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Siempre creí que yo no tenía nada que sanar contigo. Que mamá era la
que había sido una bruja cruel que a punta de gritos e insultos había roto
en mil pedazos mi corazón, y que tú eras ese caballero de la armadura
perfecta divertido y genial. Todo iba bien papá, hasta que me casé.
Cómo duele que te tiren a loca cada vez que quieres hablar de algo
importante, cómo duele que no te den tu lugar, cómo duele que no
respeten tu descanso, cómo duele esa falta de consideración, cómo duele
que las labores del hogar y de los hijos no estén repartidas
equitativamente, cómo duele darlo todo y que nadie lo aprecie, cómo duele
saber que hay otra mujer que le quita lo que yo le ahorro, cómo duele papá.
Duele mucho no ser escuchada ni tomada en serio. Duele que ese hombre
no respete tus límites, duele sentirse ignorada por el hombre que amas.
Por eso mamá estaba tan triste, por eso tantas veces descargó en mí sin
querer toda su furia, su rabia y frustración.
Quiero perdonarte, por no haber sabido ser un mejor esposo con ella, por
no haberme dado con tu actuar el ejemplo de cómo un hombre debe tratar
a la mujer que ama, y a la vez la perdono a ella, por no haber sabido
manejar tanto dolor, por no haberse sabido dar su lugar y haber
descargado muchas veces en mí su impotencia. Los perdono a los dos,
ambos hicieron lo mejor que pudieron con lo que recibieron de sus propios
padres.
Yo soy lo mejor de ambos y les agradezco todo eso bueno que me dieron
y que hoy me hacen la maravillosa persona que soy. Gracias padre,
Gracias madre.
Sé que yo los escogí porque eran perfectos para mí y les agradezco los
momentos dolorosos y también los momentos felices, porque ambos me
han dado toda la enseñanza que me habita.
Hoy tengo la certeza de que soy digna de amor y que mi felicidad proviene
de mí y de nadie más, y que un día el gremio masculino sabrá tratarme
con el amor, admiración y respeto que merezco, y como sé que tú quieres
que yo, tu hija amada, sea tratada papá.