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APUNTES DE ESPIRITUALIDAD TOMISTA

Manuel Gonzalo Casas

Santo Domingo en su celo por la Iglesia de Dios y Santo Tomas en su luminosa mansedumbre —
en esa mansedumbre tranquila y paciente, hecha, de hondas y definitivas certezas con raíces en
Cristo— nos perdonarán este atrevimiento: el de meditar con ustedes, el de conversar con ustedes,
sobre lo que podría, tal vez, llamarse una espiritualidad tomista.

Y nos perdonarán por varias razones: 1°) Porque sólo la gracia, en orden a la espiritualidad, puede
sugerir alguna palabra con sentido, en cuanto entendemos por espiritualidad, precisamente, la
perfección de la vida cristiana bajo la moción actualísima de la gracia. 2°) Porque, supuesto que la
gracia se hiciera aquí presente, entre nosotros, para dar un sentido a lo que entendemos por
espiritualidad, entonces la palabra misma —nuestras palabras mismas— resultarían impotentes y
un poco vanas para vehicular algo que está por sobre todos los modos humanos de expresión; algo
que, en cuanto formalmente divino —quoad essentiam— es un trascendens, un más allá, con
respecto a las enteras posibilidades del mundo natural y sus cosas.

Por lo demás, hay otro impedimento. Decía Taulero —un místico dominico— que “ningún
maestro debería enseñar lo que personalmente no hubiera experimentado”. Pero agregaba él
mismo, justificando a los que, como nosotros ahora, intentan un esfuerzo debido, en última
instancia, a la sola buena voluntad: “Basta, sin embargo, tener cariño a aquello de que se habla,
esforzarse por encontrarlo y no ponerle obstáculos”.

Que nos baste, pues, Dios mediante, el cariño que tenemos por la vida espiritual, no realizada en
nosotros, sin duda, pero amada como el más hondo y el más definitivo de nuestros sueños. Y que
nos baste, sobre todo, para algo muy simple y muy misterioso: establecer aquí, entre nosotros, no
por nuestra virtud —de la que carecemos en orden a la espiritualidad— sino por virtud de nuestra
adhesión a la persona de Nuestro Señor Jesucristo; establecer, repetimos, un clima de caridad
sobrenatural. Es decir, establecer un clima, que haga posible la presencia del Espíritu Santo para
que nos conforte y sostenga en esta circunstancia.

Ahora; ¿qué queremos decir con expresiones como ésta: establecer un clima de caridad
sobrenatural? Las palabras están mal usadas, lo sabemos. Un clima tal no se puede establecer así,
de modo activo, actuando nosotros como principios eficientes de la acción. Un clima así puede
pedirse a Dios. “Pedid y se os dará”. Puede pedirse a Dios para que ahora, un poco como si
estuviéramos solos —cada uno solo consigo mismo y, sin embargo, no aislado, pues el cristiano
es el hombre que conoce la soledad pero no el aislamiento, en las hermosas palabras del P.
Bernard— seamos poseídos por una de esas ráfagas de clarificación y dulcificación de la
inteligencia que suelen asaltarnos a veces, levantándonos hacia ignorados cielos de la Promesa. Y
podemos pedir más: que nos sea dado ese regusto de sabiduría, de paz y de fortaleza que
experimentamos muy vivamente en determinadas circunstancias, como si tuviéramos en íntima
posesión un secreto: la inanidad y la tristeza del mundo alejado de Dios.

Estos estados, que importan sobreelevación a un orden de realidad para el cual nuestra naturaleza
no está dotada de facultades específicas, sino que vislumbra en cuanto por capacidad de
obediencia a la Causa Primera, se torna dócil a su moción y a su llamado, no pueden ser objetivos
deliberados de un propósito o de un querer natural.

Me agradaría llamarlos, por eso, disposiciones o climas espirituales, organizados a veces


imprevistamente por la gracia, para que el orden propio de las cosas divinas se nos torne presente
en algo así como un contacto o como una aspiración. Cuento entre ellos, por ejemplo, ese clima
sobrenatural del corazón en que se nos da como el pregusto de una insuficiencia; esa sed que todo
cristiano lleva consigo como su sed y su ser más secretos; sed de Dios, sed del “Don” de Dios
prometido y vislumbrado, sed de María y de sus inenarrables misterios de gracia concomitante.

Es difícil decirlo; no se crean por voluntad, pero se piden y, a veces, pidiendo, se obtienen. Es
cierto que naturalmente hay una sed de Dios; incluso Dios mismo, bajo la razón de bien, actúa
como causa final de toda vida humana. Pero es otra cosa; se parece a esa desnudez y a esa riqueza,
tan desconocida para nosotros y, sin embargo, tan experimental, tan concreta, que nos hace pedir
desde el fondo de nosotros mismos —más atrás de los ojos, en la zona sin nombre que llevamos
detrás de la conciencia vigilante— lo que Dimas pedía al Señor, con palabras que el Señor había
puesto en su boca: “Señor, no te olvides de mí cuando llegues a tu Reino” (Luc. XXIII, 42).

Y establecer o pedir el establecimiento de un clima semejante para ver cómo, desde nuestra mutua
comunicación en la caridad, podemos proponer algunos pensamientos que, a propósito de la
perfección espiritual, han sido elaborados por ciertos teólogos y místicos que se inspiran en
S. Tomas.

Para tales teólogos el problema de la espiritualidad —entendiendo por tal, como hemos dicho, la
perfección de la vida cristiana bajo la moción de la gracia— se resuelve en la siguiente tesis más
o menos general: que las perfecciones y los estados de contemplación infusa, propios de lo que en
mística llámase vía unitiva o de los perfectos, entran en la vía normal de la santificación y no
deben atribuirse a las gracias extraordinarias —gratis dadas—. Es decir, que para la escuela
tomista, todo hombre justificado en Cristo por la fe —según la teología evangélica de Pablo y de
la Iglesia— ha sido llamado, por un crecimiento normal de la gracia santificante concedida en el
bautismo y acrecentada o recuperada en los otros sacramentos, al grado de la perfección
contemplativa. Tal perfección, pues, incluso la unión infusa transformante —la actual y concreta
deificación, verbificación del hombre que dirían los PP. Griegos— no pertenece al orden de los
carismas, a las llamadas gracias extraordinarias que se otorgan por Dios fuera de los vehículos y
modos normales de crecimiento espiritual, sembrados en el alma con la gracia santificante.

Es importante esta cuestión, tan pronto se la mira desde el punto de vista muy concreto y muy
conmovedor de cada cristiano en particular, porque, según la solución que a ella demos, hay la
conciente, autoconciente posibilidad de una continuada santificación de la vida: hay la posibilidad
de comprender cómo nosotros, en nuestra nada, somos concretamente llamados, todos los días, a
las fuentes de aguas vivas que Cristo ofrecía con tanto realismo sobrenatural: “Si alguno tiene sed,
venga a Mí y beba. Del seno de aquél que cree en Mí manarán, como dice la Escritura, ríos de
agua viva” (Juan VII, 37-38)

Y decimos continuada santificación de la vida, como si dijéramos cotidiana santificación


—minucioso crecimiento en la intimidad de Cristo y su gracia— porque el problema nuestro,
nuestra cuestión fundamental, ahora y aquí, en cuanto cristianos, está precisamente referida al
orden de la santificación. No una santificación pensada, como gracia de acciones extraordinarias,
de heroísmos visibles y espectaculares (aunque pueda alcanzarlos), sino como el proceso diario y
habitual de crecimiento en Dios que Cristo predicara: “Aprended de Mí que soy manso y humilde
de corazón”. La santificación de eso: humildad y mansedumbre de corazón. No quiere decir que
seamos mansos, débiles ante el mal. Quiere decir que, sin violencias, nos dejamos llevar por el
Evangelio, por el Cuerpo Místico, por la Iglesia de Dios y su jerarquía. Se comprende, desde tal
obediencia, que incluso el amor natural dispone para la gracia y que la gracia, a su vez, es la que
nos hace dóciles y puros —transparentes de autenticidad y verdad—. Por la gracia se tornan santas
las acciones de todos los días, nos hacemos más profundos, más blandos para la bondad y más
seguros para la justicia; uno ya no quiere constituirse en juez de los demás, haciendo el feo oficio
de fariseo, sino que pide a Dios les ilumine mientras personalmente les ama y les ayuda a vivir
compartiendo —ex abundantia cordis— la paz y la certidumbre que Dios ha sembrado en su
corazón.

Y este modo de concebir la santificación así, como una “edificatio Dei in nobis”, se torna una
cuestión fundamental y decisiva pues otras cosas se siguen. Entre ellas, con inesperadas
consecuencias y resonancias, la idea de que en el reino de la creación han sido sembrados dos
capitales: uno el capital del pecado que crece, o decrece, históricamente para la muerte y en la
muerte se difunde como una paulatina deslealtad hacia los fines últimos de la criatura; otro, el
capital de la Redención que, como el árbol del Evangelio, hace copiosa su copa y llama a las aves
para que en él tengan su nido. Es, incluso, la idea de las dos vías: hay una —no sé como decirlo—
del empequeñecimiento espiritual y moral. Nos angosta el espíritu, nos seca el corazón, nos aísla
del Bien que anda peleando por el mundo en favor de Dios y sus misterios; es la vía de la acritud,
de la acedia, de la injusticia y del desamor; donde se gestan y constituyen todas las tristezas del
hombre. Y hay otra del crecimiento sobre sí mismo, diría donde uno vive como si cierto “élan” lo
empujara fuera de lo finito y perecedero; como si uno comprendiera que en toda cosa hay la
posibilidad de descubrir una luz, que en toda luz hay presencias, latidos y llamados; una misteriosa
invitación a cierta Patria desconocida —pero querida—, pero buscada. Todavía más; uno
comprende que hay como un acompasado jadeo del bien que se difunde empujado por la secreta
realidad de Cristo y su gracia.

Si las cosas son así o más o menos; es decir, si se comprende por propia e interior experiencia, un
poco inexpresable, que en cada instante, en cada eternidad del instante, hay una moción, un
impulso hacia lo mejor; algo como una posibilidad de plenitud que nos atrae —amor meus,
pondus meum—, y otra de agostamiento, de entristecimiento, de pequeñez; si uno lo comprende,
entonces existe para nosotros, en relación con los hombres todos, una misión evangélica. También,
analógicamente, entramos en el orden de las misiones. Somos enviados y enviados porque somos
portadores de un Don, de un plus óntico-ontológico, Cristo, cuyo sólo nombre es bastante para que
todos los seres se arrodillen en los cielos y en la tierra. Y esta misión, este envío de cada cristiano
como portador —como luz que quiere el Evangelio— sólo dará sus frutos en la medida de la
personal santidad de cada uno— en la medida de una creciente santidad en el Cuerpo de la
Iglesia.

Se trata, por eso, no tanto de fundamentar y demostrar la legitimidad de una tesis teológica
—que lo es y justa— cuanto de ver cómo, supuesta dicha tesis, ella penetra en la intimidad de la
vida, en la intimidad de la inteligencia y hace de la inteligencia —que comprende así el curriculum
de su grandeza— un instrumento perfecto al servicio del amor cristiano. Si hay un crecimiento
orgánico de la perfección, desde la gracia santificante suministrada por el bautismo, hasta la más
alta docilidad a los dones del Espíritu Santo, entonces la cuestión de la santidad es una cuestión de
la que podemos hablar ahora, todos los días, como una concreta toma de conciencia que nos
muestra en cada situación de nuestra vida, la posibilidad de aposentar en nosotros el reino de
Dios prometido y esperado.

El desarrollo teológico de esta posibilidad es claro y tierno para quien ama a Jesucristo. Hay
primero la gracia santificante que actúa en el orden fundamentador de la existencia, en mi esencia
y el existir de tal esencia —S. T. I-II, 110, a. 4, c—, cuando acontece la muerte al pecado y la
resurrección cristiana en el sacramento del bautismo. O hay la moción actual —para los adultos—,
el initium fidei, que los lleva al estatuto de la justificación por una incorporatio-concorporatio
—diría S. Hilario— con el misterio de Cristo. A propósito de esta muerte bautismal, de este
morir y vivir por la virtud —la fuerza y el mérito de la Redención— dice S. Pablo: “Consepulti
sumus”, somos cosepultados con Cristo; pero así como “Cristo resucitó de entre los muertos por
la gloria del Padre, así nosotros in novitate vitae ambulemus” —en nueva vida andaremos (Rom.
VI, 4-5)—. Esta gracia es la raíz, el núcleo óntico de la justificación. Por ella somos “hijos de
Dios”; hijos adoptivos, claro, no hijos en el sentido de Cristo, pero incorporados a El y por El
participes de la naturaleza divina. Pablo y Juan dicen con precisión: Hijos. Y el salmista va más
lejos: Yo os he dicho, vosotros sois en verdad dioses e hijos del Altísimo (S. 81). Y S. Tomas,
con su justeza habitual, establece el alcance de esta penetración de nosotros en Cristo y de Cristo
en nosotros al decir de su gracia: “Donum gratiae... nihil aliud est quam quaedam participatio
naturae divinae”; “Gratia nihil aliud est quam quaedam inchoatio gloriae in nobis” (I-II, q. 112, a.
1; II-II, q. 24, a. 3 ad 2). La gracia del Señor no es otra cosa sino cierta participación en la
naturaleza divina; no es sino cierta incoación de la gloria en nosotros.

Pero así como el núcleo de la existencia natural, el ser lo que somos, seres humanos, se prolonga
en potencias de operación, en lo que llamamos facultades del alma, constituyendo el organismo
integral de nuestro existir concreto, así el alma nueva o renovada por la gracia, da de sí específicas
facultades dirigidas no a la verdad o al bien naturales, sino al llamado sobrenatural de Cristo y
funda el organismo de su existir también sobrenatural (I -II, q. 62, a. I). (No es necesario aclarar,
suponemos, que de todos modos la gracia no existe substancialmente en nosotros, lo que
implicaría el panteísmo). La presencia de la gracia debe entenderse con la precisión tomista: “Id
quod substantialiter est in Deo, accidentaliter fit in anima participante divinam bonitatem” (I-II, q.
110, a. 2, ad 2).

Tales facultades que hacen posible tender a Dios, poner a Dios según los misterios de su vida
propia como objeto de nuestra vida, son las virtudes infusas y los Dones del Espíritu Santo. Las
tres primeras y básicas son las teologales. Por la fe, cuyo objeto material son todas las verdades
reveladas por Dios y cuyo motivo formal es la autoridad de Dios en cuanto las revela, conocemos,
sabemos del Dios que habla y convoca. Y adherimos, en última instancia, a la verdad primera
sobrenatural —objeto formal específico de la virtud (II-II, q. 1, a. 1)— Aquí se funda el credere
Deo revelanti, credere Deum revelatum, credere in Deum de S. Tomas (II-II, q. 2, a. 2). Así, la fe,
es una especie de inteligencia para el orden de lo sobrenatural —de inteligencia auditiva ante el
Dios “que primero nos habló por los profetas y ahora nos ha enviado a su Hijo” (Heb. I, 1-2) —.
Como por la inteligencia conozco las verdades del mundo creado, o me asomo y me introduzco en
ellas; por la fe me asomo y me introduzco en un mundo de verdades nuevas, que no alcanzo a
comprender racional, intelectualmente, sino que creo, pero que no por creídas llegan a ser menos
reales y producen en mi menor certeza. Al contrario, desde el punto de vista de la causa de la
certeza, S. Tomas dice que es más cierta, pues ella (la fe) estriba en la verdad divina: “Fides est
certior tribus praedictis (sapientia, scientia et intellectus), quia fides innititur veritati divinae” (II-
II, q. 4, a. 8).

Hasta aquí tendríamos, pues, dos cosas paralelas: el ser natural visto en el orden de su existencia
como ente concreto y, en el núcleo más secreto de esa existencia, la gracia santificante
constituyendo otro organismo o un mismo organismo sobreelevado a distinto plano de realidad. Y
más allá, surgiendo de ambos, por un lado la inteligencia, como facultad de conocer lo que es en el
orden del ser natural; por el otro la fe, como facultad de conocer lo que es en el orden del ser
increado y en el misterio de la vida formalmente divina.

Pero la cosa es más amplia; si por la fe tenemos una especie de inteligencia auditiva —la fe es ex
auditu (Rom. X, 17)— por la esperanza, nueva virtud teologal, tenemos otra facultad: una
facultad de querer el bien, pero no el bien natural, no el bien al que tiende la voluntad así y así,
sino el otro bien, aquél que por la fe es visto como verdad, como verdad sobrenatural y que aquí es
querido, se espera como último fin, confiando en su auxilio, cualquiera sean las humanas
vicisitudes. Es el esperar aún contra toda esperanza del Apóstol, porque esta esperanza “no burla
en tanto nos ha sido dada por el Espíritu Santo” (Rom. V, 5). Ahora, que si la fe era un plus para
la inteligencia, para el andar de la inteligencia detrás de la verdad, y la tendía hacia la verdad
primera, en la cual todas las otras tienen su sentido, la esperanza es un plus, un enriquecimiento,
una gracia para la voluntad. En la II, q. 18, a. 1, S. Tomas muestra esta incidencia de la esperanza
y en la misma cuestión, artículo 4, su relación con la fe y la inteligencia.

Tendríamos, pues, la gracia santificante, cualidad que formalmente nos levanta hacia la vida
divina, y como sus dos facultades operativas básicas, la fe y la esperanza en relación con la
inteligencia y la voluntad. Decimos básicas, aunque no basten para la justificación —pues ésta se
actúa por la caridad— en tanto, de todos modos, la fe y la esperanza son la inchoatio, el punto de
partida y el fundamento de nuestra incorporación a Cristo, ya que aún en el estado de pecado ellas
permanecen en nuestro corazón como un lejano, pero presente y misericordioso llamado de Cristo
que siempre nos espera.

Y por último, tal vez misteriosamente, porque siempre, como quería el Señor, lo último es lo
primero, tendríamos la caridad que naturalmente diríamos —perdón, sobrenaturalmente—,
informa, plenifica a aquellas dos virtudes, perfeccionándolas. Si en el orden de la generación y del
anhelo —orden del tiempo— la fe y la esperanza son lo primero, en el orden de la perfección y del
gozo —orden de la eternidad— la caridad es la más alta (cf. I-II, q. 62, a. 4, c). La caridad es, por
eso, el vínculo de la perfección —lo que informa— da forma de eternidad a las otras virtudes. No
que sea un resultado lógico de la fe y de la esperanza —aunque ontológicamente esperanza y fe
piden la caridad—, sino que ésta es la añadidura; el amor de Dios por el cual mi fe y mi esperanza
dan frutos de vida eterna. Y en cuanto virtud que me liga y me religa con el Bien infinito, se
aposenta, como en su sujeto propio, en la voluntad, que es, siempre, voluntad del fin, como bien
(cf. II-II, q. 24, a. 1).

Para S. Tomas la caridad se especifica como un amor entre el hombre y Dios (II-II, q. 23, a. 1).
Esta amistad se funda, tiene sus raíces y su jugo, en las palabras de Cristo: jam non dicam vos
servos sed amicos (Juan XV, 15). Y en Mateo XXII, 34, el mismo Señor establece cuál es el
fondo de la ley en la Nueva Alianza: Amarás al Señor tu Dios de todo corazón, con toda tu alma y
espíritu. Este es el mayor y primer mandamiento. El segundo le es semejante: Amarás a tu prójimo
como a ti mismo. En estos dos mandamientos está toda la Ley y los Profetas.

Pero hay más aún; un mandamiento también primero: “Mi mandamiento es que os améis unos a
otros como yo os he amado”. Y en efecto: “Nadie puede tener amor más grande que dar la vida
por sus amigos” (Juan XV, 12). Voluntad del amor para la muerte, del amor que es más grande
que el tiempo, más grande que el dolor, más grande que toda cosa, porque en Dios encuentra su
estatuto que va de eternidad en eternidad. S. Pablo lo dice con varias palabras de belleza suprema
cuando habla a los Corintios: Ya os he dicho que estáis en mi corazón ad conmoriendum et
convivendum (II C. 5, 3). Para convivir y para conmorir. Por amor de Dios, por su gloria, nos
hacemos como un oasis de caridad y queremos, con nuestros amigos en Cristo, también ahora
como Pablo, convivir y conmorir; no sólo con nuestros amigos; por amor de Dios la caridad va
más lejos, barre todo el horizonte de los hombres: Amad a vuestros enemigos, rogad por ellos.

Y por último, presente entre nosotros, presente en todo corazón de hombre, sobrenaturalizado por
la Redención, la gracia actual. Ese impulso que ayer nos ha ganado incitándonos a un bien; ese
gusto que ha hecho profunda nuestra oración, que la ha desatado poniéndola en acto. Un
interrumpir de pronto nuestras tareas, detenernos en este ritmo del mundo, para mirar a Cristo y
decir con Tomas: ¡Señor mío y Dios mío! Esa es la gracia actual; la moción de Dios que nos
levanta de pronto sobre nosotros mismos y obra el milagro de entregarnos en las manos de Cristo.

Es difícil decirlo y, sin embargo, hay una conmovedora evidencia. Es como un germen —semen
gloriae— que tira para arriba, que actúa en el fondo de nosotros como una dulzura, a veces, y a
veces como una serenidad, como una fuerza, como una tremenda certidumbre. Pero para esta
fuerza, para esta serenidad, para que comprendamos cómo la oración, el pedir y tender a Dios, se
prolonga en inefables universos de realidad perfectible, hace falta más: unas cosas que llamamos
virtudes morales infusas.

La filosofía dice que el hombre posee virtudes, de vir-varón y fuerza; fuerzas que hacen posible la
operación, que organizan el orden del actuar. Hábitos, modos de actuar que se tienden como
canales, como líneas, como conductos de facilidad y felicidad para el acto bueno. La filosofía dice
que esas virtudes ordenan nuestro manejo con el mundo: la justicia para dar a cada uno lo que le
corresponde; la fortaleza, la prudencia, la templanza. Y nosotros decimos que, así como hay
hábitos de operación, fuerzas o potencias para la acción que se originan en y miran al plano de la
naturaleza, hay también hábitos, modos de proceder, instrumentos que se relacionan con la gracia
santificante y las virtudes teologales —según las virtudes naturales se relacionan con las
facultades del hombre— y que nos conducen bien, no en nuestro manejo con el mundo, sino en
nuestro peregrinaje sobrenatural hacia Dios. (I-II, q. 63. a. 3 y 4; De Virtutibus, q. 1, a. 9, ad. 6;
Ibid. a. 10, ad. 8; Ibid. a. 10, c). Si la fe, la esperanza y la caridad son fuerzas que tienen a Dios
mismo, por objeto, las virtudes morales infusas —es decir, dadas por Dios— son facultades que
miran a la instrumentalidad del mundo con respecto a Dios.

Y entonces tenemos cuatro virtudes que también integran el organismo sobrenatural, con sus otras
virtudes anexas: la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza. Ser prudente en el orden
cristiano no es lo mismo que serlo en el orden gentil, pues es necedad para los hombres, a veces, la
Sabiduría de Dios (I Cor. I, 18). Sólo quien tenga en su corazón la semilla de la gracia puede
entender, y vivir, y morir por ideas como las que se expresan el Sermón de la Montaña; que todos
admiramos, quizá, pero que un poco escapan a nuestras posibilidades de realización y de
conducta, porque no nos hemos hecho dóciles hasta la muerte en las manos de Dios.

Hemos dicho prudencia, justicia, fortaleza y templanza. La prudencia —auriga virtutum la


llamaban los griegos— podríamos decir que es la virtud de gobierno, la virtud de la previsión; la
virtud que adecúa nuestra conducta a los fines específicos que en cada caso perseguimos, de
acuerdo con el fin integral del hombre, justo y armonioso. Si la vida de un hombre está llamada,
digamos, por una fuerte vocación estética, será prudente en este hombre organizar su conducta, su
comportamiento social, su trabajo, de modo tal que tendiendo todas las acciones a favorecer e
impulsar esa vocación que es pivote y sentido de su tarea, se integren con coherencia en la escala
total de los bienes; es decir que sirviendo la idea creadora de lo bello, esta idea coincida con la
idea de lo bueno y lo verdadero. En otro ejemplo, será prudente el hombre de vocación política,
cuando sepa auscultar y comprender en la sugestión crepuscular de las ciencias históricas
—sometidas a las supremas normas de la moralidad— el desarrollo táctico e ideal de los
acontecimientos, y los conduzca, por ese conocimiento, al cumplimiento del bien común. Todo
eso en el orden natural. Pero si se trata de la virtud infusa de la prudencia las cosas son distintas;
será prudente el hombre que encuentre en su vida los caminos que le conduzcan concretamente, en
cada situación, a una mayor fidelidad, a una mayor radicación en la vida de Cristo, por cualquiera
de las vías que sus deberes de estado le propongan. Será prudente aquel hombre que comprenda
cómo es importante perder todos los reinos de la tierra, para ganar el reino de Dios.

Y será justo —poseerá la virtud infusa de la justicia— no aquél que haga de su vida una especie de
organismo contable, sino aquél cuya justicia se alimente de otra más alta y más tiernamente
incomprensible: la justicia de Cristo, para la cual, la mayoría de las veces, no tenemos siempre
listo un blando corazón de carne en lugar del duro corazón de piedra que Dios quiere mudar en
nosotros. “Buscad primero el reino de Dios y su justicia”. Acordáos de la parábola de los
viñadores. “¿Has de ser tú malo porque yo soy bueno?”. Pido perdón al decirlo pues se trata de un
modo muy personal, de una manera muy personal de intentar aproximarnos a esta idea de la
justicia; y creo no traicionar las más delicadas consecuencias que podrían extraerse de la
espiritualidad tomista, pero, para mí, cada vez que se piensa en la justicia de Nuestro Señor, debía
haber como un sabroso contacto de misterios y gozo, de resistencias y deslumbramientos,
sobreelevando la inteligencia. No sabría comprender cómo la justicia de Jesucristo, la justicia de
quien murió en la Cruz siendo Hijo de Dios, la justicia del Padre que le entregó a la ignominia
para nuestra redención, sea concebida al modo de un tratado de contabilidad. Desearía llevar
siempre, resonando en mi corazón, el Sermón de la Montaña, la primera epístola de Juan. Desearía
que todos recordáramos el frasco de perfume derramado. ¡Que todo se derrame a los pies del
Señor!; que nuestra vida sea una concreta caridad; que seamos cristianos, católicos; que seamos
tan cristianos y tan católicos como para comprender la justicia de Cristo con la adúltera. “Quien
esté libre de pecado que arroje la primera piedra”. “¿Dónde están quienes te acusaban?” “Yo
tampoco te acuso. Vete y no peques más”. Pero si a pesar del mandato del Señor, peca, hay que
perdonar de nuevo. “Señor, ¿cuántas veces pecará mi hermano contra mí y le perdonaré? ¿Hasta
siete veces?” Jesús le dijo: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mat.
XVIII, 22). Si no sabemos perdonar así, como quiere el Señor, setenta veces siete, es decir,
siempre, entonces somos nosotros los fariseos hipócritas del Evangelio.

Esto para la justicia. Y para la fortaleza algo más; ya sabemos que la fortaleza es aquella virtud
por la cual moderamos el apetito irascible, sujetando y dirigiendo pasiones como la esperanza, la
audacia, el temor, la ira. Pero la fortaleza infusa es distinta de todo esto. Será más profunda
cuando venga acompañada, dialécticamente, por esa suprema debilidad del cristiano frente a su
Dios. Y frente a su prójimo, porque en el prójimo vive, actual y luminosa, la verdad de Cristo. En
la fortaleza infusa juega un rol especialísimo, mucho más acentuado que en la natural, una pasión
mixta como la misericordia. Y ella nos abre para el enjuiciamiento del mal en cuanto no ser,
salvando el ser que funda y constituye toda naturaleza. De allí la buena disposición para con los
demás, nuestros hermanos en la voluntad redentora del Señor. No nos olvidemos de Pablo: “Dad
hospitalidad a los extraños. Ved que muchos, por hacerlo, hospedaron a los ángeles”. La fortaleza
del cristiano es fuerte como el diamante frente al pecado, y es tierna como la rosa para la caridad.
Cuando los cielos más altos eran para su vida una claridad y un horizonte abiertos, S. Juan
balbucía, hablando a los cristianos, e insistía: Hijitos, no pequéis. Y S. Esteban, infinitamente
fuerte en la fe, murió de rodillas, apedreado por la turba, mientras rogaba: “Señor, no les imputes
este pecado”. Para esta dialéctica entre fuerza y caridad, fuerza y delicadeza, hay una norma
infalible: suaviter et fortiter —como dice la Sabiduría (Sabiduría VIII, 1).

Y por último tendríamos la templanza, virtud moderadora del apetito concupiscible. Ustedes lo
saben, hay una virtud natural, un sentido de la armonía, que nos hace equilibrar nuestros deseos en
el orden del bien sensible; que nos hace movernos ajustada y eficientemente con la circunstancia
ofrecida a nuestro apetito. Esta es la templanza. Como partes de la templanza podemos considerar
la sobriedad, la castidad y otras. Y, como virtud anexa, la humildad, de la que quisiéramos decir
unas palabras, pues ella se coloca en el orden de las virtudes fundamentales. No olvidemos que el
pecado por antonomasia es el orgullo, su vicio opuesto, y que el misterio de la Encarnación, sobre
todo, está unido con un acto de humildad. Por eso no nos referimos aquí a la falsa humildad
escrupulosa, no nos referimos a los humildes que andan hablando de la humildad y andan
queriendo que los alaben porque son humildes. En este caso se trata de una distinta vanidad
personal, más sutil, más desfigurada que la vanidad corriente. Nuestra humildad es aquella cuyos
arquetipos se alcanzan en Jesús y en María. María dice: “Ecce ancilia Domini, fiat mihi secundum
verbum tuum”. Que se hagan en mí las cosas según lo que tú dispongas, debemos contestar todos
los días. Pero también María: “Magnificat anima mea Dominum… quia respexit humilitatem
ancillae suae; ecce enim ex hoc beatam me dicent omnes generationes”. Sí, que se haga en ella su
Voluntad; y si en su misericordia, en su justicia y en su ciencia, quiere que la llamen
bienaventurada todas las generaciones, sin negarse. No negarse a ser lámpara de su gracia, cuando
Él lo quiere. Precisamente la humildad no es la negación de lo que es. No queremos ser una nada
en cuanto hijos del Padre, sino en cuanto hijos del pecado. En cuanto hijos de Dios, en cuanto
“consortes divinae naturae”, todos los días nos orientamos según la norma suprema para la
humildad mansa, fuerte y constructiva del cristiano: “Fíat voluntas tua sicut in coelo et in terra”.

Con esta idea de la humildad quisiera vincular un poco, si se me perdona, unas palabras de Juan el
Bautista ante Cristo: “mi gozo es completo. Conviene que El crezca para que yo mengüe” (Juan
III, 30). Aquí echa sus raíces el sentido de la oblación, tan hermoso en resonancias espirituales. La
humildad —conviene que El crezca para que yo mengüe— importa dialécticamente un infinito
crecimiento en cuanto me oblo a Cristo, y ya no soy yo quien vivo sino que es Cristo quien vive
en mí. El crece, pero con El y en El crece todo el mundo y sus cosas. “Todo lo atraeré hacia mí”.
(Alguna vez intentaremos ver toda la amplitud de este pensamiento en algunos textos patrísticos,
Dios mediante).

Hay, pues, un organismo; un estatuto natural de la persona humana y en su centro más secreto otro
incluido organismo de la gracia. Esta es nuestra diferencia con aquéllos que creen en la
imputación externa de los méritos de Cristo. Nosotros no creemos que la gracia del Señor actúe al
modo de un sudario, cubriendo nuestros pecados y salvándonos en cuanto pecadores. Nosotros
creemos en la justificación, somos puestos, por Cristo, en un nuevo estatuto de justicia, movido
por la caridad, pero lo somos desde dentro. Por eso pedimos todos los días en la misa un cambio,
una transformación, una limpieza: Munda cor meum ac labia mea, omnipotens Deus.
Hasta ahora tenemos la gracia actuando como una cualidad sobrenatural en la esencia constitutiva
del hombre. Y tenemos las virtudes: tres teologales porque tienen a Dios por objeto; a Dios visto
en sus misterios en cuanto Dios. Deitas sub ratione Deitatis. Y tenemos las virtudes morales
infusas, como fuerzas que nos posibilitan el uso instrumental del mundo en función de Dios y su
Gloria; en función de nuestra beatitud en Dios. Por estas últimas virtudes infusas, el hombre se
perfecciona bajo el impulso de la razón sobrenaturalizada por las tres primeras: fe, esperanza y
caridad.

Pero tenemos más: los tomistas decimos que sembrados con la gracia santificante hay unos
gérmenes que permanecen en el alma y afloran, paulatinamente, en la medida de nuestra caridad:
son los Dones del Espíritu Santo. Nos referimos a ciertas potencias de operación cuya
característica no es ya actuar desde nosotros mismos, al modo que lo hacen las virtudes, sino
desde Dios, ultra humanum modum. “Dona a virtutibus distinguuntur in hoc quod virtutes
perficiunt ad actus modo humano, sed dona ultra humanum modum” (III Sent. dist. XXXIV, q. I,
a. I; S. Teol. I-II, q. 68). Aquí se cumplen las palabras del Salvador: “El Espíritu Santo, que el
Padre os enviará en mi nombre, os enseñará todas las cosas”. Ahora somos conducidos,
adoctrinados por el Espíritu de Dios. Los dones despiertan en nuestras almas, un día,
imprevistamente, porque nuestra caridad se ha vuelto adulta, profunda y radical. Y ese día alguien
tiene la dicha de experimentar cómo, de pronto, todos los cielos de la Promesa comienzan a ser
una realidad en su alma. Hay en él una vida que no es la suya. Hay una manera de comprender las
cosas que no es propia. Todas las cosas son más buenas, más bellas, más iluminadas. Todo lo que
hay es vestigia Dei, desde el árbol con sus trinos hasta la flor con sus canteros. Entonces podemos
enumerar las cosas, con el salmista, y pedirles que canten la alabanza de Dios: Montes y collados
todos; árboles con frutos y vosotros, todos los cedros, alabad al Señor (Salm. 149, 9). O con los
jóvenes de Babilonia: Benedicite omnia opera Domini, Domino. Todas las obras de Dios,
bendecid al Señor (Daniel III, 56).

Los dones actúan perfeccionando a las virtudes. Unos miran a las virtudes teologales; otros a las
virtudes morales infusas. La Teología de los Dones tiene su fundamento en la Revelación del
Antiguo Testamento, cuando Isaías dice: “Y saldrá un renuevo del tronco de Jesé, y de su raíz se
elevará una flor. Y reposará sobre El (el Cristo) el Espíritu del Señor, Espíritu de sabiduría y de
entendimiento, Espíritu de consejo y de fortaleza, Espíritu de ciencia y de piedad. Y estará lleno
del Espíritu de temor de Dios” (XI, 1-2-3).

Podemos clasificar los dones, que están en conexión con la caridad, según la jerarquía misma de
Isaías, partiendo del don de temor y especificando, aunque muy someramente, las virtudes que
perfecciona.

Para el Salmista (Salmo 110, 9) “initium sapientiae timor Domini”: el temor de Dios es el
principio de la Sabiduría (II-II, q. 19, a. 7). Por este Don el Espíritu Santo nos introduce en su
modo de obrar a lo divino. Claro, aquí no se trata del temor servil, del espanto tan típico en el
luteranismo y el jansenismo, antes la Majestas de Dios. Se trata de algo más simple y más
profundo. Del temor que tiene un buen hijo ante un buen Padre. Del temor que nos hace temblar
ante el pecado no sólo por la idea de que el pecado desencadena una respuesta ontológica
—la respuesta del castigo—, sino porque en la medida en que el pecado penetra en nuestros
corazones, nosotros comprendemos que la suprema belleza, el bien supremo y la suprema verdad,
presentes en el corazón cristiano, se alejan paulatinamente de nuestra vida. Hay aquí, no sé cómo
decirlo, una tristeza y una nostalgia, un amoroso temor; ese saber que Dios es bueno, infinitamente
misericordioso y que nosotros llevamos dentro nuestro, como plomo en el ala, una escondida
deslealtad. Una pronta y escondida traición que se levanta contra su misericordia. Por este Don,
las gentes que vivían de Cristo, esas gentes que tuvieron la suprema felicidad de verle, de fundirse
y perderse en su presencia inenarrable, “le seguían con amor y temblor”. Y le amaban, temiendo
perderle, porque Él era el Camino, la Verdad y la Vida. Hay palabras que no pueden cambiarse:
“¡Señor, cómo hemos de dejarte si tú tienes palabras de vida eterna!”

A veces, uno siente este temor como una cosa muy viva, muy íntima, muy personal. Es raro, a
veces se lo siente en el pleno y silencioso júbilo de la Eucaristía; incluso en el momento mismo de
la Consagración. Pensamos en El que desciende ahora de los cielos, o en El cuándo su andar
concreto por los caminos de Galilea. Pensamos en la tierra que sostuvo su peso y en los árboles
que le dieron su sombra; en la gozosa expectación de los ríos por apagar su sed. Pensamos que
también nosotros podríamos decir: “si tocara tan sólo sus vestidos seré salvo”, y, de pronto, en el
centro de nuestro abandono, en la pulpa de nuestra adhesión tan real, tan cercana —en nuestro
recibir el Pan y crecer con él hasta el infinito—, hay un pensamiento: la idea de que nosotros
podemos perder esa presencia; que esa presencia puede alejarse, podemos alejarla por nuestra
infidelidad. Y uno siente una suprema tristeza, una vergüenza suprema. Quisiéramos pedir una
confirmación y una gracia definitivas. Lo hacemos ante María: Santa María, ruega por nosotros,
ahora y en la hora de nuestra muerte. Es decir, ruega siempre por nosotros, Virgen María.

Por este don es perfeccionada la templanza ya que el Don tiende a Dios en un acto reverencial y
como consecuencia del mismo hay una dialéctica moderación de las pasiones (II-II, q. 141, a. 1, ad
3; II-II, q. 19). Se vincula con la esperanza, además, en cuanto se refiere al objeto del temor,
evitando la presunción.

Pero, si por el Don de temor hay aquella tristeza que vive en nosotros, por el Don de piedad, que
perfecciona la virtud de religión (anexa a la justicia en cuanto da a Dios aquello que se le debe),
Dios es visto no sólo en su formalidad de principio frente al cual hay el débito natural del
acatamiento; incluso no sólo en la formalidad de su justicia (al modo humano de entender la
justicia), sino también en su formalidad sobrenatural de Padre (II-II, q. 123, a. I), según le plugo a
su infinita misericordia constituirse en el orden de la Encarnación, dándonos a su Hijo para la
remisión de nuestros pecados. Por eso podemos decir con Pablo: “Accepistis spiritum adoptionis
filiorum, in quo clamamus: ¡Abba-Pater!”. Aquí hay una actitud que domina toda vida religiosa:
manifestar el culto de Dios en cuanto culto de carácter filial. Ahora, en cuanto la Vida del Padre y
su Misericordia sólo es revelada y se encuentra en el Hijo (sin Mí, nada podréis hacer), aquel culto
fundado en la filialidad, implica la confianza y el abandono en las manos de Cristo; es el ser fiel
hasta la muerte respondiendo a Su llamado: “Venid a Mí los que estéis cargados y abatidos que Yo
os aliviaré”. Por el Don de piedad comprendemos, en la media luz de la fe y la caridad, el misterio
de la mediación, sabemos que sólo somos de Dios y llegamos a Dios en la medida en que somos
de Cristo y llegamos a Cristo. Incluso la adhesión a María, como Medianera de todas las gracias,
es confirmada y robustecida por este don del Espíritu cuyo objeto preciso sería perfeccionar la
virtud de religión, según el reordenamiento que mira a la vida eterna, cumplido por la mediación
del Hijo.

Pero si el Don de piedad quiere hacer de nosotros hijos de Dios por la virtud de Cristo, no
olvidemos que esta filiación está determinada por el cumplimiento de su palabra, que funda la
nueva ley, y que ese cumplimiento pide una capacidad: la capacidad de discernir, juzgando, entre
lo que es de Dios, lo que a Dios lleva, y lo que no siendo de Dios de Él nos aleja, desde el punto
de vista de la Revelación y de su promesa. Por eso para S. Tomas, este Don nos enseña a conocer
lo que debe o no creerse en cuanto a la funcionalidad de las cosas creadas en su orientación hacia
el Dios de la gracia. Estamos, pues, ante el Don de ciencia (II-II, q. 9) por el cual todo lo que hay
es visto como abertura y acceso al destino sobrenatural que se nos ofrece. Encontrar el sentido de
la remisión a la vida eterna en el tesoro de lo revelado, como un redressement de la inteligencia,
como una trascendencia; como un trascender todas las huellas de lo creado para beber en la fuente:
Sicut servus ad fontes sitivit ad te anima mea; he aquí el conocimiento que obtenemos por este
Don.

Por último diremos que la ciencia prometida en la mentira —aquello del “seréis como dioses si
coméis del fruto de este árbol”—, se alcanza paradojalmente por este don. El Don de ciencia hace
conocer y discernir y apartar el bien del mal, dotando a la discursividad racional de una especie de
instinto que trabaja para la eternidad. Por eso, en cuanto conocimiento, perfecciona la virtud
teologal de fe; origen de todo conocimiento humano referido a los misterios propios de Dios y a
los secretos de su Providencia.

Prolongando el organismo de los dones tenemos, más allá del Don de ciencia —según nuestra
perspectiva— el Don de fortaleza (II-II, q. 139 y 140). Una cosa es saber lo que es bueno y lo que
es malo en función de la vida eterna, lo que acerca y lo que aleja de Dios; y otra, muy distinta,
poner la obra que empuja y ayuda la realización del bien concreto, o evita el mal. Esta dialéctica
del saber y el obrar tal vez consiga su sentido más delicado y más profundo, también con Pablo:
“Quod enim operor, non intelligo, non enim quod volo bonum, hoc ago: sed quod odi malum, illud
Facio” (Rom. VII, 15). Vemos y sabemos, muchas veces, lo mejor y qué es lo mejor, y, sin
embargo, nos faltan las fuerzas para seguirlo. Claro que la virtud de fortaleza que florece bajo la
moción del Espíritu, es otra que la fortaleza como virtud natural y aún como virtud infusa. Por la
primera somos fuertes en el sentido que llamaríamos integrador de la vida natural, nos referimos
con ella al temple y a la riqueza interior para mantener la arquitectura noblemente levantada de la
conducta que justifica una vida digna, en la medida en que los más altos valores de la inteligencia
y la voluntad le dan su telos, su orden y su destino. Por la segunda, instrumentalmente, ponemos
todas nuestras obras al servicio de Dios visto en su estatuto sobrenatural específico, limitándose
aquí, la infusión de la virtud, a los límites esenciales de nuestra naturaleza, aunque ella no sea
natural. Pero por el Don del Espíritu Santo hay una cosa totalmente distinta; soy yo el fuerte por
mí mismo ni lo soy con la ayuda de Dios: es Cristo quien se hace fuerte en mí; es su virtud —su
Espíritu—, el Espíritu de Dios, el que maneja mi debilidad y de mi debilidad hace fortaleza. Aquí
se trata de la fuerza divina actuando en el hombre, desde sí misma. La historia de los mártires es la
historia de esta fuerza, pero también lo es la historia cuotidiana de una batalla por la perfección, en
la que Dios es el oculto y misterioso constructor de todas las victorias. Hoy, quizá como nunca,
debemos pedir la gracia de este Don. Debemos ser fuertes, en el heroísmo espectacular, en las
obras de supererogación, pero también fuertes en la paciencia, en la seguridad, en el juicio
práctico que alimenta nuestras decisiones de todos los días y nos defiende en un combate que no
está dirigido solamente contra las tendencias desordenadas de la irascibilidad, sino también
“contra los espíritus del mal que andan por este aire”, como decía S. Pablo (Ef. VI, 10).

Y para no precipitarnos en el juicio que desata el obrar, un nuevo Don, esta vez perfeccionando la
virtud de prudencia, se agrega al organismo de la gracia: el Don de consejo (II-II, q. 52). Por este
Don alcanzamos, esa simplicidad del asentimiento sabio que nos hace, según la hermosa palabra
de Cristo, “mansos como las palomas y sagaces como las serpientes”. Conocemos con él, en una
especie de intuición judicativa con orden a la acción, lo que está directamente promoviendo en
nosotros la vida eterna. Ilumina el juicio práctico y hace que aún en el claroscuro de una
enigmática comprensión intelectual, actuemos con esa conmovedora profundidad con que sólo
actúan los Santos. No hace falta que pongamos nuestro saber, para sortear aquí los escollos y
trabajar en la línea de Dios. El Señor decía: quién no recoge conmigo, desparrama. Por el Don de
consejo recogemos, siempre, sin saberlo, a veces. Es el Espíritu Santo quien habla por la boca del
fiel: “Cum autem tradent vos, nolite cogitare quomodo aut quid loquamini; dabitur enim vobis in
illa hora, quid loquamini. Non enim vos estis qui loquimini, sed Spiritus Patris vestri qui loquitar
in vobis” (Mat. X, 19-20).

Con este Don vincúlase, también, lo que en espiritualidad llámase discernimiento de espíritus tan
fundamental e indispensable en la dirección de almas. Saber cuándo y cómo es Dios quien inspira
ciertos actos, conocer los árboles por sus frutos, distinguir a los falsos profetas, a todos estos
profetas que andan por el mundo prometiendo el reino de Dios sin Cristo, la más triste blasfemia
que pueden proferir labios humanos; todo esto es infundido, puesto en marcha y perfeccionado por
el Don de consejo.

Finalmente, y como plenitud y florecimiento de este orden sobrenatural que el Espíritu Santo
deposita en nuestra alma, tenemos los dones de inteligencia y sabiduría (II-II, q. 8; II_II, 45). El
primero mira a la virtud teologal de fe, el segundo a la caridad. Si por la fe adherimos al
testimonio de la Revelación en tanto es Dios quien revela y pide el asentimiento, por el Dios de
inteligencia —especie de sentido iluminador— esta adhesión se prolonga en penetración,
actualizando para lo sobrenatural, aquello que inteligencia significa: intus legere, lectura y
transparencia y visión interior de ese orden. Hay aquí, pues, por la docilidad al Espíritu, un
proceso de aprehensión en el que se horada el testimonio de Dios para captar su sentido, sus
implícitas ultimidades. Hay un captar unitivo, un abandonarse a la palabra de Dios y un
comprender desde dentro la actualidad y la virtualidad de la Escritura, la Tradición y el
Magisterio. Mientras más presente se torna este Don, más agudo va tornándose el acto de fe, como
una filosa proa de Dios en nosotros que nos abre el maravilloso mundo de Dios y sus cosas. En el
acto de fe iluminado por el Don de inteligencia, no tenemos, al conocer los misterios de salud
reservados al cristiano, la luz propia del conocimiento natural, ni la adhesión obscura y
enigmática, aunque cierta y definitiva, de la fe. El conocimiento está, en este caso, entre el de la fe
y el de la sabiduría, que luego mencionaremos. Ahora, que semejante penetración en los misterios
de lo revelado, pues aquí nos referimos a Dios en cuanto se manifiesta de modo sobrenatural, no
se consigue sino por una humildad muy desasida. Esta es una inteligencia que en distintos grados
puede tener el teólogo, y aún el filósofo, en cuanto cristiano; pero también puede tenerla el fiel, el
más pequeño de todos, que ve cómo las verdades de la promesa están ahora mismo orientadas
hacia la vida de Cristo, que le llama.

Pero, más allá, en el más alto grado de esta inteligencia, ella pide serlo y es cumplida y
sobreelevada por un nuevo Don: el Don de Sabiduría. La Sabiduría, si bien mira a la caridad, y por
ésta al orden del querer, dice mención formal a la inteligencia, pues saber una cosa es entenderla
y, quien entiende, lo hace por la inteligencia (II-II, q. 45). Yo quisiera decir que siendo la caridad
aquella virtud por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas y a todas las cosas por amor de
Dios —al prójimo en primer lugar—, el Don de Sabiduría es una cualidad por la cual obtenemos
cierta inteligencia de nuestro amor, desde la causa última del amor, desde Dios mismo, desde Dios
que es el Amor. Aquí, inteligencia y voluntad se funden y confunden en el objeto propio de la
beatitud. Tanquerey, para establecer las características del Don de Sabiduría en relación con el de
inteligencia, que también nos hace conocer a Dios, dice que mientras éste es una mirada del
espíritu, es decir un ver a Dios, una especie de horizonte y de luz, la sabiduría es una experiencia
del corazón; más que una luz o un horizonte, es una similitud. Creciendo el Don de Sabiduría,
precisamente, nos hacemos perfectos —como el Padre que está en los cielos—, porque le
gustamos desde su plenitud, desde el pleroma divino —como dirían los Padres Griegos—
haciendo alusión al Espíritu Santo. Por él, el hacernos partícipes de la naturaleza divina (II Pedro
1-4), en cuanto participación que importa theosis, deificación, alcanza su epifanía. Hay una
actitud, una docilidad tan perfecta, que nos hace concluir en todas las cosas un conocimiento
“propter connaturalitatem”, por adherencia, semejanza e identidad, según los principios divinos
(II-II, q. 45, a. 2, i. c.). Es el saber sabroso de que hablan los místicos, balbuciendo.

Ahora bien, cuando el organismo de los dones, que se inicia con el temor de Dios y florece con la
sabiduría, nos ha constituido en un seguro abandono a la moción del Espíritu Santo; cuando los
dones son el principio de la acción y la inteligencia en nosotros, y nos comportamos en orden a
Dios de un modo más bien pasivo —en cuanto es el Espíritu quien inicia y termina en nosotros su
obra—, entonces, las potencias operativas, las virtudes teologales y morales, los dones infusos,
dan de sí, como los tallos revientan en flor o como las flores se cierran en frutos, ciertos actos,
diría una continuada y activa presencia del Amor divino en nosotros. Son los frutos del Espíritu
que decía S. Pablo: “Los frutos del Espíritu son: amor, gozo, paz, paciencia, longanimidad,
benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, modestia, continencia, templanza” (Gál. V, 22-23).

Para S. Tomás los frutos son obras, actos, en los cuales el hombre cristiano encuentra su deleite (I-
II, q. 70, a. i, ad, 2 in fine). Es decir, que cuando las capacidades operativas de los dones y virtudes
se tornan hábitos vivientes, modos connaturales de obrar, acceso habitual a la obediencia y lealtad
frente a las mociones divinas, entonces nuestra vida se vuelve cada vez más un andar y un acceder,
un decir que si, cada momento más profundo y delicado, a la vida de Dios que se aposenta en
nosotros.

Nunca como en este problema, por otra parte, se ve con tanta claridad el desarrollo de la teología
tomista en función de una arquitectura total, armoniosa, bellamente intelectualizada. Y nunca se
vería con mayor claridad, tal vez, el acierto de la interpretación propuesta por el P. Manser cuando
dice que el pensamiento tomista puede reducirse y resolverse en dos nociones centrales que están a
la base de su concepción óntico-ontológica de la realidad: las nociones de acto y potencia. En
efecto, si las virtudes infusas, sean teologales o morales, se comportan a la manera de hábitos
especificados por un nuevo estatuto existencial —el estatuto de la gracia santificante que mira a la
vida eterna—, los frutos del Espíritu Santo deben entenderse a la manera de actos relacionados
con aquellas potencias. Por eso se los llama frutos —o flores si se los ve desde otro punto de vista
—, como sugiere tan delicadamente S. Tomas. Frutos si los consideramos en función de nuestra
perfección ahora y aquí, en cuanto viadores sujetos a una acción del Espíritu Santo; flores si
pensamos en su ordenación trascendental a la vida eterna (I-II, q. 70, a. i, ad Ium).

Quisiéramos recapitular lo dicho: en la medida en que podemos obrar con miras a la vida eterna,
este poder obrar, estas posibilidades y la capacidad correlativa, son llamadas virtudes o dones, y lo
son en verdad; pero cuando estos dones se han puesto en la luz, cuando mi acción se mueve bajo
el impulso silencioso y eficaz, del organismo sobrenatural, concretándose en la realidad, entonces,
esa concreción, esa actualidad, esa presencia, es llamada acto y fruto en relación a sus potencias
antecedentes. Y estos frutos, por los cuales la vida eterna se adelanta hacia nosotros en el tiempo,
importan una gradual asimilación de la beatitud (quaedam inchoatio beatitudinis in nobis);
enumerándose, según la tradición agustiniana, en los ya citados de S. Pablo y en las
Bienaventuranzas predicadas por el Señor en el Sermón de la Montaña. Entre ambos, frutos y
bienaventuranzas, sólo hay una diferencia de perfección (I-II, q. 70, a. 2, ad. 2).

Es claro que la presencia de los frutos y bienaventuranzas no es la vida eterna. Pero es su


incoación con algo más que lo presente en la gracia santificante tomada en su idea inicial de
estatuto básico para la unión con Dios. Es su acrecentamiento, su desarrollo, un contacto y un
gusto misterioso y enriquecido de su presencia. En el peregrinaje del cristiano hacia su Dios y su
sueño, en este andar hacia el fin —gressibus amoris, con pasos de amor como diría S. Gregorio—
los frutos y las bienaventuranzas importan cierta densificación, cierta conmovedora concreción,
diría carnalización de la gracia; o espiritualización y deificación de la carne. Entonces ya no
hablamos de la paz como una idea abstracta, somos la paz; la paz es en nosotros como una
contagiosa irradiación; ya no hablamos del júbilo o de la esperanza, el júbilo está presente en
nuestros ojos, puesto que “ad amorem autem caritatis ex necessitate sequitur gaudium” (I-II, q.
70, a. 3, i. c.). De nuestro amor de caridad, necesariamente se sigue la alegría, en insuperables
palabras tomistas. Y más: en nuestros ojos se cumple el misterio anunciado por Jesús: “Lámpara
de tu cuerpo es tu ojo. Si tu ojo fuere sencillo todo tu cuerpo estará iluminado” (Mat. VI. 22). Las
gentes, nosotros, cuando encontramos a este cristiano en el que vive la caridad, canta el júbilo y
toda la existencia se dulfica por su paz, su bondad, su mansedumbre y su pureza, comprendemos
la realidad de la promesa evangélica. Y comprendemos más: mientras crece la perfección hay
coros, potestades, misterios que cantan la salud de Cristo en el cuerpo de sus hijos: Glorificate et
portate Deum in corpore vestro.

Y hay un primero, un último, un enigmático y luminoso secreto del cual casi no pueden hablar los
labios humanos. Hay la augusta Trinidad habitando en nosotros. No puede decirse; los abismos y
los vértigos del amor infinito viven en nuestra alma; podemos vivir en el recogimiento, en la
soledad, en la pobreza y en la muerte. El contemplativo pasa entonces como una sombra de luz por
los caminos del mundo portador de una realidad ante la cual caen de rodillas los cielos con sus
cosas. Todo está, ahora, maduro, y nacen en los corazones algunos grandes e inexpresables
amores; algunas grandes ternuras: el amor y la ternura por María. El número de las letanías puede
por eso llenar el espacio infinito que va de la vía a la Patria: Virgo fidelis - Virgo humillima - Sede
de la Sabiduría - Estrella de la mañana.

Luego se cierran los labios humanos pues es Cristo quien explica y adelanta su último amor, su
más alta promesa para los hombres: “Yo rogaré al Padre y os dará otro Consolador, para que esté
con vosotros eternamente, a saber: el Espíritu de verdad a quien el mundo no puede recibir, porque
no le ve ni le conoce; pero vosotros le conoceréis porque morará con vosotros. Aún resta un poco
de tiempo después del cual el mundo ya no me verá. Pero vosotros me veréis porque yo vivo y
vosotros viviréis. En aquel día conoceréis que yo estoy en mi Padre y que vosotros estáis en Mí y
Yo en vosotros. Quien ha recibido mis mandamientos y los observa, ése es el que me ama. Y el
que me ama será amado de mi Padre y Yo le amaré y Yo mismo me manifestaré a él. Cualquiera
que me ama observará mi doctrina y mi Padre le amará y vendremos a ti y en él haremos nuestra
morada" (Juan XVI, 16-24).

Y nosotros a la distancia, pero cercanos, fuertes en la fe, alegres en la esperanza, pidiendo la


caridad, repetimos con el discípulo amado en la confianza de una definitiva epifanía cuyo sabor ya
se ha iniciado en nosotros: “El que da testimonio de estas cosas dice: Ciertamente Yo vengo
pronto”.

¡Ven, Señor Jesús! I

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