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El nacimiento de las mariposas

Hace muchos, muchísimos años, una numerosa familia de orugas se


trasladó hasta una plantita de lechuga que crecía en la granja de un
señor que se llamaba José.
Estaban a punto de empezar el banquete con aquel delicioso manjar
(para las orugas la lechuga es como para nosotros un helado de nata y
chocolate), cuando llegó José. El granjero, cuando vio a aquellos
miserables seres que se arrastraban y que se disponían a comerse su
lechuga, dejándole sólo algún resto agujereado, se enfadó y, sin
pensarlo demasiado, se abalanzó para exterminarlos. Mientras las
orugas, ignorantes, se comían la lechuga y el hortelano José pensaba en
la manera de suprimirlas de un solo golpe, vio, en los aledaños del
huerto, a un viejo pordiosero. Era un hombre muy pobre, que no tenía
absolutamente nada, excepto los harapos que llevaba. No tenía casa,
no tenía dinero, no tenía ningún objeto personal, ni siquiera una
maquinilla para quitarse la barba, y no tenía medios para desplazarse,
ni siquiera una bicicleta. Sólo tenía nombre: Romero. Romero miró a
José, después miró a las orugas y comprendió la intención del
hortelano. No hubiera sabido decir por qué, pero, de repente, sintió
una compasión infinita por aquellas pobres criaturas, pobres como él,
sobre las que estaba a punto de caer la ira del hortelano. Se armó de
valor, se acercó al hombre y le dijo:
“Soy un mendigo y te pido una limosna. Regálame estas orugas.
Dámelas a mí que no tengo nada”.
En un primer momento, José le miró, le escuchó sorprendido y, cuando
oyó la modesta petición, decidió contentar al mendigo. Había matado
dos pájaros de un tiro: se había librado de las orugas, sin ni siquiera
haberse molestado en matarlas, y había tenido un gesto de
generosidad. Y los gestos de generosidad, él lo sabía bien, antes o
después, le pagarían con intereses.
“Muy bien”, dijo José a Romero. “Cógelas todas”.
Romero, con gran delicadeza, cogió entre sus sucios dedos a toda la
familia de orugas y se alejó de la huerta, dando las gracias al hortelano.
Tenía hambre y la garganta seca, pero nunca le hubiera pasado por la
mente pedir alguna cosa para él. Lo único que quería en aquel
momento era salvar a las orugas. Metió a sus nuevas y singulares
amigas en uno de los muchos bolsillos de su maltrecha camisa y se
dirigió hacia el pueblo. Era día de mercado y Romero debía aprovechar
aquella ocasión para conseguir un poco de dinero. Tendía la mano a la
gente que pasaba entre las paradas del mercado para comprar vasijas,
retales, fruta o dulces. Nada de nada. Nadie abrió el bolsillo para
ayudarle. Entonces, desesperado, pensando que ni siquiera ese día
conseguiría aplacar su hambre, decidió hacer una acción horrible: robar
un trozo de seda coloreada de una de las paradas del mercado. Y así lo
hizo. Alargó la mano, cogió rápidamente un gran trozo de tela, brillante
y preciosa, y se fue corriendo. Sin embargo, el propietario de la tienda
se dio cuenta de la maniobra y gritando con mucha rabia empezó a
perseguirle. Romero corrió muchísimo, corrió con todas sus fuerzas y
consiguió llegar al bosque que se encontraba en los aledaños del
pueblo. Se adentró entre los árboles, sintiendo cómo las piernas se le
doblaban a causa del esfuerzo. Se tiró al suelo, apretando entre los
dedos el pedazo de seda a cambio del cual esperaba conseguir una
buena comida y, después, vencido por el cansancio, se durmió. Pero el
comerciante había decidido no abandonar tan fácilmente su prenda:
quería alcanzar al ladrón, entregarlo a la justicia y recuperar la tela.
Mientras Romero dormía agotado, el comerciante llegó al bosque y,
chillando por la rabia que tenía en el cuerpo, continuó buscándolo.
Entonces, las orugas salieron del bolsillo de su salvador (había robado,
es cierto, pero también les había salvado la vida) y pensaron en pagarle
su deuda. Si pudieran esconder la tela, Romero estaría salvado. El
comerciante no encontraría la prenda y no le podrían acusar de nada.
Pero, ¿cómo lo podían conseguir? A la oruga más vieja se le ocurrió una
idea, que convenció a las demás. Todas juntas, febrilmente, empezaron
a morder la tela, reduciéndola a muchos minúsculos trocitos de tela.
Después, cada una de ellas se puso un par de trozos sobre la espalda,
para llevarlos lejos de Romero, en un lugar en el que el comerciante no
las pudiera encontrar, ni relacionarlas con el trozo de tela que le habían
robado. Empezaron a arrastrarse llevando en la espalda los trocitos de
tela, pero pronto se dieron cuenta de que no podían hacer un camino
tan largo. Eran muy pequeñas y débiles, y la seda, aunque ligera, era
demasiado pesada para ellas. Una tristeza infinita les invadió el
corazón: no podrían saldar su deuda, no podrían salvar a su amigo. La
oruga más vieja miró hacia arriba e invocó:
“¡Viento, amable viento, ayúdanos!”.
El viento tuvo compasión de las orugas generosas y llenas de buena
voluntad. Sopló amablemente, pero vigoroso hasta levantarlas del
suelo, para empujarlas lejos. Lo cuerpos de las orugas se movían en el
aire y sobre sus espaldas se desplegaban los trocitos de tela. Era un
espectáculo precioso. Al viento le entusiasmó este maravilloso
revoloteo. Le gustó tanto que fundió los trocitos de tela sobre el dorso
de las orugas. Así, nacieron las mariposas. Y Romero, por supuesto,
quedó a salvo.

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