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COMPROMISO FAMILIAR.

Vicente Muleiro 03/07/2021

La dictadura se ensañó con particular virulencia contra el creador de El Eternauta y sus seres
queridos. El autor de esta nota conoció a los protagonistas, revela el estrecho vínculo que los unía y
ensaya una teoría para intentar comprender el porqué de tanto horror.

Salvo excepciones, la primera persona del singular no es un punto de vista gramatical que me interese en el
periodismo. Sentada la posición, me propongo a transgredirla. Porque voy a escribir sobre la trágica saga de
los Oesterheld e inevitablemente debo aclarar que los conocí. A Héctor Germán, el patriarca de El Eternauta,
y a todas las chicas, comenzando por Estela, la mayor, compañera del secundario en el Colegio Nacional de
San Isidro, belleza aérea, clásica, suave y determinada. Estela Oesterheld caminaba como acariciando
nubes, era una piba brillante, a los quince años pintaba rostros femeninos, unas bellísimas chicas con una
cabellera que llovía a dos aguas y que tenían los ojos claros y fijos en alguna sorpresa.
Anécdota: iba yo distraído por la calle Belgrano, la del centro comercial de San Isidro, y me encuentro con
Estela Oesterheld. Caminamos juntos charlando de pavadas. Avanzábamos por la vereda donde un dibujante
callejero se hacía sus pesos haciendo fidedignos retratos a lápiz de los viandantes. El artista al paso la vio.
Se puso de pie y lanzó: “¡Por favor, por favor, dejame que te dibuje! ¡No te cobro!” Sonrojada, ella se negó. El
flaco se resignó tras casi una cuadra de insistencia. Es que la armonía del rostro de Estela en combinación
con una danza gestual que apenas se proponía rozar la materia era impar. Todos, a su turno, estuvimos
enamorados de ella y después de su familia.
En los años 60, como contracara del autoritarismo uniformado que gobernaba, los estudiantes secundarios
nos escapábamos por la tangente creativa: escribíamos canciones guitarra en mano, peloteábamos lecturas
del boom latinoamericano, hacíamos, queríamos hacer, sobre todo, teatro. Y por supuesto nos burlábamos de
la foca Onganía y del rector enano y fachistoide. Estela participaba en la movida. Nos propuso que fuéramos
a su casa porque papá Germán nos quería ayudar a elegir esa pieza teatral que nos proponíamos montar.
Nos recomendó Altitud 3200, de Julien Luchaire, pero apenas alcanzamos a parodiarla. Ninguno de nosotros
sabíamos que ya era un héroe de la historieta argentina. Mejor. En esa casa de Beccar –la misma donde
comienza El Eternauta–, Héctor G. era sólo el papá de Estela, el cálido proveedor de ideas para los amigos
de la nena quinceañera que quería jugar a ser artista.
UN HOGAR
Estamos hablando de 1966, y esa casa de Beccar –para mí, de profesión huérfano– era una especie de
ensueño, con esas chicas hermosas y simpáticas piando por todos los rincones y con esos padres tan
conectados. Eso sí que era un hogar y una de las versiones de la felicidad posible, con la mamá Elsa, jovial y
protectora, con la riente predisposición de Héctor Germán Oesterheld, a quien habíamos seguramente
conocido en las lecturas de historietas infantiles de Hora Cero y de las revistas de editorial Columba. Y
estaban Diana, poco más de nueve meses menor que Estela, y Beatriz y Marina, dos calandrias curiosas que
andaban por los diez años, envidiando a las hermanas mayores y sus amigos “con inquietudes”.
Estela además pintaba y cómo –ahí está la reproducción fotográfica de uno de sus retratos con ese rostro que
se emparentaba no con sus rasgos pero sí con su armonía–. A Diana también la veíamos en el Nacional de
San Isidro, y tras egresar se sumó al Seminario Municipal de Teatro, una experiencia que revolucionó el pago
chico y que dictaban nada menos que Jorge Petraglia, Roberto Villanueva, Leal Rey, Doris Petroni y Rubén
Fraga. La política, con el sacudón parisino del 68 y la insurrección cordobesa del 69, empezaba a ganar
espacio en todos nosotros. Éramos unos pendejos con mucha potencia y curiosidad cultural, unos narcisos
con infinitos deseos de dejar marcas, unos pequebús que celebrábamos y leíamos los libros del boom de la
literatura latinoamericana y que espiábamos las travesuras vanguardistas del Di Tella con ganas de ser más
grandes y parecernos a esos flacos con anteojos culo de botella, a esas chicas minifalderas, todos pletóricos
de un presente festivo e imperfecto.
Con las baterías cargadas por ese clima, con el reciclaje marxista de la máxima cristiana “ama a tu prójimo
como a ti mismo” fijada como núcleo duro de la formación social y emocional, la banda artística ingresó
plásticamente en la militancia a dibujar su puente entre el yo y el nosotros. Y más, mucho más: el mandato
del “dar” que había bajado desde los altares de las parroquias barriales empezaba a tener que ver con la
entrega sacrificial del Che.
Y allí fueron entrando él/las Oesterheld, como tantos más, sin reservas.
SIMETRÍAS DOLIENTES
Como a la realidad le importan las simetrías dolientes, me reencontré con mamá Oesterheld, Elsa, en los
años 80, en Ediciones de la Urraca, donde ella era la cabeza administrativa, y yo, un redactor de El
Periodista. Hablamos de la casa de Beccar, de Estela, de Héctor Germán, de sus batallas como Abuela de
Plaza de Mayo y de su amor y su rencor hacia su esposo asesinado: él no sólo había compartido y alentado
la riesgosa praxis política de las chicas, también se había subido a esa militancia de alto riesgo.
Pensar que entre aquella reunión burbujeante en la casa de Beccar, a los quince años, y la operación
masacre de las cuatro chicas y de Héctor G. pasó sólo una década. Todos habían visto en la organización
Montoneros la síntesis de sus afanes. Y en esa convicción desaparecieron, fueron torturadas y murieron:
Beatriz (19), en junio de 1976; Diana (24), en agosto de 1976; Marina (18), en noviembre de 1976; Estela
(25), en diciembre de 1977. Héctor unos meses antes que la hija mayor, en abril de 1977, tras padecer
(especialmente humillado y lacerado) en los centros de desaparición El Vesubio y Campo de Mayo. Mientras
el creador de El Eternauta avanzaba hacia la violencia mayor de la muerte lo hicieron pasar por todas las
estaciones del martirio: testimonios de sobrevivientes cuentan que los represores le mostraban a Germán las
fotos de sus hijas acribilladas.
Siempre me pregunté por ese ensañamiento terminal con el creador de El Eternauta y sus hijas, aunque todo
era un ensañamiento terminal con el poder en manos de los garcas. Quizá sea justo apuntar este matiz: para
los genocidas resultó insoportable que en esas burbujas de amor familiar que decían defender y que exhibían
como modelo de vida occidental y cristiano también habitara la rebeldía. Acaso les pareció intolerable que
desde una satisfecha y armónica familia de las clases medias del conurbano cheto también se amara a los
postergados, se soñara con un país sin miseria y se trinara ante la injusticia.

LA SOBREVIVIENTE. Luciana Bertoia 03/07/2021


Tuvo una vida feliz hasta que la dictadura se ensañó con su familia, y esa tragedia marcó el resto de
sus días. La compañera de Oesterheld perdió a su esposo, a sus cuatro hijas y a dos de sus yernos.
Desde Abuelas de Plaza de Mayo buscó sin éxito a dos nietos que podrían haber nacido en cautiverio.
“Mi nombre es Elsa Sánchez de Oesterheld y soy la mujer de Héctor Germán Oesterheld, conocido por todos
sus trabajos de ciencia ficción”, dice la mujer mirando a cámara, cuando da testimonio para el Archivo Oral de
Memoria Abierta. “Tuve cuatro hijas y llegué a tener dos nietos de las dos chicas mayores. En la época
trágica de nuestro país eliminaron a mis cuatro hijas, a mi marido, a mis dos yernos y a dos nietitos que
quedaron, porque dos de las chicas estaban embarazadas, de las cuales lamentablemente no pude saber
nada”, añade. “Son nueve personas desaparecidas de mi familia. Me quedé sola con dos nietitos.”
Ni en su peor pesadilla, Elsa pensó que la tragedia iba a ceñirse así sobre su familia. Ni cuando murió su
hermana Estela, de 16 años, por hepatitis. En su casa, todo se tiñó de tristeza. Y ella, que era alegre y
extrovertida, empezó a asumir el carácter más sosegado de su hermana mayor. A los 17 años, por
recomendación de amigos de la familia, la inscribieron en el Club de Arquitectura de Núñez. Allí conoció a un
muchacho al que llamaban “Sócrates” por todo lo que sabía y estudiaba. A él le gustaba mucho el tenis. Ella
prefería el aire libre.
Elsa y Héctor se enamoraron. Él, para entonces, ya escribía literatura infantil. Se casaron en 1947 en una
iglesia del barrio de Belgrano, a unas pocas cuadras del Hospital Militar. La fiesta fue en la confitería Ritz. La
primera hija, Estelita, llegó cinco años después. Al año siguiente nació Diana. Cuando cursaba el segundo
embarazo, se mudaron a la casa de Beccar, donde Oesterheld escribió El Eternauta. Beatriz nació en 1955, el
año en que fue derrocado Juan Domingo Perón, líder del movimiento al que ellos miraban con desconfianza.
Dos años después llegó Marina.
CLANDESTINIDAD Y MUERTE
El corazón de Elsa se detuvo durante horas el 20 de junio de 1973, el día del regreso de Perón y de la
masacre de Ezeiza. Las chicas y Héctor tardaron en volver. Discutieron fuerte. Esas diferencias se iban a
profundizar con el correr de los meses. Con Héctor se vio por última vez a solas en una confitería del centro
en diciembre de 1975. Él le dijo que no iba a volver a la casa. Eran tiempos de clandestinidad y huidas. No
compartía la militancia de su familia –ella que tanto se había emocionado con la Cuba revolucionaria–. Sentía
que su único deber era mantenerlos con vida. Después del golpe, le dijo a una de las chicas que estaban
intentando frenar un tren que venía a toda velocidad con las manos. “Para mal de mi vida, la razón la tuve yo.
Y para mal de todos.”
A Beatriz, la tercera de sus hijas, la vio el sábado 19 de junio de 1976 en la confitería del Jockey Club, frente
a la estación de Martínez. Charlaron animadamente durante más de dos horas. La muchacha le dijo que tenía
intención de desengancharse de la militancia y de estudiar Medicina. No quería una chapa fuera de la casa ni
trabajar en un sanatorio. Quería irse a misionar. Pero, por alguna razón, a Elsa le dio una paz que se mantuvo
durante todo ese fin de semana.
El lunes, cuando tomó el tren, un muchacho rubio se acercó. Le dijo que tenía que hablarle, que Beatriz no
había regresado el sábado. Ese día arrancó su vía crucis. Recorrió comisarías, como otras madres. Apeló a
amigos y a familiares. Su cuñado la llevó casi de noche a Campo de Mayo. Volvió cargando el terror en sus
huesos. El 7 de julio recibió un llamado de la comisaría de Virreyes. El cuerpo de Beatriz estaba allí.
Al mes cayó Diana, su segunda hija. Vivía en Tucumán con su marido y su hijito de un año, y estaba
embarazada de seis meses. Los consuegros de Elsa se ocuparon de recuperar al nene y sólo le contaron lo
sucedido cuando lograron arrancarlo de la Casa Cuna de Tucumán y llevarlo a vivir con ellos. Pensaban que
esa mujer ya no iba a resistir tanta tragedia.
Fue Marina, la más chica, quien la llamó para decirle: “A papá lo mataron”. Elsa se desesperó, le pidió que no
dijera eso, que podía estar detenido. Supo después que había sido secuestrado en La Plata en abril de 1977.
Marina también la llamó para decirle que se había puesto en pareja con un compañero. No le dijo que
estuviera embarazada. Mary, la mujer que había trabajado siempre en la casa de los Oesterheld, la vio con su
panza caminando por puente Saavedra y fue ella quien le dio la noticia a la madre.
El 14 de diciembre de ese año, todos los fantasmas de Elsa se materializaron. Entró a la casa de sus padres,
adonde se había mudado después de un violento operativo en la casa de Beccar. La esperaba un militar. Le
traía a Martín –o Miguelito, como lo llamaban entonces–. El chico, de tres años y medio, había estado con su
abuelo en el centro clandestino El Vesubio, y Oesterheld les había dado la dirección para que lo devolvieran a
la única sobreviviente de la familia. Era el hijo de Estelita, la mayor. Ella aún no había caído, pero sí había
caído la casa en la que vivía. Un par de horas antes, Estelita le había dejado una carta en la que le contaba
que Marina estaba desaparecida y le pedía que fuera fuerte.
Se juró conservar todo lo que tenía: su nieto y su trabajo. Se acercó a Abuelas tras el fin de la dictadura. En
sus horas libres, iba a trabajar con las fichas de información. En su casa escondió todas las fotos. No quería
que Martín le preguntara por los ausentes. Con los años, el chico le preguntó: “¿Nosotros tenemos
desaparecidos en la familia?”.
La muerte la encontró a los 90 años, en 2015. Sintió muchas veces que la ficción que había habitado su
hogar, que tan felices los había hecho, mutó en una ciencia ficción de la muerte y del desgarro. Pero también
supo que no pudo con ella.

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