de Medio Siglo, o de la Casa del Lago.

De la misma forma que durante mucho tiempo Flann O’Brien fue considerado un

excéntrico dentro del Reino Unido por el tipo de obras no convencionales que escribía, las

obras de Pitol, también en búsqueda de una ruptura con la tradición precedente, durante

muchos años se movieron únicamente en círculos de escritores y entre sus amigos. Sergio

Pitol en un principio fue un escritor de minorías, para iniciados, aún en su propio país,

como sostiene Teresa García Díaz (16).

Sobre los escritores excéntricos, o raros, Sergio Pitol escribe en relación con su

posición dentro del sistema literario:

Los libros de los «raros» son imprescindibles, gracias a ellos, a su valentía de acometer
retos difíciles que los escritores normales nunca se atreverían a acometer. Son los pocos
autores que hacen de la escritura una celebración.
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Sus colegas, los más ceñudos, los más virulentos, los que conciben que el mayor
prestigio de una obra se mide por las tantas medallas que los poderosos hayan puesto
en sus pechos, jamás podrán verlos con buenos ojos. Es más, los detestan. […]
Yo adoro a los excéntricos. Los he detectado desde la adolescencia y desde entonces
son mis compañeros. (Trilogía 538-539)

Sergio Pitol escribió textos que difuminaban los límites, ya de por sí imprecisos, de los

géneros literarios para concatenarlos en un discurso personal en donde confluían diversos

registros y estilos. Su obra, heterogénea y distinta a las formas canónicas, lo apartó de lo

que la mayoría de los escritores en México y Latinoamérica estaban haciendo y lo dotó de

una aurea de rareza entre sus coetáneos.

Si se considera lo que los lectores y el mercado esperaba de un autor mexicano o

latinoamericano en los años setenta y ochenta: textos con las características de las

principales obras del Boom latinoamericano, que tan bien se vendían en esos años, la

afirmación del editor de Anagrama, Jorge Herralde, sobre la obra de Sergio Pitol, que

definió como una obra extravagante y descolocada, muy europea para un autor mexicano

(Optimismo 35), es muy acertada y hasta cierto punto lógica. De esta manera Sergio Pitol

comienza a dislocar la definición misma de escritor latinoamericano en relación a su

tradición nacional que lo enmarca y al legado de occidente, como sostiene Oswaldo Zavala

(257). Sin embargo, en esa extravagancia tan europea, la obra de Pitol también tiene un

carácter marcadamente mexicano: la mayoría de los protagonistas en sus narraciones son

personajes de origen mexicanos que es encuentran exiliados, de vacaciones, o de paso por

países europeos y de cierta manera se buscan así mismos en esas otras latitudes o, en otros
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casos, se buscan dentro del propio territorio mexicano, o en la obra de otros artistas o en la

suya propia ya que la mayoría son artistas.

Otro escritor que considera a Sergio Pitol como un raro de las letras latinoamericanas

es Roberto Bolaño, quien lo describe como:

Escritor secreto y a menudo inclasificable. ¿Por qué secreto? Porque Pitol a diferencia
de Carlos Fuentes y de otros contemporáneos suyos que gozaron de las mieles del
boom, se mantuvo siempre un poco más allá, tanto en su producción, que en México
no tiene par y que en el ámbito de la lengua española sólo es parangonable a la de muy
pocos, como en sus hábitos lectores. (135-136)

El hecho de alejarse de lo establecido en cuanto a los géneros literarios y buscar una

genealogía diferente en el mundo de las letras tuvo como resultado que la obra de Sergio

Pitol haya sido considerada de una peculiar extravagancia desde sus inicios respecto al

canon mexicano y el latinoamericano. En su viaje en busca de un camino propio en la

literatura Pitol conformó un camino único y personal de lecturas, traducciones e

influencias, que posteriormente se convertirían en una forma específica –reconocible en el

campo cultural literario y por lo tanto con la posibilidad de ser recorrido por otros– de

pensar y escribir literatura.

Jorge Herralde (“Sergio” 53-54, Optimismo 37-38) sostiene que después de Pitol

otros escritores como Enrique Vila-Matas, César Aira, Roberto Bolaño, Juan Villoro,

Rodrigo Fresán, entre otros, se han unido a la genealogía que Sergio Pitol fundó en la

literatura escrita en español. Todos ellos han transitado por el territorio pitoliano.
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0.1 Generación de Medio Siglo

A diferencia de Flann O’Brien, quien desde que comenzó a publicar tuvo nulo

conocimiento de las reglas externas del campo literario y por lo tanto realizó su primer

posicionamiento en el campo literario sin el apoyo de un grupo literario o un escritor

importante, Sergio Pitol sí comenzó su carrera como autor con un revestimiento de capital

cultural significativo e importante, mas poco a poco fue cambiando su prioridad en el

campo literario: de las reglas externas con ese revestimiento, girando hacia la

legitimización en el campo gracias a su propio trabajo, es decir, a las reglas internas. Al

comienzo de su carrera Pitol formó parte de la llamada Generación de Medio Siglo.

Este grupo de escritores lo conformaban, además de Sergio Pitol: Juan Vicente Melo,

José de la Colina, Inés Arredondo, Humberto Batis, Juan García Ponce, Salvador Elizondo,

Sergio Fernández, Jorge Ibargüengoitia, Vicente Leñero, Fernando del Paso, Carlos

Monsiváis, José Emilio Pacheco, entre otros escritores que tuvieron en común vivir en la

Ciudad de México a mediados de los años cincuenta y contar con la asesoría intelectual de

los escritores jaliscienses consagrados Juan José Arreola y Juan Rulfo en el recién fundado

Centro Mexicano de Escritores en 1951 (Krauze 42, Pereira 129). Si bien Sergio Pitol

nunca solicitó beca en el centro, sí recibió el apoyo de Arreola para publicar su primer libro

en la colección que en esa época dirigía: Cuadernos del Unicornio.

El término «Generación de Medio Siglo» fue acuñado por el historiador Wigberto

Jiménez Moreno en referencia a la revista homónima donde gran parte de los autores

mencionados publicaron sus primeros textos. La agrupación como generación designa a los

escritores mexicanos nacidos entre los años 1921 y 1935, quienes comenzaron a publicar su
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obra a partir de la década de los cincuenta en México. El historiador Enrique Krauze (35)

señala como la principal característica de la Generación de Medio Siglo su posición crítica

respecto a los resultados de la Revolución; en especial respecto a la clase y estructura

política en la que devino el movimiento revolucionario en esos años.

Lo anterior es posible entenderlo de manera más clara si se mira en perspectiva la

Generación de Medio Siglo junto a las otras tres generaciones, o estaciones, que Enrique

Krauze identifica para hacer una separación de generaciones en la primera mitad del siglo

XX en México. Las cuatro estaciones de Krauze son:

Primera: la Generación de 1915. “Fundación y autognosis” (29). Nacidos entre 1891


y 1905. Las personas que la compusieron vieron acontecer la Revolución sin
participar en ella; fueron los herederos del problema, los que la asumieron
como su horizonte de acción la re-construcción del país.
Segunda: la Generación de 1929. “Rebeldía e institucionalidad” (31). Nacidos entre
1906 y 1920. Compuesta por los hijos y nietos de revolucionarios, su trabajo
consistió en afianzar los avances de la estación anterior; la institucionalización
fue la manera de llevarlo a cabo. La definición y delimitación de lo mexicano
marcó a la generación.
Tercera: la Generación de Medio Siglo. “Crítica y cosmopolitismo” (35). Nacidos
entre 1921 y 1935. Esta es la generación que en su mayoría experimentó un
sentimiento de desencanto respecto a la Revolución, la que puso a revisión
varios aspectos de ésta, exponiendo su funcionar corrupto desde puntos
cosmopolitas, heterogéneos y, muchas veces, satíricos. Sus integrantes en lugar
de apelar a un nacionalismo cerrado, deseaban crear un diálogo cultural con
otros países. En esta generación comienza la institucionalización académica y
cultural en el país.
Cuarta: la Generación de 1968. “Militancia o conocimiento” (38). Nacidos entre 1936
y 1950. Sus integrantes desdicen no salir más del país y voltear de nuevo a la
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vida cotidiana, al problema de lo mexicano. La militancia hacia grupos de


izquierda marca la pauta de la generación que tempranamente declara la muerte
de la institucionalización política y cultural tras la masacre de 1968;
paradójicamente, las personas que la conforman también llegan a formar parte
de esos aparatos que abiertamente criticaron.

De esta manera Sergio Pitol, no sólo por su primera filiación literaria, sino también por su

fecha de nacimiento (1933) y su posición crítica respecto a la revolución y respecto a la

política que siguió el país, se puede considerar, en una de sus etapas, perteneciente a la

Generación de Medio Siglo.

En contrapunto con lo que sostiene Enrique Krauze, el investigador Ignacio M.

Sánchez-Prado argumenta que la hegemonía del campo cultural literario mexicano se

remonta al periodo de 1917 a 1925, con los trabajos del Ateneo de la Juventud y el grupo

Contemporáneos (13-21). Lo que implica que los integrantes de la Generación de Medio

Siglo nacieron en un estado que ya contaba con un campo cultural conformado, y lo que

ellos propiciaron no fue la génesis del campo sino la institucionalización de la usura, como

nombra el proceso Pierre Bourdieu, en cuanto a lo considerado consagrado y la posible

ruptura de las formas simbólicas consagradas.

Aun así “la nación intelectual de Sergio Pitol, en los momentos finales del

nacionalismo revolucionario, es análoga a la que imaginaron Alfonso Reyes y Jorge Cuesta

en sus inicios” (Sánchez-Prado 352): a la par que se trabajaba en pos de una autonomía

literaria que defendiera a la literatura como una expresión viva, se buscaba replantear la

cultura mexicana no bajo un signo nacionalista cerrado sino desde una diversidad de

ángulos culturales (351-352). En palabras de Sergio Pitol: “Defiendo la libertad para


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encontrar estímulos en las culturas más varias. Pero estoy convencido de que esos

acercamientos sólo son fecundos donde existe una cultura nacional forjada lentamente por

un idioma y sus usos determinados” (Trilogía 158). En este mismo tenor Oswaldo Zavala

escribe que “el ciudadano (post)occidental de Pitol no utiliza la lengua española sólo para

agredir la herencia colonial, como pretendía Fernández Retamar: más bien se observa a sí

mismo y se hace presente como el articulador de sus propias dinámicas culturales” (264).

El crítico literario Armando Pereira puntualiza que se debe pensar a los escritores e

intelectuales de la Generación de Medio Siglo no tanto como una generación completa sino

como un grupo muy reducido que esencialmente compartían:

[…] lecturas, intereses, anhelos y una misma voluntad de decir y decir libremente,
fuera de las cauces convencionales y ajenos a las normas de una cultura establecida.
Fue todo ello lo que les permitió establecer los canales de una comunicación y los
fundamentos de una amistad que los integraría como grupo. (129)

Esta libertad fue asumida por los integrantes de la generación como una posibilidad de

pensar la literatura como un espacio pluricultural y multidisciplinario en donde, a diferencia

de lo que se había hecho anteriormente –es decir, emplear a la literatura como un medio

importante en el proceso de la conformación de la identidad mexicana–, ahora confluían

diversas propuestas estéticas, provenientes de diferentes partes del mundo, especialmente

de Europa, para así pensar el concepto de identidad mexicana como algo diverso y a la vez

particular. De esta manera, la identidad comienza a ser planteada bajo pautas alejadas de los

moldes culturales planteados por el Estado.


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Los autores pertenecientes a este grupo relativamente cerrado, de la Generación de

Medio Siglo, realizaron sus primeras actividades ligadas al ámbito literario en un lugar y

tiempo específico: el periodo de modernización tecnológica y auge económico sin

precedente que la Ciudad de México, y en general todo el país, experimentó desde el

periodo presidencial de Miguel Alemán, en el periodo de 1946 a 1952, extendiéndose hasta

los años 70. Periodo que fuera conocido posteriormente como el «milagro mexicano».

Lo que vivió este grupo de escritores en los años cincuenta en la capital del país fue el

breve pináculo económico del proyecto modernista que impulsaba a México, y a todos los

países de Latinoamérica desde comienzos del siglo XX (Casullo 21). El mismo proyecto

que los integrantes de la generación vieron fisurarse por primera vez en octubre de 1968,

con los asesinatos por parte del gobierno en la Plaza de Tlatelolco en busca de mantener la

apariencia de orden ante la mirada de todo el mundo debido a la próxima realización de las

Olimpiadas en tierras mexicanas; y fracturarse por completo tras el terremoto de 1985,

cuando varios de los edificios de la Ciudad de México se derrumbaron, cayéndose consigo

la esperanza de que la ciudad y el país podía seguir levantándose más.

En este breve periodo la Ciudad de México, capital cultural y económica del país, a la

que iba todo aquel que deseaba ser escritor y hacía una carrera universitaria en leyes, como

comenta el propio Sergio Pitol (Memoria 37-39) y Carlos Monsiváis (“Sergio” 177-178),

contaba con un cúmulo enorme de posibilidades, respecto a años anteriores, para la

conformación de la identidad y la conformación de una poética propia. La gran oferta

cultural fue uno de los aspectos más atrayentes que el proyecto moderno trajo a la ciudad en

esos años; lo que la hacía diferente de las ciudades chicas o pueblos del país.
Herrera López / 22

Carlos Monsiváis distinguió como una de las características que compartían los

integrantes de la Generación de Medio Siglo la combinación en sus obras de su obsesión

literaria con su disfrute del cine como “literatura visual” (“Sergio” 178). Sergio Pitol no

queda exento de esta característica: en su primera novela, El tañido de una flauta (1972), el

protagonista es un cineasta mexicano que ve proyectada la vida de un amigo en una

película dirigida por un director japonés en un festival de Venecia; lo que pone de

manifiesto la fuerte influencia del cine en la obra de Sergio Pitol. Sin embargo, el discurso

fílmico no es el único presente en la conformación de las obras de Pitol; también juegan

papeles importantes, la escultura, la arquitectura, la pintura, la música, y, en mayor grado,

la propia escritura (García Díaz 104), como ocurre desde su segunda novela: Juegos

Florales (1982) hasta llegar a su cima en su obra autoficcional.

Jean-François Lyotard señala en La condición postmoderna (1979) que la pauta de la

modernidad se caracterizó por la existencia de un sistema ideológico imperante en la

sociedad que seguía siendo optimista respecto a la estabilización de una economía en

crecimiento, y respecto a los beneficios sociales que conllevaría ésta. De igual forma, en

ese mismo sistema de corte moderno, se cree en un futuro donde la sociedad y su cultura

están en un estado pleno que sólo es posible conseguir ateniéndose y siguiendo las pautas

que la razón científica, ya no la religiosa (Condición 30). Sobre este mismo tema escribe

Martín Cerda:

El hombre moderno reposó, hasta inicios de este siglo, en la raison, igual como su
inmediato antecesor había dispuesto su vida en la fe de Dios. De este modo, todo
cuanto ha hecho y dejado de hacer el hombre desde el siglo XVI […] lo ha hecho
racionalmente.
Herrera López / 23

El medio día de esta fe en la razón se encuentra en la Ilustración del siglo XVIII.


Para sus animadores no existió, ni podía existir región alguna de la realidad que no
pudiera ser explicada, aprehendida, iluminada por la raison. (72)

En México ese discurso hegemónico racional que se creyó a sí mismo capaz de articular a

los demás fue el proyectado por la Revolución a comienzos del siglo XX; su posterior

institucionalización y perpetuación mediante un partido político regente (el PRI), al frente

del estado mexicano es prueba de ello.

El discurso revolucionario de corte moderno fue la pauta que integró a los otros

discursos, producidos de forma simultánea en la misma sociedad, en un cauce único de

acciones sustentadas en el supuesto de que se llegaría a un grado de estabilización

económica que integrara a todas las capas sociales, trayendo consigo un gran número de

beneficios que, a su vez, tendrían un impacto directo en la calidad de vida de los

individuos, como Lyotard sostiene (Condición 30). Uno de los discursos que se integran

plenamente en el proyecto moderno del México de mitad del siglo XX es el artístico. Para

los exponentes de la Generación de Medio Siglo el discurso artístico, cualquiera que sea su

formato, está en constate diálogo con otros; así, continuamente, se ve enriquecido por un

diálogo transdisciplinario, como ya se vio con referencia a la literatura y el cine.

No se debe olvidar que: “La idea misma de modernidad está estrechamente atada al

principio de que es posible y necesario romper con la tradición e instaurar una manera de

vivir y de pensar absolutamente nueva” (Lyotard Posmodernidad 90); lo cual hace de la

pauta moderna un proyecto de doble articulación en el que es necesario el cambio para

seguir adelante con la idea de progreso. Jean-François Lyotard ejemplifica este ir y venir

cultural e institucional, el eterno ciclo de la modernidad, con la revolución marxista, cuyo


Herrera López / 24

sentido es cambiar la estructura del sistema de donde nace; pero sólo sucede esto en su

forma inmediata, no en su forma subyacente ya que una nuevo cambio revolucionario se

prevé en ese estado que nació como resultado de la revolución (Condición 33).

El grupo de escritores de esta generación se involucraron en el ámbito literario de la

Ciudad de México y de otras ciudades importantes a tal grado que en poco tiempo casi

todos ocupaban puestos de importancia respecto a las actividades literarias del país: su

capital simbólico los llevó a ubicarse en puestos privilegiados en el campo literario. La

mayoría de estos autores publicó en las principales revistas y suplementos culturales de

México: Cuadernos del Viento, dirigida por Huberto Batis y Carlos Valdés; La Palabra y el

Hombre, de la Universidad Veracruzana, que es el caso específico de Sergio Pitol, quien

colaboró con ensayos, traducciones, cuentos, algunas reseñas y fragmentos de novelas y en

1967 fue director de la revista –en su número de agosto del 2006 se recopilan todas las

publicaciones de Pitol en la revista–; la Revista de Bellas Artes; y principalmente la Revista

Mexicana de Literatura en sus tres épocas: 1) 1955-58, dirigida por Carlos Fuentes y

Emanuel Carballo; 2) 1959-62, dirigida por Tomás Segovia y Antonio Alatorre,

posteriormente, dirigida por Segovia y García Ponce; 3) 1963-65, dirigida por García

Ponce.

No pasó mucho tiempo para que el grupo literario comenzara a institucionalizarse

como ya había pasado con la misma idea de modernidad proveniente del movimiento

revolucionario a manos del PRI. Esta institucionalización resulta paradójica si se recuerdan

las características que daba Enrique Krauze sobre la Generación de Medio Siglo: mantener

una postura de crítica y denuncia frente al funcionar corrupto de las instituciones (35).

Varios de los miembros sucumbieron a la institucionalización, se adhirieron a grupos


Herrera López / 25

alrededor de alguna revistas o publicación, o formaron parte de alguna institución

universitaria, lo que resultó en la pronta consagración en el campo cultural; otros más,

como el propio Pitol, rechazaron seguir el movimiento del grupo y prefirieron hacerse a un

lado: dejaron sus actividades en la Ciudad de México y las vinculadas a la Generación de

Medio Siglo.

Esta ruptura del grupo se percibió más claro después de lo ocurrido en octubre del 68:

los escritores que dejaron al grupo y la institucionalización decidieron continuar sus

proyectos creativos de forma individual (Pereira 132). De hecho en 1961 Sergio Pitol había

comenzado su viaje alrededor del mundo por temporadas ya que seguía volviendo a México

regularmente, lo cual cambió en 1968 cuando se fue por casi veinte años del país.

El crítico Cristopher Domínguez Michael escribe sobre la desvinculación de Pitol del

grupo, tanto geográfica como estéticamente:

Frente al principal grupo literario de México, Pitol toma cierta distancia, desplazándose
por el mundo, técnicamente excéntrico inseguro de sus poderes, aprendiendo de una
manera solitaria un clasicismo al cual le causará repelús el nouveau roman y todas la
variedades antinovelísticas que cultivarán los europeos mexicanos más jóvenes [como
Salvador Elizondo]. (13)

A diferencia de otros compañeros de generación que tuvieron una repercusión importante

en la generación subsecuente, la del 68, como Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco o

Elena Poniatowska (Krauze 39), la obra y la figura de Sergio Pitol como escritor,

excéntrico, cosmopolita y viajero, tuvo una respuesta más favorable en autores nacidos

después de 1950, y no sólo los nacidos en esa fecha sino que su influencia se ha extendido

hasta el presente; a tal grado que el escritor Álvaro Enrigue sostiene que El arte de la fuga
Herrera López / 26

es la obra fundacional de la literatura mexicana de finales del siglo XX y de comienzos del

silgo XXI (71).

0.2 Periplo y crítica a la modernidad

Desde la publicación de su primer cuento en 1958 hasta la edición de su último libro El

tercer personaje (2013), la obra de Sergio Pitol se ha caracterizado por tres componentes

que se entrelazan de distinta forma y se balancean en distintas medidas en sus narraciones:

a) La presencia constante de elementos autobiográficos en cada género literario en


los que ha incursionado (Fernández de Alba Ensayista; García Díaz; Stefano);
ya sea en el cuento, la novela o el ensayo. Para Masoliver Ródenas este
elemento ocupa un lugar determinante en la obra de Pitol, ya que ha estado
presente desde sus primeros textos: “[el elemento autobiográfico] no desaparece
nunca de la obra de Pitol, sino que cambia de forma, de expresión o de énfasis”
(“Privilegio” 60). El propio Sergio Pitol reconoce este elemento desde 1966: “A
mis treinta y tres años me doy cuenta de que todo lo que escribo es en cierta
forma autobiográfico. Estoy presente en todo lo que escribo, a pesar de a veces
buscar una forma de desaparición” (Memoria 17).
b) La asunción de la escritura como una posibilidad de estrechar los lazos entre los
terrenos de la memoria y la ensoñación / realidad y ficción (Domene; Sinno;
Valencia). En varios textos de Pitol la frontera entre estos dos estados fluctúa,
inclinándose hacia un estado u otro, lo que provoca que lo asumido como real
se siembre en la confusión de lo que fue y lo que se desea haya sido. Maricruz
Castro Ricalde escribe sobre este aspecto de la obra pitoliana: “La imaginación
y la percepción son también el vehículo que relaciona los mundos posibles con
los mundos de la realidad” (Ficción 31).
Herrera López / 27

c) La reflexión sobre el proceso creativo en las artes, en donde ha tenido como


objeto de interpretación la obra de otros artistas y escritores, así como su propia
obra (García Díaz; Herralde “Sergio”). Formalmente este elemento se traduce
como la estructura en abismo de sus textos: narraciones dentro de narraciones
con varios niveles de profundidad; lo que convierte a cada narración en una
especie de caja china o matrioshka textual que se abre y desenvuelve mientras
se lee. Existe en la obra pitoliana una tendencia hacia el diálogo entre diversos
discursos artísticos en donde el fin es la creación del propio discurso como un
espacio que contenga a los demás; es decir, el fin de los textos de Pitol es la
propia escritura: la elaboración del vehículo que haga evidente los cruces,
similitudes y diferencias entre los otros discursos de los que echa mano para su
constitución.

Neige Sinno dice sobre la obra de Sergio Pitol que ésta puede ser planteada como la huella

escrita de su vida de lector viajero (199). El que desde muy temprano se fue de su país natal

a pasar una temporada en Europa y no regresó plenamente sino hasta 20 años después; el

mismo que en su afán de encontrar su propia voz en las letras tradujo más de treinta obras

literarias de distintos idiomas.1 Al respecto escribe Liliana Tabakona:

Al seleccionar a los autores que traducir y sobre los que más tarde reflexiona en sus
libros ensayísticos, Sergio Pitol indistintamente busca los lazos intelectuales y
afectivos que le permiten tender una serie de puente asociativos entre las obras que le
inquietan y que suscitan en él la profunda reflexión analítica en torno a la índole del
acto de ficcionalización, los complicados mecanismos de la narración, los vínculos
inciertos entre realidad y literatura, etc. (328)

1
El documento anexo no. 1 es una lista de todas las obras que Sergio Pitol tradujo con el idioma
original del texto; sólo se enlista la primera edición de las traducciones.
Herrera López / 28

Sergio Pitol hizo de su vida el propio material para sus obras literarias; esto se evidencia

desde su primera publicación hasta llegar a su etapa autoficcional más reconocida.

En un pasaje emblemático de El arte de la fuga llamado “Vindicación de la hipnosis”

(103-110), Sergio Pitol narra su experiencia al realizarse una sesión de hipnosis para dejar

de fumar que termina convirtiéndose en la puerta para una autorevelación y entendimiento

del misterio de un pasaje traumático de su infancia, la muerte de su madre, que había

marcado todo el rumbo de su vida hasta ese momento sin que él se diera cuenta

conscientemente de ello. Ese pasaje a la postre sería el que marcaría el estilo y la forma de

abordar la literatura desde ese instante en adelante. El mundo constantemente se revela y

devela creando asociaciones que dotan de sentido hasta a los actos que aparentemente no

los tiene en un principio.

Juan Antonio Masoliver Ródenas sostiene que ese fragmento sobre la hipnosis no

sólo se lee como la declaración estética de toda la Trilogía de la Memoria, sino que podría

expandirse para ser la clave de su obra completa (“Vivir” 10-11). Por otra parte Álvaro

Enrigue escribe que además de ser una pieza perfecta de literatura, “es el relato que explica

a todos los relatos que han florecido en rededor suyo” (71) y además es el trastorno de todo

el canon de la literatura mexicana escrita hasta ese momento, es el relato que permite

replantear la ceguera de la épica machista nacional hacia una literatura que se plantea no

como una certeza sino como un misterio (72).

Un poco más adelante, ya que ha pasado la sesión de hipnosis y la revelación de la

ausencia de la madre se ha descubierto tanto para Pitol como para el lector se lee:
Herrera López / 29

A la mañana siguiente desperté con una sensación desconocida, como si el diálogo


conmigo mismo fuera diferente. Muchas cosas se me habían vuelto coherentes y
explicables: todo en mi vida no había sido sino una perpetua fuga. Había habido
experiencias fantásticas, sí, extraordinarias, de las que jamás podría arrepentirme,
pero también un núcleo de angustia que me obligaba a clausurarlas y a buscar otras
nuevas. (Trilogía 110)

En un primer momento ese comentario expone lo obvio: que los viajes han ocupado un

espacio importante en la vida de Sergio Pitol; sumado a que los elementos autobiográficos

recorren gran parte de su obra, como se expuso arriba, la temática del viaje pasa a ocupar

un lugar ejemplar en la mayoría de sus textos. El fragmento citado de Pitol también pone

énfasis en el modo que tiene su yo para relacionarse con el mundo: perfilando un

movimiento que implica a la vez huida y búsqueda, geográfica y estéticamente. El

territorio pitoliano podría definirse como esa doble fuga y doble búsqueda que termina,

como Teresa García Díaz sostiene en De Tajín a Venecia: un regreso a ninguna parte

(2002), en un regreso que apuntala a la propia figura de Pitol como viajero: en sí mismo.

Para el escritor argentino Ricardo Piglia está figura del viajero mantiene una relación

sumamente estrecha con la figura de lector, que no sobra decir es como a sí mismo se ve

Pitol en sus obras: “El viaje era la experiencia del mundo visible, la lectura, en cambio, me

permitía realizar un viaje interior, cuyo itinerario no se reducía al espacio sino me dejaba

circular libremente a través de los tiempos” (Trilogía 182). Las dos figuras, viajero y lector,

tiene en común la búsqueda de la diferencia que les permita el reconocimiento de sí mismos

en la otredad, esto debido a que “el sujeto se construye en el viaje; viaja para transformarse

en otro” (Piglia 116), una nueva posibilidad de sí mismo.


Herrera López / 30

Considerando lo anterior sería erróneo considerar el primer viaje de Pitol como el

periplo por el extranjero que realizó en 1961; más bien, se debe considerar que la fuga fue

constante toda su vida. Ese remoto primer viaje, su viaje como lector, comenzó cuando era

niño en el ingenio de Potrero, Veracruz, donde trascurrió toda su infancia.

Sus primeros traslados por el país fueron desde muy temprana edad: de 1945 a 1950

vivió en Códoba, Veracruz donde cursó sus estudios secundarios y preparatorios. En 1950

se mudó a la Ciudad de México y de ahí salió por una temporada a Europa en 1961,

alentado por su amiga Milena Esguerra, segunda esposa del escritor Augusto Monterroso

(Memoria 75). Terminado ese primer viaje por el extranjero regresó a Xalapa en 1966 para

ocuparse de la dirección de la editorial de la Universidad Veracruzana, e irse de nuevo de

forma indefinida de México, salvo cuatro años que trabajó en el Instituto Nacional de

Bellas Artes, con rumbo a Barcelona.

La fecha de su partida es significativa porque coincide con los estrepitosos fracasos

de las revueltas estudiantiles primero en París, después en la Ciudad de México; y que para

Andreas Huyssen (247) significativamente marcan el cambio en la concepción social

respecto a los sistemas hegemónicos que se conducen bajo disposiciones modernistas.

Después de 1968 no se puede pensar en la univocidad de un discurso hegemónico que rija

en su totalidad las estructuras político-académicas; ya que tras el desencanto provocado por

la afrenta de las revueltas, quedaron al descubierto las intenciones del sistema hegemónico

de separar y marcar distancias entre los individuos con tal de mantener el proyecto

modernista de progreso en funcionamiento.

Esta fractura epistemológica, como comenta Lyotard (Condición), implica que el

conocimiento proveniente del sistema hegemónico perdió su credibilidad como referente en


Herrera López / 31

relación a lo considerado verdadero y a lo considerado justo. Ya no era posible pensar en

un sólo punto de vista que articule los hechos del mundo; sino que el conocimiento

desborda la forma del sistema para nutrirse de diferentes puntos de vista para dar razón de

éste, dando así prioridad a los hechos especulados desde las consciencia de los seres: el

conocimiento se plantea así como una fenomenología de lo fragmentario. Así se marca la

clausura de la pauta moderna para dar paso a la condición posmoderna. La obra de Sergio

Pitol, en estos términos, se encuentra en medio de esa fractura epistemológica; lo que la

dota de características de ambas pautas.

Es necesario tener en cuenta que la pauta posmoderna según Jean-François Lyotard se

hace presente en Europa a finales de los años cincuenta (Condición 13), después de la

Segunda Guerra Mundial y no hasta 1968; esto hace evidente que dependiendo del país o la

región del mundo la transición de una a otra pauta se ha dado en diferentes circunstancias y

tiempos, este cambio varía de acuerdo a las características de cada sociedad. Las

condiciones de Europa eran propicias para el cambio, según la lectura de Lyotard; no así en

los países latinoamericanos, en donde el proyecto moderno estaba todavía vigente cuando

se hace presente la pauta posmoderna en el mundo; sostiene Néstor García Canclini que los

países en Latinoamérica:

[…] no pudieron cumplir las operaciones de la modernidad europea. No


formaron mercados autónomos para campo artístico, ni consiguieron una
profesionalización extensa de artistas y escritores, ni el desarrollo económico
capaz de sustentar los esfuerzos de renovación experimental y democratización
cultural. (81)
Herrera López / 32

Lo anterior provocó que el proyecto moderno se truncara y quedara irrealizado y el segundo

no se diera plenamente (Casullo 48), dando como resultado una superposición de pautas

socioculturales, lo que desarrolló posturas y concepciones híbridas, entendido este último

concepto como lo hace García Canclini, como el resultado de objetos y prácticas generados

a partir de la combinación de otros objetos y prácticas –a su vez también híbridos– que en

algún momento existieron en forma separada (14).

El mismo año que el teórico francés Roland Barthes declara la muerte del autor y su

erradicación de la textualidad de los libros, 1968, es el momento en el que comienza la fuga

de Sergio Pitol de su escritura a los textos de otros; es decir, a la traducción, de la que

viviría enteramente en sus años que vivió en Barcelona. Como se verá más adelante con sus

obras de corte autoficcional, Pitol pone en crisis los supuestos de la muerte del autor y con

ello la idea de autoría. En el periodo que va de 1969 a 1972 cuando vivió en Barcelona,

Pitol publicó alrededor de dieciocho traducciones en diferentes editoriales de España.

A comienzos de los años setenta Sergio Pitol regresó a México de su estadía en

Barcelona sólo para publicar su primera novela en 1972; novela que pasó dentro del ámbito

literario del país sin mucha atención por parte de la crítica literaria. Ese mismo año Sergio

Pitol comenzó su periplo alrededor del mundo como consejero cultural en las embajadas

mexicanas de distintos países o como agregado cultural en las mismas. Así Sergio Pitol

sólo estuvo presente a través de sus heterodoxos textos en el campo literario mexicano, lo

que, entre otros factores, ocasionó que su obra fuera conocida por muy pocas personas en

esos años, como cree Jorge Volpi (103)

De nueva cuenta Pitol sólo volvió a México en 1979 a continuar publicando su obra,

que comenzó a generar una cierta atención por parte de la crítica especializada de México
Herrera López / 33

gracias al otorgamiento de varios premios literarios: en 1981 le es otorgado el Premio

Xavier Villaurrutia por su libro de cuentos Nocturno de Bujara (1981); y en 1982, el

Premio Latinoamericano de Narrativa Colima para obra publicada, por otro libro de

cuentos: Cementerio de tordos (1982). Ese mismo año Pitol publicó su segunda novela que,

como la primera, pasó casi inadvertida.

En 1983 Sergio Pitol parte a Praga como embajador, y simbólicamente este momento

para su obra también implica un cambio; o, mejor dicho, una clausura y un nuevo

comienzo. Se marca el cierre de la primera etapa de su obra literaria, constituida por su

cuentística y sus dos primeras novelas, y arranca la segunda etapa con la publicación en

1984 de su novela El desfile del amor, por la que le es otorgado el II Premio Herralde de

Novela concedido por la editorial Anagrama.

Ignacio M. Sánchez-Prado escribe sobre esta primera entrega del Tríptico del

Carnaval (1999) de Pitol:

El proyecto narrativo de Pitol busca carnavalizar el proceso de la modernidad, creando


nuevos vacíos y ruinas, esta vez no en la espectralización del mestizaje (para Pitol lo
que hace a la nación es la lengua) sino en el recorrido policial (el personaje principal es
un periodista-investigador) de una ciudad cargada de historia. (352)

Sergio Pitol desacraliza la historia al fragmentarla y presentarla como un caleidoscopio de

narraciones en donde la verdad se anula entre un punto de vista y otro. Todo el texto aplica

estrategias de subversión carnavalesca al discurso para hacerlo un texto metarreferencial y

prolongar el misterio de los hechos más allá de la escritura misma, como sostiene el
Herrera López / 34

investigador francés Karim Benmiloud en su texto Sergio Pitol ou le carnaval des vanités:

El desfile del amor (2012).

El Tríptico del Carnaval se completa con las novelas: Domar a la divina garza

publicada en 1988 en Barcelona y un año después en México y La vida conyugal publicada

en 1990 en México y un año después en España. Los tres textos se centran en la satirización

de las principales instituciones que rigen la vida en México, poniendo en duda y dotando de

una condición grotesca e hiperbólica a todo discurso que se presupone verdadero y unívoco

(Martínez Gómez 153).

Este rasgo identifica al Tríptico del Carnaval y lo coloca como un heredero de la veta

del esperpentismo del que hablaba el español Ramón del Valle-Inclán en Luces de

Bohemia. Esperpento (1920): una suerte de deformación grotesca que la propia realidad

genera en las personas a través de un espejo cóncavo, devolviéndolas al mundo como

figuras, en este caso personajes, fragmentarios y de-formados. Paralelamente se puede

pensar esta triada de obras como una respuesta personal a la duda epistemológica sobre el

significado de verdad, vuelta a relucir por la pauta posmoderna.

0.3 El regreso autoficcional

En el año de 1989 Sergio Pitol regresó a México, poniendo así fin a su carrera diplomática

y en 1992 se estableció definitivamente en Xalapa, Veracruz. Recibió varios

reconocimientos por su obra en total y por su labor de traductor. Maricruz Castro Ricalde

dice sobre este acervo de traducciones: “Pitol va a ser una especie de reemplazo de Alfonso

Reyes en el acercamiento a las culturas contemporáneas extranjeras mediante el ejercicio de


Herrera López / 35

la traducción” (“Sergio” 107). En este mismo periodo, Pitol publicó su libro de ensayos La

casa de la tribu (1989) que sería la antesala y preparación para la etapa más brillante en su

carrera literaria: la autoficcional.

La tercera y última etapa de la obra de Sergio Pitol se compone tanto por los textos

ensayísticos, que comenzó a publicar como libros a su llegada a México y que en su

mayoría son los prólogos que escribió Pitol para los libros que tradujo, así como para las

ediciones de otros textos publicados tanto en México como en otros países, y por sus textos

marcadamente autobiográficos; en los que destaca su Trilogía de la Memoria. Esta etapa se

caracteriza por estar escrita desde el terreno de la autoficción, lo que implica, como se verá

en seguida, una transgresión constante entre las fronteras de los géneros ficcionales,

autobiográficos y ensayísticos, ya que se emplean estrategias narrativas propias de cada

uno; y que lo identifican con un tipo de escritura posmoderna, que define la escritora Rosa

Beltrán como textos que mezclan todos los géneros literarios para reconfigurar la identidad

en una sociedad donde las oposiciones binarias cada vez son menos claras (32-33). Con

este último movimiento Sergio Pitol pone en medio de su obra su propia figura como

escritor y persona, convirtiéndose él mismo en el engranaje central de su poética.

Tras la publicación del primer libro de esta trilogía, El arte de la fuga, se notó un

cambio muy significativo en la apreciación que en general se tenía de la obra de Sergio

Pitol. Como texto individual fue premiado con el Premio Mazatlán al mejor libro publicado

ese año y más tarde recibió el Premio de la revista Viceversa en México. En el terreno de la

apreciación de su obra completa hubo un cambio importante respecto a cómo se le veía

dentro del canon mexicano; no es vano que Jorge Volpi (104) y Álvaro Enrigue (71-72)

marquen como cima y punto de inflexión del resto de su obra, precisamente, a este texto.
Herrera López / 36

Lo anterior se debió a la relectura y posterior revalorización de todos sus textos

anteriores (Vital 11; Fernández de Alba Ensayista 7) provocada principalmente por la

avalancha mediática que significó El arte de la fuga. De esta forma la figura de Sergio Pitol

en el mapa literario del país fue reubicada, de los márgenes, a los lugares privilegiados

entre los escritores vivos más importantes de la literatura de México –Ricardo Chávez

Castañeda y Celso Santajuliana lo ubican en un lugar privilegiado en su mapa del campo

literario de principios del siglo XXI (93-97)–: de las posiciones periféricas a uno de los

lugares con mayor capital simbólico y poder de consagración del país. Tres años más tarde

le fue otorgado el Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo por el

total de su obra en la edición de 1999, lo que confirma ese nueve revestimiento.

Manteniendo la misma línea estética de El arte de la fuga, en el año 2000 Sergio Pitol

publicó su texto El viaje. En primera instancia este texto se nutre principalmente del diario

personal que Pitol escribió durante su viaje a la Unión Soviética en 1986, al que añade

comentarios sobre asuntos literarios, recuerdos, sueños y varias transcripciones de textos de

otros autores. Todo filtrando bajo el prisma de lo literario, del bel letrismo, que de-forma la

experiencia en literatura, del que habla el crítico Ignacio Echeverría al escribir sobre ese

texto de Pitol (172).

El mago de Viena es el texto con el que se completa la Trilogía de la Memoria; fue

publicado en 2005 y formalmente es la obra más ambiciosa de las tres, ya que los tópicos

anteriores son entretejidos por Pitol en un discurso uniforme, sin apartados o capítulos que

interrumpan su lectura e interpretación; esta obra está regida por el axioma “todo está en

todo” (Trilogía 650). La consecuencia de que los elementos se superpongan y se combinen


Herrera López / 37

es un tipo de narración literaria que se despliega como un palimpsesto de memorias,

lecturas y fragmentos de obras anteriores.

El mismo año que publica El mago de Viena, a Sergio Pitol le es otorgado el Premio

Cervantes como reconocimiento a su obra completa y a su impecable labor de traductor.

Este reconocimiento para Enrique Vila-Matas corona una obra que siempre demostró una

pasión por confundir vida y literatura: el gran tema cervantino (“Viaje” 21), mismo

comentario que hace Elena Poniatowska (2006) al relacionar el galardón con el

cuadrigentésimo aniversario de la publicación de la primera parte del Quijote: en el año de

Cervantes, Pitol gana el Cervantes.

Sumado a estas tres obras autoficcionales, tan alabadas por la crítica de México y

Hispanoamérica, está su publicación Una autobiografía soterrada (Ampliaciones,

rectificaciones y desacralizaciones) (2010), summa de estilos, recursos discursivos-

narrativos y conglomeración de varios fragmentos de sus propios libros, en la que como su

subtítulo dice implica una revisión a su propio papel como escritor, como autor y como

personaje de su anteriores obras. Sobre esta obra Anamari Gomís dice que Pitol “muestra

[…] sus herramientas, ahonda en las dificultades de ciertas tramas, revela los ecos

intertextuales que lo auxiliaron, los hechos de la vida real que lo han dotado de material

para escribir” (90).

Como se dijo al comienzo del trabajo, en las tres etapas de la obra completa de Sergio

Pitol existen elementos que dan cohesión a toda ella; las estrategias –a) elementos

autobiográficos, b) relación imprecisa entre memoria y ensoñación / realidad y ficción, c)

autoreferencialidad– son usadas de distinta manera y grado en cada etapa, lo que le otorga

la diferenciación propia a cada etapa y, en su conjunto, hacen de la obra literaria de Pitol un


Herrera López / 38

conjunto único en el mundo de las letras. Si como sostiene Pierre Bayard “todas las obras

de un mismo autor presentan similitudes de construcción más o menos perceptibles y

traducen secretamente, más allá de sus diferencias manifiestas, una manera idéntica de

ordenar la realidad” (57), la obra de Pitol es una obra que pone énfasis en el propio proceso

de creación no sólo de una obra artística sino también de la propia identidad de las

personas. En los dos casos Pitol proyecta una imagen de sí mismo en su obra creando un

plano textual más allá de la narración que tiene puntos convergentes con lo real pero que no

llega a ser una imagen mimética plena.

De acuerdo a su grado de mímesis, o a su factor ficcional, con el mundo real, los tres

momentos de la obra de Pitol se podrían disponer como tres círculos concéntricos en donde

al mayor grado le correspondería el círculo exterior –la disposición es concéntrica debido a

las importantes relaciones textuales que guarda la obra de Pitol consigo misma, o como

mejor llama Cécile Quintana (2007): relaciones autointertextuales; no es gratuito que

Victoria de Stefano llame a Pitol “el esforzado artesano de la intertextualidad posmoderna”

(36). Siguiendo este orden el nivel más profundo de ficción; es decir, donde los elementos

más autobiográficos son mucho menores, sería el Tríptico del Carnaval (I), seguido por sus

cuentos y primeras novelas (II), que serían circundados por la obra autoficcional, su

primera autobiografía y sus textos ensayísticos (III).

En la siguiente figura se puede apreciar cómo las tres etapas de la obra literaria de

Sergio Pitol mantienen relaciones en distinto grado de ficcionalización con la realidad

fenoménica de donde parten; y, al contrario, de lo que pudiera implicar una separación

entre estas tres etapas, los círculos son punteados indican que en toda la obra de Pitol

existen elementos que entrelazan y crean espacio de contacto entre etapas:


Herrera López / 39

III

II

I
Ficción Real

[figura 1]

Sin embargo esta disposición geométrica no implica que una etapa esté clausurada en sí

misma o que sus límites sea tajantes, por eso el uso de las líneas punteadas en los círculos y

las flechas entre círculos; al contrario, existe un contacto entre una y otra etapa que está

cimbrado precisamente en que dentro de la obra pitoliana hay una reflexión constante sobre

los límites de lo real, que son los límites de las diferentes etapas de sus escritura, y cómo

esos límites pueden llegar a ser puestos en una situación de crisis y duda por las ficciones,

en especial las ficciones literarias. Se crea así toda una red de relaciones entre los textos, a

la vez que se crea un fecundo diálogo con los preceptos modernos y posmodernos de

conocimiento sobre esta misma categoría: ¿Qué significa decir que algo es real?

Se podrían tomar las palabras de Ricardo Piglia escritas en su texto El último lector

para definir lo que pareciera un principio de la poética de Pitol, expuesto a través de toda su

obra: “escribir y viajar, y encontrar una nueva forma de hacer literatura, un nuevo modo de

narrar la experiencia” (115). En el planeta Sergio Pitol todo tiene cabida, todo es aceptable

en cuanto se subjetiviza para que así todo, en algún momento, pueda entrar en el

interminable diálogo para conformar la identidad del sujeto: de Sergio Pitol.


Herrera López / 40

1. Escrituras del yo

A mitad de El arte de la fuga (167-168), y posteriormente retomado y agregando más

detalles para el comienzo de El mago de Viena (452-454), Sergio Pitol relata su primer

lectura de Jorge Luis Borges, la que él considera “la más deslumbrante revelación” en su

vida de lector (453). Escribe Pitol:

Tal vez el mayor deslumbramiento en mi juventud fue el idioma de Borges; su lectura


me permitió darle la espalda tanto a lo telúrico como a la mala prosa de la época. Lo leí
por primera vez en México en la Cultura, el notable suplemento dirigido por Fernando
Benítez. El cuento de Borges aparecía como ilustración a un ensayo sobre literatura
fantástica del peruano José Durand. Era “La casa de Asterión”; lo leí con estupor, con
gratitud, con infinito asombro. Al llegar a la frase final tuve la sensación de que una
corriente eléctrica recorría mi sistema nervioso. Aquellas palabras: "¿Lo creerás,
Ariadna?”, dijo Teseo, “el minotauro apenas se defendió", dichas de paso, como por
casualidad, revelaban el misterio oculto del relato: la identidad del extraño protagonista
y su resignada inmolación. Me quedé deslumbrado. Jamás había llegado a imaginar
que el lenguaje pudiera alcanzar grados semejantes de intensidad, levedad y extrañeza.
Salí de inmediato a buscar libros de Borges; los encontré casi todos, empolvados en los
anaqueles de una librería; en aquellos años los lectores mexicanos de Borges se podían
contar con los dedos. (167-168)

Hay dos cosas en esta cita que merecen ser consideradas con detenimiento. La primera es

obvia porque el propio Sergio Pitol la escribe: como en el caso del escritor irlandés Flann

O’Brien, la obra deslumbrante de Borges en un primer momento tiene pocos lectores: es un


Herrera López / 41

texto secreto que se aparta de la norma y por lo tanto no es leído por gran cantidad de

personas, en este caso en México. Pitol cuenta que su primera lectura de Borges fue a la

edad de dieciséis años (Trilogía 452); es decir, esa primera lectura ocurrió en 1949, el

mismo año que fue publicado por primera vez el libro El Aleph; pero para esa fecha ya

habían pasado más de diez años de la publicación de su Historia Universal de la Infamia

(1935) y su Historia de la eternidad (1936), y cinco de Ficciones (1944), sólo por señalar

su producción cuentística; cabe señalar que para esa fecha Borges ya contaba en su

bibliografía personal con un considerable número de libros de poesía y ensayos. Este texto

de Pitol es la manera de presentarse a sí mismo en sus textos autoficcionales como un lector

de excéntricos: el lector excepcional por el que clamaba en sus ensayos.

La otra cuestión es un poco más vedada e implica un conocimiento del texto al que

alude Sergio Pitol en el fragmento citado. “La casa de Asterión” (Borges 569-570) al igual

que un texto autoficcional, ensayístico y autobiográfico, está narrado por una voz en

primera persona del singular que está focalizada en sí misma; desde ahí la voz del «yo» da

razón de su propio ser: Asterión piensa en lo que ha sido su vida y en lo que es la realidad

para él; se sabe un ser único en cuanto se asume como un sí-mismo que se contrapone a lo

otro, y desde esa posición reflexiona.

Lo que parece deslumbrar al joven Pitol es el hallazgo de la forma que reflexiona en

su naturaleza, que inquiere sobre sí misma y se presenta como la voz capaz de pensar al

mundo desde sus palabras. Mas he ahí, en esa forma que se inquiere a sí, que está la trampa

de Jorge Luis Borges y, por consiguiente, de Sergio Pitol al referir este particular cuento en

un texto autorreferencial: Asterión dice casi al comienzo del texto: “El hecho es que soy

único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros hombres; como el filósofo,
Herrera López / 42

pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura” (569). Y con esa sentencia se

instaura la duda en el propio discurso del yo, en las palabras y en la posibilidad de

referencialidad de éstas, que en realidad es para lo que sirven las palabras: para referir el

mundo.

Si nada es comunicable por la escritura, ¿qué es lo que se dice cuando se dice yo? El

teórico español Manuel Alberca escribe al respecto: “el sujeto no deja de ser un espejismo o

una ilusión ficticia, de manera que cualquier intento o deseo coherente de representar y

afirmar su existencia problemática sería solamente posible en el campo de la ficción”

(Pacto 46).

En 1987 Javier Marías publicó un artículo con el título “Autobiografía y ficción” en

donde expuso lo que para él eran las tres maneras de entremezclar el material

autobiográfico –la vida que haya una forma en palabras– de un escritor con sus narraciones

ficticias. La primera forma consiste en implementar el material autobiográfico en un

discurso en donde prevalezca completamente sobre éste la ficción; la segunda implica

ocuparse de lo autobiográfico mediante géneros históricamente ligado a ello como el

memorístico o la autobiografía propiamente dicha, de esa forma las vivencias son

mostradas sin un aparente ocultamiento; por último Marías habla de una tercera forma en

donde se trata de “abordar el campo autobiográfico, pero sólo como ficción” (68-69).

El título del artículo de Marías no puede ser más preciso; las tres palabras que lo

componen ponen su énfasis en la conjunción entre la autobiografía y la ficción, en esa «y»,

que en un principio parece marcar el límite entre una y otra categoría, pero que como se lee

en el texto de Javier Marías, en realidad abre la posibilidad a una categoría donde es posible

pensar desde los lados al mismo tiempo en un tipo de discurso que sea a su vez una
Herrera López / 43

posibilidad deconstructiva de los terrenos de la ficción y la autobiografía. De esa manera la

conjunción funciona exactamente como lo que es: una partícula que enlaza conceptos, que

les permite homogenizarse en una categoría nueva; dejan de existir dos orillas y comienzan

a ser un solo espacio donde se mezcla la autobiografía con la ficción. Autobiografía y

ficción: un tercer espacio de escritura.

¿Qué implicaciones teóricas conlleva conjuntar dos planos aparentemente disímiles

en una única forma discursiva? En primer momento se debe plantear a qué me refiero

exactamente cuando hablo de autobiografía y de ficción, para posteriormente responder al

cuestionamiento de la tercera opción que postula Javier Marías.

1.1 Lo auto-bio-gráfico

Para José María Pozuelo Yvancos (Autobiografía 9) fue hasta el comienzo de la Ilustración;

es decir, hasta el siglo XVIII, la que él llama la segunda Modernidad, que los textos

marcadamente autobiográficos se instauraron como un género literario independiente y,

más importante, reconocido como tal por los lectores de la época. Por supuesto existieron

obras que prefiguraron y definieron el camino formal que seguirían esas obras del siglo

XVIII y que a la postre marcarían un cambio significativo en la manera de escribir y leer ese

tipo de textos, como fueron Los ensayos de Michel de Montaigne de 1580, o, más atrás, las

Confesiones de San Agustín escritas en el siglo IV. Sin embargo el nuevo género

autobiográfico nació de forma paralela al cambio paradigmático en la apreciación y

concepción que se tenía del «yo».


Herrera López / 44

La Edad Moderna, como define Jünger Habermas al periodo que tiene sus raíces en

las postrimerías del siglo XV y comienzos del XVI, y que se instituye plenamente durante el

siglo XVIII (16), se caracterizó por el nacimiento de una consciencia histórica en la

sociedad. Esta manera de replantear la legitimidad histórica del presente conllevó a que en

la época Moderna ésta definiera su normatividad, no basada en modelos de épocas pasadas,

sino en sí misma. Como Edad, como tiempo consciente de sí, la Modernidad buscó fijarse y

constatarse a sí misma bajo sus propios medios (Habermas 18, las cursivas son del autor).

Por otra parte, para Hegel la Edad Moderna se define en cuanto a la relación del

sujeto consciente de sí consigo mismo, y que él denomina «subjetividad». Esta relación está

marcada por tres sucesos: la Reforma, la Ilustración y la Revolución francesa; hechos que

trastocaron, respectivamente, la concepción religiosa, en donde lo divino pasaba al plano

mundano: de Dios al Sujeto; de conocimiento, donde se desencantaba a la naturaleza y se

replanteaba la forma de conocer el medio; y fundado el derecho del individuo a decidir

sobre la validez de aquello que se debía hacer y lo que se hacía en busca de un beneficio

personal y social aplazado al futuro (Habermas 28-30).

Muchas de las ciencias y las artes se definieron y delimitaron así mismas en esta

época. La propia literatura y la crítica encargada de ella crearon su espacio en el horizonte

cultural en este tiempo. Se pensaron así mismas para definir su normatividad, en un

movimiento que mucho debe a los argumentos cartesianos. Antes de esa reflexión de sí, hay

pasado pero no consciencia a través del tiempo, después de ésta hay un presente que se

piensa en futuro, hay una responsabilidad de las acciones que se piensan en cuanto a su

finalidad en lo posterior.
Herrera López / 45

Dentro de este cambio del «yo» es que se construye la concepción de textos

autobiográficos, en donde el propio sujeto se fija en sus palabras y, al mismo tiempo,

constata su existencia ante sí mismo mediante sus propios medios y su propio lenguaje.

Escribe Habermas al respecto que en la Edad Moderna:

La autoreflexividad expresiva se convierte en principio de un arte que se presenta


como forma de vida […] La realidad sólo alcanza la expresión artística al refractarse
en la subjetividad del alma sensible –la realidad sólo es entonces una mera apariencia a
través del yo. (30)

El sujeto moderno va en busca de un sentido a su realidad circundante; significado que a

diferencia de la Edad Media, donde éste provenía del exterior, ahora debe articularse desde

la consciencia del sujeto. Éste sale a buscar su vida en el arte, para salvarla y perpetuarla en

su materialidad formal (puede ser escritura), “antes era ella la que llagaba cargada de signos

que había que interpretar; ahora es el yo el que lleva hacia ella pregnancia o carencia

significante” (Prado Biezma et al 16).

Para Martín Cerda esta diferencia está cimentada en estructuras mentales y lo que se

traduce en una nueva forma de comprender:

El mundo moderno fue, justamente, el mayor producto de esa actividad desencadenada


por el hombre del siglo XV. Tanto que su antepasado del siglo XII no hubiese logrado
«explicarse» ese mundo ni desenvolverse en él, porque donde él había visto sólo
signos, anuncios o presagios, el mundo «nuevo» veía fenómenos, leyes y efectos. Ni
siquiera hubiese podido, en verdad, explicarse el acto de explicar, razonar o
fundamentar. […] Lo que separó al hombre de la Edad Media de su sucesor fue, en
suma, una diferencia de estructuras mentales y, por lo tanto, de argumentos
biográficos. (65)
Herrera López / 46

Dicho de otra manera: el mundo moderno creó la posibilidad de que la vida fuera el

material de la escritura.

La autobiografía es un género de su tiempo, una edad de autorreflexión e

instauración, un tipo de escritura que, como sostiene George Gusdorf (14), implica una

salvación personal del sujeto que la realiza. Este sentido de salvación proviene

directamente del sujeto que se redime mediante una escritura performativa ante Dios –la

primera y última instancia en lo que se refiere a un nombre propio– de las Les Confessions

de San Agustín, y que tiene una repercusión directa en las Les Confessions de Jean-Jacques

Rousseau publicadas en el año de 1782 de manera póstuma.

Rousseau escribe al comienzo de su texto:

Je forme une entreprise qui n’eut jamais d’example et dont l’exécution n’aura point
d’imitateur. Je veux montrer à mes semblables un homme dans toute la vérité de la
nature; et cet homme ce sera moi. […] Que la trompette du jugement dernier sonne
quand elle voudra; je viendrai, ce livre à la main, me présenter devant le souverain
juge. Je dirai hautement: Voilà ce que j’ai fait, ce que j’ai pensé, ce que je fus. (7-8)

Con este inicio, Rousseau apela a un tipo de escritura performativa, que él considera sin

precedentes, que trata de dar veracidad a una vida, su vida, y por lo tanto, como él mismo

escribe, no podrá ser nunca imitada, porque esto implicaría que alguien más viviera su vida

para poder escribirla después. En la escritura de tipo autobiográfico la forma del texto es la

forma que asume la vida; Sergio Pitol escribe: “La redacción no tiende a intensificar la

vida; la escritura tiene como finalidad esa tarea” (Trilogía 193).


Herrera López / 47

Jean-Jacques Rousseau escribe ante el nombre propio de naturaleza divina que tiene

como receptor en última y primera instancia; ante esa entidad se presenta para declarar su

verdad, su particular versión de los hechos, para mostrarse completamente ante ese nombre

propio que es juez supremo y, más importante, ante los lectores que lo conocerán

únicamente a través de sus palabras.

El yo que construye Rousseau en Les Confessions, como sostiene Salvador

Echavarría (44-45), es un yo que se articula de hechos muy diversos, algunos de carácter

deshonroso, y no sólo de reflexiones sobre otros asuntos como en el caso del yo de

Montaigne en Los ensayos. El yo que habla de la vida de Rousseau es una voz narrativa que

reflexiona pero su objeto de atención es su propia naturaleza como sujeto: el yo sabe que es

el narrador de su vida, y por lo tanto controla la narración, hay una consciencia en la

estructuración de ésta. Consciencia que el psicoanálisis echará al suelo en su momento.

Previa a la escritura existe una selección que se hace de los materiales que se

presentaran mediante ésta. Este aspecto es clave para el entendimiento que tiene Sergio

Pitol de la escritura en general, incluyendo la autobiográfica; en El arte de la fuga, en el

apartado titulado “El narrador”, escribe: “estoy convencido de que lo vivido tiene que

someterse a un proceso discriminatorio. La selección de materiales tiene que coincidir con

la aparición de una forma. A partir de ese momento será la forma quien decida el destino de

la obra” (Trilogía 139); y más que de la ora, decidirá el destino del Sujeto. Para Castro

Ricalde:

Como la memoria humana, los textos de Pitol manifiestan una selectividad entre lo que
permanece. Las historias que la memoria conforma son, en realidad, historias segundas
Herrera López / 48

y no la realidad misma. Como la literatura, la memoria discrimina, arregla, elimina,


agrega elementos que dan pie a nuevas versiones del suceso. (Ficción 125)

Mediante el discurso autobiográfico, el sujeto haya la forma, su forma, para pensar y

conformar su subjetividad; es decir, para definirse mediante sus vivencias ante sí, para

razonar desde su vida, y ahora que ésta se haya recreada en otro medio, en ella. La auto-

biografía es un discurso narrativo que instaura la identidad de quien la escribe en un estado

específico, gracias a la vida, a lo vivido y recordado, que se materializa en un orden

determinado gracias a que, de cierta manera, ésta ha terminado. Sobre el tema Jacques

Derrida escribe:

Un discurso acerca de la-vida-la-muerte debe ocupar cierto espacio entre el logos y el


gramma, la analogía y el programa, los diferentes sentidos del programa y de la
reproducción. Y como en ello va la vida, el guion que relaciona lógica con gráfico debe
sin duda trabajar también entre lo biológico y lo biográfico, lo tanatológico y lo
tanatográfico. (Otobiografías 30)

En otras palabras, la vida se escribe entre la vida y la muerte: en un punto lejano a los

acontecimientos, en el caso de la autobiografía; muy cerca de los hechos, en el caso de la

escritura de diarios; y proyectada hacia otros tiempos, incluyendo el futuro, en el caso de la

ficción.

Del mismo modo sostiene Pozuelo Yvancos que la cuestión autobiográfica afecta

directamente tanto a la cuestión de verdad del logos, así como a la relación establecida

entre los conceptos de referencialidad y escritura (Autobiografía 40); es decir, afecta a la

lógica de una vida que se materializa mediante la escritura. Continúa Pozuelo Yvancos:
Herrera López / 49

La escritura autobiográfica, en su intento por recuperar el aliento originario y el sentido


testimonial de su valor conativo, establece no sólo una relación hombre-escritura, sino
sobre todo una relación hombre-voz, en su dimensión de presencia actualizada
constantemente. (Autobiografía 84)

Esa presencia actualizada constantemente se lleva a cabo gracias a la performatividad del

lenguaje. La vida se vuelve a integrar al presente desde donde se enuncia y, posteriormente,

se lee; la escritura la hace sobrepasar el olvido de la memoria pero al mismo tiempo

instaurarla en un tiempo que no es el tiempo de lo vivo.

La vida se ubica en un tiempo autobiográfico en donde la letra se actualiza cada vez

que es leída, y ella a su vez apela al tiempo desde donde fue organizada la vida en el

lenguaje. El tiempo de la autobiografía se compone por el tiempo de la vida y el tiempo del

relato de la vida, de la escritura de la vida por el vivo (Derrida Otobiografías 41); una

summa de tiempos que deviene en la inmortalización virtual –ya que depende de que esa

auto-bio-grafía se siga leyendo– de la vida en las grafías, en las palabras, entre sus fisuras y

sus espacios.

En 1975 el crítico literario francés Philippe Lejeune definió el género autobiográfico

como un “relato retrospectivo en prosa que una persona real hace de su propia existencia,

poniendo énfasis en su vida individual y, en particular, en la historia de su personalidad”

(48). A nivel formal, Lejeune sostiene que para que exista el relato autobiográfico la

narración debe cumplir con una regla fundamental: la identidad del autor del texto debe

coincidir con la identidad del narrador y con la del protagonista; dicho de otro modo: la
Herrera López / 50

narración debe estar focalizada y ser contada por un personaje que comparta características

y rasgos con la vida del autor en el mundo real.

Para que el lector del texto autobiográfico perciba como una sola identidad los tres

niveles, es necesario que exista un vínculo entre la figura del autor y la construcción

lingüística del texto. Ese elemento, afirma Lejeune (53) es la firma del autor; es decir, la

identidad en su triple condición: autor-narrador-personaje (A = N = P). Más adelante

regresaré sobre esta cuestión de firma.

El discurso narrativo-literario está constituido paralelamente por tres niveles de

expresión de sentido que confluyen para generar la significación de los textos: el nivel del

autor (A), el del narrador o narradores (N) y el del personaje o personajes (P). Estos niveles

van en un movimiento descendiente, o ascendiente, del plano de lo real a la diégesis

narrativa o mundo de la ficción.

En el siguiente esquema queda explicitado está relación entre los niveles del discurso

narrativo-literario:

Plano de

lo real

Autor

Narrador(es)

Personaje(s)

Mundo de

la ficción

[figura 2]
Herrera López / 51

Los diferentes planos, si bien se encuentran escalonados, se hayan enmarcados dentro de la

misma unidad que implica el texto literario. Por lo tanto están expuestos a coincidir de

maneras variadas de acuerdo con la configuración lingüística que se les otorgue. Estas

diferentes interacciones entre planos crean diferentes registros narrativos con efectos

igualmente disímiles.

Al depender el discurso literario de su forma, de la materialidad de su contenido, la

configuración lingüística es el núcleo que determina la relación con los demás niveles del

texto así como con el plano de lo real y la diégesis. Esta determinada configuración se

articula esencialmente en la focalización de la narración: en dónde se sitúa la voz narrativa.

Combinando las posibilidades de interacciones entre niveles se pueden tener una

narración en donde ningún plano coincida: A ≠ N ≠ P, en donde la voz narrativa se hallara

fuera de la diégesis. O casos donde sólo coincidan narrador y personaje; es decir que se

conozca la historia a través de la voz o conciencia de uno de los personajes: A ≠ N = P.

También habrá casos donde coincida el plano del autor con la del narrador, donde la voz

haga reminiscencias a elementos que se puedan relacionar con la vida del autor, pero se

narre sobre otro personaje: A = N ≠ P. Habrá narraciones que sean contadas por un narrador

que no sea relacione con el autor, pero éste sí aparezca como un personaje dentro de la

diégesis: N ≠ P = A. Y habrá otros casos donde los tres planos coincidan: A = N = P, en

donde el protagonista sea el narrador y haga referencias a objetos, lugares, personas, etc.

reconocibles como cercanos o propios del autor persona.

Como sostiene Renato Prada Oropeza, el efecto de verosimilitud en los discursos

narrativos proviene del grado de mímesis del texto con el del mundo socio-cultural
Herrera López / 52

circundante (Literatura 49-50): entre el plano de lo real y el mundo de la ficción. En ese

sentido una narración que acople el nivel del Autor en el texto crea un efecto de realidad

más efectivo que uno que no lo haga. Aunado a esta posible tipología está el de los géneros

literarios que establecen entre el texto y el lector pactos de interpretación específicos.

En un principio para aglomerar los tres niveles en una única figura se recurre a la

utilización del nombre propio, o pseudónimo, del autor para identificar al narrador-

personaje dentro del texto. Existen otros procedimientos que también logran esta

conglomeración, mas al compartir el nombre propio hay una plena identificación por parte

del lector de las tres figuras en una sola. Esto se debe a lo escrito por Luz Aurora Pimentel

al referirse al nombre propio: éste es “el principio de identidad que permite reconocerlo a

través de todas sus transformaciones” (63), en el caso de la autobiografía: a través de los

diferentes niveles textuales. Por otra parte Jacques Derrida sostiene sobre el nombre propio

que comparten el Autor, el Narrador y el Personaje, que éste “[…] es ya un nombre falso,

un seudónimo y un homónimo que vendrían a disimular, bajo la impostura, al otro”

(Otobiografías 36).

Lo anterior conlleva un pacto de verosimilitud entre el texto, que de cierta forma

involucra al propio autor por ser una narración autofocalizada, con su lector. Este pacto que

puede ser trazado implícita o de manera patente es definido por Philippe Lejeune como

«pacto autobiográfico» (53). Sobre este pacto, en una entrevista con Manuel Alberca,

Lejeune comenta:

Es la promesa de decir la verdad sobre sí mismo. Esto se opone al pacto de ficción.


Uno se compromete a decir la verdad de sí mismo tal como uno mismo la ve. Su
verdad. Esto provoca en el lector actitudes de recepción específicas, que yo diría
Herrera López / 53

«conectadas», como en la vida cuando alguno nos cuenta su existencia. Uno se


pregunta si la persona dice la verdad o no, se equivoca sobre sí mismo, etc. Uno se
pregunta si le gusta. Lo compara con su propia vida, etc. (Alberca Entrevista 272)

Para Pozuelo Yvancos si bien la autobiografía nace como un nuevo género literario en el

siglo XVIII en la escritura autoconsciente de los autores que escribieron su vida como una

forma de autodefinir su identidad; como tal se ha caracterizado siempre por su naturaleza

fronteriza (Autobiografía 17). Género oblicuo que se ubica entre los planos de lo real y la

ficción y, al mismo tiempo, entre varios géneros literarios.

La autobiografía debe mucho del género ensayístico, y principalmente de dos de sus

grandes exponentes: Salvador Echavarría opina que “Montaigne fue el primero que se

atrevió a hablar en primera persona; pero el yo de Montaigne es aún distante y objetivo”

(96); por otra parte está el yo de René Descartes “más audaz y más temerario, es un yo

solipsista que únicamente en sí encuentra seguridad y certidumbre. […] es, sin embargo,

única y exclusivamente intelectual y sólo nos introduce en la intimidad de la inteligencia”

(96-97).

El salto de Rousseau para establecer la autobiografía propiamente dicha se encuentra

en la articulación del mundo narrado en su relación con el yo que se crea narrándose,

recordándose e inventándose, para sí mismo. La mira del mundo se subjetiviza y en la

propia mirada y firma se crea al sujeto del texto. Pitol escribe en Una autobiografía

soterrada haber descubierto que para llegar a ese tono tenía que novelizar, llenar de ficción,

su escritura:
Herrera López / 54

La novela es un género que acepta todo. […] Pero es raro que un ensayista al escribir
un texto incorpore elementos narrativos, con tramas y personajes novelescos. Puede
haberlos, pero yo no recuerdo más que a [Claudio] Magris y [W. G.] Sebald. Como
mis ensayos eran bastante aburridos y tristones, comencé a interpolar una que otra
pequeña trama, un sueño, unos juegos y varios personajes. (126)

En los textos autobiográficos impera un pacto, como sostiene Lejeune, para que lo narrado

se crea como verídico, como parte de la vida del autor. Como género literario la

autobiografía “nunca ha dejado de jugar con su propio estatuto dual, en el límite entre la

construcción de una identidad, que tiene mucho de invención, y la relación de unos hechos

que se presentan y testimonian como reales” (Pozuelo Yvancos Autobiografía 17). La

escritura autobiográfica es así una mediación entre el espacio personal y el público, entre lo

íntimo y lo histórico, entre la vida y la muerte.

1.2 El pacto ambiguo

Según Philippe Lejeune paralelo al pacto autobiográfico, visto arriba, existe el pacto

novelesco o pacto de ficción; en donde, siguiendo las reglas del primero, puede establecerse

implícita o explícitamente mediante el mismo nombre propio, entre texto y lector. Este

pacto tiene la característica de no comprometer al texto con las relaciones que puedan

crearse con el plano de lo real.

En la misma entrevista antes referida, Lejeune apunta que en comparación con el

pacto autobiográfico:
Herrera López / 55

El pacto de ficción nos deja mucho más libres, estamos «desconectados», no tiene
sentido preguntarnos si es verdadero o no, nuestra atención no está ya focalizada en el
autor, sino sobre el texto y la historia, de la que podemos alimentar más libremente
nuestro imaginario. (Alberca, Entrevista 272)

Establecidos los dos pactos, Lejeune (53) traza un cuadro donde esquematiza las

posibilidades al combinar los elementos anteriores con los efectos correspondientes que se

provocaran en el lector:

Nombre del ≠ nombre = nombre

personaje del autor =0 del autor

Pacto 1) 2) 3)

novelesco 1a) 2a) 3a)

a) novela novela

=0 1b) 2b) 3b)

b) novela indeterminado autobiografía

autobiográfico 1c) 2c) 3c)

c) autobiografía autobiografía

El cuadro que realiza Ph. Lejeune explicita los efectos producidos por los cruces entre el

pacto novelesco, el pacto autobiográfico y el pacto 0, con la confluencia del nombre del

autor con el nombre del personaje-narrador, con su divergencia y el caso en el que nunca se

menciona su nombre (= 0). Significativo son los casos de las casillas 3a y 1c, en las que el
Herrera López / 56

teórico francés no encuentra ejemplos viables de esos cruces por lo que a esas casillas las

tilda de poco probables (55).

Lo interesante de los espacios vacíos del cuadro es que en teoría son posibles de

realizar. Así el cuadro de Lejeune, lejos de limitar el estudio a los casos posibles, marcó el

camino para la elaboración de un tipo de narración que se adecuara a los cuadros vacíos de

su esquema.

Eso precisamente fue lo que ocurrió dos años después de que Lejeune publicara su

cuadro de pactos, en 1977, cuando el escritor francés Serge Doubrovsky empleó en la

contraportada de su libro Fils por primera vez el término autofiction para marcar una

distancia entre ese texto, en el que aparece un personaje llamado «Serge Doubrovsky», con

cualquier otro texto que se leyera desde el género autobiográfico. En el libro se lee:

Autobiographie? Non, c'est un privilège réservé aux importants de ce monde, au soir


de leur vie, et dans un beau style. Fiction, d'événements et de faits strictement réels; si
l'on veut autofiction, d'avoir confié le langage d'une aventure à l'aventure du langage,
hors sagesse et hors syntaxe du roman traditionnel ou nouveau. Rencontre, fils des
mots, alliterations, assonances, dissonances, écriture d'avant ou d'après littérature,
concrète, comme on dit musique. Ou encore, autofiction, patiemment onaniste, qui
espère faire maintenant partager son plaisir. (Texto de contraportada)

Lo que hace Doubrovsy con este texto autoficcional, en términos lejeunianos, es escribir

una obra dominada por un pacto que se mueve entre el pacto novelesco, el pacto 0 y el

pacto autobiográfico en donde el nombre del Personaje y Narrador se empata con su

nombre propio, provocando la identificación de ambos en una sola entidad; es decir, que

comparten la misma “identité nominale” o identidad nominal como escribe Jacques


Herrera López / 57

Lecarme (227); sin embargo, la diferencia formal con los textos autobiográficos, ocurre en

la naturaleza del pacto establecido entre el texto y su lector que no sólo se limita a ocupar la

casilla de lo autobiográfico, lo que ocasiona establecer un lazo de realidad entre lo escrito y

lo ocurrido en el plano de lo real, así como también provoca tomar parte del pacto

novelesco, que mueve el discurso de la vida, al terreno de la ficción, a la invención.

Lo que Serge Doubrovsky postula en el fondo, cuando habla de la autoficción, es la


quiebra de la entidad de la narración como elemento constitutivo de la historia unitaria
y unificante y por consiguiente del personaje y de la persona representada en ella.
(Pozuelo Yvancos Figuraciones 13)

Lo que se representa, el yo que crea el texto y se crea en él, no es más una verdad en sí

mismo; su identidad se debe al plano ficticio en su constitución. En este cruce de planos es

de donde parten las proposiciones sobre la identidad planteadas por los teóricos

descontructivistas, en especial por Jacques Derrida y Paul de Man.

El primero retoma la proposición de Friedrich Nietzsche en relaciones a su postura

ante el sujeto: éste no es algo dado, es algo añadido, inventado y proyecto sobre lo que hay

(Pozuelo Yvancos Autobiografía 36), y eso que hay es la propia escritura. Todo sujeto que

nace de algún texto autobiográfico es una proyección del lenguaje, y por lo tanto es una

construcción pensada como tal; como ese yo de Rousseau que dice en sus confesiones:

“Voilà ce que j’ai fait, ce que j’ai pensé, ce que je fus” (8), porque ese último «Yo», será el

resultado de los actos que sean escritos, de los pensamientos que sean recordados, y al

someterse a un lenguaje para ser expresados estos se verán dentro de los tropos del mismo

lenguaje.
Herrera López / 58

Sobre la postura de Paul de Man, J. M. Pozuelo Yvancos escribe:

Frente a la idea de una referencialidad resultado de una vida, la del autor, que se narra
en la obra, [Paul de Man] plantea si no sería más acertado decir que es la obra la que
produce la vida; lo que el escritor hace está determinado por el proyecto y los recursos
del medio. No es pues el referente quien determina la figura sino justo al contrario, es
la figuración la que construye su referente. Por ello el resultado es el mismo que el de
la ficción. (Autobiografía 37)

Al incorporar estas posturas a la teoría autobiográfica pareciera que la propuesta del cuadro

de Lejeune se vuelve demasiada imprecisa al tratar de delimitar y separar textos en donde

se construye a sí mismo el autor como un personaje, porque toda construcción como sujeto

es una construcción ficticia del lenguaje, es un trazarse desde la “Línea de ficción” (Lacan

100).

Es de notar que esta dificultad en la marcación de límites nace a la par que la propia

configuración de los géneros literarios en su relación con los límites de la ficción (Pozuelo

Yvancos Autobiografía 18). El desplazamiento que sufre el discurso autobiográfico tras la

deconstrucción,

Deja la autobiografía progresivamente de ser una comunicación de un yo con un tú


para construirse, en buena parte de la bibliografía que la recorre, en la relación de ese
yo con ese texto; mejor: en el modo como el texto construye ese yo. Un verdadero,
tardío y redivivo triunfo de al textualidad y de la lectura inmanente. (Pozuelo Yvancos
Autobiografía 34)

La deconstrucción hace que los pactos autobiográficos y novelescos se conjunten en un

solo pacto de autografía, de autodefinición dentro de la escritura, ya no contando la vida


Herrera López / 59

por la vida misma sino en donde la escritura tiene que ver más con la identidad que queda

sujeta a la textualidad en la que nace y no tanto a la redención que el sujeto pueda lograr a

través de ella. La escritura es pensada desde su iteratividad; es decir, desde su naturaleza de

ser lo mismo (mímesis del yo) y lo otro (diégesis del yo): toda escritura del yo es una

ficción que se crea y se representa a sí misma. De este modo, “muchas de la novelas

autobiográficas no se podrán separar, en cuanto a su propia textualidad, de las

autobiografías que se proponen como ficcionales” (Pozuelo Yvancos Autobiografía 17);

sólo habrá obras a caballo entre lo autobiográfico y lo ficcional.

En contra lo establecido por Philippe Lejeune, no sólo es posible crear textos que se

correspondan con las casillas vacías de su cuadro sino que es factible establecer un pacto

entre esos textos y los lectores que conglomere a sus casillas vacías. Estos espacios en

blanco –casillas 3a y 1c– se caracterizan respectivamente por integrar el pacto novelesco en

un texto donde el nombre del narrador es el mismo que el del autor y, en el otro caso, por

partir del pacto autobiográfico para crear una narración en donde el narrador no se

corresponda con el autor. En el primer espacio podría situarse, de manera parcial, la

autoficción; en tanto que en la segunda casilla se ubicarían las «figuraciones del yo», de las

que habla José María Pozuelo Yvancos.

Las figuraciones de yo, a diferencia de los textos autoficcionales, se caracterizan por

presentar un yo personal que, “puede adoptar formas de representación distintas a la

referencialidad biográfica o existencial, aunque adopte retóricamente algunos de los

protocolos de ésta (por semejanzas o asimilaciones que puedan hacerse de la presencia del

autor)” (Pozuelo Yvancos Figuraciones 22). Los textos figuracionales del yo son
Herrera López / 60

narraciones donde se presenta un narrador en primera persona que puede compartir rasgos

con la bio-grafía del autor, pero en definitiva no es él.

Pozuelo Yvancos también comenta que otra forma de asumir la figuración es re-

pensando “[…] la relación entre el texto y la vida (que es solamente una de las

posibilidades que la novela ha experimentado desde que existe)” (Figuraciones 21). De

nuevo, replanteando los límites entre lo real y la ficción a partir de la identidad del texto

que plantea en términos subjetivos al mundo.

De esta manera tanto la autoficción como la figuración del yo, son discursos

narrativos entre la autobiografía y la ficción, escritos principalmente en primera persona. La

diferencia entre ambos se encuentra únicamente en la utilización del nombre propio en cada

uno, más específicamente en la firma de los textos. Los dos podrían definirse según Gérard

Genette con la figura de la «metalepsis de autor», que consiste en que la figura de un autor

se mueva entre: “[…] su propio universo vivido, extradiegético por definición, y el

intradiegético de su ficción. […] la figura es tomada al pie de la letra, y simultáneamente

convertida en acontecimiento ficcional” (Metalepsis 36). Al ser la definición de Genette

muy general considero que la distinción entre autoficción y figuración del yo es más

precisa.

Con la utilización de esta primera persona que narra su vida –que autobiografiza lo

que ha vivido o que ficcionaliza lo biográfico–, es que nace la novela moderna, con el

Lazarillo de Tormes, según sostienen Alicia Yllera (169-170), José María Pozuelo Yvancos

(Autobiografía 18) y Salvador Echavarría (16-18). Este último además escribe que el

propósito fundamental de la novela moderna es que “la ficción hace competencia a la

realidad, lo imaginario a lo real, la fantasía a la verdad, y aun suele superarla” (28).


Herrera López / 61

Escribe Sergio Pitol sobre esta relación entre lo real y la ficción en la obra de un

escritor:

No concibo a un novelista que no utilice elementos de su experiencia personal, una


visión, un recuerdo proveniente de la infancia o del pasado inmediato, un tono de voz
capturado en alguna reunión, un gesto furtivo vislumbrado al azar, para luego
incorporarlos a uno o a varios personajes. El narrador hurga más y más en su vida a
medida que su novela avanza. No se trata de un ejercicio meramente autobiográfico;
novelar a secas la propia vida resulta, en la mayoría de los casos, una vulgaridad, una
carencia de imaginación. Se trata de otro asunto: un observar sin tregua los propios
reflejos para poder realizar una prótesis múltiple en el interior del relato. (Trilogía 144)

La novela moderna tiene como programa la dislocación de lo considerado real al

contraponer a los discursos literarios el género narrativo más apegado a lo real: las

memorias. Escribe Echavarría sobre ellas:

Las memorias presentan un doble carácter: el primero, que comparte con la historia, es
que narra eventos realmente acaecidos; el segundo, que posee en común con la novela,
es el carácter confidencial de su esfera de expresión, la cotidianidad y aún la intimidad
(30)

Desde esta perspectiva teórica la novela moderna, como expresión nacida a contracorriente

de la objetividad romántica, llega a su cúspide a comienzos del siglo XX con la publicación

del Ulysses de James Joyce en 1922. Sin embargo puede rastrearse rasgos modernos desde

las obras autobiográficas de San Agustín y Saint-Simon.

Al integrar estas dos formas de escritura bio-ficticia o autográfica: la autoficción y la

figuración del yo, el cuadro de Lejeune se completa y queda de la siguiente forma:


Herrera López / 62

Nombre del ≠ nombre = nombre

personaje del autor =0 del autor

Pacto 1) 2) 3)

novelesco 1a) 2a) 3a)

a) novela novela autoficción

=0 1b) 2b) 3b)

b) novela indeterminado autobiografía

autobiográfico 1c) 2c) 3c)

c) figuración autobiografía autobiografía

[figura 3]

Entre la novela y la autobiografía, es claro que se forma un tercer espacio entre uno y otro

que yo denomino autográfico, y que es precisamente la posibilidad de escritura de la que

hablaba Javier Marías en su artículo “Autobiografía y ficción”. Marías escribe que en ese

tercer espacio se podrá abordar lo autobiográfico como ficción: crear un yo como si fuera

otro (autoficción), pero también como apunta Pozuelo Yvancos es posible que la ficción se

aborde como autobiografía: crear al otro como si fuera yo (figuración del yo). En los dos

casos se escribe desde los límites de los pactos propuestos por Lejeune, o, lo que es lo

mismo, apelando a dos diferentes maneras de leer e interpretar la vida escrita.


Herrera López / 63

1.3 Autoficción

Actualmente, después de la propuesta de Philippe Lejeune, del vendaval teórico de la

deconstrucción y los nuevos planteamientos de teóricos y autores respecto a las novelas del

«yo», no es posible acercarse a las narraciones de vidas, sean estas autobiografías, novelas,

autoficciones o figuraciones del yo, de forma inocente. Sostiene Ana Casas:

Gracias a subvertir las formas y los pactos de lecturas habituales, la autoficción


propone, entre otras cosas, instaurar una relación nueva del escritor con la
verdad. Y lo hace tomando prestada de la novela toda clase de recursos y
estrategias: lo que importa, pues, no es tanto el relato, histórico o factual de los
hechos, sino la manera (novelesca) de narrar esos hechos. (17)

Las palabras de Asterión resuenan en toda escritura por lo que es necesario ser conscientes

de la trampa que conlleva la utilización de un yo desde el cual se focaliza la narración. El

propio Lejeune comenta en una entrevista cuando se le pregunta sobre la sinceridad en la

escritura de corte autobiográfico:

Todos los seres humanos son ingenuos cuando cuentan su vida, sea oralmente o por
escrito. Corresponde al lector tomar la distancia que quiera. Cuando un ser humano nos
hace el regalo de contarnos cómo ha vivido, es a nosotros a quienes corresponde hacer
fructífera esa experiencia de comunicación. (Alberca, Entrevista 273)

La distancia referida en la cita anterior se corresponde al pacto que se instaurará entre el

lector y yo del texto; pacto respecto a creer lo que contara el yo como real o no. Me refiero
Herrera López / 64

a real no como un sinónimo de verdad o veracidad, ya que éstos están más relacionados con

la disposición del discurso que con lo que se enuncia.

Sobre esto es menester precisar que estructuralmente toda lengua está capacitada, sin

que por ello se modifique o pervierta en su estructura lingüística, para decir cualquier

verdad y cualquier falsedad por igual. En cuanto al nivel formal no existe ninguna

diferencia entre una y otra construcción; no hay algún elemento que denote su naturaleza

por lo que ambas estructuras pueden ser interpretados de igual manera como verdaderas, o

verosímiles. Esto hace que, como escribe Pozuelo Yvancos, “el lenguaje mismo se

encuentre poseído por la ficción” (Poética 12). Y por lo tanto el linde del lenguaje se

corresponda con el límite de las construcciones textuales.

En su Arte poética Aristóteles habla de que el verdadero motor de cualquier creación

no es la distinción entre las categorías real/ficción o verdadero/falso, sino que la

construcción puede ser percibida como veraz. Aristóteles escribe: “más vale elegir cosas

naturalmente imposibles, con tal de que parezcan verosímiles, que no las posibles, si

parecen increíbles” (63). En el mismo tenor Miguel de Cervantes escribe en el Quijote:

“tanto la mentira es mejor cuanto más parece verdadera y tanto más agrada cuanto tiene

más de lo dudoso y posible” (I, 47). Sin embargo, para Ana Casas en la escritura

autoficcional “el principio de sinceridad lo sustituye la expresión de una subjetividad que, a

través de la ficción, accede a una verdad íntima, hecha de equívocos y contradicciones,

como equívoca y contradictoria es la identidad del individuo” (17).

Atendiendo lo anterior, las esferas de lo ficcional y lo real concuerdan en su

estructura y materialidad en cuanto que las dos pueden ser presentadas bajo las mismas

reglas de construcción. En ciertos casos de indeterminación genérica, como es el caso de la


Herrera López / 65

autoficción y la figuración del yo, se sobreponen los dos estatutos en un mismo objeto

provocando una interpretación ambivalente que incluyen al mismo tiempo la presencia de

un plano como de otro, en una especie de significado cuántico en el que aún con la

presencia de un observador-lector siguen siendo igual de válidas las dos posibilidades de

interpretación. Es por eso que Manuel Alberca sostiene en su libro El pacto ambiguo. De la

novela autobiográfica a la autoficción (2007) que la autoficción depende de que la obra en

sí no se identifique plenamente ni con un pacto novelesco ni con uno autobiográfico, sino

que participe de ambos (159); es decir, que ronde por el centro del cuadro lejeuniano –

casilla 2b– y de esta manera se vincule con las demás casillas y posibilite su diálogo e

intercambio de estrategias discursivas.

Dada la susceptibilidad que tienen los textos ubicados en las tres casillas autográficas

para sobrepasar los límites de uno a otro, Alberca Serrano utiliza el pacto ambiguo para

definir la relación entre texto y lector en los tres casos (Pacto 90-91). Este pacto por lo

tanto se ubica en el mismo límite entre lo autobiográfico y la ficción, representa el tercer

espacio del que habla Javier Marías y es el campo en el que se ubica la mayoría de la obra

de Sergio Pitol.

Ahora bien, si toda construcción textual del yo es una ficción y un testimonio real al

mismo tiempo, y la definición de su naturaleza depende del pacto que establezca el lector

con el texto, ¿cuán es la valía del discurso narrativo autoficcional frente a otro tipo de

discurso que de razón de un yo?

Alberca Serrano explica que el mérito de los textos que recurren al pacto ambiguo es

que acompañan y son un producto del cambio de paradigma en la sociedad respecto a la

conformación de la identidad en la posmodernidad (Pacto 140-163). El espejo de la


Herrera López / 66

identidad en los textos, que es lo que define a los textos autográficos, es precisamente como

se asume al sujeto posmoderno. Esto coloca a estos discursos autográfico o bio-ficticios del

yo como una categoría de su tiempo, tal como lo fue la autobiografía en el suyo (Pozuelo

Yvancos Figuraciones 14).

De especial atención es lo que escribe Emmanuel Samé sobre la intención de los

textos autoficticios, que él considera como “proyectos existenciales”:

L’autofiction s’intéresse donc à représenter le sujet non comme un reflet du réel, une
imitation mais un objet construit. Elle instaure donc cette relation de déport face à la
loi propre à la question de l’authenticité. Ne pas être une imitation ou un reflet du réel
revient à ne pas subir ce passé qui fait loi précisément en donnant à voir de quelle
manière il agit le sujet. (17)

Se crea una relación entre lo vivido y la identidad creada en la narración autoficticia; cosa

que no ocurre de manera tan clara en la figuración del yo, en donde la máscara del autor es

otro, un tercero. En cambio en la autoficción, la máscara del autor es su propia identidad: lo

que él cree que es, una invención de sí mismo, una máscara transparente, pero una máscara

al fin. Esta esencial diferencia entre las formas para materializar el pacto ambiguo se debe

al peso del nombre propio del personaje-narrador que se empata con la firma del texto.

En el caso de la obra de Sergio Pitol ésta se distingue por la nominación en primera

persona, por la inmersión en diferentes grados de ocultamiento de datos referentes a su

vida, y por estar cimbrada en ese pacto ambiguo en el que se mueve desde sus primeros

textos, como ya se hizo notar más arriba.

Las tres etapas de su obra se ubican en tres lugares distintos del cuadro completado de

Philippe Lejeune. El Tríptico del Carnaval se encontraría más cerca de donde se halla la
Herrera López / 67

ficción; sus cuentos y dos primeras novelas, se podrían encontrar en la figuración, en donde

quien escribe y enuncia en definitiva no es Pitol, pero al mismo tiempo sí lo es detrás del

juego de espejos del lenguaje que enuncia desde otra identidad y lo distancia de sí; por

último, su obra compuesta por ensayos, memorias y textos híbridos de corte autobiográfico,

estaría del lado de la autoficción, en el lugar donde parece que Sergio Pitol se crea a sí

mismo, pero que en verdad a quién se conoce a través de la lectura es al otro, a « Sergio

Pitol». Al respecto escribe Begoña Gala Guillén:

La autoficción manifestaría la posibilidad de existencia de un texto donde se reúnen el


pacto novelesco y la identificación del narrador y el personaje con el autor.
Consecuentemente, el nombre propio no puede ser garante de identidad narrativa,
convirtiéndose automáticamente en un pseudónimo que enmascara al autor. (570)

Si el nombre propio es parte de la maquinaria ficcionalizante creada por el autor, entonces

debe existir un nivel más profundo de ficción para dar cabida a esa entidad y no confundirla

con el autor que tiene una vida fuera de la textualidad con relaciones particulares en la

sociedad. Debe existir un nivel textual en donde el «autor» de la obra autoficticia tenga

cabida al interior mismo del texto:

Autor real

«Autor»

Narrador
Texto
Personaje

[figura 4]
Herrera López / 68

Este tipo de esquema no es aplicable únicamente a varias obras escritas en Francia en la

segunda mitad del siglo XX, ya Miguel de Cervantes había escrito en 1605 en la primera

parte del Quijote sobre en un escritor llamado «Miguel de Cervantes» que era amigo de uno

de los personajes (I, 6). Sin embargo el término acuñado por Doubrovsky hizo poner

atención en la naturaleza del autor desde una perspectiva diferente a la asumida por la

crítica literaria de principios del siglo XX: formalistas y estructuralistas, y que llegó a su

cúspide en 1968 con el trabajo de Roland Barthes sobre la muerte del autor.

Más de diez años antes la tipología de Lejeune y el neologismo de Doubrovsky,

demostrando que la teoría literaria y las obras literarias están en un perpetuo diálogo con la

construcción del sujeto en otros ámbitos de la vida humana. Jorge Luis Borges escribió en

su libro El hacedor de 1960 un texto, tan breve como memorable, llamado “Borges y yo”,

de vital importancia para la idea de la duplicidad en la escritura. Borges escribe en ese

texto: “[…] yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí

podrá sobrevivir en el otro. […] mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o

del otro”; y termina con una frase que explicita el conflicto de la identidad del autor más

que otra: “No sé cuál de los dos escribe esta página” (808). Para Jorge Luis Borges la obra

que ha creado le pertenece no a su ser sino a la imagen creada por él mismo a través de sus

textos: él mismo como «otro», el que firma por los dos. Escribe Juan Villoro que en la

Trilogía de la Memoria de Pitol, recordar significa reconocerse como otro (“Cantera” 19).

Dicho de otra manera: “La autoficción llama al referente para negarlo de inmediato;

proyecta la imagen de un yo autobiográfico para proceder a su fractura, a su

desdoblamiento, o a su insustancialización” (Casas 34).


Herrera López / 69

Dice el escritor y traductor Justo Navarro en su prólogo a El cuaderno rojo del

estadounidense Paul Auster:

al escribir de ti mismo, empiezas a verte como si fueras otro, te tratas como si fueras
otro: te alejas de ti mismo conforme te acercas a ti mismo. Ser escritor es convertirse
en otro. Ser escritor es convertirse en un extraño, en un extranjero: tienes que empezar
a traducirte a ti mismo, Escribir es un caso de impersonation, de suplantación de
personalidad: escribir es hacerse pasar por otro. (19-20)
Herrera López / 70

2. La escrituras del otro

Como se mencionó anteriormente, en los textos autoficcionales el «yo» enunciado, que se

crea a través de la distancia de su condición textual, se vuelve otro: una máscara del

lenguaje, un reflejo desfigurado. Esta característica de la autoficción es adoptada, según

Käte Hamburger en su libro La lógica de la literatura (1957) y en especial en su capítulo

“Narración de ficción–una narración narrativa (fluctuante)” (96-131), de la tradición lírica,

ya que en ésta el sujeto enunciativo implica por sí mismo una distancia respecto al autor;

los que se busca en las narraciones del Yo es alcanzar el nivel de subjetividad propio de

esta tradición.

No es la vida tal como se vivió lo que se escribe, es lo que se recuerda y se escribe lo

que da forma a la figura del yo en el texto; o lo que es lo mismo: la vida no antecede el

sentido del yo de la obra, es la obra la que genera la identidad del yo, es la que genera el

sentido, como resultado de qué fue escrito y cómo fue hecho. Escribe Casas: “A pesar del

carácter reivindicativo del texto autobiográfico (el escritor trata de mostrar su imagen

«real» ante el otro, ante el lector), cualquier intento de autodefinición resulta falaz” (14).

Asterión podrá no creer en el arte de la escritura, pero es la única forma que tiene

(tenemos) para que otros lo (nos) conozcan, de otra manera no encontramos en la situación

de Teseo que apenas ve al minotauro defenderse sin saber por qué. La última frase del

cuento de “La casa de Asterión” no sólo resuelve el misterio de quién habla, que tanto
Herrera López / 71

sorprendió a Sergio Pitol, al mismo tiempo separa infranqueablemente a Teseo con

Asterión; hicieron falta las palabras entre ambos.

Desde el Romanticismo hasta la Posmodernidad la representación literaria del yo, se

ha caracterizado por:

[…] el creciente escepticismo frente a la verdad personal y la conciencia que el


individuo tiene de sí mismo. Desde esta óptica, resulta capital la contribución
del psicoanálisis, al sistematizar la apreciación del yo como un ser disgregado y
múltiple, incapaz de mantenerse fiel a su pasado o de tener una identidad única.
A la problematización del yo unívoco se une la perspectiva lacaniana de la
«línea de ficción», proceso a través del cual el individuo, que trata de
comprenderse a sí mismo, selecciona determinadas facetas de su experiencia
haciendo que estas desemboquen en el tiempo presente y contribuyan a dar una
imagen coherente de la historia de su vida. (Casas 13)

En este sentido se puede hacer referencia a la relación de la que habla Jacques Lacan

respecto a la relación entre significante y el significado (S – s), que a diferencia de una

relación de reciprocidad en donde se autorregulan y determinan entre ellos (S / s); para

Lacan el significante, la forma, es la que determina por completo el significado (482). El

«yo», la identidad del otro en la escritura, es una construcción resultado de un proceso de

desdoblamiento del yo.

Escribe María Isabel Filinich al respecto:

Ni siquiera la imagen especular podría ser pensada como un calco del uno, puesto que
entre lo reflejante y lo reflejado, entre un primero y un segundo, se interpondrá un
Herrera López / 72

tercero, una superficie azogada o, en términos generales, un lenguaje que transforma


más que reproducir, altera –vuelve otro– más que copia. (5-6)

En la autoficción la expresión «vuelve otro» de Filinich toma otro sentido, ya no es sólo el

sentido en el que ella la utiliza: como transformación del uno en otro; que vuelva otro

también implica que la vida real del autor no vuelve nunca más como tal y la única forma

de perpetuarla: de salvarla (gerettet) y con ello volver al sujeto inmortal como escribe

Derrida (Otobiografías 42), es que el sujeto que vuelve, que regresa del más allá, detrás de

la barrera de la obra y la escritura, se altere: se convierta en otro.

En la misma línea José María Pozuelo Yvancos escribe sobre este particular aspecto

de las narraciones del yo: “El yo que escribe nunca es el yo que existe. Es otro yo,

desdoblado, en el acto de la memoria (el yo que recuerda) y que se construye

narrativamente en el curso de la escritura acerca del yo que fue” (Autobiografía 10). El yo

que vuelve se altera en otro cuando éste escribe su propia vida; no hay una restitución plena

de la vida tras la escritura, hay refracción en ella.

Si como lo define Jean-Luc Nancy, el retrato es la representación de una persona

considerada por ella misma (11) y “el sujeto del retrato es el sujeto que el retrato mismo es:

tanto por el hecho de que el retrato es sujeto (el objeto, el motivo) de tal o cual pintura,

como por el hecho de que esta pintura es el lugar donde tal o cual sujeto (persona, alma)

nace” (28); los textos autoficcionales son la superficie azogada donde el retrato del escritor

ocurre iterativamente. Son retratos hechos de palabras, con la misma particularidad del

retrato en cuanto:
Herrera López / 73

El sujeto del retrato es el sujeto que es el sujeto en tanto y en cuanto es a sí («presente


a sí»), y no es a sí sino por cuanto es aquel que vuelve del afuera de la tela al adentro y
del adentro al afuera, al tiempo que la delgada superficie de la tela pintada no es otra
cosa que la interfaz o el intercambiador de ese ser-a-sí. (Nancy 28-29)

En primera instancia esto ocurre por acción del propio lenguaje que gramatologiza al yo, y

con ello lo instala en el plano de la invención, de la ficcionalización de la identidad: dentro

del delgado velo del lenguaje que representa y es creado en la representación del

pensamiento. La autoficción es un subgénero refractivo de las escrituras del yo, que pone

énfasis en las cuestiones de identidad, autoría y el linde entre lo literario y lo real.

Si bien el rasgo característico de las narraciones autoficcionales, la relación de

identidad nominal del Autor, Narrador y Personaje, puede ser rastreada desde textos de

alrededor de quinientos años, en textos como el Libro de buen amor (1343) de Juan Ruiz,

Arcipreste de Hita o la Divina comedia (1555) del italiano Dante Alighieri, la obra de

Sergio Pitol se mueve en un tiempo y un espacio específico donde las relaciones entre estas

tres entidades se piensan desde una postura completamente distinta a la de hace siglos, que

son necesario revisar.

De la misma manera las cuestiones de identidad, autoría y ficción también son

asumidas de forma distinta en una y otra época. Todos estos elementos sumados resultan en

posturas distintas de escritor respecto a su obra autoficcional.

2.1 Yo soy y no soy «yo». Identidad posmoderna


Herrera López / 74

Para Pozuelo Yvancos es muy importante, en el estudio de los textos en donde hay una

refracción de la vida de los autores en sus textos, tomar en cuenta qué texto es el que se va

a tratar, de qué época se habla en él y desde él, y, más importante, qué esconde la palabra y

el concepto de sujeto en el texto (Autobiografía 22). En el caso de la obra autoficcional de

Sergio Pitol es necesario volver sobre lo dicho anteriormente sobre la fractura

epistemológica entre la pauta moderna y la posmoderna en la que se instaura su escritura y

su obra.

Tanto para Jean-François Lyotard (1979) como para Frederic Jameson (1984) el

posmodernismo es una pauta cultural que implica tomar una postura determinada ante la

naturaleza del capitalismo multinacional actual o postindustrial, en donde la legitimación de

los relatos, que fundamentan las relaciones dentro de la misma sociedad, son puestos en

duda debido ya que los saberes en los que se basan ahora son comercializados, desfasando

así las exigencias estatales y sociales, de las económicas, que ahora son priorizadas

(Lyotard Condición 18). Esa “colisión frontal”, como la denomina José Luis Brea (13),

lleva a las actividades culturales al “umbral de lo económico”, como le llama el sociólogo

francés Sébastien Charles (30); lo que a su vez conlleva a que éstas pasen a formar parte de

los sectores de crecimiento en las economías actuales y, por lo tanto, haya un movimiento

recíproco al aproximar “la economía hacia la cultura, haciendo que ella se arrogue los

caracteres tradicionalmente asignados a las prácticas culturales –es decir, todos aquellos

que tienen que ver con el poder de investir identidad” (Brea 13).

De esta forma el sujeto posmoderno se involucra en una dinámica social que atiende a

la “urgencia económica de producir constantemente nuevas oleadas refrescantes de géneros

de apariencia cada vez más novedosa” (Jameson 18) y, a su vez, tenga que replantear su
Herrera López / 75

identidad en el mismo ritmo vertiginoso. Esto termina por diseminar la identidad del sujeto

posmoderno en partes heterogénea y dispersas. Ya no hay una identificación del sujeto con

sí mismo como un conjunto uniforme; al contrario: la fragmentación es la manera en la que

los diferentes discursos que articulan la identidad se acoplan para dar razón del ser a los

individuos (Charles 24; Jameson 37; Medina Cano 514).

En la pauta posmoderna lo que se comercializa para la construcción de identidades es

la apariencia, la simulación de los signos; entendiendo simulación en la acepción que Jean

Baudrillard le da en contraposición a representación. Para Baudrillard “la simulación parte

del principio de equivalencia, de la negación radical del signo como valor, parte del signo

como reversión y eliminación de toda referencia” (13). La simulación apela a un signo

compuesto de vacíos que enmascara un signo anterior, que a su vez enmascara una realidad

reflejada (Baudrillard 14), o refractada, que nunca llega a ser la mímesis perfecta de su

referente.

En el caso literario esto significa que las obras posmodernas contiene en su

constitución restos de otras obras, o la simulación de éstas: intertextos vacíos que aportan

esa estructura de enmascaramiento de un signo anterior, sin que este signo precedente esté

realmente presente en el primer texto. Y en el aspecto identitario, las obras estén habitadas

por personajes fragmentados y por los «yo» que se constituyen como lo que no son: un

significante de una identidad aplazada en las mismas dinámicas de simulación.

La posmodernidad implica una forma de saberse individuo que se basa en el

reconocimiento de que cada discurso que pueda conformarlo como tal siempre podrá ser

puesto en duda y cuestionado por otros discursos, y, a la vez, podrá ser sustituido por otro

discurso, siguiendo la reglas de la moda en las que están inmerso los bienes culturales
Herrera López / 76

(Lipovetsky Imperio 17). Es por eso que el proyecto posmoderno como pauta cultural

transgrede el movimiento de los signos adoptándolos como propios y dotándolos de otra

significación que se adecue a cada sujeto; o viceversa: creando entidades que se acoplen a

los nuevos signos nómadas: subjetividades sin certidumbres de ningún tipo.

Sergio Pitol declara: “Escribir ha sido para mí, si se me permite emplear la expresión

de [Mijaíl M.] Bajtín, dejar un testimonio personal de la mutación constante del mundo”

(Autobiografía 118). Y es que en el posmodernismo:

el arte contemporáneo consuma su devenir moda: en cuanto la ruptura con el pasado


deja de ser un imperativo absoluto, se pueden mezclar los estilos en unas obras
barrocas, irónicas y de más fácil acceso (arquitecturas posmodernas). La austeridad
modernista declina en favor del mestizaje sin fronteras de lo viejo y lo nuevo, y el arte
campa más bien en el orden del efecto, en el orden in del «guiño», de la «segunda
lectura» y de las combinaciones y recombinaciones lúdicas. Todo puede volver y todas
las formas del museo imaginario pueden ser explotadas y contribuir a desplazar con
mayor rapidez lo que está en el candelero; el arte entra en el ciclo moda de las
oscilaciones efímeras de lo neo y de lo retro, de las variaciones sin riesgo ni
denigración; ya no se excluye, se recicla. (Lipovestky Imperio 309)

Al ser una nueva pauta cultural en contraposición al modernismo, el posmodernismo

trastoca muchos de los campos de la vida de la humanidad como la historia, la economía, la

política, las ciencias, las artes; sin embargo, la posmodernidad está determinado por la

situación de un espacio geográfico específico que practique e implemente el modelo

posmoderno en sus haceres. Como escribe Federico Medina Cano, la posmodernidad “no es

un proceso común a varias cultura a la vez. Aparece en tiempos distintos y por razones

diferentes […] [debido a que] los antecedentes y los factores que motivaron este cambio
Herrera López / 77

cultural fueron diferentes” (495), tal como se vio al referir el particular caso de México en

el que el proyecto moderno se encontraba en pleno desarrollo cuando la nueva pauta se

comenzó a asimilar.

El paso la modernidad a la posmodernidad es el paso de “las colectividades sociales

al estado de una masa compuesta de átomos individuales lanzados a un absurdo

movimiento browniano” (Lyotard 36); es decir, la sociedad ahora se integra por individuos

que siguen recorridos aleatorios dentro de ella, sin posibilidad de hallar una fluidez

uniforme que permita imponer reglas totalitarias que sean acatadas por completo. Al no

existir certidumbres inamovibles no existe la posibilidad de la conformación de identidades

que llegan a concretarse como una totalidad.

La identidad posmoderna es una suma negativa; escribe Sergio Pitol en El arte de la

fuga: “Uno es una suma mermada por infinitas restas. Uno está conformado por tiempos,

aficiones y credos diferentes.” (Trilogía 42) Escribe Nicolás Casullo al respecto:

La condición posmoderna quedaría expuesta en el ahondarse del desencantamiento de


la existencia: de aquella existencia humana entendida como tensada por la
problemática y el deseo, por las expectativas entre lo dado y lo nuevo, por una
conciencia develadora y recuperadora de la realidad, por la heroicidad de ese viaje
transgresor y reconciliador de los hombres con el mundo. (22)

Ese ahondarse en el desencantamiento de la existencia implica una vuelta a la subjetivación

de los discursos narrativos en un afán de dar orden a la multiplicidad y complejidad del

mundo. Y esto implica un regreso porque ya en la Ilustración había tratado de erradicarlos

del pensamiento. Por ejemplo, en su libro de aforismos llamado el Novum Organum (1620),

el filósofo inglés Francis Bacon trata de deshacerse de todos los errores concernientes a la
Herrera López / 78

interpretación de la naturaleza, y a esos errores o «falsas nociones», que han obstaculizado

el desarrollo de la verdad a través del pensamiento racional, les denomina idola (I, 38).

Estos idola son:

1) Idola tribu. Pertenecen a todo el género humano, son inherentes a su naturaleza.


“the human understanding is like a false mirror, which, receiving rays
irregularly, distorts and discolors the nature of things by mingling its own
nature with it” (I, 41).
2) Idola specus. Estos se refieren a las distorsiones causadas por las particularidades
del cuerpo y mente de cada individuo, lo que incluye su educación, su relación
con otras personas, los libros que ha leído, sus impresiones, etc. “So that the
spirit of man (according as it is meted out to different individuals) is in fact a
thing variable and full of perturbation, and governed as it were by chance” (I,
42).
3) Idola fori. Estos se forman por la asociación de los hombres en materia lingüística;
la propia lengua es un obstáculo para la razón ya que: “it is by discourse that
men associate, and words are imposed according to the apprehension of the
vulgar. And therefore the ill and unfit choice of words wonderfully obstructs
the understanding” (I, 43).
4) Idola theatri. Se conforman como un cúmulo de saberes filosóficos, religiosos, etc.
que a la luz de la razón del siglo XVII europeo, son erróneos, pero prevalecen
gracias a la tradición, la credulidad y la negligencia (I, 44).

En la pauta posmoderna, desencantada de la racionalidad por la racionalidad misma, se

vuelve sobre este tipo de preceptos anteriores como una forma de relacionarse con la

realidad, no con el fin de explicarla. La poética de Sergio Pitol precisamente está basada en

escribir distorsionando la realidad, en ver todo a través de su particular idola specus. En ver
Herrera López / 79

sin sus lentes y maravillarse en una Venecia que sabe y ve como lo que no es, pero que al

mismo tiempo es como él la experimenta:

Veía y no veía, captaba fragmentos de una realidad mutable; la sensación de estar


situado en una franja intermedia entre la luz y las tinieblas se acentuó más y más
cuando una fina y trémula llovizna fue creando el claroscuro en el que me movía.
A medida que la niebla me velaba aún más la visión de palacios, plazas y
puentes mi felicidad crecía. Caminé tanto que aún hoy me queda la impresión de que
aquel día incorporó una inmensa multitud de días. En la marcha, extasiado, repetía
una y otra vez una frase de Berenson: "El mayor regalo que nos han dado los
venecianos es el color", palabras que recordaba haber leído al inicio de Los pintores
venecianos del Renacimiento. Vuelvo hoy al libro a ratificar la cita y encuentro que
no sólo le había hecho perder su entonación, sino deformado y contraído, como
sin duda pasó con todo lo que descubrí en Venecia en ese encuentro inicial. (Trilogía
30)

Con el hecho de perder sus lentes, dice Juan Villoro, Serio Pitol se descalifica a sí mismo

como un testigo veraz de los sucesos (“Anteojos” 98).

Dado todo lo anterior no es extraño que Pozuelo Yvancos sostenga que las obras

literarias donde se construye una identidad, desde una primera persona en singular que

subjetiviza su mundo, pertenezcan a una movilización actual de lograr una escritura que

tiene como motor narrativo y temático la ficcionalización de toda ocurrencia del yo; esto en

gran medida debido a la crisis “[…] de la idea de sujeto de discurso, que ha alimentado la

modernidad y acentuado la posmodernidad estética” (Autobiografía 21). Y es que la idea

fundamental de la modernidad para Pozuelo Yvancos en su libro De la autobiografía se

puede resumir a que:


Herrera López / 80

la narración o retrato de sí mismo conseguirá restituir o atrapar una identidad siempre


postergada, pero en lucha permanente para ofrecer la verdadera imagen de sí mismo
[…] esa condición no la pierde ninguna autobiografía.
Pero a partir de cierto momento, fundamentalmente el siglo XVIII, comienza la
narración de sí mismo a ser también un fenómeno de salvación personal, frente a los
otros y también frente a uno mismo, de restitución del pasado como modo de conjurar
la fugacidad y restauración de la vida perdida, como postergación de la muerte, pero
postulación falsa, como figurada, de un sentido que construye la inteligibilidad
narrativa y depende de ella. (32)

En el mismo tenor Alberca Serrano (Pacto 140-163) escribe sobre la dificultad de mantener

una postura única sobre la identidad conformada dentro de los textos donde impera el pacto

ambiguo. Dichos textos se edifican entre los límites de los géneros literarios, como el caso

de la autoficción que es asumida como un género o subgénero literario entre la

autobiografía y la novela, y al mismo tiempo puede ser entendida tanto como una forma de

escritura, así como una forma de lectura.

Por un lado el concepto de autoficción implica una generalización de obras con

rasgos en común que crean su propia familia histórica literaria, y por otro lado implica una

forma de interpretar los textos. Y es que los tres pactos del cuadro de Lejeune dependen de

la lectura para generar sus propios espacios de residencia como interpreta Pozuelo Yvancos

(Autobiografía 30).

La incertidumbre del pacto ambiguo, que halla su inicio en el propio lenguaje, se

instaura en el discurso y llega a la autoconstrucción del sujeto que escribe su vida. Esto

hace que la escritura autoficcional y figuracional del yo evidencien que la relación entre

ficción y autobiografía no es una polaridad sino que es indecidible precisamente en la

medida en que ambas comparten al mismo tiempo la retoricidad del lenguaje (Pozuelo
Herrera López / 81

Yvancos, Autobiografía 37). Y en esa indecibilidad es donde vuelve el nombre propio –la

firma del autor– para instaurar el pacto de lectura del que depende la autoficción.

Sergio Pitol escribe en su obra autoficcional sobre el aprendizaje vital de un

personaje, que como Pitol, es escritor y narra el cómo se convirtió en escritor, sus

motivaciones para escribir, sus dificultades para hacerlos, su particular ars poetica, sus

lecturas –de libros, de obras de artes, de situaciones, como es el último texto que cierra El

arte de la fuga, que trata sobre su viaje a Chiapas cuando acaba de ocurrir el levantamiento

de los zapatistas en 1994– y, en general, su narración es un diálogo con la cultura que lo ha

conformado como el escritor y el sujeto que es. En Una autobiografía soterrada se puede

leer:

Después de leer con cuidado todo lo que he escrito en la vida me quedé atónito, lleno
de aturdimiento. […] En todo lo que he escrito: cuentos, novelas, crónicas, hasta
ensayos, me presento por todas partes, durante más de cincuenta años de escritura
estoy presente. No hay nada ahí que no esté extraído de los archivos de mi vida. […]
En mis narraciones soy más bien un personaje enmascarado, que se mueve en los
corredores, un observador de las tramas para despejar las oscuridades de la obra, o
encapotarlas más. (46)

En este texto el otro Pitol trata de explicar su propia obra pero a la vez “nos mira de soslayo

y, entre escéptico y cínico, nos espeta: ¡Éste (no) soy yo?” (Alberca Pacto 224); y deja todo

en vilo.

2.2 La cuestión del autor


Herrera López / 82

La obra completa de un escritor es un sistema de reglas estructurales y de contenido que

constituyen una determinada forma de pensar lo real: una poética. Este sistema re-

presentador del mundo implica una relación de ida y vuelta, en la que las dos partes,

escritor y circunstancia, se crean y se modifican.

Edward Said sostiene que para toda creación es indispensable una “conciencia

crítica” (30) por parte de quien la lleva acabo. En el campo del arte esto implica que para

que algo sea calificado como tal, y sea interpretado bajo esos parámetros, necesita ser

considerado como una pieza de arte; la primera figura que puede llevar acabo esta

legitimación es el propio artista, que a partir de haber desarrollado una consciencia crítica,

que le permita dialogar con las demás obras y así posicionase en un marco cultural

especifico, y considerar lo que hace como arte.

Los escritores constantemente se están reposicionando en el mundo con sus acciones,

que modifican a cada nueva obra que escriben y publican; ya sea autodefiniéndose como

novelistas o poetas –o creadores de algún otro género literario–, adscribiéndose a algún

movimiento estético o grupo literario, dejando de escribir o prefiriendo no hacerlo; pero

más importante, al asumirse como tales. En la actual forma de operar de la institución

literaria un escritor no lo es sino en el momento que asume lo que hace como literatura y

hay alguien: otros escritores, críticos literarios, académicos, o editores, que validan esa

decisión a la par que aceptan como literatura sus obras producidas.

Los textos autoficcionales conglomeran las figuras de Autor, Narrador y Personaje

principal en una sola entidad que vas más allá de la textualidad e interfiere directamente en

la interpretación que hace el lector; esto implica que entre el texto y su lector se cree un

pacto que hace fluctuar la interpretación del relato entre el generado por un texto
Herrera López / 83

autobiográfico y uno propiamente ficcional. Sobre este aspecto Ana Casas escribe que “si

bien en la autoficción la enunciación plantea la identidad entre autor, narrador y personaje

[…], sus enunciados problematizan la noción de autoría al subrayar el artificio, el carácter

puramente discursivo del relato” (39). De esta forma se crea ante el lector un juego de

espejos sobre la cuestión de quién está escribiendo y qué es un autor.

La cuestión de la autoría ha acompañado a la escritura desde sus albores; su

comprensión ha ido transformando la forma en la que se interpretan las obras y se crean

nuevas. La figura del autor comenzó a ser relevante en el Renacimiento debido a la nueva

manera de aprehender el mundo: se ubicó al individuo en el centro de todo; aun así ya “en

la Edad Media hacer crítica […] estaba ligado, esencialmente, a las restricciones para

vigilar el sumo respeto de la identidad del autor” (Yépez 245). Desde esta época hasta la

construcción del pensamiento crítico-literario moderno en los albores del siglo XIX con la

tradición literaria alemana y posteriormente con el trabajo sobre literatura y sociedad de

Madame de Staël, tal como plantea Pedro Aullón de Haro (48), la figura del autor estuvo

ligada a la explicación de sus propias obras; la voz narrativa se vinculaba directamente con

la del autor y viceversa.

En 1968 se dio un giro al asunto cuando Roland Barthes comenzó a relfezionar en

torno a la muerte del autor. El teórico francés planteó que en cualquier texto no es el autor

el que habla sino el lenguaje mismo (“Muerte” 80-83). Esta forma de entender el proceso

de escritura y lectura le posibilitó a la crítica literaria y a los lectores en general a centrarse

en lo escrito para su análisis y dejar de lado la figura del autor. La propuesta de Barthes no

fue la primera que planteó eliminar todo rastro paratextual de los análisis literarios, los

estudios de los teóricos Roman Jackobson y Vladimir Propp le anteceden varios años en
Herrera López / 84

este aspecto; lo relevante en Barthes es el impuso que dio a los nuevos métodos

estructuralistas posteriores; tal como hizo el planteamiento hecho un año después por

Michel Foucault en “¿Qué es un autor?”, que más adelante retomaré en la cuestión de la

firma. Este tipo de análisis, donde el autor está ausente, si bien significó un paso importante

para la teoría literaria actual, se propuso en un tiempo en la que la institución literaria

operaba distinto a como lo hace ahora.

Edmundo Paz Soldán (2009) argumenta que actualmente en el mundo literarios se

vive una “era anti-Salinger”, en donde contrario a lo que hacía este autor: mantenerse al

margen de la promoción de su libro u otra actividad semejante, como dar pláticas respecto a

cómo fue qué escribió sus obras o cuál es el sentido de la escritura para él, etc., hoy en día

“hay una creciente sensación de que la palabra escrita ya no es suficiente. Ésta necesita que

la acompañe la figura del autor, la lectura de un texto en voz alta, la performance” (En

línea. La cursiva es mía).

El caso del escritor estadounidense Thomas Pynchon es paradigmático al respecto ya

que su rostro es un misterio; sólo se conocen pocas fotos de él y éstas son muy viejas. A

pesar de ser uno de los escritores más reconocidos por la crítica literaria de su país, nunca

ha hecho una aparición pública. Aunque esa no-presencia de Pynchon en los medios no

deja de ser un tipo de performance.

En ese mismo sentido de performance, es significativo lo ocurrido entre el escritor

estadounidense Philip Roth y Wikipedia –enciclopedia online en la que cualquier usuario

puede agregar y modificar el contenido. En 2012, Roth publicó una carta en The New

Yorker dirigida a Wikipedia después de haber hablado con un administrador de ésta con el

fin de que se modificara la entrada referente a su novela La mancha humana publicada


Herrera López / 85

originalmente en 2001. En la carta, que es posible consultar en el archivo del diario

neoyorkino en su versión digital, Roth quería eliminar la presunta inspiración de un

personaje de su novela en el escritor Anatole Broyard. El administrador de Wikipedia le

contestó que él, Philip Roth, no era una “fuente creíble”, como escribe Luís Pousa en su

artículo “Philip Roth logra doblegar a Wikipedia”; como en cambio sí lo eran los críticos

que se citaban en la entrada para hablar de esa conexión.

La carta en The New Yorker plantea la propia versión de Roth sobre la inspiración del

personaje, que fue la versión que finalmente quedó en la entrada de su novela, en donde

más abajo se explica toda la controversia. El hecho de que se le dijera al propio autor de la

obra que él no era una fuente creíble vuelve a traer de vuelta el debate de la figura del autor

respecto a cómo se debe leer su obra.

Lo anterior evidencia el peso de la institución literaria, o campo cultural según Pierre

Bourdieu, para la literatura en la actualidad. Es imposible desligar al campo literario de

otros campos culturales, mucho menos deslindarlo de las reglas del mercado. Los escritores

en su mayoría aceptan estas reglas impuestas y respecto a ellas actúan. Desde la perspectiva

de José María Pozuelo Yvancos, en la actualidad:

se realiza una progresiva dimensión mercantil de la escritura y un triunfo decisivo del


nombre de autor como valor de comercio y garantía para el consumo. El mercado
editorial es, cada vez más, un mercado de nombres propios y el mayor problema de
cualquier autor que empiece es, paradójicamente, el de hacerse un nombre.
(Autobiografía 47)

Este nombre propio, es la marca que se vende, es la firma que distingue a un escritor de

otro. El mercado vende esa firma, no el texto en sí.


Herrera López / 86

Visto desde la dinámica del capitalismo avanzado del que habla Frederic Jameson

(18) la literatura es un producto cultural con un valor comercial dictaminado que se vende

como cualquier otro objeto y que en cierta medida es resultado de una urgencia económica

que hay detrás de ella que la incita a buscar siempre lo novedoso. Así, en la mayoría de los

casos, el mercado dictamina y encamina las formas en las que se vende las obras literarias.

El propio hecho de editar los libros con las fotografías de los autores implica una

asociación con la imagen de éste que termina por conglomerar en una sola figura: obra,

nombre y persona.

La performance, a la que hago énfasis en la cita de Paz Soldán, o el cómo el escritor

se hace un nombre en el campo literario; es decir, cómo se posiciona dentro de éste, se

puede relacionar con lo escrito por Pozuelo Yvancos para hablar de la forma en la que un

escritor ejerce su oficio hoy en día: la escritura está en primera instancia, las actividades

relacionadas a su haber vienen consecuentes a la primera, y por último, pero no menos

importante, las acciones extraliterarias que se realizan más allá de la escritura.

El autor es una figura compleja que engloba varios planos. Para Phillipe Lejeune la

escritura y, más importante, la imagen que se tiene del escritor como un autor reconocible

cambia trascendentalmente tras su segunda publicación:

El autor no es una persona. Es una persona que escribe y publica. A caballo entre lo
extratextual y el texto, el autor es la línea de contacto entre ambos. […] no se es autor
más que a partir de un segundo libro, cuando el nombre propio inscrito en la cubierta
se convierte en el ‘factor común’ de al menos dos textos diferentes y da, de esta
manera, la idea de una persona que no es reducible a ninguno de esos textos en
particular, y que, capaz de producir otros, los sobrepasa a todos. (51)
Herrera López / 87

El autor es una multiplicidad de personificaciones textuales compendiadas bajo una misma

figura con un nombre reconocible, ya sea su nombre propio o un pseudónimo, bajo el que

se agrupan características y rasgos distintivos de su escritura, que en varias ocasiones llega

a ser imitable, y por lo tanto genera expectativas concretas en los lectores de su obra.

Por su parte para Pozuelo Yvancos el autor es más que una persona (Autobiografía

28), es una abstracción concentrada de su poética que acompaña a sus textos como un

fantasma, empleando uno de los sentidos de la palabra griega que relaciona el término con

la fantasía y la figuración: “desde muy pronto fue concebida la phantasia como una

actividad de la mente por medio de la cual se producen imágenes (las llamadas

phantasmata o ‘fantasmas’, en un sentido no común de este último vocablo)”

(Figuraciones 24).

Mas el nombre propio que enuncia la vida del autor lo enuncia desde la postura del

«otro», y por lo tanto no desde el campo de la vida sino de la bio-grafía y la bio-logía: de la

vida textualizada. Esto lleva a Jacques Derrida a concluir que “lo que remite al nombre no

remite jamás a lo viviente: nada pertenece a lo viviente” (Otobiografías 34); pertenece a lo

gramatológico, al espacio de la textualidad que siempre es un más allá. Enrique Vila-Matas

escribe: “La obra es la muerte hecha vana o transfigurada” (Mal 296).

La publicación para un escritor implica la posibilidad de movimiento a través de sus

textos, de poder cambiar el mundo, en la medida de lo posible: mucho o poco, y ser

cambiando al mismo tiempo, en un acto recíproco que involucra a ambas partes en cuanto

el escritor es consciente de su estado emplazado; es decir, de estar en-plaza, en un lugar

específico, y al mismo tiempo en-plazo, en un tiempo determinado, tal como lo plantea el

teórico español Manuel Ángel Vázquez Medel (26).


Herrera López / 88

Escribir y publicar, entendido como un solo proceso de autodeterminación y

ubicación por parte de quien lo lleva acabo, se convierte en el fenómeno que define al autor

como tal, ya que éste implica la objetivación de su percepción: la manifestación textual de

la consciencia-de-sí que le otorga la categoría de autor ante sí y ante los otros. Se es autor

cuando existe una conciencia de ello y cuando se es apreciado como tal por otros.

Los libros son una concretización del escritor ante su vida y su realidad, pero al

mismo tiempo son una concretización específica de la lengua en la que son escritos. Según

Jacques Derrida, “la idea del libro es la idea de una totalidad, finita o infinita del

significante” (Gramatología 25); es decir, cada libro lleva en sí la conclusión de la forma

con la que se conceptualiza el mundo: en cada libro la lengua desde donde se escribe es

agotada en un registro que la conserva en un estado inanimado que la absuelve de más

cambios lingüísticos. Cada libro es un cadáver de su lengua, del mismo modo que cada

creación de otro yo, que halla su fin cuando la escritura y la lectura terminan. A la vez en

cada texto está presente su contraposición que lo hace anularse, la fisura en la cual sólo es

necesario indagar para que toda la estructura colapse en sí: como lo dicho por Asterión

sobre el arte de la escritura y que Sergio Pitol cita para hablar de su vida como lector.

Cada libro es substancialmente la escritura que lo compone, y esta escritura, a su vez,

lleva implícita un vacío que es un posicionamiento consciente del escritor contra la lengua,

la sociedad, el mundo y ante sí mismo. Ese tomar una posición crítica es equivalente a

tomar una distancia pertinente ante el objeto que se observa para así estar en la posibilidad

de escribir contra lo que se toma posición: la lengua, la sociedad, el mundo, sí mismo –en

la doble acepción de la palabra ‘contra’: en-oposición-a y en-dirección-a. Derrida

manifiesta que ese doble movimiento de la escritura es parte de la propia angustia del sujeto
Herrera López / 89

que intenta soslayar el peso que la escritura forma en su ser, paradójicamente, con más

escritura (Escritura 105).

De esta manera, las semejanzas y diferencias en la obra de un escritor son el resultado

de las estrategias con las que el autor sortea la angustia que le genera el propio acto de

escribir; su poética particular es la forma en la que solventa la angustia de la textualidad y

en cómo responde a la duda, que la propia escritura le formula, de la que habla Marguerite

Duras: “escribir es intentar saber qué escribiríamos si escribiésemos” (56). En esa duda y su

respuesta oblicua se encuentra el fondo de la escritura y la clave de la naturaleza múltiple

del autor: éste trata de terminar con la duda que la misma escritura implica emitiendo sus

múltiples respuestas desde un punto distinto cada vez.

En el mundo real el autor se encuentra en-plazado de forma constante así que las

respuestas no son las mismas aunque existan entre ellas inexcusables puntos de contacto

que estructuren un orden textual que duplican al autor en su escritura, pero a la vez lo alejan

de sí mismo, y lo convierten en otro. El yo que escribe «yo», está develándose en una

entidad gramatológica que se instaura en lo escrito que es su pleno dominio de existencia y

significación.

2.3 Concepto de firma

En su artículo “¿Qué es un autor” Michel Foucault comienza pronunciando una de las

preguntas claves para la cuestión autoficcional: “¿Qué importa quién habla?” (35); su

respuesta atraviesa las tres entidades implicadas en los textos autoficcionales, Autor,
Herrera López / 90

Narrador y Personaje, y hace cimbrar en el proceso los “principios éticos de la escritura

contemporánea” (39).

Detrás de las escrituras performativas e iterativas, como las escrituras que del yo en

donde mediante una declaración narrativa se autodefine la individualidad, en especial en la

autoficción, existe un particular speech act que depende, para existir y ser tomado como tal,

de una firma que lo avale ante sus interlocutores o sus lectores; es decir, como acción de

instauración ese acto del lenguaje debe asumirse como performativo de su propia naturaleza

y por lo tanto “debe de conservar en sí la firma” (Derrida Otobiografías 12-14). Debe

constituirse la firma desde el propio acto lingüístico que abala a la firma.

Derrida habla en Otobiografías de este suceso y sostiene que antes que se instaure

una identidad en el acto, ésta identidad no existe, no existe como tal (17). En el caso de la

obra autoficcional de Pitol esto significa que antes de que exista el otro «Sergio Pitol», el

que habita sus textos, el que vive la vida escrita, éste no existía hasta que el primer Pitol

escribió y publicó esa declaración de sí. Después de esa publicación es que el otro yo,

existe.

Continúa Jacques Derrida sobre el tema:

La firma inventa al signatario. Este sólo puede autorizarse a firmar una vez llegado al
final, por decirlo de algún modo, de su firma, y en una suerte de retroactividad
fabulosa. Su primera firma lo autoriza a firmar. […] Mediante este acontecimiento
fabuloso, mediante esta fábula que implica la huella y sólo es en verdad posible por la
inadecuación por un presentarse a sí mismo, una firma se da un nombre. Se abre un
crédito, su propio crédito, de sí misma a sí misma. El sí surge aquí en todos los casos
(nominativo, dativo, acusativo), una vez que una firma se da crédito, de un solo golpe
de fuerza, que es también un golpe de escritura, como derecho a la escritura.
(Otobiografias 17-19)
Herrera López / 91

Este crédito abierto para el autor real implica a la vez la creación de una expectativa para

con los interlocutores y una deuda para consigo mismo, ya que lo plasmado en el texto que

tiene como protagonista a un personaje que comparte su mismo nombre tiene implicaciones

directas en cómo será apreciada su persona y viceversa; lo que haga el autor en su realidad

será irremediablemente contrapuesto a lo que haya dicho sobre sí mismo esa persona. Pero

a la vez el uso del mismo nombre propio para identificar a la personificación dentro de las

obras literarias implica usar una máscara identitaria para perder al interlocutor en el

laberinto de la invención y la ficción (Derrida Otobiografías 40).

En su texto El congreso de literatura (1997) César Aira escribe, refiriéndose a lo que

significa para los críticos y profesos asistentes de un congreso literario la relación entre la

persona real con su obra, que los asistentes se vieron “[…] en dificultades para decir dónde

terminaba el hombre y dónde empezaban sus libros” (71). Esta duda se agrava cuando los

libros del autor que se estudian están elaborados con mecanismos, en este caso

autoficcionales, que difuminar ese impreciso límite entre persona y obra.

En esa brecha de duda, que son los textos que confunden ficción con no-ficción, es en

donde Pitol crea “un yo en el espejo de su propia forma, mirando los objetos y haciéndolos

ser imagen que coincide en todo con su mirada” (Pozuelo Yvanco Figuraciones 34); lo que

es lo mismo: un yo-narrador que conoce plenamente su memoria, que ha vivido los mismo

hechos que él, pero que lo que expresa está subyugado al efecto literario buscado por él,

que es una máscara de sí. Esta reivindicación de la figura que enuncia –y firma– el texto es

lo que distingue para Susana Arroyo Redondo el género de la autoficción:


Herrera López / 92

Es decir, por un lado, explota la distancia que media entre autor y narrador para
ficcionalizar al primero y manipular libremente los recuerdos. Por otro lado, aprovecha
la competencia lectora de los receptores para subvertir el proceso de recepción propio
de los textos autobiográficos y para beneficiarse del pacto de lectura que identifica al
autor con el narrador. (234)

En primera instancia las obras literarias autoficcionales son textos en los que la figura del

autor de la obra se confunde con la del narrador y con la del protagonista principal; en otras

palabras, hay una plena identificación de identidades (Lejeune 49) aunque la única que se

conozca sea la autoproyección del autor de sí. En los textos autoficcionales el personaje que

habla nunca es el autor persona; es una proyección hecha por él dentro del texto.

Como comenta Derrida, es mediante la firma de los textos con rasgos autobiográficos

que el autor dispone un contrato que involucra a los lectores para ser partícipes de él en el

momento de la lectura (Otobiografías 36). Este contrato, esta deuda, consiste en llevar

consigo al yo de la narración, de llevar consigo su vida con uno; porque el autor no vive

más, sobre-vive en su texto y éste sólo adquiere su naturaleza performativa cuando es leído:

Más allá del mundo del otro, también está de algún modo más allá o más acá del
mundo mismo. En el mundo fuera del mundo y privado del mundo. El superviviente se
siente al menos único responsable, encargado de llevar tanto al otro como a su mundo,
desaparecidos el otro y el mundo, responsable sin mundo (weltlos), sin el suelo de
ningún mundo, desde ahora, en un mundo sin mundo, como sin tierra más allá del fin
del mundo. (Carneros 21)
Herrera López / 93

En el espacio ambiguo creado gracias a la firma del autor, en el mundo sin mundo viviente,

donde sólo queda la escritura para dar razón de todo el mundo y de sus habitantes. La

escritura es en este sentido una restitución de la memoria, de la vida.

2.4 Pitol, autor de «Pitol»

Desde el momento en el que Sergio Pitol integró datos, nombres, rasgos de personajes,

ubicaciones geográficas, de su biografía a su obra literaria –hecho que como se ha visto ha

sido una de sus constantes estilísticas desde sus primeros textos–, en ese instante se puede

hablar de una separación, de su vida con la vida que ha estado siendo fijada en palabras y

que presenta como literaria.

La vida de «Sergio Pitol» es una construcción del lenguaje y además es una

construcción de un autor que muestra sólo algunos aspectos, pensamientos y hechos, pero

al mismo tiempo oculta otros. Es una vida revelada como un claroscuro, que

paradójicamente tiene más partes detrás del velo, que implica el vacío de no decirlas, que

de lo que se devela entre sus palabras. Tal vez porque como dice el escritor chino exiliado

en Francia desde 1988, Gao Xingjian –a quien por cierto Pitol conoció cuando estuvo en

Pekín cuando éste sólo tenía veintidós años:

La realidad es inabarcable con el lenguaje: quizás la literatura exista porque lo real es


por y para siempre inagotable. Los hombres antiguos y modernos siempre han
intentado expresar la vigencia de lo real con su propio lenguaje; pero la percepción de
lo real sólo puede darse a escala individual, pues no existe una realidad global y
unificada. (80)
Herrera López / 94

Y es que la vida es inabarcable por el lenguaje, rebasa a la misma idea de literatura, porque

la vida rebasa cualquier intento de aprehenderla. Lo que hace Pitol con su obra es mostrar

una nueva forma de pensar la realidad y para eso describe su vida desdoblándose en un

personaje más de su obra.

Escribe José María Pozuelo Yvancos sobre los discursos literarios con una marcada

veta autobiográfica, que estos muestran una “naturaleza tropológica y especular de un yo

que cuando dice yo dice otro. Un sujeto presenta a otro, son dos sujetos remplazables e

intercambiables, pero precisamente porque son dos hay un tropo, un desplazamiento

sustitutorio” (Autobiografía 37-38).

La obra autoficcional de Sergio Pitol, al encontrarse cronológicamente ubicada al

final de su obra completa, tiene tras de sí mucho material biográfico ya expuesto, ya

conocido por otros medios, y referido de forma oblicua en ese otro grupo de textos

antecedentes: sus cuentos y novelas, en un primer momento; y posteriormente, aunque de

manera más soterrada, en las obras que componen el Tríptico del Carnaval. De esta manera

cuando se inicia el ciclo autoficcional en 1996, ya existe una imagen de la vida del otro

Sergio Pitol desde la que se parte.

Se debe aclarar que en 1966 Pitol publica una autobiografía a la edad de 33 años, pero

ésta no tiene la misma pretensión que su obra autoficcional posterior: hay dos diferencias

fundamentales entre este primer texto autobiográfico y los de la Trilogía de la Memoria y

Una autobiografía soterrada: el primero es la forma; el primer texto está planteado como

una autobiografía clásica en dónde lo importante es lo que se cuenta más que la forma de

presentarlo, en este sentido es más «referencial». Caso contrario son las obras
Herrera López / 95

autoficcionales que se inclinan por darle más relevancia a la forma que a lo que se presenta

narrado.

La otra diferencia es el manejo del tiempo en la narración; en la primera autobiografía

el tiempo avanza en una manera ordenada y cronológica, como era costumbre en las

autobiografías clásicas; en la obra autoficcional el tiempo se trastoca de tal manera que a

veces se suspende y en otras se presenta de una forma vertical en un solo instante. Lo

explica el propio Pitol en El mago de Viena:

De pronto, al azar, desprendida de la nada, o lo que uno concibe como "nada", la memoria
logra rescatar una imagen inesperada, solitaria, desconectada del presente, pero
también del entorno que le debía ser natural: su tiempo, su lugar, su minúscula historia, a
la cual por abulia, por desinterés, por el desgaste de la vejez sólo le es posible cintilar
alegremente unos cuantos segundos para volver después al caos primigenio de donde
había surgido. (Trilogía 489)

La figura de Sergio Pitol como autor, no es una categoría que se mantuviera inalterable

durante la publicación de su obra, al contrario. Hasta la aparición de El arte de la fuga en

1996, Pitol había publicado durante más de treinta años: de 1958 a 1994 y no había

obtenido el reconocimiento que experimentó tras publicar este libro. Tras cada nuevo libro

su posicionamiento en el campo literario, mexicano e hispanoamericano, se modificaba, y

la imagen que se iba contrayendo de su vida y de él como autor también fue cambiando al

paso de los años, como ya se vio más arriba.

Su actividad como diplomático en su primer viaje largo fuera del país en 1961 lo

llevó de París hasta Pekín, pasando por Ginebra, Roma y Varsovia, donde permaneció hasta

1966; su figura como autor fue haciéndose cada vez más difusa y excéntrica. Sergio Pitol
Herrera López / 96

pasó de pertenecer al grupo hegemónico en la literatura de México a ser un rumor que

atravesaba los países menos usuales. En este sentido las fechas que explicitan el lugar y el

momento de escritura de cada texto pueden ser leídas como una cartografía de sus viajes,

como un mapa cambiante y móvil de los viajes de Pitol de esos años.

Se puede decir que toda la obra publicada antes de la Trilogía de la Memoria, en

especial sus cuentos y sus dos primeras novelas, con las notas al final de los textos que

indican cuándo y dónde fueron escritas, son un adjetivo al personaje-autor «Sergio Pitol»;

del mismo modo que la poesía de Roberto Bolaño “se vuelve un adjetivo de su persona y de

su personaje [alter-ego literario] Arturo Belano”, según comenta Matías Ayala (92).

Este aspecto de la obra de Pitol es muy significativo, mientras la poesía de Roberto

Bolaño fue editada en su mayoría de forma póstuma, Pitol fue modificando sus textos,

republicándolos en nuevos libros, a lo largo de toda su trayectoria como autor. La escritura

de Sergio Pitol lejos de estar «terminada» siempre estaba atada a una nueva posible revisión

y modificación.

Creer que su Trilogía de la Memoria, terminada en 2005 con El mago de Viena, sólo

es una autobiografía que expone fielmente los hechos de la vida de Sergio Pitol y que por lo

tanto ameritan ser tomado más como un documento histórico que como una obra literaria,

sería una pobre reducción, ya que no se tomaría en cuenta el proceso de ficcionalización

que el propio Pitol fue creando de su vida, de aspectos selectos de ésta, en su obra. Al

respecto José María Pozuelo Yvancos escribe que: “en su último sentido toda autobiografía

puede postularse como una máscara” (Autobiografía 49); un impostura del yo.

El mismo Pozuelo Yvancos propone hacer una distinción del término ‘cronotopo’ de

Bajtín, para aclarar este desfase entre identidad e identidad en la grafía:


Herrera López / 97

[Es necesario hacer] La distinción en la autobiografía de un cronotopo interno (el


tiempo espacio de la vida representada) y un cronotopo externo (su representación
pública) […] La autobiografía, toda autobiografía, tiene este carácter brifonte: por una
parte es un acto de consciencia que «construye» una identidad, un yo. Pero por otra
parte es un acto de comunicación, de justificación del yo frente a los otros (los
lectores), el público. […] es imposible entender por separado ambos cronotopos, se
realizan juntos. Es en la convergencia de ambos donde nace el género autobiográfico.
Porque ese yo autobiográfico solamente existe en la nueva ágora, la nueva forma de
publicidad que es el libro publicado, la escritura que se hace pública y que no sólo
construye un discurso sobre un yo, también lo presenta como verdadera a los otros,
propone a sus receptores un pacto de autenticidad. (Autobiografía 52)

Al tener sus obras esta veta autobiográfica, la obra de Sergio Pitol, específicamente aquella

que en este trabajo se identifica como autoficcional, opera interiormente de esta forma:

apelando constantemente a elementos fuera del texto en sí; los elementos que orbitan

alrededor de dicha obra cobran mucha relevancia porque son contantemente evocados en el

texto. Su presencia y existencia es relevante para que la obra pueda considerarse parte

autobiográfica y parte ficción.

Mas no sólo son importantes objetos referenciales, también lo son los lugares como

tales y como los espacios referenciales desde donde «Sergio Pitol» escribe sus obras: de

nuevo, no son elementos suplementarios sin valor significativo las fechas y lugares que

yacen al final de sus textos; al contrario, son un exceso de significación que puede ser

entendida como esa vuelca del autor como figuración del lenguaje al autor como persona

real. Esas marcas son su vínculo; la línea de conexión entre la ficción y la realidad, entre

Pitol y su otro.
Herrera López / 98

Con esas marcas como lector uno está siendo parte, no sólo de completar el sentido

de la obra, de actualizarla, de hacer que sea diferente cada vez, tal como Sergio Pitol piensa

la lectura al referirse a sus lecturas de Hamlet: “Un libro leído en distintas épocas se

transforma en varios libros. Ninguna lectura se asemeja a las anteriores” (Trilogía 465). Al

contrario, ahora el lector también es parte del recorrido de Pitol por los países que visitó ya

que él conoce de antemano las circunstancias espacio-temporales de esa escritura, de ese

cuento, novela, etc.; como si se fuera un cómplice de ese viaje de la vida a la literatura. Al

terminar de leer un texto y llegar irremediablemente a ese paratexto, que no es más que un

emplazamiento del autor, es como si se empatara y se recreara el tiempo de lectura con el

tiempo de escritura.

Este procedimiento además de poner al lector en una situación de abismo respecto a

quién ha escrito lo que se acaba de leer, es también la explicitación de Pitol de su forma de

entender las actividades de escribir y leer. Ninguna escritura es igual a otra porque se hace

desde posiciones distintas cada vez; del mismo modo que ninguna lectura es la misma, por

los mismo motivos. Por lo tanto aquel escritor, como sucede respecto a la obra de Sergio

Pitol, que escribe de sus lecturas, es un sujeto que constantemente está cambiando, no es

inmutable:

El nombre de aquel lector no tiene importancia, ni siquiera sus circunstancias, aunque


conocer una y otras podría permitir trazar la crónica de una larga relación entre un
hombre y sus libros predilectos; hablar, además, de la pulsión que se establece entre
lectura y relectura. […] Dice y repite a quien lo quiere oír que no sólo vive para leer
sino que lee para vivir. La lista de sus lecturas es descomunal, ecuménica y arbitraria,
tanto en los géneros como en los estilos, las lenguas y las épocas. Se complace
maniáticamente en hacer listas, de los autores, de sus títulos, de las veces que ha leído
Herrera López / 99

cada uno de los libros, de todo. Hay en eso, me imagino, un pequeño grano de locura.
Lee y relee a toda hora, y apunta los detalles en enormes cuadernos. La lista de
escritores más frecuentados, aquellos con quienes se siente como si estuviera en su
casa […] (Trilogía 465-466)

Se habla de esas lecturas, de esa escritura que trata de dar razón a las primeras, en donde

también se filtra un poco el escritor/lector, y se plantean como un espacio semejante a una

casa: un territorio familiar, un espacio que es a la vez asidero y plataforma, desde donde

partir.

Los textos autoficcionales de Sergio Pitol establecen una relación muy estrecha entre

la vida y la literatura, vinculando las dos partes mediante un discurso que toma elementos

de la primera y los ficcionaliza desde los valores de la segunda.

En la obra de Pitol, así como en la de otros autores mexicanos e hispanoamericanos

que se han apropiado del territorio pitoliano para reapropiarlo, parece que “la vida no hace

otra cosa que imitar al libro” (Barthes “Muerte” 81) y viceversa. Escribe al respecto, Pitol

en su Trilogía de la Memoria: “Aquello que da unidad a mi existencia es la literatura; todo

lo vivido, pensado, añorado, imaginado está contenido en ella. Más que un espejo es una

radiografía: es el sueño de lo real” (475).

Esta forma de asumir la lectura se empata con el bovarismo, definido por Ricardo

Piglia como el deseo de vivir la literatura: querer ser el otro de los textos que se leen. En

esta forma de leer, “se va de la lectura a la realidad o se percibe la realidad bajo la forma de

la novela, con esa suerte de filtro de lectura” (143). Los lectores van de la literatura a la

vida en un movimiento que genera en la realidad una disparidad de sentido que tratan
Herrera López / 100

constantemente de llenar con más experiencias. Según el crítico Ignacio Echevarría para

Pitol la lectura supone un medio de entender el mundo y a sí mismo (168).

La escritura es asumida por Sergio Pitol como la posibilidad de vivir plenamente la

literatura, y en la literatura; es la oportunidad de encontrarse a sí mismo entre sus palabras y

encontrar lo maravilloso. Pero a pesar de que su obra autoficcional está cimbrada en estos

valores de ficcionalizar lo real, su figura como autor se coloca por encima de su obra. Pitol

como autor se convierte en un autor de autores, mas todos ellos cuentan con el mismo

nombre propio «Sergio Pitol».

Este ejercicio de la autoría en donde, contrariamente a lo que sostiene Barthes quien

dice que el escritor moderno sólo nace a la par que su obra y que “no es en absoluto el

sujeto cuyo predicado sería el libro” (“Muerte” 79), los libros son precisamente sus

atributos y su imagen; por consiguiente ésta imagen del autor termina por ser asida por la

propia literatura. En el caso de Sergio Pitol, autor-escritor, entendido como una figura

reconocible dentro de la literatura –un elemento distinguible dentro de las relaciones que

definen el ámbito literario– él llega a convertirse en el personaje de otros escritores, en el

personaje de otras ficciones, en una figura cuyo territorio es la misma literatura; como en el

caso de Lejos de Veracruz (1995) de Enrique Vila-Matas.

Sobre la cuestión de autoría en las obras que tiene como principal motivo la

autoconstrucción de una identidad del yo desde la textualidad, sostiene Begoña Gala

Guillén:

El autor es, en definitiva, un personaje que construye su identidad narrativa a través de


los textos que va creando, en constante interacción con el lector. Es mediante el
“mentir-vrai” por el que se puede acceder a la verdad íntima del sí mismo, en la
Herrera López / 101

construcción de una ipseidad que describe tres sentidos de la invención. El primero,


responde a la pregunta de quién soy yo: ante la constatación del vacío central
inalcanzable del sujeto, surge la necesidad de construirse una identidad en la escritura;
el segundo, se plasma en la reinvención del sujeto en su relación con el mundo
exterior; y el tercero, en una proyección onírica que conduce a otra verdad de sí
mismo. La construcción de una identidad, producto de una autonarración, supone pues
la elaboración de una ficción en la que existe una verdad. (570)

En el caso de la escritura autoficcional de Sergio Pitol, se percibe un movimiento parecido

por llegar a mostrarse ante sí mismo mediante la escritura asumiéndola como un proceso

que revela conexiones entre hechos que no se habían pensado y cambia la perspectiva de

los hechos para tratar de mirarlos desde otro punto de vista; en este proceso es posible

develar una verdad que ya estaba en los hechos pero no se había percibido. Se asume la

escritura como un medio para llegar una la meta: la transitoria verdad que implica la

identidad de sí, el resultado de la escritura de un yo que se afirma cuando se escribe, y llega

a replantear su identidad desde la ipseidad que es esa escritura: un estilo, una forma que

modela el mundo desde su consciencia. De hecho, para George Steiner todo texto es la

circunstancia vital, el ‘contexto’ que da forma al ser (36).

Para el ser que se intenta conformar, que se auto narra para definirse en su escritura,

para conocerse y reconocerse desde ella, para sí y para otros, es de vital importancia el

estatuto que tenga la categoría de saber en la época que se lleva a cabo la escritura. No se

encuentra en la misma situación epistemológica para conocer algo, un escritor que haya

escrito a finales del siglo XVIII, como Jean-Jacques Rousseau, que otro a finales del XX e

inicios del XXI, como Sergio Pitol.


Herrera López / 102

Retomando los tres ejes necesarios, de los que habla Begoña Gala Guillén, para

conseguir una invención de la vida misma en la escritura del yo, y trasladándolos a la

específica situación de Sergio Pitol y su obra autoficcional, se pueden esquematizar esos

tres puntos de la siguiente manera:

1) Para Gala Guillén existe una pregunta que sirve como base y detonante para la

realización de una escritura centrada en la formación de la identidad del yo: ¿quién

soy yo? Pitol desde El arte de la fuga hace clara esta premisa y la explicita en su

cita:

Uno, me aventuro, es los libros que ha leído, la pintura que ha visto, la música
escuchada y olvidada, las calles recorridas. Uno es su niñez, su familia, unos cuantos
amigos, algunos amores, bastantes fastidios. Uno es una suma mermada por infinitas
restas. Uno está conformado por tiempos, aficiones y credos diferentes. (Trilogía 42)

Y es que el ciclo autoficcional de Sergio Pitol arranca con esa incertidumbre sobre

el ser, sobre quién es él para sí mismo, para los otros y para la literatura, y una vez

que se tiene una primera respuesta se vuelva a reconocer en sus acciones pasadas ya

que: “Revisar el pasado significa, entre otras tristezas, contemplar un mundo que es,

y al mismo tiempo ha dejado de ser, el mismo” (Pitol Trilogía 71).

2) El siguiente punto es cómo se explicita, es decir cómo se escribe, la relación del

sujeto con el mundo y cómo de alguna manera después de haberla descrito, se

instaura una nueva relación, actualizada por las palabras, entre sujeto y mundo. La

relación de Sergio Pitol está determinada completamente por la literatura, por


Herrera López / 103

escribir y leer. Él sostiene: “Si de algo puedo estar seguro es de que la literatura y

sólo la literatura ha sido el hilo que ha dado unidad a mi vida. Pienso ahora a mis

setenta años que he vivido para leer; como una derivación de ese ejercicio

permanente llegué a ser escritor” (Trilogía 618).

3) El tercer aspecto es la presencia de una proyección onírica que conduce a una

verdad de sí mismo. En el caso de Sergio Pitol hay un momento determinante en su

obra, que parece estar pasando antes los ojos del lector mientras es leído y que da la

impresión de ser vivido por el escritor al mismo tiempo que lo iba escribiendo;

como si se estuviera ante una revelación doble que sólo acontece en la propia

escritura. Ese momento acontece cuando Pitol describe una sesión de hipnosis

(Trilogía “Vindicación de la hipnosis” 103-110) para dejar de fumar, en donde lejos

de lograr el cometido de abandonar ese hábito, tiene un momento de total lucidez en

el que puede verse en todos los lugares y tiempos que ha estado y vivido:

En la aparición de esas visiones no hay orden cronológico ni de ninguna otra


especie; al menos yo no encuentro los hilos que puedan comunicarlas. Sobre todo
porque pasan ante mí con rapidez vertiginosa. Aparezco con familiares, con amigos,
en medio de la multitud. La cronología parece haber enloquecido. Una imagen
puede ser de apenas hace unos días, la siguiente de cincuenta años atrás, para luego
dar un salto de veinte años adelante, repetir escenas de tres días seguidos. Me acerco
y me alejo en el tiempo sin el menor sentido. Me veo niño, adolescente, viejo,
alumno de primaria, estudiante en la Facultad de Derecho, diplomático, maestro,
laborioso, haragán, feliz, preocupado, colérico, enfermo, jinete infantil en un alazán
color crema, en el camarote de un barco alemán, en la cubierta del Leonardo da Vinci,
en el teatro, en la calle, borrachísimo, en medio de la nieve, bajo el sol de la India,
enyesado en un hospital de la cabeza a los pies, leyendo un libro cuyo título no
puedo descifrar porque lo cubren mis dedos, en Venecia, en Potrero, en Estambul,
Herrera López / 104

en Cadaqués, en Córdoba, en Palermo, en Moscú, en Marienbad, en Bogotá y en


Belize, en lugares que ni siquiera logro identificar. Me parece ver a miles de personas
en torno a mí, una multitud de gente que no conozco o no recuerdo, gente que pasa por
la calle donde yo camino, que come en el mismo restaurante donde estoy comiendo,
en un tren, meros transeúntes y, desde luego, familiares y amigos. A pesar de que
estoy en trance, tengo capacidad para asombrarme de que ninguna de esas imágenes
aluda a un momento importante de mi vida. (Trilogía 106-107, las cursivas son mías)

Y esa serie de imágenes que se presentan todas al mismo tiempo –o más bien sin

tiempo de por medio que las separe–, juntas, encimadas, como una especie de Aleph

borgiano presente en la memoria, no como un objeto materializado fuera de ella

como es el caso del haz luminoso del argentino, son las que derivan en que Pitol

recuerde con perfecto detalle todo lo que ocurrió alrededor de la muerte su madre,

cuando él era un niño, y las consecuencias que ese hecho tuvo para su vida:

A la mañana siguiente desperté con una sensación desconocida, como si el diálogo


conmigo mismo fuera diferente. Muchas cosas se me habían vuelto coherentes y
explicables: todo en mi vida no había sido sino una perpetua fuga. Había habido
experiencias fantásticas, sí, extraordinarias, de las que jamás podría arrepentirme,
pero también un núcleo de angustia que me obligaba a clausurarlas y a buscar otras
nuevas. (Trilogía 110)

La sesión para dejar de fumar es un fracaso, pero la relación entre «Sergio Pitol» y

el mundo se altera completamente. El propio Pitol escribe sobre la intención de su

texto y su relación con su vida: “este libro es en cierta manera una recopilación de

desagravios y lamentaciones, un intento de apaciguar desasosiegos y cauterizar


Herrera López / 105

heridas” (Trilogía 120). El yo que narra se diferencia del otro «yo» por la mirada y

la forma en la que ven y estructuran su mundo.

Como se expuso en estos tres puntos, la obra de Sergio Pitol hace explícito que si bien la

conformación del ser se busca concretizar por medio de la escritura, esa identidad que se

obtiene como resultado siempre permanecerá aplazada, será una configuración ficticia más.

Por lo tanto la identidad nunca se concretará íntegramente, ya que en cada intento, en cada

texto, en cada libro, entendido como la forma que se representa a sí misma (Derrida,

Escritura 92), la identidad adquiere rasgos únicos que cambian de un texto a otro, como

cambia la interpretación que se pueda hacer de un texto tras una lectura que se hace desde

un contexto muy específico y como cambia el propio sujeto.

Cada yo de los textos que hablan desde esa ipseidad se encuentra atrapado en la

incertidumbre de cómo construirse a sí mismos como individuos ante lo fragmentario de su

realidad. La figura de autor es capaz de agrupar esas diferentes configuraciones y darle un

nombre propio donde agrupar a todas; es por eso que se puede decir que en sus obras

autoficcionales Sergio Pitol se erige como el autor, creador, de sí mismo: Pitol autor de

«Pitol».
Herrera López / 106

3. Palimpsesto literario

El funcionamiento de las obras autoficcionales implica una recuperación de la figura del

autor en la literatura, así como una toma de posición crítica respecto a quién lleva acabo el

acto de narrar dentro de estas obras. Esta recuperación arranca tras los diversos

cuestionamientos y planteamientos que se comenzaron a hacer en torno a éste, desde el

discurso de la crítica y teoría literaria, a finales de los años sesenta y principios de los

setenta del siglo XX; tiempo en el que muchos autores comenzaron a volcarse en este

cuestionamiento desde sus obras.

El teórico español Manuel Alberca sitúa este fenómeno en la literatura occidental

desde los años setenta hasta la fecha de publicación de su estudio El pacto ambiguo. De la

novela autobiográfica a la autoficción, en el año 2007. Para él este tipo de obras híbridas

entre biografía y ficciones han tenido un auge importante debido al entrecruzamiento de los

cuestionamientos teóricos y el auge del género autobiográfico; lo que ha provocado que por

más de treinta años una gran acogida por parte de la crítica especializada y por parte de los

lectores (31).

Recordando que anteriormente se hizo la distinción entre figuraciones del yo y

autoficciones, donde en la primera hay una disparidad entre el nombre del personaje-

narrador con el del autor, mientras que en la autoficción hay un completo emparejamiento;

se puede citar lo escrito por Manuel Alberca respecto a este tipo de obras y su relación con

las identidades que se crean en ellas:


Herrera López / 107

Las autoficciones tienen como fundamento la identidad visible o reconocible del autor,
narrador y personaje del relato. En este contexto, identidad no quiere decir
necesariamente esencia, sino un hecho aprensible directamente en el comunicado, en el
cual percibimos la correspondencia referencial entre el plano del enunciado y el de la
enunciación, entre el protagonista y su autor, como resultado siempre de la
transfiguración literaria. (Pacto 31, las cursivas son mías)

Hay dos términos que utiliza Alberca en este fragmento que merecen ser considerados un

poco más a fondo por su importancia no sólo para las obras autoficcionales sino para el

caso de Sergio Pitol y su obra autoficcional: esencia y transfiguración literaria.

El término «esencia» aparece en la cita como una cualidad que no está presente

plenamente en las identidades que se conforman en las obras de autoficción; es decir, la

identidad no es una esencia reductible a sí misma, no es algo que existe por sí, ni es una

abstracción que pueda ser pensada sin con ello referir al medio por el que se materializa esa

identidad. Cada obra es la forma que sostiene y articula una identidad distinta, que la hace

presente en el mundo, y la pone en una relación específica con el plano de lo real y, por

consiguiente, con su autor, aunque éste como personaje ya esté presente en esa obra.

No hay una esencia única e inmaterial del ser, tal como la pensaba Immanuel Kant en

el siglo XVIII, quien sostenía que la esencia era incognoscible pero era posible llegar a

pensarla. Al contrario, si es que es posible la existencia de una esencia del ser es debido a

que se la puede conocer, experimentar –en el caso de la literatura, mediante la lectura–,

pero no es posible pensarla como una abstracción sólo presente como una idea, de este

modo pasa a formar parte esa identidad al plano de lo real, que está atenido a la
Herrera López / 108

materialidad de las cosas. El teórico Pozuelo Yvancos refuerza esta idea cuando comenta

que:

La ficcionalización del yo autobiográfico y la disolución de la frontera entre textos de


ficción y de verdad propuesta por la crítica deconstructivista se inserta, además, en otro
contexto: la ruptura de los límites de los géneros y la progresiva literaturización del
propio discurso filosófico, desde su afirmación del carácter tropológico de todo
lenguaje. (Autobiografía 48)

Es necesario hacer hincapié que no existe el significado por sí solo, como no existe una

esencia del ser por sí misma; tanto una como otra dependen de una forma bajo la cual

materializarse, o literaturizarse. En el primer caso su relación se establece con un

significante, desde la postura lacaniana, que lo antecede y lo ocasiona; en el segundo, es

gracias a actos performativos literarios.

El segundo término de la cita de Manuel Alberca, que afecta más a la obra

autoficcional de Sergio Pitol por estar emparentada en cierto grado con la idea de

palimpsesto, es el de «transfiguración literaria». Este término está relacionado con el

primero en cuanto una identidad, como resultado de una obra literaria que la construye, está

siempre en la posibilidad de cambiar la concepción que se tiene de la figura del autor, que

publicación a publicación se va conformado con todas sus formas de yo, figuradas o

autoficcionadas. Al respecto Manuel Alberca escribe que:

La autoficción se ofrece con plena conciencia del carácter ficticio de del yo y, por lo
tanto, aunque ahí se hable de la propia existencia del autor, en principio no es
prioritario ni presenta una exigencia delimitar la veracidad autobiográfica ya que el
texto se produce simultáneamente como ficticio y real. (Pacto 33)
Herrera López / 109

Cada nueva publicación, en mayor medida las que se centran en la formación de una

identidad, trans-figura la concepción que se tiene del autor, de un autor específico, y como

tal las obras autoficcionales van creándose a partir de esas identidades ya escritas, ya

publicadas, sobre las que va tomando rasgos para volverlos a plantear en un nuevo texto. El

caso de Pitol es ejemplar en este sentido porque su obra como ya se ha visto nunca ha

dejado de lado el rasgo autoficcional en sus diferentes etapas de creación, así que

publicación a publicación su figura en el mundo literario y cultural de México e

Hispanoamérica, va siendo apreciada y entendida de distinta manera. Sus constantes

reediciones de obras cambiando solamente el nombre del libro, como el caso de Nocturno

de Bujara (1981) que primero publicó en México y que pasó a convertirse en Vals de

Mefisto para su edición en Barcelona (1984) y para su segunda edición en México (1989), o

publicando mismos textos sólo realizando en ellos ligeros cambios, como las tres ediciones

de su libro de cuentos Infierno de todos de 1964, 1971 y 1994 (Prada Oropeza Narrativa

19); cada publicación en estas distintas variantes entregan una imagen distinta de Sergio

Pitol como autor porque el acercamiento con el libro en cada una de ellas, aunque sean los

mismo textos, será siempre distinta.

Los primeros cuentos de Pitol están muy ligados a su vivencias de infancia en

Veracruz junto a su familia de ascendencia italiana, sus siguientes cuentos y primeras

novelas establecen una relación directa con su etapa de viajero alrededor del mundo;

posteriormente su Tríptico del Carnaval, serie de obras más apegada al plano de la ficción,

están situadas entre Europa y México, y finalmente su obra autoficcional es un recuento de

toda su vida anterior, incluyendo su labor como escritor y autor de todas las obras
Herrera López / 110

anteriores. La conformación de una identidad que había estado siendo aplazada ahora es lo

que se encuentra como eje regidor de esta última etapa de su obra; en ese punto el plano de

la ficción y lo real se funden plenamente para terminar de adherir a Sergio Pitol al sistema

de relaciones que implica la literatura.

Al ser varios libros los que conforman esta última etapa de creación autoficcional,

cada texto implica un replanteamiento de los anteriores, no sólo porque sea parte de su

efecto implícito tal fenómeno, sino porque Sergio Pitol reutiliza, como ya lo había hecho en

su obra anterior, fragmentos o textos, presentados como independientes, ya publicados en

otra ocasión para recontextualizarlos y hacerlos partícipes de ese rompecabezas que se

convierte su ser: el otro, «Sergio Pitol»: el personaje protagonista de su obra, de esa otra

vida que ya no es la suya porque ya es parte de la literatura. Ese otro «Sergio Pitol»

duplicado –y duplicable, como en el libro-proyecto-performance de Mario Bellatin

Escritores duplicados (2003)– no deja de conformarse, y reformularse, porque como

figuración implica un tipo de ecuación siempre en reformulación del deseo de Pitol por

encontrarse a sí mismo, a través de la distancia de las publicaciones, como otro en y desde

el lenguaje.

Complementado esta proposición está el hecho que Sergio Pitol utiliza elementos

ensayísticos al hablar de otros autores y otros textos en sus obras autoficcionales. Con esto

Pitol presenta una poética de su propia escritura (Stefano 39) enmarcada en un discurso que

pareciera, en primera instancia, más trasparente respecto a lo que se está contando. La

crítica literaria Luz Fernández de Alba habla precisamente de la labor en este género por

parte de Sergio Pitol: para él “ser ensayista no es sólo escribir sus reflexiones literarias, sino

proponer nuevos recursos, nuevos estilos, mostrar su poética y compartir los pensamientos
Herrera López / 111

y sensaciones que le provocaron sus lecturas” (Ensayista 44). Tener rasgos ensayísticos en

su obra implica retomar un género literario con una particular historia e implicaciones, para

apropiarlo en un nuevo tipo de escritura.

3.1 Cuestiones ensayísticas

La obra de Sergio Pitol está asentada en el precepto de que los planos entre la ficción y lo

real pueden entrecruzarse en cualquier momento, como puede ocurrir en cualquier obra

literaria; “la realidad se vuelve un sueño leído por alguien más” (Valencia 115). Por más

entrecruzamientos que existan entre los planos, existe algo que es inamovible: la identidad

única que queda plasmada en las obras. No es posible cambiar ese yo en la textualidad sin

que ello implique en el proceso cambiar, modificar las palabras desde las cuales ese yo se

autonarra y autodefine; un cambio así significaría la construcción de un nuevo texto.

En el caso de Sergio Pitol, su escritura autoficcional se mueve entre los límites de los

géneros literarios, mezclando recursos y estrategias propias de uno y otros, principalmente

de los géneros narrativos ficcionales y los ensayísticos, para conformar uno propio; escribe

Édgar Valencia sobre este ars combinatoria: “el diario se vuelve ensayo, el ensayo se

vuelve cuento, el cuento se vuelve diario […] Su proyección ideal es la mezcla, la cadena

aparentemente desordenada de secuencias narrativas” (117). Por otro lado Juan Villoro

sostiene que precisamente de ese aparente caos es de donde surge su poética:

su operación decisiva consiste en establecer correspondencias. No en balde El arte de


la fuga comienza con un lema equivalente al “only conect…” de [E. M.] Forster: “Todo
Herrera López / 112

está en todas las cosas.” Este modo de articular sucesos se parece al de sueño dirigido,
dominado por la alucinación y el rigor. (“Cantera” 19)

En este proceso de escritura Sergio Pitol con-forma en sus textos su vida pasada, su

memoria, sus lecturas, y en general todo lo que según él lo hacen quien es y no otra

persona. Pitol escribe en El mago de Viena: “en el cuerpo de la escritura hay un diálogo

entre el ensayo y la ficción, una reflexión sobre la literatura y también la comparación entre

ella y el desconcierto general que es la vida.” (Trilogía 593-594).

Las obras autoficcionales de Sergio Pitol están llenas de elementos ensayísticos, en la

misma medida que “la metanarratividad es la estructura que da forma a sus ensayos

literarios” (Fernández de Alba Ensayista 44). Este elemento ensayístico en su obra, que

privilegia la mirada del yo sobre el mundo, y que articula esa visión particular mediante la

cual es posible encontrar un sentido a los que se ve, ha sido destacado por varios críticos

literarios y escritores (Castro Ricalde Ficción 289; García Díaz 71; Masoliver Ródenas

“Vivir” 7; Volpi 111), entre ellos Ignacio Echevarría quien escribe sobre El arte de la fuga:

Alcanzando un determinado nivel de cultura y de experiencia, la crítica literaria


deviene un género autobiográfico. Y viceversa. De ahí que, en este libro, Sergio Pitol
mezcle sin inmutarse apuntes personales y notas de lectura, fragmentos de memoria y
esbozos de ars poetica, cuadernos de viaje, ensayos, confesiones, todo mecido por la
cadencia narrativa de una prosa fluida y justa, sonriente, educadísima. (166)

Es significativo que las obras que componen la tercera etapa de la obra de Sergio Pitol: sus

ensayos, los tres textos que componen la Trilogía de la Memoria y Una autobiografía

soterrada sean textos que compartan elementos tanto del género autobiográfico, del
Herrera López / 113

ensayístico y de la ficción. En esta serie de textos Sergio Pitol crea una imagen específica

de sí mismo como el autor de libros alejados del canon mexicano, de libros que exploran

otras formas de escritura. En ellos Pitol se presenta como un eterno e inquieto viajero,

como un escritor excéntrico, como un gran lector, y esencialmente como una persona

entregada completamente al mundo de las letras, a la literatura, y por lo tanto a mirar con

esos ojos al mundo.

En El arte de la fuga se puede leer respecto al propio Pitol y sus actividades vitales:

“¡Viajar y escribir! Actividades ambas marcadas por el azar; el viajero, el escritor, sólo

tendrán certeza de la partida. Ninguno de ellos sabrá a ciencia cierta lo que ocurrirá en el

trayecto, menos aun lo que le deparará el destino al regresar a su Ítaca personal” (Trilogía

186).

En esta etapa autoficcional de su obra, más que en otra, se presenta como el escritor

de su propia vida; para ello dispone de sus recuerdos, vivencias, y sueños, a los que pone en

contacto con su escritura con el fin de alumbrar el propio proceso de creación de su obra, de

cómo es que escribe y cómo se hizo escritor. Ejemplar es la narración que hace Sergio Pitol

en su “Diario de La Pradera” (Trilogía 627-651) donde narra cómo fue su primer

acercamiento con la literatura en un viaje a La Habana cuando era adolescente y del que

volvió a México convencido de dedicar su vida a la escritura.

Como se dijo más arriba el elemento autobiográfico es una constante en la obra

pitoliana; dicho de otra manera: Sergio Pitol escribió una obra vital: elaborando con ella

una especie de figuración oblicua de su vida. Para tal fin Pitol toma estrategias narrativas de

diferentes géneros; es decir, elementos narrativos reconocibles dentro del sistema que
Herrera López / 114

significa la literatura, y sumándoles elementos ajenos elabora textos transgenéricos que se

mueven entre los límites establecidos.

En su obra El viaje, Sergio Pitol escribe, refiriéndose a una de sus autoras que

marcaron su estilo autoficcional:

La escritura de [Marina] Tsvietáieva en los años treinta alcanzó una distinción notable
y su prosa fue absolutamente original; todo ensayo en su pluma se convierte en una
búsqueda del propio ser y de su entorno, lo que, claro, no es novedoso, pero sí lo es el
tratamiento formal, la segura y audaz estrategia narrativa. Ella inventa una
construcción diferente del discurso. En su escritura de ese periodo, los treinta, siempre
autobiográfica, todo se diluye en todo: lo minúsculo, lo jocoso, la digresión sobre el
oficio, sobre lo visto, vivido y soñado, y lo cuenta con un ritmo inesperado no exento
de delirio, de galope, que permite a la misma escritura convertirse en su propia
estructura, en su razón de ser. (Trilogía 371-372)

La escritura, vista por Pitol desde la obra de Tsvietáieva, es la posibilidad de encontrar la

razón de su ser: una esencia propia en la que se puede enhebrar a su alrededor todos los

hechos de su vida y toda sus obras anteriores. El estilo novedoso que tanto buscó Sergio

Pitol, y que fue a buscar fuera de México en su periplo por varios países, era uno que le

permitiera ser plenamente: desenvolverse como otro, más pleno, en sus palabras.

La escritura que llevó a cabo Tsvietáieva es la misma que realiza Pitol en su obra

autoficcional: combinando elementos de géneros ya establecidos para crear una escritura

novedosa que tenga al yo y su vida como centro. Esto ocasiona, principalmente, que las

obras autoficcionales de Pitol tiene la posibilidad de leerse como ensayos literarios, que es

lo que hace Fernández de Alba en su estudio Sergio Pitol, ensayista (2010) o como obras

de ficción híbridas, que es el objetivo de esta investigación.


Herrera López / 115

Lo significante de estos textos autoficcionales es cómo, al hablar de otros escritores y

artistas, al comentar sus obras, en general, al presentar, como sostiene Andrés Fisher

respecto al ensayo, su paideuma: que es la tradición de autores que un mismo escritor elige

para sí para establecer lazos entre sus obras y partiendo de éstas encontrar su propia voz

(11); el discurso se presenta como el medio para que el narrador-creador se rencuentre

consigo y su individualidad (Barthes El placer 83). Este encuentro del yo en sus palabras,

sólo es momentáneo ya que está condicionado por los límites de las obra, es por eso que

para seguir encontrándose en los textos, como otro, se debe recomenzar la búsqueda en otra

obra.

El ensayista Martín Cerda reflexiona sobre las posibilidades del género:

El ensayista, de este modo, parte de una forma para vivenciarla, interiorizarla,


«sentirla» e interrogarla, pero su trabajo no para nunca ahí, sino, al contrario, se
prolonga cada vez que la lectura de un libro, la contemplación de una obra artística o la
reflexión sobre una idea ajena se convierte, a su vez, en el punto de partida de su
propio discurso, en la ocasión que motiva a cada ensayo suyo y, por ende, en el
comienzo (siempre reiterado, repetido perpetuo) de la búsqueda de su propia forma.
(34)

La inserción del elemento ensayístico no sólo se da en el sentido de la posibilidad de

reflexionar y desarrollar ideas sobre temas diversos a partir de la consciencia propia. Al

mismo tiempo, implica una vuelta al yo distante y objetivo de Montaigne repensado desde

la consciencia de saber que se está re-escribiendo la vida detrás de las idola personales que

el mismo escritor se crea.


Herrera López / 116

La propia elección del vocablo ‘ensayo’ hecha por el escritor de Bordeaux, Michel de

Montaigne a finales del siglo XVI para nombrar sus creaciones no fue gratuita:

[…] el vocablo «ensayo» arrastraba, por su mismo etymo, una discreta alusión
polémica a las formas dominantes de exposición de su época, y que pretendían abordar
los nuevos problemas desde supuestos epistemológicos que esos mismos problemas
parecían sobrepasar o invalidar. Exagium, en efecto, significó inicialmente el acto de
«pensar algo», de someterlo a prueba frente a una contingencia hasta ese momento
inédita. (Cerda 31)

Esa contingencia inédita de la que habla Martín Cerda no es más que la conciencia del ser,

la subjetivación del mundo, el dejar de medir el mundo mediante los parámetros de las

divinidades o de una única divinidad, y comenzar replantearlas desde la individualidad en

concreto; la contingencia buscada en los ensayos es la del conocimiento del ser a través de

sus reflexiones sobre diversos objetos, ideas, etc. En otro comentario sobre la obra de

Tsvietáieva, Sergio Pitol escribe desenvolviéndose en ella para referir vetas de su propia

obra: “Un ensayo suyo es siempre un relato y la cápsula de una novela y una crónica de

época y un trozo de autobiografía” (Trilogía 405).

Para Sergio Pitol el ensayo es el género de escritura que le permite presentarse como

verdaderamente es, ya que el género le permite replantear su relación con todo lo

circundante, tal como plantea Andrés Fisher sobre la finalidad del ensayo: “No se trata

entonces de una desconexión de la realidad sino de un abordaje riguroso de ella a través de

las ideas, de la glosa de lo ya escrito que no se hace por la erudición en sí sino que se la

utiliza para actuar en el mundo, para cuestionarlo críticamente” (10). Esto pone de

manifiesto el cómo Pitol asume la escritura: como un espacio donde se puede –y debe– ser
Herrera López / 117

crítico respecto a lo establecido, ya sean estatutos de carácter literario, artísticos, culturales

o sociales, entendiendo este movimiento crítico como lo hace Edwar Said:

Por un lado, la mente individual registra y está muy consciente del todo colectivo, del
contexto o la situación en la que se encuentra a sí misma. Por otro lado, precisamente
debido a esta conciencia –una conciencia autosituada en la mundanidad, una respuesta
sensible a la cultura dominante– es que la conciencia individual no es natural ni
fácilmente un mero hijo de la cultura, sino un actor histórico y social en ella. Y debido
a esta perspectiva, que introduce circunstancias y distinciones donde solamente ha
habido conformidad y pertenencia, existe la distancia, o lo que se podía también llamar
crítica. (30)

Esta última actitud de Sergio Pitol en sus textos de corte autoficcional hacen explícito el

hecho de que siempre que se escribe se hace desde una posición diferente cada vez, y bajo

circunstancias muy específicas. La sola mirada a cualquier hecho implica, como sostiene

esencialmente el “Principio de Indeterminación” enunciado por el físico Werner K.

Heisenberg en 1925, una modificación e ese hecho, y a que no vuelva a ser, aunque sea

mínimamente, lo que había sido antes de esa mirada.

En toda creación artística existe la posibilidad de modificar la circunstancia desde

donde se parte. En una entrevista-diálogo hecho por su amigo y escritor Carlos Monsiváis

para el periódico El País en 2005 –que posteriormente sería reutilizada por Sergio Pitol en

su libro Una autobiografía soterrada (“Todo está en todo” 121-131) pero omitiendo la

última pregunta de la entrevista que versa sobre la política mexicana y que es importante

para pensar a Sergio Pitol como un escritor comprometido con su país de origen y no sólo

con la literatura–, se puede leer:


Herrera López / 118

CM: La política (de izquierda) es una de tus obsesiones cotidianas. En México, en esta
amenazada, lenta, cínica, conmovedora transición a la democracia, la política es una
profesión degradada y una actividad cercada de suspicacias. ¿Cómo ves este momento?
SP: La Política. Recuerdo, Carlos, que nos conocimos en la universidad cuando
se preparaba una marcha de protesta contra el golpe de Estado en Guatemala
patrocinado por la CIA. Éramos muy jóvenes. Esto fue en 1954. ¡Cincuenta y un años,
carajo! Y en este largo lapso hemos seguido en la oposición. (Monsiváis, “La novela”
en línea).

Que Sergio Pitol no haya incluido esta última parte de la entrevista hace muy claro que la

imagen que se hacía de sí mismo en sus publicaciones era una construcción cuidada y

pensada como tal. No era un ejercicio autobiográfico en el que se sabría toda su vida, él lo

sabía de antemano: había que hacer una selección, presentar el material de una manera

específica para lograr un efecto en el lector: ningún elemento es fortuito. El fenómeno de la

postulación significante de los olvidos o silencios “proporciona a la autobiografía una

especificidad que la aleja de ser un mero discurso ficcional, en ese nivel pragmático, sí,

pero que es consustancial a lo que un género es, también como forma” (Pozuelo Yvancos

Autobiografía 44).

Escribe Manuel Alberca que es necesario pensar la autoficción en su relación con el

discurso de la modernidad de la que se nutre en primera instancia y adquiere su aliento para

hablar desde un yo que articula el mundo en sus palabras, y a la vez desde la pauta del

posmodernismo en el que se inscribe y del que también se nutre. Para tal efecto Alberca

habla de la relación entre el posmodernismo y el arte:

La visión del mundo que cristalizó en la cultura y en el arte posmoderno se caracterizó


por un decidido culto al ludismo y a la felicidad individual y por un desentendimiento
Herrera López / 119

de las aristas más molestas de la realidad, en la que el sujeto, oportunamente


fragmentado, era invitado a desoír las voces más perturbadoras y desagradables de la
historia y a anestesiar con una doble dosis de ficción la irreductible realidad. (Pacto
40)

Este rasgo del culto al individuo por el propio individuo, es un rasgo del que también habla

Gilles Lipovetsky en La era del vacío (1986) y lo tilda de “narcisismo posmoderno” (13).

Lo que viene a decir Alberca es que uno de los rasgos característicos de la posmodernidad

es la constante ficcionalización de la realidad, a tal grado que puede llegar a pensarse como

un suplantación de lo real, un ‘simulacro’ en el término de Jean Baudrillard, que sumergen

la percepción en una infinidad de discursos ficcionales, muy relacionado con el modelo

capitalista, que se hacen pasar como verdaderos y viceversa: las barreras de uno y otro se

tornan difusas, tal como ocurre en las obras donde se homogenizan postulados, técnicas y

posturas de diferentes géneros.

Dentro de la pauta posmoderna, la posibilidad que tienen los individuos de inventarse

a sí mismo es una práctica fundamental para ésta; tanta así que se puede decir que:

La construcción y reconstrucción incesante del yo, identificado fundamentalmente con


el cuerpo, se ha convertido en el máximo imperativo del capitalismo de ficción. En una
sociedad hiperindividualizada, el yo no conoce límites ni barreras, pues todo debe
plegarse o adaptarse a la medida de los deseos. (Alberca Pacto 41)

En esta línea se puede decir que las únicas barreras al yo, son las de la forma, las de los

discursos que lo conforman y lo de-forman como explica Paul de Man. Sin embargo, la

manera en que se va formando el yo en cualquier discurso, en este caso en el literario, no


Herrera López / 120

deja de lado un determinado posicionamiento ideológico. Continúa Alberca sobre este

hecho bajo los dictámenes del posmodernismo:

Resulta coherente con este contexto que el escritor autobiográfico suplante la


obligación de enfrentarse a su verdadera imagen o historia personal y se invente una a
su medida. No hay compromiso ni deber autobiográfico ni ninguno de sus molestos
inconvenientes, sólo una estrategia creativa que fluctúa entre lo inventado y lo real,
entre lo novelesco y lo autobiográfico, en la que poder seguir alimentando el ego.
(Pacto 44)

Antes de continuar, es necesario matizar la cita anterior, ya que en primera instancia es

imposible, desde los postulados del saber posmoderno que exista algo parecido a una

‘verdadera imagen’ de alguien o algo, que se pueda buscar instaurar desde cualquier

discurso; para Agustín Fernández Mallo en la era posmoderna toda las verdades son

contingentes (35). Al contrario, cualquier intento de llegar a articular ésta inminentemente

se verá inclinado a erigirse como un postulado muy personal y reducido. Lo que subyace de

las palabras de Manuel Alberca es una instauración categórica entre los estatutos de lo

inventado (ficción) y de lo real (autobiográfico), que él relaciona, respectivamente, con el

desentendimiento del sujeto con su situación de emplazado en el mundo y con el

compromiso ante la misma situación. Casos contrarios a esta instauración categórica

pueden ser, sólo desde la literatura, obras de ficción ‘comprometidas’ como Animal Farm

(1945) de George Orwell y por el otro lado, una obra ‘desentendida’ como el texto Un

homme qui dort (1967) de Georges Perec.

Siguiendo esta categoría propuesta por Alberca, se puede decir que en las obras

literarias que están en un territorio de incertidumbre se juntan al mismo tiempo la libertad


Herrera López / 121

de imaginar y la obligación ética de ser veraz. Como se expuso anteriormente este tipo de

discursos que tienen un marcado eje autonarrativo pueden ser tres, dos de ellos con una

denominación establecida y una indeterminada, dependiendo de su relación con el nombre

del protagonista-narrador y su relación con el nombre del autor.

Si se puede hablar de un menor o mayor grado de compromiso de la escritura

autonarrativa esta estará relacionado con la utilización del nombre propio del autor,

empatándolo con el de su protagonista-narrador. Esto se debe al nombre, que es la primera

y última marca de identidad sobre la que cae un peso o una responsabilidad social; para

Jacques Derrida (Otobiografías 17-19) la utilización de los nombres propios es lo que

capacita a cualquier persona a firmar y por lo tanto a hacerse responsable de esa firma y de

la instauración consiguiente, aunque después, como él mismo lo dice, la responsabilidad

recae solamente en una construcción lingüística ficcional que hasta el momento no existía.

De la misma manera el nombre propio con el que se firma no existe hasta la materialización

en un texto, o el autor que hasta publicar no existe como tal. Así las llamadas figuraciones

del yo, en donde el protagonista-narrador se enmascara con otro nombre son menos

comprometidas que las autoficciones en donde sí se comparte el mismo nombre propio por

las tres entidades.

Lo que hace Sergio Pitol en sus obras autoficcionales es volver sobre su historia

personal y presentarla con técnicas hibridas derivadas de la ficción y el ensayo, pero nunca

enmascarando su discurso con otro nombre, es el mismo, pero a su vez es un «otro». Pitol y

«Pitol» la construcción de sí mismo en un medio que combina el aliento moderno y las

formas posmodernas para hallarse en la textualidad, en el tejido, de sus obras. Derrida

escribe:
Herrera López / 122

la vida que él vive y se cuenta (‘autobiografía’, dicen) sólo es en principio su vida bajo
el efecto de un contrato secreto, de un crédito abierto y cifrado, de un endeudamiento,
de una alianza o de un anillo […], hasta tanto el contrato no haya sido honrado –y tan
sólo puede honrarlo el otro. (Otobiografía 37)

Acaso ese otro es el mismo Sergio Pitol que funge como su primer lector y crítico, así como

el más importante, para quien la escritura es una asunto de per-vivencia y de autosalvación

del olvido.

Sergio Pitol se aleja de lo establecido –del sueño de la modernidad–, busca en los

textos de otros su voz, y al final regresa sobre sí mismo, como regresa a Veracruz después

de un larguísimo periplo por el mundo; vuelve sobre sus aflicciones en sus textos

autoficcionales, para modificar el ámbito de donde partió y demostrar que se escribe para

ubicarse y desplazarse. Pitol une todo con todo, todo lo que él considera pertinente y cree

que se ajusta a la imagen que quiere crear de sí mismo, y piensa a partir de la ficción la

totalidad fragmentaria de la realidad.

3.2 Centro de Tiempos. Topus literatus

La figura del autor está estrechamente relacionada a un nombre, o pseudónimo, que escribe

y publica, con todas las implicaciones sociales y culturales que estas acciones conllevan en

un espacio y tiempo determinado; no es igual la concepción que se tenía del autor en la

Edad Media que a principios del siglo XXI. Es decir, el nivel donde se localiza la figura del

autor está con un pie afuera del plano de la textualidad y con otro dentro. Esta localización
Herrera López / 123

se debe en mucha medida a la institución literaria que es regulada por un mercado; por otra

parte es necesario el uso de diversas estrategias narrativas para hacer esa localización

evidente: las principales son las referencias desde la propia obra a objetos, personas,

lugares, etc., identificables y ubicables en el plano de lo real.

Gracias a estos elementos reconocibles una obra y la figura de su autor logran situarse

un paso afuera del texto; al mismo tiempo, esos elementos y estrategias sitúan y establecen

una relación determinada entre el texto con el mundo referenciado en éste. En la obra

autoficcional de Sergio Pitol estas marcas son principalmente nombres de obras,

personajes, escritores, artistas, fechas y principalmente lugares.

El comienzo del libro de ensayos La casa de la tribu, precisamente con el texto

homónimo que da título a la publicación, tiene uno inicio ejemplar respecto a una de las

características más interesantes en la obra autoficcional de Pitol, el tratamiento que hace de

los espacios y su relación con la voz narrativa –que es también el personaje principal y se

empata con la figura del autor:

Hacia fines de marzo visité una casa en Moscú. Un viejo palacio con paredes de
gruesos troncos de pino, rodeado por un amplio jardín. Todo en el interior parecía
animado de vida la fría mañana de invierno que en que un poco por casualidad caí en
aquel lugar. Daba la impresión de que la casa aún estaba habitada… (La casa 9)

El primer aspecto a notar es la forma en la que la voz en primera persona de este fragmento

comienza anunciando una vista que realizó a una casa, como si fuera un relato de ficción;

inmediatamente después se prosigue con una descripción que se prolonga hasta dejar la

narración en la incertidumbre de saber si la casa está habitada o no, o sólo es una invención
Herrera López / 124

del narrador. Pareciera que se inicia un relato de fantasmas al estilo de Henry James, que

tanto gustaban a Pitol, pero lo que comienza es un ensayo sobre la literatura rusa del siglo

XIX. Las estrategias para conformar ensayos que parecen cuentos en este fragmento quedan

perfectamente ejemplificadas.

Este tono de cercanía, autoreferencialidad e incertidumbre que nace con ese pequeño

fragmento, es casi el mismo que son usados por Pitol en su Trilogía de la Memoria y Una

autobiografía soterrada; la diferencia es que en estos últimos se funde más con el de la

ficción y la búsqueda de «Sergio Pitol» en pos de leer su realidad. En el ensayo ese tono

funciona como una vuelta al yo antes de la postura racionalista de Francis Bacon por tratar

de darle un sentido unívoco a todo; se logra una complicidad entre el narrador y sus

narratarios, que sin saberlo entran en el terreno de la invención disfrazada de verdad, de la

veracidad.

La casa a la que se hace alusión en “La casa de la tribu” es la casa del escritor Lev

Tolstói, y esto se descubre porque el propio Pitol la reconoce gracias a la disposición

espacial de sus elementos y por sus paredes como la casa que aparece en su obra La muerte

de Iván Ilich (La casa 10). Sin embargo aún persiste la duda sobre por qué decir que la casa

“daba la impresión” de seguir habitada.

Esto mismo ocurre cuando Sergio Pitol narra en El viaje la llegada de «Sergio Pitol»

a la ciudad de San Petersburgo y lo primero que se hace es una rememoración a la novela

Petersburgo de Andréi Biely (Trilogía 381). En otra ocasión se encuentra en un restaurante,

que al igual que la casa de Tolstói, reconoce gracias a referencias literarias:


Herrera López / 125

Yo disfrutaba inmensamente del lugar. Era el antiguo Palacio de los Rostov, sí, de los
mismos Rostov de Guerra y paz. Una de las escenas mejores de El maestro y Margarita, de
[Mijaíl] Bulgákov, sucede también allí, precisamente en el restaurante; Walter Benjamín
cenaba en ese sitio con frecuencia durante su estancia moscovita. (Trilogía 356)

Al descubrir que el lugar en el que está es el mismo de obras literarias que él ha leído o por

donde autores literarios han pasado se crea en la narración un momento atemporal donde es

posible concebir un espacio creado partiendo desde los diferentes discursos que lo

atraviesan, o lo tiene como referente; de esta forma, el narrador se sitúa como personaje de

una serie de intertextos (Pimentel 10) que potencializan su memoria.

Como una posible respuesta a esta habitación de los lugares de los que escribe Pitol

puede ser que ese espacio de verdad esté habitado, como dije al referir a la obra de Henry

James, por interminables fantasmas: fantasías, figuraciones, ficciones, que él propio Pitol

inserta en ese lugar para sentir, y hacer sentir a través de la lectura, que una mirada puede

revelar la totalidad de tiempos en un espacio.

El filósofo Slavoj Žižek se refiere a la fantasía respecto al sujeto que fantasea:

[…] crea una gran cantidad de «posiciones de sujeto», entre las cuales (observando,
fantaseando) el sujeto está en libertad de flotar, de pasar su identificación de una a otra.
Aquí se justifica hablar de «posiciones de sujeto múltiples y dispersas», en el
entendimiento de que estas posiciones de sujeto deben distinguirse del vacío que es el
sujeto. (16)

Es decir, el sujeto de los fantasmas / fantasías, requiere de éstas para poder hallar una

posición él mismo en su realidad. Estas fantasías, continúa Žižek, son parte esencial de la

constitución primordial del sujeto, que a su vez están relacionadas con el deseo que
Herrera López / 126

atraviesa toda la conformación de las cambiantes «posiciones de sujeto» para satisfacerlo y

conformarlo respecto a ese deseo que lo distingue y altera del vacío.

Mas las fantasía en realidad son autoproyecciones de lo que el sujeto cree que otros

proyectan en él; o dicho de otra manera, en el centro del dilema de las fantasías está la

forma de un cuestionamiento sobre el deseo: “La pregunta original del deseo no es

directamente «¿qué quiero?», sino «¿qué quieren los otros de mí?», ¿qué ven en mí? ¿qué

soy yo para los otros?” (19)

Regresando a la incertidumbre de la casa que da la impresión de estar habitada: de lo

único que puede estar habitada esa casa es por las proyecciones, los fantasmas, que hace el

propio Sergio Pitol en ella, proyecciones de un deseo, para en esa anulación del vació –de

hallarse en una casa vacía, deshabitada– no encontrase a sí mismo abandonado, como el

Asterión de Borges; sino acompañado de la literatura. Escribe Juan Villoro al respecto:

“Uno de los rasgos más peculiares de su introspección es que no ocurre en soledad; el

narrador se busca a sí mismo sólo en la medida en que implica a los otros” (“Cantera” 23).

En una conferencia de Karim Benmiloud llamada “La Venecia de Sergio Pitol”

(2013), sostuvo que si existe un espacio en el plano de lo real, en el que Pitol se encuentra

libre de posicionarse libremente como sujeto es en Venecia. Y es así, porque esta ciudad es

la más habitada literariamente, la que remite en cada esquina a textos literarios, a obras de

distintos tiempos, que se conjuntan en un solo espacio, y estos textos a su vez remiten a

otras obras de distintas artes. No se debe olvidar que la primera vez que Venecia es referida

por Sergio Pitol en su obra autoficcional, ésta es conocida únicamente por la impresión que

le causan sus colores (Trilogía 29-32). Pitol había perdido sus lentes para ver a la ciudad

nítidamente, racionalmente, pero a través de la fantasía, de la literatura que la atravesaba,


Herrera López / 127

descubrió una manera distinta de gozar la ciudad y al mismo tiempo descubrió una forma

para buscarse a sí mismo. Dice Villoro al respecto:

En esta galería de portentos visuales [que es Venecia], Pitol cruza puentes


fantasmagóricos. La mala vista y la sordera a medias son impecables auxiliares de
alguien interesado en zonas inciertas, filtradas por la imaginación o por un punto de
vista excéntrico. (“Anteojos” 98)

Para Benmiloud, Venecia se opone al pueblo veracruzano donde había crecido Sergio Pitol,

con sus tías –su madre había muerto y su padre nunca es referido por Pitol. Venecia

representa la apertura de un mundo que desde la literatura le permitía posicionarse como

sujeto de forma libre; al contrario de la opresión que la realidad veracruzana implicaba en

su vida. Por eso su regreso a Veracruz después de su viaje alrededor del mundo, que había

durado casi treinta años, también significa una vuelta al espacio donde la realidad le

oprimía; que Pitol haya escrito desde ese lugar su Arte de la fuga no es ninguna

coincidencia.

De cierta forma con ese primer texto autoficcional de 1996, Sergio Pitol terminaba la

fuga geográfica e imponía en ese mismo lugar su propia manera de ver la realidad. Volvió a

Xalapa, el lugar que significó el postergado encuentro consigo mismo, así como en su

momento Venecia fue la posibilidad de encontrarse viviendo la literatura.

Los tiempos habitan los lugares, de hecho es por éstos que es posible notar los

cambios causados por el tiempo, y así hacer significativo al tiempo en cuanto se hace

visible y deja su marca. La concepción de espacio está estrechamente ligada a la de tiempo

por el hecho de que tanto uno concepto como otro se pueden definir gracias a la existencia
Herrera López / 128

de un punto desde donde se les relativice. En el segundo párrafo de The Meaning of

Relativity (1922), Albert Einstein explica la existencia de un “I-time”, como la posible

medida de las experiencias subjetivas de cualquier individuo. Einstein escribe:

The experiences of an individual appear to us arranged in a series of events; in this


series the single events which we remember appear to be ordered according to the
criterion of ‘earlier’ and ‘later,’ which cannot be analysed further. There exists,
therefore, for the individual, an I-time, or subjective time. This in itself is not
measurable. (1)

Lo que es más interesante de este planteamiento para el estudio de textos literarios es el

hecho de que Einstein considere este «Yo-tiempo» o tiempo subjetivo, como algo

inaprensible en sí mismo. La serie de eventos que un sujeto experimenta sólo pueden ser

considerados, y ubicados, gracias a la existencia de un punto de referencia: el propio sujeto,

el Yo.

Einstein plantea que un evento en ese Yo-tiempo puede ser emplazado –es decir,

puesto en-plaza– gracias a criterios como “antes” o “después”; sin embargo, dichos

criterios no son sino arbitrarios. Por lo tanto se debe buscar otra manera de expresar la

experiencia temporal. Albert Einstein continua:

By the aid of language different individuals can, to a certain extent, compare their
experiences. Then it turns out that certain sense perceptions of different individuals
correspond to each other, while for other sense perceptions no such correspondence
can be established. We are accustomed to regard as real those sense perceptions which
are common to different individuals, and which therefore are, in a measure,
impersonal. (1)
Herrera López / 129

Esa otra manera es el lenguaje; para Einstein éste es único el medio capaz de crear una

correspondencia en las experiencias de los individuos: es la posibilidad de expresar una

constante de percepciones disímiles. Esta expresión en común sería la razón de ser de las

lenguas para Einstein, ser el medio que hace posible que las personas puedan referir y

compartir su experiencia del tiempo; es decir, su ser-tiempo.

La expresión del tiempo, por parte del ser que lo experimenta a la vez que se expresa

como tiempo –como una subjetivización de la propia experiencia temporal de ser:

Zeitgeist–, es el eje que permite su relativización como una categoría. Es mediante ese eje,

un determinado y único I-time, que es posible medir el tiempo de un Yo en relación a otro u

otros. El punto de vista que subjetiviza sería el equivalente al punto 0 en un plano

cartesiano –para Jacques Lacan esto implicaría un Sujeto (S) previo al estado simbólico

donde ese Sujeto es barrado ($)–; así, gracias a ese punto sería posible trazar ejes (x, y, z,

etc.) para ubicar a cualquier otro elemento en un plano.

El espacio, por su parte, al otorgar una ubicación determinada a los eventos en

cualquier tiempo subjetivo tiene una relación muy estrecha con el lenguaje y con la persona

que lo usa, o es usado por el mismo lenguaje para ser en sí. Jacques Derrida sostiene que

una definición del espacio implica una inherente relación con el lenguaje:

El lenguaje no ha podido surgir sino a partir de la dispersión. […] es notable que la


dispersión original a partir de la cual ha surgido el lenguaje continúe marcando su
medio y su esencia. Que el lenguaje deba atravesar el espacio, esté obligado a
espaciarse, no es un rasgo accidental sino el sello de su origen. […] la articulación que
parece introducir la diferencia como institución tiene por suelo y por espacio la
dispersión natural: es decir, ni más ni menos, el espacio. (Gramatología 293)
Herrera López / 130

Ese espaciarse que debe realizar el lenguaje, en su camino para expresar la diferencia, es

para Derrida precisamente la razón de articulación del medio de expresión del ser como tal.

Si bien el lenguaje requiere del espacio pensando en la diferencia del sujeto, que es capaz

de experimentarlo, también el espacio requiere del lenguaje para constituirse y definirse

como tal: “A un espacio ideal constituido correspondía necesariamente una subjetividad

constituida” (Derrida Gramatología 366); es decir una expresión que nace desde un Yo que

se constituye como eje articulador de todo el espacio –en su Dasein–, al igual que como

ocurre con el tiempo.

En el ámbito literario, esto tiene eco en el preciso término que Agustín Fernández

Mallo acuña para hablar de la postpoesía y de la literatura escrita en la era posmoderna, que

tiene que ver precisamente con esta concepción relativa del tiempo: el “Centro de Tiempos”

(88-92).

El Centro de Tiempos no es más que un centro de referencia temporal situado entre

dos obras, digamos A y B, que tiene referencias o intertextualidades entre ellas; de esta

forma un texto leído en segundo grado –como opina Gerard Genette en Palimpsestos

(1962) respecto al Ulysses de Joyce, leído en relación al texto que lo antecede, como es la

Odisea de Homero–, dejan de estar en una relación de primer y segundo grado, de

hipotexto e hipertexto, etc. sino que pasan a estar a la misma distancia entre ellos respecto a

este diálogo entre ellos.


Herrera López / 131

Tiempo no relativo:
Odisea (A) Ulysses (B)
Tiempo histórico
Tiempo relativo:
Odisea (A) ● Ulysses (B)
Centro de Tiempos
[figura 5]

En esta concepción del tiempo las relaciones intertextuales entre obras y discursos están

planteadas como una retroalimentación. Fernández Mallo escribe sobre esta concepción del

tiempo:

En ese Centro de Tiempos, ya no hay una dirección temporal privilegiada, no hay


delante ni atrás, ni anterior ni posterior, sino un sistema de dos o más obras poéticas
[dígase también artísticas] que intercambian flujos literarios mientras giran las unas en
torno a las otras. Por definición, ese Centro de Tiempos es relativo ya que carece de
movimiento absoluto, y es que me parece adecuado para describir la literatura del
apropiacionismo desde Homero a Internet. Es más […] creo que es este modelo de
tiempo el que define la posmodernidad. (90-91)

En la obra de Sergio Pitol, este Centro de Tiempos es una manera de ver el mundo, de

escribirlo y por lo tanto de conceptualizarlo y asumirlo. La geografía en la obra

autoficcional de Pitol tiene un lugar privilegiado, y no sólo en esta etapa de su obra, sino en

toda ella; los espacios, en su mayoría, son lugares con referentes reconocibles e

identificables que hacen tambalear los pactos novelesco y autobiográfico de los que parte

su obra autoficcional y sirven como esos centros desde donde es posible observar los

distintos discursos artísticos que se concentran en diferentes espacios. Venecia es un caso


Herrera López / 132

ejemplar en la poética de Pitol: en ella coinciden varios tiempos en un instante gracias al

arte de la memoria. Escribe Pitol: “En mi experiencia personal, la inspiración es el fruto

más delicado de la memoria” (Trilogía 490).

Si los textos vanguardistas del siglo XX, los que marcaron el rumbo de las literaturas

de occidente por más de un siglo, estaban muy enfocadas en la distención y trastrocamiento

del tiempo de la narración, como los casos de James Joyce y William Faulkner, entre

muchos otros, en donde hay un recurrente manejo dislocado, no lineal, del tiempo en sus

textos; ahora, ya que se ha vivido el cambio de paradigma cultural que significó pasar, o

estar pasando, de la modernidad a la posmodernidad, en los textos de finales de ese siglo y

comienzos del siglo XXI, entre ellos la obra autoficcional de Sergio Pitol, los espacios

geográficos son el asidero simbólico en donde se articulan los discurso alrededor, el tiempo

puede ser pancrónico, pero es necesario un punto de referencia, un Centro de Tiempos que

haga esto posible: que un yo relativice el espacio, ficcionalice el mundo y se piense a sí

mismo como el «otro» que vive desde su escritura, porque como dice Pitol: “el mundo real

sufre un proceso de deformación al ser filtrado por una conciencia” (Trilogía 190).

Con esta manera de presentar los espacios y el tiempo, Pitol escribe su obra

autoficcional al que añade el deseo de mirar y pensar todo como si fuera literatura. Si una

fantasía constituye el deseo, provee sus coordenadas; es decir, enseña a desear (Žižek 17),

entonces, la obra autoficcional de Sergio Pitol es la voluntad de hacer que toda la realidad

se pueble de sus fantasía, que la habiten los fantasmas de la literatura y el arte. Su literatura

es una literatura del goce de la memoria, de la vida, en el sentido que le da Slavoj Žižek y

Roland Barthes al término.


Herrera López / 133

3.3 La escritura infinita

En un espacio sin tiempo, en donde sólo hay momentos recobrados por la memoria que

vuelven cuando menos se les espera e involucran a todos lo demás tiempos en un solo

instante de clarividencia que hace ver las cosas de otra manera: todo guardando una

relación no evidente con todo; lo que prevalece en ese espacio, lo que es de cierta forma

inamovible, es el yo que observa el mundo, que está en un continuo viaje en busca de sí, y

se sabe otro dentro de su propia memoria y dentro de sus propias palabras que vuelven la

realidad parte de una ficción.

El camino para buscarse y mirar de otra manera, como se aprende en la obra

autoficcional de Sergio Pitol, es la literatura. Él escribe: “En mi obra, sobre todo en la

última etapa, ha abordado con extrema libertad distintas lecturas que me han apasionado y

en las que se fueron incorporando detalles de mi vida” (“Lenguaje” 30). De esta manera su

obra autoficcional se puede pensar como el laboratorio de un alquimista donde se combinan

recuerdos, lecturas, escrituras pasadas, escritura de otros, reflexiones, dudas; todo para

seguir descubriendo el misterio que representa su ser para él mismo.

Juan Villoro escribe en su texto “Cantera de la memoria” sobre esta particular poética

de Sergio Pitol: “El narrador creer ir en pos de un tema y dan con otro. De ahí el salto

alquímico, la transformación del recuerdo en una materia distinta, un terreno donde el

protagonista se transfigura al recordarse” (20); y continúa más adelante en el mismo texto:

“Los empeños de la memoria revelan que quien repasa los sucesos no es el mismo que los

vivió, y quien relee no es el mismo que leyó. De esta alteración sutil depende el salto

alquímico” (23).
Herrera López / 134

Este salto alquímico está atenido a una invariable repetición: a la del constante

retorno del mismo «Sergio Pitol» en su obra autoficcional. La de presentar una y otra vez

los mismos temas, con ligeras variaciones entre una y otra; lo que se traduce en la

presentación de sí, una y otra vez por parte del Narrador-Personaje-Autor. Pitol declara: “el

escritor sabe que su vida está en el lenguaje, que su felicidad o desdicha dependen de él”

(Trilogía 509).

Muy significativo es rastrear de dónde provienen los textos que conforman sus tres

libros de corte autoficcional, pero en espacial Una autobiografía soterrada.2 Al hacer una

genealogía de los propios textos de Pitol, se descubre que una gran parte de los textos que

conforman esos libros ya habían sido publicados con anterioridad y son retomados,

haciendo sutiles modificaciones, a veces realizándoles grandes modificaciones, y otras

veces combinándolos para hacer un texto «nuevo». Lo más significativo es que al interior

de la propia obra autoficcional existe el mismo proceso de autocanibalización.

Esta técnica no aparece por primera vez en estas obras, sino que ha sido una constante

en toda su producción literaria. El crítico literario Pablo A. J. Brescia escribe sobre la

primera etapa de la obra de Sergio Pitol en relación a esta técnica:

Los libros que compendian las narraciones cortas de Pitol son «peculiares» dado que, a
partir de Tiempo cercado de 1959, incluyen publicados anteriormente. Esta práctica,
sumada a la aparición de varias antologías, enriquece la creación cuentística de este
escritor: al publicar de nuevo sus cuentos muchas veces los corrige. Algunos de estos
textos ofrecen modificaciones sustanciales, mientras que en otros las modificaciones
son mínimas. (180)

2
El documento anexo no. 2 es la genealogía y procedencia de los textos que integran Una
autobiografía soterrada.
Herrera López / 135

El libro Tiempo cercado está confirmado por los cuentos: “Victorio Ferri cuenta un

cuento”, “En familia”, “Semejante a los dioses” y “Los Ferri”; todos ellos aparecen

corregidos y reeditados en Infierno de todos. Del mismo modo de su libro Asimetría

(antología personal), los cuentos “Asimetría” y “Mephisto-Waltzer” aparecen después en

Nocturno de Bujara.

Otra que no ha pasado por alto esta técnica es Maricruz Castro Ricalde quien señala:

Son diversas las muestras de cómo Pitol reelabora sus textos. En el aspecto externo,
varios de sus títulos contienen textos ya conocidos, a los cuales se les suman algunos
más: es el caso, por ejemplo, de No hay tal lugar (1967) e Infierno de todos (1964).
Éste incluye cuatro cuantos corregidos ya publicados en su primera obra, Tiempo
cercado (1959). La segunda edición de Los climas (1966) posee dos cuentos más.
Cementerio de tordos (1982) es una especie de antología personal al igual que Cuerpo
presente (1990). Notamos un continuo retornar, un volver sobre los pasos, como no
queriendo conformarse con lo hecho, como no aceptando lo consumado, lo acabado, lo
concluido. Así también son sus textos: inconclusos, abiertos, aguardando la mano
amorosa que los cierre, a sabiendas de que ese proceso es un correr de cortinas efímero
y una espera incierta de la aparición de otro lector audaz. (Ficción 126)

Como lector, Sergio Pitol sabe que cada lectura es distinta; cosa que lleva al plano de la

escritura, planteado que escribir un mismo pasaje ya publicado –de nuevo el peso de la

publicación es enorme tanto para esta acción como para la figura del autor– en realidad es

otra nueva escritura. Como se trata de manera brillante en el texto de Borges “Pierre

Menard, autor del Quijote” (444-450).


Herrera López / 136

Un fragmento de El mago de Viena que demuestra lo anterior y al mismo tiempo

explica la posición estética que Pitol selecciona para sí, es el siguiente:

Alea jacta est: así pasan las cosas. Uno no advierte el proceso que lo conduce a la vejez.
Y un día, de repente, descubre con estupor que el salto ya está dado. Mido el futuro por
décadas y el resultado es escalofriante: si bien me va, me quedan aún dos. Vuelvo la mirada
hacia atrás y percibo el cuerpo de mi obra. Para bien o para mal, está integrada. Reconozco
su unidad y sus transformaciones. Me desasosiega saber que no ha llegado al final. Temo
que en el futuro pueda, sin darme cuenta, volverme complaciente con ella, cegarme al grado
de disimular con «efectos» sus blanduras, sus torpezas, del mismo modo que lo
hago ante el espejo del baño cuando trato de disimular con mis muecas las arrugas.
(Trilogía 517-518)

El narrador del fragmento, el otro Pitol, se expresa de su obra anterior como un ser que lo

acompaña, con sus transformaciones, en su recorrido por la vida: su tiempo vital que el

narrador sabe finito; mas separando esa obra de su vida. Y caracterizándola como una parte

de sí, pero no completamente integrada a su persona.

El fragmento comienza con la inserción de una cita en latín, que se puede traducir

como “la suerte está echada”. Misma que Julio César dijo al cruzar el río Rubicón, límite

entre Italia y Galia, sabiendo que al cruzarlo iniciaba su guerra contra el senado por el

control total del Imperio. La frase es seguida por la frase “así pasan las cosas”, creando un

sintagma que apela a la suerte y fin que prosigue a las acciones de cada ser humano; en este

caso el futuro de los escritores y su obra.

Articulando el sentido de los demás elementos del fragmento, se encuentra el

problema del paso del tiempo; al que se suma el desasosiego del narrador respecto al futuro

de su obra anterior. De esta manera, al hablar del dilema de qué pasará con el conjunto de
Herrera López / 137

las obras del narrador, el narrador las sitúa dentro de la serie de valores que desarrolla en la

primera oración del texto: “la suerte está echada”; su lectura, interpretación y valoración,

que harán otros de ella, se encuentra metafóricamente en el aire, en la incertidumbre de

siquiera ser leída, o ser valorada de una manera negativa, o que en ella reconozcan esos

posibles lectores lo que el narrador trata de disimular en ella con tanto esmero e insistencia.

Se puede llegar a ser un escritor como Flann O’Brien pero también se puede ser un escritor

que desaparezca sin ser nunca valorado.

Precisamente el texto del que se desprende el fragmento está en función de disminuir

el desasosiego que siente el narrador/personaje/autor, «Sergio Pitol», respecto a sus obras

anteriores; sin percatarse, o haciéndolo conscientemente y de esta forma extendiendo su

desasosiego, de que esa refutación de su anterior poética ahora es un texto más en el

mundo: un objeto más echado al azar de la interpretación que por lo tanto tendrá que ser

leído e interpretado de distintas maneras cada vez para valer como tal.

El narrador del fragmento nunca cree poseer el control sobre la interpretación que

tendrán los lectores de su obra. El juicio que los lectores puedan tener de alguna obra se

escapa de cualquier intento de aprensión, como del mismo modo es imparable el tiempo

que pasa sobre el narrador que se mira así mismo en el espejo y que por más muecas, u otro

tipo de acciones, que haga frente a éste para contrarrestarlo, para engañarlo y de paso

engañarse a sí mismo, no puede detenerlo. Lo único que puede hacer Pitol es convertir toda

su vida en un asunto literario, como lo hace con su obra autoficcional.

Es necesario decir que este fragmento corresponde al cierre del texto “Tríptico” en

donde se trata de hablar de la poética de las obras que se engloban bajo ese título. Lo

interesante es que el mismo texto ya había sido publicado casi seis años antes, en 1999,
Herrera López / 138

como el Prólogo (15-26) al compendio de esas tres novelas que componen el Tríptico del

Carnaval. Más interesante aún es la diferencia entre y uno fragmento que es sutil, que es

casi imperceptible, y radica en la última parte del mismo. El texto original cierra de la

siguiente manera:

Me desasosiega saber que no ha llegado el final. Temo que en el futuro pueda, sin darme
cuenta, volverme complaciente con ella, cegarme al grado de disimular con «efectos» sus
blanduras, sus torpezas, del mismo modo que lo hago ante el espejo del baño cuando
trato de disimular las arrugas con mis muecas. (Tríptico 26)

El cambio está en la última frase. Pitol escribe en 1999: “disimular las arrugas con mis

muecas” y reescribe en 2005: “disimular con mis muecas las arrugas.” El único cambio es

la posición del objeto que se disimulara ante el espejo.

Se podría decir que el cambio representa un cambio de prioridades en el autor de los

dos textos. Al comienzo lo importante es que se disimulen las arrugas, que en este caso es

la obra anteriormente publicada; para después darle más importancia a cómo se hará ese

disimulo, no tanto a qué se disimulará. Pasa igual con su obra autoficcional: lo importante

no es qué recuerdos se traen de vuelta a la escritura, sino la propia escritura, el proceso

alquímico, no los ingredientes.

Pero también se puede decir que esa diferencia mínima en los textos recuerda mucho

al problema planteado por Jacques Derrida en su conferencia La Différance de 1968 para

expresar que el significado difiere de su misma expresión ya que no está supeditado a ésta:

difiere de sí misma. En este sentido la obra de Pitol cambia para diferir de sí misma, para

ser siempre otra, para perder a quien se busca en ella, e inclusive a quien la escribe.
Herrera López / 139

Sin embargo en el caso de Pitol, en lugar de ser una diferencia entre el habla y la

escritura, es una diferencia que sólo es posible percibirla desde la propia escritura, pero con

los ojos no de un lector sino de un creador. Pitol trata de borrar la diferencia entre vida y

literatura, por eso entre estos dos fragmentos la diferencia está en la propias letras, no

puede estar más allá de la escritura. La vida permanece gracias a la escritura; de ella nada

puede salir, dentro de ella literatura y realidad se vuelve una cosa que difiere consigo,

porque no es posible distinguirlas.

Sergio Pitol constantemente se está creando como otro en cada texto autoficcional,

con la finalidad de escudriñar en la naturaleza del significante que textualmente da forma a

una identidad. Pitol crea su supuesta identidad, su otro yo, en su escritura autoficcional y al

hacerlo evidencia el hecho de que si la forma se repite, y con ello se repiten también los

temas tratados en ella, ese particular forma que tiene él para conformar su otro yo con lo

que ya ha sido leído por otros en sus libros, es porque hay un significante que transita de

una obra a otra, un deseo que no se posa en un único objeto o un estado en particular.

En cualquiera de los dos casos Sergio Pitol y «Sergio Pitol» fracasan al intentar

terminar con el desasosiego que le ocasiona el futuro incierto de sus obras: ya que cae, con

esté nuevo discurso narrativo, en un ciclo que vislumbra interminablemente. Escribe

Brescia sobre este fracaso en la obra pitoliana:

La condición de fracasados en los personajes de Pitol provoca la creación de mundos


alternativos. La construcción de estos mundos se plantea desde situaciones de angustia,
enfrentamiento, confusión; los personajes se erigen en portavoces de conciencias
ambiguas que insisten en replanteamientos existenciales. (185)
Herrera López / 140

Los personajes de Sergio Pitol fracasan, aun cuando uno de esos personajes sea la creación

del mismo Pitol en las letras. En este punto es necesario considerar más sentidos para la

palabra fracaso: Gérard Genette se remite a una ópera francesa para encontrar la primera

obra artística dónde el autor de la misma se representa en ella como sí mismo siendo el

personaje dentro de la ficción; esa obra fundadora es Le Capitan Fracasse (1863) de

Théophile Gautier (Genette Metalepsis 47). Por otra parte la palabra «fracasar» proviene de

una palabra italiana: (fracassare), como la familia de Pitol, como Venecia.

Sergio Pitol como personaje fracasa, en este nuevo sentido, por el mismo

desdoblamiento que hace de sí en sus obras y por esa voluntad de volver todo parte de una

ficción. Y al fracasar, Pitol como viajero, deviene en el náufrago de su deseo.


Herrera López / 141

Conclusiones

En el año de 1968 Sergio Pitol se fue de México y no regresó definitivamente sino hasta

1988, veinte años después, cuando se instaló de nuevo en la ciudad de Xalapa en el estado

de Veracruz, y no en la capital del país. Cuando regresó Pitol seguía siendo un escritor

excéntrico y de minorías; posteriormente al publicar su Tríptico del Carnaval volvió a ser

reposicionado en el campo literario de México como uno de los autores canónicos al que se

le comenzaba a reconocer con premios nacionales y a ser leído por un público más amplio.

En ese estado estaba su figura como autor cuando publicó en 1996 El arte de la fuga; obra

con el que Pitol trató de retomar el control de su imagen como autor, de esa identidad que

se fue formando poco a poco a través de cada texto, de esa vida otra, o de la vida de «otro»,

que se fue colando de apoco en sus ficciones. Con ese texto Pitol comenzó la búsqueda de

sí en un tipo de escritura que lo tenía a él como principal personaje: la autoficción. Al

mismo tiempo con esa obra Pitol reconfiguró la escritura autobiográfica que se realizaba en

México (Zavala 257) y posteriormente en Hispanoamérica.

Desde 1977, con la publicación de la obra que dio nombre a la autoficción, Fils de

Doubrovsky, se hace relevancia en la vulnerabilidad del pacto autobiográfico basado en la

identidad del nombre propio, como posteriormente demostraron Jacques Derrida y Paul de

Man. Para estos dos la firma del autor implicaba la manifestación de una ausencia hecha

presente en la lectura (Gala Guillen 570); es decir, con el discurso autoficcional lo que se

crea es una distancia entre la textualidad de las obras y el referente real. Esa distancia que
Herrera López / 142

marca Doubrovsky con su concepto está relacionada con la concepción misma de la ficción

y lo real, así como con el problema de las identidades que se articulan como resultados de

esos textos del yo.

En este trabajo se ha detallado la particular genealogía de la escritura del yo y su

cambiante relación respecto a sus diferentes contextos desde donde han sido realizadas esas

escrituras: desde la modernidad inaugurada por esta visión del mundo subjetivizante, hasta

la posmodernidad donde el propio estatuto de yo se ponen en crisis para replantearlo como

una ficción más. En esta investigación se ha señalado el camino del género autobiográfico,

pasando por una definición de autor y firma, para llegar a la autoficción y su

caracterización única en la obra de Sergio Pitol. Dice Ana Casas al respecto que la

autoficción cuestiona la práctica “ingenua” de la autobiografía, “al advertir que la escritura

pretendidamente referencial siempre acaba ingresando en el ámbito de la ficción” (16).

Las características de la obra autoficcional de Pitol coinciden con las técnicas

narrativas que Ana Casas distingue para la autoficción y su sabotaje al discurso

autobiográfico: 1) (Des)orden cronológico (34-35), 2) Multiplicación de voces y

perspectivas narrativas (35-37) y 3) Reflexividad y metadiscurso (37-38). A estos atributos

es posible sumar el hecho de que Pitol le dé una priorización a la presentación de los

espacios en su ars poetica, así como a la implementación de elementos ensayísticos a sus

textos autoficcionales.

A un tipo de escritura que reside entre los límites de lo real y la ficción, entre la

autobiografía y la novela, en ese estado ambiguo de indeterminación, Pitol agrega el

elemento ensayístico a la ecuación. Es explotando ese elemento extra que Pitol instaura sus
Herrera López / 143

formas de construirse a sí mismo en sus palabras a la vez que en sus reflexiones, y se sitúa

en una realidad que en la medida de los posible trata de cambiar.

Si bien la escritura para llevar a cabo la búsqueda de Sergio Pitol de sí mismo puede

ser definida como autoficción; ésta escritura toma la forma de la novela por la libertad que

permite para integrar distintos registros en ella; Pitol escribe sobre ésta:

La novela, por el mero hecho de existir, es representación de libertad; todo en ella es


posible siempre y cuando esos elementos se presenten: un lenguaje vivo y la intuición
de una forma. La novela es el género polifónico por excelencia, sólo reconoce los
límites que esos dos componentes le exigen: palabra y forma, pero les añade otro: el
tiempo, un tiempo específicamente novelesco. (Trilogía 168)

Y es que, al mismo tiempo, para Justo Navarro: “El novelista forma parte del mudo y, al

traducir al mundo, se traduce a sí mismo. Así se desdobla, se convierte en otro, una sombra,

un fantasma” (21-22).

Con esta libertad en la forma Pitol escribió rememorando sobre los viajes que lo

habían marcado como persona y escritor hasta ese momento; mas esos viajes, como el viaje

de Claudio Magris por el Danubio, no son sólo geográficos. Escribe sobre ese tema Liliana

Tabakona:

Los itinerarios de Sergio Pitol no son geográficos sino culturales, los desplazamientos
en el espacio se convierten en vertiginosas penetraciones verticales en la cultura local
(siempre en comparación con las demás). Los traslados geográficos le sirven para
profundizar en sí mismo. (334)
Herrera López / 144

La escritura de Sergio Pitol tiene esa huella de perpetuo viajero, de no fijarse en un

territorio toda su vida, de constantemente estar mudándose de espacios y por consiguiente

estar cambiando su lenguaje en el que da cuenta de sí mismo, y se escribe como otro. Su

escritura autoficcional muestra ese aspecto de su vida: la de ser una persona entregada

completamente a la literatura, alguien que nunca dejó de mudarse y de viajar, y cuando se

asentó en un lugar para vivir ahí –en Xalapa– comenzó a mudar la forma literaria que había

formado a través de los años para mudarse a vivir como un personaje a uno su propia

escritura. Así en la última etapa de su escritura comenzó la mudanza de su identidad que

fue rescribiendo texto a texto.

Oswaldo Zavala sostiene sobre esta forma literaria en la que parece que Sergio Pitol

se encuentra siempre mudándose, deviniendo:

Escribir, con Pitol, bajo el signo de la fuga, no implica tampoco reactivar el debate a
favor del cosmopolitismo: se trata más bien de transitar horizontalmente dentro de una
nueva república intelectual que desmantela las jerarquías culturales y normaliza la
condición exógena y supuestamente minoritaria del escritor latinoamericano. (268)

Para Sergio Pitol su fuga vital y estética siempre estuvo relacionada con un replanteamiento

de los valores que iba instaurando en cada una de sus obras; de la misma manera Pitol se va

proyectando en un diferente «Pitol» a medida que va publicando sus obras autoficcionales.

El ensayista Martín Cerda dice que “los viajes no sólo ofrecen algo nuevo o sorpresivo,

sino, asimismo, permiten «deslugarizarse»” (151): pensarse como un extranjero que sólo

posee como dice Pitol, el lenguaje y ésta es su única patria (Trilogía 159).
Herrera López / 145

La obra autoficcional de Sergio Pitol, conformada por El arte de la fuga, El viaje, El

mago de Viena y Una autobiografía soterrada, son textos que mezclan recursos de los

géneros ensayísticos, autobiográficos y los propios de la ficción. Estas obras se centran en

la representación de una realidad estructurada y leída como una ficción literaria que

funciona como un palimpsesto de su vida al estar constantemente actualizando, libro a

libro, la figuración que Pitol hace de sí mismo en sus textos. En palabras de Édgar

Valencia, de lo que se trata es: “esconder la vida en la escritura” (116); de ahí la

importancia de la lectura en esta obras.

La lectura se presenta en las obras autoficcionales de Pitol como un acervo cultural

del narrador que funciona como base para el posicionamiento ideológico-temporal que

asume el yo que da cuenta del mundo (Vázquez Medel). Pensar el mundo relativizado

desde aspectos literarios implica, como Pitol escribe, “una revaloración instantánea del

mundo, de la continuidad del tiempo” (Trilogía 389). Sobre este tipo de lectura Tzvetan

Todorov sostiene que

[…] cuando leemos una obra, leemos siempre mucho más que una obra: entramos en
comunicación con la memoria literaria, la nuestra propia, la del autor, la de la obra
misma; las obras que ya hemos leído, y hasta las otras, están presentes en nuestra
lectura, y todo texto es un palimpsesto. (103)

La importancia de la lectura para las obras autoficcionales de Sergio Pitol es substancial, es

presentada y asumida como uno de los motores principales de las obras autoficcionales

debido a que gracias a la lectura, el narrador «Pitol» se ve a sí mismo como personaje de su

vida, se reconoce otro, y con ello puede ver al mundo desde una perspectiva distinta. Esto
Herrera López / 146

conlleva a que las partes fragmentadas de la memoria cobren sentido al relacionarlas de

acuerdo a correspondencias simbólicas y afinidades soterradas (Villoro “Sergio” 12).

En esta etapa autoficcional de Sergio Pitol existe un deseo del autor para recrearse a

sí mismo en la escritura, y leerse, confrontar ese otro yo, constantemente en esos textos que

son publicados. En el caso de Pitol, la forma de esta obra autoficcional, en donde de manera

incesante se retoman viejos fragmentos ya publicados en otros libros tiene como meta la

creación de un nuevo estado del yo que aplaza la identidad incesantemente. Renato Prada

Oropeza escribe que esta estrategia narrativa implica una “actitud de ‘recuperación’

literaria que caracteriza la producción textual diacrónica de Sergio Pitol” (Narrativa 20).

Sergio Pitol, gran lector de Flann O’Brien, admiraba que la obra En Nadar-Dos-

Pájaros tuviera tres inicios paralelos de la historia y estos, poco a poco se convirtieran en

tres planos distintos de la narración; “en ellos la realidad se fractura sin cesar, se

empequeñece o se magnifica, es triturada hasta transformarse en otra realidad que es pura y

simplemente literatura” (Casa 124). Ese designio de ver transformada una realidad

inabarcable en literatura sirve como el motor de re-crear toda su vida en un texto literario;

esa es la razón de su viaje literario.

Pitol escribe para seguir leyéndose y encontrándose en sus textos, para continuar la

reflexión de su vida que es la conformación de su identidad. Escribe para seguir

escribiendo, para postergar su identidad en la próxima, y siempre aplazada, escritura de sí.

En cada nuevo texto, Pitol va recreando una figuración de sí: borrando y escribiendo

encima de la figuración anterior, que es precisamente como se entendía el palimpsesto en la

Edad Media. Para Pitol un solo texto nunca fue suficiente para trasladar a palabras todo su

ser; así que decidió seguir escribiéndose y reescribiéndose para presentarse siempre como
Herrera López / 147

el eterno viajero que se perdió en la propia literatura para poder “ser narrador por sus

textos” (Villoro “Anteojos” 98), ese es el gran aporte de Sergio Pitol a las letras mexicanas

e hispanoamericanas: el hecho de evidenciar que la identidad –no sólo de los escritores y

artistas, sino de cualquier persona– es una construcción ficcional y, por consiguiente, ésta

siempre puede plantearse desde diferentes puertos y tradiciones, desde la heterogeneidad de

discursos y posturas, desde el diálogo abierto de la diferencia, y no sólo desde la cultura

reducida de un único país o un solo discurso.

En ese último sentido, este viaje teórico interpretativo hecho en paralelo a la obra

autoficcional de Sergio Pitol puede ser pensado como un acto de fe ante la incertidumbre

que siempre implica escribir o decir «yo»; o como un mapa que no señala la ubicación

exacta del sujeto que escribe y que yace perdido entre las letras que forman el nombre de

«Sergio Pitol», sino que muestra el camino para repensarse como un otro que lleve la vida

de Pitol consigo.

Si, como escribe Gao Xingjian, “la literatura es sólo una manera de que el hombre

dirija la mirada hacia sí mismo para que en ese proceso de observación hile alguna hebra de

conciencia que ilumine su propio yo” (95), entonces Pitol no sólo iluminó su ser con sus

palabras desde muy distintos ángulos, sino que descubrió que el mejor estado para hacerle

cara al mundo y a la realidad es la de náufrago: quien debe siempre avanzar para no

zozobrar en el vacío de su condición.


Herrera López / 148

Anexos

1. Lista de traducciones de Sergio Pitol

Ackerley, J. R. Vales tu peso en oro. 1960. Barcelona: Anagrama, 1989. [Inglés]


Andrzejewski, Jerzy. Las puertas del paraíso. 1960. México: Joaquín Mortiz, 1965.
[Polaco]
Austen, Jane. Emma. 1815. Estella: Salvat, 1972. [Inglés]
Bassani, Giorgio. Detrás de la puerta. 1964. Barcelona: Seix Barral, 1969. [Italiano]
—————. Lida Montovani y otras historias de Ferrara. 1956. Barcelona: Barral, 1971.
—————. Los anteojos de oro. 1958. Barcelona: Barral, 1972.
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2. Conformación de Una autobiografía soterrada

Una autobiografía soterrada


(Ampliaciones, rectificaciones y desacralizaciones) (2010)

- “Diario de La Pradera” [s/f – escrito entre 12 mayo y 28 mayo 2004 según el propio texto]
[Texto publicado por primera vez en El mago de Viena; para esta versión hay
pocas correcciones]
- “Hacer oír, sentir y ver” [s/f] [Versión corregida de “De cómo escribí mis primeras
novelas” aparecido en la antología Ícaro; a su vez ese texto es una rescritura de
“El salto alquímico” de El mago de Viena]
- “La coronación, el destronamiento, la paliza final” [s/f – escrito entre 18 julio y 4 agosto
2003 según el propio texto] [Este texto es una combinación y rescritura de
fragmentos de los siguientes textos: “El tríptico”, que es a su vez un texto con
una corrección del texto aparecido en Tríptico del Carnaval como Prólogo, y
“Quisiera arriesgarme” de El mago de Viena; “¡Y llegó el desfile!” y “El
narrador” de El arte de la fuga]
- “Entre la parodia y la extravagancia” [s/f]
- “Salvo el instinto lo demás son minucias” [s/f] [Fragmentos rescritos de “¿Un ars
poetica?” y “Droctulft y demás” de El arte de la fuga]
- “Todo está en todo” [s/f ] [“La novela es un género que lo acepta todo”, entrevista
recortada con Carlos Monsiváis publicada en El País en 2005]
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Agradecimientos y dedicatoria

AGRADECIMIENTOS:

A Felipe Ríos, quien desde el primero día que entré en su oficina dejó su puerta

abierta. A Alejandro Lambarry y Alejandro Palma, por su confianza y todo su apoyo en

esta investigación. A Cécile Quintana y Karim Benmiloud, por ese último empujón. A Alí

Calderón, Alicia Ramírez, Francisco Santacruz y Patricia Acuña. A mis compañeros en la

maestría. A Rodrigo Pardo y Teresa Puche, siempre. A mis amigos y familiares que me

apoyaron estos dos años, en especial a mi tía Imelda López. A mi tío Antonio Herrera,

quien me ha apoyado desde hace años en todo. A mis padres, Gustavo Herrera y Luz Elena

López, quienes me han apoyado siempre.

DEDICATORIA:

A mi hermana, Valeria Herrera, quien me ha enseñado que la vida es un perpetuo

viaje.

Por lo demás, como diría Bolaño, la aventura no termina jamás.

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