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GRANADA, 1922: PRIMERA CELEBRACIÓN DEL CANTE JONDO

Quisiera convertir mi intervención de esta noche en un homenaje,


el homenaje más sencillo y modesto y, al mismo tiempo, el más
necesario de todos, el que se deriva del ejercicio emocionado de la
memoria. Quiero recordar con vosotros el nombre de una ciudad,
Granada, y unas fechas, 13 y 14 de junio de 1922, que han quedado
grabados para siempre con justicia en la memoria común de los
artistas, aficionados y estudiosos del Arte Flamenco. Digo “con justicia”
porque el Concurso de “Cante Jondo” (Canto Primitivo Andaluz)
organizado en Granada en esas fechas por Manuel de Falla y Federico
García Lorca no es solamente la primera celebración colectiva del
flamenco realizada en España por un grupo de intelectuales
entusiastas, es también un hito decisivo en la historia de la música y de
la cultura españolas, un acontecimiento que marcó un antes y un
después en el devenir del flamenco. Ya sé que esta última valoración
no es aceptada por mucha gente, soy consciente de que son
numerosas las personas del mundo del flamenco y de fuera de él que
relativizan, minusvaloran o sencillamente desprecian el resultado de
aquel concurso por diversas y torcidas razones, como queriendo
reducirlo a nadería insignificante propiciada por unos cuantos
intelectuales y artistas afanosos pero desorientados, con más voluntad
que conocimientos sobre lo que llevaban entre manos. No ignoro las
múltiples acusaciones que se han hecho contra aquel acontecimiento
inolvidable, desde la primera hasta la última: españolada o fiesta de
señoritos, ingenua reivindicación de un supuesto flamenco puro y no
profesional, pobreza de resultados artísticos, fracaso por falta de
continuidad, ignorancia flamencológica de los dos organizadores
principales, afectados por un neorromanticismo incurable, etc., etc.
Sobre esas críticas, baste con decir, como sabido desde muy antiguo,
que cuando los sabios señalan a la luna con el dedo siempre hay una
legión de ignorantes dispuestos a olvidarse de la luna y fijarse en el
dedo.
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Esa es la profunda razón de que haya todavía hoy sedicentes


flamencólogos que, con altanería acomplejada y autosuficiente, miran
por encima del hombro a Falla y García Lorca como si fuesen un par de
indocumentados que se metieron, por su mala cabeza, en camisas de
once varas. Repito los nombres de las víctimas de dicha altanería: Falla
y García Lorca. Es decir una de las cumbres de la música española y
universal y uno de los poetas más geniales que ha dado la historia de la
literatura. En fin, con su pan amasado con soberbia e ignorancia se lo
coman y que les aproveche. No voy a entrar en esa polémica, pues no
es esta la ocasión. Aquí hemos venido a celebrar lo importante y no a
parar en detalles menores. Pasemos de puntillas sobre esas brasas
mezquinas que no acaban de apagarse y vayamos a nuestro asunto.
He dicho que el Concurso de Granada fue un hito decisivo de
nuestra cultura y debo explicarme. Para ello os invito a no quedarnos
sólo con el presente de nuestro arte en lo que a consideración social y
cultural se refiere y a hacer un breve repaso de la situación en la que
aquel concurso nació.
Hoy el Flamenco, para bien y para mal, está de moda, y nadie
siente desmerecida su capacidad intelectual por declararse aficionado,
antes al contrario, esa afición parece poner un cierto tono exótico en la
personalidad de quien dice sentirla, aunque sólo sea por bañarse él
también en la espuma de los tiempos. Sin embargo, aunque ahora nos
parezca mentira, la honorabilidad de esa afición ha estado puesta en
entredicho casi siempre por la llamada gente culta hasta convertirla
para los integrantes de su gremio en una especie de vicio solitario y
nefando. El esnobismo, el papanatismo y el aristocratismo mal
disimulado de muchos de nuestros intelectuales propició que durante
demasiados años en España sólo se pudiera ser noble de espíritu si se
lloraba en público con Bach, Mozart o Tchaikovsky, pero para hacerlo
con La Niña de los Peines, Manuel Torre, Antonio Chacón, Manolo
Caracol o Terremoto de Jerez uno tenía que esconderse o dar explica-
ciones. No seamos, pues, desmemoriados e injustos con el pasado,
tengamos presente el insultante menosprecio, la cruel ceguera, la
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inmensa estupidez que el flamenco ha tenido que soportar durante


tantísimos años por parte de la mayoría de nuestros hombres cultos.
Recordemos la época, no tan lejana, en la que en España sólo era
posible considerarse culto y, a la vez, aficionado al flamenco si uno se
declaraba incurablemente esquizofrénico. No olvidemos que durante
muchísimo tiempo lo que podríamos denominar genéricamente como la
inteligencia española se ha acercado en su mayoría a la más nuestra
de nuestras músicas con los ojos y los oídos llenos de prejuicios
clasistas y racistas, dejándose guiar por un principio ilustrado incons-
ciente que más o menos podría formularse así: de esas gentes analfa-
betas y miserables no puede salir nada bueno para nuestra cultura.
Durante casi dos siglos nuestros intelectuales se dedicaron a
distanciarse de su propia tradición convirtiéndose en francófilos,
anglófilos o germanófilos, y se afanaron en justificar su elección
maldiciendo y despreciando con saña al pueblo supuestamente
primitivo, atrasado y analfabeto con el que les había tocado convivir.
Por tanto, insisto, no seamos desmemoriados y seamos
agradecidos, porque la importancia cultural y artística que hoy se le
reconoce al flamenco, aunque en ocasiones sea a regañadientes y de
mala gana, no ha surgido por generación espontánea. Muy al contrario,
es la obra colectiva de un grupo de personas, no muchas, la verdad sea
dicha, que han puesto su mayor o menor talento en reivindicar la
música popular más profunda y estremecedora que hoy tenemos en
Europa. Y en ese logro colectivo el Concurso de “Cante jondo” de
Granada de 1922 supuso un paso fundamental y decisivo. Antes de esa
fecha sólo la voz de Antonio Machado y Alvarez “Demófilo” se había
atrevido a clamar en el desierto, pero, más fuertes e influyentes que la
suya, sonaban en el panorama cultural español las voces de los
miembros de la generación del 98, tan venturosas para la literatura en
castellano como desdichadas en sus valoraciones sobre el flamenco,
construyendo una imagen parcial, deformada y ridícula de nuestro arte.
Carlos y Pedro Caba han resumido ese menosprecio noventayochista
en pocas y acertadas palabras: “El cante jondo, en concreto, era
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despreciado con sinceridad por la 98. Unamuno, tan universalmente


español, ni lo cita; Costa y Maeztu, de rumbos europeos, no lo
sospechan; Baroja, casi siempre despreocupado y tóxico, aunque
comprensivo y tierno en sus corrientes subalveas, habló alguna vez en
sus novelas de lo flamenco, referido a un organillo, a un fonógrafo o a
un bar de camareras, con el mismo gráfico desdén que tiene para todas
las basuras suburbanas; <<Azorín>> es totalmente impermeable para
lo jondo; Ortega, ya lo sabemos, ve en él un poco de quincalla
meridional.” En ese mismo contexto dice Leopoldo Alas Clarín: “Cuando
yo me marché de Madrid, hace tres años, predominaba...donde debiera
estar el arte, el género flamenco...Todo asunto de cuernos, chulos y
cante; vengo ahora y me encuentro con cante, chulos y cuernos.” A
todo ello hay que sumar la actitud radical y beligerante de Eugenio
Noel con su famosa campaña antitaurina y antiflamenca y, en el
terreno artístico, el auge cada vez mayor del cuplé y de la llamada
“opera flamenca”. En definitiva, la mayoría de los intelectuales
españoles anteriores a la generación del 27, salvada la honrosa
excepción de Antonio y Manuel Machado, contemplaban el flamenco
desde una injusta y reduccionista ecuación: flamenco es igual a
españolada. “Ellos llamaban españolada, dicen con acierto Carlos y
Pedro Caba, a los cromos abigarrados con que un Byron, un Gautier o
un Merimée presentaban a España. Era la llamada España de
pandereta. Y tanta equivocada importancia dieron a los juicios de
turistas literatos, tanta alarma les produjo pensar que Europa podía
creer que España era así, que acabaron por irritarse contra los toros y
el cante jondo.”
Dicho esto, es fácil comprender que el panorama con el que Falla
y Lorca se encontraron no podía ser más desolador y el empeño que
asumieron con entusiasmo no podía ser más quijotesco: se trataba de
transformar la realidad, de cambiar la mirada de los españoles para
que más allá de la imagen ruín y miserable, del desprecio que pesaba
sobre el flamenco, fueran capaces de descubrir y valorar su enorme
riqueza musical y poética, su hondura expresiva, su conmovedora
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dignidad. Se trataba, ni más ni menos, de descubrir la hermosura de


Dulcinea detrás de la aparente fealdad de Aldonza Lorenzo. Fue, por
tanto, aquel empeño una labor de educación estética y moral, una fiera
acometida contra molinos y gigantes, contra todos aquellos prejuicios y
perversos encantamientos que impedían a los intelectuales acercarse
al flamenco y que lo habían convertido en una vergüenza nacional. Así
lo calificaba, por ejemplo, Eugenio Noel, quien, por cierto, hizo todo lo
que pudo contra el Concurso de Granada, cuando describe el baile de
Pastora Imperio: “Viendo bailar a esta mujer se concibe que España
lleve seis siglos de retraso a los demás pueblos en su civilización.”
Los propósitos de aquella aventura pedagógica, estética y moral
que fue el Concurso de “Cante jondo” de 1922 aparecen ya claramente
expuestos en la instancia cursada al efecto por los organizadores a
través del Centro Artístico y Literario al Ayuntamiento de Granada el día
31 de diciembre de 1921 para solicitar una subvención de 12. 000 pts.
En dicha instancia se subraya la importancia artística del cante desde
sus aspectos musical y lírico “aunque equivocadamente el vulgo de los
españoles se aparta con desprecio de él como de algo pecaminoso y
emponzoñado. Y es por esta actitud de perversión estética por lo que
prefiere a la cupletista al cantaor, por lo que, de seguir así, al cabo de
pocos años no habrá quien cante y el cante jondo morirá sin que
humanamente sea posible resucitarle; máxime cuando técnicamente
es imposible hacer la notación musical de estos cantos y por ello no
pueden archivarse. Si la continuidad de los cantaores se interrumpe, se
interrumpirá para siempre el cante.”
Desde el primer impulso, Manuel de Falla y García Lorca
desarrollaron una frenética actividad para sumar fuerzas intelectuales
en torno a su magnífica empresa de revalorización y reivindicación del
flamenco. Firmaron el documento antes mencionado, entre otros,
Joaquín Turina, Juan Ramón Jiménez, Bartolomé Pérez Casas, Ramón
Pérez de Ayala, Oscar Esplá, Alfonso Reyes, Fernando de los Ríos,
Manuel Jofré, Fernando G. Vela, Tomás Borrás, Enrique Díez Canedo,
José María Rodríguez Acosta, Conrado del Campo, Manuel Angeles
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Ortiz..., es decir, escritores, músicos, pintores, profesores, todos ellos


personalidades de renombre que pusieron su bien ganado mérito al
servicio de aquella causa. Se sumaron a ellos con su apoyo
incondicional, aunque no firmaran la solicitud, Zuloaga, Santiago
Rusiñol, Federico Mompou o Felipe Pedrell, maestro de Falla.
Participaron en la polémica con Eugenio Noel Miguel Cerón,
Hermenegildo Giner de los Ríos y Manuel Chaves Nogales. El propio
Falla intentó invitar al concurso a Ravel y Strawinsky, pero la idea fue
rechazada por el Ayuntamiento por falta de presupuesto. Durante los
días previos al concurso hubo recitales de Andrés Segovia y Manuel
Jofré, una exposición de Zuloaga, lectura de conferencias de Falla y
García Lorca. Don Antonio Chacón presidió el jurado, Ramón Montoya
acompañó a la guitarra a los participantes, actuaron fuera de concurso
Manuel Torre y Juana la Macarrona, acudió entusiamada La Niña de los
Peines, Ramón Gómez de la Serna intervino como presentador. En fin,
no quiero ser prolijo en el relato de hechos que son ya de sobra
conocidos, pero basta repasar la relación de nombres que antecede
para deducir sin esfuerzo que por aquellos días Granada fue la capital
cultural de España. Pocas veces se ha juntado tanto talento alrededor
de una misma causa y, por supuesto, jamás tal suma se ha repetido en
lo que se refiere a la causa del flamenco. Por decirlo en pocas palabras,
la plaza de los Aljibes de Granada fue el escenario en el que se produjo
el primer gran abrazo colectivo entre los intelectuales y el flamenco,
fue la bóveda de resonancia en la que la voz de alerta de la inteligencia
y el grito desgarrado del cante quedaron unidos para siempre.
Esa voz de alerta la dio como nadie García Lorca, con aquella
frescura y pasión que ponía en todas las cosas, en el inicio de su
conferencia titulada “Importancia histórica y artística del primitivo
canto andaluz llamado <<cante jondo>>” y celebrada el día 19 de
febrero de 1922 en el Centro Artístico y Literario de Granada: “Esta
noche os habéis congregado en el salón del Centro Artístico para oir mi
humilde, pero sincera palabra, y yo quisiera que ésta fuese luminosa y
profunda, para que llegara a convenceros de la maravillosa verdad
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artística que encierra el primitivo canto andaluz, llamado cante jondo.


El grupo de intelectuales y amigos entusiastas que patrocina la idea del
concurso no hace más que dar una voz de alerta. ¡Señores, el alma
musical del pueblo está en gravísimo peligro. El tesoro artístico de toda
una raza va camino del olvido! Puede decirse que cada día que pasa,
cae una hoja del admirable árbol lírico andaluz, los viejos se llevan al
sepulcro tesoros inapreciables de las pasadas generaciones, y la
avalancha grosera y estúpida de los couplés enturbia el delicioso
ambiente popular de toda España. Es una obra patriótica y digna la que
se pretende; es una obra de salvamento, una obra de cordialidad y
amor.” Así fue, en efecto, una obra digna, de rescate, de cordialidad y
amor hacia una de las artes de origen popular más sabias y
conmovedoras que hay en el mundo.
Sin embargo, como he indicado antes, algunos flamencólogos
despistados han valorado aquel acontecimiento de manera sesgada
como un fracaso, otros como una triste derrota, un castillo de fuegos
artificiales sin posterior repercusión. Si así fuera, si todo acabó en
nada, ¿cómo explicar que ochenta años después estemos celebrando
la memoria de aquellos hechos? ¿acaso nos hemos vuelto locos?
¿será que nos empeñamos en inflar de aire un odre vacío? ¿o es que
sufrimos un ataque de mitomanía y necesitamos adorar ídolos
huecos? Pues no, ni mucho menos, la explicación a mi entender, es
más sencilla: fue tanta la pasión, la inteligencia, tanto fue el amor que
Falla y García Lorca pusieron al servicio de nuestro arte que todavía
hoy nos alcanza la herencia de su esfuerzo. Se entregaron tan a fondo
y de verdad, con tan sensata locura, a deshacer entuertos que su
gesto permanece imperecedero e imborrable. Coged en vuestras
manos uno de estos días, cuando os lo permita la vorágine de las
ocupaciones, los escritos de García Lorca y Falla sobre el flamenco,
por ejemplo, “Juego y teoría del duende” del primero y “El cante jondo
(Canto Primitivo Andaluz)” del segundo y veréis como se os quedan
untadas de cariño, llenas de luz y de clarividencia, agradecidas de
hondo conocimiento.
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No quedó vano el empeño, no. Ni quedará mientras sepamos


recoger aquel testigo y darle vida, mientras sigamos poniendo
inteligencia y pasión al servicio del arte que más nos acompaña y
consuela. Cuantos amamos el flamenco conocemos la importancia de
la tradición, la sincera devoción que se merecen nuestros precursores
y maestros. Por eso nos hemos reunido esta noche para evocar su
memoria y ofrecerles el homenaje de nuestra admiración y gratitud.
Sólo la memoria y el amor son más fuertes que el tiempo y que la
muerte, así que esta hermosa noche de verano Puente Genil sigue
siendo la Granada de 1922, no han pasado los años, don Manuel y
Federico van a entrar por esa puerta de un momento a otro y todos
nos pondremos de pie para ofrecerles de corazón un aplauso largo y
emocionado.

JOSÉ MARTÍNEZ HERNÁNDEZ

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