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EL Cristo de La Fe
EL Cristo de La Fe
El pueblo de Israel, tras los éxitos alcanzados por David y las promesa que le hizo
el profeta Natán, confió su futuro a los descendientes de este rey, considerados
como vasallos de Dios, y especialmente para los tiempos escatológicos con la
llegada de un rey ideal, descendiente de la dinastía davídica, que habría de
realizar la salvación definitiva de la nación en una era de paz y de bienestar
universal.
La esperanza mesiánica en un futuro mediador de salvación, visto como rey, hijo
de David, ungido de Dios, se fue idealizando cada vez más con el tiempo y pasó a
ser una figura central en los oráculos del Proto-Isaías, pertenecientes al llamado
"libro del Emanuel" (Is 6-12), y en un texto atribuido a Miqueas, contemporáneo de
Isaías [t Isaías II, 2].
Los dos pasajes de Os 3,5 —"Después los israelitas volverán a buscar al Señor,
su Dios, y a David, su rey..."— y de Am 9,11-15 —"En aquel día levantaré la
choza caída de David, repararé sus brechas, reedificaré sus ruinas..."—, quizá de
época postexílica, siguen estando en el ámbito de lo que es considerado como el
mesianismo real dinástico y son probablemente un signo de que esta concepción
mesiánica perdura incluso después del destierro.
En I Miq 5,1-5 se recogen algunos de los motivos de Isaías: la salvación llegará a
través de un niño, descendiente de David; hablando a las tribus del norte,
Miqueas les anuncia que el mesías saldrá de "Belén Éfrata", del clan de Jesé, y
que sus "orígenes" se remontan a los tiempos antiguos. En el versículo 2 se alude
a la madre de este niño: "El Señor los abandonará hasta el tiempo en que dé a luz
la que ha de dar a luz. Entonces el resto de sus hermanos volverá a los hijos de
Israel". Hay aquí una referencia no sólo a la madre del rey, el Emanuel de Is 7,14,
sino también a la "que va a dar a luz" de Miq 4,9-10, donde se habla del parto
doloroso de la hija de Sión, es decir, de los desterrados, que tendrán que sufrir los
dolores de parto antes de ser liberados del destierro de Babilonia.
El profeta / Jeremías (III, 3b) relaciona la idea del mesianismo real con su
concepción de la alianza nueva. De ordinario se indica el oráculo de Jer 23,5-6
para señalar un mesianismo directo: "Vienen días —dice el Señor— en que yo
suscitaré a David un vástago legítimo, que reinará como verdadero rey, con
sabiduría, y ejercerá el derecho y la justicia en la tierra. En sus días se salvará
Judá, e Israel vivirá en seguridad. Y éste será el nombre con que le llamarán: "El
Señor nuestra justicia". En este texto se encuentra la idea del mesianismo real,
para el que el rey futuro será un descendiente del iniciador de la dinastía.
definitiva (31,31-34).
También / Ezequiel (V, 5) recuerda al nuevo David, sobre todo en los oráculos de
17,22-24; 34,23 y 37,24. Ezequiel tiende a subrayar la dependencia del futuro rey
respecto a Dios. El rey ideal sólo en dos ocasiones se llama melek (37,22.24),
mientras que el término nasí'("príncipe") aparece con más frecuencia (45,7-12.17;
46,8-18) en la última parte del libro, donde se describe la comunidad futura como
purificada y santa y se dice que en ella habita el Señor como un templo ideal
reconstruido. En los textos proféticos que hablan del mesianismo davídico
impresiona la tendencia que tienen a acentuar el carácter de renovación moral y
religiosa del tiempo mesiánico anunciado y esperado.
Jesús, Mesías e hijo de David. En todos los escritos del Nuevo Testamento hay
huellas del mesianismo real, especialmente en aquellos libros en los que el
término "mesías", en griego Kristós, conserva su valor de título mesiánico. Pablo
prefiere considerar a Jesús como el Hijo, el Señor, la imagen del Padre, la
Sabiduría, el nuevo Adán, concediendo poca importancia al título "Cristo".
El reino de Dios para Jesús es la manera en que Dios manifiesta su actuación en medio
de la historia. De esta forma, el reino de Dios es un mensaje de fortaleza en el presente
y de esperanza en el futuro para los pobres, los hambrientos, los afligidos: para todos
los desgraciados.
Cuando Jesús aparece predicando las “bienaventuranzas”, qué son cómo el programa
del reino de Dios, no está presentando, en primer lugar, un programa moral, sino un
mensaje teológico: se trata de Dios que promete la liberación de los pobres y quiere
que, en medio de sus dificultades y sin resignarse a ellas, encuentren esperanza y
fortaleza todos los que sufren. No se trata pues de que Dios vaya a recompensar las
virtudes de los pobres y los hambrientos. No hay ninguna idealización de la pobreza. Al
contrario, la pobreza, el hambre y el sufrimiento son un mal y Jesús anuncia que el
reinado de Dios será la liberación de todo ello, más aún, les invita a que encuentren
consuelo, fortaleza y esperanza en Dios, cuya acción en la historia, aunque escondida,
el anuncia.
El reino de Dios se traduce en actitudes de acogida con los pecadores, de respeto y
reivindicación de las mujeres estigmatizadas, en sanación de los enfermos, en
liberación de los “espíritus impuros”. La traducción histórica del reino del Padre es la
fraternidad entre los seres humanos. Aceptar la salvación en Dios Padre sitúa la vida
humana bajo el paradigma real de la misericordia, que no es un sentimiento sino una
actitud fundamental, la misericordia “se hace” en el día a día.
Otra consecuencia del anuncio del reino es la capacidad de ser inclusivos. Esto deriva
de la práctica del mismo Jesús que no busca la renovación de Israel por un
reforzamiento de las leyes de pureza, sino anunciando la cercanía de un Dios
misericordioso. Sus enseñanzas no son esotéricas, reservadas para unos pocos
elegidos, sino que, en principio, se dirigen a todo Israel y quieren configurar la vida de
todo el pueblo.
La propuesta del reino de Dios, es la expresión de un Dios cercano, que quiere una vida
más sana y digna para los seres humanos, especialmente los más pequeños y
vulnerables. Y todo aquel que se diga discípulo de Jesús debe entrar en esta lógica de
generar una vida más sana, más digna y más justa, especialmente para los más
vulnerables y frágiles. En palabras del Papa Francisco, se trata de “cuidar de la
fragilidad”.
Los milagros que hizo Jesús durante su vida son la mejor prueba de su divinidad:
"Las obras que yo hago en nombre de mi Padre testifican de mí" (Jn. 10-25). Esta es la
respuesta de Dios que corrobora la afirmación de Jesús de ser su Hijo en el sentido
más pleno y verdadero.
1) debe ser un hecho sensible, es decir, capaz de ser percibido por los sentidos e
instrumentos de investigación científica;
2) debe ser superior a las fuerzas de la naturaleza, de tal modo que éstas sean
incapaces absolutamente de realizarlo, o que no puedan realizarlo en aquel modo
determinado;
3) al superar las fuerzas naturales, el milagro debe proceder de Dios como causa;
4) esta intervención de Dios debe tener un fin religioso, como la demostración del
carácter sobrenatural de una revelación, o un fin moral como podría ser la demostración
de la inocencia de una persona.
3) moral, si supera las leyes morales, como una conversión imprevista, el valor de
resistir un martirio.
"Aunque no me creáis a mí, creed en las obras" (Jn. 10,38). Los milagros que nos
narran los evangelios fueron en primer lugar hechos reales desde el momento que
aceptamos la historicidad y la autenticidad de los mismos. La vida de Jesús, sus
discursos, la fe de los apóstoles, el entusiasmo de las muchedumbres, la resistencia de
los enemigos, las discusiones con los fariseos, no se explican sin los milagros. La
historicidad de los milagros la confirma el estilo sobrio y simple con que están escritos.
Ninguna ostentación o exhibición, ningún indicio de la tendencia oriental a la
exageración. Las enfermedades que cura son las comunes entre los hombres: la lepra,
tan frecuente entonces en Palestina, la ceguera, la parálisis, la hidropesía. Es evidente
que los evangelistas no inventaron casos extraordinarios para resaltar los poderes de
su Maestro.
Solamente con los milagros podía Jesús probar su divinidad. Los milagros son señales
al alcance de todos. Son prueba de todas las facetas de su misión divina. Es tan grande
su fuerza que no admiten excusas en quienes no crean en El, de esta manera probó
Jesús ampliamente su afirmación de ser Hijo de Dios. El dominio absoluto que poseía
de las fuerzas de la naturaleza solamente le podía venir de Dios. Pero Dios no concede
su dominio sobre la naturaleza a un impostor. Si lo concedió a un hombre que se
proclamó su Hijo, fue porque era verdaderamente lo que decía. Además, este poder de
los milagros lo transmitió Jesús a sus discípulos.
1. En primer lugar, han de servir para mostrar que El es el enviado del Padre.
Jesús no es un curandero, sino el Salvador anunciado por los profetas; el que
trae la salvación definitiva a todos los hombres. San Juan pone en boca de
Jesús estas palabras: «las obras que el Padre me ha concedido realizar; esas
obras que hago dan testimonio de mí: que el Padre me ha enviado» (5, 36)
3. Además, los milagros de Jesús muestran que El es Dios: Jesús deja bien claro
que hace los milagros a título propio. Su autoridad solemne se extiende sobre
la Ley, la enfermedad y la muerte, el mar y los endemoniados. Nada ni nadie
se resiste a la majestad de Jesucristo.
4. Todos los milagros hechos por Jesucristo contienen una enseñanza precisa.
Unas veces son una llamada a la fe, otras al arrepentimiento, otras manifiestan
la misericordia divina o su poder sobre el mal.
5. Por último, los milagros son muestra del amor de Dios por los hombres.
Jesucristo nunca hizo milagros en provecho propio. De hecho, pasó hambre,
sed, cansancio y muerte. Tampoco los hizo como una ostentación; más bien
tendía a ocultarse y muchas veces dice a los que ha curado que no lo digan a
nadie. En algunas curaciones, como la del hijo de la viuda de Naím, se pone de
manifiesto que en el Reino de los Cielos el amor y el cuidado por los que
sufren han de regir las relaciones entre las personas. Al curar al paralítico de la
piscina, que no tiene a nadie, Jesús hace ver que el gran signo o milagro del
cristianismo es la caridad.
Aunque los judíos fueron incapaces de percibir el signo definitivo del amor de
Dios a los hombres: Jesús de Nazaret, «en el colmo del asombro decían: Todo
lo ha hecho bien» Las gentes vislumbraban que no era sólo un hombre con
poderes excepcionales, sino el Salvador del mundo que habían anunciado los
profetas.