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Hombre de celuloide

El arte de la farsa

A decir verdad, Jojo Rabbit comienza un poco boba. La película inicia con un par
de chistes que están al borde de lo incorrecto políticamente. Entramos en la
secuencia de créditos y una canción de los Beatles acompaña toda clase de
imágenes de fanáticos que adoran a su Führer lanzando un ¡Heil Hitler! Este
hombre siniestro es, además, en el guion del neozelandés Taika Waititi, el amigo
imaginario de nuestro protagonista, un pequeñín “ario” y con dientes de ratón que
lo único que quiere de la vida es encontrar a un judío para matarlo. ¿Qué es esta
tontería? Se dice uno. Y, sobre todo, ¿por qué la Academia, tan obsesionada con
la corrección política, ha decidido nominar a Jojo Rabbit como “mejor película”?
Pronto lo sabremos. Antes, sin embargo, tenemos que espetarnos a una Scarlett
Johansson que a todas luces nunca consigue sentí rse cómoda en el papel de la
madre del joven fanático de Hitler. A veces parece incluso que la actriz camina
con miedo de desaforarse, como si calzara zapatos que no son de su talla. La
clave de esta obra comienza a revelarse cuando uno descubre, además, que la
producción no consiguió el dinero suficiente para reproducir Berlín en los últimos
años de la Segunda Guerra Mundial. ¿Y Taika Waititi qué hace? Pues se inventa
una farsa que sucede al interior de la mente de un niño a quien, poco a poco,
comenzamos a querer. En lo dicho está la clave: “farsa” y “niño.” Primero es
importante aclarar que la farsa es un género tan difícil de llevar a buen puerto que
produce obras realmente deleznables; auténticas bazofias que en la televisión se
presentan como comedias en que hay adultos vestidos de niños y actores que se
alburean. Pero la farsa, de acuerdo con la teoría dramática, es un género
moralizante que presenta al espectador un mundo fantástico que encarna todo lo
que resulta inaceptable en la vida real. Entonces: esto es una farsa, pero falta la
segunda clave para interpretar esta película: el niño. Roman Griffin, el joven nazi,
comienza a imponer su presencia en la pantalla como si fuese un corredor de cien
metros por el que no dábamos mucho y que sin embargo en poco tiempo ha
comenzado a volar. Lo primero que en esta carrera imaginaria tiene que hacer
Griffin es superar al ensamble de actores que hacen chistes de mal gusto en torno
al Holocausto. Los rebasa. El chico resulta más simpático, atrae más nuestra
atención. Adelante consigue superar la incomodidad de Scarlett Johanson y en el
penúltimo tramo, la pobreza de la producción. Ya no nos importa que quieran
vendernos como si fuera Alemania un pueblito neozelandés. Toda nuestra
atención está en este chico que llegado al último tramo de la carrera consigue lo
que parecía imposible al inicio del filme: conmovernos, introducirnos en el mundo
imaginario de un pequeño nazi que también perdió a sus padres y que se está
enamorando de lo que más odia: una chica judía. Y la farsa en efecto cumple su
papel. En estas caricaturas muestra el mundo como debiera ser: más delicado
para juzgar incluso al muchachito de doce años que porta con orgullo una
suástica. La verdad es que todo lo bueno en esta película lo ha conseguido este
pequeño Mozart que juega con nosotros con la misma precocidad que el músico
vienés. Griffin cumple a la letra el aforismo de que no hay mala película que esté
bien actuada. Gracias a él los mexicanos podemos enternecernos con un joven
nazi y disfrutar de este género que en nuestro país ha sido tan mal comprendido:
la farsa.

Jojo Rabbit. Dirección, Taika Waititi. Nueva Zelanda, 2019.

Fernando Zamora

@fernandovzamora

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