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ERIK GRIEG, por Martín Kohan

Todo el mundo sabe que una puta no besa: que para sostener la ficción de su
entrega es necesario omitir, por lo menos, dos o tres circunstancias: la
exigencia del pago previamente acordado, cierto aire de ausencia, que se nota
pese a cualquier esmero, y la renuencia a besar. Por eso, cuando esa mujer, a
la que había elegido en un bar cercano al puerto por percibir en ella algo
indefinido pero especial, acercó los labios entreabiertos a los suyos, abiertos
también, pero en el goce, para besarlos o, en realidad, para hacerse besar, se
sintió Erik Grieg primero confuso, más aturdido aún de lo que ya estaba por
culpa del alcohol; pero luego, de inmediato, se sintió también extrañamente
feliz. En medio de esa euforia soltó unas pocas palabras entrecortadas, en una
lengua que de todas formas la mujer no podía comprender, se tensó en un
instante en el que pareció de piedra, y por fin se recostó, ya distendido, junto
a la puta que lo había besado.
No hubo otra ternura en el pequeño cuarto incierto, más que ese beso que
pronto pareció no haber ocurrido. La puta se quedó distante, o más bien
triste, mirando las manchas que había en el techo; el marinero se vistió
callado, dejó en una mesita todos los billetes que tenía, y se fue como si nunca
hubiese estado.
Sin nombre, casi sin cara, sin voz y sin palabras, esa puta estaba, como casi
todas, destinada al olvido. A Grieg pronto se le confundirían los dos días
pasados en una remota ciudad llamada Buenos Aires, con los de todos los
otros puertos y todas las otras putas que lo esperaban todavía, antes de estas
de regreso en Helsinki. Su barco zarpaba esa misma noche: del humo de ese
bar oscuro y del encuentro, apresurado y mudo, en la habitación desolada,
pronto no quedaría más que un relato hecho en altamar, exagerado en medio
de las carcajadas y de los alardes de los otros marineros.
Sin embargo, Grieg abandonó de ese confuso bar de puerto, salió a la calle
calurosa y quieta, tratando de despejarse un poco antes de volver a bordo y
presentarse ante el capitán. Anduvo algunas cuadras sin pensar en nada ni
cruzarse con nadie. Llegó hasta el río y ni siquiera lo miró: para mirar desde
la orilla un río o un mar, o un río que se parece a un mar, hay que no ser
marinero. Grieg se sentó a fumar y dejó que la brisa le temblara en la ropa
blanca. No se fijó en la hora, pero sabía que tenía tiempo. Ni cuenta se dio de
que volvía a pensar en la puta, hasta que al final acabó por admitirlo.

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Regresó al bar y buscó a un compañero que pudiera prestarle algo de plata.
Encontró a Gustav, más colorado su rostro de lo que siempre estaba,
borracho y locuaz, dos mujeres casi desnudas fingiendo comprender las
cosas que él les decía y riendo exageradas. Más por ufanarse frente a esas
mujeres que por verdadera generosidad, le alargó a Erik un montó de billetes
medio arrugados. Erik Grieg se guardó el dinero en un bolsillo y se fue ahora
a buscar a la puta con la que había estado hacía un rato. En el lugar había más
sombras que luces, y las pocas luces que había se azulaban por el humo, pero
no fue por eso que no la encontró. No la encontró porque no estaba. Le bastó a
Grieg esa comprobación para que las ganas que tenía de volver a estar con la
misma mujer de antes se convirtieran en deseo y ansiedad. Supuso que la
mujer estaría ahora con otro: es inaudito, pero la celó. Se sentó a esperarla.
Recordó el beso de esa puta y la idea de no volver a verla decididamente lo
angustió.
Pasaron unas dos horas: nadie usaba a una mujer durante tanto tiempo en un
bar de marineros. Entonces volvió Grieg a salir a las calles casi desiertas de
los bordes de la ciudad, no para despejarse de la borrachera ni tampoco para
retornar a su barco, pese a que ya no faltaba tanto tiempo para la hora de la
partida. Salió para encontrar a aquella mujer en una esquina o en un umbral.
Otras putas se le acercaron; estaban donde parecía que no había nadie y no
empleaban más que gestos, porque con los gestos les bastaba. Las putas son
casi intercambiables; Grieg las ignoró, sin embargo, no bien verificó que
ninguna de ellas era la mujer que él andaba buscando. Regresó al bar y
después regresó a las calles: la mujer no estaba en ninguna parte y él se sintió
desesperar.

Llegó la hora en que su barco partía. Grieg se detuvo bajo un farol de luz
imprecisa, sacó de su bolsillo el dinero que había conseguido y lo contó. El
beso imposible de esa puta volvió a cruzar por su memoria. Hacía calor, pero
empezaba a lloviznar. Erik Grieg decidió que no retornaría al barco, que lo
dejaría ir y que se quedaría en esta ciudad que desconocía y cuyo idioma no
hablaba ni alzaba a comprender.
No tenía nada para hacer y nada hizo en los días que siguieron. Durmió
durante el día, tirado entre las sogas y las bolsas del puerto; en las noches,
recorría los bares de las orillas, buscando, urgente, a la mujer de aquella vez.
En recuerdo y la invención no tardan, por lo general, en mezclarse, pero para
Erik Grieg el encuentro de esa noche se volvía cada vez más nítido en su
memoria. Evocaba el momento en el que, recorriendo con la mirada la hilera
de putas que se le ofrecían, había elegido a ésa, a ésa y no a otra, no otra de

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cuerpo más tentador o de boca más provocativa. Eligió a ésa precisamente
porque le pareció tímida y cohibida, porque no estaba vestida como para
atraer a un hombre. Estuvo con ella y supo que era tanto una mujer como
una muchacha apenas; que, en efecto, nada hizo con gracia ni con
desenvoltura, que parecía temerle o tal vez estar pensando en otra cosa. No
fue displicente con él, pero no pareció importarle tampoco convencerlo de
nada. Más que hacer se dejó hacer, y en apariencia todo le resultaba
desconocido.
Sólo cuando lo besó, en realidad, sólo al rozarlo con esa boca inesperada y
ofrecerle sus labios sin humedad, pareció la mujer considerar su presencia y
hacer algo con respecto a él. Ese beso pasó rápido, intenso pero fugaz, tan
extraño a toda la situación (a la puta lejana, a la sordidez de esa habitación de
burdel y a la propia rudeza de un marinero como Erik Grieg), que no bien
pasó se esfumó, y no quedó, irrepetible, más que en su memoria (pero en su
memoria quedó definitivo, imborrable).
Pasaron algunos días; a fuerza de deambular entre barcos y muelles, que era,
en la extrañeza de esta ciudad, el único mundo que podía reconocer,
consiguió Grieg que lo aprovecharan para algún trabajo ocasional y así pudo
ganar un poco más de dinero. Con el correr de esos días pudo también
aprender algunas palabras de la lengua de la ciudad; las primeras que logró
balbucear eran las que necesitaba para describir a la mujer a la que estaba
buscando: esa obsesión era lo único que Erik Grieg tenía para decir.
La puta de aquella noche no volvía a aparecer, pero además todos negaban
recordarla o conocerla. Ni las otras putas, que, merodeando en una misma
zona de la ciudad, se conocen siempre unas a otras, ni tampoco los rufianes o
los taciturnos que frecuentan estos bares supieron nunca decirle a Grieg
nada de ella. Desesperando ya por su ausencia, temiendo que la búsqueda
pudiese llevarle años o que, peor aun, pudiese no llegar nunca a su fin, una
noche cometió Grieg la razonable torpeza de tratar de olvidarla. Después de
beber ginebra y ensimismarse durante casi tres horas, eligió, si cabe decir
acaso que Grieg pudiese elegir nada, a una puta muy joven y muy alta, de
cuerpo generoso y risa fácil. Se fue con ella a un cuarto que se parecía mucho
al cuarto de aquella otra noche, pero eso porque todos los cuartos en los
burdeles de un puerto se parecen entre sí. Estuvo un rato con ella (desde la
vez de la otra puta, la inolvidable, no había vuelto a estar con ninguna). Ella le
entregó su alegría inverosímil y algunos suspiros que no pertenecían a esa
noche; él le entregó un mismo montón de billetes arrugados sobre la mesa de
luz. Después, acomodando todavía su ropa, Grieg salió de vuelta a la calle, y
nunca el mundo le pareció haber quedado tan igual que antes.

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Esa noche hubiese sido capaz de matar, con tal de encontrarse otra vez con la
puta que lo había besado. El tiempo que acababa de pasar con otra,
resoplando entre su pelo rojo y viendo temblar su cuerpo debajo del de él, no
sirvió más que para comprobar lo que, de todas formas, ya sabía: que la salida
no era pagarse una puta más bella, más hábil o más atrevida que aquella a la
que quería olvidar, porque la que quería olvidar no había sido especialmente
bella, ni había sido demasiado hábil, y nada le había resultado más ajeno que
el atrevimiento. Su aspecto no era semejante a de las putas que frecuentan a
los marineros cerca de los puertos; parecía una mujer común y corriente
(Grieg lo supo cuando, en una lengua que no era la suya, necesitó describirla).
Lejos de toda audacia, cada uno de sus ademanes pareció tener que
sobreponerse a la timidez y al temor. No fue desenvuelta ni tampoco se
esforzó, según suelen hacer las putas para destacar en el hombre su virilidad.
Fue queda y hasta melindrosa, y si el beso que le dio o se hizo dar se volvió
increíble, fue no sólo porque proviniera de una puta, sino porque a esta puta
en particular parecía faltarle toda iniciativa. Recordando nuevamente la
manera en que sus bocas por única vez se habían juntado, se durmió Grieg
sobre unas bolsas de arpillera, bajo el cielo de Buenos Aires y sin abrigo,
mientras algunos gatos, cerca de él, se paseaban sigilosos.
No bien tuvo el dinero suficiente, Erik Grieg volvió a pagarse una mujer: fue
torpe dos veces, y la segunda, más que la primera. Y eso porque esta vez,
valiéndose de su incipiente español y del dinero de que disponía, le puso a la
puta que había elegido, como única condición para ir con ella y no con otra,
que durante su encuentro ella lo besara. La mujer lo pensó un momento y
luego pronunció una cifra (la cifra era más del doble de la que habitualmente
se estipulaba), porque si bien es cierto que las putas no besan, que
determinadas formas del afecto las retacean y las preservan con recelo,
también es cierto que muchas veces basta con acordar un pago para que una
puta haga lo que de otra forma no haría (en las narraciones oídas a bordo
durante tantos viajes a través del mundo, Grieg había sabido de las
inclinaciones más extrañas, escatológicas o humillantes, exigidas, por
dinero, a alguna puta; lo que él pedía, al fin de cuentas, era apenas que lo
besaran).
La boca de esa mujer era tibia como su cuerpo, y al igual que su cuerpo,
vibraba y se entreabría en la oscuridad. Pasaron a la habitación, vestidos
todavía, y la puta ya besaba al marinero; lo besó mientras se echaban,
desnudos, entre las sábanas ásperas y frías de esa cama ajena; mientras lo
envolvía con sus brazos y lo recibía sobre su cuerpo, no dejó de besarlo; lo
besó más intensamente cuando más intenso fue el temblor del marinero (y

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más intensas las palabras que, en una lengua incomprensible, él le decía).
Después Erik Grieg volvió a echar el dinero sobre la pequeña mesa de madera,
se vistió rápido, y salió sin decir nada.
Esa noche se emborrachó por pura desesperación. Bebió con avidez, un trago
tras otro. Hubiese querido pelearse con alguien, lastimarlo o hacerse
lastimar, pero ni siquiera halló la ocasión de provocar una pelea. Hubiese
querido ser capaz de estar en Helsinki o en altamar, pero no lo era. Seguía
buscando a esa puta, seguía escrutando, ya casi por costumbre, el rostro de
cada una de las que llegaban al bar desde la calle o bajaban desde las
habitaciones del piso de arriba. Si algo le faltaba para saber que aquella mujer
resultaría única, eso eran los besos vacíos e inútiles, profusos, prescindibles,
del último encuentro.
En medio del aturdimiento del alcohol y la tristeza, pensó Grieg
confusamente en lo que le pasaba, y trató de imaginar, tan sólo para su
desconsuelo, cómo sería la vida de esa mujer inefable a la que no conseguía
rencontrar. Pensó, creyó descubrir, que no era una puta típica de los burdeles
de marineros y que en eso consistía su peculiaridad. Habría de ser una puta
acostumbrada a hombres no tan toscos, no tan arduos, y que por alguna
razón inescrutable había venido a ofrecer sus suaves maneras, por una
noche, a un bar de la zona baja.
Si así eran las cosas, pensó Grieg, torcido sobre una silla, una mano colgando
junto al cuerpo, la otra sujetando una botella oscura, la búsqueda debía
ampliarse: ya no había que indagar solamente entre las calles penumbrosas
de los límites de la ciudad, sino también en otros barrios, en otros mundos:
son pocos aquellos en los que las putas faltan.
Pronto Erik Grieg descartó la idea, no supo si con alivio o con pena. Es cierto
que pensar en la sutiliza de esa mujer no era del todo injusto, pero tampoco
podía decirse que su atractivo fuese la exquisitez propia de una prostituta
más refinada de las que frecuentaban él y hombres como él. La reticencia, el
pudor mal disimulado, el beso imposible que de alguna manera derivó en
todo eso, no correspondían a una prostituta que hiciese de lo suyo una
especie de arte. Las actitudes de la mujer de aquella noche, semejantes
siempre a un simple tanteo, parecían corresponder más a una puta que
conocía poco lo que estaba haciendo, que a otra que lo conociera demasiado
bien.

Fe así que estableció Grieg lo que podría considerarse una primera certeza: la
puta con la que había estado aquella noche, era virgen. La idea, por algún
motivo, lo entusiasmó. Sabía que la posibilidad de iniciar a una muchacha

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era una especie de privilegio, un privilegio difícilmente accesible para un
simple marinero nórdico como él. Lo que lamentó, eso sí, fue no haber sabido
de antemano que esa muchacha iba a entregarse a un hombre por primera
vez. Recordó el relato de un viejo marinero del que llegó a hacerse casi amigo
durante un viaje por la costa de Brasil: todos sus ahorros, un reloj
relativamente apetecible y buena parte de su ropa de trabajo, los había
empleado aquel hombre para pasar una noche con una niña virgen, con una
puta holandesa de once años de edad. Le extrañó a Grieg que la puta con la
que había estado, y que pese a ser mayor que aquella niña, era igualmente
virgen, no hubiese hecho valer esa condición para tratar de obtener, a cambio
de su entrega, una suma más elevada. La hipótesis de la virginidad le
permitió entender a Grieg el extraño comportamiento que esa mujer había
tenido todo el tiempo, y también, posiblemente, entender incluso esa ráfaga
excepcional en la que lo había besado. Con eso no explicaba, sin embargo, por
qué aquella puta no había vuelto a aparecer, por qué nadie la conocía, ni le
permitía tampoco descubrir la forma de volver a encontrarla (ninguna otra
cosa le importaba ya, en eso empezaba y terminaba su vida).
Se quedó Grieg perplejo y algo adormecido. En el bar había un grupo de
marineros que cantaban a coro, eran argentinos y festejaban algo que a él no
le importó. Sobre la mesa larga y firme, una puta bailaba y amagaba
desnudarse. Desde abajo, golpeando la mesa con los puños, otros hombres la
alentaban a que lo hiciera, le arrojaban billetes mojados o la aplaudían. Uno
que estaba solo, no se sabe por qué, la insultaba en portugués.
De pronto, en medio del bullicio, una idea extraña se le ocurrió a Erik Grieg.
Esa idea lo despejó en un instante: Grieg sintió despertar y tuvo que repetirse
a sí mismo la idea que había tenido, como si en vez de eso fuese una frase que
otro le dijera y que él no había oído bien. Esa mujer, pensó Grieg, no era una
puta. Era, muy probablemente, virgen todavía, o poco menos; pero, además
de eso, no era puta, y así todo se explicaba: los gestos que, queriendo ser
firmes, decididos, en verdad todo el tiempo vacilaban; la distancia, la
indiferencia, el desapego; de pronto: el beso; el desinterés por el dinero; el
hecho de que nadie la conociera y que ella nunca hubiera vuelto a aparecer.
No habían sido pocas las desdichas de Erik Grieg en las últimas semanas. Lo
poco que era, lo poco que tenía, lo había perdido por el propósito de buscar a
una mujer. Ahora se sentía más infeliz que nunca: sabía que esa búsqueda era
poco menos que infinita y que, por lo tanto, nunca se liberaría de su agobio.
De haber sido aquella una puta orillera, él habría tenido que persistir, con la
constancia de los obsesionados, en los bares y en las calles de los alrededores
del puerto para volver a dar con ella. Si hubiese sido, en cambio, como llegó a

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suponer, una puta de ambientes más considerables, él habría tenido que
trajinar otros sitios no siempre de fácil acceso, otras formas de llegar a un
mismo fin (un hombre que paga, una mujer que finge su entrega). Pero al ser,
como era, una simple mujer y no una puta, la búsqueda de Grieg excedía
ahora los límites de los burdeles o de las casas de citas: la búsqueda de Grieg
abarcaba ahora la ciudad entera y a todas las mujeres que vivían en ella.
Erik Grieg salió a la calle y se alejó de la zona del puerto. No le interesó irse a
recorrer otras partes de lo que era Buenos Aires en 1922; más bien quiso dejar
atrás todo lo que había pasado, y olvidarlo. Mientras caminaba, sin embargo,
con paso apurado y sin destino, no pensaba más que en la mujer de aquella
noche. Se preguntó, sin dar con una respuesta posible, qué razones habría
tenido para hacerse pasar, esa vez, por prostituta. Supuso que tramaba algún
plan, y que por eso parecía estar pensando en otra cosa (todas las putas
piensan en otra cosa, pero como esta no lo era, se le notaba demasiado).
Dedujo, y dedujo bien, que ese encuentro con un hombre cualquiera, en un
lugar cualquiera, era una parte del plan que urdía. Lo que ella quería, pensó
Grieg, y pensó bien, era infligirse la humillación de ese encuentro, tal vez
para aumentar su odio hacia alguien, tal vez para darse impulso hacia algo.
Supo así, sin que nadie lo aliviara ya de tanta pena, que el beso que le había
dado no fue una muestra de sutileza erótica, ni mucho menos una expresión
de afecto que ella no supo o no quiso reprimir, sino, por el contrario, una
forma casi perversa de aumentar esa humillación a la que la mujer se
entregaba. La imaginó esa noche, ya sola en el cuarto, no bien él había
partido. La imaginó, y la imaginó bien, rompiendo el dinero que él le había
dejado. Apenas lo hizo, la mujer se arrepintió: romper el dinero es una
impiedad. Es como tirar el pan.

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