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Pinocho está ambientada en la década de 1930 en Italia, con el fascismo y la Gran Guerra

arrasando la nación. Desde el principio, Guillermo del Toro deja claras las intenciones: estamos
ante una versión más oscura y madura del cuento clásico del niño de madera al que le crece la
nariz al mentir. Desde los primeros compases somos testigos de cómo las ideas del fascismo se
propagan rápida y silenciosamente en un pequeño pueblo italiano. El herrero obsesionado con la
uniformidad y el orden, hordas de fanáticos que gritan por Il Duce, carteles de propaganda y
paredes con lemas que fomentan la disciplina, niños enviados a campos de entrenamiento militar,
y sobre todo, un profundo sentimiento y convicción de que todo aquello que es diferente debe ser
excluido son una clara muestra de una sociedad impregnada de la ideología autoritaria que
prevaleció en gran parte de Europa durante la primera mitad del siglo XX.

En este contexto se nos presenta a Geppetto, un humilde y optimista carpintero querido por
todos, al menos hasta que la tragedia y crueldad de la guerra azotan su puerta. Tras un ataque
aéreo en el pueblo, su hijo Carlo pierde la vida. Geppetto se convierte en un borracho afligido, y
una noche, bajo la lluvia y junto a la tumba de su retoño, maldice a Dios y las leyes naturales.

Cegado por un dolor beodo, decide devolverle la vida a Carlo, tallando un títere del tamaño de un
niño, y es entonces donde el cuento clásico de Pinocho toma una nueva dimensión, más oscura y
madura, pero al mismo tiempo, cálida, familiar y conmovedora.

La magia de lo artesanal
El equipo de animación ha sido capaz de ir más allá de los límites de la técnica de Stop Motion
para entregar una las mejores actuaciones de marionetas que hayamos presenciado jamás, un
auténtico homenaje y carta de amor para el arte de los titiriteros. Pinocho lleva la forma más
antigua de animación a nuevos lugares y, como el propio títere, da vida a los objetos inanimados
de una forma revolucionaria y asombrosa de principio a fin.

Cada fotograma dentro de la película es mágico, un trabajo artesanal que ha sido cuidado hasta en
el más mínimo detalle, creando un nuevo estándar dentro de la industria. Son marionetas, pero las
emociones que son capaces de reflejar son las de una persona de carne, hueso y sangre. El más
claro ejemplo de ello lo tenemos en una escena donde Geppetto se derrumba y llora debajo de un
árbol sobre la tumba de su hijo. No solo sientes el dolor con el diálogo, también con los
movimientos y gestos del personaje. Se aprecia la dificultad para respirar del títere, la
desesperación absoluta en su mirada, el temblor de sus piernas y manos; la ropa empapada que se
mueve y fluye

Cada personaje se mueve y se comporta como un individuo completamente diferente, con


actuaciones animadas llenas de movimientos imperfectos pero paradójicamente repletos de
armonía y fluidez. Quizá sucede, que nosotros tampoco somos perfectos. Todo es prolijo, los
protagonistas tienen peculiaridades, gestos y comezón, cometen errores y cambian de postura
según el contexto. Parpadean, miran y se relacionan con el mundo a su alrededor de la forma más
natural posible.

Así como el cuerpo de madera de Pinocho cobra vida por arte de magia, Guillermo Del Toro, junto
a Mark Gustafson y un grupo de más de 40 animadores, dan vida a los títeres de madera para
crear actuaciones impresionantes, conmovedores y en extremo convincentes. Se nota el amor por
el trabajo, la dedicación y pasión puesta en cada uno de los fotogramas para tener el mejor
resultado posible, y ese amor por lo que se hace se refleja y transmite en pantalla.

A esto debemos agregar que el director de fotografía Frank Passingham aporta iluminación de
acción real y técnicas de bloqueo a la película, haciendo que parezca que fue filmada con luz
natural y utilizando el espacio negativo, tal y como lo hace el director japonés de Studio Ghibli,
Hayao Miyazaki. Si a esto agregamos el estudio arquitectónico y ambiental de un pueblo al sur de
Italia en la Segunda Guerra Mundial, el resultado no podría ser más que maravilloso, con
escenarios perfectamente bien logrados que nos transportan a la época.

Pinocho, un monstruo de Del Toro


En su dolor ante la pérdida, Geppetto hace un niño de madera que termina cobrando vida gracias
a los poderes de espíritus del bosque que, en contadas ocasiones, deciden interceder en los
problemas mundanos de los hombres.

Su creación no es natural y además tiene su origen en la rabia y la tristeza, por lo que esta versión
de Pinocho poco tiene que ver con el aspecto lindo y uniforme que nos presentó Disney en la
versión animada de 1940 e incluso en su más reciente adaptación live-action de 2022. De hecho, el
trabajo de Geppetto ni siquiera está terminado, por lo que Pinocho luce algunas marcas en la cara
y el cuerpo, además de que se mueve como un monstruo que acecha en la oscuridad del ático.

En ese sentido, Pinocho de Guillermo Del Toro es una afrenta para la “disneyficación”, tanto de la
historia original de Carlo Collodi como de los cuentos de hadas en general. Es una película que
toda la familia puede ver, sin embargo, nunca baja el tono oscuro ni cede ante su narrativa
madura para hacerla más digerible a los niños. Todo lo contrario, conforme más avanza la historia,
más se va asentando. La estructura del cuento original permanece, como el tiempo que Pinocho
pasa en el circo, las lecciones que aprende sobre la moral y la aventura en el estómago de la
terrible bestia marina, pero la historia se reinventa como una de rebeldía contra las expectativas.

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