Está en la página 1de 254

Un nuevo saber.

Los estudios de mujeres


Marysa Navarro y Catharine R. Stimpson (compiladoras)

I. ¿Qué son los estudios de mujeres?


II. Sexualidad, género y roles sexuales
III. Cambios sociales, económicos y culturales
IV. Nuevas direcciones

iMarysa Navarro enseña Historia de América Latina en Dartmouth College,


donde ha sido decana asociada de Ciencias Sociales y es Charles Collis
Professor of History.

Catharine R. Stimpson es editora fundadora de Signs: Journal o f Women in


Culture and Society. Ha participado en los estudios de mujeres y de género
desde los años sesenta. En 1990 fue elegida presidenta de la Modern Language
Association. En la actualidad es University Professor y decana de estudios
graduados en New York University.
Sexualidad,
género y roles
sexuales

MARYSA NAVARRO
CATHARINE R. STIMPSON
C o m p il a d o r a s

Fondo de C ultura E c o n ó m ic a

M é x ic o - A r g en tin a - B rasil - C o lo m bia - C h il e - E spaña


E stados U nidos d e A m érica - P erú - V en ez u ela
Sexualidad, género y roles sexuales

Este libro ha sido patrocinado por el Comité LASA / Ford - Estudios de Género
en las Américas

D. R. © 1999, F o n d o d e C u l t u r a e c o n ó m ic a d e A r g e n t in a , S. A.
El Salvador 5665; 1414 Buenos Aires
Av. Picacho Ajusco 227; 14200 México D. F.

ISBN: 950-557-339-1
Im p r e s o en A r g e n t in a
Hecho el depósito que previene la ley 11.723
índice

Prefacio.................................................................................................. 7

La relación social entre los sexos: implicaciones


metodológicas de la historia de las mujeres,
por Joan Kelly.......................................................................... 15

El género: una categoría útil para el análisis histórico,


por Joan W. Scott.................................................................... 37

Diferencia y dominio: sobre la discriminación sexual


(1984), Catharine A. MacKinnon......................................... 77

Sobre roles sexuales, por Helene Z. Lopata


y Barrie Thorne.......................................................................... 103

Haciendo género, por Candace West


y Don H. Zimmerman..............................................................109

Voces distintas, visiones distintas: género, cultura


y razonamiento moral, por Carol B. Stack............................ 145

La heterosexualidad obligatoria y la existencia lesbiana,


por Adrienne Rich......................................................................159

El Falo lesbiano y el imaginario morfológico,


por Judith Butler........................................................................213
Prefacio

El género es una forma de clasificar los fenómenos de la vida en


masculinos, femeninos y neutros. Está entretejido en todos los
aspectos de nuestras vidas, como lo está el tiempo. En verdad,
para mucha gente el género es tan omnipresente y tan natural co­
mo el tiempo. Así, por ejemplo, cuando nace una criatura pre­
guntamos si es un niño o una niña con la misma naturalidad con
la que nos preguntamos si el calor de un día de verano va a ser
aguantable o inaguantable. Esto ocurre en muchas lenguas, entre
ellas el castellano y el portugués, pues las reglas de gramática, apa­
rentemente rígidas, asignan una identidad de género a la gente, a
los lugares y a todas las cosas. Un niño debe aprender a decir: “es­
toy usando una pluma para escribir en el cuaderno” y no “estoy
usando un pluma para escribir en la cuaderno”; o “llevo el dinero
al banco” y no “llevo la dinera a la banca.”
De hecho, cuanto más sabemos sobre el género, más complica­
do se nos presenta y más preguntas nos plantea. Una niña curiosa
hispanoparlante podría preguntar por qué la democracia es feme­
nina, pero las palabras demócrata y aristócrata pueden ser tanto
masculinas como femeninas. Y otra niña políglota podría pregun­
tar por qué, en algunas lenguas, la sintaxis asigna un género a las
cosas mientras que eso no sucede en otras, como por ejemplo en
inglés. Así, en Estados Unidos, por ejemplo, una persona educa­
da diría: “I am using the pen to write qn my note-book ” o “I am
taking the money to the bank”. Ni pen, ni note-book, ni money,
ni bank tienen género.
A partir de la década del sesenta, en Estados Unidos, el pensa­
miento más creativo y vital sobre el género ha sido el producido
por los estudios de mujeres. Como es natural, las deudas de este
nuevo campo intelectual eran grandes, especialmente con la an­
tropología y la nueva historia de mujeres, con las feministas que
no eran académicas y escribían desde el movimiento, y con El se-
gundo sexo de Simone de Beauvoir, publicado en 1949. Pero la
energía, tenacidad, pasión y perspectiva multidisciplinaria que
los estudios de mujeres han aportado a la exploración del género
son indudablemente nuevas.
La piedra fundamental de los estudios de mujeres sobre género
es la separación de sexo, una condición biológica, y género, un
conjunto de normas y comportamientos sociales y psicológicos. En
inglés los términos que designan los dos sexos son “female” (hem­
bra) y “male” (macho, varón), y los que designan los dos géneros
son “masculine” (masculino) y “feminine” (femenino). No hay co­
nexiones universales, necesarias, naturales, fijas ni esenciales entre
sexo y género, entre la naturaleza y los patrones de género usados
en el proceso de aculturación de una criatura; entre el destino bio­
lógico y el de género. Las sociedades y las familias dictaminan que
las criaturas hembras se transformen en femeninas y que los ma­
chos se transformen en masculinos. A las niñas les ponen vestiditos
con volados y a los niños, miniaturas de uniformes militares. En
resumen, el género es una construcción social.
Es indudable que muchos patean y siguen pateando contra esta
piedra fundamental, entre otros, los fundamentalistas religiosos,
los conservadores sociales, los psicólogos evolucionistas y todos
aquellos que creen que los genes son la influencia más poderosa en
el comportamiento humano. Pero la piedra fundamental, la distin­
ción entre sexo y género, queda inamovible y fortalecida por la ob­
servación de la inmensa variedad de sistemas de género existentes
a través de la historia y de las culturas. Está claro que los significa­
dos de ser macho o hembra no han sido universales; muy por el
contrario, han sido locales, inestables y mutables. Una afronor-
teamericana en Estados Unidos en 1863, cuando la Proclamación
de la Emancipación puso fin a la esclavitud, tendría expectativas
sobre el género -y la vida- muy distintas de las de Mary Todd
Lincoln, la esposa de raza blanca del presidente que emitió ese do­
cumento. Por otra parte, son muchos los individuos que han podi­
do desafiar las normas y las reglas de género. No podrían haberlo
hecho si el género no fuera inestable y desafiable. Un travesti va­
rón, por ejemplo, puede haber nacido macho, pero se complace en
usar ropa de mujer y expresarse mediante gestos femeninos este­
reotipados. Un hermafrodita nace con los órganos genitales de los
dos sexos, socavando así la sabiduría convencional que establece
que un bebé nace de un sexo o de otro y, en consecuencia, pertene­
ce a un género o al otro. Y no hay duda de que las nuevas tecnolo­
gías reproductivas están alterando nuestra profunda definición de
la mujer como el sexo que reproduce y el género que cría.
El fortalecimiento de esta piedra fundamental ha sido tal, tanto
se la ha esculpido, trabajado y aumentado, que su forma se parece
muy poco a la forma que tenía en las décadas del sesenta y del se­
tenta. A fines de los años setenta y principio de los ochenta, mu­
chas académicas que normalmente habrían estado asociadas con
los estudios de mujeres declararon que hacían estudios de género.
Si los estudios de mujeres exploran las experiencias de las muje­
res, los estudios de género exploran las estructuras que confor­
man las experiencias interconectadas de los hombres y las mujeres
en tanto hombres y mujeres. El editorial de Signs: Journal o f Wo-
men in Culture and Society, en su número del verano de 1987, de­
cía: “Con este número enfrentamos [...] la pregunta: ¿deberían
los estudios de mujeres ceder el paso a los estudios de género?”
Desde entonces han coexistido las dos rúbricas. Algunas inves­
tigadoras de los estudios de mujeres sospechan que a los estudios
de género les importa demasiado poco la posibilidad de cambiar
la subordinación y el sufrimiento de las mujeres. Por su parte, las
investigadoras de los estudios de género sospechan que el foco de
los estudios de mujeres es demasiado estrecho. Pero todas saben
que para estudiar a las mujeres hay que estudiar el género e, in­
versamente, que el estudio de género tiene que incluir a las muje­
res. Por otra parte, porque las ideas estimulan más ideas y por­
que la entrada de nuevas generaciones en la academia perturba el
saber, ambos campos han sufrido cambios. Desde el punto de
vista conceptual, un cambio importante ha sido el cuestiona-
miento de la oposición binaria entre sexo y género. Algunas estu­
diosas plantean que no debemos pensar sólo en dos unidades si­
no en tres unidades compuestas por el sexo, nuestra condición
biológica al nacer; la sexualidad, la organización de nuestro de­
seo; y el género, es decir, nuestra identidad psicológica y nuestros
comportamientos. Un segundo cambio conceptual es el cuestio-
namiento todavía más profundo a una oposición binaria entre
los hombres, el género dominante, y las mujeres, el género domi­
nado. Al examinar la interacción entre diferentes sistemas socia­
les, sabemos que algunas mujeres tienen poder sobre algunos
hombres, como lo tiene una reina sobre sus súbditos.
Un tercer cambio ha sido de orden metodológico. Se ha recurri­
do al psicoanálisis con mayor simpatía para explicar los orígenes y
la reproducción de las diferencias de género. Hay actualmente más
interés en el discurso sobre género y en el poder formidable de las
representaciones de género. La presencia e influencia de los Queer
studies ha crecido, particularmente en las humanidades. “Queer
studies” es un juego de palabras, pues en inglés, “queer” quiere
decir tanto “raro, extraño, singular o curioso”, como “maricón” y
“perversión”, desde el punto de vista psicoanalítico. En una prime­
ra instancia, el nombre “Queer studies” nos pide que exploremos
sin sesgos ni prejuicios las vidas de los hombres gays y las mujeres
lesbianas. Luego, “queers” compromete las normas heterosexuales
violadas por gays y lesbianas creando un mapa de las normas y los
retos que se les dedican.
Los ensayos de este volumen tienen tres propósitos generales.
Por un lado, representan trabajos fundamentales de los estudios de
mujeres y los estudios de género en Estados Unidos. Por otro, re­
flejan los cambios en esos campos. Y finalmente buscan estimular
nuevas ideas e iniciar diálogos sobre el género. El ensayo de Joan
Kelly “La relación social entre los sexos: implicaciones metodoló­
gicas de la historia de las mujeres”, publicado por primera vez en
1976, continúa teniendo relevancia en la actualidad. Es posible
que sus ideas más importantes, es decir, que las relaciones entre los
sexos son sociales y que los dos sexos tienen historias diferentes,
sean ya un lugar común. Pero las historiadoras todavía tienen el
trabajo de demostrar cuáles han sido esas diferencias, por qué sur­
gieron y cómo han evolucionado. El poder de su visión de una
historia que comprenda la historia de las mujeres sigue siendo
inspirador. Diez años después de Kelly, Joan W. Scott publicó “El
género: una categoría útil para el análisis histórico”, un artículo
de fama internacional que ha sido instrumental para la interac­
ción de la historia de las mujeres con la historia del género, y de
los estudios de mujeres con los estudios de género. En su resu­
men de las distintas escuelas existentes en la historia de mujeres,
demuestra también el crecimiento de ese campo desde que Kelly
escribiera su texto fundacional. La definición de género de Scott
es sucinta y convincente, y articula varios elementos: el género es
la organización social de las relaciones entre los sexos, que inclu­
yen relaciones de poder, y, sobre todo, el género es la forma pri­
maria de significación de relaciones de poder.
Demostrar que !as relaciones de género son relaciones de poder
y que el ejercicio del poder por parte de los hombres ha perjudica­
do y constreñido s. las mujeres es un aspecto del feminismo pre­
sente en los estudios de mujeres y los estudios de género. Otro
bien puede ser la insistencia de Scott en que “el género debe ser
redefinido y reestructurado junto con una visión de la igualdad
política y social que incluya no solamente al sexo sino también a la
clase y la raza”. El trabajo de Catharine A. MacKinnon sobre teo­
ría moral y legal es un ejemplo puro de análisis de las relaciones de
género como relaciones de poder. En “Diferencia y dominio: sobre
la discriminación sexual (1984)” MacKinnon descarta dos vías le­
gales muy conocidas para obtener la igualdad: la neutralidad de
género y la diferencia de género, que ofrecen alguna protección es­
pecial a las mujeres. Ambas vías, sostiene la autora, convierten a
los hombres en la norma a la vez que borran a las mujeres. Mac­
Kinnon aboga por la vía del dominio, que es francamente políti­
ca, reconoce apasionadamente que las diferencias de género son
diferencias de poder y quiere poner fin al dominio masculino.
Escrito en los años setenta, el trabajo “Sobre roles sexuales” pa­
rece más moderado que “Diferencia y dominio...”. Las sociólogas
Helene Z. Lopata y Barrie Thorne ponen de manifiesto, en este
texto, los límites de aquello que llamamos “roles sexuales” y que
tanta aceptación tiene en las ciencias sociales y en la cultura popu­
lar. Su planteo, sin embargo, es poderoso: para ellas, desplegar ro­
les sexuales es enmascarar y evadir cuestiones de poder entre los
sexos, Además, el género no es un rol en el sentido en que lo es el
de maestra o el de bombero. Mucho más profunda y menos ma­
leable que un rol, nuestra identificación de género infunde e influ­
ye todo lo otro que hacemos.
“Haciendo género”, el trabajo de Candace West y Don H. Zim-
merman publicado en 1987, aunque comenzado diez años ántes,
es un ejemplo, como el artículo de Joan Scott, de cómo han cam­
biado nuestros conocimientos sobre el género. Al igual que Judith
Butler en el artículo que también incluimos en esta antología, West
y Zimmerman están convencidos de que la oposición binaria entre
sexo y género es demasiado simple y ofrecen en su lugar un con­
junto de tres conceptos: sexo, categoría sexual y género. Luego
amplían nuestra comprensión de la teoría del género como cons­
trucción social al describirla no como una estructura estática, sino
como una. actividad social y psicológica, un “logro rutinario, me­
todológico y recurrente”. Aunque usan un vocabulario distinto del
de Butler, anticipan su teoría del género como un repertorio de ac­
tos de representación, continuos y repetidos. Así, configurado en
hechos individuales e institucionales, el género subyace en muchos
otros arreglos sociales, constituyéndose en un elemento básico de
los sistemas humanos.
Carol B. Stack, Adrienne Rich y Judith Butler demuestran la
importancia de unir los estudios de género a otras estructuras y
procesos. En su conjunto, las tres reflejan el tumulto y la multi­
plicidad de perspectivas sobre el género. Stack es una científica so­
cial empírica, Rich una poeta/investigadora y Butler una filósofa
comprometida con el psicoanálisis. “Voces distintas, visiones dis­
tintas: género, cultura y razonamiento moral” de Stack comienza,
como el famoso y polémico libro de Carol Gilligan sobre diferen­
cia de género y razonamiento moral, In a Different Voice... (1982)
(Con una voz diferente...), postulando que cualquier investigación
sobre género debe ser multicultural y contextualizada. Los signifi­
cados de género no solamente se negocian, sostiene la autora, sino
que se generan por intermedio del juego de varias fuerzas, entre
ellas, la raza de una persona. La lectura de textos de afronortea-
mericanas marca los límites y las generalizaciones en el trabajo de
Gilligan. El artículo de Rich, “La heterosexualidad obligatoria y
la existencia lesbiana”, es sensible a la raza, aunque su gran preo­
cupación es cómo se ha borrado el lesbianismo, aun en los estu­
dios de mujeres, y la urgente necesidad de que las lesbianas sean
visibles y visiblemente honorables. Éste, el texto quizás más fa­
moso sobre lesbianismo, analiza implacablemente las fuerzas que
obligan a las mujeres a adoptar y a adaptarse a la heterosexuali-
dad. Al hacerlo, deben abandonar sus sentimientos hacia otras
mujeres y su identificación con ellas, una gama de experiencias
que Rich llama “el continuo lesbiano”. Solamente doce años más
tarde, Butler da por sentada la visibilidad lesbiana y, con su sutile­
za, su ironía y sentido del humor característicos, subvierte la auto­
ridad patriarcal al preguntarse si el Falo lesbiano podría trastornar
las teorías psicoanalíticas, principalmente las de Lacan, que cons­
truye el Falo como el principio, el origen y la garantía privilegia­
dos de los significados y de la diferencia sexual.
Muchos de los trabajos escritos en inglés sobre sexo y género a
menudo establecen juegos entre la palabra “género” y la palabra
“generar”, que quiere decir producir, crear, propagar. Si es obvio
que las relaciones entre los hombres y las mujeres garantizan el
proceso de propagación de la especie humana, es obvio también
que el discurso de una sociedad sobre el género genera los signifi­
cados y la corrección de las relaciones sexuales. Ese discurso deter­
mina si un niño es legítimo o ilegítimo, y si esto es o no un estig­
ma. Esperamos que este volumen genere algo más: un gran debate,
emancipatorio y responsable, sobre el sexo y el género, además de
un profundo entendimiento de lo que el sexo y el género hacen pa­
ra producir las costumbres y las actividades, las tormentas y las
calmas, y los sueños de cada día.
Por último, queremos agradecer el generoso apoyo que nos ha
dado María Florencia Ferre en Buenos Aires y la ayuda incansa­
ble de Gail Vernazza en Hanover, Estados Unidos.

Marysa Navarro
Catharine R. Stimpson
La relación social entre los sexos:
implicaciones metodológicas de la
historia de las mujeres*
Joan Kelly

La historia de las mujeres tiene un doble objetivo: restituir a las


mujeres en la historia y devolver nuestra historia a las mujeres. En
estos últimos años, esa historia ha producido un número extraor­
dinario de investigaciones, conferencias y cursos sobre las activida­
des, condiciones e ideas de y sobre las mujeres. Dos aspectos de es­
te trabajo señalan su crucial importancia. Por un lado, el carácter
interdisciplinario de nuestra preocupación. El aspecto a tomar en
cuenta es su significado teórico, sus implicaciones para los estudios
históricos en general.1 Al intentar incluir a las mujeres en el cono-

* Título original en inglés: “The Social Relation of the Sexes: Methodological


Implications for Women’s History”, en: Eliz^beth Abel (comp.), The Signs rea-
der: women, gender and scholqrship (Chicago: University of Chicago Press,
1983): 11-25. Traducción de Gabriela Montes de Oca Vega; revisada y corregida
por Marysa Navarro.
1 El tema central de este artículo surgió de un grupo de estudio permanente,
que ha sido muy útil para mí, integrado por Marilyn Arthip:, Blanche Cook, Pa­
mela Farley, Mary Feldblum, Alice Kessler-Harris, Amy Swerdlow y Carole Tur-
bin. Muchas de las ideas fueron afinadas en conversaciones con Cerda Lerner,
Renate Bridenthal, Dick Vann y Marilyn Arthur, con quienes compartí varios pa­
neles sobre la historia de las mujeres y sus implicaciones teóricas. Mis estudiantes
del City College en cursos sobre marxismo/feminismo, sobre el miedo a las muje­
res, brujerías y la familia hap estimulado mis preocupaciones intelectuales y han
enriquecido mi comprensión de muchos de los temas aquí presentados. Estoy en
deuda con Martin Fleisher y Nan^y Miller por sus valiosas sugerencias para me­
jorar una versión anterior de este trabajo que presenté para el Congreso de Bar-
nard College sobre “La teoría y el feminismo, II: hacia nuevos crirerios de rele­
vancia”, el 12 de abril de 1975.
cimiento histórico, la historia de las mujeres ha revitalizado la teo­
ría, ya que ha sacudido las bases conceptuales de la investigación
histórica. Y lo ha hecho al problematizar tres preocupaciones fun­
damentales de la reflexión histórica: a) la periodización, b) las ca­
tegorías de análisis social y c) las teorías de cambio social.
Ya que en la actualidad estos tres tenas están en discusión, me
propongo sugerir cómo podrían ser replanteados. Pero al hacer­
lo, también querría demostrar que la conceptualización de estos
problemas expresa una noción fundamental para la conciencia
feminista, a saber, que la relación entre los sexos no es natural si­
no social. Esta es la idea central que altera el pensamiento tradi­
cional en los tres casos.

Periodización

Cuando recurrimos a la historia para entender la situación de las


mujeres, estamos dando por sentado que esa situación es un te­
ma social. Pero la historia, tal como llegamos a ella, no parecería
confirmar esta percepción. A lo largo del tiempo, las mujeres han
estado excluidas en gran medida de las guerras, la riqueza, las le­
yes, los gobiernos, el arte y la ciencia. Los hombres, al desarro­
llar su capacidad como historiadores, consideraron que eran pre­
cisamente esas actividades las que conformaban la civilización:
de ahí la historia diplomática, la historia económica, la historia
constitucional, la historia política y la historia cultural. Las mu­
jeres aparecían sobre todo como excepciones: aquellas considera­
das tan implacables como los hombres, las que escribían como
ellos o tenían una inteligencia parecida a la de ellos. Al intentar
remediar esta omisión, la historia de las mujeres reconoció desde
un principio que la llamada historia compensatoria no era sufi­
ciente. No sería una historia de mujeres excepcionales, aunque
también era preciso otorgarles su debido lugar. Tampoco podía
convertirse en un subtema del pensamiento histórico, una histo­
ria de mujeres paralela a la serie formada por la historia diplo­
mática, la historia económica, etcétera, pues todas han afectado
la historia de las mujeres. De ahí que la investigación feminista
tanto en historia como en antropología se centre principalmente
en el tema del status de las mujeres. En este trabajo uso la pala­
bra “status” en un sentido amplio, para referirme al lugar y al
poder de la mujer, es decir, a los roles y posiciones de las mujeres
en la sociedad en contraste con los de los hombres.
En términos históricos, esto significa examinar los movimien­
tos y las épocas de grandes cambios sociales desde la perspectiva
de la liberación o represión del potencial de la mujer, su significa­
do para el progreso tanto de su propia humanidad como de la de
él. En el momento en que se consigue esto -cuando se parte de la
base de que las mujeres son parte de la humanidad en su sentido
más amplio- el período o la serie de acontecimientos que exami­
namos adquieren un carácter o significado totalmente distinto
del que se adopta tradicionalmente. Efectivamente, lo que surge
es un proceso que se repite con bastante regularidad: en los lla­
mados períodos de cambios progresistas, las mujeres sufren una
relativa pérdida de status. En la medida en que las nuevas pers­
pectivas dramáticas que surgen de este cambio de posición se han
discutido en varias conferencias, seré breve.2 Me permitiré tan
sólo señalar que si aplicamos el famoso aforismo de Fourier -que
la emancipación de las mujeres es un indicador de la emancipa­
ción general de una época- nuestras ideas sobre los llamados de­

2 Congreso de la Asociación de Mujeres Historiadoras de la Nueva Inglaterra,


Universidad de Yale (octubre de 1973): Marilyn Arthur, Renate Bridenthal, Joan
Kelly Gadol; Segundo Congreso de Berkshire sobre la Historia de las Mujeres,
Radcliffe (octubre de 1974): curso sobre “Los efectos de la historia de las mujeres
en la historiografía tradicional”, Renate Bridenthal, Joan Kelly Gadol, Gerda
Lerner, Richard Vann (estos trabajos están en la Biblioteca Schlesinger); Simpo­
sio Sarah Lawrence (marzo de 1975): Marilyn Arthur, Renate Bridenthal, Gerda
Lerner, Joan Kelly Gadol (artículos disponibles como Conceptual Frameworks in
Women’s History [Nueva York, Bronxviile: Publicaciones Sarah Lawrence, 1976]).
Para comentarios recientes en el mismo sentido, véase Cari N. Degler, Is There a
History of Women? (Oxford: Clarendon Press, 1975). Mientras preparo este ar­
tículo para su publicación, la actual crisis económica amenaza nuevamente el
progreso de los estudios feministas, obligando a las nuevas educadoras a abando­
nar sus trabajos, privándolas de las relaciones profesionales necesarias para la in­
vestigación y la teoría, tales como los congresos mencionados anteriormente.
sarrollos progresistas, tales como la civilización ateniense clásica,
el Renacimiento y la Revolución Francesa, cambian de forma
sorprendente. Para las mujeres, el progreso en Atenas significó el
concubinato y el confinamiento de las ciudadanas al gineceo. En
la Europa del Renacimiento, implicó la domesticación de la espo­
sa burguesa y el aumento de la persecución de brujas en todas las
clases sociales. Por último, la Revolución Francesa excluyó ex­
presamente a las mujeres de la libertad, la igualdad y la fraterni­
dad. De pronto vemos estos períodos con una visión nueva, do­
ble, y en cada ojo tenemos una imagen distinta.
Hasta el momento sólo una de estas imágenes ha tenido repre­
sentación en la historia. Cualquiera sea el balance sobre esos pe­
ríodos, siempre está articulado desde el punto de vista de los hom­
bres. La historiografía liberal, en particular, que ve en esos
períodos tres etapas de la progresiva realización de un orden indi­
vidualista social y cultural, sostiene expresamente -aunque sin to­
mar en cuenta los hechos- que los hombres compartieron los pro­
gresos con las mujeres. En los estudios sobre el Renacimiento, por
ejemplo, casi todos los historiadores se han contentado con situar a
las mujeres exactamente en el lugar donde las ubicó Jacob Burck-
hardt en 1890: “en un plano de perfecta igualdad con los hom­
bres”. Para una época que rechazaba la jerarquía de las clases so­
ciales y de los valores religiosos en su restauración de una cultura
secular clásica, tampoco existía, según alegan, “razón alguna para
los ‘derechos de la mujer’ o para la emancipación femenina, sim­
plemente porque el hecho en sí era cosa común”.3 Ahora bien, ad­
mitamos que unas veintitantas mujeres puedan entrar en el pa­

3 The Civilization o f the Kenatssance in Italy (Londres: Phaidon Press,


1950): 241. A excepción de Ruth Kelso, Doctrine for the Lady o f the Renais-
sance (Urbana: University of Illinois Press, 1956), esta opinión es compartida
por todas las obras que conozco sobre las mujeres en el Renacimiento, con ex­
cepción de las escritas por historiadoras feministas contemporáneas. Hasta Si-
mone de Beauvoir y, desde luego, Mary Beard consideran el Renacimiento co­
mo un período en el que se produjo un adelanto en la condición de las mujeres,
aunque el propio Burckhardt señaló que las mujeres de quienes escribía “no te­
nían ideas de lo público; su función era influir en los hombres distinguidos y
moderar los impulsos y caprichos masculinos”.
trón humanista de cultura que el Renacimiento se impuso; lo sor­
prendente es que sean sólo unas veintitantas. Plantear este proble­
ma es advertir el hecho de que no hubo renacimiento para las mu­
jeres, por lo menos no durante el Renacimiento. Por el contrario,
hubo una clara restricción del campo de acción y del poder de las
mujeres. Y esta restricción fue consecuencia de los cambios que
caracterizan ese período.4
Lo que la historiografía feminista ha hecho es trastrocar esas
viejas evaluaciones. Nos ha desengañado de la idea de que la his­
toria de las mujeres es la misma que la historia de los hombres y
que los grandes hitos de la historia tienen el mismo efecto en los
dos sexos. Algunas historiadoras han llegado incluso a sostener
que, debido al vínculo especial que tienen las mujeres con la re­
producción, podría escribirse de nuevo la historia y dividirse en
períodos según los momentos cruciales que afectan a la procrea­
ción, la sexualidad, la estructura familiar, etcétera, y que así de­
bería hacerlo la historia de las mujeres.5 Juliet Mitchell se refiere
a los métodos anticonceptivos modernos como “un aconteci­
miento histórico mundial”, aunque la lógica de su pensamiento y
también del mío se oponga a una periodización que se ajuste so­
bre todo a los cambios en la reproducción. Semejantes criterios
amenazan con separar el desarrollo psicosexual y los patrones
familiares de los cambios sociales generales, o invertir completa­
mente la secuencia causal. Veo en estos planteos una tendencia a
aislar la historia de las mujeres de lo que hasta hace poco se lla­
maba la corriente dominante del cambio social.

4 Véanse los diversos estudios contemporáneos recientes o de próxima publi­


cación sobre las mujeres del Renacimiento: Susan Bell, “Christine de Pizan”, en:
Feminist Studies (enero de 1975-76); Joan Kelly Gadol, “Notes on Women in
the Renaissance and Renaissance Historiography”, en: Conceptual Fratneworks
in Women’s History (véase nota 2, más arriba); Margaret Leah King, “The Reli-
gious Retreat of Isotta Nogarola, 1418-1466”, en: Signs (en prensa); un artículo
sobre las mujeres en el Renacimiento de Kathleen Casey, en: Berenice Carroll
(comp.), Liberating Women’s History (Urbana: University oí Illinois Press,
1976); Joan Kelly Gadol, “Did Woman Have a Renaissance?”, en: R. Bridenthal
y C. Koonz (comps.), Becoming Visible (Boston: Houghton Mifflin Co., 1976).
5 Richard Vann, véase nota 2, más arriba.
Desde mi punto de vista, lo más prometedor de la forma en que
ha empezado a funcionar la periodización en la historia de las mu­
jeres es que es relacional: establece vínculos entre la historia de las
mujeres y la de los hombres, tal como lo hizo Engels en El origen
de la familia, la propiedad privada y el Estado, al ver en los pro­
gresos sociales comunes las razones institucionales para el adelanto
de un sexo y la opresión del otro. Desde esta perspectiva, la pe­
riodización tradicional bien puede mantenerse, y así debería ser
en la medida en que se refiere a los grandes cambios estructurales
de la sociedad. Pero en la evaluación de esos cambios, tenemos
que tomar en cuenta sus efectos sobre las mujeres separados de
sus efectos sobre los hombres. Sabemos que pueden ser tan dife­
rentes en un caso y en el otro, que pueden llegar a oponerse total­
mente y que esas oposiciones tienen explicaciones sociale¿. Cuan­
do se excluye a las mujeres de los adelantos económicos, políticos
y culturales que se logran en ciertas épocas, produciendo así una
situación que da a las mujeres una experiencia histórica distinta a
la de los hombres, debemos buscar en esos adelantos las razones
que expliquen la separación entre los sexos.

El sexo com o categoría social

En esta idea, más completa y más compleja de la periodización,


hay implícitas dos convicciones: en primer lugar, que las mujeres
conforman un grupo social discreto y, en segundo lugar, que la
invisibilidad de este grupo en la historia tradicional no debe atri­
buirse a la naturaleza femenina. Estas ideas, que provienen clara­
mente de una conciencia feminista, tienen otro impacto en el fun­
damento conceptual de la historia al introducir el sexo como una
categoría del pensamiento social.
\ El feminismo ha puesto de manifiesto que el simple hecho de
ser una mujer ha implicado tener un tipo particular de experien­
cia social y, por ende, histórica, pero el significado exacto del ser
mujer en este sentido histórico o social no ha sido tan claro. ¿A
qué puede atribuirse la situación de la mujer como la otra ? ¿Qué
la perpetúa históricamente? El “Redstockings Manifestó” de 1969
afirmaba que “las mujeres son una clase oprimida” y sugería que
las relaciones entre hombres y mujeres eran relaciones de clase,
que la “política sexual” era una política de dominación de clase. La
consecuencia más fructífera de esta concepción de las mujeres co­
mo clase social ha sido la ampliación del análisis de clase y la in­
serción de las mujeres en él. Éste ha sido el trabajo de feministas
marxistas tales como Margaret Benston y Sheila Rowbotham,6
que encuentran las raíces de la opresión de la mujer en la econo­
mía, puesto que las mujeres como grupo han tenido una relación
diferente con la producción y la propiedad de la de los hombres,
en casi todas las sociedades. Las consecuencias personales y psico­
lógicas de una posición subordinada se derivan de esta relación es­
pecial con el trabajo. Sin embargo, como lo han manifestado las
propias Rowbotham y Benston, una cosa es aplicar las herramien­
tas del análisis de clase a las mujeres y otra muy distinta es afirmar
que las mujeres son una clase. Las mujeres pertenecen a todas las
clases sociales y así lo han confirmado la nueva historia de las mu­
jeres y las historias del feminismo. Han demostrado, por ejemplo,
cómo las divisiones de clase desorganizaron y destruyeron la pri­
mera ola del movimiento feminista en los países no socialistas y
cómo el feminismo ha estado expresamente subordinado a la lu­
cha de clases en el feminismo socialista.7

6 “Redstockings Manifestó”, en: Robin Morgan (comp.), Sisterhood is power-


ful (Nueva York: Random House, 1970): 533-536; Margaret Benston, The Poli-
tical Economy o f Womeris Liberation, (reimpresión de Monthly Review, Nueva
York, 1970); Sheila Rowbotham, Wornan's Consciousness, Maris World (Midd-
lesex: Pelican Books, 1973) con bibliografía de las revistas pertinentes. Se publi­
caron varios artículos significativos que aplican el análisis marxista a la opresión
de las mujeres en varios números de Radical America y New Left Review.
7 Eleanor Flexner, Century o f Struggle (Nueva York: Atheneum Publishers,
1970); Sheila Rowbotham, Woman, Resistance and Revolution (Nueva York:
Random House, 1974); panel del Segundo Congreso Berkshire sobre la Historia
de las Mujeres, Radcliffe, véase nota 2, sobre “Clara Zetkin and Adelheid Popp:
the Development of Feminist Awareness in the Socialist Women’s Movement-
Germany and Austria, 1890-1914”, con Karen Honeycutt, Ingurn LaFleur y Jean
Quatert, el artículo de Karen Honeycutt sobre Clara Zetkin se encuentra en Fe­
minist Studies (invierno 1975-76).
Por otra parte, aunque las mujeres pueden adoptar los intere­
ses y la ideología de los hombres de su clase, las mujeres como
grupo cruzan los sistemas de clase masculinos. Aunque me opon­
dría a la noción de que las mujeres de todas las clases sociales, en
todas las culturas y en todas las épocas han tenido una posición
subordinada, hay pruebas suficientes de que así sucede en gene­
ral aunque la situación no sea universal. Desde el advenimiento
de la civilización y, por ende, de la historia misma -en oposición
a las sociedades prehistóricas- el orden social ha sido patriarcal.
¿Eso significa entonces que las mujeres constituyen una casta, es
decir, un orden inferior de carácter hereditario? Esta noción pue­
de ser útil, como lo puede ser la idea extraída de la experiencia de
la población negra en Estados Unidos de que las mujeres son un
grupo minoritario.8 El sentido de otredad implícito en estas ideas
es esencial para adquirir la conciencia de que a lo largo de la histo­
ria las mujeres han sido un grupo social oprimido. Nos ayudan a
entender la formación social de la feminidad como la interioriza­
ción de una inferioridad asignada, que sirve simultáneamente para
manipular a aquellos que tienen una autoridad ausente en las mu­
jeres. No obstante, las nociones de casta y de grupo minoritario no
son productivas, como conceptos explicativos, cuando se aplican a
las mujeres. ¿Por qué esa mayoría tendría que ser una minoría? ¿Y
por qué las que pertenecen a esta casta particular, a diferencia de
todas las otras castas, no tienen el mismo rango en toda la socie­
dad? Es claro que la psicología de minoría de las mujeres, al igual
que su status de casta y su quasi opresión de clase deben tener ori­
gen en la característica que distingue universalmente a todas las
mujeres, o sea su sexo. Cualquier esfuerzo por entender a las muje­
res en términos de categorías sociales que oculten este hecho fun­
damental tiene que fracasar para dar lugar a conceptos más apro­

8 Helen Mayer Hacker hizo algunos trabajos interesantes en este sentido en


los años cincuenta, como “Women as a Minority Group”, en: Social Torces,
núm. 30, (octubre 1951-mayo 1952), Know Inc., 1972. Recientemente, Degler
ha examinado estas clasificaciones y también ha decidido que deben ser recha­
zadas (véase nota 2, más arriba).
piados. Para Gerda Lerner: “Todas las analogías -de clase, grupo
minoritario o casta- son una aproximación a la posición de las
mujeres, pero no logran definirlas adecuadamente. Las mujeres
constituyen una categoría en sí mismas: el análisis adecuado de su
posición en la sociedad exige nuevas herramientas conceptuales”.9
O sea que las mujeres deben ser definidas en tanto mujeres. Somos
lo opuesto social, no de una clase, una casta o una mayoría, pues
nosotras somos una mayoría, sino de un sexo, los hombres. Somos
un sexo y la categorización por género ya no implica de por sí ni
maternidad, ni subordinación a los hombres, excepto como roles y
relaciones sociales reconocidos como tales, socialmente construi­
dos y socialmente impuestos.
Buena parte del entusiasmo inicial con los estudios de las mu­
jeres se debió a este descubrimiento: lo que se consideraba natu­
ral era en realidad un producto de los seres humanos, en tanto
orden social y en tanto descripción de ese orden determinado na­
tural y físicamente. Los ejemplos de este tipo de razonamiento
ideológico se remontan a la historia de Eva, pero las ciencias so­
ciales han estado funcionando de la misma manera, como un mi­
to que refuerza el patriarcado. Una psicóloga feminista afirma:
“Es científicamente inaceptable defender la superioridad natural
de las mujeres como educadoras de criaturas y socializadoras de
niños y niñas, cuando hay tan pocos estudios sobre los efectos de
la interacción entre varones y criaturas o entre padres y bebés en
su desarrollo posterior”.10 Una antropóloga se siente obligada a
rechazar y sospechar de los argumentos supuestamente científicos
que atribuyen a los primates en general la familia monogámica y
el predominio masculino. De hecho, señala, “estos rasgos no son
universales entre los primates no humanos, incluso entre algunos
de los más cercanos a los seres humanos”. Y cuando surgen el

9 Gerda Lerner, “The Feminist: a Second Book”, en: Columbio Forum, núm.
13 (otoño 1970): 24-30.
10 Rochelle Paul Wortis, “The Acceptance of the Concept of Maternal Role by
Behavioral Scientists: its Effects on Women”, en: American Journal o f Orthopsy-
chiatry, núm. 41 (octubre 1971): 733-746.
dominio masculino y las jerarquías masculinas, “parecen ser
adaptaciones a ambientes particulares”.11
Los historiadores no podían pretender tener un conocimiento
especial sobre los roles naturales y las relaciones entre los sexos,
pero sabían en qué consistía ese orden o lo que debiera ser. La
historia simplemente tendía a confirmarlo. El Diccionario de pin­
tores y grabadores de Bryan, publicado en 1904, dice que la artis­
ta renacentista Propertia Rossi era: “una dama de Boloña, conoci­
da como escultora y artista del tallado, pero también grababa en
cobre, y aprendió dibujo y diseño con Marco Antonio. Era nota­
ble por su belleza, virtudes y talentos, y murió joven en 1530, a
consecuencia de un amor no correspondido. ¡Su última obra fue
un bajorrelieve de José y de la esposa de Putifar!”.12 Los signos de
exclamación al final del artículo son como un codazo en las costi­
llas, pues implican que la “dama” (denominación que en este caso
nada tiene que ver con la clase social), hermosa y desdichada en el
amor, tenía esa única preocupación. En realidad, los historiadores
sabían por qué no había grandes artistas mujeres. De allí que éste
no fuera un problema histórico hasta que Linda Nochlin, histo­
riadora del arte y feminista, lo planteó como tal al investigar los
factores institucionales que estructuran la actividad artística en
lugar de los dones naturales.13
Cuando el tema de la mujer surgió abiertamente y algunos his­
toriadores como H. D. Kitto alzaron la voz para defender su so­
ciedad, en este caso la griega, reapareció una vez más el orden
natural de las cosas.14 Si no se permitía que las atenienses circu­
laran libremente, ¿no era porque eran demasiado delicadas para
el cansancio que daban los viajes en aquellos tiempos? Si no de­
sempeñaban ningún papel en la vida política, actividad que era el

11 Kathleen Gough, “The Origin of the Family”, en: Journal ofMarriage and
tbe Family, núm. 33 (noviembre de 1971): 760-771.
12 George Bell, Diccionario de pintores y grabadores de Bryan, Londres, vol.
4 (1904): 285.
13 Linda Nochlin, “Why Have There Been no Great Women Artists?”, en: Art
News, núm. 69, vol. 9 (enero 1971): 22-39 y 67-71.
14 H. D. Kitto, The Greeks (Baltimore: Penguin Books, 1962): 219-236.
origen de la dignidad humana para los griegos, ¿no era porque el
gobierno trataba “de asuntos que indefectiblemente sólo los
hombres podían juzgar por su propia experiencia y ejecutar por
su propio esfuerzo”? Si las niñas no iban a la escuela, ¿no las ins­
truía la madre en las artes de la ciudadanía femenina? (“Si deci­
mos ‘trabajo doméstico’ -admite Kitto-, suena degradante, pero
si hablamos de Ciencia Doméstica, suena eminentemente respeta­
ble; y hemos visto lo variada y responsable que era esta labor.”)
Pero el principal argumento de Kitto estaba reservado a la fami­
lia, a su importancia religiosa y social en la sociedad ateniense. Su
razonamiento en este caso es como una frase incompleta. Tiene
razón cuando apunta que la extinción de una familia o la disper­
sión de su propiedad era vista como un desastre. Pero para él, este
hecho es una causa, pues su posición es que el lugar natural de la
mujer es servir a la familia y perpetuarla criando herederos legíti­
mos mediante los cuales se transmite su propiedad y sus ritos. Si
en la sociedad griega esa tarea requería que se confinaran en el
hogar y sus alrededores, esto justifica las incapacidades legales de
las esposas. En cuanto a las otras mujeres que la sociedad atenien­
se exigía y reglamentaba legalmente, las concubinas no se mencio­
nan, y las hetairas son “aventureras que habían dicho no a los
asuntos serios de la vida. Desde luego divertían a los hombres,
‘pero, mi querido amigo, uno no se casa con mujeres como ésas’”.
Kitto escribió su historia en 1951.
Si nuestra comprensión de la contribución griega a la vida so­
cial y a la conciencia requiere ahora una adecuada representación
de la experiencia vital de las mujeres, también el ámbito sexual,
conformado por las instituciones de la familia y el Estado, es una
cuestión que en la actualidad no sólo merece ser investigada his­
tóricamente sino que tiene que serlo porque es central. Considero
que ésta es la segunda gran contribución que la historia de las
mujeres ha aportado a la teoría y práctica de la historia. Hemos
hecho del sexo una categoría tan fundamental para nuestro análi­
sis del orden social como lo son otras clasificaciones, por ejemplo,
la clase y la raza. Y consideramos que las relaciones entre los se­
xos, al igual que la clase o la raza, están constituidas socialmente
más que naturalmente, y tienen un desarrollo propio que varía
con las diferentes organizaciones sociales. Integradas al orden so­
cial y conformadas por éste, las relaciones entre los sexos deben
formar parte de cualquier estudio del mismo. Nuestro nuevo sen­
tido de la periodización refleja una evaluación del cambio históri­
co desde el punto de vista tanto de las mujeres como de los hom­
bres. El uso del sexo como categoría social significa que hemos
ampliado la concepción del propio cambio histórico ya que la
transformación del orden social se ve ampliada al incluir los cam­
bios en las relaciones entre los sexos.
En mi opinión, la idea de las relaciones sociales entre los sexos,
que es el fundamento deteste desarrollo conceptual, es novedosa
y crucial para la teoría feminista y los trabajos que inspira. La
historiadora del arte Carol Duncan, en una reflexión sobre el ar­
te erótico moderno, pregunta “qué tipo de relaciones entre muje­
res y hombres implica” y observa que las relaciones de domina­
dores/víctimas se vuelven más pronunciadas precisamente
cuando los reclamos de igualdad de las mujeres estaban ganando
reconocimiento.15 Michelle Zimbalist Rosaldo, co-compiladora
de un volumen con trabajos de antropólogas feministas, habla de
la necesidad de que la antropología desarrolle un contexto teóri­
co “dentro del cual las relaciones sociales entre los sexos puedan
ser investigadas y entendidas”.16 En efecto, la mayoría de los en­
sayos de esta obra se centran en la estructura del orden sexual
-sea patriarcal, matrifocal o de otro tipo- de las sociedades estu­
diadas. En lá historia del arte, la antropología, la sociología y la
historia, los estudios sobre la posición de las mujeres necesaria­
mente tienden a fortalecer el carácter social y relacional de la
idea de sexo. La actividad, el poder y la evaluación cultural de
las mujeres simplemente no pueden ser analizados sino en térmi­
nos relaciónales, es decir, en comparación y en contraste con la

15 Artículo no publicado sobre “La estética del poder”, que aparecerá en:
Joan Semmel (comp.), The New Eros (Nueva York: Hacker Axt Books, 1975).
Véase también Carol Duncan, “Virility and Domination in Early 20th Century
Vanguard Painting”, en: Artforum, núm. 12 (diciembre 1973): 30-39.
u Michelle Zimbalist Rosaldo y Louise Lamphere (comps.), Women, Culture
and Society (Stanford: Stanford University Press, 1974): 17.
evaluación de la actividad, poder y cultura de los hombres y en
relación con las instituciones y los desarrollos sociales que con­
forman el orden sexual. Para concluir este punto, citaré a Natalie
Zemon Davis en su discurso en la Segunda Conferencia de Berks­
hire sobre la Historia de las Mujeres, de octubre de 1975:

Me parece que deberíamos interesamos tanto en la historia de


las mujeres como en la de los hombres, que no deberíamos tra­
bajar solamente sobre el sexo oprimido, del mismo modo que un
historiador que trabaja desde una perspectiva de clase no puede
centrarse por entero en los campesinos. Nuestro propósito es
comprender el significado de los sexos, de los grupos de género,
en el pasado histórico. Nuestro propósito es descubrir el alcance
de los roles sexuales y del simbolismo sexual en las diferentes so­
ciedades y períodos, para encontrar qué significado tuvieron y
cómo funcionaron para mantener el orden social o para promo­
ver su cambio.17

Teorías de cam bio social

Si la relación entre los sexos es tan necesaria para comprender la


historia humana como la relación social entre las clases, lo que
ahora es preciso investigar son las conexiones entre los cambios en
las relaciones de clases y sexos.18 Para esta tarea, sugiero que con­
sideremos cambios significativos en los roles respectivos de hom­
bres y mujeres a la luz de cambios fundamentales en el modo de
producción. No estoy proponiendo un simple esquema socioeco­
nómico. Una teoría del cambio social que incorpore las relaciones
entre los sexos debe tener en cuenta la forma en que los cambios
generales en la producción afectan y conforman la producción en
la familia y por lo tanto los roles respectivos de hombres y muje­
res. Asimismo, tiene que tomar en cuenta el movimiento en direc­

17 En Feminist Studies (invierno 1975-1976).


18 Véanse los artículos del panel Conceptual Franteworks in Women’s His-
tory (nota 2, más arriba).
ción contraria: el impacto de la vida familiar y las relaciones entre
los sexos sobre las formaciones psíquicas y sociales.
El estudio de los cambios en la relación social entre los sexos es
nuevo, aunque nos remontemos hasta Bachofen, Morgan y En-
gels. Este último, en particular, estableció claramente el carácter
social de la relación de la mujer con respecto al hombre, aunque
le preocupó solamente un cambio en esa relación -desde ya el
más importante-: la transición al patriarcado al evolucionar la so­
ciedad tribal hacia la civilización y el derrocamiento del patriarca­
do tras el advenimiento del socialismo. Su análisis de la subordi­
nación de las mujeres en términos del surgimiento de la propiedad
privada y la desigualdad de clases es básico para gran parte de la
teoría feminista actual. Estas ideas de Engels casi no han tenido
repercusión en la investigación histórica, aunque sí han influido
sobre teóricos sociales como August Bebel e historiadoras que
han estudiado a las mujeres, tales como Emily James Putnam y Si-
mone de Beauvoir; pero los esfuerzos más recientes por entender
las causas sociales del patriarcado y las razones de las diversas for­
mas que adopta tienden a confirmar sus ideas sobre las relaciones
sociales entre los sexos. De estos trabajos podemos extraer ciertas
conclusiones, que a su vez abren nuevos caminos para la investiga­
ción histórica y antropológica. Por ejemplo, que “la posición so­
cial de las mujeres no siempre, ni en todos los lugares o ni en casi
todos los aspectos, ha estado subordinada a la de los hombres”.19
Aquí cito a una antropóloga porque el caso histórico sobre lo que
no es el orden social patriarcal es considerablemente más endeble.
La característica causal dominante que surge de los estudios an­
tropológicos sobre el orden sexual (en la recopilación de Rosaldo
y Lamphere que he mencionado con anterioridad) es, si existe una
separación entre la esfera doméstica y la esfera pública, cuál es su
medida. Si bien lo que constituye lo doméstico y lo público varía
\

,9 Karen Sacks, “Engels Revisited”, en: Rosaldo y Lamphere (comps.), ob. cit.:
207. Véase también la Introducción de Eleanor Leacock en: F. Engels, The Origin
of the Family, Private Property, and the State (Nueva York: International Publis-
hers, 1972); también el artículo de Leacock presentado en el seminario sobre
“Las mujeres en la sociedad”, de la Universidad de Columbia, en abril de 1975.
en las distintas culturas y su demarcación también es diferente, si
se colocan las sociedades en una escala, en uno de cuyos extremos
se ubican los ejemplos en que las actividades familiares y públicas
se mezclan bastante y en el otro aquellos en que las actividades
públicas y domésticas están drásticamente diferenciadas, surgen
pautas regulares.
Cuando las actividades familiares coinciden con las públicas o
sociales, la posición de las mujeres es comparable o incluso supe­
rior a la de los hombres. Esta pauta concuerda con los planteos
de Engels, porque en estos casos los medios de subsistencia y de
producción son propiedad común y la familia comunal es el pun­
to focal tanto de la vida doméstica como de la social. Por consi­
guiente, en las sociedades donde la producción para el intercam­
bio es escasa y donde la propiedad privada y la desigualdad de
clases no están desarrolladas, las desigualdades entre los sexos
son menos evidentes. Los roles de las mujeres son tan diversos
como los de los hombres, aunque hay diferencias de sexo; la au­
toridad y el poder son compartidos por las mujeres y los hom­
bres en vez de estar investidos por la jerarquía masculina; la cul­
tura otorga a las mujeres una alta valoración, y las mujeres y los
hombres tienen derechos sexuales comparables.
Lo máximo que se puede decir sobre la división sexual del tra­
bajo en las sociedades en este extremo de la escala es que hay una
tendencia a la aproximación de madre/criatura o mujeres/criatu­
ras y en los hombres, una tendencia a la caza y la guerra. Esta divi­
sión natural del trabajo, si es que lo es, aún no está socialmente
determinada. Es decir, tanto los hombres como las mujeres cuidan
de las criaturas y realizan tareas domésticas, y las mujeres cazan al
igual que los hombres. La organización social del trabajo y los ri­
tos y valores que surgen de ella no funcionan separando los sexos
y colocando a uno bajo la autoridad del otro. Eso sucede justa­
mente en el extremo opuesto de la escala, donde el orden domés­
tico y el público están claramente separados. Las mujeres siguen
siendo productoras activas a lo largo de toda la escala (y deben
continuar siéndolo hasta que la riqueza y las desigualdades so­
ciales sean considerables), pero pierden gradualmente el control
sobre la propiedad, los productos y sobre ellas mismas a medida
que aumentan los excedentes, se desarrolla la propiedad privada
y la unidad familiar comunal se convierte en una unidad econó­
mica privada, una familia (extendida o nuclear) representada por
un hombre. La familia misma, la esfera de las actividades de las
mujeres, está a su vez subordinada a un orden social o público
más amplio -gobernado por un Estado- que tiende a ser del do­
minio de los hombres. Éstas son las pautas generales que presen­
tan las sociedades históricas o civilizadas.20
A medida que avanzamos en esta dirección, es evidente que las
desigualdades sexuales están ligadas al control de la propiedad. Es
interesante observar que en varias sociedades las desigualdades de
clase se expresan en términos sexuales. Las mujeres que tienen pro­
piedad en ganado, por ejemplo, pueden emplearlo (bridewealth)
para comprar esposas que les sirvan.21 Este ejemplo, en el que pare­
cen confundirse sexo y clase, en realidad indica hasta qué punto
pueden ser diferentes las relaciones de clase y de sexo. Aunque la
propiedad establece una desigualdad de clase entre esas mujeres,
son sin embargo las esposas, o sea las mujeres en tanto grupo, las
que constituyen un orden que carece de propiedad, que sirve y que
está atado al trabajo doméstico, inclusive la horticultura.
¿Cómo se desarrolla el vínculo de las mujeres con el trabajo
doméstico y qué forma adopta? Este proceso es uno de los pro­
blemas centrales al que se enfrentan la antropología feminista y
la historia feminista. Por definición, esta pregunta rechaza las
simples razones biológicas tradicionales para la caracterización
de mujer-como-doméstica. La privatización del cuidado de las
criaturas y del trabajo doméstico y la clasificación sexual de ese
trabajo como social no son cuestiones naturales. Por lo tanto, su­

20 Sobre este punto sería útil tener más estudios específicos, como los men­
cionados en la nota 1, que describan detalladamente el proceso del cambio so­
cial que fomenta el control masculino de los nuevos medios de producción para
el intercambio y con la nueva riqueza, de un control del orden social o público
más amplio, así como también de la familia. Serían de utilidad estudios históri­
cos sobre las sociedades civilizadas, para examinar ejemplos de los procesos
amplios de cambio social, incluyendo los de nuestra propia sociedad.
21 Es decir entre los ibo, los mbuti y los lovedu; véase Rosaldo y Lamphere,
ob. cit.: 149 ,2 1 6 .
giero que, al examinar este problema, sigamos considerando a
las relaciones de producción como el determinante fundamental
de la división sexual del trabajo y del orden sexual. Cuanto más
diferenciados estén los dominios doméstico y público, más dife­
renciados estarán el trabajo y la propiedad. Hay producción pa­
ra la subsistencia y producción para el intercambio. Sin embargo,
el sistema productivo de una sociedad está organizado, funciona,
como lo señaló Marx, como un proceso continuo que se repro­
duce a sí mismo: es decir, a sus medios e instrumentos materiales,
su gente y las relaciones sociales entre ellos y ellas. Visto como un
proceso continuo (lo que Marx llamó reproducción), el trabajo
productivo de la sociedad incluye la procreación y la socialización
de las criaturas, las cuales deben encontrar su lugar en el orden
social.22 Sugiero que la relación entre los sexos está conformada

22 En Women’s State (Nueva York: Random House, 1973), Juliet Mitchell, so­
bre la base de un ensayo anterior, usó las categorías de reproducción/producción
para escribir la historia de las mujeres. Esto equivale, a grandes rasgos, a las cate­
gorías doméstico/público, si bien ella añadió la sexualidad y la socialización como
otras dos funciones ordenadas socialmente que no deben estar universalmente
vinculadas a la reproducción, aunque lo han estado bajo el capitalismo. Creo que
debemos considerar la sexualidad y la socialización en cualquier estudio del or­
den sexual: ¿cuáles son las relaciones entre el amor, el sexo y el matrimonio en
una sociedad, para mujeres y hombres, heterosexuales y homosexuales? y ¿quién
socializa a los distintos grupos de criaturas, por sexo y por edad, de modo que
encuentren su lugar en el orden social, incluyendo sus lugares sexuales? También
pienso, al igual que Juliet Mitchell, que la evidencia claramente apunta a las rela­
ciones entre el modo de producción dominante en una sociedad y las formas de re­
producción, sexualidad y socialización. Sin embargo, surgen ciertas dificultades,
no tanto al usar este esquema, sino al emplear sus términos, especialmente cuando
se trata de sociedades precapitalistas. Ni las actividades culturales ni las políticas
tienen un lugar claramente discernible bajo la denominación de producción, como
lo tienen por ejemplo si empleamos los términos doméstico/público o simplemen­
te las palabras familia y sociedad. Otra razón por la que prefiero familia/sociedad
o doméstico/público es que los términos producción/reproducción tienden a con­
fundir la reproducción biológica con la social y esto oscurece el trabajo esencial­
mente productivo de la familia y la relación de propiedad entre esposo y esposa.
Véase mi reseña de Rowbotham, en: Science and Society, núm. 39, vol. 4 (invier­
no 1975-1976): 471-474, y el ensayo de Lise Vogel sobre Juliet Mitchell, “The
Earthly Family”, en: Radiurf America, núm. 7 (otoño 1973): 9-50.
por la manera en que se organiza este trabajo de procreación y
socialización en relación con la organización del trabajo que re­
sulta en artículos para la subsistencia y/o el intercambio. En resu­
men, lo que el patriarcado implica como orden social general es
que las mujeres funcionan como propiedad de los hombres en la
conservación y producción de nuevos miembros del orden social;
que estas relaciones de producción se elaboran en la organización
del parentesco y la familia; y que las demás formas de trabajo, ta­
les como la producción de bienes y servicios para uso inmediato,
en general -aunque no siempre- están unidas a estas funciones
procreadoras y de socialización.23
En este esquema, las desigualdades de sexo así como las de clase
tienen raíces en las relaciones de propiedad y las formas de trabajo,
pero existen ciertas diferencias evidentes entre ambas. En el ámbito
público, o sea el orden social que surge de la organización de la ri­
queza general y el trabajo de la sociedad, las desigualdades de clase
son superiores. Para las relacione;- entre los sexos, el control (o la
falta de control) de la propiedad que divide a la gente en propieta­
rios y trabajadores no es significativo. Lo que sí es importante es si
las mujeres de cualquiera de las dos clases tienen las mismas rela­
ciones con el trabajo y la propiedad que los hombres de su clase.
Por otra parte, en sociedades históricas caracterizadas por la
propiedad privada, donde la posesión de toda la propiedad resi­
de en la casa o la familia, las desigualdades entre los sexos son
extremas y aparecen en todas las clases sociales. Lo significativo
para las relaciones domésticas es que las mujeres en una familia,
al igual que los siervos en la Europa feudal, pueden simultánea­
mente tener y ser propiedad. Según una antigua descripción de
viejas leyes romanas:

Una mujer que se unía a su esposo por un matrimonio santo de­


bía compartir en todo sus (de él) posesiones y ritos sagrados [...].

23 En este sentido, véanse las ideas de Rowbotham, Woman’s Consciousness,


Man’s World, ob. cit.; y de Bridget O’Laughlin, “Mediation of Contradiction:
Why Mbum Women Do Not Eat Chicken”, en: Rosaldo y Lamphere (comps.),
ob. cit.: 301-320.
Esta ley obligaba a las mujeres casadas, que no tenían otro refu­
gio, a adecuarse totalmente al temperamento de sus esposos y
obligaba a los hombres, a gobernar a sus mujeres como posesio­
nes necesarias e inseparables. En consecuencia, si una mujer era
virtuosa y obediente en todo a su esposo, era tan ama de la casa
como su marido, y después de la muerte del esposo heredaba las
propiedades que él tenía como una hija [...]. Pero si hacía algo
mal, la parte ofendida era su juez y definía su castigo.24

Sin tomar en cuenta la clase o el tipo de propiedad (aunque mo­


difican la situación de manera interesante), por lo general las
mujeres han funcionado como propiedad de los hombres en la
procreación y en la socialización del trabajo productivo de su so­
ciedad. Las mujeres constituyen una parte de los medios de pro­
ducción y del modo de trabajo de la familia privada.
O sea, el patriarcado se siente en casa. La familia privada es su
dominio adecuado. Pero las formas históricas que tiene el pa­
triarcado, al igual que su origen, deben buscarse en el modo de
producción de la sociedad. El orden sexual cambia con la organi­
zación general de la propiedad y el trabajo, porque esto confor­
ma tanto la familia como el dominio público y determina cómo
se aproximan o se alejan.
Estas relaciones entre el orden doméstico y el público explican
muchas de las oposiciones y yuxtaposiciones expresadas en nues­
tro nuevo sentido de periodización histórica.25 El borramiento de
las líneas entre la familia y la sociedad disminuyó cierto número
de desigualdades sociales, inclusive el doble estándar para las

24 Dionisio de Halicarnaso, The Román Antiquities (Cambridge, MA: Har­


vard University Press) traducción de E. Cary, núm. 1: 381-382. Milton amplió
la relación de propiedad entre marido y mujer hasta el Edén, donde la posesión
de Eva por Adán constituye el primer ejemplo de propiedad privada: “ ¡Salve,
amor casado, ley misteriosa, verdadera fuente/de la descendencia humana única
propiedad/en el paraíso además de todas las cosas comunes!”, (El paraíso per­
dido, pt. 4 líneas 750-751). No es necesario mencionar que, cuando Eva sirve a
Adán mientras él sirve a Dios, la propiedad no es una relación mutua.
23 Para el ejemplo dado aquí, véanse los artículos sobre los períodos corres­
pondientes, en: Bridenthal y Koonz (nota 4, más arriba).
mujeres nobles feudales, por ejemplo, así como para las mujeres
de sociedades capitalistas avanzadas. El status de una noble feu­
dal era elevado antes del surgimiento del Estado, cuando el or­
den familiar era el orden público de su clase; y el ámbito que el
poder político familiar otorgaba a las mujeres incluía la Iglesia,
donde las aristócratas también tenían una esfera propia. Hoy en
día, los dos dominios se acercan de nuevo, en tanto funciones pri­
vadas del ámbito doméstico -educación de criaturas, producción
de alimentos, ropa, cuidado de enfermos, etcétera- se organizan
socialmente. Las mujeres pueden una vez más trabajar y asociar­
se entre ellas fuera de la casa, y la división sexual del trabajo, le­
jos de estar superada, parece cada vez más irracional.
Donde el ámbito doméstico y el público se separaron, sin em­
bargo, las desigualdades sexuales se acentuaron, así como tam­
bién la exigencia simultánea de prostitución y castidad femenina.
Ésta fue la situación en la Atenas clásica, donde la economía de la
unidad doméstica era la forma básica de producción y el orden
social o público de la polis consistía en muchas unidades de ese ti­
po regidas y subordinadas a él. Las esposas de los ciudadanos es­
taban limitadas al orden de la casa: a la producción de herederos
legítimos y a la supervisión de la producción esclava de bienes y
servicios para uso. Aunque eran necesarias para el orden público,
las esposas no pertenecían directamente a él ni participaban del
mismo, y las mujeres libres que quedaban fuera del orden domés­
tico y de su sistema de propiedad se veían también excluidas de
ese orden. La situación de las mujeres de clase media en la Europa
moderna era bastante similar, si bien aquí la producción de bienes
capitalista salió del hogar y se organizó socialmente. Lo que la
producción capitalista hizo con la familia de la clase trabajadora,
después de asaltarla en un principio de manera casi desastrosa,
fue convertirla en un complemento de la producción social.
En la sociedad moderna la familia ha servido como el ámbito
para la producción y capacitación de la clase trabajadora. Ésta
ha sido la razón que se adujo para el funcionamiento de las mu­
jeres como trabajadoras irregulares, con salarios inferiores, que
deben complementar sus sueldos con el vínculo sexual con un
hombre, dentro o fuera de arreglos familiares. La familia sirvió
así para compensar al obrero cuyos medios de subsistencia le
han sido enajenados, pero que puede tener a su mujer como pro­
piedad privada.
Éste ha sido el rol institucionalmente determinado de la fami­
lia bajo el capitalismo; y las mujeres, tanto de las clases pudien­
tes como de las clases obreras, tanto dentro como fuera de la fa­
milia, han tenido sus vidas exteriores e interiores conformadas
por la estructura de sus relaciones sociales.
No cabe duda de que la razón primordial para estudiar la rela­
ción social entre los sexos es política. Comprender los intereses,
más allá de los móviles personales dé algunos individuos satisfe­
chos por la conservación de un orden sexual desigual, es de por
sí liberador. Aísla una vieja injusticia de la ciega acción de las
fuerzas sociales y la coloca en el campo de la elección. Ésta es la
razón por la cual estudiamos la organización de las fuerzas pro­
ductivas de la sociedad, para comprender la forma y estructura
del orden doméstico, ámbito primordial de las mujeres.
Pero la historia de las mujeres también abre la otra mitad de la
historia, al considerar a las mujeres como agentes y a la familia
como una fuerza productiva y social. La tarea más nueva y emo­
cionante del estudio de las relaciones sociales entre los sexos está
todavía ante nosotras: apreciar cómo todos los seres humanos,
los hombres y las mujeres, nos convertimos en criaturas sociales
por obra del orden doméstico. Su carácter y la estructura de sus
relaciones ordenan nuestra conciencia y es por su intermedio co­
mo primero percibimos y entendemos nuestro mundo.26 Com-

16 Éste es uno de los argumentos de Rowbotham en Woman’s Conscious-


ness, Man’s World, ob. cit. Pienso que debería llevar al desarrollo del tipo de
estudios psicosociales e investigaciones sobre la historia de la familia al estilo
de Philippe Aries, Centuries o f Childhood: a Social History o f Family Life
(Nueva York: Alfred A. Knopf, 1965); Nancy Chodorow, “Family Structure
and Feminine Personality”, en: Rosaldo y Lamphere, ob. cit.: 43-67; David
Hunt, Parents and Children in History (Nueva York: Harper & Row, 1972); la
Escuela de Frankfurt sobre Autoritat und familie, Max Horkheimer (comp.),
(Alean, París, 1936); Wilhelm Reich, The Mass Psycbology o f Fascism (Nueva
York: Farrar, Strauss 8c Giroux, 1970); y Eli Zaretsky, “Capitalism, the Family
prender el impacto histórico de las mujeres, la familia y las rela­
ciones entre los sexos, cumple una función en apariencia menos
política, pero tal vez más estrictamente feminista. Si puede de­
mostrarse que la concepción histórica de la civilización incluye
las funciones psicosociales de la familia, entonces podremos in­
sistir en que cualquier reconstrucción de la sociedad sobre bases
justas debe incorporar la reconstrucción de la familia, de todo ti­
po de familias, colectivas y privadas, no como relaciones de pro­
piedad sino como relaciones personales entre personas que se
asocian libremente.

and Personal Life”, en: Socialist Revolutions, núms. 13, 14, 16, 1973. Véase el
excelente artículo sobre esta forma de investigación histórica de Lawrence Stone,
en: The New York Review ofBooks, núm. 21 (14 de noviembre de 1974): 25.
El género: una categoría útil
para el análisis histórico51*
Joan W. Scott

G é n e ro : s. Término estrictamente gramatical.


Hablar de personas o criaturas del género mas­
culino o femenino, en el sentido del sexo mascu­
lino o femenino, es una jocosidad (permisible o
no según el contexto) o una equivocación.

FOWLER, D ictionary o f M odern English Usage ,


Oxford, 1940

Aquellas personas que quieran codificar los significados de las pa­


labras libran una batalla perdida de antemano, porque las pala­
bras, como las ideas y las cosas que ellas significan, tienen historia.
Ni los profesores de Oxford ni la Academia Francesa han podido
contener la marea para capturar y fijar los significados libres pro­
pios del juego de la invención y la imaginación humanas. Mary

* Título original en inglés: “Gender: a Useful Category of Historical Analy-


sis”. Traducción de Marysa Navarro.
Este ensayo fue preparado en una primera instancia para su presentación en
la reunión de la American Historical Association, en Nueva York, el 27 de di­
ciembre de 1985. Fue publicado en su forma presente en la American Historical
Review, vol. 91, núm. 5 (diciembre 1986). Discusiones con Denise Riley, Janice
Doane, Jasmine Ergas, Anne Norton y Harriet Whitehead me ayudaron a for­
mular mis ideas sobre varios temas analizados en este trabajo. La versión final
se benefició con los comentarios de Ira Katznelson, Charles Tilly y Louise A.
Tilly, de Elisabetta Galeotti, Rayna Rapp, Christine Stansell y Joan Vincent.
También agradezco la edición extremadamente cuidada de la AHR a cargo de
Allyn Roberts y David Ransell.
Wortley Montagu agregó mordacidad a su ingeniosa denuncia
del bello sexo mediante el uso impropio pero deliberado de la re­
ferencia gramatical (“mi único consuelo por pertenecer a este gé­
nero ha sido la seguridad de que no me casaría nunca con ningu­
no de ellos”).1 A través del tiempo, la gente ha hecho alusiones
figurativas para evocar rasgos del carácter o la sexualidad, usan­
do términos gramaticales. Por ejemplo, el Dictionnaire de la lan-
gue frangaise, de 187 6, ofrecía el siguiente uso: “On ne sait de
quel gente il est, s’il est mále ou femelle, se dit d ’un homme tres-
caché, dont on ne connait pas les sentiments”.2 Y Gladstone ha­
cía esta distinción en 1878: “Atenea nada tiene de sexo, excepto
el género, y nada de mujer excepto la forma”.3 Más recientemen­
te -demasiado recientemente para encontrar su sitio en los dic­
cionarios o en la Encyclopedia o f the Social Sciences- las femi­
nistas, de una forma más literal y seria, han comenzado a usar
“género” como una forma de referirse a la organización social de
las relaciones entre los sexos. La conexión con la gramática es
explícita y está llena de posibilidades inexploradas. Explícita
porque el uso gramatical comprende reglas formales que son
consecuencia de la designación masculina o femenina; llena de
posibilidades inexploradas porque en muchos lenguajes indoeu­
ropeos existe una tercera categoría: asexuada o neutra. En gramá­
tica, el género se entiende como una forma de clasificar fenóme­
nos, un sistema de distinciones socialmente acordadas, más que
como una descripción objetiva de rasgos inherentes. Además, las
clasificaciones sugieren una relación entre categorías que posibi­
litan distinciones o agrupamientos separados.
En su acepción más reciente, “género” parece haber aparecido
primeramente entre las feministas norteamericanas que deseaban
insistir en la cualidad fundamentalmente social de las distinciones
basadas en el sexo. La palabra denotaba rechazo a! determinismo
biológico implícito en el empleo de términos tales como “sexo” o

1 Oxford English Dictionary (ed. 1961), vol. 4.


2 E. Littré, Dictionnaire de la langue frangaise (París, 1876).
3 Raymond Williams, Keywords (Nueva York: Oxford University Press,
1983): 285.
“diferencia sexual”. “Género” también resaltaba los aspectos re­
laciónales de las 3efiniciones normativas de la feminidad. Quienes
estaban preocupadas porque los estudios de mujeres tenían un en­
foque demasiado estrecho y separaban a las mujeres utilizaron
“género” para introducir una noción relacional en nuestro voca­
bulario analítico. Desde este punto de vista, tanto los hombres co­
mo las mujeres son definidos uno en relación con el otro y no se
podría entender a ninguno de los dos con estudios completamente
separados. Así, Natalie Davis sugería en 1975:

Me parece que deberíamos interesarnos tanto en la historia de las


mujeres como en la de los hombres, que no deberíamos trabajar so­
lamente sobre el sexo oprimido, del mismo modo que un historia­
dor que trabaja desde una perspectiva de clase no puede centrarse
por entero en los campesinos. Nuestro propósito es comprender el
significado de los sexos , de los grupos de género, en el pasado his­
tórico. Nuestro propósito es descubrir el alcance de los roles sexua­
les y del simbolismo sexual en las diferentes sociedades y períodos,
para encontrar qué significado tuvieron y cómo funcionaron para
mantener el orden social o para promover su cambio.4

Además, y quizá sea lo más importante, “género” fue un término


propuesto por quienes afirmaban que el saber de las mujeres
transformaría fundamentalmente los paradigmas de la disciplina.
Las estudiosas feministas pronto indicaron que el estudio de las
mujeres no sólo aportaría temas nuevos, sino que también obli­
garía a una reconsideración crítica de las premisas y normas de
la producción académica.

Estamos aprendiendo -escribieron tres historiadoras feministas-


que el escribir a las mujeres en la historia implica necesariamente
la redefinición y ampliación de nociones tradicionales de signifi­
cado histórico, de modo que abarquen tanto la experiencia per­
sonal y subjetiva como las actividades públicas y políticas. No ts
demasiado sugerir que, por muy titubeantes que sean los comien­

4 Natalie Zemon Davis, “Women’s History in Transition: The European Case”,


en: Feminist Studies 3 (invierno de 1975-1976): 90.
zos reales, una metodología como ésta implica no sólo una nue­
va historia de las mujeres, sino también una nueva historia.5

La forma en que esta nueva historia incluiría y daría cuenta de la


experiencia de las mujeres dependía de la amplitud con que pudie­
ra desarrollarse el género como categoría de análisis. Aquí las ana­
logías con las clases (y las razas) eran explícitas; claro está que las
especialistas en los estudios de mujeres con intereses políticos más
amplios invocaban regularmente las tres categorías como cruciales
para poder escribir una nueva historia.6 El interés por las clases so­
ciales, la raza y el género apuntaba, en primer lugar, al compromiso
de la estudiosa con una historia que incluía las circunstancias de la
gente oprimida y un análisis del significado y de la naturaleza de
su opresión y, en segundo lugar, a entender que las desigualdades
de poder están organizadas por lo menos sobre tres ejes.
La letanía de clase, raza y género sugiere paridad entre esos
términos, pero de hecho ése no es en absoluto el caso. Mientras
que clase se apoya por lo general en la teoría elaborada por
Marx y, a posteriori, sobre la determinación económica y el cam­
bio histórico, la raza y el género no tienen estas connotaciones.
No existe unanimidad entre quienes usan conceptos de clase. Al­
gunos estudiosos emplean conceptos weberianos, otros usan la
clase como recurso heurístico temporario. No obstante, cuando
invocamos la clase, trabajamos con o contra un conjunto de defi­
niciones que, en el caso del marxismo, implican una idea de cau­
salidad económica y una visión del camino a lo largo del cual se
ha movido dialécticamente la historia. Esa claridad o coherencia
no existe en los casos de raza o género. En el caso del género, el
uso ha implicado un conjunto de posiciones teóricas y también
meras referencias descriptivas a las relaciones entre los sexos.

5 Ann D. Gordon, Mari Jo Buhle y Nancy Shrom Dye, “The Problem of Wo-
mefi’s History”, en: Berenice Carroll (ed.), Liberating ’W omen’s History (Urba­
na: University of Illinois Press, 1976): 89.
6 El ejemplo mejor y más sutil es el de Joan Kelly, “The Doubled Vision of
Feminist Theory”, en su Wornen, History and Theory (Chicago: University of
Chicago Press, 1984): 51-64, esp. 61.
Aunque las historiadoras feministas están preparadas para sen­
tirse más cómodas con la descripción que con la teoría, como la
mayor parte de los historiadores, han buscado formulaciones teó­
ricas de posible aplicación. Lo han hecho, por lo menos, por dos
razones. Primero, la proliferación de estudios concretos (case stu­
dies) en la historia de mujeres parece hacer necesaria alguna pers­
pectiva de síntesis que pueda explicar las continuidades y disconti­
nuidades y las desigualdades persistentes, así como las experiencias
sociales radicalmente diferentes. Segundo, la discrepancia entre la
alta calidad de la producción reciente en la historia de las mujeres
y la persistencia de su status marginal en el conjunto de este cam­
po (tal como puede medirse en los libros de texto, planes de estu­
dios y trabajos monográficos) indica los límites de los enfoques
descriptivos que no se dirijan a conceptos dominantes de la disci­
plina, o al menos que no se dirijan a esos conceptos en términos
que puedan debilitar su validez y quizás transformarlos. No ha si­
do suficiente que las historiadoras de mujeres probaran que éstas
tenían una historia o que participaron en las conmociones políticas
más importantes de la civilización occidental. En el caso de la his­
toria de las mujeres, la respuesta de la mayor parte de los historia­
dores no feministas ha sido el reconocimiento de su existencia y
luego la marginación o el rechazo (“las mujeres han tenido una
historia aparte de la de los hombres; en consecuencia, dejemos que
las feministas hagan la historia de mujeres que no tiene por qué in­
teresarnos”; o “la historia de mujeres tiene que ver con el sexo y
con la familia y debería hacerse al margen de la historia política y
económica”). En cuanto a la participación de las mujeres, en el me­
jor de los casos la respuesta ha sido un mínimo interés (“mi com­
prensión de la Revolución Francesa no cambia porque sepa que las
mujeres participaron en ella”). El desafío que plantean esas res­
puestas es, en definitiva, de carácter teórico. Requiere el análisis no
sólo de la relación entre experiencia masculina y femenina en el
pasado, sino también de la conexión entre la Historia pasada y la
práctica histórica actual. ¿Cómo actúa el género en las relaciones
sociales humanas? ¿Cómo da significado el género a la organiza­
ción y percepción del conocimiento histórico? Las respuestas de­
penden del género como categoría analítica.
I

En su mayor parte, los intentos de las historiadoras de teorizar


sobre el género han permanecido dentro de los sistemas científi­
cos sociales tradicionales, empleando formulaciones tradicionales
que proporcionan explicaciones causales universales. Esas teorías
han sido limitadas, en el mejor de los casos, porque tienden a in­
cluir generalizaciones reductivas o demasiado simples que soca­
van no sólo el sentido de la complejidad de la causalidad social
que tiene la historia como disciplina, sino también del compromi­
so feminista con un análisis que lleve al cambio. Una revisión de
estas teorías pondrá de manifiesto sus límites y hará posible pro­
poner un enfoque alternativo.
Los enfoques que utilizan la mayor parte de los historiadores
pertenecen a dos categorías distintas. La primera es esencialmen­
te descriptiva, esto es, se refiere a la existencia de fenómenos o
realidades, sin interpretación, explicación o atribución de causa­
lidad. El segundo tratamiento es causal; teoriza sobre la naturale­
za de los fenómenos o realidades, buscando comprender cómo y
por qué adoptan la forma que tienen.
En su acepción reciente más simple, género es sinónimo de mu­
jeres. En los últimos años, cierto número de libros y artículos cu­
ya materia es la historia de las mujeres sustituyeron en sus títulos
mujeres por género. En algunos casos, esta acepción, aunque refe­
rida vagamente a ciertos conceptos analíticos, en realidad se remi­
te a la aceptación política del campo de estudio. En esos casos, el
uso de género busca subrayar la seriedad académica de una obra,
porque género suena más neutral y objetivo que mujeres. Género
parece ajustarse a la terminología científica de las ciencias socia­
les, separándose así de la (supuestamente estridente) política de
las feministas. En esta acepción, el género no comporta una decla­
ración necesaria de desigualdad o de poder, ni nombra al grupo
oprimido (hasta entonces invisible). Mientras que historia de mu­
jeres proclama su posición política al afirmar que las mujeres son
sujetos históricos válidos (contrariamente a la práctica habitual),
género incluye a las mujeres sin nombrarlas y así parece no plan­
tear amenazas críticas. Este uso de género es una faceta de lo que
podría llamarse la búsqueda de la legitimidad académica por par­
te de las estudiosas feministas en la década de 1980.
Pero solamente una faceta. Género, como sustituto de mujeres,
se emplea también para sugerir que la información sobre las muje­
res es necesariamente información sobre los hombres, que un estu­
dio implica el otro. Este uso insiste en que el mundo de las mujeres
es parte del mundo de los hombres, creado en él y por él. Este uso
rechaza la utilidad interpretativa de la idea de las esferas separa­
das, manteniendo que el estudio de las mujeres por separado per­
petúa la ficción de que una esfera, la experiencia de un sexo, tiene
poco o nada que ver con la otra. Además, género se emplea tam­
bién para designar las relaciones sociales entre sexos. Su uso explí­
cito rechaza las explicaciones biológicas, como las que encuentran
un denominador común para diversas formas de subordinación fe­
menina en que las mujeres tienen capacidad para parir y que los
hombres tienen mayor fuerza muscular. En su lugar, género pasa a
ser una forma de denotar las construcciones culturales, la creación
totalmente social de ideas sobre los roles apropiados para mujeres
y hombres. Es una forma de referirse a los orígenes exclusivamente
sociales de las identidades subjetivas de hombres y mujeres. Según
esta definición, género es una categoría social impuesta sobre un
cuerpo sexuado.7 Género parece haberse convertido en una pala­
bra particularmente útil a medida que los estudios sobre el sexo y la
sexualidad han proliferado, porque ofrece un modo de diferenciar
la práctica sexual de los roles sociales asignados a mujeres y hom­
bres. Si bien los estudiosos reconocen la conexión entre sexo y lo
que los sociólogos de la familia han llamado roles sexuales, no dan
por sentado que el nexo es sencillo y directo. El uso de género pone
de relieve un sistema total de relaciones que puede incluir el sexo,

7 Para una discusión sobre el uso del género para subrayar los aspectos so­
ciales de la diferencia sexual, véase Moira Gatens, “A Critique of the Sex/Gen-
der Distinction”, en: J. Alien y P. Patton (eds.), Beyond Marxistn: Interventions
after Marx (Leichhardt, N.S.W.: Intervention Publications, 1985): 143-160. Es­
toy de acuerdo con su idea de que la distinción sexo/género concede autono­
mía, determinación transparente al cuerpo, ignorando el hecho de que lo que
sabemos sobre el cuerpo es un conocimiento producido culturalmente.
pero no está directamente determinado por él y no es un determi­
nante directo de la sexualidad.
Esos usos descriptivos del género han sido empleados a menu­
do por historiadores para delinear un nuevo campo. Así cuando
los historiadores sociales empezaron a estudiar nuevas temáticas,
el género se reveló útil para temas como las mujeres, los niños, las
familias y las ideologías de género. En otras palabras, este uso del
género se refiere solamente a aquellas áreas -tanto estructurales
como ideológicas- que comprenden relaciones entre los sexos. Ya
que en un primer momento la guerra, la diplomacia y la alta polí­
tica no han tenido que ver explícitamente con estas relaciones, el
género no parece tener aplicación en esos temas y por lo tanto
continúa siendo irrelevante para el pensamiento de historiadores
interesados en temas de política y de poder. El resultado es que se
favorece cierto enfoque funcionalista con raíces en la biología y
se perpetúa la idea de las esferas separadas (sexo o política, familia
o nación, mujeres u hombres) en la historia. Aunque en este caso
el género afirma que las relaciones entre los sexos son sociales, no
dice nada acerca de por qué esas relaciones están construidas co­
mo lo están, cómo funcionan o cómo cambian. En su uso descrip­
tivo, por lo tanto, género es un concepto asociado con el estudio
de las cosas relativas a las mujeres. El género es un tema nuevo,
un nuevo departamento de investigación histórica, pero carece de
la capacidad analítica para enfrentar (y cambiar) los paradigmas
históricos existentes.
Desde luego, algunas historiadoras se dieron cuenta de este
problema y de ahí los esfuerzos por utilizar teorías que pudieran
explicar el concepto de género e interpretar el cambio histórico.
En realidad el desafío estaba en reconciliar la teoría, formulada
en términos generales o universales, y la historia, comprometida
con el estudio de la especificidad contextual y el cambio funda­
mental. El resultado ha sido extremadamente ecléctico: apropia­
ciones parciales que viciaron la capacidad analítica de una teoría
particular o, lo que es peor, el empleo de sus preceptos sin con­
ciencia de sus implicaciones; o bien explicaciones de cambio que,
por estar encajadas en teorías universales, ilustraban sólo temas
inmutables; o estudios maravillosamente imaginativos en los que
la teoría está tan oculta que impide que puedan servir de modelo
para otras investigaciones. Dado que con frecuencia no se han
extraído todas las implicaciones de las teorías que las historiado­
ras han bosquejado, parece que vale la pena invertir algún tiem­
po en hacerlo. Sólo a través de un ejercicio así podemos evaluar
la utilidad de esas teorías y, quizá, enunciar una aproximación
teórica más poderosa.
Las historiadoras feministas han empleado varios enfoques pa­
ra el análisis del género, pero pueden reducirse a tres posiciones
teóricas.8 La primera, un esfuerzo totalmente feminista, intenta
explicar los orígenes del patriarcado. La segunda se centra en la
tradición marxista y busca en ella un compromiso con las críticas
feministas. La tercera, compartida fundamentalmente por los
postestructuralistas franceses y los teóricos angloamericanos de
las relaciones objetales, se basa en estas distintas escuelas psicoa-
nalíticas para explicar la producción y reproducción de la identi­
dad genérica del sujeto.
Las teóricas del patriarcado han dirigido su atención á la su­
bordinación de las mujeres y han encontrado su explicación en la
necesidad del varón de dominar a la mujer. Mary O’Brien, en la
ingeniosa adaptación que hizo de Hegel, ha definido esta domi­
nación del varón como el efecto del deseo de los hombres de
trascender su alienación de los medios de reproducción de la es­
pecie. El principio de continuidad generacional restaura la pri­
macía de la paternidad y oscurece tanto la función verdadera co­
mo la realidad social del trabajo de las mujeres en el parto. La
fuente de la liberación de las mujeres reside en “una compren­
sión adecuada del proceso de reproducción”, la apreciación de la
contradicción entre la naturaleza de la función reproductora de
las mujeres y la mistificación ideológica (que el varón hace) de la
misma.9 Para Shulamith Firestone, la reproducción era también

8 Para un enfoque algo distinto del análisis feminista, véase Linda J. Nichol-
son, Gender and History: The Limits o f Social Theory in the Age o f the Family
(Nueva York: Columbia University Press, 1986).
9 Mary O’Brien, The Politics o f Reproduction (Londres: Routledge y Kegan
Paul, 1981): 8-15, 46.
la “trampa amarga” de las mujeres. Sin embargo, según su análi­
sis más materialista, la liberación se alcanzaría con transforma­
ciones en la tecnología de la reproducción, que en un futuro no
demasiado lejano podría eliminar la necesidad de los cuerpos de
las mujeres como agentes reproductores de la especie.10
Si la reproducción era .a clave del patriarcado para algunas,
para otras la respuesta estaba en la sexualidad. Las atrevidas for­
mulaciones de Catharine MacKinnon eran a la vez suyas y carac­
terísticas de una determinada perspectiva.

La sexualidad es al feminismo lo que el trabajo al marxismo: lo


que nos es más propio, pero se nos quita más. [...] La objetiva­
ción sexual es el proceso primario de la sujeción de las mujeres.
Asocia acto con palabra, construcción con expresión, percepción
con imposición, mito con realidad. El hombre toma a la mujer:
sujeto, verbo, objeto.11

Continuando con su analogía, en lugar del materialismo dialéctico


de Marx, MacKinnon proponía la concientización (aquella de los
grupos feministas de concientización) como el método de ahálisis
feminista. Al expresar la experiencia compartida de la objetivación,
razonaba, las mujeres llegan a comprender su identidad común y,
por consiguiente, entran en la acción política. Aunque para Mac­
Kinnon las relaciones sexuales así entendidas son sociales, sólo la
desigualdad inherente a las relaciones sexuales puede explicar por
qué el sistema de poder opera como lo hace. La causa de las rela­
ciones desiguales entre los sexos son, en definitiva, las relaciones
desiguales entre los sexos. Aunque se diga que la desigualdad de la
cual la sexualidad es la fuente está englobada en un “sistema total
de relaciones sociales” no se explica cómo funciona este sistema.12

10Shulamith Firestone, The Dialectic o f Sex (Nueva York: Bantam Books,


1970). La expresión “trampa amarga” es de O’Brien, The Politics ofReproduc-
tion, ob. cit.: 8.
11 Catharine MacKinnon, “Feminism, Marxism, Method, and the State: An
Agenda for Theory”, en: Sigris 7 (primavera de 1982): 515, 541.
l2Ibíd.: 541, 543.
Las teóricas del patriarcado se han enfrentado con la desigual­
dad de varones y mujeres en temas importantes, pero estas teorías
presentan problemas para los historiadores y las historiadoras. En
primer lugar, si bien ofrecen un análisis desde el propio sistema de
géneros, afirman también la primacía de ese sistema en toda orga­
nización social. Pero las teorías del patriarcado no demuestran
cómo la desigualdad de géneros estructura las otras desigualdades
o, en realidad, cómo afecta el género a aquellas áreas de la vida que
no parecen conectadas con él. En segundo lugar, si la dominación
procede de la forma de apropiación por parte del varón de la la­
bor reproductora de la mujer o de la objetivación sexual de las
mujeres por los hombres, el análisis descansa en una diferencia fí­
sica. Cualquier diferencia física comporta un aspecto universal e
inmutable, incluso si las teóricas del patriarcado tienen en cuenta
la existencia de formas y sistemas variables de desigualdad de gé­
nero.13 Una teoría que se apoya en una única variable de diferen­
cia física plantea problemas para las historiadoras: da por senta­
do un significado consistente o inherente para el cuerpo humano
-al margen de la construcción social o cultural- y esto lleva a la
ahistoricidad del género. En cierto sentido, la historia se convierte
en un epifenómeno, que proporciona variaciones continuas al te­
ma inmutable de la desigualdad permanente del género.
Las feministas marxistas tienen una perspectiva más histórica,
guiadas como están por una teoría de la historia. Pero cuales­
quiera sean las variaciones y adaptaciones, la exigencia autoim-
puesta de que debe haber una explicación material para el género
ha limitado, o al menos retardado, el desarrollo de nuevas líneas
de análisis. Si por un lado se plantea una solución del tipo de los
sistemas duales (que afirma que los dominios del capitalismo y el
patriarcado están separados pero interactúan) o se desarrolla un
análisis más firmemente basado en la discusión marxista ortodoxa
de modos de producción, la explicación de los orígenes y cambios

13 Para una discusión interesante de la utilidad y de los límites del término


“patriarcado”, véase el intercambio entre las historiadoras Sheila Rowbotham,
Sally Alexander y Barbara Taylor, en Raphal Samuel (eds.), People’s History
and Socialist Theory (Londres: Routledge y Kegan Paul, 1981): 363-373.
en los sistemas de género está al margen de la división sexual del
trabajo. Al final de cuentas, las familias, los hogares y la sexuali­
dad son todos productos de modos de producción cambiantes.
Así es como concluía Engels sus exploraciones sobre los El origen
de la familia ...,14 y lo mismo sucede en último término con el
aifálisis de la economista Heidi Hartmann. Ella insiste en la im­
portancia de considerar el patriarcado y el capitalismo como sis­
temas separados pero que interactúan. Sin embargo, su razona­
miento revela que la causalidad económica tiene prioridad y que
el patriarcado siempre se desarrolla y cambia en función de las
relaciones de producción.15
Las primeras discusiones entre feministas marxistas giraron en
torno al mismo conjunto de problemas: el rechazo del esencialis-
mo de quienes argumentaran que las exigencias de la reproduc­
ción biológica determinan la división sexual del trabajo bajo el
capitalismo; la futilidad de incluir los modos de reproducción en
las discusiones sobre los modos de producción (sigue siendo una
categoría por oposición y no asume un status análogo al de los
modos de producción); el reconocimiento de que los sistemas
económicos no determinan directamente las relaciones de género
y que en realidad la subordinación de las mujeres precede al ca­
pitalismo y subsiste en el socialismo; y, a pesar de los pesares, la
búsqueda de una explicación materialista que excluya las dife­
rencias físicas.16 El ensayo de Joan Kelly “La doble visión de la

14 Frederick Engels, The Origin o f the Family, Prívate Property, and the State
(1884; edición de Nueva York: International Publishers, 1972).
15 Heidi Hartmann, “Capitalism, Patriarchy, and Job Segregation by Sex”, en:
Signs 1 (primavera 1976): 168. Véase también: “The Unhappy Marriage of Mar-
xism and Feminism: Towards a More Progressive Union”, en: Capital and Class 8
(verano de 1979): 1-53; “The Family as the Locus of Gender Class, and Political
Struggle: The Example of Housework”, en: Signs 6 (primavera 1981): 366-394.
16 Para discusiones sobre feminismo marxista, véase Zillah Eisenstein, Capita-
list Patriarchy and the Case for Socialist Feminism (Nueva York: Longman,
1981); A. Kuhn, “Structures of Patriarchy and Capital in the Family”, en: A.
Kuhn y A. Wolpe (eds.), Feminism and Materialism: Wornen and Modes o f Pro-
duction (Londres: Routledge y Kegan Paul, 1978); Rosalind Coward, Patriarchal
Precedents (Londres: Routledge y Kegan Paul, 1983); Hilda Scott, Does Socialism
teoría feminista” representó un esfuerzo importante para que­
brar ese círculo de problemas. Kelly planteó que los sistemas eco­
nómicos y de género interactúan para producir experiencias so­
ciales e históricas; que ninguno de los dos sistemas es causal,
pero que ambos “operan simultáneamente para reproducir las es­
tructuras socioeconómicas y de dominación masculina de [...]
[un] orden social particular”. La sugerencia de Kelly en el sentido
de que los sistemas de género tienen un^ existencia independiente
proporcionó una apertura conceptual crucial, pero su compromi­
so de permanecer dentro de un entramado marxista la llevó a
acentuar el rol causal de los factores económicos incluso en la de­
terminación del sistema de género: “La relación entre los sexos
actúa de acuerdo con y a través de las estructuras socioeconómi­
cas, como también las relaciones sexo/género”.17 Kelly introdujo
la idea de una “realidad social de base sexual”, pero tendió a re­
calcar la naturaleza social de esa realidad más que la sexual y, con
frecuencia, “lo social”, tal como ella lo usaba, estaba concebido
en términos de relaciones económicas de producción.
Powers o f Desire..., un volumen de ensayos publicado en 1983,
es la exploración de mayor alcance sobre sexualidad por parte de
las feministas marxistas norteamericanas.18 Bajo la influencia de la
creciente atención a la sexualidad entre activistas políticas y estu­
diosas de la insistencia del filósofo francés Michel Foucault en
que la sexualidad se produce en contextos históricos, y convenci­
das de que la “revolución sexual” requería análisis serios, las au­
toras hacen de la “política sexual” el centro de su indagación. Al

Liberate Wornen? Experiences from Eastern Europe (Boston: Beacon Press,


1974); Jane Humphries, “Working Class Family, Women’s Liberation and Class
Struggle: The Case of Nineteenth-Century British History”, en: Review o f Radi­
cal Political Economics 9 (1977): 5-41; Jane Humphries, “Class Struggle and the
Persistence of the Working Class Family ”, en: Cambridge Journal o f Economics 1
(1971): 241-258; y véase el debate sobre el trabajo de Humphries en: Review of
Radical Political Economics 12 (1980): 76-94.
17Kelly, “Doubled Vision of Feminist Theory”, ob. cit.: 64.
18 Ann Snitow, Christine Stansell y Sharon Thompson (eds.), Powers of De­
sire: The Politics o f Sexuality (Nueva York: Monthly Review Press, 1983).
hacerlo plantean la cuestión de la causalidad y presentan solucio­
nes diversas al problema; en realidad, lo más apasionante de esa
obra es la falta de unanimidad analítica, su sentido de tensión ana­
lítica. Si bien individualmente las autoras tienden a resaltar la cau­
salidad de los contextos sociales (que generalmente quiere decir
económicos), incluyen sin embargo sugerencias acerca de la impor­
tancia de estudiar la “estructuración psíquica de la identidad de
género”. Si en ocasiones se dice que la ideología de género a veces
refleja estructuras económicas y sociales, hay también un reconoci­
miento crucial de la necesidad de comprender el complejo “víncu­
lo entre la sociedad y la estructura psíquica permanente”.19 Por
un lado, las editoras respaldan la propuesta de Jessica Benjamín
de que la política debe prestar atención a “los componentes eróti­
cos y faitcásticos de la vida humana”, pero, por otro, ningún ensa­
yo, con excepción del de Benjamín, discute de frente o con serie­
dad las consecuencias teóricas que plantea.20 En su lugar, a lo
largo del volumen está vigente el supuesto tácito de que el marxis­
mo puede expandirse para acoger debates de ideología, cultura y
psicología, y que esta expansión tendrá lugar a través del tipo de
estudio concreto de la evidencia presentada en la mayor parte de
los artículos. La ventaja de un planteamiento como éste reside en
que evita diferencias marcadas de posición y la desventaja es que
deja intacta una teoría ya completamente articulada que va de las
relaciones entre los sexos a relaciones de producción.
La comparación de los esfuerzos marxistas feministas nortea­
mericanos, exploratorios y relativamente amplios, con los ingle­
ses, más ligados a una política de tradición marxista fuerte y via­
ble, revela que las inglesas han tenido mayores dificultades para
desafiar las restricciones de explicaciones estrictamente determi­
nistas. Esta dificultad puede apreciarse de forma dramática en los
recientes debates aparecidos en New Left Review entre Michéle

19 Ellen Ross y Rayna Rapp, “Sex and Society: A Research Note From Social
History and Anthropology”, en: Powers ofD esire..., ob. cit.: 53.
20 “Introduction”, Powers o f Desire..., ob. cit.: p. 12; y Jessica Benjamín,
“Master and Slave: the Fantasy of Erotic Domination”, en: Powers o f Desire...,
ob. cit.: 297.
Barrett y sus críticos, que le reprochan haber abandonado el aná­
lisis materialista de la división sexual del trabajo bajo el capita­
lismo.21 Puede verse también en la sustitución de una tentativa
inicial feminista de reconciliar el psicoanálisis y el marxismo por
la elección de una u otra de esas posiciones teóricas, por parte de
personas que al principio insistían en la posibilidad de una fu­
sión.22 La dificultad de las feministas inglesas y norteamericanas
para trabajar desde el marxismo es evidente en las obras que he
mencionado. El problema con que se enfrentan es el opuesto al
que presenta la teoría patriarcal. Dentro del marxismo, el concep­
to de género ha sido tratado durante mucho tiempo como el pro­
ducto secundario de estructuras económicas cambiantes; el géne­
ro carece de status analítico independiente.

21 Johanna Brenner y María Ramas, “Rethinking Women’s Oppression”, en:


New Left Review 144 (marzo-abril 1984): 33-71; Michéle Barrett, “Rethinking
Women’s Oppression: A Reply to Brenner and Ramas”, en: New Left Review 146
(julio-agosto 1984): 123-128; Angela Weir y Elizabeth Wilson, “The British Wo­
men’s Movement”, en: New Left Review, 148 (noviembre-diciembre 1984): 74-
103; Michéle Barrett, “A Response to Weir and Wilson”, en: New Left Review
150 (marzo-abril 1985): 153-147; Jane Lewis, “The Debate on Sex and Class”, en:
New Left Review 149 (enero-febrero 1985): 108-120. Véase también Hugh Arms-
trong y Pat Armstrong, “Beyond Sexless Class and Classless Sex: Towards Femi-
nist Marxism”, en: Studies in Political Economy 10 (invierno 1983): 7-44; Hugh
Armstrong y Pat Armstrong, “Comments: More on Marxist Feminism”, en: Stu­
dies in Political Economy 15 (otoño 1984): 179-184; y Jane Jenson, “Gender and
Reproduction: or, Babies and the State”, inédito (junio 1985): 1-7.
22 Para las primeras formulaciones teóricas, véase Papers on Patriarchy:
Conference, London 76 (Londres, n.p., 1976). Agradezco a Jane Caplan que
me ha indicado la existencia de esta publicación y su buena disposición para
compartir conmigo su copia y sus ideas acerca de la misma. Para la posición
psicoanalítica, véase Sally Alexander, “Women, Class and Sexual Difference”,
en: History Workshop 17 (primavera 1984): 125-135. En seminarios de Prince-
ton University, a principios de 1986, Juliet Mitchell pareció volver a acentuar
la prioridad del análisis materialista del género. Para una tentativa de salir del
atolladero teórico del feminismo marxista, véase Coward, Patriarchal Prece-
dents, ob. cit. También el brillante esfuerzo norteamericano en esta dirección
de la antropóloga Gayle Rubin, “The Traffic in Women: Notes on the ‘Political
Economy’ of Sex”, en: Rayna R. Reiter (ed.), Towards an Anthropology o f
Women (Nueva York, 1975): 167-168.
La revisión de la íeoría psicoanalítica requiere la especificación
de las escuelas ya que los diversos enfoques tienden a ser clasifica­
dos por el origgn nacional de sus fundadores y de la mayoría de
sus profesionales. Hay una escuela anglonorteamericana que tra­
baja dentro de los términos de la teoría de las relaciones objetales.
En Estados Unidos, Nancy Chodorow es el nombre que más fácil­
mente se asocia con este enfoque. La obra de Carol Gilligan tam­
bién ha tenido un fuerte impacto en la academia norteamericana,
inclusive entre las historiadoras. La obra de Gilligan se basa en la
de Chodorow, aunque tiene menos interés en la construcción del
sujeto que en el desarrollo moral y el comportamiento. En con­
traste con la escuela anglonorteamericana, la escuela francesa se
basa en lecturas estructuralistas y postestructuralistas de Freud en
términos de teorías del lenguaje (para las feministas, la figura cla­
ve es Jacques Lacan).
Ambas escuelas están interesadas en los procesos por los que se
crea la identidad del sujeto; ambas se centran en las primeras etapas
del desarrollo de la niñez en busca de claves para la formación de la
identidad de género. Las teóricas de las relaciones objetales hacen
hincapié en la experiencia real (el niño o la niña ve, oye y se relacio­
na con sus cuidadores, en particular, por supuesto, con sus padres),
mientras que los postestructuralistas recalcan la función central del
lenguaje en la comunicación, interpretación y representación del gé­
nero. (Por lenguaje, los postestructuralistas no quieren decir pala­
bras sino sistemas de significados -órdenes simbólicos- que prece­
den al dominio real del habla, la lectura y la escritura.) Otra
diferencia entre las dos escuelas de pensamiento está en el incons­
ciente, que para Chodorow es en última instancia sujeto de la com­
prensión consciente pero para Lacan no lo es. Para los lacanianos y
las lacanianas, el inconsciente es un factor crítico en la construcción
del sujeto; además, es la ubicación de la división sexual y, por esa
razón, de la inestabilidad constante del sujeto generizado.
En los últimos años, las historiadoras feministas han recurrido
a esas teorías ya sea porque sirven para sancionar hallazgos espe­
cíficos con observaciones generales o porque parecen ofrecer una
formulación teórica importante sobre el género. Cada vez más, las
historiadoras que trabajan con el concepto de cultura de mujeres
citan las obras de Chodorow o de Gilligan como prueba y expli­
cación de sus interpretaciones; las que se ocupan de teoría femi­
nista miran a Lacan. En definitiva, ninguna de esas teorías me
parece completamente viable para la historia; una consideración
más detallada de las dos puede ayudar a explicar el porqué.
Mis dificultades con la teoría de las relaciones objetales están
relacionadas con su literalidad, su confianza en que estructuras re­
lativamente pequeñas de interacción producen la identidad de gé­
nero y generan cambio. Tanto la división del trabajo en las fami­
lias como la asignación real de funciones al padre y a la madre
juegan un papel crucial en la teoría de Chodorow. La consecuencia
de los sistemas occidentales dominantes es una división clara entre
el varón y la mujer: “El sentido femenino básico del yo está vincu­
lado al mundo; el sentido masculino básico del yo está separa­
do”.23 Según Chodorow, si el padre estuviera más implicado en la
crianza y tuviera mayor presencia en las situaciones domésticas,
las consecuencias del drama edípico podrían ser diferentes.24

23 Nancy Chodorow, The Reproduction o f Mothering: Vsychoanalysis and


the Sociology ofG ender (Berkeley: University of California Press, 1978): 169.
24 “Mi relato sugiere que estos temas relacionados con el género pueden ser in­
fluidos durante el período del complejo de Edipo, pero no son su único centro o
resultado. La gestación de esos temas está presente en el contexto de procesos más
amplios de las relaciones objetales y del ego. Estos procesos más amplios influyen
por igual sobre la formación de la estructura psíquica, la vida psíquica y los modos
relaciónales de hombres y mujeres. Explican los diferentes modos de identificación
y orientación hacia objetos heterosexuales, por las consecuencias asimétricas del
Edipo que describen los psicoanalistas. Estos resultados, como los resultados edípi-
cos más tradicionales, proceden de la organización asimétrica de la crianza de hi­
jos e hijas, con el rol de la madre como elemento primario y el del padre más leja­
no, con su interés en la socialización, en especial en áreas relacionadas con los
estereotipos de género”, Chodorow, ibídem: 166. Importa señalar que hay diferen­
cias de interpretación y enfoque entre Chodorow y las teóricas británicas Je las re­
laciones objetales, que siguen la obra de D. W. Winicott y Melanie Klein. F.l enfo­
que de Chodorow se caracteriza por ser una teoría más sociológica o socializada,
pero es la óptica dominante a través de la cual las feministas norteamericana.» se
han acercado a la teoría de las relaciones objetales. Sobre la historia de la teoría
británica de las relaciones objetales desde la política social, véase Denise Riley,
War in the Nursery (Londres: Virago, 1984).
Esta interpretación limita el concepto de género a la familia y a
la experiencia doméstica, por lo que no deja vía para que la histo­
riadora relacione el concepto (o el individuo) con otros sistemas
sociales de economía, política o poder. Por supuesto, queda implí­
cito que el ordenamiento social que requiere que los padres traba­
jen y las madres se ocupen de U crianza de los hijos e hijas estruc­
tura la organización familiar. Ei origen de estos arreglos y por qué
están articulados en términos de una división sexual del trabajo
no está claro. Tampoco se plantea la cuestión de la desigualdad en
contraste con la asimetría. ¿Cómo podemos explicar con esta teo­
ría la persistente asociación de lo masculino con el poder, el ma­
yor valor de lo masculino en contraste con lo femenino, la mane­
ra en que los niños y las niñas aprenden estas asociaciones de
masculinidad con el poder aun cuando vivan fuera de la familia
nuclear o en hogares en los que la crianza está igualmente dividi­
da entre el esposo y la esposa? No pienso que podamos hacerlo
sin prestar atención a los sistemas de significación, es decir, a las
formas en que las sociedades representan el género, lo usan para
articular las reglas de relaciones sociales o para construir el signi­
ficado de la experiencia. Sin significado, no hay experiencia; sin
proceso de significación no hay significado.
El lenguaje es el centro de la teoría lacaniana; es la clave para
instalar a ina cristura en el orden simbólico. A través del lengua­
je se construye la identidad genérica. Según Lacan, el falo es el
significante central de b diferencia sexual. Pero el significado del
falo debe leerse metafóricc'mente. Para una criatura, el drama edí-
pico se manifiesta en términos de interacción cultural, puesto que
la amenaza de castración incluye el poder y las normas legales
(del padre). Su relación con la ley depende de la diferencia sexual,
de su identificación imaginaria (o fantástica) con la masculinidad
o la feminidad. En otras palabras, la imposición de las normas de
interacción social es inherente al género y específica, porque la
mujer tiene necesariamente una relación diferente a la del hombre
con el falo. Pero si bien la identificación genérica siempre aparece
como coherente y fija, en realidad es altamente inestable. Como
sistemas de sentidos, las identidades subjetivas son procesos de di­
ferenciación y distinción que requieren la eliminación de ambi­
güedades y de elementos opuestos con el fin de asegurar (y crear
la ilusión de) coherencia y comprensión común. El principio de
masculinidad descansa en la necesaria represión de aspectos feme­
ninos -del potencial del sujeto para la bisexualidad- e introduce
un conflicto en la oposición de lo masculino y femenino. Los de­
seos reprimidos que están presentes en el inconsciente son una
amenaza constante para la estabilidad de la identificación genéri­
ca, al negar su unidad y subvertir su necesidad de seguridad. Ade­
más, las ideas conscientes de masculino y femenino no son fijas,
ya que varían según el contexto del uso. Por lo tanto siempre hay
conflicto entre la necesidad del sujeto de una apariencia de totali­
dad y la imprecisión de la terminología, su significado relativo y
su dependencia de la represión.25 Esta clase de interpretación hace
problemáticas las categorías de varón y mujer, al sugerir que mas­
culino y femenino no son características inherentes, sino construc­
ciones subjetivas (o ficticias). Esta interpretación implica también
que el sujeto está en un proceso constante de construcción y ofre­
ce una forma sistemática de interpretar el deseo consciente e in­
consciente, al señalar el lenguaje como el lugar adecuado para el
análisis. En este sentido, la encuentro instructiva.
No obstante, me molesta la fijación exclusiva sobre cuestiones
del sujeto y la tendencia a reificar subjetivamente originando un
antagonismo entre varones y mujeres como hecho central del gé­
nero. Además, aunque hay apertura en la noción de cómo se
construye el sujeto, la teoría tiende a unlversalizar las categorías y
la relación entre el varón y la mujer. Para las historiadoras, el re­
sultado es una lectura reduccionista de la evidencia del pasado.
Aun cuando esta teoría toma en cuenta las relaciones sociales al
vincular la castración con la prohibición y la ley, no permite la
introducción de una noción de especificidad y variabilidad histó­
rica. El falo es el único significante; el proceso de construcción
del sujeto genérico es en definitiva predecible, porque siempre es

25 Juliet Mitchell y Jacqueline Rose (eds.), Jacques Lacan and the École
Freudienne (Nueva York: Norton, 1983); Alexander, “Women, Class and Se­
xual Difference”, ob. cit.
el mismo. Si, como Rigiere la teórica del cine Teresa de Lauretis,
necesitamos pensar en términos de construcción de la subjetivi­
dad en contextos sociales e históricos, no hay manera de especifi­
car esos contextos en los términos propuestos por Lacan. Hasta
en la tentativa de De Lauretis, la realidad social (esto es, “las [re­
laciones] materiales, económicas e interpersonales que son de he­
cho sociales y, en una perspectiva más amplia, históricas”) parece
hallarse afuera, separada del sujeto.26 Falta un modo de concebir
la realidad social en términos de género.
El problema del antagonismo sexual en esta teoría tiene dos
aspectos. En primer lugar, proyecta un cierto elemento de atem-
poralidad, incluso cuando se historiza bien, tal como lo ha hecho
Sally Alexander. Su lectura de Lacan la lleva a la siguiente con­
clusión: “el antagonismo entre los sexos es un aspecto ineludible
de la adquisición de la identidad sexual. [...] Si el antagonismo
está siempre latente, es posible que la historia no ofrezca una re­
solución final, solamente la constante remodelación y la reorga­
nización de la simbolización de la diferencia y la división sexual
del trabajo”.27 Quizá mi creencia incurable en las utopías me ha­
ga vacilar ante esta formulación o quizá yo no haya abandonado
la episteme de lo que Foucault llamó la Edad Clásica. Cualquiera
sea la explicación, la formulación de Alexander contribuye a fijar
la oposición binaria de varón y mujer como la única relación po­
sible y como aspecto permanente de la condición humana. Perpe­
túa pero no cuestiona lo que Denise Riley llama “el desagradable
aire de constancia de la polaridad sexual”. Para ella, “la natura­
leza de la oposición [entre el varón y la mujer] construida históri­
camente produce entre sus efectos justamente ese aire de oposi­
ción invariable y monótona, hombres/mujeres”.28

26 Teresa de Lauretis, Altee Doesn’t: Feminism, Semiotics, Cinema (BIoo-


mington: Indiana University Press, 1984): 159.
27 Alexander, “Women, Class and Sexual Difference...”, ob. cit.: 135.
28 Denise Riley, “Summary of Preamble to Interwar Feminist History Work”,
inédito presentado en el Pembroke Center Seminar (mayo 1985): 11. Su planteo
está desarrollado de manera más completa en su brillante libro Am 1 Tbat Ñame?:
Feminism and the Category of "Women’ in History (Londres: MacMillan, 1988).
Es precisamente esa oposición, con todo su tedio y monotonía,
lo que ha fomentado la obra de Carol Gilligan, para volver al lado
anglonorteamericano. Explica los caminos divergentes de desarro­
llo moral que siguen los chicos y las chicas, sobre la base de su ex­
periencia, es decir, realidad vivida. No es sorprendente que las his­
toriadoras de las mujeres hayan recogido las ideas de Gilligan y las
hayan utilizado para explicar las diferentes voces que su trabajo
las ha llevado a escuchar. Los problemas derivados de esa apropia­
ción son numerosos y están relacionados lógicamente.29 El prime­
ro es un deslizamiento que se produce a menudo en la atribución
de la causalidad: el razonamiento desde una afirmación que dice
que “la experiencia de las mujeres las lleva a hacer elecciones mo­
rales supeditadas a contextos y relaciones”, a esta otra que afirma
que “las mujeres piensan y escogen de este modo porque son mu­
jeres”. Esta línea de razonamiento tiene una noción implícita ahis-
tórica, si no esencialista, de mujer. Gilligan y otras han extrapola­
do su descripción, basada en una pequeña muestra de escolares
norteamericanas de fines del siglo X X , a una declaración sobre to­
das las mujeres. Esta extrapolación se ve particularmente, pero no
exclusivamente, en las discusiones de algunas historiadoras sobre
una cultura de mujeres cuando recogen testimonios desde las pri­
meras santas hasta las modernas activistas de la militancia obrera
y los utilizan para probar la hipótesis de Gilligan sobre una prefe­
rencia universal de las mujeres por el relacionamiento.30 Este uso
de las ideas de Gilligan contrasta vivamente con las formulaciones
más complejas e historizadas presentadas en el simposio sobre cul­
tura de mujeres organizado por Feminist Studies, en 1980.31 De

29 Carol Gilligan, In a Different Voice: Psychological Theory and Wornen'’s


Development (Cambridge: Harvard University Press, 1982).
30 Las siguientes críticas al libro de Gilligan son útiles: J. Auerbach et al.,
“Commentary on Gilligan’s In a Different Voice”, en: Feminist Studies 11 (prima­
vera 1985); y “Women and Morality”, fascículo especial de Social Research 50
(otoño 1983). Mis comentarios sobre la tendencia de algunas historiadoras a citar
a Gilligan están basados en la lectura de manuscritos no publicados y de propues­
tas de subvenciones, y no me parece correcto citarlos aquí. He seguido la pista de
las referencias durante más de cinco años; son muchas y siguen aumentando.
31 Feminist Studies 6 (primavera 1980): 26-64.
hecho, la comparación de ese conjunto de artículos con las formu­
laciones de Gilligan revela hasta qué punto es ahistórica su defini­
ción mujer/hombre como oposición binaria universal que se auto-
rreproduce, siempre fija en la misma forma. Al insistir en las
diferencias fijas (en el caso de Gilligan, al simplificar los datos con
resultados distintos sobre el razonamiento moral según los sexos, a
fin de subrayar la diferencia sexual), las feministas contribuyen al
tipo de pensamiento al que desean oponerse. Aunque insistan en la
revaluación de la categoría mujer (Gilligan sugiere que las eleccio­
nes morales de las mujeres pueden ser más humanas que las de los
hombres), no examinan la oposición binaria en sí.
Debemos rechazar la calidad fija y permanente de la oposición
binaria. Necesitamos una historicidad y una deconstrucción ver­
daderas de los términos de la diferencia sexual. Debemos ser más
autoconscientes de la distinción entre nuestro vocabulario analí­
tico y el material que deseamos analizar. Debemos buscar vías,
aunque sean imperfectas, para someter continuamente nuestras
categorías a la crítica y nuestros análisis a la autocrítica. Si em­
pleamos la definición de deconstrucción de Jacques Derrida, esta
crítica significa el análisis contextualizado de la forma en que
opera cualquier oposición binaria, invirtiendo y desplazando su
construcción jerárquica, en lugar de aceptarla como si fuera real
o manifiesta, o propia de la naturaleza de las cosas.32 En cierto
sentido, por supuesto, las feministas han estado haciendo esto
durante años. La historia del pensamiento feminista es la historia
del rechazo de la construcción jerárquica de la relación entre va­
rón y mujer en sus contextos específicos y del intento de invertir
o desplazar su vigencia. En la actualidad, las historiadoras femi­
nistas están en condiciones de teorizar sobre su práctica y desa­
rrollar el género en tanto categoría analítica.

32 Para una presentación sucinta y accesible de Derrida, véase Jonathan Cu-


11er, On Deconstruction: Theory and Criticism after Structuralism (Ithaca: Cor-
nell University Press, 1982), en esp.: 157-179. Véase también Jacques Derrida,
O f Grammatology (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1976); Jacques
Derrida, Spurs (Chicago: University of Chicago Press, 1979); y una transcrip­
ción del Pembroke Center Seminar, 1983, en: Subjects/Objects (otoño 1984).
II

El interés en el género como categoría analítica ha surgido sola­


mente a fines del siglo X X . Está ausente de las teorías sociales
más importantes formuladas desde el siglo XVIII hasta comienzos
del X X . A decir verdad, algunas de esas teorías construyeron su
lógica sobre analogías a la oposición hombre y mujer, otras reco­
nocieron la existencia del problema de la mujer y, por último,
otras se plantearon la formación de la identidad sexual subjetiva,
pero en ningún caso hizo su aparición el género como forma de
hablar de los sistemas de relaciones sociales o sexuales. Esta omi­
sión puede explicar en parte la dificultad que han tenido las femi­
nistas contemporáneas para incorporar el género en los cuerpos
teóricos existentes y para convencer a los partidarios de una u
otra escuela teórica de que éste pertenece a su vocabulario. El tér­
mino género forma parte de un esfuerzo de las feministas contem­
poráneas por reivindicar un territorio definitorio específico, de
insistir en la insuficiencia de los cuerpos teóricos existentes para
explicar la persistente desigualdad entre mujeres y hombres. Me
parece significativo que el uso de la palabra género haya surgido
en un momento de gran confusión epistemológica, que en algu­
nos casos toma la forma de cambios de paradigmas científicos a
literarios entre quienes se dedican a las ciencias sociales (de un
énfasis sobre la causalidad a otro sobre el significado, desdibu­
jando así los métodos de investigación, según la frase del antro­
pólogo Clifford Geertz)33 y en otros casos, la forma de debates
sobre teoría entre los que afirman la transparencia de los hechos
y los que insisten en que toda realidad es interpretada o construi­
da, entre los que defienden la idea de que el hombre es un dueño
racional de su destino y los que la cuestionan. En el espacio
abierto por este debate y del lado de la crítica de la ciencia desa­
rrollada por las humanidades, y del empirismo y el humanismo
por los estructuralistas, las feministas han empezado a encontrar

33 Clifford Geertz, “Blurred Genres”, en: American Scholar 49 (octubre 1980):


165-179.
no solamente una voz teórica propia sino también aliados acadé­
micos y políticos. En ese espacio debemos formular el género co­
mo categoría analítica.
¿Qué deberían hacer los historiadores y las historiadoras que
después de todo han visto despreciada su disciplina por algunos
teóricos recientes como una reliquia del pensamiento humano?
No creo que debamos renunciar a los archivos o abandonar el es­
tudio del pasado, pero tenemos que cambiar algunas de las for­
mas con que nos hemos acercado al trabajo, ciertas preguntas que
nos hemos planteado. Necesitamos examinar atentamente nues­
tros métodos de análisis,' aclarar nuestras hipótesis de trabajo y
explicar cómo creemos que tienen lugar los cambios. En lugar de
buscar orígenes sencillos, debemos concebir procesos tan interre-
lacionados que no puedan desenmarañarse. Por supuesto, identifi­
camos los problemas que hay que estudiar y que constituyen los
principios o puntos de acceso a procesos complejos. Pero lo que
debemos tener en cuenta continuamente son los procesos. Debe­
mos preguntarnos más a menudo cómo sucedieron las cosas para
descubrir por qué sucedieron; según la formulación de la ahtropó-
loga Michelle Rosaldo, no debemos perseguir la causalidad uni­
versal y general sino las explicaciones con sentido: “En la actuali­
dad, me parece que el lugar de las mujeres en la vida social
humana no es un prKlucto directo de las cosas que hacen, sino
del significado que adquieren sus actividades a través de la inte­
racción social concreta”.34 Para lograr el sentido, necesitámos
considerar tanto el sujeto individual como la organización social
y descubrir la naturaleza de sus interrelaciones, porque ambos
son cruciales para comprender cómo actúa el género, cómo acon­
tece el cambio. Finalmente, necesitamos sustituir la noción de que
el poder social es una unidad coherente y centralizada por algo
parecido al concepto de poder en Michel Foucault, que se identifi­
ca con constelaciones dispersas de relaciones desiguales, constitui-

■i4 Michelle Zimbalist Rosaldo, “The Uses and Abuses of Anthropology: Re-
flections on Feminism and Cross-Cultural Understanding”, en: Signs 5 (prima­
vera 1980): 400.
das discursivamente en campos de fuerza sociales.35 En esos pro­
cesos y estructuras hay lugar para un concepto de agencia huma­
na como la tentativa (al menos parcialmente racional) de cons­
truir una identidad, una vida, un entramado de relaciones, una
sociedad con ciertos límites y con un lenguaje -un lenguaje con­
ceptual que a la vez establece fronteras y contiene la posibilidad
de negación, resistencia, reinterpretación y el juego de la inven­
ción y de la imaginación metafórica-.
Mi definición de género tiene dos partes y varias subpartes.
Están interrelacionadas, pero deben ser distintas analíticamente.
El núcleo de la definición está en una conexión integral de dos
proposiciones: el género es un elemento constitutivo de las rela­
ciones sociales basadas en las diferencias que distinguen los se­
xos; y el género es una forma primaria de relaciones significantes
de poder. Los cambios en la organización de las relaciones socia­
les corresponden siempre a cambios en las representaciones de
poder, pero la dirección del cambio no va necesariamente en un
sentido único. Como elemento constitutivo de las relaciones so­
ciales basadas en diferencias percibidas entre los sexos, el género
comprende cuatro elementos interrelacionados: primero, símbo­
los culturalmente disponibles que evocan representaciones múlti­
ples y a menudo contradictorias -Eva y María, por ejemplo, co­
mo símbolos de la mujer en la tradición cristiana occidental-,
pero también mitos de luz y oscuridad, de purificación y contami­
nación, inocencia y corrupción. Para las historiadoras, los temas
interesantes son: ¿qué representaciones simbólicas se evocan, có­
mo y en qué contextos? Segundo, los conceptos normativos que
manifiestan las interpretaciones de los significados de los símbo­
los, en un intento de limitar y contener sus posibilidades metafóri­
cas. Esos conceptos se expresan en doctrinas religiosas, educacio­
nales, científicas, legales y políticas, que afirman categóricamente
y sin lugar a dudas el significado de varón y mujer, masculino y

Michel Foucault, The History o f Sexuality, vol. I, An Introduction (Nueva


York: Vintage, 1980); Michel Foucault, Power/Knowledge: Selected Interviews
and Other Writings, 1972-77 (Nueva York: Pantheon, 1980).
femenino. De hecho, esas declaraciones normativas dependen del
rechazo o represión de posibilidades alternativas y, a veces, hay
disputas abiertas sobre las mismas {¿en qué momentos y en qué
circunstancias debería ser una preocupación de las historiado­
ras?). Sin embargo, la posición que emerge como predominante se
presenta como si fuera la única posible. La historia subsiguiente
se escribe como si esas posiciones normativas fueran producto
del consenso social y no de conflictos. Un ejemplo de este tipo de
historia es el que ve la ideología victoriana de la domesticidad
como si hubiera sido creada como un todo y hubiera habido una
reacción a la misma solamente más tarde, sin pensar que fue un
tema constante de grandes diferencias de opinión. Otro tipo de
ejemplo viene de los grupos religiosos fundamentalistas contem­
poráneos, que a la fuerza han vinculado sus prácticas a la restau­
ración de las mujeres en un rol que se supone más auténticamen­
te tradicional, cuando de hecho hay pocos precedentes históricos
para el desempeño indiscutible de tal rol. La intención de la nue­
va investigación histórica es romper la noción de fijeza, descubrir
la naturaleza del debate o la represión que conuuce a la apari­
ción de una permanencia atemporal en la representación binaria
del género. Este tipo de análisis debe incluir nociones políticas y
referencias a instituciones y organizaciones sociales, tercer aspec­
to de las relaciones de género.
Algunas estudiosas, sobre todo antropólogas, han restringido el
uso del género al sistema de parentesco, centrándose en la casa y
en la familia como base de la organización social. Necesitamos
una visión más amplia que incluya no sólo a la familia sino tam­
bién, especialmente en las complejas sociedades modernas, al
mercado de trabajo (un mercado de trabajo segregado por sexo
forma parte del proceso de construcción del género), la educación
(las instituciones de sexo masculino y las coeducativas forman
parte del mismo proceso) y la política (el sufragio universal mas­
culino es parte del proceso de construcción del género). Tiene po­
co sentido forzar el retorno de estas instituciones a una posición
de utilidad funcional en el sistema de parentesco o argumentar
que las relaciones contemporáneas entre hombres y mujeres son
construcciones de antiguos sistemas de parentesco basados en el
intercambio de mujeres.36 El género se construye a través del pa­
rentesco, pero no en forma exclusiva; se construye también en la
economía y la política, que por lo menos en nuestra sociedad ac­
túan hoy día de modo ampliamente independiente del parentesco.
El cuarto aspecto del género es la identidad subjetiva. Estoy de
acuerdo con la formulación de la antropóloga Gayle Rubin de que
el psicoanálisis ofrece una teoría importante sobre la reproduc­
ción del género, una descripción de la “transformación de la se­
xualidad biológica de los individuos a medida que son acultura-
dos”.37 Pero la pretensión universal del psicoanálisis me hace
vacilar. Aunque la teoría de Lacan puede ser útil para pensar en
la construcción de la identidad genérica, las historiadoras necesi­
tan trabajar de un modo más histórico. Si la identidad genérica
se basa sólo y universalmente en el miedo a la castración, se nie­
ga el propósito esencial de la investigación histórica. Por otra
parte, en la realidad los hombres y mujeres no satisfacen siempre
o literalmente los términos de las prescripciones de la sociedad o
de nuestras categorías analíticas. Las historiadoras, en cambio,
necesitan investigar las formas en que se construyen sustancial­
mente las identidades genéricas y relacionar sus datos con una
variedad de actividades, organizaciones sociales y representacio­
nes culturales históricamente específicas. Hasta ahora, los mejo­
res esfuerzos en este campo han sido, y ello no debe sorprender­
nos, las biografías: la interpretación de Lou Andreas Salomé de
Biddy Martin, el retrato que Kathryn Sklar hace de Catherine
Beecher, la vida de Jessie Daniel Ames escrita por Jacqueline Hall
y el examen de Charlotte Perkins Gilman a cargo de Mary Hill.38

36 Para esta posición, véase Rubin, “Traffic in W omen...”, ob. cit.: 199.
37 Ibíd.: 198.
38 Biddy Martin, “Feminism, Criticism and Foucault”, en: New Germán Cri­
tique 27 (otoño 1982): 3-30; Kathryn Kish Sklar, Catherine Beecher: A Study
in American Domesticity (New Haven: Yale University Press, 1973); Mary A.
Hill, Charlotte Perkins Gilman: The Making o f a Radical Feminist, 1860-1896
(Filadelfia: Temple University Press, 1980); Jacqueline Dowd Hall, Revolt
Against Chivalry: ]essie Daniel Ames and the Wornen’'s Campaign Agaittst Lyn-
ching (Nueva York: Columbia University Press, 1974).
Pero también son posibles los tratamientos colectivos, como han
demostrado Mrinalini Sinha y Lou Ratté en sus respectivos estu­
dios sobre los períodos de construcción de la identidad de género
en los administradores coloniales británicos en la India y sobre
los hindúes educados en Gran Bretaña que se transformaron en
dirigentes nacionalistas y antiimperialistas.39
La primera parte de mi definición de género consta, pues, de
esos cuatro elementos y ninguno de ellos funciona sin los demás.
Sin embargo, no funcionan simultáneamente de forma que uno sea
simplemente el reflejo de los otros. De hecho, una pregunta para la
investigación histórica es saber cómo son las relaciones entre los
cuatro aspectos. El esquema que he ofrecido para el proceso de
construcción de las relaciones de género podría usarse para discu­
tir la clase social, la raza, la etnicidad o, a decir verdad, cualquier
proceso social. Mi intención era clarificar y especificar hasta qué
punto necesitamos pensar en el efecto del género en las relaciones
sociales e institucionales, porque con frecuencia este pensamiento
no se lleva a cabo con precisión o sistemáticamente. La teorización
del género, sin embargo, está desarrollada en mi segunda proposi­
ción: el género es una forma primaria de relaciones significantes de
poder. Quizás sería mejor decir que el género es el campo primario
en el cual o por medio del cual se articula el poder. El género no es
el único campo, pero parece haber sido una forma persistente y re­
currente de facilitar la significación del poder en la tradición occi­
dental, judeocristiana e islámica. Como tal, puede parecer que esta
parte de la definición pertenece a la sección normativa del argu­
mento, pero sin embargo no es así, porque los conceptos de poder,
aunque puedan construirse sobre el género, no siempre tratan lite­
ralmente de género. El sociólogo francés Pierre Bourdieu ha escrito

39 Lou Ratté, “Gender Ambivalence in the Indian Nationalist Movement”,


inédito, Pembroke Center Seminar, primavera 1983; y Mrinalini Sinha, “Man-
Iiness: A Victorian Ideal and the British Imperial Elite in India”, inédito, Depar­
tamento de Historia, Universidad de Nueva York, Stony Brook, 1984; y Sinha,
“The Age of Consent Act: The Ideal of Masculinity and Colonial Ideology in
Late 19th Century Bengal”, en: Proceedings, Eighth International Symposium
on Asian Studies (1986): 1199-1214.
sobre cómo la “di-visión del mundo”, basada en referencias a “di­
ferencias biológicas y sobre todo a las que se refieren a la división
del trabajo de procreación y reproducción”, actúa como “la mejor
fundada de las ilusiones colectivas”. Establecidos como un conjun­
to objetivo de referencias, los conceptos de género estructuran
concreta y simbólicamente la percepción y la organización de toda
la vida social.40 En la medida en que estas referencias establecen
distribuciones de poder (un control diferenciado sobre recursos
materiales y simbólicos, o acceso a los mismos), el género está im­
plicado en la concepción y construcción misma del poder.
El antropólogo francés Maurice Godelier lo expresa de la si­
guiente manera:

No es la sexualidad la que ronda la sociedad, sino la sociedad la


que ronda la sexualidad del cuerpo. Las diferencias entre los
cuerpos relacionadas con el sexo son llamadas a declarar como
testigos de relaciones sociales y fenómenos que no tienen nada
que ver con la sexualidad. No solamente como testigos d e , sino
también como testigos para, o sea, como legitimación.41

La función legitimadora del género funciona de muchas formas.


Bourdieu, por ejemplo, ha demostrado cómo en algunas culturas
la explotación agrícola se organizó según conceptos de tiempo y
estación basados en definiciones específicas de la oposición entre
masculino y femenino. Gayatri Spivak ha hecho un análisis agu­
do de los usos del género en algunos textos de escritoras británi­
cas y norteamericanas.42 Natalie Davis ha mostrado la forma en

40Pierre Bourdieu, Le Sens Pratique (París: Les Editions de Minuit, 1980):


246-247, 333-361, esp. 366.
41 Maurice Godelier, “The Origins of Male Domination”, en: New Left Re-
view 127 (1981): 17.
42 Gayatri Chakravorty Spivak, “Three Women’s Texts and a Critique of Im-
perialism”, en: Critical Inquiry 12 (otoño 1985): 243-246. Véase también Kate
Millett, Sexual Politics (Nueva York: Avon, 1969). Para un examen de cómo
operan las referencias femeninas en textos importantes de la filosofía occidental,
véase Luce Irigaray, Speculum o f the Other Woman (Ithaca: Cornell University
Press, 1985).
que los conceptos de masculino y femenino están relacionados
con la comprensión y crítica de las normas del orden social en
los comienzos de la Francia moderna.43 La historiadora Caroline
Bynum ha arrojado nueva luz sobre la espiritualidad medieval a
través de la atención que ha prestado a las relaciones entre los
conceptos de masculino y femenino y el comportamiento religio­
so. Su obra nos ha iluminado, particularmente, las formas en que
dichos conceptos han informado tanto la política de las institu­
ciones monásticas como a los individuos creyentes.44 Las histo­
riadoras del arte han abierto un nuevo campo mediante la lectu­
ra de las implicaciones sociales de los retratos literales de mujeres
y hombres.45 Esas interpretaciones se basan en la idea de que los
lenguajes conceptuales emplean la diferenciación para establecer
significados y que la diferencia sexual es una forma primaria de
diferenciación significativa.46 Por lo tanto, el género facilita un
modo de decodificar significado y de comprender las complejas
conexiones entre varias formas de interacción humana. Cuando
las historiadoras buscan las maneras en que el concepto de géne­
ro legitima y construye las relaciones sociales entienden mejor la
naturaleza recíproca de género y sociedad, y de las formas parti­
culares y contextualmente específicas en que la política construye
el género y el género construye la política.

43 Natalie Zemon Davis, “Women on Top”, en su Sodety and Culture in


Early Modern France (Stanford: Stanford University Press, 1975): 124-151.
44 Caroline Walker Bynum, “Jesús as Mother: Stud*?? in the Spirituality of
the High Middle Ages” (Berkeley: University of California Press, 1982); Caroli­
ne Walker Bynum, “Fast, Feast, and Flesh: The Religious Significance of Food
to Medieval Women”, en: Representations 11 (verano 1985): 1-25; Caroline
Walker Bynum, “Introduction”, en: Religión and Gender: Essays on the Com-
plexity ofSymbols (Boston: Beacon Press, 1987).
45 Véase, por ejemplo, T. J. Clarke, The Painting o f Modern Life (Nueva
York: Knopf, 1985).
4é La diferencia entre las teóricas estructuralistas y las postestructuralistas so­
bre este tema reside en su desacuerdo sobre hasta qué punto las categorías de di­
ferencia son cerradas o abiertas. En la medida en que las postestructuralistas no
fijan un significado universal para las categorías o las relaciones entre ellas, su
enfoque parece conducir a la clase de análisis histórico del que soy partidaria.
La política es sólo una de las áreas en las que se puede usar el
género para el análisis histórico. He elegido los siguientes ejem­
plos, relativos a la política y al poder en su sentido más tradicio-
nalmente aceptado, es decir, lo que trata del estado nación, por
dos razones. La primera, porque el territorio está virtualmente
sin explorar, ya que el género ha sido considerado antitético para
los temas reales de la política. La segunda, porque la historia po­
lítica -todavía estilo dominante de la investigación histórica- ha
sido el lugar de mayor resistencia a la inclusión de material e in­
cluso de preguntas sobre las mujeres y el género.
El género se ha empleado literal o analógicamente en teoría
política para justificar o criticar el reinado de monarcas y para
expresar la relación entre gobernante y gobernado. Podría haber­
se esperado que los debates de los contemporáneos sobre los rei­
nados de Isabel I en Inglaterra y Catalina de Médicis en Francia
se detuvieran en el problema de la capacidad de las mujeres para
el gobierno político, pero en el período en que el parentesco y la
monarquía estaban totalmente relacionados, las discusiones so­
bre los reyes varones se preocupaban igualmente de la masculini-
dad y la feminidad.47 Las analogías con la relación matrimonial
proporcionan fundamento a los argumentos de Jean Bodin, Ro-
bert Filmer y John Locke. El ataque de Edmund Burke a la Revo­
lución Francesa se construye en torno a un contraste entre las re­
pugnantes y sanguinarias brujas sans culottes (“furias del
infierno, con la forma denostada de las mujeres más viles”) y la
delicada feminidad de María Antonieta, quien escapó del popu­
lacho para “buscar refugio a los pies de un rey y marido” y cuya
belleza inspirará un día el orgullo nacional. (Era con referencia
al rol apropiado de lo femenino en el orden político que Burke
escribía: “Para hacernos amar nuestro país, nuestro país debería

47 Rachel Weil, “The Crown Has Fallen to the Distaff: Gender and Politics in
the Age of Catharine de Medid”, en: Critícal Matrix (Princeton: Working Papers
in Women’s Studies), 1 (1985). Véase también Louis Montrose, “Shaping Fanta-
sies: Figurations of Gender and Power in Elizabethan Culture”, en: Representa-
tions 2 (primavera 1983): 61-94; y Lynn Hunt, ‘Hercules and the Radical Image
in the French Revolution”, en: Representatiom 2 (primavera 1983): 95-117.
ser hermoso”.)48 Per° Ia analogía no es siempre con respecto al
matrimonio o incluso a la heterosexualidad. En la teoría política
islámica medieval, los símbolos del poder político aludían con
mayor frecuencia al sexo entre un hombre y un muchacho, sugi­
riendo no sólo formas de sexualidad aceptables, próximas a las
que la última obra de Foucault describía para la Grecia clásica,
sino también la falta de relevancia de las mujeres para cualquier
noción de política y para la vida pública.49
Para que este último comentario no sugiera que la teoría polí­
tica refleja simplemente la organización social, sería importante
hacer notar que los cambios en las relaciones de género pueden
ser impulsados por consideraciones de necesidades de estado. Un
ejemplo llamativo es la explicación de Louis ele Bonald en 1816
de por qué tenía que ser derogada la legislación de divorcio de la
Revolución Francesa:

Así como la democracia política “permite al pueblo, la parte dé­


bil de la sociedad política, alzarse contra el poder establecido”,
el divorcio, “verdadera democracia doméstica”, permite a la es­
posa, “la parte débil, rebelarse contra la autoridad marital [...]
Con el fin de mantener el estado fuera del alcance de las manos

48 Edmund Burke, Reflections on the French Revolution (1892; ed. reimpre­


sa en Nueva York, 1909): 208-209, 214. Véase Jean Bodin, Six Books of the
Commonwealth (1606; ed. reimpresa, Nueva York: Barnes and Noble, 1967);
Robert Filmer, Fatriarcha and Other Political Works, Peter Laslett (ed.) (Ox­
ford: B. Blackwell, 1949); y John Locke, Two Treatises o f Government (1690;
ed. reimpresa, Cambridge: Cambridge University Press, 1970). Véase también
Elizabeth Fox Genovese, “Property and Patriarchy in Classical Bourgeois Politi­
cal Theory”, en: Radical History Review 4 (primavera-verano 1977): 36-59; y
Mary Lyndon Shanley, “Marriage Contract and Social Contract in Seventeenth
Century English Political Thought”, en: Western Political Quarterly 32 (marzo
1979): 79-91.
49 Agradezco a Bernard Lewis la referencia para el Islam. Michel Foucault,
Histoire de la Sexualité, vol. 2, L'Usage des Plaisirs (París: Gallimard, 1984).
Acerca de las mujeres en la Grecia clásica, véase Marilyn Arthur, “Liberated
Woman: The Classical Era”, en: Renate Bridenthal y Claudia Koonz (eds.), Be-
coming Visible (Boston: Houghton Mifflin, 1976): 75-78.
del pueblo, es necesario mantener la familia fuera del alcance de
las manos de esposas y niños”.50

Bonald comienza con una analogía y luego establece una corres­


pondencia directa entre divorcio y democracia. Evocando viejos
razonamientos que veían en la familia bien ordenada el funda­
mento del estado bien ordenado, la legislación que consagraba es­
ta interpretación redefinía los límites de la relación conyugal. Así,
también en la actualidad, a los ideólogos políticos conservadores
les gustaría aprobar una serie de leyes sobre la organización y el
comportamiento de la familia que alterarían las costumbres esta­
blecidas. La relación entre regímenes autoritarios y control de las
mujeres ha sido señalada pero no lo suficientemente estudiada.
Por ejemplo, no se ha estudiado si, en momentos cruciales como
hegemonía jacobina en la Revolución Francesa, en el momento
en que Stalin intenta hacerse con el poder para controlar la auto­
ridad, cuando se implementa la política nazi en Alemania o con
el triunfo del ayatollah Jomeini en Irán, los nuevos gobernantes
han legitimado la dominación, la fuerza, la autoridad central co­
mo algo masculino (y a los enemigos, los de afuera, los subversi­
vos y la debilidad como algo femenino) y han hecho ese código
en leyes al pie de la letra (prohibiendo la participación política
de las mujeres, declarando el aborto fuera de la ley, prohibiendo
el trabajo asalariado de las madres e imponiendo reglas al atuen­
do femenino), que ponen a las mujeres en su sitio adecuado.51
Esas acciones y el momento en que se desarrollan tienen poco

50 Citado en Roderick Phillips, “Women and Family Breakdown in Eighteenth


Century France: Rouen 1780-1800”, en: Social History 2 (mayo 1976): 217.
51 Sobre la Revolución Francesa, véase Darlene Gay Levy, Harriet Applew-
hite y Mary Johnson (eds.), Women in Revolutionary Paris, 1789-1795 (Urba­
na: University of Illinois Press, 1979): 209-220; sobre la legislación soviética,
véanse los documentos en Rudolph Schlesinger, The Family in the USSR: Docu-
ments and Readings (Londres: Routledge and Kegan Paul, 1949): 62-71, 151-
154; sobre política nazi, véase Tim Masón, “Women in Nazi Germany”, en:
History Workshop 1 (primavera 1976): 74-113; y Tim Masón, “Women in
Nazi Germany, 1925-40: Family, Welfare and Work”, en: History Workshop 2
(otoño 1976): 5-32.
sentido en sí; en la mayoría de los casos, el estado no gana nada
de inmediato o materialmente con el control de las mujeres. Las
acciones sólo cobran sentido como parte de un análisis de la
construcción y la consolidación del poder. La política hacia las
mujeres es una forma de afirmación de control o fuerza. En esos
ejemplos, la diferencia sexual se concebía en términos de domi­
nación o control de las mujeres. Esos ejemplos dan una idea de
las clases de relaciones de poder que se construyen en la historia
contemporánea, pero este tipo concreto de relación no es un tema
político universal. De manera diferente, por ejemplo, los regíme­
nes democráticos del siglo X X han construido sus ideologías polí­
ticas con conceptos generalizados y las han traducido a políticas
públicas; el estado del bienestar, por ejemplo, demostró su pater-
nalismo protector con leyes dirigidas a las mujeres y los niños.52
Históricamente, algunos movimientos socialistas y anarquistas han
rehusado por completo las metáforas de dominación y han pre­
sentado sus críticas de ciertos regímenes o de organizaciones so­
ciales con imaginación, en términos de transformaciones de las
identidades de género. En Francia e Inglaterra, los socialistas utó­
picos de 1830 y 1840 concibieron sus sueños de un futuro armo­
nioso en términos de las naturalezas complementarias de los indi­
viduos, como en la unión del hombre y la mujer, el individuo
social.53 Los anarquistas europeos fueron conocidos durante mu­
cho tiempo no sólo por rechazar las convenciones del matrimonio
burgués, sino también por sus visiones de un mundo en el que la
diferencia sexual no implicara jerarquía.

52 Elizabeth Wilson, Wotnen and the Welfare State (Londres: Tavistock,


1977); Jane Jenson, “Gender and Reproduction”; Jane Lewis, The Politics o f
Motherhood: Child and Maternal 'Welfare in England 1900-1939 (Londres:
Coom Helm, 1980); Mary Lynn McDougall, “Protecting Infants: The French
Campaign for Maternity Leaves, 1890s-1913”, en: French Historical Studies 13
(1983): 79-105.
53 Sobre los utopistas ingleses, véase Barbara Taylor, Eve and the New feru-
salem (Nueva York: Pantheon, 1983); sobre Francia, Joan W. Scott, “Men and
Women in the Parisién Garment Trades: Discussions on Family and Work in
the 1830s and 40s”, en: Pat Thane et al. (eds.), The Power o f the Past: Essays
for Ene Hobsbawm (Cambridge, 1984): 67-94.
Éstos son ejemplos de conexiones explícitas entre género y po­
der, pero constituyen solamente una parte de mi definición de gé­
nero como fuente primaria de las relaciones significantes de po­
der. Con frecuencia, la atención al género no es explícita, pero
sin embargo es una parte crucial de la organización de la igual­
dad o desigualdad.. Las estructuras jerárquicas se basan en la
comprensión generalizada de la llamada relación natural entre
varón y mujer. En el siglo X IX , el concepto de clase contaba con
el género en su articulación. Cuando, por ejemplo, las reformis­
tas de clase media describían a los trabajadores en términos codi­
ficados como femeninos (subordinados, débiles, explotados se-
xualmente como prostitutas), los dirigentes obreros y socialistas
replicaban insistiendo en la posición masculina de la clase traba­
jadora (productores, fuertes, protectores de sus mujeres e hijos).
Los términos de este discurso no eran explícitamente sobre géne­
ro, pero se fortalecían con referencias al mismo. La codificación
genérica de ciertos términos establecía y naturalizaba sus signifi­
cados. Con ello, definiciones normativas de género, histórica­
mente específicas (que se daban por conocidas), eran reproduci­
das y se arraigaban en la cultura de la clase obrera francesa.54
Los temas de la guerra, la diplomacia y la alta política apare­
cen con frecuencia cuando los historiadores políticos tradicionales
cuestionan la utilidad del género en su obra. Pero también aquí
necesitamos mirar más allá de los actores y del sentido literal de
sus palabras. Las relaciones de poder entre naciones y el status de
los sujetos coloniales se han hecho comprensibles (y por lo tanto
legítimos) sobre la base de las relaciones entre varón y hembra.
La legitimación de la guerra -el derroche de vidas jóvenes para
proteger al estado- ha adoptado diversas formas de llamadas ex­
plícitas a la hombría (a la necesidad de defender a los vulnerables:
mujeres y niños), a la confianza implícita en la aceptación de que
el deber de los hijos es servir a sus líderes, a su rey (padre), y en la

54 Louis Devanee, “Femme, famille, travail et morale sexuelle dans l’idéologie


de 1848”, en: Mythes et représentations de la fetntne au X lX e siécle (París: Cham­
pion, 1976); Jacques Ranciére y Pierre Vauday, “En allant á l’expo: Pouvrier, sa
femme et les machines”, en: Les Révoltes Logiques 1 (invierno 1975): 5-22.
relación entre masculinidad y fuerza nacional.55 La alta política es
también un concepto generizado, porque establece su importancia
crucial y su poder público, las razones para su autoridad superior,
y el hecho de la misma precisamente en su exclusión de las muje­
res de ese ámbito. El género es una de las referencias recurrentes
por las que se ha concebido, legitimado y criticado el poder polí­
tico. Se refiere al significado de la oposición varón/mujer, pero
también la establece. Para reivindicar el poder político, la refe­
rencia debe parecer segura y estable, fuera de la construcción hu­
mana, parte del orden natural o divino. De esa forma, la oposi­
ción binaria y el proceso social de relaciones de género forman
parte del significado del poder; el cuestionar o alterar cualquiera
de sus aspectos amenaza a la totalidad del sistema.
Si las significaciones de género y poder se construyen la una a
la otra, ¿cómo se pueden cambiar las cosas? En sentido general, la
respuesta es que el cambio puede iniciarse en muchos lugares.
Las conmociones políticas masivas que llevan viejos órdenes al
caos y abren las puertas a otros nuevos pueden revisar los térmi­
nos (y también la organización) del género en busca de nuevas
formas de legitimación. Pero pueden no hacerlo; los viejos con­
ceptos de género han servido también para dar validez a los regí­
menes nuevos.56 Las crisis demográficas ocasionadas por la esca­

55 Gayatri Chakravorty Spivak, “‘Draupadi’ by Mahasveta Devi”, en: Critical


Enquiry 8 (invierno 1981): 381-402; Homi Bhabha, “Of Mimicry and Man: The
Ambivalence of Colonial Discourse”, en: October 28 (primavera 1984): 125-133;
Karin Hausen, “The Nation’s Obligations to the Heroes’ Widows of World War
I”, en: Margaret R. Higonnet et al. (eds.), Wonten, War and History (New Ha-
ven: Yale University Press, 1986). Véase también Ken Inglis, “The Representation
of Gender of Australian War Memorials”, en: Daedalus 116 (1987): 35-59.
Sobre la Revolución Francesa, véase Levy, Women in Revolutionary Pa­
rís..., ob. cit.; sobre la Revolución Americana, véase Mary Beth Norton, Li­
berty’s Daughters: The Revolutionary Experience o f American Women (Boston:
Little Brown, 1980); Linda Kerber, Women o f the Republic (Chapel Hill: Uni­
versity of North Carolina Press, 1980); Joan Hoff-Wilson, “The lllusion of
Change: Women and the American Revolution”, en: Alfred Young (ed.), The
American Revolution: Explorations in the History o f American Radicalism (De
Kalb: Northern Illinois University Press, 1976): 383-446. Sobre la Tercera República
sez de alimentos, las plagas o las guerras pueden haber cuestionado
las visiones normativas del matrimonio heterosexual (como sucedió
en ciertos círculos de algunos países en la década de 1920), pero
también han engendrado políticas pronatalistas que insisten en la
importancia exclusiva de las funciones maternal y reproductora de
las mujeres.57 Las pautas cambiantes de empleo pueden llevar a di­
ferentes estrategias matrimoniales y a distintas posibilidades para
la construcción de la subjetividad, pero también pueden ser vividas
como nuevos campos de actividad para hijas y esposas conscientes
de sus deberes.58 La aparición de nuevos tipos de símbolos cultura­
les puede posibilitar la reinterpretación y hasta la reescritura de la
historia edípica, pero también puede servir para reinscribir ese te­
rrible drama en términos todavía más significativos. Los procesos
políticos determinarán qué resultados prevalecerán -políticos en el
sentido en que diferentes actores y diferentes significados luchan
entre sí por controlar el poder-. La naturaleza de ese proceso, de
los actores y sus acciones, sólo puede determinarse específicamente
en el contexto del tiempo y del espacio. Podemos escribir la histo­
ria de ese proceso únicamente si reconocemos que varón y mujer
son al mismo tiempo categorías vacías y rebosantes. Vacías porque
carecen de un significado último, trascendente. Rebosantes por­
que, aun cuando parecen estables, contienen en su seno definicio­
nes alternativas, negadas o suprimidas.

Francesa, véase Steven Hause, Womeris Suffrage and Social Politics in the Prench
Third Republic (Princeton: Princeton University Press, 1984). Para una presenta­
ción extremadamente interesante de un caso reciente, véase Maxine Molyneux,
“Mobilization without Emancipation? Women’s Interests, the State and Revolu-
tion in Nicaragua”, en: Feminist Studies 11 (verano 1985): 227-254.
57Sobre el pronatalismo, véase Riley, War in the Nursery..., ob. cit.; y Jenson,
“Gender and Reproduction...”, ob. cit. Sobre el de la década de 1920, véanse los
ensayos incluidos en Stratégies des Femmes (París: Editions Tierce, 1984).
58 Para varias interpretaciones del impacto de los nuevos trabajos sobre muje­
res, véase Louise A. Tilly y Joan W. Scott, Women> Work and Family (Nueva
York: Holt, Rinehart and Winston, 1978; Methuem, 1987); Thomas Dublin, Wo­
men at Work: The Transformaron of Work and Community in Lowel, Massachu-
setts, 1826-1860 (Nueva York: Columbia University Press, 1979); y Edward Shf
ter, The Making ofthe Modern Family (Nueva York: Basic Books, 1975).
En cierto sentido, la historia política se ha desarrollado en el
campo del género. Es un campo que parece estable, pero su signi­
ficado es discutido y fluido. Si tratamos la oposición entre varón
y mujer, no como algo sabido sino como algo problemático, como
algo definido contextualmente, repetidamente construido, enton­
ces debemos preguntarnos constantemente qué es lo que está en
juego en las proclamas o debates que invocan el género para ex­
plicar o justificar sus posturas, pero también cómo se invoca y
reinscribe la comprensión implícita del género. ¿Cuál es la rela­
ción entre las leyes sobre las mujeres y el poder del estado? ¿Por
qué (y desde cuándo) han sido invisibles las mujeres como sujetos
históricos, si sabemos que participaron en los grandes y pequeños
acontecimientos de la historia humana? ¿Ha legitimado el género
el surgimiento de las carreras profesionales?59 Para citar el título
de un artículo reciente de la feminista francesa Luce Irigaray, ¿tie­
ne sexo lo que estudia la ciencia?60 ¿Cuál es la relación entre la
política de estado y el descubrimiento del crimen de la homose­
xualidad?61 ¿Cómo han incorporado el género las instituciones
sociales en sus supuestos y organizaciones? ¿Ha habido alguna
vez conceptos genuinamente igualitarios de género sobre los cua­
les se proyectaron o construyeron los sistemas políticos?
La investigación sobre estos temas producirá una historia que
dará nuevas perspectivas a viejos problemas (por ejemplo, cómo
se impone la norma política o cuál es el impacto de la guerra so­
bre la sociedad), redefinirá viejos problemas con nuevas coorde­
nadas (al introducir, por ejemplo, consideraciones sobre la fami­
lia y la sexualidad en el estudio de la economía o de la guerra),

Véase, por ejemplo, Margaret Rossiter, Women Scientist in America-.


Struggles and Strategies to 1914 (Baltimore: Johns Hopkins University Press,
1982).
60 Luce Irigaray, “Is the Subject of Science Sexed?”, en: Cultural Critique 1
(otoño 1985): 73-88.
61 Louis Crompton, Byron and Greek Love: Homophobia in Nineteenth
Century England (Berkeley: University of California Press, 1985). Este tema
también aparece en Jeffrey Weeks, Sex, Politics and Society: The Regulation o f
Sexuality Since 1800 (Londres: Leyman, 1981).
hará visibles a las mujeres como participantes activas y creará
una distancia analítica entre el lenguaje aparentemente estable
del pasado y nuestra propia terminología. Además, está nueva
historia dejará abiertas posibilidades para pensar en las estrate­
gias políticas feministas actuales y el (utópico) futuro, porque su­
giere que el género debe redefinirse y reestructurarse junto con
una visión de igualdad política y social que comprende no sólo el
sexo, sino también la clase y la raza.
Diferencia y dominio: sobre
la discriminación sexual (1984)*
Catharine A. MacKinnon**

¿A qué cuestión se refiere una cuestión de género? ¿A qué cues­


tión se refiere una cuestión de desigualdad? Estas dos preguntas
son el trasfondo de la aplicación del principio de igualdad al te­
ma del género pero rara vez se formulan de manera explícita.
Pienso que la forma en que el género ha estructurado tanto el
pensamiento como la percepción se ve confirmada por el hecho
de que la teoría moral y legal dominante da tácitamente la mis­
ma respuesta a las dos: se refieren a cuestiones de semejanza y di­
ferencia. A mi modo de ver, la doctrina dominante sobre la ley de
discriminación sexual que de ella resulta es, en gran medida, res­
ponsable de que la ley de igualdad sexual haya sido hasta el mo­
mento tan absolutamente ineficaz para darnos lo que necesita­
mos y que se nos impide socialmente tener por una condición de
nacimiento: la oportunidad de llevar vidas productivas con una

* Titulo original en inglés: “Difference and Dominance: On Sex Discrimina-


tion (1984)”, en: Feminism Unmodified (Cambridge: Harvard University Press,
1987). Traducción de Victoria Zamudio Jasso; revisada y corregida por Marysa
Navarro.
** Las ocasiones más memorables en las que he dado distintas versiones de
este discurso fueron el 24 de octubre de 1984 en la Facultad de Derecho de
Harvard, Cambridge, Massachusetts; el 19 de octubre de 1984 en la Conferen­
cia sobre fundamentos morales de la política de derechos civiles, celebrada en el
Centro de Filosofía y Política Pública de la Universidad de Maryland, College
Park, Maryland; y el 19 de octubre de 1984 en la cátedra James McCormick
Mitchell, de la Facultad de Derecho de la Universidad Estatal de Buffalo, en
Buffalo, Nueva York. Agradezco a los y las estudiantes de la Facultad de Dere­
cho de Harvard por su respuesta a muchas de mis primeras reflexiones.
seguridad física razonable, expresión individual, individuación y
un mínimo de dignidad y respeto. Aquí expongo la teoría de se­
mejanza/diferencia de la igualdad sexual. De manera breve,
muestro cómo esta teoría domina la ley y la política de discrimi­
nación sexual, y cómo subyace en su faltá de contenido; sugiero
también una alternativa que podría cambiar esta situación.

Según el enfoque sobre el tema de la igualdad sexual que ha preva­


lecido en la política, en la ley y en la percepción social, la igualdad
es una equivalencia, no una distinción; y el sexo es una distinción.
El mandato legal de un trato igualitario -que es al mismo tiempo
una norma perteneciente a un sistema y una doctrina legal específi­
ca- se convierte en una cuestión de trato igual a los semejantes y
de trato desigual a los que son distintos, y los sexos se definen co­
mo distintos debido a su falta de parecido mutuo. Dicho de otra
manera, el género se construye socialmente como diferencia episte­
mológica; la legislación sobre la discriminación sexual une doctri­
nalmente la igualdad de los géneros con la diferencia. Existe una
tensión inherente entre este concepto de igualdad, que presupone
similitud, semejanza, y este concepto de sexo, que presupone dife­
rencia. De este modo, la igualdad sexual se convierte en una con­
tradicción de términos, algo así como un oxímoron, lo que puede
dar una idea de por qué nos ha costado tanto trabajo conseguirla.
Un análisis más profundo revela que en este enfoque surgen
dos caminos alternativos para lograr la igualdad para las mujeres;
caminos que siguen aproximadamente los lincamientos de esta
tensión. El principal es ser lo mismo que los hombres. Desde el
punto de vista de la doctrina, esta vía se llama neutralidad de gé­
neros y, desde la filosofía, el estándar único. El hecho de que esta
regla sea considerada como igualdad formal da testimonio de có­
mo la sustancia surge como forma dentro de la ley. Este enfoque
refleja la ideología del mundo social y por eso se lo considera abs­
tracto, es decir, transparente en cuanto a sustancia. Por esta razón,
se lo ve también no sólo como un estándar sino como el estándar
de todo. Hasta ahora, la regla prevaleciente es que las palabras
“igual a” son el código, el equivalente de las palabras “lo mismo
que”, sin referente específico para ninguna de las dos.
Para las mujeres que desean la igualdad pero encuentran que
ustedes son distintos, la doctrina ofrece una ruta alternativa, ser
diferentes de los hombres. Desde el punto de vista legal, este reco­
nocimiento de la diferencia se llama la regla de beneficio especial
o la regla de protección especial y, filosóficamente, es el estándar
doble. No es muy bien vista. Como el embarazo, que siempre la
evoca, es una especie de vergüenza doctrinal. Considerada una
excepción a la verdadera igualdad y no una ley verdadera, éste es
el único punto donde la ley de discriminación sexual admite que
está reconociendo algo sustantivo. Aquí es donde radica la acción
afirmativa, junto con la llamada Bona Fide Occupational Qualifi-
cation (BFOQ) [Calificación ocupacional de buena fe], la única ex­
cepción de característica física aceptada por ERA [Enmienda sobre
Igualdad de Derechos], la legislación compensatoria y la compen­
sación consciente según los sexos en ciertos litigios.1
La filosofía que sirve de fundamento al enfoque de la diferencia
dice que el sexo es una diferencia, una división, una distinción ba­
jo la cual existe un estrato de comunidad humana, de similitud.
La fuerza moral que impulsa la rama de semejanza de la doctrina
es hacer que las reglas normativas se adecúen a esta realidad em­
pírica al permitir que las mujeres tengamos acceso a lo mismo que
los hombres: en la medida en que las mujeres no somos diferentes
de los hombres, merecemos tener lo que ellos tienen. La rama de
las diferencias, que se ve casi siempre como condescendiente pero
necesaria para evitar el absurdo, existe para valorar o compensar a
las mujeres por lo que somos o hemos llegado a ser de manera
muy particular en tanto mujeres (esto es, distintas de los hombres)
bajo las condiciones existentes.

1 La excepción al Title VII de la Ley de Derechos Civiles de 1964, 4 2 U.S. C.


§ 2000-e, o Bona Fide Occupational Qualification (BFOQ), permite que el sexo
pueda ser una calificación válida para determinados trabajos. Siguiendo una es­
tructura analítica similar, la interpretación predominante de la propuesta de
Enmienda sobre Igualdad de Derechos permitiría una excepción de “caracterís­
tica física única” a su prohibición total de considerar el sexo como factor. Bar­
bara Brown, Thomas I. Emerson, Gail Falk y Ann E. Freedman, “The Equal
Rights Amendment: A Constitutional Basis for Equal Rights for Women” 80,
en: Yale Law Journal 893 (1971).
No me interesa cuál de estas vías es preferible para llegar a la
igualdad sexual a largo plazo o cuál es la más adecuada para al­
gún caso en particular, a pesar de que la mayor parte del discurso
sobre discriminación sexual gira alrededor de estas cuestiones co­
mo si fueran los únicos temas. Mi discusión tiene una lógica an­
terior: tratar los temas de igualdad sexual como temas de seme­
janza y diferencia significa adoptar un enfoque particular. A esto
lo llamo el enfoque de la diferencia porque está obsesionado con la
diferencia de sexos. En esta fuga, el tema principal es “somos lo
mismo, somos lo mismo, somos lo mismo”. El tema del contra­
punto (en un registro más alto) es “pero somos diferentes, pero so­
mos diferentes, pero somos diferentes”. El cuento subyacente es el
siguiente: en el primer día era la diferencia; en el segundo día se
creó una división en ella; en el tercero surgieron instancias irra­
cionales de dominio. La división puede ser racional o irracional.
El dominio parece o está justificado. La diferencia existe.
En todo esto hay política. Lo que se encubre es la forma funda­
mental en que el hombre se ha convertido en la medida de todas
las cosas. Bajo el estándar de semejanza, las mujeres somos eva­
luadas según nuestra correspondencia con los hombres, nuestra
igualdad se juzga por nuestra proximidad a su medida. Bajo el es­
tándar de la diferencia, se nos mide de acuerdo con nuestra falta
de correspondencia con ellos y nuestra condición de mujeres es
juzgada por nuestra distancia de su medida. De este modo, la
neutralidad de los géneros es simplemente el estándar masculino y
la regla de protección especial es sólo el estándar femenino; pero
no se engañen, la masculinidad, o lo masculino, es el punto de re­
ferencia para ambos. Piensen en esos modelos de anatomía que se
usan en las facultades de medicina. El cuerpo masculino es el
cuerpo humano; todas esas otras cosas que las mujeres tenemos
son estudiadas en ginecología y obstetricia. Es verdaderamente
una situación de cuanto más hay menos se es. Aproximarse a la
discriminación sexual de esta manera -como si las cuestiones de
sexo fuesen cuestiones de diferencia y las cuestiones de igualdad
fuesen cuestiones de similitud- le otorga a la ley dos maneras de
mantener a las mujeres dentro de los estándares masculinos y lla­
mar a esto igualdad sexual.
A pesar de mi severidad al tratar la respuesta de la diferencia a las
preguntas sobre la igualdad sexual, debo decir que aborda un pro­
blema muy importante: cómo dar a las mujeres acceso a todo
aquello de lo que se nos ha excluido y, al mismo tiempo, valorar
todo lo que las mujeres somos o se nos ha permitido ser, o lo que
hemos desarrollado como consecuencia de nuestra lucha por no
ser excluidas de la mayoría de las metas de la vida o por ser toma­
das en serio en los términos que se nos ha permitido sean los nues­
tros. Negociar lo que hemos conseguido en relación con los hom­
bres. Articulada legalmente como la necesidad de adecuar los
estándares normativos a la realidad existente, la expresión doctri­
nal más fuerte de su idea de semejanza prohibiría totalmente to­
mar en cuenta el género.
El impulso que la guía es: somos tan buenas como ustedes. Pode­
mos hacer todo lo que ustedes pueden hacer. Fuera de aquí. Debo
confesar que siento un gran cariño por este enfoque. Le ha dado a
las mujeres acceso al empleo2 y a la educación,3 a las actividades pú­
blicas, inclusive a trabajos académicos,4 profesionales5 y manuales;6

2 Title VII de la Ley de Derechos Civiles de 1964, 42 U.S. C. § 2000-e; Phi­


llips vs. Martin-Marietta, 400 U.S. 542 (1971). El caso más importante de este
enfoque es Frontiero vs. Richardson, 411 U. S. 484 (1974). Véase también City
of Los Angeles vs. Manhart, 435 U.S. 702 (1978); Newport News Shipbuilding
and Dry Co. vs. EEO C , 462 U. S. 669 (1983).
3 Title IX de las Enmiendas sobre Educación de 1972, 20 U.S.C. §1681; Ca­
non vs. University of Chicago, 441 U. S. 677 (1981); Mississippi University for
Women vs. Hogan, 458 U. S. 718 (1982); véase también De la Cruz vs. Tormey,
582 F. 2d 4 5 (1 9 7 8 ).
4 Mi impresión es que las mujeres tienden a perder la mayoría de los juicios
de discriminación sexual en el ámbito académico, aunque no conozco ningún
estudio sistemático o estadístico sobre el tema. Un caso eventualmente ganado,
pero que elevó el estándar de prueba, fue el de Sweeney vs. Board of Trustees
of Keene State College, 439 U. S. 29 (1979).
5 Hishon vs. King Se Spalding, 467 U. S. 69 (984).
6 Véase por ejemplo Vanguard Justice vs. Hughes, 471 F. Supp. 670 (D. Md.
1979); Meyer vs. Missouri State Highway Commission, 567 F.2d 804, 891 (8th
Cir. 1977); Payne vs. Travenol Laboratories Inc., 4 1 6 F. Supp. 248 (N.D.
Mass. 1976). Véase también Dothard vs. Rawlinson, 433 U. S. 321 (1977) (los
requisitos de altura y peso para ser guardia de prisión se invalidaron por su im­
pacto diferencial sobre el sexo).
al ejército;7 además de un acceso más que nominal al atletismo.8
Ha logrado abrir el callejón sin salida que constituía todo aquello
que se pensaba que podíamos hacer bien y ha cambiado lo que
pasaba por falta de entrenamiento físico de las mujeres, en reali­
dad un verdadero entrenamiento para la pasividad y la debilidad
forzadas. A veces dan ganas de llorar saber que ha sido una ver­
dadera tarea misionera para algunas mujeres conseguir permiso
para hacer el trabajo de esta sociedad, y tener la dignidad de ha­
cer trabajos que mucha otra gente ni siquiera desea hacer.
El tema de la inclusión de las mujeres en la conscripción9 ha
presentado la respuesta de semejanza a la cuestión de la igualdad
sexual en toda su sencilla dignidad y su complejo carácter equívo­
co. Como ciudadana, debería correr el mismo peligro de muerte
que ustedes. Las consecuencias de mi resistencia a este riesgo de­
berían tener el mismo peso que las suyas. El trasfondo es: ¿qué
pasa, no quieren que aprenda a matar... como ustedes? A veces
veo este diálogo entre mujeres en el más allá. La feminista le dice
a la mujer soldado: “nosotras peleamos por tu igualdad”. La mu­
jer soldado le dice a la feminista: “oh, no, nosotras peleamos por
tu igualdad”.
Las feministas tienen la desagradable costumbre de contar con
los cuerpos y negarse a no tomar en cuenta su género. Tal como
se aplica, el estándar de semejanza ha dado sobre todo a los hom­
bres el beneficio de contar con las pocas cosas que las mujeres
han conseguido en el pasado -¡por el bien que nos han hecho!-.
Casi todos los casos de discriminación sexual ganados en la Corte

7 Frontiero vs. Richardson, 411 U. S. 484 (1974); Schlesinger vs. Ballard,


419 U. S. 498 (1975).
s Esta situación es relativamente compleja. Véase Gomes vs. Interscholastic
League, 469 F. Supp. 659 (D. R. I. 1979); Brenden vs. Independent School Dis-
trict, 4 7 7 F.2d 1292 (8th Cir. 1973); O’Connor vs. Board of Education of
School District No. 23, 645 F.2d 578 (7th Cir. 1981); Cape vs. Tennessee Se-
condary School Athletic Association, 424 F. supp. 732 (E.D. Tenn. 1976).
9 Rostker vs. Goldberg, 453 U. S. 5 7 (1981). Véase también Lori S. Korn-
blulm, “Women Warriors in a Men’s World: The Combat Exclusión”, en: 2
Law and Inequality: A Journal o f Theory and Practice (1984):353.
Suprema han sido llevados por hombres.10 Bajo la regla de neutra­
lidad de los géneros, la ley de custodia y divorcio ha sido transfor­
mada y le da a los hombres la oportunidad de conseguir la custo­
dia de hijos e hijas y pensión alimenticia {alimony).11 A menudo,
los hombres parecen mejores padres bajo las reglas genéricamente
neutras tales como el nivel de ingreso y la presencia de la familia
nuclear porque los hombres ganan más dinero y (como dicen)
son los que inician la construcción de unidades familiares.12 De
hecho, tienen preferencia porque la sociedad les otorga ventajas
antes de que lleguen a la corte y se prohíbe que la ley tome en
cuenta esta preferencia porque eso significaría tomar en cuenta el
género. No se permite que tengan importancia las realidades del
grupo al que pertenecen las mujeres, realidades que las hacen tener
una mayor necesidad de la pensión alimenticia, por ejemplo, por­
que sólo pueden tomarse en cuenta los factores individuales, consi­
derados genéricamente neutros. Por lo tanto, el hecho de que las
mujeres vivan su vida, individualmente, como parte del grupo de
mujeres, con las oportunidades que las mujeres tienen en una so­
ciedad que las discrimina sexualmente, no debe contar porque eso
sería discriminación sexual. Desde esta perspectiva, el principio de
igualdad genera la idea de que para que las feministas puédan con­
seguir cosas tienen que conseguirlas para los hombres. Los hom­
bres las han conseguido. ¿Y las mujeres? Seguimos sin tener igual

10 David Colé, “Strategies of Difference: Litigating for Women’s Rights in a


Man’s World”, en: Law and Inequality: A Journal o f Theory and Practíce 34,
n. 4 (1984).
11 Devine vs. Devine, 398 so. 2d 686 (Ala. sup. Ct. 1981); Danielson vs.
Board of Higher Education, 358 F. Supp. 22 (S.D.N.Y. 1972); Weinberger vs.
Wiesenfeld, 420 U. S. 636 (1975); Stanley vs. Illinois, 405 U. S. 645 (1971);
Caban vs. Mohammed, 441 U. S. 380 (1979); Orr vs. Orr, 44 0 U.S. 268
(1979).
12 Leonore Weitzman, “The Economics of Divorce: Social and Economic Con-
sequences of Property, Alimony and Child Support Awards”, en: 28 U.C.L.A.
Law Review (1982):1118, 1251 documenta que el estándar de vida para las mu­
jeres baja el 73 por ciento y que el de los hombres aumenta el 42 por ciento tras
un año de divorcio.
salario,13 o igual trabajo,14 mucho menos un salario igual por un
trabajo igual15 y estamos a punto de perder cotos separados como
las escuelas para mujeres.16
He aquí la razón. En realidad -siendo la realidad una cosa que
este enfoque no conoce mucho pues es idealismo liberal hablándo­
se a sí mismo- casi todas las cualidades que distinguen a los hom­
bres de las mujeres ya están compensadas afirmativamente en esta
sociedad. La fisiología de los hombres define la mayoría de los de­
portes,17 sus necesidades definen la cobertura de los seguros médicos

13 La Ley de Igualdad de Salario, 29 U.S.C. § 206 (d)(l)(1976) garantiza


igualdad de salario, como hace la jurisprudencia.
14 Los ejemplos incluyen Christenson vs. Estado de Iowa, 563 F.2d 353 (8th
Cir. 1977); Gerlach vs. Michigan Bell Tel. Co., 501 F. Supp. 1300 (E.D. Mich.
1980); Odomes vs. Nucare, Inc., 653 F.2d 246 (6th Cir. 1981) (a la asistente de
enfermera se le negó recurso al Title VII porque sus obligaciones no eran subs­
tancialmente similares a las del enfermero mejor pagado); Power vs. Barry
County, Michigan, 539 F. supp. 721 (W.D. Mich. 1982); Spaulding vs. Univer­
sity of Washington, 740 F. 2d 686 (9th Cir. 1984).
15 El caso del Condado de Washington vs. Gunther, 452 U. S. 161 (1981)
permite un desafío sobre la base del valor comparable en el que puede probarse
que la desigualdad de salario corresponde a una segregación intencionada del
empleo. Véase también Lemons vs. City and County of Denver, 17 FEP Cases
910 (D. Colo. 1978), a ffd , 620 F.2d 228 (lOth cir. 1977), ¿er. denied449 U. S.
888 (1980). Véase en general Carol Jean Pint, “Valué, Work and Women”, en:
1 Law and Inequality: A Journal o f Theory and Practice (1983):159.
16 Si se combina el resultado de Bob Jones University vs. United States, 461
U. S. 547 (1983) con el de Mississippi University for Women vs. Hogan, 458 U.
S. 718 (1982), el status libre de impuestos de las escuelas para mujeres queda
claramente amenazado.
17 Un ejemplo especialmente elocuente es el caso en el que la demandante que­
ría competir con hombres en encuentros de boxeo, ya que el demandado no aus­
piciaba encuentros para mujeres. Una razón esencial por la cual se estableció que
el impedir competir a la mujer no violaba sus derechos a la igualdad era que se
habían hecho, diseñado y aprobado “las reglas y precauciones de seguridad en el
contexto de una competencia exclusivamente masculina”. Lafler vs. Athletic
Board of Control, 536 F. supp. 104, 107 (W.D. Mich. 1982). Según la Corte: “En
este caso, las diferencias reales entre la anatomía masculina y femenina deben ser
tomadas en cuenta cuando se considera si hombres y mujeres pueden recibir un
trato diferente con respecto a su participación en el boxeo. La demandante admi­
te que usa una protección para los senos durante el boxeo. Esa protección [...]
y de automóviles, sus biografías sociales definen las expectativas
en los lugares de trabajo y los patrones exitosos de carrera, sus
perspectivas y preocupaciones definen la calidad de la producción
académica, sus experiencias y obsesiones definen el mérito, su ob-
jetivización de la vida define el arte, su servicio militar define la
ciudadanía, su presencia define la familia, su incapacidad para lle­
varse bien con los demás -sus guerras y gobiernos- define la histo­
ria, su imagen define a dios y sus genitales definen el sexo. Para ca­
da una de sus diferencias con las mujeres, de hecho ya existe lo
que podríamos llamar un plan de acción afirmativa, o sea lo que se
conoce como la estructura y los valores de la sociedad norteameri­
cana. Sin embargo, cada vez que las mujeres somos, según este es­
tándar, diferentes de los hombres e insistimos en que esto no sea
utilizado en contra nuestra, cada vez que se hace uso de una dife­
rencia para mantenemos en segunda clase y nos negamos a acep­
tarlo con una sonrisa, la ley de igualdad sufre un trauma en su pa­
radigma y la doctrina pasa por un período de crisis.
Aparentemente, lo que esta doctrina ha llamado desigualdad
sexual no es lo que nos ocurre a nosotras. La ley de discrimina­
ción sexual que ha surgido parece tomar en cuenta sólo aquellas
instancias en las que el sometimiento de las mujeres no se ha pre­
sentado como una diferencia -sea original, impuesta o imagina­
da-. Comencemos con el aspecto original: ¿qué hacer con el he­
cho de que las mujeres tienen una habilidad que los hombres
todavía no tienen, gestar a una criatura en el útero? El embarazo
es entonces una diferencia. La doctrina de la diferencia dice que
es discriminación sexual darnos lo que necesitamos porque sola­
mente lo necesitamos las mujeres. No es discriminación el no dar

violaría la regla 6 del Artículo 9 de la Federación de Boxeo Amateur, actual­


mente vigente. Esa misma regla requiere el uso de protección en el área genital,
regla diseñada para las excepcionales características anatómicas masculinas”,
ídem en 106 (cursivas mías). La regla se basa en la anatomía masculina, por lo
tanto no es una justificación sino un ejemplo de discriminación. Esto no forma
parte de la opinión jurídica y el juez no discute si las mujeres pudieran benefi­
ciarse de protección genital, y los hombres de protección pectoral, tal como
ocurre en otros deportes.
a las mujeres lo que necesitamos porque de este modo solamente
las mujeres nos quedaremos sin lo que necesitamos.18 Sigamos

18 Esto es una referencia a los temas que han surgido en varios casos recientes
que evalúan si el intento en algunos estados de conceder licencia por maternidad y
asegurar el puesto de trabajo constituye discriminación sexual. California Federal
Savings and Loan Assn. vs. Guerra, 758 F.2d 390 (9th cir. 1985), cert. granted 54
U. S. L. w. 3460 (U. S. Jan 13, 1986); véase también Miller-Wohl vs. Commissio-
ner of Labor, 515 F. supp. 1264 (d. Montana 1981), vacated and dismissed, 685
F.2d 1088 (9th cir. 1982). La posición adelantada en nuestro ensayo “Difference
and Dominance...” sugiere que si se prohíben esos beneficios según el Title VII, és­
te es entonces anticonstitucional bajo la cláusula de igual protección.
En ninguno de los casos se elaboró claramente esta posición. La American
Civil Liberties Union alegó que las medidas que exigían compensación por em­
barazo, sin una contrapartida comparable para los hombres, violaban la prohibi­
ción de clasificaciones basadas en el embarazo y el sexo que forma parte de Title
VII. En Montana se había declarado ilegal que un patrón “despidiera a una mu­
jer por embarazo” o “negara una licencia razonable por embarazo a una em­
pleada”. Montana Maternity Leave Act § 49-2-310 (1) y (2). Según la ACLU, es­
ta medida “concede a las trabajadoras embarazadas ciertos derechos que no
disfrutan otros trabajadores [...] La legislación diseñada para beneficiar a las
mujeres [...] ha perpetuado estereotipos destructivos sobre sus roles y les ha ne­
gado derechos y beneficios disfrutados por los hombres. [La medida de Monta­
na] no ayuda a dar empleo a mujeres embarazadas o que puedan estarlo, produ­
ce resentimiento y hostilidad en el lugar de trabajo y penaliza a los hombres”.
Brief o f American Civil Liberties Union, et al. amicus curiae, Montana Supreme
Court No. 84-172, 7. La National Organization for Women alegó que la medi­
da del estado de California que exige que las trabajadoras encintas reciban licen­
cia de maternidad sin goce de sueldo y con seguridad de trabajo de hasta cuatro
meses violaría el Title VII. Brief of National Organization for Women, et al.,
United States Court of Appeals, 685 F.2d 1088 (9th Cir. 1982).
Cuando el Congreso aprobó la ley de discriminación por embarazo, o Preg-
nancy Discrimination Act que enmienda Title VII, 42 U.S. C. § 2000 e(k), defi­
nió “por el sexo” o “basado en el sexo” como incluyendo “por embarazo, por
parto o por condiciones médicas relacionadas al mismo; y las mujeres afectadas
por embarazo, parto o condiciones médicas relacionadas al mismo deberán ser
tratadas por igual para todos los fines relacionados con el trabajo”. Con esto,
el Congreso decidió que una no tendría que ser lo mismo que un hombre para ser
tratada sin discriminación, ya que garantizó el trato sin discriminación sobre la
base de una condición que no es la misma para hombres y mujeres. Incluso uti­
lizó la palabra “mujeres” en el estatuto.
Por otra parte, el Congreso adoptó esta decisión para anular la decisión de
la Corte Suprema en General Electric vs. Gilbert, 429 U. S. 125 (1976), en la
con lo impuesto: ¿qué hacer con el hecho de que la mayoría de las
mujeres están segregadas en trabajos mal remunerados en los que
no hay hombres? Al sospechar que la estructura del mercado se
vería subvertida por completo si se pone en vigor la idea de igual
valor, la doctrina de la diferencia dice que debido a que no existe
un hombre que pueda marcar la pauta para saber si el trato a las
mujeres es una desviación, no existe una discriminación sexual en
este caso, sólo una diferencia sexual. No importa el hecho de que
no haya un hombre con quien compararse porque ningún hombre
haría ese trabajo si pudiera escogerlo y como por supuesto puede
escoger, porque es hombre, no lo hace.19

cual el no incluir el embarazo como condición médica no era discriminación se­


xual ya que la división entre embarazada y no embarazada no era la división
entre hombres y mujeres. Al rechazar esta lógica el Congreso rechazó el están­
dar masculino implícito para medir el derecho a la igualdad de las mujeres.
La opinión del Noveno circuito ratificó la ley de licencia por maternidad y
seguridad de empleo de California al establecer que la similitud no era necesa­
ria para la igualdad: “El PDA [Pregnancy Discrimination Act] no exige que los
estados ignoren el embarazo. Exige que las mujeres sean tratadas con igualdad
[...] La igualdad bajo el PDA debe ser medida en oportunidad de empleo, no ne­
cesariamente en la cantidad de dinero gastado, o en la cantidad de días de segu­
ro médico proporcionados. La igualdad [...] compara cobertura con necesidad
real, no cobertura con necesidades hipotéticas iguales”. California v. Guerra,
758 F. 2d 390 (9th. Cir. 1985) (Ferguson, J). “No somos los primeros en decir
que el propósito del Title VII es la igualdad de oportunidad en el empleo y no
necesariamente un mismo trato”. Id. en 396.n.7.
19 La gran mayoría de las mujeres trabajan en empleos desempeñados en gran
medida por mujeres y, en la mayoría de los casos, esos trabajos tienen un sueldo
menor que los que desempeñan la gran mayoría de los hombres. Véase Pint, no­
ta 15, más arriba. Con respecto al hecho de que los hombres pueden no satisfa­
cer el estándar masculino, un tribunal declaró que un sindicato no representaba
equitativamente a las mujeres en ios términos siguientes: “Los demandados su­
gieren que los trabajos de taller o de chofer, requieren no sólo enormes capaci­
dades intelectuales, sino también exigencias físicas tan grandes que sobrepasan
la capacidad de cualquier mujer. De nuevo, se hace notar que la capacidad de las
querellantes para efectuar estos trabajos nunca se puso a prueba a pesar de que
lo pidieron repetidamente. De nuevo, se hace notar que los demandantes tampo­
co han sugerido cuáles de los muchos requisitos que enumeran para estos traba­
jos (por primera vez) no podrán satisfacer las querellantes. Sin embargo, la corte
Ahora continuemos con los llamados alcances sutiles de la cate­
goría de lo impuesto, el área de facto. En realidad, la mayor parte
de los trabajos requieren que la persona de género neutro califica­
da para realizarlos sea alguien que no tenga a su cargo niños o ni­
ñas en edad preescolar.20 Señalar que esta cuestión despierta preo­
cupación sobre el sexo en una sociedad en la que se espera que
sean las mujeres las que cuiden a niñas y niños es empezar a tomar
en cuenta el género al estructurar el empleo. Hacer eso violaría la
regla que se opone a no tomar en cuenta las diferencias de situa­
ción basadas en el género, por lo tanto, nunca sale a la luz que el
día que se tomó en cuenta el género fue el día en que se estructuró
el empleo con la esperanza de que sus ocupantes no tuvieran la
responsabilidad de cuidar a niños y niñas. Reconozco que la doc­
trina puede manejar las diferencias sexuales imaginarias, como la
que hay entre varones o mujeres aspirantes a administrar bienes, o
(entre hombres y mujeres que envejecen o mueren.21
Reconozco también que hay muchas diferencias entre hombres
y mujeres. Es decir, ¿pueden imaginarse que se eleve a una mitad

aceptará sin enumerarlo aquí el catálogo extraordinario de hazañas que los de­
mandantes, insisten deben llevarse a cabo en el taller, o como chofer. Puede ser
que así sea. Sin embargo, uno se entera por este expediente que no se puede ser
demasiado débil, enfermo o poco firme, o demasiado ignorante para ejecutar es­
tos trabajos, con tal de ser hombre. Las querellantes a primera vista parecen te­
ner mucho mejor condición física que muchos de los choferes que fueron al ta­
ller, con los'años, según el testimonio de los testigos de la defensa [...] En
resumen, ellas tenían tanta capacidad como los hombres con serias carencias e
incapacidades físicas que tuvieron trabajos de taller”. Jones vs. Cassens Trans-
port, 617 F. Supp. 869, 892 (1985) (cursivas en el original).
20 Phillips vs. Martin-Marietta, 400 U. S. 542 (1971).
21 Reed vs. Reed, 404 U. S. 71 (1971) alegó que el estatuto que prohibía a
las mujeres administrar propiedades y bienes raíces constituye discriminación
sexual. Si se enseñara a leer y escribir solamente a unas pocas mujeres, como
acontecía antes, la diferencia de género no sería imaginaria, aunque la situación
social sería aún más discriminatoria de lo que es ahora. Comparar City of Los
Angeles vs. Manhart, 434 U. S. 815 (1978), por la cual la medida que exigía
que las mujeres hicieran contribuciones mayores a su plan de jubilación repre­
sentaba una forma de discriminación sexual, a pesar de una supuestamente
probada diferencia sexual -la mayor longevidad promedio de las mujeres-.
de la población y se denigre a la otra, y se produzca una pobla­
ción en la que todos sean lo mismo? El estándar de semejanza no
toma en cuenta que las diferencias de los hombres con respecto a
las mujeres son iguales a las de las mujeres con respecto a los
hombres. Aquí sí que hay igualdad. Sin embargo los sexos no son
iguales socialmente. El enfoque de la diferencia no considera el
hecho de que la jerarquía de poder produce diferencias reales e
imaginadas, diferencias que también son desigualdades. Lo que le
falta al enfoque de la diferencia es lo que le faltó a Aristóteles en
su noción empirista de que la igualdad significa tratar a los seme­
jantes de igual manera y a los seres distintos de forma distinta, al­
go que nadie ha cuestionado desde entonces. ¿Por qué deberías tú
ser igual a un hombre para obtener lo que él tiene sólo por el he­
cho de serlo? ¿Por qué el ser macho da un derecho original, que
no se cuestiona sobre la base de su género, de tal forma que son
las mujeres -las mujeres que quieren cuestionar su trato desigual
en un mundo que los hombres han hecho a su imagen y semejan­
za (esto es en realidad lo que Aristóteles pasó por alto)- quienes
deben demostrar que de hecho son hombres en todos los aspectos
relevantes pero desgraciadamente han sido tomadas por mujeres
sobre la base de un accidente de nacimiento?
Las mujeres que se ven beneficiadas por la neutralidad de géne­
ros, y las hay, ponen en relieve las suposiciones de este enfoque.
Son en su mayoría mujeres que, al menos en el papel, han sido ca­
paces de construir una biografía que se aproxima en algo a la nor­
ma masculina. Son las calificadas, las víctimas menores de la dis­
criminación sexual. Cuando se les niega una oportunidad de las
que tienen los hombres, parece como mucho un prejuicio sexual.
Mientras más desigual sea la sociedad, menos son las mujeres de
este tipo. Por lo tanto, mientras más desigual sea una sociedad, es
menos probable que la doctrina de la diferencia pueda hacer algo
al respecto, porque el poder desigual crea la apariencia y la reali­
dad de las diferencias sexuales del mismo modo que crea sus desi­
gualdades sexuales.
Los beneficios especiales de este enfoque de la diferencia no han
compensado la diferencia de ser de segunda clase. La regla de be­
neficios especiales es el único lugar en la doctrina predominante de
igualdad donde puedes identificarte como mujer sin que esto signi­
fique renunciar por completo a pedir un trato igualitario, pero se
le aproxima. Bajo su doble estándar, las mujeres que heredan algo
cuando sus esposos mueren han obtenido la eliminación de un pe­
queño porcentaje del impuesto sobre herencias, gracias a la elo­
cuencia del juez Douglas (miembro de la Suprema Corte de Justi­
cia de Estados Unidos) sobre las dificultades económicas de todas
las mujeres.22 Si vamos a ser estigmatizadas como diferentes, sería
bueno que la compensación correspondiera a la disparidad. He­
mos conseguido también tres años más que los hombres antes de
ser ascendidas o dadas de baja de la jerarquía militar, como com­
pensación por vernos excluidas de las líneas de combate, que es
como normalmente se asciende.23 Las mujeres también nos hemos
visto excluidas de empleos en las cárceles de hombres, en los que
pueda haber contacto físico, porque podríamos ser violadas -en
este caso la Suprema Corte consideró las oportunidades de empleo
para las mujeres desde el punto de vista del violador razonable-.24
Del mismo modo, nos protegen de ciertos trabajos debido a nues­
tra fertilidad. La razón es que el empleo es peligroso para la salud
y alguien que algún día podría convertirse en una persona de ver­
dad y por lo tanto plantear una demanda judicial -esto es, un fe­
to- podría sufrir algún daño si las mujeres, que aparentemente no
somos personas de verdad y por lo tanto no podemos hacer de­
mandas judiciales por el riesgo que corre nuestra salud o por la
oportunidad de empleo perdida, tenemos empleos que ponen nues­
tros cuerpos en un peligro posible.25 Excluir a las mujeres es siem-

22 Kahn vs. Shevin, 416 U.S. 351, 353 (1974).


23 Schlesinger vs. Ballard, 419 U.S. 498 (1975).
24 Dothard vs. Rawllinson, 433 U.S. 321 (1977); véase también Michael M.
vs. Sonoma County Superior Court, 450 U.S. 464 (1981).
25 Doerr vs. B.F. Goodrich, 484 F. Supp. 320 (N.D. Ohio 1979). Wendy
Webster Williams, “Firing the Woman to Protect the Fetus: The Reconciliation
of Fetal Protection with Employment Opportunity Goals Under Title VII”, en:
69 Georgetown Law Journal (1981):641. Véase también Hayes vs. Shelby Me­
morial Hospital, 546 F. Supp. 259 (N.D. Ala. 1982); Wright vs. Olin Corp.,
697 F.2d 1172 (4th Cir. 1982).
pre una opción si la igualdad entra en tensión con la ocupación
misma.. Al parecer nunca piensan en excluir a los hombres. En el
combate, por ejemplo.26 De algún modo, el imaginarnos ahí des­
truye la gloria del hoyo en el frente de guerra y del compañerismo
de las trincheras. Una tiene la sensación de que preferirían acabar
con la conscripción, que incluso serían capaces de acabar con las
guerras antes de tener que luchar a nuestro lado.
El doble estándar de estas reglas no da a las mujeres la digni­
dad de contar con un estándar único, tampoco suprime (como lo
hace el estándar de la diferencia) el género de su referente que es,
por supuesto, el género femenino. Debo confesar que también
siento algo de afecto por este estándar. El trabajo de Carol Gilli­
gan sobre las diferencias de género en el razonamiento moral27 le
da una gran dignidad, mayor de la que ha tenido hasta el mo­
mento, francamente mayor de lo que yo pensaba que podría te­
ner. Pero ella logra dar al razonamiento moral lo que la protec­
ción especial da a la ley: una valoración afirmativa más que
negativa de lo que distingue exactamente a las mujeres de los
hombres, al hacer parecer que esos atributos, con sus consecuen­
cias, son en realidad de algún modo nuestros y no el resultado de
lo que la supremacía masculina nos ha atribuido para su propio
uso. Cuando la diferencia significa dominio, como en el caso del-
género, el hecho de que las mujeres afirmen esta diferencia signi­
fica afirmar las cualidades y características de la falta de poder.
Las mujeres han hecho cosas buenas y es bueno decirlo. Creo
que las colchas tradicionales son arte. Pienso que las mujeres te­
nemos una historia. Pienso que creamos cultura. Sé también que

26 El Congreso exige que la Fuerza Aérea (10 U.S.C. § 8549 [1983]) y la Mari­
na (10 U.S.C. § 6015 [1983]) excluyan a las mujeres de las fuerzas de combate,
con algunas excepciones. Owens vs. Brown, 455 F. Supp. 291 (D.D.C. 1978), ya
había invalidado la anterior exclusión en las fuerzas de combate de la Marina
porque prohibía a las mujeres efectuar trabajos para los que estaban capacitadas
e inhibía la discreción de la Marina para nombrar a mujeres en barcos de comba­
te. El Ejército excluye a las mujeres de sus fuerzas de combate por su política que
le permite determinar asignaciones, autorizada por el Congreso.
27 Carol Gilligan, In a Different Voice: Psychological Theory and Wornen'’s
Development (Cambridge: Harvard University Press, 1982).
no sólo se nos ha excluido de hacer lo que se considera arte, sino
que nuestros artefactos han sido excluidos de los estándares que
definen lo que es arte. Tenemos historia, pero es una historia de
lo que fue y de lo que no se permitió ser. Por eso critico lo que
hemos sido ya que necesariamente es lo que se nos ha permitido
ser, como si fuera propiedad nuestra, de las mujeres. Como si la
igualdad, a pesar de todo, ya existiera inevitablemente.
Soy muy dura con esto y lo voy a ser aún más. No creo que la
forma en que las mujeres razonan moralmente es moralidad “con
voz diferente”.28 Pienso que es moralidad en un registro más alto,
con voz femenina. Las mujeres valoramos el cuidado de los demás
porque los hombres nos han valorado según el cuidado que les
damos, y es probable que nos venga bien un poco de cuidado pa­
ra nosotras mismas. Las mujeres pensamos en términos relacióna­
les porque nuestra existencia es definida en relación con los hom­
bres. Además, cuando no se tiene poder, no se habla de manera
diferente así como así. Mucho no hablas. Tu habla no sólo se arti­
cula de manera diferente sino que es silenciada. Eliminada, desa­
parecida. No sólo se te priva de un lenguaje con el cual puedas ar­
ticular tus características distintivas, aunque lo sea; se te priva de
una vida desde la cual podría surgir una articulación. El no ser
oída no es únicamente una función de la falta de reconocimiento,
no es solamente que nadie sabe cómo escucharte, aunque lo sea;
es también un silencio profundo, el silencio de la que se ve impe­
dida de tener algo que decir. Algunas veces esto es permanente.
Lo que digo es que el daño causado por el sexismo es real, y reifi-
car esto en diferencias es un insulto a nuestras posibilidades.
Mientras estos temas se planteen de esta forma, las demandas
de igualdad parecerán siempre pedir ambas alternativas: lo mismo
cuando somos lo mismo y diferentes cuando somos diferentes. Pe­
ro esto es lo que los hombres tienen, igualdad y diferencia a la vez.
Tienen lo mismo que las mujeres cuando son como ellas y quieren
serlo, y tienen aquello que es diferente cuando lo son y quieren ser­
lo, que por lo general es lo que prefieren. Igualdad y diferencia al
mismo tiempo sería sólo paridad.29 Sin embargo, bajo la supre­
macía machista, aunque se nos dice que tenemos ambas alterna­
tivas -por un lado el ser especial por aquello del pedestal y por
otro la igualdad de oportunidad en las carreras-, la capacidad de
ser mujer y persona al mismo tiempo, pocas son las mujeres que
se benefician de cualquiera de las dos.

Hay un enfoque alternativo, que se entreteje en la ley que rige en


la actualidad y que en mi opinión expresa la razón fundamental
por la que la ley de igualdad existe. Da una segunda respuesta, una
respuesta disidente tanto en la ley como en la filosofía, para la
cuestión de la igualdad y para la del género. En este enfoque, el
problema de la igualdad es una cuestión de distribución de poder.
El género es también una cuestión de poder, en concreto, de supre­
macía masculina y subordinación femenina. La cuestión de la igual­
dad, desde el punto de vista de lo que se va a necesitar para conse­
guirla, es en su origen una cuestión de jerarquía que, conforme el
poder logra construir una percepción social y una realidad social,
se convierte, por derivación, en una distinción categórica, o sea, en
una diferencia. Aquí, el primer día se logró el dominio, probable­
mente por la fuerza. Al segundo día, la división ya debía estar rela­
tivamente firme en su lugar. Al tercer día, si no antes, tanto las di­
ferencias como los sistemas sociales estaban demarcados para
exagerarlos en la percepción y en los hechos porque la distribución
sistemáticamente diferencial de beneficios y carencias requería que
no hubiera errores sobre quién era quién. Hablando de manera
comparativa, el hombre ha descansado desde entonces. El género
podría no ser siquiera ser codificado como diferencia, podría no
significar distinción desde el punto de vista epistemológico, si no
fuera por sus consecuencias para el poder social.

29 Esto es lo que alegué en el Apéndice de mi libro Sexual Harassment o f


Working Women: A Case ofSex Discrimination (1979). Ese libro termina con la
siguiente frase: “Las mujeres quieren ser iguales y también diferentes”. Podría
haber añadido: “Los hombres lo son”. Como estándar, esto hubiera reducido las
aspiraciones a la igualdad de las mujeres a alguna versión correspondiente de la
situación de los hombres. Pero, como observación, hubiera sido cierta.
Yo llamo a esto el enfoque del dominio y es la base de mi crítica
a la ley. El objetivo de este enfoque disidente no es hacer que las
categorías legales sigan o atrapen a las cosas como son. No es ha­
cer que las reglas se ajusten a la realidad. Es una crítica de la reali­
dad. Su tarea no es formular estándares abstractos que produzcan
determinados resultados en casos particulares. Tiene un alcance
mayor, más relacionado con la jurisprudencia que con las fórmulas
y por lo tanto resulta difícil para el discurso dominante dignificar­
lo como un acercamiento a la doctrina o imaginarlo como una re­
gla de ley. Se propone revelar a qué se han visto reducidas las mu­
jeres para poder cambiarlo.
El enfoque del dominio se centra en los abusos sexuales más
significativos contra las mujeres en tanto género, abusos que la
ley de igualdad de los sexos con su vestidura de diferencia no pu­
do confrontar. Está basado en una realidad cuya naturaleza siste­
mática se conocía poco antes de 1970, una realidad que exige
una nueva concepción del problema de la desigualdad sexual. Es­
ta nueva información incluye no sólo un conocimiento de la ex­
tensión y conexión entre la segregación sexual y la pobreza, algo
que ya se sabía, sino de la gama de temas llamados “violencia
contra las mujeres”, algo que no se sabía. Combina la desespera­
ción material de las mujeres, relegadas a categorías de empleos
que no pagan nada, con la gran cantidad de violaciones e inten­
tos de violación -el 44% de todas las mujeres los han sufrido-
sobre los que no se hace casi nada;30 el abuso sexual a menores
de edad -el 38% de las niñas y el 10% de los niños-, hecho que
parece ser endémico en la familia patriarcal;31 la violencia física
contra las mujeres, que es un hecho sistemático en una cuarta par­

30 Diana Russell y Nancy Howell, “The Prevalence of Rape in the United


States Revisited”, en: Signs: Journal o f Women in Culture and Society 8 (1983):
689 (44% de las mujeres en 930 hogares fueron víctimas de violación o de un
intento de violación en algún momento de su vida).
31 Diana Russell, “The Incidence and Prevalence of Intrafamilial and Extra-
familial Sexual Abuse of Female Children”, en: Child Abuse and Neglect: The
International Journal 7 (1983): 133.
te de nuestros hogares;32 la prostitución, condición económica fun­
damental de las mujeres, lo que hacemos cuando ya no tenemos
ninguna otra opción y, para muchas mujeres en este país, a menu­
do no hay otra opción;33 y la pornografía, una industria que trafi­
ca con la carne femenina, convirtiendo la desigualdad sexual en se­
xo al ritmo de ocho mil millones de dólares al año en ganancias,
en gran medida para el crimen organizado.34
Estas experiencias no se han tomado en cuenta en la definición
de la diferencia en la igualdad sexual debido principalmente a que
les suceden casi exclusivamente a las mujeres. Que quede claro: ésta
es la razón por la cual no dan lugar a cuestiones de igualdad sexual.
Como este trato se da casi únicamente a mujeres, se lo ve implícita­
mente como una diferencia, la diferencia sexual, cuando de hecho
es el resultado social del sometimiento de las mujeres. La verdad de
la relegación social de las mujeres a una situación de inferioridad
como género es que muchas de esas cosas no se les hacen a los hom­
bres. A ellos no se les paga la mitad de lo que se les paga a las muje­
res por el mismo trabajo sobre la base de su igual diferencia. Todo
lo que tocan no pierde valor sólo porque lo han tocado. Cuando al­
guien los golpea, una persona ha sido atacada. Cuando son viola­
dos sexualmente, no es un hecho simplemente tolerado, o conside­
rado divertido o defendido como parte de la estructura necesaria de
la familia, el precio de la civilización o un derecho constitucional.

32 R. Emerson Dobash y Russell Dobash, Violence Against Wives: A Case


against the Patriarchy (1979); Bruno vs. Codd, 90 Mise. 2d 1047, 396 N.Y.S.
2d 974 (Sup. Ct. 1977) y siguientes.
33Kathleen Barry, Female Sexual Slavery (1979; Moira K. Griffin, “Wives,
Hookers and the Law: The Case for Decriminalizing Prostitution”, en: Student
Lawyer 18 (1982); Informe de Jean Fernand-Laurent, informante sobre la Supre­
sión del tráfico de personas y la explotación de la prostitución de otros (Informe
de las Naciones Unidas), en: International Feminism: Networking against Fema­
le Sexual Slavery 130 (Kathleen Barry, Charlotte Bunch y Shirley Castley, eds.)
(Informe sobre el Global Feminist Workshop to Organize against Traffic in Wo­
men, Rotterdam, Netherlands, Abril 6-15, 1983 [1984]).
34 Galloway y Thornton, “Crackdown on Pornography-A No-Win Battle”, en:
U. S. News and World Reporta 4 junio de 1984, p. 84. Véase también “The Place
of Pornography”, en: Harper’s, noviembre 1984, 31 (cita u$s mil millones al año).
¿Describe esta diferenciación la diferencia sexual? Tal vez. Lo
que sí describe es la relegación sistemática de todo un grupo de
personas a una condición de inferioridad, y lo atribuye a su natu­
raleza. Si esa diferenciación fuera biológica, tal vez se debería pen­
sar en una intervención biológica. Si fuera evolutiva, tal vez los
hombres deberían evolucionar de diferente manera. Como creo
que es política, pienso que son sus políticas las que construyen la
estructura profunda de la sociedad. Los hombres que no violan a
las mujeres no tienen sus hormonas enfermas. Los hombres que es­
tán hartos de la pornografía y no erotizan su revulsión no están
mal desarrollados. Está condición social, en la cual podemos ser
usadas y abusadas, trivializadas, humilladas, compradas, vendidas,
cambiadas por otras, palmeadas en la cabeza, “puestas en nuestro
lugar” y en la que se nos pide que sonriamos para que parezca que
estamos disfrutando todo, no es lo que algunas de nosotras tene­
mos en mente al pensar en igualdad sexual.
Este segundo enfoque -que no es abstracto, que no está de
acuerdo con la realidad impuesta socialmente y, por lo tanto, no
parece un estándar de los que se usan para crear los estándares-
fue el modelo implícito que se aplicó en las cortes durante los años
sesenta para alcanzar la justicia racial. Desde entonces se ha pro­
ducido una erosión con la disminución del compromiso judicial
para llegar a la igualdad racial. Estaba basado en la aceptación de
que la condición particular de la población negra no era funda­
mentalmente una cuestión de diferenciación racional o irracional
sobre la base de la raza sino que era fundamentalmente una cues­
tión de supremacía blanca, como consecuencia de la cual las dife­
rencias raciales se convertían en algo denigrante.35 Para considerar

35 Loving vs. Virginia, 388 U.S. 1 (1967) usó por primera vez el término
“supremacía blanca” al invalidar una ley de antimestizaje como una violación
del derecho a la igualdad de protección. Esa ley prohibía por igual el casamien­
to entre la población negra y la blanca. Aunque sin ir tan lejos, en temas de de­
portes los tribunales han visto algunas veces que “semejante” no significa
“igual”, que tampoco “igual” requiere “semejante”. En el contexto de desi­
gualdad sexual que ha prevalecido en las oportunidades de atletismo, el permi­
tir que los chicos compitan en el mismo equipo que las chicas puede disminuir la
el género de esta manera, observen otra vez que los hombres son
tan diferentes de las mujeres como éstas de ellos, pero en lo social
los sexos no tienen un poder igual. Estar en el nivel más alto de
una estructura jerárquica es ciertamente distinto de estar en el más
bajo, pero ésta es una descripción falsamente neutra ya que una je­
rarquía es mucho más que eso. Si el género fuera solamente una
cuestión de diferencia, la desigualdad sexual sería un problema de
mero sexismo, de diferenciación errónea, de categorización inexac­
ta de individuos. El enfoque de la diferencia piensa que es esto y
por lo tanto se preocupa de esto. Pero si el género es ante todo una
desigualdad, construida como una diferenciación socialmente rele­
vante con el fin de mantenerla en su lugar, entonces las cuestiones
de desigualdad sexual son cuestiones de dominio sistemático, de
supremacía masculina, para nada abstracta y para nada un error.
Si la diferenciación en clasificaciones es en sí misma una dis­
criminación, como lo es en la doctrina de la diferencia, el uso de
la ley para cambiar las desigualdades sociales basadas en grupos
se convierte en algo problemático, incluso contradictorio. Es que
el grupo cuya situación debe cambiar tiene que ser necesariamen­
te identificado y delineado legalmente, pero hacerlo plantea una
tensión fundamental con la garantía contra la desigualdad san­
cionada legalmente. Si la diferenciación es discriminación, la ac­
ción afirmativa (opositiva) y cualquier cambio legal en la desi­
gualdad social es discriminación -pero ¿no lo son también las
diferenciaciones sociales existentes que constituyen la desigual­
dad?-. Con esto sólo quiero decir que, para los que igualan la di­
ferenciación con la discriminación, cambiar un statu quo desi­
gual es discriminación, pero permitir que exista no lo es.

igualdad sexual en general. “Cada posición ocupada por un varón reduce la


participación de las hembras y aumenta la disparidad general prevaleciente en
cuanto a oportunidad en los deportes.” Petrie vs. Illinois High School Associa-
tion, 394 N.E. 2d 855, 865 (111. 1979). “Concluimos que sería extremadamente
difícil ofrecer exactamente las mismas oportunidades de hacer atletismo a los
niños y a las niñas y perjudicaría el enorme interés del gobierno en igualar las
oportunidades generales en los deportes entre los sexos.” ídem.
Acercarse a la cuestión de la diferencia desde el punto de vista
del enfoque de dominio y viceversa aclara algunas tensiones, que
de otra manera quedarían confusas en los debates sobre igualdad
sexual. Desde el enfoque de dominio se ve con claridad que el en­
foque de la diferencia adopta el punto de vista de la supremacía
masculina sobre el status de los sexos. El mero hecho de conside­
rar el statu quo como el estándar es aceptar de manera invisible y
acrítica los arreglos existentes de la supremacía masculina. En es­
te sentido, el enfoque de la diferencia es masculinista, aunque
pueda expresarse en una voz femenina. El enfoque de dominio,
al considerar las desigualdades del mundo social desde el punto
de vista de la subordinación de las mujeres con respecto de los
hombres, es feminista.
Si se observa el mundo desde el enfoque de la diferencia tal co­
mo la imagina el enfoque del dominio -es decir, si se trata de ver la
desigualdad real a través de una lente que tiene dificultades en ver
la desigualdad como tal si ésta aparece también como una dife­
rencia- se podrán ver los pedidos de cambio en la distribución del
poder como exigencias de protección especial. Es que las únicas
herramientas que ofrece el paradigma de la diferencia para com­
prender la disparidad igualan el reconocimiento de una barrera de
género con la admisión de una ausencia de derecho a la igualdad
ante la ley. Como en este enfoque las cuestiones de igualdad son en­
frentadas sobre todo como cuestiones de ajuste empírico36 —es decir,
como cuestiones de ajuste de los instrumentos legales (moldeados
implícitamente sobre el estándar establecido por los hombres) de
acuerdo con el mundo tal cual es (moldeado también implícitamen­
te sobre el estándar establecido por los hombres)-, cualquier dife­
rencia debe ser negada para merece'r un trato igual. Tanto en el
caso de la etnicidad como en el del género, la doctrina dominante
sobre discriminación excluye cualquier diversidad real entre seres
iguales o la verdadera igualdad dentro de la diversidad.

^ Los estudios de Tussman y Ten Broek usaron por primera vez el término
“fit” para caracterizar la relación necesaria entre una regla de igualdad válida y
el mundo al que se refiere. J. Tussman y J. ten Broek, “The Equal Proteo-ion of
the Laws”, en: California Law Review 37 (1949): 341.
Para el enfoque de la diferencia, por lo tanto, cualquier intento
de cambiar el mundo tal cual es parece una cuestión moral que
requiere un juicio separado sobre cómo deberían ser las cosas. Es­
te enfoque imagina formular la siguiente pregunta desinteresada
que puede ser contestada con neutralidad en lo que a grupos se
refiere: contra el peso de la diferencia empírica, ¿deberíamos tra­
tar a algunos como los iguales de otros, incluso cuando no tengan
derecho a eso porque no cumplen con el estándar? En la medida
en que esta construcción del problema es parte de lo que el enfo­
que del dominio desenmascara, no surge con este enfoque, y por
lo tanto no considera moral su propio fundamento. Si las desi­
gualdades sexuales se ven como problemas de un status impuesto,
que necesitan un cambio si es que el mandato legal sobre la igual­
dad significa algo, la cuestión de si las mujeres deben ser tratadas
de manera desigual se refiere simplemente a si las mujeres deben
ser tratadas como si fueran menos. Cuando se revela como una
simple cuestión de poder, no se puede aislar la pregunta sobre lo
que debería ser. La única pregunta real es saber qué es y qué no es
una cuestión de género. Si no hay diferencia que justifique tratar
a las mujeres como subhumanas, entonces eliminar eso es el ob­
jetivo de la ley de igualdad. En este cambio de paradigmas, las
proposiciones de igualdad dejan de referirse a lo bueno y lo malo
para transformarse en proposiciones de poder y falta de poder,
no menos desinteresadas en sus orígenes ni más neutrales en sus
conclusiones que los problemas que abordan.
En Estados Unidos, para el movimiento de la población negra
por la igualdad llegó un momento en que la esclavitud dejó de ser
un problema de justificación para convertirse en una cuestión de
cómo acabar con esa institución. No hay duda de que existían
disparidades raciales, si no el racismo habría sido inofensivo, pero
al llegar a ese punto -al que no se ha llegado en cuestiones de se­
xo- ya no importaba ninguna diferencia de grupo. Éste es el pun­
to en el que las características de un grupo, incluidos los atributos
empíricos, se convierten en parte constitutiva de lo completamen­
te humano y no son definidas como excepciones a lo completa­
mente humano o distintas de él. Medir de manera unilateral las
diferencias de un grupo de acuerdo con un estándar impuesto por
el otro es la encarnación de estándares parciales. El momento en
que las cualidades particulares de una persona se convierten en par­
te del estándar con el cual se mide la humanidad se da una vez cada
mil años.
Para resumir el planteo: considerar las cuestiones de igualdad
sexual como asuntos de clasificación razonable o irrazonable es
parte de la forma en que el dominio masculino se expresa en la
ley. Si siguen mi cambio de perspectiva que pasa del género como
diferencia al género como dominio, el género pasa de ser una dis­
tinción presuntamente válida a un perjuicio presuntamente sospe­
choso. El enfoque de la diferencia intenta delinear la realidad; el
enfoque de dominio busca desafiarla y cambiarla. En él, la discri­
minación sexual deja de ser una cuestión de moralidad y empieza
a ser una cuestión de política.
Puedes saber si la semejanza es tu estándar de igualdad, si mi
crítica a la jerarquía parece un pedido de protección especial dis­
frazado. No lo es. Prevé un cambio que haría posible por vez pri­
mera la existencia de una simple igualdad de oportunidades. Defi­
nir la realidad sexual como diferencia y la garantía de la igualdad
como semejanza está mal en ambos casos. El sexo, en su naturale­
za, no es una bipolaridad; es un continuo. Se convierte en bipolar
dentro de la sociedad. Una vez que esto sucede, el pedir que una
sea igual a aquellos que establecieron el estándar -con relación a
los cuales una ya había sido definida como diferente socialmente-
significa solamente que la igualdad sexual está concebida de for­
ma tal que nunca pueda ser alcanzada. Las que más necesitan un
trato igualitario serán las menos similares áesde el punto de vista
social a aquéllos cuya situación establece el estándar con el cual se
mide el derecho a que una sea tratada de la misma manera. Desde
el punto de vista de la doctrina, los problemas más profundos de la
desigualdad sexual no encontrarán a las mujeres “situadas de
forma similar”37 a los hombres. Las prácticas de desigualdad sexual

37Royster Guano Co. vs. Virginia, 253 U. S. 412, 415 (1920): “[Una clasifí-
cación] debe ser razonable, no arbitraria, y debe apoyarse en una base de dife­
rencia que tenga una relación substancial con el objeto de la legislación, para
que todas las personas en circunstancias similares puedan ser tratadas con igual-
requerirán aún menos que los actos sean intencionalmente discri­
minatorios. Sólo se requiere que se mantenga el statu quo. Como
estrategia para mantener el poder social, primero estructura la
realidad de manera desigual, después exige que el derecho de al­
terarla se base en una falta de distinción de la situación; primero
estructura la percepción de modo que lo diferente equivalga a in­
ferior, después requiere que la discriminación sea activada por
mentes perversas que saben que están tratando a seres iguales co­
mo si fueran inferiores.
Den un poder igual a las mujeres en la vida social. Dejen que
lo que decimos importe y después podremos discutir sobre cues­
tiones de moral. Saquen sus pies de nuestros cuellos y entonces
podremos escuchar en qué idioma hablamos las mujeres. Mien­
tras la igualdad sexual se vea limitada por la diferencia sexual,
les guste o no, lo valoren o traten de negarlo, lo delimiten como
base del feminismo o lo ocupen como el terreno de la misoginia,
las mujeres naceremos, seremos degradadas y moriremos. Nos
conformaríamos con esa protección igualitaria de las leyes bajo
las cuales naceríamos, viviríamos y moriríamos en un país donde
la protección no fuera una mala palabra y la igualdad no fuera
un privilegio especial.

dad”. Reed vs. Reed, 404 U.S. 71, 76 (1971): “Cualquiera sea su sexo, las per­
sonas incluidas en cualquiera de las clases enumeradas [...] se sitúan de manera
similar [...] Al proporcionar un trato desigual a hombres y mujeres que se en­
cuentran en situaciones similares, la sección en cuestión viola la cláusula de
igualdad de protección”.
Washington vs. Davis 426 U.S. 229 (1976) y Personel Administrator of
Massachusetts vs. Feeney, 442 U.S. 256 (1979) exigen que se demuestre la in­
tención de discriminar para demostrar discriminación.
Sobre roles sexuales*
Helene Z. Lopata y Barrie Thorne

Catharine Stimpson me ha pedido que explique detalladamente


las reservas que tengo ante el uso de las palabras “roles sexua­
les” (no puedo llamarlas concepto) para caracterizar ese campo
de investigación que se ocupa de la influencia que tiene la asig­
nación de género sobre una persona y sus relaciones con las que
la rodean. Mencioné mi incomodidad en una reseña de varias
obras que escribí para Signs, publicada en el número de otoño
de 1976. Pero tiene una larga historia, y somos muchas las que
consideramos que desde el punto de vista sociológico el término
no es lógico.1 Hubo una larga discusión, iniciada por Pepper
Schwartz, en nuestra sesión teórica y metodológica del taller in­
ternacional sobre la transformación de los roles sexuales en la
familia y la sociedad que tuvo lugar en Dubrovnik en 1975. Ri­
ta Simón, editora de una serie de anuarios publicados por John­
son Publications, me pidió que editara una serie similar sobre
“Roles sexuales y parentesco” y le pedí que cambiara el título
por “El entretejido de los roles sociales: las mujeres y los hom­
bres en el parentesco y la sociedad”. Las personas que pertene­
cen a la sección “Roles sexuales” de la Asociación Americana
de Sociología, creada recientemente, han tenido largas discusio­
nes sobre los problemas que plantea el término y Barrie Thorne

* Título original en inglés: “On the Term ‘Sex Roles’”, publicado en: Signs
3, núm. 3 (primavera 1978). Traducción de Julia Constantino y Nattie Golu-
bov; revisada y corregida por Marysa Navarro.
1 Helene Znaniecki Lopata, “Review Essay: Sociology”, en: Signs 2 (1976):
165-176.
se ofreció para transcribir algunos de los argumentos en contra
de su uso.2 Son muchos:
1. La terminología de roles no se aplica enteramente al género.
El género, o sea el comportamiento aprendido diferenciado por el
sexo biológico,3 no es un rol como lo es el ser maestra, hermana o
amiga. El género, como la raza o la edad, es más profundo, menos
cambiable e impregna los roles más específicos que desempeña­
mos. Así, una maestra difiere de un maestro en aspectos sociológi­
cos importantes (por ejemplo, es probable que ella tenga menos sa­
lario, status y credibilidad). Esta distinción ha sido reconocida
ocasionalmente al definirse el género como un “rol básico”,4 un
“rol sin foco”5 o “una difusa característica de status”.6 Pero “roles
sexuales” se usa con frecuencia de modo irreflexivo e implica su­
puestos cuestionables.
2. El uso de “roles sexuales” tiende a ocultar cuestiones de po­
der y desigualdad. La noción de “rol” tiende a centrar la atención
más en los individuos que en los estratos sociales, en la socializa­
ción más que en la estructura social y, con eso, se dejan de lado
cuestiones históricas, económicas y políticas.7 “Roles sexuales” su­
giere un tipo de conceptualización basada en la idea de separados
pero iguales, de allí quizás que “roles de raza” y “roles de clase”

2 Una versión distinta de estos comentarios apareció en el Newsletter de la


American Sociological Association, Sex Roles Section, (Washington D.C.: Ame­
rican Sociological Association, s.f.).
3 David Tresemer, “Assumptions about Gender Roles”, en: M. Millman y R.
M. Kanter (eds.), Another Voice (Nueva York: Doubleday & Co., 1975): 308-
339.
4 Michael Banton, Roles (Nueva York: Basic Books, 1965).
5 Shirley Angrist, “The Study of Sex Roles”, en: Journal o f Social Issues 25
(1969): 215-231.
6 Joseph Berger, Bernard P. Cohén y Morris Zelditch Jr., “Status Conceptions
and Social Interaction”, en: American Sociological Review 37 (1972): 24-55.
7 Ann Battle-Sister, “Book Review”, en: Journal ofMarriage and the Family
33 (1971): 592-597; Elizabeth Benson, “Dual Career Families: Altgrnative Re­
search Approaches”, trabajo inédito (East Lansing: Michigan State University,
1972); y Jessie Bernard, to rn en , Wives, Mothers: Valúes and Options (Chica­
go: Aldine Publishing Co., 1975), cap. 1.
nunca hayan entrado en el discurso sociológico (los sociólogos
han tardado más en reconocer el sexismo que en reconocer las
desigualdades de raza y clase).
3. Importa señalar que la sociología no utiliza los términos “ro­
les de raza” o “roles de clase”. Quizá valga la pena comparar la
evolución de los conceptos usados en los estudios sociológicos de
clase, raza y género. En los estudios de género, las posibilidades
de un doble sentido sexual amenazan la búsqueda de conceptos.
Por ejemplo, “relaciones sexuales” corre el riesgo de ser malinter-
pretado, pero “relaciones de raza” no. El término “rol sexual”
tiene la virtud de afirmar que el enfoque es aprendido, cultural, y
que se trata de comportamiento social y no de biología ni de los
aspectos sexuales más restrictos de lo femenino y lo masculino.
“Roles sexuales” también sugiere una aproximación social en opo­
sición a una psicológica (una distinción que hace Stoller al contras­
tar “rol de género” con “identidad de género”).8
4. Mucho de lo que se ha escrito sobre roles sexuales está car­
gado de reificación. “Roles sexuales”, “creación de estereotipos
de roles sexuales” y “socialización de roles sexuales” con fre­
cuencia se escriben y discuten como si tuvieran una existencia
concreta y no como construcciones analíticas.

Tengo algunos comentarios adicionales. La definición más útil de


roles sociales, la que me permite trabajar comparativamente con
una gran gama de relaciones de este tipo, como era de esperar, es
la de Znaniecki.9 Según su planteamiento, un rol social es un con­
junto de relaciones funcionalmente interdependientes y diseñadas
culturalmente que implican deberes y derechos personales entre
una persona social y un círculo social.10 No se trata entonces de
un conjunto de expectativas sino de relaciones, y la cultura pro­

8 Robert Stoller, Sex and Gender: On the Development o f Masculinity and


Femininity (Nueva York: Science Wouse, 1968).
9 Florian Znaniecki, Social Relations and Social Roles (San Francisco:
Chandler Publishing Co., 1965).
10 Ibíd.: 201-206.
porciona la base para el rol al definir a quién debe o no debe asig­
nársele o permitírsele la entrada a un rol específico en un círculo
social específico, y qué deberes y derechos son normalmente re­
queridos para que la función del rol (de nuevo culturalmente defi­
nido) se lleve a cabo. Una estadounidense adopta el rol de madre
cuando, después del parto, adopción o paso previo a la adopción,
desarrolla relaciones no sólo con una criatura sino también con
una gran variedad de miembros de un círculo social para cuidar y
criar a esa criatura. El círculo puede incluir a un padre, un pedia­
tra, a criaturas que ella está criando, amigos/as de su hijo o hija,
su familia directa, la de su marido que se relaciona con ella de
manera específica por ser la madre de esa criatura, los maestros y
las maestras, etcétera.
El problema con el rol sexual es que no existe. Hasta donde yo
sé, no hay un conjunto definido de relaciones cuya única fun­
ción, de alguna manera, esté restringida a la característica social
de ser hombre o mujer. La identificación de género empuja, atrae,
alienta o desalienta la entrada a roles sociales funcionalmente or­
ganizados como los de prostituta, padre, ingeniero/ingeniera, et­
cétera. La selección de roles apropiados para hombres o mujeres
se basa en la imagen cultural del conjunto ideal o normal de ca­
racterísticas necesarias para desempeñar ese rol, y en la disposi­
ción del círculo social de aceptar a un candidato o a una candi-
data con o sin las características normativas. Por ejemplo, en
Estados Unidos, a los ingenieros se los imagina hombres pero en
Polonia son mujeres. La identificación de género también puede
modificar los deberes y los derechos en un rol, como en todos los
roles sociales que tienen subdivisiones duales o más extensivas.
Es decir, la base cultural y los círculos sociales pueden exigir que
una mujer realice los deberes de un rol de manera distinta que un
hombre. Pueden ofrecer derechos personales diferentes, como
cuando a las mujeres y a los hombres se les paga salarios diferen­
tes por hacer lo mismo.
Lo que digo aquí es que no puedo ubicar un rol sexual, ni si­
quiera un rol de género, con sólo observar la influencia más o
menos extendida que tienen la identificación de género y la au-
toidentidad sobre los roles sociales seleccionados y adoptados
por hombres y mujeres, y sobre las relaciones con miembros de
los círculos sociales de estos roles. Parecería que el ser mujer no
es un rol social, sino una identidad invasora y un conjunto de
sentimientos sobre una misma que conducen a que se elijan los
roles sociales, o que otros los asignen, y a que las mujeres desem­
peñen roles comunes de forma distinta a los hombres.
Haciendo género*
Candace West y Don H. Zimmerman

El objetivo de este artículo es proponer un nuevo concepto de gé­


nero como un logro rutinario inmerso en la interacción diaria.
Hacerlo implica una evaluación crítica de los conceptos existentes
sobre sexo y género, y la introducción de importantes distinciones
entre sexo, categoría sexual y género. Nuestro planteo es que el
reconocimiento de la independencia analítica de estos conceptos
es esencial para entender el trabajo interactivo que implica ser
una persona generizada en la sociedad. La dirección de nuestras
observaciones se inclina hacia la reconceptualización teórica, pero
también consideramos temas posibles para la investigación empí­
rica, desde nuestra propuesta.

En el principio, había sexo y había género. Quienes enseñábamos


cursos sobre estos temas a fines de los años sesenta y principios de
los setenta teníamos cuidado de distinguir uno de otro. Les decía­
mos a los alumnos y alumnas que el sexo era lo que daba la biolo­
gía: la anatomía, las hormonas y la fisiología. El género, explicába­
mos, era un status adquirido, construido por medios psicológicos,
culturales y sociales. Para introducir la diferencia entre los dos, re-

* Título original en inglés: “Doing Gender”, publicado en: Gender & Society
4, núm. 2 (junio 1990). Traducción de Julia Constantino y Laura Aponte; revi­
sada y corregida por Marysa Navarro.
Este artículo está basado en parte sobre un trabajo presentado en la reunión
anual de la American Sociological Association, en Chicago, septiembre de 1977.
Agradecemos a Lynda Ames, Bettina Aptheker, Steven Clayman, Judith Gerson,
the late Erving Goffman, Marilyn Lester, Judith Lorber, Robin Lloyd, Wayne
Mellinger, Beth E. Schneider, Barrie Thorne, Thomas P. Wilson y muy especial­
mente a Sarah Fenstermaker Berk por sus sugerencias tan útiles y por su apoyo.
curríamos a casos clínicos singulares sobre hermafroditas1 y a in­
vestigaciones antropológicas sobre “tribus extrañas y exóticas”.2
Inevitablemente, como era de esperar, en las semanas siguientes
nuestras alumnas se sentían confusas. El sexo difícilmente parecía
algo dado en el contexto de investigaciones que ilustraban el a ve­
ces ambiguo, y con frecuencia conflictivo, criterio de su atribución.
Y el género parecía mucho menos algo alanzado en el contexto
de los imperativos antropológicos, psicológicos y sociales que estu­
diábamos: la división del trabajo, la creación de identidades de gé­
nero y la subordinación social de las mujeres por los hombres.
Además, la doctrina oficial en teorías de la socialización de género
planteaba con fuerza que mientras que el género podía alcanzarse
más o menos a los cinco años de edad, era sin lugar a dudas per­
manente, invariable y estático, de manera muy parecida al sexo.
Desde 1975, la confusión se ha intensificado y se ha extendido
más allá de cada una de nuestras aulas. Por un lado, hemos apren­
dido que la relación entre los procesos biológicos y culturales era
mucho más compleja y reflexiva de lo que habíamos supuesto.3
Por otro lado, descubrimos que ciertas disposiciones estructurales, por
ejemplo, las existentes entre el trabajo y la familia, en realidad pro­
ducen o permiten la existencia de ciertas capacidades, como el ser
madre, que anteriormente asociábamos con la biología.4 En medio
de esto, la noción de género como algo alcanzado de manera recu­
rrente en algún momento se cayó por la borda.

1 Véase John Money, Sex Errors o f the Body {Baltimore: Johns Hopkins Uni­
versity Press, 1968) y “Prenatal Hormones and Postnatal Sexualization in Gen-
der Identity Differentiation”, en: J. K. Colé y R. Dienstbier (eds.), Nebraska
Symposium on Motivation, vol. 21 (Lincoln: University of Nebraska Press
1974): 221-295; John Money y A. Erhardt Anke, Man and Woman/Boy and
Girl (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1972).
2 Véase Margaret Mead, Sex and Temperament (Nueva York: Dell, 1963).
3 Véase Alice Rossi, “Gender and Parenthood”, en: American Sociological
Review 49 (1984): 1-19, esp. 10-14.
4 Véase Nancy Chodorow, The Reproduction o f Mothering: Psychoanalysis
and the Sociology o f Gender (Los Ángeles: University of California Press, 1978)
versus Shulamith Firestone, The Dialectic o f Sex: The Case for Feminist Revolu-
tion (Nueva York: William Morrow, 1970).
En este artículo nuestro objetivo es proponer una comprensión
documentada etnometodológicamente, y por lo tanto distintiva­
mente sociológica, del género como un logro rutinario, metódico
y recurrente. Pensamos que el hacer género es emprendido por
mujeres y hombres, cuya competencia como miembros de la so­
ciedad es rehén de su producción. Hacer género implica un com­
plejo de actividades perceptivas, interactivas y micropolíticas so­
cialmente guiadas que conforman actividades particulares como
expresiones de la naturaleza femenina y de la masculina.
Cuando vemos el género como un logro, una propiedad ad­
quirida de conducta determinada, nuestra atención pasa del te­
rreno interno al individual, se centra en lo interactivo y, en últi­
mo término, en lo institucional. En un sentido, por supuesto, los
individuos son los que hacen género. Pero es un hacer situado,
realizado en presencia real o virtual de otras personas, que se su­
pone que están orientadas hacia su producción. Más que una
propiedad individual, consideramos el género como un elemento
emergente de situaciones sociales: es tanto el resultado como la
razón fundamental de varios arreglos sociales y un medio de legi­
timar una de las divisiones más fundamentales de la sociedad.
Para proseguir nuestro planteo, hacemos un análisis crítico de
lo que los sociólogos han querido decir con género, incluyendo
su consideración como la representación de un papel en el senti­
do convencional y como una demostración en la terminología de
Goffman.5 Tanto el papel de género como la demostración de gé­
nero se centran en aspectos del comportamiento del ser mujer u
hombre (en oposición, por ejemplo, a las diferencias biológicas
entre los dos). Sin embargo, para nosotros la noción de género
como rol oscurece el trabajo involucrado en la producción del gé­
nero en las actividades diarias, mientras que la noción de género
como una demostración lo relega a la periferia de la interacción.
Por nuestra parte, afirmamos que las personas que participan en
la interacción organizan sus múltiples y variadas actividades pa­

5 Véase Erving Goffman, “Gender Display”, en: Studies in tbe Anthropology


of Visual Communication 3 (1976): 69-77.
ra reflejar o expresar el género y están dispuestas a percibir el
comportamiento de las otras bajo una luz similar.
Para elaborar nuestra propuesta, sugerimos desde ya que deben
tomarse en cuenta las importantes pero a menudo ignoradas dis­
tinciones entre sexo, categoría sexual y género. Sexo es una deter­
minación hecha sobre la base de criterios biológicos socialmente
convenidos para clasificar a las personas como machos o hem­
bras.6 Los criterios de clasificación pueden ser los genitales de na­
cimiento o la configuración cromosómica antes del nacimiento y
no concuerdan necesariamente. La colocación en una categoría se­
xual se logra aplicando los criterios sobre el sexo, pero en la vida
diaria la clasificación se establece y se mantiene por las demostra­
ciones identificatorias socialmente requeridas que proclaman nues­
tra pertenencia a una u otra categoría. En este sentido, la categoría
sexual de una persona supone su sexo y la representa en muchas
situaciones, pero sexo y categoría sexual pueden variar de manera
independiente; es decir, es posible afirmar que se es miembro de
una categoría sexual aun cuando falten los criterios sexuales. En
contraste, género es la actividad consistente en manejar una con­
ducta determinada a la luz de conceptos normativos de actitudes y
actividades apropiadas para la categoría sexual de cada persona.
Las actividades relacionadas con el género surgen de la exigencia
de ser miembro de una categoría sexual y la apoyan.
Afirmamos que el reconocimiento de la independencia analíti­
ca de sexo, categoría sexual y género es esencial para compren­
der las relaciones entre estos elementos y el trabajo interactivo
contenido en ser una persona con género en la sociedad. Aunque
nuestra meta primordial es teórica, habrá ocasión para discutir
líneas fructíferas para la investigación empírica que surjan de la
formulación de género que proponemos.

6 Esta definición subestima múltiples complejidades implicadas en la relación


entre la biología y la cultura (A Iísoq Jaggar, Feminist Politics and Human Na-
ture [Totowa, NJ: Rowman & Allanheld, 1983]: 106-113). Sin embargo, lo que
recalcamos es que la determinación de la clasificación sexual de una persona es
un proceso social total.
Comenzaremos con una evaluación del significado aceptado
de género, particularmente en relación con las raíces que esta no­
ción tiene en las supuestas diferencias biológicas existentes entre
hombres y mujeres.

Perspectivas sobre género y sexo

En las sociedades occidentales el concepto cultural aceptado so­


bre género ve a las mujeres y a los hombres como categorías de
ser definidas naturalmente y sin equívocos,7 con determinadas
inclinaciones psicológicas y de comportamiento que pueden pre­
decirse a partir de sus funciones reproductivas. Los miembros
adultos y competentes de estas sociedades ven las diferencias en­
tre hombres y mujeres como fundamentales y perdurables; dife­
rencias aparentemente apoyadas por la división del trabajo en fe­
menino y masculino, y a menudo una elaborada diferenciación
de actitudes y comportamientos femeninos y masculinos, que
constituyen características prominentes de la organización social.
Las cosas son como son por el hecho de que los hombres son
hombres y las mujeres son mujeres: una división aceptada como
natural y fundamentada en la biología, que produce a su vez
enormes consecuencias psicológicas, sociales y de comportamien­
to. Los arreglos estructurales de una sociedad son los presuntos
responsables de estas diferencias.
Si bien los análisis de sexo y género en las ciencias sociales son
más renuentes a aceptar sin críticas el ingenuo determinismo bio­
lógico de este punto de vista, a menudo conservan un concepto
de las conductas y características vinculadas con el sexo como
propiedades esenciales de los individuos.8 El “enfoque de las di­

7 Véase Harold Garfinkel, Studies in Ethnomethodology (Englewood Cliffs,


NJ: Prentice-Hali, 1967): esp. 116-118.
8 Para buenas reseñas, véase Arlie R. Hochschild, “A Review of Sex Roles Re­
search”, en: American Journal ofSociology 78 (1973): 1011-1029; David Tresemer,
“Assumptions Made About Gender Roles”, en: M. Millman y R. M. Kanter (eds.),
Another Voice: Feminist Perspectives on Social Life and Social Science, (Nueva
ferencias sexuales”9 se atribuye más comúnmente a la psicología
que a la sociología, pero los que hacen encuestas y determinan el
género de una persona que contesta sobre la base del sonido de su
voz en el teléfono también están haciendo suposiciones orientadas
por las características. Al reducir el género a un conjunto perma­
nente de características psicológicas o a una variable unitaria, se
excluye una consideración seria de las formas en que es utilizado
para estructurar distintas esferas de la experiencia social.10
En otro sentido, la teoría de los roles se ha encargado de la cons­
trucción social de las categorías de género, llamadas roles sexuales
o, más recientemente, roles de género, y ha analizado cómo se
aprenden y se representan. Desde Linton11 continuando con las
obras de Parsons12 y Komarovsky,13 la teoría de los roles ha enfati­
zado el aspecto dinámico y social de la construcción y representa­
ción de los roles.14 Pero a nivel de la interacción cara a cara, la apli­
cación de la teoría de los roles al género tiene problemas propios.15

York: Anchor/Doubleday, 1975): 308-339; Barrie Thorne, “Gender... How Is It Best


Conceptualized?”, manuscrito inédito, 1980; Nancy M. Henley, “Psychology and
Gender”, en: Signs: Journal of Women in Culture and Society 11 (1985): 101-119.
9 Thorne, “Gender...”, ob. cit.: 11.
10Judith Stacey y Barrie Thorne, “The Missing Feminist Revolution in So-
ciology”, en: Social Problems 32 (1985): 307-308.
11 Véase Ralph Linton, The Study o f Man (Nueva York: Appleton-Century,
1936).
12 Véase Talcott Parsons, The Social System (Nueva York: Free Press, 1951);
Talcott Parsons y Robert F. Bales, Family, Socialization and Interaction Process
(Nueva York: Free Press, 1955).
13 Véase Mirra Komarovsky, “Cultural Contradictions and Sex Roles”, en:
American Journal o f Sociology 52 (1946): 184-189; y “Functional Analysis of
Sex Roles”, en: American Sociological Review 15 (1950): 508-516.
14 Véase Thorne, “Gender...”, ob. cit.; R. W. Connell, Which Way Is Up?
(Sydney: Alien Se Unwin, 1983).
15 Para buenas reseñas y críticas, véase Connell, Which Way Is Up?, ob. cit.,
y “Theorizing Gender”, en: Sociology 19 (1985): 260-272; S. Kessler, D. J. As-
hendon, R. W. Connell, y G. W. Dowsett, “Gender Relations in Secondary
Schooling”, en: Sociology o f Education 58 (1985): 34-48; Helene Z. Lopata y
Barrie Thorne, “On the Term ‘Sex Roles’”, en: Signs: Journal o f Women in Cul­
ture and Society 3 (1978): 718-721; Barrie Thorne, “Gender...”, ob. cit.; Stacey
y Thorne, “The Missing Feminist Revolution in Sociology”, ob. cit.
Los roles son identidades situadas -asumidas y desechadas, según
lo requiera la situación- más que identidades principales,16 tales
como la categoría sexual, que atraviesan situaciones. A diferencia
de la mayoría de los roles, como el de enfermera, doctor , paciente
o profesor y estudiante, el género no tiene una ubicación específi­
ca o un contexto organizativo. Además, muchos roles ya tienen
una marca de género, de modo que se deben agregar calificativos
especiales, por ejemplo la juez o el recepcionista, a las excepcio­
nes de la regla. Thorne señala que conceptualizar el género como
un rol dificulta evaluar su influencia sobre otros roles y reduce su
utilidad explicativa en discusiones sobre el poder y la desigual­
dad.17 Remitiéndose a Rubin,18 Thorne pide una reconceptualiza-
ción de los hombres y las mujeres como grupos sociales distintos,
constituidos en “relaciones sociales concretas, históricamente
cambiantes, y generalmente desiguales”.19
Afirmamos que el género no es ni un conjunto de característi­
cas ni una variable o un rol, sino el producto de cierto tipo de
prácticas sociales. ¿Qué es pues la práctica social de género? Es
más que la creación continua del significado del género a través
de las acciones humanas.20 Para nosotros el género se constituye
a través de la interacción.21 Para desarrollar las implicaciones de
nuestra aseveración vamos a la “demostración de género” (gen-

16Everett C. Hughes, “Dilemmas and Contradictions of Status”, en: Ameri­


can Journal ofSociology 50 (1945): 353-359.
17Thorne, “Gender...”, ob. cit.
18 Gayle Rubin, “The Traffic in Women: Notes on the ‘Political Economy’ of
Sex”, en: R. Reiter (ed.), Toward an Anthropology o f Women (Nueva York:
Monthly Review Press, 1975): 157-210.
19Thorne, “Gender ... ”, ob. cit.: 11.
20 Judith M. Gerson y Kathy Peiss, “Boundaries, Negotiation, Consciousness:
Reconceptualizing Gender Relations”, en: Social Problems 32 (1985): 317-331.
21 Esto no quiere decir que el género sea una cosa singular, históricamente om­
nipresente en la misma forma o en cada situación. Debido a que las concepciones
normativas de las actitudes y actividades apropiadas para las categorías sexuales
pueden variar de cultura a cultura y en distintos momentos históricos, el manejo
de la conducta situada a la luz de esas expectativas puede adoptar muchas formas
distintas.
der displays) de Goffman.22 Nuestro objetivo aquí es explorar
cómo el género puede demostrarse o describirse a través de la in­
teracción y de este modo verse como natural, mientras que se va
produciendo como un logro organizado socialmente.

Demostración de género

Goffman sostiene que cuando los seres humanos interactúan con


otros en su medio ambiente suponen que cada uno posee una na­
turaleza esencial, una naturaleza que puede discernirse a través
de los “signos naturales emitidos o expresados por ellos”.23 La
feminidad y la masculinidad son considerados “prototipos de ex­
presión esencial, algo que puede ser transmitido fugazmente en
cualquier situación social y, sin embargo, algo que impresiona
en la caracterización más básica del individuo”.24 Los medios a
través de los que efectuamos dichas expresiones son “actos con-
vencionalizados y rutinarios”25 que transmiten a los demás cómo
los consideramos, indican nuestra alineación en un encuentro y
establecen tentativamente los términos del contacto para esa si­
tuación social. Pero también son considerados como un compor­
tamiento expresivo, testimonio de nuestra “naturaleza esencial”.
Goffman26 ve las demostraciones como comportamientos alta­
mente convencionalizados estructurados como intercambio\bila-
terales del tipo declaración-respuesta, en los que la presencia o la
ausencia de simetría puede establecer deferencia o dominación.
Estos rituales son considerados diferentes de actividades más im­
portantes, tales como realizar tareas o comprometerse en un dis­
curso, pero también se considera que están unidos a estas activi­
dades. Por lo tanto, tenemos lo que Goffman denomina la
programación de las demostraciones en situaciones coyunturales,

22 Goffman, “Gender Display”, ob. cit.


23 Ibíd.: 75.
24 Ibíd.: 75.
25 Ibíd.-. 69.
26 Ibíd.: 69-70.
tales como el principio o el final, para evitar la interferencia con
las actividades mismas. Goffman27 formula la demostración de
género de la manera siguiente: “Si se definiera el género como las
correlaciones culturalmente establecidas del sexo (ya sea conse­
cuencia de la biología o del aprendizaje), entonces la demostra­
ción de género se refiere a las descripciones convencionalizadas
de estas correlaciones”.
Estas expresiones generizadas pueden revelar pistas de las di­
mensiones fundamentales y subyacentes de la hembra y el varón,
pero para Goffman son actuaciones opcionales. La caballerosi­
dad puede o no ofrecerse y, si se ofrece, puede o no rechazarse.28
Además, los seres humanos mismos “emplean el término expre­
sión, y se conducen para adecuarse a sus propias nociones de ex­
presividad”.29 Las descripciones de género son menos una conse­
cuencia de nuestras “naturalezas sexuales esenciales” que
representaciones interactivas de lo que nos gustaría transmitir so­
bre la naturaleza sexual, utilizando gestos convencionalizados.
Nuestra naturaleza humana nos da la capacidad de aprender a
producir y reconocer demostraciones de género masculinas y fe­
meninas: “una capacidad que tenemos por virtud de ser perso­
nas, no machos y hembras”.30
A primera vista, parecería que la proposición de Goffman ofrece
una corrección sociológicamente atractiva a las formulaciones de gé­
nero que tenemos. Desde su punto de vista, el género es una drama-
tización de un texto escrito socialmente de la idealización que hace
la cultura de la naturaleza femenina y de la masculina, representada
ante una audiencia bien educada en el idioma de la representa­
ción. Para seguir con la metáfora, hay representaciones programa­
das que se presentan en lugares especiales; como en el teatro, cons­
tituyen preámbulos o intermedios de actividades más serias.
Esta perspectiva tiene equívocos fundamentales. Al separar la
demostración de género de los asuntos serios de la interacción,

27 Ibíd.: 69.
u Ibíd.: 71.
29 Ibíd.: 75.
30 Ibíd.: 76.
Goffman oscurece los efectos del género en una amplia gama de
actividades humanas. El género no es únicamente algo que suce­
de en las grietas y resquicios de la interacción, acomodado aquí y
allá sin interferir con los asuntos serios de la vida. Si bien es
plausible sostener que las demostraciones de género, creadas co­
mo expresiones convencionalizadas, son opcionales, no parece
plausible decir que tenemos la opción de ser vistos por otras per­
sonas como mujeres u hombres.
Es necesario ir más allá de la noción de la demostración de gé­
nero para considerar lo que está implicado en la formación del
género como una actividad continua que tiene lugar en la inte­
racción diaria. En dirección a esa meta, retomamos las distincio­
nes entre sexo, categoría sexual y género que presentamos ante­
riormente.

Sexo, categoría sexual y género

El estudio clínico de Garfinkel31 del caso de Agnes, una transe-


xual criada como varón que adoptó una identidad femenina a
los 17 años y se sometió a una operación de reasignación de sexo
años más tarde, demuestra cómo el género se forma a través de
la interacción, al mismo tiempo que la estructura. Agnes, a quien
Garfinkel caracterizó como “una metodóloga práctica”, desarro­
lló ciertos procedimientos para pasar por “mujer natural y nor­
mal”, tanto antes como después de la cirugía. Tenía el problema
práctico de manejar el hecho de que poseía genitales masculinos
y de que carecía de los recursos sociales que la biografía de una
niña presumiblemente provee en la interacción diaria. En resu­
men, necesitaba exhibirse como una mujer y, al mismo tiempo,
aprender qué era el ser mujer. Por necesidad, esta actividad de
tiempo completo tuvo que darse en un momento en que el géne­
ro de la mayoría de la gente ya está bien acreditado y rutinizado.
Agnes tenía que hacer conscientemente lo que la mayoría de las

31 Garfinkel, ob. cit.: 118-140.


mujeres hacen sin pensar. No estaba fingiendo lo que las mujeres
reales hacen naturalmente. Se veía obligada a analizar y a imagi­
narse cómo actuar en circunstancias socialmente estructuradas y
de acuerdo con conceptos de feminidad que las mujeres que nacen
con las credenciales biológicas adecuadas llegan a dar por senta­
dos a temprana edad. Al igual que en el caso de otros que deben
pasar, como los travestís, los actores de Kabuki, o la Tootsie de
Dustin Hoffman, el caso de Agnes hace visible lo que la cultura
ha hecho invisible: el logro del género. La discusión de Garfin-
kel32 sobre Agnes no separa explícitamente tres conceptos analí­
ticamente distintos, aunque empíricamente sobrepuestos: sexo,
categoría sexual y género.

Sexo

Agnes no poseía los criterios biológicos socialmente convenidos


para clasificarse como miembro del sexo femenino. No obstante,
Agnes se veía a sí misma como una mujer, aunque fuera una mu­
jer con pene, cosa que no debe poseer una mujer. El pene, insistía
ella, era un “error” que necesitaba remediarse.33 Al igual que
otros miembros competentes de nuestra cultura, Agnes respetaba
la noción de que hay criterios biológicos esenciales que inequívo­
camente distinguen a los hombres de las mujeres. Sin embargo, si
nos apartamos del punto de vista del sentido común, descubrire­
mos que la fiabilidad de estos criterios no está exenta de cuestio-
namientos.34 Además, otras culturas han reconocido la existencia

32 Ibíd.
33 Ibíd.t 126-127,131-132.
34 John Money y John G. Brennan, “Sexual Dimorphism in the Psychology of
Female Transsexuals”, en: Journal o f Nervous and Mental Disease 147(1968):
487-499; Money y Erhardt, Man and Woman/Boy and Girl, ob. cit.; John Mo­
ney y Charles Ogunro, “Behavioral Sexology: Ten Cases of Genetic Male Inter-
sexuality with Impaired Prenatal and Pubertal Androgenization”, en: Archives
of Sexual Behavior 3 (1974): 181-206; John Money y Patricia Tucker, Sexual
Signatures (Boston: Little, Brown, 1975).
de “entrecruzamiento de géneros”35 y la posibilidad de más de
dos sexos.36
Más importante para nuestro planteo es lo señalado por Kessler
y McKenna37 acerca de que los genitales se ocultan convencional­
mente de la inspección pública en la vida diaria y, sin embargo, a
través de nuestras rutinas sociales, continuamos observando un
mundo de dos personas naturalmente y normalmente sexuadas.
Lo que provee la base para la clasificación sexual es la suposi­
ción de que los criterios esenciales existen o deberían estar ahí si
se buscan. Basándose en Garfinkel, Kessler y McKenna plantean
que varones y mujeres son acontecimientos culturales, productos
de lo que denominan “procesos de atribución de género” más
que una suma de características, conductas o incluso atributos fí­
sicos. Como ejemplo, citan al niño que al ver una fotografía de
alguien vestido con traje y corbata declara: “Es un hombre por­
que tiene pajarito”.38 Traducción: “Debe tener un pajarito [ca­
racterística esencial] porque estoy viendo la insignia de un traje y
una corbata”. Ni la asignación inicial del sexo (al nacer, el anun­
cio de que se es mujer u hombre) ni la existencia real de los crite­
rios esenciales para dicha asignación (posesión de clítoris y vagina
o de pene y testículos) tienen mucho que ver, si es que algo tie­
nen, con la identificación de la categoría sexual en la vida diaria.

35 Evelyn Blackwood, “Sexuality and Gender ¡n Certain Native American


Tribes: The Case of Cross-Gender Females”, en: Signs: Journal o f Women in
Culture and Society 10 (1984): 27-42; Walter L. Williams, The Spirit and the
Flesh: Sexual Diversity in American Indian Culture (Boston: Beacon, 1986).
36 yjj' w . Hill, “The Status of the Hermaphrodite and Transvestite in Nava-
ho Culture”, en: American Anthropologist 37 (1935): 273-279; M. Kay Martin
y Barbara Voorheis, Female o f the Species (Nueva York: Columbia University
Press, 1975): 84-107; pero véase también Salvatore Cucchiari, “The Gender
Revolution and the Transition from Bisexual Horde to Patrilocal Band: The
Origins of Gender Hierarchy”, en: S. B. Ortner y H. Whitehead (eds.), Sexual
Meanings; The Cultural Construction o f Gender and Sexuality (Nueva York:
Cambridge University Press, 1981): 32-35.
37 Suzanne J. Kessler y Wendy McKenna, Gender: An Ethnomethodological
Approach (Nueva York: Wiley, 1978): 1-6, 154.
38 Ibíd.: 154.
En este punto, apuntan Kessler y McKenna, operamos con la cer­
teza moral de un mundo de dos sexos. No pensamos: “la mayo­
ría de las personas con pene son hombres, pero tal vez algunas
no lo sean” o “la mayoría de las personas que se visten como
hombres tienen pene”. Al contrario, damos por sentado que el
sexo y la categoría sexual son congruentes, que conociendo esta
última podemos deducir el resto.

Categoría sexual

La exigencia de Agnes de alcanzar el status categórico de mujer,


que mantuvo con demostraciones identificatorias apropiadas y
otras características, podría haber sido desacreditada antes de su
operación transexual si se hubiera sabido que tenía pene y, des­
pués, por la construcción quirúrgica de sus genitales.39 En este
sentido, Agnes tenía que estar continuamente alerta ante amena­
zas reales o potenciales a la seguridad de su categoría sexual. Su
problema no era tanto vivir su vida según un prototipo de femi­
nidad esencial, sino preservar su clasificación como mujer. Un re­
curso muy poderoso le facilitaba esta tarea: el proceso de clasifi­
cación hecho por el sentido común en la vida diaria.
La clasificación de los miembros de la sociedad en categorías in­
herentes tales como niña o niño, o mujer u hombre, opera de una
forma claramente social. El acto de clasificación no implica una
prueba positiva, en el sentido de un conjunto bien definido de cri­
terios que deben satisfacerse explícitamente antes de poder realizar
una identificación. Más bien, la aplicación de las categorías para
miembro depende de una prueba de si puede... en la interacción
diaria.40 Esta prueba estipula que si la gente puede ser vista como

39 Véase Janice G. Raymond, The Transsexual Empire (Boston: Beacon,


1979): 37, 138.
40 Harvey Sacks, “On the Analyzability of Stories by Children” , en: J. J.
Gumperz y D. Hymes (eds.), Directions in Sociolinguistics (Nueva York: Holt,
Rinehart & Winston, 1972): 332-335.
miembro de categorías relevantes, entonces se la clasifica de esa
manera. Es decir, utiliza la categoría que parece adecuada, excepto
ante información discrepante o de características obvias que anula­
rían su utilización. Este procedimiento concuerda con lo que suce­
de en la vida diaria, que nos hace aceptar las apariencias, a menos
que tengamos una razón especial para dudar.41 Deberíamos agre­
gar que es precisamente en el momento en que tenemos una razón
especial para dudar que surge la cuestión de aplicar criterios rigu­
rosos, pero fuera de los contextos legales y burocráticos es raro en­
contrar a alguien que insista en pedir pruebas convincentes.42
La ventaja inicial de Agnes fue la predisposición de las perso­
nas con las que se encontraba a tomar su apariencia (su figura,
ropa, peinado, etcétera) como la apariencia indudable de una
mujer normal. Luego, fue nuestra perspectiva cultural sobre las
características de las “personas naiural y normalmente sexua­
das”.43 Garfinkel señala que en la vida diaria vivimos en un
mundo de dos, y sólo dos, sexos. Esta disposición tiene un status
moral, en tanto nos incluimos, y a otras y a otros también, como
“esencialmente, originariamente, en primer lugar, desde siempre,
para siempre, de una vez por todas y al final de cuentas, ya sea
como varones o mujeres”.44
Consideremos el siguiente caso:

Este tema me recuerda una visita a una tienda de computación


hace un par de años. La persona que respondía a mis preguntas

41 Alfred Schutz, “The Problem of Rationality in the Social World”, en: Eco­
nomics 10 (1943): 130-149; Garfinkel, ob. cit.: 272-277; Richard Bernstein,
“France Jails 2: An Odd Case of Espionage”, en: New York Times (11 de mayo,
1986). Bernstein relata un caso de espionaje poco común en el que un hombre
que se hacía pasar por una mujer convenció a su amante de que él/ella había pa­
rido al hijo “de ambos”, el cual, pensaba el amante, “se parecía” a él.
42 Garfinkel, ob. cit.: 262-283; Thomas P. Wilson, “Conceptions of Interac-
tion and Forms of Sociological Explanation”, en: American Sociological Review
35 (1970): 697-710.
43 Garfinkel, ob. cit.: 122-128.
44 Ibíd.: 122.
era realmente una persona de ventas . No pude clasificarla/lo co­
mo mujer u hombre. ¿Qué busqué yo? (1) Pelo facial: ella/él te­
nía la piel suave, pero algunos hombres tienen poco pelo facial o
no tienen. (Esto varía según la raza, los indios de Estados Unidos
y los negros con frecuencia no tienen.) (2) Senos: ella/él llevaba
una camisa suelta que le caía desde los hombros. Y , como lo sa­
ben para su vergüenza muchas mujeres que sufrieron la adoles­
cencia en los años cincuenta, con frecuencia tienen el pecho cha­
to. (3) Hombros: sus hombros eran pequeños y redondeados
para ser de hombre, anchos para ser de mujer. (4) Manos: dedos
largos y finos, nudillos un poco grandes para ser de mujer, pe­
queños para ser de hombre. (5) Voz: timbre medio, inexpresiva
para ser de mujer, sin el tono exagerado que algunos homose­
xuales afectan. (6) Su trato: no me dio ningún signo que me per­
mitiera saber si yo era del mismo sexo que esa persona o de un
sexo diferente. Ni siquiera había signos de que sabía que su sexo
sería difícil de clasificar; yo me preguntaba al respecto, aun
cuando me esforcé por ocultar estas preguntas para no avergon­
zarla/lo mientras hablábamos sobre el papel para la impresora.
Salí sin saber el sexo de la persona que me atendió y molesta por
esa pregunta no contestada (como buena hija de la cultura a la
que pertenezco). (Diane Margolis, comunicación personal.)

¿Qué puede decirnos este caso sobre situaciones como la de Ag­


nes45 o sobre el proceso de la clasificación sexual en general? Pri­
mero, podemos inferir que la demostración identificatoria del
vendedor o de la vendedora de la tienda de computación era am­
bigua, dado que no estaba vestida/o o adornada/o de manera
inequívocamente femenina o masculina. Cuando este tipo de de­
mostración falla y no proporciona bases para la clasificación es
que se evalúan elementos tales como el pelo facial o el tono de voz
para determinar la membresía en una categoría sexual. Segundo,
más allá del hecho de que este incidente pudo recordarse “un par
de años” después, la dienta no sólo estaba “molesta” por la am­

45 Véase Jan Morris, Conundrum (Nueva York: Harcourt Brace Jovanovich,


1974); Renee Richards (con John Ames), Second Serve: The Renee Richards
Story (Nueva York: Stein and Day, 1983).
bigüedad de la clasificación de la persona que la atendió, sino
que también dio por sentado que reconocer esta ambigüedad ha­
bría avergonzado a la empleada o al empleado. No sólo quere­
mos saber la categoría sexual de quienes nos rodean (a la vista,
quizás), sino que suponemos que los otros la están exhibiendo
para nosotros, de la forma más decisiva posible.

Género

Agnes quería ser “120 por ciento mujer”,46 es decir, incuestiona­


blemente, en todos los sentidos, y femenina en todo instante. Pen­
saba que podía protegerse de una posible revelación antes y des­
pués de la intervención quirúrgica comportándose de manera
femenina, pero también que podía delatarse si sobreactuaba. La
clasificación sexual y el logro de género no son lo mismo. La cla­
sificación de Agnes podía ser segura o sospechosa, pero no depen­
día de si vivía o no según una concepción ideal de feminidad. Las
mujeres pueden no verse femeninas, pero eso no hace que no sean
mujeres. Agnes enfrentaba la tarea continua de ser una mujer, al­
go que va más allá del estilo de ropa (una demostración identifi-
catoria) o de permitir que los hombres enciendan sus cigarrillos
(una demostración de género). Su problema era producir configu­
raciones de comportamiento que fueran vistas por los/las demás
como una conducta normativa de género.
La estrategia de Agnes de aprendizaje secreto, por intermedio
del cual aprendía el decoro femenino que se espera de las mujeres
al escuchar con atención las críticas de su novio a otras mujeres,
era una de las formas de enmascarar incapacidades y a la vez ad­
quirir las habilidades requeridas.47 Fue por su novio que Agnes
aprendió que tomar el sol en el pasto que estaba frente a su de­
partamento era “ofensivo” (porque estaba exhibiéndose ante
otros hombres). También aprendió de sus críticas a otras mujeres

46 Garfinkel, ob. cit.: 129.


47 Ibíd.: 146-147.
que no debía insistir en que las cosas se hicieran a su manera ni
expresar sus opiniones o exigir igualdad con los hombres.48 (Co­
mo otras mujeres de nuestra sociedad, Agnes aprendió algo sobre
el poder en el curso de su educación.)
En la cultura popular abundan los libros y revistas que com­
pilan las descripciones idealizadas de las relaciones entre muje­
res y hombres. Las que se concentran en los ritos de dating (sali­
das) o en los comportamientos femeninos adecuados tienen la
intención de ser una ayuda práctica sobre esos temas. Sin em­
bargo, la utilización de cualquiera de estas fuentes como un ma­
nual de procedimientos requiere que se dé por sentado el hecho
de que hacer género implica meramente utilizar paquetes de
comportamientos discretos y bien definidos que simplemente
pueden introducirse en situaciones interactivas para producir re­
presentaciones reconocibles de masculinidad y feminidad. El
hombre hace ser masculino, por ejemplo, cuando toma el brazo
de la mujer para guiarla al cruzar la calle, y ella hace ser femeni­
na cuanda acepta ser guiada y no toma la iniciativa de ese com­
portamiento con un hombre.
Tal vez Agnes podría haber utilizado recursos tales como los
manuales, pero en nuestra opinión la formación del género no se
reglamenta tan fácilmente.49 Esas fuentes pueden enumerar y des­
cribir los tipos de conducta que marcan o exhiben el género, pero
son necesariamente incompletas.50 Y para tener éxito, el marcar
el género o la demostración del mismo deben adecuarse perfecta­
mente a situaciones y modificarse o transformarse según la oca­
sión lo requiera. Hacer género consiste en manejar esas situacio­
nes para que, sin importar las particularidades, el resultado sea

48 Ibíd.: 147-148.
49 Carol L. Mithers, “My Life as a Man”, en: The Village Voice 171 (5 de octu­
bre de 1982): lff; Jan Morris, ob. cit.
50 Garfinkel, ob. cit.: 66-75; D. Lawrence Wieder, Language and Social Reality:
The Case ofTelling the Convict Code (The Hague: Mouton, 1974): 183-214; Don
H. Zimmerman y D. Lawrence Wieder, “Ethnomethodology and the Problem of
Order: Comment on Denzin”, en: J. Denzin (ed.), Understanding Everyday Life
(Chicago: Aldine, 1970): 285-298.
visto y visible en un contexto como apropiado para el género o,
como sea el caso, inapropiado para el género, es decir, explicable.

Género y rendición de cuentas (accountability)

Como apunta Heritage,51 los miembros de una sociedad interac-


túan regularmente dándose “informes descriptivos unos a otros
del estado de las cosas”, y estas rendiciones de cuentas son serias
y tienen consecuencias. Estas descripciones nombran, caracteri­
zan, formulan, explican, excusan, atacan o simplemente toman
nota de alguna circunstancia o actividad y de este modo la colo­
can dentro de una estructura social (situándola en relación con
otras actividades, similares o no).
Estas descripciones son narrables por sí mismas y los miem­
bros de la sociedad se encuentran orientados por el hecho de que
sus actividades están sujetas a comentarios. A menudo hay accio­
nes concebidas con la mira en su accountability, es decir, cómo
podrían aparecer y cómo podrían ser caracterizadas. La noción
de accountability también abarca esas acciones emprendidas pa­
ra ser específicamente pasadas por alto y por lo tanto solamente
dignas de un comentario casual, porque parecen caber dentro de
estándares aprobados culturalmente.
Heritage observa que el proceso de hacer algo con responsabi­
lidad tiene carácter interactivo: “[Esto] permite que los actores
planifiquen sus acciones en relación con sus circunstancias para
permitir que otros, al tomar nota metódicamente de las circuns­
tancias, reconozcan la acción como lo que es”.52
La palabra clave aquí es circunstancias. Una circunstancia que
está presente virtualmente en todas las acciones es la categoría
sexual del actor. Como lo explica Garfinkel:53

51 John Heritage, Garfinkel and Ethnomethodology (Cambridge, Inglaterra:


Polity Press, 1984): 136-137.
52 Ibíd.: 179.
53 Garfinkel, ob. cit.: 118.
[El] trabajo y las ocasiones socialmente estructuradas de “pasar”
eran obstinadamente inflexibles a los intentos [de Agnes] de ruti-
nizar las bases de las actividades diarias. Esta obstinación apunta
a la omnirrelevancia del status sexual en los asuntos de la vida
diaria como trasfondo invariable pero desapercibido en la textu­
ra de las pertinencias que componen las escenas reales y cam­
biantes de la vida diaria (cursivas nuestras).

Si la categoría sexual es omnirrelevante (o se acercara a serlo), en­


tonces a una persona involucrada en cualquier actividad se le pue­
de exigir que desempeñe dicha actividad como mujer o como
hombre, y su mandato en una u otra categoría sexual puede utili­
zarse para legitimar o desacreditar sus otras actividades.54 Por lo
tanto, prácticamente cualquier actividad puede ser evaluada en su
naturaleza de hombre o de mujer. Y nótese que hacer género no
siempre implica vivir según conceptos normativos de feminidad o
masculinidad; es comprometerse en una conducta, con riesgo de
evaluación de género. Si bien son los individuos los que hacen gé­
nero, la empresa tiene un carácter fundamentalmente interactivo e
institucional, porque el rendir cuentas es una característica de las
relaciones sociales y su lenguaje es extraído del terreno institucio­
nal en el que dichas relaciones tienen lugar. Si éste es el caso, ¿po­
demos alguna vez no hacer género? En la medida en que la socie­
dad está dividida en diferencias esenciales entre hombre y mujeres
y la colocación en una categoría sexual es relevante y además im­
puesta, el hacer género es inevitable.

54 Joseph Berger, Bernard P. Cohén, y Morris Zelditch, Jr., “Status Charac-


teristics and Social Interaction”, en: American Sociological Review 37 (1972):
241-255; Joseph Berger, Thomas L. Conner, y M. Hamit Fisek (eds.), Expecta-
tion States Theory: A Theoretical Research Program (Cambridge: Winthrop,
1974); Joseph Berger, M. Hamit Fisek, Robert Z. Norman y Morris Zelditch
Jr., Status Characteristics and Social Interaction: An Expectation States Ap-
proach (Nueva York: Elsevier, 1977); Paul Humphreys y Joseph Berger, “Theo­
retical Consequences of the Status Characteristics Formulation”, en: American
Journal o f Sociology 86 (1981): 953-983.
Recursos para hacer género

Hacer género significa crear diferencias entre niñas y niños, muje­


res y hombres, diferencias que no son naturales, esenciales o bio­
lógicas. Una vez que las diferencias han sido construidas, se utili­
zan para reforzar la esencialidad del género. En una encantadora
descripción del “convenio entre los sexos”, Goffman observa la
creación de una variedad de marcos institucionalizados a través
de los cuales se puede llevar a cabo nuestra “sexuación natural y
normal”.55 Las características físicas del entorno social propor­
cionan un recurso obvio para la expresión de nuestras diferencias
esenciales. Por ejemplo, la segregación sexual de los baños públi­
cos en Estados Unidos distingue damas de caballeros en asuntos
considerados fundamentalmente biológicos, aun cuando ambos
“sean de algún modo similares en lo que respecta al desecho de
productos y su eliminación”.56 Estos sitios están dotados de equi­
pamiento dimórfico (tales como orinales para hombres o instala­
ciones para el acicalamiento en el caso de las mujeres), aun cuan­
do ambos sexos pueden obtener los mismos fines a través de los
mismos medios (y aparentemente así lo hacen en la privacidad de
sus propias casas). Debe recalcarse el hecho de que:
Aquí interviene el funcionam iento de los órganos sexualmente
diferenciados, pero nada hay en este funcionamiento que reco­
miende la segregación por razones biológicas; este arreglo es un
asunto totalmente cultural [...] la separación de los baños es pre­
sentada como una consecuencia natural de la diferencia entre las
clases sexuales, cuando de hecho es un medio de honrar, si no de
producir, esta diferencia.37

Las situaciones sociales estandarizadas también proporcionan es­


cenarios para evocar la naturaleza esencial femenina y la mascu­
lina. Goffman cita el deporte organizado como una de esas es-

55 Erving Goffman, “The Arrangement Between the Sexes”, en: Theory and
Society 4 (1 9 7 7 ): 301-331.
56 Ibíd.: 315.
57 Ibíd.: 316.
tructutas institucionalizadas para la expresión de la virilidad.
Ahí, esas cualidades que propiamente deben asociarse con la
masculinidad, tales como la fuerza, la resistencia y el espíritu
competitivo, son celebradas por todas las partes interesadas -los
participantes, a quienes puede verse demostrando dichas caracte­
rísticas, y los espectadores, que aplauden sus demostraciones des­
de la seguridad de las gradas-?8
Las prácticas de apareamiento clasificadoras entre las parejas
heterosexuales proporcionan aun más medios para crear y man­
tener diferencias entre mujeres y hombres. Por ejemplo, aun
cuando el tamaño, la fuerza y la edad tienden a distribuirse nor­
malmente entre mujeres y hombres (con una considerable super­
posición entre ellos), el emparejamiento selectivo asegura parejas
en las que los chicos y los hombres son visiblemente más gran­
des, fuertes y mayores (si no más sabios) que las chicas y las mu­
jeres que son sus parejas. Así, en caso de que surjan situaciones
en las que se requiera el tamaño, la experiencia y la fuerza mayo­
res de los hombres y chicos, ellos siempre estarán listos para de­
mostrarlos, y las chicas y las mujeres, listas para apreciarlos.59
De manera rutinaria el género puede conformarse en una va­
riedad de situaciones que, en un principio, parecen convencional­
mente expresivas, tales como las que presentan a mujeres desvali­
das junto a objetos pesados o neumáticos desinflados. Pero,
como lo señala Goffman, las preocupaciones pesadas, engorrosas
y precarias pueden crearse a partir de cualquier situación social,
“aunque a partir de estándares establecidos en otros medios, esto
pueda implicar algo claro, limpio y seguro”. Con estos recursos,
es claro que cualquier situación interactiva proporciona el esce­
nario para describir las naturalezas sexuales esenciales. En resu­
men, estas situaciones “no permiten ni la expresión de las dife­
rencias naturales ni la producción de la diferencia misma”.60

58 Ibíd.: 322.
59 Ibíd.: 321; Candace West y Bonita Iritani, “Gender Politics in Mate Selec-
tion: The Male-Older Norm”. Trabajo presentado en la reunión anual de la
American Sociological Association, agosto 1985, Washington DC.
60Goffman, “The Arrangement...”, ob. cit.: 324.
Para empezar, muchas situaciones no están sexualmente clasifi­
cadas con claridad, tampoco lo que se revela en ellas es evidente­
mente relevante en materia de género. Sin embargo, cualquier en­
cuentro social puede utilizarse para servir al objetivo de hacer
género. Así, la investigación de Fishman sobre conversaciones ca­
suales descubrió una “división del trabajo” asimétrica en las pláti­
cas íntimas entre heterosexuales. Las mujeres tenían que hacer más
preguntas, llenar más silencios y utilizar más comienzos que llama­
ran la atención para ser escuchadas. Sus conclusiones son particu­
larmente pertinentes aquí: “Dado que el trabajo interactivo está
relacionado con lo que constituye el ser una mujer, con lo que es
una mujer, la idea de que es trabajo se diluye. El trabajo no se ve
como lo que hacen las mujeres, sino como parte de lo que son”.61
Nosotras afirmaríamos que es precisamente ese trabajo lo que
ayuda a constituir la naturaleza esencial de las mujeres como
mujeres en contextos interactivos.62
Las personas tienen muchas identidades sociales que pueden ser
asumidas o desechadas, acalladas o realizadas, dependiendo de la
situación. Se puede ser amiga, cónyuge, profesional, ciudadana y
muchas otras cosas más en relación con distintas personas, o ante
la misma persona en momentos diferentes. Pero siempre somos
mujeres u hombres, a menos que cambiemós de categoría sexual.
Lo que esto significa es que nuestras demostraciones identificato-
rias proporcionarán un recurso siempre disponible para hacer gé­
nero en un conjunto de circunstancias infinitamente diversas.
Algunas situaciones están organizadas para demostrar y cele­
brar rutinariamente comportamientos que están convencional­
mente ligados con una u otra categoría sexual. En tales ocasiones

61 Pamela Fishman, “Interaction: The Work Women Do”, en: Social Problems
25 (1978): 405.
62 Candace West y Don H. Zimmerman, “Small Insults: A Study of Interrup-
tions in Conversations Between Unacquainted Persons”, en: B. Thorne, C. Krama-
rae y N. Henley (eds.), Language, Gender and Society (Rowley, MA: Newbury
House, 1983): 109-111; pero también véase Peter Kollock, Philip Blumstein y
Pepper Schwartz, “Sex and Power in Interaction”, en: American Sociological Re­
view 50 (1985): 34-46.
hombres y mujeres saben cuál es su lugar en el esquema interacti­
vo de las cosas. Si un individuo identificado como miembro de
una categoría sexual adopta comportamientos generalmente aso­
ciados con la otra categoría, esa rutinización se ve desafiada.
Hughes proporciona una ilustración de este dilema.

[Una] joven mujer [...] llegó a formar parte de esa profesión viril
que es la ingeniería. Se espera que el diseñador de un avión vaya
en el vuelo inaugural del primer aparato construido con su diseño.
Luego, él [sic] ofrece una comida a los ingenieros y obreros que
colaboraron en la construcción del nuevo avión. La comida es na­
turalmente sólo para hombres. La joven en cuestión diseñó un
avión. Sus colegas le recomendaron que no enfrentara el riesgo del
vuelo inaugural para el cual, presumiblemente, sólo los hombres
son aptos. De hecho, lo que ellos le pedían era que fuera una dama
en vez de una ingeniera. Ella decidió ser ingeniera. Por lo tanto,
dio la fiesta y la pagó como un hombre. Después de la comida y de
la primera vuelta de brindis, se retiró como una dama.63

En esta ocasión, las partes llegaron a un arreglo que permitió


que una mujer asumiera conductas supuestamente masculinas.
Sin embargo, notamos que al final esta concesión permitió la de­
mostración de su feminidad esencial a través de un comporta­
miento explicablemente propio de una dama.
Hughes sugiere que estas contradicciones pueden combatirse
manejando interacciones en una base muy estrecha, por ejemplo
“manteniendo la relación formal y específica”.64 Pero el meollo
del asunto es que aun cuando (tal vez especialmente cuando) la
relación es formal, el género sigue siendo algo por lo que somos
individualmente responsables. Por lo tanto una mujer médico (nó­
tese el calificativo especial en su caso) puede ser respetada por su
habilidad e incluso llamada por un título apropiado. No obstante,
está sujeta a una evaluación en términos de conceptos normativos
de actitudes y actividades apropiadas a su categoría sexual y debe

63 Hughes, ob. cit.: 356.


64 Ibíd.: 357.
probar bajo presión que es un ser esencialmente femenino, a pe­
sar de las apariencias que indiquen lo contrario.65 Su categoría
sexual se utiliza para desacreditar su participación en actividades
clínicas importantes,66 mientras que su participación en la medi­
cina se utiliza para desacreditar su compromiso con sus respon­
sabilidades como esposa y madre.67 Simultáneamente, se mantie­
ne su exclusión de la comunidad de colegas médicos y se asegura
su accountability como mujer.
En este contexto, el conflicto de roles puede verse como un as­
pecto dinámico de nuestro convenio entre los sexos,68 un arreglo
que ofrece ocasiones en las que las personas de determinada cate­
goría sexual pueden ver con bastante claridad que están fuera de
lugar y que si no estuvieran ahí sus problemas no existirían. Desde
el punto de vista de la interacción, lo que está en juego es el mane­
jo de nuestras naturalezas esenciales y, desde el punto de vista de
lo individual, el logro continuo del género. Si, como hemos afirma­
do, la categoría sexual es omnirrelevante, entonces cualquier oca­
sión, conflictiva o no, ofrece recursos para hacer género.
Hemos intentado mostrar que la categoría sexual y el género
son características manejadas de la conducta, creadas en función
del hecho de que otros nos juzgarán y nos responderán de for­
mas particulares. Decimos que el género de una persona no es
sólo un aspecto de lo que una persona es, sino algo más funda­
mental, es lo que hace y lo que hace recurrentemente en interac­
ción con otros.
¿Cuáles son las consecuencias de esta formulación teórica? Si,
por ejemplo, los individuos se esfuerzan por lograr el género en
sus encuentros con los demás, ¿cómo es que la cultura infunde la
necesidad de hacerlo? ¿Cuál es la relación entre la producción

65 Candace West, “When the Doctor is a ‘Lady’: Power, Status and Gender
in Physician-Patient Encounters”, en: Symbolic Interaction 7: 87-106.
66 Judith Lorber, Women Physicians: Careers, Status and Power (Nueva York:
Tavistock, 1984): 52-54.
67 Patricia Bourne y Norma J. Wikier, “Commitment and the Cultural Man-
date: Women in Medicine”, en: Social Problems 25 (1978): 435-437.
68 Goffman, “The Arrangement...”, ob. cit.
del género a nivel de la interacción y en arreglos institucionales
como la división del trabajo en la sociedad? Y, tal vez lo más im­
portante, ¿cómo es que la formación del género contribuye a la
subordinación de las mujeres por los hombres?

Programas de investigación

Para someter la producción social del género a un escrutinio em­


pírico, podemos comenzar por el principio, con una reconsidera­
ción del proceso por el cual los miembros de la sociedad adquie­
ren el aparato categórico necesario y otras habilidades para
convertirse en seres humanos con género.

El reclutamiento para las identidades de género

El enfoque convencional del proceso de transformación en niñas y


niños ha sido la socialización de los roles sexuales. En estos últi­
mos años, se han vinculado problemas recurrentes en este enfoque
a las fallas inherentes de la teoría de los roles per se, con su énfasis
en “el consenso, la estabilidad y la continuidad”,69 con su foco
ahistórico y despolitizador,70 y con el hecho de que su dimensión
social recae en “una suposición general que la gente elige para
conservar las costumbres existentes”.71
En contraste, Cahill72 analiza las experiencias de preescolares
utilizando un modelo social de reclutamiento en las identidades

69 Stacey y Thorne, ob. cit.: 307.


70 Thorne, ob. cit.: 9; Stacey y Thorne, ob. cit.: 307.
71 Connell, ob. cit.: 263.
72 Spencer E. Cahill, “Becoming Boys and Girls”, tesis doctoral, Department
of Sociology, University of California, Santa Barbara, 1982; “Childhood Sociali-
zation as Recruitment Process: Some Lessons from the Study of Gender Develop-
ment, en: P. Adler y P. Adler (eds.), Sociological Studies o f Child Development
(Greenwich: CT JAI Press, 1986); y “Language Practices and Self-Definition: The
Case of Gender Identity Acquisition”, en: The Sociological Quarterly 27 (1986):
295-311.
normalmente dotadas de género. Cahill afirma que las prácticas de
clasificación son fundamentales para aprender y demostrar el com­
portamiento femenino y masculino. Inicialmente, observa, a los ni­
ños y las niñas les interesa principalmente distinguir a los demás
de sí mismos, sobre la base de una competencia social. Desde el
punto de vista de la clasificación, su interés se resuelve en la oposi­
ción niña/niño versus bebé (esta palabra se refiere a niños o niñas
con un comportamiento social problemático y que necesitan vigi­
lancia de cerca). Su interés por ser vistos con competencia social es
lo que evoca sus reclamos iniciales de identidad de género.

Durante la etapa exploratoria de la socialización de niños y ni­


ñas [...] aprenden que sólo hay dos identidades sociales rutina­
riamente disponibles para ellos, la identidad de bebé, o, según la
configuración de sus genitales externos, ya sea niño grande o ni­
ña gra nd e. Además, otros les informan sutilmente que la identi­
dad de b eb é es una identidad que les hace perder crédito. Así,
por ejemplo, cuando los niños incurren en com portam ientos ina­
propiados, se les dice a menudo “Eres un bebé” o “Pórtate com o
un niño grande” . De hecho, estas respuestas típicas verbales al
com portam iento de criaturas pequeñas les da a entender que de­
ben elegir su com portam iento, entre la desacreditadora identidad
de b ebé y su identidad sexual anatómicamente determinada.73

Más tarde, los niños pequeños se apropian del ideal de género de


la efectividad, es decir, la capacidad de modificar el medio físico
y social mediante el ejercicio de la fuerza física o las habilidades
apropiadas. En contraste, las niñas pequeñas aprenden a valorar
la apariencia, es decir, conducirse como objetos ornamentales.
Ambos grupos aprenden que el reconocimiento y el uso de la cla­
sificación sexual en la interacción no son opcionales, sino obliga­
torios.74

73 Cahill, ob. cit.: 175.


74 Véase también Sandra L. Bem, “Gender Schema Theory and Its Implica-
tions for Child Development: Raising Gender-Aschematic Children in a Gen-
der-Schematic Society”, en: Signs: Journal o f Women in Culture and Society 8
(1983): 598-616.
Por lo tanto el ser una niña o un niño no es sólo ser más com­
petente que un bebé, sino también ser competentemente femeni­
na o masculino, es decir, aprender a producir demostraciones de
comportamiento de nuestra identidad femenina o masculina
esencial. En este sentido, la tarea de un niño de cuatro a cinco
años es muy similar a la de Agnes.
Por ejemplo, la siguiente interacción ocurrió en el patio de un
jardín de infantes. Un niño de 55 meses de edad (D) estaba tra­
tando de desabrochar el broche de un collar cuando se le acercó
una educadora (E).

E: ¿Te quieres poner eso?


D: No. Es para niñas.
E: No tienes que ser niña para ponerte cosas alrededor del cue­
llo. Los reyes usan cosas alrededor del cuello. Puedes jugar a que
eres un rey.
D: No soy un rey. Soy un niño.75

Como Cahill señala con este ejemplo, aunque D hubiera estado


confundido sobre el status sexual de la identidad de un rey, ob­
viamente era consciente de que los collares son utilizados para
anunciar la identidad de niña. Al haber exigido la identidad de
niño y al haber desarrollado un compromiso de comportamiento
con ésta, recelaba de cualquier demostración que pudiera pro­
porcionar bases para cuestionar su reclamo.
Es así como los nuevos miembros de la sociedad llegan a com­
prometerse en un proceso de autorregulación cuando comienzan a
vigilar su propia conducta y la de los demás, con respecto a sus
implicaciones de género. El proceso de reclutamiento implica no
sólo la apropiación de ideales de género (por la evaluación de esos
ideales como apropiados para la identidad y el comportamiento)
sino también identidades de género que son importantes para los
individuos y que éstos se esfuerzan en mantener. De este modo,
las diferencias de género, o la configuración sociocultural de las
naturalezas esenciales femenina y masculina, alcanzan el status

75 Cahill, ob. cit.: 176.


de hechos objetivos. Se convierten en características normales y
naturales de las personas y proporcionan la razón fundamental
tácita para diferenciar los destinos de las mujeres y de los hom­
bres dentro del orden social.
Estudios adicionales sobre las actividades de juego de los ni­
ños y niñas como ocasiones rutinarias para la expresión de la
conducta apropiada al género pueden proporcionar nuevas pers­
pectivas sobre cómo se construyen nuestras naturalezas esencia­
les. En particular, es posible que la piedra angular de nuestra
comprensión del proceso de reclutamiento sea la transición de lo
que Cahill76 denomina “participación de aprendiz” en los mun­
dos sexualmente segregados comunes entre las criaturas de pri­
maria a una “participación auténtica” en el mundo heterosocial
que tanto atemoriza a los y las adolescentes.77

El género y la división del trabajo

Cuando la gente enfrenta cuestiones de asignación -quién tiene.


que hacer qué cosa, conseguir qué, planear o ejecutar tal acción,
dirigir o ser dirigido-, el mandato en categorías sociales signifi­
cantes tales como femenino y masculino parece adquirir gran re­
levancia. La resolución de estas cuestiones condiciona la demos­
tración, dramatización o celebración de nuestra naturaleza
esencial de mujer o de hombre.
Berk ofrece una magnífica demostración de este tema en su in­
vestigación sobre la asignación del trabajo doméstico y las actitu­
des de las parejas casadas con respecto a la división de las labo­
res del hogar. Berk encontró poca variación tanto en la división

76 Ibíd.
77 Barrie Thorne, “Girls and Boys Together ... But Mostly Apart: Gender
Arrangements in Elementary Schools”, en: W. Hartup y Z. Rubin (eds.), Rela-
tionships and Development (Hillsdale, NJ: Lawrence Erlbaum, 1986): 167-182;
Barrie Thorne y Zella Luria, “Sexuality and Gender in Children’s Daily
Worlds”, en: Social Problems 33 (1986): 176-190.
real de las tareas como en las percepciones de equidad con res­
pecto a esa distribución. Aun cuando las esposas trabajen fuera
de casa, hacen la mayor parte de los quehaceres domésticos y tie­
nen el cuidado de los niños y las niñas en sus manos. Además,
tanto las esposas como los maridos tienden a percibir esto como
un arreglo justo. Al tomar nota de la ineficacia de las teorías so­
ciológicas y económicas convencionales para explicar esta apa­
rente contradicción, Berk sostiene que algo mucho más compli­
cado que los arreglos racionales para la producción de los bienes
y servicios del hogar está involucrado en esto:

No se trata solamente de quién tiene más tiempo, o del valor del


tiempo o de quién tiene más habilidad o más poder. Está claro
que una relación complicada entre la estructura de los imperati­
vos del trabajo y la estructura de las expectativas normativas
unidas al trabajo como dotado de gén ero determina la asigna­
ción final del tiempo que los participantes deben dedicar al tra­
bajo y al hogar.78

Berk señala, por ejemplo, que el factor más importante en la con­


tribución del trabajo de las esposas es la cantidad total de trabajo
requerido o esperado por el hogar; estos requerimientos no tienen
impacto en las contribuciones del marido. Las esposas hablaron de
varias razones fundamentales {suyas y de sus maridos) para justifi­
car su nivel de contribución y en términos generales subrayaron
que las esposas son esencialmente las responsables de la realiza­
ción de las labores de la casa.
Para Berk es difícil ver cómo la gente “podría establecer racio­
nalmente los convenios que hacen sólo para la producción de los
bienes y servicios de la casa” y, mucho más aún, cómo pueden
considerarlos justos. Según ella, nuestros arreglos en la división
doméstica del trabajo mantienen dos procesos de producción: los
bienes y servicios de la casa (comidas, limpieza, niños, etcétera) y,

78 Sarah F. Berk, The Gender Factory: The Apportionment o f Work in Ame­


rican Households (Nueva York: Plenum, 1985): 195-196.
al mismo tiempo, el género. “Mientras los adultos hacen el tra­
bajo de la casa y el cuidado de los niños, hacen género, y lo que
[ha] sido llamado la división del trabajo sostiene la producción
conjunta del trabajo del hogar y del género; es el mecanismo me­
diante el cual se hacen tanto los productos materiales como sim­
bólicos de la casa.”79
No es simplemente que el trabajo de la casa sea designado co­
mo trabajo de mujeres, sino que el que una mujer lo haga y un
hombre no es recurrir a la naturaleza esencial de cada uno y de­
mostrarla. Lo que es producido y reproducido no es solamente la
actividad y el artefacto de la vida doméstica, sino la encarnación
material de los roles de esposa y esposo y, como una derivación,
de la conducta propia del ser mujer y del ser hombre.80 Lo que
también se produce y reproduce frecuentemente son los status
dominante y subordinado de las categorías sexuales.
¿Cómo se forma el género en los lugares de trabajo, fuera de
la casa, donde la dominación y la subordinación son temas de
enorme importancia? El análisis que hace Hochschild (1983) del
trabajo de los y las sobrecargos de vuelo ofrece algunas ideas
muy interesantes. Sus resultados muestran que la ocupación de
sobrecargo tenía un sentido completamente distinto para las mu­
jeres y para los hombres.

Por ser los principales parachoques de una compañía contra pa­


sajeros maltratados, sus sentimientos están frecuentemente suje­
tos a mal trato. Además, el exponerse un día a gente que se re­
siste a la autoridad de una mujer es una experiencia distinta de
la que tiene un hombre [...] En este sentido, es una desventaja
ser mujer. Y en este caso, no sólo son simplemente mujeres en el
sentido biológico. También son una destilación altamente visi­
ble de las nociones de clase media estadounidense sobre la femi­
nidad. Simbolizan a la Mujer. En la medida en que la categoría
m ujer se asocia mentalmente con tener un status y una autoridad

79 Ibíd.: SCI.
80 Véase William R. Beer, Housekusbands: Men and Housework in Ameri­
can Families (Nueva York: Praeger, 1983): 70-89.
menores, las sobrecargos femeninas serán clasificadas más rápi­
damente como verdaderas mujeres que otras mujeres.81

Al hacer lo que Hochschild denomina el “trabajo emocional” ne­


cesario para mantener los beneficios de la compañía aérea, las
sobrecargos producen simultáneamente representaciones de su
feminidad esencial.

Sexo y sexualidad

¿Cuál es la relación entre hacer género y una prescripción de la


cultura para la heterosexualidad obligatoria ?82 Como lo señala
Frye,83 la vigilancia de los sentimientos sexuales en relación con
otras personas apropiadamente sexuadas exige su rápido reconoci­
miento “antes de que podamos permitirnos que nuestro corazón
palpite o nuestra sangre fluya en un goce erótico por esa persona”.
La apariencia de heterosexualidad se produce por intermedio de
indicadores enfáticos y claros de nuestro sexo, acentuados de ma­
nera decisiva.84 Por esta razón, las lesbianas y los hombres gays in­
teresados en pasar por heterosexuales pueden fiarse de estos indi­
cadores para camuflarse; en contraste, los que quisieran evitar la
suposición de heterosexualidad pueden fomentar indicadores am­
biguos de su status categórico a través de su ropa, comportamien­
tos y estilo. Pero los indicadores sexuales ambiguos son, sin em­
bargo, indicadores sexuales. Si una desea ser reconocida como
lesbiana (o como mujer heterosexual) primero debe establecer un
status categórico como mujer. Aun cuando las imágenes populares

81 Arlie R. Hochschild, The Managed Heart: Commerdalization o f Human


Feeling (Berkeley: University of California Press, 1983): 175.
82Rubin, ob. cit.: 157-210; Adrienne Rich, “Compulsory Heterosexuality
and Lesbian Existence” , en: Signs: Journal o f Women in Culture and Society 5
(1980): 631-660 [Incluido en este volumen. N. de la E.].
83 Marilyn Frye, The Politics o f Reality: Essays in Feminist Theory (Tru-
mansburg, NY: The Crossing Press, 1983): 22.
84 Ibíd.: 24.
retratan a las lesbianas como “mujeres que no son femeninas”.85
se mantiene la accountability de las personas por su condición se­
xuada normal y natural.
Tampoco se ve amenazada ésta por la existencia de operaciones
de cambio de sexo, supuestamente el desafío más radical a nuestra
perspectiva cultural sobre sexo y género. Aunque nadie obligue a
los transexuales a que se sometan a terapias hormonales, electróli­
sis o cirugía, las alternativas a su alcance son innegablemente for­
zadas: “Cuando los expertos transexuales afirman que utilizan
procedimientos transexuales únicamente con gente que los solicita
y que prueba que puede pasar, enmascaran la realidad social. Da­
da la prescripción patriarcal de que una persona debe ser masculi­
na o femenina, la libre elección está condicionada”.86
La reconstrucción física de los criterios sexuales paga el alto
tributo a la esencialidad de nuestra naturaleza sexual, como mu­
jeres u hombres.

Género, poder y cambio social

Volvamos a la pregunta ¿podemos evitar hacer género? Anterior­


mente, propusimos que mientras la categoría sexual sea utilizada
como un criterio fundamental para la diferenciación, será inevita­
ble hacer género. Lo será por las consecuencias sociales de la per­
tenencia a una categoría sexual: la asignación de poder y recursos
no sólo en lo doméstico, económico y político, sino también en el
vasto terreno de las relaciones interpersonales. Virtualmente, en
cualquier situación, nuestra categoría sexual puede ser relevante y
nuestra actuación como miembro de esa categoría (es decir, el gé­
nero) puede estar sujeta a evaluación. Mantener esta asignación in­
sistente y constante de un status vitalicio requiere legitimación.
Pero hacer género también hace explicables los convenios so­
ciales basados en la categoría sexual como normales y naturales,

85 Ibíd.: 129.
86 Raymond, The Transsexual Empire, ob. cit.: 135, (cursivas nuestras).
es decir, medios legítimos para la organización de la vida social.
Las diferencias entre las mujeres y los hombres creadas mediante
este proceso pueden entonces ser representadas como disposicio­
nes fundamentales y permanentes. Bajo esta luz, los convenios
institucionales de una sociedad pueden ser vistos como una res­
puesta a las diferencias^ siendo el orden social una mera adecua­
ción al orden natural. Por lo tanto, si al hacer género los hom­
bres también están haciendo dominio y las mujeres deferencia,87
el orden social resultante, que supuestamente refleja las diferen­
cias naturales, es un poderoso legitimador y reforzador de los
convenios jerárquicos. Observa Frye:

Para que exista una subordinación eficiente, se requiere que la


estructura no aparezca com o un artefacto cultural mantenido en
su lugar por decisión humana o por costum bre, sino que parezca
natural, es decir, que parezca ser una consecuencia directa de los
hechos acerca de la naturaleza animal que están más allá de la
esfera de la manipulación humana [ ...] El hecho de que nos en­
trenen para com portarnos de m anera com pletam ente diferente
como mujeres y com o hombres, y que nos com portem os de m a­
nera completamente diferente con las mujeres y con los hombres,
contribuye en sí enormemente a la apariencia de dimorfismo ex­
tremo, pero también, las form as en que actuam os com o mujeres
y como hombres, y las form as en que actuam os con las mujeres y
con los hombres, moldean nuestros cuerpos y nuestras mentes en
la subordinación y la dominación. N os convertim os en lo que
practicamos ser.88

Si hacemos género adecuadamente, al mismo tiempo mantene­


mos, reproducimos y legitimamos los convenios institucionales
basados en la categoría sexual. Si no lo hacemos adecuadamente,
a nosotros individualmente -no a los arreglos institucionales- se
nos puede pedir cuentas (por nuestro carácter, motivos y predis­
posiciones).

87 Goffman, “The Nature of Deference and Demeanor”, ob. cit.: 47-95.


88 Frye, ob. cit.: 34.
Los movimientos sociales como el feminismo pueden propor­
cionar la ideología y el ímpetu para cuestionar los arreglos exis­
tentes y el apoyo social para qué exploremos alternativas a ellos.
Los cambios legislativos, tales como los propuestos por la En­
mienda de los Derechos de Igualdad, también pueden debilitar ac-
countability de la conducta para la categoría sexual y, de este mo­
do, proporcionar la posibilidad de que se relaje la necesidad de
rendir cuentas. Está claro que la igualdad ante la ley no garantiza
la igualdad en otros terrenos. Como señala Lorber, la garantía de
“una escrupulosa igualdad de categorías de gente considerada
esencialmente diferente necesita una vigilancia constante”. Lo que
estos cambios propuestos pueden hacer es proporcionar la garan­
tía para preguntar por qué, si deseamos tratar a mujeres y hom­
bres como iguales, se necesitan dos categorías sexuales.89
La relación categoría sexual/género vincula los niveles interac­
tivos e institucionales, una unión que legitima los arreglos socia­
les basados en la categoría sexual y reproduce su desigualdad en
la interacción cara a cara. Hacer género proporciona el andamia­
je interactivo de la estructura social, junto con un mecanismo in­
terno de control social. Al apreciar las fuerzas institucionales que
mantienen las distinciones entre mujeres y hombres, no debemos
perder de vista la validación interactiva de esas distinciones que
les confiere su sentido de naturalidad y corrección.
Por lo tanto, el cambio social debe buscarse tanto en el nivel
institucional como cultural de la categoría sexual y en el nivel in­
teractivo del género. Esta conclusión no es novedosa. Sin embar­
go, sugerimos que es importante reconocer que lá distinción ana­
lítica entre las esferas institucionales e interactivas no plantea una
elección del tipo esto o esto en lo que respecta al cambio social.
Reconceptualizar el género, no como una simple propiedad de
los individuos, sino como una dinámica integral de los órdenes
sociales, implica una nueva perspectiva sobre toda la red de las
relaciones de género.

89 Judith Lorber, “Dismantling Noah’s Arle”, en: Sex Roles 14 (1986): 577.
La subordinación social de las mujeres y las prácticas culturales
que ayudan a mantenerla; la política del objeto sexual-elección y,
particularmente, la opresión de los y las homosexuales; la divi­
sión sexual del trabajo, la formación del carácter y de la razón
en la medida en que están organizados en feminidad y masculini-
dad; el papel del cuerpo en las relaciones sociales, especialmente
las políticas del parto y la naturaleza de las estrategias de los mo­
vimientos de liberación sexual.90

El género es un poderoso recurso ideológico que produce, repro­


duce y legitima las elecciones y los límites que se afirman en la
categoría sexual. Una comprensión de cómo se produce el género
en situaciones sociales proporcionará la aclaración del andamiaje
interactivo de la estructura social y los procesos de control social
que lo sostienen.
Voces distintas, visiones distintas:
género, cultura y razonamiento moral *
Carol B. Stack* *

¿Las mujeres y los hombres tienden a ver los problemas morales


de manera distinta? Según algunas investigadoras, nuestras for­
mas de evaluar estas preguntas están conformadas por dos visio­
nes morales. En su libro In a Different Voice..., Carol Gilligan
afirma que el “razonamiento que cuida” (care reasoning), que nos
lleva a responder a aquellos que necesitan ayuda, y el “razona­
miento justiciero” (justice reasoning), que exige que tratemos a
otros con justicia, representan orientaciones morales distintas.1

* Título original en inglés: “Different Voices, Different Visions: Gender,


Culture and Moral Reasoning”, publicado en: Uncertain Terms, Beacon Press,
1990. Traducción de Jessica McLauchlan y Mirko Lauer; revisada y corregida
por Marysa Navarro.
** Deseo agradecer a la Fundación Rockefeller por una Gender Roles Fellows-
hip (beca sobre roles de género) y al Center for Advanced Study in the Behavioral
Sciences por su apoyo a esta investigación. También estoy en deuda con Elizabeth
Bates por su dedicación en la codificación de este material y por sus preguntas
creativas y agudas. También estoy agradecida a Marjorie Wolf y a Brakette Wi­
lliams por sus valiosas sugerencias en las primeras etapas de esta investigación, y a
Jane Atanuchi, Nancy Chodorow, Jacqueline Hall, Krista Luker, Sandra Morgen,
Laura Nader, Ruth Rosen, Nancy Scheper-Hughes y Norma Wikler, que leyeron y
comentaron en detalle las primeras versiones de este trabajo. Mis colegas en el
Center for Advanced Study in the Behavioral Sciences, Carla Peterson y Blanca Sil-
vestrini, me brindaron dirección intelectual y amistad a lo largo del año. Mary
Ryan, directora de Women’s Studies en la U.C. en Berkeley, ha sido lectora crítica
y fuente de aliento. Faye Ginsburg y Anna Tsing hicieron comentarios editoriales
importantes, y esta última me empujó pacientemente a que terminara.
1 Carol Gilligan, In a Different Voice: Psychological Theory and 'Women’s
Development (Cambridge: Harvard University Press, 1982).
En su opinión no son respuestas opuestas, sino maneras diferen­
tes de comprender los dilemas humanos. Las investigaciones pos­
teriores de Gilligan sugieren que estas perspectivas morales se
forman en la dinámica de las relaciones de la niñez, se congelan
en la adolescencia y reaparecen en la resolución de los conflictos
morales a lo largo de la vida.2
Las estudiosas feministas están en deuda con Gilligan y sus co­
legas por haber integrado la idea de cuidado al razonamiento
moral y a nuestro entendimiento de la construcción social del gé­
nero. Sin embargo, como lo confirman las propias observaciones
de Gilligan, la construcción transcultural de género permanece
relativamente inexplorada. En el curso de mi estudio sobre la
vuelta de la población afronorteamericana a sus lugares de ori­
gen en el sur de Estados Unidos,3 en mis entrevistas con personas
adultas y adolescentes de 12 y 13 años encontré voces morales
tanto justicieras como interesadas en prestar ayuda. Pero las res­
puestas que recibí son sorprendentemente distintas de las confi­
guraciones de género que presentan los datos de Gilligan.
En mi investigación, me interesaba el vocabulario de género y
el discurso de género en torno al movimiento migratorio de re­
greso. Influenciada por el trabajo de Gilligan sobre razonamiento
moral, y desconcertada por la ausencia de referencias a cuestio­
nes raciales o de clase en el mismo, decidí recoger relatos de per­
sonas adultas y adolescentes de clase obrera sobre razonamiento
moral, agregándolos a mi propia investigación etnográfica sobre
el proceso de migración de regreso.4 Presenté a estos jóvenes y a
esas personas adultas algunos dilemas parecidos a las opciones
difíciles presentadas en los trabajos de Gilligan. La gente que en­
trevisté eran migrantes -hombres, mujeres, niños y niñas- que

2 Carol Gilligan y Grant Wiggins, “The Origins of Morality in Early Child-


hood Relationships”, en: J. Kagan y S. Lamb (eds.), The Emergence o f Mora­
lity, (Illinois: University of Chicago Press, 1987).
3 Carol B. Stack, The Cali to Home: African Americans Reclaim the Rural
South (de próxima aparición).
4 Entre 1975 y 1980 volvieron 326.000 personas negras a una región que in­
cluye diez estados del sur.
habían vuelto a sus lugares de origen, en zonas rurales del sur de
Estados Unidos. Las vivencias de mis entrevistados y entrevista­
das diferían de las de aquellos afronorteamericanos que no ha­
bían dejado nunca el sur, y de las de los moradores urbanos -ya
fueran antiguos o recientes- de muchas ciudades de Estados Uni­
dos. En este trabajo no se generaliza sobre la población afronor-
teamericana, sobre la base de un grupo específico.
Este estudio plantea que el razonamiento moral se negocia
desde la ubicación de la persona o desde un grupo en la estructu­
ra social. El género es una, pero sólo una, de las categorías socia­
les -entre muchas otras: la clase, la cultura, la raza y la estructu­
ra étnica, y la región- que dan forma a lo que llamamos
moralidad. Mi propósito es discutir cómo las diferencias de géne­
ro contribuyen a la construcción de la conciencia moral. Espero
hacerlo en el contexto de la investigación que estoy llevando a
cabo y con ello ofrecer un modesto desafío a las explicaciones
que no toman totalmente en cuenta las diferencias de género.5 En
este trabajo utilizo las respuestas de 15 personas adultas y de 87
adolescentes, y tomo prestadas las orientaciones de ayuda (cuida­
do) y de justicia. He fusionado dos líneas de investigación, lle­
vando el tema de las estrategias de género en el razonamiento
moral al campo de la raza, la cultura, la economía y la sociedad.6
Mirar la construcción de género a través de la raza, la cultura y
las condiciones históricas transforma nuestro pensamiento sobre
razonamiento moral. La creación de roles de género en circunstan­
cias históricas y socioeconómicas específicas es un proceso creati­
vo, no estático sino dinámico. El género es negociado entre miem­
bros de comunidades específicas, por ejemplo, en su respuesta a
situaciones de opresión institucionalizada y/o de estratificación ra­
cial. Como antropóloga preocupada por la construcción de género,
mi hipótesis ha sido que las relaciones de género se improvisan en

5 Agradezco a Nancy Chodorow por su opinión de que este trabajo se dirige


a las diferencias de género y a las estrategias de género antes que a la construc­
ción de género.
6 Carol B. Stack, “The Culture of Gender among Women of Color”, en:
Signs 12, núm. 1 {invierno 1985): 321-324.
ñero se improvisan en relación con las condiciones políticas y
económicas locales y globales, y con las afiliaciones familiares,
todas las cuales están siempre en transición. Mi perspectiva re­
gistra serias objeciones a los marcos de referencia construidos
sobre polaridades u oposiciones fijas, en especial las nociones
que crean un sentido ilusorio de diferencias de género universa­
les o esenciales.7
Históricamente, el género como categoría analítica ha evolu­
cionado desde las tempranas descripciones de las diferencias de
sexo y la gama de roles sexuales al estudio de cómo el género
construye la política y cómo la política, la clase y la raza constru­
yen el género.8 Los estudios antropológicos de género se han
trasladado de lo particular a lo universal y, en este ensayo, a lo
contextual. El análisis ha producido una categoría sutil, construi­
da desde lo concreto y profundamente enraizada en las relacio­
nes de poder, clase, raza y en las circunstancias históricas.
Los datos recogidos en mi primera investigación en comunidades
urbanas negras en los años setenta9 y en mis estudios recientes so­
bre las migraciones afronorteamericanas del noreste al sur rural10
sugieren nuevas nociones de género, raza y relaciones de clase. La
clase, la formación racial11 y los sistemas económicos de las co­
munidades rurales sureñas crean un contexto en el cual la pobla­
ción afronorteamericana -mujeres y hombres, niños y niñas- vive
en relación con la producción, el empleo, la clase y con recom­
pensas materiales y económicas. Lo hacen de formas sorprenden­
temente similares y no divergentes como las anticipadas por las
teóricas del razonamiento moral. Es desde la privilegiada perspec­

7 Agradezco a Laura Nader unas discusiones muy valiosas sobre este tema.
8Joan W. Scott, “Gender: A Useful Category of Historical Analysis”, en: Ame­
ritan Historical Review 91, núm. 5 (diciembre, 1986): 1070. Incluido en este vo­
lumen. (N. de la E.)
9 Carol B. Stack, All Our Kin: Strategies for Survival in a Black Community
(Nueva York: Routledge & Kegan Paul, 1986).
10 Carol Stack, The Cali to H om e..., ob. cit.
11 Michael Omi y Howard Winant, Racial Formation in the United States
(Nueva York: Routledge 8c Kegan Paul, 1986).
tiva de más de 20 años de investigación sobre la familia afronor-
teamericana que hago esta contribución al trabajo de Carol Gilli­
gan sobre voces morales.12 Enfoco el género como una relación
social y sugiero que el género es negociado siguiendo líneas de di­
ferencia que están en un estado de cambio constante.13
Aunque desde la filosofía se ha discutido la distinción que ha­
ce Gilligan entre razonamiento de cuidado (ayuda) y de justicia,
y también sus métodos de interpretar y codificar los relatos de
razonamiento moral, en este trabajo no entraré en ese debate. El
presente trabajo tiene un alcance más estrecho. Esta investiga­
ción no desenreda temas metodológicos en torno a Gilligan y a
sus críticos,14 ni entra en el debate sobre razonamiento moral o
las etapas de desarrollo moral. Sí cuestiona la validez de las dife­
rencias universales de género.

Dilemas m orales

En diversas ocasiones, varias personas adultas y adolescentes que


habían regresado a comunidades sureñas rurales trabajaron con­
migo en esta investigación construyendo guiones con opciones
difíciles que se les presentan en sus vidas. La forma en que cons­
truyen dilemas se parece a lo que hacen Gilligan y sus colegas en
la actualidad, cuando le piden a la gente que hable de una situa­
ción en la cual no saben qué es lo que deben hacer pero tienen
que elegir una opción.15 Escogí producir dilemas culturalmente re­
levantes, en vez de emplear el clásico “dilema de Heinz” usado por
Gilligan (en el que se decide si Heinz debe robar medicinas para

12 Carol Gilligan, In a Different Voice..., ob. cit.


13 Teresa de Lauretis, “Eccentric Subjects: Feminist Theory and Historical
Consciousness”, manuscrito inédito, UC Santa Cruz.
14 Linda Kerber, Catherine G. Greene y Eleanor E. Maccogu, Zella Luria,
Carol B. Stack y Carol Gilligan, “In a Different Voice: An Interdisciplinary Fo-
rum”, en: Signs 12, núm. 1 (invierno 1985): 304-333.
15Jane Atanuchi, comunicación privada.
su esposa moribunda). En las investigaciones más recientes y más
abiertas de Gilligan, se le pide a la gente que responda a un dile­
ma de su propia cosecha. En este estilo de investigación no im­
porta la naturaleza específica del dilema, sino lo que la gente dice
sobre él.
Un aspecto interesante de mi estudio sobre la migración negra
es la migración cíclica de niños y niñas. Acompañan a sus padres o
a parientes, o recorren solos caminos transitados entre los hogares
de sus familias en el norte y en el sur. Muchos padres de estos ni­
ños y niñas han participado en migraciones cíclicas y han ocupado
también residencias dobles. Hoy en día, los patrones de residencia
doble son comunes para esos niños y niñas con lazos de parentes­
co que cruzan las fronteras de los estados y de las regiones del
país.16 Sus hogares están tanto en la ciudad como en el campo; su
escuela está dividida entre las escuelas públicas de Harlem,
Brooklvn, Washington DC y las escuelas rurales del sur. Sus cam­
bios cíclicos de residencia son hechos bien conocidos por los admi­
nistradores escolares, profesores y trabajadores sociales de sus co­
munidades. Me ha interesado saber cómo viven los niños su
propia migración, sobre todo por las animadas descripciones que
me han dado sobre las elecciones difíciles que tienen que hacer.
Con lazos familiares en el norte y el sur, con lealtades y vínculos
que atraviesan las generaciones, los niños y las niñas enfrentan
verdaderos dilemas en su vida real sobre dónde residir y con quién,
y sobre qué es lo que define su responsabilidad frente a otros. Sus
dilemas dramatizan los elementos culturales de la migración.
Varios niños y niñas de 12 y 13 años me ayudaron a construir
un dilema con situaciones de la vida real que me habían descrito.17
Un niño me sugirió poner el dilema en la forma de una carta a
Querida Abby, nombre de una columna de consejos muy popu­
lar. Los niños y las niñas de la migración de regreso que respon­
dieron al siguiente dilema fueron 87:

lé Carol B. Stack y John Cromartie, “The Journeys of Children”, manuscrito.


17 Todos los nombres, de la gente entrevistada en esta sección han sido cam­
biados.
Querida Abby:
Tengo 12 años y mi hermano 10. Mi mamá quiere que vaya­
mos a Nueva York para quedarnos con ella y mis abuelos quie­
ren que nos quedemos aquí en Nuevo Jericó con ellos. ¿Qué de­
bemos hacer?
Cariños, Sally.

La manera en que los niños y las niñas resolvieron este dilema y


personalizaron sus respuestas refleja sus experiencias como parti­
cipantes en la migración. A partir de lo que los niños y las niñas
le “dicen” a Querida Abby y de las historias complementarias de
vida, empezamos a comprender cómo perciben sus vidas y cons­
truyen sus roles -el de género, entre otros- como miembros de
familias insertas en el tejido de las fuerzas culturales, económicas
e históricas. Sus respuestas están imbuidas de un sentido de res­
ponsabilidad por las personas que necesitan ayuda y también
quieren tratar a los demás con justicia.
Aquí van unos ejemplos:
Jimmy escribió: “Creo que debería quedarme con el que más
necesita mi ayuda. Mi abuela es incapaz de valerse por sí misma y
debería quedarme con ella y dejar que mi mamá venga a verme”.
Sarah escribió: “Debería hablar con mis padres y tratar de
hacerles comprender que mis abuelos no pueden desplazarse co­
mo antes. Quiero llegar a un acuerdo para dejar que mi herma­
no vaya a Nueva York y estudie allí y yo lo haría aquí. En el ve­
rano yo voy allá y estoy con mis padres, y mi hermano puede
venir aquí a casa”.
Y Helen escribió: “Debería quedarme con mis abuelos porque,
por lo pronto, hay muchos asesinatos allá en el norte y mis abue­
los son viejos y necesitan ayuda con la casa”.
Un grupo de personas adultas que habían vuelto a sus hogares
sureños, mujeres y hombres de entre 25 y 40 años de edad, dise­
ñaron el “dilema de Clyde”:

Clyde no sabe qué hacer con una decisión que debe tomar. Sus dos
hermanas lo están presionando para que deje Washington DC y
vuelva a casa para encargarse de sus padres. Su madre está postra­
da en la cama y su padre ha perdido recientemente una pierna por
la diabetes. Una de sus hermanas tiene familia y un buen trabajo en
el norte y la otra acaba de mudarse allí para casarse. Sus hermanas
lo ven en mejores condiciones de agarrar sus cosas y volver a casa
ya que no está casado y trabaja a tiempo parcial, aunque sigue tra­
tando de conseguir un mejor trabajo. ¿Qué debe hacer Clyde?

La gente personalizó profundamente sus respuéstas refiriéndose a


sus experiencias con sus familias. James Hopkins recordó: “No­
sotros tres nos turnamos para tener a mi papá en casa”, y luego
me recordó que “uno debe amar a un ser humano, no al dólar”.
Molly Henderson, que había regresado en 1979, dijo: “La fami­
lia debe encargarse de la familia. Es un ciclo. Alguien tiene que
hacerlo y ahora es el turno de Clyde”. Sam Henderson, el tío de
Molly, me dijo: “Uno debe encargarse de aquellos que se encar­
garon de uno. Clyde es el que sigue, es su turno”. Y Sam Hamp-
ton dijo: “No tiene alternativa”. Otros repitieron: “No es tan
duro si todos ayudan”, o “la familia es el sacrificio más impor­
tante que podemos hacer”.

Resultados

Mis resultados prestan particular atención a las diferencias de cla­


se, así como también a la conciencia étnica y racial. Contrastan
dramáticamente con las observaciones de Gilligan, para quien las
muchachas y las mujeres recurren por igual a razonamientos de
justicia y de asistencia, mientras que los muchachos y los hombres
lo hacen frecuentemente mucho menos, especialmente cuando au­
menta su edad.18 Todas las respuestas a los dilemas fueron codifi­
cadas y analizadas para 15 adultos y 87 adolescentes (42 mucha­
chas y 45 muchachos), según las pautas de Gilligan y Lyons, y

18 Carol Gilligan, “Women’s Place in Man’s Life Cycle”, en: Harvard Edu-
cational Review 49 (1979): 4; In a Different Voice: Psyckological Tbeory and
'Women’s Development (Cambridge: Harvard University Press, 1982).
recodificadas de acuerdo con las nuevas pautas de Gilligan y sus
colegas. Gilligan tiene una categoría distinta llamada ambos, que
yo llamo “mixta” (como una mezcla cuyas partes no pueden se­
pararse). Al final de cuentas, mis resultados no difieren, ya sea
que se elimine la categoría mixta o se cuente como justicia y co­
mo asistencia. La presencia de la justicia como una razón (con o
sin asistencia) no es diferente para los muchachos en compara­
ción con las muchachas. Asimismo, la presencia de la asistencia
como una razón (con o sin justicia) no es diferente para los mu­
chachos en comparación con las muchachas (test Chi-cuadrado
de Pearson). Llegamos a las mismas conclusiones para los hom­
bres y las mujeres (prueba exacta de Fisher).
La configuración de los porcentajes es virtualmente idéntica pa­
ra los muchachos y las muchachas, con la justicia ligeramente más
alta que la asistencia en cada grupo. El porcentaje es también casi
el mismo para los muchachos y las muchachas que usaron ambos.

Muchachos (n=45) Muchachas (n=42)

4 2 % (19) 4 3 % (18)
3 1% (14) 31% (13)
2 7 % (12) 2 6 % (11)

Las mujeres adultas articularon ambos tipos de razonamiento


(asistencia y justicia) más que los hombres. No hay diferencia
real entre hombres y mujeres en el razonamiento de justicia. Ad­
viértase que sólo uno, y es un hombre, de los 15 adultos usó sólo
el razonamiento de asistencia.

Hombres (n=7) Mujeres (n=8)

4 3 % (3) 3 7 ,5 % (3)
14% (1) 0
4 3 % (3) 6 2 ,5 % (5)

Los resultados sobre razonamiento moral en este estudio presen­


tan una configuración sorprendentemente distinta de las diferen-
cias y similitudes de género que ofrece Gilligan. Entre las familias
afronorteamericanas que vuelven al sur, las respuestas codifica­
das de adolescentes y personas adultas son casi idénticas en
cuanto al razonamiento de asistencia y de justicia. Esto sugiere
que ubicar la diferencia de género en el contexto de clase y raza
transforma nuestro pensamiento sobre razonamiento moral.

Conocimiento moral, acción social y género

Dos preguntas surgen de estos resultados. En primer lugar, en


contraste con los datos de Gilligan, ¿por qué se da la convergen­
cia en las respuestas de los hombres y las mujeres? ¿Cómo y por
qué se dan estas similitudes? Segundo, ¿qué relación hay entre el
razonamiento moral y las maneras en que los hombres y las mu­
jeres hacen sus vidas y llevan a cabo acciones sociales?
Esta investigación confirma los resultados de mis trabajos an­
teriores sobre las relaciones de dependencia compartidas por
hombres y mujeres de origen afronorteamericano. En muchos
aspectos de su trabajo, y de sus relaciones con instituciones socia­
les y condiciones políticas, las mujeres negras y otras mujeres de
color afirman que sus circunstancias y experiencias son muy simi­
lares a las de los hombres. En Talking Back..., un ensayo reciente
sobre pensamiento feminista, Bell Hooks discute la visión simplis­
ta que transforma a las mujeres en víctimas y a los hombres en
dominadores. Las mujeres pueden ser agentes de dominación. Los
hombres y las mujeres sienten opresión y dominación.19 Esas
realidades no disminuyen el rol del sexismo en las vidas públicas
y privadas, o la participación de hombres oprimidos en la domi­
nación de otras. Sin embargo, los datos de mi estudio sobre mi­
grantes que vuelven sugieren que la experiencia compartida
moldea tanto la autoidentidad como la identidad de grupo y que

19 Bell Hooks (Gloria Watkins), Talking Back: Thinking Feminist, Thinkiiig


Black (Boston: South End Press, 1989). Véase, en particular, la discusión de la
pág. 20.
convergen en el vocabulario de los derechos, la moralidad y el
bien social.
La conciencia social colectiva se manifiesta de diversas maneras
a lo largo de la vida de una persona. Desde una edad temprana,
los niños y las niñas se dan cuenta de la tiranía de la injusticia
racial y económica. Hacia los 12 o 13 años, los niños y las niñas
saben de las experiencias laborales de sus padres, de los favores
sexuales que las mujeres rurales deben ofrecer para conservar sus
puestos en los molinos sureños y las plantas procesadoras, de las
amenazas a la cordura y la dignidad de sus familiares. Los hom­
bres y mujeres que vuelven al sur tienen un fuerte sentido de la
memoria personal y de la historia de la comunidad. La gente que
vuelve enfrenta su pasado y entra en una negociación colectiva
con la injusticia social. Traen una misión o un deseo de luchar por
la justicia racial al regresar a lo que llaman “mi terreno de prue­
ba”. Se definen como una “comunidad” o como “personas de ra­
za”, que trabajan por el bien de la raza.
Estos hombres y mujeres también comparten un deseo de ayu­
dar. Encuentran refugio en las diversas generaciones de sus fami­
lias sureñas. Tantos los hombres como las mujeres están enclava­
dos en sus familias extendidas; también sufren tensiones entre
sus aspiraciones individuales y las necesidades de sus parientes.
Estas tensiones salen a luz como una moral de responsabilidad;
se expresan fuerte y claramente en el dilema de Clyde y en las
historias de vida que recogí en mi investigación.
Los paralelos en la manera en que hombres y mujeres sienten
las fuerzas externas que dan forma a sus vidas sugieren que hay
una vasta similitud entre los hombres y las mujeres de población
negra de todas las edades en su autoconstrucción en relación con
los demás. Las descripciones de sí mismos que hacen los hombres
y mujeres indican un sentido de identidad profundamente conec­
tado a los otros, un yo extendido , para usar la expresión de Wa-
de Noble.20 Las personas perciben sus obligaciones en el contex­

20 El concepto del “yo (self) extendido” es comúnmente usado en el pensa­


miento afrocéntrico.
to de un orden social, anclados en otros, antes que con un enfo­
que individualista de su propio bienestar personal.21 En más de
mil páginas de relatos, la gente afirma con fuerza y convicción la
fortaleza de los lazos de parentesco con sus familias rurales sure­
ñas. Recalcan una y otra vez que “la familia es el sacrificio más
importante”. Los lazos familiares representan intrincadas depen­
dencias para las mujeres y los hombres de población negra, en es­
pecial para la que está al borde de la pobreza.
Asimismo, las entrevistas con niños y niñas revelan una con­
ciencia social colectiva y una profunda sensibilidad entre la gente
joven con respecto a las necesidades de sus familias. Las voces de
los niños y niñas cuentan una oscura historia de destino, circuns­
tancias y condiciones materiales en sus vidas. Sus expectativas en
cuanto al lugar en el que vivirán el año siguiente se adecúan a las
necesidades y requerimientos de otros miembros de la familia,
tanto viejos como jóvenes, y a la participación de la familia en la
fuerza de trabajo/
La construcción del género, como lo han recalcado las investi­
gadoras feministas negras y de color, está moldeada por la expe­
riencia del sexo, la raza, la clase y la conciencia.22 En el futuro,
la investigación sobre la construcción del género debe aportar
otra dimensión a la teoría feminista. Debería suministrar un mar­
co crítico para el análisis de la conciencia de género y una adver­
tencia a aquellas teóricas que plantean que el género es una expe­
riencia establecida y universal.
La codificación de mis datos sobre el razonamiento de la asis­
tencia y el de la justicia entre la población afronorteamericana
que vuelve al sur ha dado resultados sorprendentes. Comparán­
dolos con los primeros resultados de Gilligan parecería que, en

21 Vernon Dixon, “World Views and Research Methodology”, en: L. M.


King, V. Dixon y W. W. Nobles (eds.), African Philosophy: Assumptions and
Paradigms for Research on Black Persons (Los Ángeles: Fanón Center Publica-
tions, 1976).
22Bonnie Dill, “The Dialectics of Black Womanhood”, en: Sandra Harding
(ed.), Feminism and Methodology (Bloomington e Indianapolis: Indiana Uni­
versity Press, 1987).
contraste con ellos, en este grupo específico el género presenta
menos diferencias en las formas de conocer. ¿Pero qué relación
hay entre las formas de conocer y las formas de actuar?
Mis cinco años de investigación demuestran que siempre debe­
mos estudiar múltiples niveles. Más allá de la codificación, los
hombres y mujeres que recibieron puntajes similares con respecto
a los razonamientos de justicia y de asistencia o ayuda tienen es­
trategias de género para la acción notoriamente diferentes. Los
hombres y las mujeres en estas comunidades rurales sureñas tie­
nen distintas expectativas sobre el trabajo de los parientes, sobre
los roles que perciben en cuanto asalariados y responsables, y en
sus actos políticos.
Las estrategias de género para la acción política son particu­
larmente sorprendentes. En su lucha por subvertir un orden social
opresivo, los hombres que vuelven a sus hogares como adultos en
el sur trabajan sobre todo dentro de la estructura de poder negro
local; evitan enfrentamientos con la estructura de poder blanco
de la zona. Cuando desafían costumbres existentes, enfrentan a la
jerarquía negra masculina en las asociaciones de propietarios ló­
cales, o en la Iglesia. El orden social que las mujeres descubren a
su vuelta es un orden simbólico masculino, tanto en el trato con
la comunidad negra local como con la blanca. Las mujeres se en­
cuentran en conflicto con las fuerzas contradictorias del viejo sur
y sus propios objetivos políticos. Ellas enfrentan un sistema racial
y de género en el que se ven arrastradas en dependencias creadas
por estructuras masculinas en la comunidad negra local. Pero es­
tas mujeres, a diferencia de los hombres que vuelven, actúan para
eludir esa jerarquía de raza/género y también los sistemas de pa­
tronazgo locales. Crean programas públicos, como Title X X Day
Care y Head Start (guarderías y jardines de infantes), establecien­
do extensas redes de apoyo en el nivel estatal en los sectores pú­
blico y privado. Estas mujeres construyen bases comunitarias lle­
vando su lucha al gran espacio público, fuera de la jurisdicción de
la estructura de poder público local. Los predicadores, los políti­
cos y los agentes intermedios masculinos también reproducen re­
laciones de dependencia entre las poblaciones negras y blancas.
Mientras los hombres participan en las esferas públicas de las co­
munidades locales negras, las mujeres sortean la dominación local
de las estructuras masculinas negras y blancas, moviéndose den­
tro de un espacio público más ampliamente definido.
Hay una división que cruza la raza, la cultura, la clase' y el gé­
nero en las investigaciones sobre la? voces morales -lo que la
gente dice- y las observaciones sobre cómo se comporta -lo que
hace- en les ámbitos familiares y en los espacios públicos. Siempre
debemos estudiar, lado a lado, tanto un discurso como un curso de
acción. Esto nos hace encarar la diferencia entre los estudios in­
terpretativos de las voces morales y las etnografías de género que
observan al razonamiento moral en el contexto de la actividad
cotidiana. Las diferencias disciplinarias en las metodologías femi­
nistas refuerzan la importancia de respondernos las unas a las
otras en el mundo académico feminista.
La heterosexualidad obligatoria
y la existencia lesbiana55,
Adrienne Rich

Prólogo

Quiero decir unas palabras para explicar la forma en que fue


concebido originalmente “La heterosexualidad obligatoria...” y
el contexto en que vivimos. Este trabajo fue escrito, en parte, co­
mo un desafío al silencio de tantos estudios académicos feminis­
tas sobre la existencia lesbiana, un silencio que, pensé (y sigo
pensando), no es solamente antilesbiano, sino también antifemi­
nista en sus consecuencias, ya que además deforma la experien­
cia de las mujeres heterosexuales. No fue escrito para aumentar
las divisiones sino para alentar a las feministas heterosexuales a
mirar la heterosexualidad como una institución política que dis­
minuye el poder de las mujeres -y cambiarla-. También esperaba
que otras lesbianas sintieran la profunda y amplia identificación
con mujeres y la vinculación afectiva con mujeres, que ha sido un
tema continuo aunque amortiguado a lo largo de la experiencia
heterosexual, y que esto se transformara en un impulso político
hacia la acción y no simplemente en una convalidación de vidas

* Título original en inglés: “Compulsory Heterosexuality and Lesbian Exis-


tence”, publicado en: Signs: Journal o f Wornen in Culture and Society 5, núm.
4 (diciembre 1980). A pedido de la autora, la versión traducida es la publicada
en su antología de ensayos, Blood, Bread & Poetry. Selected Prose, 1979-1985
(Nueva York: W. W. Norton &C Company, 1986); originalmente escrito en
1978 para el número sobre “Sexualidad” de Signs, este ensayo fue finalmente
publicado en 1980. En 1982, Antelope Publications lo reprodujo en su serie de
panfletos. El prólogo fue escrito para el panfleto.
personales. Quería que el ensayo sugiriera nuevos tipos de crítica
y provocara nuevas preguntas en las clases y en las publicaciones
académicas y, a la vez, esbozar por lo menos un puente para sal­
var la distancia entre lesbiana y feminista. Por lo ícenos, quería
que las feministas tuvieran más dificultades para leer, escribir o
enseñar desde una perspectiva heterocéntrica sin examinarla.
Tres años después de haber escrito “La heterosexualidad obli­
gatoria...” -con esta energía de esperanza y deseo- las presiones
para aceptar las coordenadas de una sociedad cada vez más con­
servadora son aún más intensas. Los mensajes de la nueva derecha
a las mujeres han sido precisamente que somos la propiedad emo­
cional y sexual de los hombres y que la autonomía de las mujeres
amenaza a la familia, la religión y el estado. Las instituciones con
las que tradicionalmente se ha controlado a las mujeres -la mater­
nidad patriarcal, la explotación económica, la familia nuclear y la
heterosexualidad obligatoria- están siendo fortalecidas con legis-
láción, declaraciones religiosas, imágenes mediáticas y esfuerzos
de censura. En una economía que empeora, la madre jefa de fami­
lia que trata de mantener a sus criaturas enfrenta la feminización
de la pobreza que, según Joyce Miller de la Coalición Nacional de
Mujeres Sindicalistas, es uno de los mayores problemas de la déca­
da del ochenta. A menos que se disfrace, una lesbiana enfrenta
discriminación para conseguir trabajo y acoso y violencia en la
calle. Aun en las instituciones imaginadas por las feministas, tales
como los refugios para mujeres golpeadas o los programas de estu­
dios de mujeres, se despide a las lesbianas y a otras se les dice que
permanezcan en el closet. La retirada hacia la uniformidad -o la
asimilación para las que pueden hacerlo- és la respuesta más pasiva
y debilitante ante la represión política, la inseguridad económica y
la caza a la diferencia.
Quiero señalar que la documentación sobre la violencia de los
hombres contra las mujeres -particularmente en el hogar- se ha ido
acumulando rápidamente en este período (véase p. 167, nota 9). Al
mismo tiempo, en el campo literario que describe la vinculación
afectiva entre mujeres y la identificación con mujeres como algo
esencial para la supervivencia de todas hay una fuerte corriente
crítica proveniente de mujeres de color en general y lesbianas de
color en particular. Este último grupo ha sido silenciado o borra­
do aun más profundamente de la investigación académica femi­
nista por un doble prejuicio, de raza y de homofobia.1
Recientemente se ha intensificado el debate sobre la sexualidad
femenina entre feministas y lesbianas, con los bandos delineados
furiosa y amargamente, con el uso de palabras clave tales como
sadomasoquismo y pornografía , cuyo significado cambia según
quién las use. La profundidad de la rabia y el miedo de las muje­
res sobre el tema de la sexualidad y su relación con el poder y el
dolor es real, aun cuando el diálogo suene simplista, tenga preten­
siones de superioridad moral o parezca un monólogo paralelo.

1 Véase, por ejemplo, Paula Gunn Alien, The Sacred Hoop: Recovering the
Feminine in American Indian Traditions (Boston: Beacon, 1986); Beth Brant
(ed.), A Gathering o f Spirit: Writing and Art by North American Indian Wo­
men (Montpelier, V T: Sinister Wisdom Books, 1984); Gloria Anzaldúa y Cherrie
Moraga (eds.), This Bridge Called My Back: Writings by Radical Women of Co­
lor (Watertown, MA: Persephone, 1981; distribuido por Kitchen Table/Women
of Color Press, Albany, N Y); J. R. Roberts, Black Lesbians: An Annotated Bi-
bliography (Tallahassee, FL: Naiad, 1981); Barbara Smith (ed.), Home Girls: A
Black Feminist Anthology (Albany, NY: Kitchen Table/Women of Color Press,
1984). Como Lorraine Bethel y Barbara Smith lo señalaron en Conditions 5:
“The Black Women’s Issue” (1980), muchas novelas escritas por mujeres negras
describen relaciones entre mujeres. Quisiera citar aquí las obras de Arna Ata Ai-
doo, Toni Cade Bambara, Buchi Emecheta, Bessie Head, Zora Neale Hurston,
Alice Walker, Donna Allegra, Red Jordán Arobateau, Audre Lorde, Ann Alien
Shockley, entre otras que escriben directamente como lesbianas negras. Para no­
velas de otras lesbianas de color, véase Elly Bulkin (ed.), Lesbian Fiction: An
Anthology (Watertown, MA: Persephone, 1981).
Para relatos sobre la experiencia lesbiana judía, véase también Evelyn Tor-
ton Beck (ed.), Nice Jewish Girls: A Lesbian Anthology (Watertown, MA: Per­
sephone, 1982; distribuido por Crossing Press, Trumansburg, N Y 14886); Alice
Bloch, Lifetime Guarantee (Watertown, MA: Persephone, 1982); y Melanie Ka-
ye-Kantrowitz e Irena Klepfisz (eds.), The Tribe o f Dina: A Jewish Womeris
Anthology (Montpelier, VT: Sinister Wisdom Books, 1986).
La primera formulación que conozco sobre la heterosexualidad como insti­
tución apareció en un periódico lesbiano feminista, Las furias, fundado en
1971. Para una colección de artículos de este periódico, véase Nancy Myron y
Charlotte Bunch (eds.), Lesbianism and the Women's Movement (Oakland, CA:
Diana Press, 1975; distribuido por Crossing Press, Trumansburg, N Y 14886).
Por todas estas razones, este ensayo tiene algunas partes que
hoy escribiría de manera diferente, matizaría o ampliaría. Pero
sigo pensando que las feministas heterosexuales sacarán fuerza
política para cambiar si adoptan una postura crítica contra la
ideología que exige la hereterosexualidad, y que las lesbianas no
pueden suponer que esa ideología y las instituciones fundadas
sobre ella no nos afectan. No hay nada en esa crítica que nos
exija que nos pensemos víctimas, o nos haga un lavado de cere­
bro o nos deje totalmente sin poder. Coerción y compulsión son
dos condiciones en las que las mujeres hemos aprendido a reco­
nocer nuestra fuerza. La idea de resistencia es un tema importan­
te en este ensayo y en el estudio de las vidas de las mujeres, si sa­
bemos lo que buscamos.

I
Desde un punto de vista biológico, los hombres sólo tienen una
orientación innata sexual que los impulsa hacia las mujeres,
mientras que las mujeres tienen dos orientaciones innatas, una
sexual hacia los hombres y otra reproductiva hacia sus hijos.2

Yo era una mujer terriblemente vulnerable, crítica, que usaba mi


feminidad como una suerte de patrón o vara para medir y des­
cartar a los hombres. Sí, algo así. Y o era una Anna que cortejaba
la derrota a manos de los hombres sin ser nunca consciente de
ello. (Pero yo soy consciente de ello. Y ser consciente de ello sig­
nifica que dejaré todo aquéllo y me transformaré; ¿en qué?) Me
quedé firmemente pegada a una emoción común a las mujeres de
nuestro tiempo, que las puede volver amargas, o lesbianas, o so­
litarias. Sí, aquella Anna en aquella época fue.3

2 Alice Rossi, “Children and Work in the Lives of Women” (trabajo presen­
tado en la Universidad de Arizona, Tucson, febrero de 1976).
3 Doris Lessing, The Golden Notebook (Nueva York: Bantam Books [1962],
1977): 480.
El prejuicio de la heterosexualidad obligatoria, mediante el cual
la experiencia lesbiana es percibida en una escala que va desde lo
desviado hasta lo abominable, o simplemente la hace invisible,
podría ser ilustrado con muchos otros textos. El supuesto de
Rossi, que las mujeres están “sexualmente orientadas de manera
innata” hacia los hombres, o el de Lessing, que la elección lesbia­
na es simplemente una consecuencia de la amargura hacia los
hombres, de ningún modo son exclusivamente de ellas. Están
muy difundidos en la literatura y en las ciencias sociales.
También me preocupan aquí otros dos temas: primero, cómo y
por qué la elección de mujeres por mujeres como compañeras apa­
sionadas, parejas de vida, cotrabajadoras, amantes y familia ha si­
do aplastada, invalidada, obligada a ocultarse y disfrazarse; y se­
gundo, la virtual o total indiferencia con respecto a la existencia
lesbiana de una amplia gama de textos, inclusive en la nueva pro­
ducción académica feminista. Es obvio que hay aquí una relación.
Creo que gran parte de la teoría y la crítica feministas han encalla­
do en estas costas.
Mi impulso organizador es la convicción de que para el pensa­
miento feminista no es suficiente que existan textos específicamen­
te lesbianos. Cualquier teoría o creación política cultural que trate
la existencia lesbiana como un fenómeno marginal o menos natu­
ral, como una mera preferencia sexual o como una imagen especu­
lar de las relaciones heterosexuales u homosexuales masculinas, re­
sulta profundamente debilitada, sin importar sus otros aportes. La
teoría feminista no puede seguir proclamando meramente una to­
lerancia del lesbianismo como un estilo de vida alternativo o men­
cionar de paso a las lesbianas. Es hora de hacer una crítica femi­
nista a la orientación heterosexual obligatoria para las mujeres. En
este trabajo exploratorio trataré de demostrar las razones.
Para dar ejemplos, empezaré con una breve discusión de cua­
tro libros aparecidos en los últimos años, escritos desde distintos
puntos de vista y orientaciones políticas, pero que se presentan
todos como feministas y han sido muy bien recibidos.4 Todos

4 Nancy Chodorow, The Reproduction o f Mothering (Berkeley: University of


California Press, 1978); Dorothy Dinnerstein, The Mermaid and the Minotaur:
asumen básicamente que las relaciones sociales entre los sexos
son desordenadas y sumamente problemáticas, cuando no inca-
pacitadoras, para las mujeres; todos buscan caminos hacia el
cambio. He aprendido más de algunos libros que de otros; pero
de algo estoy segura: todos podrían haber sido más agudos, más
poderosos, una fuerza más verdadera de cambio, si las autoras
hubieran tratado la existencia lesbiana como una realidad, como
una fuente de conocimiento y poder asequible a las mujeres o pre­
sentado la institución de la heterosexualidad como la base de la
dominación masculina.5 En ninguno de ellos se plantea la pregunta

Sexual Arrangements and The Human Malaise (Nueva York: Harper &C Row,
1976); Barbara Ehrenreich y Deirdre English, For Her Own Good: 150 Years
ofthe Experts3Advice to Women (Garden City, NY: Doubleday Se Co., Anchor
Press, 1978); Jean Baker Miller, Toward a New Psychology o f Women (Bos­
ton: Beacon Press, 1976).
5 Podría haber elegido muchos otros libros serios recientes y de gran influen­
cia, inclusive antologías, que ilustrarían el mismo punto: por ejemplo, Our Bo-
dies, Our Selves, un best-seller del Boston Women's Health Collective (Nueva
York: Simón 6c Schuster, 1976), que dedica un capítulo aparte (e inadecuado) a
las lesbianas, pero cuyo mensaje es que la heterosexualidad es la forma de vida
preferida de la mayoría de las mujeres; Berenice Carroll (ed.), Liberating Wo­
men’s History: Theoretical and Critical Essays (Urbana: University of Illinois
Press, 1976) que no incluye siquiera un ensayo simbólico sobre la presencia les­
biana en la historia, aunque en un ensayo de Linda Gordon, Persis Hunt et al. se
señala el uso que hacen los historiadores hombres del desvío sexual como una
categoría para desacreditar y desechar a Anna Howard Shaw, Jane Adams y
otras feministas (“Historical Phállacies: Sexism in American Historical Wri-
ting”); y Renate Bridenthal y Claudia Koonz (eds.), Becoming Visible: Women
in European History (Boston: Houghton Mifflin Co., 1977), que menciona tres
veces la homosexualidad masculina pero no ha encontrado ningún material sobre
las lesbianas. Gerda Lerner (ed.), The Female Experience: An American Docu-
mentary (Indianapolis: Bobbs-Merrill Co., 1977), contiene versiones cortas de
dos trabajos que describen la posición lesbiana/feminista en la actualidad, pero
ningún otro documento sobre la existencia lesbiana. Sin embargo Lerner señala
en su prefacio cómo la acusación de desviación ha sido usada para fragmentar a
las mujeres y desalentar su resistencia. Linda Gordon, en Women's Body, Wo-
manys Right: A Social History o f Birth Control in America (Nueva York: Viking
Press, Grossman, 1976), señala con precisión que: “No es el feminismo el que ha
producido más lesbianas. Siempre ha habido muchas lesbianas, a pesar de los altos
siguiente: ¿en un contexto diferente, en condiciones similares, las
mujeres escogerían el emparejamiento y el matrimonio heterose­
xual?; en todos ellos se presume que la heterosexualidad es la
“preferencia sexual” de la “mayoría de mujeres”, implícita o ex­
plícitamente. En ninguno de estos libros, que se ocupan de la ma­
ternidad, de los roles sexuales, de las relaciones y las prescripcio­
nes sociales para las mujeres, se examina la heterosexualidad
obligatoria como una institución que afecta fuertemente a todo
esto, ni se cuestiona aunque más no sea indirectamente la idea de
preferencia u orientación innata.
En For Her Own Good: 150 Years o f the Experts’ Advice to
Women (Para su propio bien: 150 años de consejos de expertos
para mujeres) de Barbara Ehrenreich y Deirdre English; los magní­
ficos panfletos Witches, Midwives and Nurses: A History o f Wo­
men Healers (Brujas, parteras y nodrizas: una historia de las cu­
randeras) y Complaints and Disorders: The Sexual Politics o f
Sickness (Quejas y desórdenes: la política sexual de la enfermedad)
de las mencionadas autoras se convierten en un estudio complejo
y provocador. La tesis que presentan en este libro es que los conse­
jos dados a las norteamericanas por los profesionales de la salud,
en especial sobre el sexo en el matrimonio, la maternidad y la
crianza de niños y niñas, han reflejado los dictados del mercado y
el rol que el capitalismo ha necesitado que jueguen las mujeres en
la producción y/o la reproducción. Las mujeres han sido las vícti­
mas consumidoras de diversas curas, terapias y juicios normati­
vos en distintos períodos (inclusive la prescripción para las muje­
res de clase media de encarnar y preservar la santidad del hogar;
la romantización científica del hogar mismo). Ninguno de los
consejos de los expertos ha sido particularmente científico u

niveles de represión; y la mayoría de las lesbianas vive su preferencia sexual como


innata”, p. 410.
[A. R., 1986: Me complace poner al día el primer dato de esta nota al pie. El
nuevo Our bodies, Our Selves (Nueva York: Simón y Schuster, 1984) contiene
un capítulo más amplio sobre “Amando a las mujeres: vida lesbiana y relacio­
nes” y además subraya que las mujeres pueden elegir cuando se trata de sexua­
lidad, cuidado de la salud, la familia, lo político, etcétera.]
orientado hacia las mujeres; por lo general, han reflejado necesi­
dades y fantasías masculinas sobre las mujeres y el interés mascu­
lino en controlar a las mujeres -sobre todo en el campo sexual y
en el de la maternidad-, el todo fusionado con las exigencias del
capitalismo industrial. Gran parte de este libro es tan devastade-
ramente informativo y está escrito con un ingenio feminista tan
lúcido que mientras leía seguía esperando la revisión de la pros­
cripción básica contra el lesbianismo. No fue así.
No puede ser por falta de información. En Gay American His­
tory (Historia americana gay),6 Jonathan Katz nos cuenta que ya
en 1656, en la colonia de New Haven, existía la pena de muerte
para las lesbianas. Katz presenta m achos documentos sugestivos
e informativos sobre el trato (o la tortura) a lesbianas por parte
de los médicos en los siglos XIX y X X . El trabajo reciente de la
historiadora Nancy Sahli documenta la campaña contra las amis­
tades femeninas intensas entre las universitarias a comienzos del
siglo.7 El título irónico, For Her Own Good... (Para su propio
bien...) podría referirse antes que nada al imperativo económico
de la heterosexualidad y el matrimonio y a las sanciones impues­
tas contra las mujeres solteras y viudas -que han sido y todavía
son vistas como desviadas-. Sin embargo, en este panorama mar-
xista feminista de las prescripciones masculinas para la sensatez
y la salud femenina, a menudo esclarecedor, la economía de la
heterosexualidad prescriptiva no ha sido revisada.8
De los tres libros basados en el psicoanálisis, Toward a New
Psychology o f Women, (Hacia una nueva psicología de las muje­
res) de Jean Baker Miller, está escrito como si las lesbianas simple­
mente no existieran, ni siquiera como seres marginales. Dado el tí­

6 Jonathan Katz, Gay American History (Nueva York: Thívmas Y. Crowell


Co., 1976).
7 Nancy Sahli, “Smashing: Women’s Relationships before the Fall”, en: Chry-
salis: A Magazine of'Women’s Culture 8 (1979): 17-27. Una versión del artícu­
lo fue presentada en el Tercer Congreso de Berkshire sobre Historia de las Muje­
res, 11 de junio de 1976.
8 Este es un libro que he respaldado públicamente. Aún lo haría, salvo con la
advertencia indicada. Recién cuando empecé a escribir este artículo pude apreciar
la enormidad de la pregunta que no hicieron Ehrenreich y English en su libro.
tulo de Miller, encuentro esto sorprendente. Sin embargo, las rese­
ñas favorables que el libro ha recibido en las publicaciones femi­
nistas, inclusive en Signs y Spokeswoman, indicarían que los pre­
supuestos heterocéntricos de Miller son ampliamente compartidos.
En The Mermaid and the Minotaur: Sexual Arrangements and the
Human Malaise, Dorothy Dinnerstein aboga apasionadamente
por la participación de hombres y mujeres en la crianza de hijos e
hijas, para que termine lo que ella percibe como la simbiosis mas­
culina/femenina de los “arreglos de género” que están conducien­
do a la especie a la violencia y la autoextinción. Además de los
otros problemas que tengo con este libro (inclusive su silencio con
respecto al terrorismo institucional e indiscriminado que los hom­
bres han practicado contra las mujeres -y los niños- a lo largo de
la historia, ampliamente documentado por Barry, Daly, Griffin,
Russell y Van de Ven, y Brownmiller,9 y su obsesión por la psicolo­
gía en desmedro de la realidad económica y otras realidades mate-

9 Véase por ejemplo Kathleen Barry, Fetnale Sexual Slavery (Englewood Cliffs,
NJ: Prentice-Hall, 1979); Mary Daly, Gyn/Ecology: The Metaethics of Radical
Feminism (Boston: Beacon, 1978); Susan Griffin, Wornan and Nature: The Roa-
ring inside Her (Nueva York: Harper & Row, 1978); Diana Russell y Nicole van
de Ven (eds.), Proceedings o f the International Tribunal o f Crimes against Wo­
men (Millbrae, CA: Les Femmes, 1976); y Susan Brownmiller, Against Our Will:
Men, Women and Rape (Nueva York: Simón &C Schuster, 1975); Aegis: Magazi-
ne on Endi?ig Violence against Women (Feminist Alliance Against Rape, P.O. Box
21033, Washington, DC 20009).
[A.R., 1986: Han aparecido trabajos en los años que no pude citar en 1980.
Véase Florence Rush, The Best-kept Secret (Nueva York: McGraw-Hill, 1980);
Louise Armstrong, Kiss Daddy Goodnight: A Speakout on Incest (Nueva York:
Pocket Books, 1979); Sandra Butler, Conspiracy o f Silence: The Trauma o f In-
cest (San Francisco: New Glide, 1978); F. Delacoste y F. Newman (eds.), Fight
Back!: Feminist Resistance to Male Violence (Minneapolis: Ciéis Press, 1981);
Judy Freespirit, Daddy’s Girl: An Incest Suruivor’s Story (Langlois, OR; Diaspo-
ra Distribution, 1982); Judith Hermán, Father-Daughter Incest (Cambridge,
MA: Harvard University Press, 1981); Toni McNaron y Yarrow Morgan (eds.),
Voices in the Night: Women Speaking About Incest (Minneapolis: Ciéis Press,
1982); y la muy informativa compilación de ensayos, estadísticas, listas y even­
tos de Betsy Warrior, Battered Womenys Directory (formalmente titulada Wor-
kingon Wife Abuse), S° ed. (Cambridge, MA: 1982).]
ríales que ayudan a crear la realidad psicológica), encuentro que su
visión sobre las relaciones entre mujeres y hombres como una “co­
laboración para mantener la locura de la historia” es totalmente
ahistórica. Con esto ella quiere decir que se perpetúan relaciones
sociales que son hostiles, explotadoras y destructivas de la vida mis­
ma. Ve a las mujeres y a los hombres como socios iguales en la es­
tructuración de “arreglos sexuales”, sin enterarse aparentemente de
las reiteradas luchas de las mujeres para resistir la opresión (la
nuestra y la de otros) y cambiar nuestra condición. Ella ignora es­
pecíficamente la historia de las mujeres que -como brujas, femmes
seules, mujeres que se resisten al matrimonio, solteronas, viudas au­
tónomas y/o lesbianas- se las han arreglado para no colaborar en
varias instancias. Ésta es precisamente la historia de la cual tienen
tanto que aprender las feministas y sobre la cual hay un silencio to­
tal. Dinnerstein reconoce al final de su libro que el “separatismo fe­
menino”, si bien es “en gran escala y a largo plazo fantásticamente
impráctico , tiene algo que enseñarnos: “Separadas, las mujeres en
principio podrían empezar a aprender desde cero lo que es la hu­
manidad autocreadora intacta -sin desviarse por las oportunida­
des de evadir esta tarea que la presencia de los hombres hasta allí
ha ofrecido-”.10 Frases como “humanidad autocreadora intacta”
enmascaran el tema del objetivo de las distintas formas de separa­
tismo femenino. El hecho es que las mujeres de todas las culturas y
a través de la historia han emprendido la tarea de una existencia in­
dependiente, no heterosexual, articulada hacia la mujer, hasta don­
de lo permitía su contexto, a menudo en la creencia de que ellas
eran las únicas que alguna vez lo habían hecho. La han emprendido
aun cuando pocas mujeres han estado en condiciones económicas
de resistir por completo al matrimonio y aun cuando los ataques
contra las mujeres no casadas han ido desde la difamación y la bur­
la hasta el genocidio deliberado, inclusive la hoguera y la tortura
para millones de viudas y solteronas durante la caza de brujas de
los siglos XV, XVI y XVn en Europa y el suttee de la India, es decir, la
práctica de inmolar a la viuda en la pira funeraria del marido.
Nancy Chodorow casi llega a reconocer la existencia lesbiana.
Como Dinnerstein, Chodorow cree que el hecho de que las muje­
res, y sólo las mujeres, sean las responsables del cuidado infantil
en la división sexual del trabajo ha llevado a una organización so­
cial de desigualdad de género, y que tanto los hombres como las
mujeres deben cuidar de los hijos e hijas si esa desigualdad ha de
cambiar. En una revisión desde una perspectiva psicoanalítica de la
forma en que la-crianza-por-mujeres afecta el desarrollo psicológi­
co de los niños y las niñas, documenta el hecho de que los hom­
bres son “emocionalmente secundarios” en las vidas de las muje­
res; que las “mujeres tienen un mundo interior más rico al cual
recurrir [y que] desde el punto de vista emocional los hombres
no son tan importantes para las mujeres como éstas lo son para
ellos”.11 Esta idea extendería hasta fines del siglo X X la fijación
emocional de mujeres en mujeres que Smith-Rosenberg observó en
los siglos XVül y XIX. “Emocionalmente importante” puede referir­
se por supuesto taiito a la cólera como al amor o a esa intensa
mezcla de ambos sentimientos encontrada tan a menudo en las re­
laciones entre mujeres: un aspecto de lo que he llamado “la-doble-
vida-de-las-mujeres” (véase más abajo). Chodorow concluye que,
como las mujeres tienen como madres a mujeres, “la madre per­
manece como un objeto (sic) interno primario para la niña, de ma­
nera que las relaciones heterosexuales están bajo el modelo de una
relación no exclusiva y secundaria para ella, mientras que para el
niño recrean una relación primaria exclusiva”. Según Chodorow,
las mujeres “han aprendido a negar las limitaciones de los amantes
masculinos tanto por razones psicológicas como prácticas”.12
Pero las razones prácticas (como la quema de brujas, el control
masculino de la ley, la teología y la ciencia o la no viabilidad eco­
nómica dentro de la división sexual del trabajo) son tratadas muy
superficialmente. La descripción de Chodorow apenas echa una
ojeada a las coacciones y sanciones que históricamente han forza­
do o asegurado el emparejamiento de las mujeres con hombres, y

11 Chodorow, ob. cit.: 197-198.


12 Ibíd.: 198-199.
obstruido o penalizado nuestro emparejamiento o la formación
de grupos independientes con otras mujeres. Ella descarta la exis­
tencia lesbiana con este comentario: “las relaciones lesbianas tien­
den a recrear las emociones y los vínculos madre-hija, pero la ma­
yoría de las mujeres son heterosexuales” (es decir, son más
maduras, se han desarrollado más allá de la conexión madre-hi-
ja). Luego añade; “Esta preferencia heterosexual y los tabúes so­
bre la homosexualidad, además de una dependencia económica
objetiva en los hombres, hacen que la opción de lazos sexuales pri­
mordiales con otras mujeres sea improbable, aunque prevalezca
más en los últimos años”.13 La importancia de esa calificación pa­
rece irresistible, pero Chodorow no la explora. ¿Está diciendo que
la existencia lesbiana se ha vuelto más visible en los últimos años
(¿en ciertos grupos?), que las presiones económicas y de otra ín­
dole han cambiado (bajo el capitalismo, el socialismo o ambos) y,
por lo tanto, que más mujeres están rechazando la opción hetero­
sexual? Dice que las mujeres quieren hijos porque sus relaciones
heterosexuales carecen de riqueza e intensidad, y que al tener un
hijo una mujer busca recrear su propia relación intensa con su
madre. Parecería que, sobre la base de sus propios descubrimien­
tos, Chodorow nos lleva implícitamente a la conclusión de que la
heterosexualidad no es una preferencia para las mujeres ya que,
por empezar, escinde lo erótico de lo emocional en una forma em-
pobrecedora y dolorosa para las mujeres. Sin embargo, su libro
participa en promover la heterosexualidad. Al ignorar las sociali­
zaciones encubiertas y las fuerzas que han conducido a las muje­
res al matrimonio y al romance heterosexual, presiones que van
desde la venta de hijas hasta los silencios de la literatura y las
imágenes de la pantalla de la televisión, tanto Chodorow como
Dinnerstein no tienen otro remedio que tratar de reformar una
institución hecha por el hombre -la heterosexualidad obligatoria-
como si, a pesar de las complementariedades y los impulsos emo­
cionales profundos que atraen a las mujeres hacia las mujeres, hu­
biera una inclinación heterosexual místico/biológica, una prefe­
rencia o elección que atrae a las mujeres hacia los hombres.
Además, se sobreentiende que esta preferencia no necesita ser
explicada, salvo mediante la tortuosa teoría del complejo de Edipo
femenino o la necesidad de la reproducción de la especie. La se­
xualidad lesbiana (por lo general e incorrectamente incluida bajo
la homosexualidad masculina) es la que parece necesitar explica­
ción. Esta premisa de heterosexualidad femenina me parece en sí
misma notable: es una suposición enorme para haberse deslizado
tan silenciosamente en los fundamentos de nuestro pensamiento.
Por extensión, es frecuente la afirmación de que en un mundo
de genuina igualdad, donde los hombres no fueran opresivos sino
lo opuesto, todo el mundo sería bisexual. Esa noción oscurece y
sentimentaliza las condiciones dentro de las cuales las mujeres han
vivido la sexualidad; es el viejo salto liberal más allá de las tareas y
las luchas del aquí y el ahora, el proceso continuo de definición se­
xual que generará sus propias posibilidades y elecciones. (También
presume que las mujeres que han elegido a mujeres lo han hecho
sólo porque los hombres son opresores y emocionalmente inase­
quibles: lo cual sigue sin dar cuenta de las mujeres que continúan
en relaciones con hombres opresores y/o emocionalmente insatis­
factorios.) Estoy sugiriendo que tanto la heterosexualidad como la
maternidad necesitan ser reconocidas y estudiadas como institucio­
nes políticas, hasta por aquellas personas, o muy especialmente
por ellas, que sienten que son, en su experiencia personal, las pre­
cursoras de una nueva relación social entre los sexos.

II

Si las mujeres son la fuente primera de cuidado emocional y físi­


co para niños y niñas parecería lógico, por lo menos desde una
perspectiva feminista, formular la siguiente pregunta: si la bús­
queda de amor y ternura en ambos sexos en un principio no con­
duce hacia las mujeres, ¿por qué tendrían éstas que reorientar su
búsqueda}, ¿por qué la supervivencia de la especie, los medios de
fecundación y las relaciones emocionales/eróticas habrían alcan­
zado una identificación tan rígida? y ¿por qué han sido necesa­
rias estructuras violentas para reforzar la lealtad erótica y emo­
cional y la subordinación total de las mujeres a los hombres? Du­
do de que un número suficiente de eruditas y teóricas feministas
se haya tomado el trabajo de reconocer las fuerzas sociales que
les arrebatan las energías emocionales y eróticas, las de otras mu­
jeres y las de los valores identificados con la mujer. Estas fuerzas,
como intentaré demostrar, van desde la esclavización física hasta
el encubrimiento y la distorsión de las opciones posibles.
Mi presupuesto no es que el cuidado maternal-por-mujeres es
una causa suficiente de la existencia lesbiana. Pero el tema de la
maternidad ha estado en el tapete recientemente, por lo general
junto con la idea de que el aumento del cuidado de las criaturas
por parte de los hombres minimizaría el antagonismo entre los
sexos y equilibraría el poder sexual desigual de los hombres so­
bre las mujeres. Estas discusiones se llevan a cabo sin referencia a
la heterosexualidad compulsiva como un fenómeno y menos aun
como ideología. No me interesa psicologizar aquí, sino más bien
identificar, las fuentes del poder masculino. De hecho, creo que
muchos hombres podrían cuidar niños y niñas en gran escala sin
por ello alterar radicalmente el poder masculino en una sociedad
identificada con el hombre.
En su ensayo “The Origin of the Family” (“El origen de la fa­
milia”), Kathleen Gough hace una lista de ocho características
del poder masculino, tanto en las sociedades arcaicas como en las
contemporáneas, que me gustaría usar como marco referencial:
“la habilidad que tienen los hombres de negar la sexualidad de
las mujeres o imponérsela; de ordenar y explotar su trabajo para
controlar su producción; de controlar y robarles sus criaturas; de
encerrarlas físicamente e impedir sus movimientos; de usarlas co­
mo objetos en transacciones masculinas; de impedir su creativi­
dad; de excluir su acceso a grandes áreas del conocimiento y a
los logros culturales”.14 (Gough no percibe que estas característi­
cas del poder fuerzan específicamente la heterosexualidad; sólo
las considera productoras de desigualdad sexual.) En lo que si-

14 Kathleen Gough, “The Origin of the Family”, en: Rayna [Rapp] Reiter
(ed.), Toward an Anthropology o f Women (Nueva York: Monthly Review Press,
1975): 69-70.
gue, las palabras de Gough aparecen en cursiva; la elaboración
de cada categoría, entre corchetes, es mía.
Las características del poder masculino comprenden:

El poder de los hombres


1. de negar a las mujeres [su] sexualidad
[por medio de la clitoridectomía y la infibulación; los cintu­
rones de castidad; los castigos, inclusive la muerte, para las
mujeres adúlteras; el castigo, inclusive la muerte, para la se­
xualidad lesbiana; el rechazo psicoanalítico del clítoris; las
restricciones contra la masturbación; la negación de la sen­
sualidad materna y posmenopáusica; histerectomías innece­
sarias; imágenes pseudolesbianas en los medios masivos y
en la literatura; clausura de archivos y destrucción de docu­
mentos relacionados con la existencia lesbiana];
2. de imponérsela [la sexualidad masculina]
[por medio de la violación (inclusive la violación marital) y
de golpizas; el incesto padre-hija, hermano-hermana; la so­
cialización de las mujeres para que sientan que el impulso
sexual masculino viene a ser un derecho;15 la idealización
del romance heterosexual en el arte, la literatura, los me­
dios y la propaganda, etcétera; el matrimonio infantil; los
matrimonios arreglados; la prostitución; el harem; las doc­
trinas psicoanalíticas sobre la frigidez y el orgasmo vaginal;
las descripciones pornográficas de mujeres respondiendo pla­
centeramente a la humillación y a la violencia sexual (con el
mensaje subliminal de que la heterosexualidad sádica es más
normal que la sensualidad entre las mujeres)];
3. de reclutar y explotar su trabajo para controlar su pro­
ducción
[por medio de las instituciones del matrimonio y la materni­
dad como producción gratuita; la segregación horizontal de
las mujeres en el trabajo asalariado; el señuelo de la ocasio­
nal mujer excepcional; el control masculino del aborto, la
natalidad y el parto; la esterilización forzada; el proxene­
tismo; el infanticidio femenino que roba hijas a las madres
y contribuye a la devaluación generalizada de las mujeres];
4. de controlar y robarles sus criaturas
[por medio del derecho del padre y del “secuestro legal”;16
la esterilización forzada; el infanticidio sistemático; la con­
fiscación de los hijos de madres lesbianas por los tribuna­
les; la incompetencia de los obstetras; el uso de la madre
como una “torturadora simbólica”17 en la mutilación geni­
tal o en el vendado de los pies (o la mente) de la hija para
prepararla para el matrimonio];
5. de encerrarlas físicamente e impedir sus movimientos
[por medio de la violación como terrorismo, manteniendo a
las mujeres fuera de la calle; el purdah; el vendaje de pies; la
atrofia de las habilidades atléticas de las mujeres; la alta cos­
tura, los códigos femeninos de vestimenta; el velo; el acoso
sexual en las calles; la segregación horizontal a las mujeres
en el empleó; la prescripciones de maternidad a-tiempo-com­
pleto; la dependencia económica forzada de las esposas];
6. de usarlas como objetos en transacciones masculinas
[el uso de las mujeres como regalos; el precio de la novia; el
proxenetismo; los matrimonios arreglados; el uso de la mujer
como entretenimiento para facilitar los tratos masculinos,
por ejemplo, la esposa anfitriona, las camareras de cócteles a
las que se les exige vestirse para inquietar sexualmente a los
hombres, las cali girls, las conejitas, las geishas, las prostitu­
tas kisaeng, las secretarias];
7. de anquilosar su creatividad
[las cazas de brujas como campañas contra las parteras y
las curanderas y como masacre contra las mujeres indepen­
dientes, “no asimiladas”;18 la definición de las actividades

16 Anna Demeter, Legal Kidnapping (Boston: Beacon Press, 1977): 126-128.


17Daly, ob. cit.: 139-141,163-165.
18 Barbara Ehrenreich y Deirdre English, Witches, Midwives and Nurses: A
History o f Women Healers (Oíd Westbury, NY: Feminist Press, 1973); Andrea
Dworkin, Woman Hating (Nueva York: E.P. Duttom, 1974): 118-154; Daly, ob.
cit.: 178-222.
masculinas como más valiosas que las femeninas dentro de
cualquier cultura, de manera que los valores culturales en­
carnen la subjetividad masculina; la restricción de los deseos
de realización propia a los del matrimonio y la maternidad;
la explotación sexual de las mujeres por artistas y profesores
hombres; la interrupción de las aspiraciones creativas de las
mujeres;19 el borrar la tradición femenina]20 y
8. de marginarlas de grandes áreas del conocimiento y de
los logros culturales de la sociedad
[por medio de la no educación de las mujeres (el 60% de los
analfabetos en el mundo son mujeres); el “Gran Silencio”
con respecto a las mujeres y particularmente la existencia
lesbiana en la historia y la cultura;21 el rol sexual estereotipa­
do que aparta a las mujeres de la ciencia, la tecnología y
otras ocupaciones masculinas; los nexos social/profesionales
masculinos que excluyen a las mujeres; la discriminación
contra las mujeres en las profesiones].

Éstos son algunos de los métodos mediante los cuales el poder mas­
culino se manifiesta y se mantiene. Al mirar el esquema, impresiona
sin duda el hecho de que estamos confrontando no solamente el
mantenimiento de la desigualdad y la posesión de la propiedad, si­
no un difundido racimo de fuerzas, que van de la brutalidad física
al control de la conciencia, lo que sugiere que una enorme contra­
fuerza potencial tiene que ser reprimida.
Algunas formas de manifestación del poder masculino son
más fáciles de reconocer como factores que imponen la heterose­
xualidad a las mujeres. Sin embargo, individualmente se suman

19 Véase Virginia Woolf, A Room o f One's Own (Londres: Hogarth Press,


1929), y Three Guineas (Nueva York: Harcourt Brace & Co., [1938] 1966);
Tillie Olsen, Silences (Boston: Delacorte Press, 1978); Michelle Cliff, “The Re-
sonance of Interruption”, en: Cbrysalis: A Magazine o f 'Women’s Culture 8
(1979): 29-37.
20 Mary Daly, Beyond God the Father (Boston: Beacon Press, 1973): 347-
351; Olsen, ob. cit.: 22-46.
21 Daly, Beyond..., ob. cit.: 93.
al racimo de fuerzas por las cuales las mujeres han sido convenci­
das de que el matrimonio y la orientación sexual hacia los hom­
bres son inevitables, aunque sean componentes insatisfactorios y
opresivos de sus vidas. El cinturón de castidad; el matrimonio de
niños y niñas; el borrar la existencia lesbiana (salvo como algo
exótico y perverso) en el arte, la literatura, el cine; la idealización
del romance heterosexual y el matrimonio, éstas son algunas de
las formas bastante obvias de obligatoriedad, las dos primeras
ejemplificando la fuerza física, las otras dos el control de con­
ciencia. Si bien la clitoridectomía ha sido atacada por las feminis­
tas como una forma de tortura-de-mujeres,22 Kathleen Barry fue
la primera en señalar que no sólo es una manera de convertir a la
joven niña en una mujer casable a través de la cirugía brutal, si­
no que intenta que las mujeres, en la proximidad íntima del ma­
trimonio polígamo, no tengan relaciones sexuales unas con
otras; que -desde una perspectiva genital fetichista masculina-
las conexiones eróticas femeninas, aun en una situación sexual-
mente segregada, sean literalmente extirpadas.23
La función de la pornografía como una influencia en la con­
ciencia es un tema público importante de nuestro tiempo, cuando
una industria multibillonaria tiene el poder de difundir imágenes
visuales sádicas que degradan a las mujeres. Pero hasta las llama­
das pornografía y propaganda porno suaves pintan a las mujeres
como objetos de apetito sexual sin contexto emocional, sin signi­
ficado o personalidad individual: en esencia, como una mercan­
cía sexual a ser consumida por los hombres. (La llamada porno­
grafía lesbiana, creada para el ojo voyeur de los hombres, está
igualmente desprovista de contexto emocional o de personalidad
individual.) El mensaje más pernicioso transmitido por la porno­

22 Fran P. Hosken, “The Violence of Power: Genital Mutilation of Females”,


en: Heresies, A Feminist Journal o f Art and Politics 6 (1979): 28-35; Russell y
Van de Ven, ob. cit.: 194-195.
[A. R., 1986: Véase especialmente “Circumcision of Girls”, en: Nawal E.
Saadawi, The Hiddeñ Face ofE ve: Wornen in the Arab World (Boston: Beacon,
1982): 33-43.]
23 Barry, ob. cit.: 163-164.
grafía es que las mujeres son la presa sexual natural de los hom­
bres y que les encanta serlo; que la sexualidad y la violencia son
congruentes; que el sexo para las mujeres es esencialmente maso-
quista, una humillación placentera, y que el abuso físico les re­
sulta erótico. Pero junto con este mensaje llega otro, no siempre
reconocido: que el sometimiento forzado y el uso de la crueldad
en el coito heterosexual es sexualmente normal, mientras que la
sensualidad entre las mujeres, inclusive en la mutualidad erótica
y el respeto, es rara, enfermiza o pornográfica en sí misma, o no
muy excitante comparada con la sexualidad del látigo y el cauti­
verio.24 La pornografía no sólo crea un clima en el cual el sexo y
la violencia son intercambiables, sino que amplía el horizonte de
conductas consideradas aceptables para los hombres en el coito
heterosexual, conductas que reiterativamente despojan a las mu­
jeres de su autonomía, su dignidad y su potencial sexual, inclusi­
ve el potencial para amar y ser amadas por mujeres en reciproci­
dad e integridad.
En su brillante estudio Sexual Harassment o f Working Wo­
men: A Case o f Sex Discrimination (Acoso sexual de mujeres tra­
bajadoras: un caso de discriminación sexual), Catharine A. Mac­
Kinnon marca la intersección de la heterosexualidad compulsiva
y la economía. En el capitalismo, las mujeres están segregadas
horizontalmente por su género y ocupan una posición estructural­
mente inferior en el trabajo; claro que esto no es noticia, pero
MacKinnon pregunta por qué, si el capitalismo “requiere algún
conjunto de individuos que ocupen cargos poco remunerados y
poco considerados [...] esas personas tienen que ser biológicamen­
te hembras”, y apunta que “el hecho de que los empleadores mas­
culinos a menudo no contraten mujeres calificadas, aun cuando
puedan pagarles menos que a los hombres, sugiere que aquí hay
algo más que fines de lucro” [cursivas mías].25 Cita numerosas

24 El tema del sadomasoquismo lesbiano necesita ser estudiado en términos


de las enseñanzas de las culturas dominantes sobre la relación entre el sexo y la
violencia. Creo que éste es otro ejemplo de la vida doble de las mujeres.
25 Catharine A. MacKinnon, Sexual Harassment o f Working Women: A Ca­
se ofSex Discrimi?iation (New Haven, CT: Yale University Press, 1979): 15-16.
fuentes que documentan el hecho de que las mujeres no sólo es­
tán segregadas en puestos de servicio de baja remuneración (tales
como secretarias, empleadas domésticas, enfermeras, mecanógra­
fas, operadoras telefónicas, cuidadoras de niños, camareras) sino
que la “sexualización de la mujer” forma parte del trabajo. Algo
central e intrínseco a la realidad económica de las vidas de las
mujeres es la exigencia de que éstas “comercien con la atracción
sexual sobre los hombres, que son los que tienden a tener el po­
der económico y la posición para imponer sus predilecciones”. Y
MacKinnon documenta exhaustivamente que el “acoso sexual
perpetúa la estructura mediante la cual las mujeres han sido
mantenidas en esclavitud sexual por los hombres, en la parte más
baja del mercado laboral. Aquí convergen dos fuerzas de la so­
ciedad norteamericana: el control de los hombres sobre la sexua­
lidad de las mujeres y el control del capital sobre la vida laboral
de los trabajadores”.26 Así, las mujeres en el trabajo están en un
círculo vicioso a'merced del sexo poder. En desventaja económi­
ca -camareras o catedráticas-, las mujeres soportan el acoso se­
xual para mantenerse en sus trabajos y aprenden a comportarse
de una manera heterosexual afable y congraciadora, porque des­
cubren que éste es su verdadero requisito para el puesto, cual­
quiera sea la descripción del trabajo. Y, señala MacKinnon, la
mujer que resiste demasiado decididamente las insinuaciones se­
xuales en el trabajo es acusada de ser “un palo seco” sin sexo o
una lesbiana. Esto plantea una diferencia específica entre la expe­
riencia de las lesbianas y la de los hombres homosexuales. Una
lesbiana, escondida en su trabajo por un prejuicio heterosexista,
no está simplemente forzada a negar la verdad de sus relaciones
de afuera o su vida privada; su trabajo depende de que pretenda
no sólo ser heterosexual sino una mujer heterosexual, en su ves­
tido y en el desempeño del rol deferente y femenino exigido a las
verdaderas mujeres.
MacKinnon plantea preguntas radicales acerca de las diferen­
cias cualitativas entre el acoso sexual, la violación y el coito hete-
rosexual común (“Como dijo un hombre acusado de violador, él
no había usado ‘más fuerza que la habitual en los preliminares’.”).
Critica a Susan Brownmiller27 por separar la violación de la vida
cotidiana y por su premisa, que no revisa, de que “la violación es
violencia, el coito es sexualidad”, con lo cual aparta por comple­
to la violación de la esfera sexual. Más aun, al sacar la violación
del ámbito de lo sexual y colocarla en el ámbito de lo violento
permite que una esté en contra sin plantear hasta qué punto la
institución de la heterosexualidad ha definido la fuerza como
parte normal de “los preliminares”.28 “Nunca se pregunta si, ba­
jo las condiciones de supremacía masculina, la noción de ‘con­
sentimiento’ tiene algún sentido.”29
El hecho es que el lugar de trabajo, entre otras instituciones so­
ciales, es un lugar donde las mujeres hemos aprendido a aceptar
la violación masculina de nuestras fronteras psíquicas y físicas co­
mo el precio de la supervivencia; donde las mujeres hemos sido
educadas -nada menos que por la literatura romántica o por la
pornografía- para autopercibirnos como presa sexual. Una mujer
que busca escapar de esas violaciones ocasionales y de las desven­
tajas económicas, bien puede volverse hacia el matrimonio como
una forma de protección esperada, sin llevar al mismo ni poder
social ni económico, por lo tanto entrando también en esa institu­
ción con desventaja. MacKinnon pregunta por último:

¿Y qué pasa si la desigualdad viene incorporada a las concepcio­


nes sociales de sexualidad masculina y femenina, de masculini-
dad y feminidad, de lo sexy y de la atracción heterosexual? Los
incidentes de acoso sexual sugieren que el deseo sexual masculi­
no puede ser incitado por la vulnerabilidad femenina [...] Los

27 Brownmiller (nota 9, más arriba).


28 MacKinnon, ob. cit.: 219. Susan Shecter escribe: “La promoción de la
unión heterosexual a cualquier costo es tan intensa que [...] se ha vuelto una
fuerza cultural en sí misma, que crea las golpizas contra las mujeres. La ideolo­
gía del amor romántico y su celosa posesión de la pareja como una propiedad
suministran la máscara para lo que puede convertirse en un grave abuso” (Ae-
gis: Magazine on Ending Violence against Women [julio-agosto 1979]: 50-51).
29 MacKinnon, ob. cit.: 298.
hombres sienten que pueden aprovecharse, por lo tanto quieren
hacerlo, y lo hacen. Una revisión del acoso sexual, precisamente
porque los episodios parecen corrientes, obliga a enfrentar el he­
cho de que el coito sexual se da entre seres desiguales desde el
punto de vista económico (y físico) [...] el requisito legal mani­
fiesto de que las violaciones de la sexualidad de las mujeres pa­
rezcan fuera de lo común para ser castigadas ayuda a impedir
que las mujeres definan las condiciones habituales de su propio
consentimiento.30

D ada la naturaleza y la extensión de las presiones heterosexua­


les, la diaria “ erotización de la subordinación de las m ujeres” co ­
mo dice M acK in n on ,31 me perm ito cuestionar la perspectiva más
o menos psicoanalítica (sugerida p or escritores com o Karen H o r-
ney, H . R . H ayes, W olfgang L ederer y, últim am ente, D o ro th y
Dinnerstein) de que la necesidad m asculina de co n tro lar sexual-
mente a las mujeres es producto de algún “ tem or [prim ario] a las
m ujeres” por parte de los hom bres y de la insaciabilidad sexual
de las mujeres. Parece m ás probable que los hom bres realm ente
tem an no que las mujeres les im pongan sus apetitos sexuales, o
que las mujeres quieran asfixiarlos y devorarlos, sino que las m u­
jeres puedan ser totalm ente indiferentes a ellos, que a los hom ­
bres se les pueda perm itir el acceso sexual y em ocional - y por lo
tanto e co n ó m ico - a las mujeres só lo com o lo decidan las muje­
res, con el riesgo de ser dejados en la periferia de la m atriz.
Los medios por los cuales los hom bres se aseguran el acceso
sexual a las mujeres han sido investigados hace p oco por K ath-
leen Barry.32 Ella docum enta am plias y horribles pruebas sobre
la existencia, a gran escala, de una esclavitud femenina interna­
cional, una institución antes con ocid a co m o trata d e b la n ca s , pe-

30 Ibíd.: 220.
31 Ibíd.: 221.
32 Barry, (nota 9, más arriba).
[A. R., 1986: Véase también Kathleen Barry, Charlotte Bunch y Shirley Cas-
tley (eds.), International Feminism: Networking against Female Sexual Slavery
(Nueva York: International Women’s Tribune Center, 1984).]
ro que en los hechos ha comprendido, y hoy mismo comprende,
mujeres de todas las razas y clases sociales. En el análisis teórico
derivado de su investigación, Barry relaciona todas las condicio­
nes de fuerza bajo las cuales las mujeres viven sometidas a los
hombres: la prostitución, la violación marital, el incesto padre-
hija y hermano-hermana, la golpiza a esposas, la pornografía, el
precio de la novia, la venta de hijas, el purdah y la mutilación ge­
nital. Considera que el paradigma de la violación -en el que la
víctima del asalto sexual es considerada responsable de su propia
victimización- conduce a la racionalización y a la aceptación de
otras formas de esclavitud, en que se presupone que la mujer ha
elegido su suerte, o que la acepta pasivamente, o que la provocó
perversamente a través de una conducta lasciva o temeraria. Por
el contrario, dice Barry:

la esclavitud sexual femenina está presente en todas las situacio­


nes en que las mujeres o las niñas no pueden cambiar las condi­
ciones de su existencia; en que sin considerar cómo llegaron a
esas condiciones, por ejemplo, por presión social, por penuria
económica, por confianza mal depositada, o por ansia de afecto,
no pueden salir de ellas; y donde están sometidas a la violencia
sexual y a la explotación.33

Ella presenta una gama de ejemplos concretos, no sólo en rela­


ción con la existencia de un difundido tráfico internacional de
mujeres sino también con cómo funciona, ya sea como el “cami­
no de Minnesota” que suministra muchachas rubias, de ojos azu­
les y prófugas de sus hogares a Times Square, o la compra de jo-
vencitas de zonas pobres rurales de Latinoamérica o del sudeste
asiático, o el establecimiento de maisons d’abattage para trabaja­
dores migrantes en el decimoctavo arrondissement de París. En
vez de culpar a la víctima o intentar diagnosticar su supuesta pa­
tología, Barry vuelve su reflector sobre la patología de la propia
colonización sexual, la' ideología del sadismo cultural representa­
da por la vasta industria de la pornografía y por la identificación
general de las mujeres sobre todo como “seres sexuales cuya res­
ponsabilidad es el servicio sexual de los hombres”.34
Barry esboza lo que ella llama una “perspectiva de dominación
sexual” a través de cuya lente, supuestamente objetiva, el abuso
sexual y el terrorismo masculino contra las mujeres son casi invisi­
bles por tratarlos como naturales e inevitables. Desde este punto
de vista, las mujeres son descartables en tanto las necesidades se­
xuales y emocionales de los hombres puedan ser satisfechas. El
propósito político de su libro es reemplazar esta perspectiva de do­
minación por una medida universal de liberación básica para las
mujeres con respecto a la violencia específica de género, de las res­
tricciones de movimiento y del derecho masculino al acceso sexual
y emocional. Al igual que Mary Daly en Gyn/Ecology (Gin/Ecolo-
gta), Barry rechaza tanto las racionalizaciones estructurales como
las culturales relativistas para explicar la tortura sexual y la violen­
cia contra la mujer. En su capítulo inicial pide a sus lectores que re­
chacen todas las cómodas fugas hacia la ignorancia y la negación.
La única manera de poder salir del escondite y romper nuestras
defensas paralizantes es saberlo todo -toda la extensión de la vio­
lencia sexual y la dominación de las mujeres- [...] Al saberla, al
enfrentarla directamente, podemos aprender a planificar nuestra
salida de esta opresión, concibiendo y creando un mundo que im­
pida la esclavitud sexual femenina.
[...] Hasta que no nombremos la práctica, y no le demos una for­
ma y una definición conceptual, no ilustremos su vida a través del
tiempo y del espacio, aquéllas que son sus más obvias víctimas tam­
poco podrán ser capaces de nombrar o definir su experiencia.35

Pero todas las mujeres son, de distintas maneras y en diferentes


grados, sus víctimas; y parte del problema de nombrar y concep-
tualizar la esclavitud sexual femenina es, como lo ve con claridad
Barry, la heterosexualidad obligatoria.36 La heterosexualidad obli­

34 Ibíd.: 103.
35 Ibíd.: 5.
36 Ibíd.: 100.
[A. R., 1986: Esta frase ha sido tomada como una declaración de que “todas
las mujeres son víctimas” pura y simplemente o de que “toda heterosexualidad es
gatoria simplifica la tarea de los alcahuetes y proxenetas de las re­
des mundiales de prostitución y centros eróticos, mientras que, en
la privacidad del hogar, lleva a la hija a aceptar el incesto/viola­
ción por su padre, a que la madre niegue lo que está sucediendo
y a que la esposa golpeada permanezca con un esposo abusivo.
“Ofrecer amistad o amor” es la principal táctica del alcahuete
cuyo trabajo es entregar a la fugitiva o a la confundida jovencita
al proxeneta para que la vaya entrenando. La ideología del ro­
mance heterosexual, dirigida hacia ella desde la infancia a partir
de los cuentos de hadas, la televisión, el cine, la propaganda, las
canciones populares, los espectáculos matrimoniales, es una he­
rramienta lista para ser tomada por el alcahuete, quien no duda
en usarla, como lo documenta ampliamente Barry. El temprano
adoctrinamiento femenino del amor como emoción puede ser en
gran medida un concepto occidental; pero una ideología más
universal es la concerniente a la primacía y la falta de control del
impulso sexual masculino. Ésta es una de las muchas perspica­
cias ofrecidas por el trabajo de Barry:

Así como el poder sexual es conocido por los adolescentes a tra­


vés de la experiencia social de su impulso sexual, también las
muchachas aprenden que el lugar del poder sexual es masculino.
Dada la importancia del impulso sexual masculino en la sociali­
zación tanto de las muchachas como de los muchachos, la ado­
lescencia temprana es probablemente la primera fase significativa
de identificación masculina en la vida y en el desarrollo de una
muchacha [...] A medida que una jovencita se percata de sus cre­
cientes sentimientos sexuales [...] se aleja de las relaciones con
sus amigas hasta allí primordiales. A medida que se vuelven se­
cundarias para ella, que tienen menos importancia en su vida, su
propia identidad también asume un rol secundario y crece en
una identificación masculina.37

igual a la esclavitud sexual”. Yo diría que todas las mujeres están afectadas, aun­
que de forma diferente, por las actitudes y prácticas deshumanizantes dirigidas a
las mujeres como grupo.]
37 Ibíd.: 218.
Tenemos que preguntar, además, por qué algunas mujeres nunca, ni
siquiera por un tiempo, “se alejan de las relaciones hasta aquí pri­
mordiales con sus amigas”. Y ¿por qué existe la identificación mas­
culina -el compromiso social, político e intelectual con los hom­
bres- entre lesbianas sexuales de toda la vida? La hipótesis de Barry
nos plantea nuevas preguntas, pero aclara la diversidad de formas
en que la heterosexualidad obligatoria se presenta. La ley del de­
recho sexual masculino sobre las mujeres se origina en la mística
del irresistible y subyugante impulso sexual masculino, el pene-
con-vida-propia, que justifica, de un lado, la prostitución como
un presupuesto cultural universal, a la vez que defiende la esclavi­
tud sexual dentro de la familia sobre la base de la “privacidad y la
singularidad cultural de la familia”.38 El impulso sexual masculi­
no del adolescente que, como se le ha enseñado al jovencito y a la
jovencita, una vez desencadenado no puede responsabilizarse por
sí mismo o aceptar una negativa, se vuelve, según Barry, la norma
y lo racional para la conducta sexual adulta masculina; una con­
dición de desarrollo sexual detenido. Las mujeres aprendemos a
aceptar como natural la inevitabilidad de este impulso, pues lo re­
cibimos como un dogma. De allí la violación marital, de allí la es­
posa japonesa empacando resignadamente el maletín de su esposo
para un fin de semana en los burdeles kisaeng de Taiwán, de allí
el desequilibrio de poder tanto psicológico como económico entre
esposa y esposo, empleador y trabajadora, padre e hija, profesor
y alumna. El efecto de la identificación masculina significa:
internalizar los valores del colonizador y participar activamente
en la realización de la colonización de mi yo y de mi propio sexo
[...] La identificación con el macho es el acto por el cual las muje­
res colocan a los hombres por encima de las mujeres, incluidas
ellas mismas, en términos de credibilidad, status e importancia en
la mayoría de las situaciones, sin atender a las calidades compara­
tivas que las mujeres puedan aportar a la situación [...] La interac­
ción con las mujeres es vista como una forma menor de relacio­
narse a todo nivel.39

38 Ibíd.: 140.
39 Ibíd.: 172.
Lo que m erece ser exp lorad o con detenimiento es el pensamiento
escindido que m uchas mujeres practican y del cual ninguna mujer
está ni perm anente ni totalm ente libre. A pesar de confiar en las
relaciones de mujer a mujer, en las redes de apoyo entre mujeres y
en los sistemas de valores femeninos y feministas, y valorarlos, el
adoctrinam iento en la credibilidad y el status masculinos pueden
todavía crear sinapsis de pensam iento, negación de sentimientos,
confusión de deseos con realidad y una profunda confusión se­
xual e intelectual.40 C itaré un fragm ento de una carta que recibí el
día en que estaba escribiendo este pasaje: “ He tenido muy malas
relaciones con los hom bres, ah ora estoy en medio de una separa­
ción muy dolorosa. E stoy tratan d o de encontrar fuerza a través
de las mujeres; sin mis am igas, no podría sobrevivir” . ¿C uántas
veces dicen las mujeres este tipo de cosas, o las piensan o las escri­
ben, y cuán a m enudo se afirm a de nuevo la sinapsis?
Barry resum e sus conclusiones:

Tomando en cuenta el desarrollo sexual detenido que es considera­


do normal en la población masculina y tomando en cuenta la canti­
dad de hombres alcahuetes, proxenetas, miembros de bandas de es­
clavistas, funcionarios corruptos que participan en ese tráfico,
propietarios, operadores, empleados de burdeles y hospedajes y ca­
sas de tolerancia, proveedores de pornografía, asociados con la
prostitución, golpeadores de la esposa, que se propasan con criatu­
ras, que cometen incesto, que son clientes de prostitutas y violado­
res, una no puede dejar de asombrarse de la enorme población
masculina com prom etida con la esclavitud sexual femenina. El
gran número de hombres dedicados a estas prácticas debería dar
pie a una declaración de emergencia internacional, una crisis de
violencia sexual. Pero lo que debería causar alarma es aceptado co ­
mo una relación sexual normal.41

40 En otra parte he sugerido que la identificación con lo masculino ha sido


una fuente poderosa del racismo de las mujeres blancas, y que han sido las mu­
jeres que eran vistas como desleales a los códigos y sistemas masculinos quienes
la han combatido activamente. (Adrienne Rich, “Disloyal to Civilization: Femi­
nism, Racism, Gynephobia”, en: On Lies, Secrets, and Silence: Selected Prose,
1966-1978 [Nueva York: W.W. Norton & Co., 1979]).
41 Barry, ob. cit.: 220.
Susan Cavin, en una tesis altamente especulativa pero también sus­
tantiva y provocadora, sugiere que el patriarcado se vuelve posible
cuando la banda original de mujeres, que incluye criaturas pero
que expulsa a adolescentes varones, se ve invadida y superada nu­
méricamente por hombres; que el primer acto de dominación
masculina no es el matrimonio patriarcal, sino la violación de la
madre por el hijo. La cuña o palanca que permite que esto suceda
no es sólo un simple cambio en la proporción entre los sexos, sino
también el vínculo madre-hijo, manipulado por los adolescentes
varones a fin de permanecer dentro de la matriz, pasada la edad
de exclusión. El afecto materno es usado para establecer el derecho
masculino al acceso sexual, que sin embargo debe ser siempre obte­
nido por la fuerza (o a través del control de la conciencia) puesto
que el vínculo profundo original de la adulta es el de la mujer con
la mujer.42 Encuentro esta hipótesis extremadamente sugerente,
puesto que una forma de falsa conciencia que sirve a la heterose­
xualidad obligatoria es el mantenimiento de la relación madre-hijo
entre mujeres y hombres, incluida la exigencia de que las mujeres
suministren solaz materno, apoyo sin cuestionamientos y compa­
sión por sus acosadores, violadores y apaleadores (como también
por los hombres que las vampirizan pasivamente). ¿Cuántas muje­
res fuertes y seguras de sí mismas no aceptan posturas masculinas
de nadie más que de sus hijos?
Pero sean cuales fueren sus orígenes, cuando miramos intensa y
claramente el grado y la elaboración de la variedad y cantidad de
medidas diseñadas para mantener a las mujeres dentro de los lin­
deros sexuales masculinos, surge una pregunta ineludible: ¿es lo
que debemos enfrentar como feministas una simple desigualdad
de géneros o el dominio cultural de los hombres, o meros tabúes
contra la homosexualidad, o más bien la imposición de la hetero­
sexualidad femenina para asegurar el derecho masculino ai acceso

42 Susan Cavin, “Lesbian Origins” (Ph. D. diss., Rutgers University, 1978/iné-


dita, cap. 6).
[A. R., 1986: Esta tesis fue publicada con el título de Lesbian Origtrs (San
Francisco: Ism Press, 1986).]
físico, económico y emocional?43 Una de las muchas formas de im­
poner es, por supuesto, hacer invisible la posibilidad lesbiana, un
continente sumergido que sólo surge a la vista fragmentado, de
vez en cuando, para volver a ser sumergido. La investigación y la
teoría feministas que contribuyen a la invisibilidad o a la margi-
nalidad lesbiana están en verdad trabajando contra la liberación
y el empoderamiento de las mujeres como grupo.44
La premisa de que “la mayoría de las mujeres son innatamente
heterosexuales” se alza como un obstáculo teórico y político para
el feminismo. Permanece como una suposición defendible, en parte
porque la existencia lesbiana ha sido borrada de la historia o cata­
logada como enfermedad, en parte porque ha sido tratada como
excepcional y no como intrínseca, y en parte porque el reconoci­
miento de que para las mujeres la heterosexualidad puede no ser
una preferencia sino algo que ha sido impuesto, manipulado, orga­
nizado, propagandizado y mantenido a la fuerza representa un pa­
so inmenso si una se considera a sí misma libre e innatamente he­
terosexual. Sin embargo, no considerar la heterosexualidad como

43 Mi percepción de la heterosexualidad como una institución económica está


en deuda con Lisa Leghorn y Katherine Parker, quienes me permitieron leer su
manuscrito inédito, “Redefining Economics: A Global View”, en: Second Wave
5, núm. 3 (1979): 23-30.
44 Sugiero que la existencia lesbiana ha sido más reconocida y tolerada allí
donde ha sido asemejada a la versión desviada de la heterosexualidad; por
ejemplo, donde las lesbianas, como Stein y Toklas, han jugado roles heterose­
xuales (o han parecido hacerlo en público) y han sido principalmente identifica­
das con la cultura masculina. Véase también Claude E. Schaeffer, “The Kuterai
Female Berdache: Courier, Guide, Prophetess and Warrior”, en: Ethnohistory 12,
núm. 3 (verano 1965): 193-236. (Berdache: “un individuo de un sexo fisiológi­
co definido [m. o f.] que toma el rol y el status del sexo opuesto y que es visto
por la comunidad como un sexo fisiológicamente pero habiendo asumido el rol
y el status del sexo opuesto” [Schaeffer, p. 231].) La existencia lesbiana tam­
bién ha sido relegada a un fenómeno de la clase alta, una decadencia de elite
(así la fascinación con Renée Vivien y Natalie Clifford Barney, lesbianas de los
salones parisinos), en desmedro de las mujeres comuna que Judy Grahn retrata
en su obra The Work o f a Gommon Woman (Oakland, CA: Diana Press, 1978)
y True to Life Advenim¿ Stories (Oakland, CA: Diana Press, 1978).
una institución es como no admitir que el sistema denominado ca­
pitalismo o el sistema de castas del racismo es mantenido por una
variedad de fuerzas, incluidas la violencia física y la falsa concien­
cia. Dar el paso de cuestionar la heterosexualidad como una p re fe ­
ren cia o elecció n para las mujeres -y hacer el trabajo intelectual y
emocional que sigue- exige un tipo especial de coraje en las femi­
nistas identificadas heterosexualmente; pero creo que las gratifica­
ciones serán grandes: liberación del pensamiento, exploración de
nuevos rumbos, destrozo de otro gran silencio, nueva claridad en
las relaciones personales.

III

He elegido los términos ex is ten cia lesbia n a y co n tin u o lesb ia n o


porque la palabra lesb ia n ism o tiene una resonancia clínica y limi­
tante. La ex isten éia lesbia n a sugiere tanto el hecho de la presencia
histórica de las lesbianas así como también nuestra continua crea­
ción del significado de esa existencia. Propongo el uso de co n ti­
n u o lesbia n o para incluir una gama -a lo largo de la vida de cada
mujer y a lo largo de la historia- de experiencias identificadas con
mujeres; no solamente el hecho de que una mujer haya tenido o
deseado tener conscientemente experiencias sexuales genitales con
otra mujer. Si lo ampliamos para que comprenda muchas más for­
mas de intensidad primaria entre mujeres, inclusive el compartir
una vida interior rica, el unirse contra la tiranía masculina, el dar y
recibir apoyo práctico y político; si también podemos verlo en aso­
ciaciones como resistencia al m a trim o n io y en la conducta “mon­
taraz” identificada por Mary Daly {significados obsoletos: “intra­
table”, “voluntariosa”, “libertina” y “no casta” [...] “una mujer
renuente a rendirse al galanteo”),45 empezaremos a aprehender
dimensiones de la historia de las mujeres y de la psicología feme­
nina inaccesibles hasta hoy a consecuencia de las definiciones li­
mitadas, mayormente clínicas, de lesbia n ism o .
La existencia lesbiana comprende tanto la ruptura de un tabú co ­
mo el rechazo hacia un m odo de vida obligatorio. También es un
ataque directo o indirecto a los derechos masculinos de acceso a las
mujeres. Pero es más que esto, aunque prim ero em pecem os a per­
cibirla com o una form a de decir no al p atriarcad o, un acto de re­
sistencia. Por supuesto que ha incluido aislam iento, odiarse a sí
m ism a, crisis, alcoholism o, suicidio y violencia entre mujeres; ro-
m antizam os lo que significa el am or y el ir co n tra la corriente con
castigos serios; la existencia lesbiana ha sido vivida (a diferencia,
por ejem plo, de la existencia judía o católica) sin acceso a ningún
conocim ien to de una trad ició n , una contin u id ad, un ap u n tala­
miento social. L a destrucción de registros, recuerdos y cartas que
docum entan las realidades de la existencia lesbiana debe tom arse
con m ucha seriedad, co m o un medio de con servar la heterose­
xualidad obligatoria de las mujeres, puesto que lo que se ha im­
pedido es que con ozcam os la alegría, la sensualidad, el coraje y
una com unidad, y tam bién la culpa, la au totraición y el dolor.46
H istóricam ente, las lesbianas han sido privadas de una existen­
cia política por su inclu sión com o versiones femeninas de la hom o­
sexualidad masculina. Igualar la existencia lesbiana con la homose­
xualidad m asculina porque am bas son estigm atizadas es negar y
b orrar una vez m ás la realidad femenina. Separar a aquellas m u­
jeres estigm atizadas en tan to h o m o s e x u a le s o g a y s del com plejo
continuo de resistencia femenina a la esclavitud y vincularlas a
un patrón m asculino es falsificar nuestra historia. Parte de la his­
toria de la existencia lesbiana puede encontrarse obviam ente allí
donde las lesbianas, a falta de una com unidad femenina coheren­

46 “En un mundo hostil en que se supone que las mujeres no deben sobrevi­
vir salvo en relación con los hombres y al servicio de ellos, comunidades ente­
ras de mujeres fueron simplemente suprimidas. La historia tiende a sepultar lo
que busca rechazar” (Blanche W. Cook, ‘“Women Alone Stir My Imagination’:
Lesbianism and the Cultural Tradition”, en: Signs: Journal o f Women in Cultu­
re and Society 4, núm. 49 [verano 1979]: 710-720). El Lesbian Herstory Archi­
ves en la ciudad de Nueva York es uno de los intentos de preservar los docu­
mentos contemporáneos sobre la existencia lesbiana -un proyecto de enorme
valor y significado, enfrentado a la censura continua y la obliteración de rela­
ciones, redes, comunidades, en otros archivos y partes de la cultura-.
te, han compartido un tipo de vida social y han hecho causa co­
mún con los homosexuales hombres. Pero esto debe verse en con­
traste con las diferencias tales como la falta de privilegios econó­
micos y culturales de las mujeres con respecto a los hombres; las
diferencias cualitativas en las relaciones femeninas y masculinas,
por ejemplo, la prevalencia del sexo anónimo y la justificación de
la pederastía entre los homosexuales masculinos, el pronunciado
prejuicio de edad en los estándares homosexuales de atracción
sexual, etcétera. Al definir y describir la existencia lesbiana espe­
ro moverme hacia la disociación de las lesbianas de los valores y
lealtades homosexuales. Considero que la experiencia lesbiana
es, como la maternidad, una experiencia profundamente de mu­
jeres, con opresiones, significados y potencialidades particulares,
que no podemos comprender mientras sigamos agrupándola con
otras existencias sexualmente estigmatizadas. Así como el ser pa­
dres sirve para ocultar la particular y significativa realidad del
padre que en vendad es una madre, la palabra “gay ” sirve para
borrar los contornos precisos que necesitamos discernir, que son
de un valor clave para el feminismo y para la libertad de las mu­
jeres como grupo.47
En la medida en que el término “lesbiana” ha sido limitado a
sus asociaciones clínicas y a su definición patriarcal, la amistad
femenina y la camaradería han sido separadas de lo erótico, limi­
tándose así el erotismo. Pero en la medida en que profundizamos
y ampliamos el espectro de lo que definimos como existencia les­
biana, en la medida en que delineamos un continuo lesbiano, em­
pezamos a descubrir lo erótico en términos femeninos: en aquello
que no está confinado a una única parte del cuerpo o sólo al cuer­
po, en una energía no sólo difusa sino, como la describió Audre
Lorde, omnipresente en “la alegría compartida, ya sea física,

47 [A. R., 1986: Las funciones históricas y culturales compartidas por las les­
bianas y los gays en las culturas pasadas y presentes están relatas en Another
Mother Tongue: Gay Words, Gay Worlds (Boston: Beacon, 1984). En la actua­
lidad pienso que tenemos mucho que aprender de los aspectos únicos de la exis­
tencia lesbiana y de la compleja identidad gay que compartimos con los hom­
bres gays.)
emocional o psíquica”, y en el trabajo compartido; en “la alegría
que nos da fuerza que predispone a no aceptar la impotencia, o
aquellos otros estados proporcionados que me son ajenos, como
la resignación, la desesperanza, el retraimiento, la depresión, la
abnegación”.48 En otro contexto, escribiendo sobre mujeres y
trabajo, cité el pasaje autobiográfico en el que la poeta H. D.
describía cómo su amiga Bryher la había apoyado para persistir
en la experiencia visionaria que daría forma a su obra madura:

Y o sabía que esta experiencia, esta escritura-en-la-pared ante mí,


no podía ser compartida con nadie salvo con la valiente muchacha
que estaba a mi lado. Había dicho sin vacilación: “adelante”.
Ella fue realmente la que tuvo el desprendimiento y la integridad
de la Pitonisa de Delfos. Pero era yo, apaleada y disociada [...] la
que veía los dibujos, la que leía la escritura o tenía la visión inte­
rior. O tal vez, de algún modo, estábamos “viéndolo” juntas,
pues sin ella, no hubiera podido seguir adelante. 49

Si consideramos la posibilidad de que todas las mujeres -desde la


criatura que mama del pecho materno hasta la mujer adulta que
siente sensaciones orgásmicas mientras da de mamar a su bebé
recordando tal vez el olor a leche de su madre en su propio olor,
a dos mujeres, como lo son Cloe y Olivia de Virginia Woolf, que
comparten un laboratorio;50 a la mujer que se muere a los no­
venta, tocada y arreglada por mujeres- existen en un continuo
lesbiano, podemos vernos entrando y saliendo de este continuo,
nos identifiquemos o no como lesbianas.
Nos permite conectar aspectos de identificación con mujeres
tan diversos como las impúdicas amistades íntimas de las niñas
de ocho o nueve años y la asociación de aquellas mujeres de los

48 Audre Lorde, Uses o f the Erotic: The Erotic as Power, Out & Out Books
Pamphlet núm. 3 (Nueva York: Out 6c Out Books [476 2d Street, Brooklyn,
NY 11215], 1979).
49 Adrienne Rich, “Conditions for Work: The Common World of Women”,
en: On Lies, Secrets and Silence: 209; H. D., Tribute to Freud (Oxford: Carca-
net Press, 1971): 50-54.
50 Woolf, A Room ofO ne's Own, ob. cit.: 126.
siglos XII y XV conocidas como las Béguines que “compartían ca­
sas, alquilaban sus casas entre ellas, las legaban a sus compañe­
ras de cuarto [...] en casas baratas subdivididas en barrios de ar­
tesanos”, que “practicaban la virtud cristiana por su cuenta,
vistiéndose y viviendo con sencillez y no asociándose con hom­
bres”, que ganaban su sustento como hilanderas, reposteras, en­
fermeras o dirigían colegios para jovencitas y que se las arregla­
ban -hasta que la Iglesia las obligó a dispersarse- para vivir
independientes tanto del matrimonio como de las restricciones
conventuales.51 Esto nos permite relacionar a esas mujeres con las
“lesbianas” más célebres de la escuela de mujeres que vivían con
Safo en el siglo VII a.C.; con las hermandades secretas y las redes
económicas que se dice existen entre mujeres africanas; y con las
hermandades chinas de resistencia al matrimonio -comunidades
de mujeres que rechazaban el matrimonio o que si se casaban a
menudo se rehusaban a consumar su matrimonio y pronto deja­
ban a sus esposds-, únicas mujeres en China a las que no se les
vendaban los pies y, según nos cuenta Agnes Smedley, recibían
con beneplácito los nacimientos de hijas y organizaban exitosas
huelgas de mujeres en las fábricas de seda.52 Esto nos permite re­
lacionar y comparar distintas instancias individuales de resisten­
cia al matrimonio: por ejemplo, el tipo de autonomía reclamado
por Emily Dickinson, una mujer blanca del siglo X IX y un genio,

51 Gracia Clark, “The Beguines: A Mediaeval Women’s Community”, en:


Quest: A Feminist Quarterly 1, núm. 4 (1975): 73-80.
52 Véase Denise Paulmé (ed.), Women o f Tropical Africa (Berkeley: Univer­
sity of California Press, 1963): 7, 266-267. Algunas de estas hermandades son
descritas como “un tipo de sindicato defensivo contra el elemento masculino”,
teniendo por objetivo “ofrecer una concertada resistencia a un patriarcado
opresivo”, “independencia en relación al esposo y con respecto a la materni­
dad, la ayuda mutua, la satisfacción de una revancha personal”. Véase también
Audre Lorde, “Scratching the Surface: Some Notes on Barriers to Women and
Loving”, en: Black Scholar 9, núm. 7 (1978): 31-35; Marjorie Topley, “Ma-
rriage Resistance in Rural Kwangtung”, en: M. Wolf y R. Witke (eds.), Women
in Chinese Society (Stanford, CA: Stanford University Press, 1978): 67-89; Ag­
nes Smedley, Portraits o f Chinese Women in Revolution, J. MacKinnon y S.
MacKinnon (eds.), (Oíd Westbury, NY: Feminist Press, 1976): 103-110.
con las estrategias al alcance de Zora Neale Hurston, una mujer
negra del siglo X X y un genio. Dickinson nunca se casó, tuvo te­
nues amistades intelectuales con hombres, vivía voluntariamente
enclaustrada en la señorial casa de su padre y en el transcurso de
su vida escribió cartas apasionadas a su cuñada Sue Gilbert y
una serie de cartas más breve en el mismo estilo a su amiga Kate
Scott Anthon. Hurston se casó dos veces pero dejó pronto a cada
marido, se las arregló para ir de Florida a Harlem, a la Universi­
dad de Columbia, a Haití y por último de vuelta a Florida, en­
trando y saliendo del padrinazgo blanco y de la pobreza, el éxito
profesional y el fracaso; sus relaciones de supervivencia fueron
todas con mujeres, empezando por su madre. Estas dos mujeres,
en sus circunstancias tan diferentes, resistieron el matrimonio, se
comprometieron con su trabajo y su identidad y fueron más tar­
de caracterizadas como “apolíticas”. Ambas se sintieron atraídas
por hombres intelectuales de calidad; en ambos casos, eran muje­
res las que les daban la fascinación y el aliento para vivir.
Si pensamos la heterosexualidad como la inclinación emocio­
nal y sensual natural de las mujeres, entonces vidas como éstas
son vistas como desvíos, patologías o desposeídas de emoción y
sensualidad. O, en una jerga más moderna y abierta, son banali-
zadas como estilos de vida. Y el trabajo de esas mujeres, sea el
mero trabajo diario de la supervivencia y resistencia individual o
colectiva, o el trabajo de escritora, activista, reformista, antropó-
loga o artista -el trabajo de la autocreación-, es subestimado,
visto como el fruto amargo de la envidia del pene o de la subli­
mación de un erotismo reprimido, o la monserga sin sentido de
una mujer que odia a los hombres. Pero cuando cambiamos el
punto de mira y consideramos el grado en que la preferencia hete­
rosexual ha sido impuesta a las mujeres y los medios por los cuales
esto ha sido hecho, no sólo comprendemos de manera diferente el
significado de la vida y el trabajo individual, sino que además po­
demos empezar a reconocer un hecho central en la historia de las
mujeres: que ellas han resistido siempre la tiranía de los hombres.
En toda cultura y en todo período ha resurgido constantemente un
feminismo de la acción a menudo, aunque no siempre, carente de
teoría. Podemos entonces empezar a estudiar la lucha de las mu­
jeres contra la impotencia, la rebelión radical de las mujeres, no
sólo en la definición masculina de “situaciones revolucionarias
concretas”53, sino en todas aquellas situaciones que las ideologías
masculinas no han percibido como revolucionarias: por ejemplo,
el rechazo de algunas mujeres a tener hijos ayudadas por otras mu­
jeres a costa de grandes riesgos;54 el rechazo a incrementar el nivel
de vida y de ocio de los hombres (Leghorn y Parker demuestran
cómo ambas cosas son parte del aporte económico no reconocido,
no remunerado y no sindicalizado de las mujeres); la sexualidad
antifálica femenina que, como lo explica Andrea Dworkin, ha sido
“legendaria” y que, definida como “frigidez” y “puritanismo”, en
verdad ha sido una forma de subversión del poder masculino;
“una rebelión ineficaz, pero [...] una rebelión al fin”. Ya no pode­
mos seguir tolerando la visión de Dinnerstein, para quien las mu­
jeres sólo han colaborado con los hombres en los “arreglos sexua­
les” de la historia; empezamos a observar una conducta, tanto en
la historia como* en la biografía individual, que hasta ahora había
sido invisible y mal nombrada; una conducta que a menudo
constituye una rebelión radical, dados los límites de la fuerza
contraria ejercida en determinado tiempo y lugar. Y podemos
vincular estas rebeliones y su necesidad con la pasión física de la
mujer por la mujer, que es central para la existencia lesbiana: la
sensualidad erótica que ha sido, precisamente, el hecho más vio­
lentamente borrado de la experiencia femenina.
La heterosexualidad ha sido impuesta a las mujeres forzada y
subliminalmente. Sin embargo, en todas partes ellas le han opuesto
resistencia, a menudo al precio de la tortura física, el encarcela­
miento, la psicocirugía, el ostracismo social y la extrema pobreza.
“Heterosexualidad obligatoria” fue el nombre de uno de los “crí­
menes contra la mujer”, dado por el Tribunal sobre Crímenes

53 Véase Rosalind Petchesky, “Dissolving the Hyphen: A Report on Marxist-


Feminist Groups 1-5”, en: Zillah Eisenstein (ed.), Capitalist Patriarchy and the
Case for Socialist Feminism (Nueva York: Monthly Review Press, 1979): 387.
54 [A. R., 1986: Véase Angela Davis, Women, Race and Class (Nueva York:
Random House, 1981): 102; Orlando Patterson, Slavery and Social Death: A
Comparative Study (Cambridge: Harvard University Press, 1982): 133.]
Contra las Mujeres de Bruselas en 1976. Dos fragmentos de testi­
monios de mujeres de dos culturas muy diferentes sugieren el grado
en que la persecución de lesbianas es una práctica mundial aquí y
ahora. Un informe de Noruega relata lo siguiente:

Una lesbiana en Oslo tenía un matrimonio heterosexual que no


funcionaba, así que empezó a tomar tranquilizantes y acabó en
un sanatorio mental en pos de tratamiento y rehabilitación. [...]
En el momento en que ella dijo en terapia de grupo familiar que
creía ser lesbiana, el doctor le dijo que no lo era. Él lo sabía con
sólo “mirarla a los ojos”, le dijo. Ella tenía los ojos de una mujer
que deseaba tener relaciones sexuales con su esposo. Así que fue
sometida a la denominada “terapia de diván”. Fue puesta en una
habitación cómoda, caliente, desnuda, sobre una cama y durante
una hora su esposo debía [...] tratar de excitarla sexualmente.
[...] La idea era que el tocar debía terminar siempre en una rela­
ción sexual. Ella sentía cada vez más aversión. Vomitaba y a ve­
ces salía corriendo de la habitación para evitar este “tratamien­
to ” . Cuanto más enérgicamente afirm aba ser lesbiana, más
violento se volvía el coito heterosexual forzado. Este tratamiento
continuó por seis meses. Se escapó del hospital, pero fue traída
de vuelta. Volvió a escaparse. No ha vuelto desde entonces. Al fi­
nal se dio cuenta de que había sido sometida a violaciones forza­
das durante seis meses.

(Sin duda este es un ejemplo de esclavitud sexual femenina según


la definición de Barry.) Y uno de Mozambique:

Estoy condenada a una vida de exilio porque no quiero negar


que soy lesbiana, que mis mayores compromisos son y siempre
serán con otras mujeres. En el nuevo Mozambique, el lesbianis-
mo es considerado un rezago del colonialismo y de la decadente
civilización occidental. Las lesbianas son enviadas a campos de
rehabilitación para aprender a través de la autocrítica la línea co­
rrecta sobre sí mismas. [...] Si me veo forzada a denunciar mi
amor por las mujeres, si por lo tanto me denuncio a mí misma,
podría volver a Mozambique y participar en las excitantes y
duras batallas por reconstruir la nación, inclusive la lucha por
la emancipación de la mujer mozambicana. Tal como están las
cosas, o me expongo a los campos de rehabilitación, o me quedo
exilada.55

Tampoco se puede suponer que las mujeres, como aquellas del estu­
dio de Caroll Smith-Rosenberg, que se casaron y permanecieron ca­
sadas, aunque viviendo en un mundo femenino profundamente
emocional y pasional, prefirieron o eligieron la heterosexualidad.
Las mujeres se casaron porque tenían que hacerlo, para sobrevivir
económicamente, para tener hijos que no sufrieran privaciones eco­
nómicas u ostracismo social, para seguir siendo respetables, para
hacer lo que se espera de las mujeres, porque al venir de infancias
anormales querían sentirse normales, y porque el romance hetero­
sexual ha sido representado como la gran aventura, el deber y la
realización femenina. Acaso hemos obedecido, fiel o ambivalente­
mente, a la institución, pero nuestros sentimientos no han sido do­
mados o contenidos por ella, y tampoco nuestra sensibilidad. No
hay estadísticas Sobre el número de lesbianas que han permaneci­
do en matrimonios heterosexuales por casi toda su vida. Pero en
una carta enviada a una de las primeras publicaciones lesbianas,
Ladder, la dramaturga Lorraine Hansberry dijo esto:

Sospecho que el problema de la mujer casada que prefiere rela­


ciones emocionales y físicas con otras mujeres es proporcional­
mente mucho más alto que una estadística similar para los hom­
bres (una estadística que sin duda nadie nunca tendrá). Siendo la
condición de la mujer tal cual es, cómo podríamos descubrir el
número de mujeres que no están dispuestas a arriesgar sus vidas
fuera de lo que se les ha enseñado todas sus vidas a considerar su
destino natural y su única expectativa de seguridad económ ica.
Ésta parece ser la razón por la cual la pregunta tiene una inmen­
sidad desconocida para los homosexuales hombres. [...] Una
mujer fuerte y honesta puede, si así lo desea, romper su matri­
monio y casarse con un nuevo compañero y la sociedad se queja­
rá de que el índice de divorcios sigue subiendo; pero en cualquier
caso, en muy pocos lugares de los Estados Unidos será algo re­
motamente parecido a una paria. Obviamente, esto es lo que su­
cedería con una mujer que pusiera fin a su matrimonio y em­
prendiera su vida con otra mujer.56

Esta doble vida -esta aparente conformidad con una institución


fundada sobre el interés y las prerrogativas de los hombres- ha
sido una característica de la experiencia femenina: en la materni­
dad y en muchos tipos de conducta heterosexual, inclusive du­
rante los rituales del cortejo; la pretendida asexualidad de la es­
posa del siglo XIX; la simulación del orgasmo por la prostituta, la
cortesana y la mujer sexualmente liberada del siglo X X .
The Girl, la novela documental de Meridel LeSueur que tiene
lugar durante La Depresión (es decir, los años posteriores a las
crisis de Wall Street), es un cautivante estudio de doble vida fe­
menina. La protagonista, una camarera de una taberna clandesti­
na para obreros en Saint Paul, se siente apasionadamente atraída
por el joven Butch, pero sus relaciones de supervivencia son con
Clara, una camarera y prostituta de más edad, con Belle, cuyo
marido es dueño del bar, y con Amelia, una activista sindical. Pa­
ra Clara, Belle y la protagonista anónima, el sexo con los hom­
bres es en cierto sentido una forma de escapar a la profunda mise­
ria cotidiana; una llamarada de intensidad en la gris, implacable
y a menudo brutal maraña de la existencia diaria.

Era como si él fuera un imán que me arrastraba. Era excitante,


fuerte y me daba miedo. El también andaba detrás de mí y cuan­
do me encontraba yo corría, o me quedaba de pie delante de él
petrificada, como una papanatas. Y me dijo que no me fuera con
Clara al Marigold, donde bailábamos con extraños. Me dijo que

56 Estoy en deuda con el libro Gay American History (nota 6, más arriba) de
Jonathan Katz por hacerme presente las cartas de Hansberry a Ladder, y con
Barbara Grier por proporcionarme las copias de páginas relevantes de Ladder,
citadas aquí con permiso de Barbara Grier. Véase también las series reeditadas
de Ladder, Jonathan Katz et al. (ed.), (Nueva York: Arno Press); y Deirdre Car-
mody, “Letters by Eleanor Roosevelt Detail Friendship with Lorena Hickok”,
en: The New York Times (octubre 2 1 , 1979).
me daría una gran paliza. Lo cual me sacudió y me hizo temblar,
pero eso era mejor que ser una cáscara llena de sufrimiento y sin
saber por qué.57

El tema de la doble vida surge a lo largo de la novela. Belle evoca


su matrimonio con el contrabandista Hoinck:

Sabes, aquella vez que tuve un ojo negro y dije que me golpeé con
el aparador, pues bien, el hijo de puta me dio, y luego me dijo que
no se lo dijera a nadie [...] Es un loco, eso es lo que es, un loco, y no
entiendo por qué vivo con él, por qué vivo con él un minuto en
esta tierra. Pero mira, dijo ella, te voy a decir algo. Me miró; su
cara era maravillosa. Dijo, maldito sea, lo quiero, por eso estoy
enganchada así toda mi vida, maldito sea, lo quiero.58

Una vez que la protagonista tiene su primera relación sexual con


Butch, sus amigas se ocupan de su hemorragia, le dan whisky y
comparan experiencias.

Suerte fue la mía, la primera vez, ya tuve problemas. Él me dio


un poco de dinero y vine a Saint Paul, donde por diez dólares te
clavan una inmensa aguja de veterinario y tú empiezas y luego te
quedas sola [...] Nunca tuve un hijo. Sólo he tenido a Hoinck
para cuidar, y es un niño endemoniado.59
Luego me mandaron a recostarme en el cuarto de Clara [...] Cla­
ra se echó junto a mí y me abrazó y quería que le contara lo que
pasó, pero lo que ella quería era hablar sobre ella misma. Dijo
que había empezado cuando tenía doce años con una banda de
muchachos en un viejo cobertizo. Dijo que nadie le había presta­
do atención hasta entonces y que se volvió muy popular [...] Ya
que les gustaba tanto, dijo, ¿por qué no habría de dársela y con-

^Meridel LeSueur, The Girl (Cambridge, MA: West End Press, 1978): 10-
11. LeSueur describe, en un epílogo, cómo este libro proviene de los escritos y
de las narraciones orales de las mujeres en la Workers Alliance, que se reunían
como un grupo de escritoras durante los años treinta.
58 Ibíd.: 20.
59 Ibíd.: 53-54.
seguir regalos y atención? A mí no me importaba y a mi mamá
tampoco. Pero es la única cosa que tienes de valor. 60

El sexo es así equivalente a la atención del hombre, que es caris-


mático, aunque brutal, infantil y no confiable. Sin embargo son
las mujeres las que hacen sus vidas mutuamente tolerables, dan
afecto físico sin causar daño, comparten, aconsejan y se mantie­
nen unidas. (Estoy tratando de encontrar fuerza a través de las
mujeres; sin mis amigas, no podría sobrevivir.) The Girl, de Le-
Sueur, tiene un paralelo con la extraordinaria Sula de Toni Mo-
rrison, otra revelación de la doble vida femenina:

Nel era aquella única persona que no había querido nada de ella,
que había aceptado todos los aspectos de ella. [...] Nel era una
de las razones por las que [Sula] había vuelto a Medallion. [...]
Los hombres [...] se habían fundido en una gran personalidad: el
mismo lenguaje de amor, los mismos entretenimientos de amor,
el mismo enfriamiento del amor. Siempre que metía sus pensa­
mientos privados entre sus roces y andanzas, ellos se tapaban los
ojos. No le enseñaron sino trucos amorosos, no compartieron
nada sino preocupaciones, no dieron nada sino dinero. Desde el
principio ella había estado buscando una amiga, y le tomó algún
tiempo descubrir que un amante no era un compañero y que
nunca podría serlo -p ara una mujer-.

Pero el último pensamiento de Sula en el instante de su muerte es


“cuando se lo cuente a Nel”. Y luego de la muerte de Sula, Nel
reflexiona sobre su propia vida:

“Todo ese tiempo, todo ese tiempo, pensé que extrañaba a Ju-
de.” Y la pérdida le apretaba el pecho y le subía hasta la garganta.
“Éramos muchachas juntas”, dijo, como explicando algo. “Dios
mío, Sula”, exclamó, “ ¡Muchacha, muchacha, muchachamucha-
chamuchacha!” Fue una buena llorada -fuerte y larga- pero sin
fondo ni superficie. Sólo círculos y círculos de pesar.61

60 Ibíd.: 55.
61 Toni Morrison, Sula (Nueva York: Bantam Books, 1973): 103-104, 149. Es­
toy en deuda con el ensayo inédito de Lorraine Bethel, ‘“This Infinitv of Conscious
The Girl y Sula son dos novelas que revelan el continuo lesbiano
en contraste con las superficiales o sensacionales escenas lesbianas
de las recientes novelas comerciales.62 Ambas nos muestran una
identificación con mujeres sin deslucirse (hasta el final de la novela
de LeSueur) al romanticismo; ambas retratan la competencia de la
compulsión heterosexual por la atención de las mujeres, la difu­
sión y frustración de los vínculos femeninos que podrían, en una
forma más consciente, reintegrar el amor con el poder.

IV

La identificación con mujeres es una fuente de energía, una fuente


de poder femenino, cercenada y liquidada bajo la institución de
la heterosexualidad. La negación de la realidad y de la visibilidad
de la pasión de las mujeres por mujeres, la elección de aliadas
mujeres por paite de las mujeres, de compañeras de vida y de co­
munidad; la obligación de que dichas relaciones sean disimula­
das y su desintegración bajo presión intensa ha significado una
incalculable pérdida de poder de todas las mujeres para cambiar
las relaciones sociales entre los sexos, para liberamos nosotras y
unas a otras. La mentira de la heterosexualidad obligatoria feme­
nina hoy afecta no sólo a las eruditas y al conocimento feministas,
sino a toda profesión, todo trabajo de referencia, todo plan de
estudio, todo intento organizativo, toda relación o conversación
bajo su influencia. Más precisamente, crea una profunda false­
dad, hipocresía e histeria en el diálogo heterosexual, pues toda
relación heterosexual es vivida en las incómodas luces estrobos-
cópicas de esa mentira. Como quiera que elijamos identificarnos,

Pain’: Zora Neale Hurston and the Black Female Literary Tradition”, en: Gloria
T. Hull, Patricia Bell Scott y Barbara Smith (eds.), All the 'Women Are White,
All the Blacks Are Mett, but Sorne o f Us are Brave: Black Women’s Studies
(Oíd Westbury, NY: Feminist Press, 1982).
62 Véase Maureen Brady y Judith McDaniel, “Lesbians and the Mainstream:
The Image of Lesbians in Recent Commercial Fiction”, en: Conditions, vol. 6
(1979).
cualquiera sea la etiqueta que nos pongan, parpadea sobre el es­
cenario y distorsiona nuestras vidas.63
La mentira mantiene atrapadas psicológicamente a innumera­
bles mujeres, tratando de hacer encajar mente, espíritu y sexuali­
dad en un guión prescrito, porque no pueden mirar más allá de
los parámetros de lo aceptable. Desgasta la energía de esas muje­
res a la vez que drena la energía de las lesbianas “tapadas” (cío -
se t lesbia n s) -energía que se agota en la doble vida-. La lesbiana
atrapada en el c lo se t , la mujer aprisionada en las ideas prescripti-
vas de lo n o r m a l , comparten el dolor de las opciones bloquea­
das, las conexiones rotas, el acceso perdido a la autodefinición
asumida libre y enérgicamente.
La mentira tiene muchas capas. En la tradición occidental, una
capa -la romántica- afirma que las mujeres se sienten inevitable­
mente, y hasta precipitada y trágicamente, atraídas hacia los
hombres; que aun cuando esa atracción sea suicida (por ejemplo,
T ristán e Iso ld a , o T h e A w a k e n in g [El despertar] de Kate Chopin)
sigue siendo un imperativo orgánico. En la tradición de las cien­
cias sociales se afirma que el amor primario entre los sexos es
n o rm a l, que las mujeres n ecesita n de los hombres para ser prote­
gidas desde el punto de vista social y económico, para una sexua­
lidad adulta y una plenitud psicológica; que la familia constituida
heterosexualmente es la unidad social básica; que las mujeres que
no vinculan su intensidad principal a los hombres, en términos
funcionales, deben ser condenadas a una marginalidad más devas­
tadora que la marginalidad como mujeres. No es de extrañar en­
tonces que las lesbianas sean una población más escondida que la
homosexual masculina. La crítica negra feminista lesbiana Lorrai-
ne Bethel, en un trabajo sobre Zora Neale Hurston, subraya que
para una mujer negra -ya dos veces marginal- escoger asumir otra
“identidad odiada” es algo ciertamente problemático. Sin embargo

63 Véase Russell y Van de Ven, ob. cit.: 40: “pocas mujeres heterosexuales se
dan cuenta de su falta de libertad de opción en lo que se refiere a su sexualidad,
y pocas se dan cuenta de cómo y por qué la heterosexualidad obligatoria es
también un crimen contra ellas”.
la continuidad lesbiana ha sido una línea de vida para las mujeres
negras tanto en África como en Estados Unidos.

Las mujeres negras tienen una larga tradición de vinculación emo­


cional entre ellas [...] en una comunidad de mujeres negras que ha
sido fuente de información vital para muestras de supervivencia, y
de apoyo psíquico y emocional. Tenemos una cultura de identifi­
cación con mujeres negras, basada en nuestras experiencias de mu­
jeres negras en esta sociedad, con símbolos, lengua y modos de ex­
presión específicos de las realidades de nuestras vidas. [...] Debido
a que las mujeres negras rara vez han estado entre los negros y las
mujeres que tuvieron acceso a la literatura y a otras formas acepta­
das de expresión artística, estos lazos entre mujeres negras y esta
identificación con mujeres negras a menudo han sido escondidos y
no se han registrado, salvo en las vidas particulares de mujeres ne­
gras por intermedio de nuestros recuerdos de nuestra particular
tradición femenina negra.64

Otra capa de la mentira es la afirmación, mencionada a menudo,


de que las mujeres se vuelven hacia las mujeres por odio a los
hombres. Cierto es que un profundo escepticismo, precaución y
paranoia justificada con respecto a los hombres pueden formar
parte de la respuesta de una mujer sana a la misoginia de una
cultura dominada por los hombres, a las formas de la sexualidad
masculina normal y a la incapacidad de los hombres, aun de
aquellos sensibles o políticos, de percibir esto o encontrarlo
preocupante. La existencia lesbiana también está representada
como un mero refugio ante abusos masculinos y no como una
carga eléctrica y de poder entre las mujeres. Uno de los pasajes li­
terarios más citados sobre relaciones lesbianas es aquél en el que
el personaje de Renée, en El vagabundo de Colette, describe “la
melancolía y la imagen conmovedora de dos débiles criaturas
que tal vez han encontrado refugio en los brazos una de la otra,
donde dormir y llorar, a salvo del hombre a menudo cruel, para
probar allí, más que cualquier placer, la amarga felicidad de sen­

64 Lorraine Bethel, “This Infinity of Conscious Pain...”, ob. cit.


tirs e ín t im a m e n t e r e la c io n a d a s , f r á g ile s y o lv id a d a s [cursivas
mías].65 A menudo Colette es considerada una escritora lesbiana;
pienso que su popularidad tiene mucho que ver con el hecho de
que escribe sobre la existencia lesbiana como para un público
masculino; sus primeras novelas lesb ia n a s, la serie de Claudine,
fueron escritas por obligación para su esposo y publicadas bajo el
nombre de ambos. De todos modos, con excepción de lo que es­
cribió sobre su madre, Colette es una fuente mucho menos confia­
ble sobre el continuo lesbiano que Charlotte Bronté, por ejemplo.
Bronté comprendió que si bien las mujeres pueden, y por cierto
deben, ser aliadas entre sí, mentoras y consoladoras en la lucha
femenina por la supervivencia, hay un deleite bastante extraño en
la compañía mutua y en la mutua atracción de mentes y carácter,
que procede del reconocimiento de la fuerza de cada una.
Asimismo, frente a una heterosexualidad institucionalizada
podemos decir que hay un contenido político feminista n a c ie n te
en el acto de escoger a una mujer como amante o pareja de por
vida.66 Pero para que la existencia lesbiana transforme este con­
tenido político en una forma que al fin y al cabo sea liberadora,
la elección erótica debe profundizarse y expandirse en una identi­
ficación femenina consciente -en el feminismo lesbiano-.
El trabajo que queda por delante, de desenterrar y describir lo
que yo llamo la ex is ten cia lesb ia n a , es potencialmente liberador
para todas las mujeres. Es un trabajo que ciertamente debe ir
más allá de los límites de los Estudios de Mujeres occidentales,
blancas y de clase media, para estudiar las vidas, el trabajo y los
grupos de mujeres dentro de todas las estructuras raciales, étnicas
y políticas. Además, hay diferencias entre la e x isten cia lesbia n a y

65 Dinnerstein, la escritora que más recientemente cita este pasaje, añade omi­
nosamente: “Pero lo que tiene que ser añadido a su relato es que estas ‘mujeres
entrelazadas’ se protegen mutuamente no sólo de lo que los hombres quieren ha­
cerles, sino también de lo que ellas quieren hacerse unas a otras” (Dinnerstein,
ob. cit.: 103). Sin embargo, el hecho es que la violencia de mujer-a-mujer es un
minúsculo grano en el universo de la violencia de hombre-a-mujer perpetrada y
racionalizada en todas las instituciones sociales.
66 Conversación con Blanche W. Cook, Nueva York, marzo de 1979.
el co n tin uo lesbiano, diferencias que podemos discernir hasta en el
movimiento de nuestras propias vidas. El continuo lesbiano, su­
giero, necesita un delineamiento a la luz de la d o b le vida de las
mujeres, no sólo las que se autodescriben como heterosexuales
sino también las que se autodescriben como lesbianas. Necesita­
mos una relación mucho más exhaustiva de las formas que ha
asumido la doble vida. Las historiadoras necesitan preguntar en
cada instancia cómo ha sido organizada la heterosexualidad en tan­
to institución y cómo ha sido mantenida por intermedio de los
sueldos femeninos, el o cio forzado de las mujeres de clase media,
la g la m o u riz a ció n de la llamada liberación sexual, el retaceo de la
educación para las mujeres, la división entre a rte y cultura popu­
lar, el mito de la esfera p e r s o n a l , y mucho más. Necesitamos un
pensamiento económico que entienda la institución de la hetero­
sexualidad, con su doble jornada de trabajo para las mujeres y
sus divisiones sexuales del trabajo, como la relación económica
más idealizada.
La pregunta surgirá inevitablemente: ¿debemos entonces con­
denar todas las relaciones heterosexuales, incluso aquellas que
son las menos opresivas? Creo que esta pregunta, aunque a menu­
do sincera, es una pregunta equivocada aquí. Hemos sido enreda­
das en un laberinto de falsas dicotomías que impide nuestro en­
tendimiento de la institución como un todo: matrimonios b u e n o s
versus matrimonios m a lo s, ca sa m ien to p o r a m o r versus ca sa m ien ­
to a rre g la d o ; sexo lib era d o versus p ro stitu ció n ; co ito h e te ro s e x u a l
v ersu s v io la ció n ; L ie b e s c h m e rz versus humillación y dependencia.
Dentro de la institución hay, por supuesto, diferencias cualitativas
de experiencia, pero la ausencia de opción es la gran realidad que
no se reconoce, y sin opción las mujeres dependerán del azar o de
la suerte de una relación particular y no tendrán poder colectivo
para determinar el significado y el lugar de la sexualidad en sus
vidas. Además, a medida que nos dirigimos a la institución misma,
empezamos a percibir una historia de resistencia femenina que no
se ha entendido a sí misma de forma completa por haber sido tan
fragmentada, mal nombrada y borrada. Exige un valiente domi­
nio de la política y de la economía y de la heterosexualidad, y
también de la propaganda cultural sobre ella, para ir más allá de
los casos individuales o de las diversas situaciones de grupo, y al­
canzar un panorama con la complejidad necesaria para deshacer
el poder que en todas partes los hombres esgrimen sobre las muje­
res, un poder que se ha transformado en el modelo para todas las
otras formas de explotación y control ilegítimo.

Epílogo

En 1980, Ann Snitow, Christine Stansell y Sharon Thompson, tres


investigadoras marxistas feministas, hicieron un llamado para
una antología sobre las políticas de sexualidad. Como había termi­
nado de escribir “La heterosexualidad obligatoria...” para Signs,
les envíe el manuscrito y les pedí que lo consideraran para su anto­
logía. Powers o f Desire... fue publicado por Monthly Review Press
New Feminist Library en 1983. Incluía mi artículo. Hasta el mo­
mento de la publicación, las cuatro estuvimos en contacto por
correspondencia pero sólo pude aprovechar este diálogo en for­
ma limitada debido a mi mala salud y a una operación. Con el
permiso que me dieron voy a reproducir aquí algunos pasajes pa­
ra indicar que mi ensayo debe ser leído como una contribución a
una larga exploración que está progresando, y no como mi últi­
ma palabra sobre políticas sexuales. Para lectoras interesadas,
véase Powers o f Desire...

Querida Adrienne:
En una de nuestras primeras cartas, te decíamos que estábamos
encontrando los parámetros del discurso feminista de izquierda
mucho más amplio de lo que nos imaginamos. Desde entonces,
percibimos algo que creemos es una verdadera crisis en el movi­
miento feminista sobre el tema del sexo, un debate cada vez más
intenso (aunque no siempre explícito) y un cuestionamiento de
premisas que se daban por sentado. Aunque al igual que 'Women
A gainst Pornography (M ujeres contra la pornografía) tenemos
miedo del nexo entre sexo y violencia, queremos entender mejor
sus fuentes en nosotras y en los hombres. En la era de Reagan, no
podemos darnos el lujo de considerar románticas viejas normas
de una sexualidad virtuosa y moral.
En tu trabajo preguntas qué elegirían las mujeres en un mundo
en el que el patriarcado y el capitalismo no fueran dominantes.
Estamos de acuerdo contigo en que la heterosexualidad es una
institución creada entre esas dos piedras de moler, pero de allí no
llegamos a la conclusión de que por lo tanto es enteramente una
creación de los hombres. Tú solamente concedes a las mujeres
agencia histórica en la medida en que existen en la continuidad
lesbiana, mientras que, para nosotras, la historia de la mujeres,
como la de los hombres, se crea de la dialéctica de la necesidad y
la elección.
Nosotras tres (una lesbiana y dos heterosexuales) nos cuestio­
namos tu uso de la expresión “falsa conciencia” para la hetero­
sexualidad. En general, pensamos que el modelo de falsa con­
ciencia nos puede cegar ante las necesidades y los deseos que
comprenden las vidas de las poblaciones oprimidas. También
puede llevar fácilmente a negar la experiencia de las otras o de
los otros, cuando es diferente de la nuestra. Planteamos un com­
plejo modelo social en el que toda vida erótica forma parte de
una continuidad que por lo tanto también incluye las relaciones
con los hombres.
Lo cual nos lleva a esta metáfora del continuum . Sabemos que
eres poeta, no historiadora, y disfrutaremos el leer más metáforas
tuyas por el resto de nuestras vidas -co n la cabeza más alta, co­
mo feministas, como mujeres, por haberlas leído-. Pero la metá­
fora del continuo lesbiano está abierta a toda clase de confusio­
nes, algunas con consecuencias políticas extrañas. Por ejemplo,
Sharon informó que en una reunión reciente sobre aborto, sur­
gieron nociones de continuum en varias ocasiones y sufrieron
transformaciones que causaron divisiones. En general, la idea de
que coexistían dos maneras de ser en un mismo continuum fue
interpretada como que las dos maneras de ser eran una misma
cosa . El sentido de variedad y gradación que tu descripción evo­
ca desaparece. Lesbianismo, heterosexualidad y violación son la
misma cosa. En una de las múltiples versiones de la evolución de
la continuidad se agregó una inclinación, así:

lesbianismo
sexo sin hombres, sin penetración
sexo con hombres, penetración
violación.
Este continuum inclinado lleva a sus portavoces a la siguiente
conclusión: una estrategia adecuada y realizable para la campaña
de derecho al aborto es informar a todas las mujeres que la pene­
tración heterosexual es violación, cualquiera haya sido su expe­
riencia subjetiva, y todas las mujeres van a reconocer de inme­
diato esta verdad y elegir la alternativa de falta de penetración.
La lucha se simplificará, centrándose en el sexo obligado y sus
consecuencias (ya que ninguna mujer esclarecida voluntariamen­
te sufrirá la penetración, a menos que su objetivo sea la procrea­
ción -una idea que sería extrañamente católica-).
Las portavoces de esta estrategia eran mujeres jóvenes que ha­
bían trabajado mucho en el movimiento proderecho al aborto
durante dos años o más. Les falta experiencia pero tienen gran
dedicación. Por esta razón, tomamos la lectura que hacen de tu
trabajo con seriedad. Sin embargo, no pensamos que venga sola­
mente de tu trabajo en sí; una fuente probable es la tendencia a
crear dicotomías en el movimiento de mujeres. La fuente de esta
tendencia es más difícil de localizar.
En este sentido, nos intrigan las insinuaciones sobre la doble
vida de las mujeres. Defines la doble vida como “la aparente
aceptación de una institución fundada en el interés masculino y
en una prerrogativa masculina”. Pero esa definición no explica
verdaderamente tus otras referencias -p o r ejemplo, a la “inten­
sa mezcla” de amor y cólera en las relaciones lesbianas y al pe­
ligro de idealizar lo que quiere decir “amar y actuar contra la
inclinación”- . Pensamos que estos comentarios presentan te­
mas de gran importancia para las feministas en estos momen­
tos; el problema de las divisiones y la cólera entre nosotras ne­
cesita ser discutido y analizado. ¿Son acaso éstos los temas de
un próximo trabajo?
Nos encantaría tener una reunión contigo en los próximos me­
ses. ¿Podría ser? Saludos y nuestro apoyo, en todo lo que hagas.

Cariños,
Sharon, Chris y Ann

Nueva York
19 de abril de 1981
Queridas Ann, Chris y Sharon:
Qué bueno estar de nuevo en contacto con ustedes que han si­
do increíblemente pacientes, generosas y persistentes. Por sobre
todas las cosas, me importa que sepan que lo que ha postergado
mi respuesta es mi mala salud y no el deseo de retirarme de un
enfrentamiento político. [...]
Estoy de acuerdo en que “falsa conciencia” puede ser una ex­
presión con la que se puede menospreciar lo que no nos gusta o
no está de acuerdo con nosotras. Pero, como traté de demostrar
con detalle, hay un verdadero sistema de propaganda heterose­
xual que define a las mujeres existiendo para el uso sexual de los
hombres, definición que va más allá de “rol sexual” o “estereoti­
po de género” o “imagen machista”, para incluir una amplia ga­
ma de mensajes verbales y no verbales. Yo llamo a esto “control
de conciencia” . La posibilidad de que una mujer no exista se-
xualmente para los hombres -la posibilidad lesbiana- está ente­
rrada, borrada, ocluida, distorsionada, mal llamada y empujada
bajo tierra. Los libros feministas -Chodorow , Dinnerstein, Eh-
renreich, English y otros- que discuto en la primera parte de mi
ensayo han contribuido a esa invalidación y borrón, y en este
sentido son parte del problema.
Mi ensayo está basado en la creencia de que todas pensamos
dentro de los límites de ciertos solipsismos -p or lo general conec­
tados con privilegios, tanto raciales y culturales como económicos
y sexuales- que se presentan como si fueran “algo universal”, “co­
mo son las cosas”, “todas las mujeres”, etcétera, etcétera. Tam­
bién lo escribí con el convencimiento de que al tomar conciencia
de nuestros solipsismos tenemos ciertos tipos de elecciones, que
podemos y debemos reeducarnos. Yo no he dicho que las femi­
nistas heterosexuales van por allí con el cerebro lavado por la fal­
sa conciencia. Y las frases tales como “dormir con el enemigo”
tampoco me han parecido profundas o útiles. H om ofobia es una
palabra demasiado difusa y nueva, que está muy lejos de ayudar­
nos a identificar los solipsismos sexuales del feminismo heterose­
xual y hablar de ellos. En ese trabajo estoba tratando de pedir a
las feministas heterosexuales que examinaran su experiencia de
heterosexualidad críticamente y con antagonismo, para criticar la
institución de la que forman parte, para luchar contra la norma y
sus consecuencias para la libertad de las mujeres, para abrirse
más a los considerables recursos ofrecidos por la perspectiva les­
biana feminista, para rehusar conformarse con el privilegio y la
solución personal de la “buena relación” individual dentro de la
institución de la heterosexualidad.
En lo referente a la “acción histórica de las mujeres”, yo que­
ría sugerir, precisamente, que el modelo de víctima es insuficien­
te; que hay una historia de actos y elecciones por parte de las
mujeres que realmente enfrentaron algunos aspectos de la supre­
macía machista; que al igual que la supremacía machista, están
en muchas culturas diferentes [...] No es que piense que la ac­
ción femenina haya sido sola y francamente lesbiana. Pero al bo­
rrar la existencia lesbiana de la historia de las mujeres, de la teo­
ría, de la crítica literaria [...] de los planteos feministas en lo
económico, de las ideas sobre “la familia”, una gran cantidad de
agencia femenina no está a nuestro alcance, y por lo tanto no es
utilizable. Quería demostrar que este tipo de aniquilamiento si­
gue siendo aceptado en textos feministas serios. Lo que me sor­
prendió en las reacciones a mi artículo, inclusive en las notas de
ustedes, es cómo se han considerado casi todos los aspectos me­
nos éste, para mí, el principal. Yo estaba tomando una posición
que no era ni lesbiana separatista, en el sentido de descartar a las
mujeres heterosexuales, ni una súplica de “derechos civiles ga y ”
de [...] apertura al lesbianismo como una “opción” o un “estilo
de vida alternativa” . Decía con urgencia que la existencia lesbia­
na ha sido un reclamo de la sexualidad femenina desconocido y
no formado, y de allí un patrón de resistencia, y de allí también
una especie de posición en los márgenes desde donde analizar y
enfrentar las relaciones de la heterosexualidad con la supremacía
masculina. Y esa existencia lesbiana, una vez reconocida, exige
una estructuración consciente del análisis y de la crítica feminis­
ta, no solamente una o dos referencias formales.
Pienso con ustedes que la expresión continuo lesbiano puede
ser mal usada. Y lo fue en el ejemplo al que se refieren en la reu­
nión sobre el aborto, aunque pienso que cualquiera que haya leído
lo que he escrito desde O f Wornan B orn en adelante sabría que
mi posición sobre el aborto y el abuso de la esterilización es mu­
cho más complicada. Mi problema con la frase es que puede ser
usada, y lo es, por mujeres que no han empezado a examinar los
privilegios y solipsismos de la heterosexualidad, como una forma
segura de describir las conexiones que sienten con mujeres, sin
tener que compartir los riesgos y amenazas de la existencia les-
biana. Lo que quise delinear con complejidad se parece una vez
más a “una compra de estilo de vida”. La frase continuo lesbiano
surgió del deseo de abarcar la mayor variedad posible de expe­
riencias identificadas con mujeres y con un respeto diferente para
la existencia lesbiana: las huellas y el conocimiento de mujeres cu­
ya elección erótica primaria y emocional fue de mujeres. Si estu­
viera escribiendo ese trabajo hoy, todavía haría esa distinción, pe­
ro pondría más salvedades al continuo lesbiano. Concuerdo con
ustedes en que el “mundo femenino” (female world) no es una
idea social, tal y como está encerrada en las prescripciones de he­
terosexualidad de clase media y el casamiento.
Mi ensayo podría haber tenido mayor fuerza si hubiera usado
más obras de mujeres negras, tal como me lo señalaba inevitable­
mente Sula de Toni Morrison. Al leer más obras de mujeres negras
empecé a percibir, por lo general, un conjunto de valencias diferen­
tes a las de las novelas escritas por mujeres blancas: una búsqueda
diferente para la heroína, una relación diferente con la sexualidad
con hombres, la lealtad femenina y la vinculación emocional [...].
Haré unos comentarios rápidos sobre los comentarios que us­
tedes hicieron a las obras feministas radicales, que cité en mi pri­
mera nota al pie.67 Yo también critico algunas, aunque también
las encontré extremadamente útiles. Lo que la mayoría comparte
es que toman en serio la misoginia, es decir, la hostilidad y la vio­
lencia organizada, institucionalizada y normalizada contra las
mujeres. No siento que sea necesaria “una jerarquía de opresio­
nes” para tomar la misoginia tan seriamente como tomamos el
racismo, el antisemitismo y el imperialismo. Tomar la misoginia
seriamente no quiere decir que veamos a las mujeres meramente
como víctimas, sin responsabilidades o posibilidades de elección;
quiere decir reconocer “la necesidad” en esa “dialéctica de necesi­
dad y elección”, identificando, describiendo, rehusando desviar la
mirada. Pienso que parte del aparente reduccionismo y hasta ob­
sesión de la teoría feminista radical viene de un solipsismo racial
y/o de clase, pero también del inmenso esfuerzo por tratar de sa­
car a luz el odio hacia la mujer a pesar de los desmentidos. [...]
Finalmente, sobre poesía e historia. Quiero a las dos en mi vida;
necesito ver a través de las dos. Si la metáfora puede ser malinter-

67 Véase nota 9, más arriba: 167.


pretada, también puede serlo la historia cuando hace desaparecer
actos de resistencia o rebelión, extermina modelos de transforma­
ción o sentimentaliza relaciones de poder. Yo sé que saben esto.
Estamos todas tratando de pensar y de escribir con lo mejor de
nuestras conciencias, lo más abiertas posible. Espero esa calidad en
este volumen que están compilando y espero con anticipación las
ideas -y las acciones- hacia las cuales nos puede llevar.

En hermandad,
Adrienne

Montague, Massachusetts
Noviembre de 1981
El Falo lesbiano y el imaginario
morfológico*
Judith Butler

El claro deseo de los lacanianos de separar falo


de p en e , de controlar el significado falo , es preci­
samente sintomático de su deseo de tener el falo,
es decir, el deseo de estar en el centro del lengua­
je, en su origen. Y su incapacidad de controlar el
significado de la palabra falo evidencia lo que
Lacan llama castración simbólica.
GALLOP, T hin king . ..

Muchas cosas en el mundo


se comportan como espejos.
LACAN, Sem inario 1

Luego de un título tan prometedor, sabía que no era imposible


presentar untrabajo satisfactorio, pero quizás la promesa del Falo

* Título original en inglés: “The Lesbian Phallus and the Morphological


Imaginary”, publicado en: Differences: A Journal o f Feminist Cultural Studies,
vol. 4, núm. 1 (primavera 1992). Traducción de Leticia Tatinclaux; revisada y
corregida por Marysa Navarro.
1Jane Gallop, Thinking Through the Body (Nueva York: Columbia University
Press, 1988); Jacques Lacan, The Seminar of Jacques Lacan, Book II: The Ego in
Freud’s Theory and the Technique of Fsychoanalysis, 1954-55. Trad. John Forres­
ter y ed. Jacques-Alain Miller (Nueva York: Norton, 1988). Traducción de Le Sé-
minaire de Jacques Lacan, Livre II: Le moi dans la théorie de Freud et dans la tech­
nique de la psychanalyse (París: Seuil, 1978): 49/65. Las citas de la versión inglesa y
francesa de los textos de Lacan serán anotadas a lo largo del texto a ambos lados de
“/” respectivamente, luego del título en inglés. Se dan las páginas en ambas lenguas
sólo para aquellas citas en las cuales el francés podría aclarar significativamente el
sentido de la frase. Cuando la traducción aparece clara, sólo se cita el texto en inglés.
en cierto modo es siempre insatisfactoria. Me gustaría entonces
reconocer ese fracaso desde ya, trabajarlo y sugerir que del análi­
sis que propongo puede surgir algo más interesante que satisfacer
el ideal fálico. En verdad, tal vez sea bueno tener cierta cautela
con respecto a esa seducción. Lo que me gustaría hacer, más bien,
es volver a Freud desde una perspectiva crítica, al ensayo “Sobre
el narcisismo: una introducción”, y considerar las contradiccio­
nes textuales que produce al intentar definir las fronteras de las
partes erotogénicas del cuerpo. Podría parecer que el Falo lesbia-
no no tiene mucho que ver con buena parte de lo que están uste­
des a punto de leer, pero les aseguro (¿les prometo?) que no po­
dría haber sido escrito sin él.
El ensayo “Sobre el narcisismo: una introducción”2 es un es­
fuerzo por explicar la teoría de la libido sobre la base de expe­
riencias que en un principio no parecen ser las más aptas para el
objetivo. Freud empieza con el dolor corporal y pregunta si no
podríamos entender la obsesiva autopreocupación de aquellos
que sufren una enfermedad o una lesión orgánica como un tipo
de inversión libidinal en el dolor. Pregunta, además, si esta inver­
sión negativa en la molestia corporal propia puede ser entendida
como un tipo de narcisismo. Por el momento quiero suspender
la pregunta de por qué Freud elige primero la enfermedad y lue­
go la hipocondría como ejemplos de experiencias corporales que
el narcisismo describe, mejor dicho, por qué parece que el narci­
sismo es un narcisismo negativo desde un principio. Volveré a esta
pregunta una vez establecida la relación entre enfermedad y ero-
togeneidad. Así pues, en el ensayo sobre narcisismo, Freud defi­
ne en primer lugar la enfermedad orgánica como la que “retira
la libido de los objetos de amor, [y] se prodiga libido a sí mis­
ma”.3 Como primer ejemplo, cita una línea del poema de Wil-
helm Busch “Balduin Bahlamin” sobre la eroticidad de un dolor

2 Sigmund Freud, “On Narcissism: An Introduction” (1914), en: The Stan­


dard Edition, vol. 14: 67-104. Trad. de “Zur Einführung des NarziSmus”, en:
Gesammelte Werke, vol. 10 (Londres: Imago, 1946).
de muelas: “concentrada está su alma [...] en el hueco dolorido
de su molar”.4
Según la teoría de la libido, la concentración erotiza ese aguje­
ro en la boca, esa cavidad dentro de una cavidad, redoblando el
dolor de lo orgánico como tal y a través de un dolor reforzado
psíquicamente -un dolor del alma o desde el alma, la psique-. A
partir de este ejemplo de autoinversión libidinal, Freud extrapola
otros ejemplos: el sueño y luego los sueños, ambos considerados
ejercicios de una sostenida preocupación por sí mismo, y luego la
hipocondría. Utilizando un rodeo textual, por intermedio del sue­
ño, los sueños y el Imaginario, el ejemplo del dolor físico abre pa­
so a una analogía con la hipocondría y luego a una lógica que es­
tablece la indisolubilidad teórica del daño físico y del imaginario.
Esta posición tiene consecuencias en la delimitación de lo que
constituye una parte del cuerpo y, como veremos, lo que constitu­
ye una parte erotógena del cuerpo. En el ensayo sobre el narcisis­
mo, la hipocondría prodiga libido a una parte del cuerpo, pero
hay que señalar que esa parte del cuerpo no existe para la con­
ciencia antes de la inversión; de hecho, esa parte del cuerpo es de­
lineada y se vuelve conocible para Freud sólo por la inversión.
En 1923, en El yo y el ello, Freud afirmará con bastante clari­
dad que el dolor corporal es el prerrequisito del autodescubri-
miento del cuerpo. En esta obra pregunta cómo nos podemos dar
cuenta de la formación del ego, ese sentido circunscrito del yo, y
llega a la conclusión de que se diferencia del ello en parte a través
del dolor: “El dolor parece jugar un papel en el proceso, y la ma­
nera en que adquirimos un nuevo conocimiento de nuestros ór­
ganos durante las enfermedades dolorosas constituye tal vez el
prototipo de la manera por la que generalmente llegamos a la re­
presentación de nuestro propio cuerpo”.5 En un paso que prefi­

4 ídem: “Einzig in der engen Hohle [...] des Bachenzahnes weilt die Seele”
(“Einführung...”, ob. cit.: 148-149). “Sola en el hueco estrecho de su molar vive
el alma”; traducción de la autora.
5 Sigmund Freud, The Ego and the Id. 1923. The Standard Edition o f the
Complete Psychological Works o f Sigmund Freud. Trad. y ed. James Strachey,
vol. 19 (Londres: Hogarth, 1961) 24 vols.; 1953-1974; 1-66.
gura el argumento de Lacan en “El estadio del espejo”, Freud re­
laciona la formación del yo con la idea externalizada que uno o
una se forma del propio cuerpo. De allí la afirmación de Freud:
“el ego es ante todo un ego corporal; no es meramente una enti­
dad superficial, es en sí misma la proyección de una superficie”.6
¿Qué queremos decir cuando hablamos de la construcción ima­
ginaria de las partes del cuerpo? ¿Es una tesis idealista o una que
afirma la indisolubilidad del cuerpo psíquico y físico? Curiosa­
mente, Freud asocia el proceso de erotogeneidad con la conciencia
del dolor corporal: “Tomando ahora cualquier parte del cuerpo,
llamemos “erotogeneidad” a la actividad por la cual envía estímu­
los sexualmente excitantes a la mente”.7 Aquí, sin embargo, no
queda fundamentalmente claro, incluso es imposible decidirlo, si
es una conciencia la que atribuye dolor al objeto, delineándolo,
como en el caso de la hipocondría, o si es un dolor causado por
una enfermedad orgánica que es registrado retrospectivamente
por una conciencia atenta. Sin embargo, esta ambigüedad entre
un dolor real o ideado se mantiene en la analogía con la erotoge­
neidad, que parece definida como una verdadera vacilación entre
las partes del cuerpo reales e imaginadas. Si la erotogeneidad es
producida por la transmisión de una actividad corporal a través
de una idea, entonces la idea y la transmisión coinciden fenome-
nológicamente. En consecuencia, no sería posible hablar de una
parte del cuerpo que precede y da origen a una idea, pues es la
idea la que emerge simultáneamente con el cuerpo fenomenológi-
camente accesible, lo que garantiza su accesibilidad. Aunque el
lenguaje de Freud asume una causalidad temporal que hace que la

6 Freud, “On Narcissism...”, ob. cit.: 84. Freud luego pone a pie de página:
“Es decir, el yo es por último derivado de las sensaciones corporales, principal­
mente de aquéllas que surgen de la superficie del cuerpo. Así puede considerar­
se como una proyección mental de la superficie del cuerpo, además [...] repre­
sentando las superficies del aparato mental”. Aunque Freud está dando aquí
una relación del desarrollo del yo, y afirmando que el yo se deriva de la superfi­
cie proyectada del cuerpo, está estableciendo sin advertirlo las condiciones para
la articulación del cuerpo como morfología.
7 Ibídem, p. 84.
parte del cuerpo preceda a su idea , confirma sin embargo la indi­
solubilidad de una parte del cuerpo y el fantasmático secciona-
miento que lo trae a la experiencia psíquica. Más tarde, en el pri­
mer Seminario, Lacan leerá a Freud retomando estas líneas, y
argumentando en su discusión sobre “Los dos narcisismos” que
“el impulso libidinal está centrado en la función del Imaginario”.8
Sin embargo, ya en el ensayo sobre el narcisismo, encontramos
el comienzo de esta formulación en la discusión de la erotogenei-
dad de las partes del cuerpo. Después de presentar la hipocon­
dría como una neurosis de angustia, Freud sostiene que la autoa-
tención libidinal es precisamente lo que delimita a una parte del
cuerpo como tal: “Ahora bien, el prototipo familiar (Vorbild) de
un órgano sensible al dolor, de alguna manera alterado y sin em­
bargo no enfermo en el sentido ordinario del término, es el órga­
no sexual en estado de excitación”.9
Aquí se supone que hay un sólo órgano genital, el sexo que es
uno, pero a medida que Freud continúa escribiendo sobre él pare­
ce perder su lugar propio y proliferar en ubicaciones inesperadas.
Este ejemplo suministra en un primer momento la ocasión de de­
finir la erotogeneidad mencionada con anterioridad, “esa activi­
dad de una determinada área del cuerpo que consiste en transmi­
tir estímulos sexualmente excitantes a la mente”. A continuación
Freud da como conocimiento aceptado “que algunas otras áreas
del cuerpo -las zonas erotógenas- pueden actuar como sustitutas
de los genitales y comportarse como ellos”.10 Aquí parecería que
“los genitales”, presumiblemente los genitales masculinos, son en
un principio ejemplo de las partes corporales delineadas por la
neurosis de angustia, pero como prototipo son ejemplo de ese
proceso mediante el cual las partes del cuerpo se vuelven episte­
mológicamente accesibles mediante una investidura imaginaria.

8 Jacques Lacan, The Seminar o f Jacques Lacan, Book I: Freud’s Papers on


Technique, 1953-54. Ed. Jacques-Alain Miller y trad. John Forrester (Nueva
York: Norton, 1988). Trad. de Le Séminaire de Jacques Lacan, Livre I: Les
écrits techniques de Freud (París: Seuil, 1975): 122/141.
9 Freud, “On Narcissism...”, ob. cit.: 84.
10 ídem.
Como ejemplares o prototipo, estos genitales ya han hecho de di­
versas partes del cuerpo o de tipos en el texto freudiano, y han si­
do sustitutos de los efectos de otros procesos hipocondríacos. El
agujero abierto en la boca, la panoplia de dolencias orgánicas e
hipocondríacas tienen su síntesis y se ven resumidos en los genita­
les masculinos prototípicos. Sin embargo, el colapso de sustitucio­
nes que hacen estos genitales es invertido y borrado en la frase si­
guiente, en la cual se afirma que las zonas erotógenas actúan como
sustitutos de los genitales. En el último caso, parecería que estos
mismísimos genitales -resultado o efecto de un conjunto de susti­
tuciones- son lo que es sustituido por otras partes del cuerpo. En
efecto, los mismos genitales masculinos son de pronto un lugar
originario de erotogeneidad que luego se convierte en la ocasión
para un conjunto de sustituciones o desplazamientos. A primera
vista parece lógicamente incompatible afirmar que estos genitales
son al mismo tiempo un ejemplo acumulativo y un prototipo o lu­
gar originario que ocasiona un proceso de ejemplificaciones secun­
darias. En el primer caso, son el efecto y la suma de un juego de
sustituciones y, en el segundo, son un origen de las sustituciones.
Pero tal vez este problema lógico sea síntoma de un deseo de en­
tender estos genitales como una idealización originadora, es decir,
como el Falo simbólicamente codificado.
Para Lacan, el Falo que Freud invoca en La interpretación de
los sueños es considerado el significante privilegiado que da ori­
gen o genera significados, pero que no es en sí mismo el efecto
significador de una cadena significante previa. El ofrecer una defi­
nición de Falo, en realidad el tratar de fijar su significado denota­
tivamente, es colocarse en la situación de que se tiene el Falo y,
por lo tanto, presuponer y llevar a la acción precisamente aquello
que aún debe ser explicado.11 En un sentido, el ensayo de Freud
lleva a la acción el proceso paradójico mediante el cual.el Falo,
significante privilegiado y generador, es a su vez generado por
una serie de ejemplos de partes erotógenas del cuerpo. El Falo es
entonces aquello que confiere erotogeneidad y significación a es­
tas partes del cuerpo, aunque hemos visto a través del desliza­
miento metonímico del texto de Freud la manera en que el Falo
se instala como origen para suprimir la ambivalencia producida
en el curso de ese deslizamiento.
Si aquí Freud está empeñado en circunscribir la función fálica,
y está proponiendo una fusión del pene y el Falo, entonces los
genitales necesariamente funcionarían de manera doble: como el
ideal (simbólico) que ofrece una medida imposible y originaria
para que se aproximen a ella los genitales, y como la anatomía
(imaginaria) que está marcada por el fracaso de lograr el retorno
a aquel ideal simbólico. En la medida en que los genitales mascu­
linos se convierten en el espacio de una vacilación textual, ellos
representan la imposibilidad de fusionar la distinción entre pene
y Falo. Nótese que he consignado al pene, convencionalmente
descrito como anatomía real, al dominio de lo Imaginario. Exa­
minaré las consecuencias de esta consignación (o liberación) ha­
cia el final del presente ensayo.
Como si zozobrara en un juego de ambivalencias constitutivas
fuera de su control, Freud continúa su paradójica articulación de
los genitales masculinos como prototipo y origen y agrega otra afir­
mación inconsistente a la lista: “Podemos decidir que vamos a con­
siderar la erotogeneidad como una característica general de todos
los órganos”, afirma, “y podemos entonces hablar de un incremen­
to o disminución de la misma en un lugar particular del cuerpo”.12
En este último comentario que Freud parecería verse obligado
a hacer -como si la convicción produjera su propia verdad- la re­
ferencia a la primacía temporal u ontológica de cualquier parte
del cuerpo queda suspendida. El ser propiedad de todos los órga­
nos es no ser propiedad necesaria de ningún órgano, una propie­
dad definida por su misma plasticidad, transferibilidad y expro-
piabilidad. En un sentido, hemos seguido desde el inicio la cadena
metonímica de esta propiedad de ambulante. La discusión de
Freud empezó con el verso de Wilhelm Busch, “el hueco dolorido
de su molar”, una figura que presenta cierta colisión de figuras, un
instrumento de penetración punzado, una vagina dentada inverti­
da, un ano, la boca, un orificio en general, el espectro de un instru­
mento penetrante penetrado.13 El diente, como aquello que muer­
de, corta, se abre paso y entra, es aquello que a su vez ha sido
penetrado, violentado y representa así una ambivalencia que, al
parecer, se convierte en la fuente de dolor analogada con los geni­
tales masculinos unas pocas páginas más adelante. Esta figura es
inmediatamente igualada a otras partes del cuerpo real o imagina­
riamente doloridas y luego es reemplazada y borrada por los geni­
tales prototípicos. Este instrumento de penetración herido sólo
puede sufrir bajo el ideal de su propia invulnerabilidad, y Freud in­
tenta restituirle su poder imaginario estableciéndolo primero como
prototipo y luego como el espacio originario de la erotogeneidad.
Pero en el curso de la restitución de la propiedad fálica al pene,
Freud enumera un conjunto de analogías y sustituciones que retó­
ricamente afirman la transferibilidad fundamental de esa propie­
dad. En verdad, él Falo no es ni la construcción imaginaria del pe­
ne ni la valencia simbólica de la cual el pene es una aproximación
parcial. Pues esta formulación implica seguir afirmando al Falo
como el prototipo o la propiedad idealizada del pene. Y sin em­
bargo, a partir de la trayectoria metonímica del propio texto de
Freud, está claro que la ambivalencia central de cualquier cons­
trucción del Falo no pertenece a ninguna parte del cuerpo, sino
que es fundamentalmente transferible y es, al menos dentro de su
texto, el principio mismo de la transferibilidad erotógena. Ade­
más, es a través de esta transferencia, entendida como una susti­
tución de lo psíquico por lo físico -la lógica metaforizante de la
hipocondría-, que las partes del cuerpo se vuelven fenomenológi-

13 Lacan, The Seminar o f Jacques Lacan, Book II..., ob. cit.: 164. Esta ima­
gen de la boca amenazante recuerda la descripción que hace Freud de la boca
de Irma en “La interpretación de los sueños”. Lacan se refiere a esa boca como
“aquel algo que propiamente hablando es innombrable, la parte de atrás de esta
garganta, la forma compleja inubicable, que también la hace el objeto primitivo
par excellence, el abismo del órgano femenino del cual surge toda vida, este
abismo de la boca, en la cual todo es tragado, hasta la imagen de la muerte en
la que todo llega a su final”.
camente accesibles. Aquí podríamos entender el nexo dolor/placer
que condiciona la erotogeneidad como parcialmente constituido
por la propia idealización de la anatomía designada por el Falo.
En esta lectura, entonces, el esfuerzo textualizado de Freud por
transformar la figura del hueco molar doliente en el pene como
prototipo y luego como Falo, lleva a cabo retóricamente el proceso
mismo de investimiento e idealización narcisista que él busca do­
cumentar, superando aquella ambivalencia mediante la conjura­
ción de un ideal. Una podría querer leer la idealización psíquica de
las partes corporales como un esfuerzo por resolver un dolor físico
previo. Sin embargo es posible que la idealización produzca la ero­
togeneidad como una escena de fracaso necesario y ambivalencia,
que pasa a impulsar un retorno a esa idealización en un vano es­
fuerzo por escaparse de esa situación conflictuada. ¿En qué medi­
da es esta situación conflictuada, precisamente, la impulsionalidad
repetitiva de la sexualidad? Y ¿qué significa “el no aproximarse”
en el contexto en que todo cuerpo hace precisamente eso?
Se podría también argumentar que seguir usando el término
Falo para esta función simbólica o idealizante es prefigurar y va­
lorizar qué parte del cuerpo será el lugar de la erotización; esto
merece una respuesta seria. Por el contrario, insistir en la transfe-
ribilidad del Falo, en el Falo como propiedad transferible o plás­
tica, es desestabilizar la distinción entre ser y tener Falo, y sugerir
que una lógica de no contradicción no se sostiene necesariamente
entre estas dos posiciones. En efecto, el tener es para Lacan una
posición simbólica que establece la posición masculina dentro de la
matriz heterosexual y que presupone una relación idealizada de
propiedad que luego es sólo aproximada parcialmente por aque­
llos seres masculinos marcados que ocupan esa posición dentro
del lenguaje. Pero si esta atribución de propiedad ha sido impro­
piamente atribuida, si descansa en una negación de esa transferi-
bilidad de propiedad (por ejemplo, si es una transferencia a un lu­
gar no transferible o un lugar que ocasiona otras transferencias,
pero que en sí mismo no es transferido de ninguna parte) entonces
la represión de esa negación constituirá internamente aquel siste­
ma y, por ello, será propuesta como el espectro prometedor de su
desestabilización. En la medida en que cualquier referencia al Falo
lesbiano parece una representación espectral de un original mascu­
lino, bien podríamos cuestionar la producción espectral de aquel
origen que, hemos visto, está constituido en el texto de Freud por
una inversión y un borrón de un conjunto de sustituciones.
Parecería que esta valorización imaginaria de las partes del cuer­
po se deriva de una suerte de hipocondría erotizada. La hipocon­
dría es una inversión o atribución imaginaria que, según la prime­
ra teorización, constituye una proyección libidii\al de la superficie
del cuerpo que a su vez establece su accesibilidad epistemológica.
Aquí la hipocondría denota algo como un bosquejo o producción
teatral del cuerpo, da contorno imaginario al mismo yo, proyec­
tando un cuerpo que se vuelve la ocasión de una identificación que
en su status imaginario o proyectado es plenamente tenue.
Pero desde el inicio hay en el análisis de Freud algo evidente­
mente oblicuo, pues ¿cómo es que la autopreocupación por el su­
frimiento o la enfermedad corporal se convierte en la analogía
del descubrimiento erotógeno y la conjuración de las partes del
cuerpo? En El yo y el ello, el mismo Freud sugiere que imaginar
la sexualidad como enfermedad es sintomático de la presencia es­
tructurante de un marco moralista de culpa. En ese texto, Freud
afirma que el narcisismo debe dar paso a los objetos y que final­
mente debemos amar para no enfermarnos. En la medida en que
hay una prohibición con respecto al amor acompañada de ame­
nazas de muerte imaginada, hay una gran tentación de rechazar
el querer y, por lo tanto, de aceptar esa prohibición y contraer
una enfermedad neurótica. Una vez que se instala esta prohibi­
ción, las partes del cuerpo surgen como lugares de placer castiga-
bles y, por ende, de placer y dolor. En este tipo de enfermedad
neurótica, la culpa se manifiesta como dolor que cubre la super­
ficie del cuerpo y puede aparecer como enfermedad física. ¿Qué
sucede si este tipo de sufrimiento corporal es, tal como Freud lo
afirma de otros tipos de dolor, análogo a la manera en que con­
seguimos una idea de nuestro propio cuerpo?
Si las prohibiciones constituyen en cierto sentido morfologías
proyectadas, entonces volver a trabajar los términos de esas pro­
hibiciones sugiere la posibilidad de proyecciones variables, modos
diversos de delinear y teatralizar las superficies del cuerpo que no
garantizan intercambio heterosexual y que se convierten en lugares
de transferencia de propiedades que no pertenecen propiamente
hablando a anatomía alguna. Aclararé lo que esto significa para
pensar imaginarios alternativos y el Falo lesbiano, pero primero
una nota admonitoria sobre Freud.
La patologización de las partes erotógenas en Freud exige ser
leída como un discurso producido en la culpa y, aunque las posi­
bilidades imaginarias y proyectivas de la hipocondría sean útiles,
exigen ser disociadas de las metáforas de la enfermedad que satu­
ra la descripción de la sexualidad. Esto es especialmente urgente
ahora que la patologización de la sexualidad en general y la des­
cripción específica de la homosexualidad como el paradigma de
lo patológico como tal son sintomáticos del discurso homofóbico
sobre el SIDA.
En la medida en que Freud acepta la analogía entre erotogenei­
dad y enfermedad, produce un discurso patológico acerca de la
sexualidad que permite que las figuras de enfermedad orgánica
construyan figuras de las partes erotógenas del cuerpo. Esta fusión
tiene una larga historia, sin duda, pero encuentra una de sus per­
mutaciones contemporáneas en la construcción homofóbica de la
homosexualidad masculina como patológica desde siempre -un
argumento reciente de Jeff Nunokawa-, de manera que el SIDA es
explicado fantasmáticamente como la patología de la homosexua­
lidad misma. No hay duda de que se trata de leer a Freud no para
buscar los momentos en que la enfermedad y la sexualidad se fu­
sionan, sino más bien para esos momentos en que la fusión no se
sostiene y donde él no logra leerse a sí mismo precisamente del
modo en que él nos enseña a leer (“Comentar un texto es como
hacer un análisis”).14
Las prohibiciones, que incluyen la prohibición de la homose­
xualidad, son impuestas por el dolor de la culpa y el propio Freud
sugiere este vínculo al final de su ensayo al explicar la génesis de
la conciencia y sus posibilidades de autovigilancia, como la intro-

14 Jeff Nunokawa, “In Memoriam and the Extinction of the Homosexual”,


ELH 58 (1911): 427-438; Lacan, The Seminar o f Jacques Lacan, Book /..., ob.
cit.: 73.
yección de la catexia homosexual. En otras palabras, el ideal del
yo que gobierna lo que Freud llama la autoestima del sí mismo re­
quiere la prohibición de la homosexualidad, una prohibición que
es deseo homosexual vuelto hacia sí mismo; la autoamonestación
de la conciencia es el encaminamiento reflexivo del deseo homose­
xual. Si, como dice Freud, el dolor puede ser una manera mediante
la cual llegamos a tener una idea de nuestro cuerpo, también es
posible que las prohibiciones que construyen el género operen im­
pregnando al cuerpo con un dolor que culmina en la proyección
de una superficie, es decir, una morfología sexuada que es a su vez
una fantasía compensatoria y una máscara fetichista. Y si se debe
amar o enfermarse, entonces tal vez la sexualidad que aparece co­
mo enfermedad es el efecto engañoso del censor. Freud ofrece algo
así como un mapa de esta problemática, pero sin desarrollar el
análisis que necesita.
Si este esfuerzo por repensar lo físico y lo psíquico funciona
bien, entonces ya no es posible tomar la anatomía como un refe­
rente estable que es de alguna manera valorizado o significado por
su sometimiento a un esquema imaginario. Por el contrario, la
misma accesibilidad de la anatomía depende en cierto sentido de
este esquema y coincide con él. Como resultado de esta coinciden­
cia, no me es claro que se pueda decir que las lesbianas son del
mismo sexo o que la homosexualidad en general debe ser explica­
da como amor a lo que es igual. Pues uno de los puntos de esta
discusión de la indisolubilidad de lo psíquico y lo corporal es suge­
rir que cualquier descripción del cuerpo, incluidas las que son juz­
gadas convencionales dentro del discurso científico, se da a través
de la circulación y la validación de un esquema imaginario.
Pero si las descripciones del cuerpo se dan en un esquema ima­
ginario y a través del mismo, es decir, si estas descripciones son
investidas psíquica y fantasmáticamente, ¿hay algo que podamos
seguir llamando el cuerpo en sí mismo y que escapa a esta esque-
matización? Esta pregunta tiene por lo menos dos respuestas.
Primero, la proyección psíquica confiere fronteras y, por ello,
unidad al cuerpo, de manera que los propios contornos del cuer­
po son lugares que vacilan entre lo psíquico y lo material; por lo
tanto, los contornos corporales y la morfología no están mera­
mente implicados en una tensión irreductible entre lo psíquico y
lo material sino que son esa tensión. Por lo tanto, la psique no es
una rejilla a través de la cual aparece un cuerpo preexistente; esa
formulación representaría el cuerpo como ontológico en sí mis­
mo y sólo se vuelve asequible a través de la psique que establece
su modo de aparición como objeto epistemológico.
La formulación kantiana del cuerpo exige ser reelaborada, pri­
mero, en un registro más fenomenológico como formación ima­
ginaria y, segundo, a través de una teoría de la significación co­
mo un efecto y señal de la diferencia sexual. En cuanto a lo
primero, que está sostenido en lo segundo, en este contexto po­
dríamos entender a la psique como aquello que constituye el mo­
do en el cual aquel cuerpo se da, la condición y el contorno de
aquel carácter de dado. Esto me lleva al segundo punto: la mate­
rialidad del cuerpo no debe ser conceptualizada como un efecto
unilateral y determinado de la psique en ningún sentido que re­
duzca esa materialidad a la psique o haga de la psique el material
componente monista a partir del cual aquella materialidad es
producida y/o derivada. Esta última alternativa claramente cons­
tituiría una forma insostenible de idealismo. Debe ser posible
conceder y afirmar una serie de materialidades atribuibles al
cuerpo, que son significadas por los dominios de la biología, la
anatomía, la fisiología, la composición hormonal y química, la en­
fermedad, la edad, el peso, el metabolismo, la vida y la muerte.
Nada de esto puede ser negado. Pero la indisputabilidad de estas
materialidades de ninguna manera implica lo que significa afir­
marlas, por cierto, o qué matrices interpretativas condicionan,
permiten y limitan esa afirmación necesaria. El que cada una de
esas categorías tenga una historia y una historicidad, el que cada
una esté constituida por las líneas fronterizas que la distinguen y,
por lo tanto, por lo que excluyen, y el que las relaciones del dis­
curso y el poder produzcan jerarquías, se sobrepongan y desafíen
esos límites, implica que son regiones a la vez persistentes y cues­
tionadas. Podríamos querer afirmar que lo que persiste en estos
dominios cuestionados es la materialidad del cuerpo. Pero tal vez
habremos cumplido la misma función, y abierto algunas otras, si
afirmamos que lo que persiste aquí es un reclamo de y para un
lenguaje, un aquello que impulsa y ocasiona, digamos, dentro del
dominio de la ciencia, explicado, descrito, diagnosticado, altera­
do; o en la trama cultural de la experiencia vivida, alimentado,
ejercitado, movilizado, puesto a dormir: un espacio de actualiza­
ciones y pasiones de diversos tipos. Insistir en este reclamo, este
lugar sin el cual ninguna operación psíquica puede proceder, pe­
ro también aquello sobre lo cual y a través de lo cual la psique
también opera, es empezar a circunscribir lo que es invariable y
persistentemente el lugar de operación de la psique. No la tabla
rasa o el medio pasivo sobre el cual actúa la psique, sino más
bien el reclamo constitutivo que moviliza la acción psíquica des­
de el inicio, es decir esa movilización, en su forma transmutada,
como insiste Nietzsche, es esa psique.

¿Son los cuerpos puramente discursivos ?

Las categorías lingüísticas que se supone denotan la materialidad


del cuerpo están perturbadas por un referente que nunca es total
o permanentemente resuelto o contenido por ningún significado
dado. En verdad, ese referente persiste sólo como un tipo de au­
sencia o pérdida, aquello que el lenguaje no puede capturar, sino
más bien que lo impulsa una y otra vez a tratar de capturar, cir­
cunscribir -y a fracasar-. Esta pérdida tiene lugar en el lenguaje
como un llamado o un pedido insistente que, si bien está en el
lenguaje, nunca es plenamente del lenguaje. Postular una materia­
lidad fuera del lenguaje equivale a seguir postulando esa misma
materialidad, y la materialidad así postulada conservará aquella
postulación como su condición constitutiva. Postular una mate­
rialidad fuera del lenguaje, donde esa materialidad es considerada
ontológicamente distinta del lenguaje, es socavar la posibilidad de
que el lenguaje pueda ser capaz de indicar o corresponder a aquel
dominio de alteridad radical; por ello, la distinción absoluta entre
lenguaje y materialidad que debía asegurar la función referencial
del lenguaje socava radicalmente aquella función.
Esto no quiere decir que el cuerpo sea simplemente material lin­
güístico, por un lado, o que no tiene relación con el lenguaje, por
el otro. Se relaciona con el lenguaje todo el tiempo. En verdad, la
materialidad del lenguaje, del signo mismo que intenta denotar “ma­
terialidad”, sugiere que no es cierto que todo, incluida la materiali­
dad, siempre sea de antemano lenguaje. Al contrario, la materia­
lidad del significante (una materialidad que comprende tanto los
signos como su eficacia significadora) implica que no puede haber
referencia a una pura materialidad salvo a través de la materiali­
dad. Por ello, no es que no se pueda salir del lenguaje a fin de asir
la materialidad en sí misma; más bien, todo esfuerzo por referirse
a la materialidad se da mediante un proceso significador que, en su
fenomenalidad, es siempre de antemano material. En este sentido,
el lenguaje y la materialidad no son opuestos, pues el lenguaje es y
se refiere a aquello que es material, y lo que es material nunca es­
capa totalmente al proceso mediante el cual es significado.
Pero si el lenguaje no se opone a la materialidad, tampoco la
materialidad puede ser sumariamente adscrita a una identidad con
el lenguaje. De un lado, el proceso de significación es siempre ma­
terial; los signos funcionan apareciendo, y apareciendo a través de
los medios materiales, aunque lo que aparezca sólo signifique en
virtud de esas relaciones no fenomenológicas, o sea relaciones de
diferenciación, que tácitamente estructuran y propulsan la signifi­
cación. Las relaciones, aun la noción de différance, establecen y re­
quieren relatos, relaciones, términos y significantes fenoménicos. Y
sin embargo, lo que permite que un significante signifique nunca
será sólo su materialidad; esa materialidad será a la vez una instru-
mentalidad y el despliegue de un conjunto de relaciones lingüísti­
cas más amplias. La materialidad del significante sólo significará en
la extensión de su impureza, contaminada por la idealidad de las
relaciones diferenciadoras, por las estructuraciones tácitas de un
contexto lingüístico ilimitado.15 A la inversa, el significante funcio­
nará en la medida en que también está contaminado constitutiva­
mente por esa misma materialidad que la idealidad de sentido pre­

15 Véase Jacques Derrida, “Signature, Event, Context”, en: Limited, Inc.


(Chicago: Northwestern University Press, 1977): 1-23. Esta falta de límites del
contexto separa una descripción de las relaciones lingüísticas postestructuralista
de una estructuralista.
tende superar. La materialidad del significado -y el referente mis­
mo al que se llega a través del significado- está apartada de y a la
vez relacionada con la materialidad del significante, pero permane­
ce irreductible al significado. Esta diferencia radical entre referente
y significado es el lugar donde la materialidad del lenguaje y la del
mundo que busca significar es perpetuamente negociada. Esto po­
dría ser comparado con provecho con la noción de “la carne del
mundo” de Merleau-Ponty.16 Aunque no se puede decir que el re­
ferente exista separado del significado, sin embargo no puede ser
reducido a él. Ese referente, esa función constante del mundo, ha
de persistir como el horizonte y como aquello que plantea sus exi­
gencias en y al lenguaje. El lenguaje y la materialidad están com­
pletamente enclavados uno en otro, con una interdependencia
quiasmática pero nunca totalmente fusionada, o sea, reducidos el
uno a la otra, y sin embargo sin excederse mutuamente en forma
total. El lenguaje y la materialidad, siempre implicados de antema­
no entre ellos, siempre de antemano excediéndose mutuamente,
nunca son totalmente idénticos ni totalmente diferentes.
Pero entonces, ¿qué hacemos con el tipo de materialidad que
está asociada al cuerpo, en su fisicalidad como también en su lo­
calización, inclusive su ubicación social y política, y con esa ma­
terialidad que caracteriza al lenguaje? ¿Nos referimos a la mate­
rialidad en un sentido común, o son estos usos ejemplos de lo
que Althusser llama modalidades de la materia?17

16 Sobre la carne del mundo y el entrelazamiento del tacto, la superficie y la


visión, véase Maurice Merleau-Ponty, “The Intertwining-The Chiasm”, en: The
Visible and the Invisible, trad. Alphonso Lingis y ed. Claude Lefort (Evanston:
Northwestern University Press, 1968): 130-155.
17 Louis Althusser, “Ideology and Ideological State Apparatuses (Notes to­
wards an Investigation)”, en: Lenin And Philosophy And Other Essays (Nueva
York: Monthly Review, 1971): 127-186. “Una ideología siempre existe en un
aparato y su práctica o prácticas. Esta existencia es material. Por supuesto, la
existencia material de la ideología en un aparato y sus prácticas no tiene la misma
modalidad que la existencia material de un adoquín o un rifle. Pero, a riesgo de
ser tomado por un neoaristotélico (NB Marx tenía muy alta opinión de Aristóte­
les), diré que ‘la materia es tratada en varios sentidos’, o más bien que existe en
distintas modalidades, todas enraizadas en última instancia en la ‘materia física’.”
Responder a la pregunta sobre la relación entre la materiali­
dad de los cuerpos y la del lenguaje requiere antes que nada ofre­
cer una descripción de cómo se materializan los cuerpos, es decir,
de cómo llegan a asumir la morphe, la forma mediante la cual su
discreción material es marcada. La materialidad del cuerpo no
debe ser dada por sentada, porque en cierto sentido es adquirida,
constituida, por el desarrollo de la morfología. Y dentro de la vi­
sión lacaniana, el lenguaje, entendido como reglas de diferencia­
ción basadas en relaciones de parentesco, es esencial para el de­
sarrollo de la morfología. Antes de considerar una descripción
del desarrollo de la morfología lingüística y corporal, veamos
brevemente a Kristeva, para proporcionar un contraste con La­
can y tener una introducción crítica.
En la medida en que el lenguaje puede ser entendido como
surgiendo de la materialidad de la vida corporal, es decir, como la
reiteración y la extensión de un conjunto material de relaciones,
el lenguaje es una satisfacción suplente, un acto primario de des­
plazamiento y condensación. Pero Kristeva sostiene que la mate­
rialidad del significante hablado, la vocalización del sonido, es ya
un esfuerzo psíquico por reinstalar y recapturar el cuerpo mater­
no perdido; por eso, estas vocalizaciones son recapturadas tempo­
ralmente en la sonora poesía que trabaja el lenguaje en sus máxi­
mas posibilidades materiales.18 Sin embargo, aquí también esos
balbuceos materiales ya están investidos psíquicamente, desplega­
dos al servicio de una fantasía de dominio y restauración. Aquí la
materialidad de las relaciones corporales, previa a cualquier indi­
viduación en un cuerpo separado o, más bien, simultánea a él, es
desplazada hasta la materialidad de las relaciones lingüísticas. Sin
embargo, el lenguaje, efecto de este desplazamiento, carga la
huella de esa pérdida precisamente en la estructura fantasmática
de la recuperación que moviliza la vocalización misma. Aquí está
la materialidad de ese (otro) cuerpo fantasmáticamente reinvocado

u Julia Kristeva, Desire in Language: A Semiotic Approach to Literature


and Art, ed. León S. Roudiez y trad. Thomas Gorz, Alice Jardine y León S.
Roudiez (Nueva York: Columbia University Press, 1980): 134-136.
en la materialidad de los sonidos significantes. En verdad, lo que
da el poder de significación a esos sonidos es esa estructura fan-
tasmática. Así, la materialidad del significante es la repetición
desplazada de la materialidad del cuerpo materno perdido. La
materialidad está constituida en la iterabilidad y por ella. Y en la
medida en que el impulso referencial del lenguaje es volver a aque­
lla presencia originaria perdida, el cuerpo materno se vuelve, por
así decir, el paradigma o la figura para cualquier referente subse­
cuente. Ésta es, en parte, la función de lo Real en su convergencia
con el cuerpo materno no tematizable en el discurso lacaniano. Lo
Real es aquello que resiste y compele a la simbolización. Kristeva
redescribe y reinterpreta lo Real como lo semiótico, es decir, co­
mo un modo poético de significar que, aunque dependiente de lo
Simbólico, no puede ser reducido a él ni figurado como su Otro
no tematizable.
Para Kristeva, .la materialidad del lenguaje se deriva en cierto
sentido de la materialidad de las relaciones corporales infantiles: el
lenguaje se vuelve algo como el desplazamiento infinito de esa
jouissance que es fantasmáticamente identificada con el cuerpo
materno. Todo esfuerzo por significar codifica y repite esta pérdi­
da. Además, es sólo bajo la condición de esta pérdida primaria del
referente, lo Real, entendido como la presencia materna, que pue­
de darse la significación -y la materialización del lenguaje-. La
materialidad del cuerpo materno es sólo figurable dentro del len­
guaje (un conjunto de relaciones ya diferenciadas) como el lugar
fantasmático de una fusión des-individualizada, una jouissance
previa a la diferenciación y a la emergencia del sujeto.19 Pero en la
medida en que esa pérdida es representada dentro del lenguaje,
i.e., aparece como una figura en el lenguaje, esa pérdida también
es negada, pues el lenguaje ejerce la separación que figura y, a la
vez, se defiende contra ella; en consecuencia, cualquier represen­
tación de esa pérdida repetirá y rechazará la pérdida misma. Las

19 Irigaray prefiere formular esta relación material primaria en términos de


contigüidad o proximidad material. Véase Luce Irigaray, This Sex Which Is
Not One, trad. Catherine Porter y Carolyn Burke (Ithaca: Cornell University
Press, 1985): 75.
relaciones de diferenciación entre las partes del habla que produ­
cen significación son ellas mismas reiteración y extensión de los
actos primarios de diferenciación y separación del cuerpo materno
por el cual un sujeto hablante llega a ser. En la medida en que el
lenguaje parece ser motivado por una pérdida que no puede lamen­
tar y parece repetir la misma pérdida que se niega a reconocer, po­
dríamos considerar esta ambivalencia en el centro de la iterabilidad
lingüística como los resquicios melancólicos de la significación.
La postulación de la primacía del cuerpo materno en la génesis
de la significación es claramente cuestionable, pues no se puede
demostrar que una diferenciación de ese cuerpo sea lo que princi­
pal o exclusivamente inaugura la relación con el habla. El cuerpo
materno previo a la formación del sujeto es siempre y solamente
conocido por un sujeto que por definición es posterior a la fecha
de esa escena hipotética. El esfuerzo de Lacan por ofrecer una
explicación de la génesis de las fronteras corporales en “El esta­
dio del espejo”20 toma la relación narcisista como primaria y así
desplaza el cuerpo materno como el lugar de la identificación
primaria. Esto sucede en el ensayo mismo cuando se entiende
que la criatura supera con júbilo la obstrucción del soporte que
presumiblemente lo sostiene en su lugar ante el espejo. La reifica-
ción de la dependencia materna como soporte y obstrucción sig­
nificada, sobre todo como aquello que ocasiona júbilo en la supe­
ración, sugiere que hay un discurso sobre la diferenciación de lo
materno en el estadio del espejo. Lo materno es, de algún modo,
ya borrado por el lenguaje teórico que reifica su función, ejer­
ciendo la misma superación que busca documentar.
En la medida en que el estadio del espejo involucra una rela­
ción imaginaria, ésta es la de la proyección psíquica estrictamen­
te hablando, no en el registro de lo Simbólico, es decir en el len­
guaje, el uso diferenciado/dor del habla. El estadio del espejo no
es una descripción de desarrollo, de cómo la idea del propio

20 Jacques Lacan, “The Mirror Stage” (1949), en: Écrits: a Selection, trad.
Alan Sheridan (Nueva York: Norton, 1977): 107. Trad. de “Le stadc du miroir”,
en: Écrits, vol. 1 (París: Seuil, 1971): 89-97.
cuerpo llega a existir. Sin embargo, sugiere que la capacidad de
proyectar una morpbe, una forma, sobre una superficie es parte
de la elaboración psíquica (y fantasmática), del centramiento y la
contención de los contornos corporales propios. Este proceso de
proyección o elaboración psíquica implica también que el senti­
miento del propio cuerpo no se logra (solamente) mediante la di­
ferenciación de otro (el cuerpo materno), sino que cualquier sen­
sación del contorno corporal, como proyectado, se articula
mediante una autodivisión y un autoextrañamiento necesarios.
En este sentido, el estadio del espejo de Lacan puede ser entendi­
do como una reescritura de la introducción de Freud al yo cor­
poral en El yo y el ello, y también de la teoría del narcisismo.
Aquí la cuestión no es si la madre o la imago es lo primero, o si
son totalmente distintas una de la otra, sino, más bien, cómo dar
cuenta de la individuación mediante las dinámicas inestables de
la diferenciación e identificación sexual que tienen lugar median­
te la elaboración'de los contornos corporales imaginarios.
Para Lacan, el cuerpo, o más bien la morfología, es una for­
mación imaginaria,21 pero en el segundo Seminario nos entera­
mos de que este percipi o producción visual, el cuerpo, puede
sostenerse en su integridad fantasmática sólo mediante su some­
timiento al lenguaje y a una marcación por diferencia sexual: “el
percipi de hombre [sic] sólo puede ser sostenido dentro de una
zona de nominación” ( C’est par la nomination que l’homme fait
subsister les objets dans une certaine consistance).22 Los cuerpos
sólo llegan a ser íntegros, o sea totalidades, por la imagen espe­
cular idealizante y totalizante sostenida a través del tiempo por el
nombre marcado sexualmente. Tener un nombre es estar posicio-
nado dentro de lo Simbólico, el dominio idealizado del parentes­
co, un conjunto de relaciones estructuradas mediante la sanción
y el tabú que está gobernado por la ley del padre, i.e., la prohibi­
ción contra el incesto. Para Lacan, los nombres que emblemati-

21 En “el estadio del espejo” el Imaginario no se distingue suficientemente de


lo Simbólico.
22 Lacan, The Seminar o f Jacques Lacan, Book II..., ob. cit.: 177/202.
zan e instituyen la ley paterna sustentan la integridad del cuerpo.
Lo que constituye el cuerpo integral no es la frontera natural o el
telos orgánico, sino la ley del parentesco que funciona a través del
nombre. En este sentido, la ley paterna produce versiones de la in­
tegridad corporal; el nombre, que instala el género y el parentes­
co, funciona como un performativo políticamente investido e in-
vestidor. Así, ser nombrado es estar inculcado en esa ley y ser
formado corporalmente de acuerdo con esa ley.23

Reescribiendo el imaginario m orfológico

La conciencia ocu rre cada vez que hay una superficie tal que
puede producir lo que se llama una imagen. Esa es una defini­
ción materialista.
Hay algo originalmente, inauguralmente, profundamente herido
en la relación humana con el mundo [...] eso es lo que se extrae
de la teoría del narcisismo que Freud nos ha dado, en la medida
en que este m arco introduce un indefinible, una no salida que
marca todas las relaciones, y en especial las relaciones libidinales
del sujeto.24

La siguiente lectura selectiva de Lacan explora las consecuencias


de la teoría del narcisismo para la formación del yo corporal y su
marca de sexo. En la medida en que el yo se forma a partir de la
psique mediante la proyección del cuerpo, y el yo es esa proyec­
ción, la condición de un (mal)conocimiento reflexivo es invaria­
blemente un yo corporal. Esta proyección del cuerpo, que Lacan
narra como el estadio del espejo, reescribe la teoría del narcisismo

23 Sobre la renominación, se podría leer la estrategia de Monique Wittig en


El cuerpo lesbiano como una reelaboración de este presupuesto lacaniano. El
nombre confiere distintividad morfológica y los nombres que explícitamente re­
pudian el linaje patronímico se vuelven la ocasión para la desintegración de la
versión (paterna) de la integridad corporal como también para la reintegración y
la reformación de otras versiones de la coherencia corporal. Monique Wittig,
The Lesbian Body, trad. David Le Vay (Nueva York: Morrow, 1975).
24 Lacan, The Seminar ofjacques Lacan, Book ob. cit.: 49/65 y 167-199.
de Freud mediante las dinámicas de la proyección y el reconoci­
miento errado (méconnaissance). En el curso de esa reescritura,
Lacan establece la morfología del cuerpo como la proyección in­
vestida psíquicamente, una idealización o ficción del cuerpo como
una totalidad y un lugar de control. Además, sugiere que esa pro­
yección narcisista e idealizante que establece la morfología consti­
tuye la condición para la generación de objetos y la cognición de
otros cuerpos. El esquema morfológico establecido a través del es­
tadio del espejo constituye precisamente esa reserva de morpbe a
partir de la cual se producen los contornos de los objetos. Tanto
los objetos como los demás aparecen sólo a través de la red cua­
driculada mediadora de esta morfología proyectada o imaginaria.
Esta trayectoria lacaniana presentará problemas por lo menos
en dos casos: 1) el esquema morfológico que se convierte en la
condición epistémica para que el mundo de los objetos y los demás
surjan está marcado como masculino y, por lo tanto, se convierte
en la base para i¿in imperialismo epistemológico antropocéntrico y
androcéntrico (esta es una crítica de Luce Irigaray a Lacan y es lo
que da la razón de fuerza a su proyecto de articular un Imaginario
femenino);25 2) la idealización del cuerpo como centro de control,
esbozado en “El estadio del espejo”, se rearticula en la noción de
Falo de Lacan como aquello que controla las significaciones en el
discurso, en “El significado del Falo”.26 Aunque Lacan explícita­
mente denuncia la posibilidad de que el Falo sea una parte del
cuerpo o un efecto imaginario, ese repudio será entendido como

25 Véase la reciente y excelente discusión que ha hecho Margaret Whitford


de Irigaray y el imaginario femenino en su Luce Irigaray: Philosophy in the Fe-
minine (Nueva York: Routledge, 1991): 58-74,150-152 .
26 Jacques Lacan, “The Meaning of the Phallus”, 1958, en: Feminine Sexuality:
Jacques Lacan and the École Freudienne. Trad. Jacqueline Rose y ed. Juliet Mit­
chell y Rose (Nueva York: Norton, 1985): 74-85. Trad. de wLa signification du
phallus”, en: Écrits, vol. 2 (París: Seuil, 1971): 103-115. En su traducción al inglés,
Rose sustituye en el título la palabra “significación” por “sentido”, sugiriendo una
lectura más fenomenológica y menos estructuralista del término. La “significa­
ción” del Falo sugiere que es un proceso lingüístico mediante el cual se producen
diversos significados; la traducción de “sentido” por “significación” desafortuna­
damente omite la distinción crucial entre proceso lingüístico y denotación.
constitutivo del propio status simbólico que él confiere al Falo en
el curso del ensayo posterior. La figura fantasmática del Falo co­
mo idealización de una parte del cuerpo en el ensayo de Lacan
sufre una serie de contradicciones similares a las que trastornaron
el análisis de Freud sobre las partes erotógenas del cuerpo. Se
puede decir que el Falo lesbiano interviene como una consecuencia
inesperada del esquema lacaniano, un significante aparentemente
contradictorio que, mediante una mimesis crítica,27 cuestiona el
ostensible poder controlador y originador del Falo lacaniano, es
más, cuestiona su establecimiento como el significante privilegiado
del orden simbólico. La maniobra emblematizada por el Falo les­
biano impugna la relación entre la lógica de la no contradicción y
la legislación de la heterosexualidad compulsiva en el nivel de lo
Simbólico y la morfogénesis corporal; en consecuencia, busca abrir
un espacio discursivo para la reconsideración de las relaciones po­
líticas tácitas que constituyen y persisten en las divisiones entre las
partes y las totalidades corporales, la anatomía y el Imaginario, la
corporeidad y la psique.
En su Seminario de 1953, Lacan sostiene que “el estadio del es­
pejo no es simplemente un momento en el desarrollo. Cumple
también una función ejemplar, porque revela algunas relaciones
del sujeto con su imagen, en la medida en que es el Urbild del
yo”.28 En “El estadio del espejo”, publicado cuatro años más tar­
de, Lacan explica que “tenemos [...] que entender el estadio del es­
pejo como una identificación” y un poco más tarde en el mismo
ensayo sugiere que el yo es el efecto acumulativo de sus identifica­
ciones formativas.29 En la recepción norteamericana de Freud, es­

27 Naomi Schor, “This Essentialism Which Is Not One: Corning to Grips with
Irigaray”, en: Differences: A Journal o f Feminist Cultural Studies 1.2 (1989):
38-58.
28 Lacan, The Seminar ofjacques Lacan, Book ob. cit.: 74/88.
29 “II y suffit de comprendre le stade du miroir comme une identification au
sens plein que Panalyse donne á ce terme: á savoir, la transformation produite
chez le sujet quand il assume une image -dont la prédestination á cet effet de
phase est suffissement indiquée par l’usage, dans la théorie, du terme antique d*¡ma­
g o -” (Lacan, “Le stade du miroir”, en: Écrits 1 ..., ob. cit.: 90). De la introducción
pecialmente en la psicología del yo y ciertas versiones de las rela­
ciones objetales, es quizás costumbre sugerir que el yo preexiste a
sus identificaciones, una noción confirmada por la gramática que
insiste en que “un yo se identifica con un objeto fuera de sí mis­
mo”. La posición lacaniana sugiere que las identificaciones no sólo
preceden al yo, sino que la relación identificatoria con la imagen
establece el yo. Además, el yo establecido mediante esta relación
identificatoria es en sí mismo una relación, en verdad, la historia
acumulativa de esas relaciones. Por lo tanto, el yo no es una sus­
tancia idéntica a sí misma, sino una historia sedimentada de rela­
ciones que localizan el centro del yo fuera de sí mismo, en la ima-
go externalizada que confiere y produce los contornos corporales.
En este sentido, el espejo de Lacan no refleja o representa un yo
preexistente, sino que más bien suministra el marco, las fronteras,
la delineación espacial para la elaboración proyectiva del propio

de la imago, Lacan se traslada a la aceptación jubilosa de su “image spéculaire”


por parte del niño, una situación ejemplar de la matriz simbólica en la que el “je”
o el sujeto se dice que es precipitado en una forma primordial, antes de la identifi­
cación dialéctica con un otro. Sin distinguir entre la formación del “je” y del
“moi”, en el párrafo siguiente (91) Lacan lleva a cabo una mayor elucidación de
“cette forme” como aquello que podría más bien ser designado como el “je-idéal”,
el yo ideal, una traducción que produce la convergencia confusa del “je” con el
“moi”. Afirmar que esta forma puede ser denominada “yo ideal” es contingente a
los usos explicativos que dicho término permite. En este caso, esa traducción pro­
visional pondrá en un registro conocido, “un registre connu”, es decir conocido
por Freud, la identificación fantasmática y primaria que Lacan describe como “la
souche des identifications secondaires”. Aquí parecería que la construcción social
del yo se realiza mediante una dialéctica de las identificaciones entre un yo ya par­
cialmente constituido y el Otro; el estadio del espejo es precisamente la identifica­
ción primaria, presocial y determinada “dans une ligne de fiction”, a lo largo de
una línea de ficción (imaginaria, especular), que precipita las identificaciones se­
cundarias (social y dialéctica). Esto se aclarará más tarde cuando Lacan explica
que la relación narcisista prefigura y da forma a las relaciones sociales y a las rela­
ciones con los objetos (que también son sociales en el sentido en que están media­
das lingüísticamente). En un sentido, el estadio del espejo da forma o morphe al yo
a través de la delineación fantasmática de un cuerpo en control; aquel acto prima­
rio de dar forma es luego desplazado y extrapolado al mundo de otros cuerpos y
objetos, suministrando la condición (“la souche”: el tronco del árbol que, parece,
ha caído o ha sido derribado pero que sirve como tierra fértil) de su aparición.
yo. Por ello, Lacan afirma que “la imagen del cuerpo da al sujeto
la primera forma que le permite localizar lo que pertenece al yo [ce
qui est du moi] y lo que no le pertenece”.30 Desde un punto de vis­
ta estricto, no puede decirse que el yo se identifique con un objeto
fuera de sí; más bien, es a través de una identificación con una
imago, que es en sí misma una relación, que el afuera del yo se de­
marca primero ambiguamente, en verdad una frontera espacial
que negocia el afuera y el adentro se establece en el Imaginario y
como tal: “la función del estadio del espejo [es] un caso particular
de la función de la imago, que es establecer una relación entre el or­
ganismo y su realidad -o, como dicen, entre el Innenwelt y el Um-
welt- ”.31 La imagen especular que la criatura ve, es decir, el imagi­
nar que la criatura produce, confiere integridad visual y coherencia
a su propio cuerpo (que aparece como otro) que compensa su sen­
tido de motilidad limitado y preespecular y su control motor no
desarrollado. Lacan pasa a identificar esta imagen especular con el
yo ideal (je-idéal) y con el sujeto, aunque en sus clases posteriores
estos términos serán diferenciados unos de otros a partir de argu­
mentos diferentes.32

30 Lacan, The Seminar o f Jacques Lacan, Book I..., ob. cit.: 79/94.
31 Lacan, “The Mirror Stage”, en: Écrits 4. “La fonction du stade du miroir
s'avére pour nous des lors comme un cas particulier de la fonction de l’imago
qui est d'établir une relation de rorganisme á sa réalité -ou, comme on dit, de
{'Innenwelt á VUmwelt-” (Écrits 1: 93.)
32 Más tarde Lacan llega a separar el yo del sujeto, vinculando el yo con el re­
gistro de ló Imaginario y el sujeto con el registro de lo Simbólico. El sujeto pertene­
ce al orden simbólico y lo que constituye la estructura/lenguaje del inconsciente.
En Seminario I, escribe: “el yo es una función imaginaria, pero no debe confundir­
se con el sujeto [...]. El inconsciente elude por completo ese círculo de certidum­
bres mediante el cual el hombre se reconoce a sí mismo como yo. Hay algo fuera
de este campo que tiene todo el derecho a hablar como yo. Es precisamente lo
que es más mal entendido por el dominio del yo que, en análisis, viene a ser for­
mulado, hablando propiamente, como Yo” (193). En Seminario II, continúa: “El
yo [...] es un objeto particular dentro de la experiencia del sujeto. Literalmente,
el yo es un objeto -un objeto que llena una cierta función que aquí llamamos la
función imaginaria”- (44). Y más adelante: “El sujeto no es nadie. Está descom­
puesto, en pedazos. Y es atracado, chupado por la imagen, la engañosa y realizada
imagen, del otro, o también, por su propia imagen especular” (54).
Vale la penar señalar que la totalidad idealizada que la criatu­
ra ve es una imagen en el espejo; se podría decir que ello confiere
una idealidad e integridad a su cuerpo, pero tal vez es más preci­
so decir que el propio sentimiento del cuerpo es generado me­
diante esta proyección de idealidad e integridad. En verdad, este
reflejo transforma un sentimiento vivo de des-unidad y pérdida
de control en un ideal de integridad y control (la puissancé) a
través del hecho de la especularización. Más adelante demostra­
remos que esta idealización del cuerpo articulada en “El estadio
del espejo” vuelve a surgir inadvertidamente en el contexto de la
discusión de Lacan acerca del Falo como la idealización y simbo­
lización de la anatomía. A estas alturas, tal vez baste notar que la
imago del cuerpo es conseguida a través de cierta pérdida; la de­
pendencia y la impotencia libidinal as fantasmáticamente supera­
da por la instalación de un límite y, en consecuencia, de un cen­
tro hipostasiado que produce un yo corporal idealizado; esa
integridad y unidad se logran por el ordenamiento de una motili-
dad sin rumbo y de una sexualidad desagregada, aún no conteni­
da por las fronteras de la individuación: “el objeto humano
[l’objet humain] siempre se constituye a sí mismo por la interme­
diación de una primera pérdida -nada fecundo ocurre en el hom­
bre [ríen de fécond n’a lieu pour l’homme] salvo por la interme­
diación de una pérdida de un objeto-”.33

33 Lacan, The Seminar o f Jacques Lacan, Book II..., ob. cit.: 136/165. La iden­
tificación con esta imago es llamada “anticipatoria”, término que Kojéve reserva
para la estructura del deseo (Alexandre Kojéve, Introduction to the Reading of
Hegel: Lectures on the Phenomenology o f Spirit. Assembled by Raymond Que-
neau. Trad. James H. Nichols y ed. Alan Bloom [Ithaca: Cornell University
Press, 1980]: 4). Al ser anticipatoria, la imago es una proyección hacia el futuro,
una idealización proléptica y fantasmática del control corporal que no puede
existir todavía y que en cierto sentido nunca podrá existir: “esta forma sitúa la
actuación del yo, antes de su determinación social, en una dirección ficcional
[...]” (2). La producción de identidad de ese límite -el efecto del espejo circuns­
crito- establece al yo como una unidad espacial ficcional, idealizante y centrante
y a través de la misma. Esta es la inauguración del yo corporal, el acceso feno-
menológico a la morfología y a un sentimiento limitado y discreto del yo. Por
supuesto, esto constituye una méconnaissance precisamente en virtud de la incon-
Lacan subraya en su segundo Seminario que “el cuerpo frag­
mentado [le corps mórcele] encuentra su unidad como si fuera en
la imagen del Otro, que es su propia imagen anticipada -una situa­
ción dual en la cual se esboza una relación polar, pero no-simétri-
ca-”.34 El yo se forma en torno a la imagen especular del propio
cuerpo, pero esta imagen especial es en sí misma una anticipación,
un esbozo subjuntivo. El yo es ante todo un objeto que no puede
coincidir temporalmente con el sujeto, un ek-stasis temporal; el fu­
turo temporal del yo, y su exterioridad como un percipi, establece
su alteridad para el sujeto. Pero esta alteridad está localizada am­
biguamente: primero, dentro del circuito de una psique que consti­
tuye/encuentra el yo como un signo errado y descentrado de sí
mismo (de allí, una alteridad interior); segundo, como un objeto
de la percepción, como otros objetos, y así a una distancia episté-
mica radical del sujeto: “El yo [...] es un objeto particular dentro

mensurabilidad que marca la relación entre aquel cuerpo ficticio proyectado y


la matriz corporal descentrada y desunida de la cual surge la mirada idealizada.
Para reparafrasear a Freud siguiendo a Lacan, entonces, el yo ante todo se mal
reconoce a sí mismo fuera de sí mismo en la imago como un yo corporal.
Esta imagen no sólo constituye el yo, sino que contituye el yo como un imagi­
nario (Lacan menciona repetidas veces las “identificaciones imaginarias primarias
y secundarias constituidas en el imaginario”). En otras palabras, el yo es una pro­
ducción imaginaria, que se da ante todo mediante la proyección/producción del
yo corporal, y que es necesaria para el funcionamiento del sujeto, pero que es
igualmente y también significativamente tenue. La pérdida de control que en una
criatura caracteriza el control motor no-desarrollado persiste en el adulto como
ese dominio excesivo de la sexualidad que es acallado y pospuesto mediante la in­
vocación del yo ideal como un centro de control. De allí que todo esfuerzo de ha­
bitar totalmente una identificación con la imago (donde “identificación con” con­
verge ambiguamente con “producción de” ) fracasa porque la sexualidad
temporalmente domeñada y limitada por ese yo (una podría decir “atascada” por
aquel yo) no puede ser total o decisivamente constreñida por él. Lo que queda
fuera del marco del espejo, por así decirlo, es precisamente el inconsciente que
viene a poner en cuestión el status representacional de lo que es mostrado en el
espejo. En este sentido, el yo es producido por la exclusión, como lo es toda fron­
tera, y lo que es excluido es sin embargo constitutivo negativa y vitalmente de lo
que aparece circunscrito dentro del espejo.
34 Ibíd.: 54/72.
de la experiencia del sujeto. Literalmente, el yo es un objeto -un
objeto que cumple cierta función que aquí llamamos la función
imaginaria-”.35 En tanto Imaginario, el yo como objeto no es ni
interior ni exterior al sujeto, sino el lugar permanentemente inesta­
ble en que la distinción espacializada es perpetuamente negociada;
esta ambigüedad es la que marca al yo como imago, es decir, como
una relación identificatoria. De allí que las identificaciones nunca
sean simple o definitivamente hechas o logradas’, son insistente­
mente constituidas, cuestionadas y negociadas.
La imagen especular del cuerpo mismo es en cierto sentido la
imagen del Otro. Pero los objetos sólo llegan a ser percibidos ba­
jo la condición de que el cuerpo anticipado y ambiguamente lo­
calizado proporcione una imago y un límite al yo.

El objeto siempre está más o menos estructurado como la ima­


gen del cuerpo del sujeto. El reflejo del sujeto, su estadio del es­
pejo [image spéculaire\, se encuentra siempre en algún lugar de
toda imagen perceptual [tablean perceptif ], y eso es lo que le da
una cualidad, una inercia especial.36

Aquí no sólo tenemos una descripción de la constitución social


del yo, sino también los modos mediante los cuales el yo es dife­
renciado de su Otro, y cómo esa imago que sustenta y complica
esa diferenciación genera a la vez objetos de la percepción. “En el
nivel libidinal, el objeto es sólo aprehendido a través del entrama­
do de la relación narcisista.”37 Y esto se hace tanto más complejo
cuando vemos que la relación reflexiva con/del yo siempre está re­
lacionada ambiguamente con el Otro. Lejos de ser una mera con­
dición narcisista de la génesis del objeto, esta afirmación ofrece
más bien una irreductible relación equívoca de narcisismo y socia-

35 Ibíd.: 44/60. Nótese el precedente de la postulación del yo como un objeto


distanciado. Véase Jean-Paul Sartre, The Transcendence o f the Ego: An Exis-
tentialist Theory o f Consciousness, trad. e introducción Forrest Williams y Ro-
bert Kirkpatrick (Nueva York: Noonday, 1957).
36 Ibíd.: 167/199.
37 ídem.
lidad que se vuelve la condición de la generación epistemológica y
del acceso a los objetos.
La idealización del cuerpo como una totalidad espacialmente
circunscrita, caracterizada por el control ejercido por la mirada,
es dada en préstamo al cuerpo como su propio autocontrol. Esto
será crucial para la comprensión del Falo como el significante
privilegiado que parece controlar las significaciones que produce.
Lacan lo sugiere en el segundo Seminario:

El asunto es saber qué órganos entran en juego [entrent en jeu


dans) en la relación imaginaria narcisista con el Otro por la cual
se forma el yo, bildet. La estructuración imaginaria del yo se for­
ma en torno a la imagen especular del cuerpo mismo, de la ima­
gen del Otro.38

Pero algunas partes del cuerpo se vuelven símbolos de la función


centralizante y controladora de la imago corporal: “ciertos órga­
nos se ven atrapados en [sont intéressés dans] la relación narcisis­
ta, en cuanto ella estructura la relación del yo con el Otro y la
constitución del mundo de los objetos”.39 Aunque estos órganos
no son nombrados, parece que son ante todo órganos (les orga-
nes), y que entran en juego en la relación narcisista. Son lo que
actúa como el símbolo o la supuesta base del narcisismo. Si estos
órganos son los genitales masculinos, funcionan como lugar y
símbolo de un narcisismo específicamente masculino; además, en
cuanto estos órganos son puestos en juego por un narcisismo del
cual se dice que suministra la estructura de relaciones con el Otro
y con el mundo de los objetos, estos órganos se vuelven parte de
la elaboración imaginaria de las fronteras corporales del yo, sím­
bolo y prueba de su integridad y control, y de la condición episté-
mica imaginaria de su acceso al mundo. Al entrar en esa relación
narcisista, los órganos dejan de ser órganos y se vuelven efectos
imaginarios. Podría ser tentador argumentar que al ser puesto en
juego por el Imaginario narcisista, el pene se convierte en el Falo.

38 Ibíd.: 94-95/119.
39 Ibíd.: 95/119.
Sin embargo, curiosa y significativamente, en su ensayo “El sig­
nificado del Falo”, Lacan negará que el Falo sea un órgano o un
efecto imaginario; es más bien el “significante privilegiado”.40 Ya
volveremos a mirar los nudos textuales que esa serie de negacio­
nes produce en el ensayo de Lacan, pero aquí es tal vez impor­
tante advertir que estos órganos narcicísticamente comprometi­
dos se vuelven parte de la condición y de la estructura de todo
objeto y Otro susceptible de ser percibido.
¿Qué he tratado de explicar con el estadio del espejo? [...] La
imagen del cuerpo [del hombre] es el principio de toda unidad
que percibe en los objetos [...] todos los objetos de su mundo es­
tán siempre estructurados en torno a la sombra errante de su
propio yo (c’est toujours autour de l’o m bre errante de son pro-
pre m oi que se structureront tous les objets de son m o n d e).41

Esta función extrapoladora del narcisismo se vuelve falogocen-


trismo en el momento en que los referidos órganos, comprometi­
dos por la relación narcisista, se vuelven el modelo o principio
por el cual cualquier otro objeto u Otro es conocido. Es a estas
alturas que los órganos son instituidos como el “significante pri­
vilegiado”. En la medida en que el enamoramiento se da dentro
de la órbita de este falogocentrismo emergente, “ Verliebtheit [el
estar enamorado] es fundamentalmente narcisista. En el plano li­
bidinal, el objeto sólo es aprehendido a través del entramado de
la relación narcisista [la grille du rapport narcissiste] ” ,42
Lacan afirma que los órganos son tomados por una relación
narcisista y que esta anatomía investida narcisísticamente se
transforma en la estructura, el principio, el entramado de todas
las relaciones epistémicas. En otras palabras, el órgano narcisísti­
camente imbuido, elevado luego a un principio estructurante, es
el que forma y da acceso a todos los objetos conocibles. En pri­
mer lugar, esta descripción de la génesis de las relaciones episte­
mológicas implica que todos los objetos conocibles tendrán un

40 Ibíd.: 82.
41 Ibíd.: 166/198.
42 Ibíd.: 167/199.
carácter antropom órfico y an d ro cén trico.43 Segundo, ese carácter
androcéntrico será fálico.
A estas alturas tiene sentido preguntarse por la relación entre la ■
descripción de las relaciones especulares en “ El estadio del espe­
jo” -el argumento de que la m orfología precondiciona las relacio­
nes epistem ológicas- y el cam bio posterior en “ El significado del
Falo”, donde se sostiene que el Falo es un significante privilegia­
do. Las diferencias en el lenguaje y los objetivos de los dos ensa­
yos son m arcados; el prim ero trata de relaciones epistemológicas
que no están todavía teorizadas en térm inos de significación; el
segundo parece haber surgido luego de un cam bio de los modelos
epistemológicos a los significatorios (o, más bien, de un grabado
de lo epistemológico en el dominio sim bólico de la significación).
Y, sin em bargo, hay otra diferencia aquí, una diferencia que p o ­
dría ser entendida com o una inversión. En el primer ensayo, los
órganos son asumidos por la relación narcisista y se convierten en
la morfología fantasm ática que, mediante la extrapolación espe­
cular, genera la estructura de los objetos conocibles. En el segun­
do ensayo está la introducción del Falo que funciona com o el sig­
nificante privilegiado, y que delimita el dom inio de lo significable.
En un sentido lim itad o, los ó rg a n o s investidos n arcisística-
mente en “ El estadio del espejo” tienen una función paralela a la

43 Para un buen análisis de cómo funciona el falomorfismo en Lacan y una


elucidación de la aguda crítica de Iri^ ray al mismo, véase Whitford, ob. cit.:
58-74, 150-152. Whitford lee el ensayo de Lacan sobre del estadio del espejo si­
guiendo la crítica de Irigaray y plantea no sólo que el estadio del espejo es en sí
mismo dependiente de la presunción previa de lo materno como fundamento, si­
no que el falomorfismo que el ensayo enuncia autoriza un “imaginario masculi­
no [en el que] el narcisismo masculino es extrapolado a lo trascendental” (152).
Whitford también rastrea los esfuerzos de Irigaray por establecer un Imaginario
femenino sobre el Imaginario masculino de Lacan y en su contra. Aunque tengo
claramente cierta simpatía por el proyecto de desautorizar el Imaginario mascu­
lino, mi propia estrategia demostrará que el Falo puede ser vinculado a una va­
riedad de órganos, y que la eficaz desunión del Falo con respecto al pene consti­
tuye una herida narcisista al falomorfismo y a la posibilidad de producción de
un Imaginario sexual antiheterosexista. Las implicaciones de mi estrategia cues­
tionarían la integridad tanto del Imaginario masculino como del femenino.
del Falo en “El significado del Falo”; la primera establece las con­
diciones para la cognoscibilidad; la segunda establece las condi­
ciones para la signifieabilidad. Además, el contexto teórico de “El
significado del Falo” concibe la significación como la condición
de toda cognoscibilidad, y la imagen sólo puede sustentarse en el
signo (el Imaginario dentro de los términos de lo Simbólico), de
allí pareciera desprenderse que los órganos investidos narcisística-
mente en el primer ensayo son en cierto sentido mantenidos en la
noción de Falo y por ella. Aunque planteáramos que “El estadio
del espejo” documenta una relación imaginaria, mientras que “El
significado del Falo” está preocupado por la significación en el pla­
no de lo Simbólico, no queda claro si el primero puede ser soste­
nido sin el segundo y, tal vez más importante, si el segundo, es de­
cir, lo Simbólico, puede serlo sin el primero. Sin embargo esta
conclusión lógica es desbaratada por el propio Lacan al insistir en
que el Falo no es ni una parte anatómica ni una relación imagina­
ria. ¿Se debe leer este repudio de los orígenes anatómicos e imagi­
narios del Falo como un rechazo a dar cuenta del verdadero pro­
ceso genealógico de la idealización del cuerpo que Lacan mismo
suministra en “El estadio del espejo”? ¿Debemos aceptar la prio­
ridad del Falo sin preguntar por la inversión narcisista mediante
la cual un órgano, una parte del cuerpo, ha sido elevada/erigida
a condición de principio estructurante y centralizador del mun­
do? Si “El estadio del espejo” revela cómo, mediante la función
sinecdocal del Imaginario, algunas partes representan el todo y el
cuerpo descentrado es transfigurado en una totalidad con un
centro, entonces podríamos preguntar qué órganos son los que
realizan esta función centralizadora y sinecdocal. “El significado
del Falo” rechaza la pregunta que el primer ensayo plantea im­
plícitamente. Pues si el Falo en su función simbólica no es un ór­
gano ni un efecto imaginario, entonces no es construido por in­
termedio del Imaginario, y mantiene un status y una integridad
independientes de él. Esto corresponde, por supuesto, a la distin­
ción que Lacan hace entre lo Imaginario y lo Simbólico a lo largo
de su trabajo. Pero si se puede demostrar que el Falo es un efecto
sinecdocal, si representa la parte, el órgano, y es la transfigura­
ción imaginaria de esa parte en una función centralizadora y to­
talizante del cuerpo, entonces el Falo parece simbólico sólo en la
medida en que su construcción a través de mecanismos transfigu-
rativos y especulares del Imaginario es negada. Si el Falo es un
efecto imaginario, una transfiguración deseada, entonces no es me­
ramente el status simbólico del Falo lo que se cuestiona, sino la
distinción misma entre lo Simbólico y lo Imaginario. Si el Falo es
el significante privilegiado de lo Simbólico, el principio delimitante
y ordenador de lo que puede ser significado, entonces este signifi­
cante gana su privilegio convirtiéndose en un efecto imaginario
que constantemente niega su propio estado como imaginario y co­
mo efecto. Si esto vale para el significante que delimita el dominio
de lo significable dentro de lo Simbólico, también lo es cierto de
todo lo que es significado como Simbólico; en otras palabras, lo
que opera bajo el signo de lo simbólico no puede ser nada menos
que precisamente aquel conjunto de efectos imaginarios que han
sido naturalizados y reificados por la ley de la significación.
“El estadio del espejo” y “El significado del Falo” siguen (por lo
menos) dos trayectorias narrativas muy diferentes: el primero sigue
la prematura e imaginaria transformación de un cuerpo descentra­
lizado -un cuerpo despedazado (le corps morcelé)- en un cuerpo
especular, una totalidad morfológica investida con un centro de
control motor; el segundo sigue el acceso diferencial de los cuerpos
en posiciones sexuadas dentro de lo Simbólico. En una instancia,
hay un recurso narrativo a un cuerpo ante el espejo, en el otro, a
un cuerpo ante la ley. Esa referencia discursiva, en los propios tér­
minos de Lacan, debe ser configurada no tanto como, una explica­
ción del desarrollo cuanto como una ficción heurística necesaria.
En “El estadio del espejo”, ese cuerpo es representado “en tro­
zos (une image morcelée du corps)”;44 en la discusión de Lacan

44 Lacan, “The Mirror Stage”, ob. cit.: “le stade du tniroir est un drame dont
la poussée interne se precipite de l'insuffisance á l'anticipation -et qui pour le su-
jet, pris au leurre de Pidentification spatiale, machine les fantasmes qui se succé-
dent d’une image morcelée du corps á une forme que nous appelerons orthopé-
dique de sa totalité- et a l’armure enfin assumée d’une identité aliénante, qui va
marquer de sa structure rigide tout son développement mental” (“The Mirror
Stage”, 1: 93-94). Es interesante ver que el carácter fragmentario del cuerpo es
sobre el Falo, el cuerpo y la anatomía son descritos sólo a través de
la negación: la anatomía y, en particular, las partes anatómicas, no
[son] el Falo, sino sólo aquello que el Falo simboliza: “II est encore
bien moins Vorgane, pénis ou clitoris, qu’il symbolise”.45 En el pri­
mer ensayo, entonces {¿lo llamaremos un “trozo”?), Lacan descri­
be la superación del cuerpo fraccionado a través de la producción
especular y fantasmática de una totalidad morfológica; en el ensa­
yo posterior, ese drama es actuado -o sintomatizado- por el movi­
miento narrativo de la misma actuación teórica, lo que considera­
remos brevemente como la performatividad del Falo. Pero si es
posible leer “El significado del Falo” como la sintomatización del
fantasma especular descrito en “El estadio del espejo,” también es
posible, y es útil, releer “El estadio del espejo” como ofreciendo
una teoría implícita de espejeo como práctica significativa.
Si el cuerpo está “en trozos” ante el espejo, se deduce que la
aparición en el espejo funciona como un tipo de extrapolación
sinecdocal mediante la cual esos trozos o algunas partes repre­
sentan (dentro del espejo y por él) el todo; en otras palabras, la
parte sustituye al todo y por ello se vuelve un símbolo de la tota­
lidad. Si esto es cierto, entonces tal vez “El estadio del espejo”
procede mediante una lógica sinecdocal que establece y mantiene
un fantasma de control. Cabe preguntar, entonces, si la construc­
ción teórica del Falo es tal extrapolación sinecdocal. Al cambiar
el nombre del pene a “el Falo”, ¿se supera fantasmática y sinec-
dpcalmente el status de parte del primero mediante la inaugura­
ción del segundo como “el significante privilegiado”? ¿Y este
nombre, como los nombres propios, asegura y sostiene la distin-

superado fancasmáticamente mediante la adopción de una especie de armadura


o soporte ortopédico, sugiriendo que la extensión artificial del cuerpo es inte­
gral a su maduración y al aumento de su sentido de control. Las posibilidades
figurativas de la armadura y las ortopedias protectoras y expansivas sugieren
que en cuanto cierta potencia fálica es el efecto del cuerpo transfigurado en el
espejo, esta potencia se alcanza a través de métodos artificiales de acrecenta­
miento fálico, una tesis con obvias consecuencias para el Falo lesbiano.
45 Ibíd.: 690.
tividad morfológica del cuerpo masculino, sosteniendo el percipi
mediante la denominación?
En la discusión de Lacan acerca de lo que es el Falo, que debe
distinguirse de su discusión sobre quién es el Falo, discute con va­
rios psicoanalistas clínicos sobre quién tiene derecho a nombrar al
Falo, quién sabe dónde y cómo aplicar el nombre y quién está en
posición de nombrar el nombre. Se opone a la relegación del Falo a
un “estadio fálico” o a la fusión del mismo o su reducción como
“objeto parcial”. Lacan culpa a Karl Abraham en particular por in­
troducir la noción de objeto parcial, pero es evidente que se opone
sobre todo a la teoría de Melanie Klein sobre las partes del cuerpo
incorporadas y a la aceptación (de gran influencia) de estas posi­
ciones por parte de Ernest Jones. Lacan asocia la normalización
del Falo como objeto parcial con la degradación del psicoanálisis
en Estado Unidos (“la dégradation de la psycbanalyse, consécutive
a sa transplantation américaine”).46 Otras tendencias teóricas aso­
ciadas con esta degradación son “culturalistas” y “feministas”. En
particular, se opone a esas posiciones psicoanalíticas que consideran
la fase fálica como un efecto de la represión y al objeto fálico co­
mo un síntoma. Aquí, el Falo es definido negativamente median­
te una serie de atributos: no es parcial, no es un objeto, no es un
síntoma. Además, el “no” que precede a cada uno de estos atribu­
tos no debe ser leído como un “refoulement ” (represión); en
otras palabras, la negación en estas instancias textuales no debe
entenderse psicoanalíticamente.47
¿Cómo podemos entonces entender aquí la dimensión sintomá­
tica del texto de Lacan? ¿Es que el rechazo de la fase fálica y, en
particular, de la figuración del Falo como un objeto parcial o apro-
ximativo, busca superar una degradación por una idealización es­
pecular? ¿Es que los textos psicoanalíticos no logran reflejar el Fa­
lo como un centro especular y amenazan exponer la lógica
sinecdocal por la cual el Falo es establecido como el significante
privilegiado? Si la posición para el Falo erigida por Lacan sinto-

46 Ibíd.: 77/687.
47 Ibíd.: 79/687.
matiza el reflejo especular e idealizador de un cuerpo en trozos
descentrado ante el espejo, entonces podemos entender aquí la
reescritura fantasmática de un órgano o parte del cuerpo, el pe­
ne, como el Falo, una maniobra efectuada por la negación trans-
valuadora de su sustituibilidad, su dependencia, su tamaño dimi­
nuto, su control limitado y su parcialidad. El Falo surgiría así
como un síntoma y su autoridad podría establecerse sólo a través
de una inversión metaléptica de causa y efecto. En vez del su­
puesto origen de la significación o de lo significable, el Falo sería
el efecto de una cadena significante sumariamente suprimida.
Pero este análisis todavía tiene que considerar por qué el cuer­
po está en trozos ante el espejo y ante la ley. ¿Por qué el cuerpo
tiene que ser entregado en trozos antes de ser reflejado en el es­
pejo como totalidad y centro de control? ¿Cómo llegó este cuer­
po a estar en trozos y partes? Tener el sentimiento de un trozo o
una parte es tener antes un sentido de una totalidad a la cual
pertenecen. Aunque “El estadio del espejo” intenta narrar cómo
es que un cuerpo llega a tener sentido de su propia totalidad, por
la primera vez, la descripción misma de un cuerpo ante el espejo
como siendo en partes o trozos tiene como condición previa un
sentido ya establecido de una morfología total o integral. Si estar
en pedazos es no tener control, entonces el cuerpo ante el espejo
está sin el Falo, está simbólicamente castrado; y al ganar el con­
trol especularizado mediante el yo constituido en el espejo, ese
cuerpo toma o llega a tener el Falo. Pero el Falo ya está en juego
en la descripción misma del cuerpo fragmentado ante el espejo;
como resultado, el Falo gobierna la descripción de su propia gé­
nesis y, por lo tanto, evita una genealogía que podría conferirle
un carácter derivativo o proyectado.
Aunque Lacan afirma bastante explícitamente que el falo “no es
un efecto imaginario”,48 esa negación podría ser entendida como
constitutiva de la propia formación del Falo como un significan­
te privilegiado; esa negación parece facilitar el privilegio. Como

48 Lacan, “The Meaning of the Phallus”, ob. cit.: 79. “En la doctrina freudiana,
el falo no es una fantasía, si lo que se entiende por esto es un efecto imaginario.
efecto imaginario, el Falo sería tan descentrado y tenue como el
yo; en un esfuerzo por recentrar y fijar en tierra el Falo, éste es
elevado al status de significante privilegiado y es presentado al fi­
nal de una larga lista de usos impropios del término, formas en
que el término se ha ido de la mano, ha significado donde no de­
bería haberlo hecho y en formas erróneas:

En la doctrina freudiana, el falo no es una fantasía, si se entiende


por esto un efecto imaginario. Tampoco es un objeto (parcial, in­
terno, bueno, malo, etcétera) en la medida en que este término
tiende a acentuar la realidad implicada en una relación. Es menos
aún el órgano, el pene o clítoris que simboliza. Y no es accidental
que Freud haya tomado su referencia del simulacro que represen­
taba para los antiguos. [...] Pues el falo es un significante.49

En este último pronunciamiento, Lacan busca descargar el térmi­


no de sus meandros catacrésicos, reestablecer el Falo como el lu­
gar de control (como aquello que “designa como una totalidad el
efecto de que exista un significado”), y por ello colocar al propio
Lacan como el que controla el significado del Falo. Como dice
Jane Gallop (citarla es transferir el Falo de él a ella, pero ello
también entonces afirma mi punto de que el Falo es fundamen­
talmente transferible): “Y su imposibilidad de controlar el signi­
ficado de la palabra falo demuestra lo que Lacan llama castra­
ción simbólica”.50
Si el no poder controlar los significados que se derivan del
significante Falo es una evidencia de castración simbólica, en­
tonces el cuerpo “en trozos” y fuera de control ante el espejo pue­
de ser entendido como simbólicamente castrado, y la idealización

49 Ibíd.: 690. “Le phallus ici s'éclaire de sa fonction. Le phallus dans la doc­
trine freudienne n’est pas un fantasme, s’il faut entendre par la un effet imaginai-
re. II n’est pas non plus comme tel un objet (partiel, interne, bon, mauvais, etc.)
pour autant que ce terme tend á apprécier la réalité intéressée dans une relation.
II est encore moins l’organe, pénis ou clitoris, qu’il symbolise. Et ce n’est pas
sans raison que Freud en a pris la référence au simulacre qu’il était pour les An-
ciens [...] Car le phallus est un signifiant.”
50 Gallop, ob. cit.: 126.
especular y sinecdocal del cuerpo (fálico) puede ser entendida co­
mo un mecanismo compensatorio por el cual se supera la castra­
ción fantasmática. Al igual que Freud, quien intentó frenar la
proliferación de partes erotógenas del cuerpo en su texto, partes
que eran también lugares de dolor, Lacan amortigua el desliza­
miento del significante en una catacresis proliferativa mediante la
afirmación preventiva del Falo como significante privilegiado.
Reclamar para el Falo el status de significante privilegiado pro­
duce y efectúa este privilegio. El anuncio de este significante pri­
vilegiado es su actuación. Esa aserción de representación produce
y actúa el proceso mismo de significación privilegiada, cuyo pri­
vilegio es potencialmente cuestionado por la propia lista de alter­
nativas que desecha y cuya negación constituye y precipita aquel
Falo. En verdad, el Falo no es una parte del cuerpo (sino la tota­
lidad), no es un efecto imaginario (sino el origen de todos los
efectos imaginarios). Estas negaciones son constitutivas; funcio­
nan como desautorizaciones que precipitan -y que son luego bo­
rradas por- la idealización del Falo.
El status paradójico de la negación que introduce e instituye al
Falo se hace claro en la propia gramática. “II est encore moins
l'organe, pénis ou clitoris, qu'il symbolise.” La frase sugiere que
el Falo, “menos todavía” que un efecto imaginario, no es un ór­
gano. Aquí Lacan sugiere grados de negación: es más probable
que el Falo sea un efecto imaginario que un órgano; si es uno de
ellos, es más un efecto imaginario que un órgano. Esto no quiere
decir que no es un órgano del todo, sino que la cópula -lo que
afirma una identidad lingüística y ontológica- es el modo menos
adecuado de expresar la relación entre ellos. En la misma oración
en la que se establece la minimización de cualquier posible identi­
dad entre pene y Falo, se ofrece una relación alternativa entre
ellos, a saber, la relación de simbolización. El Falo simboliza el
pene; en cuanto simboliza el pene, conserva al pene como aque­
llo que simboliza y no es el pene. Ser el objeto de la simboliza­
ción es precisamente no ser aquello que simboliza. En la medida
en que el Falo simboliza el pene, no es aquello que simboliza.
Cuanto más simbolización ocurra, menos conexión ontológica
hay entre símbolo y simbolizado. La simbolización supone y
produce diferencia ontológica entre aquello que simboliza -o sig­
nifica- y aquello que es simbolizado -o significado-. La simboli­
zación vacía aquello que es simbolizado de su conexión ontológi­
ca con el símbolo mismo.
¿Pero cuál es el status de esta afirmación particular de diferen­
cia ontológica, si resulta que este símbolo, el Falo, siempre toma
al pene como aquello que simboliza?51 ¿Cuál es el carácter de este
lazo mediante el cual el Falo simboliza el pene al grado de dife­
renciarse del pene, allí donde el pene se vuelve el referente privile­
giado que debe ser negado? Si el Falo debe negar al pene a fin de
simbolizar y significar en su forma privilegiada, entonces el Falo
está atado al pene, no por simple identidad sino por negación de­
terminada. Si el Falo sólo significa en la medida en que no es el pe­
ne, y el pene es calificado como aquella parte del cuerpo que él no
debe ser, entonces el Falo es fundamentalmente dependiente del

51 Lacan también repudia, con claridad, el clítoris como un órgano que po­
dría ser identificado con el Falo. Pero nótese que el pene y el clítoris siempre
son simbolizados de diferente manera; el clítoris es simbolizado como envidia
del pene (no tenerlo), mientras que el pene es simbolizado como el complejo de
castración (tenerlo con el miedo de perderlo). Véase J. Lacan, “Meaning...”, ob.
cit.: 75. De allí que el Falo simboliza al clítoris como no teniendo el pene, mien­
tras que el Falo simboliza al pene mediante la amenaza de castración, entendida
como un tipo de desposeimiento. Tener un pene es tener aquello que el Falo no
es, pero que, precisamente en virtud de este no ser, constituye la ocasión para
que el Falo signifique (en este sentido, el Falo requiere y reproduce la disminu­
ción del pene a fin de significar -casi un tipo de dialéctica del amo y el escla­
vo-). No tener pene es haberlo perdido y, por ello, ser la ocasión para que el
Falo signifique su poder de castrar; el clítoris significará como envidia del pene,
como una falta que, mediante su envidia, ejercerá el poder de desposeer. “Ser”
el falo, como se dice que son las mujeres, es ser desposeída y desposeedora. Las
mujeres son el Falo en el sentido de que reflejan su poder en ausencia. Ésta es la
función significadora de su falta. Y aquellas partes del cuerpo femenino que no
son el pene, por lo tanto tienen el Falo, y son precisamente un conjunto de ca­
rencias. Esas partes del cuerpo no logran fenomenalizar precisamente porque
no pueden esgrimir propiamente el Falo. De allí, la misma descripción de cómo
el Falo simboliza (es decir, como envidia del pene o castración) recurre implíci­
tamente a las partes del cuerpo marcadas diferenciadamente, lo cual implica
que el falo no simboliza el pene y el clítoris de la misma manera. Nunca se po­
drá decir que el clítoris es un ejemplo de tener el Falo.
pene si ha de simbolizar. De hecho, el Falo no sería nada sin el pe­
ne. Y en la medida en que el Falo necesita el pene para su propia
constitución, la identidad del Falo incluye al pene, es decir, hay
una relación de identidad entre ellos. Esto es, por supuesto, no só­
lo un punto lógico, pues hemos visto que el Falo no sólo se opone
al pene en un sentido lógico, sino que está instituido mediante el
repudio de su carácter parcial, descentrado y sustituible.
La pregunta naturalmente es por qué se supone que el Falo re­
quiere esa parte particular del cuerpo para simbolizar y por qué
no podría funcionar mediante la simbolización de otras partes del
cuerpo. La viabilidad del Falo lesbiano depende de este desplaza­
miento. O tal vez con más precisión, la desplazabilidad del Falo,
su capacidad de simbolizar en relación con otras partes del cuer­
po u otras cosas parecidas al cuerpo, abre el camino al Falo les-
biaoo, una formulación que de otra manera sería contradictoria.
Y aquí debería quedar claro que el Falo lesbiano cruza los órde­
nes de tener y ser; ello ejerce a la vez la amenaza de castración (y
en ese sentido un modo de ser el Falo, como son las mujeres) y su­
fre de angustia de castración (y se dice así que tiene el Falo y que
teme su pérdida).52
Sugerir que el Falo pueda simbolizar otras partes del cuerpo
distintas del pene es compatible con el esquema lacaniano. Pero
argumentar que otras partes del cuerpo o cosas parecidas al cuer­
po distintas del pene son simbolizadas como teniendo el Falo es
cuestionar las trayectorias mutuamente exclusivas de la angustia
de castración y la envidia del pene.53 En efecto, si se dice que los

52 Para una interesante descripción de la angustia de castración en la subje­


tividad lesbiana, véase la discusión de De Lauretis sobre la lesbiana hombru­
na, especialmente su discusión Je Radcliffe Hall, “Ante el espejo”, en su ma­
nuscrito de próxima publicación, titulado The Mannish Lesbian. The Practice
ofLove (Bloomington: Indiana University Press, de próxima publicación).
53 En otro ensayo, “Phantasmatic”, intento argumentar que la adopción de
posiciones sexuadas dentro de lo Simbólico opera a través de la amenaza de cas­
tración, una amenaza dirigida al cuerpo masculino, un cuerpo marcado como
masculino ames de su asunción de la masculinidad, y que el cuerpo femenino de­
be ser entendido como la encarnación de esta amenaza y, en un sentido inverso,
como la garantía de que la amenaza no se realizará. Este escenario edípico consi­
hombres tienen el falo simbólicamente, su anatomía es también
el sitio marcado por haberlo perdido; la parte anatómica nunca
es comparable con el Falo mismo. En este sentido, los hombres
podrían verse tanto castrados como impulsados por la envidia
del pene (más propiamente entendida como envidia del Falo).54

derado por Lacan como central para la asunción del sexo binario está fundado
sobre el poder amenazador de la amenaza, lo insoportable (insoportabilidad) de
una virilidad desmasculinizada y una feminidad falizada. Planteo que implícito
en estas dos figuras está el espectro de la abyección homosexual, que es clara­
mente producida, circulada, debatida y culturalmente contingente.
54 Véase Maria Torok, “The Meaning of ‘Penis Envy’ in Women (1963)”,
trad. Nicholas Rand, en: Differences: A Journal ofFeminist Cultural Studies 4.1
(1992): 1-39. Torok sostiene que la envidia del pene en las mujeres es una
“máscara” que sintomatiza la prohibición de la masturbación y produce una
desviación de los placeres orgásmicos de la masturbación. En la medida en que
la envidia del pene es una modalidad de deseo de la que no puede obtenerse
ninguna satisfacción, enmascara ese deseo, ostensiblemente anterior a los place­
res autoeróticos. Según la teoría de Torok sobre el desarrollo sexual femenino,
una teoría intensamente normativa, los placeres orgásmicos masturbatorios ex­
perimentados y luego prohibidos (por la intervención de la madre) producen
primero una envidia del pene que no puede ser satisfecha y luego una renuncia
de ese deseo a fin de redescubrir y reexperimentar el orgasmo masturbatorio en
el contexto de las relaciones adultas heterosexuales. Así, Torok reduce la envi­
dia del pene a una máscara y a una prohibición que da por sentado que el pla­
cer sexual femenino está no sólo centrado en el autoerotismo, sino que este placer
está sobre todo no mediado por la diferencia sexual. También reduce todas las
posibilidades de identificación fantasmática transgenérica a una desviación del
nexo heterosexual masturbatorio, de forma tal que la prohibición primaria es
contra el amor a sí mismo no mediado. La propia teoría de Freud sobre el nar­
cisismo plantea que el autoerotismo es siempre modelado a partir de relaciones
objetales imaginarias, y que el Otro estructura la escena masturbatoria fantas-
máticamente. En Torok somos testigos del surgimiento de la mala madre cuyo
objetivo principal es prohibir los placeres masturbatorios y que debe ser supe­
rada (la madre representada, como en Lacan, como una obstrucción) a fin de
redescubrir la felicidad sexual masturbatoria con un hombre. La madre actúa
así como una prohibición que debe ser superada a fin de alcanzar la heterose­
xualidad y el retorno a sí misma y a la totalidad que eso supuestamente implica
para una mujer. Esta celebración del desarrollo de la heterosexualidad trabaja
así mediante la exclusión implícita de la homosexualidad o la abreviación o la
redirección de la homosexualidad femenina como placer masturbatorio. La en­
A la inversa, en la medida en que se puede decir que las mujeres
tienen el Falo y temen su pérdida (y no hay razón por la cual eso
no podría ser verdad tanto en el intercambio lesbiano como en el
heterosexual, apuntando a la posibilidad de una heterosexuali­
dad implícita en el primer caso, y de homosexualidad en el se­
gundo), pueden ser impulsadas por la angustia de castración.
Aunque varios teóricos han sugerido que la sexualidad lesbiana
está fuera de la economía del falogocentrismo, esa posición ha si­
do refutada críticamente por la noción de que dentro de los regí­
menes sexuales contemporáneos la sexualidad lesbiana es tan
construida como cualquier otra forma de sexualidad. Aquí no in­
teresa si el Falo persiste en la sexualidad lesbiana como un princi­
pio estructurante, sino cómo persiste, cómo es construido y qué
sucede con el status privilegiado de ese significante en esta forma
de intercambio construido. No estoy defendiendo la idea de que
la sexualidad lesbiana está solamente o principalmente estructura­
da por el Falo, o que existe un monolito imposible como la sexua­
lidad lesbiana, pero quiero sugerir que el Falo constituye un lugar
ambivalente de identificación y deseo, y que es significativamente
distinto de la escena de la heterosexualidad normativa con la cual
está relacionado. Si Lacan afirma que el Falo sólo opera “velado”,
entonces podemos preguntar qué tipo de velado realiza invariable­
mente el Falo. Y ¿cuál es la lógica de velar y en consecuencia de la
exposición que surge dentro del intercambio sexual lesbiano en
torno a la cuestión del Falo? Es evidente que no hay una respues­
ta única y que el tipo de trabajo con textura cultural que podría

vidia del pene caracterizaría una sexualidad lesbiana que estaría atascada entre el
recuerdo irrecuperable de la felicidad masturbatoria y la recuperación heterose­
xual de ese placer. En otras palabras, si la envidia del pene es en parte código pa­
ra el placer lesbiano, o para otras formas de placer sexual femenino que son, por
así decirlo, detenidas a lo largo de la trayectoria del desarrollo heterosexual, en­
tonces el lesbianismo es envidia y, de allí, una desviación del placer e infinitamen­
te insatisfactorio. En suma, no puede haber placer lesbiano para Torok, pues la
lesbiana es envidiosa, ella encarna y actúa justamente la prohibición del placer
que, parecería, sólo la unión heterosexual puede revocar. El hecho de que algunas
feministas encuentren útil este ensayo continúa sorprendiéndome y alarmándome.
aproximar una respuesta a esta pregunta sin duda tendrá que dar­
se en otro lugar; en verdad, el Falo lesbiano es una ficción, pero
tal vez es teóricamente útil, pues parece haber una cuestión de
imitación, subversión y la recirculación de privilegio que una lec­
tura psicoanalíticamente informada podría abordar.
Si el Falo es aquello que ha sido excomulgado de la ortodoxia
feminista sobre la sexualidad lesbiana, y la parte que falta, el sig­
no de una insatisfacción inevitable que es el lesbianismo en las
construcciones homofóbicas y misóginas, entonces la entrada del
Falo en ese intercambio enfrenta dos prohibiciones convergentes:
el Falo significa la persistencia de la mentalidad straight (hetero­
sexual), una identificación masculina o heterosexista y, de allí, la
denigración o traición a la especificidad lesbiana; el Falo signifi­
ca la insuperabilidad de la heterosexualidad y establece al lesbia­
nismo como un esfuerzo vano y/o patético de mimetizar la cosa
real. Así, el Falo entra en el discurso sexual lesbiano como una
confesión transgresora condicionada y enfrentada por dos for­
mas de repudio: la feminista y la misógina. No es la cosa verda­
dera (la cosa lesbiana) o no es la cosa verdadera (la cosa hetero­
sexual [straight]). Lo que es develado es precisamente el deseo
repudiado, aquello que es envilecido por la lógica heterosexista,
y aquello que es defensivamente excluido mediante el esfuerzo
por circunscribir una morfología específicamente femenina para
el lesbianismo. En un sentido, lo que es develado o expuesto es
un deseo que es producido por una prohibición.
Y sin embargo, la estructura fantasmática de este deseo opera­
rá como un velo precisamente en el momento en que es revelada.
Esa transfiguración fantasmática de las fronteras corporales no
sólo pondrá en evidencia la debilidad de su fundamento, sino que
resultará que depende de esa debilidad y de esa transitoriedad
hasta para significar. El Falo como significante dentro de la se­
xualidad lesbiana asumirá el espectro de la vergüenza y el repudio
dado por esa teoría feminista que quisiera una morfología femeni­
na en su radical diferenciación de la masculina (un binarismo que
es asegurado por la presunción heterosexual), un espectro trasmi­
tido de una manera más difundida por la teoría masculinista que
desea insistir en la morfología masculina como única figura posi­
ble para el cuerpo humano. Recorriendo esas divisiones, el Falo
lesbiano significa un deseo producido históricamente en la encru­
cijada de estas prohibiciones y nunca totalmente libre de las exi­
gencias normativas que condicionan su posibilidad, que sin em­
bargo busca subvertir. En cuanto el Falo es una idealización de la
morfología, produce un efecto necesario de inadecuación que en
el contexto cultural de las relaciones lesbianas puede ser rápida­
mente asimilado al sentido de una derivación inadecuada respecto
de la supuesta cosa real y, por ello, una fuente de vergüenza. Pero
precisamente porque es una idealización, a la que nadie puede
aproximarse de manera adecuada, es un fantasma transferible, y
su vínculo naturalizado con la morfología masculina puede ser
cuestionado por una reterritorialización agresiva. El que las com­
plejas fantasías identificatorias informen la morfogénesis, y que
no píiedan ser totalmente previstas, sugiere que la idealización
morfológica es tanto un ingrediente necesario como impredecible
en la constitución del yo corporal y de las disposiciones del deseo.
También significa que no hay ningún esquema imaginario necesa­
rio para el yo corporal, y que los conflictos culturales sobre la
idealización y la degradación de las morfologías masculinas y fe­
meninas específicas se manifestarán en el sitio del Imaginario
morfológico en formas conflictivas complejas. También podría ser
que el Falo lesbiano entre en juego a través de una degradación de
la morfología femenina, una degradación imaginaria y catequiza­
da de lo femenino, o puede ser a través de una ocupación castra­
dora de ese tropo masculino central, abastecido por el tipo de de­
safío que busca derrocar esa misma degradación de lo femenino.
Sin embargo es importante subrayar la manera en que la esta­
bilidad de las morfologías masculina y femenina son cuestiona­
das por la resignificación lesbiana del Falo que depende de los
entrecruzamientos de la identificación fantasmática. Si la distinti-
vidad morfológica de lo femenino depende de su purificación de
toda masculinidad, y si esto se instituye al servicio de la produc­
ción de morfologías acordes con las leyes de lo Simbólico hetero­
sexual, entonces esa masculinidad repudiada es supuesta por la
morfología femenina, y emergerá como un ideal imposible que
ensombrece y frustra lo femenino o como el significante menos­
preciado de un orden patriarcal contra el cual se define a sí mis­
mo un feminismo lesbiano específico. En cualquiera de los casos,
la relación con el Falo es constitutiva, se hace una identificación
que es inmediatamente repudiada. En efecto, es esta identifica­
ción repudiada la que permite e informa la producción de una
morfología femenina distinta desde el comienzo. Es sin duda po­
sible dar cuenta de la presencia estructurante de las identificacio­
nes entrecruzadas en la elaboración del yo corporal y enmarcar
estas identificaciones en una dirección más allá de una lógica del
repudio por la cual una identificación es siempre y solamente tra­
bajada a expensas de otra. Pues la vergüenza del Falo lesbiano su­
pone que él llegará a representar la verdad del deseo lesbiano, una
verdad que será figurada como una falsedad, una imitación en va­
no o una derivación de la norma heterosexual. Y la contraestrate­
gia del desafío confesional supone también que lo que ha sido ex­
cluido de los discursos sexuales dominantes sobre lesbianismo
constituye, por lo tanto, su verdad. Pero si la verdad es, como lo
sugiere Nietzsche, sólo una serie de errores configurados uno en
relación con el otro o, en términos lacanianos, un juego de mé-
connaissances, entonces el Falo no es sino un significante entre
otros en el curso del intercambio lesbiano, no el significante origi-
nador ni el inefable afuera. Por lo tanto, el Falo siempre operará
tanto como velo y confesión, una desviación de una erotogenei-
dad que incluye y excede al Falo, una exposición del deseo que da
testimonio de una transgresión morfológica y, por ello, de la ines­
tabilidad de las fronteras imaginarias del sexo.

Conclusiones

Si el Falo es un efecto imaginario (que es reificado como el signifi­


cante privilegiado del orden simbólico), entonces su lugar estructural
ya no está determinado por la relación lógica de exclusión mutua
causada por una versión heterosexista de la diferencia sexual ^n la
cual se dice que los hombres tienen y las mujeres son el Falo. Este
lugar lógico y estructural se ve asegurado por la maniobra que afir­
ma que en virtud del pene, uno es simbolizado como teniendo;
aquel lazo (o atadura) estructural asegura una relación de identidad
entre el Falo y el pene que es explícitamente negado (también ejecu­
ta un colapso sinecdocal del pene con aquél que lo tiene). Si el Falo
sólo simboliza en la medida en que allí hay un pene a ser simboliza­
do, entonces el Falo no es sólo fundamentalmente dependiente del
pene, sino que no puede existir sin él. Pero ¿es eso verdad?
Si el Falo funciona como un significante cuyo privilegio está
cuestionado, si su privilegio demuestra que es obtenido precisamen­
te mediante la reificación de sus relaciones lógicas y estructurales
dentro de lo Simbólico, entonces las estructuras dentro de las cuales
es puesto en juego son más variadas y revisables que lo que puede
afirmar el esquema lacaniano. Consideren que tener el Falo puede
ser simbolizado por un brazo, una lengua, una mano (o dos), una
rodilla, un muslo, un hueso pélvico, un conjunto de cosas parecidas
al cuerpo, deliberadamente instrumentalizadas. Y que este tener
existe en relación con ser el Falo, que es tanto parte de su propio
efecto significador (el falo lesbiano como potencialmente castrador)
como aquello que encuentra, en la mujer que es deseada (como la
que, ofreciendo o retirando la garantía especular, blande el poder
de castrar). El que esta escena pueda invertirse, que ser y tener pue­
dan ser confundidos, perturba la lógica de no contradicción que sir­
ve al “o... o ...” -del intercambio heterosexual normativo-. En cier­
to sentido, el acto simultáneo de desprivilegiar el Falo, retirándolo
de la forma heterosexual normativa de intercambio y recirculación,
y reprivilegiándolo entre las mujeres, lo despliega para romper la
cadena significante en la que convencionalmente opera. Si una les­
biana lo tiene, también es claro que no lo tiene en un sentido tradi­
cional; su actividad fomenta una crisis, en el sentido de la idea mis­
ma de lo que significa “tener”. El status fantasmático de “tener” es
redelineado, se hace transferible, sustituible, plástico; y el erotismo
producido en dicho intercambio depende de su desplazamiento de
los contextos masculinistas tradicionales como también del redes­
pliegue crítico de sus figuras centrales de poder.
Está claro que el Falo opera de manera privilegiada en las cultu­
ras sexuales contemporáneas, pero esa operación es proporcionada
por una estructura lingüística o posición que no es independiente de
su reconstitución perpetua. En la medida en que el Falo significa,
siempre está en proceso de ser significado y resignificado; en este
sentido, no es el momento incipiente o el origen de la cadena signi­
ficante, como Lacan insiste, sino parte de una práctica significativa
reiterable y, por ello, abierta a la resignificación: significando en
maneras y en lugares que exceden el propio lugar estructural dentro
de lo Simbólico lacaniano y cuestionando la necesidad de ese lugar.
Si el Falo es un significante privilegiado, gana ese privilegio median­
te la reiteración. Y si la construcción cultural de la sexualidad im­
pulsa a la repetición de ese significante, existe sin embargo en la
fuerza misma de la repetición, entendida como resignificación o re­
circulación, la posibilidad de desprivilegiar aquel significante.
Si lo que significa bajo el signo del Falo son diversas partes del
cuerpo, discursos performativos, fetiches alternativos, para nom­
brar algunos, entonces la posición simbólica de tener ha sido desa­
lojada del pene como ocasión anatómica (o no anatómica) privile­
giada. El momento fantasmático en el cual una parte de pronto
reemplaza y produce el sentido de una totalidad o es figurada co­
mo el centro de control, en el que cierto tipo de determinación fáli­
ca en virtud de la cual aparece el significado radicalmente genera­
do, acentúa la plasticidad misma del Falo, la manera en la que
excede el lugar estructural al cual ha sido consignado por el esque­
ma lacaniano, la manera como aquella estructura, para permane­
cer como estructura, tiene que ser reiterada y, como reiterable, se
abre a la variación y a la plasticidad.55 Cuando el Falo es lesbiano,

55 Aquí queda probablemente claro que concuerdo con la crítica de Derrida a


la noción atemporal de estructura de Lévi-Strauss. En su “Estructura”, Derrida
pregunta qué da a la estructura su estructuralidad, es decir, la cualidad de ser una
estructura, sugiriendo que el status es dado o derivado y, por ello, no originario.
Una estructura es una estructura en la medida en que persiste como tal. Pero ¿có­
mo comprender la manera en que esa persistencia es inherente a la estructura
misma? Una estructura no permanece idéntica a sí misma a lo largo del tiempo,
sino que es en la medida en que es reiterada. Su iterabilidad es así la condición de
su identidad, pero debido a que la iterabilidad presupone un intervalo, una dife­
rencia entre los términos, la identidad, constituida por esta temporalidad discon­
tinua, es condicionada y cuestionada por esta diferencia respecto a sí misma. Esta
es una diferencia constitutiva de la identidad -como también el principio de su
imposibilidad- Como tal, es una diferencia como différance, un aplazamiento de
cualquier resolución en una autoidentidad.
entonces es y no es una figura masculinista de poder; el signifi­
cante está escindido significantemente, pues recuerda y desplaza
al masculinismo por el cual es impulsado. Y en cuanto opera co­
mo el lugar de la anatomía, el Falo (re)produce el espectro del
pene sólo para actuar su desaparición, para reiterar y explotar su
perpetua desaparición como la ocasión del Falo. Esto abre la
anatomía -y la misma diferencia sexual- como un lugar de resig­
nificaciones proliferantes.
En un sentido, el Falo tal como lo ofrezco aquí está ocasiona­
do por Lacan y a la vez excede el alcance de esa forma de estruc-
turalismo heterosexista. No basta afirmar que el significante no
es lo mismo que lo significado (Falo/pene), si ambos términos es­
tán sin embargo ligados uno al otro por una relación esencial en la
cual esa diferencia está contenida. El ofrecimiento del Falo lesbia-
no sugiere que el significante puede significar en exceso de su posi­
ción estructuralmente mandada; en verdad, el significante puede
ser repetido en contextos y relaciones que llegan a desplazar el sta­
tus privilegiado de aquel significante. La estructura mediante la
cual el Falo significa el pene como su ocasión privilegiada existe al
ser instituida y reiterada, y, por virtud de esa temporalización, es
inestable y abierta a la repetición subversiva. Además, si el Falo
simboliza sólo al tomar la anatomía como su ocasión, entonces
cuanto más variadas e imprevistas las ocasiones anatómicas (y no
anatómicas) para su simbolización, más inestable se vuelve ese sig­
nificante. En otras palabras, el Falo no existe separado de las
ocasiones para su simbolización; no puede simbolizar sin su oca­
sión. De allí, el Falo lesbiano ofrece la ocasión (un conjunto de
ocasiones) para que el Falo signifique de manera diferente y, al
significar así, resignifique inadvertidamente su propio privilegio
masculinista y heterosexista.
La noción de un yo corporal en Freud y la de la idealización
proyectiva del cuerpo en Lacan sugieren que los mismos contornos
del cuerpo, la delimitación de la anatomía, es en parte consecuen­
cia de una identificación externalizada. Ese proceso identificatorio
es a su vez motivado por un deseo transfigurativo. Y esa tendencia
del deseo, propia de toda morfogénesis, está preparada y estructu­
rada por una cadena significativa culturalmente compleja que no
sólo constituye la sexualidad, sino que establece la sexualidad co­
mo el sitio donde los cuerpos y las anatomías son perpetuamente
reconstituidos. Si estas identificaciones centrales no pueden ser es­
trictamente reguladas, entonces el dominio de lo Imaginario en el
cual es parcialmente constituido el cuerpo es marcado por una va­
cilación constitutiva. Lo anatómico sólo es dado a través de su sig­
nificación y, sin embargo, parece exceder esa significación para su­
ministrar el referente evasivo con relación al cual la variabilidad de
la significación actúa. Siempre desde ya atrapado en la cadena sig­
nificante por la cual la diferencia sexual es negociada, lo anatómi­
co, nunca se da fuera de sus términos, y sin embargo es lo que ex­
cede e impulsa esa cadena, un pedido insistente e inagotable.
Si la heterosexualización de la identificación y la morfogénesis
es históricamente contingente, por muy hegemónica que sea, en­
tonces las identificaciones, que son siempre imaginarias de ante­
mano, en cuanto cruzan las fronteras de género, reestablecen los
cuerpos sexuados de diversas maneras. Al cruzar estas fronteras,
esas identificaciones morfogenéticas reconfiguran el mapa de la di­
ferencia sexual misma. El yo corporal producido mediante la iden­
tificación no está relacionado miméticamente a un cuerpo biológi­
co o anatómico preexistente (aquel primer cuerpo sólo puede ser
asequible mediante el esquema imaginario que estoy aquí propo­
niendo, de manera que nos veríamos inmediatamente envueltos en
un regreso infinito o en un círculo vicioso). El cuerpo en el espejo
no representa un cuerpo que está, por así decir, ante el espejo: el
espejo, aun cuando está instigado por ese cuerpo irrepresentable
ante el espejo, produce aquel cuerpo como su efecto delirante.
En este sentido, hablar del Falo lesbiano como un lugar posi­
ble de deseo no es referirse a una identificación imaginaria y/o
deseo que puede ser comparado con uno real; al contrario, es
simplemente para promover un Imaginario alternativo a un Ima­
ginario hegemónico y demostrar, a través de esa afirmación, las
maneras en que el Imaginario hegemónico se constituye a través de
la naturalización de una morfología heterosexual de exclusión. En
este sentido, es importante notar que es el Falo lesbiano y no el pe­
ne el que es requerido aquí, pues lo que se necesita no es una nue­
va parte del cuerpo, sino un desplazamiento de lo Simbólico hege-
mónico de la diferencia sexual (heterosexista) y la liberación críti­
ca de esquemas imaginarios alternativos para los lugares constitu­
tivos de placer erotógeno.
La tarea entonces no es simplemente separar el Falo del pene, si­
no subrayar el Falo como una propiedad transferible, una propie­
dad que no permanece propia a sí misma en la transferencia, y por
lo tanto es solamente un símbolo de la propiedad que confiere. El
Falo no es un original que luego es sustituido por una serie de sus­
titutos, sino que, como vimos en Freud, el Falo se establece a sí
mismo a través de varias series de sustituciones sumariamente ne­
gadas. En efecto, en Freud era claro que el Falo es una incitación a
la sustitución y proliferación, para que los modos de penetrabili-
dad y penetración, control y sumisión, sean propiedades que no
tienen sustancias propias y no pertenecen a ninguna posición pro­
pia, sino que son fundamentalmente plásticas y transferibles. En la
medida en que la penetrabilidad y la penetración son figuras inver-
tibles, son propiedades que no pertenecen propiamente a ninguna
parte, pero que denotan la plasticidad de la erotogeneidad. Por lo
tanto, sobre la base de este análisis, es posible llegar a la conclu­
sión de que las nociones de penetración y penetrabilidad y de ero­
togeneidad en general necesitan ser continuadas fuera del dominio
de lo fálico, o que el Falo ya es siempre plástico y transferible.

También podría gustarte