Está en la página 1de 4

La ley simbólica

Por Hélène L´Heuillet

La ley simbólica no designa en principio sino lo que constriñe al sujeto a tomar o no un


lugar sin saberlo. La decisión de no mantener del signo de Saussure sino la cara sig-
nificante para dar cuenta de la eficacia de lo simbólico, es tomada en préstamo a Lévi-
Strauss, quien separa los dos aspectos del signo para comprender la noción de maná en la
magia1. Lévi-Strauss también daba una definición del inconsciente fundada sobre la
noción de “función simbólica, específicamente humana sin duda, pero que se ejerce según
las mismas leyes en todos los hombres.”2

El lenguaje presenta entonces la propiedad de producir ley y de determinar las formas del
lazo social, las reglas del parentesco, la elección de esposo y esposa: en el parentesco hace
falta poder nombrarse hijo, hija, padre, madre, tío, tía, nieta, nieto, etc. El incesto es la
confusión de los lugares que mezcla la nominación: ¿Quién es Yocasta para Edipo? ¿Y
Creonte para Antígona? Es el orden simbólico, también allí, el que permite reencontrar la
agudeza del descubrimiento freudiano. Contra todas las tonterías del “complejo de
Edipo”, Lacan se apoya en Lévi-Strauss y particularmente en Las estructuras elementales
del parentesco para mostrar que la prohibición es de estructura y que el padre –no el papá,
padre imaginario; ni el genitor, padre real– en tanto que se trata de su nombre, genera
autoridad y aparece como una causa.

Es el padre como simbólico, “el nombre-del-padre”, el que garantiza un lugar en la


filiación: “es en el nombre del padre que nos es necesario reconocer el soporte de la
función simbólica que, desde el albor de los tiempos históricos, identifica su figura con la
ley.”3 Pero esta ley y ese “nombre del padre” deben ser entendidos como funciones. No se
trata de invitar al padre, al papá, a convertirse en el policía de la familia. Todos los
manuales de psicología que quieren “reenseñar” a los padres a ser padres, se sitúan sólo
en el registro de lo imaginario: jugar al padre, tomarse como un padre, no es cargar con la
función simbólica. Querer “reinstituir” lo simbólico, como se hace a veces en pedagogía
imitando en la clase de la escuela a las instituciones de la ciudad (tribunal que priva al
niño desobediente de sus “derechos cívicos”, jurado que decide sanciones), no sólo es
vano sino peligroso. El límite simbólico no se superpone con el límite legal. Si en
ocasiones ambos se encuentran, también pueden divergir. El derecho delimita en el
registro de la conducta, lo permitido y lo prohibido. El límite simbólico se funda sobre lo
que se le presenta al sujeto como imposible.
El psicoanálisis no tiene que transformarse en el guardián nostálgico de un paraíso
matriarcal perdido, como lo declara Charles Melman: “Nosotros no somos los guardianes
de lo Simbólico, ni tampoco –en tanto que psicoanalistas– los guardianes de la perennidad
de la autoridad paterna.”4

El psicoanálisis ciertamente nació en Viena, a fines del siglo XIX, para las familias más
frías y menos individualistas que conocemos, pero esas familias eran familias modernas:
la tradición ya no resultaba más suficiente para asignar su lugar a un sujeto. Del mismo
modo que el psicoanálisis no hubiera podido nacer en sociedades que no conocieran la
ciencia, tampoco hubiera podido nacer en la familia tradicional.
Si el psicoanálisis no es una ortopedia, es porque el problema en la estructura es un medio
para acceder a lo simbólico. La dulce intimidad que veía despuntar Tocqueville en el
fortalecimiento del lazo familiar muestra bastante rápidamente su otra cara. Si en las
antiguas familias resultaba difícil acercarse, en las nuevas lo que deviene difícil es la
separación. El orden simbólico se nos presenta siempre hueco, por lo que no es. Con lo
que el psicoanalista debe enfrentarse es con las perturbaciones y, en principio, con
aquellas que provienen de la familia. Es todavía una ilusión creer que el orden habría sido,
un día, perfecto. Desde el momento en que el sujeto apunta a ser reconocido se da por
perturbado y el orden aparece solamente en aquello que lo contradice.

Es en el psiquismo humano mismo, en tanto que el lenguaje ha dejado allí su marca, que
el orden simbólico se impone. Si alcanzara con lo social, efectivamente bastaría con un
orden moral. En otros términos, bastaría con callarse. Defender el orden moral sería el
colmo del psicoanálisis, sería formular el voto, nihilista, de terminar así con la palabra. Es
en el inconsciente que el sujeto descubre una deuda simbólica respecto de sus padres, es
decir que la vida es un don. Es mediante el desciframiento de sus identificaciones que
hace la experiencia de no estar solo aun en lo más íntimo de sí mismo.
Es también en esta experiencia de los efectos de la palabra sobre la realidad psíquica, que
cada uno comprende que un niño no es un fetiche, ni el simple objeto de un deseo que se
declinaría por el modo del “tener”: “el deseo de un niño no es idéntico a la envidia de un
niño.”5 El niño no es ni una abstracción, ni un juguete: él es siempre “niño de”, ligado a
una filiación –más allá de soportarla fácilmente o no–. Por eso es que los psicoanalistas no
pueden suscribir la idea de criar niños sólo con amor y cuidados. Porque nadie puede vivir
sin palabra, la “necesidad” del niño es también una “necesidad” de lo simbólico.

Porque los psicoanalistas no pueden sostener un otro discurso en función de lo que


escuchan sobre el diván, son a menudo convocados en el debate público a hacer valer una
posición de hostilidad ante lo que la sociedad hoy sostiene como lo más progresista: el
matrimonio homosexual y la adopción o la concepción de niños por parte de parejas
homosexuales. Ciertamente, no es el caso de todos. Pero, simplemente, declarar legítima
esta reivindicación es evitar el problema que plantea el punto de vista del psicoanálisis.6
No solamente el psicoanálisis debe permanecer libre de articular críticas sin situarse en el
terreno de la legitimidad, sino que para el psicoanalista que recibe pacientes, “el-
homosexual-que-quiere-tener-un-niño” no existe. Sólo existen sujetos divididos respecto
de su demanda y en desconocimiento de su deseo, como todos los otros sujetos.

En las reservas que el psicoanálisis puede plantear acerca de la demanda de un niño, se


trata de no volver a la sacralización de la biología. Al contrario, poniendo el acento sobre
la inscripción del niño en un linaje simbólico, muestra que todo niño en tanto le es
asignado un lugar, es siempre un niño adoptado. La adopción es la regla en el orden
humano, al punto que los hijos biológicos también deben ser “adoptados” por sus padres.
No es en el nombre de una naturalidad cualquiera que el psicoanalista admite reservas
acerca de la adopción de niños por parte de parejas homosexuales, sino fundándose en el
tipo de demanda que generalmente es formulada en referencia al niño.
El derecho no es el dominio propio del psicoanalista. Pero le corresponde analizar la
demanda de derecho. Es esta la que plantea problemas hoy día. ¿Qué esperan los sujetos
del derecho, sobre el plano subjetivo? En la reivindicación que se formula en términos de
derecho, el acuerdo con lo social, el “reconocimiento”, se supone que regula toda la
dificultad subjetiva para asumir el deseo. Pero el psicoanálisis enseña que nada permite
asentarse mejor a un sujeto que su división subjetiva. Esta no consiste en un
descuartizamiento, inestabilidad o separación, sino en el conocimiento de su propio
fantasma. El paranoico no está dividido: no se le puede envidiar esta riqueza. La demanda
de derecho sobre el plano sexual hace pasar a un segundo plano la pregunta propia del
sujeto. El derecho es portador de una promesa de extinción de la pregunta personal del
sujeto: esta sería relativa a la sociedad y estaría condenada a desaparecer con su evo-
lución. El psicoanálisis, por lo contrario, no promete ningún acuerdo, ninguna armonía
con el gran Otro social. El sujeto, cualquiera sea su orientación sexual, sólo puede
encontrar apoyo en sí mismo. No hay garantía divina, ni humana, que pueda asegurarlo ni
“reconocerlo”. Pero él vive de su pregunta y extrae de ella su propio recurso.

El dominio propio del psicoanálisis se sostiene por considerar a lo sexual en serio. Incluso
si el legislador decide legalizar el matrimonio homosexual, sobre el plano subjetivo no
podrá volver equivalentes a la unión entre seres de igual sexo con la de sexos diferentes.
Asimismo, independientemente de lo que la ley decida, resulta imposible imaginar que
para un niño el hecho de ser criado en una familia homosexual, esté desprovisto de
incidencia subjetiva. Que esos afectos permanecen en gran parte desconocidos y
largamente cambiantes según se trate de un niño o una niña cuyos padres sean hombres o
mujeres, es verdadero. Pero es posible también recordar que el sexo cuenta y que no es
posible creer que un niño se críe únicamente gracias a la administración de condiciones
materiales y jurídicas en su entorno.

La diferencia sexual es lo más inaudito que hay en el orden humano. La sorpresa y la


excitación de los niños cuando realizan su descubrimiento nos los indica con creces. Para
cada quien, homosexual o heterosexual, dicha diferencia plantea una pregunta y, en
principio, en términos que no son tan diferentes para unos y otros. Es lo que quería decir
Lacan afirmando que “no hay relación sexual”: hay relaciones sexuales en lo real, pero no
acuerdo preestablecido entre los sexos por naturaleza ni por otra cosa. La significación
simbólica del matrimonio no reside en tal supuesto acuerdo. Si acaso hay uno, se trataría
más bien de sostener lo que no se mantiene unido naturalmente.
Las reservas de los psicoanalistas acerca de los procedimientos de procreación
médicamente asistidos no se fundamentan –o no deberían fundamentarse– en la ayuda
aportada al proceso reproductor. Esto existe en el orden humano desde toda la eternidad;
incluso si la técnica hoy se ha perfeccionado, no resulta por principio incompatible con la
simbolización parental del niño. Pero esta simbolización pasa por lo sexual y por la
incompletud de cada quien. Las reservas de los psicoanalistas se fundamentan entonces en
la desexualización potencial de la procreación permitida por tales procesos y no en los
procedimientos mismos. Lo sexual garantiza la procreación contra el riesgo de devenir
una simple “fábrica” de humanos, y se opone –paradójicamente– a una reducción a lo
biológico del niño por nacer.
____________
Traducción del francés: Pablo Peusner

Nota: el presente desarrollo forma parte del capítulo “El orden simbólico” del volumen de
la autora El psicoanálisis es un humanismo. Letra Viva. 2008

1. Claude Lévi-Strauss, «Introduction», en Marcel Mauss, Sociologie et anthropologie,


Paris, PUF, 1959, rééd1973, pXLIV
2. Claude Lévi-Strauss, Anthropologie structurale, Paris, Plon, 1958, réédcoll «Agora»,
1974, p232
3. Jacques Lacan, «Fonction et champ de la parole et du langage », en Écrits, op. cit, p.
278
4. Charles Melman, L’homme sans gravité, opcit, p127
5. Colette Soler, Ce que Lacan disait des femmes, Paris, Editions du champ lacanien,
2003, p.113.
6. Elisabeth Roudinesco, Pourquoi la psychanalyse?, Paris, Fayard, 1999, p.169.

También podría gustarte