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ALIMENTACIÓN Y CULTURA: REFLEXIONES DESDE LA ANTROPOLOGÍA

El artículo de Jesús Contreras aborda desde una perspectiva antropológica los


modos en que lo alimentario nos permite comprender más y mejor la cultura que
se forja a través de las relaciones, los vínculos y los hechos que se dan en una
sociedad.

Ciertamente, la cuestión de la alimentación ha tomado un protagonismo enorme


en los últimos años. Prueba de ello es que tanto el Estado como la Ciencia,
intervienen cada vez más en la alimentación, a través de discursos propios de la
economía, pero también de discursos nutricionales de carácter médico. Esta
forma de abordar la alimentación es excesivamente reduccionista, ya que
excluye y es incapaz de comprender formas de comer que se encuentren fuera
de sus parámetros. Fijémonos, como dice el autor, en las incoherencias que hay
entre la publicidad que fomenta determinados alimentos y el discurso nutricional
sobre estos. Además, tanto los datos estadísticos como los datos nutricionales
que maneja la economía y la nutrición y dietética respectivamente no reflejan de
forma significativa lo que socialmente es el alimento. En otras palabras, ni
comemos datos económicos ni tampoco nos satisfacen los aspectos
nutricionales: comer es esencialmente un acto social, es decir, su significado y
su sentido se da y ocurre con los demás.

La magnitud del acto alimenticio estriba en que es una forma de hacer y, por eso
mismo, de entender la cultura. Esta forma de proceder tiene en cuenta tres
dimensiones que, a modo de red, dan cuenta del fenómeno alimenticio como un
escenario donde se desarrollan las identificaciones socioculturales:

1) La dimensión técnico-económico-ambiental. Son las formas que permiten


a toda sociedad la producción de alimentos para ser consumidos.
2) La dimensión estructural de la sociedad. Son las formas de interacción
entre los individuos y las formas que permiten la supervivencia y
perpetuación del grupo.

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3) La dimensión ideológica. Son las formas que permiten a una sociedad
construir sus cosmovisiones y, sobre ellas, fundamentar las dimensiones
técnico-económico-ambientales y estructurales.

Comer, más allá de ser un acto puramente nutricional, define a la humanidad


como un intrincado biológico y cultural, y no porqué una sea el correlato de la
otra, sino porque inevitablemente funcionan a la vez, implicándose en lo que ha
llegado a ser hoy el ser humano.

El artículo de Contreras indaga además sobre nuestras pautas de alimentación


contemporáneas. Subraya el modo en que el proceder cultural ha contribuido a
romper una especie de sabiduría de nuestro organismo que, hasta ahora, había
regulado nuestra alimentación. En todo caso, esta ruptura del carácter cultural
de lo alimentario, que se debe en gran medida a la tecnología y a la publicidad,
tiene un correlato: el valor social del alimento natural y casero exige que ambas,
tecnología y publicidad, obedezcan a estos parámetros simbólicos de
producción. No obstante, aunque este aspecto vertebra nuestros juicios sociales
acerca de la comida, ciertamente los alimentos procesados son habituales en las
cocinas actuales. Los motivos a los que alude el autor están muy vinculados al
papel de la mujer que trabaja dentro y fuera del hogar y la consecuente búsqueda
de alimentos rápidos y que atajen eficazmente el proceso de preparación, todo
ello sumado al carácter marcadamente individualista de nuestras necesidades.

Queda claro que la producción industrial alimentaria y el compromiso de ofrecer


un buen alimento por parte de la mujer-madre genera enormes contradicciones.
Sin embargo, estas connotaciones negativas que tiene la industria alimentaria
son los juicios que de alguna manera reflejan el malestar con el que el ser
humano está viviendo las relaciones entre alimentación y cultura
contemporáneas.

Partiendo de estas cuestiones que he mencionado hasta aquí, a continuación,


trataré de reflexionar esencialmente acerca de dos aspectos íntimamente
vinculados. Cómo la alimentación, siendo una forma de aproximación a la
construcción de las identificaciones socioculturales, permite definir los contornos
del Yo en contraposición al Otro. Y sirviéndome de esta relación biológicocultural,

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trataré de ir más allá a través de una experiencia personal, la prohibición que
existe sobre el cerdo entre los musulmanes que viven en un país no musulmán,
restricción cimentada sobre la ley halal-haram1 que define lo permitido y lo
prohibido.

Fijémonos que si comer es una experiencia que contribuye enormemente a dar


sentido de grupo (tal y como se ejemplifica con la junk-food entre los
adolescentes norteamericanos), es importante considerar hasta qué punto y por
qué la alimentación l1imita y define el Yo en contraposición al Otro. Si el acto de
comer es más que meros datos, sean del tipo que sean, si es un ejercicio hecho
socialmente, implica unas relaciones con unos que comen lo que yo como, así
como los modos en los que comemos como grupo, pero nos desvincula y nos
distancia de aquellos que no comen lo que yo como y tampoco lo comen como
yo lo como.

Estoy pensando, siguiendo sobre este argumento social de la alimentación, en


la magnitud con la que opera una prohibición alimentaria como la que existe
sobre el cerdo en el mundo musulmán: esta prohibición es la que crea
comunidad, crea un Yo excluyente que percibe desde un prisma de Otros a
aquellos que si consumen estos alimentos. Ahora bien, la cuestión de fondo es
¿por qué tiene tanta fuerza esta forma de generar cohesión y sentido de Yo?
Como muy bien indica Jesús Contreras al inicio de su artículo “la alimentación
no es, y nunca lo ha sido, una mera actividad biológica” (Contreras, 1992:98). Yo
añadiría, apoyándome en sus palabras, porqué la alimentación es un acto
biológico y deviene algo más.

En efecto, ingerir un alimento y privarse de otro significa crear un cuerpo


biológico concreto (un olor, un color de piel, unas bacterias intestinales…), y por
esto, por ser una forma determinante de la biología, se podrá llamar a uno

1
Halal es un término coránico que posee varias acepciones, “conforme a la ley”, “válido”, “permitido”,
“aceptable” o “no prohibido”. En el Corán quedan estipulado los productos halal y quienes infringen
esta norma incurren en el pecado y quedan ritualmente polucionados. Haram significa “prohibido”,
“contrario a la ley”, “inaceptable” o “vedado”, ningún musulmán puede ingerir, ni tan siquiera tener
contacto físico con estos productos.

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musulmán y a otro no. Quizás cuando se trata de comida, la biología, así como
la religión están unidas por la tripa y por todo aquello que circula por ella.

En este caso, hay algo que se hace evidente, la experiencia que se tiene del
alimento y que vas más allá de los parámetros nutricionales y económicos, refleja
de una manera mucho más profunda la relación y el significado que tenemos
socioculturalmente respecto a la comida. Quizás desde este prisma se pueda
explicar, tal y como indica Mabel Gracia en Maneras de comer hoy, “el porqué
de tales tendencias y la lógica que subyace tras las elecciones alimentarias”
(Gracia, 2005:161). Volviendo al tema de la prohibición islámica sobre el cerdo
(por cierto, que los judíos tampoco pueden consumirlo), trataré de esclarecer
brevemente como se entretejen las tres dimensiones que según Contreras
permiten comprender las relaciones entre lo alimentario y lo sociocultural.

Los motivos técnico-económico-ambientales a los que se suele aludir (Harris,


1980:53) es que el cerdo fue y es un animal muy complejo de criar en zonas tan
desérticas y áridas como Arabia, cuna del islam. El desierto es totalmente
antagónico a este animal que requiere de unos insumos de agua importantes,
para suplir la falta de pelo protector y su incapacidad para sudar y refrigerarse.
Ovejas y cabras son en cambio animales mucho más eficaces y adaptables a
estos ecosistemas. El carácter estructural toma forma una vez se erige la primera
comunidad musulmana en Medina. Esta restricción queda fijada en la ley halal y
haram2, que estipula lo permitido y lo prohibido. Como parte de la cosmovisión
islámica esta ley es un pilar fundamental que define el ethos musulmán. La
frontera entre los aspectos económico-ambientales con los estructurales queda
difuminada y solo la fe visible sustenta el “Yo-musulmán”. La islamización
ideológica hacia Oriente y Occidente, y por lo tanto la expansión de las formas
económicas, ambientales, técnicas y estructurales de la sociedad, supuso

2
Tomando como referencia el Corán, en la Sura 2, La vaca, encontramos gran parte de los principios
islámicos, así como la mayor parte de su legislación. Fue revelada en Medina durante los primeros años de
la hégira, cuando el Profeta huye de la Meca y funda la primera comunidad en Medina. La aleya 173 deja
clara la intención acerca de los alimentos: “Se os ha prohibido [beneficiaros de] la carne del animal muerto
por causa natural, la sangre, la carne de cerdo, la del animal que haya sido sacrificado invocando otro
nombre que no sea el de Allah. Pero si alguien se ve forzado [a ingerirlos] por hambre, sin intención de
pecar ni excederse, no será un pecado para él. Ciertamente Allah es Absolvedor, Indulgente”. Así también
se puede leer en 5, 3; 5, 60; 6, 145; 16, 115 acerca de las restricciones sobre los alimentos.

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aceptar este código alimentario, aun cuando los territorios eran aptos para la cría
de cerdos.

¿Qué significa esta restricción para los musulmanes que viven en países no
musulmanes? ¿Y qué lectura tienen estas tres dimensiones que relatan las
formas en que la alimentación construye el Yo-musulmán en estos nuevos
contextos? Está claro que una persona musulmana puede vivir en España y no
consumir nunca cerdo. La renuncia a este alimento está tan integrada en lo que
es la identificación musulmana, ha adquirido un carácter tan emocional, que
condiciona enormemente las interacciones culturales. Ya no se trata de que el
cerdo sea un animal derrochador de recursos en Arabia y por extensión en
cualquier país musulmán, es esencialmente, un animal no musulmán 3. Esto es
algo parecido a lo que ocurre con el café (Contreras, 2005:99), más allá de ser
una bebida estimulante es, por encima de todo, un relajante que abre espacios
de sociabilidad.

Que la comida es un acto que hace identidad es algo que todos podemos
experimentar. Cuando salimos de nuestras fronteras alimentarias y nos
encontramos con otros olores que salen de cocinas ajenas a lo que somos. Visto
desde esta perspectiva, algunas experiencias entre mi familia y yo respecto al
cerdo adquieren otro matiz más comprensible. Si el alimento “hace” al individuo
y lo “hace” siendo un organismo social, pienso en la magnitud biológica y cultural
de esta prohibición. A modo de ejemplo, con apenas 8 años, recuerdo entrar con
mi madre (ella es musulmana practicante y tenía vetado el cerdo) en la casa de
unas mujeres (ellas no eran musulmanas, es más, eran monjas católicas). Era
hora de comer y por supuesto mi estómago rugía de hambre, pero por una
cuestión práctica tuvimos que hacer un parón en esa casa de la que salía un olor
que me llenaba la tripa. Era un olor que nunca había experimentado en casa. De
repente le confesé a mi madre lo bien que olía aquello que fuera que salía de la
cocina, a lo que ella respondió: ¿Te gusta como huele la carne de cerdo? Por

3
En 2003 se aprueba en España el sello de garantía halal por parte del Registro Español de Patentes y
Marcas. Hoy por hoy, la única agencia autorizada para extender ese aval es el Instituto Halal de Córdoba,
institución integrada en la Junta Islámica Española.

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supuesto mi madre no se hace la idea del germen que desde entonces depositó
en mí.

Bien, cuento esta anécdota para entrever el alcance del vínculo creado entre “el
hombre biológico y el hombre social o cultural” (Contreras, p. 100): el cerdo y
todo lo que se extiende al cerdo es haram. Lo relevante no es lo prohibitiva que
pueda ser la respuesta de mi madre, sino la forma en la que se entretejen las
emociones con lo más biológico del ser humano. Como forman un intrincado
manojo de estabilidades y desestabilidades que culminan en un eminente “yo
soy esto”, en este caso, “yo soy musulmán”. Expresado de otra manera, todo
cuanto estuviera bajo la emocionalidad que provocaba el cerdo estaba prohibido,
así el olor, los productos que pudieran o parecía que lo contenía, aquellos que
tenían aspecto de serlo e incluso, y quizá esto es lo que ofrece esta forma de
concebir la alimentación, toda persona que lo consuma o que esté cerca de ello.
No he contado que por cierto crecí en una zona de Catalunya donde el cerdo es
la base de la industria cárnica, y es apreciado como símbolo cultural y económico
de la comarca.

Dado que la importancia de reflexionar desde una perspectiva antropológica


sobre el alimento estriba en su forma de actuar a modo de abanico, esto nos
permite relacionar de forma múltiple aspectos que conforman la cohesión social.
Contreras observa como las festividades anuales son claves para ello ya que en
ellas confluye lo alimentario como forma de hacer lo social. Por eso, quisiera
relacionar un acto festivo como la Navidad con las experiencias alimentarias
haram y halal. Se hace evidente que la Navidad está definida casi genuinamente
por el acto de comer. La proliferación de reuniones familiares entorno a la mesa,
las comidas con compañeros y compañeras que el resto del año solo se ven
desde el prisma laboral, los dulces que tanto llenan y rellenan las sobremesas…y
por supuesto, el aguinaldo en forma de cesta navideña repleta de vinos, cavas y
tentempiés a base de cerdo. Este es uno de los terrenos donde mejor se ilustra
la forma en que la comida predispone formas de hacer Yo.

En algunas empresas (tomo como referencia la última empresa donde trabajó mi


hermano), ocurre algo importante: se despierta el interés por hacer una cesta
navideña con productos halal y, por supuesto, sin cerdo para aquellas personas

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musulmanas. Este gesto muestra toda una forma de acercar mundos, porqué,
aunque la festividad es cristiana, eso no se opone al impulso de generar una idea
de que incluso los que no están adscritos a la Navidad (los musulmanes en este
caso), también pueden estar en ella compartiendo las formas alimentarias,
aunque no los contenidos. Si nos fijamos bien, detrás de este acto existen toda
una serie de implicaciones que no se quedan solo en la estética, sino que van a
la raíz de la cuestión emocional, sociológica, biológica… que toda persona
experimenta, más concretamente, que toda persona musulmana vive en mayor
o menor medida en Europa. Digamos que es una forma de ser musulmán y
cristiano a la vez, a pesar de que la Navidad esté cada vez más desvinculada de
lo religioso, pero como vemos los rituales alimentarios son mantenidos y
globalizados, amplificados a aquellos que hasta ahora eran los Otros.

Nuestras pautas de alimentación contemporáneas son sobre todo el espacio


donde mejor podemos observar cómo se despliega la globalización. La
alimentación globalizada nos permite crear una especie de identificación global
que hace de nosotros ciudadanos del mundo. Y a ello está contribuyendo
enormemente la tecnología, dándonos de comer alimentos que, como muchas
veces ocurre, somos incapaces de vincularlos con su naturaleza que le otorga
identidad y distinción. Pienso en lo difícil que le resultó a mi madre distinguir entre
lo que era el fuet halal (hecho con carne de pavo) y el fuet haram hecho a base
de cerdo. Desde el envasado hasta la forma y la textura hacían de ese producto
un alimento haram pero sin embargo era totalmente halal. A pesar de que la
tecnología y la globalización alimentaria permitan transformaciones alimentarias
y estén cambiando formas de entender lo alimentario, lo que no logra es
modificar nuestras aceptaciones o nuestros rechazos. Es decir, no logra la
tecnología infiltrarse en los tabús alimentarios al pertenecer estos al mundo del
inconsciente sobre el que se sostienen en gran medida los valores
socioculturales.

Por supuesto el papel de la tecnología ha jugado y juega un papel poderoso en


las relaciones con lo alimenticio y la cultura, mediada por una publicidad que
fomenta formas de comer determinadas. A pesar de que en mi familia el plato
único y central que congregaba a toda la familia fue lo más característico en

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cuanto a formas de comer hasta que cumplí los diez años, a medida que yo y
mis hermanos íbamos creciendo exigíamos no solo otras formas de comer más
individualizadas (cada uno quería su plato), sino que también queríamos
alimentos que se parecieran más a lo que veíamos en la televisión o que
habíamos visto en otros hogares. Los platos tradicionales que mi madre cocinaba
se habían hecho insuficientes para colmar nuestras necesidades afectivas y no
encajaban con los valores que nos identificaban. Queríamos comer pizza con
mucho queso y no el tajín4 con el que estábamos más que familiarizados.

En todo caso, en casa empezaron a entrar muchos alimentos industriales que


cambiaran nuestras formas de comer y de ser. Digamos que esto refleja esta
paradójica vinculación entre “particularismo cultural” y “globalización
alimentaria”, que dan paso a las transformaciones tanto de las prácticas como
de los productos alimentarios, y que definen lo que se viene a llamar,
“modernidad alimentaria” (Gracia, 2005:173). Por supuesto, mi madre pronto se
dio cuenta de sus ventajas prácticas, algo que satisfizo a todos: mi madre, por
un lado, tomó la directa con los productos congelados y precocinados que le
facilitaron la vida culinaria y, por otro lado, nosotros los hijos, por fin comíamos
aquello con lo que realmente nos identificábamos. De esta forma el cerdo entró
en casa, pues muchos productos precocinados llevaban mantecas u otros
derivados que mis padres ignoraban y que a los hijos poco nos importaban.

En definitiva, esta forma de reflexionar desde la antropología acerca de lo


alimentario es de enorme relevancia para abordar al ser humano en tanto que
ser social y cultural. Si tomamos como referencia la mayoría de los textos que
hemos abordado a lo largo de esta asignatura, se hace evidente que prevalece
el análisis económico de la alimentación. La importancia de esta perspectiva es
que el acto de comer se rebela como un mundo en el que se concentran nuestros
valores más íntimos como seres humanos.

4
Plato frecuente en el norte de África, en el que los alimentos se fríen primero y luego se cocinan estofados
a fuego lento. Principalmente lleva verdura y en muchas ocasiones se le añade una fuente de proteína
animal, pero también es habitual el pescado. Las especies son esenciales para otorgarle un aroma
inconfundible. El nombre de este plato viene dado por el recipiente de barro con tapa cónica en el que se
cocina y se sirve, no obstante, en muchos hogares y por cuestiones prácticas, se cocina en una olla y se
sirve en un plato.

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BIBLIOGRAFIA

Contreras, J., Alimentación y cultura: reflexiones desde la Antropología en


Revista Chilena de Antropología, nº 11, 1992, pp. 95-111

Gracia Arnaiz, M., Maneras de comer hoy. Comprender la modernidad


alimentaria desde y más allá de las normas en Revista Internacional de
Sociología, nº 40, 2005, pp. 159-182

Harris, M., Vacas, cerdos, guerras y brujas. Los enigmas de la cultura, Alianza
Editorial, Madrid, 1980

Jáuregui Ezquibela, I., Prescripciones y tabúes alimentarios: el papel de las


religiones en Distribución y Consumo, nº 108, 2009, pp. 5-25

WEBGRAFÍA

Quran.com (Corán online)

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EL SISTEMA AGORALIMENTARIO GLOBALIZADO: IMPERIOS
ALIMENTARIOS Y DEGRADACIÓN SOCIAL Y ECOLÓGICA.

Este texto de Manuel Delgado analiza desde una perspectiva socioeconómica


los modos en que el sistema agroalimentario (SA) actual se sustenta y se
reproduce en función de los patrones del mercado financiero global. Detrás de
esta forma de proceder, encontramos las grandes corporaciones que controlan
y dominan todas las fases del SA, provocando de este modo una crisis
alimentaria y un impacto ambiental que sacude Norte y Sur de forma desigual.

El texto nos pone en una situación muy clara: desde los años 80 estamos viendo
como todos los procesos del SA, desde la producción, pasando por la
elaboración, hasta la distribución y el consumo han sufrido un proceso de
dominación y apropiación por parte de las grandes corporaciones que apenas
tienen restricciones en los mercados globales. Estamos ante un contexto en el
que es el capital financiero el faro que oriente a escala mundial la producción, la
distribución y el consumo alimentario. Y esto se sustenta sobre la idea de una
naturaleza que ha de ser controlada a través de la técnica si se pretende obtener
de ella unos productos eficaces en el mercado global, es decir, se trata de
producir alimentos de forma industrial.

Para Delgado este es el escenario en el que se mueven las grandes


corporaciones, capaces de poner en marcha una serie de mecanismos para
superar las barreras sociales y ecológicas que impidan su crecimiento. Es por
eso por lo que el texto se centra especialmente en poner de relieve en qué
consisten estas formas de proceder propias del imperio corporativo.

Uno de los mecanismos claves es la financiarización de lo alimentario, que


consiste esencialmente en hacer de ello, tanto el alimento base como los
recursos naturales para producirlo (tierra y agua), un activo financiero en el
mercado global. Ello es posible por el manejo de la deuda que permite grandes
inversiones de capital en mercados extranjeros.

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Un segundo mecanismo indispensable son las normas que permiten a ciertos
agentes jugar en el mercado financiero global, excluyendo a otros de este juego,
como por ejemplo la eliminación de aranceles. Muchas de las políticas del FMI y
del BM que han tratado de reducir la deuda externa de ciertos países, han
supuesto verdaderos trampolines para acceder al control del sistema
agroalimentario de estos países por parte de las corporaciones.

El tercer mecanismo del que habla Delgado es el uso de las nuevas tecnologías
al servicio del imperio corporativo. Esto permite múltiples posibilidades para
maximizar el rendimiento y el beneficio de los productos agroalimentarios,
especialmente a través de la biotecnología que ha permitido desarrollar
alimentos transgénicos, patentados por cierto por las mismas corporaciones que
las han desarrollado. Es una forma clara de controlar y dominar a través de las
patentes como queda reflejado en el caso de las semillas transgénicas
patentadas.

Para que estos mecanismos prosperen y tomen forma, hay algo indispensable
que el imperio corporativo conoce muy bien: el control y dominio de la tierra. Se
trata de usar los territorios de la forma más conveniente, de optimizar en la
medida de los posible las características locales de un lugar para un mayor
aprovechamiento en lo global. La desterritorialización es precisamente este
mecanismo de inferencia de capital en territorios concretos para un mayor
manejo de los recursos locales en función de los valores del mercado global.

Una vez definida esta situación global, Delgado aborda las consecuencias que
tiene todo ello. La reestructuración de dónde, cómo y quién participa de las
decisiones de lo alimentario se traduce en una crisis alimentaria entendida
esencialmente como inseguridad alimentaria, en el doble sentido del término: por
la inaccesibilidad al alimento y por el riesgo que supone para la salud humana.
La gran paradoja de esta crisis queda muy bien resumida con el siguiente dato:
el 75% de las personas que sufren hambruna vive en medios rurales. Pero,
además, inseguridad alimentaria también significa emigración y degradación de
las condiciones de vida y de trabajo, de desplazamientos de poblaciones que
abandonan sus formas de vida porqué sencilla y llanamente no se puede vivir en
una tierra que no da de comer.

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Y finalmente, crisis alimentaria conlleva degradación ambiental e impacto
ecológico a gran escala, pues la cuestión clave que se plantea aquí es ¿hasta
qué punto esta forma de operar (explotación de recursos para producir
alimentos), es sostenible en un mundo eminentemente globalizado? a través del
análisis tanto del consumo de recursos como de las repercusiones ambientales,
así como el computo de energía y material necesario en este proceso, se hace
evidente la inviabilidad del uso de energía fósil para producir la cantidad de
kilocalorías que consumimos.

Como todo planteamiento creado desde la sistematicidad propia de una


ideología única, estamos ante un despropósito ecológico en el que la hambruna
y el exceso van de la mano y, como augura Delgado al final del texto, quizá este
en las manos del consumidor invertir la rueda de esta forma de dar pan para hoy
y hambre para mañana.

Hasta aquí he planteado las cuestiones fundamentales que Delgado ha ido


tejiendo a lo largo de su artículo. Trataré ahora de ilustrar la forma en la que fue
apareciendo la reflexión personal acerca de este artículo. A lo largo de la lectura
resultaba casi inimaginable que un individuo pudiera moverse un ápice en
semejante panorama de gigantes corporativos, por ello me repetía una y otra vez
¿qué puedo hacer yo como consumidora? Y en la medida que me hacía esta
pregunta se dibujaba una respuesta que implicaba a la palabra clave de esta
cuestión: consumidora. ¿Soy consumidora de alimentos? Y quizá esta forma de
definir mi relación con mi alimento conllevaba un enorme distanciamiento entre
el alimento y yo. Por supuesto cabría preguntarse acerca del origen de esa
distancia que era proporcional a la distancia que Delgado ofrecía entre una
simple mortal consumidora de alimentos y el gran imperio corporativo. Y esta
vez, la respuesta me llevó a aquello que todo emperador sabe que ha de ser
tomado, poseído y controlado si pretende erigirse como soberano: la tierra.

Pues bien, esta es la idea que irá tomando forma a través de las reflexiones que
me ha proporcionado este texto: La tierra es aquello que debemos recuperar si
queremos ya no ser simples consumidores sino dueños de lo que comemos. Por
supuesto esta primera idea ya choca con un muro enorme: ¿cómo recuperar la
tierra? ¿cómo retomar la soberanía de la tierra que en muchos países está

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vendida a estos grandes terratenientes de la agroindustria alimentaria? A pesar
de la envergadura que toman estas cuestiones, pensemos que a lo largo de la
Historia tampoco ha sido imposible. Quizás en el imaginario del campesinado
francés del siglo XVIII fue igual de difícil concebir por un momento la imagen de
una vida sin estar bajo el yugo del feudalismo y por extensión, de la monarquía
absoluta. Pero la historia demuestra que esas dificultades son superadas en el
momento en que hay suficiente masa crítica para que la imagen pase a ser un
acto para una mejor vida. El gigante al que tanto poder se le había adjudicado
resultaba tener los pies de barro. Recuperar la tierra funciona en cierto modo
como una suerte de imagen que ha de generar una vuelta de tuerca o, mejor
dicho, que ha de hacer de esos cimientos de barro, tierra para un mundo mejor.

Fijémonos en una cuestión clave que apoya en cierto modo esta idea. Delgado
hace referencia al crecimiento exponencial de la adquisición de tierras en países
en vía de desarrollo. Está claro que este modo de financiarización de lo
alimentario refleja muy bien las formas de apropiación de riqueza colectiva por
parte de las empresas agroalimentarias (Delgado, 2010:36), pero también refleja
la enorme debilidad de las políticas internas de estos países en desarrollo.
Digamos que estas formas de operar entroncan perfectamente en un país en el
que la desvalorización de sus tierras ha permitido a otros revalorizarlo para sus
beneficios. La reducción de aranceles por ejemplo que facilitan las exportaciones
de productos de Norte a Sur, nos habla no solamente de la necesidad de que los
países del Norte analicen sus implicaciones y responsabilidades respecto a la
inseguridad alimentaria, sino también repensar también qué tipo de políticas se
están desarrollando internamente en los países del Sur que permiten estas
formas de colonización eterna sobre una tierra que ha dejado de alimentar a sus
habitantes.

Pero no solamente ocurre con la regulación arancelaria, también debemos tener


presente las formas en que la biotecnología ha contribuido a la manipulación de
algo tan elemental como las semillas. La semilla patentada significa nada más y
nada menos que la dependencia del agricultor a este cultivo en el momento en
el que se suma al carro de la agricultura transgénica. De nuevo nos encontramos
con una problemática enquistada: los cultivos transgénicos que obedecen a las

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exigencias del mercado global destruyen el ejercicio de decisión por parte de los
productores locales. Es más, en muchos países del Sur, mediado por el FMI y el
BM, para poder superar sus deudas externas, han tenido que adoptar estas
medidas agroalimentarias, pasando de una economía local a una de
exportación-importación de productos y recursos agroalimentarios. Tremenda
paradoja la que nos encontramos aquí, porqué la importación de materias primas
está muy por debajo del precio de producción local, es decir, el agricultor local
destruye su sustento de vida. Pero además procesar y elaborar esta materia
prima encarece tremendamente el precio de venta, es decir, el alimento se
convierte en algo inaccesible para muchas personas. Comer se convierte en un
lujo y vivir de la tierra una apuesta perdida. África es el caso de continente
vendido, en el sentido de que sus tierras ya no les pertenecen, ya no sustentan
ni alimentan a sus habitantes. Vender la tierra es asegurar el pan para hoy y el
hambre para mañana.

Estas reflexiones que apuntan básicamente a la problemática Norte-Sur respecto


a la tierra como sustento agroalimentario disponen un tablero donde las normas
del juego solo permiten jugar a algunos. Delgado es muy claro y señala a las
corporaciones como máximos dirigentes del mercado financiero. Son embargo,
creo que es un punto de vista insuficiente para comprender por qué el tablero
global agroalimentario está distribuido como lo está (Contreras, 2005). Y tomo
como referencia al politólogo argelino Sami Naïr, que fue tajante cuando afirmó
sin dilaciones “si fuimos colonizados, fue porqué éramos colonizables” (Naïr,
2013) . Esta rotundidad tan incómoda para los países del Sur se hace necesaria
para empezar a encauzar una buena autocrítica e iniciar tomas de decisiones
sobre qué podemos hacer para, en este caso, revalorizar de nuevo la tierra del
Sur vendida a los países del Norte, para que sean sus habitantes quienes
puedan vivir y abastecerse de ella.

Todas estas transacciones, ejemplificadas en los casos de enormes inversiones


y adquisiciones de tierras en países en vías de desarrollo por parte de grandes
corporaciones, muestran la enorme desconexión entre quien invierte en la tierra
(capital extranjero), con la producción agrícola local. Maximización de ganancias
financieras para unos y desposesión y deterioro económico y social para otros.

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Lo perceptible para alguien que va al supermercado, para el consumidor que
maneja su carrito de la compra de pasillo en pasillo es que realmente poco o
nada sabe sobre esa caja de galletas o ese paquete de arroz. La lejanía con la
que vive la producción de esos productos y en mayor importancia la debilidad
con que vive la toma de decisiones sobre no solamente el alimento, sino también
sobre todos aquellos recursos implicados que van desde la tierra hasta el agua,
las semillas, las fases de elaboración, el recurso fósil invertido…todo esto pasa
tan desapercibido para nosotros consumidores, que de algún modo el texto de
Delgado es un fiel espejo de lo poco que figuramos y hacemos ese gran dios
llamado “mercado financiero global”.

Y, sin embargo, nuestro poder como consumidores es tremendo si dejáramos de


comprar esas galletas o ese arroz. Estos procesos globales de poder y riqueza
no solamente son asunto de estas empresas y de estas gestoras de inversión,
sino que de igual modo que los países del Sur deben repensar la gestión
polítcoeconómica de sus tierras como punto de partida para revolucionar el
sistema agroalimentario, los consumidores también debiéramos de recabar
sobre nuestra responsabilidad local, que puede tomar tremendas repercusiones
globales. Se trata entonces de hacer la lectura inversa: Procesos de apropiación
de lo global desde lo local.

Si hasta ahora he tratado de poner a la tierra en el centro de la recuperación de


la toma de decisiones por parte de los agricultores, creo que habría que añadir
a esta última reflexión, que también versa sobre la tierra que el consumidor
retome su responsabilidad de decidir sobre su alimentación. Y entonces aparece
un aspecto clave sobre este apunte ¿cómo retomar el poder de decisión sobre
la alimentación si más de la mitad de la población mundial vive en las ciudades?
La tierra entendida como territorio es susceptible de desarrollo rural, teniendo en
cuenta que no solamente es el espacio de producción agroalimentaria, sino que
va más allá de ello tal y como leemos en el texto El territorio como eje de
desarrollo, “el territorio se concibe (…) como el encuentro de la materia y de la
acción, del objeto sobre el cual se actúa y del sujeto que actúa” (Lozano,
Gómez,2011:3). El principal valor del enfoque territorial es la fuerza que toma el
territorio al ser un espacio donde lo cultural, lo afectivo, lo social y lo alimentario
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cobran sentido porqué se desarrollan de manera cohesionada precisamente
sobre esa tierra. Alejada del mundo rural, la urbe es esencialmente negación de
la tierra desde la perspectiva territorial, pues se parece más a la imagen de
“territorio-soporte” que a la de “territorio-recurso”. Sobre el asfalto de la ciudad
es difícil arraigar un vínculo basado en la identificación sea esta colectiva o
individual (Esparcia, Noguera, 1999:18).

Siendo así, siendo la ciudad una dirección contraria a este sentido de vínculo, se
hace enormemente difícil plantear tomas de responsabilidad ante lo alimentario,
pues se carece del fundamento tierra que precisamente permite generarla.
Digamos que la paradoja que define la ciudad es que es un espacio sin tierra,
pero en el que sí hay comida. Tal y como recoge el artículo de Marta Soler y
Ángel Calle, “la desafección alimentaria hace alusión a un proceso social de
desconfianza protagonizado por quienes comen y no producen su propia
comida” (Soler, Calle, 2009:260), generando de este modo una enorme
dependencia del sistema agroalimentario industrializado.

¿Cómo generar un sentimiento de pertenencia y arraigo con la comida cuándo


esta llega a nosotros a través de los lineales del supermercado y envasada entre
plásticos acolchados? Es difícil por no decir imposible vivir esa emocionalidad
con un alimento que se ha convertido en mercancía o, dicho de otro modo,
percibir el alimento como tal, como cosa refleja en gran medida la propia
cosificación de la contemporaneidad global. Incluso cabría ahondar sobre el
modo en que la ciudad ha tomado como bandera la ecología para tratar de
rescatar y revalorizar aquello que se ha perdido en esta desfacción alimentaria.
Prueba de ello son los huertos urbanos, los circuitos cortos de comercialización
ecológica, la soberanía alimentaria…). En definitiva, en esta forma de alejarse
del horizonte territorial, la ciudad ha tratado de salir a la superficie para tomar
algo de aire.

Creo que podríamos también reflexionar del mismo modo acerca del consumo
de carne, especialmente el que se hace en países del Norte. ¿Dónde y cómo
nace la necesidad de consumir de media 124 kg de carne por persona y año en
un país como EE. UU.? Algo resulta evidente de esta lectura y es que nos queda
el gesto de comer la carne, pero poco o nada queremos saber del gesto de matar
al animal que consumimos. Este aspecto es paralelo al gesto de la
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desvinculación con la tierra al que apuntábamos antes y nos vuelve a situar en
los espacios urbanos, donde la alimentación además de perder la conexión con
la tierra también pierde el vínculo con el origen de la carne, que no es otra que
la del animal que ha de ser sacrificado. Expresado de otro modo, la ciudad
supone un olvido de la tierra y de la muerte y si las perdemos de vista, perdemos
el significado pleno del alimento. Es relevante como las explotaciones de tierras
dedicadas al cultivo para consumo animal han generado grandes
desplazamientos de personas que pasan a engrosar las áreas periféricas de la
ciudad, generando este círculo vicioso de ruptura con las formas de vida ligadas
a la tierra y ciudad desvinculada de alimento por la pérdida de tierra.

Delgado propone finalmente reflexionar acerca de nuestro papel en esta crisis


alimentaria y apunta quizá a lo más interesante del texto: la alimentación
entendida como una forma de “reconciliación con nosotros mismos y con la
naturaleza” (Delgado, 2010: 57). Recupero en este punto la reflexión que ha ido
tejiendo a lo largo de este comentario crítico: el alimento empieza en la tierra y
en el sacrifico del animal. Esto significa que la reconciliación solo es posible si
recuperamos estas dos conexiones perdidas que están antes del alimento
mismo o, mejor aún, que son el alimento antes de pasar por nosotros. El
paradigma de esta desconexión, la ciudad, es el espacio donde lo alimentario
carece de estas dos experiencias y quizás, la búsqueda de nuevas vías para
repensar nuestra relación con el alimento que pasa por repensar la ciudad como
espacio carente de tierra y muerte.

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BIBLIOGRAFIA

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Revista Chilena de Antropología, nº 11, 1992, pp. 95-111

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ecológicos y degradación social y ecológica en Revista de Economía Crítica, nº
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Esparcia Pérez, J., Noguera Tur, J., Capítulo 1: Reflexiones en torno al territorio
y al desarrollo rural, III Jornadas Internacionales sobre Desarrollo Rural:
Programar el Futuro del Desarrollo rural, 1999, pp. 11-44.

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alimentaria desde y más allá de las normas en Revista Internacional de
Sociología, nº 40, 2005, pp. 159-182

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Sami, N., ¿Por qué se rebelan?, Editorial Clave Intelectual, Madrid, 2013

Soler Montiel, M., Calle Collado, A., Rearticulando desde la alimentación:


canales cortos de comercialización en Andalucía en PH Cuadernos, 2009, pp.
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