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Nicolás

Buenaventura

jU impmtMcU de(idlm mivuU


o
LOS HILOS INVISIBLES
DEL TEJIDO SOCIAL

cooperativo editorial
MAGISTERIO
Iliicnuvcnlurn, Nicolás.
I i nnporlanciadc hablar mierda: los hilos invisibles del tejido
• al / Nicolás Buenaventura. — led. — S an ta Fe de Bogotá :
i i a i| m' i ni i va I ihtonal Magisterio, 1995.
hV (< "lección Mesa Redonda;N° 2!8)
ISIIN ‘>^K 20 0224-7
I l iliu .a ion y Democracia 2. Educacióm - Aspectos Sociales
I l li II Serle.
l l i l i V/li lo | /|lH2iMFN: 0028
Colección Mrmi Utulnnda
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O lo* hi l o* Im ifalM na i h ' l l e/li lo *ot lili

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Al I UEIX) A Y A li/A IIASTIDAS

lllrfioclA n E d itorial
II.S I 1‘A T W C IA S Á N C H E Z R .

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l ililí- 134 N" 30 72
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I m p r e a lA ii : (A H G H A P IIIC S . I m p r e s i ó n d ig ita l

i ,i, n i ni puili.i - • ii i ir mli ii Id» en todo o en parte,


III» l ili» IIH|||| ilr rrp ro d iicclón
»ln | ir i mían i-m tIIii ilrl rtllliir.
ü¡111 b /f z }
Si Y B t ia f
Las verdades y las mentiras de mi padre....................... 9
La historia de los obeliscos................................................15

El tiempo total.................................................................. 26
El tiempo libre.................................................................. 32
La importancia de hablar m ierda....................................40
Los círculos de lectores.................................................... 47
El buen am or..................................................................... 53
Magia y ciencia................................................................6 2
¿Y de la convivencia qué?

liste libro, en forma placentera, resalta la importancia de


recuperar el habla narrativa, la conversa, el habla como
goce, como juego, sólo com o comunicación sincera. Sen-
i ¡llámente hablar por hablar para reconstruir el mundo.

I /no de los propósitos de los PEI y de las reflexiones que


lineen los maestros, con respecto a las relaciones que se
establecen al interior del ambiente educativo, es la cons-
i Micción de un manual de convivencia.

¿Quién lo debe elaborar?

,, Tómo establecer regulaciones en la vida escollar?

.V partir de aquí se pueden formular ambientes que permi-


fiiin restablecer significaciones de la vida cotidiana, perdi­
ólas en los afanes e imposiciones de la tecnología educati-

7
va; y para prom over la construcción ilmexos a rm o n io s o s
e invisibles de la estructura social

El maestro N icolás Buenaventura i-nci u n a en la p a la b ra


el verdadero sentido d< l.i convivencia,ocial. E s, a trave's
de ella, cpie le n asumn las rclationcs h u m a n a s, el
respeto |>oi I; \ nía poi l.i opinión ajen», el respeto p o r la
dilcu n i i . i l u í i« e m neutro es posibley m u y p ro b a b le la
construí c l o n d e u n a Etica del deber ydel derecho” fu n ­
damento de lu d e r e i l íos humanos.

I a C ' o o p i i .1111 i I d i i o n . i l M agisterio dtsea poner en d iá ­


logo el i» n .mu. un > .I. I ni.i< no Nicolás B uenaventura
con los 111 Mcutí i o l o n i h i . i n o s v latinoamericanos. Con el
ánimo de q i en e l e traduzcan, en m otivo de
profunda', ic!Ic kmui . en tonto al discurrir cotidiano de la
vida escolat y social.

Los editores
o w i< C x c L e ¿ y

de mU fracOie

UANDO YO ERA NIÑO, ÉRAMOS DIEZ


hermanos, en Ja ampJia mesa deJ comedor
en Ja casa, y teníamos siempre Jas verda­
des y Jas mentiras de mi padre.
I a primera verdad era eJ pan. Nunca faltó eJ pan en la
mesa, ni en Jos tiempos más duros. Otra verdad era Ja
mesa misma, ancha, dura, que aguantaba todo, la comida,
el juego, la remesa, Ja guachema. También la casa era
algo cierto, era una verdad, nos mudábamos aquí y allá,
mino pobres, pero siempre estuvo Ja casa.

Mi padre trabajaba. Era comerciante. Vendía miel, a ve­


res toda Ja vivienda se llenaba de mieles. Era constructor,
Inventaba urbanizaciones que la familia inauguraba en un
peiegrinaje constante. iEra artesano, hacía banderas de

9
papel para los días uiti ios con toda la tropa am iliar. Era
cazador y ti menudo lleg ab a a tiempo con bunas p iezas.

IVio además ese universo paterno de las vedades en el


I i o | m i s e ensanchaba y se apuntalaba en cuaito la m adre

también producía. E lla era costurera y horfclana. C o sía


pac olilla a pedal en to d o s los resquicios o rabs que podía
huí lacle a la dura jo rn a d a del oficio doméstic) y tenía eras
.le hoilab/.is que cuidaba de las gallinas cubiiéndolas con
alteii un >n/.idos tle cham izas resecas.

IVio i la pat con todas estas ricas verdades, tuvim os


la m í mpic la ineiiliras de mi padre.

A la c alu c . i .i d r la i ma o e n las visitas o tertulias, en la


a l a . <11 c ii. dcpiic i p a l l e
al vie|o no lo detenía nadie cuan­
do s e e mp e n a b a ( n i| ver a lomar el hilo de cualquiera de
ais fantásticas historias que ya todos conocíamos bien,
l ian meninas prodigiosas por una razón: porque siempre
Inerón e icciendo sin límites, mucho más que crecía la
progenie. Pero, además, eran mentiras argumentadas siem­
pre con un lujo de precisiones y certidumbres absolutas.

Quiero contar aquí cómo llegó a crecer la celebre historia


de la tempestad en el mar Pacífico. Mi jpadre fue allí
capitán de un barco pirata. Entonces le toccó afrontar una
tormenta nocturna de tal magnitud, tan pavorosa, que se
hizo completamente de día a la luz de los rellámpagos. Era
tal la alborada que, en el puente del barco, la tripulación
no salía del asombro de poder conversar miirándose todos
las caras, durante horas, en plena media nocche.

Sin embargo, en la última versión que alcamzamos a oírle,


resultó tan desesperadamente larga esa alborada, que mi
|>adrc luvo que distraer del aburrimiento i la tripulación
ley e n d o , a Ja luz de Jos elám pagos y con voz atronadora,
una novela entera de lobos de mar.

¡Qué raro ! — acotaba el viejo al termina;, con la mayor


Seriedad— . ¡Qué extraño!

Y la historia de las yucas, por ejemplo, ¡cómo llegó a


c r e c e r este suceso! La primera vez que la contó, las cosas
ocurrieron así: Mi padre fue a comprar cerdos a una isla
del río Cauca y se enconlró, para gran asombro suyo y del
dueño, con que se habían perdido los animales, con que
toda la piara había desaparecido de la finca. Era muy raro,
muy extraño, me explicaba mi padre, porque en ese tiem­
po no había robos ni nada semejante. No obstante, el
enigma se vendría a despejar pronto. Al recorrer el yucal,
irsulta que los tubérculos de las raíces de esas plantas
n a n tan grandes, tan descomunales, debido a la fertilidad
ilcl suelo, que los cerdos cebados, comiendo yuca, habían
hecho cuevas dentro de ellos y estaban allí allí metidos,
i orno armadillos en sus casas.

I n la última versión de la leyenda, los marranos se pier­


den definitivamente y ya no es posible hallarlos ese día.
.Sólo semanas después, haciendo muchas indagaciones, se
puede dar con el paradero de los animales. Y el caso fue
i4 sie la tierra era tan fértil que las raíces del yucal habían
i invado por debajo del cauce del río, desde la isla, hasta
iillciiiizar la tierra fírme en la ribera. Entonces los cerdos,
devorándolas, habían hecho túneles y se habían escapado
di. la finca.

— ¡Qué raro! — dijo él.

11
lian corrido m uchos años desde entoces y y o n u n c a he
tenido iluda ile que las mentiras de ni padre h a y a n sido
l a n í o alim ento, tanta fortaleza y proveho p a ra n o so tro s
■n i I Iioj-. i, com o lo fueran el pan / todas sus dem ás
verdades,

I oda com unidad humana, y la prim en de todas, la fam i­


lia a está viva, se com porta así:

I n m •l<. astenias de relaciones humaias, dos arm aduras


■lo n aln i . que la conforman. Una, U que hem os llam a-
iln ■•>n ■I nom ine de verdades». Es h tram a o tejid o de
n ía . 111< ■ l e l ii i e n a las cosas, i los objetos. Otra,
la 111 le i e | >1 e .en i amos a <1111 eomo «mentiras». Es ésta la
n d di icla. non s humana referidas a los sím bolos u
objetos «simbolados».

I lita es la d. l ti ahajo, la del pan. Otra es la del juego, la de


la fantasía.

I as relai iones de «verdad» en mi familia, como en cual-


i|inei comunidad, nunca fueron más verdad que las otras,
que las del juego o la fantasía, que las de «mentira». Pero
queremos llamarlas «verdad» porque son trascendentes, o
sea que están en función del futuro.

Allí, en la mesa de mi casa, no se comía por comer


simplemente, sino para luego, para algo que trasciende,
para vivir y crecer.

En esencia, como es evidente, son éstass las relaciones de


producción, o mejor, de reproducción cconstante del gru­
po. Aquellas que tienen su centro en el /trabajo.

Mientras las otras, las del juego, las ddel goce, están en

12

I
(unción del presente y sólo se proyectan po tán d o se en sí
mismas.

Vamos a denom inar a las primeras relacioies sociales y a


las segundas relaciones sociables. A sí q ie pensamos la
comunidad, en nuestro caso, la familia, como algo com ­
plejo, no simple o unívoco. Algo que es sociedad y
sociabilidad, al m ism o tiempo.

I a trama social o «sociedad» está hecha de las relaciones


materiales o naturales, es decir, de esas relaciones que
usted no escoge o decide sino que se constituyen a sus
espaldas, o sea antes de que usted aparezca en escena. Por
ejem plo, todos e'ramos allí hermanos en la casa, nadie
escogió a su hermano, como uno no escoge a su vecino en
el harrio o a su colega en el trabajo.

I .1 trama sociable, en cambio, Ja sociabilidad en el grupo,


está hecha de relaciones de designio o que usted escoge,
de relaciones afínes. Por ejemplo, en mi casa no todos los
hermanos entendimos igual a mi padre con sus «menti-
i iis» maravillosas, aunque todos disfrutábamos por igual
de sus verdades, por ejemplo, el pan.

Pienso ahora en un hermano, que ha sido siempre el


i milico de la familia y remedaba a la perfección al viejo.
Ine él quien primero descubrió para todos nosotros la
un rcíble riqueza de este juego, de este universo familiar,
mganizando representaciones teatrales de las «mentiras»
de mi padre.

I »e esa manera se logró vivir, en nuestra familia, intensa­


mente, los dos sistemas de relaciones humanas, de forma
•jiM- el trabajo de los padres y a menudo de los; hijos, que

13
era centro de nuestra sociedad fam ilu, se v o lv ía a l a vez
juego, es decir, sociabilidad.

Recuerdo cuand< >mui m mi patín- I l-g/> al m ed io d í a a la


casa, cargado dr fruía1, to m o sn-ingc y cay ó de b ru ces
frente al com edí >i N•>ali an/ó a hallar una p a la b ra . Esa
noche lo volam os ■"ii la madre, en a propia a lc o b a co­
mún y , y a pni la madrugada, cuandose fueron y e n d o los
huespede \ tpn damtis s o l o s , ella, los hijos y algunos
allegados de pionio. ni buscarlo, ;mpezó la conocida
fiesta lamilíiii I a t|iie habíamos aprendido a hacer hacía
tiempo.
Empezó la rcpreiu n i de l as grandes m entiras a cargo
del hermano icalieio \ todos llorábanos de la risa m ucho
más de lo que habíamos podido llorar de la pena.

Era nuestra cultura, la cultura propia, del grupo familiar.

Llamamos cultura precisamente a la manera como se


logran integrar en una comunidad los dos sistemas de
relaciones que la conforman, es decir, la sociedad y la
sociabilidad que hay en ella.
Y hemos llegado así a la meta que m ás nos importa en el
presente texto: el concepto de cultura.

¿Qué es cultura?

I ,a cultura no está fuera de la comunidiad, de su malla o de


su tejido interior. No está fuera de suj naturaleza. Es una
idea ingenua aquella de que una comutnidad «tiene» cultu-
i .i o - posee» cultura, como un haber co una propiedad.

I .1 i umunidail es cultura. La cultura e;stá en el interior de


ln comunidad.

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Si usted preguita a un campesino qué es el sol, es posible
que le respondí identificando el mensaje c;ue él recibe con
el emisor, con el sol mismo. Es posible que le responda: el
sol es luz, es cjlor. Y sin duda es hermosa la respuesta.
IVio es ingenua.

,.(>ié es cultura?

lis usual confundir el mensaje cultural de una comunidad,


de un pueblo, de una tribu o de una familia; es posible
identificarlo con su cultura.

I n toda comunidad existe un entramado complejo de rela-


t iones humanas. Podríamos hablar figuradamente de unas
ielaciones «duras» que hacen la «estructura», y de unas
(elaciones que airean a las otras, que las hacen flexibles,
que les abren espacio.

I.o que no podemos pensar es que uno de esos sistemas


sea necesario y otro adicional, que uno sea primario y otro
derivado.

l odo este texto, este estudio, tiene una pretensión: mos-


n ur que ambos sistemas de relaciones, la sociedad y la
sociabilidad, son necesarios y primarios e igualmente
determinantes. El grupo humano, Ja comunidad es real o
esi¡i viva, cuando logra este equilibrio entre el universo
del juego y el universo del trabajo, entre su mundo real y
■ai mundo simbolado.

V llamamos cultura a la manera como se integran o se


i ni/an esos dos mundos en una comunidad.

15
Aa ¿cotonía
cíe ¿te, oáe¿Uco4

ARA EMPEZAR, QUEREMOS HACER

S UNA transcripción fidedigna de un texto


del antropólogo Ralph Linton, que siem ­
pre nos ha apasionado por cuanto trata de
pintar la «cultura» del norteamericano me­
dio de hoy. Dice:

Nuestro hombre se despierta en un mueble


que está hecho según un modelo originado en
el Cercano Oriente. Se aligera pronto de su
ropa de cama fabricada de algodón dom esti­
cado originalmente en la India, o bien de lino,
o de lana de oveja, domesticados ambos en el
( 'ercano Orienite o, en el último caso, de seda,
cuyo uso fu e descubierto en China. M ateriales

17
todos estos que s e han transformada en tejido
gracias a une té cn ica también ordinal del
( e n a n o Oriente.
Al levantarse se despoja de su pijami, prenda
que in v e n ta ro n lo s h in d ú e s, cilza su s
mocasines creados p o r indios precdom binos
y va al baño, donde se asea con jabói origina­
do en las Galias, para luego rastrarse si-
guiendo un ritual m asoquista que pirece ha­
b a tenido su origen bien en Sum era o en el
antiguo Egipto, «
Vuelve ,i lo oh obo para tomar su ropa, que
está acomodada en una silla, mueble proce-
dente del sin de Europa, v viste saco y panta­
lones, prendas cava Jornia se deriva original­
mente de los vestidos de pieles que se hacían
los nómadas de las estepas asiáticas. Luego
caira zapatos diseñados según un modelo de­
rivado de civilizaciones mediterráneas y he­
chos de cuero curtido según un proceso inven­
tado en Egipto. Finalmente cubre su cabeza
con un sombrero de fieltro, material inventa­
do en las estepas del Asia.
Ya en la calle, el sujeto paga su perióídico con
un invento de la antigua Lidia, las monedas, y
se apresta a desayunar en el restauramte, don-
de lo esperan otra serie de elementors prove­
niente', de muchas culturas lejanas. ,Su plato
tle cerámica inventada en China; su cuchillo
d, una aleación hecha por primera xvez en el
sur d< la India, el acero; su tenedorr, instru-

IN
mentó de la Italia medieval; y su cuchara,
romana de o/igen. Además, el café, planta de
Ahisinia, con leche ordeñada siguiendo una
arcaica tradición del Cercano Oriente y con
azúcar que sí refino p o r prim era vez en la
India.
También pueae servirse huevos de una espe­
cie de pájaro dom esticado en Indochina, o
bien un file te de carne de algún animal do­
mesticado en Asia oriental. Luego de comer,
quizás fum ará a su gusto siguiendo la moda
de indios americanos, con hojas de una planta
que fu e ra domesticada en Brasil, y mientras
fuma, quizás lea noticias impresas con carac­
teres inventados p o r los antiguos semitas so ­
bre un material de origen chino. Entonces, a
medida que se va enterando de las dificulta­
des que hay en el extranjero, probablemente
dará gracias a un dios hebreo en un lenguaje
indoeuropeo p o r haber nacido en los Estados
Unidos de América.

I I concepto de cultura, como inventario de conquistas,


tomo múltiple apropiación, está profundamente influido
poi la historia moderna, de la cual Estados Unidos, con su
»mi inordinada civilización del migrante, es, sin duda, la
i \|>icsión más avanzada. ¿Qué ha sido la cultura para
i ti i'idente?, para este gran beneficiario de los inventos, de
11)8 tesoros, de los logros de todos los pueblos del mundo
•*11 la llamada «edad moderna»

19
El símbolo por ex ce le n cia de esta histoiu que d a lu g a r a
la formación del c o n c e p to de cultura seá el tra sp lan te d e
los obeliscos cgipi ios a las plazas princpales de la s c a p i­
tales europeas y norteam ericanas. Romi, París, L o n d res,
Nueva York serán ciudades «cultas» ei cuanto e x h ib en
cada una su «propio» obelisco egipcio.

Pero sigamos en d etalle la historia de esta em p resa, ya


que ella nos enseña su propia lógica, esdecir, el d e sa rro ­
llo abrumador de la técnica de occidente

En I y bajo la dirección del maestro trquitecto F ed eri­


co fontana, 'too obreros y 75 bestias de carga, accionando
40 cabrestantes, c o n s i g u e n levantar del suelo en una jo r­
nada continua do 1 J horas y erigir en la plaza de San
Pedro en Roma el obelisco de 2fi metros de altura cons­
truido en el siglo XIII antes de Jesucristo en suelo egip­
cio.

Un siglo después, el obelisco de París, arrancado del


templo de Amón bajo Ramsés II, para venir a decorar la
plaza de la Concordia, necesita para su erección sólo 480
operarios.

Y otro siglo más tarde, el de Londres, la llamada «aguja


de Cleopatra», en el Támesis, y el de Níueva York, en el
Parque C entral, arrancados am bos del Tem plo de
I Icliopeles en los tiempos del faraón Tuitmes III, casi con
el mismo peso y altura, sólo necesitarán una decena de
hombres para ser alzados del suelo y erijgidos.

I I concepto europeo de cultura, definiedo originalmente


I»>i el antropólogo inglés Edward B. Tyllor, al finalizar el
a g i o XIX. como aquel «todo complejo)» que el hombre
•iprrnde, a diferencia de lo que hereda gené icamente, está
|U(iíiindaniente infljido de esta historia internacionaJ.

I s la historia del famoso «escriba sentado» o de los «bue­


yes Apis» que dejan su puesto en la antigua Menfis para
imsladarse a París.

i iiltura es el inventario, es la recolección d é la flor, corta-


' l,i de su tallo y su raíz, Ja flor o el fruto de todas las
i'i .mdes civilizaciones del mundo.

I s la estatua de la reina egipcia Nefertiti cuando se entro­


niza en Berlín o de la reina Yatsepsut ubicada en Nueva
Vtirk. Es el código babilónico de Hammurabi o bien la
.liosa Astarte o los Toros alados cuando abandonaron su
I',liria original, en el Cercano Oriente, y se establecieron
.11 el Louvre.

i iiliura es eso entonces: el gran despojo y el gran acopio


universal. Son nuestros dioses de San Agustín, en el alto
Magdalena, trasladados a Berlín o la «Quimera en Pie-
di u- china o los «vasos funerarios» de la época Song
ubicados en Nueva York.

I s la «cultura» en la formación de los grandes imperios


de la «Edad Moderna».

Cualquiera puede consultar el mapamundi de los inicios


de este siglo. Entonces verá cómo allí predominan dos
. "I. nos: 1) El rosado del imperio inglés, que incluye una
iniirnl de África, una mitad de América del Norte, la India,
■n Asia, y Australia, en Oceanía. 2) EJ amarillo del im pe­
lí.. miso, casi media Asia y buena parte de Europa Orien-
i.il I liego siguen, en su orden, el azul del imperio francés,

21
el verde de H olanda y poco más. Es um c a r ta c a s i
monocroma, el planeta de los imperios. En catibio hoy, a l
finalizar el siglo, solam ente en África habríaque u tiliz a r
más de 50 colores diferen tes si se quisiera diferenciar lo s
estados y las «culturas» nacionales en fornación, q u e
tienen su asiento en la ONU.

Sin embargo, la historia va a hacer, en la segjnda m itad


de este siglo, tras el trágico balance de las los g u erras
mundiales, un ajuste de cuentas con el modernismo, el
cual s e inicia con la desm em bración de los imperios y el
surgimiento de más de un centenar de naciones indepen­
dientes en l us continentes periféricos de Asia, Á frica y
Latinoamérica.

Y un suceso reciente, el derrumbe de la URSS, com pleta


el cuadro. Porque en realidad lo que ha tenido lugar en
este caso es la disolución del último de los grandes im pe­
rios modernos, el imperio de Pedro el Grande, que dura
tanto tiem po porque logra expropiar la «revolución
bolchevique» de 1917 y reinstalarse con el ropaje de
«socialismo real».

Entonces el concepto de cultura, educado por la historia,


ya no aparecerá más como acopio o pertenencia sino que
tendrá el significado de identidad.

Y a propósito de este cambio histórico, pienso ique hay un


momento revelador. Es la publicación de un (estudio del
antropólogo Norman Cousins, titulado Confrontación y
ap.m-eido en Saturday Review, en el cual se: habla del
di am aino descubrimiento de las culturas difeirentes». La
i . . lia de esu* texto es 1951, o sea precisamemte cuando
ai aba de cumplirse el año mundial de África.
< oh rasdn, CJyde K luckhoin define hoy Ja cultun como
• I - mapa de un pueblo».

IVm léanos su alegato: «Si un mapa es preciso y se puede


leer, scri imposible perderse. Si se conoce una cultura, se
•iibrá c ó n o desempeñarse en la vida de una sociedtd».

I \ entonces cuando Carlos Fuentes descubre que nc exis­


ten pueblos ágrafos, como se creía antes, sino pueblos
inéditos. Y es cuando Jorge Zalamea encuentra que en el
mundo de la poesía no existe el «subdesarrollo».

Me allí la historia «occidental» del concepto de cultura.

I'cio queremos invitar al lector a recapitular esta historia


desde otro ángulo, más inmediato o más a la mano. Para
• mpozar, insistimos en esto: hasta hace apenas un siglo la
palabra «cultura» era demasiado grande en este mundo,
abaleaba prácticamente todo lo que «el hombre añade a la
naturaleza».

•Jni/as por esta razón el antropólogo inglés Edward Burnett


I y lia utilizó esa palabra, en 1871, para expresar con ella
la unidad orgánica que él consideraba inevitable en cada
pueblo, entre su tecnología productiva y los sistemas de
pnieiuesco, y, en general, la organización social.

^ 1 que para Tylor, considerado por algunos como funda-


din «le la moderna antropología, hablar de «cultura» en
iiun ileiermimada comunidad era simplemente una manera
•le decir que allí la «sociedad» funcionaba como un siste­
ma ingánico., tal como funciona el cuerpo humano, por
• b tupio.

I »• modo que «cultura» y «sociedad» eran dos conceptos

2.11
muy semejanies, que se em parejaban y se o m p le m e n ta -
ban mutuamente.

Sin embargo, la «cultura», com o tal, con to<a su le g e n d a ­


ria carga tradicional, no resistía esta vestidira p u ra m e n te
social, y con mucha frecu en cia convocaba ¡sus d io se s, a
sus mitos y fantasmas, p a ra reclamarle a la a n tro p o lo g ía
una identidad diferente.
Q ui/as por eso, otro b ritánico, Edmond R. L>ach, p ro p u so
(1961) esta prudente definición de «cultua». D ice a sí
Leach:
El término tu l turo, tal como yo lo utilizo, no
es esa t alegoría que todo lo abarca y consti­
tuye el objeto de estudio de la antropología
cultural americana Soy antropólogo social y
me ocupo de la estructura social de Iq socie­
dad Kacliin. Para m í los conceptos de socie­
dad y cultura son abundantemente distintos.
Si se acepta la sociedad como un agregado de
relaciones, entonces la cultura es el contenido
de dichas relaciones.
El término sociedad hace hincapié en e l fa cto r
humano, en el agregado de individuas y las
relaciones entre ellos. El término cultuira hace
hincapié en el componente de los rtecursos
acum ulados, tanto m a te ria les com o
inmateriales, que las personas heredam, utili­
zan, transforman, aumentan y transmiten.

Como es claro aquí, «cultura» ya no es socieddad; es saber,


es rito, es herencia codificada, es algo así conno el vehícu-

24
In ilc n producción de un sisterru social. Pero es la vida
misma ;i que, en definitiva, decide la suerte de toda teo­
ría.
Memos íecho alusión al cambio significativo del mapa del
mundo con la disolución de los «imperios» en este siglo.
I'ucs bien, este acontecimiento va a conducir a algo que
podríamos considerar Ja reconquista «civilizada» de los
países o naciones emergentes. Nos referíamos a la intro­
ducción en esas comunidades de tecnologías modernas
. 011 programas de saneamiento ambiental o salud, de in­
dustria o agricultura, de vías, de escuelas, de vivienda. Es
entonces cuando aparecen, abrumadoramente, los llama­
dos «obstáculos culturales». La cultura resiste en cada
país, en cada pueblo. A llí concita todos sus espíritus, sus
demonios. No quiere dejarse meter en el torbellino. Dejar­
se arrastrar tras los cambios que se imponen en la socie­
dad.

Así que, para los antropólogos, cada vez es más claro que
una máquina nueva, que un paquete tecnológico, recién
introducido en una comunidad, es como la piedra que se
echa en el centro de una laguna. A partir de allí, desde ese
punto se expande la onda y no descansa, en círculos
concéntricos, cada vez más amplios, hasta llegar a las
orillas.

Todo esto hay que preverlo, hay que calcularlo. La tecno­


logía es el lugar más dinámico del grupo; sus cambios
generan o imponen cambios en la organización del trabajo
y desde alia, naturalmente, en toda la organización social y
política. Cambia la sociedad, digamos, la estructura so­
cial. Pero..., ¿y la cultura? Preguntamos: ¿también la cultu-

25
ra se irá dejando lle v a r así, m ansam ete, com o l a re o rg a ­
nización del trabajo, por el vaivén d eas ondas d e l ag u a?

Ciertamente la c o m u n id ad debe cam iar, debe s e r otra,


debe renovarse. S in duda unas maquilas que se c o n tro la n
ellas mismas exigen un nuevo tipo efe obreros, im p o n e n
un mercado del tra b a jo abierto y por álí mismo re q u ie re n
pautas nuevas de dem ocracia.

Pero entonces interviene la cultura y lice: «¡Sí, a c e p to el


reto!, la com unidad debe cambiar. Piro con u n a co n d i­
ción: debe ser la m ism a a la vez, debt seguir siendo ella,
debe muntcnci su identidad».

El caso más reciente y abrumador de cambios tecn o ló g i­


cos planeados en la historia contemporánea, que creyeron
arrastraren las ondas del agua, mansamente, a las culturas
locales o nacionales, es el derrumbe del llamado «socia­
lismo real». Parecía como si las comunidades fueran
unívocas, es decir, con un sistema cerrado y único de
relaciones humanas, y que sus culturas seguirían el vaivén
de las olas del cambio social.

Entonces, en lugar de las culturas de los diferentes pue­


blos o naciones, se inventó el mito de una cultura univer­
sal «proletaria»; es decir, se imaginó lia cultura como otra
variable del cambio tecnológico.

¡Pero qué rebelión de los ancestros, de: los dioses lares, de


las culturas nacionales, estamos presernciando allí!

Y es obvio que nosotros no hemos añaidido nada. Simple­


mente nos venimos orillando con mucfho cuidado y respe­
to a las investigaciones que sobre la materia se vienen
haciendo, aquí y allá, en muchas partees del mundo.

26
I'ijl ejemplo, pensanos que el antropólogo je o rg e M.
I ósler. en su texto C ilturas tradicionales y ccmbios tec­
nológicos, publicado en 1962, es uno de lo; primeros
rtltludiosos que coloca en un sitio «la cultura», >a no como
el discurso macro del modernismo, sino como algo pe­
queño y sobre todo algo interno de cada comunidad, a
i nda grupo, a cada pueblo. Foster establece así a relación
entre «cultura» y «sociedad» en una comunidad determ i­
nada;

Una sociedad concreta es una cosa en m ar­


cha. Funciona y se perpetúa a s í misma, p o r­
que sus miembros, aunque no se lo propon­
gan, están de acuerdo en cuanto a tas normas
básicas para vivir juntos. La palabra cultura
es el resumen o síntesis de estas reglas que
orientan la form a de vida de los miembros de
un grupo social. M ás específicamente la cul­
tura pudiera describirse como la form a co­
mún y aprendida de la vida que comparten los
miembros de una sociedad, y que consta de la
totalidad de los instrumentos, técnicas, insti­
tuciones sociales, actitudes, creencias, m oti­
vaciones y sistemas de valores que conoce el
grupo o, expresándolo de otra manera, socie­
dad quiere decir pueblo, y cultura significa el
comportamiento de dicho pueblo. Los térm i­
nos son interdependientes, y resulta difícil h a ­
blar de una sin hacer referencia a la otra.

El lector puede observar que todavía Foster noi puede


desprenderse de la carga antigua de la «cultura», pensada

27
como inventario o acumulad< de «instrumentos, te c u c a s ,
valores» etc., es d e c ir, de la cultura-mensaje.

Se ha requerido m á s tiemp* en la indagación y sn la


experiencia contem poránea {ara despejar el c o n c e p o d e
cu ltu ra , lib rá n d o lo de toca la carg a h is to rie * d e l
modernismo eurocentrista y nconociéndolo en el inferior,
en la vida misma de cada pueblo, de cada co m u n id íd , d e
cada grupo micro. Pero sobie todo se ha requerido q u e
haga crisis definitivam ente tedo el imperio de la «rczón»
y del «desarrollo» y de lo <útil» como esencia de las
comunidades hum anas.

¿Qué es cultura?

Solamente cuando centenares de pueblos del mundo, de


nuevas naciones y estados, entraron al debate y al escena­
rio político pudo aparecer todo lo complejo de las com u­
nidades humanas, pudo hacerse claro que los demonios
que hay en el interior de toda comunidad son tan determ i­
nantes como sus herramientas o sus brújulas o sus medi­
das.

Por ejemplo, la concepción del doble sistema de relacio­


nes humanas que se entrecruzan en la vida de una comuni­
dad es algo relativamente reciente. Veamos cómo lo asu­
me el debate actual del postm odernism o. Dice Michel
Maffesoli:
La solidaridad mecánica, el instrumentalismo,
el proyecto, la racionalidad y la finalidad per­
tenecen al campo de lo social. En cambio, la
socialidad completa el idesarrollo de la soli­
daridad orgánica de la dimensión simbólica
(comunicación), de la m ológica (V. Pareto),

28
/reocupación del presente. A l drama, es de-
c r , lo que evoluciona, lo que se construye, se
opone lo trágico, lo que se vive como tal, sin
ten er en cuenta las co n tra d iccio n es. A l
futurism o le sucede el presenteísm o. Esta
socialidad, al designar de alguna manera el
fundam ento mismo del estar juntos, es la que
obliga a tomar en cuenta fodo lo que era de
rigor considerar como esencialmente frívolo,
anecdótico o sin sentido.
Asi, al contrario de los que siguen viendo lo
social como fru to de una determinación eco­
nómico-política, o de acuerdo con los que lo
ven como el resultado racional, funcional o
contractual de la asociación de individuos au­
tónomos, la temática de la socialidad recuer­
da que el mundo social, «taken fo r franted»
(A. Schutz), puede entenderse como el resulta­
do de una interacción permanente, de una
constante reversibilidad entre los distintos ele­
mentos del entorno social, en el interior de
esta matriz que es el entorno natural.

Y pienso que en alguna parte he leído o he oído o acaso


me falta por oír esto que vengo dilucidando y que para mí
es el concepto de cultura más verdad, o sea el más dinám i­
co o más funcional, el más atenido a la vida y a la realidad
contemporánea.

Llamamos cultura a la forma como, en una comunidad, se


casan y se influyen mutuamente el mundo del trabajo y el
del juego, el sistema de las relaciones sociales y el de las
relaciones siociables.

29
A esto denom inam os aquí cultura. A lam an era c o m o se
conjuga en toda com unidad humana el nundo de l a pro­
ducción y el m undo de la recreación. Aqiel q u e se rem ite
a los objetos y el que se mueve entre lossím bolos.

30
S í Uetufio to ta l

N LAS VAQUERÍAS DE LOS LLANOS


Orientales colombianos ocurre a menudo
E l que, por causa de un trueno intempestivo
o un disparo a destiempo o a veces sólo
por un mal grito, la tropa de ganado se
iisiisla y se alebresta y echa a correr en desbandada. En­
tonces allí no hay nada que hacer. La cuadrilla de vaque-
tos a caballo sabe que debe esperar, que no puede tratar de
iiii.iivesárseles a Jas bestias desbocadas en la huida, que
llene que abrirse y dejarlas que huyan.

I'pnu, ¿cómo rescatar el hato?, ¿cómo recuperarlo? Es en


e '<e momento cuando los llaneros echan mano de un re­
m iso que nosotros no imaginamos: ellos cantan entonces,
illl'.un y cantan tonadas de vaqueros. Persiguen a todo
toiitei las partidas de ganado entonando jo ro p o s o
líiileimncs. Y de esta manera logran el objetivo porque de
allí en adelante to d o consiste en ir acorltndo el p a s o para
que los anim ales que van en la punta > la d e la n te ra no
alcancen a oír b ie n y em piecen a perderla tonada.

Aquí el trabajo se convierte en ju eg o , el lombre j u e g a con


el toro, como el q u e danza con una parej;. El h o m b re sabe
que no hay lazo q u e ataje a la tropa deslocada m e jo r que
un joropo bien cantado. Porque 108 animales se azaran al
perder la tonada y em piezan a torcer el ciello y a p arar las
orejas, con lo cual van frenando y enredindo la escapada
hasta que se aquietan y se arremolinan. En ese m om ento
se reinicia la faena, o sea el trabajo rutinario de la vaque­
ría.

Pero, por favor, no hubiéramos necesitado ir tan lejos


para vivir con el lector una experiencia donde el trabajo y
el juego pierden su lindero natural confundiéndose. Sólo
que lo hacemos por gusto, porque es hermoso el suceso.

Acá, en la vida cotidiana y doméstica, ocurre lo mismo,


sin mayor alarde y constantemente.

Quizás usted no ha observado a una ama de casa, por


ejemplo, cuando está haciendo el saco de su nieto en
tejido de punto. La mujer teje y conversa. ¡Por una parte va
el hilo de la lana haciendo la trama, y p or otra parte va el
hilo de la charla. Son dos tejidos paralelos.

Como en todo trabajo manual, aquí el aprendizaje consis­


te en ir interiorizando o convirtiendo en reflejo la cadena
de operaciones conscientes.

Así la tejedora, trabajando bien, sin erro»r puede liberar


toda su inventiva, toda su intriga y su deleiite en la tertulia
o, más claramente, en la chismografía que está urdiendo.

32
I-imiso ahora que quizás eutre ios juegos que el hombie ya
no puede compartir con los animales, entre los ju tg o s
pin uniente humanos, esto ce hablar por hablar, del palique,
<l< la charla, es el más común y por esa razón el más
valedero.

Se nata de una cultura en la cual la «sociedad» y la


>m »i labilidad», o sea, el mundo del juego y el del trabajo,
poseen sólo un tiempo.

O m /ás el ritual más representativo de nuestro país, ritual


cu cuanto es poesía y música y danza a la vez, es el paseo
\iillenato. Pues bien, este rito está hecho del trajín del
inricado aldeano, de la sustancia del mercado, lo mismo
que una olla está hecha de barro. El vallenato es pregón y
periódico y plática de mercado.

Y ahora corresponde volver a precisar nuestro concepto.


I lamamos cultura aquí a algo que pertenece a la naturale­
za o al ser mismo de la comunidad humana: cultura es el
acople o el enlace entre las relaciones sociales, aquellas
que remiten al trabajo y las relaciones sociales, que rem i­
ten al juego.

Y decimos que en las comunidades tradicionales, en las


m ales el trabajo es manual, en las cuales la herramienta
no se ha alcanzado a desprender todavía de la mano del
hombre, la relación entre lo lúdico y lo laboral no es
visible, porque parece como si trataran de confundirse los
dos mundos.
¿Dónde está la ma Teodora?
Rajando la leña está
con su palo y su bandola„
rajando la leña está.

33
Usted puede ver, le c to r, cómo e st cantar p o p u la r recove
de un golpe todo n u e stro discursi sobre ese ser in g e n io
de las culturas tem p ran as y popuhres que in te g ra n ju e ¡ o
y trabajo.

Ma Teodora ciertam ente trabaja, íace la leña p a ra el h»-


gar; pero no, lo que ocurre es quema Teodora e s tá to c a i-
do y cantando un «rajaleña», esc aire andino típ ic o d;l
alto Magdalena.

De pronto la sem ántica nos puede enseñar esta m im esis,


esta superposición juego-trabajo, mejor que cu alq u ier
disquisición Por ejem plo, en algunas lenguas aborígenes
danzar y sembrar no requieren sino un solo verbo, una
misma palabra Porque es seguro c¡ue la germ inación es el
resultado de un ritual, una danza de fecundación de la
tierra.

Y el hecho de que esa danza primitiva se haya «secado»


en los tiempos modernos, separándose del ritmo y del
tambor hasta convertirse en trabajo puro, en simple des­
pliegue de fuerza de trabajo, es una historia diferente,
muy compleja y muy ligada a la tecnología.

Sin embargo, sólo hay que remontarse, hasta los rituales


indígenas de caza o cosecha o pesca, para encontrar cómo
las palabras mismas hacen el enl ace juego-trabajo. Por
ejemplo, el beneficio el procesam iento de grandes cose­
chas del pescado llamado «mapadé», en nuestro litorall
Atlántico se realiza con un baile, c;on el acompañamiento!
de un «mapaié», que es también ntombre de la danza y la
tonada. Y el ritmo se da con un tamibor que se llama igual,
«mapalé».

34
V

I ii iiiih o que allí no tiene nombre propio es el «trabajo»


minino.

hii'ilc decirse que fusta el siglo XVIII de esti era cristiana


Indo era así en este nundo. El arte no se diferenciaba de la
Industria humana en ninguna parte del planeta. Hacer un
/upato o hacer una o la era hacer una obra de arte, igual en
« luna o en Francia. Lo mismo que hacer un sainete o un
entremés era tejer una manta o componer o construir un
oli.u de Corpus. Los gremios de artesanos que hacían
. omedias o música o edificaciones, teatreros, composito-
ies o arquitectos, eran tan respetables y respetados como
los que hacían relojes o joyas, o bien como los herreros o
los sastres.

I >na herradura o una reja de ventana era tan obra de arte


II uno un buen soneto o un retablo o el icono de madera de
un santero. Digo que así eran las cosas en el mundo y, por
supuesto, también en el corazón del mundo, entonces, la
I uropa.

IVro, ¿por qué extrañarse? A sí siguen siendo aquí, aún, en


nuestro país, si nos corremos un poco de los aleros de la
gran ciudad y nos vamos a la aldea. Un alfarero de Boyacá,
que cocina su pesebre o su caballito de barro en Ráquira,
es tan artista como el santero que talla imágenes milagro­
sas en Pasto, y lo mismo es la cigarrera de Girón, en
Santander. Su tabaco negro es una obra de arte igual que
lo es la música que componen los guabineros de Aguada o
los candongueros de Santa Fe de Antioquia.

Fue precisamente en Europa, a partir del siglo XVIII,


cuando se separaron en la historia humana las artes y las
industrias.

35
Entcnces, gracias al desabrim iento d e la s m áq jin as, a Ja
llamada «revolución indutrial», a p a re c ie ro n les «valores
de uso», es decir, ese anacen in a g o ta b le de objetos y
artefactos puram ente útils. Los g én ero s b arato ;, lap aco -
tilla, las baratijas. En unrpalabra, a p a re c ió lo L o en este
mundo.

I Insta entonces, entre los tombres lo feo s ó lo h a n a existi­


do como una idea odios*, como la id e a horripilante del
vacío. Porque en la natualeza no hay n a d a feo. Nunca
pudo sci leu para el honbre una p ied ra o unt estrella.
Precisamente la idea de lobello entre los antiguos tenía su
paradigma en la «nnnonfc de las esferas».

Y como el mundo del hombre, la casa, la calle, el templo,


empezara a llenarse de o feo, o sea, de aquel objeto
simplemente útil, que usted no puede a la vez usarlo y
gozarlo, que es útil a medias, como lo feo se entronizó en
la tierra amenazante, entonces tuvo lugar el descubri­
miento de la estética: los hombres sintieron la necesidad
de justificar lo bello, de hacer el gran alegato de la belle­
za.

Por eso usted se va a encontrar, a la vez, en el siglo XVIII,


con los inventores de la máquina de vapor y el telar
mecánico, los señores Jam es W att y Edmund Cartwright,
y con los inventores de la filosofía de lo bello o estético,
los señores Alexander Bammgarten y Emmanuel Kant.

Y de la misma manera q u e : el arte se separa de la industria,


ocurre necesariamente que; el trabajo se separa dell juego.

Aparece en la sociedad hiiumana el trabajo abstracto, es


decir, como generalizaciónn. Aparece en la Edad Mioderna,

36
mu 1 1 carácter de trabajo asalariado, en una forma decan­
tada i »elaborada, como «trabijo libre» ese mismo tipo de
ti abajo que en la antigüedad ya se presenta en bruto con
< I e sc la v o de minas o de galeras, con el hombre-instru­
mento.

\ tenemos las culturas modernas, en las cuales el


n sl
tm baj; ) tiene su propio tiempo, su propia medida del tiem­
po, a diferencia de las culturas tradicionales, donde esa
ruptura no era posible.

I monees, nosotros proponemos designar a las culturas


ti adicionales con el nombre genérico de «culturas del
tiempo total», y a las culturas modernas proponemos de­
nominarlas «culturas del tiempo libre».

I'cro ese tema ya es objeto de nuestro próximo capítulo.

37
S í U e m fia U fa te

D
OS OBREROS SE HAN TOMADO LA
VÍA frente al edificio que ellos están
construyendo. Han invadido la calle a
sol mediodía ni más ni menos que con
un partido de fútbol.

V mi compañero de ruta que va al timón y ha tenido que


•Impender la marcha de su vehículo, me comenta alarma-
| ii

I iplíquem e, maestro, ¿qué sentido tiene esto?— y aña­


dí», 11 infestándose él mismo:

I sim jíonte, en lugar de reposar, de echarse su siestta,


<*lli mi el prado, después del almuerzo, se empeña en
4 |fiii<ii".r ¿Cómo le parece, agregar otra fatiga más a Ja
IhII/'h nlr l.i jornada? Porque no hay nada más extenuante
ipn un partido de fútbol.

3Í9
Y el hombre sigue po ahí, con su rethíla, d e sp o tric a n d o
un buen rato a favor de la civilizaron, d e l re sp e to al
derecho ajeno y la pa; social. Un bue ra to , a u n q u e ya le
han dado paso.

Y yo lo escucho y pierso. Seguram ent él n o se h a deteni­


do nunca a m irar, corno es mi costurare, p o r en cim a de
las vallas protectoras, esa faena, ese rab ajo de la cons­
trucción y sólo se percata de eso alora, en el recreo, •
cuando se ha parado a obra, a la hoa del alm uerzo, al
mediodía, y los obreros le cortan el paío a su vehículo por
un minuto porque se aun tomado la calzada ju g an d o un
partido de microfíítbol.

— ¿Qué derecho? ¿Qué país es éste? ¿Qué cultura?

Y yo me abstengo de responderle porq je precisam ente su


discurso desaforado me ha obligado a pensar en la lógica
de ese conflicto del fútbol en la calle.

Es evidente que existe una profunda diferencia entre estas


cuadrillas de jornaleros en obra negra en la edificación
urbana y las cuadrillas de arrieros de ganado en el Llano.
Ambos grupos de obreros tienen su je fe o “contratista” y
son gente que vive al día. Pero qué proffunda, qué abismal
diferencia en las dos culturas.

Allá, en la vaquería de la pampa, no> se interrumpe el


trabajo para jugar, para cantar, para beb»er; incluso, no hay
ese conflicto. Acá, en la edificación, eel trabajo está tan
compartimentado, tan precisamente cllasificado, que se
constituye en puro despliegue o desgastee de energía física.
Es el trabajo de acarrear, de tirar carrejtas, de cargar. La
«obra negra» es una abstracción simpble y mecánica de
itiiln el complejo, riquísimo y múltiple trabajo d éla cdifi-
|>ll < HU I .

Mil no cabe el juego, no cabe el canto, no cabe la plática.

monees se entiende 3 I partido de fútbol, a sol mediodía;


■v mucho más solaz, más descanso que la siesta en el
pi .1. 1.. Porque es el pequeño paréntesis para adivinar, para
iImi de pronto con ese hueco mágico que, a través de las
.•drusas, deja pasar el gol. Es el pequeño espacio de la
Invención, de la fantasía, de la creatividad; en una pala-
Inn del juego.

\ el hecho de que este intervalo no se pueda insertar o


*Mirgar en la faena, como ocurre con los galerones en la
wnjiM iía del llano adentro, sino que haya que asaltarlo a
1.1 Iniiga del día y además a la vía pública, ilegalmente,
**ii hecho es simbólico.

It« la otra cultura. La «cultura del tiempo libre».

* >. mno la cultura del tiempo libre.

S no es casual que sea tan eficaz y valedero este ejemplo


.1*1 fútbol en la calle. Porque se trata de un juego absolu­
tamente excepcional entre todos los juegos humanos. Pien-
w usied solamente en esta circunstancia: el televidente
tpie sigue un partido es, sin lugar a dudas, también un
M m lor, igual que el hincha en la gradería o que el defen-
M •« el delantero del onceno. Cada uno juega su propio
(WlHldo ( ada uno entrevé las posibilidades de una anota­
ción , las siente, las calcula, las vive, las precipita, a veces
hH Mu leí la, a veces las erra, a su manera, como el que está
11 Imgrama.

41
Entonces, p o r ejem plo, en e final de u n m u n d ial de fút­
bol, ¿cu án to s «jugadores» prticipan?, ¿ c u á n to s juegar?
De pronto ocurre que la miad de la h u m a n id a d puece
estar ju g a n d o un mismo part jo.

Las culturas del tiempo libre ion otro m u n d o , otra catego­


ría absolutam ente diferente, n co m paración con las cul­
turas tradicionales, que llámanos «del tie m p o total».

Quiero hablar aquí de dos eementos o dos sucesos que


caracterizan la historia de la brm ación d e las culturas del
tiempo libre en la Edad Moderna.

Pero ello con una anotación, <jue resulta inevitable llam a­


mos Edad Moderna a toda b historia hum ana que llega
hasta hoy, que alcanza a llegar, con su oleaje, hasta esta
orilla del siglo XXI, y que viene desde lejos, desde suce­
sos como el llamado «descubrimiento de América», hace
exactamente cinco siglos, sucesos que colocan a Europa
en el centro de un intercambio o un mercado por primera
vez mundial o planetario.

Es decir, que la Edad M oderna sería el tiempo cuando las


diferentes «humanidades» o núcleos humanos originales,
aislados unos de otros, desde m illones de años, se relacio­
nan y se integran formando una sola humanidad.

Y el carácter o el signo de este; tiempo es la idea de que en


lugar del destino, como ley e;ntre los hombres, desde la
más remota antigüedad debe prevalecer el designio, es
decir, la divisa de la razón.

Y este signo de los tiempos rntodernos se atemperaba o se


hacía asequible a los hombres ¡sencillos por la fuerza de la
cotidianidad. Cada vez más octurría, a medida que avanza-

42
bu cslu historia, que el «destino» de la g en te se desquicia­
ba l'or ejemplo, íiem pre había ocurrido que un hombre
• | i m ' nacía sastre en un hogar, era s a s re en su vida, o si

mu ia rey era rey c, en caso de que naciera esclavo, sería


. a lavo. Pero de pionto el sastre de origen o el siervo o el
i'ii|i- saltan por encima de su destino y se hacen señores,
im-ilos o empresarios.

I >r repente, el hombre común, gracias a la apertura del


miiiido, al riesgo de «hacer América», por ejemplo, rom-
l*r con su destino natural e impone su destino individual.

i algo más: este-profundo cambio en las relaciones hu-


nas se va expandiendo desde Europa hacia todos los
11 >nfines del mundo, en forma que ya no se trata de un
hombre o de un «héroe» que rompe con las amarras del
pisado, sino de una civilización asentada en un lugar del
mundo, la que parece ir modelando a su imagen el mundo.

I’ties bien, es esta Edad Moderna, tan «juiciosa» o llena de


inicio, aparentemente, y cuyo centro es la llamada «civili-
/ ación occidental»; es este el escenario donde surgen y se
definen y toman cuerpo las culturas que hemos llamado
•leí «tiempo libre».

Nos referimos a ese momento que hemos querido ilustrar


Vdignificar con la escena del fútbol en la calle: los óbre­
las le arrancan allí, a la jornada monótona y mecánica, un
pequeño espacio de luz, de creatividad, de fantasía, es
decir, de juego.

lis el rescate histórico, constante, tenaz del «tiempo li­


bre», por parte del usufructuario del mismo, o sea del
ii abajador.

43
Pues b ie n , este rescíte o reivindicación tiene lujar en el
período d e tránsito ie l trabajo m anual al trabaj) fabril,
cuando el hombre de las herram ientas, con m ilbnes de
años de existencia, cede su tu rn o al nuevo hombie de las
m áquinas.

Son tres siglos justos: el X V III, del cual nos hemos o c u ­


pado, sig lo de la máquina de vapor; el XIX, sigio de la
electricidad, y el XX de la m icroelectrónica.

Pues bien, en este largo tránsito ocurre que el trabajo del


hombre, en su expresión más hum ana, la industria, pierde
su hum anidad. Ya hemos visto cóm o, a partir de la p ro ­
ducción fabril moderna, hacer obra de arte y hacer utensi­
lios o valores de uso serán dos tareas distintas.

Y ello con una lógica muy clara. En la fábrica del produc­


tor, el obrero no volverá a hacer nunca un zapato ni menos
un reloj, y ni siquiera una aguja. Simplemente, el produc- I
tor hará un pequeño fragmento del producto, un mínimo
tramo, repetido mil o más veces al día o a la hora. Así, el
trabajo se desintegra, se deshumaniza y, a la vez, el obre­
ro se objetiviza en cuanto se integra él mismo al complejo
mecánico.

Son las ergástulas de la primera fase de Ja era industrial


moderna.

Como todos sabemos, la sociedad había experimentado,


antes de la «revolución industrial», este tipo de trabajo
desarticulado o fragmentario en las diferentes m odalida­
des de esclavitud, en minería, en el transporte, etc.

Pero el trabajo de escllavos siempre estuvo a la retaguar-

44
illa, siempre tuvo el peor instrumento, el más burdo y
un ll.id >.

Y milo cuando este tipo de trabajo, o mejor, de «anti-


iiribiijo», por su deshumanización, se coloca a la punta del
ii nilimiento, dando lugar a la tecnología más avanzada,
nidn en estas condiciones pueden Jos obreros modernos
• o p e r a r a los antiguos esclavos.

V el ejemplo del partido de fútbol en Ja calle, esa rendija


ilegalde juego y creatividad, partiendo en dos la jornada,
vuelve otra vez a iluminarlos en esta disertación.

I n definitiva, fue esto lo que ocurrió durante los tres


'ligios. Los obreros rompieron sistemáticamente el ritmo
de ese trabajo monótono, mecánico, abriéndole rendijas o
ventanas de luz cada vez más anchas.

Por ejemplo, en las primeras manufacturas fabriles los


empresarios ingeniaban mecanismos para alimentar al
medio día al grupo de operarios, en su mayoría mujeres y
iilftos, sin necesidad de interrumpir la jornada. No fue
. lili il la resistencia para conseguir la hora del «almuerzo».

i 'orno es obvio, toda jornada de trabajo tiene un límite.


No puede ser mayor de 24 horas. Sin embargo, para los
empresarios del siglo XIX resultaba difícil lograr este
limite óptimo debido a la costümbre del sueño entre 109
obreros, así que lo más que podía lograrse eran jornadas
de 18 horas.

’ómo logró pasarse, a lo largo de dos siglos, de aquellas


jornadas heroicas de 18 horas, a las de 14 y luego 10,
basta llegar a la clásica jornada actual de 8 horas?

45
Esta historia e s tá profúndam ete ligada al h e c h o efe q u e la
fragm entación y la rutina, o sa la m u tila c ió n s íq iic a o la
atrofia del p ro d u c to r se hata convertido e n un m edio
maravilloso p a ra sustituir cáa vez más e i « g o b e » del
obrero por el g o lp e más duro^ certero del m a rtillo m ecá­
nico, para reem plazar el cote y la m an ip u lació n y el
esfuerzo, y aún la atención de trabajador, p o r u n e ercic io
mucho más rá p id o y preciso tue la m áquina.

De esa m anera ocurría que la presión de los o p erario s por


abrirse espacios de recreo ei la jornada, p o r ganar un
dominical retribuido, por aco-tar las horas d e trabajo, se
convertía entre 109 empresarios en urgencia p ara acelerar
el proceso de m ecanización y autom atización del trabajo.

Sin duda el sím bolo maravilloso de esta historia de la


«cultura del tiempo libre» es la famosa consigna obrera de
finales del siglo XIX que se extendió desde Europa por
los cinco continentes:

«Ocho horas para trabajar, ocho horas para dormir y ocho


horas para lo que nos dé la gana».

Es la historia del Primero de Mayo, que originalmente


ocurre como una huelga m undial para imponer la jornada
de las ocho horas. Una h isto ria por esencia ética y
racionalista, impregnada del {principio del deber ser. He
aquí algunos himnos típicos edel Primero de Mayo en el
período de tránsito entre los dcos siglos, XIX y XX.

Hoy es el Primero de Mayo.


Nuestras ocho horas son el prtincipio de
la victoria social,

46
el pti/ner paso hacia la meta donde se
Jiilfr’ la acción sindical.
Nuestras ocho horas: un lrm ite solidario
•. m I >s camaradas desempleados.

Nm \ ras ocho horas es emplearse a


llmltcr nuestra servidumbre, es encontrar
i ii nuestro hogar el tiempo de los estudios
leí un Jos.

Nuestras ocho horas es el placer


de pensar en lo que somos:
e\ afirmar y retomar a sí
nuestra dignidad de hombres.

Nuestras ocho horas es para mañana:


hi ruptura de pesadas cadenas que
estorban todavía el camino de las
libertades que están cercanas.

I ra una historia laica, sin religiones ni dioses, pero tam­


bién era una historia de la fe religiosa. Por ejemplo, los
i utólicos catalanes consagran el Primero de Mayo a «Nues-
<ra Señora de las Ocho Horas, virgen y mártir, patrona del
proletariado universal».

Ahora bien, muchas cosas grandes que rodearon a esta


historia tormentosa se van ya disolviendo en los últimas
iu-mpos, deshaciéndose como polvo. Por ejemplo, se des­
hace hoy el mito del «poder obrero».

417
¿Q uién puede hablar hoylel « p o d e r o b rero » com opana-
cea univ ersal?

Sin em b arg o , queda esta cultura d e l tiem po libre» Esta


cultura que ya no está iietida e n tr e las venas, en las
entretelas del trabajo. Esti cultura q u e se prepara a in te­
grar el trabajo dentro del iempo lib re co m o otro espacio
lúdico, de goce y creativi<ad.

Nos hallam os ante la ex|ectativa d e u n grupo humano


donde el «goce» de producir sea m ás creador, o rinda más
en favor de la productividtd, que el «lucro» o el beneficio
de producir. Dicicíndolo d- otra m anera, ante la posibili­
dad de una comunidad huinana en la cual predominen, ya
no las relaciones sociales o contractuales, típicas del tra­
bajo, sino las relaciones sociables, típicas del juego.

Donde el trabajo se transforme en ju eg o .

48
A < t ¿ m fa n ú z ttc tc i

de atienda

MENUDO ME OCURRE, EN LOS PA­

a SOS previos a una asamblea comunitaria,


que estoy allí, con Ja vecina, la animadora,
la líder, la vieja que mueve la gente, y
conversamos como ver correr el agua.
Simplemente conversamos. Hablamos por
hablar.

Y, de pronto, sin más ni más, sucede que nuestra conver­


gí, como cuando uno va río abajo, jugando, llevado por la
. i >iriente y se agarra por las ramas de un árbol de la ribera
para saltar a tierra, ia conversa salta a lo que nos corres­
ponde, a lo que toca, al terreno firme. Y he allií que
llegamos a lo que íbamos, a los asuntos de la asamblea
11 nnunal. Porque hay algo nuevo, lo que yo no sabía. Algo

49
uirgente. Discutimos. Yo rme voy con cuidado. Le comozco
a ella el cobre. Y el tema da para largo.

Siin embargo, sin saber cóimo, por cualquier razón, hem os


cortado. Nos descarriamos, nos desubicamos otra vez.
Alguien interrumpió. Surgió un nombre. Y nuestra, con­
versa se vuelve agua de nuevo. Hablar por hablar.

— Oiga, vecina, ¿se acuerda de Ernesto? ¿Qué se hizo


Ernesto? ¡No lo he vuelto a ver!

Entonces él, Ernesto, adquiere dimensiones colosales. Es


nuestro lugar común, el nexo, lo que nos une. Porque los
dos, mi vecina y yo, necesitamos amarnos, es decir, co­
municarnos, y es imposible lograrlo así, de una vez, direc­
tamente. Bueno, ello sería posible si nos acariciáramos
entre ambos o bien si nos diéramos golpes. Pero la vecina
y yo somos apenas compadres. No somos amantes ni
somos rivales. Simplemente conversamos. Ni siquiera nos
damos la mano o unas palmadas al hombro, mucho menos
un abrazo. Por eso necesitamos tanto a Ernesto. Ambos
hemos tenido, de años atrás, voces y lances con Ernesto.
Entonces se crea el triángulo mágico. A través de Ernesto
nos encontramos ella y yo. Las dos relaciones, las dos
listonas, la de ella y la mía, con Ernesto, se entrelazan, se
confunden. Río abajo con Ernesto como en chalupa, em ­
barcados, hablar, garlar, ranear, platicar. Hay tanta tela de
dónde cortar. Y, de improviso, quién sabe, no entiendo
cómo, volvemos al asunto crucial. Estamos de nuevo en
lo que estamos, en los preparativos de la asam blea comu­
nal. (Yo le conozco la cargadilla a la vieja, a mi vec na. Sé
bien para dónde va). En este momento cuento cad i pala­
bra. Tengo cuidado. Ahora ya no estamos charlanco. Es-

50
lamos en el asunto, en el negocio. Estamos en lo que
estamos.

Cuando yo erra muchacho, la abuela encabezaba en la casa


la oración ded Santo Rosario y toda la familia coreaba y
lambién los pjeones y la servidumbre. Pero, de pronto, se
cortaba la letanía de un tajo.

—¡La chucha! — gritaba la abuela—. ¡La chucha! ¡La


sentí! ¡Se va a comer las gallinas!

Y todos saltábam os de la ronda, del ritual, iniciando la


cacería.

—Santa M arta, madre de Dios, ruega por nosotros los


pecadores— , volvía a encabezar la abuela, una vez term i­
nada la faena, como si nada, como ver correr el agua.

Mi vecina y yo somos compadres. Ella lava ropa y con­


ve isa. Se las sabe todas. De casa en casa. Sin ella no se
lim e nada aquí en la comunidad. Yo la acolito, claro está,
i e r o yo soy funcionario. Voy y vengo.

| ,11 gente se va arremolinando para la asamblea. Llegan


desgranados, por grupos, o bien solos, uno por uno. En­
luto orillados, como con miedo. Por todas partes hay
puliques, corrillos, ruedos. Es la trasescena de la asam­
blea comunal. Se esta cocinando el rito, la ceremonia.

V«» no suelto t mi vecina. Estoy en lo que estoy. A esta


•imimhlea va avenir la pesada. E stam os a la expectativa.
\>|in se puede perder todo lo que se ha ganado. Habla­
m o s Hay que medir cada palabra, ahora no es charla.
AIioi.i la palabra no se casa con la palabra. Ahora la
palabra se casa con el asunto, con la idea. A hora no hay
tiempo que perder, lia cuestión va en serio.

Sin embargo, mi vecina está hoy muy almidonada, muy


de blanco, está echando lujos. Y no reparo en decírselo
por embromarla.

— ¿Es que viene el doctor, verdad?— . Y vuellvo a la carga


con el traje y el doctor. Y ya estamos embarcados en el
«doctor» río abajo. La última vez que vino... ¿y el otro?

— ¡Bueno, esc no volvió!

— El otro, el chiquito, ¿qué se hizo?

Hablamos. Nos echamos un rato por ese atajo, sin querer.


Porque el tiempo corre y no nos hemos puesto de acuerdo.
Ya se sienten pasos de animal grande. No obstante, recu­
peramos el tema, el terreno firme. No vamos a ceder, las
cosas son como son. Hay que poner todo en su punto.
Pero mi vecina no da prenda y yo me azaro.

— Vecina, ¿usted qué dice? En la comunidad no puede


haber secretos. El tipo ni siquiera permite sacar fotoco­
pias de esos papeles. Vecina, ¿ese asunto se va a tratar o
no se va a tratar?

Ahora ya es tarde. Ya está entrando la comitiva y el rumor


se asienta. Ya nadie alborota más. Los corrillos se disuel­
ven, encuentran su acomodo. Algunos se quedan de pie,
quizás para facilitar la escapada.

Y es en ese momento, ¡Dios mío!, cuando úene lugar el


milagro. Ese milagro increíble de la transfiguración o la
metamorfosis de mi vecina, de esta buena mujer que se

52
niele cin cualquier escondrijo del barrio, que es uña y
uniere c o n cada uno, con todo mundo.

I incre;íble pero es cierto. Sucede que se lee el orden del


din y em primer Jugar está ella, el saludo y el informe de
rllu.

A í que mi amiga, mi interlocutora, mi vecina, pasa a la


minina y/ empieza a hablar frente a la asamblea.

Ilnhla mii vecina. Pero no es ella. Desde que ocupa la


tribuna s<e transforma. Como cuando uno engatilla el arma
n le corre el seguro. Es la metamorfosis. El milagro.

Y" lu miro. Es ella, sin duda. Es la de siempre, es su aire,


su rostro, Pero aquello que la distingue, lo que le da su
mIiiiii, el habla, su discurso popular, se ha perdido. Ahora

** otro cuento.

No bahía mi vecina. Es distinto. Sólo ora. Sólo sermonea.


1'oique su discurso va en serio. Es lineal. Y yo la desco­
nozco completamente.

N o lia ocurrido ningún cataclism o, nada. Sólo que mi


Vr» nía ha cambiado de lugar. Ha dejado el rincón donde
•b pul lía conmigo y está un poco más allá, unos metros
m á s a llá . Está frente a la asam blea.

laiiimees ocurre com o si su rico discurso popular se hu-


hlri.i puesto de perfil. Se torna filudo, lineal. No que sea
miijm il.ido c artificioso. Sigue sien d o sencillo, pero ahora
>• Ir 11 ililenente uniform e, parejo, e s unidimensional.

U m nene contrapunto. N o tiene l a otra dimensión. No


HriM aire p r dentro.

53
Naturalmente es su idea, es su experiencia. No íes una
arenga conceptual, es descriptiva y a menudo anecdótica.
Pero allí no hay pierde, no hay la palabra por la palabra
misma.

Com o siempre, mi vecina es ella. Es tenaz, es reiterativa.


Vuelve sobre el asunto una y otra vez. Pero no es su
discurso. Es el discurso prestado, de oficio, oficioso.

¿Por qué? ¿Por qué ella tiene que abandonar su habla, su


rica comunicación, su ser? ¿Por qué tiene que prestar a
otro el discurso por el sólo hecho de cambiar de lugar
uinos pasos y colocarse delante de su gente?

¿Por qué ella no puede eludirlo, no puede escapar del


discurso oficioso u oficial si está allí, entre su misma
gente, como la que más? Si ellos son ella.

Pero es verdad. Existen los dos discursos. El discurso


popular y el otro, el ritual. El del maestro en su cátedra,
del tribuno en el ágora, del cura en el pulpito. Esto lo
conocemos bien. Y los sufrimos siempre. Incluso lo pade­
cemos a nivel de puro vocabulario.

Todo discurso oficial, del aula o de la plaza o de la iglesia


es opacado; es pobre de léxico, así sea sofisticado o erudi­
to. Porque siempre debe despojarse, por principio, de las 1
palabras más ricas o refrescantes o recursivas, las pala- i
bras vulgares.

Por ejemplo, el discurso oficial o formal no disfruta nunca J


o casi nunca de la palabra mierda.

Ser a útil, en su ayuda, un seguimiento, por ejemplo, leí I


empleo asombroso de esta palabra en la obra de García I
Máiquez. Veamos: !

54
Y i mientras tanto, ¿qué comemos? El Coronel
neeresitó 65 años de su vida, minuto a minuto,
paira llegar a ese instante, se sintió puro, ex­
p líc ito , invencible en el momento de respon­
der-: mierda.

Alpina v'ez envié a un periódico sindical un texto en el


i mil com entaba que a Vargas Vila lo leían lo mismo 108
ilm lores q u e 108 obreros o las putas. Entonces la directi-
vn ild grem io sometió a votación la palabra maldita. ¡Y
pinmon lais putas!

Recordemos, a propósito, el clásico:


— A y hideputa, puta y qué rejo debe tener la
muy bellaca, dice Sancho Panza al escudero
del Caballero de los Espejos.
—Ni ella es puta ni su madre lo es, replica el
otro.

Mr, m ulo que de niño mi madre recomendaba: «¡Mis


|ll|os. por Dios, no digan palabras!» Las llamaba así,
■M ltibras», a secas. Como si fueran las únicas, las pala­
tino. por excelencia.

p e iu esta libertad o esta riqueza en el léxico del discurso


|n • p n l i i r . Irente al oficial, no es sino la primera señal de la
B innua del primero.

l o I.. tportante, lo decisivo, es lo q u e vengo anotando,


t iiam lo mi vecina recupera su hum anidad, al dejar la
MfNloii.i. y defe em pezar acá, en el rincón, conmigo, la
cntoices ella habla en se rio , quizás más en
■ r i o q i ,c en h tribuna, en cuanto e s tá más cerca, en
...... «liuloga.Pero de pronto se c u e la ella misma por
algún portillo de la traima del compromiso, de su explica­
ción, y sólo habla por hablar.

Hablar por hablar es um juego. Es el más coimún, el más


noble y generoso de los juegos humanos y po>r eso el más
socorrido con el don de la risa. Allí el lenguaje es desnu­
do, no tiene objeto, e^ pura comunicación. <0 mejor, su
objeto es sólo signo o Sjeñal de comunicación. Pero hablar
en serio, reconstruir el mundo con palabras, ¡apuntalar la
palabra con la idea y el objeto, hablar por algo, digamos
por hacer la comunidad, es otra cosa y yo pienso que
igualmente importante.

La vida social está hecha como una trama ciertamente, ya


desde la familia. Es la trama del progreso, donde se asien­
ta el futuro. Pero, por favor, que corra el aire entre los
hilos de la trama. Que la trama social no nos ahogue.

En realidad, el hombre ts el único animal trascendente, el


único que tiene que zqfarse del presente y preguntarse
para qué. El único que no puede vivir sólo para el m om en­
to, para la hora.

Pero no por ello puede perder la hora o el momento. N o


por ello puede dejar el goce del presente.

Y el discurso popular reproduce o recrea esta doble d i­


mensión de la cotidianidad humana. No es unívoco. N o e s
sim plem ente v ertical, com o el discurso o fic ia l. E s
biunívoco. Es vertical, es constructivo y es a la vez h o ri­
zontal, a lo ancho, es pu-a comunicación hum aia.

He allí la importancia de platicar, de garlar, de la c o n v e r ­


sa, del palique, de hablai por hablar.

L i importancia de hablai mierda.

5i
ctncctlóú,
etc tect&ie¿

I ---------- 1 NA VARIANTE IM PORTANTE QUE


T | I introduce en Europa la popularización del
V J , I libro, a partir del siglo XVI, consiste en
^ * J q u e , por prim era vez en la historia, el
«mensaje» que llega de afuera, hasta la
comunidad, tiene alas, o sea que es capaz
de volar por sí m ism o.

nntc-millares de años, anteriores a este suceso extraor-


m ensaje que venía del «otro mundo», es decir,
Mi jhunio exterior a la com unidad, había tenido siempre
f» (K’iinfor personal y éste era, obviam ente, el viajero.
W». ptir o tanto, un m ensaje con dueño.

57
Aquel que regresabai de! exterior traía lai noticia, la «mir
va», mala o buena nueva. Era ese, precissamente, el privi­
legio del viajero.

Un antiguo refrán árabe refrenda este prestigio ancestral


cuando dice: «Si quieres que tus amigos te estimen, viajl
o muérete».

El mensaje de afuera, que viene del «más allá», no tiene


controversia o parangón en la comunidad. Por esa razón
es, de por sí, «verdadero» y su portador es el que tiene la
verdad.

De allí que, desde los tiempos remotos de las culturas


orales, primitivas, se estableciera la costum bre de que
Dios fuera «hombre». Y no me refiero a los «dioses» o
deidades corrientes sino a «Dios».

Porque el hombre, como guerrero o comerciante, como


gran cazador o pescador de alta mar, era el viajero oficio­
so en la comunidad ancestral, el portador habitual del
mensaje de afuera, o dueño de la «verdad». En una pala­
bra, era el ser más parecido a Dios.

Y fue la popularización del libro, en el siglo XVI, lo que


vino a romper con el privilegio del portacor del mensaje
de afuera. Porque entonces le nacieron alai al mensaje, de
tal manera que llegaba por sí mismo a la comunidad.

Y aquí es necesaria una precisión. No me estoy refiriendo


a «primer libro», por así llamarlo, es decir, al libro élite o
de casta que existió desde la antigüedad, cfcsde los oríge­
nes de la escritura alfabética.. No nos re'erim os a este
«prim er libro», al de «papiro», del «pergamino», el
«palimpsesto» griego o bien el misal medieval. No habla-
4* fute libreo «acaparado», sien^pre en manos de
" «diosses», como en la m itología del origen
I»! II"

i .i,iy li.ililuiulo deII libro que aparece ct^n la Edad M oder­


na ,1. lili rl siglo : x v . El libro populair y que podríamos
rl fsrgmido) libro». El libro personal, privado, del
I I ¡ * | iinh il dice este libro es mío oes mi libro sin pensar en
| VI libro propio, el del lector.

i . 1 . libro que no ¡sólo es producto deel prodigio de los


Hniiii móviles de üiutemberg, sino del abaratamiento del
gracias a los m olinos de agua y v,iento, de las tintas
vliltid de la alquim ia y, sobre todo, de la apertura del
| IIM•• 11•!••

■ H(U| bi. o, es con este «segundo libro>» que se crean, a


|Miili drl siglo XVI y con centro en Eiuropa, lo que po-
i , i , im io n llamar hoy los «círculos m undiales de lectores de

i . i .i i.l Moderna».

H iiiiiiu io de ellos será el de los protestantes, fundado


m tilín Lutero. Entonces el libro vai a ser recitado y
II nIhi.Io en m illones de círculos de lectura, va a ser repar­
tí, lo i orno el pan en a comunión de los fieles, coreado y
Agutí» lo entre los pueblos. Y el texto únic:0 será esa famo-
B f m i. lopedia hebrea y cristiana que p 0r cierto lleva el
H n ih ic de «libro» en lengua griega, la «biblia».

i | M^iindo c írc u lo de lectores, ya p o r e l ¡siglo XVIII, será


*| tlt- los liberales y jacobinos. E ntonces l¡aS carretas de los
p u ñ o s recorren los fejanos cam inos aldeanos, rompien-
,|.| I* más d u ra s barr-ras de la c en su ra qe la aristocracia
,|t Miilnnnte.

59
Y la «biiblia» ya será de Rousseau o de Voltaire.

Finalmente tendremos, a partir del siglo XIX, el tercero yr


último de los grandes clubes universales del libro que:
hacen historia en el modernismo. El «club socialista»,,
cuya biblia va a ser un pequeño folleto escrito en 1848 y
titulado Manifiesto del Partido Comunista.

Son tres inmensos movimientos: de círculos de lectura que


tienen por objeto ayudar a la gente en el llamado «libre
examen», o sea en la exégesis o interpretación del mensa­
je de afuera, mensaje que ya no tiene dueño o portador
personal. I le allí la variante importante que introduce, coni
el libro, la popularización del texto escrito en la historia
moderna.

Con la popularización del libro, a lo largo de la Edad


Moderna, hasta muy entrado este siglo, ocurre lo que
enseñan las «sagradas escrituras»: «El verbo se hizo carne
y habitó entre nosotros».

Ahora bien, parece necesario hacer aquí alguna anotación


sobre el hecho decisivo que precede, millares de años, a la
popularización del libro desde el siglo XVI. Nos referi­
mos al descubrimiento de la escritura alfabética.

Es un hecho histórico que no existe virtualmente ninguna


cultura humana que carezca de escritura. Porque ningún
pueblo soporta que el viento se lleve todas las im ágenes
de sus palabras o de sus tambores y por eso se propone
eternizarlas, ya sea en barro o en piedra o en pieles,
cuando no en cortezas vegetales. Se empeña en m oldear­
las o grabarlas en una escritura significativa cualquiera.
--

l*cro el advenimieento de la escritura fonética es un cambio


decisivo en la hiistoria humana. No en vano existe toda
una antiquísima trradición religiosa que hace coincidir este
rxlraordinario accontecimiento ni más ni menos que con la
«rcación del mumdo.

Dice así un texteo escolar, llamado citolegia, que hasta


luce poco tiempo era de uso oficial en las escuelas colom­
bianas:
El mundo fute creado po r Dios cuatro mil cua­
tro años anttes de la venida de Jesucristo. Por
consiguiente, la edad del mundo en este año
de 1960 es ále cinco m il novecientos sesenta y
cuatro años.

I Conservo con am or un ejem plar de este pequeño manual


|ittra neolectores, el cual empieza con el alfabeto y termi-
mi con el sistema métrico.

i n cisamente y hasta donde puede saberse, hace seis


milenios que, entre otros, los pueblos sumerios, en el
O n ano Oriente, inventaron o descubrieron la escritura
•diabética.

I '.i alguna manera existe lógica en la convención bastante


M itcrnlizada segur la cual la prehistoria termina con el
tli'M nhrim iento de la escritura alfabética y a partir de allí
mi ge la historia humana.

I I i «so es que si u;ted lee en escrituras prealfabéticas el


H tlftC U rso de las co:as», escrito de u n a u otra manera, por
>)• i o | •i<>. en cerám ea (y estoy p en san d o en los grandes
dflnios de la patolo.ía de los Incas del Perú, una enciclo-
!«•>• 11 i c u la cual cala página es una réplica reducida, en

61
barro, del paciente de nina conocida y determinada enífer-
medad), si usted lee este discurso ya está pensando/ en
abstracto, c iertamente, e incluso con una gran riquezai de
abstracciones. Pero algo muy diferente ocurre si usted lee
el discurso humano, ya no de las cosas sino de las pala-
bras, usando la propia escritura fonética que ellas gen e­
ran.

En este caso se lee una doble signatura, signos de signos,


y entonces sucede como si lo simbólico se neutralizara a
sí misino hasta permitir una especie de estupor o arrebato
por el hallazgo de la armazón misma del lenguaje, por la
pura lógica formal de las oraciones.

Ahora bien, es indudable que este arrebato, por el hecho i


de apoderarse de la lógica del discurso humano, no puede
tener consecuencias realmente revolucionarias sino cuan­
do se produce la popularización del texto escrito ya en la
Edad Moderna.

De allí que la historia del «segundo libro», principalmente


a través de las corrientes ideológicas proselitistas, que
hemos denominado los tres grandes círculos de lectores,
fue algo que facilitó inmensamente el tránsito, a partir del
siglo XVI, desde la «arqueología del saber», com o diría
Michel Foucault, hasta la historia misma del saber, o sea
el saber sistematizado o científico.

Pienso, a propósito, en el enigma de un indígena america­


no, hace 500 años, cuando veía al europeo leyendo solo,
en voz alta para reforzar la memoria, un texto escrito,
digamos, por ejem plo, una «célula real». Según los zro
nistas, el indio comentaba el suceso de esta manera:

62
—Debe e stá n loco el hombre, pues se coloca
un paño blannco delante de la cara y entonces
empieza a hcablar solo.

Recibir un m ensaje desde afuera, del otro lado del océano,


en 1492, era emptezar el nuevo diálogo en la historia, el
del solitario, el dell libro mío, personal, el libro del lector.

63
AY UNA FAMOSA REFLEXIÓN DE
Estanislao Zuleta, bien conocida por cier­
to, en torno a lo que es la esencia misma
del humanismo moderno.
I’uedo enunciarla así, tal como creo haberla aprendido de
(‘I: Se hace hoy m ucha exégesis, mucho escrutinio de los
'i 'iechcs humanos. Se los clasifica y m ultiplica constan-
Irmente. Sin embargo, toda esta codificación, cada vez
m.is unlversalizada y amplia, en el contexto de 109 dere­
chos pofticos, sociales, laborales, culturales, etc., podría
fCNiimirse en un solo derecho humano que los reúne a
lodos: e derecho a ser distinto.

' >|'iiiar, ;s decir, pensar en voz alta, es la prim era expre-


feiim tlrl Jerecho a ser distinto.

I ii priva idad, ese espacio sagrado del h o g a r, de la comu-


llin n mu que tan fácilm ente atropella al radicalism o, tan-

65
to de dlerecha como de ¡zquieirda, es eso: el derecho a ser
distinto.

Ser asociado, ser miembro de una asociación, sólo' es


verdadl si allí existe el derecho a ser el otro, a ser distinto,
es deciir, a ser minoría.
Y, finalmente, el derecho a la vida, el fundamento mismo
de todos los derechos humamos, es éste: el derecho a ser
distinto.

La crisis de la sociedad moderna, en su conquista social


fundamental, la de los derechos humanos, tiene allí su
expresión más abrumadora.

Por ser distintos, por ejemplo, «comunistas» o «judíos», o


bien por ser simplemente «negros», han sido asesinados,
oficialmente, millones y millones de hombres y mujeres
en los países «desarrollados», mientras en las áreas del
subdesarrollo, donde existía el llamado «socialismo real»,
p or ser d istin to s, es d e cir, d is id e n te s o
contrarrevolucionarios, también fueron asesinados, ofi­
cialmente, millones de mujeres y hombres.

Y todo esto ha tenido lugar en los tiempos más avanzados


del modernismo, en pleno siglo XX.

Pero ahora vemos qué importancia tiene históricam erte la


propuesta de Estanislao Zuleta, que pone a girar todo el
sistema de los derechos humanos alrededor de este e e : el
derecho a ser distinto.
S egm la filosofía moderna racionalista, las relaciones
sociales entre los hombres, asumidas como relaciones
contractuales, de deber y derecho, son omnímodas prácti­
camente, son totalizadoras. Y esta concepción de la co

66
munidad conduce aa una ética humana que consiste en
«•respetar» la diferermeia, es decir, en respetar la opinión o
la actitud o la condducta contraria o, en otras palabras,
consiste en aceptarlaa de buen ánimo o tolerarla.

Mi vecino es ateo y yyo, por mi parte, soy creyente. Enton­


ces no toco el linderco, eludo el tema cuando nos encontra-
■ nos, respeto su munido, lo acepto. Como en la historia de
I I Principito, de Amtoine de Saint-Exüpery, él habita su
pequeño planeta solidario y es el rey allí, al igual que yo
lOino solitario en mi pequeño planeta.

I ,i libertad de cada luno llega hasta tocar el lindero de la


libertad del otro. En la ética del deber y del derecho.

Mi compañero de trabajo es apolítico y yo, por mi parte,


I |*oy un verdadero animal político, vivo de hacer política.
IVio yo respeto la diferencia guardando la distancia. Por
I pim plo, no le hago proselitismo.

jyV.i entiendo el derecho a ser distinto.

Mi hermano es alcohólico, es un borracho. Yo, por mi


p«rt0. soy abstemio y detesto los borrachos. Pero yo tole-
iti n mi hermano, me hago el de la vista gorda. Hay un
Ihuli mi que no puedo traspasar.

\ 1 1 m arxism o, en de'initiva, no vino sino a legitimar esta


i iim opción holista déla comunidad hum ana, al establecer
qiii, n i «últim a instaicia» hay siem pre un determinante
tínico, la econcmía.

■ t osa razón pensanos que la intención de Estanislao


/lililí* il proponernes, con mucha ló g ic a , que traduzca-
•4tt« imb» r l código nodernista de los derechos humanos

67
en un solo principio, el de la diferencia, el derecho a ser
distinto, es unai intención toda preñada dle la crítica pro­
funda que hoy avanza ampliamente frerate a ese pensa­
miento moderno; crítica que todavía no» ha encontrado
nombre propio y apenas se reconoce a sí misma por su
p o sició n en el tiem po y el e sp a c io com o
«postmodernisrmo».

Cuando Zuleta hace énfasis en aquello de que todo gira


alrededor del derecho a ser «distinto», nos está enseñando
que ya no se trata sólo o simplemente de aceptar o respe­
tar o tolerar que el otro sea distinto, es decir, situarse,
frente a otro, en el plano de las relaciones puramente
sociales, sino que se trata de intrigarse, de interesarse, e
incluso de apasionarse por esa diferencia.

No sólo acepto o respeto que el otro sea distinto. No, algo


más, me gusta, me atrae, me enamoro de esa circunstan­
cia.

Es decir, siguiendo nuestra hipótesis de la cultura huma­


na, concebida como un encuentro de las relaciones socia­
les y de las relaciones sociables, se trata de trascender la
moral de la socialidad hacia la moral de la sociabilidad, es
decir, de la ética del deber a la ética del amor.

Mi vecino es ateo y yo, por mi parte, soy creyente. Pero


yo pienso, para mí, quizás, de pronto exista otra manera
de creer que toma ese nombre, ateísta. P ied e ser. De
todos modos q u ie o oír a mi vecino, siempre oírlo, No
quiero respetar la distancia o la diferencia. Quiero ganár­
mela.

68
Mi compañero de trahbajo es apolítico. Yo, por mi parte,
siempre he sido un aniimal político. Y ahora pienso, oyen­
do a mi vecino, que ejxiste una política nueva, distinta, la
de los «apolíticos», Ha cual yo no conocía. Pienso que
había perdido mucho guardando la distancia, tolerando o
aceptando simplementte al otro.

Mi hermano es alcohcólico, yo soy abstemio y siempre he


detestado a los borrachos. Y ahora descubro que mi her­
mano tiene una sobriiedad distinta a la mía, mucho más
empeñada y heroica, mucho más tenaz. Una sobriedad
diferente, que no pudce salir a flote sino de tarde en tarde.
Descubro que he ganado a mi hermano por no tolerarlo,
por no guardar la distancia, por acompañarlo apenas un
día en su bohemia.

En mis conversaciones hogareñas, tanto en comunidades


marginales como integradas, a menudo el otro me habla
así:

— Sí señor, le digo la verdad, mi mujer es buena, es una


buena mujer. Se esfuerza ella. Hace cuanto puede. Pero,
óigame, hay un problema. Es que usted no la conoce. Es
terca, usted no se imagina, es terca com o nadie. Donde
mete la cabeza, por allí tiene que ser. Uno no puede
hacerla en trar en razón.

En el inventario de mis conversaciones hogareñas, de


casa en c a sa , en mis investigaciones com unitarias, este
vocablo, e sta palabn mágica «terca» (o bien «terco»,
porque tam b ién lo ercuentro, aunque no tan usualmente,
al h a b la r co n la «ota», con la esposa), este término es
im p resionantem ente ocorrido o frecuente.

69
I ■ii i ' <|<iu ii ili i ii i|in i d i s t i n t a » , que no va con él,
.ifiiil i. ,i i|in . lia . t islt*. |>iii lo tanto. Y eso quizás aiél, al
I Ini i un lu apasiona, no lio atrae. Como si qui siera
vn a ..i i|. i en este mundo.

Pienso» que el verbo más pareciido a amar es escuchar.. Por


esa razón, si me tocara simbolizar un amante, quiizás
pintaría un hombrecillo con urnas orejas descomunales,
como antenas parabólicas.

En verdad el único regalo que uno le puede hacer al otro,


legítimamente, es escucharlo palabra a palabra.

He aquí una experiencia reciente:

Llego a mi oficina de trabajo con un texto que me tenía


entusiasmado. Se trata de una evaluación sobre nuestros
programas comunitarios y sobre nosotros mismos como
funcionarios, hecha por un grupo de mujeres pobres, amas
de casa, en su mayoría madres solteras.

El documento empieza así:


Nosotras cargamos la mierda y ellos, los fu n ­
cionarios, vienen limpiecitos, siempre para ver
y estudiar cómo es que cargamos nosotras la
mierda. Y luego se van igual, limpiecitos, y no
se ¡levan siquiera el olor de la mierda. Pero,
con id estudio que han hecho, van a los fo ro s y
a los simposios y hacen crédito y prestigio,
m ié tir a s nosotras seguim os cargando la
mierda.

Llego con el texto pretendiendo entronizarlo en la cartele­


ra de la oficina con letra grande y
de trabajo.

70
—INo. No me gusta, no me convence. No es verdad, —
dicte mi colega.

Peiro yo tengo una passión y es que cuando una opinión me


comtraría, cuando putede echarme a perder un proyecto,
entonces aguzo el oídlo, escucho más.

Porque, repito, n u n ca estoy de acuerdo con respetar o


tolerar solamente la opinión contraria, pienso que es me­
jor enamorarse de elila, intrigarse, buscar la manera de
apropiársela.

Así que yo la empujé a hablar más y paré mi oído. Y ella


habló así:
A veces visito a alguna persona que ha pasa­
do por una tragedia y entonces no pienso j a ­
más que tenga algún consejo útil o solución
para ella. Solamente voy a oírla, eso es todo.
La oigo horas y horas y hablo solamente para
abrirles espacio a nuevas confidencias.
Yo pienso, añadió, que a menudo nosotros
com etem os un error al suponer que es posible
prom over desde afuera un cam bio social en
un a comunidad determinada. Y es más grave
e l error cuando se lo damos a entender o se lo
decim os a la genie de la comunidad. H ay algo
d e eso, seguramente, en el origen d e esta eva­
luación.

H ab lab a esta mujer m aavillosa m irando a los ojos, como


sie m p re , y terminó su discurso, palab ras más o menos,
así:

71
Un Colombia Iki y trece midlones de personas
que \ i \ c i i cardando la mierda, es decir, con
■oie, es ¡dudes básicas insatisfechas», como dice
el eufemismo oficial. Pero a llí están y viven,
descubriendo cada día por s¡í mismos recursos
increíbles que nosotros, como funcionarios, ni
siquiera podemos imaginar. Se trata solam en­
te de acompañarlos y oírlos;, de enriquecerse
con sus necesidades y de pronto aprender de
ellos soluciones y difundirlas.

Es esta mi experiencia más reciente en el oficio de oír.

He ensayado muchas veces, con los campesinos mineros,


«baharequiar» la arena en una batea para sacar el grano de
oro. Es todo un arte.

Y pienso que saber oír es algo semejante. Pero con una


diferencia. Oyendo al otro uno trabaja, uno baharequea,
pero es él quien gana, el que encuentra el grano de oro.

Porque si usted tiene paciencia y oye dos veces, es decir,


oye las palabras y además los silencios o las pausas y lo
que está detrás de las palabras del otro, con seguridad el
otro se anima y se ilumina y encuentra en el diálogo
esclarecimientos o luces que él solo quizás nunca encon­
traría.

Por lo general, los humanos oímos ccn alguna facilidad al


hermano o al compañero de trabajo o al vecino, porque oír
horizontclmente a aquellos que e stái en nuestro propio
nivel soc al es un poco oírse a uno mismo.

Pero otra cosa es oír desde arriba, a acuellas personas que

72
se encuentran en un estrato social inferior, saberlas oír,
natural y profundam ente.

O quizás algo aúm más difícil: saber oír «desde abajo», a


las personas que sse encuentran en un estrato social, o en
un estatus d ig n a ta rio más alto.

Siempre me ha preocupado mucho por este arte que pode­


mos llamar saber o m verticalmente. Pienso que una perso­
na se enriquece miucho si logra hacer con paciencia este
difícil aprendizaje..

Y estoy seguro q u e en el arte de saber oír verticalmente


son decisivas las reilaciones enteramente lúdicas, las inúti­
les, las de la sociabilidad.

Repetimos una vea más: en la comunidad humana no


existe solamente el sistema de relaciones necesarias, rela­
ciones útiles, de derecho, de dar y recibir, relaciones
recíprocas o contractuales, basadas en el respeto mutuo.
También existe, a la vez, el otro tipo de relaciones, más
libres o más fáciles, menos firmes y más fluidas.

Y vam os a tomar ahora como paradigm a y símbolo de


esta m odalidad de vínculo entre los hom bres el momento
suprem o de ellos: el amor.

¿Cuál es el signo, cuál es el sentido de una relación


am orosa? S in duda es el entusiasmo ingenuo por la dife­
rencia. E s la pasión o el apasionam iento espontáneo por
lo d istin to .

Es algo q u e va sienpre a los extrem os. R ecordem os al


cronista d e l «Descubimiento», don Pedro M ártir, cuando
hablaba d e l a «índolede las mujeres que le s gusta más lo

73
ajeno que l e , .. ,.
i™ »■ UV°. de manera que las undias aman mas a
lo s cristianos»

Porque cuak¡ .
decirlo' amante razona siempire al reves, por asi

mi f f|f ^as manos l°rgas, mu.y largas. En


. 1(1no. En mi raza todos tenemos casi
recortan
, ] las manos. Qué absurdo. Todo el
mundo u , , ,
neria tener largas las manos.
Ella tiek
negros los ojos. Yo siempre crecí
entre gi%
de ojos claros, en m í fam ilia so-
mos zar(.
¿ Cuánto hemos perdido? Qué her­
moso es, 6 . y *
Lner negros los ojos.
Ella es obh
surada, como que quisiera saltar­
se po r . . . .
(’nui de sus propias ideas, casi se
atropella v 11 .
enseñó I -vr; recuerdo que mi padre nos
una > (()ntrano: a hablar casi contando
" bis palabras, sopesándolas. Siem ­
pre me pq . ' ' .
, r, recio excelente ese discurso de mi
padre. Fe* ,
en duda ah ° ra’ Por prim era vez, lo pongo

Es el amor. E$e) .
interés o la acec gust0 Pnm ordiaJ de lo contrario, es el
. °^nza, el entusiasmo por lo que no va con
uno, por lo que .y M
. , no es de su atavismo o su raza o su
costumbre, por U .
F 0 distinto.
Para los griegos ,
homosexuales ' ^Ue eran mismo heterosexuales que
del amor. No hl°-existía U° esPacio apaite y Privilegiado
el deslinde entre el amor y la amistad
que existe entre Esotros.
Aluna bien, yo deboo partir siempre, y de ello no tengo
iludas, debo partir cde aquel otro sistema de relaciones
mire los humanos quue se basan en el respeto mutuo, en la
lolcrancia. Porque lai comunidad ha sido construida así, a
mis espaldas. ¿Qué «culpa tengo yo de que mi hermano,
hijo de mi mismo holgar, sea un borracho? Yo no lo escogí
como hermano. Pero i él es mi hermano y está allí conmigo
en el hogar.

¿Qué culpa tengo dee que mi vecino, yo no escogí a mi


vecino, de que él me haga la vida imposible con su manía
de los animales? Vivie lleno de animales y con su música a
lodo volumen.

Por eso debo partir de allí, de las relaciones útiles, necesa­


rias, interesadas y recíprocas. Hoy por ti, mañana por mí.
Las relaciones de la tolerancia y del respeto mutuo.

Pero, ¿por qué no universalizar también el amor? ¿Por


qué no volver costumbre y cotidianidad ese otro modo o
modelo de relaciones entre los humanos?

¿P or qué no trascender la ética del deber a la ética del


am or?

75
‘Tftetcfa, y ciencia

N EL OFICIO DE EDUCADOR DE
adultos, a menudo tengo oportunidad de
convivir con aquellos que yo llamo los
«sabedores» populares, porque están in­
tegrados, de la manera más natural, tanto
a sus culturas orales, indígenas, esencialm ente míticas,
como a nuestra civilización letrada y con pretensiones
científicas. Son a veces médicos naturales, otras pastores
de sectas religiosas, frecuentemente m aestros y, en gene­
ral, líd eres de la cornunidad y educadores populares.

Son la g en te que ciee en milagros. U na vez pregunté a


alguno de ellos: «¿Usted sí cree en los m ilagros?» A lo
cual m e respondió, sin vacilar: «Bueno, ¿ y en qué más se
puede creer?» . Son supersticiosos y fabulosos, magos,
c u en tero s, y sin enbargo siguen con algú n cuidado la
noticia y la vida intenacional, son televiden tes asiduos y
en a lg u n a m edida letores.

77
Asisten frecuentemente a talleres de capacitación sobre
los tres saberes: saber aprender, saber hacer y saber ser. Y
de cuando en cuando a foros o simposios; de nivel acadé­
mico y, por supuesto, confían m ucho en el saber
sistematizado.

Voy a dar un ejemplo de algunos de ellos, relatando


episodios de mis encuentros con su vida; y sus trabajos,
para ilustrar este asunto de la formación de una cultura
nacional en Colombia.

Porque entiendo que la cultura de un país se forma de esa


manera, integrando su magia y su ciencia, haciendo aflorar
el subsuelo, las arcaicas culturas orales, del tiempo total,
con toda su mitología totalizadora, a ese mundo de las
letras, de la cultura moderna, del «tiempo libre», de la
cultura del libro y de los medios de comunicación masiva.

La primera historia tiene lugar Llano adentro, ya en la


frontera con Venezuela, a la orilla del alto Orinoco.

Una noche estaba visitando allí, en su casa campesina, por


cierto bien protegida entre arboledas, a una de estas
sabedoras, una modista y líder comunal que escribe cartas
comunitarias con letra impecable y con una envidiable
ortografía.

Me había invitado a cenar moñoco con palometa, una


especie de pan o cazabe de yuca que se acompaña con un
delicioso pescado de agua dulce.

Estábamos en la cocina-comedor seis personas: ella, mi


anfitriona, su m arido, un pescador artesanal, tres niños,
entre ellos uno de brazos, y yo. Apenas terminábamos los
saludos y nos habíamos acomodado, unos en bancos y

78
otros en el su e lo ,, para empezar la visita, cuando fue en­
trando muy oronddo, tranquilamente, con paso reposado,
un nuevo huéspedd, que cruzó la puerta, atravesó todo el
ambiente y vino a colocarse al pie de mi amiga, casi
pisándole los pies. .

Miré con mucha ciuriosidad a este intruso que había entra­


do, sin más ni más;, como Pedro por su casa, y se apostaba
allí, al pie de la dmeña, y luego nos pasaba revista a todos
con unos ojos inquisidores.

Era un pájaro raro, casi negro, zancón, de un color grisáceo


oscuro. Si usted ho ve se le presenta algo así como una
especie de avestruz' en «bonsai». Sin duda era un alcaraván,
alguna variedad de alcaraván.

— Usted no conoce, maestro, estos pájaros del Llano —


me dijo la mujer, mientras le sobaba el plumaje al animal.

Y como yo le asegurara que no, entonces se interesó


especialm ente en presentármelo. «Es un guerere, me ad­
virtió, un guerere macho. Ese es el nombre propio de él.
Pero aquí en el Llano lo llamamos ñénguere. Por mi parte,
añadió, yo le tengo su nombre personal: se llama negro».

El pájaro oyó su nombre y voltió a m irarla a ella señalán­


d o la con su pico descomunal.

— M aestro — me dijo entonces la m ujer— . ¿Usted no ha


o íd o can tar nunca d ñénguere llanero? Pues ahora lo va a
oír.

— ¡C a n te , negro!, (ante — ordenó. Y y o me quedé peí pie


jo, p o rq u e inmediaamente se nos vino encim a un silbido
a tro n a d o r, agudo yentrecortado com o u n a matraca

79
El pescador y los muchachos no hacían isino reírse de mi
susto hasta que la mujer ordenó: «Negro, ¡cállese!», y el
pájaro cortó de inmediato.

Entonces fine cuando ella comenzó a comtarme la historia


de sus relaciones amorosas con esa ave, que ya llevaban
diez años.

— Maestro, este animal es muy raro — comenzó diciéndo-


me— . Hace diez años que vive conmigo, desde antes de
casarme. Nunca ha tenido pareja que yo le conozca. Uno
ve que todos los machos ñéngueres se aparejan aunque
sean muy chotos, muy de la casa. Pero éste no, a éste no le
ha dado nunca por allí.

Y el pájaro a los pies de ella, vigilante.

— Maestro, yo le digo, este animal es raro. Usted no se


imagina. Por ejemplo, cuando yo me ausento por una
semana o más, que voy a Villavicencio o a Bogotá, él se
desaparece, se pierde, nadie lo vuelve a ver, como que le
da rabia la casa. Pero tan pronto regreso vuelve a apare­
cer.

Ella me cuenta mientras atisba el fogón y desescama las


palometas y le da tetero a la cría.

— Usted no me va a creer, maestro. Él se da cuenta cuan­


do estoy embarazada. Se da cuenta desde el principio.
Pobrecito. Entonces le da por pisarme los pies para que yo
le haga caso. Me pisa y me pisa por hacerme señas. Y ya
yo sé lo que quiere. Las primeras veces, cuando vino el
primer m uciacho, éste, que ya está grande, yo no le en­
tendía. Después me di cuenta. Él me p isa para que yo me

80
vaya con él al monte, ppara que lo acompañe. Usted no me
va a creer, maestro.

Y mientras ella cuentaj, el ñénguere allí, estático, como si


estuviera oyendo palabbra a palabra, y el marido se ríe de
la historia mientras sirwe el aguardiente.

— ¿Yo qué hago, maes;tro, yo qué puedo hacer? A mí me


da lástima de este pájairo. Y yo termino haciéndole caso y
me voy detrás de él, y/ salimos de la casa y él me lleva
monte adentro, lejos, Ihasta que llegamos... ¿Y sabe us­
ted?, maestro, ¿sabe usited?, ¿se imagina usted? Llegamos
a un sitio. Mire, maesltro, eso es muy raro. Llegamos al
sitio y le digo, cada ennbarazo es un pasaje distinto. Pero
resulta que llegamos y allí el pájaro ha hecho un nido
grande y muy hermoso, con mucha paja y plumas y todo,
un nido hermoso. Entonces me señala el nido con el pico,
me está mostrando ese nido. Pero, dígame, maestro, ¿yo
qué hago, yo qué puedo hacer? Dígame usted, ¿cómo
puedo yo acostarme con este pájaro?, ¿cómo?

Entonces yo entiendo la pregunta. Ella no me está dicien­


do cóm o es posible que me acueste o cóm o puede ser
posible. No. La pregurta no es figurada. Es directa. Ella
piensa que yo, con mi.', mañas y mi pedagogía, que bien
conoce, que yo, de pronto, puedo explicar, a mi modo,
con filo s o fía , lo que ella sólo e x p lic a a su m odo,
supersticiosam ente.

— M aestro , ¿cómo puelo acostarme yo con un pájaro?

D urante lo s tres embirazos ella ha hech o este idílico


paseo m u c h a s , pero michas veces. H ay u n a relación amo
rosa p ro fu n d am e n te mtica entre los dos. Y es allí donde
falla m i sab e r.

Kl
—M aestro, usted viera, cuando yo me regreso a casa y él
se queda solo en el nido, entonces es la tragedia. Porque
no vuelve a aparecer semanas enteras, y cuando aparece
de muevo está hecho una lástima. Uno se da cuen ta que se
ha (tirado a morir, que se ha enlagunado y da penia. M aes­
tro, este animal sí es rano.

Entonces llega la hora de comer y ella sirve y cadla cual se


lleva su plato y su gaseosa a su puesto porque no hay
mesa.

Comemos todos, con hambre, y también el «negro», que


come palometa como si fuera cristiano.

Y de pronto, sin saber cómo ni cuándo, ya nos hemos


olvidado del «negro» y de su historia y estamos hablando
del taller y de la pesca y del Orinoco y viene la música y
yo me empeño en bailar con la sabedora, por puro oficio,
porque quiero enseñarles a ellos un juego, una dinámica.
Y de esa manera llego a echarle el brazo encima a ella y,
¡Dios mío!, ese animal, que allí seguía estático, invisible,
del cual nadie se acordaba, salta sobre mí, desesperado,
atacándome a la cara, y si no es por la m ujer que lo
domina a manotazos tal vez me saca los ojos en ese lance
de celos. Pasado el susto y el trance y la risa, yo tengo
tiempo de explicar a mis compañeros que éste es el prim er
conflicto serio de celos en que yo me he visto envuelto en
toda mi vida.

Entonces empiezan las historias sobre amores enire bes­


tias 2 humanos.

«Las más comunes son las de las micas», dijo el p;scador


y contó algunas de ellas.
QOuiero recordar ésta porquee me parece que nos viene
coomo anillo al dedo en la mermoria de los sabedores popu­
la re s que me propongo hacerr.

Eli hecho es que la mica del cuento era un personaje en el


ho:>tel donde se alojaban los teécnicos del gobierno y de las
ermpresas contratistas. Hacíai amistad fácilmente con los
huiéspedes y tenía fama de (desvivirse por los hombres.
Assí fue como se enamoró perdidamente de un antropólogo
visitante y protagonizaba coni él escenas escandalosas que
hicieron época, por mucho tiempo, en el pueblo, y de las
cuíales todavía se habla.

Pero el episodio crucial de la historia ocurre en la despe­


didla de Jos amantes, cuando el profesional ha concluido
su misión y debe partir.

Por supuesto, el dueño del hotel se fue hasta el terminal


con la mica y mucha gente estaba preparada para la fun­
ción.

Y de pronto, sin saberse cómo ni cuándo, la mica desapa­


rece y no hay nada que hacer. Hay verdadero revuelo
porque se va a aguar la fiesta, pues ya está listo el barco y
la gente pasa a bordo. Y el hotelero desesperado y el
antropólogo sin saber qué hacer y los muchachos corrien­
do aquí y allá por ganarse la paga que se ha ofrecido.
Hasta que alguien, uno de b s em barcadores, tiene una
ide< genial.

— fea m ica m aldita — dice— está en el barco, está de


poléona, se va a ir colada, ccn el doctor.

Y eitonces se hace la re q u sa y encuentran al animal


escoidido en el depósito d e m aletas y lo traen a tierra
cuando ya el Ibarco ha desamarrado y nto hay tiempo de
despedida y la mica berrea desesperadamente como si la
estuvieran degollando.

— ¿Por qué? — le pregunto yo al pescador— . ¿Por qué?


¿Cómo puede ser posible esto? ¿Cómo es posible que el
animal, por más enamorado que esté, sea capaz de hacer
programa?

Y los acoso con la pregunta, porque de algo he estado yo


seguro siempre. Un perro, por ejemplo, puede ser el más
mañoso, el más inteligente de todos lo perros, pero nunca
hará programa. Ni siquiera un programa de fin de semana
y mucho menos de un viaje largo. Algo sé yo: que la mica
sólo vive en presente, así esté muy enamorada.

Pero entonces el pescador me saca de apuros sin mayor


esfuerzo.

— No, maestro, no piense en eso. No le ponga tanto m iste­


rio. Lo que pasó tal vez es que la mica se embarcó detrás
del olor de las maletas del antropólogo. Eso creo yo.

— Y el embarcador, ¿el embarcador sabía eso o se lo


imaginó?

— No, seguro que no. Pero el embarcador siempre está


pensando que todo mundo es polizón, had a una mica.

Y aquí concluye mi primera historia de los sabedores.

Pienso que un hombre culto, o mejor, unapersona culta es


aquella que, a pocos años de estar en u n í comunidad, y a
la gente se ha olvidado de que no es de allí, que es de
afuera o es migrante. Porque pronto se ha;e al habla y a la
fabulería o la leyenda del pueblo. Porqie se ríe m ucho

84
cuando es de reírsse mucho y adquiere fácilmente el gusto
del aliño o la corrnida propia de los de allí. Y para mí un
«sabedor» populaar es por lo general un hombre «culto», o
sea alguien que sse ha integrado en más de una cultura
nueva, es decir, erin más de una comunidad distinta a aque­
lla que lo vio creccer.

He conocido personas blancas, de ascendencia castellana


pura, por ejemplo), de la montaña antioqueña, ya viejos y
sin saber leer una letra, pero de una cultura extraordinaria
en cuanto se han ¿integrado, por ejemplo, a una comunidad
negra del Pacífico y allí son más que vecinos, son patriar­
cas y líderes, son personajes representativos de una civili­
zación absolutamente auténtica y extraña a su ascenden­
cia.

El episodio que voy a narrar ahora se refiere a uno de


estos «sabedores». Era o es un pastor protestante venido
del interior, del alto Cauca, indio a más no poder y que no
sólo es pastor de almas sino líder popular en un pueblo del
litoral caribe colombiano.

Pues bien, nunca pude explicarm e en mis andanzas con


este personaje e hecho de que estuviera esperando la
llegada del M esús (¡Cristo viene, espéralo!), esperándola
a muy corto plazj y a la vez tuviera confianza en planes
oficiales de vivi;nda popular, que no sólo son a largo
plazo sino que ninca se saben cuándo se cumplen.

T enía ese sentid) maravilloso de las profecías mágicas


populares, que ninca fallan porque la fecha a partir de la
c u a l se cuentan 10 es fija sino q u e va caminando con el
profeta.

85
Sin embargo, el enigma más ¡grande sobre él, en mis
reflexiones, es una deuda de gratitud que yo le tengo de
por vidla. Sucede que una vez, cuando me trajo en su
automóvil a descansar en mi hottel, me preguntó sobre mi
salud con muchos rodeos y preámbulos.

— Maes tro — me dijo— . ¿Cómo está de salud?

—¿Por qué? — le respondí— . ¿Por qué me lo pregunta?

Y entonces se refirió, con detalle, al hecho de que a m í me


temblara la mano derecha, notablemente, al llevar la tiza
al tablero.

— ¿Usted no ha consultado al médico?, — me dijo.

Yo le expliqué que precisamente el médico me había


aconsejado la acupuntura y que el especialista en ese arte
incluso había utilizado corrientes eléctricas para activar
las agujas. Pero el hombre no se rendía.

— ¿Usted por qué no busca un neurólogo? — me dijo— .


Yo le aconsejo, busque el neurólogo.

Entonces le conté el origen posible del mal, cual era la


fractura de un huesecillo de la muñeca. «Mire», le dije,
«convénzase».

Pero nada valía. No había poder humano de convencerlo.

— Ese temblor no es de su mano — me repetía— . Ese


temblor es de su cabeza. Hágase ver del médico, maestro,
yo se lo digo.

Definitivamente me desesperé porque no sabía a qué ate­


nerme. ¿Ouién era este hombre, este sabedor popular?
¿Cómo pensaba? ¿Era un mago o era un sabio?

86
Así que resolví leer s u s revistas de proselitismo misionero
para ponerlo a p ru eb a.

—Hermano—le d ije un día— , he leído su mensaje y, por


ejemplo, me encuentro con esto. — Y entonces le señalé el
texto.
—Mire, hermano, a q u í dice textualmente que cuando Cris­
to aparezca en los c ie lo s, a la hora de su advenimiento, lo
verán todos los hom bres. ¿Se da cuenta?

Y añadí algo con sarcasm o: «¿Se da cuenta? Porque yo


dudo, hermano, de que todos los hombres puedan verlo,
debido a una circunstancia».

— Usted sabe, hermano, que el mundo es redondo — y le


hago con las manos la bola— , así, redondo.

Pero él no me deja terminar:

— ¿Entonces qué? — me corta— . Entonces lo ven todos,


porque él aparece a la vez en todas partes ¡Allí está la
gracia!

Pues bien, con esta experiencia yo me conformo. Ya no


creo, ya no pienso más en el alarm ante diagnóstico de mi
mano. Porque de seguro el Pastor no está en su juicio.

Sin em bargo, sigo con la espina en el alm a. Le descubro


m ás tem blores a la mano derecha y term ino buscando al
neurólogo.

Y e s esta la d eu d a de gratitud que tengo con el sabedor. Se


com prueba q u e es exacto lo que había dicho el Pastor. El
m al estaba e n el cerebro. Era el mal de Parkinson.

87
EJ tercer «saibedor» popular, al cual voy a referirm e, es un
personaje quie conocí ya hace muclho tiempo, cuando yo
era educadoir de sindicatos en el Vatlle del Cauca.

Es un hombre culto en el preciso siignificado del término


al que ya he :aludido. Finquero de origen, es decir, cam pe­
sino de pura cepa, nacido en la frontera con el Ecuador, se
hace líder siindical en los ingenios azucareros del alto
Cauca, integrándose a una cultura urbana profundamente
diferente y, a la final, termina de llanero en el oriente,
donde vuelve a hacer finca y es guerrillero y líder agrario.
Cuando lo conocí, en las huelgas del azúcar en el Valle
del Cauca, yo era profesor de marxismo. Me impresiona­
ba la versión fantástica que hacía, como maestro, de las
categorías económicas. Por ejemplo, su explicación, en la
teoría del valor, sobre trabajo abstracto y trabajo concre­
to.
Se colocaba frente al grupo de estudiantes obreros y de­
cía:
— Si yo, por ejemplo, contrato un pintor para que me
pinte este muro, ¡éste!, ¡véanlo!, ¡y el hombre viene y
echa sólo una mano de pintura y ya!, sólo una mano,
entonces eso queda transparente, de modo que se ve el
revoque del cemento. Eso es lo que se llama un trabajo
abstracto. Pero si, en cambio, el hombre llega y se pone a
la obra con sus cinco sentidos y resana y echa la base y
luego echa des o tres manos y la pared queda tupida, ¡eso
es un trabajo concreto!
Me tocó verle una vez, ya en el Llano, mientras pescaba,
verlo cómo erfrentaba a un predicador protestante.
— De manera ¡ue usted también es Testigo de Jehová — le
dijo al pastor.
—¡Cómo no!, para s e rv irlo , — le contestó el otro.
—Y dígame usted, ¿ c u á n to s Testigos de Jehová cree que
habrá en Colombia?

—Creo que hay unos diez mil — le explicó.

—Entonces yo no v o y a entrar a esa religión — le dijo mi


amigo, recalcando m u ch o en el no.

—¿Y por qué? ¿Por q u é no? — dijo el Testigo.

A lo cual mi hombre, este sabedor «marxista», dio una


respuesta increíble. U n a respuesta que no olvidaré nunca.
Le dijo:

— ¿Sabe por qué? Porque yo creo que un tipo como


Jehová, que necesita tantos testigos, no debe ser de buena
fe.
Pero los historias suyas, que quiero narrar aquí, especial­
mente, según mi intención de ilustrar el sentido de las
culturas orales en nuestro país, son éstas.

El hombre llegó tarde, con un retraso fatal, de dos o tres


días, a un taller sobre historia campesina que hacíamos en
una escuela política rural.

— C om pañero — me dijo— , yo sé lo que he perdido, lo


que es una enseñanza suya. Pero, le digo, de puro milagro
estoy aquí.

Y entonces m e contó la historia en detalle. El hecho era


que, sem anas atrás, en sus labores en e l monte, lo había
p ic ad o una serp ien te venenosa.

— M e picó la verrugosa y usted sabe que eso no tiene

8V
contra. No ha>/ remedio que valga. Lo único es el rezo.
Que lo recen a uno. Por eso allí mismio me hice rezar.

Y luego, de la imanera más convincente, añadió:

— Sin embargo, óigame, camarada, alllí estaba el proble­


ma. Porque res;ulta que el rezo hace efecto si uno cree en
él. Eso hay que creer. Pero, usted sabe, profe, usted sabe,
como yo soy marxista, entonces me cuesta trabajo creer y
allí viene el problema. Uno creyendo y no creyendo. De
modo que el efecto del rezo se demoraba mucho más.
Como dos semanas demoré en curarme.

Y he aquí la otra historia.

Una mañana viajábamos a hacer leña, en el monte, toda la


tropa de talleristas. Y este amigo, como siempre, iba pun­
teando, en la delantera.

De pronto se detuvo en un alto y esperó, como un profeta,


con la mano extendida, a que se fuera arremolinando la
gente.

Estaba señalando con su brazo, mostrándonos a todos una


piedra, en realidad una enorme m ole de granito que se
alzaba entre la maleza a una altura inusual.

— ¿Ven esta piedra? Compañeros, ¿la ven?

Y luego añadió sentenciosamente:

— ¡Cómo será de vieja esa piedra, camaradas, cómo será


de vieja! Porque, yo les digo, los hombres y todos los
animales crécenos lentamente, a veces necesitamos diez
o veinte años p ira ser del tamaño que nos corresponde. Y
luego tenem os a los árboles, que crecen todavía mucho
más diespacio. Ur* árbol que ya llega a su tamaño cumple
los cien o los doscientos* años.

Y completó así e l sermóin:

—Pero las piedras, compañeros, las piedras necesitan mi­


les de años para crecer. Yo les digo, compañeros, cómo
será dle vieja esa piedra.
Quiero contar a h o ra la historia de una de mis mejores
amigas, una m édica natural del Chocó que vine a conocer
una noche de C orpus, o fiesta de la E ucaristía, en
Andagoya, un pueblo en lia desembocadura del río Condoto
en el San Juan.

Yo había llegado al puerto en las horas de la tarde y


quería hablar, de todas maneras, esa misma noche con un
grupo de líderes sindicalistas con los cuales tenía concer­
tada una entrevista hacía tres días.

— Va a tener que ser mañana — me dijo la mujer— , por­


que ya hoy no se puede.

Yo no me explicaba cuál podía ser el impedimento para


encontrar a los compañeros esa misma noche, tratándose
de un pueblo tan pequeño donde todos conocen a todos.
P e ro ella me lo explicó.

— E sta noche no se puede — me dijo — , porque estamos


celebrando el Corpus.

E n to n ces yo le pedí mayor explicación.

— N o se puede porque este año le to c a la celebración a los


d e l sindicato y entonces tilos tienen que hacer de ánimas
d e l purgatorio. Si usted juiere, añ ad ió , venga conmigo,

91
para que veaique no miento. Vamos allí no más, a la orilla
del río, al pas;o de la barca, para q>ue vea que no miento.

Y nos pusimos en camino hasta quie llegamos al embarca­


dero, que no cabía de gente.

— Mírelos —ime dijo la mujer— , véalos allí. Y me mostró


la barca, un planchón grande, que se balanceaba en la
penumbra como a la mitad del río.,

Luego, poco a poco, se fue acercando la embarcación y


entonces se empezaron a divisar los compañeros sindica­
listas. Eran untos negros absolutos, todos, como sólo se ve
en el Chocó, y lucían túnicas blancas talares.

— Son las ánimas del purgatorio — me explicó la médica—


las ánimas en pena. — Y luego añadió:

— Pero usted no sabe, son también las ánimas del río San
Juan y del río Condoto, las que traen la lluvia para lavar el
oro.

Los negros de las ánimas saltaron a tierra y de inmediato


arrancó la música de la chirimía y empezó la procesión
encabezada por el cura.

Tenía razón la médica. No había nada que hacer esa


noche, sólo participar en la celebración.

Sin embargo, cuando llegamos a dormir, ya tarde, en la


posada de ella, yo no le perdoné la clase de botánica.
Entonces hablamos largo y cenamos algo hasta que nos
venció el sueño. Y antes de ech arn e a la cama le rogué
que me in d ican el baño para hacer Jel cuerpo.

92
—Es allí — me dijo, abriendo la puerta que daba a un
solar cercado y e n pura playa. Yo me organicé como pude
en alguna o rilla del descampado favoreciéndome de la
noche de luna.

Me correspondía dormir en una buhardilla a la cual daba


acceso una e sc a lera casi vertical, desde donde le eché una
última mirada al pobrísimo mostrador de la tienda con las
botellas vacías.

Y al otro día, ya entrada la mañana, cuando me apresto a


bajar la escalera, me doy cuenta de que la mesa del mos­
trador está boca abajo y las botellas también boca abajo
cuelgan de él. L a verdad, yo no había bebido y tampoco
estaba loco. Pero pronto se aclaró todo.

La casa estaba inundada, llena, como una piscina, de agua


tan limpia que espejeaba el mobiliario.

— M aestro — me dijo la médica, que estaba embalconada


mirando a la calle— , ¿quiere salir a desayunar?

— Pero ¿cómo? — le respondí- . ¿No se da cuenta que


estam os inundados?

La mujer se rió mientras miraba la tienda en aguas con


cuidado.

— S e entró el San Juan — dijo— , porque el agua está


c la ra . No se entró el Condoto esta vez. ¿Quiere salir,
m aestro?

Y desde el balcón llamó a alg u ien a gritos y entonces


e n tr ó por la puerta del rancho un boga remando una canoa
y lle g ó hasta la escalera a recogerm e.

93
Más tarde, ya de regreso, iel San Juan estaba saliéndose
todo dle la casa y la médicai me propuso que le ayudara a
acabarlo de sacar, achicándolo con escobas. Asíí lo fuimos
sacando del todo y le ayudamos con baldados de agua de
lluvia ide las canecas.

Entonces me dio curiosidad! de examinar el servicio sani­


tario que había usado en el gran solar. Estaba impoluto,
perfecto, mejor que un inodoro de sifón. Empezaba ape­
nas a familiarizarme con una civilización anfibia.

Son estas las historias de los sabedores que yo quería


contar aquí. Porque con ellas estoy buscando com prom e­
ter al lector en la naturaleza propia de la cultura colom ­
biana, donde el pensamiento mítico o totalizador no sólo
está en el subfondo o en el envés del pensar analítico, del
saber letrado, como ocurre en toda cultura, sino que aquí
los dos planos se entrelazan y se traslucen el uno entre el
otro.

Es una cultura compleja o dual, en la cual la magia está a


flor de piel, en los mismos poros de la ciencia.

Cualquiera de estos «sabedores», que hemos seguido paso


a paso, es un personaje que configura la naturaleza pecu­
liar nuestra. No hay un lindero o una distancia entre lo
que es esencial en las culturas del «tiempo total» y las del
«tiem po libre».

Vuelvo a pensar en la novia del alcaraván, en la hermosu­


ra de su mensaje. Pero no tengo ninguna duda sobre sus
compromisos científicos en el trabajo comunitario. Los
conozco bien.
IHe reconstruido escrupulosamente, atando todos los ca-
tbos sueltos, mi experiencia con el pastor de almas, el
rmilagrero, y no dudo que él, a la vez, tiene un sentido de
observación y sistematización envidiable.

Durante mucho tiempo me he ido acostumbrando a no


explicarme este sincretismio sino, por el contrario, a apren-
dler de él.

Recordemos el texto clásico de Lévi-Strauss, quien dice:


El pensamiento mágico no es un comienzo, un
esbozo, una iniciación, la parte de un todo
que todavía no se ha realizado; form a un sis­
tema bien articulado, independiente, en rela­
ción con esto, de ese otro sistema que consti­
tuirá la ciencia.

Y añade:
...en vez de oponer magia y ciencia, sería m e­
jo r colocarlas paralelamente, como dos m o­
dos de conocim iento, desiguales en cuanto a
los resultados teóricos y prácticos (¡mes, des­
de este punto de vista, es verdad que la cien
cia tiene m ás éxito que la magia, aunque la
m agia prefigure a la ciencia en e l sentido de
que también ella acierta algunas veces).

Testo que culm ina brillantemente con esta imagen:


Som bra que m ás bien anticipa a s u cuerpo, la
m agia es, en un sentido, com pleta com o él, tan
acabada y coherente, en su inm aterialidad,
com o es e l ser sólido al que solam ente ha
precedido.
Con la circiunstancia de que en nuestras historias, como lo
ve el lector, la «sombra» ilumina el «cuerpo».

Pensemos en el mejor arte colombiano, el cual expresa


profundamente esta dualidad.

Recuerdo una vez que caminábamos por la ciudad en


compañía de un campesino y nos detuvimos a mirar la
ceremonia de inauguración de un edificio público. Enton­
ces mi compañero de ruta me llamó la atención.

— Mire, maestro — me decía— , ¡están bendiciendo esa


máquina de allí, mire!

Y me mostraba una hermosa escultura metálica de Edgar


Negret.

Ciertamente era una máquina, pero una máquina de magia


a la cual el campesino no le quitaba los ojos.

Conocí a Negret muy joven en una casa de campo en


Popayán y no puedo olvidar su rabia o su violencia por un
intento mío de hacer lógica o de razonar frente al misterio
o la magia.

Hablábamos recostados sobre el barandal del corredor,


mirando al campo. Y de pronto la niebla tupida, blanca,
nos cerró totalmente el panorama que ya comenzaba a
oscurecer. Luego, poco a poco, muy lentamente empieza
a surgir, ante nuestros ojos, una visión de espanto. Parecía
como si la niebla se fuera llenando de huecos a través de
los cuales se colara la noche.

No sé por qué diablos, de qué modo, yo até cabos, razo­


nando. T enía urgencia de razonar. Ce todas maneras des­
cifré casi de inmediato el enigma.

96
—Ya sé qué es, y a sé, — dije, casi murmurando. Y Negret
gritó enfurecido»:

—¡No, no! Es e;so. Es lo que estás viendo. Son agujeros


en la niebla

Negret no tenía prisa.

Podía rescatar to d o el tiempo del hechizo, del estupor, del


animismo. Y luego, cuando fuera la hora, viniera la «má­
quina» esclarecedora de la experiencia, el mecanismo de
la razón razonadora. Y esta ha sido su ley y su historia.
Este ha sido siem pre su mensaje.

Es nuestra cultura dual, biunívoca.

Pienso en Botero. Por ejemplo, un cuadro clásico suyo de


Jos años sesenta que quiero mucho. El cura párroco está
echado en la yerba, haciendo una siesta campestre. Al pie
está la montaña, anunciada por los troncos enormes de
dos árboles. El misal, tirado en el prado, está abierto.

Pero, por favor, observe bien, no es el cura mismo el que


está dormitando allí, no es el liomlm- tranquilo, desgreña
do, viviente, en la costumbre de su siesta al caloi del sol.
Es otra cosa. Es un icono, una imagen. C on la sotana
apretada, marrón, con el bonete calado, bien calzado, es
un santo de altar, una estatua de porcelana, una cerámica,
que usted puede desarmar, que puede zafarle los brazos,
la cabeza. Es la visión mágica del cura del pueblo la que
está a c o m o d a d a allí en la loma.

Pero ante to d o e cuadro es color, e s pintura. 1.a anécdota


naufraga totalmente en la sincronía. El cura es rubicundo,
radiante, y e l altar donde está depositado, la pradera, es
in ten sam en te vetde.

«>7
Sim embargo, yo creo que la expresión artística mías totali­
zadora de esta cultura dual colombiana no es;tá en la
plástica y ni siquiera en el teatro, sino en la wovela. Y
pienso, sobre todo, en tres novelas de frontera: Miaría, La
Vorágine y Cien años de soledad.

Crieo que por eso han dejado de ser lugareñas, por razón
de su autenticidad. Eso lo aprendí en relación con la obra
de Jorge Isaacs.
Alguna vez, en una escuela de Santiago de Chile encontré
que una maestra estaba leyendo con los muchachos el
célebre episodio de la cacería del tigre en la novela M a­
ría. Entonces me pareció pertinente congratularla y le dije
que, de alguna manera, este era un «homenaje a Colom­
bia».

Pero la educadora no entendía para nada mi reacción. En


primer lugar, me confesó que ella nunca se había imagi­
nado que el libro fuera colombiano.

— ¿De verdad es colombiano?, — me repetía.

Tampoco que fuera chileno. Sólo le interesaba que era un


buen libro de lectura para su trabajo con los niños.

En segundo lugar, me dijo algo que me dejó desconcerta­


do:

— Yo sí sé, de seguro, por ejemplo, que el Qu jote es


español, pero nunca me imaginaría que le estoy haciendo
homenaje a España porque leemos ese libro con ios mu­
chachos.

Después de esta lección de una maestra de escuela chilena


tengo mucho cuidado al hablar sobre estos tópicas. Por
ejemplo, n o volví a usar aquella muletilla mía según la
cual la v e rd a d e ra capital de Colombia es Macondo.
El privilegio de estas tres novelas es que dejaron de ser de
aquí, de s e r «nacionales» precisamente porque rescatan la
naturaleza peculiar, la autenticidad de nuestra cultura.
El conde L e ó n Tolstoi decía por allí, palabras más, pala­
bras menos: «Conoce tu aldea y descubrirás el mundo».
Recuerdo h a b er leído la impaciencia de José Eustasio
Rivera porque la magia en la leyenda de su novela despla­
zaba su denuncia al mundo del crimen de lesa humanidad
que fuera la em presa de los caucheros en la selva tropical.
El poeta buscaba la requisitoria de las compañías de
seringueros y la crítica encontraba ante todo el mito en la
novela.
Rivera no se daba cuenta de que las «verdades» de La
Vorágine eran mucho menos duraderas que sus «menti­
ras», que el mundo de las cosas allí fuera tan pasajero y el
m undo de la «sombra» de las cosas, de los símbolos, tan
duradero.
Por eso su obra, de principios de siglo, va a influir fuerte
m ente en el auge posterior de la novelística latinoameii
cana.
¿Y q u é decir de Cien años de soledad?
R ecuerde usted al penúltimo d e los Aurelianos de esta
novela. A este sátiro, enorm em ente incestuoso, que en
g e n d ra el Aureliano cola de cerd o , con quien se acaba la
esp ecie. Era toda la magia de M acondo. Y sin embargo
era é l, a la vez, un representante innegable de nuestra
c i e n c i a académica, la de la llam ad a «A tenas
Suramericana». Porque c o n v ersab a a menudo, a solas,

<)•)
con los espíritus de la más remota antigüedad clásica,
porque amaba las lenguas muertas, ell griego antiguo, el
latín y, sobre todo, porque había reconstruido perfecta­
mente la hisltoria de su propio pueblo, pero en clave, de
manera que nadie pudiera entenderla.

Si uno quiere explicarse la trascendencia de estas novelas


quizás tenga que pensar en algunos elementos que carac­
terizan la formación posible de una cultura nacional co­
lombiana.

Una de ellas es la permanencia de grandes conglomerados


de las más diversas culturas orales, indígenas o mestizadas,
que resistieron por siglos enteros la amenaza de la «civili­
zación», sin que sus dioses alcanzaran a ser derribados de
los altares.

Nos referimos a los inmensos territorios de frontera: al


suroriente la Amazonia y la Orinoquia, escenario de La
Vorágine-, al occidente el litoral Pacífico, escenario histó­
rico de María, y al norte el litoral Caribe, de Cien años de
soledad.

Fue de esa manera, en la geografía, como se organizó


originalmente la dualidad cultural, en su peculiar modali­
dad colombiana. En el centro andino, el pequeño «país de
ciudades», con la circunstancia de que en él está concen­
trada la inmensa mayoría de la población. En la periferia,
el mundo de las aldeas, los interminables reservorios de
aguas vivas, n u y dispersas, de las culturas orales, tanto
de colonos blcncos o mestizos migrantes como de comu­
nidades indias autóctonas.

En el interior, la urbanización, donde se definen cada vez


más las formas de «cultura del tiempo libre», con su
ruptura dramáítica entre «estudio» y «recreo» para los
niños, entre «tirabajo» y «deporte» para los adultos. Don­
de el «fútbol ern la calle» por fin logra empezar a imponer
su legalidad em la reglamentación oficial de las llamadas
«ciclovías».

En el centro amdino, la «civilización», es decir, la «cultura


de ciudad», en la cual el espacio privado es dominante y
la arquitectura mira cada vez más hacia adentro de la
casa. Donde la vivienda es el refugio contra el infierno del
espacio público, de la calle. En la frontera, la cultura de
los «pueblos», donde la arquitectura mira hacia afuera y
el espacio público es la vida de la gente y las puertas están
siempre abiertas y la privacidad está toda comprometida y
atormentada por la comidilla aldeana, toda asaltada por el
chisme, que es la materia prima del mito.

Ahora bien, el proceso inicial de «difusión cultural», por


medio del cual estos dos espacios sociales, estas dos
«Colombias», la del interior andino y la de las fronteras,
empiezan a encontrarse, a fusionarse, dando lugar a una
«cultura nacional», ese prim o proceso es, de una parte,
un hecho tardío, que lia dejarlo a sen la i mucho, por siglos
e n te ro s, el agua; que ha p e rm itid o d e lin ir muy
profundam ente las diferencias culturales. De otra parle, es
algo originado en un espacio externo a Colombia, al país
en su co n ju n to algo como una catástrofe que le viene
desde afuera.

En la frontera G ribe son las plantaciones de banano, e s el


im perio de la U üted Fruit. En la frontera amazónica es la
explotación d e l :aucho natural, b a jo el imperio de la ( asa
Arana.

101
w
García Márquez presienta la aldea, su gente, su habitat,
deshecha, arrastrada com o «hojarasca» por el ve:ndaval.
José Eustasio Rivera asume el conflicto más directam en­
te: es Lm Vorágine, el remolino arrollador.

En tiempos de la obra de Jorge Isaacs, cuando la «fiebre


del tabaco» había sacudido al país, apenas si se anuncia­
ban las hazañas de la «nueva conquista». La quie abre
dolorosam ente el cam in o al en cu en tro de la s dos
Colombias.

Será mucho más tarde, ya entrada la segunda mitad de


este siglo, cuando la difusión cultural que integra la fron­
tera y el interior entra en un segundo proceso, cuando ella
toma un cauce nacional propio, con el auge de las «colo­
nizaciones armadas».

De pronto, quién sabe, esta nueva historia de difusión


cultural, llevará a otro ciclo de novelas trascendentales.
De todos modos, y eso no se puede negar, Alfredo Molano
ha venido desbrozando el camino, abriendo las trochas
iniciales.

Pero las catástrofes de la «nueva conquista» del país, la de


principios del siglo XX, tales como la del caucho o la del
banano, hicieron en nuestros grandes novelistas el efecto
de erupciones volcánicas. Rompieron la sedentaria corte­
za sedimentada de las culturas aldeanas de frontera y
sacaron a la superficie, como lava ardiente, toda la migia,
todo el pensamiento onírico o mítico.

Pienso que este es el prirner balance o el punto de pa tida


en la formación posible de una cultura nacional colombia­
na

102
---------------------------------------- \
C olección

M e s a R edonda

1. INVESTIGAR PARA CAMBIAR 9. ÉTICA Y EDUCACIÓN


Un enfoque sobre investigación Aportes a la polémica sobre
acción | participante los valores
Jorge ^Murcia Florián Autores varios

2. PENSAVR y ACTUAR 10. INVESTIGACIÓN TOTAL


Un encoque curricular para la La unidad metodológica en la
educación integral investigación científica
Clara fr a n c o de Machado Hugo Cerda

3. RÉGIMien DISCIPLINARIO 11. ENSEÑANZA DE LA HISTORIA A


DOCENTE APLICADO TRES NIVELES
Defensa, pruebas, procedimiento, Darío Betancourt Echeverry
tipicidaid
Pablo ¿Julio Poveda Veloza 12. SEXUALIDAD Y EDUCACIÓN
Abriendo caminos
4. INTERROGAR 0 EXAMINAR Autores varios
Un enfoque sobre la evaluación en
el medio educativo 13. MAESTROS, ALUMNOS Y
Juvenai Nieves Herrera SABERES
Investigación y docencia en ni nula
5. CRÓNICA DEL DESARRAIGO Eloísa Vasco M
Historiq de| maestro en Colomhln
Alberto Martínez Boom 14 l A 1)1 MOCRACIA FS UNA OBRA
Jorge 0. Castro, Carlos 1 Noguera lil Alt ti
Humberto Mnlumen
6. BIOGRAFÍA DEL PENSAMILN10
Estrategias para el desarrollu Un ln 15. CORRIENTES
inteligencia CONSTRUCTIVISTAS
M ig ue l de Zublría, Julián de Zublrla De los mapas conceptuales
a la teoría de la transformación
7. SABER PEDAGÓGICO Intelectual
Una visión alternativa Royman Pérez, Rómulo Gallego-
R ó m u k Gallego Badillo Badillo

8. PROMOCIÓN AUTOMATICA Y 16. CÓMO ELABORAR PROYECTOS


ENSEÑANZA DE LA Diseño, ejecución y evaluación
LECTCFSCRITURA de proyectos sociales y educativos
R o d o io Posada A., Carmelina Hugo Cerda
Paba
V. __ j

KM

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