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LA CULTURA JURÍDICA, ENTRE LA INNOVACIÓN Y LA

TRADICIÓN

Alberto Binder •

Es bastante común, y lo es mucho más en los últimos tiempos, hablar de la cultura


jurídica de nuestra región latinoamericana –sin duda, fundamentalmente tributaria de
la tradición continental europea– como un mal que produce consecuencias sociales
graves, tanto en la debilidad de la ley o la ausencia de seguridad jurídica como en la
debilidad institucional o el desarrollo de muchas de las perversiones de nuestro
sistema político. Es probable que tras esta afirmación exista algo de verdad; de vaga
y difusa verdad no esclarecida. Pero es también cierto que corremos el riesgo de
utilizar una muletilla para escamotear una reflexión más profunda acerca de lo que
queremos decir o sentimos cuando achacamos tantas responsabilidades a nuestra
cultura jurídica. Si ella tiene, cuando menos, algunas de esas responsabilidades,
entonces será necesario, primero, precisar mejor el sentido y alcance con el que
solemos utilizar el concepto de cultura jurídica y, luego, superar el estadio de la queja
imprecisa para intentar una profundización en la naturaleza de los cargos que se le
formulan.

La complejidad del tema permitiría afrontarlo desde diversas perspectivas. Por


ejemplo, desde la perspectiva de la reproducción permanente de ciertas
características que hunden sus raíces en la forma colonial de estructuración de
nuestros Estados y que hoy todavía alimentan la enseñanza en nuestras escuela de
leyes, públicas y privadas; o desde la perspectiva de la relación entre el modelo de
sistema judicial dominante y las prácticas forenses; o la relación entre la cultura
jurídica y la cultura política y las formas de interacción viciosa que se da entre ambas
o, finalmente, desde la perspectiva que señala cómo la cultura jurídica es hoy un
obstáculo a las necesidades de desarrollo económico y social de nuestros pueblos. He
analizado estos enfoques en un trabajo anterior, desde la preocupación por examinar
la relación entre cultura jurídica, reforma judicial y enseñanza del derecho (Binder y
Obando 2004: 647-682). Por tal razón, he optado por avanzar, en este capítulo, en
un intento de comprensión distinto, que nos permita superar aquella vaga queja que


Director Del CEPPAS (Centro de Políticas Públicas para el Socialismo. www.ceppas.org ), Miembro de
la Comisión Directiva del Instituto Latinoamericano de Seguridad y Democracia ILSED www.ilsed.org y
miembro fundador del Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales INECIP www.inecip.org).

1
sostiene que los males de nuestra cultura jurídica son el producto de la desidia, la
costumbre, la ignorancia o la maldad de los operadores jurídicos latinoamericanos.
Un fenómeno tan extendido en el tiempo y en los países debe ser el resultado de
causas más complejas. Por lo menos, ésta es una hipótesis razonable.

Empecemos por algunos ejemplos. Miles de abogados en la región gastan sus días
tramitando papeles. Conocen, en el mejor de los casos, los trámites al dedillo. Se
mueven en un ambiente de un formalismo vinculado a la escritura, el planteo de
incidencias menores y el arte de litigar alrededor de los defectos del sistema, evitando
y postergando el tratamiento del asunto de fondo. Es lo que llamamos la “cultura del
trámite y del incidente”. 1 Otros tantos miles de abogados ejercen su profesión “al
modo notarial”; es decir, el núcleo de su trabajo consiste en poner en formularios
distintos actos de acuerdo y cooperación social (compraventas, préstamos,
matrimonios, sociedades, etc.), no desde la función necesaria de dar “formas
jurídicas” a tales actos y, de ese modo, evitar conflictos futuros, sino desde la más
inmediata de ponerlos en el papel, en el formulario, sin importar demasiado la
función preventiva o estabilizadora de los acuerdos. 2 Por otra parte, existen también
abogados corporativos, vinculados a grandes o medianas empresas, que tienen
mucha mayor capacidad para dar forma jurídica a los negocios y que hacen lo
imposible por no pisar jamás los tribunales. La enseñanza del derecho puede fluctuar
entre el mero saber forense y la transmisión de la práctica del papeleo o la visión
notarial, al tiempo que los profesores más calificados, en términos generales,
proponen a los alumnos un estudio teórico tan alejado de lo que ocurre en los
tribunales y con tan poco capacidad explicativa acerca de ese transcurso que, sumado
a un tono emocional de descreimiento acerca de lo que podemos esperar de la ley y
los tribunales, terminará generando un tipo de saber escolástico y escéptico acerca de
lo que podemos lograr con el derecho como instrumento de convivencia.

1 Si bien esta característica se manifiesta en todas las áreas, donde se nota una influencia todavía más
fuerte es en las prácticas vinculadas a la administración de justicia civil (en sentido amplio). Esto ha
impedido una adecuada modernización de la justicia civil, incluido el desarrollo del derecho procesal civil.

2 En la actuación de la abogacía por fuera de los tribunales la actividad asesora del abogado se orienta a
procesos de documentación antes que a dar a los negocios humanos “forma” preventiva de eventuales
conflictos. En muchos países, esta cultura de la documentación se ve fortalecida por el hecho de que
todos los abogados pueden ejercer funciones notariales (es decir, de documentación) y para un sector
significativo de ellos constituye una parte importante de su trabajo cotidiano. La conjunción de la cultura
notarial con la curialesca, instalada en un nivel muy básico del ejercicio más común y extendido de la
abogacía, en especial entre los abogados más jóvenes, produce un entramado cultural fuerte, difícil de
revertir porque cuenta con los sistemas de reproducción asentados sobre el ejercicio diario de la
profesión.

2
La ley y los tribunales gozan de un descrédito considerable en nuestros países. No es
posible hablar de la cultura jurídica por fuera de este dato, ya que los abogados
formamos parte del sistema de justicia y también contamos con una cuota
importante de descrédito social. De ningún modo se puede considerar que este
descrédito sea una reacción irracional de los ciudadanos; todo lo contrario. ¿Quién,
en su sano juicio, recomendaría a un habitante de nuestras tierras que ordene su vida
sobre la base de la confianza en la ley y en la administración de justicia? ¿Quién, de
hecho, ha ordenado su vida así? ¿No será que, más bien, nos encontramos
preparados para resistir el cambio intempestivo de las reglas de juego, la arbitrariedad
judicial o el simple y extendido incumplimiento de la ley o la impunidad? Existen
razones objetivas, hasta cuantificables, para demostrar que esa desconfianza es un
acto razonable, indispensable para planificar adecuadamente la vida personal (Binder
2001: 5-25). Cualquier reflexión sobre la cultura jurídica en nuestra región que no
destaque estas razones corre el riesgo de navegar en aguas superficiales. Al mismo
tiempo, como queda señalado en el párrafo anterior, la persistencia, profundidad y
gravedad de este fenómeno no resiste las explicaciones fáciles acerca de falta de
compromiso moral o cívico, abulia y falta de profesionalismo o ignorancia y falta de
educación legal. Ni siquiera se explica por la omnipresencia descorazonadora de la
corrupción o el amiguismo.

Anomia y cultura jurídica

En los análisis tradicionales de Durkheim y Merton sobre la anomia, el fenómeno se


presenta como consecuencia de un defecto en los procesos de socialización,
consistente en una discordancia entre los valores sociales y los institucionalmente
prescriptos, que se desenvuelve hasta un punto en que la sociedad se vuelve inestable
y se produce el efecto que Durkheim –rescatando una palabra antigua– llamó
“anomia”; esto es, falta de norma (Merton 1964: 144; Giddens 1995: 745, 788). Si
bien el concepto de anomia se utiliza para referirse a un proceso relativo a normas
sociales y no específicamente jurídicas, su uso se ha extendido no sólo por una
simple analogía semántica sino debido al papel que las normas jurídicas cumplen en
el proceso de “juridificación de la vida moral” que se produce desde los inicios de la
modernidad y debido al hecho de que las normas jurídicas son también normas
sociales (Dors 1989: 32). 3

3Este proceso se produce a través de la “sacralización” del Corpus Iuris que se produce gracias al derecho
canónico quien a su vez, le da forma jurídica a las principales concepciones morales del cristianismo de la
Contrarreforma.

3
En esa perspectiva, hay autores que han insistido en utilizar el concepto de anomia
para explicar la falta de cumplimiento de nuestras leyes o la debilidad de las
instituciones jurídicas, siguiendo una línea de reflexión similar a la original de
Durkheim (Cárcova 1998: 61-65). Es el caso, por ejemplo, de Carlos Santiago Nino,
uno de los intelectuales más lúcidos a la hora de analizar el desarrollo institucional
argentino y sus desafíos. En un libro expresamente dedicado a este tema (Nino
1992), luego de señalar que es bastante fácil de constatar en la vida cotidiana una
tendencia general a la ilegalidad y a la anomia, señala, siguiendo a Weber (1990), los
efectos que esa tendencia genera en la baja productividad social (Nino 1992: 33). Las
manifestaciones principales de ésta, según Nino, afectarían la vida económica,
generando ámbitos amplios de economía informal (no principalmente en los sectores
empobrecidos que luchan por la subsistencia cotidiana), propiciando la falta de
compromiso tributario que genera la carencia de financiamiento de un Estado
exigido de cumplir muchas tareas (con todas las consecuencias que el manejo del
déficit fiscal ha tenido en nuestros países, desde uno u otra escuela económica),
favoreciendo todas las formas de corrupción y hasta generando problemas graves y
mortales en algo tan cotidiano como el tránsito de vehículos en las grandes ciudades.
Este cuadro aparece desolador: “centrar la atención en el fenómeno de la anomia en
una sociedad como la argentina tiende a ser agudamente deprimente. La tendencia a la
ajuricidad, tiende a retroalimentarse Una dinámica de interacción autofrustrante se
podría superar alcanzándose formas de cooperación si se pudieran establecer normas
jurídicas que modificaran las preferencias y expectativas de los participantes” (Nino
1992: 270). Empero, como generar mecanismos de este tipo también requiere el
cumplimiento de otras normas, finalmente el circulo vicioso sólo puede ser roto por
un fuerte compromiso moral de adhesión al derecho, que sólo se vislumbra
débilmente (para no perder todas las ilusiones). “La única esperanza de superar esta
tendencia a la ajuridicidad en la Argentina –dice este autor– es mediante el mismo
proceso de deliberación pública que es consustancial a la democracia” (Nino 1992:
273).

En este tipo de planteamiento, las responsabilidades de la cultura jurídica quedan


diluidas en una vaga responsabilidad social que convierte al conjunto de ciudadanos
en sostenedores de la anomia colectiva. El sentido común parece avalar esta visión
pero su superficialidad conduce a posiciones bastante pesimistas como la de Nino,
puesto que ver una luz al final del túnel no basta para constituir el optimismo
político que moviliza la acción colectiva. En este ensayo buscamos afirmar una
posición distinta, que ponga en el centro de la reflexión el tema de la cultura jurídica
frente al problema de la debilidad de la ley y evite un uso del concepto de anomia,
impropio para entender el fenómeno jurídico y sus efectos culturales en la región.
Todo el problema de la debilidad de ley en América Latina, tiene una mediación
directa en el tipo de cultura jurídica que genera el círculo vicioso que nos mostrara

4
Nino. Sin embargo, de un modo distinto a como señala Nino, es posible sostener –
como una hipótesis que este ensayo no agotará, y por ello pido indulgencia al
lector– que la reserva de cultura de legalidad en nuestra región se encuentra en la
cultura ciudadana, permanentemente hostigada por la cultura jurídica, que la debilita,
la distorsiona, la menosprecia y le asigna responsabilidades que no tiene. Mucho más
reservas de cultura de la legalidad se encuentra en las culturas campesinas, para
fortuna de aquéllos países que han logrado mantenerla. 4

Distinta es la visión que del mismo problema tiene Peter Waldmann (2002) en el
conjunto de estudios que realiza sobre el “Estado Anómico”. Allí nos dice: “nuestra
hipótesis, según la cual también los Estados pueden desarrollar características
anómicas, sale de los limites dentro de los cuales ha sido tratada hasta ahora la
problemática de la anomia” (Waldmann 2002: 13). 5 Según este autor, las
características del Estado anómico son: (i) el Estado no ofrece un marco de
seguridad y orden sino, al contrario, más bien contribuye a desorientar y confundir a
los ciudadanos; (ii) uno de los principales mecanismos a este efecto es pretender la
regulación de ámbitos que no controla efectivamente o que controla de un modo
ficticio; la inflación legislativa contribuye en gran medida a ello; y (iii) los propios
funcionarios son quienes más incumplen las normas. Es evidente que un Estado que
actúa así carece de la más elemental legitimidad. En el enfoque de Waldmann nos
acercamos mucho más al conjunto de mediaciones sociales que producen el estado
de anomia y que no puede ser explicado como un simple desajuste social. Sin
embargo, la mayor limitación que tiene su enfoque es que todavía analiza lo estatal
como una unidad (por lo menos en ese trabajo, que es parte de una investigación
más amplia), cuando la otra característica determinante del Estado latinoamericano
es que se estructura a través de una red muy diversificada en manos de distintos
grupos. No obstante, así como es evidente la mediación burocrática que convierte
todos los problemas políticos en “insignificantes” asuntos administrativos, la cultura
jurídica en Latinoamérica es altamente funcional para el desarrollo de esa relación
entre Estado y sociedad donde el derecho más bien hace un aporte significativo a la
desorganización social.

4 Si bien se trata de literatura, se puede apreciar cómo este tema tiene una fuerte presencia en los cantares
que conforman “La guerra silenciosa” del escritor peruano Manuel Scorza. En las luchas campesinas que
allí se narran en una dimensión puramente literaria, pero ancladas en la realidad peruana, la lucha por la
legalidad es central en el reclamo de las tierras, así como la obsesión por la defensa de los “títulos”
desconocidos por la República.
5 “Durkheim y los sociólogos interesados en cuestiones de anomia que lo sucedieron consideraban que la

principal causa de surgimiento de situaciones anómicas era el cambio social acelerado. Se basaban en que
los cambios de las estructuras sociales que cuestionan las costumbres y las reglas tradicionales no
producen forzosamente de inmediato nuevas normas y mecanismos de control”.

5
En definitiva, se trata de un Estado que desorienta a la sociedad. Uno de los
mecanismos principales de ese funcionamiento anómalo es la permanente
reproducción de un tipo de uso ficcional y tramposo de la legislación, que sólo se
puede lograr mediante la participación de extendidos cuerpos profesionales
sostenedores de –y a la vez definidos por– una cultura jurídica que asume ese
ejercicio como normal y positivo. En rigor, estamos ante una cultura jurídica mucho
más fuerte y presente de lo que aparenta, pese a que en muchas reflexiones se la
presenta como si no existiera.

¿Acaso tenemos cultura jurídica?

De hecho, con cierta frecuencia se nos achaca carecer de cultura jurídica.


Corrupción, impunidad, violencia, abuso de poder, arbitrariedad, caudillismo, etc.
nos acaecerían debido a la falta de cultura jurídica. Pero no es posible, luego de
varios siglos de profusa producción normativa, carecer de cultura jurídica. La cultura
jurídica nos servirá o será una carga pesada para nuestras sociedades, pero no se
puede afirmar su inexistencia, ni siquiera su débil presencia en la vida social. No
hablamos aquí de “cultura jurídica” en el sentido de erudición jurídica o de
conocimiento de las habilidades del profesional del derecho o la sapiencia del
profesor universitario. La cultura jurídica trasciende a una persona en particular y no
depende de sus esfuerzos para adquirirla. Es algo objetivo, que nos sostiene y que no
se adquiere por el estudio de los textos legales, de un modo individual o como
producto de una formación erudita.

Desde esta misma perspectiva, Carlos Peña prefiere utilizar el término “ethos” en
lugar de “cultura” (Peña 1994: 23 y ss.). “El Ethos –nos dice Peña- es un producto
histórico, no deliberado, es fruto de la acción humana pero no resultado de ninguna
acción humana en particular. Hablar de Ethos legal, en consecuencia, supone hablar
de una cierta pauta de conducta no deliberada, opaca y recibida mediante lo que
Popper denomina ‘tradición’” (Peña 1994: 26-27). 6 En este enfoque, la cultura
jurídica es algo objetivo donde están inmersas las personas, que ha sido construido
colectivamente y se nos presenta como tradición –obviamente, no como
“tradicionalismo”, en especial por la connotación conservadora de la palabra, que no
es aplicable al modo de análisis que aquí se hace– que, en el sentido citado de
Popper o en la visión hermenéutica de Gadamer, significa antes que nada historia,
una historia que nos sostiene y se articula entre nosotros principalmente como
lenguaje o, mejor dicho aún, como sistemas articulados de signos, productores,

6Se ha omitido las negritas porque cumplen su función en el desarrollo del texto de Peña pero no en el
párrafo citado en sí mismo.

6
inmersos en un sistema de comunicación que provoca efectos sociales (Grondin
1999: 157).

Con este particular sentido, cultura jurídica es tradición jurídica, transmitida,


elaborada y reelaborada por la lectura e interpretación de textos y la comprensión de
las prácticas sociales que esos textos motivan. Agustín Squella (1994) propone
distinguir entre cultura jurídica externa y cultura jurídica interna. La primera se
corresponde con las ideas, creencias y percepciones del conjunto de la población; la
segunda, con la de los operadores jurídicos. Se trata –explica Squella– de creencias,
puntos de vista, actitudes, hábitos de trabajo y valoraciones respecto del sistema legal
presentes en quienes podríamos llamar actores o protagonistas principales que
intervienen en la producción, aplicación, defensa y difusión del derecho; es "la
cultura jurídica que comparten legisladores, jueces, abogados, funcionarios y
profesores de derecho” (Squella 1994: 11).

En este trabajo sólo se hará referencia a la cultura interna, introduciendo algunas


precisiones respecto de la propuesta de Squella. Es útil la diferenciación entre cultura
jurídica de los ciudadanos y la de los profesionales pero no es tan obvio que
constituyan dos partes o dimensiones de un mismo fenómeno. La cultura jurídica de
los ciudadanos forma parte de su cultura cívica y, si bien está impregnada de los
productos culturales de la cultura del “staff” de profesionales, también responde a
otras fuentes y tiene otros desarrollos. Por otra parte, la cultura jurídica interna es
homogénea en tanto se refiere a los abogados, no a los legisladores o funcionarios
que pueden no ser abogados aunque sí debemos reconocer que muchos de ellos, en
tanto son funcionarios, piensan y se dejan impregnar – a veces de un modo grosero–
por esa cultura de la abogacía.

En este trabajo se denominará cultura jurídica a la cultura de los abogados:


opiniones, creencias, rutinas, hábitos de trabajo, ideas y valoraciones presentes en el
conjunto de actividades que llevan adelante los abogados en tanto tales. Ellos podrán
ser jueces, litigantes, profesores, burócratas o doctrinarios, pero comparten una
matriz cultural que, como se ha anotado, es un agregado aluvional de tipo histórico
que ha sido producido por la abogacía y, al mismo tiempo, moldea a los abogados.
En ese sentido la cultura jurídica sostiene a los abogados, constituye un ethos, en el
sentido de Peña, o una tradición presente en lo que han hecho los abogados hasta la
actualidad, en sus distintos oficios. Es una estructura que trasciende lo personal pero
lo condiciona, a la vez que su contenido es alimentado por las personas que
participan en esa cultura.

Sin embargo, no se lograría una visión profunda del papel de la cultura jurídica si
sólo la viéramos como la segregación histórica de un grupo profesional determinado.

7
El papel que los abogados han jugado en la configuración de elementos esenciales en
el modo de ejercicio del poder y en el desarrollo de nuestras instituciones ha sido tan
importante que debemos analizar a la cultura jurídica como cultura de los abogados
en tanto ellos han configurado un campo de acción específico, que tiene vínculos
muy estrechos con otros campos de interacción social. Lo “jurídico” y la cultura
jurídica se han gestado en un campo particular que podemos identificar con claridad
dentro de nuestras sociedades. Pero de poco nos serviría destacar los elementos de
“tradición jurídica” si al mismo tiempo no tratáramos de reflexionar sobre el modo
en el que se ha formado esa tradición jurídica, indagar cómo en ella se ha gestado el
campo específico de lo jurídico y, dentro de él, el de lo judicial. En el caso de
América Latina esta referencia obligada se vuelve indispensable en razón del peso
que hasta nuestros días tiene la conformación de la legalidad indiana y la cultura que
la gestó y fue gestada por ella.

La tradición indiana-inquisitorial como constitutiva de nuestra cultura


jurídica

La historia de la legalidad en América Latina es la historia de la debilidad de la ley


(Binder 2004: 229). Esta frase –aún con su formulación algo excesiva– busca resaltar
uno de los elementos principales de la formación histórica de la dimensión jurídica
de nuestra vida institucional. Lo señala con mucha claridad el historiador José Luis
Romero:

Ni la voluntad real ni las leyes y ordenanzas en que ella se concretaba recibían


otro testimonio que el de la rendida sumisión; pero ni la voluntad real ni las
leyes podían contra la miseria y el hambre, con el apetito de riquezas, contra
la irritación que causaba la medianía en quien había acudido a América para
triunfar y salir de pobre. Autoritario en su concepción política y autoritario en
su concepción familiar, el español violaba las leyes que coaccionaban sus
apetitos, con audacia aunque con la máscara de la sumisión [...] de esta
manera cuajó una concepción autoritaria del poder público que, conteniendo
la libre iniciativa, forzaba a ésta a desenvolverse al margen de la ley (Romero
1999: 34).

O, como señala otro autor:

Si el lector quiere comprender por qué no se practican las instituciones, qué


detiene los progresos de nuestro derecho, de las ciencias sociales, tendrá que
buscar la explicación en otro sentimiento: el desprecio de la ley, incubado durante
los dos siglos de dominación española. [...] Así con la ayuda de la Psicología

8
Colectiva se puede explicar gráficamente toda nuestra historia, siguiendo
desde sus orígenes las líneas de dos o tres sentimientos dominantes que
animan la religión, la economía y la legislación, que crean todos los hechos
sociales y políticos, destruyen las instituciones públicas y privadas que los
contrarían, minándolos lentamente en sus cimientos, formando la atmósfera
hostil que concluye por desprestigiarlas (García 1907: 62).

Existe una línea de continuidad en el modo objetivo de funcionamiento de la


legalidad indiana que ha moldeado nuestra cultura jurídica. La existencia de un
Estado que conjuga pretensiones de regular todos los aspectos de la vida social –
debido a las raíces moralistas y autoritarias propias de la monarquía absoluta
española– con la imposibilidad fáctica de volver eficaz esa legislación generó la
práctica de la sumisión formal, es decir, una forma de despreocupación por la
existencia formal de la ley, por una parte, y por la otra, el desarrollo de la habilidad
para permitir que los privilegios, incluso aquéllos expresamente prohibidos en la
lectura más elemental de la ley, pudieran seguir desarrollándose sin interferencias. La
legalidad colonial se expandió con conciencia de este doble juego –tanto en los
legisladores de la metrópolis como en los jueces y abogados vernáculos– y gestó una
práctica tramposa que pervive hasta nuestros días. Si en nuestro cálculo está
instalado el presupuesto de que la ley no se cumplirá –o por lo menos no se cumplirá
como la ley misma dice– qué importa que se sancionen leyes hasta el infinito, que se
pretenda regular ámbitos de la realidad inapropiados para la legislación o que las
leyes sean francamente deficientes o contradictorias. Al contrario, cuanto más
profusa, contradictoria, inapropiada e inútil resulte la legalidad, más se favorecerá el
doble juego constitutivo de la cultura jurídica indiana que aún pervive.

La irrupción de la independencia de nuestros países y el nacimiento de las repúblicas


no tuvo la fuerza suficiente para cambiar este rumbo. Bastante difícil resultaba ya el
trabajo básico de dar a nuestros países la mínima organización constitucional como
para lograrse provocar cambios sustanciales en la relación de la ley con los abogados
y con la ciudadanía. No obstante que el programa republicano-liberal tuvo
conciencia de este problema y buscó orientarse en las prácticas anglosajonas y
especialmente en Estados Unidos (menos leyes pero más efectivas) sucumbió frente
a la práctica leguleya y tramposa que ya regulaba la vida social y económica. Así se
gestó también una burguesía poco dispuesta a respetar la ley, acostumbrada a
comerciar y generar riqueza por las vías ilegales a las que había conducido la
legislación colonial. Esa tendencia a la ilegalidad en el funcionamiento de la
economía –que hoy se manifiesta en sólidos componentes de corrupción en el
Estado y en la vida empresarial– se mantuvo durante toda la vida republicana y se
vio acentuada frente a una legalidad que proclamaba principios de igualdad,

9
obligatoriedad del pago de impuestos y, en general, la modernización institucional
(García 1907: 86).

En ese marco, es notorio cómo frente a la evidente dificultad de organizar a nuestros


países pronto aparece una visión que reclama autoridad y no legalidad; esto es, un
Estado que antes que nada debía ser “un buen gendarme y un juez enérgico que
sujetan y repriman a los que interrumpan la labor pacífica” (García 1907: 86).
Nuestras repúblicas derivaron rápidamente hacia Estados autoritarios fundados en la
necesidad de reafirmar permanentemente el principio de autoridad y sustentados en
la práctica caudillista que brindaba protección real y efectiva, antes que en la
protección otorgada por leyes e instituciones. De esta tendencia nació el legalismo,
otro de los mecanismos propios de la historia de nuestra legalidad, ya que en el
modelo republicano la actuación del Estado a través de la ley se vuelve un
imperativo no ya meramente formal sino también de retórica política. La retórica
republicana devino legalista aunque su aplicación no hubiera revertido la práctica
tramposa del modelo indiano, ni siquiera en la actividad económica central que
siguió girando, por ejemplo, alrededor del contrabando como práctica fundamental
de evasión de impuestos, hasta ahora presente.

En esta breve referencia histórica debe observarse cómo cualquier análisis de la


cultura jurídica en América Latina debe atender a la configuración histórica de la
legalidad. Sin embargo, no basta con la mera referencia histórica porque los
mecanismos de construcción y de desarrollo de la cultura jurídica son hoy mucho
más complejos. De allí que resulte imperioso contar con un esquema de análisis que
permita superar la simple queja, la vaga referencia a problemas de idiosincrasia o el
desaliento que produce la constatación del incumplimiento de leyes cuyo sentido es
evidente. La necesidad de construir un marco de análisis más elaborado también se
hace urgente debido a que la transformación de la cultura jurídica no se producirá
por simple evolución. No haber podido dejar atrás la cultura jurídica colonial no es
un puro factum provocado por el devenir sino constituye una derrota de distintos
actores sociales. Esta lección debe servir para preparar mejor la transformación de la
cultura jurídica latinoamericana como parte de la lucha por la legalidad, dimensión
inseparable de la democratización de nuestra vida social y política. Lucha para la cual
podemos construir instrumentos concretos si también sabemos elaborar un método
de análisis del problema mucho más rico y preciso.

El espacio social de gestación de la cultura jurídica como cultura de la


debilidad de la ley

Para asumir la tarea de construcción de un marco analítico que permita tanto nutrir
el debate como orientar la investigación empírica, Bourdieu provee herramientas

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esclarecedoras (Bordieu 2000: 154). En primer lugar, invita a evitar dos
reduccionismos, muy presentes también a la hora de discernir problemas vinculados
a la cultura jurídica. El primero, el formalismo, que afirma la autonomía absoluta de
la forma jurídica con relación al mundo social y, el segundo, el instrumentalismo que
entiende al derecho como un reflejo o instrumento al servicio de los dominadores o
de una clase social (Bordieu 2000: 155).

Cuando nos ubicamos en la primera perspectiva, la cultura jurídica aparece


solamente como la trama de doctrinas e ideas reelaboradas a lo largo de siglos gracias
a la interpretación de los textos jurídicos. Se construye así un mundo de lo jurídico
como autosuficiente y un profesional cuya virtud consiste en el conocimiento de la
historia de las interpretaciones o en la habilidad para construir nuevas lecturas de los
textos en sí mismos, con escasa referencia a las prácticas sociales que surgen de ellos
y, a la vez, les dan sentido. En el plano académico, esta visión se legitima por el
supuesto rigor que la lógica permite imprimir a las formas jurídicas –a costa, incluso,
de un empobrecimiento del sentido del texto– y, en la práctica profesional, se
fortalece mediante la pobre exégesis del procurador de los tribunales o del juez
inmerso en la lectura “directa” de las leyes y del expediente. El formalismo nutre un
abanico de posiciones que abarca desde los teóricos del derecho hasta el “abogado
de la calle”, que comparten el universo común de la fe en la autonomía formal del
derecho, sin percatarse de que sólo se trata de una ideología profesional.

La segunda perspectiva, nutre, con diversas variantes, otro modo de entender la


cultura jurídica, donde el derecho, en mayor o menor medida, es una máscara de la
dominación. Los textos jurídicos aparecen casi como una excusa o una mentira que
debe ser desenmascarada, el ejercicio profesional es la servidumbre consciente o
inconsciente de los intereses de los poderosos y la enseñanza el derecho, una forma
de adiestramiento para mantener las formas opresivas de la sociedad. En sus formas
más extremas, el instrumentalismo nutre una concepción totalmente escéptica acerca
del valor del derecho –sostenida por los mismos juristas que viven de él y garantizan
su reproducción– y en otros casos nutre concepciones optimistas que esperan poder
revertir el uso del derecho, reorientándolo hacia los intereses ahora sometidos.

Necesitamos superar instrumentalismo y formalismo –propone Bourdieu– para


tener una comprensión más profunda y rigurosa de lo que el derecho, y los actores
que crea y lo reproducen, hacen verdaderamente en la vida social.

Para romper con la ideología que defiende la independencia del Derecho y del
cuerpo de juristas sin caer en la visión opuesta, es necesario tener en cuenta lo
que las dos visiones antagonistas, internalista y externalista, ignoran de
manera común: la existencia de un universo social relativamente independiente de las

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demandas externas al interior del cual se produce y se ejerce la autoridad jurídica, forma por
excelencia de la violencia simbólica legítima cuyo monopolio corresponde al Estado, que
puede recurrir también al ejercicio de la fuerza física (Bordieu 2000: 158). 7

Es un universo social que, a partir de la modernidad, se constituye claramente como


“mundo judicial” (Binder 2004: 234); lo que llamamos cultura jurídica es algo que
ocurre dentro de ese universo determinado, ya que

las prácticas y los discursos jurídicos son, en efecto, el producto del


funcionamiento de un campo, cuya lógica específica está doblemente
determinada: en primer lugar, por las relaciones de fuerza especificas que le
confieren su estructura y que orientan las luchas, o con mayor precisión, los
conflictos de competencia que se dan en él; en segundo lugar, por la lógica
interna de las acciones jurídicas que limitan en cada momento el espacio de lo
posible y con ello el universo de soluciones propiamente jurídicas (Bordieu
2000: 159).

La cultura jurídica se inscribe en un conjunto objetivo de posiciones, relaciones entre


posiciones y los distintos “juegos” que los actores desarrollan en ese campo. Tanto
las posiciones actuales de los actores, como sus posiciones futuras (previsibles o
simplemente potenciales), generarán actitudes, acciones, ideas y también hábitos 8 y
ello generará variaciones entre los distintos actores. No obstante, existen elementos
comunes a todos los actores que los hacen estar en –y sostener o reproducir– ese
campo, más allá de las posiciones que ocupen esos mismos actores. Sostiene Bordieu
que

los jugadores están atrapados por el juego. Y si no surgen entre ellos


antagonismos, a veces feroces, es porque otorgan al juego y a las apuestas una
creencia (doxa), un reconocimiento que no se pone en tela de juicio, que los
jugadores aceptan por el hecho de participar e el juego (...) Esta colusión forma
la base de su competición y conflicto (Bordieu y Wacquant 1995: 85). 9

7 Las itálicas son añadidas. Dice el traductor en nota correspondiente al texto citado: “Para Bourdieu la
violencia legítima se ejerce mediante la imposición de representaciones simbólicas, como el lenguaje, los
conceptos, las descripciones, las divisiones categóricas, etc., sobre receptores que poco pueden hacer
para rechazarlas”. Ver asimismo Bourdieu y Wacquant 1995 (101 y ss.).

8 Como más adelante se verá, éste es un concepto técnico preciso en Bourdieu, que no puede ser
confundido con el concepto corriente de hábito como repetición de actos por costumbre.
9 Hemos modificado apenas la puntuación para dar fluidez a la cita.

12
Siguiendo el análisis de Bourdieu, es posible ubicar a la cultura jurídica en ese plano
tan básico de acuerdos no expresos, que marca las aceptaciones (colusiones,
consensos) del conjunto de abogados para sostener el campo de lo jurídico como tal,
independientemente de las posiciones que ocupen en él, del mayor o menor capital
que posean, y que los sitúen como dominadores dentro de ese campo o como
quienes aspiran a dominarlo o modificarlo. En este sentido, la cultura jurídica
sostiene al campo jurídico y permite su reproducción expansiva.

Esta definición busca situar el análisis en todos aquellos supuestos que comparten
los abogados, más allá de la exteriorización de posiciones políticas diversas o,
incluso, de concepciones antagónicas o alejadas respecto del fenómeno jurídico. Este
conjunto de consensos –no siempre totales, claro está– conforman también la visión
básica del abogado, algo muy distinto a una pura “mentalidad” o “disposición
espiritual”, que configura un determinado habito, en el sentido preciso que le da el
mismo autor (Bourdieu y Wacquant 1995: 88).10 Es usual que quienes llevan la crítica
más allá de esas colusiones básicas deban ubicarse en un lugar “externo” al campo
jurídico –sea la política, la economía u otro campo determinado– o sean empujados
por sus colegas hacia esos lugares, bajo el señalamiento de que lo que esos críticos
hacen no es “saber jurídico o crítica jurídica” en sentido estricto.

El habitus como sistema de disposiciones (o predisposiciones) se constituye en la


base de la “percepción, apreciación y acción” de la cosmovisión judicial; es decir, de
aquello que es percibido como problemas del derecho, del conjunto de valoraciones
que son trasmitidas a través de la práctica y de la enseñanza y, en particular, de las
prácticas concretas que nutren la vida cotidiana de la abogacía y, en consecuencia, de
los sistemas judiciales. De este modo podemos utilizar un concepto de cultura
jurídica de base objetiva –como procura Peña al usar el concepto de “ethos”– sin
anular –como tampoco pretende Peña– a los actores reales, pero sin caer en la
ficción de una “acción racional” que puede resolver los problemas y comprender las
situaciones con base en cálculos más o menos directos.

Existe, sin duda, una relación entre actores, sistema de posiciones, estructura del
campo, sistemas de disposiciones (habitus), percepciones, prácticas, estrategias de
juego, luchas, consensos, triunfos, etc. pero la relación entre todos esos conceptos es
compleja y nunca lineal. Como queda indicado, dentro de ese universo social y los

10“se trata de un conjunto de disposiciones (estructuradas y estructurantes, en su relación con el campo),


adquirido mediante la práctica y orientado hacia ella que constituyen sistemas perdurables de percepción,
apreciación y acción que surgen de la influencia de lo social en los individuos y que, como tales, mantienen
una doble relación ya que el campo estructura el ‘habitus’ pero éste, a su vez, contribuye a constituir el
campo como ‘mundo significante, dotado de sentido y de valía, donde vale la pena desplegar las propias
energías’”.

13
conceptos que tratan de dar cuenta de él, utilizamos la idea de cultura jurídica como
simple opción operativa, para nominar a ese consenso y esa colusión, objetiva y
predispuesta, que hace que los actores jueguen el juego dentro del campo de lo
jurídico. Ese mínimo compartido los constituye como operadores del campo jurídico
y, en gran medida, como operadores del campo judicial.

Resta explicar aquello que mantiene a los abogados dentro de esa cultura jurídica y
los lleva luego a su reproducción más o menos consciente. ¿Qué es lo que está “en
juego” en el campo jurídico, de tal modo que los actores acepten la cultura jurídica
de ese campo como base para entrar en ese juego? Bourdieu señala que la lucha que
se desarrolla es una disputa por el monopolio del derecho a decir el derecho
(Bordieu 2000: 160). 11 Sin embargo, lo que está en juego, en especial en nuestra
región latinoamericana, es algo mucho más complejo, que se explica por la
configuración histórica específica del campo jurídico en la región. En efecto, siempre
estará en juego el derecho a interpretar con autoridad el derecho, ya que los textos en
que éste se expresa son susceptibles de una concreción de su sentido. Este proceso
no es meramente intelectual sino político, ya que refleja una determinada imagen del
mundo social regulado y, por lo tanto, una distribución de bienes, cargas, poderes y
expectativas; como advertía Werner Goldschmidt, entre otros, tras el derecho
siempre hay un sistema de reparto. Pero, junto a la lucha por el sentido normativo,
se encuentra también otra disputa, que se vincula con la fuerza del derecho mismo,
es decir, con la capacidad de regular efectivamente el conjunto de relaciones sociales
que se dice regular.

Cierta tradición intelectual dentro del pensamiento jurídico –de la cual la dogmática
jurídica más tradicional hace un punto central– permite desvincular el sentido
normativo (que surge de la interpretación) del problema específico de su fuerza (su
capacidad de provocar prácticas concretas), como si fueran dos mundos fácilmente
escindibles. De ese modo, la determinación del sentido se aparta de la fuerza
normativa o se desentiende de las prácticas concretas con las que se enfrenta todo
texto jurídico que no sólo busca prescribir una práctica sino desplazar otra. 12 Esta
autonomización de ambas dimensiones intenta construir una pretendida cientificidad
que no es más que afán clasificatorio, fundado en posibilidades lógicas, no prácticas.

11 “principios de generación y estructuración de prácticas y representaciones que pueden ser objetivamente


‘reguladas’ y ‘regulares’, sin ser en ningún caso el producto de obediencia a reglas; pueden ser
objetivamente adaptadas a sus fines sin presuponer una dirección consciente hacia ellos o sin poseer una maestría
expresa de las operaciones necesarias para conseguirlos y, sumado todo esto [los hábitos] pueden ser
colectivamente orquestados sin ser el producto de la acción orquestante de un director”.

12 Desconocer o debilitar la idea de que el “combate entre prácticas” es central en la determinación del
sentido normativo permite jugar hasta el infinito con los sentidos posibles. En gran medida la dogmática
jurídica se desarrolló de esta manera.

14
El problema de la fuerza de la ley queda entonces en un segundo plano –no
“puramente” jurídico sino fundamentalmente moral– y esto permite responsabilizar
por buena parte de la ineficacia del derecho a lo que sucede en otros campos
sociales, en particular, el político. Jugar a fondo el juego del sentido normativo
presupone, entonces, aceptar como regla implícita que el problema de la fuerza de la
ley no es un problema jurídico sino de otros campos o de la “cultura general” de la
sociedad, aquello que Squella denomina la cultura jurídica “externa”. Esto permite
tomar parte en el juego del campo jurídico sin tomarse “en serio” el valor de la
fuerza de la ley o presuponiendo que es posible la disputa por el sentido de las
normas como algo escindible del problema central de su eficacia, es decir, de su
fuerza normativa. De este modo, se redefine el horizonte de las luchas por el poder
de dar sentido a las normas, interpretándolas, a costa de (i) dejar en un segundo
plano el problema de la eficacia de las normas como tales (salvo casos extremos) 13 y
por fuera del saber específicamente jurídico, dado que el problema del respeto a la
ley se convierte así en un problema “externo”; y (ii) debilitar, en consecuencia,
también las luchas por el sentido normativo que se relacionen con los otros campos
sociales, esto es, la lucha por el poder en general, a través del sentido normativo.

Dicho en palabras más simples, la cultura de la abogacía acepta como premisa básica
que sólo algunos de los sentidos normativos tendrán fuerza y otros no, por más que
también éstos provengan de los mismos textos normativos, tengan el mismo rango
formal que los otros y sean sostenidos por muchos juristas como el sentido correcto
o adecuado a las valoraciones sociales, por ejemplo, a las democráticas. Esta renuncia
inicial es la que da “riqueza” y “amplitud” a la lucha por el poder en el plano
normativo y permite otorgar prestigio a un saber escolástico desligado de su
efectividad social. El mundo jurídico (y judicial) funciona, en sus estructuras
objetivas, con la regla de una debilidad selectiva de la ley y, en consecuencia, existe
un habitus –un sistema de disposiciones– que asume esa debilidad selectiva y
estructura en consecuencia el campo jurídico, al tiempo que es estructurado por esa
regla de funcionamiento.

La cultura jurídica se funda, pues, en nuestros países en tres ejes que no conviven en
un plano de coherencia: (i) la generalidad de la ley, que es su especificidad como
norma jurídica; (ii) la lucha por la autoridad en el otorgamiento del sentido
normativo, fundado también en el carácter inevitable de la interpretación; y (iii) el
presupuesto de la debilidad selectiva de la ley, manifestado en su aplicación irregular

13 Si bien la teoría del derecho ha reconocido siempre el fenómeno de la ineficacia de las normas
jurídicas, no llega a contar con un aparato analítico que pueda dar cuenta del fenómeno de la ineficacia
que en ella aparece como de “pequeña monta” pero, en la realidad, es constitutivo de ese “girar en falso”
de muchos sectores de nuestro sistema jurídico y, en especial, de los sistemas judiciales, motores, en
definitiva, de la fuerza de la ley.

15
y arbitraria, que contradice el principio de generalidad. La cultura jurídica es, pues,
portadora de elementos contradictorios, ya que se funda tanto en la generalidad de la
ley como en el presupuesto de que esa generalidad no existe, porque el campo
jurídico produce, necesariamente, debilidad selectiva. Este carácter constitutivo del
campo jurídico y de la cultura jurídica, que se puede explicar históricamente como
hemos visto, genera ciertos mecanismos que permiten la ampliación del campo
jurídico y la perpetuación de esa cultura jurídica sin afectar la contradicción esencial
que le es constitutiva. En los distintos momentos históricos –y en las distintas
sociedades– esta contradicción podrá ser más o menos aguda 14 pero, en todo caso,
ha sido una característica que ha acompañado la cultura jurídica de la modernidad,
donde el derecho es, ante todo, el derecho de los profesionales y el lenguaje
preferido del poder estatal. 15 Esta contradicción básica de la cultura jurídica nutre a
la comunidad profesional, cuyos mecanismos de trabajo ampliamente aceptados, al
mismo tiempo, la alimentan.

Conceptualismo, neutralidad, formalismo y ritualismo

Un conjunto de mecanismos ha permitido al cuerpo de los abogados consolidar la


cultura de la debilidad de la ley, a la vez que fortalecer el monopolio profesional. El
primero de ellos ha sido el conceptualismo. Como señala Cohen, recordando el
“paraíso de los conceptos” de Ihering, abierto a todos los hombres, con la condición
de que se tomaran un elixir que los hacía olvidar de todos los problemas humanos
(bebida, por cierto que los juristas no necesitaban tomar por su entrenamiento): “el
sueño de von Ihering ha sido narrado de nuevo, en época reciente, en las capillas de
la teoría jurídica sociológica, funcional, institucional, científica, experimental, realista
y neorrealista” (Cohen 1965: 13).

El conceptualismo es un mal extendido en nuestra enseñanza y en la práctica del


derecho, que todavía tiene el poder de establecer en gran medida cuáles son los
problemas relevantes, por más que muchas veces sea evidente su alejamiento de la

14Vivimos una época de proliferación de las promesas jurídicas y, como contrapartida, de debilitamiento
social de la moral y la política; la juridificación de los conflictos conlleva su despolitización o su
invisibilidad moral. De ese modo, se evita las tensiones del debate moral y político mediante una vaga
remisión a su carácter jurídico, lo que sólo significa que el asunto quedará oculto tras el fenómeno
masivo del incumplimiento normativo. En este sentido, la inflación legislativa produce una
desarticulación y un debilitamiento no sólo de la ley sino del debate moral y político de la sociedad.

15 Hoy asumimos como un hecho que hablar del derecho es referirse a su producción estatal y al
respaldo que el Estado da a las normas mediante su coerción. Esto ha devenido en su carácter
constitutivo. A lo largo de la historia no siempre ha sido así, respecto de los múltiples fenómenos
jurídicos. El derecho también ha sido, de un modo eminente, resistencia al poder.

16
realidad; alejamiento que se achacará a la realidad misma y no a la agenda académica
o teórica. Todos los debates que han girado alrededor de la “naturaleza jurídica” de
un sinnúmero de instituciones, como las discusiones entre teóricos y profesores
sobre detalles clasificatorios de ubicación de elementos en métodos arbitrarios, han
tenido el común denominador de alejar la consideración del derecho del juego de
intereses. Incluso el debate entre la llamada “jurisprudencia de conceptos” y la
“jurisprudencia de intereses” ha terminado cayendo en el conceptualismo, cuando el
objeto central de la disputa era justamente ese tema. La perspectiva conceptualista
permite llevar a los debates jurídicos al infinito y desentenderse de su aplicación
práctica. En sus versiones extremas, desplaza la responsabilidad a la realidad misma
en razón de no ajustarse a los conceptos jurídicos, como si la cabeza fuera culpable
de que el sombrero no le calce. De cualquier manera, se construye un arquetipo de
prestigio, ligado al jurista conceptualista, que luego proyectará su sombra sobre todo
el campo jurídico.

Se debe entender bien la distinción entre el conceptualismo y la buena teoría. No se


trata de proponer una perspectiva burda para analizar el derecho o sostener la
inutilidad de teorizar. El conceptualismo es algo muy distinto a teorizar sobre los
fenómenos sociales tal como se presentan en el proceso social o como pueden ser
percibidos y sobre la función del derecho (y sus textos) en el decurso de la vida social
real. Si se niega esta tensión entre el deber ser normativo y el proceso social, uno se
coloca en un lugar imaginario, en el cual nuestra lógica nos permite construir
categorías hasta el infinito y discutir con los colegas hasta el hartazgo. Además, si los
distintos sentidos posibles de la norma no se ven afectados en lo más mínimo por su
efectividad, el juego puede reproducirse sin molestarse por tomar nota de lo que un
sentido normativo determinado significa para cada grupo social.

El conceptualismo genera un triple mal. Por un lado, produce un tipo de teoría que
oculta los problemas reales y hasta los menosprecia en cuanto ignora que en el
ámbito del derecho todo problema es un conflicto de intereses antes que un
conflicto de interpretaciones; en segundo lugar, genera una “agenda” de problemas
totalmente ficticia que se ha alimentado con todas las formas de colonialismo
intelectual y la adhesión a modas superfluas, tan comunes en nuestra región; y, en
tercer lugar, es una de las herramientas centrales del adiestramiento en una cultura
jurídica que puede convivir tranquilamente con la debilidad selectiva de la ley sin que
ese fenómeno –esencial del campo jurídico– roce siquiera la producción intelectual o
produzca una interpelación moral o política de magnitud que supere el escepticismo
o la indignación personal.

El segundo mecanismo corresponde a la “neutralidad” del discurso jurídico.


Amparándose en el principio de “igualdad”, que ha sido constitutivo del discurso

17
jurídico de la modernidad, se ha podido ocultar intereses bajo la “mascara” de la
neutralidad. Es obvio que existe una distancia enorme entre el derecho de los
“señores” (ciudadanos, patricios, nobles, etc.), propio de las etapas premodernas, en
el cual sólo se trataba de regular las relaciones entre algunas personas y no existía
ningún prurito en desconocer que no era aplicable a otras (mujeres, esclavos,
extranjeros), de una parte, y, de otra, la pretensión igualitaria de inclusión de “todos”
en el conjunto de derechos, que nace con la Revolución Francesa y se consolida con
la Declaración de los Derechos Humanos de 1948; esto último, aunque tal
pretensión aún no alcance coherencia ni siquiera en las meras declaraciones formales,
en muchas partes del mundo. Pero la pretensión de igualdad completa de las
revoluciones burguesas y de la cultura contemporánea ha aumentado el uso y el valor
simbólico de la idea de neutralidad. Los abogados, en consecuencia, manejan una de
las más eficaces máscaras del interés en la vida moderna que consiste en ocultarlo
mediante formas jurídicas neutrales, en la formulación de leyes y reglamentos o de
decisiones judiciales. El uso de ficciones tales como la “sociedad”, el “orden” o
valores inasibles como la paz social, la justicia, la “moral” o el uso equívoco del
vocablo “el derecho” como expresión de un valor, son todas manifestaciones
concretas del fraseo de la neutralidad, que potencia los intereses sectoriales y, al
encubrirlos, los protege. De este modo se produce una de las principales paradojas
del derecho en la modernidad: su mayor fuerza, que es la igualdad generalizada de
sus promesas, se convierte en su mayor debilidad, ya que los procesos sociales y
políticos rara vez resisten o cumplen esa promesa.

Sin embargo, el uso de las formulas jurídicas como expresión de neutralidad ha


aumentado y continúa en aumento –vía inflación legislativa– lo que demuestra su
utilidad para algunos sectores mientras, paralelamente, aumenta el descontento y la
decepción en otros sectores. Como señalaron Barcellona y Coturri:

las operaciones de los juristas que recurren a los llamados principios generales
del derecho, en sustancia, se resuelven en la absolutización “arbitraria” de
determinados valores. Asumido un valor determinado como preeminente,
como “privilegiado”, se opera la reconstrucción del sistema de modo que
todas las demás fórmulas o proporciones normativas que parecen indicar el
surgimiento de valores distintos o contradictorios se consideran
genéricamente de grado inferior, o bien en la relación de una excepción
respecto de la regla. […] Esta claro que en estos términos ninguna
reconstrucción del sistema conducirá a resultados distintos de los implícitos
en las premisas (Barcellona y Coturri 1976: 97).

Esa función enmascaradora del derecho ha sido asumida con claridad –y a veces con
pasión– por los sectores académicos y docentes del campo jurídico y ha impregnado

18
la totalidad de la cultura jurídica, que al reproducir la neutralidad logra convivir sin
trauma con la aplicación selectiva evidente. El derecho se permite así ocupar un lugar
central en la vida social como ordenador de los intereses e incluso como pacificador
de las disputas y conflictos, cuando en realidad realiza un complejo trabajo de
desplazamiento y ocultamiento de muchos de esos intereses. Sistemas judiciales que
se piensan a sí mismos como neutros constructores de la verdad del caso (la
búsqueda de la verdad material, histórica, por ejemplo) y no como ámbitos
institucionalizados de disputas pacíficas de intereses, ayudan a fortalecer esta falsa
neutralidad del derecho como ordenador de la vida social.

Los dos mecanismos examinados se ven potenciados por el formalismo. Las formas
jurídicas son un elemento esencial en el campo jurídico. La forma jurídica –en las
presentaciones clásicas– cumple un papel de pacificación y de contención de la
arbitrariedad. 16 Sin embargo, esas funciones centrales –y muchas veces olvidadas,
por desgracia– no son las que han permeado nuestra cultura jurídica. La forma
jurídica y su perversión, que es el formalismo, cumplen un papel central en el
proceso de “mediación” y traslado de los conflictos sociales hacia el cuerpo
profesional. Bourdieu señala:

El campo judicial es el espacio social organizado en y por el cual tiene lugar la


transmutación de un conflicto directo entre partes directamente interesadas
en un debate jurídicamente reglado entre profesionales que actúan por
procuración y que tienen en común su conocimiento y reconocimiento de la
regla del juego jurídico, es decir, las leyes escritas y las no escritas del campo;
aquéllas que es preciso conocer para triunfar sobre la letra de la ley (en Kafka,
el abogado es tan inquietante como el juez). En la definición, a menudo
enunciada, de Aristóteles a Kojève, del jurista como “tercero mediador”, lo
esencial es la idea de mediación (y no de arbitraje), y lo que ella implica, es
decir, la pérdida de la relación de apropiación directa e inmediata de su
propia causa: ante los litigantes se alza un poder trascendente, irreductible al
enfrentamiento entre visiones privadas del mundo, que no es otro que la
estructura y el funcionamiento del espacio socialmente establecido de ese
enfrentamiento (Bourdieu 2000: 190-191).

De este modo, la forma mediadora se convierte en forma expropiadora y el ingreso


al campo jurídico –impuesto ya sea por imposición del propio campo o por el
rechazo de las partes a la solución del conflicto en otros áreas sociales, debido a la
inexistencia de mecanismos idóneos o la debilidad de esos campos en relación con el

16 Son clásicas ya las palabras de Rudolf von Ihering: “El pueblo que ama la libertad comprende
instintivamente que la forma no es un yugo, sino es guardián de su libertad” (Ihering 1962: 285).

19
jurídico– implica una redefinición tal del juego de intereses que, muchas veces, la
derrota de uno de ellos está dada por el mero ingreso al campo jurídico y no por las
soluciones que se den dentro de él. Esta operación no suele ser visible en la cultura
de los abogados pero es evidente para otros sectores sociales. Uno de los abismos
hoy existentes –y para los cuales es necesario construir nuevos puentes– se da entre
los sectores sociales más urgidos de superar situaciones de injusticia y desigualdad –
contrarias incluso a expresas promesas de las leyes– y la esperanza o la decisión de
saldarlas mediante su ingreso al campo jurídico. Esto no sólo por una razón de
“ineficacia del derecho” o “falta de acceso a la justicia” sino por el efecto más
profundo –enajenante y despolitizador– que producen las formas jurídicas.

No obstante, en determinadas ocasiones ganar la batalla por la forma jurídica, “por el


sentido del derecho”, puede significar un avance de reivindicaciones no reconocidas
por la sociedad. Este tipo de formalismo –que no cumple las funciones profundas de
las formas jurídicas pero que desarrolla otras funciones no manifiestas– también ha
moldeado la cultura jurídica como cultura de la debilidad de la ley, ya que permite al
jurista posicionarse en muchos sectores sociales de un modo ficticio y superficial,
pero facilitando una ganancia para el cuerpo de profesionales que manejan la “forma
jurídica” y, de ese modo, procurándole competencia para un conjunto de problemas
respecto de los cuales no deberían tener esa competencia. Para que esta acción pueda
expandirse sin afectar a intereses generalmente más poderosos, la formalización
jurídica de los problemas sociales tiene una válvula de escape en cuanto garantiza
una aplicación selectiva de la ley.

Una variante extrema del formalismo aparece como el cuarto mecanismo de


gestación de una cultura de la debilidad de la ley: el ritualismo. Ya no se trata de
formas jurídicas, más o menos complejas, del uso de un lenguaje técnico o de giros
lingüísticos extraños, sino del conocimiento de un ritual completo, totalmente
inaccesible para el ciudadano. El modo de funcionamiento de la administración de
justicia, sus procedimientos y tiempos exasperantes, su alejamiento del sentido
común, la artificialidad de sus formas de actuar, la confusión entre lo
verdaderamente jurídico y lo propiamente administrativo son formas específicas de
esta liturgia de los tribunales, que convierte el monopolio de los abogados en una
necesidad social evidente para los legos. Este ritual es, en gran medida, un ritual de
ruedas que giran en falso, de poleas sin correa que producen un desgaste de energía
que no conduce a ninguna parte, salvo al desaliento y el consumo de las fuerzas del
más débil. El conocimiento de esta liturgia alimenta a la gran masa de abogados
litigantes y en nuestra región da a la gran mayoría de ellos apenas un medio modesto
de vida. Se mantiene así un grupo social numeroso que defiende las especificidades
del campo jurídico, por más que su posición en él sea de debilidad y sumisión frente
a otros sectores profesionales. La masificación de las escuelas de leyes renueva y

20
ensancha este ejército de leguleyos que actualmente constituyen uno de los sostenes
más firmes de la cultura jurídica, antes reservada a elites algo ilustradas.

La cultura jurídica como cultura profesional de la debilidad selectiva de la ley se


sostiene, pues, en mecanismos concretos, reproducidos por la práctica del
funcionamiento de las principales instituciones judiciales, preservada por una
academia con fuertes compromisos con el ejercicio profesional y que se vuelve
funcional a la hora de relacionar el campo jurídico con otros campos sociales y con
el, más general, del ejercicio del poder. Esta visión muestra una mayor complejidad
del problema pero nos permite comprender que tal complejidad puede ser revertida;
nos abre la puerta a acciones concretas que, por más que hoy aparezcan como
lejanas, difíciles, trabajosas en extremo, son mucho más concretas que la expectativa
de una cierta conversión moral de los operadores jurídicos o una, aún menos
esperable, conversión de los sectores sociales que gozan de sus privilegios lucrando
con la debilidad de la ley.

Reforma judicial, cultura jurídica e innovación. Necesidad de construir una


tecnología del cambio de la cultura jurídica

Queda por preguntarse cuáles son o deberían ser las relaciones entre la reforma
judicial y la cultura jurídica, si es posible hablar siquiera de innovación en este
contexto y cómo puede construirse procesos de cambio de la cultura jurídica. La
pregunta es especialmente relevante debido a que en los procesos de transformación
judicial el problema cultural ha adquirido, en los últimos años, cada vez mayor
presencia. Conviene aclarar que carece de sentido pretender que, simplemente, se
deje de lado la actual cultura jurídica latinoamericana. Ésta se presenta como
tradición, tanto en el plano objetivo del funcionamiento de las reglas del campo
como en el plano de las disposiciones de los actores y su forma de desenvolver el
juego de la abogacía. Al no ser posible separar estas dos dimensiones, no puede
prescindirse de la cultura jurídica existente.

Como la cultura jurídica no está solamente en la mentalidad de los operadores


jurídicos, no basta con buscar procesos de conversión o cambio personal –como ha
pretendido muchas veces la capacitación judicial o la prédica de las reformas
procesales– para que se produzcan cambios de fondo en la cultura jurídica. Como
tampoco se trata de una pura “objetividad”, ni existen nuevos operadores totalmente
ajenos a esa cultura jurídica, tampoco se puede pretender que el simple cambio de
algunas reglas de funcionamiento o la mera sustitución de personas produzcan
automáticamente esos cambios, como también han intentado algunos procesos de
transformación judicial.

21
Por otra parte, tampoco la cultura jurídica es algo estático; al contrario, al presentarla
como tradición le estamos atribuyendo una vitalidad que se presenta en su
cotidianeidad. Por lo tanto, lo que signifique “innovación” no deberá enfrentarse a
algo estático y muerto sino, todo lo contrario, a algo en movimiento, lleno de
vitalidad y de capacidad de adaptación. Los reflejos culturales de los procesos de
reforma judicial no podrán ser, pues, simples ni lineales y, más allá de la apelación
genérica, poco hemos profundizado en nuestra región sobre las dimensiones de
relación y los instrumentos reales para que el mentado “cambio cultural” sea posible.

¿Queda algún margen entonces? Sí, sin duda, porque negarlo sería desconocer
también la historia de los cambios sociales y la dinámica propia de toda sociedad; el
cambio es inherente a la naturaleza de todo proceso social. Debemos preguntarnos,
entonces, si la actual cultura jurídica, en particular en la región latinoamericana,
podrá orientarse hacia ejes diferentes; por ejemplo, hacia una cultura jurídica de la
fortaleza de la ley. Estimo que es posible, pero no como una simple evolución de la
actual cultura jurídica tal como ha sido caracterizada en este capítulo. El núcleo
central de su conformación –la debilidad selectiva– y sus cuatro principales
herramientas –conceptualismo, neutralidad, formalismo y ritualismo– podrían
evolucionar hacia formas mitigadas o agravadas de esa misma cultura, pero no hacia
un tipo de cultura jurídica diferente. Para que esto último ocurra, es necesario que
aparezca en el campo jurídico una contracultura, no una simple subcultura de la
legalidad sino una subcultura que aspire a desplazar a la cultura jurídica dominante y
por tanto se convierta en contraria a ella, en contracultura. Esto requiere constituir
actores y acciones dentro del campo jurídico que rompan con la colusión básica y
aprendan a no ser expulsados del juego de la autoridad para decir cuál es el sentido
del derecho. Un proceso de reforma judicial adquiere una entidad totalmente
diferente cuando ha conseguido provocar, aunque fuera en cierta medida, este
efecto.

Conviene no ver este cambio como un todo sino desde el punto de vista de algunas
instituciones en particular; es decir, aquéllas que tienen un fuerte componente
contracultural y por eso pueden ser consideradas como las instituciones
contraculturales del proceso de reforma judicial. No se trata sólo de un planteo
general ni de la asunción por ciertos actores centrales o periféricos de algunos
valores o ideas. Se trata, antes bien, de introducir entre las reglas del campo jurídico
algunas nuevas que, generadas por nuevas disposiciones, se hallen sustentadas por
nuevas prácticas y, a la vez, se constituyan en generadoras de nuevas reglas, prácticas
y disposiciones. Estos nuevos conjuntos contraculturales podrán confrontar los
cuatro mecanismos fundamentales de la cultura jurídica dominante. Transparentar
los intereses en juego, para sustituir la neutralidad profesional, puede ser algo

22
sostenido por nuevas instituciones que abran paso a esos intereses a través de la
conciliación, la mediación, la participación directa de los sujetos reales del conflicto,
etc. La superación del formalismo por la primacía del conflicto sustantivo es
favorecida por nuevas formas de litigio, directas, simples y transparentes. La crítica al
modelo del conceptualismo se puede realizar mediante la introducción de nuevas
formas de resolución judicial y de enseñanza del derecho, directamente ligadas a las
soluciones de fondo. El ritualismo puede ser fuertemente combatido mediante la
simplificación de los procesos y la modernización de la organización judicial.

En fin, existen –y han sido introducidas en los últimos años– muchas instituciones
contraculturales en la dinámica de algunos sectores del campo jurídico, si bien
todavía resta un largo trabajo de consolidación y fortalecimiento expansivo de esas
nuevas prácticas. Entre ellas están el juicio oral, las audiencias públicas en las otras
etapas del proceso como método central de trabajo, las nuevas oficinas judiciales, las
prácticas de conciliación, etc. Sin embargo, en la gran mayoría de los sectores del
campo jurídico y, dentro de él, el sector judicial, todavía no se ha dado grandes
pasos; de allí que los elementos que alimentan a la cultura tradicional sean todavía
muy superiores a los que sostienen la débil subcultura de la fortaleza de la ley, que
aún no ha logrado plantarse como alternativa frente a la tradición dominante. La
disputa entre estas dos culturas todavía no se ha establecido realmente y uno de los
objetivos fundamentales de todo proceso de reforma de la justicia es, precisamente,
lograr que la cultura jurídica dominante de la debilidad de la ley y la nueva cultura
jurídica de su fortaleza entren en conflicto de un modo radical e irreductible a
fórmulas transaccionales. La falta de una confrontación clara en el cuerpo
profesional de los abogados y la pervivencia de la cultura jurídica tradicional como
cultura dominante hacen de nuestros sistemas jurídicos inflacionarios –sostenidos
por sistemas judiciales intoxicados por el trámite– laberintos que encubren y
fortalecen una sociedad de privilegios y alejan del campo jurídico a los actores
sociales empeñados en creer las promesas de igualdad ante la ley como parte
inseparable de una sociedad democrática.

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