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Pontificia Universidad Católica de Chile


Facultad de Letras
Escuela de Postgrado
Literatura Hispanoamericana (Narrativa)
Profesor: Sebastián Schoennenbeck
Alumno: Héctor Hernandez Montecinos

ALAMIRO: Operación novelesca del trauma

Pensando en tres modos, tres agenciamientos, tres materialidades en que puede ser leída la
novela. Primeramente, como objeto cultural, es decir, la novela como constructo genealógico con sus
tecnologías inherentes al género, con su propio sistema y horizonte de expectativas. La novela como
la conocemos y conoceremos a pesar de los cambios estructurales, editoriales e incluso comerciales.
Luego, la novela como obra, esto es, la estilización de alguno o algunos de sus elementos llevados al
desborde de su propia normalización bajo una premisa o coeficiente estético determinado, incluso al
límite de dejar de parecerse a sí misma. Finalmente, la novela como conjunto de operaciones donde el
texto más bien es una excusa para, punto uno, suspender lo más posible la idea de autoría, género y
estilo; punto dos, perder al lector en un laberinto en el cual él es una operación ficcional más; punto
tres, se des-representa incluso como género y permite un vértigo textual en el cual no hay afuera ni
adentro, ni verdad ni mentira: la operación excede al libro, al autor y al lector. Se convierte en una
performance de escritura, un devenir-novela que no es la novela en sí.

Así, separando la novela en estas tres materialidades, acotando su densidad de ficción e


intervención se me ocurre que es posible no sólo armar una nueva cartografía sino que a la vez un
nuevo barómetro del desgaste de la ficción como tal, de la mera historia, la anécdota y pensar en los
insólitos alcances a los que se podría llegar cuando dichas operaciones pudieran converger en flujos
más amplios hasta poder subvertir la historia como discurso lineal, la economía como cuerpos en
deuda y la moral como discurso no tan sólo de lo bueno y lo malo, sino de lo verdadero y lo falso. La
novela, creo yo, al igual que el museo es la síntesis de la modernidad. Como de algún modo la
fotografía lo es de las identidades. Dispositivos de auto-lectura, auto-intervención y por lo demás,
auto-vaciamiento.

En este flujo novelesco, que en sí es una novela de la novela, podemos no sólo pensar fenómenos
paralelos al de su propia historia desde Cervantes sino que a la vez sintomatizar procesos constitutivos
al de la propia modernidad que sin exagerar podemos reconocer en esta triple fluctuación: la
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modernidad como objeto, como obra de sí (autoreflexiva: contemporaneidad) y como operaciones,


ésta última posiblemente entendida como posmodernidad. Es en estas tensiones que el propio modo
de entender, y leer, la literatura ha cambiado. La novela es el rostro de esas transformaciones. No son
lo mismo las novelas de Rulfo que las de Reinaldo Arenas, o las de D’Halmar y Mario Bellatin, pero
sí lo son. Es en esas intermitencias que una obra como Alamiro (1965) de Adolfo Couve plantea
varias cuestiones interesantes.

Desde las escasas reseñas sobre la obra hasta la venta de la primera edición en páginas de
anticuarios su clasificación es esquiva. Se habla de poema largo, de relato, de novela corta e incluso
de cuento. César Aira1 señala que Alamiro hace “de la fragmentación un efecto del laboratorio de la
prosa” y es justamente pensando en ese sentido de laboratorio, más lo dicho previamente acá en
cuanto a la operación novelesca, que no rehúyo de ciertas metáforas que podríamos llamar médicas.
Es más, Gilles Deleuze en Crítica y clínica2 dice que “la salud como literatura, como escritura,
consiste en inventar un pueblo que falta. Es propio de la función fabuladora inventar un pueblo. No
escribimos con los recuerdos propios, salvo que pretendamos convertirlos en el origen o el destino
colectivos de un pueblo venidero todavía sepultado bajo sus traiciones y renuncias”.

¿Cuál es el enfermo? ¿Cuál es el pueblo? ¿Cuál es la novela? Las tres cuestiones que se
desprenden para preguntar de fondo por el triple eje del cuerpo, el territorio y el discurso
respectivamente. Suponemos que Alamiro es el nombre de quien enuncia, con esa A desdoblada en la
sinécdoque del autor. Suponemos que sus recuerdos son la explicación de un presente, no obstante
ada uno de esos recuerdos es un trauma. El enfermo, el sicótico, es el que no cierra la herida, el que
selecciona las viñetas de su memoria, de su vida, para perpetuarlas. Cada una de las experiencias
desde las más infantiles hasta las de púber tienen que ver con un fracaso de cierta expectativa. Caerse
de la bicicleta, temerle al sapo, la zapatilla y la miga de pan que sus padres le arrojan, las vergüenzas
vividas en la escuela por orinarse, la muerte, el alejamiento de la casa familiar, el atropello de la
mascota, el miedo al primer beso, la censura del sacerdote por leer, la censura del padre por escribir
en la ventana contra él. Cada una de las vivencias tiene que ver con la simbiosis del miedo y el deseo,
fusionándose y creando un estado de desajuste que se expresa en su imposibilidad de comunicación
con los humanos y en la identificación con las flores y árboles que menciona con fruición o con la

1
Aira, César. “Cuentos de fantasmas: Adolfo Couve, Narrativa completa”. Artes y Letras de El Mercurio, 1 de Junio de
2003.
2
Deleuze, Gilles. Crítica y clínica: Barcelona: Anagrama, 1996. P.15.
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yegua Aurora, el perro Copetín o los bueyes Florido y Clavel, únicos con un nombre, es decir, una
identidad. Hay un tal N. de quien no se sabe más que su propio secreto. Este mismo devenir no
humano, de despersonalización, de renuncia a ser un sujeto, y a estarlo: su incomodidad es el punto
que Deleuze menciona en torno a un pueblo, Llay-Llay; luego el balneario. Un pueblo que se
pregunta por su naturaleza y naturalidad en cuanto a la trasformación a pequeña urbe. La historia
familiar que se narra en su negativo es a la vez la historia de una modernidad que incomoda
metaforizada en el teléfono y el telegrama como portadores de malas señales. El paso de una
economía agrícola a una semi industrial es también el paso de una infancia nostálgica rural a una
tecnologización que adolece. Ese es el presente desde donde se recuerda el trauma de dicha
modernización, la enfermedad de la modernidad que para Couve será ciertamente una obsesión.

Esta es la materia textual, el lenguaje enfermo sobre el cual se efectúan ciertas operaciones
novelescas como, por ejemplo, el cambio de persona gramatical, el registro de sub géneros como el
epistolar, la sinestesia narrativa y sobre todo la metatextualidad que se traduce en el hecho del castigo
por leer novelas como Los tres mosqueteros o Bellarion de Rafael Sabatini que es la referencia de
donde aparece la princesa Valeria. Alamiro no se ajusta a la novela como genealogía del género en
pleno boom del Boom en los años sesenta, como tampoco por las estructuras más menos constitutivas
y menos ante las expectativas del lector. Si hubiese que pensar en una obra paralela a ésta sería
Celestino antes del alba de Reinaldo Arenas que se concluye en 1964 y se publica tres años más
tarde. Un niño, Celestino, es el protagonista de una vida en primera persona en un mundo de adultos
ante el cual no encaja y ese desajuste se convierte en lenguaje a tal modo que algunos han leído el
libro también como un poema largo, épico, una microepopeya.

El escritor como un desadaptado es ya un lugar común, pero ciertamente común para muchos
quienes en la escritura encontraron la posibilidad de estos nuevos pueblos imaginarios o estas lenguas
menores para seguir con Deleuze. Alamiro como primera obra publicada de Couve no deja de ser el
síntoma traumático de toda su obra posterior. Una primera visión de sus obsesiones y manías, pero
sobre todo la herida de una infancia que tuvo que buscar en la de otros poder reparar la suya, o de
algún modo poderla volver a vivir no tan sólo en su literatura. Sintomático es el final, “Los epílogos”,
que no es más que la reiteración de ciertas frases, tal como una vida es la reiteración de ciertos
hechos. Toda obra es un cadáver exquisito, pero en este caso lo es mucho más.

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