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listerio de

ucación
Presidencia de la Nación
Me acuerdo de ése que se puso
a gritar que había que rendirse,
y de la voz que le contestó
entre dos ráfagas de Thompson,
la voz del Teniente, un bramido
por encima de los tiros, un:
«¡Aquí no se rinde nadie, carajo!».

Reunión d escribe las duras jo rn ad a s que siguieron


al d esem barco del Granma en las costas de Cuba,
cu an d o E rnesto Guevara se forja com o co m b atien te
de la revolución.

A través de u n a vivida n arració n en p rim era persona,


la voz del «Che» evoca los días agotadores entre
los m anglares, las adversidades que debió enfrentar
ju n to a sus co m p añ ero s de arm as y su bautism o de
fuego en la batalla de Alegría del Pío.

La in ten sid ad de Reunión, su épica co n stru id a a


base de em ociones, es una m uestra del incom parable
talento de Julio Cortázar, que supo retratar en estas
páginas to d a la profundidad h u m an a de u n a de las
figuras m ás adm iradas del siglo xx.

Las n o tab les im ágenes de E nrique Breccia recrean


los m o m entos sobresalientes de esta crónica. SALA
BIBLIOTE

c
ISBN 978-987-1823-04-8

LIBROS DEL ZORRO ROJO

Ediciones de la Magnolia
JULIO CORTÁZAR
Bruselas, 1914 - París, 1984

Vivió los prim eros años de su infancia


en Bélgica y Suiza. En A rgentina cursó
estudios de Letras y de M agisterio y
trabajó com o m aestro rural en pueblos
de la provincia de Buenos Aires.
En 1944 im partió cursos de literatura
francesa en la U niversidad de Cuyo
y en 1951, tras ob ten er u n a beca
del gobierno francés, se estableció
definitivam ente en París, donde fraguó
u n a brillante carrera literaria que
le valdría el reconocim iento m undial.
De su producción narrativa cabe
d estacar Bestiario (1951), Final de juego
(1956), Las arm as secretas (1959),
Historias de cronopios y de fa m a s (1962),
Todos los fuegos el fuego (1966) y las
novelas Los prem ios (1960), Rayuela
(1963) y 62. Modelo para arm ar (1968).
En 2009, Libros del Zorro Rojo publicó
El perseguidor, ilustrado por José Muñoz.
La obra de Julio C ortázar ha sido
trad u cid a a m ás de trein ta idiom as y
ocupa u n lugar destacado en el acervo
literario del siglo XX.
ENRIQUE BRECCIA
Buenos Aires, 1945

Es uno de los artistas m ás adm irados en


el cam po de la ilustración contem poránea.
Sus trabajos h an sido expuestos en
Barcelona, Lugano, Nueva York, Perugia
y Sevilla. En 1975 fue invitado de honor
en la Bienal de Gráfica de Lucca (Italia).
Es autor de obras m íticas en el género del
cómic, entre ellas: La vida del Che (1969),
Alvar M ayor (1976), Los viajes de Marco
M ono (1981), La guerra de la pam pa (1981)
y Lope deAguirre (1989). En la editorial
DC Comic ha publicado Lovecraft (2002),
así com o sus célebres colaboraciones
para la serie Batm an: G otham Knights
(2001) y Sw am p Thing (2004). En 2010
realizó Les Sentinelles para Éditions
Robert Laffont, Paris. En 1963 obtuvo la
M edalla de Oro del Salón de la Asociación
de D ibujantes de A rgentina y en 1983
el Premio Pléyade a la m ejor producción
gráfica del año. Para Libros del Zorro Rojo
ha ilustrado Koolau el leproso y Knock Out,
tres historias de boxeo, de Jack London
y En las m ontañas de la locura, de
H. P. Lovecraft.
Reunión
©2007, H erederos de Julio Cortázar, 1966
©2007, de las ilustraciones: Enrique Breccia
©2007-2013, Libros del Zorro Rojo I Barcelona-Buenos Aires
www.librosdelzorrorojo.com

Proyecto: Alejandro García Schnetzer


Edición: Marta Ponzoda Álvarez
Esta obra es una realización de Libros del Zorro Rojo
Dirección editorial: Fernando Diego García
Dirección de arte: Sebastián García Schnetzer
Prim era edición en España: setiembre de 2 0 0 7

© 2013, para esta edición especial en Argentina:


Ediciones de la Magnolia S.A., Ituzaingó 882, Córdoba.

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Primera edición en Argentina: marzo de 2013
ISBN: 978-987-1823-04-8 c m -

Se term inaron de im prim ir 16.843 ejemplares en Triñanes Fotocromos S.A.


Charlone 971, Avellaneda, Buenos Aires en marzo de 2013.
Hecho el depósito que marca la Ley 11.723.
Impreso en Argentina - Printed in Argentina

Todos los derechos reserados. No se p erm ite la rep ro d u cció n to tal o parcial
de este libro, ni su tran sm isió n en cualq u ier form a o
p o r cualq u ier m edio, sin el perm iso previo y
p o r escrito de los titu lares del copyright.
Su infracción está co n tem p lad a p o r las leyes 11.723 y 25.446.

Julio Cortázar
Reunión / Julio C ortázar ; ilustrado po r E nrique Breccia. - l a ed. -
Córdoba : Ediciones de la M agnolia, 2012.
40 p . : i l . ; 27x18 cm.

ISBN 978-987-1823-04-8

1. N arrativa Argentina. 2. C uentos. I. Breccia, Enrique, ilus. II. Título.


CDD A863

Fecha de catalogación: 07/05/2012

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R E C C I A

LI BRO S DEL ZORRO ROJO

Ediciones de la Magnolia
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2 H ■ i/io is

RE UNI ÓN

Recordé un viejo cuento de Jack London,


donde el protagonista, apoyado en un tronco
de árbol, se dispone a acabar con dignidad
su vida.

Ernesto «Che» Guevara, La sierra y el llano,


La Habana, 1961.

Nada podía andar peor, pero al m enos


ya no estábam os en la m aldita lancha, entre vóm itos y golpes
de m ar y pedazos de galleta m ojada, entre am etralladoras y
babas, hechos un asco, consolándonos cuando podíam os con
el poco tabaco que se conservaba seco porque Luis (que no
se llam aba Luis, pero habíam os jurado no acordarnos de nues­
tros nom bres hasta que llegara el día) había tenido la buena
idea de m eterlo en un a caja de lata que abríam os con más
cuidado que si estuviera llena de escorpiones. Pero qué tabaco
ni tragos de ron en esa condenada lancha, bam boleándose
cinco días com o un a tortuga borracha, haciéndole frente a un
norte que la cacheteaba sin lástim a, y ola va y ola viene, los
baldes despellejándonos las m anos, yo con un asm a del dem o­
nio y m edio m undo enfermo, doblándose para vom itar como
si fueran a partirse por la m itad. Hasta Luis, la segunda noche,
una bilis verde que le sacó las ganas de reírse, entre eso y el
norte que no nos dejaba ver el faro de Cabo Cruz, un desastre
que nadie se había imaginado; y llam arle a eso un a expedición
de desem barco era com o para seguir vom itando pero de pura
tristeza. En fin, cualquier cosa con tal de dejar atrás la lancha,
cualquier cosa aunque fuera lo que nos esperaba en tierra
-p ero sabíam os que nos estaba esperando y por eso no im por­
tab a tan to -, el tiem po que se com pone justam ente en el peor
m om ento y zas la avioneta de reconocim iento, nada que
hacerle, a vadear la ciénaga o lo que fuera con el agua hasta
las costillas buscando el abrigo de los sucios pastizales, de los
mangles, y yo como un idiota con m i pulverizador de adrena­
lina para poder seguir adelante, con Roberto que m e llevaba
el Springfield para ayudarm e a vadear m ejor la ciénaga (si era
u n a ciénaga, porque a m uchos ya se nos había ocurrido que
a lo m ejor habíam os errado el rum bo y que en vez de tierra
firme habíam os hecho la estupidez de largarnos en algún cayo
fangoso dentro del mar, a veinte millas de la isla...); y todo
así, m al pensado y peor dicho, en un a continua confusión de
actos y nociones, un a mezcla de alegría inexplicable y de rabia
contra la m aldita vida que nos estaban dando los aviones y lo
que nos esperaba del lado de la carretera si llegábam os alguna
vez, si estábam os en una ciénaga de la costa y no dando vueltas
com o alelados en un circo de barro y de total fracaso para
diversión del babuino en su Palacio.
Ya nadie se acuerda cuánto duró, el tiem po lo m edíam os
por los claros entre los pastizales, los tram os donde podían
am etrallarnos en picada, el alarido que escuché a mi izquierda,
lejos, y creo fue de Roque (a él le puedo dar su nom bre, a su
pobre esqueleto entre las lianas y los sapos), porque de los
planes ya no quedaba m ás que la m eta final, llegar a la Sierra
y reunim os con Luis si tam bién él conseguía llegar; el resto
se había hecho trizas con el norte, el desem barco improvisado,
los pantanos. Pero seam os justos: algo se cum plía sincroniza-
dam ente, el ataque de los aviones enemigos. Había sido previs­
to y provocado: no falló. Y por eso, aunque todavía m e doliera
en la cara el aullido de Roque, mi m aligna m anera de entender
el m undo m e ayudaba a reírm e por lo bajo (y m e ahogaba
todavía más, y Roberto m e llevaba el Springfield para que yo
pudiese inhalar adrenalina con la nariz casi al borde del agua,
tragando m ás barro que otra cosa), porque si los aviones
estaban ahí entonces no podía ser que hubiéram os equivocado
la playa, a lo sum o nos habíam os desviado algunas millas,
pero la carretera estaría detrás de los pastizales, y después el
llano abierto y en el norte las prim eras colinas. Tenía su
gracia que el enem igo nos estuviera certificando desde el aire
la bondad del desem barco.
Duró vaya a saber cuánto, y después fue de noche y
éram os seis debajo de unos flacos árboles, por prim era vez
en terreno casi seco, m ascando tabaco húm edo y unas
pobres galletas. De Luis, de Pablo, de Lucas, ninguna noticia;
desperdigados, probablem ente m uertos, en todo caso tan

Material de distribución gratuita


perdidos y m ojados com o nosotros. Pero m e gustaba sentir
cómo con el fin de esa jornada de batracio se m e em pezaban a
ordenar las ideas, y cómo la m uerte, m ás probable que nunca,
no sería ya un balazo al azar en plena ciénaga, sino una
operación dialéctica en seco, perfectam ente orquestada por
las partes en juego. El ejército debía controlar la carretera,
cercando los pantanos a la espera de que apareciéram os de a
dos o de a tres, liquidados por el barro y las alim añas y el
ham bre. Ahora todo se veía clarísimo, tenía otra vez los puntos
cardinales en el bolsillo, m e hacía reír sentirm e tan vivo y tan
despierto al borde del epílogo. Nada podía resultarm e m ás
gracioso que hacer rabiar a Roberto recitándole al oído unos
versos del viejo Pancho que le parecían abom inables. «Si por lo
m enos nos pudiéram os sacar el barro», se quejaba el Teniente.
«O fum ar de verdad» (alguien, m ás a la izquierda, ya no sé
quién, alguien que se perdió al alba). Organización de la
agonía: centinelas, dorm ir por turnos, m ascar tabaco, chupar
galletas infladas como esponjas. Nadie m encionaba a Luis,
el tem or de que lo hubieran m atado era el único enem igo real,
porque su confirm ación nos anularía m ucho m ás que el acoso,
la falta de arm as o las llagas en los pies. Sé que dorm í u n rato
m ientras Roberto velaba, pero antes estuve pensando que todo
lo que habíam os hecho en esos días era dem asiado insensato
para adm itir así de golpe la posibilidad de que hubieran
m atado a Luis. De alguna m anera la insensatez tendría que
continuar hasta el final, que quizá fuera la victoria, y en ese
juego absurdo donde se había llegado hasta el escándalo
de prevenir al enem igo que desem barcaríam os, no entraba la
posibilidad de perder a Luis. Creo que tam bién pensé que si
triunfábam os, que si conseguíam os reunim os otra vez con Luis,
sólo entonces em pezaría el juego en serio, el rescate de tanto
rom anticism o necesario y desenfrenado y peligroso. Antes de
dorm irm e tuve como un a visión: Luis junto a un árbol, rodeado
por todos nosotros, se llevaba lentam ente la m ano a la cara
y se la quitaba como si fuese un a m áscara. Con la cara en la
m ano se acercaba a su herm ano Pablo, a mí, al Teniente, a
Roque, pidiéndonos con un gesto que la aceptáram os, que nos
la pusiéram os. Pero todos se iban negando uno a uno, y yo
tam bién m e negué, sonriendo hasta las lágrimas, y entonces
Luis volvió a ponerse la cara y le vi u n cansancio infinito
m ientras se encogía de hom bros y sacaba un cigarro del bolsillo
de la guayabera. Profesionalm ente hablando, un a alucinación
de la duerm evela y la fiebre, fácilm ente interpretable. Pero
si realm ente habían m atado a Luis durante el desem barco,
¿quién subiría ahora a la Sierra con su cara? Todos trataríam os
de subir pero nadie con la cara de Luis, nadie que pudiera o
quisiera asum ir la cara de Luis. «Los diádocos -p en sé ya
entredorm ido-. Pero todo se fue al diablo con los diádocos,
es sabido».
Aunque esto que cuento pasó hace rato, quedan pedazos
y m om entos tan recortados en la m em oria que sólo se pueden
decir en presente, como estar tirado otra vez boca arriba en
el pastizal, junto al árbol que nos protege del cielo abierto.
Es la tercera noche, pero al am anecer de ese día franqueam os
la carretera a pesar de los jeeps y la metralla. Ahora hay que
esperar otro am anecer porque nos h an m atado al baqueano
y seguim os perdidos, habrá que dar con algún paisano que nos
lleve adonde se pueda com prar algo de comer, y cuando digo
com prar casi m e da risa y m e ahogo de nuevo, pero en eso
como en lo dem ás a nadie se le ocurriría desobedecer a Luis,
y la com ida hay que pagarla y explicarle antes a la gente
quiénes som os y por qué andam os en lo que andam os. La cara
de Roberto en la choza abandonada de la loma, dejando cinco
pesos debajo de u n plato a cam bio de la poca cosa que en co n ­
tram os y que sabía a cielo, a com ida en el Ritz si es que ahí
se come bien. Tengo tan ta fiebre que se m e va pasando el asma,
no hay m al que por b ien no venga, pero pienso de nuevo en
la cara de Roberto dejando los cinco pesos en la choza vacía,
y m e da u n tal ataque de risa que vuelvo a ahogarm e y me
maldigo. Habría que dormir, Tinti m onta la guardia, los m ucha­
chos descansan unos contra otros, yo m e he ido u n poco m ás
lejos porque tengo la im presión de que los fastidio con la tos y
los silbidos del pecho, y adem ás hago un a cosa que no debería
hacer, y es que dos o tres veces en la noche fabrico una pantalla
de hojas y m eto la cara por debajo y enciendo despacito el
cigarro para reconciliarm e u n poco con la vida.
En el fondo lo único bueno del día h a sido no tener
noticias de Luis, el resto es un desastre, de los ochenta nos han
m atado por lo m enos a cincuenta o sesenta; Javier cayó entre
los prim eros, el Peruano perdió un ojo y agonizó tres horas sin
que yo pudiera hacer nada, ni siquiera rem atarlo cuando los
otros no m iraban. Todo el día tem im os que algún enlace (hubo
tres con un riesgo increíble, en las m ism as narices del ejército)
nos trajera la noticia de la m uerte de Luis. Al final es m ejor no
saber nada, im aginarlo vivo, poder esperar todavía. Fríam ente
peso las posibilidades y concluyo que lo h an m atado, todos
sabem os cóm o es, de qué m anera el gran condenado es capaz
de salir al descubierto con u n a pistola en la m ano, y el que
venga atrás que arree. No, pero López lo h ab rá cuidado,
no hay com o él para engañarlo a veces, casi com o a un chico,
convencerlo de que tiene que hacer lo contrario de lo que le
da la gana en ese m om ento. Pero y si López... Inútil quem arse
la sangre, no hay elem entos para la m enor hipótesis, y adem ás
es rara esta calma, este bienestar boca arriba com o si todo
estuviera bien así, com o si todo se estuviera cum pliendo (casi
pensé: «consum ando», hubiera sido idiota) de conform idad
con los planes. Será la fiebre o el cansancio, será que nos van
a liquidar a todos com o a sapos antes de que salga el sol. Pero
ahora vale la pena aprovechar de este respiro absurdo, dejarse
ir m irando el dibujo que hacen las ram as de árbol contra el
cielo m ás claro, con algunas estrellas, siguiendo con ojos entor­
nados ese dibujo casual de las ram as y las hojas, esos ritm os
que se encuentran, se cabalgan y se separan, y a veces cam bian
suavem ente cuando un a bocanada de aire hirviendo pasa
por encim a de las copas, viniendo de las ciénagas. Pienso en
mi hijo pero está lejos, a miles de kilómetros, en un país donde
todavía se duerm e en la cam a, y su im agen m e parece irreal,
se m e adelgaza y pierde entre las hojas del árbol, y en cam bio
m e hace tanto bien recordar u n tem a de M ozart que m e ha
acom pañado desde siempre, el m ovim iento inicial del cuarteto
La caza, la evocación del halalí en la m ansa voz de los violines,
esa trasposición de u n a cerem onia salvaje a u n claro goce
pensativo. Lo pienso, lo repito, lo canturreo en la m em oria, y
siento al m ism o tiem po cóm o la m elodía y el dibujo de la copa
del árbol contra el cielo se van acercando, traban am istad, se
tan tean u n a y otra vez hasta que el dibujo se ordena de pronto
en la presencia visible de la melodía, un ritm o que sale de
u n a ram a baja, casi a la altura de m i cabeza, rem onta hasta
cierta altura y se abre com o un abanico de tallos, m ientras el
segundo violín es esa ram a m ás delgada que se yuxtapone para
confundir sus hojas en un punto situado a la derecha, hacia
el final de la frase, y dejarla term inar para que el ojo descienda
por el tronco y pueda, si quiere, repetir la m elodía. Y todo
eso es tam bién nuestra rebelión, es lo que estam os haciendo
aunque M ozart y el árbol no pued an saberlo, tam bién nosotros
a nuestra m anera hem os querido trasponer un a torpe guerra
a u n orden que le dé sentido, la justifique y en últim o térm ino
la lleve a un a victoria que sea como la restitución de u n a m e­
lodía después de tantos años de roncos cuernos de caza, que
sea ese allegro final que sucede al adagio com o un encuentro
con la luz. Lo que se divertiría Luis si supiera que en este
m om ento lo estoy com parando con Mozart, viéndolo ordenar
poco a poco esta insensatez, alzarla hasta su razón prim ordial
que aniquila con su evidencia y su desm esura todas las p ru ­
dentes razones tem porales. Pero qué amarga, qué desesperada
tarea la de ser un m úsico de hom bres, por encim a del barro
y la m etralla y el desaliento urdir ese canto que creíam os
im posible, el canto que trabará am istad con la copa de los ár­
boles, con la tierra devuelta a sus hijos. Sí, es la fiebre. Y cómo
se reiría Luis aunque tam bién a él le guste Mozart, m e consta.
Y así al final m e quedaré dorm ido, pero antes alcanza­
ré a preguntarm e si algún día sabrem os pasar del m ovim iento
donde todavía suena el halalí del cazador, a la conquistada
p lenitud del adagio y de ahí al allegro final que m e canturreo
con u n hilo de voz, si serem os capaces de alcanzar la recon­
ciliación con todo lo que haya quedado vivo frente a nosotros.
Tendríam os que ser com o Luis, no ya seguirlo, sino ser
com o él, dejar atrás inapelablem ente el odio y la venganza,
m irar al enem igo com o lo m ira Luis, con u n a im placable
m agnanim idad que tantas veces ha suscitado en m i m em oria
(pero esto, ¿cómo decírselo a nadie?) u n a im agen de p a n to -
crátor, u n juez que em pieza por ser el acusado y el testigo y
que no juzga, que sim plem ente separa las tierras de las aguas
para que al fin, alguna vez, nazca u n a patria de hom bres en
u n am anecer tem bloroso, a orillas de u n tiem po m ás limpio.

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Pero otra que adagio, si con la prim era luz se nos vinieron
encim a por todas partes, y hubo que renunciar a seguir hacia
el noreste y m eterse en u n a zona m al conocida, gastando las
últim as m uniciones m ientras el Teniente con u n com pañero
se hacía fuerte en u n a lom a y desde ahí les paraba un rato las
patas, dándonos tiem po a Roberto y a mí para llevarnos a Tinti
herido en un m uslo y buscar otra altura m ás protegida donde
resistir h asta la noche. De noche ellos no atacaban nunca, a u n ­
que tuvieran bengalas y equipos eléctricos, les entraba como
u n pavor de sentirse m enos protegidos por el núm ero y el
derroche de armas; pero para la noche faltaba casi todo el día,
y éram os apenas cinco contra esos m uchachos tan valientes
que nos hostigaban para quedar bien con el babuino, sin contar
los aviones que a cada rato picaban en los claros del m onte y
estropeaban cantidad de palm as con sus ráfagas.
A la m edia hora el Teniente cesó el fuego y pudo reunirse
con nosotros, que apenas adelantábam os camino. Como nadie
p ensaba en abandonar a Tinti, porque conocíam os de sobra
el destino de los prisioneros, pensam os que ahí, en esa ladera
y en esos m atorrales íbam os a quem ar los últim os cartuchos.
Fue divertido descubrir que los regulares atacaban en cam bio
u n a lom a bastante m ás al este, engañados por u n error de la
aviación, y ahí nom ás nos largam os cerro arriba por un sen­
dero infernal, hasta llegar en dos horas a una lom a casi pelada
donde u n com pañero tuvo el ojo de descubrir u n a cueva
tap ad a por las hierbas, y nos plantam os resollando después
de calcular u n a posible retirada directam ente hacia el norte,
de peñasco en peñasco, peligrosa, pero hacia el norte, hacia
la Sierra donde a lo m ejor ya habría llegado Luis.
M ientras yo curaba a Tinti desm ayado, el Teniente me
dijo que poco antes del ataque de los regulares al am anecer
había oído un fuego de arm as autom áticas y de pistolas hacia
el poniente. Podía ser Pablo con sus m uchachos, o a lo m ejor
el m ism o Luis. Teníamos la razonable convicción de que los
sobrevivientes estábam os divididos en tres grupos, y quizás
el de Pablo no anduviera tan lejos. El Teniente m e preguntó
si no valdría la pen a inten tar u n enlace al caer la noche.
-Si vos m e preguntás eso es porque te estás ofreciendo
para ir -le dije. H abíam os acostado a Tinti en un a cam a de
hierbas secas, en la parte m ás fresca de la cueva, y fum ábam os
descansando. Los otros dos com pañeros m ontaban
guardia afuera.
-Te figuras -dijo el Teniente, m irándom e divertido-. A mí
estos paseos m e encantan, chico.
Así seguim os un rato, cam biando brom as con Tinti que
em pezaba a delirar, y cuando el Teniente estaba por irse entró
Roberto con u n serrano y u n cuarto de chivito asado. No lo
podíam os creer, com im os com o quien se com e a u n fantasm a,
h asta Tinti m ordisqueó un pedazo que se le fue a las dos horas
ju n to con la vida. El serrano nos traía la noticia de la m uerte
de Luis; no dejam os de com er por eso, pero era m ucha sal
para tan poca carne, él no lo había visto aunque su hijo mayor,
que tam bién se nos había pegado con una vieja escopeta de
caza, form aba p arte del grupo que había ayudado a Luis y
a cinco com pañeros a vadear u n río bajo la m etralla, y estaba
seguro de que Luis había sido herido casi al salir del agua y
antes de que pudiera ganar las prim eras m atas. Los serranos
habían trepado al m onte que conocían como nadie, y con ellos
dos hom bres del grupo de Luis, que llegarían por la noche
con las arm as sobrantes y un poco de parque.
El Teniente encendió otro cigarro y salió a organizar el
cam pam ento y a conocer m ejor a los nuevos; yo m e quedé
al lado de Tinti que se derrum baba lentam ente, casi sin dolor.
Es decir que Luis había m uerto, que el chivito estaba para
chuparse los dedos, que esa noche seríam os nueve o diez
hom bres y que tendríam os m uniciones para seguir peleando.
Vaya novedades. Era como un a especie de locura fría que por
u n lado reforzaba al presente con hom bres y alim entos, pero
todo eso para borrar de un m anotazo el futuro, la razón de
esa insensatez que acababa de culm inar con u n a noticia y un
gusto a chivito asado. En la oscuridad de la cueva, haciendo
durar largo m i cigarro, sentí que en ese m om ento no podía
perm itirm e el lujo de aceptar la m uerte de Luis, que solam ente
podía m anejarla com o u n dato m ás dentro del plan de cam ­
paña, porque si tam bién Pablo había m uerto el jefe era yo por
voluntad de Luis, y eso lo sabían el Teniente y todos los com ­
pañeros, y no se podía hacer otra cosa que tom ar el m ando y
llegar a la Sierra y seguir adelante com o si no hubiera pasado
nada. Creo que cerré los ojos, y el recuerdo de m i visión
fue otra vez la visión m isma, y por u n segundo m e pareció que
Luis se separaba de su cara y m e la tendía, y yo defendí mi
cara con las dos m anos diciendo: «No, no, por favor no, Luis»,
y cuando abrí los ojos el Teniente estaba de vuelta m irando
a Tinti que respiraba resollando, y le oí decir que acababan de
agregársenos dos m uchachos del m onte, un a b uena noticia
tras otra, parque y boniatos fritos, u n botiquín, los regulares
perdidos en las colinas del este, u n m anantial estupendo a
cincuenta m etros. Pero no m e m iraba en los ojos, m ascaba el
cigarro y parecía esperar que yo dijera algo, que fuera yo el
prim ero en volver a m encionar a Luis.
D espués hay com o u n hueco confuso, la sangre se fue
de Tinti y él de nosotros, los serranos se ofrecieron para e n te ­
rrarlo, yo m e quedé en la cueva descansando aunque olía
a vóm ito y a sudor frío, y curiosam ente m e dio por pensar en
m i m ejor amigo de otros tiem pos, de antes de esa cesura en
m i vida que m e había arrancado a m i país para lanzarm e
a miles de kilóm etros, a Luis, al desem barco en la isla, a esa
cueva. Calculando la diferencia de hora im aginé que en ese
m om ento, miércoles, estaría llegando a su consultorio, col­
gando el som brero en la percha, echando un a ojeada al correo.
No era u n a alucinación, m e b astaba pensar en esos años en
que habíam os vivido tan cerca uno de otro en la ciudad, com ­
p artiendo la política, las m ujeres y los libros, encontrándonos
diariam ente en el hospital; cada u no de sus gestos m e era
tan familiar, y esos gestos no eran solam ente los suyos sino
que abarcaban todo mi m undo de entonces, a mí mismo, a mi
mujer, a mi padre, abarcaban mi periódico con sus editoriales
inflados, m i café a m ediodía con los m édicos de guardia, mis
lecturas y m is películas y mis ideales. Me pregunté qué estaría
pensando mi amigo de todo esto, de Luis o de mí, y fue como
si viera dibujarse la respuesta en su cara (pero entonces era la
fiebre, habría que tom ar quinina), una cara pagada de sí
m isma, em pastada por la b uena vida y las buenas ediciones y
la eficacia del bisturí acreditado. Ni siquiera hacía falta que
abriera la boca p ara decirm e yo pienso que tu revolución no
es m ás que... No era en absoluto necesario, tenía que ser así,
esas gentes no podían aceptar u n a m utación que ponía en
descubierto las verdaderas razones de su m isericordia fácil y
a horario, de su caridad reglam entada y a escote, de su bon-
hom ía entre iguales, de su antirracism o de salón pero cómo
la n en a se va a casar con ese m ulato, che, de su catolicism o
con dividendo anual y efem érides en las plazas em banderadas,
de su literatura de tapioca, de su folklorismo en ejem plares
num erados y m ate con virola de plata, de sus reuniones
de cancilleres genuflexos, de su estúpida agonía inevitable a
corto o largo plazo (quinina, quinina, y de nuevo el asma).
Pobre amigo, m e daba lástim a im aginarlo defendiendo com o
u n idiota precisam ente los falsos valores que iban a acabar
con él o en el m ejor de los casos con sus hijos; defendiendo
el derecho feudal a la propiedad y a la riqueza ilim itadas, él
que no tenía m ás que su consultorio y u n a casa bien puesta,
defendiendo los principios de la Iglesia cuando el catolicism o
burgués de su m ujer no había servido m ás que para obligarlo
a buscar consuelo en las am antes, defendiendo un a supuesta
libertad individual cuando la policía cerraba las universida­
des y censuraba las publicaciones, y defendiendo por miedo,
por el horror al cambio, por el escepticism o y la desconfianza
que eran los únicos dioses vivos en su pobre país perdido. Y
en eso estaba cuando entró el Teniente a la carrera y m e gritó
que Luis vivía, que acababan de cerrar u n enlace con el norte,
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que Luis estaba m ás vivo que la m adre de la chingada, que h a ­
bía llegado a lo alto de la Sierra con cincuenta guajiros y todas
las arm as que les habían sacado a un batallón de regulares
copado en un a hondonada, y nos abrazam os como idiotas
y dijimos esas cosas que después, por largo rato, dan rabia y
vergüenza y perfum e, porque eso y com er chivito asado y
echar para adelante era lo único que tenía sentido, lo único
que contaba y crecía m ientras no nos anim ábam os a m irarnos
en los ojos y encendíam os cigarros con el m ism o tizón, con
los ojos clavados atentam ente en el tizón y secándonos las
lágrim as que el hum o nos arrancaba de acuerdo con sus cono­
cidas propiedades lacrim ógenas.
Ya no hay m ucho que contar, al am anecer uno de nuestros
serranos llevó al Teniente y a Roberto hasta donde estaban
Pablo y tres com pañeros, y el Teniente subió a Pablo en brazos
porque tenía los pies destrozados por las ciénagas. Ya éram os
veinte, m e acuerdo de Pablo abrazándom e con su m anera
rápida y expeditiva, y diciéndom e sin sacarse el cigarrillo de
la boca: «Si Luis está vivo, todavía podem os vencer», y yo ven­
dándole los pies que era una belleza, y los m uchachos to m án ­
dole el pelo porque parecía que estrenaba zapatos blancos y
diciéndole que su herm ano lo iba a regañar por ese lujo in tem ­
pestivo. «Que m e regañe -b ro m eab a Pablo fum ando como un
loco-, para regañar a alguien hay que estar vivo, com pañero,
y ya oíste que está vivo, vivito, está m ás vivo que un caim án, y
vam os arriba ya mismo, m ira que m e has puesto vendas, vaya
lujo...». Pero no podía durar, con el sol vino el plom o de arriba
y abajo, ahí m e tocó un balazo en la oreja que si acierta dos
centím etros m ás cerca, vos, hijo, que a lo m ejor leés todo esto,
te quedás sin saber en las que anduvo tu viejo. Con la sangre
y el dolor y el susto las cosas se m e pusieron estereoscópicas,
cada im agen seca y en relieve, con unos colores que debían ser
mis ganas de vivir y adem ás no m e pasaba nada, un pañuelo
bien atado y a seguir subiendo; pero atrás se quedaron dos
serranos, y el segundo de Pablo con la cara hecha un em budo
por u n a bala cuarenta y cinco. En esos m om entos hay to n te ­
rías que se fijan para siempre; m e acuerdo de un gordo, creo
que tam bién del grupo de Pablo, que en lo peor de la pelea
quería refugiarse detrás de una caña, se ponía de perfil, se
arrodillaba detrás de la caña, y sobre todo m e acuerdo de ése
que se puso a gritar que había que rendirse, y de la voz que le
contestó entre dos ráfagas de Thom pson, la voz del Teniente,
un bram ido por encim a de los tiros, un: «¡Aquí no se rinde
nadie, carajo!», hasta que el m ás chico de los serranos, tan
callado y tím ido hasta entonces, m e avisó que había una senda
a cien m etros de ahí, torciendo hacia arriba y a la izquierda,
y yo se lo grité al Teniente y m e puse a hacer p u n ta con los
serranos siguiéndom e y tirando como dem onios, en pleno
bautism o de fuego y saboreándolo que era un gusto verlos, y
al final nos fuimos jun tan d o al pie de la ceiba donde nacía el
sendero y el serranito trepó y nosotros atrás, yo con un asm a
que no m e dejaba andar y el pescuezo con m ás sangre que
u n chancho degollado, pero seguro de que tam bién ese día
íbam os a escapar y no sé por qué, pero era evidente como un
teorem a que esa m ism a noche nos reuniríam os con Luis.
Uno nunca se explica cómo deja atrás a sus perseguidores,
poco a poco ralea el fuego, hay las consabidas m aldiciones y
«cobardes, se rajan en vez de pelear», entonces de golpe es el
silencio, los árboles que vuelven a aparecer como cosas vivas
y amigas, los accidentes del terreno, los heridos que hay que
cuidar, la cantim plora de agua con u n poco de ron que corre
de boca en boca, los suspiros, alguna queja, el descanso y el
cigarro, seguir adelante, trepar siem pre aunque se m e salgan
los pulm ones por las orejas, y Pablo diciéndom e oye, me
los hiciste del cuarenta y dos y yo calzo del cuarenta y tres,
com padre, y la risa, lo alto de la loma, el ranchito donde un
paisano tenía u n poco de yuca con mojo y agua m uy fresca, y
Roberto, tesonero y concienzudo, sacando sus cuatro pesos
para pagar el gasto y todo el m undo, em pezando por el p ai­
sano, riéndose hasta herniarse, y el m ediodía invitando a esa
siesta que había que rechazar como si dejáram os irse a una
m uchacha preciosa m irándole las piernas hasta lo último.
Al caer la noche el sendero se em pinó y se puso m ás que
difícil, pero nos relam íam os pensando en la posición que
había elegido Luis para esperarnos, por ahí no iba a subir ni
un gamo. «Vamos a estar como en la iglesia -d ecía Pablo a mi
lado-, hasta tenem os el armonio», y m e m iraba zum bón
m ientras yo jadeaba u na especie de passacaglia que solam ente
a él le hacía gracia. No m e acuerdo m uy bien de esas horas,
anochecía cuando llegamos al últim o centinela y pasam os uno
tras otro, dándonos a conocer y respondiendo por los serra­
nos, hasta salir por fin al claro entre los árboles donde estaba
Luis apoyado en un tronco, naturalm ente con su gorra de
interm inable visera y el cigarro en la boca. Me costó el alm a
quedarm e atrás, dejarlo a Pablo que corriera y se abrazara
con su herm ano, y entonces esperé que el Teniente y los otros
fueran tam bién y lo abrazaran, y después puse en el suelo el
botiquín y el Springfield y con las m anos en los bolsillos m e
acerqué y m e quedé mirándolo, sabiendo lo que iba a decirme,
la brom a de siempre:
-M ira que usar esos anteojos -dijo Luis.
-Y vos esos espejuelos -le contesté, y nos doblam os de
risa, y su quijada contra mi cara m e hizo doler el balazo
como el demonio, pero era un dolor que yo hubiera querido
prolongar m ás allá de la vida.
-Así que llegaste, che -dijo Luis.
Naturalm ente, decía «che» m uy mal.
-¿Q ué tú crees? -le contesté igualm ente mal. Y volvimos
a doblarnos com o idiotas, y m edio m undo se reía sin saber
por qué. Trajeron agua y las noticias, hicim os la rueda
m irando a Luis, y sólo entonces nos dimos cuenta de cómo
había enflaquecido y cómo le brillaban los ojos detrás de los
jodidos espejuelos.
Más abajo volvían a pelear, pero el cam pam ento estaba
m om entáneam ente a cubierto. Se pudo curar a los heridos,
bañarse en el m anantial, dormir, sobre todo dormir, hasta
Pablo que tanto quería hablar con su herm ano. Pero como
el asm a es m i am ante y m e ha enseñado a aprovechar la
noche, m e quedé con Luis apoyado en el tronco de un árbol,
fum ando y m irando los dibujos de las hojas contra el cielo,
y nos contam os de a ratos lo que nos había pasado desde el
desem barco, pero sobre todo hablam os del futuro, de lo
que iba a em pezar cuando llegara el día en que tuviéram os
que pasar del fusil al despacho con teléfonos, de la sierra
a la ciudad, y yo m e acordé de los cuernos de caza y estuve a
p unto de decirle a Luis lo que había pensado aquella noche,
n ad a m ás que para hacerlo reír. Al final no le dije nada, pero
sentía que estábam os entrando en el adagio del cuarteto,
en u n a precaria plenitud de pocas horas que sin em bargo
era u n a certidum bre, u n signo que no olvidaríamos. Cuántos
cuernos de caza esperaban todavía, cuántos de nosotros
dejaríam os los huesos com o Roque, como Tinti, com o el
Peruano. Pero bastaba m irar la copa del árbol para sentir que
la voluntad ordenaba otra vez su caos, le im ponía el dibujo
del adagio que alguna vez ingresaría en el allegro final,
accedería a u n a realidad digna de ese nom bre. Y m ientras
Luis m e iba poniendo al tanto de las noticias internacionales
y de lo que pasaba en la capital y en las provincias, yo veía
cómo las hojas y las ram as se plegaban poco a poco a mi
deseo, eran mi m elodía, la m elodía de Luis que seguía h ablan­
do ajeno a m i fantaseo, y después vi inscribirse un a estrella
en el centro del dibujo, y era u n a estrella p equeña y m uy
azul, y aunque no sé nada de astronom ía y no hubiera podido
decir si era u n a estrella o u n planeta, en cam bio m e sentí
seguro de que no era M arte ni Mercurio, brillaba dem asiado
en el centro del adagio, dem asiado en el centro de las p ala­
bras de Luis com o para que alguien pudiera confundirla con
M arte o con Mercurio.

UL

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