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Las hadas de la verdad

La dulce gacela deseaba ganarse la estima del león, el majestuoso rey


de la selva. Por tanto, pensó acudir, junto a otros animales, a la
fastuosa guarida que lo hospedaba.
Quería preguntarle cómo ella y los demás súbditos deberían
comportarse para ser dignos de estar en el mundo. Los animales
acogieron con entusiasmo la propuesta: todos querían ser valientes y
muy queridos. Todos querían ganarse la estima del rey. Sólo el viejo
búho no podía unirse al grupo porque la expedición se produciría de día
y él, de día, sobre todo desde que era anciano, no conseguía
desplazarse. Sin embargo, recomendó a todos que le explicaran
inmediatamente lo que les dijera el león, porque era viejo y, por tanto,
también bastante sabio para saber que en la vida siempre hay algo que
aprender y que siempre hay una oportunidad para ser mejores.
Por tanto, los animales pidieron audiencia a su rey, que era muy
magnánimo y justo y que, por tanto, aceptó. Juntos, delante de su
guarida, alguien tenía que expresar el motivo de la visita. Y la gacela
habló por todos:
“León, tú que eres nuestro rey y tienes un gran espíritu de la justicia y
una aguda inteligencia; dinos qué tendríamos que hacer para ganar tu
estima y poder movernos con la cabeza muy alta. ¿Qué características
tenemos que tener? ¿Cómo debemos actuar?”.
El león habló durante un buen rato: sugirió miles de comportamientos
sabios, describió la esencia de la justicia, de la honestidad, de la lealtad.
Se explayó explicando qué comportamientos eran los más idóneos para
ganarse el afecto de los amigos y el consenso de los superiores. Los
súbditos escuchaban atentos. Después, el león concluyó recomendando
hacer un tesoro de sus palabras. Los animales volvieron a la selva y
fueron corriendo a ver al búho que les esperaba impaciente. Cuando lo
encontraron, empezaron a contarle todos juntos el larguísimo discurso
del rey, provocándole una terrible confusión. Estaban alborotados, se
quitaban la palabra, los argumentos se agolpaban y las voces se
amontonaban. En un momento dado, el búho se enfadó:
“Por favor”, gritó, “hablar uno cada vez. ¡De lo contrario, no entiendo
absolutamente nada!”.
El águila fue la primera en tomar la palabra:
“El rey ha dicho que la verdadera sabiduría se puede cultivar sólo en la
soledad, en el silencio, lejos del alboroto y las aglomeraciones. Sólo
quien es capaz de separarse de vez en cuando del mundo y de aislarse
para pensar y reflexionar puede conseguir el equilibrio interior”.
Inmediatamente después habló el perro:
“Según el león, la fidelidad y la obediencia al amo son las mejores
características que se pueden tener. Quien obedece contento es quien
mejor justifica su existencia. Además, quien nunca traiciona obtiene la
mejor fama que se pueda desear”.
“Perfecto”, dijo el búho, “ahora me gustaría oír a la gacela”.
“La discreción”, dijo la gacela, artífice de la iniciativa de ir a visitar al
rey, “es la capacidad de permanecer apartado, sabiendo qué se tiene
que hacer con alguien más fuerte. El león considera la discreción como
una de las mejores dotes”.
“Muy bien”, comentó el búho e invitó a hablar al lirón.
“El león cree que pasar muchas horas durmiendo”, dijo el lirón, “es una
buena forma de afrontar la vida. Mientras se duerme, nos regeneramos
y al mismo tiempo no podemos cometer malas acciones”.
“Lo entiendo”, dijo el búho y pidió al zorro que le contase algún
fragmento del discurso del rey.
“El león”, explicó el zorro, “ha subrayado que la agudeza mental ayuda
a vivir mejor y que un poco de astucia es un ingrediente fundamental
para ocupar dignamente un lugar en este mundo”.
“Ahora me gustaría oír a la babosa”, dijo el búho y ésta respondió:
“Quien va despacio, llega muy lejos. El rey ha subrayado la importancia
que tiene no ir siempre deprisa si se quieren hacer las cosas bien”.
“Muy bien”, dijo el búho. “Ninguno de vosotros me ha engañado, pero
cada uno de vosotros me ha contado lo que a él le ha gustado más oír”.
Por tanto, sacudiendo la cabeza como signo de insatisfacción, el búho
se alejó.

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