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Militante crítico

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Guillermo Almeyra

Militante crítico
Una vida de lucha
sin concesiones

Peña Lillo
diciones Continente

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Militante crítico

1ª edición

ISBN: 978-950-754-427-9

Diseño de tapa: STUDIO 16


Corrección: Marcia Tezeira
Diseño de interior: Carlos Almar

Almeyra, Guillermo
Militante crítico: Una vida de lucha sin concesiones. - 1a ed. -
Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Continente, 2013.
384 p. ; 23x16 cm.

ISBN 978-950-754-427-9

1. Historia Política Argentina. 2. Almeyra, Guillermo. Biografía.


CDD 923

© diciones Continente
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Libro de edición argentina

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(Empresa recuperada y autogestionada por sus trabajadores)

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A Carlo, que desde hace ya años reclama lo prometido;
a Anaté, que siempre hizo posible mi trabajo,
y a todos los que compartieron conmigo años de fuego,
parte de cuya vida quiero mostrar aunque sea en filigrana…

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Índice

Presentación, por Emir Sader................................................. 9

Memorias de siete décadas de militancia de un siempre


joven luchador socialista, por Mabel Thwaites Rey........... 11

Advertencia previa................................................................... 15

I Las pieles de Buenos Aires. La formación................... 19


II La larga noche del nazifascismo y un complicado
despertar....................................................................... 41
III En búsqueda de coherencia.......................................... 67
IV Buscando al león........................................................... 85
V En el Brasil de Getúlio Vargas..................................... 115
VI El Brasil postvarguista................................................. 141
VII Años decisivos............................................................... 155
VIII La CGT de Córdoba...................................................... 175
IX De las sierras cordobesas a los Andes peruanos......... 195
X La trashumancia........................................................... 203
XI México lindo y querido.................................................. 221
XII Militante con turbante y futa....................................... 239
XIII Italia en los setenta...................................................... 261
XIV De nuevo en México. El Uno más Uno, la UNAM,
Coyoacán....................................................................... 295
XV Italia en los ochenta: el hundimiento del PCI y
la creación de Rifondazione Comunista....................... 307

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XVI México: cardenismo, zapatismo, autonomía y
batalla de ideas............................................................. 329
XVII El kirchnerismo en su gloria y en su decadencia........ 349
XVIII Qué pienso ahora.......................................................... 365

Apéndice: Personas citadas...................................................... 373

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Presentación

Hay biografías, según Hegel, que son historias individuales.


Otras son cósmicas porque se ubican en el ojo del huracán.
Es lo que se puede decir de la autobiografía de Guillermo –hom-
bre, militante– ubicado en el centro de tantas coyunturas que mar-
can nuestro tiempo de revoluciones y, como su corolario inevitable,
de contrarrevoluciones.
Generosamente Guillermo comparte con nosotros su itinerario
militante que recoge gran parte de la atribulada historia de gran
parte de las décadas del siglo XX y las ya trascurridas del siglo
actual con una visión aguda y crítica, militante y sensible, sobre
cada momento, y hace así del libro un gran manual –en el mejor
sentido de la palabra– de introducción a la política en el mundo
contemporáneo.
De una noche a otra –segunda la cáustica visión de Almeyra–,
la historia se repite, retorna bajo caras distintas. La moraleja no
es halagüena pero Almeyra se compromete con la sinceridad, el
realismo y también con la esperanza, de lo que se encarga su irre-
prensible postura militante.
Este no es solamente un libro que uno hubiera querido haber
escrito. Es una vida que uno hubiera deseado de haber vivido.

Emir Sader

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Memorias de siete décadas
de militancia de un siempre
joven luchador socialista

Si toda historia es un relato sobre aquello que el narrador con-


sidera que vale la pena ser contado, la que nos trae Guillermo Al-
meyra condensa la pasión y los claroscuros de una buena parte del
siglo en el que fundió su razón y su compromiso militante. La in-
tensa historia que puede leerse en estas páginas no es una más de
recuerdos bien datados. Es, sobre todo, la que se recorta sobre el
trasfondo de la voluntad revolucionaria y profundamente interna-
cionalista que acompañó a miles de activistas del siglo XX y que el
autor encarna de un modo paradigmático. El siempre joven, in-
quieto y batallador Guillermo nos pasea por los rincones de los
grandes procesos políticos y sociales de la Argentina y del mundo,
que lo tuvieron en la primera línea de lucha por la revolución so-
cialista mundial. Y es esa participación activa y consciente, esa
militancia inclaudicable, esa obstinación casi misional en contri-
buir a la organización anticapitalista, donde fuera que las circuns-
tancias políticas lo hicieran urgente, lo que distingue lo que se
cuenta en estas páginas. Porque, lejos de tratarse de un balance
distante de los procesos políticos más relevantes del siglo XX –a la
manera de texto académico o de informe político–, aquí se vuelca la
vivencia lúcida de un partícipe directo, que es capaz de reflexionar
sobre los contextos en los que estuvo inmerso y, de manera privile-
giada y no complaciente, sobre sus propias posturas y acciones en
tales aconteceres. Nuestro autor, nacido en el seno de una familia
de la aristocracia porteña, educado en escuelas católicas y alumno
del Liceo Militar, con temprana lucidez y marcada rebeldía le esca-
pó al destino de los despachos apoltronados de la élite conservado-
ra, para abrazar una militancia socialista integral que se prolon-
garía –con distintos formatos pero idéntica consecuencia– a lo lar-
go de su vida. No sólo fundó y activó en agrupamientos sindicales
y políticos trotskistas, sino que optó por ser proletario: trabajó de

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obrero, vivió en barriadas humildes y se integró a la cotidianeidad
de la cultura popular, haciendo gala de una correspondencia plena
entre el pensar y el obrar. Desde esas vivencias nos cuenta cuáles
fueron sus posiciones en cada momento histórico, sus dudas, sus
intuiciones, sus yerros, sus aciertos, vistos a través del prisma pe-
culiar que otorga la experiencia aquilatada en múltiples batallas.
A diferencia de otros relatos autobiográficos de izquierdistas de
diversas tribus, en este no campea el cinismo ni la despectiva con-
miseración hacia su pasado militante, sino la notoria capacidad de
mirar hacia atrás sin grandes condescendencias consigo mismo ni
con aquello que relata, pero con la empatía que aún le despierta la
causa que fue el motivo de sus afanes vitales durante largas siete
décadas. Guillermo aquilata la coherencia de haber sido y seguir
siendo un militante, aunque haya renunciado hace mucho a la or-
ganicidad partidaria, ese paraguas contradictorio que a veces otor-
ga razones y guías y que otras –no pocas– restringe y obtura el
despliegue de las mejores voluntades de cambio. Como él mismo
dice, hoy es un “perro suelto”, a la espera de que los tiempos propi-
cien la gestación de la organización imprescindible para combatir
con éxito al capitalismo, que surja de y se apoye en los movimien-
tos sociales, que sea libertaria, democrática y sin burocracia. Más
allá de lo orgánico, es el compromiso inalterable con la causa de los
oprimidos lo que atraviesa visceralmente su vida y estas memo-
rias, que pueden ser leídas, a la vez, como un resumen de historia
y como una atrapante novela de aventuras. El sentirse portador
responsable de una concepción del mundo emancipadora lleva a
nuestro autor a meterse a fondo en la organización sindical y par-
tidaria, pasando de la fabril Avellaneda a la combativa Córdoba, de
los Andes peruanos a la calidez del Brasil, del México intenso a la
compleja Italia, de los arrabales porteños a la revolución sudyeme-
nita en la Arabia profunda. El ciudadano del mundo, el revolucio-
nario internacionalista, el convencido portador de la potente lin-
terna del marxismo, el rebelde sin descanso lleva su voluntad
emancipadora a los más diversos confines y nos la cuenta con so-
briedad y sin alardes, casi con recato. En el relato de su trashu-
mancia se entremezclan, con gracia y agilidad narrativa, los datos
duros que precisan fechas y personajes, con la ternura y el sentido
del humor necesarios para pintar escenas imborrables. Son esas
pinceladas de humanidad las que colorean un conjunto de estam-
pas bien hiladas del agitado siglo XX y las que también muestran
la capacidad del protagonista para arraigarse en las luchas y en
los imaginarios populares, y para reconocer y escuchar su honda

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sabiduría, su percepción no letrada pero perspicaz y profunda. Un
rasgo sobresaliente de estas páginas es, precisamente, el respeto
por la integridad y la conciencia de los hombres del pueblo, que se
entremezclan en el relato de Guillermo con el disgusto que le han
causado siempre la falta de sensibilidad por el arte y el desinterés
por la cultura universal de los dirigentes políticos del campo popu-
lar con los que se ha cruzado en su larga trayectoria. No perdona
la ignorancia cultural y la rusticidad estética en quienes preten-
den conducir procesos de cambio y, por eso, deberían ser ejemplo de
compromiso luminoso con el conocimiento. En el terreno político,
mientras se ha sentido siempre cercano al simpatizante o militan-
te de base de cualquier tendencia, se muestra implacable en su
rechazo a las dirigencias estalinistas y nacional populistas de toda
laya y así lo deja plasmado en múltiples y jugosas anécdotas. El
encuadre narrativo de este libro no pretende establecer nexos cau-
sales que meramente expliquen la sucesión de hechos con algún
sentido inteligible, de modo distanciado y con el tinte de ajenidad
valorativa que se presume acorde al analista académico. Nuestro
autor rehúsa ubicarse en un plano de presuntuosa –e imposible–
neutralidad y, en cambio, apunta a la fidelidad rigurosa de los he-
chos para entender tales aconteceres desde la perspectiva de las
posibilidades, los límites, los contados triunfos y las amargas de-
rrotas del proyecto revolucionario socialista durante el siglo XX.
Por eso no se contenta con destacar los logros sino que no elude los
despropósitos –pequeños y no tanto– de las mujeres y los hombres
que, en nombre de la revolución o de la emancipación, perpetraron
en distintos ámbitos y ocasiones. Señala tales miserias porque en-
tiende que, sumadas a las flaquezas teóricas, las confusiones con-
ceptuales, la imposibilidad de comprensión de la totalidad y las
estrategias equivocadas están en la base de sucesivas derrotas de
los movimientos populares. Por eso reconocerlas, comprenderlas y
asumirlas es una tarea, para Guillermo, de primer orden político.
Pero a la vez que la agudeza crítica, en estas páginas aparecen las
siempre presentes potencialidades emancipatorias del múltiple
sujeto popular, retratado en sus desgarros, sus pequeñeces y su
forzada subalternidad, y también en su rebeldía, su insumisión, su
vocación de lucha. Son estas dos dimensiones sumadas las que con-
vierten en imprescindible la lectura de este texto, muy especial-
mente para las jóvenes generaciones de militantes. Porque el siglo
XXI nos ha traído muchos cambios en las configuraciones sociales
y, por ende, desafíos para la organización y las luchas políticas.
Aunque ciertos rasgos misionales frente a la opresión, la miseria y

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la barbarie continúan caracterizando a nuevas camadas de mili-
tantes, ya no parecen portadores de verdades por derramar sobre
la ignorancia y la alienación, sino constructores conjuntos de reno-
vados ideales de emancipación. En el aquí y ahora de las luchas
contra las injusticias concretas que produce el capitalismo “real-
mente existente” en cada espacio territorial, estas nuevas camadas
van configurando los ideales y las posibilidades de superación de la
dominación del capital y su lógica depredadora. La juventud rebel-
de, comprometida, autónoma, ávida por construir y enraizarse en
las luchas populares, encontrará en la lectura del libro del joven,
siempre joven, lúcido y frontal Guillermo Almeyra un insumo vital
para la reflexión consciente sobre las prácticas que anticipan la
gestación de otro mundo posible.

Mabel Thwaites Rey

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Advertencia previa

Llega siempre el momento de ensartar recuerdos e ideas, así


nomás, à la sans façon. Cuando ya se está de salida y uno tiene
sólo un futuro promisorio a sus espaldas surge la tentación irre-
primible de mirar hacia atrás, de intentar encontrar las raíces y
el sentido de lo realizado, cosa que jamás se le ocurre a nadie en
sus primeras cinco décadas, cuando aún se piensa sobre todo en el
porvenir que a toda velocidad se está haciendo presente.
Cedo, por lo tanto, a la tentación y, en esta carrera de postas,
paso el testimonio para que haya memoria.
Advierto, sin embargo: este no es un libro sobre mi vida –que a
muy pocos interesa– sino sobre el entorno en que ella ha transcurri-
do y sobre los personajes (al menos sobre algunos de ellos) que allí
se han movido o se mueven todavía. No es un conjunto de ensayos
políticos sobre las diversas épocas y situaciones que me tocó vivir. No
es tampoco el clásico libro de memorias ni un libro de historia polí-
tica y cultural de los últimos sesenta años ni es una autobiografía
con fichas biográficas sobre personajes importantes conocidos y otros
igualmente importantes pero casi desconocidos. Es un poco todo eso,
a la vez, pero es más que eso. Porque pretendo hacer un caleidoscopio
donde se agita una piedrita –que soy yo– y se forman figuras según
un aparente azar (que no es tal, sino el resultado de los movimientos
contrapuestos de los actores en conflicto) y, como me dirijo a los jóve-
nes, que no tienen ni tiempo ni dinero para leer, y no a los académicos
y especialistas, trato de ser sobre todo claro y lo más conciso posible,
ahorrándome explicaciones, citas –y un montón de páginas–.
Pero vayamos a lo concreto: soy argentino, no practicante, casi
se podría decir en situación de retiro. Pero tengo mi corazoncito,
que late nostálgico como un tango. Mi Buenos Aires querido tiene,
sin embargo, muy poco de real porque, a esta distancia en kilóme-
tros y en años, los lugares tienden a convertirse en una colección de
daguerrotipos, o fotografías en blanco y negro algo desvaídas, o en
postales coloreadas por los sentimientos, los cuales, por lo general,
agregan un toque kitsch.

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La memoria, en efecto, es infiel pero piadosa, y tiende a recons-
truir borrando lo peor, para no causar nuevas inquietudes, penas
ni desdichas y para calmar al menos al deseo de paz, cuando no al
ego, siempre maltrechos. Como el sol en un paisaje brumoso, ilumi-
na con luz fuerte sólo una cosa, un hecho, un movimiento, mientras
deja en la penumbra todo lo demás. Los recuerdos son, entonces,
lejanos, desdibujados y fragmentarios, como malas diapositivas
pasadas distraídamente por una persona caprichosa y desganada.
Puedo atestiguar que quien dice que recuerda toda su vida o, peor
aún, que la vio pasar ante sí en un momento difícil miente o cons-
truye efectos literarios; lo sé porque en varias ocasiones he creído
perder la vida y lo único que ha pasado por mi mente han sido las
diversas posibilidades de salir del paso y jamás el filme completo y
con fondo musical de una existencia que, en la mayor parte de los
momentos, uno no desea –o no considera necesario– recordar.
Además, la memoria no es exclusivamente personal. Es un pat-
chwork laboriosamente confeccionado por lo que se ha oído en la
niñez que, filtrado, se convierte en imágenes y sensaciones propias
que dan otro sentido y magnitud a las cosas y, además, es el resul-
tado de un tejido de ideas, conversaciones, experiencias de los gru-
pos sucesivos en los que uno se ha integrado. No existe el observa-
dor aislado y objetivo que ve pasar las cosas y las anota fríamente.
Por el contrario, somos todos a la vez espectadores y actores en un
guignol y nuestra memoria registra las reacciones y exalta sobre
todo nuestra actuación, colocando siempre mal las luces y las som-
bras. No hay más remedio que tenerlo en cuenta en el momento de
tratar de reconstruir lo que se hizo o vivió, sin tener, desde luego,
la conciencia de estar construyendo algo.
Pues bien, entonces registremos y hagámoslo lo más objetiva-
mente posible. Pero advirtamos desde ya al lector que la objetivi-
dad es imposible, ya que vemos las cosas y nos vemos a nosotros
mismos desde un ángulo particular y desde un campo epocal, social,
cultural y de clase que es inescindible de nuestra visión individual.
A este terreno estamos ligados como con un grillete y una cadena.
Pero el largo de ésta y su peso varían mucho, según nuestra capa-
cidad de desalienarnos, de quitarnos de encima prejuicios –juicios
previos–, todo el “sentido común” que podamos, e incluso la nece-
sidad espiritual de encontrar paz y descanso en la protección gre-
garia. Estamos, por supuesto, alienados, pero algunos lo están más
que otros y eso explica las diferencias (y la posibilidad de progresos
sociales). De modo que pongo mis cartas sobre la mesa y quien
quiera seguir leyendo lo hará entonces por su cuenta y riesgo.

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Hasta los 10 años fui católico practicante, monaguillo en las
misas del colegio de los Hermanos Maristas donde cursaba la pri-
maria (y que me vacunó contra el clericalismo y me llevó al ateís-
mo) e inclusive aspiraba a ser misionero en África, para combatir
la pobreza y la ignorancia y salvar las almas de quienes veía como
“pobres negritos”. Hasta los 17, ya alumno del primer Liceo Mili-
tar, donde imperaba el nacionalismo, fui socialdemócrata, lector
de Juan B. Justo, León Blum, Jean Jaurés, los hermanos Rosselli
y afiliado a la Juventud del Partido Socialista, pues creía inge-
nuamente que éste era el partido de los obreros de Buenos Aires.
Desde esa edad y hasta hoy –durante siete décadas– pasé a orien-
tarme por el pensamiento marxiano, subespecie Lenin y Trotsky,
y desde 1948 y durante 26 años fui dirigente de una tendencia
trotskista que en su comienzo era seria pero que se transformó
paulatinamente en una secta, y fui igualmente fundador o reorga-
nizador de grupos trotskistas en varias partes del mundo; o sea, al
fin y al cabo, terminé realmente por ser misionero, no en uno sino
en cuatro continentes, pero por una vía inesperada.
Desde 1974, después de mi expulsión sumaria y sin discusión
alguna de la secta en que militaba –desde hacía años de modo muy
conflictivo–, soy lo que los italianos llaman un cane sciolto (un pe-
rro sin patrón). Aunque milité en Italia en dos partidos de izquier-
da (Democrazia Proletaria y después Rifondazione Comunista, del
cual soy cofundador), rechazo toda sumisión a una organización
partidaria aunque no piense que los partidos, por fuerza, deben ser
como los socialdemócratas o los comunistas (o como RC, que no ha
terminado de salir culturalmente del huevo del PC italiano).
Creo, en efecto, en la necesidad de un “partido” revolucionario,
o sea, de una organización o frente de todos los que piensan que el
capitalismo no es eterno y el único marco posible para los cambios
sociales. Pero también pienso que aún no están maduras las condi-
ciones para construir un partido surgido de los movimientos socia-
les y apoyado permanentemente en ellos, sin burocracia, libertario,
democrático. Además, tengo conciencia de que aún queda por hacer
un balance de toda la historia de todo el movimiento revolucionario
(leninismo, postleninismo y trotskismo) y, sobre todo, de que entre
quienes hablan de anticapitalismo no hay claridad sobre cuál es
la fase por la que atraviesa el sistema capitalista mundial y sobre
cuáles son los sujetos de la transformación social.
Por eso, cuando me preguntan qué soy, para encasillarme, digo
que soy coperniquiano, newtoniano, darwinista, marxiano y parti-
dario de las ideas fundamentales de Trotsky, pero siempre laico y

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con beneficio de inventario. Porque los “ismos” presuponen siste-
mas cerrados, dogmas, castas sacerdotales (por eso Marx llegó a
decir que no era marxista y Trotsky rechazó ser calificado de trots-
kista, prefiriendo marcar su ascendencia política con la etiqueta
histórica de bolchevique).
Quien quiera encontrar herejías en este libro podrá hacerlo,
por lo tanto, sin demasiados problemas y también tendrá éxito
quien desee destacar las innumerables lagunas que contiene esta
visión sesgada y parcial de más de medio siglo que es apenas la de
uno de los participantes –desde la infantería rasa– en la lucha por
la revolución socialista mundial.
No ofrezco, en pocas palabras, ni un libro de recetas ni una
colección de certezas ni una exposición de fe, ya que creo que el lu-
gar apropiado para los que las necesiten es una iglesia. No escribo
para historiadores y eruditos sino para los jóvenes, que no tienen
experiencia de lectura, ni tiempo para leer, ni dinero para comprar
libros y, por lo tanto, al escribir afirmo y cuento sin aportar fuentes
ni bibliografías. Fui, antes que académico, un militante político y
mi libro es también, por lo tanto, una forma de militancia a poste-
riori de la militancia activa. Simplemente quiero reflexionar con
mis eventuales lectores sobre una parte mínima de la historia pa-
sada y sobre algunas experiencias. Ni más pero tampoco ni menos.

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I

Las pieles de Buenos Aires

La formación
Las ciudades cambian, como las personas. En realidad, entre
la Buenos Aires de fines del siglo XIX y hasta la Primera Gue-
rra Mundial, la de mediados de 1935 hasta 1950, la de los años
1980-1990 y la actual, hay diferencias culturales, sociales, étnicas,
demográficas tan grandes que se podría pensar en ciudades dife-
rentes si no fuese por la continuidad de algunos paisajes urbanos,
como la Avenida de Mayo o la Recoleta, construidos a principios del
siglo pasado y que le dan una identidad particular a la capital de
los argentinos.
La Buenos Aires poblada de trabajadores inmigrantes de todos
los países europeos y de los países árabes –muchos de ellos poli-
tizados, anarquistas y socialistas–, la Buenos Aires pujante y cos-
mopolita con una élite europeizante profundamente enlazada con
la intelectualidad europea, dejó de crecer a mediados de los años
1910, para el Centenario de la Independencia, que estuvo profun-
damente marcado por fuertes movimientos sociales, y perdió parte
de su población durante la guerra mundial con el llamado a las
armas de los franceses, italianos, alemanes, austríacos e ingleses.
La posguerra, en cambio, fue marcada por el ingreso en la vida
política de los hijos de los inmigrantes con el voto universal y el
yrigoyenismo, y por el proceso de industrialización, estimulado por
el proteccionismo de facto instaurado por la guerra, el cual condu-
jo hacia Buenos Aires una incipiente inmigración proveniente de
otras provincias. Posteriormente, en la transformación sucesiva a
la crisis de 1929-30, la caída de los salarios impulsó el desarrollo
industrial y urbano, entre otras cosas debido a obras públicas ke-
ynesianas, como la construcción del horrendo y famoso Obelisco
por la intendencia de Mariano de Vedia y Mitre, para dar trabajo

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a desocupados... y para evitar tener que levantar en su lugar un
monumento al odiado plebeyo Hipólito Yrigoyen, derribado por un
golpe apenas seis años antes. Buenos Aires pasó a ser entonces una
ciudad con fuerte presencia obrera nativa, concentrada en grandes
establecimientos y en nuevos barrios suburbanos.
Ese fue el humus social de una literatura nacional (no sólo el
grupo Boedo sino también Ezequiel Martínez Estrada, Eduardo
Mallea, Ernesto Sábato, Leopoldo Marechal y de los nacionalistas-
yrigoyenistas como Raúl Scalabrini Ortiz y Arturo Jauretche) y
también preparó las condiciones del nuevo sindicalismo (con la cri-
sis de descomposición de los sindicatos y centrales anarquistas y
socialistas) y del futuro peronismo.
Culturalmente, cundió por un lado el corporativismo debido
a la influencia de la Italia mussoliniana pero también del carde-
nismo mexicano, pesó el pacifismo a la Henri Barbusse, Romain
Rolland, Roger Martin du Gard, Eric Maria Remarque, que no sólo
expresaba el horror provocado por la matanza de 1914-1918, sino
que también revelaba la sensación clara de que la guerra chino-
japonesa, la guerra de Italia en Etiopía, el belicismo nazi, la guerra
de España eran apenas el preludio de una nueva y terrible guerra
mundial.
La movilización popular por la República Española y la lle-
gada a Buenos Aires de una pléyade de inmigrados republicanos
catalanes, gallegos, andaluces y madrileños que hicieron un enor-
me aporte a la cultura en la Argentina, al igual que el espíritu de
cruzada clerical fascista estimulado por el Congreso Eucarístico
Internacional de Buenos Aires presidido por monseñor Pacelli –el
que después sería el papa Pío XII, el que bendijo las armas nazis y
fascistas, apoyó a Franco y calló ante los campos de concentración
hitleristas–, fueron también factores de polarización, politización
general y de radicalización que contribuyeron poderosamente a za-
par las bases del régimen conservador de la Década Infame, basa-
do en el “fraude patriótico” y en el ya pasado inmovilismo de una
sociedad sin perspectivas ni alternativas después del hundimiento
del gobierno de Yrigoyen desde antes mismo del golpe del 6 de sep-
tiembre de 1930.
Desde el peronismo de 1945 hasta el retorno de Perón en 1973
Buenos Aires adquirió otro aspecto. En su primera presidencia, Pe-
rón integró al país en un año un millón y medio de italianos que
huían de la Europa destruida y cientos de miles de españoles que
escapaban del hambre en la España franquista aún destruida por
la guerra civil. La prosperidad del país, que vendió de todo a todos

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los contendientes durante la Segunda Guerra Mundial, permitió
la realización de grandes obras públicas y la construcción de dece-
nas de miles de viviendas obreras que modificaron profundamente
el ambiente urbano. La guerra contra la intelighentsia, que era
antiperonista, y el peso represivo –al comienzo del peronismo– de
la Iglesia ultramontana y de la derecha clerical-fascista o de los
maurrasianos, enfrentó al gobierno contra los liberales y semili-
berales de todo tipo (anarquistas, socialistas, radicales, conserva-
dores, comunistas) y ayudó a atrapar al nuevo movimiento obrero
en una ideología verticalista y nacionalista, marcada sin embargo
por el clasismo que derivaba de su organización sindical. El ejem-
plo de la revolución boliviana de 1952, con sus milicias obreras y
campesinas y su Central Obrera Boliviana que aparecía como un
poder paralelo al del aparato estatal, pero que estaba dirigida no
sin claros conflictos permanentes por el nacionalismo estrecho del
Movimiento Nacionalista Revolucionario de Paz Estenssoro-Siles
Suazo, reforzó esa visión política.
Pero esa Buenos Aires con altos niveles de ingreso y de consu-
mo, en la que la parte de los trabajadores en el Producto Interno
Bruto representaba el 54%, esa capital que absorbía inmigrantes
hasta que la recuperación europea paralizó el flujo hacia América
de desocupados muchas veces descalzos o en harapos, empezó a
ser demolida por las dictaduras militares a partir de la llamada
Revolución Libertadora del 16 de septiembre de 1955.
Estas ilegalizaron los sindicatos y al peronismo, rebajaron los
salarios reales y recuperaron para la oligarquía y los industriales
el dominio total en sus empresas, antes jaqueado por las comisio-
nes internas obreras, y aumentaron enormemente la tasa media
de ganancia. Aparecieron así los sucesivos y duros “inviernos” que
“había que pasar”, según la famosa frase del ultrarreaccionario mi-
nistro Álvaro Alsogaray, hombre de todas las dictaduras.
Culturalmente, a pesar del derrumbe del mito de Stalin des-
pués del informe Jruschov, todavía la Unión Soviética era vista por
una parte de la izquierda y por vastos sectores de los trabajadores
como la gran rival de Estados Unidos y, por consiguiente, como
un aliado indirecto de éstos en su lucha por la liberación nacio-
nal, aunque los hechos de Berlín y Danzig a comienzos de los 1950
y de Budapest en 1956 habían sido un formidable campanazo de
alarma en cuanto a la podredumbre y debilidad de la burocracia
soviética. La revolución cubana de 1959 estimuló también el nacio-
nalismo revolucionario y el antiimperialismo y, unida al maoísmo
y al conflicto entre China y la Unión Soviética, puso en crisis de-

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finitiva la falsa pero difundida identificación entre el estalinismo
y el socialismo. Simultáneamente, el postestalinismo en la misma
URSS a partir de Jruschov daba un golpe involuntario a los dog-
mas “marxistas leninistas”, liberaba el pensamiento, abría la vía a
diferentes opciones para la liberación nacional y social.
Un vago trotskismo comenzó entonces a influenciar a dirigen-
tes sindicales peronistas. Por su parte, las clases medias porteñas
que en 1945 habían sido militantemente antiperonistas y se ha-
bían opuesto a los obreros (a los que consideraban “aluvión zooló-
gico”, como escribió el radical Ernesto Sammartino, u “hordas de
desclasados”, como planteaba el Partido Comunista) y que habían
apoyado también activamente el golpe de 1955 y la destrucción de
los sindicatos y de las comisiones internas, a partir de fines de los
cincuenta comenzaron a acercarse a los obreros peronistas. Sus
hijos serán en los setenta la base de la izquierda peronista y de los
montoneros, pues creerán que, para acompañar la extraordinaria y
tenaz resistencia obrera contra las dictaduras, había que aceptar y
adoptar la creencia popular mayoritaria de que el retorno de Perón
llevaría a la “patria socialista”.
La dictadura de 1976 también remodeló Buenos Aires, en todos
los sentidos y para peor. Desventró la ciudad y destruyó hermosos
rincones del pasado, cambiando el paisaje urbano con sus obras
de fines puramente especulativos. Hundió la Universidad y las ca-
sas de estudio fomentando las empresas privadas de “enseñanza”,
clericales o empresariales. Liquidó físicamente parte de la inte-
lighentsia y de la élite joven y democratizadora del movimiento
obrero. Sembró el temor, el egoísmo, el encierro en sí mismo para
preservar la vida, el “primero yo” y el cínico “no te metás”. Afectó
gravemente la solidaridad, la vida de barrio, la libertad de pensa-
miento. Propagó la incultura, sobre todo en el terreno de las cien-
cias sociales. Transformó étnicamente al país trayendo laosianos
anticomunistas para reemplazar en el Noreste a los campesinos
pobres influenciados por las Ligas Campesinas y por los curas de
la Teología de la Liberación. Llenó la ciudad de surcoreanos y chi-
nos que viven en guetos, sin integrarse y que son profundamente
conservadores. Expulsó hacia las Villas Miseria vastas capas de
obreros y de pequeñoburgueses pobres. Empobreció culturalmente
y castró una prensa ya paupérrima desde el peronismo –salvo du-
rante un brevísimo período antes del golpe–. Deseducó a los jóve-
nes y trató de inculcarles los valores propuestos por Washington,
que mezcló con los del Opus Dei y con el nacionalismo fascista, cau-
sando así un enorme daño al tejido social. Su derrumbe en la aven-

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tura ingloriosa de la guerra de las Malvinas abrió el camino a los
neoliberales, que aplicaron las mismas políticas con otros medios.
Así Raúl Alfonsín y Fernando de la Rúa, radicales, o el pero-
nista de derecha Carlos S. Menem, con su política económica y la
ficción de la paridad entre el peso y el dólar, prosiguieron la desin-
dustrialización del país, la destrucción de su aparato productivo,
la construcción de una capa de especuladores y ladrones, el desa-
rrollo del hedonismo cínico de los clasemedieros, insensibles ante
el cierre de empresas y la desocupación con tal de poder comprar y
viajar sin problemas. Cientos de miles de inmigrantes de los países
limítrofes, incultos, desesperados, fueron atraídos por la paridad
peso-dólar y se instalaron en condiciones inhumanas en barrios
de chozas de fortuna para realizar tareas tan marginales como su
entorno porque carecían de documentos legales y podían ser fácil-
mente reprimidos o chantajeados.
Buenos Aires se convirtió así en una ciudad terrible, agresiva,
ignorante, expulsora de obreros y pobres en la que los sectores aco-
modados buscaban seguridad en los barrios residenciales amura-
llados… hasta el estallido –previsible– de diciembre del 2001. Los
últimos años transcurridos desde entonces no la han cambiado en
lo fundamental.

***

Nací en Buenos Aires en la calle Juncal, esquina con Liber-


tad, frente a la entonces famosa Confitería París, en 1928, un año
antes de la crisis mundial que cambió la vida de mi familia y de
la Argentina y que, al mismo tiempo, dio inicio a una década que
transformó profundamente esa gran aldea próspera que era hasta
entonces la capital de los argentinos.
Esta, tal como la recuerdo en los años 1935-45, era entonces
una ciudad somnolienta por la que pasaban enormes carros cer-
veceros tirados por caballos percherones que parecían elefantes
pequeños y en la que los lecheros, con sus carritos, y los mateos,
coches abiertos de alquiler, así como los corralones y establos su-
burbanos, convertían con sus caballos las calles en una prolonga-
ción odorosa y sonora del campo, que también estaba presente en
el habla y en las costumbres de los porteños.
Hasta el peronismo, que en 1945 trajo oleadas de inmigración
sobre todo italiana (junto con los fugitivos nazis y fascistas de to-
dos los países europeos que llegaban con pasaporte del Vaticano),
Buenos Aires había dejado de crecer con población europea –o, sim-

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plemente, de crecer, punto y basta– ya que la crisis del 1929-30
hacía muy difícil encontrar trabajo.
Era la capital del país de los “crotos”, así llamados porque el
ministro de Agricultura conservador Crotto había autorizado me-
diante una circular que en los vagones de carga de los trenes viaja-
sen sin pagar hasta cuatro hombres, con la esperanza de participar
en la cosecha fina. También la capital de los cirujas y de los ato-
rrantes, nombre este derivado, según dicen, de los tubos A. Torrent
para el drenado del río que durante años fueron la más que mísera
morada de los obreros y desocupados que se esforzaban por ganar-
le espacio al inmenso río “color de león”.
Los barrios eran centros en sí, separados por largos y caros via-
jes en tranvía y mucha gente, hasta mediados de los años cuarenta,
no había visto jamás “las luces del Trocén” (el Centro, hablando
vesre), cantadas por el tango, y no había salido de Avellaneda o
Lanús, en el Sur entonces lejano.
En los calurosos veranos los vecinos sacaban a la calle sus si-
llas con asiento de paja trenzada y tomaban mate conversando y
chismeando o bebían para refrescarse un horrible vino tinto reba-
jado con soda que les llegaba a granel desde Mendoza, viajando
mil kilómetros en vagones-pipas, y que, según un popular cómico,
“dejaba los labios como orilla de colchón”…
Era común que los hombres ostentasen por la calle durante
todas las semanas veraniegas sus pijamas bien planchados, mucho
más frescos que el único traje, el dominguero, y que los jóvenes se
afeitasen en la peluquería los jueves, días de novios, y los mayores,
los sábados, para las visitas, los paseos o las charlas dominicales.
La peluquería, de este modo, era un centro de información y de vida
social irreemplazable, por lo menos para la población masculina
(las hojitas de afeitar se popularizaron sólo en la segunda mitad de
los años cuarenta, época en que los zapatos también comenzaron a
sustituir a las alpargatas y el overol azul del trabajador empezó a
verse menos por las calles de los barrios obreros).
En esos años hombres y mujeres no podían salir sin sombrero,
y los desdichados varones, que engominaban sus cabelleras al esti-
lo Carlos Gardel, padecían además los cuellos duros y los puños de
quita-y-pon terriblemente almidonados, mientras era indecoroso
demostrar amor, cariño o cualquier sentimiento por la calle. Los
dueños de los almacenes y de los cafés de barrio eran españoles,
como el Don Manolo de Quino; los fruteros y verduleros y los ba-
rrenderos (los llamados mussolinos) eran, en cambio, italianos y
todo el popular barrio del Once estaba en manos de pequeños y

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medios comerciantes y artesanos judíos. Esta comunidad tan nu-
merosa y concentrada tenía en esa zona sus excelentes teatros en
yiddish y sus periódicos “escritos al revés”, aunque sus integrantes
vivían sobre todo en los barrios de Villa Crespo y La Paternal.
En éstos se concentraba una gran comunidad de judíos pobres,
obreros, artesanos, empleados, muy integrados en la vida porteña,
buena parte de los cuales eran laicos y socialistas, ya que ellos o
sus padres traían sus ideas de la Rusia zarista, de Polonia o de la
Besarabia y eran el equivalente urbano de los “gauchos judíos” de
las colonias agrícolas entrerrianas retratados por Gerchunoff.
La oligarquía, en cambio, desde la fiebre amarilla había aban-
donado sus casonas cercanas al río y se había mudado al Barrio
Norte, más alto y más alejado de las orillas pantanosas y de los
mosquitos. En ese nuevo barrio las casas eran iguales a las de
Neuilly, en París, ya que las hacían los mismos arquitectos e inge-
nieros porteños para gente que, como ellos, viajaba continuamente
a Francia en los lujosos paquebotes y en París y Londres se vestían.
Por supuesto, entre esas familias no resonaban apellidos judíos
e incluso italianos y todos los que oliesen a inmigración reciente
eran mal vistos y poco tolerados (salvo en los casos excepcionales
en que una heredera pobre de un apellido ilustre se casaba con un
industrial muy rico venido desde abajo).
Dicho sea entre paréntesis, es notable la diferencia cultural
que existe entre las clases dominantes argentinas –siendo los ar-
gentinos, sin embargo, los “estadounidenses del Sur”– y las yanquis
que, aunque rendían culto a los “Padres Peregrinos” y a sus descen-
dientes, aceptaban sin problemas, al mismo tiempo, a los self made
man (con tal de que tuviesen dinero). En Buenos Aires la Colonia
española subsistía, en cambio, en la cultura oligárquica bajo la for-
ma de las pretensiones aristocráticas basadas en la propiedad de
vastas extensiones de tierra y la gran urbe porteña, en realidad,
aún no estaba culturalmente urbanizada. El cuento “Los mons-
truos” de Borges y Bioy Casares refleja bien esa xenofobia y ese
racismo que separaba a la “gente bien” de los hijos de inmigrantes.
De paso, es interesante observar que esas páginas fueron escritas
cuando la inmigración extranjera ya se había agotado, aunque se-
guía presente en las fobias y miedos de los acomodados mientras,
en cambio, los barrios populares se llenaban de “cabecitas negras”,
término despectivo y racista acuñado para caracterizar a los traba-
jadores llegados del interior desde mediados de los años treinta. El
cuento de Cortázar del mismo nombre, por el contrario, considera
ya monstruosos a los provincianos que se abrían paso en la ciudad,

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a quienes pinta como temibles y peligrosos invasores en una serie
de otros cuentos de la misma época…
Sólo a mediados de los treinta, superado lo peor de la crisis, esa
ciudad-aldea comenzó a agitarse nuevamente por la cuestión social,
como a principios de siglo, porque estallaron grandes huelgas y se
unificaron importantes sindicatos por industria (los textiles, los de
la construcción), mientras se sucedían los putschs militares de los
yrigoyenistas y crecía en todo el país un sentimiento nacional y
antioligárquico tras el golpe que derribó al gobierno constitucional
de Hipólito Yrigoyen para darle acceso al petróleo argentino a la
Standard Oil y evitar el acuerdo petrolero con la Unión Soviética.
En esa época también cambió el panorama político debido a
la división de los radicales entre alvearistas e yrigoyenistas y a
las escisiones del viejo Partido Socialista, que dieron origen, por la
derecha, al Partido Socialista Independiente, aliado de los conser-
vadores, y, por la izquierda, al Partido Socialista Obrero, en el cual
crecieron después los trotskistas (surgidos en el Partido Comunis-
ta a fines de los años veinte) y los comunistas (nacidos del Partido
Socialista en 1917).
Los acontecimientos internacionales, dada la composición so-
cial y el origen de los habitantes de la ciudad, influían también
grandemente en la vida porteña. Los italianos antifascistas tenían
sus propios diarios, incluso por región de origen, y los españoles
seguían con pasión lo que sucedía en la península, mientras la oli-
garquía, que era francófila y anglófila, repudiaba a Hitler, aunque
un sector minoritario de ella, nacionalista clerical de derecha, ad-
miraba a los Croix de Feu franceses, que eran monarco-fascistas-
clericales, y a Primo de Rivera.
España, como hemos dicho, enfrentó nuevamente a las clases
en la Argentina de fines de los años treinta: con la Iglesia y contra
la República estaban los ricos y con la República y el cambio social,
los pobres. La insurrección en Asturias y la hermandad de anar-
quistas y socialistas peninsulares en esa lucha conmovió a una ciu-
dad donde la comunidad española era casi tan numerosa como la
italiana y golpeó el imaginario colectivo de las clases contrapues-
tas. La defensa de la Revolución Española contó después, siempre
a mediados de los treinta, con el apoyo ferviente de los obreros
que, nuevamente, como a principios de siglo, se opusieron frontal-
mente a la oligarquía dominante que era clerical o, en el caso de
los oligarcas masones, admiradora del orden y temerosa del con-
tagio. La inmensa manifestación obrera del 1º de mayo de 1936,
que desfiló por la calle Rivadavia agitando un mar de banderas

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rojas y cantando La Internacional en varios idiomas y los himnos
anarquistas y socialistas, asustó por su magnitud y su radicalismo
al observador de incógnito enviado por las fuerzas armadas, como
el mismo general Humberto Sosa Molina escribiría años después
en sus memorias, e impulsó así al clandestino y nacionalista Grupo
Oficiales Unidos a dar un golpe preventivo (el 4 de junio de 1943)
para cortar de raíz con el deterioro inevitable del gobierno conser-
vador, represivo y fraudulento que, con los generales Uriburu y
Justo, había hundido al país en la Década Infame.
Si para los italianos la Italia anterior al derrocamiento del
fascismo con la guerra mundial y la lucha de los partigiani era
“la Italietta”, esa Argentina en la que nací en 1928, aunque to-
davía se contaba entre los países con mayor producto interno por
habitante, era en realidad el resto en descomposición de un pre-
tencioso proyecto fracasado debido a la aceptación por la oligar-
quía de la integración de su producción agropecuaria y del país
todo como colonia del decadente Imperio inglés. La Argentina del
Pacto Roca-Runciman era un país semicolonial sin ubicación cla-
ra en un mundo que estaba cambiando sangrientamente, era la
Argentinita del ocaso.

***

Hasta la crisis que comenzó en 1928, mi familia era rica y,


como toda la “aristocracia” argentina, dependía de las vacas para
mantener sus constantes viajes a Europa y la forma de vida de sus
iguales de París y para establecer lazos de sangre en el Viejo Mun-
do y, sobre todo, en Francia. Por el lado materno mi abuela Virgi-
nia, nacida en París, se apellidaba Dorado Uriburu y pertenecía a
la oligarquía ganadera provinciana. Procedía en efecto de gente
que en Salta se había hecho rica ya en el 1800 con vacas y recuas
de mulas y con el trabajo de los arrieros que unían trabajosamente
Salta con Chile y enlazaban las minas bolivianas con los puertos
sobre el Pacífico de ese país y que había reconstituido rápidamente
su fortuna tras un maremoto que se tragó en Valparaíso sus ofici-
nas junto con sus bienes y sus acémilas.
Muy joven, mi abuela materna reforzó esa pertenencia social
por su casamiento con Guillermo Casares, miembro de la familia
de grandes estancieros bonaerenses asentados en Cañuelas, con
quien tuvo a mi madre, María Virginia Casares Dorado. Al poco
tiempo quedó viuda y volvió a casarse con Nicolás Besio Moreno,
nacido en 1879, ingeniero, historiador de la ciencia, matemático,

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poeta, demógrafo y profesor universitario cuyo principal defecto
era haber sido mitrista en su juventud.
Mi abuelastro materno había trabajado hasta la Primera Gue-
rra Mundial con grandes empresas alemanas. El conflicto le obligó
a abandonarlas y a dedicarse sólo a la ingeniería (el metro Lacro-
ze y una gran cantidad de petits hotels en el Barrio Norte fueron
parte del resultado de esos esfuerzos). Como le sobró tiempo, hizo
estudios pioneros sobre la utilización de las mareas patagónicas
con fines energéticos (investigación y propuestas que, por supues-
to, chocaron contra el sabotaje de las empresas extranjeras que
controlaban la generación térmica de electricidad y contra el de los
políticos aliados a las mismas), apoyó el movimiento de la Reforma
Universitaria nacido en Córdoba en 1918 y que se extendió como
un reguero de pólvora por otras universidades, se carteó con Na-
dezhda Kruspkaia, la compañera de Lenin, entonces responsable
de Cultura del gobierno bolchevique. Por si fuera poco, dedicó sus
energías al partido Georgista –llamado así por Henry George, par-
tidario de la propiedad estatal de las tierras y de su distribución en
enfiteusis, por 99 años, a quienes la quisieran trabajar–, del cual
fue sempiterno candidato a presidente de la República, aguantan-
do con estoicismo las burlas y la indignación de la oligarquía gana-
dera en la que conseguía sus clientes.
Su mujer, mi abuela, era prima hermana del autor del golpe
de Estado de 1930 contra Hipólito Yrigoyen, el general germanó-
filo José “Pepe” Uriburu, pero no se hablaba con ese “generalote
germanófilo” y, por consiguiente, no pudo evitar que ese admirador
del corporativismo fascista mandase preso al sur a su marido por
oponerse a su dictadura.
Este, sin embargo, había sido compañero de promoción del ge-
neral Agustín P. Justo en sus estudios de ingeniería civil. Este mi-
litar conservador y reaccionario pero con pretensiones culturales
y adversario del corporativismo desplazó poco después a Uriburu
y gobernó mediante el fraude instaurando la Década Infame. Un
poco por esa relación y otro poco por su temprana notoriedad, Besio
Moreno pudo dedicarse sin muchas trabas a sus intereses profe-
sionales y culturales, que eran los de un masón, positivista en el
terreno filosófico y científico, creyente apasionado en el papel de la
educación y las artes, y liberal consecuente en lo político.
Fue, en efecto, uno de los científicos argentinos que recibieron
a Albert Einstein en su visita al país, director del Observatorio
Nacional de La Plata, profesor de dicha Universidad, decano de
la Facultad de Física y Ciencias Exactas de la misma, miembro

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fundador y presidente de la Academia Nacional de Buenos Aires,
de la Academia de Ciencias Exactas y de la Sociedad Científica
Argentina y director ad honorem del Museo Nacional de Bellas
Artes. Como demógrafo, hizo un gran aporte al estudiar los movi-
mientos de población en Buenos Aires y sus suburbios desde 1536
hasta 1936, en una obra monumental por supuesto hoy olvidada
por la Academia. Melómano fanático, fue cofundador de la Wagne-
riana (y defendió sus gustos musicales criollamente a bastonazos
contra los fanáticos del tradicional bel canto) y, como admirador de
Dante Alighieri, tuvo a su cargo la edición de la Divina Comedia,
encargada en 1940 y bautizada “definitiva” por el Ministerio de
Educación, la cual sustituyó a la cómica y bochornosa traducción
de Bartolomé Mitre, ese traduttore traditore que también había
destrozado a Ovidio.
Mi padre, Oscar Marcelo Almeyra Girondo, pertenecía igual-
mente a una vieja familia de estancieros de la provincia de Buenos
Aires (uno de cuyos fundadores había sido juez de paz rural du-
rante la Colonia, mientras su hermano era matrero en la Banda
Oriental). La familia había sido unitaria y antirrosista durante
las guerras civiles (en la estancia de un Almeyra fue fusilado el
coronel Dorrego, héroe de la Independencia y gobernador federal
jeffersoniano de Buenos Aires). Mi abuela paterna, también nacida
en una familia rica, era hermana del poeta Oliverio Girondo, uno
de los principales renovadores de la literatura en el Río de la Plata,
y estaba casada con un importador de tabaco cubano cuyo comercio
naufragó en la Gran Depresión mundial.
Podría decirse que en mi casa imperaba un laicismo tolerante.
Mientras mi abuela materna era muy religiosa e iba a la iglesia
todos los días, mi abuelastro era en cambio agnóstico, y mi padre
y mi madre se definían “católicos no practicantes” aunque, por ra-
zones sociales, nos bautizaron a mí y a mi hermano menor, Carlos,
nos hicieron hacer la primera comunión y nos forzaron a ir a un co-
legio primario marista –el Champagnat– que les costaba bastante
caro pero que, en el medio en que ellos se movían, era famoso por
la calidad de su educación.
Mi padre había sido, antes de casarse muy joven –a los 21 años
de edad, mientras que mi madre tenía 19–, uno de los “niños bien”
que iban de farra “a lo de Hansen” en Palermo y “calzaban de cross”
a los guapos, como canta el tango, y en ese tiempo había unido una
vaga simpatía por el yrigoyenismo con un igualmente vago anar-
quismo literario, lo que se llamaba en ese entonces “anarquismo a
la violeta”, formado en gran parte por la repugnancia al profundo

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conservadorismo de las costumbres de su medio, de su clase y de una
sociedad que en los años veinte estaba en profunda transformación.
Cuando se casó era concesionario de la General Motors en Ave-
llaneda y, por lo tanto, vendía sus Chevrolets a los caudillos políti-
cos de la zona y, por supuesto, a los gánsteres de Ruggierito y del
Gallego Julián, que cobraban peaje en los puentes sobre el Ria-
chuelo y controlaban las casas de juego, los prostíbulos y la trata
de blancas en ese gran centro industrial y obrero que todavía no
estaba integrado con Buenos Aires.
Durante el gobierno provincial del conservador Fresco, simpa-
tizante del fascismo, gobernador represivo y sostén importante del
general Justo, Ruggierito puso sus hombres al servicio del régimen,
el cual, a su vez, le daba poder e impunidad. Sus gánsteres, cuando
Justo asistía a un clásico de fútbol en Avellaneda, se mezclaban en-
tre la multitud y cachiporreaban a quienes silbaban y abucheaban
al presidente del fraude (en la ciudad industrial, que quince años
después sería baluarte peronista, tenían entonces gran fuerza el
socialismo y el yrigoyenismo). Esos mismos pistoleros eran los or-
ganizadores de la violencia y del fraude en las elecciones, para fa-
vorecer a los conservadores.
Mi padre, por ejemplo, me contó años después que en una oca-
sión entró al cuarto oscuro y, al seleccionar una boleta radical, es-
cuchó una voz que le decía “esa no”. Al no ver a nadie en torno
suyo, volvió a tomar la boleta opositora y nuevamente escuchó la
orden, esta vez con más fuerza. Entonces vio arriba que un “pe-
sado” de Ruggierito le apuntaba con una escopeta, organizándole
el pensamiento político. No es casual entonces que Perón ganara
su primera presidencia a mediados de los cuarenta, vivos aún los
recuerdos de Fresco y Barceló, proclamando entre otras cosas que
“la era del fraude ha terminado” y ligándose a los restos del yrigo-
yenismo (aunque él mismo había participado como joven militar
en el golpe de 1930 organizado por la Standard Oil y dirigido por
Uriburu que defenestró al anciano Hipólito Yrigoyen).
En las grandes ciudades de la Argentina de los conservadores
prosperaban la mafia y la camorra. En Rosario, Ciccio el Grande,
Ciccio el Chico y Agatha Galiffi, y en Avellaneda, Ruggiero, “Rug-
gierito”, y el Gallego Julián eran dueños y señores. Ruggierito que-
ría blanquear su imagen. Asedió tanto a Besio Moreno en La Plata
que éste, por curiosidad, lo invitó una noche de 1933 a cenar en
casa. El gánster se hizo preceder por un enorme pavo asado y llegó
puntualísimo, detrás de un mazo gigantesco de rosas que regaló a
mi abuela y que ésta recibió con mala cara –ya que el día anterior

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había tenido una fuerte discusión con su marido, pues consideraba
que esa presencia profanaba su casa–, aunque presidió la mesa
como siempre en la ceremonia normal y solemne de la cena.
Por lo que recuerdo y por lo que escuché después de esa oca-
sión, Ruggierito era más bajo que la media de la época, en la que
un hombre de un metro setenta era considerado alto; vestía con
lujo y tenía anillos con piedras preciosas en varios dedos. Durante
la cena escuchó con atención reverencial y religiosa lo que todos
decían (no recuerdo, por supuesto, de qué se hablaba porque tenía
apenas cinco años, pero sí veo aún nítidamente la escena) mientras
miraba respetuosamente los cuadros de Emilio Pettoruti, Raquel
Forner, Fernando Fader y Quinquela Martín que adornaban el co-
medor y, sobre todo, detrás de mi abuela, que presidía la mesa,
el gigantesco y sombrío retrato de casi dos metros de alto de un
hombre muy bajito y bigotudo (mi abuelo Casares), muy severo y
digno, apoyado en el respaldo de una silla casi tan alta como él, que
observaba a todos con reprobación, casi con asco…
Cuando la crisis del 29 (que en la Argentina llegó en el 30)
llevó a la quiebra también la concesionaria de mi padre, un lu-
garteniente de Ruggierito quiso quedarse con un Chevrolet que
no le había pagado. Para algo sirvió entonces el contacto con el
gánster que quería desbastarse: mi padre “pidió audiencia” al pis-
tolero y mostró la ostentosa tarjeta de visita de éste, de modo que,
tras prácticamente desnudarse en el cacheo en busca de armas
que le hicieron los guardaespaldas de Ruggierito, se entrevistó con
el gánster en su guarida y le explicó el caso comentando como al
paso “creí que entre la gente de juego se respetaban las deudas”.
El capomafia escuchó sin responder y llamó por teléfono al deudor,
que estaba en la otra punta de Avellaneda, diciéndole simplemente
“estoy con el amigo Almeyra, que dice que hay un malentendido
con una deuda que Ud. tiene con él. Le espero dentro de quince mi-
nutos para resolver este asunto”. Mi padre nunca supo cómo hizo
su deudor para llegar en ese plazo tan mínimo, pero cobró todo en
efectivo, se fue y no volvió más por esa ciudad en la que Ruggieri-
to moriría en 1945 acribillado a balazos por la gente del Gallego
Julián, su rival en la zona, y sería llevado al cementerio por una
enorme multitud, con el ataúd arropado por la bandera argentina.
Es que, al igual que muchos hombres de Barceló, había cambiado
de jefes pero no de oficio y, abandonando a los conservadores y fas-
cistas, se había hecho peronista.
La crisis de 1929, que pegó de lleno en 1930, sólo dejó a mis
familiares algunos bienes, que se fueron acabando de a poco, y sus

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relaciones políticas y sociales. En consecuencia, mi abuelastro, mi
padre y mi madre (y, en 1948, yo mismo), al igual que una hermana
de mi padre, pasaron a vivir de empleos públicos. De este modo,
mientras mi madre recalaba en el Conservatorio Nacional de Mú-
sica, en Obras Sanitarias de la Nación trabajaron mi abuelo hasta
que se jubiló y mi padre hasta que la llamada Revolución Liberta-
dora (la dictadura de 1955 que derribó a Perón) lo echó de su car-
go de Jefe de Inspectores acusado de dos graves crímenes: haber
jurado la Constitución peronista de 1949 (todos los funcionarios
públicos estaban obligados a hacerlo) y ser padre de un subversi-
vo –yo– del cual se había perdido el rastro (ya que en ese entonces
militaba en Brasil clandestinamente).
Desde el fin de la crisis y el comienzo de su rodada hacia la
clase media, la familia tuvo que medir cuidadosamente sus gas-
tos. Ya en los cuarenta, mi abuela y mi abuelastro, en los largos y
agobiantes días del verano porteño, veraneaban tomando de noche
una “bañadera” (un gran ómnibus descubierto) frente al Congreso
para viajar a las barrancas de San Isidro, a tomar aire, o el tranvía
22 que iba hasta Quilmes en un recorrido de más de una hora. Ha-
bían quedado lejos los veraneos de tres meses de los primeros años
treinta de toda la familia en su casa-chalet de madera con bancos
de jardín hechos con huesos de una ballena varada en Punta del
Este, espantosa ciudad actual que entonces era sólo un pequeño y
encantador pueblito de pescadores con un hotel, también de made-
ra, más la casa del Emir Aslan, de la familia real libanesa, y una
sola calle central de tierra.
También empezaron a desaparecer de nuestra vida doméstica
los cocineros premiados con cordon bleu que elaboraban la refina-
da cocina de las épocas de bonanza y los almuerzos y cenas poco a
poco se simplificaron, mientras que los vinos y licores pasaron a ser
nacionales. El piano de cola que tocaba mi madre en una casona en
Talcahuano y Juncal, de la que nos mudamos a un departamento
en Callao y Alvear, siempre grande pero más chico que el anterior,
desapareció igualmente junto con la pianola y el automóvil de mis
padres. También cesaron los conciertos líricos o pianísticos (a ve-
ces con López Buchardo, Ginastera o la soprano Brígida Frías de
López Buchardo) que organizaba mi madre, favorecida por su tra-
bajo como secretaria general del Conservatorio, aunque de vez en
cuando todavía visitaban la casa músicos, escritores y pintores en
busca de favores.
Atiborrado por todo lo que en Talcahuano estaba más espacia-
do y mejor distribuido, el departamento de Callao se transformó

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en algo parecido a un museo. En el palier, junto al ascensor, antes
mismo de la entrada, había un enorme busto de Dante Alighieri.
Con su horrible pedestal de madera y arpillera medía unos dos
metros y lucía austero e imponente con su gorro ceñido de laureles,
aunque las chicas de los departamentos de arriba muchas veces
le pintasen los labios y la punta de la prominente nariz con lápiz
labial, provocando desconsoladas observaciones de mi abuelo sobre
la cultura nacional.
Al entrar, además de la mascarilla mortuoria del poeta y de
laureles secos recogidos en su tumba, había una colección de va-
liosos huacos peruanos regalados a Besio Moreno por el presidente
del Perú, Augusto Leguía, quien a fines de los años veinte había
promovido la legislación social y la enseñanza y buscaba mejorar,
particularmente en Argentina, la imagen de su régimen corrupto
para no depender tanto de Estados Unidos, con el cual se había
endeudado en un intento de modernización promovido por el Es-
tado. Más adelante, en el comedor y en los salones, se mezclaban
el arte moderno y el Renacimiento con figurillas italianas y sillas
florentinas de tiempos de Savonarola, cuyo asiento frailesco origi-
nal de cuero dorado y trabajado, que tenía la pátina que otorga el
tiempo, comenzó a ser paulatinamente reemplazado con el uso y
los años por talabarteros criollos con un más tosco pero más dura-
dero y simple cuero oscuro. Los cuadros donados por algunos de los
mejores pintores argentinos contemporáneos vestían las paredes
del comedor y de un salón o, si eran de pequeño tamaño, esbozos
o dibujos, estaban regados por las habitaciones o en el sombrío y
larguísimo pasillo, muy mal iluminado. En cuanto a la austera y
enorme biblioteca estaba tapizada de libros encuadernados, y por
el resto de la casa, en el salón de recepción y en dicho pasillo que
comunicaba con las habitaciones del fondo, se extendían metros
y metros de libros que se apilaban por hileras hasta el alto techo.
En ese ambiente que parecía anclado en el tiempo pasé mi
niñez y mi primera adolescencia, yendo al Champagnat o a jugar
en la Recoleta y a patinar en el Palais de Glace, cuando aún era
chico o, años más tarde, volviendo a esa casa todos los fines de
semana desde el Liceo Militar para volver a éste el domingo de
muy mala gana, recordando los bailes y las chicas y rumiando mi
desgracia durante el largo viaje en el tranvía Lacroze que llevaba
a San Martín.
En mi niñez, en los años treinta, cada domingo se planteaba
una discusión con mi hermano porque él quería ir al Jardín Zooló-
gico, que a mí me aburría, mientras yo quería ir al puerto, entonces

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en expansión, donde atracaban buques de todas las nacionalidades
y se oía hablar en todas las lenguas. Mis padres resolvían salomó-
nicamente la disputa de modo que cada quince días pude ver el
puerto, siempre cambiante, y las obras de ampliación de la aveni-
da Costanera que avanzaban rellenando las orillas del Río de la
Plata con basura y tierra. Tendría cuatro años cuando pude ver
desocupados viviendo en los tubos de acero de las obras portuarias
y comiendo en ollas populares.
A veces íbamos también empujados por mi madre a casa de la
que había sido amante de uno de sus tíos Casares y era, por lo tan-
to, innombrable en su familia. La “tía Rosa” era una excelente per-
sona, alegre, rubia, rosada y sanguínea, que se había casado con su
patrón después de convivir con él durante años y tenía un pequeño
departamento lleno de canarios frente a la plaza Vicente López,
donde jugábamos y a veces nos trepábamos a un enorme ombú.
En esos años de crisis, para colmo, llegaron del delta del Para-
ná, de las islas, dos plagas simultáneas. La primera, de langostas,
se comió todos los árboles menos los paraísos y había por todas
partes un repugnante olor aceitoso, pues eran tantas que al ca-
minar se las aplastaba. La segunda, de loritos y cotorras, verdes
y parlanchines, era más alegre, pero igualmente apestosa, ya que
comían langostas porque éstas no dejaban nada a su paso, e igual-
mente dañinos para los campesinos, pues devastaban las cosechas.
Al menos los loros servían a los desocupados para hacer guisos
baratos, ya que la necesidad, como se sabe, tiene cara de hereje…
Mientras esas plagas duraron, los chicos cazábamos cotorras con
hondas y gomeras, y langostas con unas pistolitas de resorte de
un solo tiro. En esa hermosa plaza así funestada vi suicidarse a
dos hombres sin entender muy bien la tragedia. Uno, un polaco
de media edad, se sentó en un banco, tomó cianuro y esperó la
muerte leyendo un diario escrito en su lengua. Al otro, también
un desocupado, un poco más viejo y seguramente también extran-
jero por el aspecto, se lo encontró tendido en un cantero como si
estuviese durmiendo…

***

A principios de 1937 mis padres se trasladaron a París y nos


llevaron –a mi hermano y a mí– con ellos. Mi padre había sido
nombrado secretario del pabellón argentino en la Exposición Inter-
nacional que se inauguró el 25 de mayo de 1937 y duró hasta el 25
de noviembre del mismo año.

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Se vivían entonces los días de la Revolución Española comen-
zada en 1936 que sería apuñalada por la espalda por el gobierno
francés del Frente Popular socialista-comunista-radical presidido
por León Blum. Éste había conquistado el gobierno también en
1936 después que los obreros socialistas se habían unido con los
comunistas, superando las divisiones, para aplastar en las calles
en febrero de 1934 el putsch clerical-fascista contra el gobierno del
radical Daladier intentado por los Croix de Feu del teniente coro-
nel de La Rocque y los monarco-fascistas de la Action Française de
Charles Maurras y, naturalmente, financiado y apoyado por indus-
triales como Guerlain, Coty y Renault.
Eran también los tiempos de la capitulación franco-británica
ante Hitler que había llevado a la humillación de Daladier y Cham-
berlain en Munich y a la entrega de Checoeslovaquia (tampoco Sta-
lin había cumplido con el plan de ayuda militar firmado con ésta).
En Francia los trabajadores manifestaban un odio enorme hacia los
burgueses y recuerdo aún que en los barrios populares apedreaban
los automóviles (que eran escasos, pues los obreros se desplazaban
en bicicleta) e incluso al pequeño Citroën con banderita argentina
alquilado por mis padres para pasear fuera de París o para ir a bus-
carnos al colegio donde nos habían internado, ya que ellos rentaban
un departamento diminuto de una sola pieza en el que no cabíamos.
La burguesía, en cambio, simpatizaba con los nazis, conspira-
ba contra el gobierno, y decía “mejor Hitler que León Blum”, pues
éste, judío y socialista, estaba aliado a los comunistas y, ante la ola
de movilizaciones obreras, había concedido la semana de 40 horas,
las vacaciones pagas y una serie de otras reivindicaciones sociales
importantes.
Francia estaba llena en 1937 de exiliados italianos antifascis-
tas, alemanes judíos en fuga de todas las tendencias, parientes de
republicanos españoles. Cuando, en los domingos, almorzábamos
en familia, sólo se hablaba de eso y de la guerra que se avecina-
ba. La amenaza de la matanza estaba omnipresente. Entre 1937 y
1938 Francia movilizó tres veces sus tropas y, cuando al terminar
la Exposición Internacional viajamos por Italia como turistas, ya
en el tren se nos vino encima el temor popular al terrible conflicto
que se acercaba inexorable cuando un bersagliere nacido en Argen-
tina pero bajo las armas de los Savoia y del Duce le pidió llorando
a mi padre que lo sacase de Italia porque “lo iban a matar” en una
dramática escena que aún puedo ver en detalles.
En Italia todavía no existían las leyes antisemitas y nume-
rosos judíos austríacos, húngaros, rumanos y alemanes trataban

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de embarcarse en Nápoles, ciudad que estaba llena también de
alemanes nazis en vacaciones por el Frente del Trabajo, los cuales
insultaban a los primeros, que debían callarse ante las provoca-
ciones. Eso indignaba a mi madre, que insultaba en español y en
francés a los provocadores, confiando en la dudosa protección del
pasaporte diplomático de un país sudamericano.
Una pequeña satisfacción dulce e inesperada se presentó, sin
embargo, en Ischia al visitar la Grotta Azzurra en pequeñas em-
barcaciones impulsadas a remo por pescadores locales porque se
dio vuelta el bote en el que viajaban unas parejas de gordos, agre-
sivos y ruidosos alemanes nazis arrojándolos al mar, donde bra-
ceaban desesperados sin que los barqueros napolitanos, que reían
vengadores a carcajadas, hiciesen mucho para ponerlos a salvo.
La mayoría del pueblo italiano, en vísperas de la guerra, era
sin duda simpatizante de Mussolini pero no tenía ningún ardor
guerrero. Eso explica los fracasos militares de los soldados campe-
sinos del régimen fascista en Etiopía frente a los soldados mal ar-
mados del Negus Haile Selassié ayudados por partigiani italianos
antifascistas, y también el muy pobre papel de los expedicionarios
fascistas italianos que combatieron en España ayudando a Franco
y que fueron derrotados por la Brigada Garibaldi de las Brigadas
Internacionales, inferior en número pero muy superior en moral y
ardor combativo. Pero en Alemania, en la misma época, las cosas
eran diferentes, ya que la oposición obrera y de izquierda había
sido aplastada ya desde 1933 y llenaba los campos de concentra-
ción, las cárceles y los cementerios. El belicismo agresivo generali-
zado de las clases medias reaccionarias y nacionalistas lo compro-
bó mi madre, a fines de 1937, cuando visitó Nüremberg, en un auto
con placa de París y vestida y maquillada como parisina, pues por
la calle algunas mujeres escupían a su paso mientras los hombres
miraban con bovina cara de aprobación, sin que mis padres, que
eran diplomáticos –transitorios pero diplomáticos al fin–, pudiesen
responder a estas ofensas.
En Francia, nos habían internado a mi hermano y a mí en el
Collège Médical Annel que funcionaba en un castillo en Compièg-
ne, cerca de París, ciudad en la que los alemanes habían capitulado
en 1918 y donde capitularía Francia en 1940. Era un muy buen
colegio laico y republicano, en el que los responsables y los profe-
sores eran todos ex combatientes, grandes inválidos de la Primera
Guerra Mundial, mutilados, gaseados, enfermos graves y, natural-
mente, más que antinazis, antiboches, antialemanes. El profesor
de español –un catalán que se contaba entre los pocos hombres

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que estaban aún enteros– era, por supuesto, republicano y su cas-
tellano inseguro y dudoso no le bastaba para expresar a mi padre
su indignación ante la política francesa de no intervención en la
guerra civil española –“esh una grande mierda”, decía–, así como
su preocupación por el futuro de Francia y por el suyo propio ante
la proximidad de la guerra.
El París de entonces era muy diferente del actual. Entonces
había muy pocos extranjeros, los cuales, aparte de los refugiados
políticos antinazis y antifascistas, eran sobre todo obreros polacos,
italianos, españoles. Los franceses llevaban boinas –el béret vas-
que– y en los bistrots –dada la edad mía y la de mi hermano, no
entrábamos en ellos, pero pasábamos por la puerta de esos sancta
sanctorum de la vida francesa y observábamos– quien no bebía
ajenjo renovaba a menudo su vaso de petit rouge.
En París los automóviles particulares no eran tampoco muy
numerosos, salvo en los barrios ricos. Para hacer la Exposición el
gobierno había derribado el Trocadero y construido el Palais Chai-
llot, y en ese valle llano y en pendiente los obreros que construían
febrilmente los pabellones parecían un ejército en bicicleta y lle-
vaban enormes baguettes casi tan largas como su vehículo más la
infaltable botella de vino para el almuerzo y para las múltiples
pausas en el trabajo.
Estas provocaron que el mismo primer ministro Léon Blum
tuviese que convocar un mitin de los trabajadores para recordarles
que “la grandeza de Francia” exigía terminar los trabajos a tiem-
po con el resultado de que los obreros –socialistas y comunistas
unidos en esto, al igual que en la lucha y en el Frente Popular–
le brindasen una monumental y sonora trompetilla colectiva y un
concierto de abucheos pues, evidentemente, el patriotismo no era
su principal preocupación.
Esto era, sin duda alguna, lo que estaba aconteciendo en Espa-
ña y en la Unión Soviética, la cual pasaba entonces por el peor pe-
ríodo del terror estalinista con los terribles Procesos de Moscú de
1936-37 en los que perecieron asesinados los viejos bolcheviques
compañeros de Lenin ante un mundo estupefacto y aterrorizado.
La URSS tenía el pabellón más grande de la Exposición, cu-
riosamente parecido, en estilo solemne y en tamaño, al edificio de
la Alemania nazi. En extensión, les seguían los pabellones francés
y argentino, el cual era enorme porque albergaba una gran expo-
sición de arte plástico que incluía a Emilio Pettoruti, Juan Carlos
Castagnino, Lino Spilimbergo, Raúl Soldi y muchos otros pintores
representativos de los distintos movimientos artísticos que conver-

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tían entonces a Buenos Aires en uno de los centros mundiales más
activos y de mayor calidad en las artes plásticas.
Los Procesos de Moscú se reflejaban en la decoración de la
fachada del edificio construido para presentar los cambios en la
URSS. Los obreros franceses y de otras nacionalidades que cons-
truían la Exposición comentaban con dolor y asombro la sustitu-
ción repentina de los retratos de los líderes soviéticos, los cuales,
tras presidir desde lo alto el pabellón (que parecía un mausoleo),
desaparecían para convertirse en “enemigos del pueblo”.
Todos los funcionarios del pabellón argentino no hablaban sino
de eso, de la guerra que venía, del peligro nazi, de la necesidad de
volver lo antes posible a Buenos Aires y del drama brutal en España
y en la URSS. Sólo había otro motivo de conversación: el ridículo
en que había naufragado la representación nacional. En efecto, a la
entrada del largo y pretencioso galpón, había una vaca mecánica, ta-
maño natural, que movía la cabeza mientras mugía “muuh! Je suis
la vache argentine!”. Es que el pabellón, para promocionar la carne
argentina, no había encontrado nada mejor que importar toneladas
de cortes de primera calidad que un chef convertía a mediodía en
enormes asados. Grandes filas de obreros franceses en overol, con
sus baguettes partidas al medio, esperaban pacientemente apoyados
en sus bicicletas ese almuerzo suculento e inesperado. El espectácu-
lo ponía fuera de sí al embajador, un anciano señor muy distinguido
de melena y barba blanca ataviado con una capa negra forrada en
raso rojo al estilo Belle Époque, que no paraba de protestar porque
el cocinero ganaba más que él ya que, por ineptitud de quienes ha-
bían reclutado al asador de comidas pantagruélicas, éste había sido
contratado en Suiza por gente que no conocía la geografía y que
pensaba, en consecuencia, que un contrato en francés era un contra-
to francés y que el franco helvético valía igual que el desvalorizado
franco galo, lo cual estaba muy lejos de la realidad. Muy serios, pero
riendo para sus adentros, los artistas argentinos y mis padres salían
a ver el espectáculo que ofrecía diariamente la disputa entre el ele-
gante embajador y el cocinero suizo, siempre armado con su enorme
gorro blanco y con sus pocas pulgas casi casi parisinas.
Esas fueron la Francia y la Europa que conocí poco antes de
cumplir 10 años. Poco después, a mediados de 1938, partimos de
Marsella en el Aurigny, un buque de carga de los Chargeurs Mari-
times Associés que aceptaba algunos pasajeros en cabinas de pri-
mera (y que fue expropiado por Perón cuando Argentina le declaró
la guerra a Alemania, Italia, Japón y la Francia de Vichy y se in-
cautó de las propiedades de esos países).

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Puesto que fue uno de los pocos barcos que en vísperas de la
guerra consiguieron zarpar hacia la Argentina, no faltaban a bordo
algunos refugiados judíos de Europa Central. Recuerdo entre ellos
a un joyero vienés que había conseguido salvar sus herramientas y
algunas pacotillas y que por horas enteras contaba agitadamente
su tragedia a mis padres, apoyados en la baranda de borda. Me
salta a la memoria su nombre y su figura porque, una vez en Bue-
nos Aires, mi madre lo recomendó a sus amigas, lo cual permitió
al austríaco instalar su comercio y, desde entonces y durante años,
en cada cumpleaños de mi madre apareció un regalo artístico del
joyero agradecido.
Como la nave también se detuvo en Casablanca, en Dakar, en
Recife, Rio de Janeiro, Santos y Montevideo, el viaje fue larguísimo
y las noticias que el telegrafista llevaba a la mesa del capitán, con
quien comíamos, eran cada vez más preocupantes. En Casablan-
ca desembarcaron también una pareja de colonos franceses, con
dos hijos que tenían la misma edad que mi hermano y yo, y dos
niños marroquíes que no hablaban francés y sólo decían que eran
“árabes”. En los juegos los francesitos abusaban de los “árabes”,
de modo que con mi hermano les enseñamos buenas maneras de
un modo muy porteño, a trompadas, cabezazos y patadas, cosa que
hizo mascullar a sus padres colonialistas y medrosos algo así como
“les sauvages de tous les pays sont la même chose”…
Una vez en Buenos Aires, volvimos a la vida porteña normal,
que en mi caso llené con todas las lecturas que me caían entre ma-
nos, desde el Popol Vuh o el Ramayana hasta la Ilíada, la cultura
de los ostrogodos y visigodos, o la historia de Egipto de Theodor
Mommsen, pasando por los dos Dumas, Julio Verne, Emilio Sal-
gari, Maynard, Rocambole, Arsenio Lupin y tantos otros. También
retornamos al Champagnat, para completar la primaria.
Terminada ésta –en mi caso, un año antes que mi hermano
menor– mis padres se enteraron de la existencia y supuesta ex-
celencia de una escuela secundaria modelo experimental, el Liceo
Militar General San Martín. De éste se salía como bachiller y sub-
teniente de reserva con la posibilidad de optar por pasar directa-
mente a la Universidad o por ingresar a las fuerzas armadas. Los
profesores del Liceo eran realmente muy buenos –José Luis Rome-
ro, Roger Caillet Bois, Jorge Romero Brest, el músico Pedro Valenti
Costa, director del coro del Colón, su colega el compositor Alberto
Ginastera, entre otros– y los buenos estudiantes podían lograr una
beca de modo tal que su vestuario, alimentación y estudios eran,
por lo tanto, gratuitos.

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Como en 1941 la situación familiar estaba lejos de ser florecien-
te, mis padres me impulsaron a ingresar a ese Liceo experimental,
o sea, a encarar un nuevo internado, esta vez en los suburbios de
Buenos Aires. Gané una beca por mi clasificación en el examen de
ingreso pero, como no llegaba al peso mínimo en el examen médico,
antes de concurrir al mismo recordé que un litro pesaba un kilo y,
en consecuencia, me tomé de una sentada un litro entero de leche
para lastrar el estómago.
Entré así con fraude, en 1942, al Liceo Militar General San
Martín, de donde salí al cabo de cinco años, entre líos y broncas y
como cumplido antimilitarista. En ese período tan conflictivo –pues
en 1943 se produjo el golpe de junio del Grupo de Oficiales Unidos,
encabezado por un coronel desconocido, Juan Domingo Perón– en-
tré a empujones tanto en la adolescencia como en la vida política.

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II

La larga noche del nazifascismo


y un complicado despertar

En junio de 1940 Francia había caído, aunque la Resistencia


proseguía en el interior a cargo de los trotskistas franceses y ex-
tranjeros revolucionarios refugiados y de los nacionalistas, pero
sin el Partido Comunista que, sin mayores problemas, publicó
L’Humanité con el permiso del comandante nazi de París hasta la
invasión nazi de la Unión Soviética. Esa resistencia se mantenía
también en el Chad, colonia en el África occidental francesa, en las
islas de Saint Pierre y Miquelon, frente a Canadá… y en la calle
Corrientes de Buenos Aires, en la oficina de los Franceses Libres,
que reclutaba combatientes.
Allí me presenté en 1941 para ofrecer mis brazos a la lucha
contra el nazifascismo. Pero dichas extremidades, al igual que el
resto del cuerpo, no eran muy impresionantes, teniendo en cuenta
mis 13 años aún no cumplidos, y por eso, en vez de la esperada hoja
de reclutamiento para la Legión Extranjera, salí de ahí con una
suscripción de apoyo al periódico Marianne, excusas corteses para
no herirme y promesas de reconsiderar mi caso en el futuro, ya que
la guerra se preveía larga.
Al no poder combatir en África, dediqué entonces mis esfuerzos
bélicos a enfrentar, en los años siguientes, donde se pudiera, dando
–y sobre todo recibiendo– puñetazos y fierrazos a los grupos de
simpatizantes nazis que estaban entonces envalentonados por el
desarrollo de las operaciones bélicas en Europa y que hacían conti-
nuas manifestaciones en el centro de Buenos Aires.
Los activistas de los grupos aliadófilos pertenecían, por lo ge-
neral, a familias de la oligarquía, ligadas a Inglaterra y a Francia
por viejos lazos culturales y de interés, pero eran reforzados en sus
combates callejeros por los refugiados españoles, por los simpa-

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tizantes socialistas y anarquistas, que entonces tenían influencia
en la Capital, y por los obreros, aún golpeados por la derrota de la
Revolución Española.
Los grupos germanófilos, en cambio, reclutaban sus huestes
prácticamente sólo en los minoritarios sectores nacionalistas de
la oligarquía, clericales y antisocialistas desde siempre, y también
en algunos sectores de las clases medias cuyo odio al imperialismo
inglés, principal explotador del país, les hacía cerrar los ojos ante
la realidad del nazismo o les llevaba a tomar en serio el preten-
dido anticapitalismo plebeyo del corporativismo fascista italiano
que en su momento había encandilado al propio Mariátegui. Las
embajadas de Alemania y de Italia, la policía y un ala militante
de la Iglesia católica sostenían a este sector, cuyas “tropas” calleje-
ras vestían largos impermeables blancos en sus manifestaciones,
utilizaban abundantemente cachiporras y puños de hierro, y os-
tentaban en la solapa, en toda ocasión, un alfiler de cabeza roja (el
“pinchafuelle”) destinado a quitar el aire simbólico a los pequeños
fuelles que llevaban los aliadófilos para demostrar que alentaban
siempre a quienes en Europa se batían (en retirada) frente a la
Wehrmarcht.
Los dos años anteriores a mi entrada al Liceo Militar fueron
los más dramáticos de la guerra mundial que costó 60 millones de
muertos, sobre todo civiles, y regaló, gracias a la victoria militar,
más de cuarenta años de vida extra al inepto y sangriento régimen
antisocialista soviético, creó las condiciones para el derrumbe de
los imperios coloniales y convirtió a Estados Unidos, hasta enton-
ces una potencia regional secundaria, en el usurero y gran domina-
dor del mundo postbélico.
En la Argentina, país poblado por recientes inmigrantes euro-
peos y dominado por una Inglaterra acorralada y que estaba pe-
leando por su supervivencia tras el derrumbe francés, la guerra se
convirtió en el eje de la política y de la vida cotidiana. En las calles
y en los cafés se discutía su desarrollo y todos se convirtieron en
improvisados analistas y estrategas militares. En la avenida de
Mayo, en cuyos cafés, restoranes y colmados se reunían los españo-
les, muchos de los cuales eran refugiados republicanos, había dis-
cusiones permanentes y hasta batallas cotidianas y asaltos silla en
mano que partían desde los cafés de enfrente contra el local donde
se atrincheraban los franquistas y sus simpatizantes. En la pared
de mi casa mi tío había puesto un enorme mapa europeo, erizado
de alfileres negros (las unidades nazis) contrapuestos a otros rojos
y, a medida que llegaban las informaciones escritas o de la radio,

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esa representación del frente se modificaba colectivamente con la
presencia de casi toda la familia en medio de todo tipo de comenta-
rios y exclamaciones.
En el ejército argentino, desde hacía años, existía una fuer-
te admiración profesional por las fuerzas armadas alemanas y un
profundo interés por el fascismo italiano y su capacidad de contro-
lar a las masas, visión que los desastres italianos en África y en la
guerra contra Grecia en los Balcanes todavía no habían anulado.
Por ejemplo, el aún desconocido por la sociedad argentina coronel
Juan Domingo Perón, especialista en tropas de montaña y líder de
la logia secreta Grupo de Oficiales Unidos que en 1943 daría un
golpe de Estado, había asistido como agregado militar en Roma a
la guerra alpina mussoliniana contra Francia.
Pero no es posible generalizar demasiado, ya que en las fuer-
zas armadas se reflejan los sentimientos imperantes en las clases
dominantes y las divisiones existentes en toda la sociedad. Sobre
todo en el ejército, esa división era notable ya que, por ejemplo,
el arma de Caballería era elegida por los hijos secundones de la
oligarquía, mientras en la Infantería y en la Ingeniería buscaban
su ascenso social los de las clases medias, porteñas y provincianas,
y, por lo tanto, también se podían encontrar aliadófilos entre la
oficialidad del mismo modo en que aparecían, aquí y allá, algunos
monseñores del mismo tipo pese a la inclinación proEje de los altos
mandos eclesiásticos.
Pero la admiración de la mayoría de los militares por la efica-
cia de la aviación y de los tanques alemanes era fuerte y a ella se le
unía el odio al Imperio inglés, que ya en 1806 había querido ocupar
el entonces Virreinato del Río de la Plata y había sido expulsado
armas en mano, pero que desde la presidencia de Bernardino Ri-
vadavia, quince años después, era el dueño virtual de la economía
argentina y había transformado al país en su colonia de facto ya a
partir del último cuarto del siglo XIX. En la Marina de guerra, en
cambio, los marineros llevaban por tradición brazaletes de luto por
la muerte del almirante Nelson y los oficiales siempre fueron hijos
putativos de la Royal Navy, de modo que las fuerzas armadas refle-
jaban en su seno la misma división que existía en el poder político
y se libraba una batalla sorda ya desde los comienzos de la guerra
en septiembre de 1939.
Nadie lo sabía, pero la Década Infame, con el fraude genera-
lizado, estaba agonizando. El hombre fuerte, el general Agustín P.
Justo (aliadófilo) había dejado en el gobierno al radical moderado
Roberto M. Ortiz, quien compartía las ideas de su poderoso padri-

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no pero que mantuvo la neutralidad argentina en la guerra, pues
la misma permitía al país, como en la Primera Guerra Mundial,
hacer negocios de oro vendiendo a ambos bandos y desarrollar la
industrialización (en su gobierno el aporte de la industria al pro-
ducto interno bruto superó al agrícola ganadero). Pero Ortiz debió
abandonar la presidencia porque era diabético y se quedó ciego
y le sucedió entonces el vicepresidente Ramón Castillo, un políti-
co conservador provinciano especialista en fraudes que empezó a
preparar las cosas para que Robustiano Patrón Costa, gran terra-
teniente, muy ligado al capital inglés y dueño de ingenios azucare-
ros, fuera el futuro presidente que podría precipitar la Argentina
en la guerra junto a Inglaterra.
Esto provocó el golpe militar del GOU del 4 de junio de 1943
que, tras varias vicisitudes, terminó con el general Edelmiro J. Fa-
rrell como presidente de facto (y el coronel Perón, que era el poder
detrás del trono, como flamante secretario de Trabajo y Previsión
Social y después como ministro de Guerra y vicepresidente de la
República) y que abrió el camino a la década peronista y a una
profunda transformación del país.
Pero eso sería posteriormente, ya que en los dos años previos
al golpe las clases dominantes argentinas no sabían que habían
perdido su papel estratégico como garantes de la alimentación ba-
rata (y los bajos salarios) de la primera potencia industrial e im-
perial del globo y el poder seguía en manos de la misma oligarquía
servil y corrupta que gobernaba desde el golpe de 1930 y todos los
días demostraba ser incapaz de buscar nuevas formas políticas
correspondientes al hecho nuevo de la pujante industrialización
con el corolario de la rápida concentración obrera en las principa-
les ciudades.
El país se arrastraba así en una especie de limbo, intolerable
para todos, y la asfixia y la impotencia se reflejaban en una lite-
ratura desesperanzada, como La ciudad junto al río inmóvil, de
Mallea, o La cabeza de Goliath, de Martínez Estrada. En cuanto
a la intelectualidad reconocida, se dividía entre los nacionalistas
reaccionarios como Manuel Gálvez (“Hugo Wast”), cuya literatu-
ra –muy popular– era “para las porteras”, según sus detractores
oligarcas, los nacionalistas antiimperialistas outsiders que tenían
poca repercusión fuera de algunos medios restringidos –como Sca-
labrini Ortiz o Jauretche– y los agrupados en torno a la revista
Sur, de Victoria Ocampo, de espaldas al nuevo país que estaba sur-
giendo ante sus ojos, y cuya producción y actividad se discutía en
la mesa familiar, un poco debido a los intereses culturales de Besio

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Moreno y otro poco porque mi madre era prima de la escritora y la
factótum de ésta, Josefina Dorado –otra prima en una telaraña de
parentescos densa y complicada–, nos visitaba un domingo sí y el
otro también.
Pero el mundo atravesaba los visillos y las densas cortinas de
terciopelo que separaban la casa de la calle, y además, mientras en
el piso de abajo conspiraban los nacionalistas de derecha (la fami-
lia Gallardo, ligada a los Mitre pero de signo opuesto), otros dos pi-
sos más arriba se hacía política radical. En cuanto a mí, escuchaba
y escuchaba, como las lechuzas que, aunque no hablen, abren los
ojos y prestan mucha atención.
Ya en la primera mitad de 1941 una amiga de mi madre, Mar-
garita Dickman, hija del dirigente socialista Enrique Dickman, me
convenció de que era hora de hacer algo. Ingresé así en la Juventud
Socialista presentado por el viejo obrero rural recolector de naran-
jas nacido en las colonias entrerrianas de gauchos judíos, el cual
entonces dedicaba sus principales esfuerzos a la lucha antinazi y
que pocos años después –en 1952– crearía un partido “socialista”
ad hoc para Perón.
Mis primeras lecturas socialistas correspondieron a esa ini-
ciación en el socialismo mediante las recomendaciones familiares,
como era habitual en el medio en que vivía, y consistieron en dis-
cursos de León Blum y artículos de los hermanos Rosselli y de Jean
Jaurés, que el partido vendía a diez centavos el ejemplar como
“Pequeños libros socialistas”, además de la lectura, por supuesto
inacabada, de la infaltable y plúmbea Teoría y práctica de la histo-
ria de Juan B. Justo, traduttore traditore de El Capital. Tendrían
que pasar años antes de que oyera hablar de un tal Lenin y ni qué
decir de León Trotsky, cuyo asesinato el 20 de agosto de 1940 fue,
sin embargo, muy comentado en casa cuando “los grandes” (todos,
menos mi hermano y yo) estaban festejando mi cumpleaños, sin
que de esa discusión me quede ningún recuerdo concreto.
¿Qué me llevó al “viejo y glorioso” Partido Socialista? Por su-
puesto, mi ignorancia política aún infantil, pero también mi deseo
de aportar al desarrollo social y cultural del país (que intuía im-
posible si seguían en el poder los partidos de la Década Infame)
y la voluntad de acercarme a “los obreros”. No había aprendido
todavía –como lo hacen naturalmente los hijos de trabajadores,
habituados a la discusión familiar de promesas políticas siempre
desmentidas– que el principal error político consiste en tomar las
declaraciones de intenciones ajenas por buenas y al pie de la letra
sin confrontarlas con la historia ni con los hechos. Como carecía

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igualmente de una verdadera educación religiosa y no había hecho
muchas lecturas bíblicas, ignoraba que “por sus actos los conoce-
réis” y, como no tenía la experiencia de la vida que maman natu-
ralmente los obreros, tampoco sabía que “al rengo se le ve cuando
camina, no cuando habla sobre el caminar”, para decirlo menos
evangélicamente y en lenguaje más criollo. Tampoco sabía aún que
en el envase institucional (parlamentario o sindical), muchas ve-
ces y a falta de otro continente, se vuelca parte del caudal de una
confusa voluntad de cambio obrera y popular, pero que las institu-
ciones jamás son la expresión directa de la disposición y los sen-
timientos de fondo de los protagonistas del cambio. Por eso, en mi
simplicidad, identificaba con los obreros y el socialismo el control
burocrático del sector más numeroso de la Confederación General
del Trabajo por el dirigente de los Municipales, Francisco Pérez
Leirós, que estaba unido entonces a los comunistas (el cual en 1942
presidiría la CGT nº 2 tras la escisión de la hasta entonces central
única por los sindicalistas y sindicalistas revolucionarios, con algu-
nos socialistas, que se quedaron con la CGT nº 1), y, con la misma
ingenuidad, creía que los muy importantes resultados electorales
de los socialistas en Buenos Aires, Rosario, Mar del Plata y Ave-
llaneda demostraban que ese partido tenía una firme e inamovible
base obrera.
Pero fui al Partido Socialista, además, porque parecía no haber
otra opción en ese momento para quien rechazaba el conservadu-
rismo imperante en la sociedad y quería hacer algo en contacto
con los trabajadores. Con los socialistas al menos las cosas esta-
ban claras: eran demócratas (después me enteraría de que libe-
rales), sus asambleas partidarias eran democráticas (aunque en
el movimiento sindical enfrentaban a sus opositores, al igual que
los comunistas, con revólveres y a los cachiporrazos, cosa que aún
ignoraba) y eran fervientes aliadófilos, como yo, mientras que los
comunistas, hasta el 22 de junio de 1941 cuando Hitler invadió
la URSS, respetaban el Pacto germano-soviético y sostenían que
la guerra era interimperialista. Aún recuerdo al respecto la tarde
en que fue invadida la Unión Soviética: yo vendía La Vanguardia
por una calle de San Telmo y por la vereda de enfrente un joven
comunista voceaba Orientación, que a toda página declaraba que
la noticia de esa invasión era una provocación imperialista…
Dicho sea de paso, este viraje radical de los comunistas en 1941
creó ya entonces las condiciones para el posterior suicidio político
de socialistas y comunistas, que se convirtieron en fervientes parti-
darios del ingreso de la Argentina en la guerra y, en el movimiento

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sindical que dirigían, comenzaron a oponerse a las huelgas en las
empresas de propiedad de los aliados “para no reducir el esfuerzo
de guerra de los mismos” precisamente cuando los trabajadores
veían que la debilidad de los capitalistas ingleses y franceses les
daba oportunidad de obtener mejores salarios y condiciones de tra-
bajo y, al mismo tiempo, aflojaba la dominación imperialista sobre
el país.
Esa tendencia de las direcciones sindicales y políticas comu-
nista y socialista a unirse con los sectores aliadófilos de la burgue-
sía –bautizados “democráticos” para la ocasión– fue compartida
por los anarquistas y anarcosindicalistas de la CGT nº 1 y abrió
el camino tanto al control del movimiento sindical por el gobierno
militar que se impuso en junio de 1943 como a la aventura fatídi-
ca (para aquellas tendencias) de la Unión Democrática, o sea, del
frente antiperonista entre anarquistas, comunistas, socialistas, de-
moprogresistas, conservadores y radicales, con el apoyo decisivo de
la Iglesia católica y de la embajada de Estados Unidos, muy activa
en ese frente mediante su embajador Spruille Braden.
Como se sabe, esa política de alianza con los imperialistas “de-
mocráticos” y sus agentes que aplicaban entonces los comunistas
en Argentina la compartían todos los partidos comunistas de Amé-
rica Latina, pues fue organizada e impulsada por el secretario del
Partido Comunista estadounidense, Earl Browder, y por el mexica-
no Vicente Lombardo Toledano, representante de Stalin en México,
y llevó también a los comunistas brasileños a entrar en guerra
unidos a Getúlio Vargas, que los había reprimido ferozmente, a
los comunistas cubanos a entrar con dos ministros en el gabinete
del sargento Fulgencio Batista, a los dominicanos a apoyar al san-
griento Trujillo y a los mismos comunistas de Estados Unidos a
declarar que se oponían a toda huelga mientras durase la guerra.
Así estaban las cosas en el campo de la “izquierda” tradicional…

***

Entré, pues, al Liceo Militar General San Martín en 1942 cuan-


do se constituía una nueva “unión sagrada” entre las víctimas y sus
explotadores y asesinos, al igual que en la Primera Guerra Mundial,
sólo con la oposición de un puñado de militantes de la Cuarta Inter-
nacional creada por Trotsky en París, pocos años antes, en 1938, en
el más completo aislamiento y en previsión de la guerra.
Los ejércitos nazis parecían entonces tragarse el mundo y
avanzaban velozmente sitiando Moscú y Leningrado después de

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haber destruido el grueso de los ejércitos soviéticos, impreparados
y mal dirigidos, y buena parte de los blindados y los aviones rusos,
dejados a merced del enemigo porque Stalin creía que Alemania
respetaría el pacto Ribentropp-Molotov recientemente firmado.
Por su parte, Japón, que desde 1937 invadía China, la tenía de
rodillas y, tras firmar un pacto de neutralidad con Stalin en 1941
que le dejó las manos libres para iniciar la conquista de Asia, había
lanzado el 7 de diciembre de 1941 un ataque general simultáneo
contra Pearl Harbour y las colonias asiáticas inglesas, francesas y
holandesas que le permitió llegar en poco tiempo a las puertas de
la India tras conquistar todo el Sudeste del continente.
Para los antifascistas y en particular para los socialistas la si-
tuación parecía desesperada aunque llegaban, vagas y confusas, las
noticias sobre la resistencia en Grecia, Albania, Serbia y Montene-
gro y en los países de Europa occidental ocupados. Como escribía
Víctor Serge, el siglo se había hundido en una oscura medianoche…
En el Liceo Militar General San Martín, por el contrario, era
otro el ambiente y nadie se desesperaba por lo que sucedía en el
conflicto bélico. Además de los exultantes alumnos hijos de alema-
nes o de italianos fascistas, simpatizaban fervientemente con el
Eje la mayoría de los demás, al igual que los oficiales, no sólo por
oposición a la tendencia gubernamental hacia un nuevo “fraude
patriótico” y al ingreso del país en la guerra como colonia inglesa
que en realidad era, sino también porque esa posición, especial-
mente en esos momentos, parecía claramente perdedora y quienes,
como los oficiales nacionalistas, tenían una visión política más ela-
borada que los adolescentes a su cargo calculaban que una derrota
de Inglaterra (Francia ya había sido aplastada) debilitaría mucho
a los capitales imperialistas que dominaban la Argentina sin que
Alemania, mucho más débil, pudiese aprovechar en estas tierras el
vacío dejado por quienes ya parecían vencidos.
Por consiguiente, durante un año tuve que nadar contra la co-
rriente y aguantar a pie firme combinando los puñetazos a los más
recalcitrantes compañeros simpatizantes de los nazis o fascistas
con el acercamiento a otros más tratables. Aún recuerdo mi terror
cuando derribé de una trompada particularmente bien colocada al
hijo de un diplomático italiano, conde Guazzone di Passalacqua,
que no terminaba de despertarse en el suelo mientras echaba una
horrible espuma por la boca y me hacía pensar absurdamente en
la pena por homicidio… Esta pesadilla duró hasta fines de 1942
y mediados de 1943, cuando los ejércitos nazis se rompieron los
dientes frente a los ciudadanos de Leningrado y en la batalla de

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Stalingrado, que cambió el curso de la guerra, fueron capturados
un mariscal de campo, Von Paulus, 22 generales, miles de oficia-
les y 90 mil soldados de la hasta entonces invencible Wehrmacht
y comenzó la contraofensiva soviética que terminó conquistando
Berlín y provocando el suicidio de Hitler.
Estuve, pues, en el Liceo Militar desde el peor momento de
la guerra mundial hasta poco después de que esta terminase el 2
de septiembre de 1945 con una nueva capitulación alemana en el
castillo de Compiègne, que tantos recuerdos de la Francia de mi in-
fancia me provocaba, donde el Kaiser ya había capitulado en 1918.
En ese lapso no sólo cambió radicalmente la situación mun-
dial. También el país se modificó profundamente, al igual que el
ambiente político entre mis compañeros.
El golpe militar del 4 de junio de 1943 dado por una Logia he-
terogénea –el Grupo de Oficiales Unidos– puso efímeramente en el
gobierno al general Arturo Rawson, derechista católico, hispanófi-
lo, después al general Pedro Pablo Ramírez, de línea contraria, na-
cionalista de derecha proEje, y, por último, al general Edelmiro J.
Farrell, un hombre dependiente del GOU, cuyo líder era el coronel
Perón (quien, como dije, pasaría a ser secretario de Trabajo y Pre-
visión Social, vicepresidente de la República y ministro de Guerra
antes de conquistar pocos años después la presidencia).
Tanto Rawson como Ramírez emitieron en sus breves presi-
dencias decretos antiobreros y se rodearon de derechistas ultra-
montanos, como Martínez Zuviría, en Educación, o Tomás D. Casa-
res, como interventor de la Universidad de Buenos Aires. La CGT
nº 2, dirigida por el socialista Pérez Leirós, a pesar de eso intentó
negociar con el nuevo gobierno, pero fue disuelta. Muchos gremios
pasaron entonces a la CGT nº 1 (socialista-sindicalista revolucio-
naria y anticomunista), dirigida por el socialista José Domenech,
que agrupaba sobre todo a los gremios ferroviarios, que el gobierno
militar intervino. Cuando en enero de 1944 Ramírez reconoció al
gobierno militar nacionalista (y simpatizante del Eje) boliviano del
coronel Gualberto Villarroel, Estados Unidos envió un buque de
guerra y lo ancló en Montevideo, pues vio en el golpe de los nacio-
nalistas del Altiplano la mano oculta de los militares argentinos.
Ramírez tuvo entonces que dejar su puesto a Farrell y al pragma-
tismo de Perón, en medio de una crisis militar y política que poli-
tizó y dividió a las Fuerzas Armadas. Aumentó también la presión
internacional para que la Argentina declarase la guerra a los paí-
ses del Eje, que ya estaban en franca derrota en todos los frentes.
Ante la misma todos los derechistas ultracatólicos y admiradores

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de Franco que se habían apoderado de las instituciones tuvieron
que renunciar y Perón –unido al coronel Domingo Mercante, hijo
de un dirigente sindical ferroviario socialista– empezó a construir-
se un feudo en la Secretaría de Trabajo y Previsión e inició ya en
1944 un acercamiento claro al movimiento obrero, eliminando las
intervenciones militares a los gremios ferroviarios y cooptando con
mucho éxito dirigentes sindicales socialistas, comunistas y sindi-
calistas revolucionarios.
En el Liceo Militar, aunque la mayoría de los oficiales lo apoya-
ban, no había unanimidad sobre el golpe de junio de 1943. Algunos
cadetes, en efecto, influenciados por nuestros ambientes familia-
res, lo vimos desde el primer momento como un atentado contra la
democracia (que, por supuesto, no teníamos la menor idea de qué
diablos era y que no sabíamos diferenciar del régimen de la Dé-
cada Infame que los militares nacionalistas estaban enterrando).
Recuerdo, en efecto, que cuando el teniente primero antiguo Alber-
toni, parecido físicamente a Mussolini por su pronunciada man-
díbula, nos daba clases de geopolítica planteando que el enemigo
a combatir eran Brasil y Chile, y desarrollando el nacionalismo
agresivo típico del GOU, me le paraba enfrente y le discutía, dedo
en ristre, para asombro de mis compañeros pues él, debo decirlo en
su honor, soportaba la contradicción.
En esos momentos, la posición de los socialistas y de los radica-
les, así como la protesta de todos los intelectuales laicos y liberales
contra la dictadura derechista en las instituciones culturales, nos
empujó ardientemente a la acción sin demasiada reflexión política,
por decirlo suavemente. Por eso, cuando el teniente coronel Tomás
Ducó, uno de los fundadores del GOU, sublevó el regimiento 3 de
infantería para defender al ultraderechista Ramírez y marchó ha-
cia San Martín, donde estaba el Liceo Militar, con David Viñas, que
provenía de una familia radical yrigoyenista, elaboramos un plan
para tomar la escuela (los conspiradores éramos únicamente tres,
él, yo y otro cadete, Basavilbaso, y pensábamos controlar con una
ametralladora el casino de oficiales y la armería). Por supuesto, el
proyecto afortunadamente fracasó no sólo porque era alocado sino,
sobre todo, porque Ducó fue bloqueado por los obreros peronistas
en la ruta, tomado prisionero y enviado a la isla de Martín García,
desapareciendo de la vida política aunque no de la pública, pues se
dedicó posteriormente y hasta su muerte a dirigir el club de fútbol
Huracán, el popular Globito…
Los oficiales y cadetes del Liceo Militar se dividieron en torno
al gobierno militar surgido en 1943 y, poco después, ante la política

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de Perón, que desde el primer momento liberó personalmente al
dirigente comunista del gremio de la carne, José Peter, y comenzó
a aplicar las leyes propuestas en vano por los socialistas, mientras
compraba cuantos dirigentes sindicales podía. Por ejemplo, se de-
claró peronista el responsable militar del Liceo (Jefe de Cuerpo),
el entonces teniente coronel Raúl Tanco que, ya general, se salvó
en 1956 de ser asesinado –como lo fue, en cambio, su compañero el
general Valle, junto a varios obreros y suboficiales– por la dictadu-
ra resultante del golpe antiperonista del 16 de septiembre de 1955
porque se refugió en la embajada de Haití y el embajador haitiano
defendió valientemente la vida de los asilados que, secuestrados
por grupos de civiles armados que habían allanado la sede diplo-
mática, estaban alineados contra los muros de la misma para ser
fusilados sin proceso alguno.
Pero, a diferencia de Tanco, algunos oficiales adoptaron una
posición opuesta y uno de ellos, un mayor fornido y combativo, por
suerte participó en una ocasión a mi lado y vestido de civil en una
pelea en plena calle Florida contra una banda de pronazis de la
Alianza Libertadora armados de palos, cadenas, cachiporras y pu-
ños de hierro que nos dieron una buena paliza porque los estu-
diantes universitarios que habrían tenido que respaldar nuestro
ataque suicida “se replegaron” a tiempo…
En cuanto a los profesores, que eran civiles, tuvieron al prin-
cipio una aparente neutralidad, pero después demostraron en su
mayoría su posición antigubernamental al renunciar ante algunas
de las sucesivas políticas represivas del peronismo en la Univer-
sidad, que hasta entonces había sido un reducto oligárquico y que
el nuevo gobierno llenó de profesores nacionalistas llamados “flor
de ceibo”, por alusión a la flor que es símbolo nacional. Dicho sea
de paso, esa actitud antimilitarista de los profesores me permitió
afiliar al Partido Socialista a mi profesor de Historia (José Luis
Romero).
La amistad con éste me permitió además, un tiempito después,
conseguir un apoyo importante para mi guerrilla personal contra
el capellán-teniente coronel que me tenía a mal traer. Este, un per-
sonaje bajo, rechoncho y vociferador absolutamente intolerante,
tenía un grado militar importante y era un fanático nacionalista
revisionista y con él el espectáculo se repetía obsesivamente. El
guión era el siguiente: en sus clases de “religión” (en realidad, de
dogmatismo y de “revisionismo histórico”), yo le discutía interrum-
piendo sus peroratas hasta que, en cierto momento, utilizando su
jerarquía militar, me castigaba.

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En una de esas ocasiones el cura estaba haciendo una apolo-
gía desenfrenada del general Martín Güemes, audaz guerrillero en
Salta en la guerra de la Independencia, cuando le recordé algunos
lados oscuros del caudillo, que no era ningún santo sino un hom-
bre de armas formado desde abajo, que pertenecía, además, a una
época sin ley. El teniente coronel de Dios, de Juan Manuel de Rosas
y del Führer, indignado, antes de castigarme por enésima vez, me
preguntó furioso quién me había dado esos datos y yo, pregustan-
do ya mi venganza, no dudé en decirle que el profesor de Historia,
Romero. “¡Es un animal!”, exclamó de inmediato el sacerdote. De
modo que, cuando dos clases después Romero me preguntó por qué
no había asistido a su lección anterior, le dije que porque el cura
me había castigado por decir sobre Güemes lo que él nos había
informado y agregué, insidioso, el exabrupto del capellán. Por ca-
sualidad pasaba en ese momento panza en ristre el sacerdote en
cuestión y el vasco Romero, que era grandote y fuerte, cruzó indig-
nado el patio escolar, lo levantó por el cuello de la sotana y le gritó
“¡cuervo de mierda, que sea la última vez que se te ocurre insultar-
me!”. ¡Ah, vendetta, dolce vendetta! Las clases de religión pasaron
en lo sucesivo a ser calmísimas y, como siempre, aburridísimas, y
mi aprecio por Romero aumentó bastante…
Poco más recuerdo de esos años en el Liceo: la alegría de las
salidas de fin de semana y, en compensación, la tristeza de la vuel-
ta el domingo, en el tranvía de San Martín; las clases del profesor
de Botánica, Mora, que se deleitaba explicando cómo los tejidos
femeninos se abrían para el acto amoroso; el deporte (pues me gus-
taban mucho el yudo y el boxeo); una revista que fundamos con
otros cadetes de mi promoción; mis pésimas aptitudes militares;
las bromas en algunas clases; el odio por un subteniente sádico a
quien llegué a pensar en matar de un bayonetazo simulando tro-
pezar cuando nos hacía correr y tirarnos cuerpo a tierra, intermi-
nablemente, con 25 kilos de equipo y con un calor de 38 grados a
la sombra (por fortuna suspendió a tiempo la tortura sin llegar a
saber que mi fusil con la bayoneta calada estaba ya a dos metros de
su estómago) y, sobre todo, un pobre caballo parecido a Babieca que
aprendió a quererme cuando me designaron “su” estafeta montado
después de que él había intentado, semana tras semana, romper-
me cuanto hueso ponía yo a su alcance…
Como jirones de niebla me llegan y se van otras imágenes, fue-
ra de ese ambiente, en las salidas y sobre todo en las largas vaca-
ciones de verano. Se me amontonan y dispersan así fragmentos de
los cafés tangueros, las fiestas con hermanas, primas y amigas de

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algunos ex compañeros en la primaria o miembros de mi misma
camada en el Liceo, piernas, caras, rostros, sonrisas y figuras de
esas chicas de mis primeros bailes y mis primeros besos de mu-
chacho tímido, los meses en el mar, en la playa tórrida de Mar del
Plata, que parecían durar un solo día, el cuartito en la Pensión
Santiago en que nos apiñábamos para gastar poco…
Otros recuerdos son más precisos. Tengo presente la liberación
de París por la Resistencia no sólo porque empezó el día de mi
cumpleaños (comenzó el 19 de agosto de 1944 y culminó el 25),
sino también porque, como otros miles, fui a manifestar espon-
tánea y desorganizadamente a la Plaza Francia, cerca de casa, y
desde arriba de la misma, donde está el monumento a la Revolu-
ción Francesa, nos cargó barranca abajo y sable en mano la policía
montada. La “retirada”, por ponerle un nombre piadoso, fue fulmí-
nea y dos o tres minutos después del ataque me encontré en casa
–que estaba a cinco cuadras de distancia–, en el salón de ingreso,
con otras diez o más personas jadeantes, una de las cuales era una
chica hermosísima que se quejaba porque al tratar de dar zanca-
das había rajado totalmente su corta pollera de seda y dejaba ver
muchísimos centímetros más de piel que los que toleraba entonces
la moral oficial.
Porque hay que recordar que entonces seguía la luna de miel
entre el gobierno militar y la extrema derecha católica y en la pla-
ya municipal, por ejemplo, por imposición eclesiástica los varones
debían bañarse separados por una cadena de las niñas y mujeres
de la misma familia y, además, debían cubrirse el pecho con una
pechera y la parte inferior de sus pesados trajes de baño, de lana,
con una faldita que ocultase toda protuberancia. Por supuesto, ir
enlazados por la calle, o besarse en la plaza pública, conducía di-
rectamente a la Comisaría más cercana. La represión llegaba a la
vestimenta: todavía por esos años los adolescentes como yo vestían
camisas con cuello y puños duros y debían cubrirse con un sombre-
ro y los adultos no salían a la calle a cabeza descubierta.
Sólo las nuevas costumbres traídas por los casi dos millones
de europeos, sobre todo italianos, que durante el gobierno de Pe-
rón llegaron a la Argentina salvaron de la asfixia –provocada por
corbatas y cuellos de celuloide– a los porteños, empeñados hasta
entonces en parecer imperturbables ingleses subtropicales. Re-
cuerdo, en este sentido, un ejemplo de esa “respetabilidad” que nos
tenía a todos apretados en un chaleco de fuerza moral. No sé si en
1945 o 1946 quise entrar sin corbata al lujoso cine-teatro Ópera, en
la calle Corrientes, estrenado apenas antes de la guerra. El portero

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quiso impedírmelo y entonces me saqué el cinturón y me lo anudé
al cuello alegando que era una corbata de cuero. La discusión su-
rrealista –seguida con diversión y variedad de rumorosas opinio-
nes por los que estaban detrás de mí en la cola– creó un ridículo
tal que barrió las objeciones y reglas del “Orden establecido” que,
física y culturalmente, llevaba librea.
Buenos Aires –que para mí se reducía por ese entonces al Ba-
rrio Norte y a sus habitantes, más alguna incursión de fin de sema-
na al centro– era un hervidero político no sólo por la guerra, cuyo
fin se acercaba con la ya inevitable derrota alemana, sino también
por el ascenso político del coronel Juan Domingo Perón, cuya base
social provenía de la gran inmigración provinciana hacia las prin-
cipales ciudades y, en primer lugar, Buenos Aires.
En cuanto al conflicto bélico, que terminó el 2 de septiembre
de 1945 con la capitulación del Tercer Reich (que según Hitler ha-
bría debido durar mil años), ya estaba tan definido ante el avan-
ce soviético hacia Berlín que la Argentina declaró la guerra a las
potencias del Eje (pocos días antes de la capitulación nazi) para
apoderarse de los bienes de las mismas en su territorio. Mussolini
ya había sido defenestrado en 1943 por el mismo rey que lo había
impuesto antes en los años veinte y se había hecho nombrar por
él emperador; Italia, además, había cambiado de alianzas, estaba
invadida por las tropas de los Aliados y todo el norte estaba en ma-
nos de los grupos de partigiani, que habían apresado a Mussolini
y a otros jerarcas fascistas y los habían fusilado y colgado cabeza
abajo en Milán. La liberación de París por los Franceses Libres
(por la combinación entre el levantamiento armado de la Resis-
tencia y la llegada de una unidad de los Franceses Libres formada
por republicanos españoles que combatían en la columna Leclerc)
había reducido las pretensiones de Winston Churchill y reforzado,
en Francia, a los comunistas y, en escala mundial, a Charles De
Gaulle.
Al mismo tiempo, la derrota de los japoneses estaba también
clara y había dado origen a fuertes movimientos guerrilleros anti-
colonialistas (como el de los vietcong en Indochina, que combatie-
ron primero contra los japoneses, después contra los colonialistas
franceses que reocuparon la península y posteriormente contra Es-
tados Unidos, o el de los guerrilleros indonesios de Tan Malakka,
dirigente campesino trotskista que encabezó la lucha contra la ocu-
pación japonesa y contra el colonialismo holandés y sus cómplices
locales). Todo el Sudeste asiático, desde Birmania hasta la penín-
sula Indochina, Malasia, Indonesia, Filipinas, estaba en ebullición

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independentista y los ingleses no podían ya controlar –y debieron
abandonar– el subcontinente indio. En China, por último, el régi-
men nacionalista de Chiang Kaishek estaba en su crisis final. Todo
esto nos daba gran seguridad a quienes éramos optimistas contra
viento y marea, ciegamente, pese a todo y sin razones válidas a cor-
to plazo apenas unos años antes, en el apogeo de los avances nazis.
El ambiente creado por la derrota nazifascista y por el papel
desempeñado por los ejércitos de la Unión Soviética y por los gue-
rrilleros comunistas en Europa y Asia que levantaban el pabellón
socialista estimuló potentemente el abandono por el entorno de
Perón de sus lazos con la ultraderecha católica nacionalista y pro-
nazi. El mismo coronel pasó a adoptar un vocabulario izquierdista
y a aplicar medidas sociales tomadas de las viejas propuestas par-
lamentarias de los socialistas.
Por ejemplo, el partido creado por los sindicatos peronistas
para apoyar la candidatura presidencial de Perón en 1946 se llamó
Partido Laborista, como eco de la reciente victoria electoral de los
laboristas ingleses que derribó del poder a Winston Churchill y a
los clásicos gobernantes conservadores. También pertenecen a este
período frases de Perón que despertaban ecos del pasado obrero, al
estilo de “La liberación de los trabajadores será obra de los trabaja-
dores mismos”, o los recuerdos públicos que nunca dejaba de hacer
de las matanzas de trabajadores y del fraude que caracterizaban
los gobiernos de la oligarquía. El entusiasmo por el resultado de la
guerra, unido a sus propias conquistas sociales y a su reivindica-
ción histórica, elevaron enormemente la autoestima de los traba-
jadores, que venían de las provincias donde tenían raíces y habían
conocido, por decenios, el peso de la miseria y de la opresión por los
terratenientes y caudillos.
Contrariamente a lo que escribió el sociólogo Gino Germani,
los obreros provincianos –los herreros convertidos en torneros al
llegar a la ciudad, los obreros rurales transformados en textiles
o en trabajadores de la alimentación– no rebajaron la conciencia
política de los trabajadores de las ciudades industriales formados
hasta entonces por la experiencia europea y por el socialismo, el
anarquismo y el sindicalismo revolucionario tan fuertes en la Ar-
gentina porque era un país de inmigración y en las grandes ciu-
dades se reproducían en parte las relaciones sociales de Europa.
La emigración, en efecto, no había aportado sólo los Malatesta o
a Pietro Gori ni los sobrevivientes de la Comuna de París que se
instalaron en Entre Ríos o los militantes de la Primera Interna-
cional que formaron secciones en la Argentina. La gran mayoría

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de los inmigrantes no eran militantes formados, eran analfabetos
y luchaban por salir de la pobreza y construir una nueva vida no
de proletarios sino de futuros pequeños propietarios, trepando en
la llamada escala social, como lo refleja la literatura y los tangos,
donde, tomada de la vida, aparece la figura de “m’hijo el dotor”.
Era una clase en formación, de origen campesino, que buscaba in-
tegrarse en la estructura clasista conservadora de la Argentina,
obteniendo reformas.
La frescura, la juventud y el vigor de las nuevas capas obreras
de origen rural que inundaron las ciudades y llenaron las fábri-
cas, en cambio, nacionalizaron ese pedacito de Europa capitalista
que era la ciudad de Buenos Aires, ese pequeño paisito injertado
dentro del país, ese rincón, según Borges, de “europeos exiliados
en América”. Los nuevos inmigrantes internos recuperaron el pa-
sado de luchas rurales y nacionales, desconocido por “la cabeza de
Goliat”, y lo unieron a lo mejor de la tradición de acción directa,
valentía y militancia aportado sobre todo por el anarquismo orga-
nizado de las primeras décadas del siglo, hacía apenas treinta años
atrás, que habían conocido y aprendido de sus padres y abuelos en
el interior o que adquirieron en contacto con sus nuevos vecinos y
compañeros de fábrica. El nivel de politización se elevó y generali-
zó y desbordó las bibliotecas populares, los centros socialistas y la
Sociedad Luz, donde estaba hasta entonces recluido, para entrar
impetuosa y desordenadamente en cada lugar de trabajo.
Los dirigentes sindicales existentes, es cierto, cambiaron de
chaqueta y se hicieron agentes del gobierno y peronistas por mero
interés, pues buscaban mantener el control de sus gremios respec-
tivos, que se les escapaba, y trataban también de treparse al carro
del poder estatal, con sus numerosas prebendas. Pero los obreros
socialistas que pasaron a simpatizar con el naciente peronismo o
los sindicalistas revolucionarios, cuyo “apoliticismo” no excluía las
negociaciones con el aparato estatal, como había sucedido durante
el gobierno de Yrigoyen, precursor en muchas cosas del de Perón,
se acercaron al peronismo sinceramente y por un sentimiento cla-
sista reforzado por la esperanza militante de construir otro mundo
en la posguerra. Su retraso en la comprensión de lo que estaba en
juego y del carácter burgués del propio Perón, del ejército y de las
instituciones se debía sin duda a su falta de experiencia y juventud
pero, sobre todo, a la incapacidad política que demostraron ante el
yrigoyenismo los socialistas y comunistas que habían preparado
y saludado la caída del gobierno del viejo caudillo radical y que
no supieron hacer madurar, a partir de la lucha cotidiana por las

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conquistas sociales y democráticas, una incipiente conciencia anti-
capitalista que superase el sindicalismo o la simple protesta social.
De este modo, la nueva relación con el gobierno y la transforma-
ción en instrumentos gubernamentales de los sindicatos, que hasta
entonces habían sido independientes de los gobiernos oligárquicos,
fueron preparadas, en el caso de los socialistas, porque para éstos
lo esencial era conseguir reformas sociales y no un cambio de régi-
men y, en el caso de los sindicalistas revolucionarios, que dirigían la
mayoría de las organizaciones gremiales, porque su “apoliticismo”
les llevaba a la deserción de todos los aspectos de la lucha de clases
(parlamentarios, electorales, culturales, científicos) que no se refi-
riesen directamente a la eficacia de las reivindicaciones gremiales.
Debido a ese rechazo de “la política” y a su presión sobre el Esta-
do, del cual terminaban dependiendo, esos “apolíticos” hacían una
política conservadora, como el líder de los telefónicos, el sindicalis-
ta revolucionario Luis Gay, que terminó como dirigente del Partido
Laborista (que aportó a Perón el 85 por ciento de los votos que éste
obtuvo en su primera elección) y de la Confederación General del
Trabajo peronista. El “revolucionario” se convirtió en agente de un
gobierno militar por las mismas razones que llevaron al también
sindicalista revolucionario galo Léon Jouhaux a terminar como di-
rigente socialista reformista de la CGT francesa y, anteriormente,
al sindicalista revolucionario italiano Benito Mussolini a construir
un régimen corporativo y a someter a los trabajadores al aparato
estatal monárquico-fascista. Pero esto forma parte de una historia
del movimiento obrero argentino y latinoamericano (recordemos
la actitud de los comunistas mexicanos que calificaron de fascista
al general Cárdenas antes de convertirse en cardenistas, o de los
brasileños, que se levantaron en armas en 1935 contra el “fascista”
Getúlio Vargas, para apoyarlo seis años después, o de los bolivia-
nos, que colaboraron en la destrucción del gobierno de Villarroel y
en su sustitución por un gobierno oligárquico). El tema de la posi-
ción de los partidos socialistas y comunistas ante los gobiernos o
movimientos nacionalistas antiimperialistas o nacionalistas revo-
lucionarios –que no comprendieron y que veían como competidores
o a los cuales en ocasiones se subordinaron– es algo que desborda
el objetivo que me he dado al escribir estas páginas y, por lo tanto,
creo mejor dejarlo para otra ocasión…1.

1 Dicho sea de paso, creo que el peronismo, como antes el yrigoyenismo, fue
facilitado por el retorno a Europa, para participar en la guerra de 1914-18,
de gran cantidad de italianos, franceses, ingleses, alemanes, serbocroatas

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Aquí se plantea la cuestión metodológica de la reconstrucción
mental de las experiencias del pasado no demasiado lejano. Es difí-
cil ver con los ojos de hoy los errores que uno cometió ayer, recordar
las certidumbres laicas de tipo religioso y las atrocidades que uno
trató de no ver y de borrar del pensamiento para no agrietar la fe.
Porque, para poder ser autocrítico, por lo menos hay que dudar de
la propia infalibilidad y perfección y no creer que los errores son
signo de debilidad, comprendiendo, en cambio, que reconocerlos y
enmendarlos es cosa de audaces y de valientes. Para reconstruir el
pasado con la mayor fidelidad posible a lo que realmente fue, no sólo
es necesario meterse en la cabeza y en los sentimientos de sus pro-
tagonistas, buscando en sus motivaciones, acciones, ideas e impul-
sos el nudo racional que conduce a los cambios futuros, las cuentas
del collar de las transformaciones subjetivas que dan un hilo y una
continuidad, con todas sus interrupciones y retrocesos, al desarrollo
político de los trabajadores, al menos de una o dos generaciones,
sino que también es indispensable ver en ese proceso tanto el aporte
como las falencias de las fuerzas que pretenden ser “científicas” y
tener un programa de transformación revolucionaria.
Pero volvamos a lo que los socialistas argentinos llamaban el
“hoy y aquí” y los franceses –que saben que la cocina es un arte
y son, además, materialistas– “à nos oignons”, nuestras concretas
cebollas, indispensables en cada plato. Es decir, a cómo viví el na-
cimiento del peronismo tanto desde el Liceo Militar General San
Martín como desde el Partido Socialista y desde mi medio social.

***

Como he dicho anteriormente, salí en 1946 del Liceo Militar


como subteniente de reserva de infantería, sección ametrallado-
ras, jurando con el sable prestado por un general Uriburu, sobrino

y rusos, cuyas raíces políticas y culturales estaban en sus países de origen.


Eso argentinizó por fuerza la vida política y social al mismo tiempo que los
hijos de los inmigrantes se forjaban una nueva identidad fusionándose como
argentinos con los de otras culturas. El voto universal también favoreció la
creación de este denominador común nacionalista, que dio base a un na-
cionalismo plebeyo con un ala del radicalismo y, después, con el peronismo.
Ese nacionalismo y la aceptación como natural del sistema capitalista, que
los trabajadores cuando mucho se proponían mejorar, fueron el factor que
unía a éstos con el gobierno y a los dirigentes sindicales con las bases de los
sindicatos. Por supuesto, el nacionalismo obrero y plebeyo no era igual al
nacionalismo burgués, “de gran potencia”, de Perón y el GOU.

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de mi abuela que, sin embargo, odiaba cordialmente a esa rama
nazi de su familia. ¿Qué me había dejado el Liceo? Por un lado, me
había vacunado para siempre contra el militarismo y contra los
militares políticos, al mismo tiempo que me había inculcado tena-
cidad, resistencia, junto a cierta disciplina interna y una estricta
puntualidad, todo lo cual me aventajaba en la comparación con
los demás. Por otro, por el contrario, en un momento muy delicado
de la formación de los adolescentes, me había mantenido en la ig-
norancia política y, al aborrecer y suprimir el ocio, que es la base
de la reflexión, me había retrasado enormemente en las lecturas
necesarias para llenar mis inmensas lagunas en todos los órdenes
del conocimiento y me había vedado la discusión con gente de mi
edad, o sea, el aprendizaje de la vida social real, sustituyéndolo por
la asfíctica vida segregada de un cuartel donde “el superior siem-
pre tiene razón, especialmente cuando no la tiene”, como insistían
en decirnos nuestros oficiales superiores. De modo que caí “en el
mundo exterior” particularmente impreparado para comprender
desde un primer momento una situación compleja e inédita que
parecía caótica.
La guerra había terminado un año antes con la destrucción del
nazifascismo, la terrible e inhumana matanza de civiles japoneses
en agosto de ese año con las bombas atómicas sobre Hiroshima y
Nagasaki, que horrorizaron al mundo, y la fulmínea destrucción
por los soviéticos de los ejércitos japoneses en Manchuria y Corea.
Del conflicto nació el pacto de Postdam entre los aliados, que con-
sagraba la división de Europa y del mundo y la ocupación de Ale-
mania; la Unión Soviética aparecía ante el planeta como primera
potencia militar mundial y con un gran prestigio social ganado por
el heroísmo de su población.
Al mismo tiempo, en febrero de 1946 Perón había ganado las
elecciones que le dieron la primera presidencia con el 56 por ciento
de los votos contra la alianza de anarquistas, conservadores, so-
cialistas, comunistas, radicales, demoprogresistas, dirigida por el
embajador yanqui y apoyada por la jerarquía católica. Los obreros
lo habían salvado, abriendo la vía a las elecciones de febrero, al
aplastar con una enorme movilización popular que ocupó Buenos
Aires el 17 de octubre de 1945 un golpe de la derecha militar “de-
mocrática” que lo había encarcelado el 9 de octubre en la isla de
Martín García. El proletariado aparecía así con sus organizaciones
sindicales como protagonista de primer plano de la política nacio-
nal y el triunfo electoral de los partidos ad hoc improvisados en
esos tres meses (el Laborista, formado por los sindicatos; la Unión

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Cívica Radical Junta Renovadora, compuesta por restos provincia-
nos del yrigoyenismo, y el inexistente partido Patriótico) no hacía
más que refrendar el triunfo obtenido en las calles y demostraba
claramente, ante todos, el temor de casi la mitad de las fuerzas
armadas ante los obreros movilizados.
La Argentina era un país próspero donde, según el ministro de
Economía peronista, “en el Banco Central no se podía caminar por-
que los pasillos estaban llenos de oro” ya que durante toda la gue-
rra había vendido a todos los contendientes sin comprar en cambio
casi nada y se había apropiado además, al entrar en guerra poco
antes, de los bienes alemanes, italianos y de los pertenecientes a
los franceses de Vichy.
Políticamente, Perón se apoyaba sobre la gran mayoría de los
trabajadores y sobre sus organizaciones sindicales, sobre la mitad
nacionalista o institucional de las fuerzas armadas, sobre todo en
el ejército, y sobre un puñado de industriales que trabajaban para
el desarrollo interno y necesitaban paz social. En el otro frente
estaban los terratenientes, los exportadores, los agentes de los in-
gleses, los dueños de haciendas y estancias y de ingenios y frigorí-
ficos, el capital extranjero, el gobierno de Estados Unidos, la jerar-
quía eclesiástica, la Federación Universitaria y las clases medias
conservadoras, toda la Marina y una parte del Ejército mismo, es
decir, todos los que habían construido la Unión Democrática espe-
rando ganar las elecciones y, una vez perdidas éstas, se lanzarían a
buscar vías no constitucionales para acabar con el nuevo gobierno
que, según ellos, agitaba a los obreros y preparaba un comunismo
criollo (los comunistas, en cambio, decían un nazismo local).
En el Liceo, la gran precipitación de los acontecimientos en
el campo nacional había instaurado entre los alumnos y los oficia-
les y profesores un clima de efervescencia permanente. Pero don-
de provocó un verdadero terremoto fue en el Partido Socialista,
ya que su interpretación del gran apoyo obrero que Perón había
logrado era absolutamente lineal y chocaba violentamente con la
realidad. Las autoridades partidarias, por ejemplo, calificaban a
los trabajadores peronistas de “hordas desclasadas” y decían que
estaban maniobrados por la policía y por el hampa y aplicaban un
silogismo muy simple: Perón era fascista y se rodeaba de fascistas;
quienes lo apoyaban, por consiguiente, eran también fascistas o,
en el caso de intelectuales populares como Discépolo, el famoso
autor de tangos anárquicos, o Leopoldo Marechal, el autor del ge-
nial Adán Buenosayres, venales y corruptos colaboracionistas. Una
parte mayoritaria del partido compartía ese racismo antiobrero y

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antipopular que ya había llevado al Partido Socialista en 1930 a
apoyar el golpe contra Yrigoyen, y concordaba con ese sectarismo
muy propio de la clase media conservadora de la Capital, donde re-
clutaba sus militantes el socialismo y la oposición en general. Pero
en la Juventud muchos empezamos a tener otra visión.
Yo, por ejemplo, a partir de cuando la realidad me atropelló de
frente como un camión. Mientras no había sido evidente el apoyo
obrero al nuevo Luis Napoleón Bonaparte criollo, me había refu-
giado en lo que creía una eficaz acción antimilitarista, sin pensar
demasiado, poniendo petardos de escaso poder (llamados “rompe-
portones”) en las puertas de las casas donde sabíamos vivía un
militar para que esos supercohetones explotasen de noche, multi-
plicando su estruendo y evitando las víctimas casuales.
El 17 de octubre de 1945 me obligó, en cambio, a pensar. Ese
día estuve en el Centro Socialista donde militaba, en la calle Ce-
rrito, sin comida ni bebida y con las persianas de metal bajadas a
través de las cuales se escuchaban los gritos y cantos de un raudal
humano incesante que se dirigía hacia el centro desde los subur-
bios al norte de la ciudad confluyendo con los que llegaban desde
la estación de Retiro. Tenía conmigo una buena dosis de dudas y
un enorme revólver 45 con sólo dos balas para defender el Centro
si alguien hubiese pensado en destruirlo. Ningún otro socialista
me acompañaba, lo cual contribuía a mi desasosiego político y, ade-
más, tenía conciencia de que no podía tirar contra los trabajadores
que, por primera vez, por millares, pisaban esas calles saliendo de
sus barrios en algo que parecía a la vez una fiesta y un acto de des-
acralización. Están equivocados, me decía, pero ¿qué los mueve?
¿cuál es el núcleo racional de este enorme esfuerzo colectivo? Si
atacan el Centro y no disparo contra ellos sino al aire ¿qué podré
lograr aparte de que, una vez repuestos del susto, vuelvan a la car-
ga y quemen el local conmigo adentro?
Desde ese 17 de octubre, que viví físicamente del otro lado pero
que me conmovió y rasgó muchos velos políticos que me cegaban,
comencé a discutir con otros compañeros de la juventud y algunos
del Centro de la 20 donde estaba afiliado, asumiendo posiciones
diferentes de las que tenía la dirección partidaria sobre todo en lo
que se refiere al peronismo y a las alianzas del partido con la de-
recha, pero también sobre las políticas socialistas inglesas y fran-
cesas en el problema colonial y sobre las ideas luxemburguistas
de Lelio Basso, el socialista y partigiano milanés que constituía la
izquierda de su partido. De ahí hasta las elecciones de febrero de
1946 que la Unión Democrática absurdamente creía poder ganar

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(al igual, por otra parte, que toda mi familia), empecé a ponerme en
contacto con quienes en el partido tenían dudas o posiciones más
a la izquierda.
El secretario de mi centro, un tipo que todos los días cabalgaba
por los Bosques de Palermo, el día de las elecciones presidenciales
seguía febrilmente los resultados en el local partidario. A medida
que llegaban las votaciones de los suburbios decía, confiado, “¡van
a ver cuando se llegue al asfalto!”, pero en el “asfalto” (los barrios
de la clase media pobre e incluso los barrios oligárquicos rebosan-
tes de porteros, choferes, mucamas, pequeños comerciantes) la
Unión Democrática perdió. Farfulló entonces indignado: “¡Este es
un censo de analfabetas!”, se fue rabioso y, como en un tango, no
se le vio más. Poco después pese a mi juventud heredé su puesto y
con éste un pequeño instrumento de poder para la batalla política
en el partido…
Todo el 1946, último año de mi permanencia en el Liceo, pasó
después como un relámpago. Fuera del partido discutía con mis
viejos amigos, como Roberto Mattaldi, los libros de Jean-Paul Sar-
tre y de Albert Camus y el existencialismo, apenas llegado a Bue-
nos Aires, o las obras de Henri Lefebvre. En el partido, en todo
ese año y en el sucesivo, tomaba en cambio contactos con otros
jóvenes, como Adolfo Malvagni, que años después firmaría, entre
otros seudónimos, Adolfo Gilly o, entre otros más, Carlos Lesca, su
amigo Barrenechea, hijo de un embajador boliviano afiliado a “mi”
Centro, Mabel Izkovich o Julia “Chiquita” Constenla, que también
era del mismo Centro.
El primero era entonces miembro de la dirección de ASES
(Agrupación Socialista de Estudiantes Secundarios) y, junto con
Alejandro Stordeur, hijo del dirigente de la Federación Gráfica Bo-
naerense, el socialista René Stordeur, era editor de la revista Re-
beldía, cuya posición de izquierda llevó a la dirección del Partido
Socialista a secuestrar su número 4 después de que el número 3
publicase íntegros los Principios del Comunismo, de Federico En-
gels, provocando el nombramiento de un interventor que, como fue
ganado a sus ideas por Malvagni y Stordeur, no dejó otra alternati-
va a los dirigentes nacionales que clausurar la revista y secuestrar
toda la edición del número 4, dando un ejemplo de censura que el
gobierno peronista le podía envidiar.
Adolfo era delgado y pálido y reforzaba su aspecto de poeta
bohemio con un moño a título de corbata y se había hecho célebre
porque en un palco frente a la Casa del Pueblo, sede central del
partido, había defendido a la Unión Soviética y atacado al imperia-

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lismo estadounidense, en pleno nacimiento de la Guerra Fría y en
plena alianza de los socialistas con la embajada estadounidense.
El silencio glacial de los dirigentes del PS fue seguido por un comu-
nicado del diario oficial del partido, La Vanguardia, que repudió
la intervención del representante de ASES, sin que fuese posible
replicar a esa nota. Pocos días después, el secretario general del
partido, Juan Antonio Solari, se cruzó con el joven rebelde en la
escalera de la Casa del Pueblo y le intimó: “¡Retírese, ciudadano!”,
ordenándole al conserje que lo expulsara. Este, por supuesto, es-
peró que se fuese el Júpiter casero para pedirle al réprobo más
llanamente: “Por favor, andate, pibe”…
Con el desgraciadamente efímero editor de Rebeldía discutía-
mos largamente Breton, Eluard, Aragon y los poetas surrealistas
franceses –Adolfo era poeta y bastante bueno y yo incursionaba
también ese campo, bajo la influencia ecléctica sobre todo de Cé-
sar Vallejo, Pablo Neruda, Vicente Huidobro, Federico García Lor-
ca, Gerardo Diego–. Hasta entonces no había leído nada de Lenin
(Adolfo me dio El Estado y la revolución, que me causó el mismo
tipo de deslumbramiento que tuve al entender por fin, en ese mismo
año, al profesor de Matemáticas cuando enseñaba trigonometría) y
de Marx sólo conocía el Manifiesto Comunista (porque, muy demo-
cráticamente, en la biblioteca central del partido tenían los libros
revolucionarios encerrados bajo llave en una sección especial y se
necesitaba una autorización de los dirigentes para poder leerlos).
Además de las discusiones políticas y literarias íbamos a escuchar
en los cafés porteños las grandes orquestas y cantores de esa época
de oro del tango y caminábamos después largamente discutiendo
por las calles y las noches de Buenos Aires hasta llegar a mi casa,
que estaba a unas ocho cuadras de la suya, dando después media
vuelta hasta su casa para seguir afinando los argumentos, y nue-
vamente hacia la mía, en una especie de ronda enloquecida. Lesca,
en cambio, era mayor que yo, aunque apenas unos pocos años, y
venía de la Juventud Comunista, como Barrenechea. Tenía, por lo
tanto, muchas más lecturas políticas que yo sobre sus espaldas y
había tomado contacto con sectores obreros socialistas del norte
del país y, particularmente, con Esteban Rey, el Chango, abogado
jujeño que en Córdoba había militado en el trotskismo. De estas y
otras nuevas relaciones políticas saldría después la Izquierda So-
cialista de la Capital Federal, que agrupó varios Centros y que dio
origen al Movimiento Obrero Revolucionario, cuyo secretario gene-
ral fue Esteban Rey, entonces dirigente de la Federación Jujeña del
PS y, cuando el mismo cayó preso a causa de la gran huelga azuca-

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rera en 1948 que llevó a la cárcel a casi 200 militantes y dirigentes
socialistas y sindicales norteños, me eligió como nuevo secretario
general. Pero sobre esto volveré más adelante.
En el frente familiar, en esos años, aún estaba instalado en la
“normalidad”, que empieza a agrietarse también en ese período con
mi militancia, aunque sin llegar a la ruptura, ya que pasaba toda
la semana en el Liceo. Para reflejar un poco esa continuidad inserto
aquí, por pereza y a riesgo de repetir algo dicho anteriormente, una
descripción de mi vida en la familia, con un poema tardío de home-
naje a mi tío abuelo Oliverio Girondo, con quien, por ignorante y
también un poco por el deseo de darle la espalda a la familia cortan-
do el cordón umbilical, nunca sentí la necesidad de comunicarme.

A LA SOMBRA DE LOS TÍOS EN FLOR

Debo confesar, antes que nada, que soy un sobrino muy


poco aprovechado y bastante desagradecido aunque, a decir
verdad, el escaso contacto con mis famosos parientes pueda
ser una explicación de que, en mi adolescencia, en realidad
me importasen un pito.
En casa, sin embargo, se hablaba de ellos. Mi abuela pa-
terna, María Esther Girondo, era la redonda hermana de
Oliverio y mi madre, María Virginia Casares, era prima de
Adolfo Bioy Casares y de Victoria Ocampo, de cuya revista
Sur se hablaba de vez en cuando en la mesa, por lo menos
cada vez que venía a casa su prima e íntima amiga Josefina
Dorado, secretaria de Victoria, o algún escritor.
Por supuesto, en los años 40 descubrí la poesía (y con
ella, los Veinte poemas para ser leídos en el tranvía) pero,
como el asno de Buridan, yo miraba más bien hacia la escu-
dilla de Gerardo Diego o hacia el mucho más jugoso pesebre
de César Vallejo, bajo cuya influencia estaba, hasta que, in-
mediatamente después de la guerra, me ganaron André Bre-
ton, Paul Eluard, Louis Aragon y el conde de Lautréamont a
un surrealismo en versión porteño-romanticona del cual, por
suerte, no queda ningún rastro escrito. Mi pobre abuela creía
sin embargo que “el muchacho prometía” y llegó a infligirle a
Oliverio la abatatada lectura de su nieto ensucia-cuartillas.
Aún recuerdo la cara del poeta, que no sabía fingir, y que sa-
lió del paso con algunas frases sobre la necesidad de conocer
la poesía ajena pero también de librarse de su influencia y
lanzarse por sendas propias.

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Mi relación con los tíos entonces en flor fue, por lo tan-
to, sólo la de un lector voraz y, ahora, es más bien la de un
sociólogo que se pregunta cuál puede ser la razón de que
Victoria Ocampo parezca contemporánea de Tutankhamón,
Bioy Casares comience a esfumarse como el gato de Alicia en
el País de las Maravillas mientras Oliverio Girondo, como
Gardel, “cada día canta mejor” y vuelve a estar de moda, a
más de 80 años de haber maravillado o escandalizado a sus
contemporáneos.
¿Qué encuentran los jóvenes en Oliverio? No, seguramen-
te, su biografía porque éste fue un representante típico de la
especie hoy extinguida de las ovejas negras de las “buenas
familias” que realizaban su viaje iniciático por Europa y el
mundo, combinando su actitud de globe-trotter a la inglesa
con su vida bohémienne de parisino del exilio platense. En
cambio sí su actitud ante el mundo, el idioma, la cultura,
esa mezcla de humor, sensualidad, ruptura con las normas,
invención, protesta iconoclasta contra la solemnidad conser-
vadora de la sociedad argentina. Basta pensar que al escri-
bir que en Verona la virgen se asienta en una fuente como en
un bidé, Oliverio escandalizaba a sus contemporáneos pero
escandaliza también hoy a tantos, católicos o no pero, eso
sí, respetuosos de las jerarquías, e incluso de las celestiales,
por las dudas… En una palabra, Oliverio es, como dicen los
ingleses, disruptivo e incluso amablemente subversivo, pues
descongela las formas poéticas, hace explotar las palabras y,
con su humor ácido y agresivo, pone dinamita en los resqui-
cios de las relaciones.
Pero no voy a seguir aburriendo a nadie, entre otras
cosas porque, como dice Juan Gelman, el funcionario debe
funcionar y el obispo debe obispar; o sea que corresponde al
crítico, y no al escriba, criticar. Prefiero recordar a Oliverio
con un aggiornamento de su exvoto

A las chicas de Flores.

Las chicas de Flores tienen desafiantes ombligos inquie-


tos que recogen en su cavidad deseos y piropos cuando pasan.
Tienen también mentirosos pantalones que prometen caer y
nunca cumplen y, justo en la vía hacia el Paraíso Prometi-
do –o el Infierno–, tatuajes de dragones, signos misteriosos y
mariposas multicolores que les abanican las nalgas.

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Las chicas de Flores son púdicas y no tienen culo sino
una colita, pero muestran que lo innombrable existe y con él
ofician todos los días misterios y milagros.
Las muchachas de Flores, desde chiquitas, dedican sus
tetas a San Goloteo y el menear artero de sus caderas, que
desquicia la Paz y el Orden Constituido, al todopoderoso
San Borombón, de nombre tan candombero.
Las chicas de Flores no se pasean por la plaza hoy presa
y enrejada sino que atrapan a sus víctimas reflejando sus
pezones en las vidrieras, que los multiplican y distribuyen
urbe et orbe para mayor gloria de la humanidad doliente.
Las chicas de Flores te queman con sus ojos y con sus
pasos tejen una invisible telaraña donde caen los que, en su
surco, se acercan a escuchar la música de su cuerpo instru-
mento.

Buenos Aires, 25 de noviembre del 2003

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III

En búsqueda de coherencia

Libre ya del Liceo Militar en el 1946, aproveché el paso auto-


mático a la Universidad para inscribirme en la Facultad de De-
recho que hasta 1949 funcionaba en la vieja sede estilo “gótico”
aporteñado en Las Heras y Pueyrredón, cercana a la Penitencia-
ría Nacional construida durante el gobierno de Domingo Faustino
Sarmiento (el cual, como es sabido, no edificaba sólo escuelas). El
edificio, nunca terminado, podía estar todavía en construcción pero
era viejo tanto en el estilo como en la enseñanza, ya que en esa
Facultad el régimen era vetusto y polvoroso pues estaba basado en
la omnisciencia del magister y funcionaba de espaldas a los estu-
diantes, los cuales sólo estaban representados (por así decirlo) por
un solo alumno, elegido entre los 10 mejores promedios.
Me inscribí como alumno libre en esa fábrica de asnos titula-
dos para salir del brete lo antes posible rindiendo varias materias
a la vez. Así tuve que absorber una buena dosis de Gustave Le
Bon, Émile Durkheim, Max Weber y de las refutaciones a Marx de
diversos académicos rusos y alemanes; aprendí también un poco de
Derecho Romano (que me interesaba porque tenía relación con la
sociedad) y hasta aprobé con honor Sociología porque mencioné de
paso al solemne jurado, compuesto por vejetes ilustres vestidos de
oscuro y con cuello duro de celuloide, que había leído Las Avispas,
de Aristófanes, ese conservador que les caía tan simpático, obra
que tuve que analizar desde el punto de vista histórico-sociológico.
No tengo muchos más recuerdos académicos, salvo el rechazo que,
dado que me interesaba la Historia, me causaba el acartonado his-
toriador conservador Ricardo Levene…
En ese período la Federación Universitaria de Buenos Aires
(FUBA) y sus centros de estudiantes tenían una intensa activi-
dad política antioficialista. En el de Derecho coexistían diferentes
tendencias: socialistas de la línea oficial, comunistas, radicales, so-

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cialistas de izquierda y heterodoxos, como yo pero, salvo nuestro
grupito, venían todos de la experiencia común de la Unión Demo-
crática, prooligárquica y antiperonista rabiosa. De todos modos, yo
pisaba la Facultad casi sólo para rendir exámenes y estudiaba en
casa en relativa tranquilidad ya que los aprobaba uno tras otro, lo
cual satisfacía el llamado “frente interno”, o sea, la opinión familiar,
mientras la actividad política universitaria en el Centro, en la que
también participaba Adolfo Gilly, estaba totalmente subordinada a
la acción política tout court y a encontrar nuevos compañeros para
la misma (como Raúl Premat, que sería después miembro del MOR,
posteriormente trotskista y autor de Uno, el país, según Juan Gel-
man la mejor novela sobre la base peronista, y que, ya alejado de la
militancia activa, terminaría siendo uno de los desaparecidos de la
dictadura de 1976-1983).

***

Aquí corresponde una breve digresión: Lo que nos unía y, al mis-


mo tiempo, nos diferenciaba de los otros grupos y tendencias izquier-
distas era el análisis sobre el peronismo que estaba lejos de ser ex-
haustivo y coherente, pero no tenía nada que ver con el planteo de los
comunistas, que identificaban el peronismo con el fascismo o el na-
zismo, ni con el de los socialistas, que sostenían que era simplemente
la expresión de los bajos fondos. Si el peronismo marcó tan profunda-
mente 60 años de historia argentina y perdura aún hoy, a diferencia
del varguismo o del emenerrismo boliviano, o de la influencia del
chileno Ibáñez del Campo, es porque hundía sus raíces en la historia
argentina y conquistó el imaginario colectivo de los trabajadores.
Por ejemplo, Perón, que había sido uno de los oficiales golpistas
que en 1930 derribaran a Yrigoyen, buscó apoyo entre los radicales
yrigoyenistas y entre los intelectuales nacionalistas cercanos a esa
tendencia, a lo Scalabrini Ortiz o Jauretche, y en cierto momen-
to pensó en llevar como candidato a vicepresidente a Amadeo Sa-
battini, ex gobernador de Córdoba en los años treinta, si se quiere
“protoperonista” por su política social y sindical (terminó en cam-
bio poniendo como su compañero de fórmula a Jazmín Hortensio
Quijano, otro viejo y pintoresco radical de provincia).
Perón era un hombre del establishment, conservador y defensor
del capitalismo y trató al comienzo de su gobierno de apoyarse en
la Iglesia católica más fundamentalista y anticomunista, que se
apoderó de la enseñanza y le dio los “pensadores”. Pero la jerarquía
de dicha Iglesia estaba dividida y tenía fortísimos lazos, hasta fa-

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miliares, con la oligarquía terrateniente y rechazaba al advenedizo,
para colmo hijo natural, que ostentaba su relación de concubinato
con una actriz de cine de segundo plano, también nacida fuera del
llamado sacramento del matrimonio. El apoyo de la religión oficial,
que reforzaba su papel de coronel, es decir, de guardián del orden
establecido, le había permitido en realidad tranquilizar a los sec-
tores de origen campesino, religiosos y conservadores, que después
gritarían “¡ni yanquis ni marxistas, peronistas!”.
Perón hizo de todo para mantener sus lazos con ese nacionalis-
mo conservador y clerical de tradición maurrasiana característico
en los años treinta de un sector de la derecha argentina y hasta or-
ganizó un congreso para apoyarse en Santo Tomás de Aquino como
filósofo oficial (y en “filósofos” como el falangista español Figueres).
Pero la Iglesia quería dirigir el aparato estatal, no depender de éste.
De modo que el sentimiento religioso se volcó fuera del cauce ecle-
siástico: Perón fue pues el Líder, el Macho, el Potro, el Conductor y
se pedían milanesas “a la Perón” (con tres huevos), mientras Evita
se convirtió en una Santa.
Pero esa fue sólo una pata del peronismo: éste duró más que el
varguismo o que otras formas de gobiernos nacionalistas burgueses
distribucionistas porque fue derribado en 1955, muy poco después
de empezar su intento (en la Campaña por la Productividad de
1952) de rebajar los salarios reales y reducir la fuerza del movi-
miento obrero, en el cual se apoyaba. La política de los socialistas,
anarquistas y comunistas, que se habían aliado a la oligarquía, le
dejaba el campo libre entre los obreros, a diferencia de lo que suce-
día en Chile o en Brasil o de lo que le sucedería a Velasco Alvarado
en Perú. Perón intentó contener a los trabajadores, en los que no
confiaba y a los que temía1. Lo hizo a veces, y tempranamente, con la
represión (a la huelga ferroviaria o de los gráficos, e incluso a la de
los azucareros, entre los que no existían antiperonistas) pero, sobre
todo, mediante la cooptación de ex dirigentes socialistas, comunis-
tas, anarquistas, anarcosindicalistas, que convirtió en una nueva
élite y en base de su aparato estatal. La clase obrera, subjetivamen-
te, no era anticapitalista, estaba sometida a la hegemonía cultural

1 El 17 de octubre de 1945 le sorprendió cuando ya había redactado su renun-


cia y en septiembre de 1956 huyó en una cañonera paraguaya, en su calidad
de amigo y viejo protector de Alfredo Stroessner, cuando los golpistas no te-
nían perspectivas y era posible derrotarlos para siempre armando a los obre-
ros y llamando a los soldados a controlar a sus oficiales golpistas, todos los
cuales contaban con la confianza del gobierno (el almirante Isaac Rojas, uno
de los líderes del golpe, había sido obsequioso edecán naval de Eva Perón).

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de la clase dominante y buscaba progresar dentro del régimen y
no se oponía al sueño peronista de que la Argentina fuese potencia
mundial. Pero, objetivamente, arrancaba conquista tras conquista
al capital, lo debilitaba y se oponía al imperialismo inglés y al es-
tadounidense, el cual buscaba en ese entonces reconstruir el maltre-
cho capitalismo mundial y convertirse en primera potencia. Había
una contradicción entre el pensamiento burgués antiimperialista
y antioligárquico de los obreros y el pensamiento prooligárquico
y proimperialista de la pequeñoburguesía “democrática” y de sus
partidos: la ideología peronista, procapitalista pero con referencias
continuas a los trabajadores, daba forma inestable a ese conflicto.

***

A poco tiempo del triunfo electoral peronista pasé entonces a


concentrarme en el desarrollo de la Izquierda Socialista, con reunio-
nes interminables en el Tortoni, El Imparcial o en otros cafés de
la avenida de Mayo o en diversos centros socialistas de la Capital.
Entré además a trabajar en Obras Sanitarias de la Nación, en la
Oficina Jurídica, como oficinista del nivel más bajo, junto al pintor
mendocino Julio Renard; allí, por intermedio de la abogada Fulvia
Cometta Manzoni, sobrina nieta del famoso autor de I promessi
sposi, conocí al guatemalteco Miguel Ángel Asturias, que entonces
residía en Buenos Aires y que me impresionó profundamente a
pesar de que sólo lo vi en pocas ocasiones.
Se produjo en ese período una huelga de los taxistas, en su
mayoría españoles y anarquistas, contra las concesiones que, por
millares, y prácticamente regalándoles un auto nuevo, daba el go-
bierno a sus seguidores. Los viejos coches de alquiler, negros y de
origen inglés, llevaban un toldito en la parte delantera donde se
sentaba el chofer, que estaba separado por un vidrio de sus pasaje-
ros, los cuales podían sentarse unos frente a otros –y hasta en un
estrapontín lateral– hasta un total de siete, ya que el vehículo era
enorme. Los taxistas “carneros”, que querían romper el sindicato,
circulaban durante la huelga en sus vehículos flamantes acompa-
ñados por un soldado armado que se sentaba junto al conductor,
para evitarle a éste palizas o pedradas.
Para vencer esa dificultad, la táctica de los anarquistas era la
siguiente: en la parte de atrás de sus coches, oculto tras las cor-
tinas casi bajas, se escondía un joven del grupo socialista que les
prestaba solidaridad activa. Cuando el taxi en huelga marchaba a
la par de un taxi manejado por un rompehuelgas, el acompañante

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oculto tiraba una molotov por la ventanilla a los asientos traseros
del enemigo. Soldado y chofer se arrojaban entonces a la calle, en
pánico y cada uno por su lado, y el primero invariablemente dejaba
su fusil en el auto en llamas mientras el taxi vengador –que tenía
la placa cubierta de barro para evitar ser identificado– se alejaba.
Practiqué esta actividad político-deportiva un par de veces, porque
muy poco tiempo después la policía comenzó a detener preventi-
vamente los taxis viejos de tipo inglés cuyos conductores tuviesen
cara de gallegos y la huelga fue decayendo hasta morir por asfixia.
En otra ocasión, el sindicato, también anarquista, de Cargadores
de Lana pidió nuestra ayuda contra los carneros. Se trataba de po-
nerles un ojo negro a algunos de los principales “lanudos” para que
no se pudieran presentar en el puerto sin infamia (o tuvieran que
hacerlo “como ejemplos vivos de la justicia proletaria”). De este modo,
los trabajadores en huelga nos indicaron –al vasco Barrenechea y a
mí– un capataz particularmente activo contra la huelga. Pero en el
puerto era imposible castigarlo. El hombre, sin embargo, tenía ade-
más un pequeño negocio de joyería en el barrio judío, cerca de la Plaza
Once. Hasta allí lo seguimos y, cuando estaba por levantar la persiana
de su negocio, Barrenechea le hizo un perfecto tackle derribándolo y,
cuando cayó como un tronco, traté de pegarle en la nariz, para dejarle
una marca durante algunos días. Pero el tipo, que era largo y fornido,
se debatía en el suelo gritando como si lo degollasen defendiéndose
de la granizada de trompadas y los comerciantes vecinos –que ni sa-
bían que también trabajaba en el puerto y no entendían por eso los
gritos de “¡carnero!”, “¡tomá por rompehuelgas!” de los dos agresores
que ellos creían ladrones– vinieron en su ayuda. Tuvimos que huir a
toda velocidad y colgarnos de un colectivo para después ir a la playa
de Vicente López, a tomar sol y crearnos una coartada.
El hombre, después nos dijeron, faltó al trabajo, pero nosotros
también porque el fuerte sol del verano porteño nos dejó rojos como
camarones, fuera de combate, y con una sensación penosa que nos
alejó de otras eventuales expediciones punitivas.
El año 1947 fue para mí un año de lecturas de Lenin, Marx y
Engels, de Labriola y de algunos folletos trotskistas y también de
autores argentinos como José Boglich y Frigerio; fue un período, en
resumen, de politización progresiva y de definiciones. Leí además
todo lo que me cayó entre manos, pasé noches en los cafés dis-
cutiendo sobre filosofía, literatura, política, empecé a interesarme
por las vicisitudes de la izquierda argentina antes del peronismo y
con relación a éste y, por supuesto, por lo que pasaba en el campo
internacional, en plena Guerra Fría.

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En efecto, el derrumbe del gobierno del Frente Popular chileno
de Gabriel González Videla, con la consiguiente represión al movi-
miento obrero y a los socialistas y comunistas (que habían integra-
do el gabinete ministerial), las permanentes luchas de los mineros
bolivianos y, sobre todo, la condena a la actitud colonialista de los
socialistas franceses, que mandaron tropas a Indochina contra Ho
Chi Mihn y el Viet Mihn, fueron los principales temas en torno a
los cuales comenzamos a caracterizar nuestra tendencia interna
en el socialismo, al extremo de que a Adolfo Malvagni y a mí en el
partido nos llamaban “los indochinos”.
Dicho sea de paso a este respecto, a diferencia de lo que sucede en
otros países latinoamericanos, el estrecho lazo que siempre había te-
nido la Argentina con Europa (en especial con Francia, pero también
con Italia y España) ha sido también para la gente de mi generación
y para las anteriores un elemento de politización importante y de
definición política a veces muy superior a la claridad sobre lo que
sucedía en el país, pues la izquierda (con raras excepciones, como el
libro de José Boglich sobre la cuestión agraria) había tenido siempre
un enfoque centrado en lo que sucedía en las ciudades, ignorando el
estudio del problema central del país que era y sigue siendo el poder
económico de los terratenientes e importadores-exportadores y, por
consiguiente, su hegemonía sobre los demás sectores de las clases
dominantes y sobre las clases medias urbanas.
A fines de 1947 o a principios de 1948 con Adolfo Gilly sentimos
por eso la urgencia de caracterizar –al menos someramente y para
nosotros mismos y para el grupo de socialistas de izquierda en el
que militábamos– el carácter del capitalismo dependiente argenti-
no, la relación entre las clases y sectores de las mismas, y las tareas
principales para una revolución socialista en el país. Escribimos,
por lo tanto, un folleto que firmamos Ferrero y Estrada (Ferrero era
yo, Estrada él) tomando los seudónimos de los dos primeros libros
que encontramos a mano sobre nuestra cabeza en el escritorio de su
casa, uno de Guglielmo Ferrero y el otro del catolicísimo educador
José Manuel Estrada aunque, según Adolfo, su seudónimo se lo debe
al apellido del arquero de entonces de Boca Juniors, que a pesar de
que soy hincha de River debo reconocer que era bastante bueno…
Dada la juventud y la inexperiencia de los autores, ese ensayo
largo no era realmente una investigación sino que trataba de fijar
algunas ideas básicas para caracterizar la Argentina en que vivía-
mos, utilizando para ello la bibliografía reciente de ese entonces y,
en particular, las cifras que daba Adolfo Dorfman. Éstas probaban
rotundamente, por ejemplo, que el aporte en 1944 de la industria

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manufacturera para el Producto Interno Bruto (el 22,83 por cien-
to) era ya superior a las actividades agropecuarias, que llegaban
al 20,1. Además, marcaban la penetración en la Argentina de los
capitales estadounidenses y el desarrollo de una media y pequeña
industria nacional, así como el retroceso de los capitales europeos
(ingleses, franceses, alemanes, italianos).
El trabajo –si la memoria no me tiende una trampa proyectan-
do al pasado ideas posteriores– concluía que había un vacío políti-
co creado por la crisis del anterior bloque dominante oligárquico-
imperialista dirigido por el capital inglés y que la nueva fuerza
económica de una burguesía nacional en rápido desarrollo, pero
aún naciente, estaba encontrando una expresión política en un
sector de las fuerzas armadas. No era un análisis muy profundo
ni muy original pero, sin saberlo, nos colocaba claramente en el
centro de una disputa sobre el carácter del gobierno peronista,
que luego conoceríamos al leer la revista Octubre. Por supuesto, ni
imaginamos que esas páginas nos servirían el año siguiente para
definir nuestra posición ante los diferentes grupos trotskistas –a
los cuales entonces no prestábamos ninguna atención y cuya acti-
vidad en buena medida desconocíamos– ni mucho menos que ellas
recibirían una amplia propaganda (peyorativa) de uno de éstos (el
Grupo Obrero Marxista –GOM– de Nahuel Moreno), que sostenía
nada menos que el gobierno de Perón era agente del imperialismo
inglés, que éste controlaba totalmente el país y que la Argentina
presentaba fuertes resabios semifeudales…
La guerra reciente había cambiado las sociedades, la geogra-
fía –en todos los continentes menos el americano–, las costumbres,
la visión del mundo. Lo conservador se derrumbaba en todos los
terrenos. La juventud, alentada por el fin del nazifascismo, por la
lucha heroica de millones de partisanos que habían vencido a los
ejércitos más potentes y a los gobiernos más duros y represores
y derribado monarquías y regímenes conservadores, y estimulada
por la ola de liberación nacional que puso en jaque al colonialismo,
ponía todo en cuestión y creía firmemente que todo era posible.
Surgía un nuevo sentimiento internacionalista que en Francia
misma llevaría a la oposición de vastos sectores de la intelectuali-
dad y de la juventud, a pesar de la política patriotera de los socia-
listas y comunistas, a la guerra en Vietnam, primero, y a la repre-
sión salvaje en Madagascar, Marruecos, Argelia y la misma guerra
de Argelia, posteriormente. La Argentina, país conservador en sus
costumbres y en su vida política, fue profundamente sacudida por
esa ola que fue incluso reforzada por la enorme inmigración italia-

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na y española de esos años, que buscaba escapar del pasado euro-
peo y de los horrores de la posguerra y encontrar un futuro libre,
democrático y próspero en el trabajo creativo en tierra americana.
Los nativos aprendieron de los extranjeros recién llegados el
fin inglorioso de los potentes que parecían eternos y nuevas ideas
y costumbres y los inmigrantes fueron incorporados a un nivel de
vida y de cultura superior al que tenían en sus países de origen
gracias a la fuerza de un movimiento sindical que parecía todopo-
deroso. Millones de personas adquirieron confianza en sí mismas y
perdieron el sacro respeto a las autoridades de todo tipo, empezan-
do a pensar y decidir por sí mismas.
Se abrió así una brecha para los jóvenes en la Argentina en el
desplazamiento de las generaciones anteriores. Además, la crisis
evidente del imperialismo inglés durante mucho tiempo no dejó es-
pacio para el desarrollo de su socio y competidor, el estadouniden-
se, abriendo en cambio el camino liberador de un antiimperialismo
que, estudiando la realidad nacional, buscaba romper con la vieja
visión liberal de la historia y de la cultura argentinas. En efecto,
Estados Unidos no era aún la principal potencia mundial –como
comenzaría a serlo recién en los cincuenta– y en América Latina
era omnipotente sólo en Centroamérica y el Caribe, pero en Suda-
mérica, y en particular en el sur de la misma, tenía escaso peso
económico y político (a pesar de las inversiones de los años veinte
y treinta, sobre todo en la industria de la carne, en Argentina). El
desarrollo económico, por otra parte, empujaba a una parte impor-
tante de las clases medias a una radicalización que llegaba incluso
a algunos sectores que seguían a los partidos, como el socialista o
el comunista, que habían mantenido su apoyo al liberalismo y su
unión con las fuerzas conservadoras nacionales y con el imperialis-
mo yanqui en ascenso. Ese proceso social tumultuoso y masivo de
alcance mundial tuvo, por lo tanto, ecos explosivos en esos partidos.
De ahí que jóvenes imberbes como nosotros osasen desafiar a
los “preclaros varones” dirigentes del partido socialista en la con-
servadora sociedad argentina, repleta de “autoridades” y donde los
hombres no salían jamás sin sombrero y los más ricos llevaban
cuello duro, bombín y tenían bastón (“sin galera ni bastón / somos
todos de Perón”, cantaban polémicamente las manifestaciones pe-
ronistas). Por ejemplo, en el Centro Socialista de la Circunscrip-
ción 20ª (del cual, como ya he dicho, me convertí en secretario por
default del anterior), aplicamos a rajatabla los estatutos que es-
tablecían la expulsión del afiliado que no pagase su contribución
ni asistiese a más de tres asambleas seguidas, sin justificación.

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Dos miembros del Comité Ejecutivo Nacional, figuras históricas
del partido e importantes ex parlamentarios (Enrique Dickman y
el abogado constitucionalista Carlos Sánchez Viamonte) perdieron
así estatutariamente su condición de afiliados socialistas, median-
te una resolución que fue vista por la dirección nacional como una
provocación intolerable. La misma nos convocó, por consiguiente,
a la sede central, la Casa del Pueblo, en la calle Rivadavia al 2100,
edificio magnífico que los obreros peronistas quemarían posterior-
mente junto con el Jockey Club y los locales de los conservadores
y radicales.
En la sala de la dirección nos encontramos entonces sesionando
frente a frente los dirigentes del partido, por un lado, y el grupo de
jóvenes que éstos pretendían domar y, si no les resultaba posible,
expulsar, por el otro. Ellos hablaron de disciplina y criticaron nues-
tro presunto peronismo y nosotros, como consumados leguleyos, nos
atuvimos a los estatutos partidarios. De una y otra parte los votos se
equilibraban, aunque el Comité Ejecutivo contaba con uno más has-
ta que Sánchez Viamonte declaró que se tenía que retirar y, por lo
tanto, dejaba su voto a favor de la expulsión… de quienes lo habían
expulsado previamente. Eso me dio ocasión para agregar otra provo-
cación alegando que un expulsado, según los estatutos, no podía ex-
pulsar a los militantes, que nadie le impedía ejercer su voto una vez
que se hubiese reinscrito como afiliado socialista y que me parecía
extraño que un constitucionalista aceptase la posibilidad de que un
muerto pudiese votar, ya que el doctor Sánchez Viamonte tras haber
votado iba a bajar las empinadas y resbaladizas escaleras de már-
mol de la Casa del Pueblo y salir a la transitada avenida Rivadavia
y corría, por lo tanto, peligro de sufrir un accidente mortal antes
de que todos los demás votasen, emitiendo así un voto post mortem
como si fuese un vulgar afiliado de la Unión Cívica Radical...
Fue un escándalo y por supuesto nos expulsaron de inmediato,
dejando de lado pequeñeces tales como los argumentos políticos o
estatutarios. Así, en grupo, entre risas y con una “Internacional”
más rugida que cantada, bajamos las escaleras marmóreas frente
al enorme fresco de Quinquela Martín, con sus obreros demasia-
do cansados como para ver qué pasaba en la Casa del Pueblo, y
salimos a festejar en un colmado andaluz de la avenida de Mayo
nuestra “victoriosa” expulsión del “viejo y glorioso” partido donde
habíamos hecho nuestras primeras armas.
No me olvidaré jamás de ese bendito colmado. En él, estimula-
do por el terrible calor del enero porteño, que entonces mezclaba el
aroma de los duraznos con el olor acre del asfalto que literalmente

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se derretía bajo los pies de los peatones, y por la figura y la gracia
de la hermana andaluza de uno de los coexpulsados, con la que
charlaba eufórico mientras tomaba uno tras otro traicioneros y he-
lados chatos de manzanilla, me emborraché por primera y única
vez en mi vida y, al darme cuenta, tuve que hacer más de veinte
cuadras caminando por la calle de modo de golpear el cordón de
la vereda con mi pie derecho –para mantener una relativa línea
recta– hasta llegar a mi casa. El trazado de las calles porteñas, que
son rectas y paralelas, me ayudaba, pero las malignas esquinas,
que se reproducían misteriosamente para mí cada cien metros –y
eran muchas–, me planteaban un grave problema, agravado por el
tráfico en las calles que aparecían en mi camino y que yo cortaba
embistiendo con la inconsciencia y la suerte de los amigos de Baco.
No sé cómo, pero llegué a casa e irrumpí arrancándome la corbata
y tambaléandome justo en medio de una reunión de amigas de mi
madre, que se levantó sin decir nada, dejó sus opiniones para una
situación más oportuna, me sostuvo por el brazo y me acompañó
hasta mi cama, la cual resultó pariente cercana de la alfombra
voladora de Las mil y una noches, ya que daba caprichosas vueltas
debajo mío a gran velocidad y en todas las direcciones…
La ruptura con el Partido Socialista –que me había enseñado
a escuchar y discutir en las asambleas las posiciones más diver-
gentes, a preparar las discusiones con un orden del día, a tomar
actas de las decisiones y a buscar el consenso, no rehuyendo de las
votaciones cuando éste no era posible– aceleró la transformación
de la Izquierda Socialista en el Movimiento Obrero Revolucionario.
Por ese entonces, la dirección nacional socialista expulsó tam-
bién a toda la Federación de Jujuy y a la de Tucumán, o sea, diri-
gentes y militantes que tenían importante papel en el movimiento
obrero de sus provincias respectivas, tanto entre los obreros side-
rúrgicos, en Jujuy, como entre los azucareros de los ingenios tu-
cumanos y los trabajadores de las grandes bodegas vitivinícolas
locales (porque, aunque en Tucumán no se produce vino, sí se lo
consume y en grandes cantidades).
En Buenos Aires decidimos también hacer pie en el movimien-
to obrero. No sé cómo tomamos contacto con el secretario de la
Federación Obrera de la Industria del Aceite, Francisco Leira, que
era peronista pero no estaba subordinado al Ministerio de Traba-
jo, y resolvimos reforzar ese sindicato, que tenía su sede en Dock
Sud, colocando en el mismo como secretaria administrativa a Ma-
bel Izcovich, posteriormente periodista y cineasta, la cual dividía
su tiempo entre atender a los afiliados y leer las novelas de Agatha

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Christie, y al resto del grupo, piqueteando y distribuyendo volan-
tes en las fábricas de aceite y tratando de hacer base en alguna
fábrica importante.
De ese modo entré a trabajar en Bycla, bordeada por el pestí-
fero Riachuelo y situada en Villa Castellino, Avellaneda, frente a
la metalúrgica SIAM di Tella, de la cual la separaba una estrecha
calle que terminaba en el río y con la que compartía las vías ferro-
viarias que abastecían a ambas.
Como estibador en el patio de cargas aprendí allí los trucos de
los cargadores viejos para hacer menos esfuerzos y comencé tam-
bién a conocer a la gente del barrio, vieja y nueva, ya que al termi-
nar el primer turno todos –aceiteros y metalúrgicos, mezclados–
nos juntábamos en la fonda El Torito que estaba en la esquina, era
barata y ofrecía buena carne, buen vino y mejor compañía.
Por supuesto, la casi totalidad de los trabajadores simpatiza-
ba activamente con el peronismo y confiaba mucho en mejorar su
condición mediante la actividad sindical, aunque no confiase en
cambio en los dirigentes sindicales que el peronismo acababa de
comprar o de inventar –como los de la Unión Obrera Metalúrgica–
y que marchaban rápidamente hacia su conversión en burócratas.
Pero se discutía todo y con gran libertad, de modo que era posible
para un no peronista como yo establecer un importante contacto
político y humano con los compañeros (obstaculizado en parte, sin
embargo, por las simpatías futbolísticas, ya que ellos eran en su
mayoría –estábamos en Avellaneda– de Racing o de Independiente
y yo, de River Plate).
En ese Buenos Aires que todavía no tenía televisión –la cual
llegó recién en 1952– la opinión se formaba en la familia, la calle, la
peluquería, la fábrica, el club de barrio. El barrio vivía ligado a sus
fábricas y en cada casa había algún obrero o un familiar de obrero
de una de ellas, de modo que el pensamiento colectivo se formaba
en el trabajo y en la familia. En Villa Castellino muchos no habían
cruzado jamás el Riachuelo, para conocer “las luces del trocen”, el
bullicio del centro porteño. En los meses fríos todos vestían su ropa
de trabajo –el traje dominguero era para las grandes ocasiones o
para sacar a la señora a pasear– y en verano se sentaban después
del trabajo a tomar el fresco frente a su casa, en un pijama bien
planchado y calzando chancletas o alpargatas. El jueves, día de los
novios, la pasada por el peluquero era obligatoria para afeitarse
y charlar y el domingo, día familiar y de ravioles, se juntaban las
generaciones en mesas grandes, ya que los hijos –y los hijos de los
hijos– eran muchos.

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Por supuesto, Avellaneda, como toda la Argentina, bebía mate,
casi siempre amargo, aunque los descendientes de europeos lo ce-
basen a veces con azúcar, leche y hasta grapa, y la bebida gaseosa
popular era la Bilz, de frutas, casi sin azúcar. Por esos años, sin
embargo, llegó la ofensiva comercial estadounidense y la Gillette
desplazó a la navaja de afeitar en la casa y al barbero –a las ho-
jitas se las afilaba muchas veces en un aparatito especial o en el
borde de un vaso de vidrio, para no gastar tantas ya que no eran
nada baratas– y, contemporáneamente, llegó una bebida horrible,
dulzona y maloliente, llamada Coca Cola, que comenzó a ser distri-
buida helada y gratis hasta acostumbrar los paladares, después se
vendió por debajo del costo y terminó imponiéndose y desplazando
a la Bilz y hasta a la cerveza, bebida de lujo –como el anís o los ape-
ritivos– de los proletarios, que normalmente en verano cortaban
con un chorro helado de un sifón de soda un vino malo que llegaba
desde Mendoza en pipas, sacudiéndose durante días.
En los tranvías había boletos de estudiantes a precio reducido
y, para ahorrar o por falta de plata, a mediodía muchos comían “5 y
5”, o sea, una gran rebanada de fainá (una pizza de harina de gar-
banzo que trajeron los genoveses) sobre otra de fugazza (pizza de
cebolla sin tomate ni mozzarella), por un total de diez centavos. En
la infaltable radio se turnaban las telenovelas y las transmisiones
de los partidos de fútbol y en los clubes, el fin de semana, había
bailongos “de rompe y raja” para lucir los pasos (y los zapatos de
charol, en el caso de los bailarines fanáticos) ante las chicas que,
sentadas junto a las paredes, rodeando la pista de baile, esperaban
el leve cabezazo de invitación de algún galán o de quien apreciase
el modo en que bailaban, modosas y en silencio.
Pero todo cambiaba muy rápido con la industrialización, el
nuevo peso de los sindicalizados, la nueva conciencia de libertad
y dignidad que tenían los trabajadores, la argentinización de la
composición social de los barrios urbanos. El pasado reciente aún
estaba ahí pero como cubierto por una fina película que lo situaba
ahora en una modernidad industrial. Como el Búlgaro, un ex cu-
chillero del que fuera jefe mafioso de Avellaneda, Ruggierito, que
con una pierna encogida y un pie y la espalda apoyados en la pared
de Bycla, su cuchillo en la cintura, su sombrero gris requintado
sobre la frente y su pañuelo en el cuello, recordaba a todos la época
de los prostíbulos y el peaje de los matones en los puentes sobre el
Riachuelo pero vivía ahora de su prosaico trabajo de obrero.
Tras un breve período de adaptación, aprendí qué y cómo dis-
cutir con los compañeros y hasta dónde llevar las conversaciones.

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Algo me costó, porque en la primera semana tres compañeros de
tareas, fanáticos peronistas, me tomaron por miembro del parti-
do comunista –el partido comunista, recordemos, recientemen-
te había votado junto a la derecha y a la embajada yanqui–, me
agarraron a trompadas a la salida y me quisieron tirar al río. Me
defendí como pude y, cuando todos resbalábamos, forcejéabamos y
nos aporreábamos en el barro orillero, otro estibador que después
resultó delegado sindical y que pasaba en bicicleta, bajó de ésta y,
sacando su cuchillo de la faja al grito de “¡tres contra uno no es de
hombres!”, impuso la reflexión y la reconciliación.
Como yo tenía una ceja sangrante y toda la ropa empapada y
sucia de lodo, mis “enemigos” me llevaron a la casa de uno de ellos,
que me ayudó a curar la herida y me dio ropa suya para volver a
casa. Poco tiempo después ese mismo muchacho hizo campaña para
elegirme delegado de la sección Patio de Cargas: todos, peronistas
como él, votaron entonces por el “comunista que no es como los co-
munistas y está contra los comunistas”, como explicó con gran preci-
sión a la asamblea dejando muy en claro el diferente contenido que
en uno y otro momento de su frase daba a una sola y misma palabra.
Mi trabajo como aceitero (es decir, como cargador de cajas con
botellas de aceite y, ocasionalmente, de bolsas de semillas oleagino-
sas) era sin duda cansador pero tenía aspectos jocosos y me llenaba
de conocimientos directos sobre qué interesaba a los jóvenes obre-
ros peronistas, qué pensaban éstos, cómo razonaban, qué objetivo
daban a su vida. Entre las bromas cotidianas que hacíamos a un
patrón que todos aparentemente respetábamos era común que le
saqueáramos el refrigerador, raro entonces en los hogares pobres,
donde se enfriaban los alimentos en el mejor de los casos en hela-
deras con barras de hielo o, si no, en fiambreras de alambre tejido
colocadas en los lugares frescos de la casa. La fábrica Bycla produ-
cía también sidra, que su patrón y mandamás quería tomar helada
a mediodía. Pero invariablemente entrábamos a hurtadillas a su
oficina, tomábamos del refrigerador la botella ya fría y la sustituía-
mos por otra, caliente, que poníamos en ese momento y el conteni-
do de la que estaba helada lo transvasábamos a nuestras oscuras
botellas de vino. Después nos íbamos a gozar el futuro espectáculo
y a almorzar en paz y buena compañía esperando allí, junto a la
oficina. Momentos después, el patrón salía puntualmente, rojo de
ira, preguntándonos a gritos si habíamos visto entrar a alguien y
tomarse su sidra fresca. Invariablemente le respondíamos que no,
con nuestra mejor cara de tontos asombrados, y le ofrecíamos un
vaso de nuestro oscuro vino, que en realidad era su sidra. Ciego de

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ira, e intuyendo que le tomaban el pelo, ni siquiera se fijaba en que
la botella de “vino” que le mostrábamos transpiraba. Hay que acla-
rar que, puesto que llenábamos de agua –para que no flotasen– las
botellas que le robábamos y las tirábamos al río, a nuestras espal-
das, nunca sospechó de nosotros hasta que una seca bajó el nivel
del río y dejó al descubierto una alta pirámide de botellas de sidra
enterradas en el lodo del Riachuelo. Creo que entonces comenzó a
explicarse por qué había un dejo socarrón en nuestro ofrecimiento
de compensar la falta de su refinada sidra Brut con un trago de
nuestro humilde “vino” barato…
La vida en el sindicato, por otra parte, era bastante rutinaria,
pero me permitía tomar contacto y discutir con otros delegados,
cosa que me sería muy útil años después, durante la dictadura lla-
mada Revolución Libertadora, que derribó a Perón en 1955, como
recordaré en su momento. Parte de esa militancia consistía en pe-
gar carteles en las paredes de las fábricas aceiteras de la transna-
cional argentina Bunge y Born en Dock Sud al sur de la capital.
Una noche me tocó hacerlo con Marcos Kaplan, que sería des-
pués el brazo derecho de Silvio Frondizi en el grupo Praxis y ter-
minaría como profesor de Derecho en la Facultad de Derecho de
la Universidad Nacional Autónoma de México. Yo estaba pegando
carteles en la pared que hacía esquina con la entrada de la fábrica,
donde Marcos pegaba los suyos, y, de golpe, lo ví correr hacia mí
como alma que lleva el diablo, blanco de susto, atinando apenas a
decir que un sereno le había disparado un tiro. Naturalmente, le
seguí en su huida porque era casi seguro que en pocos momentos
más pudiera llegar la policía. Después supe, sin embargo, que lo
que Kaplan tomó por un disparo fue el choque de un manojo de lla-
ves arrojado con fuerza por el sereno contra el portón de hierro. Por
supuesto, ya no fue posible enrolar a Marcos (“Kito”) en ninguna
otra expedición propagandística aceitera pues se escurrió siempre
como si estuviese aceitado… El después catedrático en México se
cuidó además muy bien en el exilio de recordar su pasado de re-
volucionario con Silvio Frondizi y Praxis y, mucho más aún, sus
primeras experiencias de adolescente en el MOR y sus incursiones
nocturnas a los suburbios porteños.
Quien también acarició por un momento la idea de transfor-
marse en obrera aceitera fue Julia “Chiquita” Constenla, en tiem-
pos de Raúl Alfonsín directora de Radio Mitre, de la que nos burlá-
bamos por su corta estatura diciéndole que iba a llevar rodando las
aceitunas, una por una, hasta la gran criba donde se zarandeaban
dentro de un chorro de hirviente aceite de girasol, al que perfuma-

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ban apenas, para producir el “famoso” aceite extravirgen de oliva
de Bycla. Otro compañero, Carlos De Yebra, estudiante de Dere-
cho, de familia pobre y del interior del país y después destacado
militante metalúrgico, optó por trabajar en el Metro como obrero y
Adolfo, por su parte, entró en una tipografía. Pero estaba enfermo
de la garganta y debió ser operado, de modo que el plomo no era
un medicamento muy indicado para su salud y se replegó entonces
como corrector de pruebas a la editorial Arrayú, para la cual tra-
dujo además un importante libro de Daniel Guérin (A dónde va el
pueblo estadounidense). De la tipografía inicial sacó sobre todo el
contacto con un gráfico medio anarco y medio loco –Bettanin– que
sería después su suegro y cuyo hijo mayor, diputado de la izquierda
peronista, sería posteriormente asesinado por la dictadura en los
últimos años setenta…
Con Adolfo compartíamos la pasión por los surrealistas france-
ses (cuyos libros la policía me robó a mitad de los cincuenta y en el
55 empecé a recuperar de a uno, en las librerías de viejo, pagándolos
con unos pocos pesos y muchas puteadas) y, cuando podíamos, los
filmes de los grandes actores franceses (Jean Gabin, Louis Jouvet,
Michel Simon, Arletty, Michèle Morgan), los primeros del neorrealis-
mo italiano y muchos conciertos de tango o de música clásica desde
la claque en el Colón. Eso, en cuanto a la actividad cultural.
La actividad –por llamarla de alguna manera– del MOR prosi-
guió por su parte sin mayores problemas durante algunos meses.
Coloqué en casa un mimeógrafo y lo hicimos funcionar en algunas
ocasiones para sacar volantes (el gobierno peronista prohibía tener
aparatos reproductores y controlaba su venta, así como también
la comercialización de los esténciles, la tinta y el papel y había
que inventar boletas falsas de casas comerciales inexistentes cuya
actividad justificase utilizar un Gestetner) y una noche la policía
se llevó por “averiguación de antecedentes” a todos los “moristas”
que encontró reunidos como siempre en una gran mesa en El Im-
parcial, discutiendo sin precaución alguna, y sólo me salvé de la
redada porque, como entraba a trabajar a las 6 de la mañana y
debía levantarme a las 4 para llegar puntual, preferí acostarme
temprano.
Pero algunos meses después los obreros de los ingenios azuca-
reros tucumanos y de todo el Norte argentino entraron en huelga
general por sus propias reivindicaciones desafiando al gobierno
peronista, del cual eran sin embargo uno de los puntales, y consi-
guieron que otros gremios parasen en solidaridad. No se trataba
ya ni de los gráficos, entre los cuales abundaban los socialistas,

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comunistas y anarquistas, que también habían hecho una huelga
muy duramente reprimida a instancias de Eva Perón misma, ni
de un paro de los trabajadores de La Fraternidad, el sindicato de
los conductores de locomotoras que –a diferencia de los ferrovia-
rios, que eran mayoritariamente peronistas– se veían a sí mismos
como aristocracia obrera y, en esa calidad, se oponían al gobierno
de los “grasas” (“grasas” era el nombre cariñoso que Evita daba a
los trabajadores peronistas, a los que Perón prefería llamar “des-
camisados”). La FOTIA y los sindicatos norteños habían nacido
como tales y, al mismo tiempo, como centros peronistas y centros
de poder obrero en sus respectivas provincias. Para el gobierno pe-
ronista resultaba, por lo tanto, intolerable la participación de mu-
chos de los dirigentes obreros del Norte, mediante su afiliación al
Partido Socialista y después al MOR, en una especie de trotskismo
difuso que tenía sus raíces en la anterior militancia trotskista en
Córdoba, allá por los años treinta, de jóvenes estudiantes del inte-
rior, como el cardiólogo tucumano “Gaucho” Kirchbaum, padre del
reaccionarísimo periodista de Clarín, o el jujeño “Chango” Esteban
Rey, abogado, con su compañero de bufete y de lucha política, el
también jujeño escribano “Vinchuca” Barraza.
La adhesión de los obreros rurales e industriales, que eran
peronistas, a direcciones que no eran peronistas pero que acom-
pañaban sus luchas en una perspectiva política independiente y
de izquierda demostraba una vez más que los trabajadores no se-
guían ciegamente al gobierno ni formaban su opinión política en
los aparatos burocráticos como el partido peronista (resultante de
una imposición de Perón, que había disuelto los partidos que ha-
bían apoyado su candidatura presidencial, defenestrado a varios
dirigentes sindicales líderes del Partido Laborista, e inventado un
partido único que después transformó lisa y llanamente en Partido
Peronista). La huelga, además de tratar de explotar una relación
de fuerzas favorable para lograr más conquistas sociales y gremia-
les, se transformaba por sí misma en una disputa entre la base so-
cial peronista y el aparato estatal dirigido por Perón. Por supuesto,
siguió una represión masiva –más de 200 sindicalistas socialistas
fueron detenidos, las casas fueron allanadas– y, después de venci-
das la huelga azucarera y las huelgas solidarias, recién entonces
el gobierno central liberó los presos e hizo concesiones económicas.
Pero, mientras tanto, el MOR quedó acéfalo y la secretaría ge-
neral del movimiento cayó en mis inexpertas manos, desplazándo-
se hacia la muy noble (y entonces muy gorila) ciudad de Santa Ma-
ría de los Buenos Ayres, donde nuestra base obrera era inexistente

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a pesar de los esfuerzos que hacíamos por crearla. Eso precipitó la
crisis del MOR.
Grosso modo, éste creía que el gobierno de Perón era un go-
bierno capitalista de un país dependiente que se apoyaba en el
movimiento obrero para contrarrestar el peso de la oligarquía y
la presión del imperialismo, sobre todo la brutal y creciente del
imperialismo estadounidense, y que representaba los intereses de
un aparato militar-industrial, que no tenía representación políti-
ca. Esta opinión circulaba en las discusiones y en algún volante,
pero no había sido formulada extensamente ni por Rey ni, des-
pués, tampoco claramente por nosotros, es decir, por los escribas
del movimiento Ferrero y Estrada. El MOR era internacionalista y
también hacía suyo el Programa Fundacional de la IV Internacio-
nal (el llamado Programa de Transición) escrito en vísperas de la
guerra por León Trotsky, que terminara asesinado hacía poco más
de un lustro sin haber podido analizar la posguerra. Como la iz-
quierda radical boliviana de ese entonces, teníamos un trotskismo
genérico pero no relaciones orgánicas con los trotskistas latinoa-
mericanos de antes de la guerra –muy dispersos y, en particular en
la Argentina, muy divididos por la posición frente al peronismo– y
tampoco las teníamos con la IV Internacional, cuyo Secretariado
Internacional había funcionado en Estados Unidos durante la gue-
rra (Europa estaba ocupada por los nazis) y empezaba recién a
reorganizarse en el Viejo Continente.
El MOR porteño, además, estaba entonces dividido entre dos
grupos más o menos iguales: el de quienes querían formar un mo-
vimiento argentino, independiente, tomando las ideas de Trotsky
para orientarse pero sin llegar a declararse trotskistas, y el de
quienes, por el contrario, se daban cuenta de las debilidades teó-
ricas y organizativas del grupo y no desdeñaban la idea de buscar
contacto con otros grupos revolucionarios más o menos afines del
país y del continente, para pensar más en las respectivas realida-
des nacionales. La discusión era muy confusa y muchos oscilaban
entre las dos corrientes principales o esperaban para pronunciarse
tener una mayor claridad y ver qué pasaba con el movimiento.
Decidimos, por el momento, mandar exploradores a los diver-
sos grupos trotskistas argentinos para ver qué eran, qué decían y
cómo funcionaban. Le tocó a un estudiante de medicina francés,
racionalista y pulcro, ver al Grupo Obrero Marxista (después Par-
tido Obrero Revolucionario) dirigido por Hugo Bressano (Nahuel
Moreno) y volvió horrorizado hablando del primitivismo del grupo,
de su falta de democracia, de su composición de marginales uni-

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dos a algunos estudiantes judíos de buena voluntad. Otro visitó la
Unión Obrera Revolucionaria (UOR), que publicaba El Militante
y estaba dirigido por Miguel Posse, sector que era violentamen-
te antiperonista y estaba compuesto por gente venida del Partido
Socialista, y dio un informe desfavorable en el que hablaba del
gorilismo teórico y de las rencillas internas. Por último, uno de los
militantes del MOR, Baruch (Bernardo) Malach, que después emi-
graría a Israel, donde militaría en la izquierda socialista-sionista
hasta su muerte, nos dio el contacto con su hermano Sergio, que
era uno de los dirigentes del pequeño grupo obrero (el GCI o Grupo
Cuarta Internacional) que dirigía Homero Cristalli (J. Posadas o
Luis) y publicaba Voz Proletaria, y, tras algunas discusiones entre
los “plenipotenciarios”, terminamos sugiriéndole –Adolfo y yo– al
emisario del GCI la posibilidad de colaboraciones puntuales hasta
tanto el MOR decidiese sobre su futuro. En cuanto al grupo de Jor-
ge Abelardo Ramos y los suyos, su pronta integración en el pero-
nismo y en la burocracia sindical hizo innecesaria una visita. Con
los demás grupos no tomamos contacto simplemente porque no los
conocíamos…
Poco tiempo después –en lo que entendía posteriormente era
una discusión conmigo mismo para llegar a conclusiones– escribí
un folleto que no conservo y en el cual, en esencia, decía que las po-
siciones de Trotsky eran las nuestras, pero que, como las de Marx,
constituían un bien público y, por lo tanto, no obligaban por fuerza
a militar en la IV Internacional.
Sin embargo, una semana después, convocamos una asamblea
general en Paso del Rey, junto al río Las Conchas, declarando nues-
tra decisión (de Adolfo y mía) de disolver el grupo para buscar in-
gresar en la Internacional trotskista. La votación se hizo subiendo
la colinita –desde la cual yo hablaba– quienes estuviesen de acuerdo
y quedando en la orilla del río los que estuviesen en contra. Hubo
“movimientos varios”, como dicen las actas parlamentarias, hasta
que, por último, nos encontramos en la colina, si mal no recuerdo,
unos veinte, mientras abajo quedaban cerca de diez, que terminaron
yendo al Partido Comunista o volviendo al Partido Socialista.
No nos quedaba más que tomar contacto con el Grupo Cuarta
Internacional que habíamos elegido porque era obrero y nos pare-
cía más serio, más ligado a la Cuarta Internacional y más cerca de
nuestra caracterización de la Argentina y del peronismo. Y eso es
lo que hicimos.

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IV

Buscando al león

Cuando decidimos ingresar en la Cuarta Internacional no sa-


bíamos casi nada sobre ella y sólo contábamos con la lectura voraz
de su Programa de Transición de 1938 y de las tesis de su Se-
gundo Congreso Mundial apenas realizado en abril-mayo de 1948
que encontramos en una revista Quatrième Internationale llegada
milagrosamente a nuestras manos. De los trotskistas argentinos
habíamos leído un número de Octubre, algunos folletos delirantes
de Liborio Justo (Quebracho), un trabajo de Antonio Gallo de 1932
(Sobre el movimiento de septiembre. Un ensayo de interpretación
marxista) sobre el golpe de septiembre de 1930 contra Hipólito Yri-
goyen y muy poco más. Por eso, como en los mapas medioevales,
en la zona situada a la izquierda de la izquierda tradicional y con-
servadora socialista y comunista, nosotros escribíamos “hic sunt
leones”, sin diferenciar mucho entre el León real (Trotsky) y una
multitud de chuchos alborotados y con cabellera despeinada.
Sabíamos, en cambio, que en 1948 era ya cosa del pasado el viejo
movimiento trotskista argentino, nacido en 1929 como Comité Co-
munista de Oposición y que después se caracterizara por la sucesión
de peleas y alianzas entre Liborio Justo (hijo del presidente-dictador
Agustín P. Justo), por un lado, y el dirigente de los trabajadores mu-
nicipales de Buenos Aires, Pedro Milesi, el honesto y combativo líder
de los obreros madereros en 1934 y de la huelga de la construcción
en 1935, Mateo Fossa (que había visitado a Trotsky en Coyoacán
para quejarse de los “masturbadores” con los que le tocaba militar),
y los trotskistas-socialistas Raurich y Gallo, por el otro.
La breve experiencia de unificación –el Partido Obrero de la
Revolución Socialista, o PORS– impulsada en plena guerra (1942)
por los trotskistas estadounidenses mediante su delegado Sherry
Mangan (“Terence Phelan”) había estallado apenas al cabo de un
año dejando sólo resquemores y desmoralización. El intento utó-

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pico de unificar a todos los que aceptaban la etiqueta trotskista
no había podido superar, sobre todo, las interpretaciones políticas
opuestas del carácter de la revolución en la Argentina, la visión
estrechamente local y, además, los miserables intereses de grupo
de quienes habían participado en esa experiencia.
El escollo principal lo había constituido la llamada “cuestión
nacional” pues, de modo esquemático, se enfrentaban dos tenden-
cias, cuyos integrantes estaban lejos de ser homogéneos ya que
tenían también matices diferentes. Estaba, por una parte, la de
quienes sostenían que el país era capitalista, que la burguesía
industrial y la oligarquía explotaban a los trabajadores, que la
burguesía nacional era demasiado débil para oponerse al impe-
rialismo y que, por lo tanto, sólo una revolución socialista podría,
a la vez, acabar con la explotación capitalista y con la opresión y
dominación imperialista, ya que el proletariado, al que considera-
ban homogéneo y reducido al sector industrial, debía enfrentar al
bloque único de la burguesía, también homogéneo a pesar de sus
aparentes diferencias. La otra tendencia, en cambio, coincidía en
lo que respecta al carácter capitalista del país y en cuanto a la im-
potencia de la burguesía nacional frente al imperialismo y, por su-
puesto, en la necesidad del socialismo, pero atribuía en su análisis
un peso mucho mayor al atraso y la dependencia de la Argentina,
a la existencia de otros sectores explotados por el capital pero no
proletarios y a la necesidad consiguiente de poner en primer plano
consignas democráticas que uniesen en el mismo proceso la lucha
por la independencia nacional con las aspiraciones y procesos anti-
capitalistas que debían concluir con una revolución socialista.
De este modo Liborio Justo planteaba el problema de la libe-
ración nacional y otros, como Reynaldo Frigerio, Gallo o Milesi,
consideraban, por el contrario, que esa consigna era una “traición”
y la contraponían a la revolución socialista. Por ejemplo, el segun-
do número de la revista Inicial del grupo de los dos últimos había
publicado al respecto un largo editorial titulado La posición de la
IV Internacional ¿Liberación nacional o Revolución socialista? en
el que el segundo término de la pregunta excluía el primero y Fri-
gerio había escrito que “la burguesía nacional es el principal ene-
migo”, mientras que Justo (Quebracho) sostenía en cambio que “el
principal enemigo es el imperialismo que oprime a la Argentina,
ha deformado su economía e impide su desenvolvimiento”.
Como se ve, estaba lejos de haber consenso y el hecho de lla-
marse todos trotskistas no bastaba para unir a quienes se incli-
naban hacia un ultraizquierdismo clasista sin mediaciones con

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quienes, por el contrario, preanunciaban ya lo que más de veinte
años después aparecería en América Latina bajo el nombre de “de-
pendentismo”.
Además, en el movimiento trotskista internacional –al igual
que en todo grupo en situación marginal– y en la Argentina afluían
al trotskismo criollo no sólo obreros revolucionarios o comunistas
que querían “volver a Lenin”, sino también muchos inadaptados y
resentidos. Estaban, por ejemplo, los que, instalados en la cómoda
posición de trotskistas internos del Partido Socialista, como Rau-
rich o Gallo o el mismo dirigente sindical de los municipales porte-
ños Pedro Milesi, querían cubrir con un palabrerío revolucionario
y antiestalinista su inmobilismo o su disputa burocrático-sindical
con los comunistas. Pero también se acercaban quienes, en reali-
dad, en la Oposición de Izquierda unificada por la lucha contra el
estalinismo se inspiraban más en Gregori Zinoviev que en Trots-
ky y tendían al ultraizquierdismo y a la disputa por los aparatos,
por míseros que estos fueran, reproduciendo un estalinismo de iz-
quierda sin y contra Stalin. O los que venían de un mal digerido
anarquismo sin principios teóricos sólidos, como Jorge Abelardo
Ramos, y podían pasar –fácilmente y en un corto lapso– de una
posición a otra diametralmente opuesta. Una cuarta categoría de
gente estaba formada por los “patológicos”, al estilo de Liborio Jus-
to o del boliviano Guillermo Lora, incapaces por su agresividad e
intolerancia de formar un equipo con nadie –y mucho menos un
partido–, individuos que todo lo medían en función de sí mismos y
que, por lo tanto, se retiraban cuando la realidad no correspondía
a lo que ellos esperaban.
Los trotskistas militaban, en efecto, contra el capitalismo pero
también contra las corrientes comunista y socialista que domina-
ban las fuerzas organizadas en el movimiento obrero. Esa doble lu-
cha acentuaba su aislamiento político y la necesidad consiguiente
de contar con una buena dosis de autoconfianza y de preparación
y seguridad teórico-principista. Por eso, cuando este último factor
era débil o simplemente no existía, aparecía inevitablemente en
primer plano una personalidad prepotente, intrigante, conflictiva
o marcada por la convicción de que, por su excepcionalidad, podía
permitirse cualquier tipo de truco o de maniobra desprejuiciada
para alcanzar su objetivo, ya que las normas éticas valían para los
demás mortales pero nunca para un líder revolucionario nato que
era “una fuerza de la Naturaleza”.
El gran error metodológico cometido por el delegado interna-
cional Terence Phelan al impulsar la creación del PORS consistió

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entonces en creer que el nombre de la cosa expresa la cosa misma y
que todos los que se decían trotskistas lo eran del mismo modo, por
las mismas razones y con las mismas posiciones esenciales y que,
por lo tanto, era necesario y posible hacer malabarismos verbales
para maquillar las diferencias y lograr una apariencia de consenso.
Dicho sea al pasar, este tipo de esfuerzos por juntar el agua
con el aceite se repetiría gran cantidad de veces en la historia de
la IV Internacional en la posguerra, donde las “unificaciones” ge-
neralmente sólo fueron preludio de escisiones sucesivas, ya que no
fueron preparadas por un proceso de discusión teórica profundo y
serio sobre las diferencias para poder aclararlas, afirmarlas o eli-
minarlas antes de dar cualquier paso organizativo fusionando lo
que, a lo mejor, no es posible o no conviene integrar.
Es notable a este respecto que un movimiento internacional
surgido de la defensa de los principios socialistas revolucionarios
haya caído tan a menudo en maniobras organizativas no principis-
tas llevado por la necesidad de aumentar a toda costa su exiguo
número de militantes, sumando lo que no se puede sumar y cre-
yendo que más miembros quiere decir siempre más fuerza política.
Es más, esa tendencia, ese penchant, como dirían los franceses,
pasó a formar parte del ADN político de los trotskistas europeos
como Ernest Mandel, Livio Maitan o Pierre Frank –aunque no del
de Michel Raptis (Pablo)– y, por supuesto, agregó mucho a la confu-
sión que favorecía el escisionismo en cada grupo o partido.
El hecho es que, cuando nos acercamos al GCI, además de éste
existían el Grupo Obrero Marxista (GOM) de Nahuel Moreno, sur-
gido en 1944 y que publicaba desde hacía dos años Frente Proleta-
rio; el grupo reunido en torno al periódico Frente Obrero de Aure-
lio Narvaja (Carvajal), Enrique Rivera y Perelman; Spartacus, un
grupo rosarino dirigido por Daniel Siburu que duró muy poco; la
Unión Obrera Revolucionaria (UOR), que publicaba El Militante
y que giraba en torno a Miguel Posse (Oscar), y el grupo alemán,
formado por ex militantes del PC de esa nacionalidad que habían
combatido en la derrotada insurrección de Hamburgo en los años
treinta y se habían refugiado en la Argentina, donde formalmente
integraban en el PCA la sección alemana en el país.
Ese era todo el abanico de posiciones trotskistas, ya que por
entonces el grupo Octubre del “Colorado” Jorge Abelardo Ramos
acababa de romper en 1947 con la IV Internacional y se había in-
tegrado en el peronismo, donde Ángel Perelman, uno de sus in-
tegrantes, había creado la Unión Obrera Metalúrgica, que había
sustituido al viejo sindicato dirigido por los comunistas y de la cual

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Adolfo Perelman era gerente administrativo, Hugo Silvester ase-
sor gremial y Ángel Perelman el todopoderoso secretario general.
La mayoría de esos dirigentes de los grupos trotskistas exis-
tentes (con la excepción del “viejo” Mateo Fossa, que colaboraba
con Posse) era poco mayor que yo y que Adolfo, que nacimos en
1928. Ramos, por ejemplo, había nacido en 1921 y Moreno en 1924;
Posadas, en cambio, era del 1911 pero cuando le conocimos no ha-
bía llegado aún a los cuarenta años. Él era además el único obrero
–siempre con la excepción de Fossa– y el único que contaba con un
pasado sindical y todos esos líderes de pequeñas agrupaciones ha-
bían participado en la fallida experiencia del PORS (Posadas, como
su maestro teórico Narvaja, también había pasado por el Partido
Obrero Socialista en Córdoba y había recalado nuevamente en el
Partido Socialista, en la Capital, con el objetivo de reunir callada-
mente un grupo de jóvenes militantes y formar una nueva organi-
zación en 1945-46, sin librar ninguna interna en ese partido que
pudiese motivar su expulsión y la de sus simpatizantes).
Así estaban las cosas cuando Adolfo y yo, a mediados de 1948,
terminamos reuniéndonos clandestinamente en la isla Maciel
con lo que después supimos era la plana mayor del GCI, el Grupo
Cuarta Internacional.
El obrero yugoslavo titoísta que nos permitía reunirnos en el
terrenito donde cultivaba uvas chinche nos cobraba apenas 20 cen-
tavos por cabeza por cubrir nuestra reunión prohibida, pero nos
ponía como condición pisar la uva que producía para ayudarle a
hacer su vino de la costa; además, aceptaba simultáneamente di-
versas y muy diferentes reuniones (de serbios titoístas o hasta de
comunistas argentinos), de modo que había que recorrer con cir-
cunspección los diversos seudo picnics, saludando y evaluando rá-
pidamente a sus integrantes para no aterrizar en nido ajeno.
Según las reglas, pues, nos presentamos por último ante unas
seis personas, todas de aspecto obrero, reunidas en torno a un asa-
dito. Cinco de ellas tenían aproximadamente nuestra edad mien-
tras que la otra, aparentemente unos diez años mayor, producía
una extraña sensación ya que su larga cabellera totalmente blanca
en torno a un cráneo poderoso totalmente desprovisto de pelo (como
el Miguel Hidalgo pintado por Diego Rivera) contrastaba con el vi-
gor de un cuerpo deportivo y con una cara vivaz y joven en la que
se destacaban unos ojitos pequeños, escrutadores y calculadores.
Este, lo supimos sin siquiera pensarlo desde el primer momento,
era Posadas y le rodeaban en círculo José Lungarzo (Juan), joven,
delgado y muy inteligente obrero metalúrgico, que provenía de la

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Juventud Comunista de Villa Castellino, en Avellaneda; Dante Mi-
nazzoli (Arroyo), escondido detrás de anteojos de gruesos vidrios y
con cara de reprimida suspicacia ante los pequeños burgueses (no-
sotros) que aparecían de golpe, del cual después supimos que era
un autodidacta que venía del anarquismo y acababa de ser echado
de SIAM; Roberto Muñiz (Puentes), otro obrero metalúrgico que
también trabajaba en SIAM, en Villa Castellino; Oscar Fernández
(Hugo Villa), obrero textil, hijo de un panadero español anarcocomu-
nista que trabajaba en la Confitería El Molino, la “pequeña Moscú”
de su gremio, y, por último, nuestro contacto, Daniel Malach. Como
supimos posteriormente, Posadas tenía apenas el tercer año de la
escuela primaria y se hacía redactar sus artículos para Voz Prole-
taria, el órgano del grupo, tanto por Malach como por Minazzoli,
que tenían más lecturas pero que se limitaban a dar forma a las
ideas que les exponía el primero o que se discutían con él.
Ante ese público muy atento expusimos, entre mate y mate
con peperina, a la cordobesa, qué era el MOR, por qué habíamos
decidido disolverlo, cuántos nuevos militantes podíamos aportar
potencialmente al GCI (exagerando algo la cantidad de miembros
en el Norte del país), qué origen y características tenían nuestros
compañeros e insistimos en que no buscábamos negociar una fu-
sión ni pretendíamos cargo alguno, pues lo que allí nos llevaba era
la necesidad de integrarnos en el movimiento obrero, de aprender
y desarrollarnos y de ayudar al desarrollo de la Internacional en la
Argentina pues, como habíamos podido estimar de nuestra breve
“excursión a los indios ranqueles”, la dispersión organizativa y el
nivel político de quienes se decían trotskistas eran desastrosos. De
paso formulamos algunas críticas al total olvido por el GCI de la
cuestión de la tenencia de la tierra y a imprecisiones teóricas que
aparecían a veces en Voz Proletaria sobre supuestos restos “semi-
feudales” en un país, como la Argentina, que tenía un desarrollo
capitalista, aunque dependiente.
Sorprendentemente para nosotros nuestras críticas teóricas
fueron aceptadas prácticamente sin discusión, lo cual nos dejó
mala impresión, así como nos molestó también la propuesta de
que yo dirigiese el periódico y ambos pasásemos a formar parte
del Buró Político de la organización a la que nosotros, en cambio,
queríamos integrarnos como simples militantes (al cabo de dos nú-
meros de Voz Proletaria que intenté organizar dejé de ser convo-
cado para la redacción sin comunicación ni explicación alguna y,
en cuanto al Buró Político, supimos pronto que no decidía nada y
consistía más bien en una reunión para escuchar lo que proponía

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Posadas, limitándonos, cuando mucho, a hacer algunos aportes o a
dar alguna sugerencia).
Posadas nos impresionó favorablemente como un obrero po-
líticamente maduro, con experiencia y olfato de clase del cual se
podía aprender mucho (que es lo que queríamos) y por su sencillez,
afabilidad y humor (lo contrario de lo que registrábamos con Posse
o con Moreno), pero nos impactó una grosería –sobre la cual no
reflexionamos en el momento– pues en plena reunión, y frente a
personas que conocía por primera vez, levantó con desparpajo una
nalga del suelo y lanzó un fuertísimo pedo diciendo, ante nuestra
cara de desconcierto, algo así como que era mejor para nosotros y
para él que no lo hubiera reprimido. Nadie comentó nada.
Con Adolfo, después, al irnos de la isla haciendo un balance de
lo sucedido, atribuimos el hecho benévolamente a una voluntad
deliberada de quitarle solemnidad a nuestra incorporación al GCI
y a la falta de cultura y no a una intención de redimensionar pre-
ventivamente a dos pequeños burgueses de los que desconfiaba, en
el caso de que tuviesen pretensiones, ni al deseo instintivo de de-
mostrar poder sobre su grupo. Si, con más experiencia de la vida y
de las relaciones imperantes entre los obreros politizados, hubiése-
mos pensado más sobre el fattaccio, para decirlo a la italiana, nos
hubiéramos ahorrado muchos problemas en los años posteriores a
1962 cuando Posadas, que hasta ese momento de 1948 era sólo el
primero entre los pares, pasó a ser un gurú infalible e indiscutible
y el fundador del “posadismo”.

***

Como después encontraremos a menudo al personaje, si la pa-


ciencia del lector da para tanto, conviene hacer una breve semblan-
za de Homero Rómulo Cristalli Frasnelli, nacido en 1911 y fallecido
en Roma en 1984. Su padre, un zapatero remendón italiano, había
sido anarcosindicalista y posteriormente se había pasado al Partido
Socialista. El futuro Posadas, quinto de diez hermanos huérfanos
de madre, pasó tres años por la escuela primaria y después fue de
todo: albañil, obrero del calzado, cantor de tangos (que entonaba
muy bien, imitando a Gardel), jugador profesional de fútbol (a veces
decía que en Independiente, otras que en Estudiantes de La Plata,
otras en Argentinos Juniors), pintor de brocha gorda y obrero me-
talúrgico. No tenía oficio ni la mentalidad del obrero metalúrgico;
por eso había perdido un dedo en el torno que le asignaron y jamás
aprendió ni siquiera la más elemental mecánica necesaria para

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echar a andar, una vez en Italia, el auto de su organización, que no
sé quién le había regalado. Era torpe en el trabajo manual y él mis-
mo decía que, como pintor de brocha gorda, era bastante malo; ni
siquiera reparaba los agujeros que se habían abierto en las paredes
de su casa o las goteras y se había contentado con hacer una tosca
biblioteca de tablones sin desbastar fijada con clavos, casi siempre
torcidos, a una pared que se caía a pedazos.
Había leído desordenadamente en su juventud lo que entonces
era el acervo común de un obrero autodidacta de izquierda (el Ma-
nifiesto Comunista, El Origen de la Familia, la propiedad privada
y el Estado, El Estado y la Revolución, las biografías de los “gran-
des hombres” de Romain Rolland o de Stefan Zweig y, a diferencia
de la mayoría de los demás obreros, también La Revolución Perma-
nente y La Revolución Traicionada y algunos artículos de Trotsky).
Su experiencia política, como hemos dicho anteriormente, la había
hecho como secretario de la Juventud Socialista en Córdoba y des-
pués, en la misma ciudad y junto con el ya trotskista Esteban Rey,
con quien compartía la habitación, en el Partido Obrero Socialista
y como dirigente de la huelga del calzado en 1936, en la capital
cordobesa, donde se casó con una obrera militante en ese gremio.
Rey y Narvaja (Carvajal) habían influido en sus posiciones den-
tro del trotskismo, pero él carecía de una formación teórica sólida y,
por ejemplo, allí donde Trotsky hablaba de la burocracia soviética
como una excrecencia del Estado obrero (sugiriendo un tumor, una
degeneración en un cuerpo anteriormente sano) él creía que el líder
ruso decía excremento, algo sucio y desechable pues, por ignorancia,
carecía de precisión en el lenguaje y en los conceptos (de un seguidor
al que criticaba diría años después con comicidad involuntaria que
el militante en cuestión “estaba hundido en el sarcasmo”).
Era muy astuto y de inteligencia rápida; conocía los puntos
débiles y los fuertes de la gente y tenía experiencia sindical, pero
desconocía tanto la economía como la geografía y la política mun-
dial y sus carencias en el campo científico hacían que pudiese creer
en cualquier cosa, como tuvo oportunidad de demostrarlo a partir
de los años sesenta; además, como muchos autodidactas, se aver-
gonzaba de sus lagunas culturales pero, al mismo tiempo, tenía
fuertes prejuicios antiintelectuales y no hacía ningún esfuerzo por
cultivarse ni leía siquiera los libros que le regalaban y en un cuar-
to de siglo de militancia cercana jamás le oí comentar ninguna
obra, de ningún tipo que fuese…
Posadas era vigoroso y fornido y le gustaba jugar al fútbol
para demostrar su estado físico. Admiraba mucho a Miguel Ángel

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(aunque carecía de interés por los demás pintores) porque creía
que el gran pintor renacentista era, como él mismo, otra “fuerza de
la naturaleza” y le irritaba profundamente que yo le señalara que
el Buonarroti había sido alumno de Signorelli, cuyo Juicio Final
en el Duomo de Orvieto le había inspirado (se negó siempre a ir a
esa ciudad y a ver el fresco de Signorelli), del mismo modo que no
le gustaba nada, a partir de los años sesenta, que le recordasen las
deudas teóricas que tenía con Carvajal o, en el plano internacional,
con Michel Pablo.
Su inseguridad personal, expresada, por supuesto, en una gran
sobreestimación de su propio papel, comenzó a llevarle desde 1962,
cuando se declaró secretario general de la IV posadista (aunque Es-
teban Rey nos había dicho ya en 1948 que “el ñato es muy miedo-
so”), a crisis de miedo que ponían en peligro a los demás incluso en
situaciones en que no había gran riesgo, como en el paso clandestino
a Guatemala desde Tapachula (cosa que hacen cotidianamente cen-
tenares de personas) o en el paso de la frontera suiza con pasaporte
falso. Siendo legalmente ciudadano italiano en su calidad de hijo de
peninsular que no había renunciado expresamente a su ciudadanía,
no tenía motivo ninguno –salvo, quizás, la justificación ante sus se-
guidores y ante sí mismo de su inactividad política en Italia– para
tomar exageradas medidas de clandestinidad que, además, prescin-
dían de cualquier lógica. Por ejemplo, me encargó en Roma que al-
quilase, esgrimiendo un viejo pasaporte belga, la casa donde iba a
vivir… y tiempo después se convenció de que yo no sabía dónde él
vivía y me daba citas con rodeos ridículos para ocultarme la casa
que yo mismo había alquilado y que estaba a mi nombre falso.
Hay que aclarar que en 1948 no existía aún el “posadismo” ni
a nadie le pasaba por la cabeza que pudiese llegar a existir, pues
Posadas era entonces simplemente el dirigente principal de un pe-
queño grupo de iguales en el que se discutía libremente, organi-
zación que era lo que los franceses califican metafóricamente de
auberge espagnole, queriendo referirse a un tipo de albergue donde
quienes se refugian comen sólo lo que han podido traer y se abri-
gan con la ropa con la que llegan. En efecto, todos los integrantes,
incluidos nosotros, los recién llegados, traían como bagaje algunas
lecturas y experiencias, leían y comentaban en su mayor parte los
aportes nuevos a la discusión, como los de Henri Lefebvre, o los
existencialistas y, sobre todo, tenían un conocimiento, aunque su-
perficial, de muchos de los clásicos del marxismo, cosa que no suce-
dería en el futuro con los reclutas del posadismo, que se formarían
sobre todo leyendo los artículos de su líder.

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El GCI, aunque reducido, en esos años estaba creciendo sa-
namente, pues reclutaba gente formada en otros sectores como la
Juventud Comunista o en el grupo comunista alemán, de donde
vino, por ejemplo, el obrero metalúrgico Pablo Schultz, a quien a
principios de los años cincuenta enviaríamos a colaborar con la
revolución argelina junto con Roberto Muñiz y con otro tornero-
ajustador más (trío de revolucionarios internacionalistas que, por
su creación de una ametralladora de asalto de alto poder de fuego y
por la fabricación en serie de la misma en las narices de los aviones
espías franceses, sería recompensado por los revolucionarios triun-
fantes del FLN con la nacionalidad argelina apenas conquistada la
Independencia). También ganaba entonces otros pequeños grupos
de jóvenes militantes valiosos, como el de quienes habíamos ve-
nido del MOR o como el después destacado historiador y profesor
universitario Alberto Pla y su compañera Guillermina Delgado, de
La Plata, que venían del Partido Socialista y habían pasado breve-
mente por el morenismo y que se inscribieron en el GCI junto con
un grupo de otros compañeros de esa ciudad. O conquistaba a jó-
venes militantes valiosos, como Ángel Fanjul y su compañera Dora
Coledesky, ambos abogados de Tucumán de origen socialista que
también estaban con Moreno y que, al igual que varios dirigentes
azucareros o bodegueros, acercaríamos al grupo en una gira que
Adolfo y yo realizamos por el norte del país llegando hasta Jujuy
para discutir con Esteban Rey, el ex secretario del MOR que había-
mos disuelto.
Este dirigente norteño había militado en los años treinta con-
tra la guerra del Chaco haciendo derrotismo revolucionario en-
tre las tropas bolivianas y, gracias a su nacionalidad argentina,
se había salvado por un pelo de ser fusilado. También había sido
un animador del trotskismo en Córdoba, con Narvaja, el “Gaucho”
Kirchbaum, padre del reaccionario periodista de Clarín, y Posadas
mismo, durante un gobierno del radical yrigoyenista Amadeo Sa-
bbattini, un político que en vez de reprimir al movimiento obrero
de su provincia lo había tratado de encauzar, como haría a nivel
nacional Perón, y que, por eso, fue considerado por un momento por
éste como su candidato a la vicepresidencia de la República.
Cuando le visitamos en Jujuy, poco después de que fuese libe-
rado por su participación en la huelga azucarera, de ese radicalis-
mo político quedaba poco rastro, pues era sobre todo un abogado
laboral con gran prestigio entre los obreros de su provincia, pero
cuya brillantez, simpatía, franqueza e inteligencia no compensa-
ban su superficialidad y donjuanismo de playboy provinciano ni

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su escasa persistencia en los proyectos políticos que emprendía, ya
que siempre quería acelerar los tiempos políticos y buscar atajos
organizativos.
En efecto, pocos años después (en 1952) este antiperonista cua-
sigorila de los años cuarenta sería cofundador –con el viejo dirigen-
te socialista Enrique Dickmann, que había comprobado la agonía
del “viejo y glorioso”, más el escriba peronista Jorge Abelardo Ra-
mos y Nahuel Moreno, otro ex antiperonista furioso– del Partido
Socialista de la Revolución Nacional, que no pasaba de ser más que
un instrumento creado por Perón para contener dentro del pero-
nismo un ala obrera importante que luchaba en los sindicatos en
una línea cada vez más de clase y socialista y que no quería saber
nada con la burocracia corrupta del Partido Peronista.
Por eso, si en Tucumán habíamos sido bien recibidos en los
humildes ranchos obreros donde el debate había sido serio y había
arrojado resultados concretos, en la coqueta casa jujeña de Rey
encontramos, en cambio, una charla amena pero dispersa, ninguna
disposición a la acción inmediata, buen vino y carne de segunda
(porque la buena, lo comprobamos, prefería tirársela cruda a un
chajá insaciable que se paseaba por el jardín). De este modo, se
nos desinfló el “Chango”, que como ex secretario del MOR había
tenido importancia, al menos para nosotros, al habernos acercado
al trotskismo y que había tenido el mérito de difundir el Programa
de Transición de la IV Internacional.

***

Poco antes de nuestro ingreso al GCI se había realizado –en


mayo-abril de 1948– el Segundo Congreso Mundial de la IV Inter-
nacional, en el que habían participado sólo dos latinoamericanos,
Posadas y Moreno que, para la crónica, bailaron un tango como
pareja provocando la hilaridad de todos los congresistas.
Posadas había formado su grupo ya en 1943 y el mismo se ha-
bía consolidado y desde junio de 1947 editaba regularmente Voz
Proletaria. El otro participante en ese Congreso, Nahuel Moreno,
como hemos dicho, había fundado a su vez en 1943-44 el Grupo
Obrero Marxista (GOM), que en el primer número de su órgano,
Frente Proletario, en octubre de 1946, escribía tranquilamente
que “los hechos desde hace mucho tiempo nos vienen demostrando
como el gobierno no es más que un agente político de la City de
Londres” y en agosto de 1947 había caracterizado la toma obrera
de las calles de Buenos Aires el 17 de octubre sosteniendo, con su

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prosa característica, que “los militares incitaban al proletariado a
ir contra la burguesía. Se produjo al calor de tal demagogia, todo
un movimiento obrero artificial que era alentado y apoyado por
funcionarios estatales y policiales” y, poco más abajo, que “no hubo
movilización clasista ni antiimperialista, hubo una movilización
provocada y dirigida por la policía y los militares, nada más”. En
agosto de 1948, después del Segundo Congreso Mundial, el mismo
periódico reiteró: “El 17 de octubre es uno de los tantos golpes de
cuartel ocurridos dentro de los gobiernos que surgieron después
del 4 de junio”. E incluso un año más tarde, transformado ya en
Partido Obrero Revolucionario (POR) y en su revista teórica Revo-
lución Permanente, en julio de 1949 (citamos manteniendo el estilo
desfalleciente de la publicación): “El golpe del 4 de junio no obede-
ce a ninguna razón económica o clasista; prueba de ello es que se
producen cuando las relaciones de todos contra todos son mejores
que nunca. Ni roces entre las clases nacionales, ni de éstas con
el imperialismo dominante”. O sea, los golpes, purgas sucesivas
ente los militares y en el establishment, conspiraciones y duros en-
frentamientos con Washington se explicarían según estos analis-
tas solamente mediante la siquiatría o por las influencias astrales
desfavorables…
Para caracterizar a Nahuel Moreno hay que recordar estas lí-
neas y compararlas con la fundación del Partido Socialista de la
Revolución Nacional, peronista, en 1952 y con la publicación des-
pués de 1955 de su órgano oficial, Palabra Obrera, con las fotos
de Perón y de Eva Perón a ambos lados de la primera página y un
cintillo que proclamaba orgullosamente: “Bajo la conducción del
Comando Superior peronista” (el cual no existía porque había ca-
pitulado ante la dictadura que siguió a la fuga de Perón y, además,
jamás había sido acatado por los obreros peronistas).
Bastaría este solo hecho para entender la falta de seriedad y
de principios del personaje cuya organización, además, haría las
más variadas piruetas y aventuras (desde entrar en Concentra-
ción Obrera, una vieja escisión de derecha del Partido Comunista
dirigida por Penelón que había tenido peso municipal en la ciu-
dad de Buenos Aires pero que era ya una organización agonizante,
para quedarse con sus bienes, hasta hacer “entrismo” en uno de
los minúsculos partidos socialistas, dirigido por Juan Carlos Co-
ral, un socialista honesto, para “expropiar un bigote”, como dijo
brutalmente Moreno, o sea, quitarle el aparato a aquél, que enton-
ces ostentaba la ropa oscura y anticuada, el poncho y los bigotes
de Alfredo Palacios, el primer diputado socialista de América). El

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GOM de 1948, presente en el Segundo Congreso Internacional de
la IV Internacional, se transformaría después en Partido Obrero
Revolucionario (POR), sucesivamente en Partido Socialista de la
Revolución Nacional, después en Palabra Obrera, en Partido Re-
volucionario de los Trabajadores, en el PRT (La Verdad) opuesto al
PRT (El Combatiente) de Roberto Mario Santucho, base del Ejér-
cito Revolucionario del Pueblo, después en Partido Socialista de
los Trabajadores (PST) y por último en Movimiento al Socialismo
(MAS). Moreno, por otra parte, pasará también de definirse “el pri-
mer pablista” a tratar de crear otra IV Internacional, el llamado
Comité Internacional, que no pasó de ser un sello, y a dar vida al
Secretariado Latinoamericano del Trotskismo Ordodoxo (SLATO)
con composición y líneas cambiantes.
Si la línea y el clima moral existente entre los dos grupos era
muy diferente, también lo era su funcionamiento, pues el GCI se-
guía el clásico modelo leninista, en células. A Adolfo y a mí nos tocó
ir a la de panaderos, con “La Pulga” o el “Negro” Moyano (después
también “Jiménez”), ex obrero tucumano de los cañaverales que
entonces trabajaba como panadero, el gallego Martín, panadero de
profesión y un compañero estudiante, de La Plata, que venía del
Partido Comunista. El secretario del sindicato de panaderos y afi-
nes, Conde, que cuando fue nombrado agregado obrero en la emba-
jada de Moscú provocó un incidente diplomático al tratar de sacar
un opositor en un baúl como “valija diplomática”, era un pistolero y
para hablar en las asambleas generales el que designábamos como
orador –generalmente Moyano, por su pinta de criollo y su auda-
cia– debía estar respaldado por uno de nosotros “calzado”, como se
decía, o sea, con una pistola en el cinturón por si las moscas… La
discusión en esas asambleas, como se comprenderá, no tenía un
nivel muy alto; nuestro boletín sindical para el gremio, pese a ser
el único órgano de oposición, no provocaba grandes discusiones y
si en las asambleas generales no estallaban batallas campales era
sólo porque los panaderos tenían una tradición anarquista que la
nueva burocracia peronista temía y tenía muy en cuenta.
Las células del GCI se reunían semanalmente durante dos
horas. En la primera hora se veía qué había sucedido con las re-
soluciones adoptadas anteriormente y con las tareas planeadas y
se analizaba la situación internacional. También, y para elevar el
nivel de lectura de los compañeros y compañeras de origen obrero,
se discutía ocasionalmente algún libro que arrojase luz sobre la
sociedad, como El mundo es ancho y ajeno, del peruano Ciro Ale-
gría, Huasipungo, del ecuatoriano Jorge Icaza, Raza de bronce, del

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boliviano Augusto Céspedes, Hijo de ladrón, del chileno Manuel
Rojas o Judíos sin dinero, de Michael Gold, así como, casi invaria-
blemente, los múltiples documentos de los otros grupos trotskistas
y de las diversas tendencias de la IV Internacional, al igual que el
último número de Voz Proletaria. La segunda hora, en cambio, se
dedicaba a discutir y planear actividades y a discutir sobre cómo
iba el reclutamiento de nuevos militantes.
Los miembros del grupo se informaban así sobre las divergen-
cias en el trotskismo estadounidense y mundial entre el ala oficial
y Max Schachtman, uno de los fundadores del Partido Comunista
estadounidense y del trotskismo en ese país, que en 1940 había roto
con Trotsky pues, a diferencia del revolucionario ruso, se negaba a
considerar a la Unión Soviética un “Estado obrero degenerado” y a
defenderla de una más que probable invasión nazi. Todos conocía-
mos en detalle las polémicas de Schachtman con James P. Cannon,
el fundador del PC estadounidense que había seguido a Trotsky
junto con la mayoría obrera del partido trotskista, y sabíamos los
estragos que el llamado “antidefensismo” había causado en el viejo
trotskismo en el norte y en el sur de América. Todos vivíamos tam-
bién las polémicas surgidas después de la guerra entre Michel Rap-
tis (Pablo), secretario de la IV Internacional, y su discípulo directo,
Ernest Mandel, sobre el carácter de los países de Europa Oriental.
De la guerra, como preveía Trotsky, había nacido una nueva
revolución. Pero ésta estaba frenada, en la arena mundial y par-
ticularmente en el movimiento obrero europeo, por el poderoso
factor contrarrevolucionario constituido por el estalinismo, con los
acuerdos de Yalta y Potsdam y la coexistencia pacífica con el impe-
rialismo. De ese modo, el poderoso ascenso obrero se canalizaba en
los partidos comunistas occidentales y en los partidos comunistas
semicoloniales que habían combatido contra las potencias del Eje
una guerra de liberación nacional que se unía confusa y deforma-
damente con una revolución social, como en China, Indochina o
Yugoslavia. Este fenómeno era nuevo y no había sido previsto por
Trotsky, como no lo fue la pujante reorganización del capitalismo
occidental gracias a la ayuda masiva de Estados Unidos y por mie-
do al poderío de la Unión Soviética. La situación y los fenómenos
nuevos exigían una interpretación que no se basase en la repeti-
ción de los textos de Trotsky y que partiera de los hechos.
Stalin, en efecto, con una concepción estratégica que era obso-
leta a partir de las bombas atómicas arrojadas sobre inermes ciu-
dades japonesas, creía que, como en el pasado, era posible asegurar
las fronteras de la Unión Soviética ganando espacios territoriales

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y construyendo en torno a las mismas Estados-colchones, capitalis-
tas, pero bajo el control del ejército ruso vecino, como había hecho
antes con Finlandia. Por eso mantenía en Checoeslovaquia, donde
el partido comunista era muy fuerte, al presidente Masaryk; en
Rumania, donde en cambio era débil, al rey Pedro, y por eso tam-
bién quería forzar a los partisanos yugoslavos, que habían comba-
tido a la vez contra los nazifascistas, los asesinos ustachas de Ante
Pavelic y contra el rey y la burguesía de Serbia, a formar un gobier-
no de coalición con el soberano, que se había refugiado en Londres.
Stalin, siguiendo en eso a Dimitrov, calificó efímeramente a estos
regímenes llamándolos “Democracias Populares”, es decir, literal-
mente, “gobiernos del pueblo del pueblo”, cuando eran gobiernos
de alianza entre la burguesía o la monarquía y la burguesía local
con los obreros y campesinos mal representados por los partidos
comunistas respaldados en el ejército soviético. Mandel, en cam-
bio, más elegantemente y para reforzar el concepto de piezas de
amortiguación que atribuía a esos países ocupados por el ejército
ruso, decía que los mismos formaban un glacis, o sea, una línea
de casamatas soviéticas. Pablo, por el contrario, sostenía que el
propio nacionalismo de la burocracia soviética iba a llevarla a una
anexión de hecho y una asimilación estructural de esas regiones al
sistema que la burocracia controlaba.
Añadía además que, si en Rusia la revolución había acabado
con el viejo Estado pero había degenerado rápidamente con la des-
trucción de los consejos obreros y campesinos, de la democracia
soviética y del partido mismo sin que se restaurase por eso el capi-
talismo, en los países del este europeo, salvo en Yugoslavia, nadie
había destruido ni el Estado burgués ni el capitalismo y que las
medidas contra ambos dependían fundamentalmente de las fuer-
zas militar-policiales de un ejército extranjero, que estaba colocan-
do en el poder a los títeres de Stalin después de liquidar a los que
habían tenido algún papel o en la lucha antinazi o en la guerra
de España. De ahí, a falta de otra cosa, la calificación de “Estados
obreros deformados” (muy desdichada, ya que no eran Estados “de-
formados” y mucho menos “obreros” sino directamente antiobreros
y nacidos de aparatos burocráticos) que Pablo atribuía a los países
de Europa oriental.
Además, a diferencia de la tendencia Socialisme ou barbarie
del griego nacido en Turquía Cornelius Castoriadis y de Claude
Lefort en la sección francesa, o del también francés David Rousset,
que hablaba de “un universo concentracionario”, unificando en el
concepto de totalitarismo, a la Arendt, los campos de concentración

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nazis y los gulags soviéticos, el hitlerismo y el estalinismo, Pablo
subrayaba el carácter contradictorio de la expansión de la URSS
y del crecimiento de los partidos comunistas europeos que, decía,
iba a desarrollar tendencias centrífugas y nacionalistas, como se
vio en 1948 cuando el más estalinista de los dirigentes europeos,
Josip Broz (Tito) dijo no a Stalin, comenzó a desarrollar la teoría y
la práctica de la autogestión y fue expulsado del Kominform, el su-
puesto organismo de información (en realidad de amaestramiento)
creado por la burocracia soviética en sustitución de la III Inter-
nacional, que Stalin había disuelto en 1942 para demostrar a sus
aliados su buena voluntad contrarrevolucionaria.
En el GCI tomamos partido con Pablo y defendimos la Yugos-
lavia titoísta (el comité de apoyo argentino funcionaba en mi casa
en la calle Callao y estaba encabezado por mi abuelastro, el inge-
niero Besio Moreno). Al mismo tiempo manteníamos una discusión
amplia tanto con la UOR como con el GOM e incluso un boletín in-
terno de las tres organizaciones, pero sin más resultado que ganar
aquí o allá algunos militantes que rechazaban el antiperonismo y
la grosería de los métodos que caracterizaban el funcionamiento
interno del grupo de Nahuel Moreno, el cual creía que para ser
“prole”, como decían sus secuaces, había que parecer un lumpen y
comportarse y hablar como tal.
Discutir con Moreno, en esos años, dejaba a quien lo hiciera
un recuerdo tragicómico. Durante unas cuantas semanas me tocó
hacerlo porque el GOM y el GCI nos disputábamos el hermano
menor de un militante morenista, un obrero aceitero que trabajaba
conmigo en Bycla y que cuando me echaron de la fábrica me susti-
tuyó como delegado. Moreno aparecía invariablemente en la cocina
de la casita donde vivían los hermanos con una pila de diarios La
Prensa y el primer tomo de El Capital bajo el brazo para impresio-
nar a los dos obreros (su militante y mi compañero) y sostenía que
en esas páginas tan numerosas estaban las pruebas de sus afir-
maciones sobre el carácter de Perón como agente del imperialismo
inglés. Por supuesto, la discusión dejaba de lado la idea misma de
que se pusiese a leer sus supuestas fuentes; entonces se irritaba y
comenzaba a dar vueltas en torno a la mesa mientras el militante
del GOM callaba entre sorprendido y extrañado y yo trataba de ha-
cer pesar el hecho de que, para la Internacional, el GCI tenía razón
y era el grupo más serio. Debo decir que el nivel tan bajo de ese tipo
de encuentros me molestaba bastante. Por suerte pronto cesaron…

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Al cabo de un tiempo, tras un paro exitoso, me echaron de Bycla,
donde dejé alguna influencia sindical y política. El mismo día, cru-
zando la calle, entré a SIAM Di Tella, la principal fábrica metalúr-
gica del país. No estuve desocupado ni media hora porque, a pesar
de mi total falta de experiencia como metalúrgico y dejando de lado
que acababa de ser expulsado de la fábrica de enfrente, me tomaron
como medio oficial tornero. Milagros del pleno empleo que, para los
patrones, se presentaba como carencia de mano de obra…
De inmediato me asignaron un viejísimo torno Pittler semiau-
tomático anterior a la Guerra Mundial y, desde el primer día, vi
claramente la diferencia que existía entre los metalúrgicos y los
obreros poco calificados de la industria aceitera y qué era la me-
moria obrera cuando un tornero viejo, mientras me enseñaba los
rudimentos de lo que debería hacer, me dijo “te han hecho un ho-
nor, pibe. En este torno trabajó hasta 1936 el secretario general
del gremio”, recordando así a un militante sindical comunista diri-
gente de una huelga importante y de un sindicato ya inexistente y
sustituido por la Unión Obrera Metalúrgica, peronista, y eso poco
después de la oposición total entre el peronismo, con el cual él sim-
patizaba, y los comunistas, que habían sido y eran aún los antipe-
ronistas más activos y agresivos entre todos los partidos políticos.
Dicho sea de paso, el hilo rojo de la memoria histórica era posi-
ble entonces porque la plena ocupación permitía que subsistiesen
los viejos obreros que habían pasado por diversas luchas y dis-
cusiones, cosa que cambió radicalmente a partir de los setenta y
particularmente, de los noventa, con la desocupación, el cierre de
las fábricas, la profunda modificación del territorio mediante la
destrucción del nexo entre barrio y fábrica, lo cual obliga ahora a
los jóvenes que entran a la industria a aprender todo casi desde
cero. Pero volvamos a SIAM…
Mientras conseguía amigos entre los compañeros de tornería,
saliendo en verano a tomar cerveza con las abundantes y variadísi-
mas “picadas” de entonces (que ofrecían 14 platillos) o visitándoles
en sus casas, y aprendía el oficio de tornero, me ponía también al
tanto de la vida de la IV Internacional.
Michel Raptis, ingeniero griego nacido en 1911 en la cosmo-
polita Alejandría, en Egipto, había estudiado en el Politécnico pa-
risino, una escuela de élite, y era diferente a los demás miembros
del Secretariado Internacional por su edad, ya que entonces tenía
40 años, como pocos “viejos”, por ejemplo, el francés Pierre Frank,
y era mayor que el joven belga-alemán Ernest Mandel, a quien
había formado, y que los nuevos dirigentes. También se diferencia-

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ba de ellos por su formación de revolucionario balcánico de entre
las dos guerras, por su experiencia (era el único sobreviviente del
Congreso de Fundación de 1938 y había sido miembro del Secreta-
riado Europeo durante la ocupación nazi, organizando la Resisten-
cia, ya que Frank, ex secretario de Trotsky, había pasado la guerra
preso en Inglaterra en un campo de concentración) y también por
su cultura amplia, abierta y viva. El hecho de ser griego, es decir,
ciudadano de un Estado europeo pero semicolonial, y de haber na-
cido en un país –Egipto– que era una colonia inglesa a pesar de la
independencia formal de su corrupta monarquía, le diferenciaba
igualmente de los trotskistas franceses y alemanes, formados en
sociedades diferentes, y le hacía muy sensible a los movimientos de
liberación nacional, a los movimientos campesinos y a la compren-
sión del lazo que existe en los países coloniales entre la lucha por
la liberación nacional y la liberación social.
Además, no provenía, como los trotskistas europeos occidenta-
les, de pequeñas escisiones ultraminoritarias de los viejos partidos,
con sus interminables discusiones poco relacionadas con la acción
práctica, sino de un movimiento de masas, el del arqueomarxis-
mo griego dirigido por Pantelis Polioupoulos –líder fusilado en un
campo de concentración por los fascistas italianos durante la ocu-
pación de Grecia–, y había estado en un campo de concentración
del dictador Metaxas, del cual emigró después a Francia, para se-
guir a Suiza a un sanatorio antituberculoso del cual escapó para
participar en la Resistencia francesa.
El arqueomarxismo había sido una buena escuela. El movi-
miento militaba en la Oposición de Izquierda Internacional y era
mayoritario en el movimiento obrero griego de antes de la guerra
y muchos de sus miembros y dirigentes, en su inmensa mayoría
trabajadores, habían saludado en silencio y puño en alto, unidos
codo con codo de cada lado del estrecho de Corinto, el paso del va-
por que llevaba a León Trotsky de su exilio en Prinkipo, Turquía,
hacia su nuevo y transitorio exilio en la Francia reaccionaria. Los
arqueomarxistas estaban acostumbrados a las dictaduras y unían
el conspiracionismo revolucionario común en los países balcánicos
con la dedicación y abnegación propia de gentes que se jugaban la
vida todos los días por ideas que inspiraban toda su existencia.
Pablo, formado en ese movimiento, había visto de inmediato
con simpatía el carácter obrero de un pequeño grupo como el GCI
que discutía seriamente y traducía todos los documentos internos
de la IV Internacional y que cotizaba más a ésta que los estado-
unidenses del Socialist Workers Party y trataba de organizar en

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los países vecinos, y había descubierto en Posadas, a pesar de las
evidentes limitaciones culturales y políticas del mismo, una capa-
cidad de organización poco común en la IV Internacional. Por eso
estimuló la creación en América Latina de un buró latinoamerica-
no, dirigido por Posadas, que se apoyaba firmemente en el pequeño
grupo uruguayo, cuyos dirigentes eran las maestras Zulma Nogara
(“Costa”) y Olga Scarabino (“Miranda”), el obrero portuario yugos-
lavo Esteban Kikich y el joven militante de origen vasco francés
Alberto Sendic (“Ortiz”), cuyo hermano Raúl era dirigente de los
obreros cañeros y de la izquierda en el Partido Socialista y sería
después dirigente Tupamaro muy respetado.
Dicho Buró convocó a fines de diciembre de 1948 una reunión
de los trotskistas argentinos (GCI, UOR y GOM), uruguayos (“Or-
tiz”), peruanos (“Robles”), chilenos (“Silva”), bolivianos (“Mata”) y
brasileños (“Salerno”). Las posiciones eran demasiado divergentes
y algunos de los asistentes no eran realmente representativos de
modo que de dicha reunión no salió casi nada, salvo la decisión de
aumentar los contactos entre las diversas secciones latinoameri-
canas de la IV Internacional, lo que rendiría algunos frutos unos
años más tarde.
En octubre de 1949 el triunfante Partido Comunista chino pro-
clamó la República Popular. La misma parecía ser formalmente del
mismo tipo que las llamadas Democracias Populares europeas, ya
que dicha República nacía de una alianza de los comunistas con
diversos partidos burgueses chinos. Pero la realidad era diferente
ya que que era fruto de una revolución y de una larga guerra que,
contra la recomendación de Stalin, expulsó del continente a la gran
burguesía y su brazo armado y político, el Kuomintang de Chiang
Kaishek, que tuvo que refugiarse en Taiwán. China se liberó de los
diversos imperialismos que la oprimían y logró su unificación bajo
la dirección de un partido que proclamaba el socialismo como su
objetivo.
La relación de fuerzas sociales y políticas cambió entonces en
toda Asia. La India se había independizado en 1947, Japón estaba
ocupado por las tropas estadounidenses, que sostenían al Kuomin-
tang en Formosa (Taiwán) y el norte de Birmania, los franceses
estaban a punto de ser expulsados de Vietnam. Indonesia tenía
un gobierno independiente presidido por Sukarno, que se apoyaba
en un enorme partido comunista. El anticolonialismo se extendía
por todo el continente y encontraba un gran apoyo en la existencia
misma de la China de Mao Ze-dong. Pero ese triunfo en China y ese
auge del anticolonialismo en África y en América Latina (donde se

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estaba en la época de Perón, Getúlio Vargas, del general Ibáñez
del Campo en Chile, de Velasco Ibarra en Ecuador) hizo entrar en
crisis al trotskismo mundial.
Un ala, encabezada por los trotskistas estadounidenses ya en
1953 y a la que se unieron la mayoría de los franceses, dirigidos
por el ultraizquierdista y ultrasectario Pierre Lambert y a la que
se fueron sumando hasta 1959 el grupo Socialist Labour League
inglés dirigido por Gerry Healy, la sección china en el exilio, la
neozelandesa y la suiza más el grupo de Moreno, sostenía que la
revolución china no era tal sino sólo una revolución campesina di-
rigida por un partido “totalitario” y parte de la expansión del “tota-
litarismo” estalinista.
Pablo, por el contrario, publicó en 1951 un artículo titulado
¿Adónde vamos?, en el cual sostenía la necesidad de prepararse
a una nueva guerra mundial. El mismo texto sería la base de su
informe al III Congreso mundial de la IV Internacional que se rea-
lizó entre el 16 y el 25 de agosto de ese año, contó con representan-
tes de Argentina, Uruguay, Brasil, Bolivia y Chile y aceptó al GCI
como sección argentina de la IV Internacional, llamó a los more-
nistas a entrar en la misma e incorporó a Posadas y a Ortiz como
miembros del Comité Ejecutivo Internacional.
El secretario general de la IV Internacional sostenía en su in-
forme que los procesos objetivos revolucionarios eran a la vez ca-
nalizados y frenados por los grandes partidos de masas, como los
socialistas y los comunistas, y que la expansión misma de los Parti-
dos Comunistas no era signo de un fortalecimiento del estalinismo
sino de su crisis irreversible, ya que en los partidos comunistas de
masas había una contradicción entre su base social y su política
nacionalista y contrarrevolucionaria. Sugería, por lo tanto, que los
trotskistas debían estar en el movimiento de masas tal como éste
era en su país, independientemente de la dirección que el mismo pu-
diera tener, llegando incluso al entrismo en los partidos socialistas o
comunistas mayoritarios en el movimiento obrero o que dirigían la
revolución colonial porque, sostenía, se entraba en un período en el
cual era posible una nueva guerra mundial y durante mucho tiempo
la revolución socialista no se presentaría con dirección proletaria ni
en forma “pura”, sino que tomaría cauces deformados nacionalistas
revolucionarios, estalinistas, incluso socialdemócratas.
Por supuesto, toda la derecha de la Internacional puso el gri-
to en el cielo ante este “revisionismo” y repudió el “pablismo” en
nombre de una “pureza” (lo cual no impidió a sus integrantes ence-
rrarse en una cápsula sectaria, como le sucedió en Bolivia al grupo

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Lora, o caer en una política seguidista ante la socialdemocracia,
como en Inglaterra o en Francia en el caso de los “lambertistas”,
secuaces del Partido Socialista en el cual se disolvieron).
Pero incluso en la mayoría de la Internacional dirigida por Mi-
chel Pablo no había mucha homogeneidad. Por ejemplo, en 1952
y ante los resultados de una elección en la provincia de Buenos
Aires, Pierre Frank publicó en la revista oficial de la IV Internacio-
nal un artículo titulado “Crepúsculo del peronismo” que sostenía
que Perón había perdido su apoyo de masas y debía apoyarse en
el ejército, sin garantías de que éste lo sostuviera, cosa que, ade-
más de no ser cierta, apoyaba al morenismo poco antes de que la
Internacional, en su congreso de pocos meses después, adoptase
la posición opuesta reconociendo al GCI. También en 1950, con el
estallido de la guerra de Corea, nacieron importantes divergencias,
en este caso en el GCI mismo.
Recuerdo, en efecto, que la primera posición de Posadas al es-
tallar ese conflicto fue oponerse a lo que llamó “invasión” de Corea
del Sur por las tropas del régimen estalinista de Kim Il Sung, que
gobernaba Corea del Norte, donde había dirigido la lucha antija-
ponesa (que contara con la ayuda de los chinos y los soviéticos).
En un Comité Central del GCI reunido para adoptar una posición
ante la guerra, nos opusimos a esa posición Pablo Schultz (“Enri-
que”) y yo. Fuimos de inmediato marginados, echados de ese orga-
nismo y amenazados de expulsión por decir que Corea, para los co-
reanos, era una sola, dividida artificialmente por estadounidenses
y soviéticos y que la lucha no era sólo entre dos gobiernos sino que
a ese conflicto se sumaba la voluntad de los campesinos de tomar
las tierras y de liberarse de las tropas estadounidenses, lo cual
les llevaba a organizarse en guerrillas y a apoyar a los ejércitos
también campesinos de Corea del Norte, los cuales no combatían
para extender el poder de Kim Il Sung sino por liberar toda Corea
unificándola, lo cual habría permitido después a los trabajadores
coreanos sacarse de encima a los estalinistas de la parte norte, me-
nos desarrollada, con el apoyo de los obreros industriales del sur.
Por eso, sosteníamos en nuestro documento, no era correcto pedir
la retirada de las tropas norteñas ni hablar de agresión sino que
había que exigir, en cambio, la retirada de las tropas estadouni-
denses y el fin de su intervención en la guerra, que utilizaban para
amenazar a China.
Pocos días después, en esos tiempos en que se dependía del
correo, llegó la posición oficial del Secretariado Internacional, re-
dactada por Pablo. La misma tenía exactamente los mismos argu-

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mentos y las mismas conclusiones que el documento que yo había
presentado en el Comité Central del GCI y que, por supuesto, Po-
sadas no había enviado a París. De modo que nuestro grupo rec-
tificó de inmediato su primera posición y publicó una autocrítica
junto con la nueva línea. Recobramos así, Enrique y yo, nuestros
derechos de militantes, pero a ninguno de los dos nos presentaron
excusa alguna por las medidas adoptadas en contra nuestra sim-
plemente por tener análisis diferentes. Recuerdo que con Enrique
comentamos que por lo menos había discusión pero que también
funcionaba lo que Enrique, con su fuerte acento alemán, calificaba
de “fammoso apaggato”…
En SIAM, donde yo trabajaba, la primera posición había sido
volanteada en los tres turnos. Cuando una semana después repar-
timos un volante con la segunda, el mismo provocó comentarios.
Recuerdo a un delegado, simpatizante de los radicales, que en la
pausa del mate, en mi sección, dijo: “Los trotskistas se arriesgan a
ir en cana o a que les den un tiro y reparten volantes sin que nadie
les dé bola. Después nuevamente arriesgan el cuero para distri-
buir volantes en los que critican su error anterior. ¡Les debe gustar
mucho la verdad!”. Estábamos ganando al menos el respeto de los
compañeros, si no su apoyo.
Poco a poco, retomando contacto con los simpatizantes que ha-
bía dejado la actividad previa de Minazzoli en la sección Tornería
y en Mecánica y creando una red de nuevos lectores de nuestras
publicaciones, comencé a vender primero Voz Proletaria y después
la revista teórica Cuarta Internacional, que traducíamos del fran-
cés Adolfo, yo y Alicia Fajardo (“Haydée”) y que yo mimeografiaba
en casa cuando no había nadie de la familia.
Vender el periódico no era difícil, ya que el mismo era delgado.
Sobre el mono azul de mecánico me ponía un delantal también
azul de cocinero, con un gran bolsillo a lo canguro supuestamente
para llevar la estopa con la que me limpiaba las manos y debajo
de los trapos cargaba los periódicos, que distribuía pasando por las
máquinas de los simpatizantes, como si buscase una herramienta
o algo o, más tarde, cuando ya llegaban a 70 por número, dando
cita en el baño a diversas horas, a cinco compañeros para que lo
redistribuyeran en sus sectores respectivos. Con la revista la cosa
era más difícil, dado su gran volumen, ya que tenía unas sesenta
páginas en tamaño carta: había encontrado, sin embargo, el modo
de hacerla entrar a la fábrica, envuelta en papel marrón de estra-
za, como si formase parte del gran sándwich que constituía mi al-
muerzo. Pero no podía hacerlo sino con un ejemplar por día (vendía

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12) y teniendo previamente la seguridad de que el destinatario ese
día no iba a faltar al trabajo, porque no podía dejarla en mi armario
de herramientas ni llevármela de vuelta sin despertar sospechas.
La fábrica tenía entonces siete mil obreros y mi sección, 150
torneros y 500 obreras arriba, en el bobinado. En mi sección y en
Mecánica habíamos formado ya un grupo de siete simpatizantes
y, como he dicho, doce trabajadores leían regularmente la revista
teórica y setenta la prensa semanal del GCI. Con ese núcleo duro
comenzamos a desafiar, simultáneamente, a la dirección de la em-
presa y a la dirección del sindicato, que trabajaban en común.
Aunque los obreros eran peronistas como Di Tella, el patrón,
cuya estatua presidía la entrada a la fábrica, lo eran de modo muy
diferente y se burlaban de la escultura diciendo que tenía la mano
en los bolsillos para cuidar el dinero y el saco doblado en el brazo,
a lo “descamisado”, porque le daba calor ver cómo trabajaban “sus”
obreros. Las relaciones con la burocracia de la seccional Avellane-
da de la UOM y de la dirección nacional del sindicato eran más
complicadas. Se acataban los paros políticos peronistas porque los
trabajadores eran también peronistas, pero al secretario general,
el ex comunista Hilario Salvo, los obreros le habían levantado en
el aire el auto de lujo en que vino a la fábrica y lo habían puesto en
dirección contraria para que se fuera sin importarles que el mismo
fuese diputado peronista y una de las piezas claves de la burocracia
de la CGT al servicio de Perón. El peronismo de los obreros les unía
a la burocracia con el lazo del nacionalismo, pero era un peronis-
mo diferente, independiente y antiburocrático, y muy escéptico en
cuanto a la unidad nacional (con los capitalistas) aunque no fuese
anticapitalista, ya que muchos de los obreros peronistas espera-
ban poner un tallercito “sin explotar a nadie” y creían en un capi-
talismo “justo y solidario”. Sólo el único anarquista de la fábrica,
afiliado a la vieja Federación Obrera Regional Argentina (FORA),
cuando la burocracia sindical convocaba una huelga, arrojaba des-
de el primer piso, donde estaba el bobinado, volantes condenando
el paro y calificando de carneros a los de la CGT que lo hacían,
pero no podía trabajar solo durante la huelga en una fábrica de-
sierta. A decir verdad, tampoco quería hacerlo. Por supuesto, todas
las obreras de bobinado sabían quién era el autor de los volantes
insultantes pero se limitaban a tomarle el pelo sin enojarse con él,
pues era muy buena persona.
El ambiente en la fábrica era solidario. Todos conocían el truco
que utilizaba un viejo obrero que tenía a su cargo un torno vertical
cuando quería descansar o divertirse –le metía un destornillador

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en una hendidura y el torno dejaba de funcionar–, pero callaban li-
mitándose a observar socarronamente cómo el ingeniero se tiraba
al suelo y se llenaba de grasa buscando solucionar el desperfecto,
siempre en vano, hasta que se rendía y marchaba a la oficina para
telefonear a los fabricantes de la máquina… momento en que el
tornero volvía invariablemente a introducir el destornillador en el
lugar justo y le gritaba “¡Ingeniero! ¡Empezó a funcionar! ¿Qué le
hizo?”.
La empresa había colocado cajas de sugerencias y daba premios
a las mejores ideas que, por supuesto, eran las que aumentaban la
productividad o le reducían los costos: en la sección estaba prohi-
bido hacer aportes a esas cajas –que llenábamos con porquerías y
con chistes– y también estaba prohibido –por los obreros– hacer
más de un 20 por ciento de producción por encima de la norma
para poder mantenerla y para no reducir los tiempos fijados para
cada producto, los cuales, gracias a esta defensa por los obreros de
la porosidad de su tiempo de trabajo, permitían ir al baño a fumar
o tomarse un mate cada tanto.
La situación cambió transitoriamente con la inmigración ma-
siva de obreros italianos, que habían sufrido la guerra y querían
huir de Europa, pero en muchos casos habían dejado allá buena
parte de su familia y estaban desesperados por hacer dinero para
traerla. Era gente, por lo general, muy pobre e inculta y de ori-
gen campesino, que desconocía el agua corriente, no se bañaba casi
nunca y usaba la misma ropa interior por meses. A alguno incluso
debimos bañarlo a la fuerza, entre varios, en las duchas de la fábri-
ca, hasta que empezaron a acostumbrarse a la limpieza. Además,
como en el caso de los tres incorporados a mi sección, no se podían
entender entre sí en italiano ya que hablaban dialectos cerrados
(uno, tornero relojero, era véneto; otro, de la Campania, era anal-
fabeto y sólo hablaba napolitano, y el tercero, de la montaña ca-
labresa, políticamente más evolucionado –era comunista y había
sido trabajador forzado en Alemania, donde casi murió de hambre
y desde donde volvió a pie a su Calabria natal, donde fabricaba
sillas para mulas– tampoco hablaba italiano y, para colmo, sufría
una gran depresión que lo mantenía prácticamente incomunicado).
Éste, en uno de sus pocos momentos de desahogo pues era un hom-
bre sombrío, me contó su historia y reveló que había vuelto a Italia
a pie, desde un campo de trabajo en Leipzig, en Alemania, esperan-
do la revolución hasta que el líder comunista Palmiro Togliatti hizo
un acuerdo con el rey –el mismo monarca que había puesto en el
poder a Mussolini– y, como ministro de Justicia de un gobierno de

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coalición con la derecha, había amnistiado a los fascistas. Él había
perdido cuatro hermanos en la guerra y dos a manos de los fas-
cistas; por eso, junto a la mayoría de los comunistas de su pueblo,
rompió su carnet rojo de afiliado y lo mandó en una gran bolsa a
la Federación comunista local. Pocos días después, completamente
desmoralizado, gestionó una recomendación del cura de otro pue-
blo para que el gobierno democristiano lo enviase en los grandes
embarques de emigrantes concordados con el gobierno de Perón…
Esos italianos, desesperados por tener dinero y muy individua-
listas, desconocían nuestra prohibición de hacer demasiado premio
y demasiadas horas extras. Un poco con métodos físicos de repre-
sión cuando querían trabajar en días de paro o violar las normas
democráticamente impuestas por los compañeros y otro poco con la
ayuda solidaria, terminaron por integrarse. Fue decisivo el apoyo
fraternal de los compañeros, que comprendían la situación en que
se encontraban: entre decenas de obreros argentinos le completá-
bamos, con un pequeño préstamo o incluso una donación, la suma
que el compañero italiano necesitaba para comprar un terrenito y
después, con el trabajo voluntario, se le levantaba a toda prisa su
vivienda. Era común aprovechar los domingos de primavera o de
verano para ese trabajo colectivo que se convertía en una fiesta,
porque uno se encargaba de la parrilla para asar la buena carne
que comprábamos entre todos y, mientras él asaba, los demás car-
gábamos ladrillos o hacíamos de albañil, mientras el italiano sólo
tenía que comprar pan y vino y darnos de beber. Era difícil que
quien recibiese ese apoyo y esa ayuda traicionase después a sus
compañeros.
En el frente obrero había, en cambio, un fuerte conflicto con
la burocracia sindical, que era la prolongación del aparato estatal
capitalista en el movimiento obrero y el anillo que sometía a éste a
la derecha del peronismo.
Yo había sido elegido delegado prácticamente por unanimidad
porque los obreros –en su gran mayoría peronistas– me diferen-
ciaban claramente de los “comunistas” aliados con la oligarquía y
escuchaban con simpatía las posiciones que exponía en las pausas
para el mate. Además, no temían dejar de ser peronistas pues, en
realidad, utilizaban pragmáticamente a un compañero honesto y
combativo, aunque no concordasen con sus ideas para enfrentar
tanto al patrón como a la burocracia sindical, también peronista,
de la que desconfiaban. Esta utilización revolucionaria era en gran
medida similar a la que practicaban los campesinos e indígenas
durante la Revolución Mexicana, en Bolivia en 1952 o en el Ejér-

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cito de Liberación Nacional Zapatista en los noventa cooptando y
utilizando a los intelectuales que tomaban partido por ellos.
Aprovechando mi elección en una sección estratégica de la fá-
brica, durante meses visité sistemáticamente las casas de los com-
pañeros que estaban fuera de turno, para conocerles bien e intimar
con ellos. En ese entonces un delegado era una persona respetable
a la que se ofrecía sin duda un mate pero también el mejor licor
que pudiese salir del aparador de la casa, generalmente una copita
de anís. Jamás me gustó esa bebida y menos me gustaba cuando
me tenía que tomar, en una tarde, más de diez, que se me subían
a la cabeza y me golpeaban en el estómago, de modo que tuve que
fraguar una estrategia defensiva declarando, al entrar, que venía
con un fuerte ataque al hígado –enfermedad nacional en un país
de devoradores de carne– para que me ofrecieran, en cambio, un té
de boldo, que nunca faltaba…
Al cabo de un tiempo la Comisión Interna del sindicato, preocu-
pada por el peso de mi sección (compuesta, como he dicho, por 150
obreros, más 500 compañeras del Bobinado) y por mi influencia en
ella, resolvió desconocer mi elección en base al artículo 4 del esta-
tuto de la UOM, que establecía que no podía ser dirigente nadie
que no fuese peronista y no sólo eso sino que también me expulsó
del sindicato en calidad de trotskista. A esta provocación contra
los obreros, cuyo mandato y voto expreso desconocía la resolución
antidemocrática de los burócratas, se unió un problema gremial
que fue creciendo.
En efecto, como GCI publicábamos un volante por semana
para SIAM exigiendo una asamblea general para resolver las
medidas de lucha para hacer que la patronal pagase un 16 por
ciento de aumento ya resuelto pero que debía hace meses y que,
con el apoyo tácito de la dirección sindical, quería dejar para las
calendas griegas. Al cabo de cincuenta semanas de volanteo, que
los matones sindicales y la seguridad patronal no podían impedir,
la inquietud y el hartazgo fueron creciendo en la fábrica y no se
hablaba de otra cosa en los corrillos de la pausa para el mate o
en el baño. Presionada, la Seccional Avellaneda (el secretario era
un pistolero, Rosendo Hernández, que años después fue muerto
a tiros rodeado de sus guardaespaldas) dio un mal paso dictado
por la sensación de omnipotencia e impunidad que derivaba de su
falta de contacto con los obreros: convocó a sus simpatizantes, casi
en secreto, a una asamblea general en la noche un sábado, en la
sede del sindicato, para aprobar su gestión y resolver que no había
causa para ningún enfrentamiento con la empresa. Esa torpeza,

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que constituía al mismo tiempo un insulto y una provocación, dio
fuego a la pólvora.
El lunes siguiente a la seudoasamblea de la dirección sindical
los obreros tomaron conocimiento de la estafa. El martes, cerca de
las siete de la mañana –yo había trabajado el lunes en el turno no-
che hasta las seis, informando sobre la maniobra de la Seccional y
proponiendo medidas inmediatas–, recibí una llamada de un com-
pañero de mi sección: “¡Vení de inmediato! ¡Ganamos! ¡La fábrica
está ocupada desde la entrada del primer turno!”. La ocupación
había comenzado en el edificio F, donde estaba la sección tornos,
bobinaje y Mecánica y se había extendido a Fundición y al edificio
A, donde también teníamos militantes (uno de ellos, el gordo Pier-
poch, delegado, que venía de la UOR, también había sido expulsa-
do como trotskista cuando me expulsaron del sindicato).
Por supuesto, me precipité a la fábrica, que era un hervidero.
En mi sección, utilizando un torno como tribuna, organizamos una
asamblea que votó la ocupación de la fábrica y la realización de
una asamblea general de todas las secciones para resolver qué ha-
cer y exigir el pago del 16 por ciento de salarios atrasados. Fueron
delegaciones a otras secciones, que de inmediato hicieron asam-
bleas y aprobaron nuestra propuesta. En medio de la agitación en
nuestra sección se presentó –debo reconocerlo, demostrando mu-
cho coraje– el secretario de la Comisión Interna, un soldador que
trabajaba en el mismo edificio. Los que le acompañaban (otros dos
miembros de la misma Comisión), por el contrario, temblaban y le
decían en baja voz, tirándole del mameluco: “¡Ginés, rajemos! ¡Gi-
nés, nos matan!”. Los obreros se enfurecieron y no querían dejarles
hablar. Desde mi torno-tribuna les garanticé la palabra y la incolu-
midad … justo en el momento en que los más exaltados empezaban
a tirarles bulones y a darles puñetazos. Me zambullí desde el torno
para interponerme entre una de las trompadas y Ginés, con el re-
sultado de que “el puño amigo” causó el “daño colateral” en mi ojo
izquierdo, lo cual calmó lo suficiente el ambiente como para que,
con dos simpatizantes, pudiéramos abrirnos paso entre los traba-
jadores enfurecidos y acompañar a los aterrorizados burócratas a
la salida salvándolos, creo, del linchamiento pero no del torrente de
gritos e insultos que se les vino encima.
El segundo y el tercer turno adhirieron entusiastas a la protes-
ta y al día siguiente, en el primer turno, a las diez de la mañana,
casi toda la fábrica se reunió en Fundición para realizar la asam-
blea general. Colgados de las vigas, montados sobre montañas de
materiales, amontonados hasta lo inverosímil, miles de obreros

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eligieron como primera medida un Comité de Fábrica para dirigir
la huelga, que quedó integrado por un enorme y moreno obrero
de Fundición, peronista pero opuesto a la burocracia, y por otros
cuatro obreros más, uno por departamento. Nació así lo que fue
durante el peronismo el primer Comité de Fábrica en la Argentina,
nacido al margen de las estructuras sindicales pero recuperando
el sindicato para la lucha. El mismo tenía como secretario general
a un delegado arbitrariamente expulsado del sindicato (yo) y como
miembros a tres trotskistas más (dos de ellos también expulsados)
y a un obrero peronista antiburocrático de Fundición.
La patronal primero desconoció al comité pero poco después
negoció con nosotros. La huelga con ocupación de fábrica y ma-
nifestaciones permanentes duró dos días más, hasta que pagaron
todo lo atrasado. Fue un triunfo en toda la línea y todos los obreros
cobraron una suma importante de casi dos mensualidades.
Un compañero exultante me dijo entonces: “¡Ganamos, flaco!
¡Ahora la fábrica es nuestra”. Recuerdo que le repliqué: “Te equi-
vocás. Dentro de dos meses nos echan a todos. Los siete mil que
nos eligieron ahora están pensando en qué gastar el dinero que les
cayó del cielo. Unos dos mil recordarán que lo consiguieron gracias
a su unión y a su lucha pero no querrán romper con el sindica-
to porque ellos son también peronistas. Cerca de mil defenderán
nuestros derechos contra viento y marea y eso será importantísi-
mo, porque ese es el corazón de la fábrica. Pero serán minoría y no
podrán luchar eternamente. Hay que preparar las cosas para dejar
una base y para que, si nos echan, no nos entreguen a la policía”.
Tal como había pensado, tres meses después del triunfo fui ex-
pulsado de SIAM junto con otros compañeros. Durante varios días
entramos a la fuerza a la fábrica y la recorrimos en manifestacio-
nes internas hasta que nos sacaban a patadas los de seguridad.
Durante varias quincenas hubo paros relámpagos de solidaridad
y mediante colectas nos pagaron las quincenas a los despedidos.
En cierto momento, cuando los paros y las manifestaciones comen-
zaban a flaquear, les agradecí a los compañeros su lucha pero les
invité a dar por cerrado ese capítulo.
Estábamos en 1952. El periódico de la Unión Obrera Metalúr-
gica, que tiraba 400 mil ejemplares, publicó mi foto junto con la
resolución de expulsión del sindicato por ser trotskista, lo cual no
dejaba de ser irónico en un sindicato fundado por Ángel Perelman,
del grupo de Jorge Abelardo Ramos, o sea, un “trotskista” agente
del peronismo. Era la forma hipócrita en que la burocracia sindi-
cal, sustituyendo a la patronal, instituía la lista negra.

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Pero la memoria obrera no es acumulativa ni directa como una
flecha, pero es profunda. Dos años después, estando yo en Brasil y
sin que los trabajadores de SIAM supiesen siquiera si estaba vivo
y dónde estaba, me comunicaron que en una nueva huelga figura-
ba la reivindicación de mi reintegro y del de los demás despedidos
en esa corta huelga victoriosa que parecía olvidada. Corría el año
1954, todavía subsistía la fuerza obrera que permitía controlar
la producción y prohibir los despidos; eran otros tiempos y otros
obreros.

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V

En el Brasil de Getúlio Vargas

Adolfo Gilly (entonces “Héctor Lucero”) había viajado a Rio


de Janeiro donde tomó contacto con “Osvaldo”, veterano del viejo
movimiento trotskista brasileño de fines de los años treinta. Po-
sadas, dirigente del Buró Latinoamericano, a quien no le faltaba
entonces ni audacia ni iniciativa, creyó así llegado el momento de
reorganizar o, mejor dicho, organizar, una sección brasileña. Como
me acababan de echar de SIAM y estaba en la lista negra de la
industria metalúrgica gracias a la burocracia de la Unión Obrera
Metalúrgica, pensó que tenía a mano el militante indicado para
esa tarea, teniendo en cuenta que también en 1952 había estallado
la revolución boliviana y los obreros habían destruido al ejército
y formado milicias armadas, de modo que era también necesario
mandar a alguien –a “Héctor Lucero”– a apoyar a los compañeros
del Partido Obrero Revolucionario que tan importante papel ha-
bían tenido en la revolución y estaban teniendo en la formación
de la Central Obrera Boliviana (COB) y en los sindicatos paceños.
Poco antes, un 7 de noviembre, al volver de un acto clandestino
en la isla Maciel, sucio, sin afeitarme y quemado por el sol, tras
hablar sobre la Revolución Rusa, me había encontrado inespera-
damente con el velorio de mi madre (que estaba internada, pero
no muy grave) en lo que normalmente era el comedor de mi casa.
Mi padre, discretamente, me había hecho pasar hacia el baño, para
asearme y vestir ropas más apropiadas. Cuando volví junto al fére-
tro, fuertemente sacudido aún con la terrible congoja e impresión
inicial, unas tías beatas de mi madre me enviaron un joven jesuita
francés que comenzó a decir que en su juventud también él había
sido revolucionario. No pudo terminar de hablar porque con una
mano le apreté ferozmente el cuello, levantándole en vilo, lo llevé
hasta la puerta y le dije con voz estrangulada por la ira y con una
cara que debe haber sido muy persuasiva que cualquier otra pala-

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bra que añadiera lo tiraría por la escalera, dos pisos abajo, hasta
la calle. Todos los presentes enmudecieron y poco después, en un
ambiente casi glacial, se llevaron el cuerpo de mi madre hasta la
bóveda familiar en el cementerio de la Recoleta. No fui entonces
ni nunca hasta su tumba, aunque su muerte me dolió mucho y
durante mucho tiempo porque era una mujer inteligente, sensible
y sincera (a veces entraba de sopetón en nuestras reuniones de cé-
lula y declaraba “¡soy oligarca, y qué!”, pero respetaba mis ideas).
Sea como fuere, su pérdida me desligó en buena medida de Buenos
Aires.
De modo que así partí desde Montevideo hacia São Paulo, a los
24 años cumplidos, sin otro bagaje que una valija de mano pres-
tada y la lectura de los libros “políticos” de Marx y Engels y del
primer volumen de El Capital más algunos libros de Trotsky y de
Lenin y sin otro apoyo que dos direcciones (una en esa ciudad, la
otra en Curitiba) y dinero para quince días de estricta austeridad.

***

Aunque el posadismo –el culto a Posadas– recién nació en 1962


y con él la preocupación de Cristalli por su poder en la organiza-
ción, posteriormente pensé en varias ocasiones que las misiones
internacionales que Posadas encargaba tenían un objetivo cons-
ciente –aprovechar las cualidades y la energía de algunos mili-
tantes para reforzar el movimiento– y otro menos consciente pero
bastante claro (sacarse de encima a los potenciales creadores de
problemas o de diferencias o a quienes tenían arraigo o comenza-
ban a tenerlo en algún frente de lucha para hacerles depender sólo
de sus decisiones).
La historia del trotskismo en Brasil, cuando llegué en 1952,
no era muy larga y sus militantes habían pasado por mucha con-
fusión y por muchas derrotas que habían llevado a la desaparición
de la vida organizativa.
En 1930 había nacido el Grupo Comunista Lenin (GCL), for-
mado sobre todo por artesanos e intelectuales paulistas, que edi-
taba A Luta de Classes y que integró la Oposición de Izquierda
Internacional (OII) dirigida por Trotsky. Aunque el grupo duró
poco, sirvió de referente a muchos dirigentes y células sindicales
del Partido Comunista que rechazaban la política ultraizquierdis-
ta del llamado “Tercer Período”. La Oposición Sindical llevó a la
“escisión de 1928” del PCB, muchos de cuyos cuadros –entre los
cuales el después periodista y escritor Livio Xavier– confluyeron

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en el GCL y también un grupo de obreros gráficos dirigidos por
el secretario general de la Federación Sindical Regional de Rio de
Janeiro y de la Unión de Trabajadores Gráficos de esa ciudad, João
Jorge da Costa Pimenta, así como el intelectual carioca Mário Pe-
drosa, único latinoamericano que estaría presente en el congreso
de fundación de la IV Internacional, realizado en París en 1938.
En 1931 el Secretariado Internacional de la Oposición Inter-
nacional de Izquierda (OII) promovió la formación de una Liga
Comunista en Brasil, cuya dirección estaba formada por el viejo
dirigente comunista Aristide Lobo, Livio Xavier, el cuadro comu-
nista Plinio Gomes de Melo, João Mateus, el conocido escritor su-
rrealista francés Benjamin Péret, Mário Pedrosa, Victor Azevedo
Pinheiro, João da Costa Pimenta e “Pedro” y entre cuyos miembros
estaban Lelia y Fulvio Abramo. Este grupo, que editaba el Boletim
da Oposição y Luta de Classes, dirigía el sindicato gráfico paulista
y tenía influencia en los sindicatos de la madera, metalúrgico, del
comercio, textiles, bancarios y ferroviarios. En 1933, junto con los
anarquistas habían creado en São Paulo la Coligação de Sindicatos
Proletários y, junto con ésta y con los socialistas, la Coligação das
Esquerdas que en 1934 creó el periódico Homem Livre y el 7 de
octubre de 1934 aplastó violentamente en la plaza central paulista
–la Praça da Sé– una manifestación de los Integralistas, el partido
de choque clerical fascista dirigido por Plinio Salgado.
En noviembre de 1935 el PCB lanzó una sublevación militar,
un putsch, que dio base a la represión brutal de Getúlio Vargas y,
posteriormente, a su Estado Novo semifascista. La misma desbara-
tó también la organización trotskista, muchos de cuyos miembros
y simpatizantes fueron presos en regiones lejanas y en condiciones
inhumanas, como cuenta uno de ellos, el gran escritor Graciliano
Ramos en su magnífico libro Memórias do cárcere.
Pese a la represión varguista, Mário Pedrosa fundó en 1936 en
Rio de Janeiro el Partido Operário Leninista (POL) junto con Hil-
car Leite y los sindicalistas comunistas Febus Gikovate y Augusto
Besouchet (que después murió en España combatiendo en las Bri-
gadas Internacionales). Ese partido tuvo corta duración pero en
1937 se produjo una nueva y aguda crisis en el PCB.
El miembro del Buró Político, secretario de Agitación y Propa-
ganda y secretario del Comité Regional de São Paulo, el después
conocido periodista Herminio Sacchetta, encabezó una escisión de
izquierda contra la línea oficial del partido comunista. Este había
abandonado sus posiciones ultraizquierdistas anteriores para ad-
herir a la línea oficial estalinista del Frente Popular con la burgue-

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sía nacional. Así sostenía el papel protagónico de ésta en la revo-
lución en Brasil, apoyaba a un candidato burgués (José Américo
de Almeida) para las elecciones programadas para 1938 (que no se
realizaron) y proponía la articulación con el ala “democrática” de
la dictadura de Getúlio Vargas y con su interventor en São Paulo,
Adhemar de Barros, el corrupto y semifascista político que procla-
maría abiertamente “robo pero hago”. El POL proponía, en cambio,
lanzar la candidatura simbólica de Luiz Carlos Prestes, preso po-
lítico y secretario del PCB, cuya compañera Olga, judía alemana,
había sido entregada por Vargas a la Gestapo.
A Sacchetta, contra la dirección del PCB, se le unieron los comi-
tés regionales de Paraná, Rio Grande do Sul, Minas Gerais, Goiás,
Matto Grosso y del Triángulo Minero pero la secretaría general
del PCB fue apoyada por el Secretariado Latinoamericano de la
III Internacional (o sea, por el estalinista ítaloargentino Vittorio
Codovilla, “Luis”) y por Moscú, de modo que el secretario paulista
y miembro en rebelión del Buró Político y otros 30 cuadros impor-
tantes fueron expulsados en marzo del 1939 acusados de constituir
“una fracción trotskista policial” a pesar de que todavía defendían a
Stalin y hasta aprobaban los procesos de Moscú. En abril de ese año
se fusionaron con el POL formando el Partido Socialista Revolucio-
nario, reconocido como sección brasileña de la IV Internacional en
el II Congreso Mundial, y del cual, entre otros, formó parte durante
algunos años el importante sociólogo Florestan Fernandes.
En el momento en que se estableció el contacto que permitiría
reorganizar la sección brasileña, prácticamente todos esos “viejos
trotskistas” habían roto con la IV Internacional pues habían adop-
tado la posición de Max Schachtman contra la defensa de la Unión
Soviética desde poco antes de la guerra y se habían dedicado a sus
oficios respectivos: Sacchetta se había convertido en director del
diario paulista O Tempo, hoy desaparecido, el cual renovó el perio-
dismo brasileño, Livio Xavier era un respetado periodista en la sec-
ción literaria de O Estado de São Paulo y Mário Pedrosa, en Rio de
Janeiro, era el principal comentarista deportivo de un país donde
todos enloquecen por el fútbol. Quedaban, dispersos, algunos mi-
litantes y se había acercado un puñadito de miembros del Partido
Socialista, entre los cuales el entonces estudiante adolescente, de
sólo 18 años de edad, Leôncio Martins Rodrigues (una de mis dos
direcciones) y los periodistas José Stacchini, ex secretario de las
Juventudes Comunistas, y Antônio Pinto de Freitas, que luego se-
ría redactor responsable del periódico que yo crearía poco después
de llegar, así como el ingeniero Milton Camargo (“Nelson”).

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En cuanto al contacto de Adolfo en Rio de Janeiro, “Osvaldo”,
estaba inválido y postrado en su lecho porque las palizas recibidas
durante la dictadura le habían destrozado los pulmones; además,
no estaba de acuerdo ni con las últimas posiciones de Trotsky ni
con las posiciones recientes de la IV Internacional pero se mante-
nía al tanto de la vida política pues, aunque escéptico, era un hom-
bre muy inteligente (era gran maestro ajedrecista de primer nivel)
y conversando con él se podía aprender bastante sobre el Brasil y
su literatura.

***

Mi largo viaje en tren desde Montevideo hasta São Paulo (en-


tonces duraba cuatro días) me enseñó mucho sobre la política bra-
sileña y me mostró el paisaje sureño. En efecto, dicho tren había
sido construido en un momento de gran tensión entre Argentina
y Brasil con el objetivo militar de poder desplazar rápidamente
tropas a la frontera entre ambos países, en el sur brasileño y el
noreste argentino, en lo que habían sido las Misiones jesuíticas y
ahora eran los Estados de Paraná, Santa Catarina y Rio Grande
do Sul. Pero había sido construido por los ingleses, sobre la base
de tanto por kilómetro y aquéllos habían sido los proveedores del
material. De modo que el tren que se esperaba veloz serpenteaba
continuamente a muy baja velocidad, escupiendo humo y chispas
de leña que a veces quemaban la ropa de los viajeros y la cola
siempre veía la locomotora en los semicírculos que se sucedían y
que duplicaban con mucho el kilometraje recorrido y el material
utilizado para la construcción de terraplenes y rieles. Había sido
un magnífico negocio para el capital inglés y una buena ocasión de
comisiones jugosas para funcionarios brasileños. Por fortuna para
el país y para toda América Latina, la temida guerra no se había
producido…
Emprendí el viaje con sólo una maleta, que mi padre me ha-
bía regalado y que ostentaba sus iniciales OMA. Ya en territorio
brasileño, mientras trataba de dormir tapándome la cara con una
boina vasca, escuché que dos hombres discutían creyendo que me
había dormido y que uno de ellos decía al otro: “Sí es él, aunque
parece más joven. Es el que nos señaló la Gendarmería argentina.
Es cierto que las iniciales no son las suyas pero la valija debe ser
prestada”.
Como me quedaban casi tres días de viaje, dejé pasar varias
horas y en el baño destruí el papel con las direcciones después de

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memorizarlas. En la primera parada compré un horario ferrovia-
rio, que estudié con gran atención viendo los enlaces posibles a
partir de diversos nudos ferroviarios y después busqué el modo de
trabar conversación con el policía que había quedado a bordo del
tren (su colega había bajado en una estación intermedia), el cual
me dijo que era un viajante de comercio en maderas. Poniendo mi
mejor cara de idiota le dije que no conocía ni el país ni la lengua,
que iba a Ponta Grossa, en el estado de Paraná (uno de los nudos
ferroviarios mencionados) y que me gustaría conocer esa ciudad
con su guía. Enseguida manifestó que era una gran casualidad, ya
que él también iba a Ponta Grossa, que podríamos visitar juntos,
buscando un hotel barato. Ahora bien, en esa ciudad, según mi ho-
rario, un minuto después de la llegada del tren en que iba, partía
otro hacia São Paulo. De modo que, al llegar a la estación de mi
destino ficticio, le dije que se adelantase un segundo porque tenía
que sacar mi valija, que era muy grande y pesada… cosa que hice,
en efecto, pero hacia el otro tren, el paulista, que partió de inme-
diato. Mi policía “personal” todavía debe estar esperándome en el
andén de la ciudad paranaense…
En São Paulo no encontré al compañero cuya dirección llevaba,
Leôncio Martins Rodrigues, entonces joven socialista de izquier-
da, después por algunos años dirigente de la sección trotskista y
después muy ligado a Fernando Henrique Cardoso y sociólogo en
la misma línea neoliberal que su amigo. Tuve que alquilar una
piecita en una pensión popular y, como se me acababa el dinero,
trabajé una quincena cavando zanjas pero tomando la precaución
de fabricarme donde me alojaba un “pasaporte social”, una imagen
de abundancia, afeitándome cuidadosamente aunque sin jabón y
siempre con la misma lámina usada y saliendo infaltablemente
con corbata, para tranquilizar a la patrona sobre una solvencia
económica de la que carecía del modo más absoluto. Hasta cobrar
quince días después me sometí a una dieta de abundante agua y
dos bananitas maçã (bananitas de oro, o dominicos) por día. Como
se podrá imaginar, el trabajo físico me daba un hambre de lobo
que a mediodía me hacía sopesar largamente la posibilidad y con-
veniencia de comerme también la ración nocturna y, por la noche,
de devorar las bananas del día siguiente. Para combatir la obse-
sión por la comida prestaba gran atención a los locutores de radio,
en la pensión, fijándome en los modismos y en la pronunciación y,
donde podía, leía observando la redacción portuguesa-brasileña,
pues tenía conciencia de que mi ignorancia del portugués no sólo
era una traba para conseguir eventualmente un trabajo mejor sino

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también para discutir con los compañeros que esperaba contactar.
Debo decir al respecto que la escuela de la necesidad urgente es
muy buena, agudiza el ingenio y hace progresar a saltos aunque
requiera a veces un buen estado físico para poder aprovecharla.
Como balance de esos días de ayuno me quedó un portuñol com-
prensible y casi una oclusión intestinal junto con una resistencia
invencible a comer ese tipo de bananas.
Por fortuna, pude encontrar a Leôncio, un adolescente delgado
y alto, con anteojos, lleno de buena voluntad, que pertenecía a una
familia de quatrocentões venida a menos, como él mismo proclama-
ba (es decir, a una familia de más de cuatrocientos años en Brasil,
blanca y de origen portugués), lo cual le había permitido conseguir
un empleíto en el Ministerio del Trabajo, pieza de creciente impor-
tancia dentro de la política varguista de reconquista del gobierno
(con el movimiento popular queremista –por su consigna ¡queremos
a Getúlio!– si bien muy fuerte tropezaba contra una oposición de
derecha feroz, apoyada por Estados Unidos, que veía con preocupa-
ción el supuesto “peronismo” de Vargas). Por fortuna también –no
sé muy bien cómo– mi salvador consiguió que su generosa familia
me aceptase como huésped gratuito, o arrimado, y me atribuyese
una cama en el cuarto de su hijo. Libre ya de preocupaciones logís-
ticas y convertido en Manoel Souza (algo así como Juan Pérez en
un país donde los Souza son casi tantos como los Da Silva), pude
empezar a tomar contactos y a tratar de organizar a quienes estu-
viesen dispuestos a seguir la línea fijada por la IV Internacional en
su reciente congreso.
Aunque algunos historiadores mal informados lleguen a de-
cir que Sacchetta fue dirigente del POR nada menos que hasta
1958 y otros que recién rompió después del IV Congreso Mundial,
rechazando la visión de Pablo sobre la crisis del estalinismo y la
necesidad de intervenir en ella actuando sobre los partidos co-
munistas, Sacchetta, Rocha Barros y otros viejos militantes del
trotskismo de los años 30-40 en realidad habían abandonado ha-
cía rato la Internacional por sus divergencias sobre el carácter de
la Unión Soviética (que consideraban capitalismo de Estado). Pero
todavía en 1952 colaboraban esporádicamente, contribuyendo con
no demasiado dinero o dando contactos pues eran, sobre todo,
antiestalinistas. Apenas mejoré mi portugués pude así escribir
artículos de análisis internacional para O Tempo gracias a Sac-
chetta, y otros sobre literatura latinoamericana para O Estado de
São Paulo, gracias a Lívio Xavier, un personaje culto y gentil pero
amargado quizás por su salud frágil y que era todo lo contrario del

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exuberante y teatral Hermínio Sacchetta, que estaba creando un
periodismo moderno.
Este, que parecía un típico italiano meridional, con su cabello
ensortijado y su cómica y constante gesticulación, evidentemente
sufría por su baja estatura y por su condición siempre recorda-
da de “hijo de un inmigrante de tercera clase”, que le pesaba mu-
cho en una sociedad tan racista como la brasileña y en un medio,
como el periodístico, donde para ocupar un puesto de dirección,
o se descendía de viejas familias de la oligarquía terrateniente,
como el director de OESP, Júlio de Mesquita Filho, o se pertenecía
directamente a una mafia, al estilo de Assis de Chateaubriand,
que llenaba sus colecciones pictóricas con el fruto de las presiones
a los industriales que lindaban con el chantaje. Como resultado de
todo eso tenía una concepción muy particular de la lucha de clases
(o de la revancha de los marginados), ya que exhibía como trofeos
las grãfinas o aristócratas que se dedicaba con ahínco a conquistar
luciendo para eso no su físico sino su inteligencia.
Mi nueva actividad periodística –anteriormente había hecho
una efímera experiencia en 1948 en el también efímero La Tarde,
el proyecto del gobernador de Buenos Aires, Mercante, entonces
“un solo corazón” con Perón que en esos días decidió suprimir toda
presencia extraña en su importante órgano cardíaco– sustituyó con
ventaja la dura tarea de cavador de zanjas para instalar tubos y me
permitió un mínimo de independencia económica, o sea, pagar mis
cafés y comidas baratas en las innumerables reuniones de captación
y formación del núcleo militante de un partido revolucionario.
Como resultado de esa actividad el 15 de noviembre de 1952,
a tres meses de mi llegada, sacamos el primer número de Frente
Operária, órgano del Partido Obrero Revolucionario, sección bra-
sileña de la IV Internacional, que salió regularmente durante los
tres años que estuve en Brasil y que durante otros 16 años, hasta
1968, fue el único órgano de prensa trotskista en el país.
En cuanto al partido, comenzó a funcionar con algunos militan-
tes provenientes del Partido Socialista Brasileño, como el mismo
Leôncio (“Mota”), el ya mencionado ingeniero agrónomo Milton Ca-
margo (“Nelson”), el periodista Antônio Pinto de Freitas, Sebastião
Simões de Lima (“Paiva”), joven abogado del sindicato de la com-
pañía municipal de transporte urbano (CMTC) y otro periodista,
Jorge Milano, con el cual diagramamos el periódico inspirándonos
en el argentino Clarín, un tabloide moderno bien hecho de reciente
aparición, y aún hoy se puede decir que Frente Operária era sin
duda, por su presentación, el más moderno de los periódicos trots-

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kistas existentes y, en América Latina, por su contenido, quizás el
más ágil, ya que por ese entonces sobre la prensa trotskista local
no se había abatido la ola de artículos de Posadas, que comenzaría
dos años después a su retorno de Europa tras descubrir el graba-
dor portátil Geloso y comprobar que el sumiso aparatito resistía
interminables elucubraciones sobre cualquier tema.
La dirección del partido (pomposamente, su Buró Político) es-
taba integrada por mí, como Secretario General, Leôncio (“Mota”),
como Secretario de Organización, “Paiva”, como Secretario de Agi-
tación Sindical y “Nelson” como Secretario de Finanzas; en cuanto
a la organización, creció rápidamente y a fines de ese año 1952
tenía unos 40 miembros, diseminados en São Paulo, Curitiba, Pon-
ta Grossa y Rio de Janeiro más, durante un breve lapso, como sim-
patizantes, a Sacchetta, su hermana (que tipeaba con gran eficacia
nuestros materiales) y sus amigos. Entre los cuatro miembros del
Buró Político conseguíamos apenas reunir 100 años. La militancia
no era más vieja, pues entre los nuevos militantes estaban los jó-
venes hermanos Fausto (Boris, Ruy y Nelson, entonces estudiantes
y hoy historiador conservador el primero, filósofo el segundo y mé-
dico el tercero) y algún obrero joven de origen comunista reclutado
durante los volanteos constantes y sistemáticos, dirigidos en espe-
cial a los simpatizantes comunistas, que realizábamos en distintos
barrios obreros paulistas y, en especial, en las fábricas metalúrgi-
cas de la zona de Lapa.
El periódico tenía un tiraje de 1500 ejemplares, que vendía-
mos en mano en las puertas de las fábricas y en la Universidad,
colocábamos en los kioscos y que yo enviaba por correo a todos los
sindicatos importantes del país, lo que nos daba como resultado al-
gunas cartas y contactos, sobre todo de simpatizantes comunistas
contrarios a la línea por entonces aventurera y putschista del PCB.
Creamos también el Círculo Karl Marx, donde yo y Leôncio
dábamos cursos marxistas o analizábamos la situación interna-
cional para simpatizantes y candidatos a miembros del partido.
Ese Círculo funcionaba en un extraño edificio, el Martinelli, en
la rua São Bento 405 que, como estaba al pie de una colina, te-
nía entrada por tres calles diferentes (lo que facilitaba en caso
de seguimientos policiales) y albergaba de todo, desde un gran
salón de billar, donde se jugaba día y noche por dinero y uno po-
día encontrar todo tipo de lumpens de diferentes clases con sus
notables y variadas amigas, hasta el combativo sindicato de em-
pleados bancarios y una gran cantidad de oficinas comerciales y
despachos de picapleitos. En los ascensores se codeaban grandes

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empresarios prósperos y arrogantes, trabajadores en busca de una
indemnización, chicas en busca de clientes, trasnochados y pálidos
jugadores profesionales de billar que olían a tiza y alcohol barato.
Eso también favorecía que nuestros visitantes (no muy numero-
sos) pasasen desapercibidos.
En el Círculo tomé contacto con Claude Lefort, ex miembro de
la sección francesa, de la cual había salido con la escisión Chaulieu
(Castoriadis)-Lefort para crear el grupo Socialisme ou barbarie.
Lefort había sido contratado por la Universidad de São Paulo para
dar clases sobre Hegel, pero no tenía ni un alumno, salvo yo, que
me había anotado como alumno libre y, por lo tanto, fui a unas
pocas lecciones-discusiones en su casa hasta que comprobé que se
transformaban más en discusiones políticas que en estudios he-
gelianos y decidí, con bastante sectarismo, que no valía la pena
continuar con ellas…
Todo giraba cerca del Martinelli: solíamos comer a una cuadra,
en el “Leão”, un restaurante popular barato; durante un tiempo
viví en un departamento colectivo de estudiantes amigos, en la
avenida São João, y después me fui con “Paiva” y otros dos mili-
tantes a un departamentito en un edificio de once pisos, con cuatro
departamentos por piso, en la calle Ana Cintra. Con excepción de
todo el quinto piso, donde funcionaba un seudoclub de ajedrez di-
rigido por un sirio que, en realidad, era una casa de juegos de azar
de todo tipo, y de la planta baja, donde había un restaurante chino
–cuya propiedad cambiaba siempre de mano según la suerte favo-
reciese en el juego a uno u otro de sus cuatro socios– y de nuestro
refugio, todos los departamentos estaban ocupados por trabajado-
ras del sexo, de modo que el espectáculo, siempre urgente, siempre
dramático, era diario.
En efecto, además de las redadas policiales a la salida misma
del edificio, no faltaba nunca una chica que viniese a pedir ayuda
porque su amiga y colega había querido suicidarse u otra que recu-
rriese a nosotros porque su vecina, borracha, había provocado un
principio de incendio en su departamento, donde en ese momento
estaban estallando las botellas de brandy. También era común en-
contrar en el ascensor a alguna de ellas pintarrajeada violenta-
mente y muy perfumada que se hacía acompañar por un protector
de cara patibularia o, peor aún, por un comisario de policía-caftén
que en nada, salvo por el uniforme, se distinguía de un delincuente.
Nuestro “alimento cultural”, dada la falta de medios para com-
prar libros y revistas y periódicos extranjeros para estar más o
menos informados, lo conseguíamos en la cercana Biblioteca Mu-

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nicipal, muy poco concurrida salvo por parejitas semiclandestinas
o por algunos homosexuales que se daban citas en sus baños.
Debo confesar hoy que, por mi parte, contribuí también y po-
derosamente a la formación de una biblioteca marxista saqueando
cada tanto la excelente librería francesa, que además de los clási-
cos conseguía siempre las novedades. Además, trataba de reducir
mi ignorancia sobre el Brasil, típica de la Argentina, donde se mira
hacia Europa sin fijarse en los vecinos, salvo en los uruguayos que
son “de casa”. Leí así a Caio Prado Júnior (Formação do Brasil con-
temporâneo) y el clásico de Gilberto Freyre, Casa Grande e Senzala
así como Os Sertões, de Euclides da Cunha, pero también Machado
de Assis, Lima Barreto, todo Graciliano Ramos, a comenzar por Vi-
das Sêcas, y otros menores como Lins do Rego, Rachel de Queiroz
y Jorge Amado, del cual traduje al español, a pedido de Gregorio
Selser, Seara Vermelha, para una editorial montada por Bernardo
Kordon, el gran cuentista argentino, entonces cerca del PCA1.
El tiempo era siempre escaso y se dividía entre la redacción
de Frente Operária que durante 1953 fue casi mensual y durante
1954 se espació algo, pero salió con regularidad; los cursos a los
militantes muy poco formados, sobre todo en lo que se refiere a
las experiencias del movimiento obrero, y las reuniones con otros
grupos y simpatizantes. Conseguí sin embargo entrar en la Agence
France Presse (AFP) paulista como traductor-redactor del francés

1 Respecto a ese libro, recuerdo aún con disgusto cuando, por escrúpulos de
traductor, le llevé mi versión a Jorge Amado, en Rio de Janeiro. El novelista,
ya famoso y traducido por todos los aparatos culturales de los diversos parti-
dos comunistas, vivía en un lujoso departamento en Copacabana, con vistas
a la bahía, desde el salón, y a una favela que estaba a unos veinte metros, a
la misma altura del piso veinte donde vivía Amado, y cuyos habitantes tira-
ban todos los desperdicios entre el morro y el edificio adyacente, para que se
pudrieran al sol tropical. Como el edificio era demasiado alto, las cañerías del
agua cariocas, hechas para una tranquila aldea grandota, emitían grandes
ruidos pero no daban agua. Jorge Amado se lavaba con agua mineral, pero
vivía allí por razones de prestigio. Era un pequeño hombre rechoncho y vani-
doso que, aunque no me conocía, me recibió desnudo enfundado en un kimo-
no blanco de seda que tenía bordado un junco rojo que zarpaba de su carnoso
trasero navegando hacia su cabeza. En la mesa de la recepción estaban los
retratos de su hijo y de su hija, pequeños y hermosos, fotografiados al aire li-
bre cuando aparentemente aún no tenían siete años. Al elogiárselos, me dijo
que la niña estaba prometida con el hijo de Mijail Sholojov, premio Stalin de
1941 y presidente de la Unión de Escritores soviética (que traducía y editaba
en todas las lenguas de la URSS los libros de Jorge Amado). Lo peor es que
no bromeaba sino que, como en la Edad Media, trataba de crear una dinastía
internacional.

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al portugués en el turno noche, lo cual demuestra los progresos
hechos en ese idioma pero también mi caradurismo, y allí amplié
algo el número de periodistas simpatizantes (que eran de los pocos
que daban algún dinero).
De vez en cuando hacía también viajes a Paraná o a Río de
Janeiro para discutir con los compañeros de esas ciudades, violan-
do continuamente las normas de clandestinidad, que exigían por
el contrario que no diera la cara en ninguna actividad “pública”.
Periódicamente, el Buró Latinoamericano, con sede en Montevideo
y formado por Posadas, Alberto Sendic (“Ortiz”) y a veces el argen-
tino Pedro Stillman (“Emilio Prado”) o algún otro, me convocaba, o
pedía que fuera una delegación del partido, para discutir diversos
problemas. Entonces había que emprender un largo viaje de tres
días y tres noches, en el trencito a leña que salía de São Paulo y lle-
gaba a Santana do Livramento, fronteriza con la ciudad uruguaya
de Rivera, en la cual se entraba cruzando al otro lado de una calle
central, pues no existía otra división ni puesto fronterizo alguno,
para, desde allí, tomar un ómnibus uruguayo que tenía como punto
final de su interminable recorrido por las ondulantes cuchillas la
plaza Independencia de Montevideo.
El viaje era una tortura porque los asientos de la segunda
clase eran de madera y tenían un respaldo que llegaba sólo poco
más debajo de los hombros, lo cual impedía reclinar la cabeza y
dormir. Además, podía suceder que uno tuviese que viajar en un
banco de tres personas enfrentadas a otras tres sentadas en otro
banco igual, las doce piernas casi entrelazadas y sin poderse mo-
ver durante muchas horas. Una vez, por ejemplo, viajé muchas
horas frente a una señora negra, vieja, alta y flaca que acompa-
ñaba resignada a su hijo –un gigantón que deliraba de fiebre– a
morir en su pueblito natal en Rio Grande do Sul porque se había
herido la pierna con una hoz, trabajando en el campo, y la herida
se había gangrenado. La pierna vendada del moribundo, sucia y
maloliente, estuvo todo el tiempo extendida entre las mías, que
yo trataba en vano de tener lo más abiertas posibles para dejarle
espacio.
En ese tren, en primera clase, viajaban hacendados que subían
en una estación dentro de sus propiedades y se bajaban en otra,
también dentro de las mismas, y también toda clase de aventure-
ros, como uno, que al cabo de dos días de viajes entró en confianza
y me confesó como si fuese la cosa más normal del mundo que vivía
de asociarse a indios en la Amazonia para encontrar los islotes
donde anudaban las grullas, cuyas plumas aún se vendían muy

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bien, para matar después a sus guías que cuando se emborracha-
ban eran demasiado locuaces...
La segunda clase también era pintoresca porque al cruzar el
estado cafetalero de Paraná podían subir campesinos japoneses
acriollados, con facón en la cintura, o en Rio Grande do Sul, cam-
pesinos corpulentos y rubios, de origen alemán o polaco, también
armados con su infaltable arma-herramienta de trabajo. En oca-
sión de un viaje a Montevideo con Nelson, uno de esos viajeros,
borracho, empezó a convidarnos a todos con un porrón de ginebra
que hicimos circular de mano en mano, simulando beber un sorbo.
Nelson, sin embargo, que era hombre de principios y rigurosamen-
te abstemio, declaró “Eu não bebo” y alejó el frasco. El ebrio sacó
su facón y se lo puso en el cuello diciendo “Você bebe!”, mientras se
tambaleaba y los vaivenes del tren lo sacudían como un muñeco.
Todos nos quedamos helados, porque en cualquier momento,
voluntaria o involuntariamente, le podía enterrar el cuchillo en la
yugular y Nelson rompió el silencio volviendo a decir “Eu não bebo!”.
Durante un minuto que pareció interminable el borracho reflexionó
hasta que enfundando su facón abrazó al abstemio llamándolo apa-
sionadamente “Irmão!” mientras casi caía sobre todos. Nelson en-
tonces dio por cerrado el caso volviendo a decir calmamente “Eu não
bebo!”. Después nunca hubo forma de que entendiese que a veces se
pueden hacer concesiones que no son deshonrosas…
En otro viaje a Montevideo, Posadas decidió que debía seguir
viaje a Buenos Aires sin tener en cuenta que en 1953 Montevideo
era el centro de las conspiraciones y del exilio de los antiperonistas
y, por consiguiente, en el vapor de la carrera que unía ambos puer-
tos del Plata navegando toda la noche no viajaba casi nadie. Debo
confesar que yo tampoco tuve en cuenta la situación política hasta
que en el camarote de segunda vi que, salvo dos o tres españoles
viejos que cruzaban el gran charco para ver a sus familiares o por
razones de negocio, los pocos hombres jóvenes presentes parecían
calcados, eran demasiado afables y vestían todos igual. Llevaba
conmigo un documento de identidad brasileño burdamente falsi-
ficado por mí mismo que, todavía no sé por qué, guardé en un pie,
entre media y zapato, en vez de arrojarlo al agua de inmediato. Por
supuesto, al llegar a Buenos Aires en el control policial me hicieron
desnudar y, naturalmente, descalzar, y al ver el documento falso
me preguntaron socarronamente qué era eso. Mi explicación de
que lo había falsificado era verosímil, dada la calidad pésima del
trabajo de falsario pero, a juzgar por sus caras burlonas, no se tra-
garon que lo había hecho sólo para poder trabajar en Brasil.

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El documento pasó a engordar mi expediente policial pero la
cosa no pasó a mayores, porque la violación de las leyes brasileñas
no les preocupaba mucho a los policías porteños, que se limitaron a
ponerme en un taxi obviamente conducido por un hombre de ellos
para comprobar dónde iba y cuál era mi verdadero domicilio.
Eso me obligó a quedarme en casa de mis padres sin tomar
contacto con nadie durante una semana y a volver al Brasil con
un viaje engorroso por el único puente existente entonces sobre el
río Uruguay –el Getúlio Vargas, en Paso de los Libres, provincia de
Corrientes–, que crucé apenas con unas compras en la mano, como
hacían habitualmente los ciudadanos de la frontera.

***

Cuando por primera vez llegué a Brasil a fines de 1952 hacía


dos años ya que Getúlio Vargas era presidente de la República. El
Brasil de entonces presentaba grandes divisiones geoeconómicas
y en la misma burguesía. Su inmenso territorio –más de ocho mi-
llones y medio de kilómetros cuadrados, casi la extensión de toda
Europa– estaba entonces habitado por cerca de 50 millones de per-
sonas que aumentaban rápidamente gracias a una fuerte inmigra-
ción europea y a la alta tasa de natalidad y que alcanzan hoy casi
200 millones. Entre el sur y el resto del país las comunicaciones
eran escasas (la dictadura militar unificará al país sólo veinte años
más tarde con sus carreteras estratégicas) y los ganaderos de Rio
Grande do Sul, los cafetaleros de São Paulo y Paraná, los mineros
y terratenientes de Minas Gerais, los dueños de ingenios azucare-
ros de Pernambuco y Bahía y los terratenientes nordestinos o los
explotadores de las enormes regiones selváticas tenían intereses
particulares, muchas veces contrapuestos.
Perón gobernaba entonces un país mucho más urbanizado e in-
dustrializado, se apoyaba en una clase obrera más organizada y cen-
tralizada y enfrentaba el bloque unido de la oligarquía terrateniente
y sus aliados de las clases medias urbanas acomodadas. Vargas, por
el contrario, intentaba una industrialización acelerada (creaba la
Petrobras, la siderurgia, desarrollaba la energía eléctrica) pero de-
bía mediar entre los trabajadores desorganizados, a los que contro-
laba mediante su Ministerio de Trabajo, y la burguesía en general
y también entre los diversos sectores burgueses. La Argentina casi
no tenía campesinos y sus obreros estaban unidos en la poderosa
Confederación General del Trabajo, existente desde 1930, mientras
que en Brasil la mayoría campesina del país no tenía organización

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alguna y los sindicatos tampoco estaban centralizados ni siquiera a
nivel de cada estado, lo que hacía más débiles los intentos burocrá-
ticos de contraponer al imperialismo y a la derecha una fuerza po-
pular. El bonapartismo sui generis de Vargas tenía así muchos más
límites que el de Perón, el cual, dicho sea de paso, ya a fines de 1952
entraba en su declinación al no haberse cumplido sus esperanzas de
que la guerra de Corea se convirtiese en una nueva guerra mundial
que habría dejado espacio a las debilísimas burguesías nacionales
latinoamericanas concentrando en otras regiones el interés y las ac-
ciones del imperialismo estadounidense. Además, el mismo proceso
de industrialización potenciaba en Brasil a un nuevo proletariado
industrial, concentrado y relativamente bien pagado, en sectores es-
tratégicos de la economía y eso, a mediano plazo, zapaba el control
burocrático-policial del movimiento obrero por el varguismo.
Ya en septiembre de 1953 Frente Operária denunciaba la pre-
paración de un golpe contra Vargas y analizaba la debilidad de éste,
al mismo tiempo que el comienzo de un proceso de ruptura con el
varguismo de un sector de los trabajadores. Vargas fue llevado al
suicidio en 1954 por la acción de la derecha y por su propia impo-
tencia. Con una clara conciencia de clase prefirió matarse a llamar
a enfrentar a los golpistas, tal como Perón, un año más tarde, pre-
firió exiliarse a derrotar al golpe de septiembre de 1955 distribu-
yendo armas a los obreros y recurriendo a los soldados sublevados
contra sus mandos. Y en el frente social poco antes, en 1953, Jánio
Quadros, que entonces era diputado paulista, ganó la alcaldía de
São Paulo frente a la derecha, lo cual expresaba que sectores obre-
ros y populares empezaban a escapar de la influencia varguista.

***

A fines de 1952, mediante la intervención de Paiva, que era


abogado del sindicato de tranviarios, Quadros vino a nuestra “co-
muna” de la calle Ana Cintra y firmó el programa de la Unión
Obrera y Popular que redactamos y que planteaba la escala móvil
de salarios, un salario vital mínimo, la sindicalización de masas,
la independencia sindical, la nacionalización sin indemnización de
las empresas imperialistas presentes en la ciudad (los frigoríficos
Wilson y Armour, la empresa eléctrica Light and Power y otras), la
lucha contra el tratado militar con Estados Unidos, la solidaridad
con los pueblos coloniales y otras reivindicaciones del mismo tenor.
El ex concejal y después diputado paulista pasó así a ser can-
didato de la alianza entre el pequeño Partido Demócrata Cristia-

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no, de centroizquierda, y el igualmente reducido Partido Socialista
Brasileño y a partir de esa firma pasó a contar con el apoyo crítico
del Partido Obrero Revolucionario trotskista, con sus pocas dece-
nas de militantes, y de la recién creada por nosotros Unión Obrera
y Popular.
Nuestra campaña en las fábricas y barrios obreros fue muy
intensa y dio buenos resultados, en simpatizantes y en contactos
obreros y populares, a pesar de que fue ayudada por el candidato
apenas con un auto viejo con altoparlante y unos pocos fondos para
una tribuna desmontable y algunos volantes. La Unión Obrera y
Popular tuvo vida propia, los actos en puerta de fábrica eran muy
concurridos y entusiastas, los jóvenes estudiantes que militaban
en el partido se foguearon como oradores y tomaron contacto con
los trabajadores y los diversos comités barriales de la UOP logra-
ron una importante cantidad de afiliados y activistas… pero ape-
nas elegido Jánio Quadros desconoció el acuerdo firmado, como
deberíamos haber previsto si hubiéramos tenido un poco más de
madurez política.
En mi descargo sólo puedo argumentar mis apenas 25 años y
que no tenía con quién discutir, además de que me cegaba el ansia
excesiva por romper el aislamiento del pequeño grupo y por ganar
algunos obreros para poder cambiar la composición social de nues-
tro Partido. Puedo agregar también que el Buró Latinoamericano
no tuvo nada que decir sobre ese apoyo crítico ni antes ni después
del mismo, lo cual no habla muy bien tampoco de la capacidad teó-
rica y política de sus integrantes.
Sea como fuere, el apoyo obrero y de buena parte de la pequeño
burguesía paulista a un candidato que, como Quadros, se oponía
a la corrupción y levantaba algunas reivindicaciones importantes
dio un nuevo golpe al partido comunista, que había presentado
como candidato, sin éxito alguno, a un ex concejal varguista y a su
principal dirigente sindical en la ciudad, el textil Nelson Rusticci.
Nuestra campaña también nos acercó a la Juventud Sionista,
entonces encabezada por el hoy economista Paul Singer y en la
que participaba, entre otros, Michael Löwy; eran unos adolescen-
tes apasionados por la discusión que tenían en promedio unos diez
años menos que yo y que, a pesar del calor, vestían chaquetas de
cuero. Sobre el problema de Israel, creado por la ONU en territorio
árabe en 1948 y repoblados de judíos expulsando con la guerra
a los palestinos y fomentando una enorme inmigración de judíos
orientales que duplicó su población en apenas dos años, era muy
difícil hacerles abandonar la idea de que el sionismo socialista ci-

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vilizaría la región. Pero en otros temas eran más permeables. El
grupo, por ejemplo, tenía en general las posiciones de Max Scha-
chtman, el estadounidense también judío que había roto con Trots-
ky cuando el líder bolchevique, en vísperas de la guerra, mantuvo
su apoyo crítico a la Unión Soviética ante la amenaza imperialis-
ta al mismo tiempo que su oposición intransigente al estalinismo.
Como ese fue el año de la muerte de Stalin, que al final de su vida
lanzó una violenta campaña antisemita (el complot de las Blusas
Blancas) y preparaba un pogromo, eso influía mucho en las posi-
ciones de esos jóvenes en contra del estalinismo pero también en
contra de la Unión Soviética a pesar de que ésta, cosa que muchos
comunistas olvidaban, había reconocido y armado al recién naci-
do Estado de Israel incluso en su enfrentamiento con los Estados
árabes vecinos. De todos modos, puesto que eran inteligentes, no
se perdía el tiempo discutiendo con ellos, y, en lo personal, a juzgar
por sus evoluciones posteriores, creo que conseguí plantearles al-
gunos interrogantes.
Los artículos de Frente Operária de balance del estalinismo
pesaron en la izquierda paulista y nos acercaron a una importante
oposición que se había ido creando en el Partido Comunista ante la
línea insurreccionista y aventurera proclamada por el Manifiesto
de agosto de 1950.
José Maria Crispim, su líder, era un ex sargento, hijo de un
recolector de caucho de Pará. Miembro de la Comisión nacional del
Partido Comunista, había sido el ex diputado comunista más vo-
tado a escala nacional antes de la ilegalización de su partido hacía
pocos años y había estado anteriormente siete años preso después
del putsch militar comunista de 1935. En 1950 encabezó un grupo
con militantes y cuadros en São Paulo y en Rio de Janeiro y co-
menzó a exigir al grupo dirigente del PCB compuesto por Prestes,
Marighella, Grabois, Amazonas y Arruda Câmara que el partido
centrase su acción en dirección de “las masas getulistas”.
Crispim estaba casado con una obrera textil que militaba y
era popular en su fábrica y en su sindicato y tenía mucho prestigio
en la ciudad obrera textil de Sorocaba. El ex sargento, en 1935,
cuando era dirigente regional paulista del Partido Comunista, ha-
bía apoyado a Sacchetta contra la dirección, sin dejar por eso de
ser estalinista, todo lo cual desencadenó una ola interminable de
calumnias en su contra y, finalmente, su expulsión del partido en
1952.
Recién tomamos contacto con su grupo un año más tarde por
medio de un metalúrgico que con él simpatizaba y que había sido

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influenciado por la muerte de Stalin y por la campaña para elegir
como alcalde a Jánio Quadros, que nos había “presentado en so-
ciedad”. Guardando las distancias, la salida forzada del PCB del
grupo crispimista representaba la primera ruptura importante en
un partido comunista influyente desde la expulsión en 1948 del PC
yugoslavo (después Liga de los Comunistas) del Cominform, pues
la ruptura de Rodolfo Puiggrós y del secretario de Organización del
PC argentino, Eugenio Real, que se hicieron peronistas, no había
arrastrado casi ningún cuadro o militante de ese partido.
El PCB, por supuesto, estaba lejos de ser un partido de masas
e incluso había perdido influencia y militantes desde el momento
en que había apoyado a Vargas durante la guerra y poco después
de ésta hasta cuando pasó a la preparación de una insurrección sin
base de masas alguna. En su crisis, conservaba sin embargo algu-
nos comités regionales y su aparato, además de cierta influencia
en las direcciones sindicales importantes (metalúrgicos, textiles,
químicos, gráficos) y dirigía también una Confederación de Tra-
bajadores del Brasil que no era más que un aparato sectario. Pero
era de lejos el grupo de izquierda más importante en Brasil y el
que contaba con más obreros y cuadros y vivía una permanente
contradicción entre la voluntad de lucha, sobre todo sindical, de
buena parte de sus bases, por un lado, y, por otro, el burocratismo
ciego de sus dirigentes, que carecían de ideas, de formación polí-
tica y de iniciativas y que se dejaban llevar por el empirismo y el
voluntarismo.
Por consiguiente, me lancé a ganar a Crispim y a todos los cua-
dros de su movimiento que fuese posible y me desplacé a Rio de Ja-
neiro, ciudad donde en ese momento ese grupo tenía más militantes
y más actividad y en esos días vivía el ex líder del PCB, que estaba
en la lista de los buscados prioritariamente por la policía y también
en la lista de los que el aparato comunista deseaba eliminar.

***

En Rio, ciudad con poca industria entonces, habíamos reunido


una serie de militantes: un obrero textil, un planchador polaco,
un chino cantonés pastelero que fuera de su dialecto mal hablaba
el portugués, un sastre cortador para la industria del vestido, un
joyero y habíamos logrado influenciar al secretario general del sin-
dicato de tranviarios.
Sobre esa base endeble me trasladé a Rio de Janeiro, donde
trabajé como aprendiz joyero en la joyería que tenía un ex militan-

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te arqueomarxista2 griego, Giorgio Speziale, de la isla de Corfú,
descendiente de venecianos, como lo demostraba su nombre. Este
era una excelente persona, inteligente y solidario, amante de la
Naturaleza y de la cultura y su pequeña joyería –donde me enseñó
a preparar alianzas matrimoniales– trabajaba para un grupo de
clientes particulares y, sobre todo, para joyeros internacionales que
le encargaban creaciones.
Fui a vivir así en un depósito en la casa en construcción de su
hermano, en la favela de Madureira, junto con otro obrero del taller.
Este –Giorgos– era un gigante de 110 kilos de músculo, analfabeto,
que había vivido la guerra en su Salónica natal como niño huér-
fano abandonado, pasando siempre hambre, robando, mendigando
y tenía, por lo tanto, la obsesión de comer mucho y bien. Además,
esperaba ser un buen boxeador peso pesado. En el Liceo Militar mi
profesor de boxeo había sido Raúl Landini, campeón olímpico en
1932 y excelente esgrimista con los puños, de modo que me arries-
gué a entrenarlo en cuanto rato libre encontrábamos y durante
los domingos, saltándole sobre los abdominales y haciéndole saltar
la cuerda, hacer sombra por horas, correr por el barrio. Pero su
concepción del boxeo se resumía en la idea de avanzar siempre re-
cibiendo golpes sin parar hasta poder lanzar algún derechazo que
casi nunca llegaba bien a su destino, ya que lo anunciaba mucho y
era lento e impreciso.
Es cierto que para boxear bien no se necesita un gran cocien-
te intelectual, pero él era demasiado primitivo y reaccionaba con
gran retraso ante todo. Como cocinero, en cambio, conocía una gran
variedad de platos simples, griegos, mediterráneos, brasileños y de
su propia cosecha, que rompían la monotonía de nuestros almuer-
zos de mediodía en el taller que consistían en un huevo cocido, un
tomate y un puñado de uvas.
Yo, que me interesaba mucho por los ritos de la macumba, mi-
raba desde lejos los cantos y las danzas en el terreiro, con la ronda
fumando cigarros como murciélagos y golpeando el suelo con los
pies hasta entrar en trance y la sacerdotisa, la mãe de santo, be-
biendo cachaça de la botella y farfullando consejos con voz de negro
viejo. Después, terminado el rito, acompañaba de lejos y siempre

2 Nombre del partido de Pantelis Polioupoulos, dirigente obrero y del partido


comunista griego, que había apoyado a la Oposición de Izquierda Internacio-
nal dirigida por Trotsky y fue fusilado por los fascistas italianos en un campo
de concentración durante la guerra. Ese partido había tenido influencia ma-
yoritaria entre los obreros griegos.

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escondido a la “comisión” del terreiro hasta que ésta dejaba un “pa-
quete” –su ofrenda, con sus ruegos– en el cruce de dos calles y se
retiraba. Entonces rompía la botella de cachaça (yo no bebía), me
apoderaba de las notas que pedían favores al santo y de las velas y
monedas, así como de las cazuelas y, sobre todo, me llevaba la galli-
na negra de Angola degollada a medianoche. Después, tras escon-
der los cacharros y desplumar el ave, me presentaba ante Giorgos
para ver cómo cocinaríamos esa gallina…
Así, a puras aves pasábamos las semanas… hasta que un día
mi pupilo alcanzó a pensar que nadie vende gallinas frescas a me-
dianoche y me preguntó si el pajarraco que ufano le traía provenía
de la macumba. ¡Para qué le dije que sí! Blanco de terror comenzó
a correrme alrededor de una mesa salvadora porque, aunque era
cristiano de rito ortodoxo, en su miedo era muy ecuménico y temía
todos los espíritus habidos y por haber y no sólo a los santos hie-
ráticos de su religión. Por suerte para mí no consiguió agarrarme
y conseguí convencerle de que los dioses de la macumba, en todo
caso, me perseguirían hasta la muerte pero que a él, que no sa-
bía de dónde venían las gallinas, no le pasaría nada. A partir de
entonces levantó el muro de la desconfianza entre nosotros y se
acabaron las clases de cocina y el asesoramiento en las peleas de
aficionados en las que mi papel en el rincón consistía sobre todo en
ver con desesperación cómo lo aporreaban.
Giorgio, mi camarada-patrón, un día encontró el modo de fi-
nanciar dos o tres ediciones del periódico. El embajador de Etiopía,
hijo de un gran señor feudal esclavista del Tigré emparentado con
Haile Selassié, dirigía una embajada que tenía un chofer y una
secretaria pero importaba más champagne francés que la de Fran-
cia, con sus 400 funcionarios, y más whisky escocés que la de Ingla-
terra, razón por la cual el Itamaraty (el Ministerio de Relaciones
Exteriores) había pedido a Etiopía el traslado de ese embajador
playboy-contrabandista y de su mujer, una espectacular y elegan-
tísima muñeca negra, sin nada en la cabeza salvo sus complicados
peinados. Como el embajador en cuestión quería ir a Suecia (le
gustaban mucho las rubias) pidió a Giorgio una réplica tamaño
natural de la corona imperial etíope, una tosca ensaladera de oro
macizo constelada de piedras preciosas, para hacer las paces con
su padre regalándosela al emperador en el día de su aniversario.
De común acuerdo con Giorgio y basándonos en eso de que la-
drón que roba a ladrón tiene cien años de perdón, decidimos que
todo lo que era oro macizo se convertiría por arte de magia en pla-
cas de oro rellenas de plomo y que, salvo algunas piedras muy vis-

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tosas y baratas en Brasil, la enorme mayoría de las demás serían
sintéticas. Terminada la corona, la colocamos sobre una base de
terciopelo (relleno con papel de diario) y, tras discutir durante un
buen rato el precio que era bien salado, Giorgio consiguió conven-
cer al embajador de que la calidad de la corona era digna de la de
quien la ofrecía y de la de quien la recibiría, lo cual no dejaba de
ser cierto. Trasladado el embajador nunca supimos si fue a parar a
Suecia o a los leones imperiales…
Giorgio tenía sangre veneciana y Corfú está además muy cer-
ca de Itaca, de modo que estaba lleno de ideas comerciales y tenía
prácticas propias de los tiempos de Ulises que ponía al servicio
de una buena causa: financiar la actividad del partido, siempre
carente de medios. Así pagamos otra edición del periódico y algu-
nas publicaciones y viajes con la fabricación de un excelente ouzo
–Athenai, con la orgullosa efigie de Pallas Atenea en la etiqueta–
que presentábamos como de contrabando y vendíamos a los comer-
ciantes siriolibaneses y que también nosotros bebíamos. Además
inventó el Club de Amigos de la Naturaleza que nos sirvió de co-
bertura para hacer una Escuela de Cuadros en la montaña llama-
da pomposamente Dedo de Dios (aunque tiene apenas mil metros
de altura), pero tuvimos tan mala suerte que otros excursionistas,
perdidos en la noche, encendieron una enorme hoguera y el fuego
se propagó, por lo que los bomberos nos pidieron que les ayudára-
mos a apagarlo y casi todos los nombres de los participantes en la
escuela aparecieron en su informe, como colaboradores y testigos,
lo cual facilitó posteriormente la actividad de la policía que, algu-
nos meses más tarde, buscándome, detuvo a Leôncio (“Mota”) que
había ido a una reunión en Rio de Janeiro en mi reemplazo, y a
Giorgio y otros compañeros de Rio.
El grupo de Crispim en Rio contaba con varios cuadros del
PCB que tenían una larga trayectoria de lucha pero algunos de los
cuales, cansados y desmoralizados por tantos virajes sin principio
de su partido y por la miseria de la vida política del estalinismo,
como muchas veces sucede, habían tomado la expulsión como ho-
norable pretexto político para retirarse de la actividad militante.
A la casa donde estaba Crispim, “O Menino”, me condujeron la
primera vez en un auto, con los ojos vendados, dando diversas vuel-
tas desde el hotelito hediondo donde había parado, en ese infierno
dantesco que era la Zona Roja de la ciudad, con las prostitutas
que se exhibían tras rejas con un cartel con el precio, como carne
de carnicería, los chulos controlando el movimiento, la policía con
casco y los clientes que intercambiaban obscenidades con las putas

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maduras. Pero tengo un sentido de la orientación casi animal y los
sonidos del centro de Rio de Janeiro y el tiempo empleado para
llevarme sirvieron para orientarme como si hubiese ido con los ojos
abiertos, de modo que en las ocasiones sucesivas fui directamente,
tomando todas las medidas de precaución del caso.
Eso me salvó en una ocasión, ya que al llegar al edificio, que te-
nía varios pisos, en algunos de los cuales funcionaban consultorios
médicos y de dentistas, memoricé por las dudas el nombre de un
odontólogo del tercer piso aunque yo iba al quinto, a la casa de una
ex miembro del Comité Central Comunista, una mulata cincuen-
tona inmensa, de cabellera afro antes de esa moda y de excelente
carácter. Allí me abrió la puerta un individuo en cuya cara sólo
faltaba un cartel en letras rojas que dijese “tira”, al cual pregunté
del modo más inocente posible si el doctor estaba ya libre. Con aire
de sospecha me preguntó el nombre del dentista, que le dije, y me
acompañó hasta la planta baja para ver en el tablero si el mismo
existía, dándose finalmente por satisfecho cuando entré en el con-
sultorio, donde esperé un buen rato para salir fijándome mucho si
el edificio estaba todavía vigilado.
Crispim era un nordestino típico, un “cabeça chata” pequeño,
delgado, moreno, con pelo rizado y una gran nariz casi de árabe.
Era afable y tenía pasión política, pero era incapaz de sacar con-
clusiones teóricas de lo que denunciaba o exponía y no tenía nin-
gún conocimiento real de lo que pasaba fuera de Brasil, aunque la
muerte reciente de Stalin y la sublevación socialista de los obreros
de la construcción en Berlín daban ya la pauta de lo que sería
el llamado “deshielo” en la Unión Soviética y en Europa oriental
pocos años después, en el 1956 polaco y húngaro. La revolución
boliviana de 1952 y la crisis del peronismo en Argentina también
estaban fuera de sus preocupaciones, que se centraban sólo en la
política aventurera del grupo Grabois-Marighella-Prestes que di-
rigía el PCB clandestino planteando a los brasileños derribar por
la fuerza a Vargas (como quería igualmente la derecha que lo llevó
a suicidarse un año más tarde).
Precisamente porque ni él ni su grupo más cercano tenían
formación teórica, no resultó difícil discutir con él y con sus com-
pañeros y comenzar a influenciarlos rápidamente. Prueba de eso
es que poco después me mudé de la favela de Madureira al cuar-
tito de sirvienta en la azotea de un departamentito en Niteroi, del
otro lado de la bahía, donde me dio refugio una joven pareja judía
de ex militantes crispimistas del PCB, él y ella ingenieros, que
tenían cinco niños chicos. Como los padres salían de la casa por

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la mañana para volver al anochecer, aunque había una niñera me
tocaba a mí atender a los pequeños, a los que organicé por pares,
según las edades, con un responsable por par, y me quedé con la
“libre”, una encantadora niñita de dos años que hacía de todo
para complicarse y complicarme la vida. Todas las mañanas, a las
6, iba al mar a ayudar a los pescadores a retirar sus redes y me
retribuían con un pescado, que desayunaba o dejaba como con-
tribución a la casa, si era grande. A veces llevaba también a los
niños, cuando no debía ir a Rio, cosa que hacía casi todos los días
tomando el ferry para cruzar la bahía mientras en el viaje estu-
diaba alemán distraídamente y sin mucho éxito. Por las noches
volvía a mi cuartito de 2 metros por 1,50 que el sol carioca había
transformado en un horno, de modo que debía dormir desnudo
en el piso de cemento, debajo de la cama, para no dar demasiado
espectáculo a las empleaditas domésticas que vivían como yo en
las ratoneras de enfrente.
Otro militante crispimista, Ismar Rodrigues, abogado, blanco,
nativo de Rio Grande do Sul, había sido el secretario del grupo
comunista en la Cámara de diputados cuando el PCB gozó de la
legalidad en los primeros años de la posguerra y atendía a la gen-
te de las favelas, en las que entraba sin dificultades cuando ni la
policía podía penetrar en ellas y en las que quien fuese con él era
intocable.
Ismar era un hombre joven y culto que había leído a Trotsky,
cuya capacidad admiraba, y tenía sentido del humor y conocimien-
tos teóricos, lo que hacía que yo lo visitase a menudo en su paupé-
rrimo despacho situado en un viejo edificio colonial, separado por
una estrecha calle de otro edificio portugués revestido de multico-
lores azulejos que reverberaban al sol. Pero ese universitario bien
informado y del sur del país era un conocido pai de santo y creía
firmemente en la macumba.
Un día yo estaba de espaldas a la ventana, iluminado por los
reflejos del sol en la casa del otro lado de la calle, cuando él, con
enorme respeto, empezó a decir que yo tenía un halo anaranjado,
como el de Iemanjá, la máxima deidad femenina de la macumba.
Sin pensar y tomando en chiste su observación, con toda la arro-
gancia y la falta de respeto por las creencias ajenas propias de
un porteño joven, comencé a canturrear la canción de llamada a
Iemanjá que había escuchado muchas veces en la macumba y a
golpear en la mesa fazendo o ponto, es decir, dándole el ritmo ritual
a mi cántico. Ismar entonces entró en trance y comenzó a hablar
con voz de negro viejo analfabeto hasta que, para completar mi

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torpeza, lo sacudí preguntándole qué le pasaba. Vuelto en sí, me
miró hostilmente. Desde entonces las conversaciones entre ambos
fueron frías y formales hasta que cesaron por completo…

***

Nuestro pequeño partido hasta entonces tenía trabajos inci-


pientes en los ferroviarios de Paraná, en los tranviarios de Río de
Janeiro, en algunas fábricas paulistas y sólo contaba como mili-
tantes sindicales con puestos importantes con dos miembros de
una dirección sindical –la de los carpinteros de Campinas–. Por
eso, con el trabajo entre los partidarios de Crispim no sólo entraba
en una nueva fase sino que, además, sentaba un precedente en la
Internacional interviniendo en la crisis del estalinismo en un país
estratégico de América Latina y en un Partido Comunista entre los
más importantes del continente.
Poco después de la guerra mundial en Italia, a fines de los cua-
renta, ya había habido una experiencia en el sur con el grupo de
un dirigente comunista, Mangano, y después se habían tenido con-
tactos con otros dos importantes dirigentes y ex partigiani proyu-
goslavos y parlamentarios expulsados por el PC italiano, Cucchi
y Magnani, pero ambas iniciativas habían quedado en nada. Aho-
ra, en otro continente y en 1953-54, se comprobaba nuevamente
que podrían haber comunistas de izquierda que se acercaran al
trotskismo tal como planteaban los documentos preparatorios del
IV Congreso Mundial de la IV Internacional, que cifraban sus es-
peranzas en la contradicción visible entre la política conservado-
ra, reaccionaria, de las direcciones comunistas y la voluntad y la
militancia de buena parte de sus partidos de masa, contradicción
que, como en los casos yugoslavo y chino, incluso podría llevar a
importantes rupturas con la política del Kremlin.
Nuestras ilusiones en Brasil tenían, por consiguiente, el mismo
tamaño que nuestro orgullo. En efecto, sobreestimábamos nuestra
capacidad de atracción teórica y subestimábamos, en cambio, el
peso que en el grupo Crispim podía tener la derrota en la lucha
interna, el aislamiento, la misma descomposición del estalinismo
en escala nacional e internacional. Personalmente, me convencí de
que unas pocas discusiones conmigo habían iluminado a esos vie-
jos cuadros comunistas, sin fijarme demasiado en la sospechosa
rapidez con que ellos cambiaban de línea política y de bases teóri-
cas, lo cual demostraba la escasa importancia que atribuían a las
mismas, y en la pobreza de la discusión político-teórica entre ellos

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y la dirección que los había terminado expulsando y entre ellos
mismos, después de establecido el contacto con el POR.
El trotskismo que les ofrecíamos, por otra parte –si prescin-
dimos del análisis de la Unión Soviética y del estalinismo y de la
visión internacionalista de la lucha revolucionaria–, cuando iba a
lo concreto era bastante pobre. En efecto, uníamos una serie de
reivindicaciones sindicales justas –la democracia obrera y sindical,
la lucha contra las burocracias, comunista y gubernamental, en los
sindicatos, la necesidad de construir una Central Obrera indepen-
diente y una Central Campesina– con reivindicaciones generales
no apoyadas en estudios (como la reforma agraria) y, sobre todo,
con una concepción leninista del partido, que Trotsky había de-
fendido erróneamente a capa y espada desde los años 1920 porque
Stalin lo acusaba de no haber sido leninista y de haberse opuesto
a Lenin particularmente en la cuestión del partido. Esa concepción
–“con el partido somos todo, sin el partido no somos nada” había
escrito el fundador del Ejército Rojo– además de funesta resulta-
ba contraproducente en el caso de algunos dirigentes que durante
años habían vivido del aparato, como se vio después con Crispim,
y buscaban otro aparato que los sostuviera, y en el caso de muchos
militantes obreros que, por su escasa cultura y su formación polí-
tica, seguían más a caudillos que a elaboradores de ideas y de polí-
ticas y delegaban el esfuerzo de pensar a los dirigentes del Centro.
Debo repetir que en estos errores no estaba solo, pues Posadas
creía también en la influencia deslumbrante de sus posiciones y en
un trotskismo elemental que poco se diferenciaba del zinovievismo
de los años 20-30, ese leninismo ortodoxo “bolchevizador”, es decir,
burocráticamente homogeinizador de partidos. Pero eso no es una
excusa sino apenas una justificación, pues no ignoro lo de “mal de
muchos, consuelo de tontos”.
Sea como fuere, la delegación brasileña al IV Congreso Mun-
dial –Leôncio y yo– se embarcó en el puerto de Santos en la tercera
clase de un buque francés en un viaje de casi medio mes hacia
Europa. Los camarotes eran de seis pasajeros y cuando llegué al
que me habían asignado, junto con un viejo español que volvía a
morir en su país y casi había olvidado el castellano, lo que hacía
que nos comunicáramos en portugués, encontré cuatro porteños
típicos, prepotentes e ignorantes, con los que decidí no hablar, pre-
textando mi desconocimiento del español. Desgraciadamente, lle-
gando a Lisboa, el comisario de a bordo llamó a varios pasajeros,
y entre ellos a mí, a la Comisaría. Creyendo que se trataba de un
asunto burocrático, fui, para encontrarme con que era el 9 de julio,

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día patrio argentino, y por consiguiente la empresa francesa ofre-
cía una copa de champagne. Mis insoportables compatriotas que
compartían mi camarote descubrieron entonces mi simulación y
se ofendieron profundamente, lo que me ahorró hablar con ellos
durante el resto del viaje.

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VI

El Brasil postvarguista

El IV Congreso Mundial de la IV Internacional se realizó en


Menton, en la Costa Azul francesa, junto a la frontera italiana,
en un viejo y enorme hotel de la Belle Époque que pertenecía a la
Liga Francesa de la Enseñanza Laica y que había conocido días
mejores cuando antes de la Primera Guerra Mundial albergaba
aristócratas ingleses en busca de exotismo y grandes duques rusos.
La guerra reciente no había afectado mucho la zona sur de Francia
pero del otro lado, en Italia, aún se veían las destrucciones, sobre
todo en las zonas intensamente bombardeadas. Como Menton era
una ciudad francesa pero medio italiana (vivían o trabajaban en
ella muchos peninsulares) y la nueva prosperidad postbélica se de-
tenía en las playas más importantes, como las de Mónaco, Niza
o Cannes, el ambiente mezclaba algo de antiguo y decadente con
consecuencias de la pobreza importada.
La IV Internacional llegaba al Congreso tras sortear sucesivas
crisis y escisiones y con una gran discusión interna. Trotsky había
previsto que la guerra podría llevar a la desaparición de la Unión
Soviética como consecuencia de una derrota militar o de una radi-
calización de las luchas anticapitalistas posteriores al conflicto que
reanimarían la lucha antiburocrática en la URSS y podrían provo-
car el fin del estalinismo. Pero la URSS, en cambio, salió vencedora
y desangrada, lo que mantuvo en el poder a la burocracia soviética,
y el prestigio del estalinismo salió reforzado por la victoria del pue-
blo ruso contra los nazis de modo que los procesos revolucionarios,
en Hungría, en Grecia, y sobre todo en Yugoslavia, fueron conge-
lados por los partidos comunistas o por el ejército ruso en Europa
Oriental, mientras en Europa occidental el proletariado, que había
combatido la guerra de guerrillas queriendo un cambio social, fue
llevado por los poderosos partidos comunistas de Francia y de Ita-
lia a la reconstrucción del capitalismo y de los gobiernos burgue-

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ses de De Gaulle y de De Gasperi, respectivamente. La revolución
china había triunfado oponiéndose a las posiciones de Stalin, que
quería que el PC chino hiciese una alianza con el Kuomintang de
Chiang Kaishek, pero todavía era vista también como estalinista
sólidamente ligada a la URSS y dependiente de Moscú.
Ante algunos sectores de la Internacional el estalinismo apa-
recía, pues, como un nuevo régimen totalitario en expansión mun-
dial. En la sección francesa, cuyo principal dirigente era Pierre
Frank, que había pasado la guerra en un campo de concentración
en Inglaterra y carecía de capacidad teórica y de carisma1, se
habían sucedido en los congresos anteriores la escisión de mayo-
rías por motivos a la vez políticos y personales (la de Castoria-
dis-Lefort, la cual dejó de considerarse trotskista, y luego la de
Bleibtreu-Lambert, que siguió llamándose así, pero ingresó en la
socialdemocracia).
En vísperas del IV Congreso, una nueva mayoría francesa, di-
rigida por Michelle Mestre, quería esta vez disolverse en el PC
francés, que tenía una composición mayoritariamente obrera pero
estaba dirigido por estalinistas como el ex minero Maurice Thorez
y el ex panadero Jacques Duclos, partido que venía de su partici-
pación en el gobierno hasta 1947 y era el más burocrático y estali-
nista de los Partidos Comunistas occidentales.
Michelle Mestre era una cuarentona seca, de piel grisácea y de
rasgos duros, con una cabellera hirsuta ya con algunas canas. Era
visiblemente honesta aunque muy rígida y esquemática y utiliza-
ba siempre frases elementales de maestra de escuela de provincia.
Con su tendencia, creía firmemente que había posibilidades para
construir una izquierda revolucionaria en el PCF y se veía alen-
tada por el proceso policial interno en 1952-532 contra dos viejos

1 Éste era un ingeniero judío bajito y rechoncho, gris y agriado, de costumbres


y modales conservadores. Desconfiado y seco en el trato personal, siempre
rouspéteur y descontento, su principal cualidad consistía en haber sido se-
cretario de Trotsky en su exilio turco y no despertaba mucha simpatía ni
respeto en sus compañeros de partido.
2 Charles Tillon, mecánico de un crucero francés que sublevó en el Mar Negro
contra la intervención francesa contra la Revolución Rusa, condenado a tra-
bajos forzados en Marruecos, después dirigente del maquis y dirigente del
levantamiento de París contra los nazis, líder sindical y ex diputado comu-
nista, y André Marty, oficial mecánico líder de la citada rebelión de la flota
francesa en 1919, después diputado y jefe de las Brigadas Internacionales
en España (donde, dicho sea de paso, cumplió las órdenes de Moscú e hizo
fusilar 500 brigadistas y milicianos anarquistas, trotskistas, poumistas, so-
cialistas). Ambos permanecieron dentro del PCF disciplinadamente, aunque

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e importantes militantes revolucionarios comunistas. Se apoyaba
igualmente en el combate de los estalinistas contra los llamados
titoístas balcánicos, que eran estalinistas con un pasado de lucha
antifascista, sobre todo de combatientes en España3, pero olvidan-
do que ninguno de estos opositores, franceses o balcánicos, habían
roto con las concepciones estalinistas o habían tenido influencia u
organización propia. La tendencia Mestre creía que podría repetir-
se pronto el caso yugoslavo y no veía que éste era una excepción
irrepetible.
En efecto, el PCY había podido defenderse de Stalin porque
utilizó su prestigio ganado durante la guerra guerrillera de libera-
ción y también su aparato disciplinado y centralizado construido
en ésta para reprimir a los estalinistas “cominformianos”. Pero eso
sólo fue posible porque, a diferencia de los demás países balcánicos
donde los comunistas llegaron al gobierno apoyados por el ejérci-
to ruso, los campesinos y obreros de Yugoslavia habían expulsa-
do, simultáneamente, a los invasores nazifascistas, a los fascistas
croatas “ustachas” y a la monarquía burguesa serbia y sus “chet-
niks” mediante una revolución popular en la que construyeron un
partido-ejército obrero y campesino.
En estas condiciones, y en medio de las discusiones con la ma-
yoría francesa y con los grupos ingleses y después de la escisión de
una serie de organizaciones heterogéneas y con posiciones contra-
puestas en puntos fundamentales, pero que se coaligaron detrás
de los estadounidenses del Socialist Workers Party, la IV Inter-
nacional reunió su IV Congreso mundial para tratar de dar una
estrategia única al disperso archipiélago de grupos y partiditos
trotskistas.
Ese Congreso reunió trotskistas asiáticos (vietnamitas, chi-
nos, indonesios, de Ceilán, de Israel, de Japón), egipcios, chiprio-
tas, griegos, belgas, holandeses, italianos, alemanes, austríacos,
ingleses, franceses, españoles y latinoamericanos o, mejor dicho,
sudamericanos. En esta numerosa delegación subcontinental, ade-

les quitaron todo cargo en su partido. Tillon fue expulsado del mismo recién
en 1968 cuando se opuso a la invasión soviética de Checoeslovaquia y Marty
murió antes de eso como afiliado de base.
3 El líder húngaro Laszlo Rajk, condenado a muerte en 1951 como espía, trots-
kista, sionista, aunque era un estalinista de toda la vida; Hanna Rabinsohn,
(Anna Pauker), jefa del estalinismo rumano, perseguidora de los trotskistas
de su país y de la URSS, ciudadana soviética, dirigente de la III Internacio-
nal estalinizada y después del Cominform, eliminada desde 1949; Kostov,
líder búlgaro estalinista, fueron los principales.

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más de nosotros, del Brasil, había delegados chilenos, uruguayos,
bolivianos y argentinos, encabezados por Posadas que tenía pre-
tensiones de director de orquesta pues asignaba una “partitura” a
cada uno de “sus” delegados, sin muchos resultados salvo entre los
argentinos y uruguayos.
En realidad, entre todos los reunidos en Menton el único grupo
con influencia importante en Europa era el belga, cuyo dirigente
principal era Ernest Germain (Mandel) y, a escala internacional, el
Lanka Samasamaja Party de Ceilán, representado por Baboo, un
dirigente tamil de la confederación sindical de ese país, por Leslie
Gunawardena y por Colvin da Silva, un abogado y parlamentario
que había dirigido importantes luchas obreras y la batalla por la
independencia de la isla, pero ese partido marchaba ya visiblemen-
te hacia su intervención en el gobierno burgués de Bandaranaike y
todos tenían más o menos conciencia en el Congreso de que venía
a dar el adiós a la Internacional.
Mención aparte merece el Partido Obrero Revolucionario boli-
viano, cuyos delegados, además de Guillermo Lora –que era en sí
mismo una tendencia– eran González Moscoso y Vargas, que habían
tenido un papel importante en el levantamiento paceño en 1952 y
en la construcción de la Central Obrera Boliviana y estaban aliados
con Posadas, que les ayudaba en la construcción de cuadros. De modo
que, al fin de cuentas, la delegación latinoamericana tenía un gran
peso, pues además de apoyarse en un grupo de composición obrera, el
GCI argentino, tenía trabajos en diversos países de la región, era im-
portante en la revolución boliviana y contaba también con el triunfo
que acabábamos de conseguir en menos de dos años en Brasil en la
crisis del PCB y desarrollando la actividad de la IV Internacional en
un inmenso país donde antes ésta no existía. Ahora bien, la delega-
ción latinoamericana era la base principal de Michel Raptis (Pablo).
Este revolucionario griego que, como he dicho ya, había nacido
en Alejandría, Egipto, y se había formado en el partido de Pantelis
Polioupoulos, antes de la guerra mundial estuvo preso en un campo
de concentración de la dictadura griega, de donde pasó a Francia.
Allí se graduó de ingeniero en el Politécnico, donde estudia la flor y
nata de la intelectualidad francesa, se casó con Hélêne y participó
en la fundación de la IV Internacional en 1938. Internado después
en un sanatorio suizo para curar su tuberculosis se hizo explicar por
un médico antifascista las medidas necesarias para su curación por
su propia cuenta y retornó a Francia, a la organización clandestina
de la resistencia antinazi, combatiendo y venciendo su enfermedad
en las duras condiciones de la ocupación alemana.

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Cuando le conocí en Menton en 1954 era un hombre elegante
y delgado, ligeramente encorvado como muchas personas altas y
tenía los rasgos pronunciados –nariz grande, labios sobresalientes,
un poco salido el inferior, grandes orejas– comunes en los Balcanes,
ese puente histórico entre Europa y Asia por donde habían pasado
tantos pueblos. Era muy afable y, a diferencia de los trotskistas
de los países más industrializados (y ex colonialistas) de Europa
occidental, prestaba gran atención a la revolución en los países
colonizados favorecido por su conocimiento de los Balcanes y por
haber nacido en la cosmopolita Alejandría, razón por la cual tan-
to él como su esposa Helène, una pequeña, movediza y muy culta
aristócrata griega que había conocido en París cuando era estu-
diante, me trataron con gran simpatía.
Pablo, en el difícil equilibrio de entonces en la Internacional, se
apoyaba en Posadas y en la acción de éste en otros países latinoa-
mericanos, pero tenía conciencia de los límites teóricos de su aliado
y discípulo, a quien veía sobre todo como un buen organizador y
un obrero con olfato de clase, mientras que Frank, el italiano Livio
Maitan y Mandel mismo no solamente subestimaban al argentino
por su evidente incultura, sino que también estaban lejos de com-
prender no sólo a la Argentina y a su movimiento obrero, sino tam-
bién las particularidades de la lucha anticapitalista en las colonias
y semicolonias, que ellos juzgaban con un rasero europeo.
Creo que por eso, cuando terminó el Congreso, Pablo y su com-
pañera me invitaron muchas veces a su casa en un suburbio pari-
sino en los pocos días en que estuve en la capital francesa y Helène
me acompañó al Museo de Arte Moderno y al de la Orangerie un
poco por curiosidad política (para saber más sobre nuestro trabajo
hacia los crispimistas), otro poco porque era visible que yo coinci-
día con Posadas pero tenía independencia de juicio y de compor-
tamiento, y Pablo, como buen organizador, quería conocer la gente
y los partidos en los cuales se apoyaba, y mucho por la simpatía
de Helène, que quedó encantada por mi afán –poco común entre
los latinoamericanos trotskistas– de recorrer todos los museos de
París y, en particular, tomar contacto con los surrealistas, que ella
conocía muy bien4.

4 En París me tocó alojarme en casa de Michel Leiris, famoso escritor surrea-


lista y etnólogo conocido. Yo dormía en el suelo, en un saco de dormir y, al
despertarme, veía el techo pintado por Fragonard de un salón de representa-
ción –ahora departamento independiente– del palacio que había sido de un
ministro de Finanzas de Luis XIV. Por supuesto, este monumento nacional

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Estas escapadas político-culturales, tan ajenas a su forma-
ción, y esas reuniones semiprivadas con Pablo, a quien Posadas
entonces consideraba su maestro, no ayudaron mucho a mejorar
mis relaciones con Cristalli, que en ese entonces eran buenas
–yo era un militante disciplinado y, sobre todo, estaba lejos, en
Brasil– pero no cordiales y estaban siempre envueltas por un
sutil velo de sombra, de reticencias y de cosas pensadas pero no
dichas. Mi intervención en los debates, que se centró en la dis-
cusión con la mayoría francesa sobre problemas teóricos, tales
como el carácter del apoyo al estalinismo por los obreros france-
ses e italianos o sobre el peronismo, y no sobre el trabajo práctico
de la sección brasileña, como me habían pedido Posadas y Alber-
to Sendic (Ortiz, su segundo en el Buró Latinoamericano), tam-
bién reforzó en Posadas, como pude comprobar posteriormente,
la impresión de que yo podría no resultar muy controlable en
vez de ser un peón más en su tablero, que entonces abarcaba, sin
disputa, toda Sudamérica...
Los compañeros vietnamitas se sintieron muy a gusto con los
latinoamericanos, mucho más cercanos a ellos que los europeos, y
se incorporaron a nuestro grupo al igual que el sindicalista tamil
de la delegación de Ceilán (hoy Sri Lanka) y un japonés, que nos
planteaba constantemente problemas de traducción dado mi in-
glés “Me Tarzan-You Jane” de esos años.
Muchos de los vietnamitas eran obreros, ya que Francia, antes
de la guerra, traía coolies de Indochina y los trotskistas habían
logrado reclutar cientos de ellos (formando una Federación de Tra-
bajadores Indochinos en Francia que era la única fuerza organi-
zada en esa inmigración). Sin embargo, en tiempos del Congreso,
la colonia indochina trotskista en Francia se había reducido, ya
que inmediatamente después de la guerra muchos obreros y ex
Tiradores Indochinos habían retornado para combatir por la inde-
pendencia. Como la organización vietnamita en Indochina estaba
muy debilitada por el asesinato de más de 300 de sus integrantes
por los colonialistas y la prisión de muchos más, los militantes que
retornaban se incorporaron al Viet Mihn practicando un entrismo

intocable tenía el retrete en el palier, donde desembocaba una majestuosa


escalera, y había que lavarse con una esponja pues no tenía tampoco ducha.
Pero mirando por las grandes y armoniosas ventanas uno veía las estatuas
alegóricas de estilo clásico del arquitecto de Versailles y, además, Leiris tenía
a la cabecera de su estrecho catre de hierro, más propio de un monje, un gran
lienzo de Léger y, a los pies, un hermoso cuadro de Masson…

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avant la lettre a pesar de la represión antitrotskista que practicaba
la dirección de Ho Chi Mihn5.
Dado que el Congreso se hizo durante el verano europeo, en los
intervalos de mediodía entre las sesiones íbamos a la playa, que
estaba cercana. A los argentinos, entonces muy poco liberados de
prejuicios, nos llamaba la atención la naturalidad de los grupos de
jóvenes suecas que se desnudaban por completo en público antes
de vestir su malla de baño y nos divertía cómo se formaban parejas
de suecas y vietnamitas bajo nuestros ojos asombrados (pero no
de los de Mandel, que devoraba imperturbable libros de Agatha
Christie incluso a 20 centímetros de las rotundas curvas móviles
de una nórdica beldad desnuda).
La política que proponía Pablo y que fue aprobada por el Con-
greso se basaba en la idea de que el capitalismo estaba mundial-
mente debilitado por la revolución colonial (eran los años del triun-
fo de la revolución china, de la liberación de la India y de las colo-
nias holandesas en Indonesia, del triunfo de Abdel Gamal Nasser
en Egipto, del movimiento nacionalista árabe y del comienzo de la
revolución norafricana) y que la extensión del estalinismo agudi-
zaba la contradicción, por un lado, entre la voluntad de cambio so-
cial revolucionario de los millones de campesinos y obreros que lo
habían tomado como dirección y, por otro, la política contrarrevolu-
cionaria y de coexistencia pacífica con el imperialismo que tenían
las direcciones comunistas.
La conclusión política, como hemos dicho ya, consistía en que
era probable una tercera guerra mundial (en la guerra de Corea
ya Estados Unidos había pensado arrojar la bomba atómica contra
China y apenas ocho años después se producirá la crisis de los co-
hetes atómicos en Cuba en la que Fidel Castro –y Posadas–, ante
lo que parecía inevitable, propusieron al Kremlin golpear primero).
De esa visión política se desprendía la conclusión táctica de que los
pequeños y débiles grupos trotskistas debían insertar sus escasas
fuerzas en los grandes movimientos obreros de masa, comunistas,
socialistas o nacionalistas revolucionarios, según las condiciones
de cada país y, si esos movimientos eran canalizados por un parti-
do, debían ingresar en éste con la mayoría de sus cuadros dejando

5 Que, por ejemplo, había asesinado a Tha Thu Thau, líder del proletariado de
Saigón, donde había dirigido la acción anticolonialista y había sido elegido
diputado poco antes de la guerra junto con otros dos militantes obreros trots-
kistas mientras las listas estalinistas eran, en cambio, rechazadas porque
apoyaban la política del gobierno francés del Frente Popular.

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sólo un órgano de prensa y un núcleo independientes para poder
expresar claramente y sin trabas la política revolucionaria. Se es-
peraba estar así mejor colocados y construir una influencia real
para cuando se desatase la lucha en esos partidos ante la necesi-
dad de responder al surgimiento de una crisis revolucionaria.
Esta propuesta de Pablo, aberrante para los estadounidenses
del SWP, los seguidores de Bleibtreu-Lambert o de Moreno, que
gritaban que era liquidacionista, fue aprobada a regañadientes por
la mayoría del Secretariado de la IV (Mandel, Frank, Livio Mai-
tan) y aún recuerdo las gesticulaciones tragicómicas de Maitan y
los roces entre Pablo y Mandel entre bambalinas.
Irónicamente, el SWP adoptó pocos años después un castrismo
acrítico, los sectarios franceses se convirtieron en cuadros y diri-
gentes del partido socialista cada vez más proimperialista y More-
no, que ya había formado con otros un partido socialista peronista
(el Partido Socialista de la Revolución Nacional), un año después,
derribado Perón, se presentaría como peronista, “bajo la conduc-
ción del Comando Superior” peronista (que, dicho sea de paso, nin-
gún obrero peronista acataba).
Mandel mantendría un ala revolucionaria en el Partido Socia-
lista belga y Frank y Maitan harían muy tibios esfuerzos hacia los
comunistas franceses e italianos (de modo tal que sus organizacio-
nes no pudieron aprovechar la gran crisis que se abrió en ellos dos
años después, en 1956, cuando surgieron poderosos movimientos
obreros socialistas antiestalinistas en Polonia y en Hungría y es-
talló abiertamente el conflicto entre la sociedad y las direcciones
comunistas y entre éstas y grupos de jóvenes militantes obreros e
intelectuales comunistas).
Armados con esas conclusiones del Congreso, partimos de vuel-
ta, hacia Brasil, Leôncio, y yo, en cambio, hacia Buenos Aires. Si en
la ida había tenido el conflicto con los insoportables porteños de mi
camarote de segunda, a la vuelta el conflicto fue con la empresa
naviera y con un pasajero racista. Con éste la cosa fue así: el puerto
de Nápoles, en 1954, estaba aún semidestruido y una señora muy
pobre y flaca, vestida de negro, despiojaba un niñito desnudo que
tenía apretado entre sus muslos cuando con ese pasajero –un den-
tista uruguayo– nos dirigíamos hacia el embarcadero. “¡Qué espec-
táculo típico!”, exclamó el sujeto y yo le respondí de mal modo “¡te
parece típico porque el tifus no amenaza a tu hijo!”. Ante mi cara
de pocos amigos, se tragó la frasecita y durante unos días mantuvo
su distancia hasta que en Oviedo el barco cargó 400 españoles que
emigraban a la Argentina. Los emigrantes, muy emocionados pues

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no sabían si volverían a ver a sus familias, mantenían su dignidad
y eran muy parcos en las palabras de adiós que enviaban a sus
mujeres y niños que estaban allí abajo, en el muelle, muy pobre-
mente vestidos, y también tratando a toda costa de reprimir sus
emociones y de mantenerse dignos. Eran años duros en la España
de Franco… Ese fue el momento que el dentista eligió para tirarles
unos cigarrillos. No me pude contener y le tiré a sus pies un puña-
do de monedas (no fumaba) con un gesto desafiante que bastó para
que emprendiese una rápida retirada. Allí cesó mi guerra personal
y política porque durante las dos semanas de viaje cuando me veía
caminando por estribor, para decirlo como los marineros de Salga-
ri, él pasaba de inmediato a babor.
Más complicada resultó la lucha contra la compañía genovesa
armadora del Andrea C. Desde Nápoles hasta Lisboa aguantamos
durante varios días un menú compuesto exclusivamente de pasta
in brodo y pastasciutta, en todos los tipos y combinaciones posi-
bles. Pero en Lisboa el barco cargó 400 campesinos portugueses
que emigraban a Brasil y que la policía de Salazar subió al barco
a empujones y palazos. Un marinero comunista nos informó que
les daban sólo papas y bacalao y que a bordo había carne para
todos, pero la empresa pretendía venderla en África a la vuelta.
De modo que con un grupo de estudiantes argentinos de retorno
amenazamos al comisario de a bordo con una huelga de hambre y
una denuncia a las autoridades brasileñas y argentinas si no apa-
recía la carne en nuestra mesa y si no daban también carne a los
portugueses. Ante la respuesta del Shylock de mar de que éstos es-
taban acostumbrados a alimentarse con papa y bacalao (lo cual era
cierto), le dijimos que les preparasen las dos cosas, carne guisada
y el clásico plato de papas, para que pudiesen elegir y comenzasen
a aprender a comer mejor y que les dieran también frutas cítricas.
Bastó con desertar una cena para que dicho comisario oliera un
posible futuro gran escándalo. Ganamos pues la batalla, con gran
contento de los marineros y, en general, de los pasajeros de segun-
da y tercera clase, aunque nunca supimos qué dijeron los lusitanos
cuya causa habíamos asumido y en cuyo nombre habíamos comba-
tido sin consultarles previamente.

***

De vuelta en Buenos Aires decidimos casarnos por lo civil con


Graciela Malvagni, también militante del partido, a la que había
conocido casi niña y con la que desde hacía años mantenía una

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relación parecida a una montaña rusa. Ya en pareja, volvimos a
São Paulo. Una vez allí nos mudamos a la casa de Nelson y de su
compañera; compré tablas, un serrucho, un martillo y clavos e hice
un bastidor de madera atravesado por tablones que nos sirvió de
cama poniéndole un duro pero fresco jergón de paja, y con otros ta-
blones apoyados en ladrillos pintados hicimos la biblioteca, mien-
tras que con cajones para el embalaje de manzanas de Río Negro
hicimos dos mesitas de luz. Graciela, con sus veinte años, consiguió
poco después trabajo en una línea de aviación brasileña y ese sa-
lario no vino nada mal ni para la economía doméstica –comíamos
hasta entonces arroz, frijoles y farofa (harina de mandioca) y al-
guna verdura y la carne era un sueño– ni para las famélicas arcas
partidarias, que obtuvieron otro buen cotizante más.
Getúlio Vargas se suicidó el 24 de agosto de 1954 y fue sus-
tituido en el gobierno por su vicepresidente, João Café Filho, un
abogado protestante, depuesto en noviembre de 1955 por un golpe
político-militar encabezado por el general Henrique Teixeira Lott,
después mariscal. La derecha, encabezada por el alcalde de Rio de
Janeiro, el ex comunista Carlos de Lacerda (“rima rica”, le decían
en los medios políticos de izquierda porque en portugués mierda se
dice merda), se oponía ferozmente al sindicalismo de tipo peronista
de Vargas y éste, que temía resistir apoyándose en su base popular,
se suicidó.
Café Filho, su vice, era una solución legal y de compromiso y se
dedicó a tratar de evitar que el ala militar nacionalista, varguista,
dirigida por el general Estillac Leal, predominase en el ejército.
Cuando las candidaturas de Juscelino Kubitschek y João Goulart
a presidente y a vicepresidente triunfaron, la derecha pretendió
anular el resultado de las elecciones y Teixeira Lott, ministro de
Guerra de Café Filho, dio un golpe para garantizarlas. Kubitschek,
un médico de origen checoeslovaco formado en Europa, era un na-
cionalista moderado, desarrollista a lo Arturo Frondizi en Argenti-
na, y Goulart, en cambio, ahijado de Vargas, su vicepresidente, era
más radical y trataba de apoyarse en la burocracia sindical y de
organizar una base campesina para su gobierno, de modo que se
inclinaba.
El suicidio de Vargas abre, pues, una fase más aguda de la
crisis política que venía arrastrándose desde el fin de la guerra,
fase que desembocará en los futuros fermentos revolucionarios en
la base de las fuerzas armadas y en su división en el vértice en-
tre nacionalistas de izquierda, nacionalistas de extrema derecha y
proimperialistas y en el golpe que derrocará en 1964 al presidente

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Goulart, abriendo en grande la estación de las dictaduras milita-
res latinoamericanas que Perón (víctima de una de ellas en 1955)
había comenzado al poner en el poder en 1954 en el Paraguay, con
soldados y armas del ejército argentino, al sangriento general Al-
fredo Stroessner.
El año 1954 fue, por lo tanto, un año crucial. En lo personal,
redoblé los viajes a Rio de Janeiro. En uno de ellos, en tren, por-
que llevaba un gran paquete con cientos de ejemplares de Frente
Operária, encontré al llegar a la estación central de Rio que los
andenes estaban controlados por piquetes de la Policía Militar, que
filtraban a la gente y revisaban sus maletas. Ante la imposibilidad
de hacer cualquier otra cosa, puse mi habitual cara de idiota y, car-
gando el paquete, me dirigí directamente a uno de los policías pi-
diéndole que por favor me indicase cómo ir a la estación Don Pedro
II. Con una risita de suficiencia y mirando de arriba abajo al pobre-
cito mal vestido (yo) que formulaba una pregunta tan estúpida, me
respondió: “¡você está na estação Dom Pedro Segundo!” mientras
yo, avergonzado y agradeciendo mucho, pasaba con el paquete que
me podría haber costado, como mínimo, una tremenda paliza en
mi carácter de revolucionario extranjero ilegal y la expulsión del
país, o la desaparición (un mes antes había desaparecido en Rio de
Janeiro un compañero polaco que se ganaba la vida como plancha-
dor). Mi cálculo resultó justo: el policía se sintió tan superior que
ni se le ocurrió que podrían estar engañándolo...
Ese año fue también penoso porque la incorporación de José
Maria Crispim al partido y a la dirección hizo difíciles y tensas
las discusiones en la misma, en gran medida porque él no había
abandonado su formación de aparato y esperaba que su nuevo par-
tidito le asegurase casa, nivel de vida y tranquilidad y también
porque ante estas pretensiones “de bataclana”, como dice el tango,
yo me irritaba –y eso se veía–, y porque el bajísimo nivel de sus
intervenciones políticas me llevaba a oponerme a las mismas con
pedantería, sin paciencia ni preocupación didáctica alguna, y eso
creaba problemas entre los jóvenes brasileños que veían así a un
viejo militante, también brasileño, arrogantemente tratado nada
menos que por un joven argentino.
Las relaciones con Crispim se hicieron mucho más difíciles
porque pasé a vivir en la misma casa que él, en Sorocaba, centro
obrero textil, donde trabajaba su mujer, de la que estaba separado
pero que compartía el techo con nosotros. Encarnación, su esposa,
era una mujercita muy flaca, puro tendón y nervios, que casi no
veíamos porque salía a las 5 de la mañana hacia la fábrica y re-

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tornaba muy tarde. Como yo me levantaba para tomar el café con
ella (lo hacía, para darle más tiempo para prepararse), también me
encargaba de llevar a sus dos hijos –Joel y Denise– a la escuela,
mientras su padre, con el argumento de que lo buscaba la policía
y también lo buscaba el Partido Comunista, dormía plácidamente
hasta las 9 de la mañana (cuando yo, malignamente, no lo desper-
taba a las 7 para escuchar las noticias por radio). Joel, que murió
bajo la tortura doce años después, era un niño calmo, inteligente,
reflexivo y padecía asma y Denise, a la que volví a encontrar exi-
liada en Italia y a la que las torturas sufridas por ella y por su
compañero asesinado en la cárcel volvieron medio loca, tampoco
me creaba problema alguno.
Lo que me sacaba de quicio era la desmoralización de Crispim,
que no leía ni siquiera el diario y se quedaba enterrado en un viejo
sillón permanentemente sucio de cenizas fumando sin cesar los ci-
garrillos baratos que le teníamos que comprar y que, por supuesto,
agravaban el asma de su hijo y apestaban toda la casa. Me tenía
muy nervioso tener que decirle que se bañase, que lavase su ropa
amontonada, que barriese su cuarto. Aún más me irritaba que Posa-
das atribuyese mi visión de Crispim –a quien él, en cambio, ideali-
zaba continuamente– a un rechazo cultural y clasista a un dirigen-
te de origen popular, según Posadas incluso proletario, y de escasa
cultura, provocado por mi origen social burgués porque lo evidente
era que yo convivía no con un proletario, sino con un semilumpen
con grandes pretensiones y muy escasos aportes al partido.
Así siguieron las cosas durante largos meses hasta que en sep-
tiembre de 1955 triunfó en la Argentina la llamada Revolución Li-
bertadora y Juan Domingo Perón, que era general honorario para-
guayo por agradecimiento del dictador Alfredo Stroessner, a quien
había ayudado militarmente a llegar al poder, había huido en una
cañonera paraguaya hacia Asunción, cuando podría haber derrota-
do a los golpistas apelando a los soldados y armando a los obreros.
Con una lupa miré las caras de los exultantes clasemedieros
porteños que festejaban ante la Casa Rosada y descubrí entre ellos
a mi padre. Le escribí de inmediato, sin saber que pocos meses más
tarde yo retornaría a la Argentina, que no se regocijase tanto pues
para mí, para él mismo y para todos se anunciaban días negros. Di-
cho y hecho: lo dejaron cesante y lo procesaron en Obras Sanitarias
de la Nación, donde era Jefe de Inspectores del Interior, porque, en
calidad de tal y para no ser echado, se había visto obligado, como
todos los jefes, a afiliarse al Partido Peronista. Para colmo, quien
investigó su caso, con gran hostilidad, fue un ex compañero mío en

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el Liceo Militar, Pertierra, ya oficial de la Marina y antiperonista
visceral.
Mi padre, sin jubilación ni recurso alguno, y ya con bastantes
dudas sobre los golpistas triunfantes, se dedicó entonces a vender
seguros en la comunidad judía de Buenos Aires (de la que opinaba
que se podían vender pólizas incluso contra glaciaciones o caída
de meteoros porque sus integrantes quieren plena seguridad) y a
pintar casas de amigos con mi posterior colaboración como peón,
cuando volví a Buenos Aires… pero eso es otra historia.
En Brasil, en noviembre de 1955, cuando el golpe garantista
de Teixeira Lott, también tuve suerte. Esa tarde llovía a cántaros.
Fui al sindicato de tranviarios para impedir que su secretario des-
truyese nuestro mimeógrafo y tuve que obligarlo a dármelo, lite-
ralmente, a las bofetadas, porque él temía que me vieran salir de
su casa con ese enorme armatoste negro sobre la cabeza, mal pro-
tegido por papeles de periódico que se disolvían bajo el aguacero y,
arriba de todo, como cúpula de una extraña pagoda, un paraguas
negro abierto cuyo mango sostenía a ratos con los dientes, ya que
tenía los brazos ocupados en aliviar el peso sobre mi cabeza y en
mantener al mimeógrafo en equilibrio. Por suerte las patrullas mi-
litares no pasaron en ese momento pero sí lo hizo, en cambio, un
camionero que no creyó, por supuesto, que yo llevaba a esas horas
una máquina de coser a mi mujer (no encontré nada más verosí-
mil) y me dejó a unas cuadras de un compañero que, tras mucho in-
sistir, aceptó guardar y esconder nuestra rudimentaria impresora.
Poco tiempo después, el Buró Latinoamericano creyó llegado el
momento de dejar a la sección brasileña bajo la dirección de Cris-
pim. El POR tenía hasta entonces su centro en su construcción y
desarrollo independientes, aunque trataba de dar cauce a la crisis
del PCB. Posadas pensó que debería, en cambio, centrar sus esfuer-
zos en el interior de ese partido, en cumplimiento de las resolucio-
nes del IV Congreso, pero sin tener en cuenta las características
y el peso real del PC –que él idealizaba– en el movimiento obrero
y campesino del país; además, ante las oportunidades que surgían
en la Argentina, me llamó de vuelta a mi sección de origen. Para
ese entonces ya me había separado de mi compañera, de modo que
sólo tuve que arreglar una maletita de mano y llevarme buenos
recuerdos, dejando en Brasil amigos y una biblioteca –con muchos
libros marxistas, estudios sobre el Brasil y literatura brasileña–
que espero haya sido útil.
Mi salida de Brasil y la dirección de Crispim en el partido cerró
una fase en la historia del trotskismo en ese país y terminó con la

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pérdida de muchos militantes, con la salida del mismo Crispim en
busca de posiciones políticas más lucrativas, con el fracaso de un
entrismo en el Partido Comunista llevado mal y contra la voluntad
de los militantes que lo practicaban por disciplina y, naturalmente,
con la necesidad de volver a enviar alguien a reforzar la sección.
Posadas recurrió entonces al brillante arquitecto uruguayo Ga-
briel Labat (“Diego”), un hombre culto, abnegado y enérgico que,
lógicamente, a pesar de sus cualidades –o justamente por ellas–
unos años después entró en crisis con Posadas y fue absurdamente
sustituido como responsable del partido brasileño por la joven hija
muy inmadura e inculta de J. Posadas, ya entonces autoproclama-
do secretario de la IV Internacional posadista. En los años setenta
“Diego”, exiliado en Europa, después terminaría yéndose a su casa
debido a la persecución de Posadas que no podía soportar gente
que pensase autónomamente, colaboraría durante un período con
Adolfo Gilly, Alberto di Franco y conmigo en un grupo de discusión
marxista y moriría prematuramente por un fulminante cáncer al
cerebro.

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VII

Años decisivos

Un poco de historia: Las fuerzas heterogéneas que habían de-


rribado el 16 de septiembre de 1955 al capitulante gobierno del ge-
neral Perón en nombre de una supuesta “Revolución Libertadora”
empezaron a dividirse poco después de su triunfo.
Primero fue el choque entre los nacionalistas católicos, como
el general Eduardo Lonardi, jefe del golpe, y el ala prooligárquica
liberal de los militares y de los partidos políticos. Lonardi, en efec-
to, intentó un peronismo de derecha sin Perón, que mantuviese la
Constitución de 1949 y muchas conquistas sociales y negoció con
los dirigentes sindicales.
El sector liberal oligárquico le replicó formando el 28 de oc-
tubre una Junta Consultiva Nacional que fue inaugurada recién
el 11 de noviembre y que estaba presidida por el almirante Isaac
Rojas, funcionaba en el Congreso y pretendía ser un Poder Legis-
lativo. La misma estaba integrada por los conservadores, los radi-
cales, los socialistas, los demócratas progresistas, los demócratas
cristianos y los nacionalistas de la Unión Federal, o sea, por todos
los partidos antiperonistas, menos el Partido Comunista. Dos días
después, el 13 del mismo mes, esa alianza fue aún más lejos pues
defenestró a Lonardi y marginó al grupo nacionalista clerical.
Fracasó así el intento nacionalista de mantener un puente con
la burocracia sindical peronista e, indirectamente, con los trabaja-
dores. Ante eso la CGT (con una nueva dirección pues la anterior
había huido y, según las palabras de su dirigente, el textil Casildo
Herrera, “se había borrado”), decretó una huelga para el 15, 16 y 17
de noviembre que, sin embargo, duró sólo un día pues fue sofocada
de inmediato mediante la detención de casi diez mil sindicalistas.
Después de zanjado el “problema Lonardi” comenzaron los ro-
ces entre el ejército, representado por el general Pedro Eugenio
Aramburu, y la Marina, encabezada por el almirante Isaac Rojas.

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Éste, a pesar de haber sido el obsecuente edecán naval de Eva Pe-
rón (que institucionalmente no tenía derecho a edecán alguno),
quería acabar con el peronismo por todos los medios posibles, lega-
les o no, mientras que Aramburu, en cambio, debía tener en cuenta
la opinión de los civiles (algunos radicales, algunos socialistas, los
comunistas) que se habían opuesto a Perón en nombre de ideales
democráticos.
El general, sin embargo, era igualmente represor que el mari-
no. En efecto, el 9 de junio de 1956 ambos habían permitido que se
desarrollara un intento de levantamiento cívico-militar peronista
cuya preparación conocían previamente y el 12 de junio fusilaron
al jefe del mismo, general Juan José Valle, y a otras 26 personas
con una ley marcial dictada a toda prisa, con carácter retroactivo y
a pesar de la oposición del tribunal militar que juzgaba a los mili-
tares rebeldes. El segundo jefe del levantamiento –el general Raúl
Tanco, quien había sido mi Jefe de Cuerpo en el Liceo Militar cuan-
do era un irreprochable y justo teniente coronel– se asiló en la em-
bajada de Haití un día después del levantamiento de la Ley Mar-
cial. Allí entraron, sin embargo, las fuerzas represivas que pusieron
contra la pared de la representación haitiana a los refugiados pero
no pudieron fusilarlos por la decidida oposición del embajador Jean
Brière que defendió la extraterritorialidad de su legación.
Frente al peronismo, la represión fue durísima: tener la ima-
gen de Perón o pronunciar su nombre podía acarrear hasta seis
años de cárcel y la CGT y los sindicatos fueron intervenidos por las
fuerzas armadas, que nombraron para presidirlos militares, mari-
nos y oficiales de Aeronáutica, mientras que las publicaciones pe-
ronistas fueron clausuradas y sus directores fueron encarcelados.
Sin embargo, la dictadura abrió espacios a la izquierda que ha-
bía sido perseguida por el peronismo. Por ejemplo, nombró Rector
de la Universidad de Buenos Aires al historiador socialista José
Luis Romero, que había sido mi profesor en el Liceo Militar, al
mismo tiempo que, “democráticamente”, expulsaba de la misma a
los profesores peronistas (a decir verdad, en su mayoría bastante
mediocres y obsecuentes con el gobierno de Perón). Se legalizaron
también las publicaciones de izquierda y los partidos no peronistas
pudieron actuar públicamente, lo cual abrió un espacio que fuimos
los primeros en aprovechar para tratar de colaborar en la reorga-
nización de la clase obrera derrotada.
Ese proceso, al dar un mayor margen de acción a las fuerzas
con influencia en las clases medias, llevó a un nuevo enfrentamien-
to, esta vez entre el centroderecha, el centro y la derecha, que se

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reflejó en la relación de fuerzas entre Aramburu y el ejército, por
un lado, y Rojas y la Marina, por el otro. El jefe del Ejército intentó
una salida política y convocó en octubre de 1957 una Convención
Constituyente para derogar la Constitución de 1949 (la cual, entre
otras cosas, había legalizado los derechos obreros y el divorcio, que
tanto irritaba a la Iglesia católica).
En ese remedo de Convención Constituyente (en la que no po-
día participar la mayoría del país, que era peronista, a pesar de
lo cual se presentaron muy orondos los comunistas), se dividieron
los radicales, una parte de los cuales, con Arturo Frondizi y Os-
car Alende a la cabeza, se retiró de la Asamblea. Por su parte, la
derecha prooligárquica desertó las sesiones una vez derogada la
Constitución e reinstaurada la liberal de 1853 con sus reformas
posteriores, de modo que la Constituyente murió por inanición en
medio de las protestas de algunos radicales y socialistas (cuyos
partidos comenzaron allí una larga y profunda crisis que les lle-
varía a varias escisiones en los años siguientes). A partir de allí,
en 1957, el ala del radicalismo nucleada tras Arturo Frondizi en la
llamada UCR Intransigente, desarrollista e irigoyenista y opuesta
a la UCR del Pueblo, prooligárquica, dirigida por Ricardo Balbín,
empezó a negociar con el mismo Perón.
En las elecciones para la Convención Constituyente el primer
“partido” había sido el voto en blanco de los peronistas, puestos
fuera de la ley, y el segundo, la UCRI, que contaba con las espe-
ranzas de los sectores “progresistas” de clase media que se habían
opuesto al peronismo. Estas dos fuerzas se unirán casi inmediata-
mente con la bendición de Perón desde el exilio y Frondizi será ele-
gido presidente un año después con el voto peronista en elecciones
presidenciales que Aramburu se vio obligado a conceder, pues no
tenía otra salida, y que, naturalmente, se hicieron con el peronis-
mo proscrito; vastos sectores peronistas obreros, sin embargo, se
negaron a aceptar las órdenes que les llegaban desde Madrid y se
abstuvieron o votaron en blanco mientras otros, como en Tucumán,
impulsados por los sindicalistas azucareros radicalizados, forma-
ban partidos provinciales.

***

Mi retorno al país se produjo, pues, en un momento de gran


fervor político (y de grandes y rápidos cambios).
Desde el punto de vista material no tuve problemas ya que al
principio me alojé en la casa de mi padre y me gané unos pesos

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improvisándome (al igual que él) como pintor de brocha gorda para
presentar mejor los departamentos de algunos amigos suyos que
intentaba vender a comisión. Me lancé entonces de lleno a la mi-
litancia participando en el Buró Político de mi partido (el Partido
Obrero Revolucionario –que posteriormente, por razones legales,
pasó a llamarse Partido Obrero trotskista–) y en la redacción del
periódico del mismo, Voz Proletaria, que en esos años todavía era
un órgano de combate, ciertamente limitado y obrerista, pero aún
serio.
El periódico vendía millares de ejemplares en los lugares de
concentración obrera, como los barrios y las estaciones de ferro-
carril y en las puertas de las fábricas y Facultades, ya que existía
una gran necesidad de entender por qué había huido Perón y, so-
bre todo, qué hacer para recuperarse de una derrota histórica que
había llevado al poder a los beneficiarios del golpe de 1930 contra
Hipólito Yrigoyen y a los gobernantes de la Década Infame, hacien-
do retroceder al país un cuarto de siglo.
Por su parte, el anteriormente reducido Grupo Cuarta Interna-
cional, que cuando fui a Brasil en 1952 estaba confinado en algunas
fábricas, se había convertido en pocos años en un pequeño partido
y tenía una actividad intensa en las fábricas y barrios obreros del
Gran Buenos Aires, en La Plata, centro estudiantil, y en Ensenada
y Berisso, centros obreros platenses, así como entre los azucareros
y bodegueros de Tucumán (donde había heredado los contactos,
simpatizantes y militantes del desaparecido MOR de mis prime-
ras armas revolucionarias). Influenciaba asimismo fuertes grupos
estudiantiles organizados en Agrupaciones en los centros de estu-
diantes de Filosofía y Letras, Arquitectura, Medicina, Bellas Artes
y Veterinaria de la ciudad de Buenos Aires y había logrado en di-
chos centros muchos militantes sumamente activos y abnegados
(gran parte de los cuales se destacarían años después como profe-
sionales en sus respectivos campos tras forjarse en discusiones po-
líticas, luchas, huelgas y cárceles y, en su inmensa mayoría, al ma-
durar dejarían la militancia en un partido que a mediados de los
años sesenta se convirtió en una secta). Nuestros actos volantes,
que organizábamos en las esquinas con una tribuna desmontable,
dos oradores (o uno) y un militante armado como única protección,
o los actos más importantes y con permiso policial en lugares cen-
trales de las zonas populares contaban con mucho público, nos per-
mitían hacer contactos y despertaban entusiasmo porque en ese
entonces no era común escuchar un balance del peronismo, cuando
estaba prohibido hasta el nombre de Perón, o que un orador recla-

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mase, por ejemplo, el derecho al aborto gratuito y garantizado por
el Estado, cosa que asombraba y entusiasmaba a muchas mujeres
de todas las edades que componían siempre una buena mitad de
los asistentes a los actos.
Los oradores (el “equipo público”, que aparecía legalmente pues
los demás militantes se esforzaban por mantener la clandestini-
dad) éramos una media docena y hacíamos de todo, desde montar
la tribuna portátil hasta pedir luz a los vecinos, instalar los parlan-
tes en algún lugar apropiado o, algo apartados de los demás y del
público, vigilar para evitar cualquier provocación o ataque. Otros
militantes “públicos”, como mi compañera Anaté, “Madero”, que
se dedicaban a vender periódicos y hacer contactos entre los asis-
tentes más entusiasmados por el acto, a veces se transformaban
también en fuerza de choque. Recuerdo en particular un ataque de
una banda de nacionalistas con cachiporras y palos contra un acto
nuestro en Plaza Once que repelimos también con contundentes
“argumentos” disuasivos, pues en aquella ocasión mi preocupación
principal fue tratar de sacar de la primera línea de combate a la
frágil “Madero” que revoleaba una cartera llena de libros, que para
La Prensa se transformó al día siguiente, en el pie de foto, en “car-
teras abundantemente llenas de piedras utilizadas como armas”.
Esos oradores “tutto fare” éramos Ángel Fanjul (“Heredia”),
su compañera Dora Coledesky (“Estela”), que eran también nues-
tros valientes y eficaces abogados, el metalúrgico Roberto Muñiz,
“Puentes” hasta que viajó a Argelia, el también metalúrgico José
Lungarzo, “Juan”, y yo, con el apoyo del obrero metalúrgico Edgar
Canevari, “Fernando”, y de Roque Moyano (Giménez), un ex cañero
y ex panadero, en esos momentos obrero textil, que además era un
líder natural en su barrio y era conocido por todos como “El Negro”.
A éste una vez evidentemente le causó gracia anunciar conti-
nuamente, en un acto barrial, que “hablará el camarada Almeyra
en la esquina con la calle Almeyra” provocando confusión entre
los vecinos y aún más confusión al orador así anunciado con ese
molesto efecto de eco. Recuerdo también la oratoria –muy buena,
por otra parte– de “Juan” Lungarzo. Habíamos quedado en que los
discursos no debían durar más de quince o veinte minutos, para no
cansar al público y para no dar tiempo a la llegada de la policía o
a la organización de alguna provocación, y “Juan”, que tenía muy
claro lo que quería decir pero no sabía sintetizar, había quedado
conmigo, el orador “de fondo” que le sucedería en la tribuna, en que
debía tirarle del saco cuando empezase a alargar su intervención o
a repetirse. Pero invariablemente, llevado por la pasión, ignoraba

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sistemáticamente los discretos tirones hasta que había que poner-
se delante y decirle brutalmente y bastante fuerte “¡cortá Juan,
acabala!”.
Entre tantos actos recuerdo también uno en una plaza de
Lanús, un suburbio obrero de Buenos Aires, donde también habla-
mos “Juan” y yo. Lejos, en una esquina, recostado en la vereda, co-
menzó a escucharnos un borracho, barbudo, sucio y harapiento que,
de repente, comenzó a llorar con gran angustia, emitiendo unos
quejidos que parecían aullidos reprimidos. Dos compañeros fueron
a ver qué le pasaba y lo alejaron algo para que el acto pudiera ter-
minar sin problemas. Al volver, nos dijeron que el hombre era ruso
y había sido soldado en el Ejército Rojo comandado por Trotsky y
que lloraba porque había visto de golpe su brutal decadencia y se
avergonzaba profundamente y de un modo tan dramático, a la Gor-
ky, que nos llevó a temer por su vida.

***

Esos eran años de grandes acontecimientos en escala mundial:


la guerra de Corea (1950-53) había terminado hacía poco con una
derrota de Estados Unidos; en Egipto había triunfado en 1952 una
revolución nacionalista dirigida por el general Gamal Abdel Nas-
ser, similar a la que había llevado a Perón al poder y en 1954 había
estallado también la revolución argelina por la independencia del
país, que se obtuvo finalmente en 1962 con el terrible costo de la
muerte de un millón de personas sobre menos de once millones de
habitantes.
Al mismo tiempo, en el llamado entonces “campo socialista”, o
sea, en los países dirigidos por partidos comunistas de orientación
estalinista, se estaban produciendo grandes cambios. En la Argen-
tina de 1957 estaba fresco aún el recuerdo de los acontecimientos
en Polonia y de los consejos obreros húngaros que habían socavado
el poder del estalinismo en 1953 y en 1956, así como el de la de-
rrota imperialista en su intento de apoyar a Israel en la guerra
por el canal de Suez en 1956; y en China, donde la revolución ha-
bía triunfado en 1950 y hacia donde comenzaban a mirar algunos
comunistas, procedía con éxito el primer Plan Quinquenal (1953-
1958) que comenzaba a transformar el país y a independizarlo del
abrazo de oso de la Unión Soviética.
La radicalización política no abarcaba únicamente a la gran
mayoría de los estudiantes y de los obreros, sino que llegaba tam-
bién con gran fuerza a otros sectores, como los jóvenes hijos de los

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comerciantes árabes, que estaban muy influenciados por el nacio-
nalismo revolucionario en todo Medio Oriente.
Sin embargo, en el campo de la izquierda el Partido Comunis-
ta argentino todavía estaba ligado a la Revolución Libertadora,
lo que lo cortaba de los obreros peronistas, y seguía la política de
Moscú, de modo que, como el PC francés, sostenía que Argelia era
francesa. Entre los grupos que se decían trotskistas, el de Jorge
Abelardo Ramos, nacionalista peronista y ligado al gobierno de-
rrocado, estaba muy debilitado y paralizado y el grupo de Nahuel
Moreno, por su parte, tras su aventura en el Partido Socialista
de la Revolución Nacional apoyando a Perón, por oportunismo
y para entrar en el medio peronista, proclamaba estar “bajo la
conducción del Comando Superior peronista” y se limitaba a lle-
var una acción sindical antiburocrática no muy consecuente. En
la Juventud del Partido Socialista, en cambio, había importantes
fermentos políticos y la izquierda del peronismo había comenzado
un proceso de reconquista de los sindicatos (en 1957 se recuperó
la primera Confederación General del Trabajo del interior, la cor-
dobesa y, bajo la influencia trotskista, con la intervención decisiva
del sindicalista de la Sanidad, Amado Olmos, y la participación de
Saúl Hecker, del ex MOR, y de Pablo Schultz, de nuestro partido,
se había aprobado el programa de La Falda que un grupo de sin-
dicalistas combativos no peronistas –Atilio López, Lucio Garzón
Maceda, “el negro” Miguel Azpitía– mantendría en alto valiente-
mente en los años siguientes).
Ese programa tenía un contenido nacionalista-anticapitalis-
ta y exigía la nacionalización de los bancos, el control estatal del
comercio exterior, la nacionalización de los sectores claves de la
economía (siderurgia, petróleo, electricidad, frigoríferos), la prohi-
bición de la exportación de capitales, desconocer los compromisos
financieros firmados a espaldas del pueblo, prohibir toda importa-
ción competitiva con la producción nacional, expropiar sin indem-
nización a la oligarquía terrateniente, implantar el control obrero
sobre la producción, abolir el secreto comercial y fiscalizar riguro-
samente a las empresas comerciales, planificar la producción en
función de los intereses de la Nación y el pueblo argentino fijando
líneas de prioridades y estableciendo topes mínimos y máximos de
producción.
El programa de La Falda reflejaba el nivel a que había llegado
un sector del peronismo y de la izquierda social no peronista (ni-
vel que fue el motivo principal de la huida de Perón cuando podía
haber vencido a los rebeldes en 1955 armando a los obreros) y, al

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mismo tiempo, la persistencia de su espíritu de lucha a pesar de
la derrota sufrida, así como también la decisión de utilizar los sin-
dicatos con fines políticos y sociales, como si fueran un partido sui
generis, mientras nadie se acordaba en cambio, salvo Moreno, del
Partido Peronista.
El nivel alcanzado por sectores obreros, liberados por la fuga
de la burocracia sindical de la camisa de fuerza que ésta les im-
ponía y libres también del peso paralizador del aparato peronista
por el exilio de Perón, comenzó a generar un viraje en los sectores
más sensibles de las clases medias urbanas, que repudiaban por
otra parte la política reaccionaria de la dictadura y veían que ésta
no había sustituido al gobierno peronista con una democracia, sino
con el dominio de la rancia oligarquía.
Eso nos permitió a fines de 1957 construir con los jóvenes so-
cialistas, que se estaban radicalizando rápidamente y eran muy
sensibles a la revolución colonial, y con varias agrupaciones estu-
diantiles de diversos Centros de estudiantes de la Universidad de
Buenos Aires y de la de La Plata, un Comité de Solidaridad con la
Revolución Argelina del cual fui presidente.
En Argelia la resistencia a la colonización francesa, a me-
diados del siglo XIX, había sido muy fuerte y las luchas triba-
les anticolonialistas de los años 1920 dirigidas por Abdelkrim
en Marruecos, pero que abarcaban todas las zonas bereberes del
Maghreb, contaron con la solidaridad de la Internacional Comu-
nista. En 1924 había surgido la Étoile Nordafricaine, dirigida
por Messali Hadj, nacionalista argelino entonces ligado a la In-
ternacional Comunista. Pero Messali colaboró con los franceses
después de la Segunda Guerra Mundial, cuando la revolución ar-
gelina encontró otra dirección y otro camino con la fundación del
Frente de Liberación Nacional por Ferhat Abbas, Ben Khedda
y el ex sargento de los tiradores marroquíes ganado a la causa
anticolonialista, Ahmed Ben Bella, con quien colaboré en Francia
en los años ochenta.
Durante la Segunda Guerra Mundial las tropas francesas colo-
nialistas habían bombardeado la ciudad de Orán, en Argelia, para
reprimir manifestaciones, matando a sangre fría 43.000 personas.
La revolución independentista fue muy cruenta y, desde el comien-
zo de la lucha armada en 1954 hasta el triunfo de la Independen-
cia en 1962, se calculan las muertes en una cifra que va desde un
cálculo moderado de 300 mil hasta un millón doscientas mil perso-
nas. Esa matanza conmovió al mundo árabe y también a América
Latina. Recuerdo a este respecto que estaba viendo un noticiario

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cinematográfico en un cine de Río de Janeiro en 1954 cuando, re-
pentinamente, un soldado francés mató a sangre fría a un anciano
campesino argelino. La reacción de los espectadores fue espontá-
nea y todos saltamos como un solo hombre gritando, pataleando,
rompiendo las butacas de madera…
En 1952 había triunfado en Egipto una revolución nacionalista
bajo el mando del entonces coronel Gamal Abdel Nasser, que había
sucedido al más moderado general Naguib y derrocado la monar-
quía corrupta del rey Farouk. Una ola anticolonialista barría tanto
el Maghreb como el Machrek y Argelia era un faro no sólo para
el nacionalismo árabe, que aparecía vigoroso en el Líbano, Siria,
Palestina, Irak, sino también para la izquierda mundial, europea y
latinoamericana, como lo refleja magníficamente el filme La Bata-
lla de Argel (1965) del comunista italiano Gillo Pontecorvo.
La IV Internacional, desde el primer momento, había ayuda-
do a los revolucionarios argelinos, cuya base obrera organizada en
Francia influenciaba. Nuestro partido argentino hizo también lo
que estaba a su alcance para ayudar al triunfo de una lucha que ya
era simbólica y, pocos meses después, envió tres cuadros obreros,
metalúrgicos (el ajustador Roberto Muñiz, por entonces secretario
general del partido, el también tornero ajustador Pablo Schultz y
otro compañero, “Claudio”, cuyo nombre no recuerdo). Ellos reci-
bieron de la revolución argelina triunfante la ciudadanía por méri-
tos de guerra, como héroes de la Liberación por haber participado
de modo destacado en la fabricación clandestina de armas para el
ejército de liberación y uno de ellos (Roberto Muñiz , “Puentes”,
ahora con 86 años de edad) está aún en Argelia, donde fue tam-
bién dirigente sindical de los trabajadores electricistas y fue in-
cluso presentado por el dictador Abdelaziz Bouteflika a Cristina
Fernández de Kirchner en la visita de ésta a Argelia como héroe
argentino-argelino.
Una de las tareas más importantes del Comité que estaba a mi
cargo y que animábamos con otros grupos juveniles (y que contaba
con la oposición del Partido Comunista, alineado con el PC fran-
cés) consistió en traer a la Argentina, a pocos meses de fundado el
Gobierno Provisional de la Revolución Argelina, a los líderes del
mismo, presididos en esa misión por Ben Yussef Ben Kheda.
El comité tuvo así su bautismo de fuego en la prensa nacional
al vencer una verdadera batalla física y verbal en el aeropuerto
internacional de Ezeiza donde derrotamos a un fuerte grupo de
jóvenes franceses organizados por su embajada. Además del factor
sorpresa, porque ni ellos ni nadie esperaban una acción de ese tipo,

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el recibimiento a los revolucionarios argelinos fue todo un éxito
gracias a la contundencia y organización de los militantes trotskis-
tas y socialistas, a los cuales se unieron estudiantes y muchos hijos
de los comerciantes árabes de la calle Lima, a quienes habíamos
visitado pidiéndoles apoyo económico para el Comité y solidaridad
con los argelinos. Por ahí debe andar en los archivos periodísticos
una foto mía, delgado y melenudo, saludando triunfante a nues-
tras victoriosas huestes mientras atravesaba la pista de Ezeiza
mezclado entre los miembros del Gobierno Provisorio, con la valija
de mano de Ben Khedda…
Dicho sea de paso, el Comité fue ocasión para un cambio im-
portante en mi vida personal. En efecto, en una conferencia que
pronuncié tiempo después sobre la revolución argelina en el Cen-
tro de estudiantes de Medicina, ante delegados de varios centros
estudiantiles, conocí a Ana Teresa Cattaneo, entonces joven pinto-
ra y ceramista, que había ido en nombre del Centro de estudiantes
de Bellas Artes. Terminado el acto, sin pensarlo mucho la corrí dos
cuadras –yo tenía 29 años y ella 22– y así iniciamos meses des-
pués una relación que dura ya más de medio siglo en la que ella,
que entonces era una artista joven, subordinó su vida artística y
profesional a las necesidades de la militancia política espartana
e itinerante que yo tenía y me apoyó siempre ayudándome a en-
frentar las consecuencias de mis actos y de mis posiciones. Argelia
y algún tiempo después la militancia común en el mismo partido
nos unieron y en marzo de 1960, cuando Yuri Gagarin giró en torno
a la Tierra, nos fuimos a vivir juntos en una pensioncita de mala
muerte cerca de la estación Constitución.
Con los mismos componentes del Comité de apoyo a la Revo-
lución Argelina formamos también ese año un Comité de apoyo a
la Revolución Cubana. El Movimiento 26 de Julio había atacado
en 1953 en cuartel de Moncada (hoy escuela) y no había logrado
su objetivo, terminando presos los sobrevivientes de esa heroica
pero mal organizada acción de guerra. El proceso contra ellos ha-
bía dado tal notoriedad a su dirigente, el ex líder estudiantil Fidel
Castro, que el dictador Fulgencio Batista no tuvo más remedio
que expulsarlos del país. Desde México, como es sabido, organi-
zaron una expedición de 82 combatientes que, tras un desastroso
desembarco en Cuba del yate Granma el 2 de diciembre de 1956,
del cual quedaron en acción sólo siete hombres con sus fusiles y
pocas municiones, iniciaron una guerra de guerrillas bajo el man-
do de Fidel Castro que terminó triunfando el primero de enero de
1959, sólo tres años después.

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En 1957 el Partido Comunista argentino condenaba todavía
a los revolucionarios cubanos, al igual que el Partido Socialista
Popular cubano (el PC de Cuba), como “aventureros pequeño bur-
gueses” y, naturalmente, se oponía a nuestro comité y a nuestra
política de transformación de la guerra por la democracia en la
lucha por la democracia y por el socialismo. Formamos pues el Co-
mité, que presidí, colaborando esencialmente con un sector de los
jóvenes socialistas. Ese Comité de apoyo a la Revolución Cubana
terminó en vísperas del primer Congreso Latinoamericano de Ju-
ventudes en La Habana liberada de la opresión, al cual habría de-
bido asistir como responsable de la delegación trotskista argentina
y latinoamericana, cuando fui a parar a la cárcel de alta seguridad
de la calle Las Heras denunciado por el embajador cubano que los
revolucionarios triunfantes habían heredado de la diplomacia ba-
tistiana y a quien yo denominaba “el Paquidermo”.
Quiero mencionar de paso la importante evolución de la iz-
quierda socialista, que no supimos encauzar sino en una medida
ínfima a pesar de la fuerte influencia que llegamos a tener en la ju-
ventud de ese partido y de las acciones conjuntas que realizábamos
con los militantes de la misma. En efecto, pocos años después del
apoyo del Partido Socialista al golpe militar de 1955 y a la Cons-
tituyente convocada por la dictadura, la influencia combinada de
la revolución colonial –sobre todo de la lucha cubana– y del repu-
dio creciente a la dictadura oligárquica había tenido en él grandes
ecos que determinaron su rápida fragmentación.
En 1958, en el Congreso de Rosario, la izquierda y el centro
del viejo partido socialista escindieron así al viejo partido y for-
maron el Partido Socialista Argentino (en el que militaron Alfre-
do Palacios, embajador de la dictadura militar en Uruguay pero
radicalizado por los acontecimientos en Cuba que estimularon su
viejo nacionalismo antiimperialista, Alicia Moreau de Justo y José
Luis Romero, rector de la UBA, historiador de fama internacional
y mi ex profesor de Historia). En el viejo PS, rebautizado Partido
Socialista Democrático, quedó en cambio el ala liberal clásica (con
Nicolás Repetto y Américo –más conocido como “Norteamérico”–
Ghioldi, entre otros). En poco tiempo el PSA, donde convivían li-
berales honestos, de centro, con socialdemócratas y socialistas de
diversa inspiración, sufrió una nueva escisión de la cual surgió el
Partido Socialista de Vanguardia (castrista). Después fue el turno
del nacimiento del Partido de Vanguardia Popular, que en 1972
confluyó con el peronismo (que, se recuerda, ya había formado en
1952, con Esteban Rey, Nahuel Moreno, Jorge Abelardo Ramos,

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Enrique y Emilio Dickman, el Partido Socialista de la Revolución
Nacional), posteriormente nació el Partido de Vanguardia Comu-
nista (maoísta), y en 1966 un ala del PSA se fusionó con el more-
nismo. Todas estas escisiones y reagrupamientos se hicieron sin
que nuestro partido, encerrado en un sindicalismo y un obrerismo
elementales, contribuyese política y teóricamente a la evolución de
miles de jóvenes, contentándose apenas con ganar valiosas unida-
des mediante el trabajo estudiantil o gremial.
Lo que en el fondo estaba en discusión pero de un modo caó-
tico y confuso, tanto entre los socialistas como en la izquierda en
general, era el carácter de la revolución en los países dependientes
y la transformación de la lucha antiimperialista y de la revolución
democrática en lucha por el socialismo, dado que los sectores so-
ciales y los líderes que dirigían los procesos (como el estudiante-
campesino Mao, el sargento nacionalista Ben Bella, el estudiante
radicalizado y después candidato a diputado de un partido burgués
reformista Fidel Castro, por no hablar de Perón, o de los revolucio-
narios peruanos o bolivianos) no eran proletarios y provenían de
las clases medias y puesto que el programa de los procesos revo-
lucionarios no era socialista, aunque chocaba fuertemente con el
capitalismo en escala mundial. También estaba en cuestión, en lo
que respecta a la evolución hacia nuestro partido de nuestros alia-
dos en la juventud socialista, el carácter del partido ya que nuestro
centralismo “bolchevique” (en realidad, un centralismo “leninista”
a la Zinoviev, es decir, un centralismo verticalista nada democrá-
tico) chocaba con la necesidad de discusión y de democracia en la
vida interna, a pesar de que todavía el POR no había naufragado
en el posadismo, pues el culto de Posadas empezará recién en 1964.
Como una muestra de la confusión que imperaba en los rea-
lineamientos socialistas, de la posibilidad de influenciar amplios
sectores y de nuestra ceguera y pasividad de entonces, puedo citar
una anécdota personal
José Luis Romero había llegado a ser secretario general del PS
Argentino. Una noche –yo vivía entonces en la clandestinidad y no
sé cómo me encontró– me citó por Flores, en una esquina, me hizo
subir al modestísimo Citroën 2CV que tenía, dio varias vueltas por
el barrio y estacionó en la parte más oscura de la oscurísima Plaza
Irlanda, mientras yo, expectante e intrigado, me preguntaba cuál
era el objetivo de tanto secreto. Una vez cerciorado de que cerca
no había nadie –eran las 11 de la noche de un día frío y hasta las
parejitas buscaban lugares más abrigados–, me dijo: “Almeyra, le
quiero preguntar algo y espero que me responda sinceramente”.

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Le contesté: “profesor, si puedo, le daré mi opinión sin dar ninguna
vuelta”. Entonces se animó y soltó su pregunta, poco usual en boca
de un secretario general del PSA: “Dígame, Almeyra: el Partido
socialista ¿es una mierda o ha sido siempre una mierda?”. Lo más
seriamente posible y con voz neutra le dije: “mire, en el Liceo Mili-
tar yo militaba en el PS y le invité a hacer lo mismo. Poco tiempo
después me expulsaron del partido por izquierdista. Creí entonces
que tenía una dirección de mierda, pero después, estudiando mejor
las cosas, comprobé que siempre había sido una mierda”. Él, alivia-
do, asintió y murmuró: “Es lo que estaba pensando…”.
Por supuesto, informé sobre esta cita, pero todo quedó en una
serie de comentarios jocosos y no hubo ningún intento de proponer
nada en el plano de la discusión política y teórica, entre otras cosas
porque, por su primitivismo obrerista, nuestro partido carecía de
inclinación por la profundización en ese terreno.
La izquierda peronista, sobre todo en el movimiento sindical
y entre los jóvenes obreros, estaba entonces también muy influen-
ciada por nuestras posiciones y buscaba un camino revolucionario,
como lo mostrarían sus acciones, los programas de Huerta Grande
y La Falda, la gran cantidad de entusiastas asistentes a nuestros
actos públicos en los barrios obreros y la cantidad de votos obte-
nidos por nuestras listas en las elecciones presidenciales y parla-
mentarias posteriores, en 1958, cuando la posición oficial del pero-
nismo, que estaba proscripto, fue votar por Arturo Frondizi y, como
hemos dicho, una parte importante de la izquierda sindical (como
los azucareros tucumanos, que formaron un partido ad hoc con el
cual trabajamos) resistió esa posición, votó en blanco o votó por
nuestras listas.
También a la izquierda del partido comunista en crisis, por la
declinación internacional del estalinismo y por el conflicto sino-
soviético, y a la izquierda del partido socialista, sólo estaba el trots-
kismo.
La fragmentación de éste en el campo internacional, a decir
verdad, no influía mucho en la evolución de los obreros peronis-
tas pues, aunque éstos estaban profundamente impactados por la
revolución colonial y por la relación de fuerzas mundial (derrota
yanqui en la guerra de Corea, revolución colonial, Vietnam), ni co-
nocían las posiciones de las diversas tendencias trotskistas inter-
nacionales sobre Argentina y la situación mundial ni tenían mu-
cha claridad sobre algunos procesos importantes, como el cubano.
Los obreros, por ejemplo, como Perón era amigo de Batista,
creían que la rebelión antibatistiana era semejante a la lucha que

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había derribado a Perón). La posición de Nahuel Moreno, que para
tratar de ganar obreros peronistas colocaba a su partido “bajo la
conducción del Comando Superior Peronista” (la cual era descono-
cida tanto por el ala dominante de la burocracia sindical peronis-
ta como por vastas capas de los obreros peronistas más activos y
politizados), por un lado, contenía la evolución de sectores obreros
peronistas, y, por otro, sembraba desprestigio sobre el trotskismo,
que aparecía dividido.
Desde mediados de los años veinte y con el conservadorismo
de los grupos anarquistas que, además, se habían sumado a la opo-
sición oligárquica al peronismo, y hasta la aparición posterior de
los partidos maoístas y de los grupos castristas (después de 1959),
el trotskismo no tuvo rivales en la izquierda revolucionaria. Si no
pudo, sin embargo, canalizar la radicalización de enteros grupos
provenientes tanto del peronismo como de la izquierda tradicional,
la causa principal reside en su falta de preocupación y de elabora-
ción teórica, que le impidió comprender a fondo la sociedad argen-
tina, su historia y los grandes problemas, como la cuestión agraria,
y también en el obrerismo ramplón que caracterizaban su políti-
ca, así como la repetición dogmática de los análisis y consignas de
Trotsky sin confrontarlos con el nivel de conciencia y de formación
política en la clase obrera del país.
En esos años, en efecto, en nuestro partido no solamente na-
die escribió nada sobre la historia, la economía y la sociedad ar-
gentina o sobre el peronismo o respecto a las transformaciones de
las revoluciones democráticas en socialistas, como en Cuba, sino
que tampoco ninguno de nosotros sintió la necesidad de hacerlo.
Cuando mucho algunos, poquísimos, escribíamos cortos artículos
agitativos u organizativos en nuestro periódico y, de vez en cuando,
algún artículo, generalmente de balance de luchas, para la Revista
Marxista Latinoamericana que nuestro partido editaba clandesti-
namente con gran esfuerzo. Lo más cercano a un aporte teórico fue
la propaganda a favor de la idea de Trotsky de un partido obrero
basado en los sindicatos para países como Estados Unidos para
poder sacar la lucha del mero sindicalismo y dar una expresión po-
lítica de clase, aunque elemental, a los trabajadores, que en Argen-
tina eran peronistas. Pero, fuera de algunos breves artículos míos,
en general quedamos en la propaganda de dicha idea, que casi no
pasó del estado de consigna y que cada sector (incluyendo algunos
burócratas sindicales peronistas) interpretaba como quería.
De ese modo, por nuestra incapacidad para entender cabal-
mente lo que estaba pasando y de discutir a fondo la realidad na-

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cional, dejamos pasar una ocasión para transformar nuestro pe-
queño partido de cuadros en un pequeño partido de masas que
fuese punto de referencia política para la izquierda social. Si bien
crecimos mucho en el movimiento estudiantil de Buenos Aires y
de La Plata y reclutamos nuevos militantes abnegados y activos,
ese proceso no estuvo acompañado por un crecimiento intelectual
y político y, por consiguiente, nuestra capacidad de imponer los
temas en discusión y de ofrecer mejores análisis de los grandes
problemas fue bastante limitada. Importantes grupos de jóvenes
en proceso de radicalización, provenientes del radicalismo frondi-
zista, entraron así en el callejón sin salida que les ofrecía Silvio
Frondizi y su grupo seudomarxista y semitrotskista Praxis y por
la vía también seudotrotskista del nacionalismo revolucionario a
la Ramos y su Izquierda Nacional porque, al menos, y con todos los
errores y la confusión del caso, dichos grupos intentaban teorizar,
como teorizaba también la revista Contorno de David y de Ismael
Viñas, base para un frondizismo de izquierda, con la cual jamás
discutimos porque, como sosteníamos soberbia y estúpidamente,
“no influenciaba a nadie en los sectores obreros”.

***

En ese período, ya que estaba todavía en la lista negra de la pa-


tronal metalúrgica, elaborada junto con la burocracia de la Unión
Obrera Metalúrgica, tuve que pasar a trabajar en el gremio textil,
que era por ese entonces cinco veces mayor a lo que es en la ac-
tualidad, pues muchas grandes empresas se cerraron en los años
noventa debido a la política de paridad peso-dólar que hundió la
industria nacional.
Conseguí pasar el test en Sudamtex, el cual había sido ela-
borado para eliminar a los que pensaban con su cabeza, y burlar,
exagerando mi tontería natural, a un seleccionador de personal
que se ufanaba en público de que siempre detectaba los trotskistas
y los comunistas, pero no duré ni dos quincenas porque las averi-
guaciones que ellos realizaron comprobaron que los antecedentes
de trabajo que había dado eran tan falsos como un billete de tres
pesos. No pude evitar, por consiguiente, que unos “amables” poli-
cías me vinieran a buscar a Tejeduría mientras trabajaba y me
sacaran a la fuerza y en vilo de la fábrica mientras me insultaban
y amenazaban abundantemente.
Posteriormente entré en otra gran fábrica, Grafa, esta vez en
la sección Apresto, pero allí tampoco duré más de un mes, exacta-

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mente por el mismo motivo. Por lo tanto, me tuve que ir a la pro-
vincia de Buenos Aires, a buscar trabajo en la Danubio, una gran
fábrica hoy también cerrada del ramo algodón que ocupaba miles
de obreros y estaba situada en Ramos Mejía, un suburbio situado
a casi una hora de tren del centro de la Capital.
Allí entré en Hilandería, pero en el turno noche mientras el
Negro Moyano trabajaba alternativamente en los otros dos turnos,
sin coincidir jamás conmigo. Mi trabajo consistía en sacar los gran-
des cestos de bobinas que llenaban continuamente las larguísimas
hileras de máquinas, cargarlos y llevarlos al patio. Para que el hilo
de algodón no se cortase casi no había ventanas en las enormes
naves y, por lo tanto, se trabajaba constantemente a una tempera-
tura cercana a los 30 grados y con altísima humedad, lo cual nos
decoraba a todos con una capa de la pelusa blanca que producía el
bobinado y que flotaba en el aire casi como nieve y entraba por las
narices y en los ojos. Además, como trabajaba con el torso desnudo
y estaba constantemente bañado en transpiración por el esfuer-
zo de subir los canastos, cuando en invierno salía al patio a dejar
la carga experimentaba sin quererlo los bruscos choques térmicos
propios de un sauna finlandés…
Mi trabajo tenía la ventaja de permitirme circular por toda Hi-
landería, parándome en cada máquina para conversar brevemente
con los hilanderos. Éstos, en el turno noche, eran casi todos varones
y, como en la mayor parte de las fábricas textiles, en su mayoría
jóvenes de origen provinciano y rural. Por supuesto, eran peronis-
tas y también habían participado en muchas luchas, de modo que
tuve una ocasión de refrescar mis conocimientos directos, adquiri-
dos años atrás como aceitero o metalúrgico, del tipo de peronismo
obrero, tan diferente al de la dirección política burguesa peronista
y al peronismo ideológico que imaginaban los Moreno o los Ramos.
Pude así conocer a los activistas en Danubio de la Lista Verde, una
lista de oposición democrática a la dirección del sindicato formada
por obreros y obreras con claro instinto antipatronal y antiburo-
crático, que traían toda la rebelión de su origen campesino (uno,
incluso, un gigante siciliano a quien le decíamos el Bebe, había
participado en las tomas de tierra de su isla después de la guerra
junto con los comunistas) pero cuyo clasismo se quedaba en los
marcos de la lucha fabril directa, de la recuperación del sindicato y
de la lucha democrática contra la dictadura, lo cual, por cierto, era
mucho, pero también no suficiente.
Con Moyano nos integramos en ese grupo magnífico de acti-
vistas, que tenía lazos también con otros grupos similares en otras

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fábricas de Matanzas, con el objetivo de lograr con ellos la direc-
ción sindical de la fábrica, cosa que conseguimos al cabo de algunos
meses. Dicho sea de paso, nuestra participación en la Lista Verde
fue exitosa porque se diferenció profundamente de las llamadas
agrupaciones que solíamos formar con algún obrero independien-
te, pero que en realidad no eran sino un instrumento ampliado
del partido y, por eso, no ganaban nueva fuerza. En Danubio, en
cambio, no integramos en un núcleo firme preexistente, con sus
cuadros ya experimentados, y, un poco por necesidad de ganar su
confianza y otro porque, al fin y al cabo, comprendíamos que de-
bíamos aprender de los demás y no sólo “llevarles la Luz” como
misioneros sindicales, encontramos el modo de partir de los senti-
mientos y experiencias comunes para discutir, sin querer imponer,
una perspectiva política clasista y revolucionaria, en una especie
de anticipación de lo que sería la experiencia sindical cordobesa en
los sesenta. En ese período terminé de comprender que los obreros
más avanzados no estaban condenados por fuerza a discutir sólo
su papel en el mercado de la fuerza de trabajo, sino que también
eran capaces de llegar por su cuenta a conclusiones políticas y eco-
nómicas fundamentales.
Por ejemplo: la huida de Perón y la dictadura militar habían
cambiado la relación de fuerzas en las fábricas. Los patrones apro-
vecharon para imponer nuevas condiciones de trabajo y aumentar
la explotación del mismo importando nuevas máquinas que sus-
tituían el saber de hilanderos y tejedores y que les obligaban a
trabajar en más hileras. Un obrero me comentó: “nos dejaron solos
y los patrones ganaron. Aprovechan para explotarnos más. Pero
lo que perdimos lo vamos recuperar. Ellos, para pagar sus nuevas
máquinas, necesitan producir y producir sin problemas. Nosotros
les podemos parar la producción y no van a poder poner un soldado
detrás de cada obrero. Precisamente por haber dado un gran paso
adelante están en el aire. Todo depende de nosotros”. La experien-
cia de las luchas anteriores no se había borrado y en los baños se
discutía abiertamente contra la dictadura.
Para tratar de dar cauce a esta protesta en septiembre de 1957
me reuní con varios dirigentes sindicales comunistas (principal-
mente de la construcción y de gastronómicos) que habían perdido
la dirección de sus gremios debido a la intervención de los sindica-
tos por la dictadura militar. Lo hice arrogándome arbitrariamente
la calidad de sindicalista aceitero simplemente porque había reto-
mado contacto con algunos dirigentes sindicales del aceite con los
que había militado años atrás y cuyo sindicato padecía igualmente

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un interventor aunque, desde que me habían echado de Bycla poco
antes de 1950, con ese gremio, en el cual había delegado y activista,
tenía sólo amistosos contactos esporádicos.
Ese grupo de ex dirigentes sin sindicatos ni “dirigidos” adoptó
el pomposo nombre de Comité Intersindical y resolvió decretar un
paro nacional de dos horas, que se realizó el 27 de septiembre de
1957 con gran éxito ya que pararon dos millones de trabajadores,
sobre todo en el Gran Buenos Aires. Fue la primera respuesta re-
sonante, exitosa y ofensiva que consiguieron dar los obreros a la
dictadura y amplió la brecha abierta poco antes, en julio de 1957,
en el interior del país mediante la recuperación de la CGT de Cór-
doba que permitió elaborar en agosto el histórico Programa de La
Falda que, junto con el programa minero-estudiantil boliviano de
Pulacayo, todavía es uno de los puntos más altos de la elaboración
política de los obreros latinoamericanos.
En Danubio los obreros se enteraron de que el 27 había que
parar mediante unos volantes que decían: “El 27, paro de dos horas
por turno: de 6 a 8, de 14 a 16, de 22 a 24. El Comité Intersindical”
que escribí uno por uno con gruesos trazos rojos y pegué con grasa
en los baños y allí donde era posible hacerlo sin ser descubierto.
Esos pocos volantes bastaron para provocar una gran discusión en
los tres turnos, a pesar de que nadie había oído hablar del ignoto
Comité Intersindical.
El odio a la dictadura era tanto y tanta era la voluntad de
hacer algo frente al aprovechamiento de la dictadura por los em-
presarios para aumentar la intensidad de trabajo que el día del
paro, en el turno noche y a la hora del mismo, todos se miraron
expectantes hasta que paré una máquina y otros me imitaron a
pesar de los gritos y las corridas de los capataces. Se hizo entonces
un segundo de denso y asombrado silencio y después comenzaron
el festejo, la confraternización en torno a las ruedas de mate y los
cantos y cuentos que llenaron las dos horas de ocupación de la
fábrica. Los otros dos turnos replicaron entusiasmados nuestro
ejemplo impulsados por las obreras y obreros de la Lista Verde que
en ellos trabajaban.
Después de este paro cambió el ambiente en la fábrica y se
sucedieron las ocupaciones de la misma para tratar de resolver
las muchas injusticias que, alentados a su vez por la existencia
de un gobierno militar con dura acción antisindical, cometían los
patrones. En esas ocupaciones, que comenzaba siempre el turno
noche, se discutía de todo. En noviembre de 1957, en una de ellas,
recuerdo el júbilo antiimperialista que causó entre los obreros –pe-

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ronistas en su casi totalidad– el Sputnik 2, con la perra Laika, que
todos consideraron como una victoria propia. En los grupos para
tomar mate se preparaban los contactos con otras fábricas textiles
cercanas y, en las conversaciones, salían las historias de vida y
de lucha de trabajadores que provenían de todo el país e incluso
de la Italia de la posguerra, se generalizaban las experiencias, se
discutían las creencias de todo tipo, aparecían las esperanzas indi-
viduales y colectivas.
En una de esas ocupaciones, los del turno noche formamos una
barricada en la puerta del inmenso taller que daba al patio porque
esperábamos un ataque de los matones y agentes sindicales del
gobierno y de la burocracia sindical a primeras horas de la mañana
después de que entrase el turno de seis a dos, compuesto principal-
mente por mujeres, a las que les pedimos que se pusieran detrás
de los que en primera línea defendíamos la endeble barricada. En
efecto, los matones derribaron el portón de hierro de acceso al pa-
tio y armas en mano y corriendo y gritando entraron al mismo.
Mientras los defensores de la barricada decíamos “¡cuidado con las
compañeras!”, vimos estupefactos como éstas, zapatos en mano,
pasaban por sobre nosotros y corrían hacía los asaltantes golpeán-
dolos sin miedo (y mandando varios al hospital). Esa mañana fría
aprendí a no subestimar a las mujeres, a no juzgarlas sólo por su
relativamente escasa participación organizada en la reorganiza-
ción sindical desde abajo, a contar con su valentía y decisión, y a
medir mejor el paternalismo y el machismo tan presentes en noso-
tros los varones supuestamente liberados de esos prejuicios.
Unos meses después me pasaron a Tintorería, la Siberia de la
fábrica, donde en medio de un calor húmedo constante, se teñían
las telas en grandes piletones. Mi función –la peor– consistía en
trepar por endebles y oscilantes escaleras de mano, llevando so-
bre el hombro un balde lleno de soda cáustica, hasta unos tanques
en los que se cocinaba la tela cruda. Como trabajaba con el dorso
desnudo y era imposible evitar las salpicaduras del balde mien-
tras trepaba los escalones con el máximo de cuidado, tenía siempre
quemaduras en la espalda, pero lo peor del trabajo no era eso, sino
el hecho de que trabajaba solo toda la noche o, cuando mucho, con
otro compañero igualmente castigado por los patrones, de modo
que mi trabajo en la fábrica no tenía ya mucho sentido si no podía
hacer nada en ella desde el punto de vista político o sindical.
Para colmo, para ahorrar tiempo de transporte, me había ido a
vivir a un par de cuadras de la fábrica, en la casa de los padres de
“Arroyo”, donde, a cambio de una suma modesta de dinero, me ofre-

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cieron un catre en la cocina, detrás de una cortina y una cena antes
de ir a trabajar. Llegaba a dormir a las seis y cuarto de la mañana
y me acostaba de inmediato, pero a las siete en punto se levanta-
ba doña Rosa, la anciana patrona de casa, que era medio sorda, y
mientras preparaba su desayuno y el de su marido ponía la radio
al máximo de su volumen con un programa de Carlos Ginés que
empezaba gritando “¡Levántese contento!” mientras golpeaba un
tambor o hacía sonar unas matracas. Como acababa de dormirme,
molido por el trabajo nocturno, esa audición y el desayuno de los
dos viejitos, apenas separados de mí por una tenue cortina, no me
ponían de muy buen humor, teniendo en cuenta que antes de en-
trar a las 10 de la noche a la Danubio realizaba siempre un intenso
trabajo político, pues cuando no debía hablar en algún acto público
o participar en alguna reunión nos dividíamos con Moyano, cuando
éste no estaba de turno, las visitas a los obreros de la Danubio para
consolidar la Lista Verde. Mi cansancio llegó a un grado tal que en
medio de un acto público, del cual era el orador central, y después
de tres días con un total de dos horas de sueño, de repente comencé
a balbucear como si estuviese borracho y me caí de espaldas de la
tribuna. Por suerte me sostuvieron pero los vecinos que en ese mo-
mento escuchaban nuestras posiciones deben haber pensado que
entre éstas no figuraba precisamente la abstinencia.

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VIII

La CGT de Córdoba

El figurar en la lista negra en metalúrgicos había decidido mi


envío a Brasil. La lista negra en textiles, que me vetaba trabajar en
las grandes fábricas, decidió esta vez que fuese a Córdoba, impor-
tante ciudad en la que no teníamos ni un militante o simpatizante
activo. Aprovechando como contacto una carta de un lector obrero y
cordobés del periódico de nuestro partido, ahí fui para Córdoba en
1957.
La llamada Revolución Libertadora que derribó a Perón cuan-
do estaba por rendirse, ya que el caudillo prefirió huir al Paraguay
del dictador Stroessner antes que dar la orden a los soldados de
detener a sus oficiales y dar armas a los obreros, no solamente,
como hemos dicho, había abierto el camino para un aumento de la
explotación aumentando la intensidad del trabajo en las fábricas
con la introducción de nueva maquinaria y la superexplotación de
los obreros sino que también había cambiado, demográfica y social-
mente, el territorio nacional.
La tranquila, conservadora y clerical Córdoba, con su conflicto,
por un lado, entre el radicalismo local –yrigoyenista, liberal y que
conservaba el recuerdo del gobernador Amadeo Sabattini y tenía
como órgano a La Voz del Interior– y, por el otro, el rancio clerica-
lismo de la oligarquía provinciana con su diario Los Principios, es-
taba agonizando y trasladaba ese conflicto al que existía, en escala
nacional y en la sociedad y tanto dentro de la Junta Militar como
dentro de cada partido, entre una corriente vasta e informe de tipo
nacionalista y el antiperonismo gorila clásico.
El ya mencionado general Lonardi, que dirigió desde la avia-
ción con base en Córdoba la insurrección contra Perón, era partida-
rio de un peronismo sin Perón, es decir, del mantenimiento de las
principales conquistas obreras y de la legalidad sindical, pero su-
bordinando los sindicatos al Estado. Fue, por lo tanto, rápidamente

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desplazado por los que, por el contrario, habían puesto fuera de la
ley e intervenido militarmente todos los sindicatos, encarcelado a
más de diez mil sindicalistas, anulado la Constitución progresista
de 1949 y declarado que mencionar a Perón (“el Tirano Prófugo”,
decían) o tener su retrato era un delito grave castigado con seis
años de cárcel, precisamente para reducir la participación de los
obreros en la distribución de la riqueza y anular su fuerza política.
En un primer momento, el nuevo gobierno militar cordobés
contó con un apoyo, activo o pasivo, de una parte importante de las
clases medias. En Córdoba, en efecto, la lucha en las calles, a los ti-
ros, entre los insurrectos y sus simpatizantes civiles armados y los
soldados y civiles peronistas había sido muy dura. Los estudiantes,
que constituían la fuerza de choque civil del antiperonismo y esta-
ban organizados en sus Centros estudiantiles clandestinos, habían
ocupado armas en mano los sindicatos y, en la huelga general de
protesta convocada por los obreros, en su intento de romperla, ha-
bían manejado (y destrozado) numerosos ómnibus del transporte
público. Eso había creado un gran resentimiento entre ellos, perte-
necientes en su mayoría a familias radicales yrigoyenistas de las
clases medias pobres de la provincia y del interior, y los trabajado-
res industriales o de los servicios, que eran peronistas.
Poco antes de mi llegada a Córdoba, en julio de 1957, la Con-
federación General del Trabajo (CGT) cordobesa había sido, sin
embargo, recuperada y de ella partiría la reconquista de todas las
CGT del interior aún intervenidas por los militares y el fin a la
intervención de la misma CGT nacional.
Se había hecho cargo de la secretaría general de la CGT cordo-
besa Atilio López, de la Unión del Transporte Automotor, un hom-
bre joven y combativo que provenía del radicalismo de izquierda
pero sabía cómo trabajar con los peronistas. Secretario de Prensa
era Lucio Garzón Maceda, influenciado por la versión del trotskis-
mo de Abelardo Ramos y su revisionismo histórico que mezclaba el
nacionalismo con un latinoamericanismo burgués y estatalista que
él tomaba por internacionalismo. El Secretario de Organización
era el “negro” Miguel Azpitía, peronista de izquierda, dirigente de
Empleados de Comercio. Este equipo se apoyaba en otros dirigen-
tes, como el de Empleados de Farmacia o el de Municipales, y en
sindicatos no dirigidos por peronistas, como el de Obras Sanitarias
de la Nación o el de Luz y Fuerza, cuyo líder era Agustín Tosco,
y eso le permitía superar a la derecha peronista que controlaba
la Unión Obrera Metalúrgica y, sobre todo, SMATA, el sindicato
creado para debilitar a ésta y agrupar por separado a los que tra-

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bajaban en la industria del automóvil y derivados, cuyo dirigente
era el fascista Elpidio Torres.
En agosto de 1957 el grupo dirigente de la CGT cordobesa
había aprobado en la pequeña localidad serrana de La Falda el
programa de ese nombre con la colaboración de Saúl Hecker, ex
integrante del MOR, ganado al Partido Socialista de la Revolución
Nacional por las ideas de Ramos. Ese programa nacionalista-an-
ticapitalista1 fue refrendado en 1962 en otra localidad cordobesa
–Huerta Grande– por la reunión de las CGT del interior y las 62
Organizaciones (la izquierda sindical peronista en la CGT a nivel
nacional) tras una serie de grandes luchas, como un paro nacional
en septiembre de 1957 o la huelga histórica del frigorífico Lisandro
de la Torre ocupado por sus trabajadores, en Buenos Aires, que
en 1959 se extendió a nivel nacional y llevó al gobierno de Arturo
Frondizi, elegido en 1958 con votos peronistas y por orden de Pe-
rón, a decretar el Plan Conintes (Estado de Conmoción Interna) y
reprimir violentamente.
Ya en tiempos de Perón, por otra parte, Córdoba había comen-
zado a cambiar socialmente con el desarrollo de DINFIA, la gran
fábrica estatal fabricante de aviones (y de motocicletas) y con la
instalación en la ciudad de una fábrica de automóviles –la Kay-

1 Este programa obrero, así como el de Pulacayo, firmado por el Pacto Minero-
Estudiantil (Lechín-Lora) en Bolivia antes de la revolución de 1952, consti-
tuyen los puntos más avanzados de la elaboración política del movimiento
sindical sudamericano. A diferencia del de Pulacayo, sin embargo, el de La
Falda y después Huerta Grande expresó la voluntad de una vasta capa de
dirigentes sindicales, entre otras cosas, influenciados por la revolución boli-
viana y la Central Obrera Boliviana.
El programa de Huerta Grande llama a estatizar y centralizar los bancos, a
implantar el control estatal del comercio exterior; pide la nacionalización de
los sectores claves de la economía (siderurgia, electricidad, petróleo, frigorí-
ficos); sostiene que se debe prohibir la exportación de capitales, a desconocer
los compromisos financieros firmados a espaldas del pueblo, a prohibir las
importaciones que compitan con los productos nacionales, a expropiar sin
compensación a la oligarquía terrateniente. Plantea también la implanta-
ción del control obrero sobre la producción, la abolición del secreto comercial
y la fiscalización rigurosa de las sociedades comerciales y exige, por último,
planificar el esfuerzo productivo nacional en función de los intereses de la
Nación y el pueblo argentinos fijando líneas de prioridades y estableciendo
topes mínimos y máximos de producción. Es un programa nacionalista, con
reformas teóricamente compatibles con el sistema en una situación de duali-
dad de poderes, pero que el capitalismo jamás puede aceptar en condiciones
“normales” y que el Estado capitalista jamás puede aplicar, por su carácter
mismo. Por lo tanto, radicaliza las reformas más allá del reformismo.

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ser– que al terminar la guerra había sido expulsada del mercado
estadounidense por sus competidoras más modernas y eficaces, así
como con la creación de un gran polo industrial gracias al aporte
de capital francés (Renault) o italiano (FIAT).
En Córdoba todo cambiaba velozmente en esos años. A la pro-
vincia llegaban contingentes numerosísimos de estudiantes boli-
vianos y peruanos, más pobres y radicales que los cordobeses, o
de las demás provincias que también afluían a la ciudad. Ellos se
amontonaban en las pensiones donde también habitaban los obre-
ros jóvenes, con estudios secundarios y calificación técnica, pro-
venientes de Buenos Aires, Rosario y de todas las provincias, los
cuales eran atraídos por los mejores salarios y por la oportuni-
dad de empleo inmediato que ofrecían las nuevas industrias y los
centenares de talleres que las abastecían. Muchos de esos obreros
eran también de noche estudiantes universitarios, lo cual ayudó
también a cambiar el ambiente en las Facultades.
El ambiente cordobés de esos años, por consiguiente, era par-
ticularmente propicio para la fermentación política. Los barrios
estudiantiles, como el de Clínicas o Alta Córdoba, eran entonces
una especie de Rive Gauche local. En ellos, en casas que agrupa-
ban cinco o seis estudiantes pobres o en las pensiones más pobres,
se formaban pequeñas islas, del mismo origen regional o nacio-
nal (cuyanos, bolivianos, peruanos), en las que en un ambiente
semibohemio y semicomunitario muchachos siempre carentes de
dinero para comprar libros, y a veces hasta para comer, trataban
de acabar rápido carreras diferentes en diversas Facultades. Ellos
intercambiaban sus experiencias y por eso en Córdoba se discutía
la reciente revolución boliviana de 1952 o el aprismo peruano, el
febrerismo paraguayo, la situación venezolana (la dictadura de Pé-
rez Jiménez sería derribada en 1958).
El territorio también cambiaba por el lado de los obreros, pues
éstos se concentraban crecientemente en barrios y villas cerca de
los nuevos grandes centros de trabajo pero también alquilaban ca-
sas en los barrios estudiantiles o, como hemos dicho, residían en
pensiones del centro.
Córdoba, además, tenía una historia propia porque, además
de la Reforma Universitaria de 1918, había conocido en 1935 la
experiencia de la gobernación de Amadeo Sabbattini, un radical
yrigoyenista que se había apoyado en las huelgas obreras y había
impulsado la educación laica con una política semejante a la que
llevaría a cabo diez años después el gobierno peronista. Durante
su gobierno había triunfado una gran huelga del calzado cuyo di-

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rigente había sido Homero Cristalli (J. Posadas) y Córdoba había
sido igualmente el centro principal del Partido Obrero de la Revo-
lución Socialista (PORS), efímero partido unificado de los trotskis-
tas de Argentina.
En 1955 los cordobeses se habían dividido pues los estudiantes
basaban su antiperonismo en la influencia radical y, en menor me-
dida, de los socialistas y se organizaban en los centros clandestinos
herederos de la Reforma de 1918, al mismo tiempo que el radi-
calismo yrigoyenista conservaba influencia de masa, mientras los
obreros, como en el resto del país, eran peronistas y utilizaban en
su lucha sus sindicatos, y no al corrupto e inexistente partido del
régimen, que se disolvió ante la dictadura como nieve al sol.
Las tradiciones de los viejos obreros y los trabajadores cordo-
beses, a mediados y fines de los 50 y después del derrumbe del
gobierno peronista, se mezclaban por otra parte con las recientes
tradiciones de lucha sindical y de autoorganización aportadas en
masa por los obreros jóvenes peronistas que afluían sobre todo des-
de el Gran Buenos Aires y Rosario atraídos por los mejores sala-
rios pero también, en menor media, por la menor represión en la
provincia.
Esto fue amasando una memoria profunda particular. Dicha
memoria, en efecto, la que aflora en los grandes momentos y con
las grandes movilizaciones, se constituye siempre con la experien-
cia local de masas pero también con la incorporación, la inserción,
en el sustrato de la misma de los relatos de otras experiencias que
iluminan y enriquecen la propia y de la que ésta se apodera para
reforzarse.
Esa memoria profunda daba la base para que se produjeran en
Córdoba rasgos insólitos en otras regiones, como la colaboración
de dirigentes sindicales radicales de izquierda con líderes sindi-
cales peronistas de izquierda socializantes2 o, en el pequeño ám-

2 Las direcciones sindicales no forman una capa compacta. Aunque los sindica-
tos son organismos de mediación en el mercado y no son, por consiguiente, an-
ticapitalistas sino parte del funcionamiento mismo del capital en el mercado
de trabajo, sus direcciones están penetradas por la lucha entre las diferentes
tendencias burguesas y sufren también la presión de sus bases cuando éstas
se movilizan. Como la clase obrera forma su opinión y lucha en gran parte fue-
ra de los aparatos sindicales (en éstos participan sólo una parte de los obreros
con puestos permanentes), es abusivo considerar que los sindicatos (incluso
ilegales y clandestinos) y el movimiento obrero son sinónimos. Entre las bases
–o sea, los trabajadores, en su inmensa mayoría peronistas– y las direccio-
nes el lazo de unión lo da la hegemonía cultural capitalista, la aceptación del

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bito del grupo que estaba formando, la incorporación de un obrero
metalúrgico ex militante socialista, que en 1955 había tomado las
armas contra el peronismo y había recibido un balazo en la cara
pero que rápidamente se convenció de la corrección del análisis del
peronismo y de la dictadura, tan diverso al de las demás corrientes
políticas, que yo difundía.

***

Esa fue la base social y político-cultural sobre la cual pude


construir en muy poco tiempo un importante núcleo de cuadros, a
partir de un contacto eventual con un joven tornero simpatizante
en general del socialismo.
Quien había escrito a nuestro periódico era precisamente uno
de los obreros-estudiantes universitarios que entonces empezaban
a ser tan comunes en Córdoba y en Rosario. Este puente con la
realidad cordobesa provenía de una familia numerosa de peque-
ños chacareros pobres del interior de Córdoba, cuyos hijos habían
cursado escuelas técnicas y habían emigrado a las ciudades. Él me
llevó a la pensión barata donde vivía y en la que compartí el cuarto
con otros cinco obreros jóvenes y me indicó también otra pensión
igualmente popular donde comía, de modo que a su solidaridad
debo agradecerle el haber podido resolver de inmediato los pro-
blemas cotidianos más urgentes y esenciales, por lo menos hasta
encontrar trabajo y también otra solución menos cara y más inde-
pendiente al problema de dónde meterme.
Por suerte, poco tiempo después tomé contacto con un estu-
diante sanjuanino de Derecho, de apellido Merlo, que, como buen

marco del sistema para las luchas, la falta de una alternativa al mismo, la
idea fuerza de la unidad nacional y del funcionamiento vertical del Estado
(con un caudillo al frente, incluso para los revolucionarios). Los dirigentes de
origen no peronista compartían esa ideología con la vieja burocracia peronista,
por vía del yrigoyenismo. Los sindicatos, mientras eran legales en tiempos
de Perón, eran a la vez el órgano de disciplinamiento al Estado burgués y de
resistencia al mismo. La experiencia política de los obreros peronistas se ha-
cía así en organismos obreros aburguesados y con política burguesa, no en el
partido peronista, que no era sino un sello, y el aglutinante era la hegemonía
capitalista. La huida de Perón y la desaparición del Partido oficial, así como la
claudicación de la alta burocracia sindical o su encarcelamiento, desbarataron
los lazos de las direcciones sindicales con el aparato estatal corporativo pero
no pudieron borrar el peronismo, que tenía el doble carácter de movimiento de
lucha y autoorganización fuera de los aparatos estatizados y, al mismo tiempo,
de aparato de sometimiento al programa y a la ideología de la burguesía.

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estudiante veterano del barrio Clínicas, conocía a muchísima gen-
te. Además de invitarme a vivir como agregado en su casa, donde
a veces no pagaba la luz y por diversos períodos había que llevar
la mesa, las sillas y los libros bajo el farol callejero. Merlo me pre-
sentó también a dos personas valiosas que posteriormente integré
al partido: un joven técnico industrial santiagueño, Héctor Menén-
dez, “el Cabezón”, y un joven y brillante estudiante de Medicina, L.
Perazzo, “Batata”. Éste dirigía el comedor estudiantil de la Fede-
ración Universitaria Cordobesa, donde pude comer gratis a cambio
de mis torpes servicios en la cocina y en la atención a las mesas,
además de relacionarme con otros estudiantes, generalmente tam-
bién de Medicina, de diversas nacionalidades.
El Cabezón era entonces empleado municipal y me presentó
gente de su sindicato. Después entró en la Kaiser Renault, donde
fue muy rápidamente un dirigente e integró la Comisión Paritaria.
Fue, junto con su compañera, el puntal de un equipo que entonces
comencé a formar reclutando un poco con acciones de “piratería
política” y otro poco con una buena dosis de caradurismo.
Permítanme dos ejemplos: La CGT local, recientemente re-
cuperada, había organizado por intermedio de Garzón Maceda,
su secretario de Prensa y de otros militantes cercanos al Partido
Socialista de Izquierda Nacional, que era peronista, un centro de
estudios latinoamericano, al cual invitaba a personalidades cerca-
nas como el ensayista Juan José Hernández Arregui (ex radical sa-
battinista llegado al peronismo con Arturo Jauretche) o el jurista
Coca, entre otros.
A dicho Centro concurría mucha gente politizada, pues la en-
trada era libre y había debate, que era lo que más se necesitaba
ante la urgencia de la reorganización después de la derrota sufrida
con la huida de Perón y la instauración de una dictadura militar
clerical y ferozmente antiobrera.
Sus sesiones me dieron la oportunidad de romper mi aisla-
miento político y, dado que no tenía ni dinero ni medios para
hacer propaganda de otro modo, centré toda mi actividad en ir
sistemáticamente a “poner huevos en nido ajeno”. O sea, asistía
a cada reunión, escuchaba atenta y críticamente y después pole-
mizaba duramente con la interpretación de los organizadores y
del orador rechazando con argumentos y hechos –evitando lo que
pudiera parecer ofensivo, para favorecer la reflexión– los funda-
mentos del peronismo y de su reciente alianza con el frondizismo
y afirmando las diferencias que existían entre el internaciona-
lismo anticapitalista y el nacionalismo antiimperialista con vo-

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luntad de construir una “Argentina potencia”, como planteaba
Perón.
De paso, y en un segundo plano, ya que el auditorio era pre-
dominantemente peronista-socialista, le asestaba algunos palos
al Partido Comunista, que además de colaborar con la dictadura
también creaba ilusiones sobre Arturo Frondizi, quien asumiría el
cargo de presidente el 1º de mayo de 1958 con los votos de Perón
y festejado por un título a toda página del periódico del PC que
sostenía impertérrito “Con Frondizi el pueblo entró a la Rosada”.
Mis intervenciones, por supuesto, provocaban “movimientos
varios” bastante tumultuosos y los organizadores terminaron –al
cabo de varias sesiones, lo que demuestra, sea dicho de paso, su
tolerancia y democratismo– por negarme bastante avergonzados
la entrada a los debates “libres”. Pero ya había logrado mi objetivo,
ya que mis discursos de choque me habían permitido hacer dece-
nas de contactos entre los obreros y estudiantes presentes, muchos
de los cuales se me acercaban a la salida para seguir discutiendo.
Me reunía al día siguiente con muchos de ellos o iba a verlos a sus
casas o trabajos; de ese modo conseguí formar en poco tiempo un
grupo de simpatizantes o nuevos militantes provenientes tanto del
peronismo de izquierda como de la izquierda antiperonista, sobre
todo socialistas, preseleccionados ya, por así decirlo, por el trabajo
cultural y político de la CGT local en el seno de una vanguardia
amplia de estudiantes, intelectuales de base y obreros que querían
luchar y, a diferencia del grupo de Nahuel Moreno, no se colocaban
“Bajo la conducción del Comando Superior Peronista”, entre otras
cosas porque se daban cuenta de que dicho “comando” les había
llevado al desastre.
La dictadura había ilegalizado al peronismo, pero no así a los
partidos de la izquierda tradicional (Socialista y Comunista) y esa
“legalidad en la ilegalidad” se extendía también a nuestro pequeño
partido, que no preocupaba demasiado a una dictadura, dividida
desde el comienzo salvo en su política social y que tenía otros gatos
que pelar, como la resistencia obrera o los esfuerzos peronistas por
recuperar sus derechos ciudadanos. Aprovechando esa brecha, de-
cidí quemar mis naves y dedicar los pocos pesos que me quedaban
de la magra suma que me había dado el partido para mi manteni-
miento mientras no encontraba trabajo a comprar, madera, clavos,
un serrucho y un martillo, más un poco de tela roja, una cartulina
amarilla, y a alquilar por dos días un auto con altavoz, tras comu-
nicar formalmente a la policía que nuestro partido –hasta enton-
ces desconocido en la ciudad– realizaría un acto público en la Plaza

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San Martín (frente a todos los poderes locales), un viernes, a las
siete de la tarde, cuando todos salen del trabajo o van al centro de
compras o para divertirse.
Con la tela hice una bandera y una banderola en las que cosí
sendas hoces y martillos de cartulina y el nombre del Partido. Con
la madera confeccioné una rústica tribuna portátil desarmable que
el día previsto para el acto instalé en la plaza bajo la roja bande-
rola y la flameante bandera. Durante los dos días anteriores había
recorrido todos los barrios obreros o estudiantiles deteniéndome
cada dos cuadras para lanzar consignas y pronunciar un breve dis-
curso de cinco minutos invitando de paso al acto, y mis contactos
me habían ayudado a difundir el evento, y el viernes, a las siete en
punto, después que los policías arriaron solemnemente la bandera
argentina, icé en el mástil que presidía la plaza central de la ciu-
dad nuestra enseña roja con la hoz y el martillo y el signo de la IV
Internacional.
En la información a la policía y en la propaganda había anun-
ciado tres oradores pues yo, que firmaba sólo como representante
local del partido, aparecía apenas como responsable y presentador
del acto. Por lo tanto, al cabo de unos veinte minutos, simulé que
me había comunicado por teléfono e informé al público que los tres
supuestos oradores (que nunca se enteraron de que debían haber
hablado en Córdoba) habían quedado varados por el camino debido
a una avería del automóvil (en efecto, nuestro partido no tenía más
que uno, que era una carcacha que jamás hubiera podido hacer 800
kilómetros), y que, por lo tanto, yo sería orador y el único autori-
zado para tomar los nombres de quienes se interesasen en conocer
mejor nuestras posiciones.
Un poco por el trabajo barrial previo, otro poco por la curio-
sidad despertada anteriormente y mucho por la hora y el lugar
central, se juntaron unas 600 personas, que aplaudieron entusias-
madas muchos trechos de mi discurso sobre por qué Perón había
preferido huir antes que resistir y sobre qué hacer para defender
las conquistas amenazadas por la dictadura. Terminado el acto,
después de recoger la bandera, lápiz en mano registré en un cua-
derno cerca de veinte nombres de jóvenes y trabajadores que pro-
metían ser muy interesantes. No fue una mala cosecha…
Poco tiempo después, apoyándome ahora en el estudiante
“Batata” Perazzo y en el tornero-ajustador “Pajarito” Mendoza,
ya militantes del Partido, me mudé al entonces barrio obrero de
Alta Córdoba, a una casa que ellos compartían con otros tres es-
tudiantes.

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“Batata” era entrerriano, de Paraná, un estudiante de ingenie-
ría era mendocino y los otros dos integrantes de nuestra comunidad
eran también cuyanos, pero de San Luis. “Pajarito”, en cambio, era
hijo huérfano de un wichi (toba) educado por el ejército en Corrien-
tes que, tras enseñarle a tocar el tambor, le dio rudimentos de edu-
cación técnica que le permitieron independizarse como metalúrgico.
Tanto Perazzo como Mendoza tuvieron un fin trágico: el primero se
suicidó en los setenta cuando contrajo lepra durante unas vacacio-
nes en una región tropical y el segundo, en esos momentos secreta-
rio de los metalúrgicos en una ciudad de Entre Ríos, fue secuestrado
y desaparecido por la última dictadura militar allí.
“Batata”, fornido y melenudo, era muy inteligente y rápido, de-
cidido, lleno de vida, no se detenía ante ninguna dificultad y tenía
siempre una alegría contagiosa. Mendoza, por su delgadez parecía
más alto de lo que en realidad era y tenía una nariz pronunciada
ligeramente curva. Su cara angulosa había sido agujereada en la
mejilla en 1955 por una bala y la cicatriz del máuser adornaba
como una estrella su mandíbula fuerte que indicaba su tenacidad;
como buen indígena daba siempre la impresión de resbalar imper-
turbable entre los acontecimientos pero esa supuesta impasibili-
dad escondía un espíritu irónico y la socarronería propia de sus
comprovincianos. Ambos eran, con sus diferentes características,
muy buenos amigos y resultaron ser compañeros ideales para la
convivencia en una casa que carecía de todo.
En efecto, Mendoza y yo estábamos desempleados y no podía-
mos aportar nada, ni siquiera nuestra cuota del alquiler, hasta no
conseguir trabajo, de modo que acumulábamos deudas a pesar de
que nos pagábamos la comida trabajando en el Comedor Universi-
tario gracias a la ayuda de “Batata”. Los estudiantes, por su parte,
vivían de los envíos de sus familias, que eran pocos e irregulares,
de modo que nuestras cenas se reducían a mate cocido con galletas
marineras salvo cuando cazábamos algún gato desprevenido o al-
guna vieja y correosa paloma que condimentaban un poco de arroz
o unas papas. En una ocasión matamos y nos comimos por error el
gato de un vecino y amigo, el secretario del sindicato de Cervece-
ros; a la mañana siguiente su mujer nos hizo la pregunta fatídica
“Muchachos, ¿no vieron mi gato?”, a lo que tuvimos que contestar
no muy convincentemente “no, señora, andará tras una gata…”.
El papelón nos obligó a ir a cazar más lejos, en otros barrios, para
evitarnos remordimientos y posibles problemas políticos…
El problema de la luz se solucionaba momentáneamente col-
gándonos con un diablito de los cables de la calle, desde el oscure-

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cer y hasta la madrugada, cuando “Pajarito” y yo salíamos a buscar
trabajo. Pero el del mobiliario común requirió una solución más
complicada. Puesto que sólo había una cama para el mendocino
–el “ricachón” de nuestra comunidad– y no teníamos mesa ni para
escribir ni para comer, decidimos proveernos transitoriamente a
costa de la Municipalidad. En algunas incursiones nocturnas, con
largos recorridos cuidadosamente planeados por las calles más
oscuras, robamos y cargamos como hormigas cinco ondulados y
elegantes bancos de plaza, con sus ornamentadas patas de hierro
forjado. Sobre ellos poníamos mantas y así tuvimos camas y ador-
namos el salón común durante el día; además, cuando era necesa-
ria una mesa para estudiar o para comer, sacábamos una puerta
de sus goznes y, colocándola entre dos respaldos enfrentados de
nuestros hermosos bancos, resolvíamos el problema.
Del cono de sombra de este eclipse económico –mejor dicho, del
cono de gatos y galletas– salimos paulatinamente algunos meses
después cuando el “Pajarito” consiguió trabajo en un taller y pudo
aportar algún dinero y, poco después, me recomendó al patrón como
hábil tornero porteño, de modo que mis quincenas, descontando los
gastos para la actividad partidaria y algún libro, se sumaron tam-
bién a los ingresos colectivos.
Poco a poco nos equipamos. Al cabo del primer mes de trabajo
compré y me traje hasta casa sobre la cabeza una red metálica que,
remendada con alambre, me permitió dormir estirado y relegó mi
banco al papel de sofá o sillón. Al mes siguiente compré por casi
nada el colchón de un estudiante boliviano que había muerto de
tuberculosis, lo deshice, herví la tela y la lana largamente, las se-
qué al sol, cardé nuevamente la lana, fabriqué como pude y supe un
nuevo colchón amorfo y por fin pude dar un salto en la civilización
adquiriendo mi dosis –diminuta– de confort burgués. Nuestro menú
también mejoró, pues los pollos suplantaron en él a las palomas y
la carne de ternera a los gatos y, cada tanto, nos permitimos algún
asado regado desgraciadamente por el espantoso vino Facundo,
dulzón y no apto para quien no sea cordobés y, en particular, para
los cuyanos. La mejoría general de nuestras pobres billeteras tuvo
también efectos secundarios pues abandonamos el diablito, para
no tener problemas innecesarios por no pagar la luz, y los bancos
de plaza volvieron a recorrer, uno por uno, el camino inverso al que
los había traído a casa para cumplir sus variadas funciones.

***

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Recomendado por “Pajarito” Mendoza, entré a trabajar en un
taller de unos 50 obreros –Pentgren– a unas treinta cuadras de
distancia. El patrón era un hijo de chacarero de Santa Fe, cria-
do en el campo por su padre, como llegó a confesarme, a trabajo
duro, insultos y correazos; se había escapado a Rosario, donde ha-
bía aprendido el oficio de ajustador y, tras invertir sus ahorros en
su pequeña industria, producía y vendía autopartes a la Renault.
Su socio y cuñado, un árabe cordobés bajito y rechoncho, en cam-
bio, tenía un fuerte apego a sus familiares directos, era peronista
y había sido secretario del sindicato de conductores de carros, que
desapareció a principios de los cincuenta ante la difusión en toda
la provincia del transporte por camiones. Las diferencias entre am-
bos en la formación y la visión de la vida se notaban más en la acti-
tud ante la resistencia obrera a la dictadura, marcada en la ciudad
por continuos paros locales y de corta duración y, sobre todo, ante
la reorganización de los sindicatos.
Yo era, sin duda, un obrero puntual y voluntarioso, pero tam-
bién era muy inhábil, pues cinco años atrás, en mi pasado de meta-
lúrgico en Avellaneda, había trabajado en un viejo torno semiauto-
mático que hasta un mono hubiera podido dominar, mientras que
en Pentgren tenía que hacer de ajustador y trabajar con máquinas
verticales modernas que no conocía. Como resultado de esa torpeza
había que corregir una alta proporción de las piezas que pasaban
por mis manos. El patrón santafesino, que era iracundo y estaba
además presionado por los plazos de entrega, comenzó a pensar
que, puesto que un tornero porteño según él no podía jamás ser un
obrero torpe, mis errores eran en realidad un sabotaje premedita-
do. Aunque al principio me respetaba, pues yo era un hombre he-
cho, empezó a intentar gritarme como a los aprendices –uno de los
cuales era su sobrino–, a los que, para colmo, propinaba de vez en
cuando un fuerte puntapié en el trasero. El maltrato y el sistema
de salarios “según la cara” que aplicaba, dividiendo a los obreros y
desconociendo las categorías, favorecieron mi trabajo de afiliación
al sindicato –la cual no duró más de un mes– y me permitieron for-
mar en el taller un grupo cuyo eje éramos el delegado, o sea, yo, el
presunto saboteador, y “Pajarito” Mendoza. Esta incorporación de
Pentgren a la Unión Obrera Metalúrgica (UOM) se vio facilitada
también porque los dos cuñados y socios se agarraron a trompadas
por las diferencias en cuanto al derecho a sindicalizarse y por las
que existían en cuanto a la intangibilidad de las nalgas del hijo de
uno y sobrino del otro que eran demasiado a menudo agredidas por
los zapatones de su tío-patrón.

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El secretario de la UOM cordobesa era en ese entonces un ex
comisario de policía y la reorganización del gremio en la provin-
cia era disputada por dos grandes tendencias. La primera y más
fuerte era la nacionalista peronista de derecha, fascistizante, di-
rigida por Alejo Simo y ligada por eso con la dirección del sindica-
to de Mecánicos Automotor (SMATA), que había sido creado por
la gran patronal del automóvil para debilitar a la UOM y estaba
dirigido por la derecha peronista agrupada en torno al secreta-
rio del mismo, Elpidio Torres. La segunda reunía a la izquierda
peronista no organizada y a los comunistas, dirigidos por Miguel
Contreras, hijo de uno de los viejos dirigentes provinciales de ese
partido. A esta tendencia nos integramos, logrando en breve tiem-
po, con el apoyo de los peronistas de izquierda, dirigirla, ganarle
a Simo y a la derecha, y obtener de ese modo la representación
en la CGT cordobesa, en la que formamos un bloque tácito con los
dirigentes del sindicato de Obras Sanitarias de la Nación (cer-
canos al Partido Comunista), los de Farmacia, Agustín Tosco, de
Luz y Fuerza, los dirigentes de la CGT local, Cerveceros y varios
pequeños sindicatos.
Todo se precipitó durante el gobierno de Arturo Frondizi, que
fuera elegido presidente en febrero de 1958 con el apoyo entusiasta
del Partido Comunista y gracias a la orden de votar por él emitida
desde Madrid por Juan Domingo Perón y comunicada por el agente
personal de éste, John William Cooke.
En efecto, el “progresista” que había escrito el libro Petróleo y
política, de denuncia a las empresas petroleras transnacionales y
de defensa intransigente del monopolio de la estatal YPF, siguió el
mismo camino que Perón, con su intento de acuerdo con la Stan-
dard Oil de California, e inició tratativas con diversas compañías
petroleras estadounidenses y con la Standard Oil en particular.
Los obreros petroleros protestaron y los despidió, encarceló y re-
primió por millares.
El desarrollismo y la sustitución de importaciones frondizista
estaban marcados por la dependencia de las inversiones extranje-
ras, las cuales contaban con la garantía de la presencia constante
de los militares y de la represión. Pero el gobierno era débil pues
dependía del apoyo efímero de los votos prestados por los trabaja-
dores peronistas que, además, en casi un tercio se habían absteni-
do negándose a votar por Frondizi como les pedía Perón. Por con-
siguiente, para reforzar políticamente su alianza con los factores
de poder, el presidente “laico y progresista” buscó el apoyo de la
Iglesia católica legalizando las escuelas y universidades privadas,

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buena parte de las cuales eran católicas, y concedió a las mismas
el derecho a otorgar títulos.
Por supuesto, fue durísima la oposición de todos los rectores
de las Universidades públicas (uno de los cuales era su propio her-
mano, Risieri) y contra este proyecto de generalización de la ense-
ñanza religiosa se alzaron también los sindicatos de la educación
al igual que los obreros (que recordaban el papel desempeñado por
la Iglesia católica en el sangriento golpe fracasado contra Perón de
junio de 1955 y en la preparación del golpe militar de septiembre
de ese mismo año), los judíos y protestantes y todos los sectores
laicos que habían apoyado a la dictadura (radicales unionistas, so-
cialistas, demoprogresistas, anarquistas, así como las Federacio-
nes de Centros estudiantiles de todo el país). Frondizi consiguió así
que, por primera vez en más de diez años, los obreros peronistas
coincidieran con esos sectores de las clases medias antiperonistas
en la oposición activa al bloque clerical formado por el gobierno, la
Iglesia católica y los militares, que en su mayoría eran militantes
católicos ultramontanos.
En todas las ciudades estallaron inmensas manifestaciones
juveniles a las que la Iglesia quiso responder con contramanifes-
taciones de jóvenes católicos. Al mismo tiempo, los centros de es-
tudiantes se movilizaron contra el gobierno heredero de la dicta-
dura y entraron en ebullición. Recuerdo, por ejemplo, en Córdoba,
en la Facultad de Ingeniería totalmente colmada de estudiantes,
el intento fallido y casi suicida que hizo Marcos Kaplan, enton-
ces brazo derecho de Silvio Frondizi, hermano del presidente, de
justificación de la política de éste con las compañías petroleras
estadounidenses. La sensación de haber sido burlados, estafados,
por la dictadura militar, por Frondizi y por sus promotores había
radicalizado de golpe a los estudiantes, que reaccionaban airados,
de modo que cuando desde lo más alto del anfiteatro critiqué a los
gritos esa política fue tal el abucheo y el concierto de silbidos y
pataleos contra el orador que éste tuvo que escapar tras bamba-
linas, seguido por su mujer que, llorando, decía: “¡Cómo le hacen
eso a Kito!”.
Confiando en esa receptividad para las medidas de lucha,
discutimos con los compañeros una acción combinada en el sec-
tor sindical y en el estudiantil aprovechando una manifestación
de estudiantes contra la enseñanza religiosa que preveíamos sería
multitudinaría y que se realizaría en una plaza a pocos centenares
de metros de algunas de las principales Facultades y también de la
sede de la CGT local, en la avenida Vélez Sarsfield.

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Con los dirigentes de la CGT con quienes teníamos contacto
y discutíamos regularmente quedamos en que se convocase un
plenario de dirigentes para el mismo día y hora de esa manifes-
tación para fijar la posición del movimiento obrero ante la ense-
ñanza pública, laica y gratuita y rechazar la privatización y la
confesionalización de la enseñanza. También sugerimos que, en
caso de que una manifestación estudiantil llegase ante la CGT a
pedir solidaridad, el Consejo Directivo cegetista le diera su apo-
yo y se pusiera a su cabeza para ir conjuntamente a la plaza
central. En las diversas Facultades y Centros, al mismo tiempo,
llamamos a la ocupación de los recintos y a una huelga estudian-
til de protesta contra el reconocimiento de la enseñanza “libre”
(que se otorgaba con subsidios enormes quitados a la enseñanza
pública y laica y, para colmo, era financiada por todos los ciuda-
danos, independientemente de su religión o de su carencia de la
misma). La resistencia de los sectores políticos que se habían
ilusionado hasta entonces con el frondizismo, y, en particular, de
los comunistas, fue muy débil y nuestras posiciones encontraron
mucho eco.
La manifestación estudiantil y popular, como se preveía, fue
muy grande. Diversos oradores hablaron a la multitud medio col-
gados de un monumento que dominaba la plaza y la avenida. Me
abrí paso y hablé a mi vez –pateado continuamente desde atrás
por el dirigente sindical del sindicato de la Construcción, el comu-
nista Canellas, que todavía apoyaba a Frondizi y me había prece-
dido como orador llamando simplemente a presionarlo– y llamé a
ocupar la Universidad y a marchar a la CGT para lograr la unión
obrero-estudiantil contra la ley reaccionaria. Las aclamaciones de-
mostraron la decisión de los miles de manifestantes que, en efecto,
en cosa de media hora ocuparon varias facultades, venciendo los
cordones policiales y la represión de la policía montada.
Tal como había sido acordado, cuando uno de los brazos de la
manifestación –la cual se dividió dirigiéndose a diversos lugares
de la ciudad– se detuvo frente a la CGT, los dirigentes de la Cen-
tral Obrera bajaron a la calle, arengaron a los manifestantes y
sumaron los agravios obreros, democráticos y nacionales a la pro-
testa contra la enseñanza religiosa, elevando así el nivel político
del conflicto por su acción misma y por el contenido de sus reivin-
dicaciones. En ese instante sentaron las bases de la unión entre los
obreros y las clases medias pobres que pocos años después daría
como frutos el Cordobazo, el Rosariazo y todos los demás “azos” y,
en los setenta, el acercamiento de vastos sectores clasemedieros

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anteriormente antiperonistas a una izquierda peronista ganada a
la revolución por la influencia de la resistencia obrera.
La defensa de la enseñanza pública, laica y gratuita transfor-
mó el centro de Córdoba en campo de batalla, con disparos de ar-
mas de fuego de la policía, adoquines y ladrillos que volaban para
desmontar a la Policía Montada, barricadas y cargas policiales. Los
heridos de bala fueron numerosos, pero nunca se supo cuántos.
Cuando un compañero recién ingresado al Partido –un estudiante
peruano de Medicina– apareció ante la sede del gobierno munici-
pal a la cabeza de una manifestación juvenil y con la cara cubierta
de sangre, pues un balazo policial le había rozado el cuero cabellu-
do, el Intendente, que cuando joven había sido dirigente estudian-
til militante de la Reforma Universitaria y, por supuesto, era laico,
renunció a los gritos a su cargo en la escalinata misma del edificio
en solidaridad con los estudiantes. Recuerdo igualmente a Dador
Fernández, un estudiante crónico peruano y dirigente aprista que,
blanco de rabia, empujaba con su vientre la pistola cuarenta y cin-
co de un policía de civil que lo amenazaba y le escupía a cada em-
pujón, con su acento quechua “¡tú no te animash, vieju podridu!”,
mientras todos los que estábamos ahí reteníamos el aliento y per-
manecíamos congelados temiendo que por miedo, o por tropezar
en su lenta retirada, el policía le disparase en el estómago. Pero
el “vieju podridu” apreció justamente la relación de fuerzas y, en
efecto, no se animó.
Tengo también todavía en la memoria a “Batata”, que intenta-
ba ingresar por una ventana a Ingeniería y desde adentro era tiro-
neado por otros estudiantes mientras, en la calle, un policía monta-
do tiraba de sus pies en sentido contrario para impedirle entrar. En
la confusión del momento no se me ocurrió nada mejor que tirarle
medio ladrillo al represor que, ante el impacto, se tambaleó y soltó
su presa, con el resultado de que la misma entró como un proyectil
por la ventana. Días después “Batata” apareció con la cara toda ras-
pada debido a su aterrizaje en el pavimento de la Facultad ocupada,
maldiciendo al hijo de puta que había obligado al policía a soltarlo
tan bruscamente. Por supuesto, me guardé muy bien de alabar mi
puntería y él nunca supo que había sido víctima del “fuego amigo”,
como se dice hoy o, mejor dicho, del benévolo y bien intencionado
ladrillo liberador lanzado por quien le escuchaba compungido…
La lucha por la enseñanza laica debilitó en escala nacional el
apoyo que había logrado Arturo Frondizi entre los sectores “progre-
sistas”, hizo que muchos de éstos se diferenciasen del desarrollis-
mo frondizista y, sobre todo, particularmente en Córdoba, empujó a

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vastos sectores de las clases medias hacia la izquierda y hacia una
mejor comprensión de la resistencia de los obreros.
La política de Frondizi reforzó ese proceso porque, tras la lucha
de los petroleros contra las concesiones a las empresas estadouni-
denses, se produjo algunos meses después la ocupación del matade-
ro de la ciudad de Buenos Aires, el Frigorífico Lisandro de la Torre.
Todo el barrio de Mataderos respaldó a los obreros del mismo con-
tra el intento de las fuerzas represivas de ingresar en el frigorífico
y, por último, los obreros dejaron en libertad las reses y las lanzaron
en estampida contra la policía. Frondizi desató una represión durí-
sima y aplicó el Plan Conintes (de Conmoción Interior del Estado)
elaborado anteriormente por Perón y encarceló a miles de dirigen-
tes y activistas sindicales. La respuesta fue inmediata: en todo el
país se produjeron paros y movilizaciones solidarias.
En Córdoba formamos piquetes intergremiales para parar la
ciudad. Para reducir las posibles identificaciones y represalias pos-
teriores, los electricistas, por ejemplo, iban a los talleres metalúr-
gicos y a los comercios mientras nosotros, los metalúrgicos, íbamos
una por una a cada oficina o escuela tomando la palabra brevemen-
te, exhortando a acatar la huelga y después cerrando todo. Dicho
sea de paso, el fingido horror actual de los funcionarios kirchneris-
tas por la aparición de piquetes de la CGT Azopardo y de la CTA
Micheli en el paro del 20 de noviembre del 2012 sólo expresa dos
cosas, que además se superponen: el desconocimiento de la historia
de los piquetes obreros en la larga historia del movimiento obrero
en Argentina y en la respuesta concreta de los obreros, mayorita-
riamente peronistas, al plan Conintes, y el espanto laclauliano por
la reaparición de la lucha de clases que creían absorbida dentro del
54 por ciento de votos interclasista obtenido por la presidenta, que
tiene muchos más lazos en común con Frondizi, comenzando por el
desarrollismo, de los que quiere admitir.
Se produjeron entonces en Córdoba grandes movilizaciones,
pues los piquetes vaciaban los centros de trabajo y daban una jus-
tificación a los desorganizados para parar sin sufrir represalias, y
desde todos los barrios afluyeron hacia el centro torrentes de obre-
ros. La CGT local se convirtió en una fortaleza y colocó en sus bal-
cones altoparlantes que difundían el Programa de Huerta Grande
y exhortaban a la policía a no obedecer las órdenes de represión,
mientras las cargas de la policía montada (los “caballos de dos pi-
sos”) no bastaban para controlar ni siquiera las calles principales.
En las luchas de esos días, como hemos dicho, obreros y es-
tudiantes comenzaron a hacer realidad lo que había sido ya un

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objetivo de la Reforma Universitaria nacida en Córdoba en 1918, o
sea, la construcción de las bases de una alianza entre obreros y es-
tudiantes y entre los latinoamericanos. Nuestro grupo partidario
estableció fuertes raíces en algunos centros de trabajo y en varias
Facultades y reclutó jóvenes obreros y estudiantes latinoamerica-
nos. En nuestra acción junto a la dirección política del movimiento
obrero cordobés mantuvimos viva la lucha por los programas de
Huerta Grande y La Falda, que muchas veces era olvidada por las
direcciones sindicales. Años después, ya asesinado por la dictadura
última el vicegobernador y secretario de la CGT cordobesa, Atilio
López, y perseguida toda esa dirección por el jefe del III Ejérci-
to, general Luciano Menéndez, me dijeron en el exterior que éste,
para acusar a la CGT cordobesa de trotskistas, había presentado
una foto en la que yo aparecía junto a algunos de esos dirigentes.
No vi esa foto ni sé decir si así fue, pero el hecho es verosímil te-
niendo en cuenta que ese general hizo quemar en plaza pública de-
cenas de miles de libros, entre los cuales ardieron los libros sobre
el cubismo, como el de Maurice Nadeau, sospechosos por su título
mismo de propagar la revolución cubana. Otra demostración de la
influencia difusa que entonces y en tan poco tiempo había logrado
nuestro partido fue el resultado obtenido en las elecciones provin-
ciales pocos años después, pues nuestros candidatos –el obrero de
Renault, Cecilio Buto, para gobernador, y yo para vicegobernador,
con “Batata” Perazzo para intendente– obtuvieron el doble de votos
que los de los Partidos Comunista y Socialista juntos a pesar no
sólo de los recursos muy superiores de ambos viejos partidos y de
que los candidatos de éstos no tenían que trabajar de día y hacer
mítines volantes en todos los barrios o visitar a la gente casa por
casa para salir después de noche a pintar paredes o pegar carteles
hasta entrada la madrugada…
Desgraciadamente, tuve que dejar Córdoba, donde me sentía
tan bien y sólo había empezado la formación y consolidación de
un grupo, teniendo en cuenta que los estudiantes de otros países
u otras provincias estaban, como yo, de paso en la ciudad. A los 31
años era el más “viejo” del equipo local y tenía a mi favor, además,
mis lecturas anteriores en Buenos Aires y en Brasil, pero no tuve
nunca tiempo para organizar un trabajo sistemático de discusión
de las ideas de Marx y de Trotsky y de formación teórica y cultural
de los compañeros, contentándome con charlas colectivas o indivi-
duales esporádicas.
Aunque en todo momento practiqué la discusión colectiva de
los problemas antes de fijar posiciones y tomar decisiones, todavía

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lamento no haber preparado teóricamente a los militantes loca-
les de nuestro partido para soportar los estragos que provocaría,
a mediados de los años sesenta, la transformación del mismo en
una secta sin base teórica sólida (la “teoría” la producía Posadas),
sin democracia interna y marcada por el activismo y el obrerismo
ciegos. Ni siquiera se salvaron de eso por ser cordobeses, gente
privilegiada cuyo humor desinfla las solemnidades, de modo que
el grupo que dejé en algunos años se desmoronó debido a la com-
binación corrosiva entre la sectarización del partido –que alejó a
muchos de éste en la década siguiente–, la vuelta a sus países o
provincias de algunos militantes y los efectos de las sucesivas dic-
taduras, que obligaron a otros a irse de la provincia o a exiliarse
en el extranjero. Cuando me fui, sin embargo, quedaba un grupo
de compañeros valiosos, como Héctor Menéndez, el “Cabezón”, el
ya citado “Batata”, el “Pajarito” Mendoza, metalúrgico entrerriano
que desapareció en Concordia en la última dictadura, “Santiago”,
un obrero santiagueño, “Matilde”, y algunos estudiantes destaca-
dos en sus estudios y muy militantes; por esos tiempos comenzaba
también su militancia un adolescente, Hugo Moreno, que después
iría a Santa Fe a reforzar allí el Comité Regional local y que volve-
ría a encontrar a principio de los setenta en París como trabajador
y dirigente sindical de la FNAC y, años después, como profesor en
la Universidad París VIII, en Saint Denis, ligado ya a la Tendencia
Marxista Revolucionaria Internacional que alimentaba política-
mente Michel Pablo y como militante de confianza de éste.

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IX

De las sierras cordobesas


a los Andes peruanos

En los años cincuenta y comienzos de los sesenta Posadas in-


tentaba reforzar las secciones latinoamericanas y, con ese fin, en-
vió cuadros a Brasil (donde, como dije, fui sustituido por Gabriel
Labat, un compañero uruguayo políticamente preparado, muy in-
teligente y militante), a Bolivia y a Perú (donde había sido enviado
sucesivamente Adolfo Malvagni, entonces “Lucero”). A ese último
país fui destinado de este modo en 1959 debido a que el secretario
del pequeño partido, Ismael Frías, un joven poeta bajo, rechoncho,
moreno y miope que había sido un tiempo secretario de la viuda
de Trotsky, Natalia Sedova, y que se había distinguido dirigiendo
una enorme manifestación contra una visita de Richard Nixon a
su país, no era capaz de organizar ni siquiera su vida personal
(durante su corto exilio en Buenos Aires, en la casa de Adolfo, por
ejemplo, en vez de lavarse las camisas y la ropa interior, compraba
prendas nuevas y encerraba las sucias en un placard... hasta que
éste desbordó y develó el truco del limeño criado en una cuna de
oro, pues era hijo –descarriado– de un general de policía).
La sección peruana era un pequeño grupo y en él se desta-
caba Frías por su cultura y su preparación teórica marxista pero
quienes realmente tenían los pies sobre la tierra eran un joven
ex dirigente obrero textil, que había liderado la huelga en la fá-
brica “La Unión” y conservaba aún su prestigio y sus lazos con
los ex compañeros de trabajo, un ingeniero industrial, hombre de
humor y de pensamiento agudo, y Zevallos, el secretario general de
la principal empresa industrial de entonces, la productora de ferti-
lizantes “Fertisa”, un ex mecánico de aviación reciclado ajustador
que además de haber construido su casa había hecho cada uno de
sus muebles y de los artefactos domésticos, que tenían el nombre

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de su mujer, de modo que la cocina era marca “Olga”, al igual que
el refrigerador y el calentador de agua casero y todo lo que era po-
sible fabricar con ingenio y creatividad...
El grupo –que llamábamos “partido”– no tenía más de unos trein-
ta miembros y estaba compuesto por trabajadores bancarios, maes-
tros y, en general, trabajadores de servicios, algunos estudiantes e
incluso un intelectual campesino que vivía de estafar curas pueble-
rinos…. De inmediato organizamos los medios para sacar mensual-
mente un periódico y para organizar la discusión política y la prepa-
ración teórica de los militantes. El nuevo órgano del grupo –Lucha
Obrera– salió regularmente mientras estuve en Perú; lo hacíamos
entre cuatro, con la colaboración esporádica de Frías, muy absorbido
entonces por su trabajo editorial con Manuel Scorza, que además de
editor era también un buen poeta y novelista comprometido.
Perú vivía, en 1959, un período de transformaciones políticas.
La dictadura de Manuel Odría, el amigo de Perón –llamada el
ochenio–, había combinado el nacionalismo desarrollista de dere-
cha con una fuerte represión contra comunistas y apristas, cuyo
primer resultado había sido ocultar la crisis de esos partidos y
llevar a los militantes de los mismos a cerrar filas detrás de las
direcciones que criticaban crecientemente. El general Odría había
dejado el gobierno a Manuel Prado Ugarteche, con la condición de
que éste no llevase ante la justicia la enorme corrupción que había
acompañado las obras públicas que realizó para modernizar el país
manu militari y para asegurar el pleno empleo que le aseguró paz
social, pero seguía teniendo gran influencia en las fuerzas arma-
das, que no veían con buenos ojos la legalización del APRA y de los
comunistas por parte de un presidente oligarca, dueño de grandes
empresas industriales y proimperialista.
Los efectos de la guerra de Corea sobre los precios de los mi-
nerales que Perú exportaba, que habían beneficiado a Odría, no
perduraron con Prado.
Haya de la Torre estaba perdiendo aceleradamente presti-
gio en su partido, el APRA, por su viraje proimperialista y por su
alianza con el gobierno oligárquico de Prado y el partido comunis-
ta, por su parte, que también apoyaba a Prado, sentía además en
su seno el impacto del aplastamiento de los consejos obreros y del
partido comunista húngaro, en 1956, por los tanques del pacto de
Varsovia, así como la ruptura entre los partidos comunistas chino
y de la Unión Soviética.
A la izquierda de esos partidos en efervescencia –que el impac-
to de la reciente revolución cubana haría estallar pronto– estaban

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nuestro grupo y otro grupo trotskista homónimo –Partido Obrero
Revolucionario– que seguía a Nahuel Moreno, quien anteriormen-
te también había enviado a Perú a un joven militante de La Plata,
el cusqueño Hugo Blanco, y a dos militantes argentinos, ex meta-
lúrgicos, los “gallegos” Daniel Pereira y Martorell. Ambos grupos
compartíamos una visión obrerista (menos Hugo Blanco, que se
había ido a Cusco a trabajar con los campesinos y comenzó a se-
pararse del morenismo aún antes de dirigir el levantamiento del
Valle de la Convención en 1962) pero el grupo de Moreno se lanzó
también a aventuras como un asalto a un banco que les costó sal-
vajes torturas a Pereira y Martorell.
En el APRA ya se estaban organizando las bases del proceso
que poco después daría origen al Movimiento de Izquierda Revolu-
cionario, dirigido por Luis de la Puente Uceda, que un par de años
después sería muerto por los militares cuando intentó una guerri-
lla en Cusco; entre los comunistas surgían igualmente las tenta-
ciones maoístas que marcarían los años futuros con su ferocidad y
su insensatez, así como el guerrillerismo estimulado por el ejemplo
cubano del grupo competidor con el MIR, el Ejército de Liberación
Nacional, que incluía al poeta Javier Héraud, muerto en combate
en los primeros sesenta, y a Héctor Béjar, capturado y preso y que
después sería asesor del general Juan Velasco Alvarado, “el Chino”,
nacionalista y autor de una reforma agraria (que previamente había
aplastado tanto a la guerrilla del MIR como a la sublevación campe-
sina del Valle de la Convención cusqueño, dirigida por Hugo Blanco).
Hay que decir al respecto que esta preparación era la comidilla
de todos los medios politizados en Lima, Arequipa y las ciudades
del Norte y, por lo tanto, que los servicios de inteligencia militares
y policiales (que desde siempre tenían sus tentáculos dentro del
APRA) no fueron tomados por sorpresa por las guerrillas. Tam-
bién, desgraciadamente, que en Cuba el propio Ernesto “Che” Gue-
vara había creído posible generalizar la experiencia del “foco” cu-
bano sin tener en cuenta que, mientras en Cuba no hay alimañas
ni enfermedades tropicales graves ni selva densa ni una cordillera
altísima y la población étnicamente uniforme contaba con una vie-
ja organización política, en la Amazonia peruana o Puno y Cusco
la situación político-social, la geografía y las características físicas,
climáticas, sanitarias y étnicas eran completamente diferentes y,
llevado por el entusiasmo y por la necesidad de obtener nuevos
respaldos y puntos de apoyo para la revolución cubana, había alen-
tado fuertemente la organización de guerrillas en Perú, ayudando
así a su rápido desastre y aniquilamiento.

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Ismael Frías, por su papel destacado en el rechazo a la visita
de Nixon a Perú y sus lazos intelectuales, era el contacto ideal para
discutir con De la Puente Uceda o los apristas que fundarían el
MIR, entre los cuales era grande la influencia de un trotskismo
difuso… De la Puente o los otros guerrilleristas eran entusiastas
y valientes, pero carecían de la preparación mínima y del cono-
cimiento elemental del mundo campesino, o sea, indígena, de las
diferentes regiones donde intentaban actuar. Se guiaban por la vo-
luntad y la impaciencia; De la Puente, por ejemplo, un hombre del
norte y de la Costa, murió peleando en el altiplano, donde ni podía
respirar debido a su fuerte asma que le quitaba oxígeno incluso
a cero metros, en la civilizada Lima, y a su amor por los pobres y
un sentimiento de sacrificio típicamente católico peruano que le
llevaban a testimoniar con su ejemplo y a aceptar cristianamente
el martirio al cual le ponía una pátina de lecturas marxistas y
humanistas, vastas –porque era un hombre culto, y un buen abo-
gado– pero no muy profundas. No es necesario decir que fue inútil
nuestra prédica contra la generalización superficial y abusiva del
ejemplo cubano y a favor de la paciencia histórica, la construcción
“cotidiana y gris” de bases sólidas entre los obreros y campesinos
y la elaboración de posiciones claras sobre qué hacer en los dife-
rentes Perúes existentes, pues la Selva (la Amazonía), la Sierra
(los Andes y el altiplano puneño-cusqueño) y la Costa eran en rea-
lidad regiones interrelacionadas pero profundamente diferentes
desde el punto de vista étnico, social, cultural, sobre todo antes de
la reforma agraria emprendida por Velasco Alvarado, que produjo
grandes cambios demográficos, con las migraciones desde la Sierra
a la Costa, y sociales, con la eliminación de los gamonales (terrate-
nientes) y la modernización capitalista de las zonas rurales.
Lima, en 1959, era una ciudad de un millón de habitantes pues
todavía no había llegado a ella la marea humana que bajaría de los
Andes. Sin embargo, ésta comenzaba a aparecer. En los mercados
las señoras sin casa ni tierra organizaron clandestinamente la ocu-
pación de unos terrenos en los suburbios limeños y también pla-
nearon la urbanización de los mismos, estableciendo dónde habría
plazas, dónde mercados, dónde escuelas, calles, servicios sociales.
De la noche a la mañana, literalmente, durante una noche entera
de trabajo, setenta mil personas organizaron una inmensa mudan-
za colectiva y levantaron techos y viviendas precarias, instalándo-
se en lo que sería una inmensa “callampa”, “cantegrill”, “favela”,
“villa miseria” o “ciudad perdida” (para darle algún nombre a algo
innombrable, caracterizado, sin embargo, por el esfuerzo tenaz de

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sus habitantes de preservar sus lazos colectivos y su dignidad). En
esa inmensa ciudad-hongo vivía Zevallos, el secretario de Fertisa,
con su mujer, también militante, y una hijita sedienta de cariño
que, para demostrarme su amor, me mordía y arañaba, y allí pasé
a vivir yo también.
En ese barrio autoorganizado en el que se concentraron cam-
pesinos sin techo de todas las regiones, andinas o amazónicas, y se
escuchaban todos los acentos, alquilé un cuartito de 2,50 metros
por dos a una indígena, en una casita de adobe que estaba junto a
un gran baldío que de noche era utilizado por los vecinos para ha-
cer sus necesidades y entonces se poblaba de sombras agachadas,
las mujeres hacia Oriente, los varones hacia Occidente. En cuanto
al agua, había que ir a buscarla con dos baldes colgados de un ba-
lancín, como los chinos, para lavarme de pie en una gran palanga-
na de estaño donde también lavaba la ropa.
Mi cuarto tenía una lamparita, que colgaba de un hilo eléctrico,
una cama de una plaza estrecha, una mesita y una silla y se comu-
nicaba con el mundo exterior mediante una puerta que, al volver a
casa por la noche, había que dejar abierta por lo menos media hora
para que saliera el calor –y el hedor– acumulado durante el día
porque la señora dueña de casa, del otro lado de un delgado muro
de caña y adobe, vivía con su familia y criaba cuises (o conejos de
Indias) destinados a ser comidos chactados, o sea aplastados y asa-
dos, con bastante picante, y los animalitos, por supuesto, orinaban
y defecaban libremente debajo de la cama de su propietaria, como
corresponde en el mundo campesino aunque sea urbanizado.
Yo había notado que al pan, que dejaba sobre la mesa, algún
animal le cavaba un túnel todo a lo largo. Para eliminar al intruso
dejé encendida la lámpara y me acosté sobre la cama, armado sin
embargo con una escoba. Pude ver así que una rata de buen tama-
ño atraída por los cuises (con cuyas hembras las ratas se aparean)
se deslizaba a lo largo del hilo de la luz y después, por éste, desde
el techo hasta la lamparita, de la cual yo había colgado una cesti-
ta con huevos, que también desaparecían. Una vez en el canasto,
el animal tomó un huevo entre sus cuatro patas y se dejó caer de
lomo –con un ruido sordo casi inaudible– al suelo, amortiguando
su caída, para enseguida echar a rodar el huevo hacia un hueco en
la medianera. Fue tal mi admiración por la inteligencia del depre-
dador aventurero que decidí ahorrarle el escobazo y preservarle
la vida. Eso sí, tapé el agujero que hasta entonces me servía para
divertirme –o instruirme– escuchando lo que decían los vecinos las
raras veces que hablaban en castellano…

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Poco después di un salto en la escala social. Me presenté en
efecto en la Agencia France Presse diciéndole a su gerente (un
franco-argelino) que había trabajado en la AFP de São Paulo. Me
puso delante un cable para que lo tradujera y una enorme máqui-
na de escribir Olivetti y, una vez leída mi traducción, me dijo que
podía entrar a trabajar al día siguiente.
La AFP de Lima traducía y enviaba el servicio para toda Amé-
rica Latina de habla hispana, salvo México y Buenos Aires, ciuda-
des que tenían su propia sede de la agencia francesa. El castellano
de Lima, en efecto, era más adecuado para los países andinos y
centroamericanos que el aztecoide mexicano o el porteño argen-
tino, los cuales tenían modismos, ortografía y sintaxis diferentes.
El único problema que tuve en mis meses de trabajo limeño, de
los cuales conservo un buen recuerdo, fue menor. Llevado, en efec-
to por el ansia de ganarle a las otras agencias, deduje de un cable
casi ininteligible que llegó por télex sobre una pelea de box por un
campeonato mundial de medianos entre un mexicano y un estado-
unidense, que el primero había ganado por k.o. en el primer round
y mandé un flash urgente a la red. La desmentida desde México
no tardó ni un minuto porque el resultado había sido exactamente
el contrario y ante el papelón el gerente de Lima salió gritando de
su oficina: “¡Quién el es animal que tradujo este cable!”. Me alcé y
le respondí: “El animal soy yo. Aquí tiene el cable, vea qué hubie-
ra escrito Ud. Además, el animal se va –dije mientras tomaba mi
saco– y, si vuelve a gritar, el animal le va a partir esta Olivetti en la
cabeza”. El hombre, acostumbrado a gritar sin que le respondieran,
reflexionó y se disculpó y desde entonces fue mi amigo, de modo que
no tuve que perder un trabajo bueno que, además de permitirme
cotizar bien al partido, me había facilitado mudarme junto al mar,
esta vez en la casa de unos grandes capitalistas checoeslovacos ex
fabricantes del calzado “Bata” que estaban encantados de conver-
sar en francés sobre literatura europea y que jamás supieron que
albergaban a uno que, en cambio, estaba por la expropiación de sus
fábricas en la Checoeslovaquia soi-disant “socialista”…
En France Presse trabajaba junto a Juan Chang, quien murió
con el Che en Bolivia. Sus padres tenían uno de los mejores restau-
rantes chifas de Lima y allí comíamos como reyes una exquisita
y muy refinada comida china que preparaban con amor para su
hijo –al que admiraban– y para los amigos del mismo. Juan era un
hombre calmo, pero de una enorme audacia y valentía. Siempre
sonriente, engañaba con su miopía acentuada, su aspecto tímido y
su cuerpo regordete. Tenía un excelente dominio del francés –había

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vivido en París, vendiendo papeles y carteles viejos que recogía por
las calles– y, naturalmente, del castellano. Venía de la izquierda del
APRA y había sido ganado al comunismo –no al estalinismo– y, por
lo tanto, tenía importantes contactos tanto con la gente que forma-
ría el MIR como con los que habían optado por seguir a Beijing en la
disputa con Moscú dentro del estalinismo, al igual que con los trots-
kistas y, por supuesto, con el nuevo gobierno revolucionario cubano,
el cual por ese entonces estaba reclutando en la AFP de Lima buena
parte del personal de la recién creada Agencia Latina.
Aunque “el Chino”, como le llamábamos, murió como guerrille-
ro, no pretendía ser tal, pues tenía conciencia de su pie plano, su
peso y, sobre todo, su miopía que, como decía, le impedía acertarle
un tiro a una vaca a dos metros de distancia. Era sin duda un com-
batiente y no le temía al uso de las armas –estando preso había
secuestrado arma en mano un avión policial en pleno vuelo– pero,
como buen oriental, tenía plena conciencia de sus limitaciones, así
como de sus virtudes y si, como el Che mismo, murió en el Oriente
boliviano en una aventura mal preparada y en un terreno y con-
diciones escogidas por la dirección del partido comunista bolivia-
no para que fracasase fue porque ni él ni el Che esperaban tener
que combatir, sino que se limitaban a reconocer el terreno para
preparar posteriormente una acción guerrillera internacional que
abarcase la zona selvática de Brasil, Bolivia, el noroeste argentino
y Perú.
Con Juan trabajábamos en el turno nocturno, para poder tener
tiempo diurno para militar. En ese turno trabajaba también el hijo
de un gran viñatero y bodeguero de la zona de Pisco que, a la muer-
te del padre, se había bebido viñas y bodega pero que, como era
ingeniero químico, mantenía una destiladora de pisco en la que las
únicas uvas eran las del letrero luminoso de la empresa. El hombre
entraba ya borracho a las 10 y a las 12 estaba fuera de combate.
Con Chang lo acostábamos sobre los archivos y otros papeles, para
que durmiese la mona, y al cabo de un par de horas se despertaba
y traducía frenéticamente, sin recordar, sin embargo, ni una pala-
bra de los cables que acababa de mandar. A las seis de la mañana,
ya relativamente fresco, salía para tomar un submarino, o sea, un
chop de cerveza dentro del cual se sumergía un pisco…
Cuando fui llamado nuevamente a Buenos Aires –me sucedió
en Lima el hijo de Posadas que, como un señor feudal, enviaba sus
vástagos a hacer sus experiencias en otras tierras– los colegas de
la AFP, buenos bebedores como corresponde a los periodistas, me
quisieron emborrachar con esos piscos. Aguanté como un granade-

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ro de Napoleón, pero tuve que viajar todo un día con un ataque de
hígado en una de las cocteleras rodantes de la empresa de ómni-
bus Morales que unía Lima con Arequipa, ascendiendo lentamente
hasta Cusco, Puno y La Paz, pasando por el Titicaca.
Mi despedida del Perú por poco me cuesta la vida, pues me
salvé sólo porque tenía 31 años y un buen estado físico. En efecto,
en el viaje de regreso a Argentina, pasando por Bolivia, al salir del
camino el ómnibus se atascó en la arena en el altiplano, en Puno,
a casi cinco mil metros de altura. Le pregunté al chofer, que era
del norte, de Trujillo, cuándo llegaría el siguiente servicio y nos
dijo que al otro día. O sea que había que pasar la noche sin comer,
congelándonos, y perder casi 16 horas. Consulté entonces con otros
pasajeros sobre qué podíamos hacer: un alemán, alto, rubio, de bar-
ba de oro, que parecía el Cristo de Durero, un argentino jugador
profesional de fútbol que venía de jugar en Quito, a más de dos
mil metros de altura, y unas familias de bolivianos. Los primeros
coincidieron conmigo en que había que desatascar el vehículo y
las últimas callaron, con un silencio que debió advertirnos y que
no supimos entender y menospreciamos, así como no nos llamó la
atención que el chofer dijera: yo me limito a arrancar y pisar el
acelerador.
Con la soberbia de los ignorantes y de los ciegos ante la sa-
biduría local, bajamos las maletas del techo, con el aliento esca-
so y entrecortado, cavamos detrás de las ruedas posteriores y allí
pusimos ramas y, diciéndole al chofer que arrancase, empujamos
al armatoste sin ayuda de los demás. Inmediatamente, el alemán
palideció y cayó al suelo con su barba y su blanca camisa teñidas
de rojo; a mí me brotó sangre de la comisura de los ojos, de la nariz,
de la boca, de los oídos y la cabeza pareció estallar, y el futbolista,
blanco como el papel, comenzó a gritar “¡mama me muero!” y eso
siguió gritando hasta que lo dejamos en un hospital en La Paz an-
tes de ir a tomar coca, mucha coca, de todos los modos posibles…
El silencio y la falta de advertencia de los peruanos y bolivia-
nos fueron un modo de hacer pagar a los sabiondos y soberbios su
ignorancia y su prepotencia. Aprendí entonces a preguntar siem-
pre a los lugareños antes de decidir y a escucharles y comprender
el porqué de sus palabras o de la falta de ellas. Eso me fue muy útil
en otros países en los años siguientes.

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X

La trashumancia

De nuevo en Buenos Aires, mientras Anaté (“Madero”), mi


compañera, trabajaba en Eudeba, la editorial universitaria, y des-
pués en el Centro Editor de América Latina, fundado y dirigido por
Boris Spivakow, el director de Eudeba que con su equipo renunció
en protesta contra los militares, yo encontré trabajo como redactor
publicitario en sucesivas agencias importantes. El sueldo era bue-
no y me permitía cotizar bien al partido pero el trabajo era terri-
blemente alienante porque, absorbido por la necesidad de compe-
tir, soñaba con textos de avisos, leía los diarios prestando atención
prioritaria a las publicidades de otras empresas para saber qué
se hacía y encontrar ideas, miraba los afiches publicitarios por la
calle y escuchaba atentamente –¡máximo horror!– los estúpidos
jingles que llegaban a repetirse incansablemente en mi cabeza. De
noche, por suerte, me desintoxicaba leyendo y escribiendo volantes
o artículos para nuestro periódico partidario, Voz Proletaria.
Mi alienante trabajo me dejaba, sin embargo, tiempo para
dirigir el Comité de Solidaridad con la Revolución Argelina, del
cual ya hablé en páginas anteriores, y el Comité de Solidaridad
con la Revolución Cubana, que creamos en 1957 –antes de mi peri-
plo cordobés-peruano– junto con la Juventud Socialista y diversas
agrupaciones universitarias, enfrentando la oposición rabiosa del
Partido Comunista, que decía que los rebeldes del 26 de julio eran
“aventureros pequeñoburgueses”.
La actividad en la dirección máxima del partido –el llamado
Buró Político, a la bolchevique– era intensa y satisfactoria pues en-
tonces en nuestro partido todavía se discutía bastante y sin otros
límites que nuestro pragmatismo y obrerismo y lo mismo sucedía
en la redacción del periódico, ya que Posadas aún no había traído
de Europa una invención siniestra –el grabador de cinta Geloso–
y, dada su imposibilidad de escribir, no podía tampoco discurrir a

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rueda libre sobre todo lo humano y sobre los fenómenos naturales
ocupando todos los espacios de nuestro órgano de prensa con posi-
ciones descabelladas, como sucedería a partir de mediados de los
sesenta.
El “posadismo”, en otras palabras, todavía no había nacido. Lo
hará recién en 1962 en una malhadada conferencia del Buró La-
tinoamericano de la IV Internacional realizada en Montevideo en
la que dicho Buró tomó nota de la acefalía de la IV provocada por
la detención en Holanda de Michel Pablo, su secretario general y
teórico, y de Sal Santen, secretario de la sección holandesa, debido
a la falsificación de pasaportes y dinero francés para ayudar a la
revolución argelina.
La IV Internacional, en efecto, influenciaba a la mayoría de
los dirigentes del FLN argelino en Francia, con el hoy importante
historiador y profesor de París VIII Mohammed Harbi a su cabeza,
y, como he recordado, fabricaba armas en la frontera marroquí-
argelina con militantes de varios países, incluidos entre ellos cua-
tro argentinos. El Buró Ejecutivo de la IV Internacional conocía
naturalmente esta actividad, aunque, por razones de seguridad,
no todos los detalles de la misma, como, por ejemplo, quién y dónde
imprimía el dinero falso.
Esa ignorancia parcial, propia de todo trabajo clandestino, per-
mitió a Livio Maitan, Pierre Frank y Ernest Mandel, cuando la po-
licía alemana detuvo al secretario general de la IV Internacional,
escandalizarse por la falsificación de francos franceses (sobre la
falsificación de documentos ninguno dijo nada, ya que durante la
resistencia contra los nazis la misma era obra de todos los días en
el caso de todos los grupos y partidos). Como consecuencia de esa
reacción temerosa en escala internacional, salvo en América Lati-
na, se hizo muy poco por la liberación de Raptis (Pablo) y de Santen
(que había perdido 12 miembros de su familia por la represión nazi
en Holanda). Posadas, apoyándose en que el Buró Latinoamerica-
no que controlaba agrupaba las principales fuerzas de la Interna-
cional y en que la sección argentina era la principal cotizante de la
misma, creyó entonces poder asumir la dirección de la IV Interna-
cional y rompió con Mandel, Maitan y Frank sin discusión alguna,
con el consentimiento unánime e irresponsable de los dirigentes
argentinos (Ángel Fanjul, yo mismo y Adolfo Gilly, entre otros).
Ni lerdo ni perezoso creó entonces una “dirección internacional”
con su mujer, su hija, su hijo, Alberto Sendic (el hermano de Raúl
Sendic, el Tupamaro) y un par de incondicionales. De ese modo, y
favorecido por el aporte tecnológico de los grabadores que permitió

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a los iletrados inmortalizar sus exabruptos, empezó el “posadismo”
en abierta y creciente ruptura con la tradición de Trotsky y con la
democracia en el partido y el pensamiento marxiano…
Pero por fortuna no habíamos llegado aún a ese desastre teó-
rico pues estábamos recién a mitad del 1959, año en que los 90 mil
trabajadores de los bancos y de las compañías de Seguros, que en
su mayoría eran frondizistas, socialistas, comunistas o incluso go-
rilas antiperonistas, eligieron tras el triunfo de su huelga en 1958
delegados de base en todas las empresas y en abril de 1959 comen-
zaron una heroica huelga que duró 69 días y durante la cual fueron
militarizados, encuartelados, rapados como soldados, obligados a
ejercicios disciplinarios de tipo militar para forzarlos a claudicar.
Esa huelga expresó el comienzo del fin de las ilusiones de una vas-
ta capa de la clase media democrática con el gobierno de Frondizi,
tal como lo había mostrado ya el repudio de los estudiantes a la
apertura de la enseñanza universitaria a la Iglesia católica y las
empresas durante la lucha entre Enseñanza Laica y Enseñanza
Libre. Intervine activamente en el apoyo a esa huelga, que paralizó
el aparato financiero del país, y en las discusiones con los dirigen-
tes de la misma en la clandestinidad, con un par de los cuales tuve
el agrado de reencontrarme años después en México.

***

También a fines de 1959 el flamante presidente revolucionario


cubano, Osvaldo Dorticós, que en julio de ese año había asumido
ese cargo, visitó la Argentina de Frondizi, que estaba bajo libertad
vigilada por los militares.
Hay que decir antes que nada que esa visita se debía a la ne-
cesidad urgente de la Revolución cubana de obtener reconocimien-
to continental y apoyo, pero también a un enorme malentendido
porque los revolucionarios, muy poco informados sobre la vida in-
ternacional y que creían en lo que les decía el Partido Comunista
local, pensaban que el de Frondizi era un gobierno “popular” e “iz-
quierdista” y los militares, por su parte, imaginaban, en su igno-
rancia, que la Revolución cubana sería algo así como una versión
colorida y tropical de su “Revolución” Libertadora, pues Fulgencio
Batista, además de ser amigo de Perón, al cual había dado refugio
(al igual que Leónidas Trujillo o después Francisco Franco), podía
ser catalogado en el grupo que los Laclau llaman hoy “populista”.
Los obreros peronistas, fresco aún el recuerdo del golpe contra Pe-
rón en septiembre de 1955 y de la alianza entre los militares y los

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“democráticos”, con socialistas y comunistas a la cabeza, creían a
su vez, en el momento de la visita de Dorticós, que Batista, ami-
go de Perón, era un Perón cubano y Fidel Castro un “libertador”,
agente del imperialismo, como los que habían derribado a Perón en
nombre de la “democracia”. Para colmo, el gobierno argentino co-
locó al huésped en el Alvear Palace Hotel, el más lujoso de Buenos
Aires, en la Recoleta, y los comunistas, con todo su desprestigio, se
dieron maña para rodear la comitiva de Dorticós.
Al llegar a Ezeiza, el séquito de Dorticós tuvo que tomar rutas
secundarias para llegar al Barrio Norte porteño pues en los barrios
obreros cercanos al aeropuerto fue apedreado. Decidimos hablar
con Dorticós y una comisión de nuestro partido, formada por Dora
Coledesky, valiente luchadora y referente feminista, y por mí; se
presentó en el lujoso hotel sorteando los puntapiés y trompadas
del servicio de orden que había creado el PCA para tratar de filtrar
a los visitantes. Dorticós nos recibió amablemente, protegido por
dos enormes guardaespaldas morenos que nos miraban con interés
y asombro. El presidente cubano, un jurista joven muy inteligen-
te y abierto, pareció entender claramente (y me animaría a decir
que hasta agradecer) la explicación que le dimos diciéndole que
quienes les habían apedreado eran sus amigos pero todavía no lo
sabían y que, en cambio, quienes los alojaban y rodeaban eran sus
enemigos de clase, que aún no habían comprendido el carácter y la
dinámica anticapitalista de la Revolución cubana.
Le dijimos también que el movimiento obrero organizado es-
taba dividido entre los 32 sindicatos con dirección gorila, que eran
agentes de los militares, los sindicatos del MUCS (Movimiento de
Unidad y Coordinación Sindical), con dirección comunista y socia-
lista, que habían colaborado con el golpe y la dictadura militar y es-
taban separados del grueso militante de la clase obrera, organiza-
dos en las 62 Organizaciones, que en ese entonces, y como resultado
de las luchas, tenían una dirección que en muy poco se parecía a la
corrupta y cobarde burocracia sindical de tiempos de Perón.
Por lo tanto, le recomendábamos tomar contacto clandestina-
mente con los 62 sindicatos peronistas en la resistencia, zafarse
del cerco de los comunistas, no confiar en los frondizistas seudopro-
gresistas que gobernaban por permiso de los militares y sólo gra-
cias a la proscripción del peronismo, no creer que había un signo de
igual entre Perón y el movimiento peronista y, por último, no fiarse
de los funcionarios diplomáticos cubanos en Buenos Aires que la
Revolución acababa de heredar de Batista y que, a nuestro juicio,
debería cambiar lo antes posible.

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Por mi actividad en el Comité mencionado, me entrevistaba re-
gularmente con un secretario de la embajada que era miembro del
M26. Le había además comunicado mis dudas sobre el embajador,
un hombre voluminoso y lento al cual yo llamaba “el paquidermo”,
y le había advertido que dicho “paquidermo” traicionaría, ante lo
cual mi contacto, ingenuo y muy seguro de sí mismo, me respondía
siempre que eso sería imposible porque “lo tenemos controlado”.
Pero mi previsión resultó desgraciadamente cierta.
Después de la visita de Dorticós, a comienzos del mes de julio
de 1960, el Comité preparaba con la embajada cubana el envío de
una fuerte delegación argentina al Primer Congreso de Juventu-
des que se inauguraría el 28 de ese mes en La Habana. El “paqui-
dermo” nos organizó una cena despedida en una trattoria italiana
en Chacarita. Cuando vi que, en mitad de la comida, se le acercaba
una persona que no era de la embajada, le decía algo al oído y “el
paquidermo” se levantaba y se iba, supe que ya había traicionado y
que en pocos instantes irrumpiría la policía. En efecto, tuve apenas
tiempo de meterme la lista de contactos en La Habana en el za-
pato cuando ya entraba la tropa policial, ametralladora en mano,
obligándonos a todos a levantar las manos y separando y poniendo
contra la pared a los que pensaban detener.
De ahí unos cuantos fuimos llevados a los calabozos de la Sec-
ción Especial de lucha contra el Comunismo, sin saber cuáles se-
rían nuestro destino ni nuestra suerte inmediata. Para estar más
fresco en los momentos difíciles que se preanunciaban, pues en esa
sección eran comunes los golpes y las torturas, me eché a dormir
en un catre de la celda hasta que llegó mi abogado y compañero,
Ángel Fanjul, a quien le di la lista de contactos antes de que la en-
contraran (armado con ella me reemplazó y encabezó la delegación
trotskista argentina y latinoamericana que tuvo un papel valiente
y destacado en la Conferencia, pero ese es un tema que va más allá
de lo que pretendo narrar).
Parte de nuestro grupo de presos fue enviado a una cárcel de
paso en la cual estaban el socialista Alexis Lattendorf, casado con
una cubana –y que salió poco después por presiones de la social-
democracia nórdica–, algunos sindicalistas, entre los cuales el di-
rigente comunista de la madera, Zárate, y un dirigente de los mu-
nicipales, peronista, Rovira, al cual torturaban todos los días hasta
que hubo una protesta ruidosa y masiva de todos los presos, y el
peronista socializante Miguel de Unamuno.
Tras una breve estadía en esa prisión, me enviaron a la cárcel
de alta seguridad, el Panóptico, fundada en lo que hoy es la Plaza

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Las Heras por el “progresista” presidente Domingo Faustino Sar-
miento. En ella la dictadura de Uriburu había fusilado en 1931 al
tipógrafo anarquista Severino De Giovanni, en un lugar que me
mostró con admiración por el mártir y orgullo por su valentía un
preso común que purgaba allí cadena perpetua por haber estran-
gulado a su mujer y a su socio ladrón que para colmo le traicionaba
con su esposa.
Llegando a la celda, me recibió un guardiacárcel que había co-
nocido en SIAM como obrero combativo en la sección donde yo era
delegado. Lo primero que exclamó, asombrado, fue “¿vos qué hacés
aquí?”. Como un eco repliqué, “No, ¿vos qué hacés aquí?”, tras lo
cual él se lanzó a una confusa explicación sobre la necesidad y un
largo desempleo para terminar poniéndose a mi servicio, de modo
que le pedí que informase a los presos sobre lo que pudiera averi-
guar de lo que las autoridades pensaban hacer con nosotros y, so-
bre todo, que vigilase “que no viniera la cana” (es decir, los policías,
pero aquéllos en serio).
En la celda de cinco metros por cuatro nos amontonábamos die-
ciséis presos que dormíamos en cuchetas de tres pisos separadas
por estrechísimos pasillos. Los presos estábamos divididos en tres
tendencias: un hermano de Nahuel Moreno, que venía de Cuba y
que pronto fue liberado, y yo por el trotskismo “y anexos”, un obrero
del Gas, peronista-trotskizante, por el peronismo, y catorce miem-
bros del Partido Comunista, entre los cuales el secretario general
del mismo, Fernando Nadra y su secretario-chofer-guardaespaldas,
más un obrero de la construcción que en 1917, siendo anarquista,
había matado un policía de un ladrillazo durante una huelga y que
ahora, viejo, inválido, jubilado y retirado de la actividad política,
simpatizaba con el PCA, y un marinero ucraniano, ya torturado
en 1930 por la dictadura de Uriburu, un propietario gallego de un
hotel de mala muerte que tenía la desgracia de apellidarse Castro
y con un cortaplumas grababa retratos de su homónimo Fidel allí
donde encontraba algo de madera, además de nueve miembros de
la juventud comunista, todos ellos estudiantes salvo un pegador de
carteles profesional.
En la celda vecina, mucho más amplia, estaban casi todos los
plomeros anarquistas de Buenos Aires porque el gremio estaba en
huelga desde hacía tres meses y dejaba algunos afiliados traba-
jando para mantener las familias de los presos, pero esos obreros,
como buenos anarquistas, no podían con su genio e instalaban las
tuberías pero agujereándolas sistemáticamente al colocarlas, de
modo tal que, una vez revocadas y pintadas las paredes, al abrir

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el agua el edificio entero parecía una fuente de bocas múltiples.
Eso llevaba inevitablemente a la prisión inmediata por sabotaje de
los responsables del desastre, lo cual engrosaba sin cesar la comu-
na –en territorio enemigo– de militantes de la FORA (Federación
Obrera Regional Argentina, pequeña central anarcosindicalista).
Estos obreros anarquistas eran muy solidarios. Todos se ha-
bían confeccionado ponchos con las mantas carcelarias mediante
un simple tajo para pasar la cabeza pero, a medida que su número
aumentaba, subdividían su abrigo improvisado y cuando llegué a
ser su vecino la manta original no les llegaba ni al ombligo. Ade-
más, dado lo prolongado de la huelga, sus familias sólo podían en-
viarles naranjas, que completaban el rancho de la prisión pero que
eran pocas y que, naturalmente, también dividían. Esa solidaridad
y esas naranjas fueron las que me salvaron.
Porque apenas entré en la celda con los secuaces de Stalin
y Vittorio Codovilla, su secretario general, el ya nombrado Fer-
nando Nadra, envalentonado por la presencia de sus numerosos
compañeros, me agredió al grito de “¡agente del imperialismo!”.
Metí las manos en los bolsillos y le dije que podía pegar impune-
mente porque no le iba a dar a la dirección de la cárcel el placer
de una pelea entre comunistas; agregué que, fuera de la cárcel,
le habría hecho tragar los dientes, porque él era un cobarde y un
pretencioso e inútil hijo de tendero rico de Tucumán totalmente
ajeno a las luchas obreras (algunos años después ese secretario
“comunista” daría conferencias de prensa en la lujosa confitería
Richmond de la calle Florida defendiendo la necesidad de sos-
tener la dictadura del genocida Videla “para evitar el fascismo”
y, posteriormente, recibiría sus treinta dineros como diputado
nacional menemista). Sus compañeros de partido lo frenaron,
más que todo por temor a posibles castigos de la dirección del
presidio, pero durante varios días se dedicaron a la proletaria y
comunista tarea de orinar en mi plato de comida para tratar de
humillarme, sea obligándome a dejar de discutir, sea teniendo
que tragar esa inmundicia.
Las naranjas solidarias de los libertarios salvaron, pues, mi
dignidad y mi salud hasta que el propio Fidel Castro –al que es-
cuchábamos por radio– acabó con las acusaciones y agresiones de
esos estalinistas cuando declaró oficialmente que Cuba era socia-
lista. Hasta entonces, en efecto, los miembros del PCA, como el PC
francés, pedían la instauración en Cuba de un gobierno capitalista
de unidad nacional antibatistiana, y que el mismo no rompiera
los pocos lazos que existían con Estados Unidos, y sostenían que

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yo era “un agente de Washington” porque exigía el fin de la ocupa-
ción yanqui de Guantánamo y la transformación de la revolución
democrática antibatistiana en el comienzo de la construcción de
un poder de los trabajadores para emprender la ruta al socialismo,
rompiendo con los grandes burgueses y los agentes de los capitalis-
tas cubanos e imperialistas.
Las declaraciones del líder cubano –que “por sus pistolas”,
como dicen los mexicanos, y sin consulta previa al pueblo, que en
ese entonces lo hubiera acompañado en su decisión, declaró por
radio al mundo que la revolución entraba en el camino que lleva-
ba al socialismo– dejaron desautorizados y sin argumentos a mis
aprendices de verdugo locales.
Cesaron por lo tanto, derrotados, de orinar en mi porción del
rancho, pero no me dieron nada de lo que recibían desde afuera
de sus familias acomodadas y, para colmo del ridículo, se amonto-
naban todos en un rincón, dándome la espalda, pero a un metro y
medio de distancia, o sea, escuchando todo cuando me tocaba ha-
blar sobre los acontecimientos políticos o analizar alguna cuestión
teórica, y arrancaban los artículos que yo escribía y cosía en una
sábana que era “nuestro periódico mural”.
Los anarquistas, obreros realmente democráticos y excelentes
personas, seguían pasándome sus cada vez más escasas naranjas,
que me hacían pagar con discusiones sobre la represión de Kronds-
tat y a las tropas de Majno (que yo explicaba, citando a Trotsky al
final de su vida, que habían sido una combinación entre, por un
lado, la torpeza y la brutalidad de Gregori Zinoviev y de sus hom-
bres en Leningrado, que optaron por un ataque sangriento, y las
trágicas imposiciones de la guerra contra el imperialismo alemán
tanto en Ucrania como en el Báltico).

***

Una vez por semana teníamos una hora al aire libre, en un


patio, y aprovechábamos para jugar un poco a la paleta contra una
pared improvisada como frontón. Después de nosotros bajaban al
patio a un pistolero asaltante de bancos que se enorgullecía de no
haber matado jamás clientes ni empleados durante sus asaltos,
aunque sí cerca de diez policías. Este hombre, con el cual los esta-
linistas se negaban a hablar “para no caer en provocaciones”, era
una víctima del sistema que, cuando era aún un niño, lo envió a un
reformatorio donde lo violaron y aprendió nuevas artes, y distri-
buía el fruto de sus asaltos entre los pobres de su provincia natal,

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donde finalmente terminó sus días cosido a balazos pero no sin
llevarse otros cinco policías más.
Como yo era el último en retornar a la celda, le dejaba la paleta
–provocando el horror de los estalinistas– pues no le dejaban tener
ningún objeto contundente por temor a que se escapase. Jugaba
hasta que se cansaba y empezaba a gritar “¡Che, político!” para ti-
rarme la paleta desde el patio hasta la ventanita de nuestra celda
en el segundo piso, donde yo intentaba pescarla al vuelo. Los carce-
leros no hacían nada porque le tenían miedo… y creo que también
porque había algún arreglo medio en marcha, ya que una noche se
hizo entrar una 45 y se fugó con un carcelero.
Este hombre –si mal no recuerdo, se apellidaba Villarino y ha-
blaba de sí mismo en plural mayestático, diciendo, por ejemplo,
“político, Villarino no olvida”– en uno de los breves cruces en el
patio me hizo una propuesta muy seria, que tuve que rechazar.
Resumiendo sus palabras, me dijo que estaba rodeado de pobres
diablos sin inteligencia que no sabían dejar pasar un poco de tiem-
po después de un asalto y enseguida hacían saber que habían sido
ellos porque se emborrachaban y despilfarraban dinero con putas
o en lujos visibles. Agregó que nosotros –los trotskistas– teníamos,
en cambio, ideales y disciplina y éramos gente seria, que conocía
muy bien las fábricas. Proponía, por lo tanto, que le indicáramos el
día y modo de pago en una grande; él se encargaría del golpe y des-
pués nos daría el dinero para que lo escondiésemos durante unos
cinco años, para después repartirlo por mitades.
Le agradecí su confianza pero, por supuesto, le dije que no re-
curríamos a esos métodos de financiamiento y que, si bien no res-
petábamos la legalidad capitalista y creíamos que era necesario
expropiar a los expropiadores, entendíamos esa expropiación como
una acción colectiva de los trabajadores mismos. Para terminar, le
rogué que olvidase sus confidencias porque, si bien yo tenía con-
fianza en él, él mismo no podía poner las manos en el fuego por
sus compañeros y podría haber, por lo tanto, alguna infidencia que
nos afectara y que le causase problemas mayores. Entendió perfec-
tamente porque no era tonto, y allí terminó mi estudio sociológico
sobre un hijo de trabajadores, rebelde desde chico, que en otras
condiciones hubiera podido ser incluso un revolucionario.
Si hacemos abstracción del levantamiento del ultrarreacciona-
rio y anticomunista Miguel Ángel Zabala Ortiz contra Frondizi, que
en nuestra celda nos hizo pensar en descabellados planes de fuga
para no ser asesinados en la cárcel de Las Heras en caso de triunfo
del ex comando civil fascistas-“democrático” que había bombardea-

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do Buenos Aires en pleno día uniéndose al golpe antiperonista de
la Marina, la vida con mis coinquilinos y “primos” lejanos, muy
lejanos, transcurrió durante meses sin grandes novedades.
Hasta que se produjeron dos acontecimientos: el primero fue
la noticia de que abajo estaban presos los primeros guerrilleros
argentinos, los Uturunco, cuyo dirigente, Rojas, había sido miem-
bro de nuestro partido en Tucumán, y que habían sido detenidos
con las armas en la mano. El segundo fue la detención e intento de
encarcelamiento en nuestra celda ya superpoblada de un miembro
del Comité Central del Partido Comunista, un hombre de 72 años,
enfermo, obrero del Vestido, polaco y judío que tres nacionalistas
de la extrema derecha peronista, presos en la planta baja del pa-
bellón, amenazaban asesinar mostrando unos cuchillos hechos con
flejes de cama, pero muy afilados.
Ninguno de los estalinistas de la celda quiso cederle su lugar
a su dirigente, visiblemente incapaz de defenderse frente a tres
antisemitas y anticomunistas jóvenes, decididos y armados. Les
dije que eran todos unos cobardes y no eran capaces de ser solida-
rios con un viejo extranjero enfermo, obrero a diferencia de ellos y
dirigente de su mismo partido por temor a enfrentar a los nazis.
Declaré entonces que le cedía mi camastro y que iría a ver qué
eran capaces de hacer los que amenazaban con matar comunistas.
Por supuesto, lo primero que hice fue hablar con los Uturunco y
decirles que dormiría con un solo ojo y con una mano agarrando
un banquito de tres patas junto a la cama y que, si durante la no-
che escuchaban el ruido de un bancazo sobre un cráneo, acudiesen
de inmediato porque la pelea sería de tres cuchilleros contra uno,
para colmo desarmado.
Los nazis vieron nuestro conciliábulo, que fue lo más aparato-
so posible, para asustarlos, y calcularon que la lucha ya no sería
de tres contra uno sino de siete, decididos y jóvenes –yo entonces
tenía 32 años más o menos como los ex guerrilleros–, contra ellos
tres. Se arrugaron y nosotros al día siguiente, como gallitos, hici-
mos pata ancha en el pabellón: habíamos ganado.
Por las gestiones simultáneas de mi padre, que tenía contactos
en el gobierno frondizista, y de mi partido, Frondizi, que me había
encarcelado “a disposición del Poder Ejecutivo”, me incluyó meses
después en una tanda de izquierdistas que mandó liberar. Volví a
la vida normal de la militancia, o sea, a un torbellino de reuniones,
escuelas de cuadros, actividades sindicales...

***

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Entre éstas figura la creación de una lista opositora –la Marrón–
para las elecciones en la Unión Obrera Metalúrgica de la provincia
de Buenos Aires. La misma estaba encabezada por Carlos De Yebra,
un compañero nuestro que trabajaba en SIAM Villa Castellino. Era
un santiagueño grandote y moreno, muy calmo y de hablar pausado,
y tenía por eso gran influencia en la fábrica; de origen socialista,
había estudiado Derecho, venía como yo del MOR y había sido pre-
viamente destacado militante obrero del subterráneo. Yo también
participaba en la lista, en mi carácter de ex trabajador de SIAM
Villa Castellino y de ex metalúrgico cordobés, y otro puntal de la
Marrón era el también miembro de nuestro partido Octavio Getino,
trabajador de SIAM Monte Chingolo, que años después se destaca-
ría como cineasta (siendo ya peronista) con La Hora de los Hornos
junto con Pino Solanas (y tomando como protagonistas del filme a
las compañeras y compañeros del Regional Oeste de nuestro partido
que él presentó como peronistas o sin partido).
Por supuesto, perdimos por mucho ante la burocracia semi-
gansteril de la UOM de la provincia. Es que, como en casi todo
nuestro trabajo sindical, lográbamos una gran audiencia y la sim-
patía de un numeroso sector combativo. Pero, al confundir en la
práctica las listas y agrupaciones que creábamos con una especie
de correa de transmisión de nuestro partido, los volantes o periódi-
cos de las agrupaciones tenían un lenguaje y un contenido muy si-
milar al de nuestras publicaciones partidarias y, sobre todo, impli-
caban una ruptura de hecho con el peronismo, cosa que los obreros
que nos apoyaban no estaban dispuestos a encarar aún. En buena
medida no llegábamos a organizar y confundíamos la propaganda
programática con la agitación sindical política. La experiencia mía
en SIAM Villa Castellino a principios de los cincuenta (casi diez
años antes) había sido una excepción, sea por el nivel sindical de
los volantes agitativos, sea por el lenguaje y la brevedad de los mis-
mos. En el medio estudiantil, sin embargo, nuestras agrupaciones
y comités no eran sólo las células ampliadas sino que agrupaban
a otras tendencias. En efecto, en los centros de estudio nuestros
compañeros discutían sobre todo política y teoría con la juventud
comunista, en crisis desde su apoyo a la dictadura y a Frondizi por
el desarrollo de la revolución cubana que desmentía la política de
los partidos comunistas de alianza con la burguesía nacional y por
el creciente conflicto chino-soviético, y con la juventud socialista,
que desde hacía años se radicalizaba.
En esos sectores, sobre todo, ganábamos continuamente nue-
vos militantes o intelectuales valiosos, como el escenógrafo Gui-

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llermo de la Torre, el artista plástico y metteur en scène Claudio
Segovia, la notable tejedora de gobelinos Grazia Cutulli y un gru-
po de profesionales de teatro independiente de Nuevo Teatro. No
es necesario decir que buena parte de ese apoyo se diluyó cuando
sobre las cabezas de gente que había sido atraída por las ideas
cayó la ola de tonterías sobre el arte, la historia, la ciencia y todo
lo demás, que los Geloso desparramaban por el mundo, y cuando,
además, un pequeño partido fraterno y con vida colectiva se trans-
formó definitivamente en una secta fundamentalista y con funcio-
namiento vertical.

***

Volví a concentrar mi actividad en la creación de un aparato


clandestino de impresiones de los materiales partidarios, su abas-
tecimiento “legal” en papel y tinta y la seguridad de las casas don-
de funcionaban los compañeros encargados de esta delicada tarea,
separados del resto de la organización, y también en la distribución
del material impreso, por vías complejas y diferentes, a todos los
Comités Regionales que funcionaban sobre todo en las provincias
de Cuyo, en el Norte, Córdoba, el Litoral y diversas localidades de
la provincia de Buenos Aires, o sea, en un área que abarcaba casi
dos millones de kilómetros cuadrados. Como no se podía confiar en
el teléfono o en el correo, además de un sistema siempre cambiante
de claves para los casos de urgencia en que hubiera que recurrir a
los mismos (cambiando las horas y los días en los datos sobre citas
o simulando escribir sobre cosas cotidianas y familiares al comuni-
car algo importante, como un viaje o una detención), los documen-
tos para la discusión y los informes del centro a los Regionales y
de éstos al centro requirieron formar un aparato de estafetas con
varias compañeras que aceptaron la carga y la responsabilidad de
ser “turistas” a gran distancia de sus casas, para colmo sin poder ni
siquiera conocer las bellezas de la localidad o la provincia porque
el dinero escaseaba y nunca había tiempo para eso…
La presidencia de Frondizi estaba jaqueada por la izquierda
social (los obreros peronistas en huelgas continuas, los bancarios
y estudiantes en luchas contra las medidas conservadoras del go-
bierno “desarrollista”) y por el imperialismo estadounidense y los
militares, por la derecha. El presidente recibió al Che Guevara,
entonces ministro cubano, en el viaje de éste a la Conferencia de
Punta del Este y eso causó un profundo malestar en los mandos
militares, que ya por ese entonces sabían a qué debían atenerse en

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lo que se refiere a la Revolución Cubana. Ese descontento llegó al
colmo cuando el gobierno argentino se opuso a dejar a Cuba fuera
del sistema panamericano y a tratar de aislarla con el plan de John
Fitzgerald Kennedy llamado Alianza para el Progreso.
En 1962, ya contra la pared, Frondizi convocó a elecciones en las
que el peronismo vence aplastantemente en la provincia de Buenos
Aires (con la candidatura del dirigente textil Andrés Framini, de la
izquierda de los 62) y en otros provincias importantes, como la de
Córdoba. Los militares anularon esas elecciones y encarcelaron al
presidente Arturo Frondizi en la isla Martín García, en medio del
Río de la Plata, donde había estado preso igualmente Hipólito Yrigo-
yen y donde habían querido enviar a Juan Domingo Perón en 1945
antes de que la huelga del 17 de octubre lo rescatara.
El período preelectoral, por consiguiente, fue breve y estuvo
marcado continuamente por la amenaza de golpe. Nuestro parti-
do, a pesar de eso, decidió aprovechar la legalidad para conquistar
posiciones y participó en las elecciones provinciales, tratando de
exponer en las listas y en la actividad pública la menor cantidad de
militantes posibles –sobre todo a los ya “quemados”– pues el golpe
estaba en el orden del día.
Como orador ambulante iba de La Plata a Rosario, de Santa Fe
a Avellaneda, de un acto a una intervención televisiva o radial y de
allí a otro acto en Tucumán. Viví varios días en tren pues los can-
didatos tenían pase libre… y aún existían los trenes, que Menem
liquidó en los noventa.
A veces la campaña rozaba lo cómico porque el orador en el
acto central en el barrio de los obreros de la carne en Rosario re-
sultaba ser un trabajador de la carne, pero de Berisso, junto a La
Plata, que se olvidaba de que no estaba en su pueblo y se dirigía
entonces “a los vecinos de Berisso”, que en ese caso eran sorprendi-
dos rosarinos. Otras veces el orador subía a la tribuna después de
haber hablado por radio y pegado una buena cantidad de carteles
o de haber hecho actos relámpago en las esquinas (nunca teníamos
demasiados militantes “públicos” como para diversificar las activi-
dades), de modo que su aspecto y su resistencia dejaban bastante
que desear.
Pero, en general, nuestra campaña tuvo un gran éxito y reveló
la presencia de una numerosa capa potencial de simpatizantes y
de una corriente anticapitalista radical, que aplaudía en especial
nuestra campaña –hace cincuenta años– del derecho al aborto y
al divorcio, por ejemplo, o nuestra agitación de los programas de
Huerta Grande y La Falda.

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Hay que reiterar que ni el Grupo Cuarta Internacional, en ple-
no ascenso del peronismo, ni nuestro Partido Obrero (nos habían
obligado a suprimir del nombre el adjetivo Revolucionario) en esos
años creyeron jamás que la clase obrera era en Argentina revolu-
cionaria o anticapitalista ni, por consiguiente, pensaron que era
suficiente con realizar en ella una actividad programática y sindi-
cal. Por el contrario, desde fines de los cuarenta nuestra tendencia
definió al peronismo como una tendencia burguesa y explicó su
apoyo obrero por la aceptación del capitalismo como marco natural
de una lucha por reformas políticas y sociales, por la hegemonía
cultural del capitalismo en su versión nacionalista patriotera y por
la carencia en la historia del movimiento obrero –que intentába-
mos remediar– de una educación marxista de los trabajadores. Si
hablábamos del anticapitalismo objetivo de los obreros en 1945-46
y después de 1955, en la resistencia, era para referirnos a la con-
tradicción existente entre la confianza en el peronismo (es decir,
en un programa capitalista y de unidad nacional) y los métodos de
lucha (ocupaciones de fábricas, toma de rehenes, unión con los ba-
rrios, antiburocratismo, desprecio por las órdenes de Perón) que no
alcanzaban, sin embargo, a plasmar como diferencia programática.
La tarea que nos asignamos desde 1946 era, por lo tanto, de-
sarrollar la contradicción entre el peronismo de Perón, burgués,
y el peronismo de un movimiento obrero poderoso pero aún bajo
la hegemonía de la burguesía, que lo unía a Perón y su entorno
de bandidos y a los burócratas sindicales, agentes del capitalismo
en el movimiento obrero. Expuesto en centenares de mítines y vo-
lantes durante la corta campaña electoral que desarrollamos en
muchas provincias, ese discurso funcionó bastante bien. Por ejem-
plo, en Córdoba, donde el candidato a gobernador era Cecilio Buto,
luchador sindical de IKA-Renault, y yo el candidato a vicegober-
nador, obtuvimos, frente a 400 mil y pico votos peronistas, más de
ocho mil, uno cada cincuenta votos peronistas, o sea, el doble de los
logrados –sumándolos, aunque no eran sumables– por el Partido
Socialista, que tenía más de un siglo y medio de vida, y el Partido
Comunista, que había tenido en Córdoba su primer diputado hacía
ya casi cuarenta años.

***

El aprendiz de brujo Arturo Frondizi terminó por caer como


consecuencia de su juego con el peronismo, que quiso a la vez ex-
cluir y canalizar mientras mantenía la política del depuesto Perón

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en lo que respecta sobre todo a los contratos petroleros y en la des-
trucción de toda veleidad de independencia del movimiento obre-
ro y hasta de la burocracia sindical servil que le apoyaba. Como
hemos dicho, el voto argentino por la permanencia de Cuba en la
OEA, la reunión secreta de Frondizi con el Che, que en calidad de
ministro cubano participó en la Cumbre de Punta del Este, y el
triunfo del peronismo en las elecciones provinciales colmaron el
vaso de la paciencia para los militares gorilas.
Como Frondizi no tenía vicepresidente pues éste (Alejandro
Gómez, un viejo militante radical que se opuso a su política favora-
ble a las petroleras extranjeras y a la Iglesia católica) había renun-
ciado a los cinco meses de asumir su cargo, le sucedió el presidente
del Senado, José María Guido, un hombre gris y reaccionario que
tuvo la habilidad de llegar unos minutos antes que los golpistas
gorilas y ocupar el sillón presidencial poniendo a los militares ante
la disyuntiva de echarlo a patadas o de manejarlo, cosa que hicie-
ron. Guido duró apenas un año y su período estuvo marcado por el
enfrentamiento armado callejero entre la caballería blindada del
Ejército (los “colorados”) y los gorilas clásicos (los “azules”, apo-
yados por la Marina, cuyas bases navales fueron tomadas y cuya
aviación fue desarmada).
Esta crisis de los adversarios del movimiento obrero y del pe-
ronismo de base (el peronismo de Madrid, donde estaba refugiado
Perón, sólo era respetado por los “morenistas” que, como ya hemos
dicho, se disfrazaban de peronistas y cuyo periódico declaraba es-
tar “Bajo la conducción del Comando Superior peronista”, entre
sendas fotos del fugitivo Perón y de la difunta Evita) desprestigió
y desunió aún más al frente opositor heterogéneo que había derri-
bado a Perón en 1955 contando con la cobardía y la conciencia de
clase del mismo.
En las elecciones, en las que nuevamente estuvo proscripto el
peronismo, venció un viejo y honesto político de la Unión Cívica
Radical tradicionalista, Humberto Illia.
Éste, como primera medida, anuló los contratos petroleros pro-
imperialistas de Frondizi y, durante los tres años que duró su man-
dato –fue derrocado en 1966–, no reprimió y respetó los derechos
sindicales y democráticos, aunque había sido elegido contando con
la proscripción política del peronismo, y frenó las concesiones a la
Iglesia y a las empresas.
En 1962 la derrota francesa en Dien Bien Phu había obligado
a Estados Unidos a empantanarse en Vietnam, de donde tuvo que
retirarse derrotado años después, y el heroísmo de los vietcongs

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iluminaba las conciencias en una América Latina ya sacudida por
la revolución argelina y por el triunfo de la revolución cubana.
En 1962, también se había agrietado una parte importante
del aparato de dominación capitalista cuando el papa campesino
Roncagli (Juan XXIII) intentó modernizar la Iglesia católica en el
Concilio Vaticano II y ponerla del lado de los pobres del mundo,
despertando vastos ecos en las Iglesias latinoamericanas, particu-
larmente en Perú y Brasil, que hicieron su concilio en Medellín y
organizaron Pastorales Sociales y un gran movimiento socialcris-
tiano.
El imperialismo estadounidense había intentado poco antes la
invasión de Cuba por la Bahía de los Cochinos y había sido derro-
tado y el mundo, colocado al borde de una guerra nuclear por las
amenazas de Washington contra las bases de cohetes soviéticos en
Cuba, terminada esa crisis respiraba aliviado y aceptaba, aunque
de mala gana, su instalación en el equilibrio del terror.
Ese era el aire de la época que respiraba un movimiento obrero
y sindical aún fuerte y joven que se sentía unido a lo mejor de la
juventud universitaria por la reciente lucha común por la ense-
ñanza laica y por la existencia de la figura nueva de los obreros-
universitarios. La lucha contra el Plan Conintes de Frondizi había
desarrollado también direcciones enérgicas y clasistas sobre todo
en Córdoba, ya capital en esos años de la industria del automóvil
y de la fabricación de material ferroviario y ciudad donde se con-
centraba una nueva juventud obrera calificada y estudiantil pobre
y trabajadora.
La decisión de la oposición social al sistema y la percepción
del gobierno de Illia como un gobierno débil pero también de un
enemigo fragmentado irremediablemente permitieron que el diri-
gente sindical metalúrgico Augusto T. Vandor lanzase contra Illia
un Plan de Lucha que incluyó en 1964 la ocupación de cuatro mil
empresas, tomando como rehenes a sus patrones y administrado-
res y defendiéndolas por todos los medios de las fuerzas represivas
que intentasen retomarlas. Ese Plan colocó sobre el tapete, sin pro-
ponérselo y a escala nacional, un ensayo de masas de doble poder
y puso a discusión la posibilidad de producir sin patrones, así como
la posibilidad de utilizar los aparatos sindicales como estructuras
políticas no capitalistas.
Por parte de Vandor, sin embargo, dicho plan formaba parte de
un pacto secreto golpista con el general ultramontano Juan Carlos
Onganía, del Opus Dei, jefe de la ya citada caballería blindada,
el cual necesitaba contar con una burocracia sindical fuerte y ne-

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gociadora, como la metalúrgica, pero independiente de Perón. El
metalúrgico luchaba también contra el ala más combativa de la di-
rección burocrática sindical, las “62 de Pie Junto a Perón”, dirigida
por el textil Andrés Framini y el líder de Sanidad, Amado Olmos,
a la que Vandor calificaba de “De Pie junto al trotskismo” porque
esas 62 hablaban de aplicar los programas de Huerta Grande y La
Falda y porque las corrientes clasistas, de las que participábamos
activamente, sobre todo en Córdoba, hacían con esas direcciones
una especie de alianza tácita en el terreno de la resistencia obrera.
Por parte de Onganía, la alianza con Vandor obedecía a la ne-
cesidad de imponerse en las fuerzas armadas contrapesando a los
gorilas clásicos con la derecha sindical peronista y de reconquistar
posiciones en las Universidades aplastando a los profesores libe-
rales y al movimiento estudiantil, como hizo en la “Noche de los
Bastones Largos”, a garrotazos y con detenciones y expulsiones
que convirtieron a los centros de estudio en cuarteles (y en caldo
de cultivo para la gran rebelión de las clases medias en 1968 y en
los primeros setenta).
Onganía cayó en 1970, derrotado por el Cordobazo y el Rosa-
riazo que formaron parte del peculiar 1968 argentino, obrero-estu-
diantil, que ensangrentó Corrientes, Rosario, Córdoba y terminó en
esta última ciudad con un alzamiento en armas obrero-estudiantil
que levantó barricadas, desarmó a la policía local y resistió al ejér-
cito. Su sucesor en 1970-71, Roberto Levingston, otro generalote,
declaró que el Cordobazo era cosa terminada y que sólo quedaba
cortar “la cabeza de la víbora”: fue entonces derrotado y depuesto
por otra insurrección cordobesa llamada, con el humor típico de
esa provincia, “el viborazo”.
Hasta 1973 gobernó luego el general Alejandro Lanusse, tam-
bién de la Caballería blindada, quien pudo convencer a sus pares
sobre la necesidad de crear un contrafuego, permitiendo el retorno
de Perón y convocando a elecciones que éste seguramente gana-
ría para que, con su política conservadora y derechista, frenase
la evolución de su base social de apoyo –los trabajadores– hacia
posiciones radicales, de lucha y anticapitalistas. Pero del gobierno
de Onganía sólo pude “gozar” un corto período, entre 1964 y 1967.
En ese período –en 1965, después de la invasión estadouniden-
se a la República Dominicana– tomé contacto por casualidad con
un grupo de dominicanos exiliados pertenecientes al Movimiento
14 de junio, el de las hermanas Mirabal, asesinadas por Trujillo.
Ellos habían ido a averiguar algo a la imprenta de la cooperativa
obrera Cogtal, donde imprimíamos el periódico (y de la cual era

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delegado Raimundo Ongaro, el dirigente gráfico, posteriormente
secretario general de la CGT de los Argentinos, que tenía posicio-
nes clasistas) y allí aproveché para contactar a Rafael Tavares y a
sus numerosos compañeros (algunos de los cuales murieron en la
guerrilla tras volver a su país). Tavares y los exiliados eran todos
jóvenes decididos, con no más de 30 años, y tenían gran preocu-
pación política y sed de conocimientos, que la dictadura trujillana
les impedía obtener. Con ellos formé una célula, con un estudiante
de Medicina panameño, negro (“Duilio”), que era ya miembro del
partido, y Edna, su rubia compañera argentina, llamada en chiste
“compañera Stromboli”.
El resto del tumultuoso gobierno de Onganía pasó muy rápi-
do porque en 1967 estuve desaparecido en México, en 1968 fui un
paria y un hereje en Buenos Aires y en 1969 fui enviado a parti-
cipar en la construcción de un Estado revolucionario con objetivos
socialistas en la lejana revolución de Yemen del Sur, que acababa
de echar a los ingleses, al Sultán y, ya que estaban en tarea de lim-
pieza, también a las tropas de Nasser…

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XI

México lindo y querido

En 1962 el mayor Marco Yon Sosa (hijo de un pequeño comer-


ciante chino y una indígena guatemalteca preparado en la Escuela
antiguerrillera de Panamá) se alzó en armas contra la dictadura
junto a otros militares jóvenes, como el teniente Turcio Lima, y
formó las Fuerzas Armadas Revolucionarias. En 1963 radicaliza
su pensamiento político y forma el Movimiento 13 de Noviembre
de 1960 que adopta la posición trotskista de la transformación de
la lucha democrática y de independencia nacional en revolución
socialista, lo cual le granjea la hostilidad de sus ex aliados del
partido Guatemalteco del Trabajo (PGT, comunistas estalinistas)
y de los jóvenes militares procubanos, que siguen pregonando la
posibilidad de la alianza con una casi inexistente burguesía na-
cional. Yon Sosa, apoyado teóricamente por militantes trotskistas
guatemaltecos, como Amado Granados –que morirán en la lucha
posterior– y por Adolfo Gilly, que lo entrevista para la importan-
te revista uruguaya Marcha, dirigida por Carlos Quijano1, toma
contacto entonces con el trotskismo latinoamericano, aún no “po-
sadista” pero que en 1962 acababa de asumir el control de la IV
Internacional en este continente.
Posadas, que creía saberlo todo y poder prescindir de gente con
algunos conocimientos teóricos –y que veía con suspicacia y celos
las publicaciones de Gilly en Monthly Review y en Marcha–, optó
entonces por prescindir de la capacidad cultural y del interés teóri-
co del periodista-militante para convertirlo en lo que nunca había
sido ni podía ser, un organizador político, y lo envió a flanquear a
Yon Sosa en Guatemala, compartiendo su lucha y la vida en la sel-

1 En la que publicaron también Jorge Luis Borges, Eduardo Galeano, el mis-


mo Carlos Quijano, Arturo Jauretche, Mario Benedetti, Juan Carlos Onetti,
Rodolfo Walsh, el Che Guevara, Rama o Zitarrosa, entre otros.

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va. Un poco antes había mandado a México para reforzar el partido
mexicano, nacido apenas hacía unos años, a uno de sus hombres
más fieles, Oscar Fernández, “Villa” o “Hugo”, panadero y después
textil, hijo de un maestro repostero. “Villa”, que creía en Posadas
como los creyentes creen en la virginidad de la Virgen y no se dis-
tinguía por su inteligencia ni tenía preparación política o base cul-
tural, naturalmente no pudo entender qué era el Estado mexicano
ni la importancia que Estados Unidos le atribuía a su territorio y
a la estabilidad del gobierno local, idealizó la aparente legalidad
y subestimó por completo la vigilancia en el reclutamiento y la
necesidad de asegurar el funcionamiento clandestino del aparato
central y, sobre todo, del sector que trabajaba en el seno del ejérci-
to. Posadas, durante una breve visita a México, se movió también
con el mismo descuido y sin precauciones reales y cada una de sus
actividades fue controlada por los servicios de seguridad militares,
como se reveló posteriormente.
El joven y pequeño partido trotskista mexicano –el POR (t),
dirigido por David Aguilar Mora, que con su compañera Eunice
Campirán serán asesinados en Guatemala– ayudaba entonces por
todos los medios posibles al M13 de Noviembre y le enviaba armas
y combatientes experimentados. En efecto, en el partido mexica-
no militaban entonces oficiales, suboficiales y algunos soldados de
unidades de élite, muchos de los cuales fueron a combatir junto
a sus hermanos guatemaltecos mientras otros les procuraban las
armas y las municiones tanto en el mercado negro como en los de-
pósitos militares. Ahora bien, aunque el Estado mexicano veía in-
cluso con buenos ojos el debilitamiento de la dictadura guatemal-
teca –pues México nunca quiso ser el jamón del sándwich entre el
poderío estadounidense en el Norte y las dictaduras al servicio de
Washington en el Sur y por eso había armado a Sandino en Nica-
ragua–, velaba en cambio por la unidad y disciplina de las Fuerzas
Armadas, que las deserciones llevándose las armas ponían en peli-
gro. Por consiguiente, como se comprobó mediante una publicación
oficial de la Secretaría de Gobernación (el Ministerio del Interior
mexicano), desde el comienzo de ese trabajo en el ejército nuestro
partido comenzó a ser infiltrado hasta su nivel más alto por los
servicios de inteligencia militares.
Por simple olfato le hice notar a Posadas, en la famosa reunión
de Montevideo de asunción de las riendas de la IV Internacional
en América Latina, que me llamaba mucho la atención que un
alto oficial mexicano de Aviación, secretario a cargo del partido y
supuesto revolucionario y desertor, viajase a Montevideo a una re-

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unión trotskista llevando su uniforme de gala en la valija, lo cual
hacía presumir que viajaba en misión oficial y que se presentaría
ante la embajada mexicana en Uruguay, ya que en ningún país un
oficial superior de otro país puede circular uniformado si no tiene
los permisos locales necesarios. Posadas, por supuesto, desestimó la
advertencia que atribuyó a desconfianza exagerada o al sectarismo
ante un militar “trotskista” y aumentó incluso su confianza en el in-
filtrado cuando en una reunión éste bailó elegante y graciosamente
La Bamba vestido con su uniforme… En abril de 1966, por supuesto,
la policía militar y política entró en la casa de la ciudad de México
donde dormían Adolfo Gilly (alias “Lucero”), Oscar Fernández, su
esposa Teresa Confretta (alias “Irma”) y otros compañeros y se llevó
a los tres argentinos y a un par de dirigentes mexicanos del partido.
Los detenidos pasaron siete años en la cárcel, sin proceso al-
guno, y ni sospechaban que podían haber sido seguidos o vigilados
y menos aún que estaban infiltrados. En la cárcel de Lecumberry
de alta seguridad Gilly aprovechó el tiempo libre de que disponía
sin peligro de ser interrumpido por una irrupción policial, para es-
cribir el que sin duda es su mejor libro y que le dio justa fama –La
revolución interrumpida–, pese a la contaminación posadista de
las primeras ediciones, después corregida en las posteriores.
Se planteaba entonces para la flamante dirección internacio-
nal en Montevideo la reorganización clandestina del partido mexi-
cano tras este golpe y la organización de la defensa jurídica y polí-
tica que debía arrancar de las cárceles a los compañeros presos, así
como la continuidad de la prensa partidaria. Posadas arregló con
los compañeros mexicanos que iría un militante que se presentaría
como Moisés, y “Moisés” fui, pues allí viajé a fines de 1966 elegan-
temente vestido, ostentando un elegante sombrero de fieltro gris
inclinado a lo Gardel y con un pasaporte argentino más falso que
un banquero del Vaticano…
En México al llegar sólo tomé contacto con cuatro compañeros:
J. A., un capitán de paracaidistas que había combatido en Guate-
mala, su compañera Ángeles (que aparecía como hermana de Li-
món, otro compañero sonorense) y Alfonso Lizárraga, “Joel”, joven
estudiante de Economía, muy inteligente, audaz y valiente, que es
hoy una figura importante en la educación superior en su estado
natal y sobre todo en su ciudad, Mexicali.
Contra todo lo que indican las normas más elementales de se-
guridad, la irresponsabilidad con la que me habían enviado, sin
siquiera dinero para cubrir las apariencias, me obligó a alquilar
un departamentito en un barrio popular y compartirlo con J. A.

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y Ángeles corriendo conscientemente el riesgo de que el primero
fuese reconocido y seguido. Ángeles, además, una mujer decidida
y enérgica pero de frágil y elegante aspecto y de largos cabellos
rubios muy poco comunes en México, era por su parte demasiado
visible en su papel de contacto con el resto del partido pero, como
dicen en México, “ni modo”, pues no existía otra opción posible.
Ya que mis fondos iniciales eran míseros y no podía cargar so-
bre un partido que carecía de medios financieros y dependía de
las cotizaciones de sus militantes, conseguí además trabajo en la
empresa de seguros de un ex comunista argentino, Carlos Pereyra,
que visitaba a los presos políticos y, por lo tanto, me daba informa-
ciones. Era un hombre solidario, instalado en México desde hacía
mucho, notable por su vocabulario más que “colorido”, incluso para
un porteño, y solía dar trabajo a compatriotas en la mala, de modo
que deduje que, a pesar de que sin duda lo seguían por sus idas a la
cárcel de Lecumberry, no era un contacto mucho más peligroso que
los otros que me veía obligado a tener. Su hijo y homónimo, Carlos
Pereyra, un estudiante de Filosofía que estaba siempre callado en
la mesa para no atraer los rayos del padre, sería diez años después
un destacado filósofo de la izquierda mexicana, para ese entonces
bastante desestalinizada…
Desde el punto de vista político, lo más fácil fue organizar la
salida regular del periódico, Voz Obrera, ya que sobraban los redac-
tores entre una base militante que, además de los militares, esta-
ba formada sobre todo por jóvenes profesionales y por estudiantes
destacados y brillantes en sus respectivos medios. El problema,
como siempre, era lo que Napoleón I llamaba “l’Intendance”, o sea,
el dinero que una vez encontrado, siempre por milagro, alcanzaba
apenas para un solo número de Voz Obrera o, como máximo, para
uno y medio, de modo que las finanzas funcionaban con un hipo
crónico y a los saltos, como sapo huyendo de un incendio.
Más difícil era cerrar el absceso en Guatemala producido por
la muerte de los dirigentes trotskistas, con el consiguiente debili-
tamiento de la influencia del PORt en el M13, y por la incautación
policial en México, en la detención de Gilly y sus compañeros, de
una fuerte suma en dólares proveniente de una operación en Gua-
temala y que debía dividirse en dos entre el M13 y la IV, cuya parte
debía ser destinada al abastecimiento en armas de los guerrilleros
guatemaltecos.
La presión antitrotskista de Turcio Lima, del gobierno cuba-
no y del PGT había agudizado en el propio M13 de Noviembre la
siempre latente desconfianza mutua entre los guatemaltecos y los

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mexicanos y, por lo tanto, había que retirar los militantes de nues-
tro partido antes de que los juzgasen y condenasen en seudoproce-
sos estalinistas telecomandados, una vez asesinado por la policía
guatemalteca Amado Granados, el contacto principal del M13 con
los cubanos y el trotskismo, él mismo militante del PORt. “Joel”
asumió esa delicada tarea viajando a Guatemala con gran valentía
(y casi sin recursos) y sin otra cosa que unas instrucciones que,
aunque correctas, eran sólo generales sobre lo que podría suceder
y lo que habría que hacer en tal o cual escenario posible.
Poco a poco, posteriormente, amplié mi círculo de contactos en
el partido incorporando al “chino” Chang, un estudiante de Econo-
mía sonorense de la UNAM muy valiente, y a Ferra, estudiante de
Filosofía de la UNAM también norteño y actualmente uno de los
profesores más prestigiosos de la Universidad de Chapingo. Por
supuesto, llegó el momento en que también tuve que reunirme con
el secretario general del partido, “Elías”, un teniente coronel (tras
la redada contra nuestro partido, un año después, lo ascendieron a
general mientras aplicaron sanciones a todos los demás militares)
que vivía supuestamente escondido en una casa semiabandonada
junto al río Churubusco, en una sala cuyos únicos muebles eran un
catre militar, donde el dormía, y un taburete, sobre el cual colocaba
ostentosamente una 45 reglamentaria. Ahí a veces Chang, acucli-
llado, hacía directamente en el piso un chop suey delicioso mien-
tras planificábamos actividades, redactábamos notas o informes,
decidíamos la actividad inmediata.
Debo decir que los informes que enviaba regularmente a Mon-
tevideo sobre mis sospechas –que se habían reforzado al ver que
las medidas de clandestinidad eran casi inexistentes o, más bien,
aparatosas pero ineficaces y destinadas a tratar de engañarme– no
recibieron respuesta alguna a este respecto ni, tampoco, la tuve en
lo referente a asuntos importantes, como la clausura de la inter-
vención en Guatemala o la constitución de un nuevo grupo de di-
rección con compañeros jóvenes. Eso no me sorprendió demasiado,
pues conocía la pereza intelectual de Posadas y la desorganización
que reinaba en el seguimiento de las actividades de otros partidos
y, además, sabía que él tenía conciencia de que no me contaba en-
tre sus incondicionales y, por lo tanto, después del fracaso de su
intento de influenciar en todo el continente con un éxito en Guate-
mala, ya no le daba demasiada importancia a lo que, al igual que
al partido mexicano, podría sucedernos.
En una de las reuniones en el caserón de Río Churubusco, con la
presencia sólo de Ferra y del teniente coronel secretario general, re-

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solvimos que yo iría a Poza Rica, una ciudad petrolera de Veracruz,
para participar en una escuela de cuadros con los militantes vera-
cruzanos, que eran numerosos y muy activos entre los petroleros.
En Poza Rica hacía muchísimo calor y decidimos, por lo tanto,
seguir conversando con el agua del río Cazones por la cintura tras
dejar nuestra ropa en la orilla. Sorpresivamente, la orilla del río
donde habíamos dejado las camisas y pantalones (y yo, bajo mi
camisa, mi 32) se llenó de policías que reclamaron que saliera del
río y me entregara y que dispersaron a la docena de compañeros
mexicanos que me rodeaban. Tuve que obedecer pues la alterna-
tiva consistía en intentar escapar río abajo, seguido por ellos, y
tratar de llegar, descalzo, semidesnudo y sin documentos ni dinero,
a la ciudad de México, distante más de 500 kilómetros.
Por fortuna, de Veracruz habían partido los revolucionarios
cubanos en el Granma, con la complicidad del jefe de la policía
política, el nacionalista capitán Fernando Gutiérrez Barrios, que
anteriormente les había hecho llegar la lista de los espías de Ba-
tista, y la simpatía por la revolución cubana era aún muy fuerte en
todo el estado veracruzano. De modo que uno de los policías que me
custodiaba en la casa donde me llevaron me dijo que había visto
cómo yo tapaba mi 32 con la camisa y había notado que, cuando
tuve que vestirme, tomé la de otro compañero en el cual nadie se
fijaba para que no me atribuyesen esa arma y sostuvo que no había
dicho nada porque era partidario de la revolución cubana. Pienso
que no mentía.
Los policías me preguntaron durante tres días, bastante bu-
rocráticamente, cuál era mi domicilio y durante tres días les di
direcciones falsas para dar tiempo a los compañeros del Distrito
Federal a limpiar la casa y a ubicar en otro lado seguro a J. A. y a
Ángeles.
Por eso y para presionarme psicológicamente, el capitán a
cargo de la custodia y del interrogatorio –a decir verdad, siempre
bastante tranquilo– me llevó a un cuartel en Poza Rica y me colocó
contra una pared de un patio frente a un pelotón dispuesto como
para un simulacro de fusilamiento. Mientras el capitán hablaba
en un rincón con el teniente al mando, se me acercó lentamente un
soldado y me preguntó “¿por qué te apresaron, compadre?”. Le res-
pondí de inmediato y a toda prisa que por luchar por la tierra para
los campesinos, por un gobierno obrero y campesino, por la defensa
del petróleo mexicano y por aumentos generales de salarios, y él,
mientras volvía a su formación, masculló un elocuente “¡hijos de la
chingada!”. Mi cálculo político, por supuesto, excluía la posibilidad

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de un fusilamiento o incluso un simulacro de fusilamiento en un
cuartel mexicano en el México de 1967, pues lo “normal” –sobre
todo con los extranjeros– era suprimir las molestias y presentar
todo como accidentes o vulgares hechos de crónica roja. Por lo tan-
to, estaba tranquilo pero la actitud del soldadito me hizo pensar,
absurdamente, que al menos él no dispararía en el caso de que yo
estuviera equivocado.
Naturalmente, allí no pasó nada. Pero por la noche me trasla-
daron a México sentado en la parte trasera de un automóvil junto
a un “tira” patibulario y seguido a cierta distancia por un alto jefe
de la policía política que manejaba otro coche junto a una rubia
sacada de un cabaret veracruzano de novela policial. Ahí sí temí
ser arrojado al camino para ser pisado por el coche de atrás y has-
ta me imaginé los títulos en las páginas internas de los diarios
sobre un turista argentino atropellado por desconocidos. Viajé, por
consiguiente, toda la noche agarrado a la puerta para arrojarme
del coche en marcha ante el primer movimiento sospechoso. Pero,
llegado a la ciudad de México, me obligaron a bajar la cabeza hasta
casi el piso y un policía viejo me recibió como quien acusa recepción
de un paquete, le dijo al que me conducía que, por el modo en que
llevaba la pistola en el centro de su abundante panza y en el medio
del cinturón, un día “se daría un tiro en los huevos”, y me dijo que
podía tirarme al piso, para dormir, debajo de algún escritorio, cosa
que hice.
Allí comenzó mi período de desaparecido pues ni el partido
mexicano, ni los abogados que éste movilizó ni el partido argenti-
no supieron en ningún momento dónde estaba. Como detalle debo
agregar que, en vez de seguir el sabio consejo de wait and see y de
esperar un poco, la dirección posadista argentina decidió procla-
marme anticipadamente mártir y convocó a mi compañera para
decirle que no se sabía dónde estaba y que se preparase para lo
peor, pues había rumores de que yo había sido fusilado. Sólo faltó
que alguno le regalase a Anaté un pañuelo de viuda con ribetes
negros…
La cosa, sin embargo, como decía un humorista italiano, era
grave pero no seria. El jefe de la jauría era un hombre rubión,
bajito, que tenía en la solapa un botón con un tigre, al igual que
sus hombres, y cuando se movía, encabezaba el pelotón y, mientras
hacía un ostentoso signo de que lo siguiera, voceaba “¡A mí, mis
tigres”, cual nuevo Sandokan en un Mompracem chilango.
Este Miguel Nassar Haro había golpeado a Adolfo Gilly y a
Oscar Fernández y pocos años después sería famoso por la creación

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del grupo de asesinos políticos llamado Brigadas Blancas, por su
salvaje represión a los guerrilleros y la izquierda y por sus torturas
y asesinatos hasta que terminó preso en Estados Unidos por robar
y exportar autos de gran marca…
Mientras estaba tirado en el piso de sus oficinas, de las que
me sacaban sólo para recibir mejor a los agentes de la CIA y a
sus informantes locales, llevándome al laboratorio donde reinaba
el médico que había estudiado el cerebro de Trotsky, intentaron
sonsacarme datos. Me mandaron primero a un capitán de caballe-
ría que admiraba mucho el polo argentino y se vanagloriaba de ser
amigo de los integrantes del equipo de El Trébol, en ese entonces
mundialmente famosos. Después, a un ex comunista, al cual le di
la dirección de la casilla postal de la Revista Marxista Latinoa-
mericana en Montevideo y el nombre del compañero Naguil, su
director legal. Creyó haber obtenido un dato precioso pero al día si-
guiente anduvo todo el tiempo con cara de avergonzado pues todos
le habían reprochado haber conseguido un dato de dominio público
y lo ridiculizaban llamándole Sherlock…
Nassar Haro decidió entonces recurrir a sus métodos y en su
oficina todos sus sabuesos, en círculo en torno a mi persona, co-
menzaron a ladrarme y a darme golpes, amenazándome con po-
nerme Pentotal y pegándome con las esposas. Decidí entonces
apostar a la sorpresa y al nacionalismo mexicano y les grité: “¡Qué
están haciendo! ¡Miren por la ventana!”. Detuvieron su show y con
verdadero estupor preguntaron “¿qué se ve?”. Sin darles tiempo
a reaccionar les dije: “¡El Monumento a la Revolución! ¿Conocen
ustedes algún monumento al Antiguo Régimen? ¿Conocen algún
policía porfirista o huertista? No hay ni uno aunque hay decenas
de viejos revolucionarios. ¿No ven que están del lado de los perde-
dores? Además, Estados Unidos prepara una guerra. ¿Creen que
en ese caso no se va a apoderar del petróleo mexicano? ¿Qué ha-
rían entonces como oficiales mexicanos?”. Nassar Haro se irguió
en toda su escasa estatura detrás de su enorme escritorio y declaró
solemnemente: “¡Cumpliría con mi deber de patriota mexicano!”, lo
que dio pie a mi réplica: “¿No ve que no tiene ninguna lógica? Me
están golpeando por decir que hay que hacer hoy lo que usted dice
que haría mañana…”. Tras un momento de vacilación. El “tigre
jefe” cometió un error que me dio la posibilidad de confundirlo:
se tendió por sobre la mesa mientras estiraba la mano hacia mí
diciendo “¡me gustan los hombres!”, de modo que pude decirle “¡va
por muy mal camino!”, provocando las risotadas de sus tigres que
festejaron el mexicanísimo albur.

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Desde entonces no me tocaron ni un pelo. Supe después que
esa misma noche, a sugerencia de Gutiérrez Barrios, decidieron ex-
pulsarme del país en vez de mandarme a la cárcel de Lecumberry a
hacer compañía a aquellos por los que había llegado a México para
sacarlos de ahí… De modo que al día siguiente, el capitán polista y
un sargento me acompañaron a la cárcel de extranjeros. En un mo-
mento del viaje, el subalterno preguntó: “¿Le echamos gasolina, mi
capi?” y el superior asintió. Entonces, con voz suave, les pregunté
si ellos debían pagar el combustible. Ante la respuesta afirmativa,
les pregunté nuevamente cuánto ganaban y comparé esa cantidad
con el sueldo de un empleado bancario, agregando “¡Pero les pagan
muy poco por un trabajo tan insalubre… Porque, si me muerde un
perro, sin duda voy a protestarle al dueño pero antes, si puedo, me
sacaré de encima al animal aunque sea a patadas!”. Ni lerdo ni pe-
rezoso, el sargento hizo notar: “le dijeron perro, mi capi”. El perro,
rojo y silencioso, siguió manejando hasta que me depositó en lo que
sería mi último domicilio en México (en 1967).
En la cárcel me metieron en una celda solitaria de dos metros
cincuenta por dos metros, cuya única apertura, enrejada y sobre
la puerta blindada, estaba a más de dos metros de altura. Por su-
puesto, no había ni agua ni servicio higiénico alguno, de modo que
a la suciedad natural provocada por la transpiración y el polvo de
los pisos sobre los cuales dormía se agregó durante muchos días
la de este encierro en un lugar maloliente (pues hacía mis nece-
sidades en un rincón). Para mantenerme activo boxeaba con mi
sombra, caminaba los pocos pasos que ocupaba la celda una y otra
vez y me colgaba de la ventanilla para cantar a voz en cuello todas
las canciones revolucionarias que conocía, de modo que los otros
presos dedujesen que allí estaba encerrado un revolucionario… o
un loco melómano.
Esa táctica fue fructífera porque desde lejos un preso me sa-
ludó puño en alto, lo que permitió hacerle señas de que me diese
papel y lápiz. El preso –que resultó ser un ladrón peruano que
expulsaron hacia su país– se ingenió para darme un pedacito de
papel y un lápiz pequeñísimo en un pan que le pidió a un pobre
estadounidense loco que me arrojase y supe después que le dio du-
rante una visita mi nombre y la dirección de los abogados de Gilly
y los otros compañeros a su propio abogado.
De plantón debajo de mi ventana enrejada, al comienzo colo-
caron a un joven guardián que había intentado emigrar a Estados
Unidos varias veces y siempre lo habían deportado y que era hijo
de un carpintero de Coyoacán que lo llevaba, cuando era niño, a

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ver a Trotsky las veces en que éste salía de su búnker. Al cabo de
tres días, como resultado de las conversaciones que manteníamos,
lo reemplazaron por un viejo que había sido siempre soldado de
los perdedores durante el proceso de la Revolución pues combatió
por Huerta y por Carranza y vivía de una jubilación miserable que
completaba con sus servicios de guardiacárcel… y de informante
de lo que decían y hacían los presos a su cargo.
Pasaron así los días hasta que una noche recibí un llamado
telefónico y escuché una voz que me decía: “¡Soy el licenciado Luis
Echeverría Álvarez, secretario de Gobernación! Le comunico que
México le expulsará mañana…”. Ahí le interrumpí diciéndole: “Me
entregarán entonces a una dictadura militar argentina. Además,
¿me robarán los 300 dólares que tenía como les robaron a Gilly,
Fernández y demás compañeros?”. El funcionario, que después se-
ría presidente de México, sólo atinó a decir: “Pe…, pe…” antes de
enfurecerse y agregar “¡y dígale a quien le envió que el próximo
saldrá con los pies por delante!”. Corté la comunicación y esa fue la
última voz oficial que escuché en mi estadía.
Mejor dicho, la penúltima, porque al día siguiente vino un te-
niente coronel de caballería, con uniforme de gala, a recogerme en
su jeep. Al verme –y sobre todo olerme– me preguntó extrañado
“¿Por qué lo deportan?”, ya que los ladrones o vendedores de droga
que cualquier país expulsa están siempre correctamente vestidos
y no huelen a chiquero. Como al soldadito veracruzano, le expliqué
brevemente los motivos y él, indignado, frenó el jeep y dijo: “¡soy
hijo de un general que combatió junto a Genovevo de la O!” (un
famoso general zapatista) ¿Conoce el monumento a Zapata?”. Por
supuesto que lo conocía, pero le dije que no y allí me llevó a verlo
mientras agregaba que no se había ido con el Granma porque ese
día se casaba y me invitó a conocer a su esposa.
Su casa, limpita y coqueta, tenía algunos libros, lo que era bue-
na señal, y su esposa era muy cordial. Tomé con ellos un té, sentado
en la puntita de una silla tapizada en raso para no mancharla y,
en cierto momento, le dije tímidamente: “Mi teniente coronel, ¿no
se nos va a ir el avión?” y él, sin ver el lado cómico de la pregunta,
respondió muy serio que no.
En efecto, salimos como cohete en su jeep que nos dejó en me-
dio de la pista, junto a la escalerilla de un avión de Avianca, la
compañía colombiana. Allí cambió completamente de actitud. Se
puso en posición de firmes, evarado como si se hubiera tragado un
palo, y recitó con voz oficial artículos del Código Penal según los
cuales no podría volver jamás a México si no conseguía previamen-

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te un permiso escrito de Gobernación, so pena de cumplir 18 años
de cárcel. Una vez vomitados literalmente esos artículos, se aflojó
como movido por un resorte y me abrazó exclamando “¡que le vaya
bien compañero!” y me acompañó escaleras arriba para darle mis
documentos al steward y presentarme al mismo, que me miraba
tal como se suele observar una araña peluda.
Por supuesto, lo primero que hice fue pedirle una máquina de
afeitar al elegante y visiblemente homosexual tripulante que me
miraba horrorizado y en cuyo rostro se leía la urgencia de estar lo
más lejos posible de ese extraño y maloliente pasajero. Fui al baño
del avión, me lavé el cuerpo todo lo que pude y comencé a rasurar-
me. Pero, estúpidamente, lo hice de un lado solo y desde arriba ha-
cia abajo. Como la barba además de enmarañada estaba inmunda,
a mitad del recorrido, cerca ya de la barbilla, la máquina se quemó
y el steward juró que no tenía otra. De modo que desembarqué en
Bogotá con media cara limpia tapándome con la mano la otra me-
dia cara de Barba Azul y así fue reembarcado hacia Buenos Aires,
con escala en Lima.
Por fortuna, en la capital peruana subió una promoción de la
Facultad de Ingeniería de La Plata que, como premio, había viaja-
do a Japón y estaba de vuelta. Le expliqué mi situación a mi vecino
de asiento y le rogué una maquinita de afeitar clásica, con hojas de
acero, de modo que pude terminar de afeitarme.
Íbamos hacia el verano porteño, terriblemente caluroso, lo cual
justificaba que estuviese en camisa. Eso me salvó. Porque cuando
llegamos al aeropuerto de Ezeiza, en la pista estaba concentrada
una pequeña multitud que gritaba sin cesar “¡llegaron los mucha-
chos!”. Me apresuré a mezclarme con la gente y a salir gritando y a
los saltos hacia la autopista mientras el piloto colombiano tomaba
su tiempo para darle mis documentos a la policía local.
En la autopista comencé a hacer dedo hasta que vi acercarse
dos luces potentes. Era la policía que, dada la hora –las cuatro y
media de la mañana–, creyó que era un obrero que se preparaba
para el turno mañana, que comienza a las 6. Les pedí que me die-
ran un pasaje hasta Liniers para ir a trabajar a Ciudadela, en la
provincia de Buenos Aires, aunque iba en realidad al Barrio Norte
de la Capital, y les agradecía mucho cuando me depositaron en los
límites entre la capital y la provincia, a casi 20 kilómetros de mi
casa.
A marchas forzadas recorrí esa distancia y cerca de las ocho me
presenté en casa de mi padre, con tres pedidos: “dejame darme una
ducha, dame una camisa y ropa limpia, medias y zapatos y olvidate

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que me viste, porque oficialmente desde hace un año que no sabés
dónde estoy”. Comprendiendo la urgencia de mis necesidades, mi
padre preparó todo y le agregó al traje que me dio doscientos pesos
de ese entonces. Así cerré felizmente mi episodio mexicano, expul-
sado de México como Vito Durich y convertido de nuevo en Buenos
Aires en el otra vez semiclandestino Guillermo Almeyra.
Tal como se podía esperar, poco después llegó la noticia de la
detención en México por largos años, siempre sin proceso, de Al-
fonso Lizárraga, posteriormente de su cuñado, el hoy prestigioso
economista especialista en la industria petrolera Francisco Colme-
nares, entonces brillante dirigente estudiantil adolescente de una
Preparatoria, y de otros compañeros. Por supuesto, nadie tocó a los
supuestos “desertores” miembros o informantes de la Inteligencia
militar, pero sí a otros valiosos oficiales, que fueron castigados en-
viándolos a guarniciones perdidas. En cuanto a mi informe oral y
escrito, entregado directamente en Montevideo, no mereció comen-
tario ni decisión alguna…

***

Aquí debo consignar otro motivo de roces políticos con Posadas.


En 1965 –“el año en que Guevara estuvo en ninguna parte” pues
tras su derrota política en Cuba en la discusión económica con los
prosoviéticos y su crítica a los países “socialistas” en el Discurso
de Argel había quedado en minoría–, la CIA y los comentaristas
políticos reaccionarios comenzaron a decir que el “Che” había sido
asesinado en Cuba en una discusión con Fidel. Posadas no sólo
creyó esa versión sino que la propaló y sus seguidores lo imitaron,
lo cual provocó, como es lógico, una ola de fundadas protestas cu-
banas contra esa calumnia.
Yo sostuve entonces que la misma era absurda no sólo porque
Fidel Castro había tomado partido tibiamente por las posiciones
del Che en la discusión de éste y Mandel contra Charles Bette-
lheim y los estalinistas cubanos sino, sobre todo, porque en La
Habana no se practicaba el método de la eliminación física de los
revolucionarios disidentes (o de ex comandantes adversarios, como
Gutiérrez Menoyo u otros), aunque el encarcelamiento de nuestros
camaradas cubanos condenados a largas penas “por leer El Capital
sin permiso del Partido” mostraba que las concepciones imperan-
tes en la Unión Soviética comenzaban ya a infectar la vida cubana.
Por lo tanto, en mis artículos, que comencé a firmar para que el
que supiera leer entre las líneas viera las diferencias en los mati-

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ces, ni mencioné la supuesta muerte trágica de Guevara en Cuba.
Hasta que a mi vuelta a Buenos Aires, a principios de 1967, el
director de Nuevo Teatro Pedro Asquini, compañero entonces de la
gran actriz y directora teatral Alejandra Boero, con la que había
impulsado el teatro independiente en la Cuba revolucionaria, con-
siguió contactarme no sé cómo y me dio cita en el céntrico Café de
la Paz, en la calle Corrientes y Paraná, en la zona de los teatros,
donde él era habitué…
Allí le dije que ese café era como el diario Clarín, el de mayor
“tiraje” de Buenos Aires, por la relación siempre desproporcionada
entre tiras y consumidores comunes y que era una temeridad dis-
cutir allí nada serio. Asquini, muy excitado, se excusó diciendo que
el Che estaba en Bolivia y quería que Juan Gelman, que acababa
de romper con el Partido Comunista, y yo mismo nos integrásemos
a la guerrilla y, si fuese posible, llevásemos gente muy cercana, ya
que no confiaba sino en muy pocos de sus acompañantes y menos
aún en sus “asesores”, como Régis Debray, impuesto por Fidel Cas-
tro. Por supuesto, le respondí lo más brevemente posible que iba
a informar de su propuesta pero que, desde ya, consideraba que
la aventura boliviana estaba atada con hilitos de tela de araña, a
juzgar por el lugar y forma en que buscaba reclutar… Añadí tam-
bién que lo mejor que podía hacer el Che en lo que respecta al PC
boliviano era mantenerse lo más lejos posible del casi seguro beso
de Judas, ya que ese partido era uno de los más prosoviéticos y
antiguerrilleros de América Latina, y le expliqué que era imposi-
ble encontrar a Gelman que, por lo que me habían dicho, circulaba
armado por temor a ser asesinado por el gobierno o por el partido
comunista.
Aquí acabó la reunión, muy breve por razones obvias, y no vol-
ví a ver jamás a Pedro, que era un buen amigo. Naturalmente,
informé a Posadas sobre la presencia del Che en Bolivia pero, como
a éste lo había declarado muerto hacía tiempo, no recibí ninguna
respuesta, como era ya habitual en el caso de este tipo de informes
que él consideraba de aguafiestas. Cuando publicaron unos meses
después las fotos del Che tendido como el Cristo de Mantegna para
su exhibición, Posadas sostuvo que la patraña continuaba y que lo
que mostraban era solamente un sosias…

***

Los acontecimientos, todos importantes, se empujaban unos a


otros y los meses parecían días mientras se acumulaban las ten-

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siones a escala mundial que provocaron los estallidos del 68. La
historia “grande”, también, se sobreponía a la pequeña, a la de las
vicisitudes personales y de la tormenta en el charco de ranas del
apenas nacido y ya esclerosado posadismo.
1968 fue, en efecto, el año de la ofensiva victoriosa del Tet de
los vietcongs en febrero de ese año, el de la rebelión obrero-estu-
diantil de mayo en París, el de la rebelión obrera e intelectual y
la ocupación de Checoeslovaquia, el de la protesta universitaria
duramente reprimida en México, en octubre, el de los movimientos
tumultuosos de obreros y estudiantes en Argentina y Brasil. Fue
un año que condensó décadas y cambió el curso del mundo.
En enero de 1968 fue nombrado secretario general del partido
checoeslovaco el eslovaco Alexander Dubcek, que desde 1960 exi-
gía cambios liberalizadores en el partido y en el régimen. Dubcek
proclamó ente otras cosas la igualdad entre checos y eslovacos y
la legalidad de todos los partidos que defendieran el socialismo
(después de la guerra los socialistas de izquierda, mayoritarios,
se habían fusionado con los comunistas, que eran fuertes en el
movimiento obrero pero tenían menos influencia y habían sido
absorbidos por el partido comunista estalinista). Brezhnev empe-
zó entonces a presionar en febrero y en julio las tropas del Pacto
de Varsovia realizaron maniobras generales en Checoeslovaquia,
amenazando con la ocupación, que se realizó en agosto, cuando el
partido comunista local reunió su congreso clandestinamente y en
la resistencia.
En la República Checa había existido siempre una importante
burguesía (en Lima yo mismo había vivido en caso de unos Bata) y
esa, aunque no tenía voz propia, hacía oír sus reivindicaciones por
medio del ala derecha del partido comunista y, más concretamente,
del economista Otta Sik. Hay que decir también que el estalinis-
mo durante los años cincuenta había reprimido sangrientamente
como trotskista-titoísta-sionista (!) una oposición “de izquierda” en
la dirección partidaria (el secretario Rudolf Slansky, Arthur Lon-
don y otros combatientes en las Brigadas Internacionales en Espa-
ña y en la resistencia antinazi), que se oponían a la estalinización
del partido. Existían pues, en el país, una lucha interburocrática,
entre estalinistas y comunistas más democráticos, una lucha na-
cional, entre checos y eslovacos (los cuales eran mayoritariamen-
te católicos y campesinos) y entre checos y soviéticos, la lucha de
clases entre la burguesía mundial junto a sus restos nacionales y
los regímenes burocratizados que se decían “socialistas”, una lu-
cha popular democrática y antiburocrática contra los jerarcas so-

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viéticos y checos y contra la asfixia en la literatura y las artes y,
naturalmente, y como una capa de plomo que se sobreponía a todo,
la batalla geopolítica entre Moscú y Washington (que ya había in-
tentado antes hacer de Checoeslovaquia su punta de lanza para la
extensión del Plan Marshall a Europa oriental todavía no “socia-
lista” pues la URSS buscaba crear allí “democracias populares” con
los partidos burgueses locales). En esa compleja situación era fácil
tomar una parte por el todo y eso es lo que efectivamente sucedió.
Fidel Castro, por ejemplo, apoyó sin reserva alguna la invasión
soviética y de sus aliados a la Checoeslovaquia comunista indepen-
diente (sentando de paso un funesto precedente para el futuro de
Cuba al aceptar tácitamente la idea brezhneviana de la “soberanía
limitada” que en el caso cubano ponía a Cuba permanentemente
bajo la amenaza yanqui) pues creyó que había que impedir que el
país invadido volviera al capitalismo y así reforzó, sin preverlo ni
desearlo, la brutal influencia de los métodos y concepciones estali-
nistas soviéticos en Cuba misma, cerrando definitivamente el capí-
tulo de las justas críticas del Che (y de él mismo) a los seguidores
de Stalin.
Posadas olvidó momentáneamente una tesis grosera que venía
desarrollando apoyándose en lo que había dicho Trotsky sobre la
invasión de Finlandia, tesis según la cual a medida que aumenta-
ba el choque con el imperialismo la URSS iba a tender a homoge-
neizar con su sistema político-económico las regiones aledañas al
mismo que primeramente se contentaba con tener como Estados
satélites. Esa era su teoría de la “regeneración parcial” de la bu-
rocracia soviética, desmentida por otra parte por todos los hechos
cotidianos. Ante los acontecimientos en Checoeslovaquia argumen-
tó, correctamente, que no existía ningún peligro de “retorno al ca-
pitalismo” de un país que jamás había salido del mismo y que lo
que había era una lucha entre diferentes corrientes nacionales (y
nacionalistas) del estalinismo en la que éste era quien estaba en
peligro. Rechazó pues la invasión del Pacto de Varsovia.
En Argentina, en cambio, Ángel Fanjul (“Heredia”) y yo mismo
(“Manuel”), principales dirigentes del principal partido trotskista-
“posadista” en escala mundial, nos sentimos fuertes –quizás alen-
tados por los vientos mundiales– y teorizamos por nuestra propia
cuenta. Los resultados fueron nefastos ya que, contrariamente a
la posición que yo había tenido en 1956 con respecto a Hungría, y
apoyándonos en esas posiciones de Posadas defendimos la inter-
vención armada en un país “socialista” para imponer con las ba-
yonetas la caricatura de socialismo de marca soviética. El ataque

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fulminante de Posadas, mediante emisarios del partido uruguayo,
nos dejó enseguida en minoría en nuestro propio partido, que se
negó a discutir la cuestión y nos sancionó con la suspensión de la
militancia por un año y la pérdida de las posiciones de responsabi-
lidad tanto en la organización como en su prensa.
Alberto Pla y su compañera Guillermina Delgado ya se habían
ido del partido en puntillas, ante la creciente ola de barbarie políti-
ca. Yo estaba a cargo de pasarle la prensa partidaria y de conversar
con él, de modo que fui a su casa a analizar el caso de Checoeslova-
quia con el resultado de que terminó por convencerme de lo que ya
discutía in petto desde hacía días. Acepté pues la resolución –nada
democrática, por cierto– del nuevo Buró Político nombrado a dedo
por Posadas desde el exterior, pero sin hacer la humillante y auto-
denigratoria “autocrítica” general que me exigían, limitándome a
reconocer mi error y a recordar que, en el caso húngaro en 1956, yo
había convencido a la dirección del partido uruguayo a abandonar
su apoyo a la invasión de Hungría y al aplastamiento de los conse-
jos obreros, sin que se hubiera decidido sanción alguna contra esos
compañeros, que rectificaron su error.
No quise con eso minimizar la gravedad de mi posición super-
ficial e impresionista, de la cual me avergüenzo aún hoy, a casi me-
dio siglo de distancia. Fue un error gravísimo pues en la posición
adoptada junto con Fanjul le habíamos dado un cheque político en
blanco a la burocracia soviética, habíamos creído siquiera un mo-
mento en su intención de defender un “socialismo”, por otra parte,
inexistente en el país invadido, cuando el Kremlin era mundial-
mente antisocialista, y además habíamos desestimado gravemente
la lucha democrática y los derechos nacionales frente al naciona-
lismo granruso, en contra de todo lo que Trotsky había defendido
durante años y yo me había cansado de repetir.
Como consecuencia de mi error político pero, sospecho, más
que todo de mi oposición a Posadas (que en este caso, para colmo,
tenía razón) pasé de inmediato a la categoría de paria, lindera casi
con la de maldito, y sólo mi visitó a partir de entonces un miembro
de la nueva dirección, el médico Gregorio Sosensky, un militante
enérgico y honesto pero sin ninguna formación marxista ni lectu-
ras anteriores, quien me recomendaba “estudiar las Obras Com-
pletas de Posadas” sin darse cuenta de mi ironía cuando le respon-
día que ahora, por suerte, tenía más tiempo para releer a Marx y a
Trotsky y que esperaba, además, que Posadas viviese muchos años
más para que sus Obras Completas actuales resultasen aún más
incompletas… Lo más duro en ese período fue en realidad tener

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que soportar todos los días las exhortaciones conmovidas y since-
ras de mi mujer a que cediese ya que me revelaban las presiones
que ella debía soportar por mi culpa sin contar, como yo, con un
cuero muy duro y espeso, casi de tortuga, una formación marxista
y, particularmente, viejos antepasados gallegos y vascuences que
sustentaban mi tozudez.
Por otra parte, en mi nueva situación no ahorraba las críticas
a las barbaridades políticas y teóricas de sus verdugos psicológicos,
como el envío de una corona de flores al funeral de Augusto T. Van-
dor, agente del capitalismo y de Onganía en el movimiento obrero,
a quien ellos veían nada más y nada menos que como precursor
político de un partido obrero basado en los sindicatos independien-
te, o sea, ¡de un instrumento independiente y anticapitalista de los
trabajadores! Esas críticas, según la mejor tradición posadista, no
recibían por otra parte respuesta.
Así estaban las cosas: yo cotizaba pero no militaba y seguía una
vida muy “peronista”, de casa al trabajo y del trabajo a casa, en la
que estudiaba los clásicos marxistas, seguía con pasión los aconte-
cimientos de ese ardiente 1968 en Argentina y en el mundo, que me
templaban el ánimo, leía algo sobre economía e historia argentina y
me divertía cocinando la frugal comida diaria de aquel entonces, ba-
sada en carne, verduras, siempre carne, ensaladas, de nuevo carne y
frutas y que excluía tanto el pescado (vivíamos en un suburbio obre-
ro en el que no había pescaderías) como la pastasciutta, que todavía
no sabía que estaba por entrar en mi horizonte…

***

Ese año Posadas organizó en el balneario uruguayo Shangri La


una escuela de cuadros. Como se creía solo en el mundo y no tenía
en cuenta el peso de los acontecimientos mundiales en su entorno
inmediato no se le ocurrió qué pensarían los habitantes del lugar
ante una invasión de decenas de jóvenes que se concentraban en un
chalet de recreo ni sospechó que la policía local podía tomar cartas
en el asunto. Vivía en Uruguay pero ni siquiera se dio cuenta de que
ese año la política uruguaya había sufrido un profundo cambio, que
se habían fracturado tanto los batllistas como los socialistas, que
habían nacido las guerrillas, que la policía estaba espantada pues
registraba el primer secuestrado por éstas, y no vio tampoco que el
vicepresidente convertido en presidente Pacheco Areco estaba im-
plantando el pachecato, o sea, un gobierno policial “en proceso de
rodaje” que prepararía el golpe de Estado de 1973.

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El resultado fue un allanamiento y el encarcelamiento de Po-
sadas, Alberto Di Franco, “Rovira” y otros ciudadanos argentinos a
los que el gobierno, para no entregarlos a Onganía, quiso mandar
a Chile, entre otras cosas gracias a gestiones urgentes del entonces
senador socialista Salvador Allende.
En Santiago de Chile esperaba, sin embargo, la policía política
y la CIA que rechazó violentamente los alegatos en defensa de los
derechos humanos que hizo allí en la pista del aeropuerto el (como
yo suspendido del partido) abogado de los presos, Ángel Fanjul, y
pasó a las maneras fuertes. Los deportados –menos Posadas, ate-
rrorizado– se tiraron al suelo negándose a ser devueltos a Mon-
tevideo, las azafatas de Air France, influidas por el mayo francés,
rociaron de gritos de “¡salauds!” o “¡cochons!” a los tiras locales y
estadounidenses y, por último, los presos subieron al avión como
héroes y fueron homenajeados con champagne por el capitán de la
aeronave y la tripulación.
“Ernesto”, un excelente amigo y compañero que entonces era
algo así como un brazo derecho de Posadas, me contó después, di-
vertido, cómo fue la extradición tragicómica de ambos y otros a Ita-
lia, de la cual eran oriundi y, por lo tanto, potencialmente ciudada-
nos (cosa que Posadas ignoraba ya que temía que serían enviados
a un campo de concentración para extranjeros).
La escena fue la siguiente: Una vez en el aeropuerto romano
de Fiumicino les esperaba un grupo de posadistas semidisfraza-
dos, con sombreros y anteojos negros… y nadie más, con excepción
del personal normal de Migración. Para despistar a los seguidores
(que no existían sino en los temores de Posadas) habían arreglado
que un auto les dejase en la puerta principal de una iglesia romá-
nica que tenía otra puerta en la fachada posterior y que había sido
utilizada durante la ocupación nazi por los partigiani para burlar
a la policía alemana (cosa que la italiana sabía, por otra parte, de
memoria). En esa puerta trasera les esperaría otro automóvil para
llevarles a la casa donde se alojarían.
Sólo que no tuvieron en cuenta que ese día la iglesia estaba ce-
rrada. Todo terminó pues all’italiana, como en Los desconocidos de
siempre cuando los ladrones derriban “científicamente” una pared
que debía dejarles entrar en un banco para encontrarse, en cambio,
en la cocina de la casa del otro lado y terminar comiendo albóndi-
gas del día anterior…

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XII

Militante con turbante y futa

Cuando Gamal Abdel Nasser nacionalizó en 1956 el Canal de


Suez, el imperialismo inglés, que algo entiende de geopolítica, tuvo
que empezar a revisar su política en la zona.
Desde 1963 el Reino Unido llevaba una costosa e infructuosa
lucha contra las guerrillas nacionalistas en Adén y Hadrahmaut,
su protectorado de Yemen del Sur y sede de un sultanato a su ser-
vicio, hasta que comprendió que ese territorio era indefendible y
se retiró del mismo. Nació así en 1968 la independiente República
Democrática de Yemen y, en 1969, en la lucha interna por el po-
der triunfó el ala socialista organizada bajo el nombre de Frente
Nacional. La misma cambió el nombre al país, que pasó a llamar-
se República Democrática Popular de Yemen del Sur y estableció
relaciones tanto con la Unión Soviética como con Cuba, China y
Corea del Norte, cuyas líneas respectivas coincidían en muchas
menos cosas de las que divergían.
El Partido Socialista de Yemen era el ala más extrema del Mo-
vimiento Nacionalista Árabe y había hecho traducir al árabe, en
Beirut, La Revolución Permanente, de León Trotsky, la única obra
en esa lengua del revolucionario ruso por esos años. Era un par-
tido laico –al igual que el nuevo Estado–, independiente del Egip-
to nasserista que por algún tiempo estuvo unificado con Yemen
del Norte, donde la influencia tribal y de Arabia Saudita era muy
fuerte, y que tenía pretensiones hegemónicas panárabes. También
lo era tanto del Baath iraquí como del Baath sirio, a cuyos repre-
sentantes expulsó, así como al delegado de Al Fatah, demasiado
derechista, y mantenía en cambio lazos estrechos con el Partido
Democrático de Liberación de Palestina de Nayef Hawatmeh y
con el Frente Popular de Liberación de Palestina, de Georges Ha-
bash, o sea, con la izquierda revolucionaria y laica del movimiento
palestino.

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El líder del partido y de la guerrilla había sido Abdel Fattah
Ismaïl, joven dirigente, de menos de cuarenta años de edad, de
los obreros de la refinería de petróleo de Adén y del movimiento
sindical sudyemenita, y la dirección del partido estaba igualmen-
te compuesta por gente joven, probada en la lucha revolucionaria,
educada durante la tradicional emigración de los obreros yeme-
nitas a Inglaterra o, en algunos casos, en las aulas francesas, a la
cual se agregaban dirigentes tribales o beduinos y en sus filas se
mezclaban influencias trotskistas, maoístas, prosoviéticas y hasta
procubanas.
Un rasgo distintivo de la revolución en Adén y del partido era
que durante la guerra de liberación contra los ingleses y las tropas
del Sultán las mujeres se habían destacado mucho como comba-
tientes y el sector femenino del partido, por lo tanto, era numeroso
y radical no sólo medido según los raseros habituales en el mundo
árabe sino también a escala mundial.
Pues bien, el Ministro de Relaciones Exteriores de la RDPYS,
Alí Salim al Beidh –que después sería presidente de la República
tras la muerte de Abdel Fattah Ismaïl en una guerra civil en 1980
y hoy está asilado en Beirut– había tomado contacto en Londres
con el secretario general de nuestro pequeño partido inglés, quien
le había sugerido que la IV Internacional (obviamente, posadista)
podía ayudar en la construcción de un Estado revolucionario y en
la educación socialista de los cuadros, cosa que el ministro había
aceptado con entusiasmo, pero sin firmar acuerdo ni compromiso
alguno.
Posadas consideró, sin embargo, que el gobierno revolucionario
sudyemenita le abría las puertas y cogió al vuelo la oportunidad,
antes que nada, de hacer algo importante en Medio Oriente, donde
el golpe de Estado prosoviético del coronel Houari Boumedienne,
en 1965, había depuesto y encarcelado al socialista autogestiona-
rio pero veleitario Ahmed Ben Bella y provocado una rápida dere-
chización del proceso argelino, y, como subproducto, de resolver el
“problema Manuel” dándome una tarea importante… lo más lejos
posible de Argentina y de él, haciendo así él algo útil y agradable
con un tipo desagradable como yo del cual, sin embargo, se podía
sacar provecho.
De modo que un día me convocaron y me dijeron que pasaría
por Italia, donde Posadas organizaría mi viaje al Yemen recién li-
berado para ayudar a la revolución. Por supuesto, respondí que la
revolución en Yemen la hacían los yemenitas, no los argentinos,
que del mundo árabe y de su cultura tenía conocimientos genera-

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les como cualquier persona culta, pero ignoraba la lengua árabe y
la cultura y usos y costumbres yemenitas, que en la revolución en
Asia podría aprender mucho pero enseñar muy poco y que enten-
día que la resolución era, en realidad, una medida para sacarme
de encima pero que, a pesar de eso, no me iban a poder echar por
indisciplinado y, por lo tanto, aceptaría esta nueva tarea aunque,
como tantas cosas, la consideraba mal preparada, improvisada y
aventurera, aunque deseosa de lograr influir en algo en un proceso
que, como revolucionario, me entusiasmaba.
No sé qué habrán informado quienes me trajeron esa resolu-
ción. Pero lo cierto es que mi viaje tuvo que pasar previamente por
una estadía en Francia, para que el desconfiado Posadas pudie-
ra medir –escuchando los informes del uruguayo Alberto Sendic,
(“Ortiz”), su segundo de a bordo– cuál era mi disposición real, no
sea cosa que influido por la historia árabe intentase crearme un
Califato independiente que desconociese la autoridad del Emir de
los Creyentes…
Allí fui pues de nuevo a Europa, esta vez en avión y a París. El
primero que me recibió –con mucha simpatía– fue Hugo Moreno
(“Andrés”), a quien había conocido jovencito en Córdoba y después
como miembro del Regional Santa Fe y que vivía en París, con su
excelente compañera Marie-Christine, trabajando en la librería de
la FNAC, de cuyo sindicato era delegado.
Recuerdo que había comenzado a nevar. Invité entonces a
Hugo a caminar sin rumbo por las calles de París, como recomen-
daba Benjamin, hablando de la vida cultural y de cómo se vivían
los ecos del 68 a pocos meses de distancia. De paso, me iba dando
cuenta de su misión, que él no sabía ocultar y que se mezclaba
cada vez menos con el alivio que le producía nuestra conversación,
después de tantos años de experiencias comunes.
Poco tiempo después fui enviado a ayudar al pomposamente
llamado Comité Regional de Marsella, que consistía en una cama-
rada parisina, “Isabelle”, allí enviada sancionada por indisciplina
(nunca conseguí saber cuál fue su “delito” aunque pienso que, como
buena parisina de un medio popular, debe haber sido porque no se
callaba nada) y un obrero, su ex marido, de quien estaba separada
pero con el cual mantenía buenas relaciones y tenía un encantador
hijito rubio que, por rechazo al racismo, decía muy orgulloso que él
era un “chino argelino”.
Ayudaba todo lo posible en los trabajos domésticos para aliviar
a Isabelle y, de vez en cuando, almorzaba o cenaba con ella y su
hijito, pero prefería –para no pesar en su presupuesto– caminar

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por Marsella y alimentarme muy frugalmente con pan y queso o
comprar un tomate y visitar uno a uno los puestos de mariscos del
Vieux Port fingiendo ser un gourmet para degustar gratis aquí una
ostra bañada en limón, más allá una almeja. Un par de veces por
semana iba de noche al puerto, donde siempre necesitaban descar-
gadores aunque éstos no tuviesen papeles y me ganaba algunos
francos que me solventaban los menus frais.
El trabajo político lo hacía viajando a la bellísima Aix-en-Pro-
vence, donde se vivía aún el clima sesentayochesco y siempre era
posible llegar a dedo y dormir en el cuarto de algún estudiante,
aunque fuese en el piso, tras asistir a las tumultuosas asambleas,
en las cuales hablaba. En poco tiempo interesé así en nuestras
posiciones, ayudado por mi aspecto arábigo, a una muy inteligente
estudiante argelina, hija de un resistente a la ocupación francesa,
un togolés, dos palestinos y un libanés a cuyo hermano mayor le
decían en su ciudad, Trípoli, el “Che” Guevara del Líbano. Des-
graciadamente, cuando me dijeron que viajase a Italia para en-
trevistarme con Posadas de ese núcleo sólo quedó la compañera
argelina, que mantuvo por su cuenta el contacto que ni los compa-
ñeros de Marsella podían sostener ni los de París tenían interés
en desarrollar.
Naturalmente ni en Aix-en-Provence ni en Marsella éramos
los únicos trotskistas. En efecto, en 1968 la Juventud del Partido
Comunista Francés se había radicalizado y bajo la dirección de los
hermanos Krivine había fusionado con el pequeño partido dirigido
por Pierre Frank, mi viejo conocido de Francia y de Brasil.
En Marsella, la segunda ciudad de Francia, ese sector tenía,
a diferencia de los posadistas, un grupo importante de jóvenes.
Además, en Grenoble militaba entonces Pierre Broué, un hombre
sincero y apasionado, ex comunista ganado a las ideas trotskistas,
ex resistente, que en la lucha interna del trotskismo francés había
tomado posición junto a Bleibtreu y Lambert en una línea en la
que el antiestalinismo se confundía muchas veces con el sectaris-
mo ante los militantes comunistas de base, los cuales moralmente
nada tenían en común con sus dirigentes, que se contaban entre
los más fieles siervos de Stalin en los Partidos Comunistas.
De modo que en alguna ocasión polemicé con Daniel Bensaïd,
un francés de Argelia recién ingresado en la Ligue Communiste
Révolutionnaire (LCR), sección francesa de la IV Internacional di-
rigida por E. Mandel. Con Daniel las principales diferencias eran
sobre Cuba, Bolivia, las guerrillas y la Argentina, aunque estába-
mos de acuerdo sobre la confusión que sembraba Jean-Paul Sartre

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y el maoísmo. También, cuando él iba a Marsella desde Grenoble,
discutí bastante con Pierre Broué, que estaba entonces con Lam-
bert, que formó una tendencia ultraizquierdista que terminó por
ser absorbida por el Partido Socialista, entonces Section Française
de l’Internationale Ouvrière (SFIO).
Con Pierre, hijo de trabajadores y hombre simple y con un gran
pasado de lucha, a pesar de su juventud, ya que había sido maquis
y sindicalista (tenía sólo 2 años más que yo), era posible entender-
se en el plano humano y cultural, y por eso desde ese año mantuve
un contacto amistoso y una colaboración que duró hasta su muerte
a pesar de las grandes diferencias políticas que siempre hubo en-
tre ambos. Los de la LCR, por el contrario, compartían la frivolidad
y el impresionismo de Mandel o de Frank en el análisis político
pero, a diferencia de Ernest, su principal teórico y dirigente que
no se daba jamás aires, tenían una marca de soberbia estudiantil
que impedía establecer una amistad y discutir las cuestiones polí-
ticas con objetividad y que llevaba a cualquier ser normal a tomar
distancias de ellos, a pesar de sus muchas y evidentes cualidades
personales.

***

Mi llegada a Roma tuvo, como todo lo que se relacionaba con


Posadas como organizador, una relación marcada con la commedia
all’italiana. En la estación Termini de Roma desembarqué de la se-
gunda clase del Palatino en un andén a nivel situado a la izquierda
de la terminal ferroviaria. En la punta del mismo me esperaba un
personaje que, por sus anteojos oscuros de ciego, su sombrero y su
impermeable totalmente incongruente con el día soleado, habría
inspirado sospechas en cualquier película.
Era Dante Minazzoli, “Arroyo”, un argentino de origen anar-
quista que había trabajado en SIAM Villa Castellino antes de que
me echasen de allí, y a quien desde nuestra incorporación al CGI
llamábamos con Adolfo Gilly “el Rayo Exterminador”, por su visión
militar del partido y sus posiciones ultraizquierdistas.
“Arroyo”, que terminó su vida como escritor de libros sobre
Ufos, había sido durante mucho tiempo el brazo derecho de Posa-
das, quien lo había enviado a Europa para reforzar los grupos del
continente, pero, al poco tiempo de llegar, comprobé que se había
convertido en arcángel caído…
Ese serafín misterioso me indicó que lo siguiera y enfiló ha-
cia el pasaje subterráneo situado bajo los andenes para ir hacia

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la punta del mismo opuesta a aquella por la cual descendimos, él
controlando y yo sudando, maldiciendo y arrastrando mi valija. Al
terminar el túnel en una de las calles laterales de la estación él y
yo, separados por menos de un metro de distancia, permanecimos
casi 49 minutos sin hablarnos, esperando al compañero que con-
ducía el auto que debía llevarnos a destino, el cual, por supuesto,
llegó tarde y dando mil explicaciones sobre el tráfico. De ahí fuimos
directamente a un departamentito pequeño, alquilado por Alicia
Fajardo “Haydée”, que trabajaba en ANSA y lo pagaba, y en el cual
vivían también “Arroyo” y dos jóvenes ex seminaristas españoles y
donde viviría por un tiempo yo también.
El departamento, al fondo de la via Genova, estaba situado
frente a una famosa pizzería muy concurrida y, a las tres de la
mañana, los trabajadores sacaban la basura y, despidiéndose a los
gritos, se montaban en sus motos para irse a sus casas, lo que inva-
riablemente provocaba que una pobre señora se asomase a la ven-
tana del piso de abajo y llamase a gritos a la policía porque, decía,
le habían matado y cocinado a su marido. Nosotros, que dormíamos
extendidos lado a lado en el piso del departamento situado sobre la
“escena del crimen” y que supuestamente no existíamos, no tenía-
mos otra opción que intentar seguir durmiendo como momias, sin
hablar ni hacer ruido alguno.
Algún tiempo después fui recibido en el Olimpo posadista, es
decir, en una casona con amplios jardines situada en Montecompa-
tri, uno de los Castelli Romani, en la que se había instalado el lla-
mado Secretariado de la organización, cuya composición cambiaba
a menudo pero que tenía como elementos estables a Alberto Di
Franco, a un paraguayo-argentino, “Rovira”, también expulsado de
Shangri La, a un joven italiano –“Lello”, que hacía de chofer hasta
que se hartó y desapareció una madrugada llevándose el auto– y
también a un par de españoles, uno ex seminarista, para variar,
y el otro, Jordi Dauder, un hombre de inteligencia brillante y de
de gran valor que había sido dirigente estudiantil y líder del gru-
po trotskista en España y había estado años preso en las cárceles
franquistas por esa actividad, el cual, pocos años después, se con-
vertiría en un muy buen amigo y, tras su ruptura con la secta en
la que ambos militábamos, en gran actor, periodista y dramaturgo.
En el amplio salón de esa casa-quinta Posadas comentaba a
los demás las noticias de la televisión (se compraban diarios, pero
él no los leía) cuando no pontificaba sobre algún tema. La charla,
cuidadosamente grabada y mecanografiada, partía en paquetes,
pesados en todo sentido, para todas las organizaciones de la llama-

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da Internacional posadista. Hacia media tarde, invariablemente,
en invierno o en verano, la ceremonia de la pizza con té cumplía el
papel de la comunión entre los cristianos.
Esa rutina sólo se interrumpía para pelotear un poco o jugar
breves partidos de fútbol. Aunque el resto del mundo discutía pro-
cesos importantísimos, como las consecuencias del 68 sobre la so-
ciedad francesa, las concepciones de H. Marcuse sobre “los nuevos
sujetos”, el Gran Salto Adelante y la revolución china, las posicio-
nes de Sartre y de Temps Modernes, las conclusiones del cordobazo
y el rosariazo en Argentina o la aparición de los consejos obreros
italianos que en 1969 reemplazaron las Comisiones Internas sin-
dicales nombradas a dedo por los aparatos centrales, jamás hubo
en ese Secretariado de la autodenominada dirección de la Interna-
cional una discusión seria sobre estos acontecimientos que fuese
siquiera mínimamente preparada por lecturas y documentos.
No es de extrañar por consiguiente que en una mañana solea-
da, con la presencia de algunas lagartijas perezosas que se calen-
taban sobre las piedras de un pequeño muro, Posadas y “Ortiz” (Al-
berto Sendic) me comunicaran que en pocos días partiría a Adén,
capital de la República Democrática Popular de Yemen del Sur y
que mi tarea fundamental allí sería difundir “el pensamiento del
camarada Posadas”.
Por supuesto, ni hablar de leer libros sobre la historia y la cul-
tura árabe en el Yemen ni sobre el Movimiento Nacionalista Árabe
o siquiera una enciclopedia. Tampoco pude intervenir en la pre-
paración del viaje que quedó a cargo, como después comprobé a
mis expensas, de una parejita de españoles totalmente incapaces
pero de familia muy rica de los cuales Posadas esperaba lograr
abundantes fondos y que poco tiempo después desaparecieron del
entorno posadista e incluso del mundo agitado de la política.

***

El hecho es que, ibéricos mediante, partí hacia Adén con pasaje


sólo de ida, sin visa de entrada sudyemenita y, para completar el
panorama o boucler le boucle, como dicen los franceses, sin dinero
suficiente para pagar el retorno. Naturalmente, la policía de El
Cairo me hizo notar, hay que reconocerlo que bastante amable-
mente, que las opciones eran las siguientes: el retorno a Europa
(el dinero me alcanzaba apenas para pagar el boleto), la prisión
cairota si acababa ese dinero y pasaba a ser un clandestino sin re-
cursos en Egipto, o conseguir resolver la cuestión con la embajada

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sudyemenita local, para lo cual, me recomendaron los policías, que
me dieron un visado turístico de tránsito de una semana, debía
moverme con toda urgencia.
Como he dicho, Adén había roto con el gobierno nasserista egip-
cio debido a las pretensiones hegemónicas de éste y la tensión entre
los dos países había llegado a tal extremo que el embajador y los
diplomáticos sudyemenitas estaban levantando la representación
diplomática precisamente en esos días. Por lo tanto, tras dejar mi
livianísimo equipaje en el hotel más barato que encontré, me lancé
a buscar la embajada. En ella me recibieron muy fraternalmente y
estamparon en mi pasaporte argentino –el primero que veían en su
vida– un enorme sello que atestiguaba que era huésped oficial del
gobierno de la RPDSY y me dieron además una serie de contactos
en Adén y de recados para miembros del gobierno revolucionario.
Ya más tranquilo, aunque no del todo, porque seguía sin boleto
de retorno a Europa, calculé el dinero que me quedaba tras mis
gastos locales hasta el próximo avión a Adén teniendo en cuenta la
posibilidad de tener que comprar el pasaje a Roma y dediqué tres
días al turismo, sacrificando almuerzos y cenas (que reemplacé por
panes, tés y un poco de requesón) para poder pagar las entradas
a los Museos y el transporte en una ciudad interesantísima pero
hostil por la lengua (aunque siempre terminaba por encontrar
quien hablase algo de inglés o de francés) y por lo complicada. Por
supuesto, comprobé lo que no es ninguna novedad y puede obser-
var cualquier visitante de El Cairo: si se quiere conocer realmente
el Egipto antiguo no hay que ir al Museo del Cairo, aunque es muy
interesante, sino a Europa, al Louvre, al British Museum, donde
está la parte de los leones, o incluso al Museo Egipcio de Turín, el
de los chacales saboyardos de Napoleón I, porque los saqueadores
disfrazados de portadores de la Cultura se robaron, como en todas
partes del mundo, las antigüedades más importantes.
Durante esos días que quedaban antes de mi viaje a la penín-
sula arábiga tuve tiempo para reflexionar y vacilé mucho entre
dos explicaciones de las dificultades que acaba de sortear por pura
suerte: la primera, obvia, era un intento de liquidación política
y hasta física. Política, en el caso de que, enviado a una misión
importante, hubiera vuelto sin siquiera emprenderla, y física si
me hubiese cruzado por casualidad con cualquiera de los muchos
agentes estadounidenses o soviéticos que tanto pululaban en El
Cairo y que tenían lazos con la policía local, pues estaban igual-
mente interesados en impedir una injerencia trotskista en Yemen
del Sur.

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Terminé por descartar esa explicación pues me parecía poco
lógico que me hubiesen hecho viajar desde Buenos Aires para
tenderme una trampa en África del Norte y, además, porque toda
la maniobra resultaba demasiado cara y, sobre todo, demasiado
complicada para gente que no era precisamente maquiavélica y
refinada.
Por consiguiente, tranquilizándome en cierto modo, opté en-
tonces por explicar mis problemas atribuyéndolos simplemente
a la ignorancia, la falta de imaginación sobre los problemas que
podrían surgir o a la despreocupación lisa y llana de Posadas y
“Ortiz” multiplicadas por la superficialidad e incapacidad de los
bisoños ejecutantes hispánicos, que estaban acostumbrados desde
chicos a viajar pero encargando todo a agencias de viaje de lujo.
De todos modos, mi confianza en los organizadores y dirigen-
tes, como es de imaginar, quedó más abollada de lo que ya estaba
antes de aceptar viajar a Yemen del Sur en una misión que sa-
bía muy bien que, al mismo tiempo que trataba legítimamente de
utilizar ciertas capacidades mías, buscaba marginarme y tenerme
ocupado lo más lejos posible.

***

¡Adén! Bellísima desde el aire, rodeada por el Océano y más


bella aún en su recinto amurallado y el Cráter, en su parte car-
gada de historia milenaria. Adén, la capital del reino de la reina
de Saba, de la Arabia Felix, de un vergel frente al Índico antes de
que los ingleses arruinasen el sistema de riego subterráneo creado
por los persas y desertificasen el país. “Adén Arabia” la ciudad de
las ilusiones de un Paul Nizan romántico que se encontró con el
colonialismo embrutecedor en 1932 pocos años antes de sufrir su
segunda y más grande desilusión, con el estalinismo por el Pacto
Molotov-von Ribbentropp y con el Partido Comunista francés, que
lo declaró traidor y delator y provocó su muerte con una bala en
la nuca mientras combatía en Dunkerque contra los nazis. Adén,
ahora revolucionaria y liberada, doblemente moderna en su nuevo
espíritu democrático y socialista, me estaba recibiendo en una pis-
ta pequeña, donde hacía escala el avión que iba a Bombay, y en un
galpón de chapas de zinc, ardientes bajo el sol implacable, donde
funcionaban los servicios de aduana y de Migración.
Al ver el sello en mi pasaporte, un sargento escapado de un
relato de Ruyard Kipling con su turbante, sus bigotes retorcidos
desafiando el cielo, su aire fiero y su fusta bajo el brazo me hizo un

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vigoroso saludo militar con la palma hacia fuera, e hizo también
algunas llamadas telefónicas como resultado de las cuales me en-
contré en la parte nueva de Adén, en el hotel París, que hasta la
revolución había sido el paradero de todos los turistas y visitantes
importantes y contaba con todos los refinamientos de un hotel pa-
risino de lujo.
Como pude observar de inmediato, casi no había huéspedes y
los muchos servidores de ese gran hotel pasaban el día jugando rui-
dosos partidos de fútbol en un descampado que entonces cumplía
todavía las funciones de estadio. El hotel servía eggs and bacon
para unos pocos que no eran ingleses y que preferían el desayuno
continental o que eran musulmanes y, por lo tanto, abominaban el
tocino que, para colmo, había que importar desde el cercano Cuer-
no de África pues en ninguno de los Estados árabes vecinos había
ni siquiera la menor posibilidad de encontrar cerdos. En cuanto
a la televisión, seguía haciendo publicidad a los cigarrillos Roith-
man, que tanto gustaban a los escoceses que antes ocupaban Adén
y que, por supuesto, también eran importados, así como los licores
que los musulmanes no tomaban.
Es cierto que la sociedad sudyemenita era abigarrada y eso se
reflejaba en los gustos y en los consumos. Si bien el Sultán y los
pocos técnicos y profesionales ligados a las clases dominantes se
habían ido con los ingleses, quedaba todavía una importante capa
de burgueses comerciales indios y, en menor medida, paquistaníes,
que en un primer momento habían intentado resistir a la revolu-
ción y sus nuevas leyes hasta que el primer gobierno revoluciona-
rio colgó a un par de los cabecillas y comerciantes más ricos junto a
algunos mullahs que en las mezquitas se habían animado a llamar
a oponerse a una revolución laica y socialista.
Las mezquitas, por lo tanto, funcionaban y los muezzines lla-
maban a los fieles a la oración y estos rezaban en plena calle, pero
los templos ya no eran lugares de conspiración. Por otra parte, cer-
ca de las avenidas costaneras, los coloridos comercios indios ofre-
cían telas orientales y modelos de vestidos femeninos y masculinos
y dictaban la moda y en una gran cantidad de restaurantes y casas
de té administradas por indios era posible estar horas fumando y
bebiendo el té yemenita, muy cargado y con abundante canela y
hasta pimienta, excelente para el calor, o comiendo pescado o ca-
brito con arroz o verduras con muchas especias, pero ahí acababa
la influencia de ese sector sobre una delgada clase media adenita.
En la ciudad antigua era visible también el hueco que habían
dejado recientemente al emigrar los integrantes del viejo y popu-

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loso gueto sudyemenita, cuyas casas ancestrales estaban cerradas
por maderas atravesadas o directamente tapiadas, especie de capa
social-clase cuya desaparición había modificado la comida y las
costumbres de la ciudad que viera floreciente Vasco da Gama.
Las divisiones eran mayores entre los beduinos (cuyas tribus,
siempre armadas, simpatizaban con el maoísmo y eran la base de
apoyo del presidente Alí) y los pescadores y campesinos de Hadra-
mauth, bastión del partido y los trabajadores portuarios y de la
refinería de Adén, dirigidos por Abdel Fattah Ismail, secretario de
los sindicatos, líder de la insurrección y, posteriormente, presiden-
te de la República hasta 1980, cuando fue derrotado por los con-
servadores y maoístas, ligados con el gobierno nacionalista tribal
de Yemen del Norte. Los principales líderes del partido, como Alí
al Beidh, el ministro de Relaciones Exteriores que me había “invi-
tado” y sucedió como presidente a Ismail una vez muerto éste en
la guerra civil, o Abdallah Hamery, teórico del partido y dinámico
ministro de Petróleo, a cargo del puerto y de la distribución de ali-
mentos, tareas de por sí delicadísimas, formaban el ala izquierda
del partido.
Éste, como hemos dicho, había traducido al árabe a Trotsky
y reproducido muchas de sus posiciones en el programa de Ha-
dramauth. Además, tenía relaciones privilegiadas con la izquierda
palestina (y con los nasseristas de izquierda egipcios) y estaba en
pésimas relaciones con las diferentes alas del Partido Baath, y con
Al Fattah, que, poco antes de que yo llegase, había llevado a ex-
pulsar del país a los representantes de Damasco, de Bagdad y de
Yasser Arafat. La base del partido –que tenía unos 1500 militantes
en un país de menos de dos millones de habitantes– era importan-
te y popular y los emigrados a Indonesia, otros países árabes o la
acería de Sheffield, en Inglaterra, también respaldaban al régimen
revolucionario y lo sostenían como podían.
La embajada de la Unión Soviética era enorme y tenía 400
funcionarios y los militares soviéticos ocupaban las casas y las ins-
talaciones navales cercanas a la playa que antes habían ocupado
los ingleses y, lo que es peor, como éstos no dejaban entrar en esa
zona a los árabes y paseaban por ellas, en cambio, sus perros pas-
tores alemanes, cosa que ofendía profundamente a los yemenitas
(el perro es para ellos casi como el cerdo, un animal inmundo) que
durante la revolución habían matado todos los perros para poder
circular clandestinamente de noche sin ladridos que delatasen a
los revolucionarios. La de China era también grandísima pero algo
menor y era todo un espectáculo ver a los chinos vestidos todos a la

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Mao, salir del gran edificio y desfilar hacia el campo a las seis de la
mañana para aprovechar las horas frescas o volver cuando bajaba
el sol. La de Corea del Norte, menor, se diferenciaba de la china
por los botones de latón con el retrato solemne de Kim Il Sung que
superaban en tamaño a los del Gran Timonel.
El apoyo político sino-soviético no evitaba la lucha por el poder
entre los partidarios de una u otra de las “patrias socialistas” y era
sorprendente ver a los beduinos, con una radio a transistores col-
gada del cuello de sus camellos y armados con fusiles de asalto ka-
lashnikoff, escuchar radio Beijing mientras se reunían ante el ex
palacio del Sultán para respaldar a Ali, el presidente prochino, en
la puja interna con el partido que era mucho más independiente.
Pero ese apoyo era, en cambio, indispensable porque los ingle-
ses en su huida se habían llevado hasta las lamparitas eléctricas
y los instrumentos en el único hospital existente en la República y
sólo habían dejado toneladas de papel higiénico que, con humoris-
mo involuntario, cada cinco centímetros declaraban solemnemente
estar “al servicio de Su Majestad la Reina”. Además, porque el go-
bierno revolucionario del Estado naciente enfrentaba la hostilidad
armada de las tribus ultraconservadoras de Yemen del Norte, del
rey de Arabia Saudita, del sultán de Omán y del shah de Persia,
que sostenía a éste en la lucha contra la rebelión de los montañe-
ses de Dharfar, que habían combatido contra los ingleses apoyados
por los revolucionarios sudyemenitas y seguían ahora, con el sos-
tén de Adén, su lucha contra las tropas del Sultán y de los persas.

***

En el hotel París estaba desconectado y, además, le costaba


caro a un Estado naciente que carecía de todo porque había un
solo hospital (que antes atendía a los soldados ingleses) aunque
quedaban sólo un cirujano y una media docena de médicos y por-
que la guerra de liberación había dejado como saldo centenares de
viudas y miles de huérfanos, que había que mantener al igual que
a los emisarios de todos los movimientos de liberación que afluían
a Adén. Pedí, por lo tanto, un trabajo –para retribuir la hospitali-
dad– y un alojamiento menos dispendioso para el Estado. Como la
retirada de los ingleses y de sus agentes locales había dejado una
gran cantidad de edificios o de departamentos vacíos, me ubicaron
en lo que antes había sido el Casino de oficiales de la Marina britá-
nica, un edificio amplio y con cuartos altos y frescos y un gran patio
central donde antes florecían rosas y los revolucionarios, prácticos

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y conscientes del valor del agua en la península arábiga, cultiva-
ban ahora rojos, hermosos y sabrosos tomates.
Allí se me agregó un estudiante libio –“Giorgio”– reclutado
por la sección italiana y cuyas únicas lecturas consistían en los
artículos de Posadas en italiano, de modo que carecía hasta del
vocabulario marxista más elemental en árabe. Debería haberme
servido como traductor pero, aparte de que el árabe sudyemenita
es puro y el libio, en cambio, corrupto y mezclado con muchísimas
palabras no árabes, y por consiguiente le costaba entenderse con la
gente de Adén, tuve que prescindir de su “ayuda” cuando compro-
bé reiteradamente que mis frases cortas, precisas y concretas se
transformaban en larguísimas peroratas repletas de “Bosadas” y
de “Che Guevara” que no tenían nada que ver con lo que yo trataba
de exponer. Preferí entonces hablar directamente, según el inter-
locutor, en italiano, francés o inglés, lenguas que la mayoría de
los cuadros dominaban o al menos comprendían, según hubiesen
trabajado en la ex Somalia italiana o en la Somalia francesa (Dji-
bouti) o en Inglaterra y dejé las “traducciones” sólo para los raros
casos en la vida cotidiana en que debía depender de su asistencia
para preguntar una dirección o comprar algo.
Giorgio pasó a ser, entonces, no un traductor sino un vigilan-
te-vigilado, porque para vigilarme había venido y, como todos los
jueves invariablemente masticaba a escondidas khat, las hojas
alucinógenas que mastican en todo Yemen, yo debía evitar que el
viernes (día de descanso semanal) hiciese alguna tontería que nos
comprometiese o desprestigiase. Fueron vanos mis pedidos de que
se lo llevasen porque entre mis aptitudes no figuraba la especiali-
zación como niñera. Como de costumbre, el silencio fue la respues-
ta a mis cartas, informes y solicitudes y ni siquiera se tomaron
el trabajo de mandarme un diccionario y una gramática árabe en
cualquiera de los idiomas de Europa occidental.
Tuve que formarme mi vocabulario elemental jugando con una
niñita beduina de dos años de edad que me dio unas cuantas pala-
bras útiles o preguntando a los compañeros ocasionales y en poco
tiempo llegué a saber saludar, pedir agua o pan, preguntar cuánto
costaba algo, dónde podía comer, qué bus tomar para ir al Cráter
en la ciudad vieja, sede del partido y del gobierno.
Ésta ocupaba el palacio del anterior sultán, en realidad, una
casona sin demasiadas pretensiones con las paredes torpemente
pintadas para simular ser de mármol y cables de luz que colga-
ban expuestos apenas fijados con algún clavo. En la planta baja
funcionaba la organización femenina del partido y en el primer

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piso el partido y la oficina del primer ministro. El principal lujo
del sultán –en realidad, uno de tantos reyezuelos en que se ha-
bían apoyado los ingleses– había consistido en un largo balcón,
con un amplio agujero para hacer sus necesidades, que dominaba
la ensenada donde habían llegado las naos de Vasco da Gama y
que estaba situado a pique sobre las rocas en las que se estre-
llaban las olas cuarenta metros más abajo. La ciudad vieja, con
sus murallas milenarias que serpentean por las laderas de lo que
queda del cráter de un viejo volcán apagado donde el mar entró
para formar el puerto, también adornaba el palacio desde el cual
era posible controlar los barrios que se apiñaban entre ellas y el
viejo puerto.
Por intermedio de Ali Beidh, que me presentó a Abdel Fattah
Ismaïl y a Abdalla Hamery, sus aliados políticos y jefes de la iz-
quierda del partido, obtuve por fin dos encargos: dar cursos sobre
el movimiento obrero occidental en la Escuela de Cuadros de los
sindicatos y ver qué se podía hacer con la radio y la televisión here-
dadas del ejército británico. En cuanto al primero de dichos cargos,
aparentemente el más sencillo, lo menos que puedo decir es que
no cambié nada. La división entre nacionalistas revolucionarios
socializantes (la mayoría), prosoviéticos y promaoístas convertía
en discusión, fructífera pero desorganizada, la menor de las fra-
ses y agregaba dificultades a una exposición ya difícil, saltando
de lengua en lengua, sobre experiencias lejanas y muy poco cono-
cidas por los militantes del PSY. Al mismo tiempo cada dirigente
sindical era cuadro del partido y alto funcionario estatal, de modo
que la multiplicidad de tareas dejaba muy poco tiempo para la
discusión y la formación teórica y obligaba siempre a postergar las
reuniones. Por lo tanto, en mi trabajo de “profesor” (en realidad,
de aprendizaje) no pasé de tres charlas porque todos tenían mil
tareas importantes y encaraban prioritariamente las que les pare-
cían más urgentes.
De todos modos, me quedó como saldo positivo el haber podido
conocer a casi todos los que contaban en la vida revolucionaria su-
dyemenita y haber evaluado, aunque deformadamente y muy su-
perficialmente, sus características y cualidades principales. Sobre
todo porque muchos de ellos, por gusto o por sus funciones, que les
llevaban a recibir representantes de otros países para discutir con
ellos, almorzaban en la Casa de la Solidaridad, donde me alojaba
con mi cancerbero controlado. Así que varias veces, al discutir con
un revolucionario gala que combatía en la selva contra Haile Se-
lassié (aún emperador etíope) o con un eritreo, que hacía lo mismo

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junto al Mar Rojo, cambiaba ideas, de paso, con un cuasimaoísta o
un nacionalista revolucionario sudyemenita.
Debo agregar que pude ver en la práctica cómo la revolución,
al hacerse Estado naciente, crea problemas mucho más complica-
dos que los que resolvió cortando el nudo gordiano de la Colonia y
cómo un pequeño partido es absorbido y modificado por el Estado
que él mismo ha creado, sobre todo en una situación mundial como
la de ese entonces, donde la lucha de los revolucionarios yemeni-
tas debía tener en cuenta no sólo al enemigo imperialista sino
también a los aliados persa y saudí de aquél y al dinero de los sul-
tanatos y emiratos del Golfo Arábigo, a los nacionalismos conser-
vadores (nasserista, baasista sirio o iraquí, yemenita del Norte)
y a la disputa entre sus aliados interesados (soviéticos, maoístas,
norcoreanos) que condicionaban políticamente su ayuda.
Cuando la revolución triunfó en la RPDSY, en efecto, la agre-
sión militar exterior se duplicó y obligó, por ejemplo, a buscar ar-
mas donde las quisieran conceder (o sea, la URSS y China). No
había médicos para el único hospital del país ni técnicos de ningún
tipo, porque prácticamente todos ellos se habían ido con los ocupan-
tes y con el Sultán y los grandes comerciantes. Por lo tanto, para
que funcionase el hospital y para crear otros nuevos, por ejemplo,
de maternidad, había que depender también de la caridad peluda
de los soviéticos o de los maoístas chinos, que enviaron técnicos y
asesores… junto con su ideología conservadora.
Los militantes del partido que sabían leer y escribir se convir-
tieron además, por fuerza de las cosas, en dirigentes militares, téc-
nicos, administradores de un Estado capitalista pobrísimo y de un
país despoblado que carecía de recursos con excepción del puerto de
Adén y de su refinería, que por otra parte estaban muy amenazados
por la expulsión de los británicos, que los utilizaban hasta entonces
para el tráfico petrolero y para el comercio hacia y desde la India y
por el conflicto armado en Omán con las tropas del Shah de Irán, país
originario de buena parte de las petroleras que recalaban en Adén.
Cuando el partido revolucionario se identifica de hecho con el
Estado es absorbido por el funcionamiento de éste, el cual es for-
zosamente capitalista. Un dirigente revolucionario que debe diri-
gir simultáneamente hasta diez Ministerios, varios de los cuales
esenciales, como le sucedía a un cuadro de un pasado de lucha
ejemplar como Abdallah Hamery, no tiene tiempo más que para
ver expedientes y está a la merced de los funcionarios de baja ca-
tegoría heredados, junto con dichos expedientes, de la administra-
ción anterior.

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Éstos sabotean su acción, entre otras cosas porque lo primero
que hicieron los revolucionarios fue reducir a la mitad no sólo sus
propios salarios sino también los sueldos que los británicos habían
duplicado antes de irse, como regalo envenenado al PSY. El resul-
tado es que las decisiones prioritarias dejan de serlo según el grado
de sabotaje, que las resoluciones se pierden o quedan para las ca-
lendas griegas. La solución no consiste entonces sólo en la vigilan-
cia y en aplicar duras sanciones al saboteador descarado porque,
para ser eficaz, es necesario crear previamente una mentalidad
favorable a la revolución en la capa delgadísima de trabajadores
intelectuales (en el sentido más elemental: o sea, de quienes saben
leer y escribir y hacer las cuatro operaciones) y preparar durante
largos meses a jóvenes revolucionarios para sustituir a los viejos
servidores de la Reina y del Sultán que, además, se alimentan coti-
dianamente con el rencor de los mullahs, que fueron vencidos pero
no borrados del mapa.
Esa virtual absorción del partido por el Estado favorece al mis-
mo tiempo la burocratización de ambos y la utilización de los car-
gos y medios estatales, civiles, económicos o militares, para pesar
en la discusión interna entre las diversas tendencias revoluciona-
rias que coexisten dentro del partido. Esta fue la clave de la guerra
civil posterior, en la que perecieron buena parte de los dirigentes
del socialismo revolucionario sudyemenita, su partido y el mismo
Estado que ellos crearon y mantuvieron durante muchos años con-
tra viento y marea. La tendencia conservadora, que se apoyaba en
la disciplina vertical de las fuerzas armadas, indispensables y nu-
merosas dado el conflicto con el imperialismo, chocó en esa guerra
con la tendencia revolucionaria, que tuvo que aliarse por necesidad
con otra fuerza conservadora y contrarrevolucionaria pero no pro-
capitalista, la burocracia soviética y, por lo tanto, perdió. Desapa-
reció así la República Democrática Popular de Yemen del Sud, ab-
sorbida por Yemen del Norte, cuyo régimen depende del apoyo de
Estados Unidos y de sus relaciones con las tribus que son vasallas
de un modo u otro de Arabia Saudita. Buena parte de la guerrilla
contra ese régimen de Sanaa tiene hoy su base en Adén y recoge
las aspiraciones igualitarias y socialistas de los años setenta, que
aún están vivas.

***

Mi trabajo en el campo de las Comunicaciones, si bien difícil


dada la extrema carencia de medios, era apasionante. Los ingle-

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ses se habían ido llevándose todo. Los departamentos, abundan-
tes y disponibles, se equipaban por ejemplo canibalizando al de al
lado con piezas de sus aparatos de aire acondicionado, de modo de
convertir tres aparatos incompletos en uno funcionante. No había
bombillas eléctricas ni televisores aunque existía todavía una ra-
dioemisora y televisión, que había servido a las tropas ocupantes
y que ahora contaba sólo con una chica que pasaba discos y con un
par de trabajadores no técnicos.
Con unos jóvenes del PSY, que habían combatido en la guerri-
lla antibritánica, nos hicimos cargo del funcionamiento y la reor-
ganización de la radio y la televisión. Grabábamos entrevistas por
la calle, recogíamos historias de vida entre viudas, ex combatien-
tes, revolucionarios extranjeros en misión en Adén; creamos pro-
gramas culturales comparando las fiestas en los diferentes países
árabes y difundiendo su gastronomía y sus costumbres populares;
escribimos a los cineastas franceses de izquierda y argelinos pi-
diéndoles copias de filmes. Todo eso ayudaba a formar programas
ágiles, culturales, sociológicos o políticos, que entremezclábamos
con la música de los diferentes países árabes y africanos (y hasta
con un par de tangos) que conseguimos y que nuestra voluntariosa
locutora-presentadora-animadora-secretaria comentaba simple y
brevemente. Como la inmensa mayoría de la población –más del
95 por ciento– era iletrada en los primeros años setenta y dado que
costaba muchísimo subtitular en árabe en Beirut los filmes euro-
peos que nos regalaban los sindicatos de directores o escritores
franceses o de Argel, y como además en Adén había muy pocos apa-
ratos de televisión, hicimos colocar algunos de ellos en los cafés,
donde apareció un nuevo personaje popular: el traductor que expli-
caba al público los películas en otros idiomas, que esos traductores
voluntarios habían aprendido en la escuela de la vida y, cuando no
había ninguno disponible, se volvía al tiempo de las películas que
debían ser interpretadas por lo que el espectador veía y entendía.
En el curso de ese trabajo de organización e improvisación, que
exigía a todos una permanente creatividad, formé un grupo con
unos diez militantes, el más inteligente de los cuales era Seif, un
joven de no más de 25 años que a los 16 había sido casado por su
familia con su prima de 14, ella también ex guerrillera y activa
militante, con la cual tenía ahora dos hijitos. Otro hablaba francés,
aprendido en el Territorio de los Afars y los Issas, la ex Somalia
francesa, del otro lado del Mar Rojo. Ambos eran laicos y querían
aprender las bases del marxismo, a diferencia de la mayoría de los
demás que se esfumaban en medio de una reunión para ir a rezar

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sus plegarias rituales en el cuarto de al lado y que, en realidad,
eran nacionalistas árabes antiimperialistas.
En medio de esa actividad sugerí a Al Beidh la nacionalización
de la radio y las telecomunicaciones, además de la publicidad y le
redacté al respecto un proyecto de decreto que aceptó y que, como
no tenía tiempo porque debía viajar a Londres, me pidió firma-
ra con su nombre. También hice otro proyecto, en este caso para
el medio rural, que declaraba que los recursos en aguas, pastos
y árboles pertenecían a la nación y, como los oasis, podían ser ex-
plotados comunitariamente por los habitantes y que todo conflicto
jurídico debería ser resuelto en asamblea por los interesados que
habitasen un mismo territorio. El proyecto también organizaba en
cooperativas a los pescadores dueños de pequeñas embarcaciones
tradicionales que practicaban la pesca artesanal, muy difundida a
lo largo de toda la costa sobre el océano Índico.
El informe sobre esta actividad –y la copia de los decretos–
preocupó a Posadas, que mandó a Ortiz para llamarme al orden.
Aún lo veo, sentado en un sillón, como un Buda rollizo, con el torso
desnudo dado el calor agobiante en nuestro cuarto en Adén, dicién-
dome que mi tarea en Yemen no era la de ser un revolucionario
yemenita sino la de aportar “el conocimiento del pensamiento de
Posadas”. Le respondí lo que ya había dicho cuando me encargaron
viajar a Adén, que entre mis lenguas no se contaba el árabe y que
si querían simplemente hacer conocer los escritos de Posadas, que
consiguiesen un traductor en Roma y mandasen ese material por
correo porque para hacer propaganda difusa no necesitaban tener
nadie en Yemen. Agregué que yo sólo retribuía parcialmente con
mi trabajo y mis iniciativas al PSY el sostenimiento que me brin-
daba, así como la fraternidad del equipo revolucionario, y que lo
que en Roma les debería preocupar era cómo ayudar a hacer mejor
un trabajo eficaz y reconocido y que les procuraba respeto y pres-
tigio y cómo ayudar a organizar un grupo marxista revolucionario
en formación en una zona clave del mundo árabe.
Ortiz se fue sin que hubiera acuerdo al respecto y, por supues-
to, tampoco me llegó ninguna respuesta escrita a mi planteo que,
supongo, no cayó nada bien. Lo cual me hizo pensar en nuevas
sanciones que podían incluir mi llamada a Roma.
Pero no tuvieron tiempo de decidir nada entre pizza y pizza.
Porque una mañana se presentó en mi cuarto de la Casa de la
Solidaridad nada menos que Abdel Fattah Ismaïl, líder del par-
tido y primer ministro, rodeado de unos diez guardaespaldas con
su correspondiente kalashnikof y todos se sentaron en el suelo en

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torno a mi persona, que a mi vez estaba sentado en un silloncito de
mimbre y dudaba si eso era un honor o si, en cambio, estaba en el
banquillo de los acusados. Les ofrecí té, sin tener suficientes tazas
para todos, sólo para medir su reacción, que fue sumamente ama-
ble y me rechazaron la bebida inexistente con la digna y refinada
cortesía árabe.
Abdel Fattah comenzó entonces una perorata llena de circun-
loquios diciendo que para los árabes la hospitalidad era un deber
sagrado, sobre todo en el caso de los amigos y revolucionarios inter-
nacionales como yo. Eso terminó de tranquilizarme y le interrumpí
preguntándole directamente, aprovechando mi imagen de argenti-
no brutal y maleducado, “¿qué ha sucedido, rafik Abdel Fattah?”.
Aliviado, fue al grano. Resultó, como varias veces había supuesto
y era de esperar, que la embajada soviética, al fin enterada de mi
actividad en Adén, había amenazado con cortar la ayuda si no me
echaban del país. Pero agregó que yo me había comportado como
un socialista sudyemenita y, si yo lo deseaba, el gobierno me con-
cedería la ciudadanía y podría quedarme en Adén todo el tiempo
que quisiera.
Le respondí que agradecía profundamente su ofrecimiento y
el del gobierno revolucionario, que me honraban muchísimo pero
que en política había que hacer concesiones, con la condición de
saber ganar tiempo para fortalecerse pagando un precio relativa-
mente menor y de recordar que quien chantajeaba para imponer
su diktat volvería a repetir siempre el mismo método. Agregué que
yo había sido quizás útil y lo seguiría siendo desde el extranjero,
pero no era irreemplazable, mientras que la ayuda soviética, que
ellos pagaban caramente con jirones de su independencia política,
era absolutamente indispensable porque necesitaban el voto de la
URSS en la ONU, las armas y los médicos y medicinas que la URSS
brindaba, los arquitectos para dirigir las obras públicas, así como
necesitaban también, en menor medida, la ayuda de los chinos y de
quien quisiera sostenerles. Por lo tanto, rechazaba la ciudadanía
sudyemenita, que llevaría siempre en el corazón aunque no me
la concedieran formalmente, porque podría crearles problemas sin
tener ni siquiera la seguridad de poder mantener mi actividad en
Adén, ya que la gente de la NKVD de que disponía visiblemente
la embajada podía encontrar muy bien la oportunidad de elimi-
narme cualquier noche, cuando yo volviera a pie de mi trabajo por
una calle mal alumbrada. Por consiguiente, terminé, puesto que no
tenía ni boleto de avión de regreso a Europa ni dinero salvo unos
pocos chelines sudyemenitas, solicitando al gobierno me pusiese en

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un vuelo a cualquier capital europea occidental, donde yo después
vería cómo arreglármelas.
Abdel Fattah no ocultó su alivio y agradeció mucho mi deci-
sión, que visiblemente le quitaba un peso grande de encima pues,
aunque era muy crítico con respecto al “socialismo” de los países
de Europa Oriental, se apoyaba en dichos países, y sobre todo en
la URSS, tanto como gobernante frente al imperialismo como en
calidad de dirigente partidario frente a los maoístas. Hay que re-
cordar al respecto que a comienzos de los setenta la diplomacia chi-
na atacaba sobre todo a la Unión Soviética, había inaugurado con
Estados Unidos la diplomacia del ping pong, reforzada con la visita
del genocida Henry Kissinger, y en Angola apoyaba a Mobutu y a
Holden Roberto contra el MPLA prosoviético, del mismo modo que
había restablecido relaciones con Francia en 1964, en plena lucha
de los vietcongs por echar de Vietnam a los estadounidenses que
acababan de reemplazar a los franceses.
En efecto, me dieron un boleto para una semana después en
un avión de línea que haría escala en Adén viniendo de Bombay en
su vuelo a Bruselas. Durante ese lapso, se hizo cargo de mi trabajo
en la radio y la televisión un miembro de los servicios políticos de
la República Democrática Alemana que por su aspecto parecía un
nazi y actuaba como tal mientras destruía el espíritu democrático
y de compañerismo e igualdad en el equipo y comenzaba a disper-
sar a sus integrantes. El resto del tiempo que no utilizaba tratan-
do de frenar a ese bárbaro lo pasé despidiéndome con amistad y
agradecimiento de los compañeros del partido sudyemenita, de los
sindicalistas, de las compañeras del movimiento femenino, de Seif
y su compañera.

***

Permítaseme un paréntesis porque, para dar una idea de los


cambios en la situación de la mujer introducidos por la revolución,
quiero aquí recordar tres escenas. La primera de ellas, en la calle.
Como en todos los países de la península arábiga, en ese enton-
ces, en las calles sólo se veían somalíes, que no llevaban velos, pero
ninguna mujer, cuya existencia se suponía por la cantidad de niños
que correteaban en las callejuelas sombreadas. Cuando una mujer
no tenía más remedio que salir, vestía un velo violeta que llegaba
hasta los pies y que le cubría incluso los ojos con una especie de re-
jilla densa pero muy agujereada desde la cual entreveía las formas
y los objetos. Incluso las militantes del partido, que en las oficinas

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del mismo vestían blusas y minifaldas, salían siempre a la calle
transformadas en sombríos fantasmas.
Pero detrás de ese mantenimiento del Medioevo las relacio-
nes entre los sexos habían cambiado y, por ejemplo, pude ver un
hombre que caminaba, como amo y Señor, dos metros delante de
su esposa pero con la cabeza gacha, recibiendo una andanada de
insultos en alta voz que, a la distancia reglamentaria, le propinaba
su mujer mientras agitaba el dedo amenazadora.
En otra ocasión al tomar el baburkebir (vapeur grande, nombre
adenita del ómnibus), donde los hombres se sentaban a la izquier-
da y las mujeres a la derecha, vi como una mujer se arrancaba el
velo de la cara para poder discutir mejor con el asustado billetero y,
terminada la disputa, se cubría nuevamente con su asfixiante ropa
fantasmal sin que nadie ni chistase.
La última anécdota muestra claramente el peso de las tradicio-
nes y las convenciones sociales entre los mismos revolucionarios.
Cuando me despedía de Seif, éste me hizo pasar a su departamen-
to donde conversábamos tranquilamente, tomando té, su esposa,
él y yo, mientras los niñitos gateaban en el piso, desnuditos, por-
que –como de costumbre– el aire acondicionado había dejado de
funcionar y los departamentos hechos por los ingleses carecían de
las corrientes de aire que refrescan las casas árabes tradicionales.
Como he dicho ya, la esposa de Seif había sido guerrillera y bajo
sus hábitos tradicionales había llevado granadas y armas a otros
combatientes y, en una ocasión, había puesto explosivos en las oru-
gas de un blindado británico. Era, por consiguiente, una mujer va-
liente que no tenía miedo a la muerte y que se había formado en
un tiempo y en una sociedad en los que la vida valía muy poco.
Pero eso no impidió que, al escuchar que golpeaban en la puerta de
su flat empalideciera y, aterrorizada, corriera a encerrarse en su
cuarto pues temía más que la propia muerte que un pariente o un
compañero de partido la viera descubierta junto a un extranjero,
aunque su marido también estuviera en el cuarto.

***

Retornemos ahora a mi curiosa despedida de Yemen del Sud y,


para los soviéticos, victoria agridulce.
Los pasajeros que venían de la India y habían esperado duran-
te una hora, en la pista, al sol calcinante de Arabia, vieron llegar
una extraña comitiva. Delante de la misma marchaba un pobre
diablo oscuro, con su turbante, su futa (falda masculina hasta las

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rodillas para refrescar el bajo vientre) y sandalias coreanas, que
llevaba una humilde valija, reforzada con cordeles. A poca distan-
cia, una fanfarria militar que tocaba atronadoramente y estaba
dirigida por un sargento (el mismo sargento bigotudo y de aspecto
británico colonial que me había recibido) que, en cierto momento,
mandó al piquete formar junto a la escalerilla del avión y saludó
aparatosamente al viajero, que le dio la mano efusivamente.
La espera y la despedida militar seguramente provocaron mu-
chas sospechas sobre mi identidad, de modo tal que, aunque saqué
de la valija y me puse ropas europeas y calcé zapatos, en Bruselas
me detuvieron unos policías flamencos de la Interpol que parecían
hermanos del nazi de la RDA que me había reemplazado en Adén.
Los mismos miraron meticulosamente mi pasaporte argentino y
después me dijeron con odio y con desprecio que si yo estuviese en
mi país estaría muerto, a lo cual respondí que “heureusement je
suis dans la libre et démocratique Belgique” sin que captasen, por
supuesto, la ironía. Los nazis flamencos me llevaron inmediata-
mente a la estación Saint Charles, donde me encargaron a un viejo
policía al borde de la jubilación o de la muerte por aburrimiento y
me expulsaron hacia Francia.
El trayecto hasta la frontera (poco más de 100 kilómetros) duró
cerca de una hora y, apenas me dejó mi acompañante, tomé el mis-
mo tren de retorno que él aunque, por supuesto, en otro vagón y fui
al aeropuerto donde los compañeros belgas todavía me estaban es-
perando en un auto con patente parisina pues les habían dicho que
el avión estaba retrasado. Tras un par de días en Bruselas, compré
un boleto de segunda en un tren que, cruzando Alemania y Suiza,
me llevó a Roma y tuve así breves pero hermosos momentos de
turista viendo gratis los hermosos paisajes alpinos antes de volver
a la ciudad del Papa y de Posadas.

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XIII

Italia en los setenta

La reconstrucción de la economía capitalista en Italia –el en-


tonces famoso miracolo italiano– tuvo como base material la in-
corporación a nuevos consumos de millones de ex campesinos que
afluyeron al Norte y al Centro del país. Francia o Alemania (o pos-
teriormente España, en los ochenta) importaron millones de tra-
bajadores de África o de Europa oriental y construyeron una mano
masiva de obra barata y flexible, sobre todo carente de derechos
políticos, que constituía cerca de un tercio de su proletariado. Eso
les permitió dividir a los trabajadores entre nativos e inmigrados,
con otra lengua y cultura, separados y discriminados y ayudó a sus
capitalistas a evitar la repetición de su pesadilla para los capita-
listas cuando los trabajadores y desocupados –que aún vivían bajo
la influencia psicológica y cultural de la Gran Guerra y que eran
todos ciudadanos– se convirtieron en la base de grandes partidos
de masas y disputaron el poder. Italia, en cambio, despojada de sus
colonias por la guerra, tenía su real colonia en el Sur campesino
desde donde se produjo una migración masiva hacia las regiones
septentrionales más industrializadas, pero en ruinas.
La península salió de la guerra con una población compuesta
en su mayoría por una masa campesina muy pobre, sin cultura y
aún monárquica a pesar de todo lo que los corruptos y cobardes
Saboya les habían hecho a los trabajadores. Durante años esa
mayoría de campesinos del centro-sur había sido obligada por el
fascismo a trabajar con bajísimos salarios y sin derechos sociales
ni sindicatos y en ella influía mucho, por su atraso cultural, el
peso de la Iglesia católica, la cual tiene su sede en Roma pero
la mayoría de sus fieles en los bolsones campesinos de toda Ita-
lia. Por su parte, la burguesía liberal que se había separado del
fascismo y que se encontró de golpe sin fábricas ni Estado debía
recuperar su poder y, al mismo tiempo, no tenía más remedio que

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modernizar Italia e industrializarla si no quería ser una colonia
británica, como Grecia.
Ella tenía ante sí el enorme mercado de la reconstrucción de
las ciudades devastadas y de la modernización de las relaciones
sociales en las zonas rurales. La enorme masa de mano de obra
baratísima, frugal y trabajadora que emigró hacia las ciudades
bombardeadas del norte (y que nos reflejó el neorrealismo italiano
en la cinematografía y las novelas) ahogó en las fábricas septen-
trionales a los trabajadores especializados y con oficio que habían
sido la base más activa de la Resistencia antifascista y antinazi y
que habían evitado, tomando armas en mano sus ciudades, que los
alemanes se llevasen las máquinas y fábricas enteras.
Ese obrero-masa, combativo, que traía además detrás de sí las
luchas por la expropiación de las tierras de los terratenientes sici-
lianos o de los colonos y arrendatarios en el centro del país, encon-
tró que su energía era canalizada por el Partido Comunista dirigi-
do por Palmiro Togliatti hacia la reconstrucción de la economía, del
Estado y de la política capitalista primero mediante un acuerdo con
el rey para frenar todo intento de insurrección obrera socialista en
el Norte durante la Resistencia, como intentaban sus militantes de
las Brigadas Garibaldi, y después, por medio de un acuerdo con el
partido del Vaticano, la Democracia Cristiana dirigida por Alcides
De Gasperi, que había pasado la guerra bajo la cobertura del Papa
fascista Pío XII y que era también el partido de todo el orden bur-
gués y de los aliados británicos y estadounidenses.
El Partido Comunista, aliado al Partido Socialista dirigido
por el Premio Stalin Pietro Nenni, aplicó la política estalinista
de Yalta-Postdam y educó y organizó para la unidad nacional y el
nacionalismo (antiyugoslavo) a una inmensa masa políticamente
virgen que, al apoyarlo, creía trabajar para un cambio social y
una vaga Italia de los trabajadores y que esperaba que la Unión
Soviética, a la que creía socialista, algún día llegase por fin a la
península.
El PCI togliattiano, además, siguió considerando por mucho
tiempo, hasta bien avanzados los setenta, que ni Italia ni Europa
Occidental habían cambiado, mientras, bajo sus pies, se producía
una profunda transformación del país con la emigración campesi-
na hacia las ciudades, la industrialización en miles de pequeñas
empresas, el aumento de los consumos, la modernización de las
costumbres. La Italia dependiente y semicolonial, con base campe-
sina y un gran peso de la Iglesia, seguía existiendo sólo en la mente
conservadora de la dirección comunista, mientras tanto el proleta-

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riado como la sociedad sufrían cambios profundos que culminarían
a partir del 78 con los efectos de la mundialización, es decir, con
la ofensiva capitalista contra los trabajadores ante la escasez de
materias primas y de mano de obra y la caída de la tasa media de
ganancia.
Al mismo tiempo, los golpes sufridos por el prestigio de la
Unión Soviética, primero, por la ruptura con Tito y Yugoslavia en
1948, más tarde en los acontecimientos polacos de los primeros
años cincuenta, después por el aplastamiento de los consejos obre-
ros húngaros en 1956 y por el “informe secreto” de Jruschov al XX
Congreso del PCUS, así como por la disputa sino-soviética y la re-
volución cubana en 1959 y las diferencias entre ella, los comunistas
italianos y todos los comunistas latinoamericanos, habían minado
uno de los puntales en que se apoyaba la dirección de Togliatti: la
confianza en que el estalinismo era sinónimo de socialismo y en
que la solución podría venir desde arriba y desde afuera gracias “a
la sabia dirección” del Kremlin y de su representante local.
El 1968 en París, Praga, México, con eco ensordecedor en todas
las ciudades del mundo, marcó el principio del fin de los partidos
comunistas occidentales de masa, incluido el más grande de ellos,
el Partido Comunista Italiano aunque en Italia el 68 real se pro-
dujo en 1969 con las luchas obreras en el norte, la aparición de los
sindicatos unificados y la creación de los consejos obreros.
Ya los estudiantes italianos, en el 68, habían dado origen a
grupos espontaneístas –como los Indios Metropolitanos o Los Paja-
ritos– que actuaban fueran de la influencia del PCI y eran críticos
del estalinismo. Pero, a diferencia de lo que sucedió en Francia,
donde el movimiento estudiantil fue mucho más radical que el mo-
vimiento obrero –que se limitó a ocupar las fábricas para obtener
conquistas salariales y sociales–, en Italia hubo una interinfluen-
cia entre los estudiantes de los grupos a la izquierda del PCI y los
obreros. Éstos democratizaron las fábricas, al crear los consejos
obreros elegidos en asambleas y revocables por éstas, los cuales
estaban formados por los obreros más combativos estuviesen o no
afiliados a uno de los sindicatos. Las comisiones internas, antes del
69, eran nombradas por el sindicato central o por el partido y las
centrales sindicales se dividían según sus ideas políticas: la CGIL
era comunista-socialista, la CISL democristiana y socialcristiana,
y la UIL socialista de derecha y liberal. El 69 cambió ese panorama
y llevó a la unidad de acción de los gremios más importantes de las
tres centrales y, al mismo tiempo, a una renovación de los dirigen-
tes en los sindicatos de punta, como los metalúrgicos, los químicos

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o los textiles. Los nuevos dirigentes, como anteriormente, no eran
obreros sino técnicos o intelectuales pero a partir del 69 dependían
del gremio y no de sus respectivos partidos, en los cuales militaban
en la izquierda.
La radicalización obrera también se manifestó en el seno del
PCI, en el XI Congreso del mismo, donde el ala dirigida por Pietro
Ingrao se opuso con posiciones de izquierda a la derecha dirigida
por Giorgio Amendola. Parte de los ingraístas, dirigidos por Luigi
Pintor y Rossana Rossanda, entre otros, fueron expulsados o radia-
dos y formaron el grupo de la revista (después diario) Il Manifesto,
con posiciones en las que mezclaban ilusiones sobre el maoísmo y
el rechazo de la ocupación de Checoeslovaquia y de la política so-
cialdemócrata del PCI.
En esta Italia, donde comenzaba a formarse a la izquierda del
Partido Comunista lo que se llamaría Nueva Izquierda y donde el
movimiento social y sindical se transformaba violentamente, caí
yo, de retorno del Yemen y tras mi oxigenación política en el proce-
so revolucionario sudyemenita, en el charco de ranas del pequeño
partido posadista, que estaba totalmente volcado sobre sí mismo y
era ciego y sordo ante lo que pasaba en el país y ante las transfor-
maciones en la sociedad en Europa, su cultura, su economía, sus
relaciones de clase y en las clases fundamentales mismas.
En ese medio asfixiante no se discutían ni las posiciones de
Marcuse, ni el naciente e impetuoso feminismo radical (que tam-
bién el PCI temía y rechazaba), ni las nuevas concepciones ecolo-
gistas-humanistas que se desarrollaban en sectores socialistas de
la izquierda católica (como Lucio Magri, de Il Manifesto y el Mo-
vimiento Político de los Trabajadores –MPL, en la sigla italiana–).
Tampoco los ataques contra la dialéctica y en particular contra los
libros de F. Engels, el Anti-Dühring y Dialéctica de la Naturaleza,
que el ex miembro izquierdista del PCI, después socialdemócrata
y, por último, berlusconiano Lucio Colletti había lanzado en 1974
en New Left Review y en sus libros para el editor Laterza. Sólo
la pesadísima y togliattiana revista Rinascita –siempre un espejo
muy limitado y deformado de lo que pasaba en el ambiente cultu-
ral italiano y nada más que en éste– merecía de Posadas y de su
equipo una lectura relativamente atenta y comentada. Y, aunque
llegaba siempre Sous le Drapeau du Socialisme, de Michel Pablo y
su Tendencia Marxista Revolucionaria de la IV Internacional, que
exponía continuamente su posición sobre el socialismo como auto-
gestión social generalizada, el único que la leía, si por casualidad
dejaban que llegase a mis manos, era yo (Posadas leía en español y

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en italiano, pero el francés le resultaba muy dificultoso e ignoraba
otras lenguas y quienes le rodeaban, salvo Jordi Dauder, carecían
de preocupaciones teóricas).
Mi informe sobre la experiencia en Yemen del Sud fue, como
preveía, una mera formalidad y no mereció ni balance ni discu-
sión alguna. El grupo que había formado en Adén dejó de recibir
los documentos que el posadismo enviaba urbe et orbi e igual cosa
sucedió con el partido y el gobierno sudyemenitas, de los que, evi-
dentemente, nada se podía obtener. En cuanto a mí, fui incorpora-
do al pomposamente llamado Buró Político del Partido Comunis-
ta Revolucionario (trotskista) Sección Italiana de la IV posadista,
cuyo secretario era un ex dirigente de la juventud socialista, Piero
Leone, excelente amigo y compañero, y pasé fundamentalmente a
ocuparme del periódico, Lotta Operaia que se hacía en Génova.
Eso me obligaba a desplazarme a esa combativa ciudad obre-
ra, que durante la Resistencia había recuperado su libertad con
un levantamiento armado contra los ocupantes nazis y durante el
gobierno Tambroni había expulsado con grandes manifestaciones
y combates callejeros a los fascistas que habían intentado provo-
cativamente reunir allí su Congreso. Me alojaba en casa de un ex
partigiano y dirigente sindical portuario cuyos hijos adolescentes
eran miembros del partido, y volvía a Roma, terminado mi trabajo,
en el último tren nocturno, en segunda, para no pagar, porque a esa
hora no había control de boletos, cosa que aprovechaban todas las
prostitutas entre Génova y Pisa, y yo mezclado con ellas, para con-
vertir los vagones de segunda en apiñados dormitorios gratuitos.

***

Libia derribó la monarquía Sennoussi en 1969 mediante un


golpe militar dirigido por el joven oficial de inteligencia Muammar
Gaddafi, echó a las bases estadounidenses y británicas y fundó la
Yamahiriyya (República de las Masas, o Popular). En el grupo de
los responsables del golpe se destacaba un mayor que se declaraba
marxista, Omar Meishi –o Merishi–, quien de la posición de segun-
do hombre en el poder, con varios ministerios a su cargo, terminó
poco después como exiliado en el Egipto nasserista. Posadas creyó
oportuno enviarme a Libia en una breve misión para reforzar el
grupo posadista (compuesto por el famoso Giorgio y sus hermanos)
y para sondear a Gaddafi y ver qué clase de bicho era.
La primera tarea fue imposible. Aunque Tripoli todavía no ha-
bía expulsado a los italianos cuando fui por primera vez a esa ciu-

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dad y en las calles los nombres aún estaban en italiano y en árabe y
se podía beber vino y comer salchichas, ya reinaba un clima denso,
de temor latente. Me habían alojado en la casa familiar, que estaba
en las afueras de la ciudad. Un día me dediqué a palear durante
horas la arena que tapaba prácticamente la terraza y arrojarla al
desierto (en un trabajo que me recordaba constantemente a Sísifo)
y, cuando terminé esa tarea autoimpuesta en la que ninguno de los
ocho miembros presentes de la familia había colaborado, pensé ha-
cerles un chiste. Vestí, por lo tanto, la túnica blanca de lana de los
libios y me subí la capucha y así aparecí en la sala, donde estaban
tomando el té y parloteando interminablemente. Algunos quedaron
paralizados, sentados en el suelo y tomaron el color de mi caftán,
mientras otros saltaban y buscaban salidas, creyendo estar rodea-
dos. Creo que ahí se acabó el proyecto de sección libia posadista…
En cuanto a lo segundo, Meishi me avisó que Gaddafi era un
anticomunista rabioso y que se le podían hacer análisis mundia-
les y regionales antiimperialistas y hablar con provecho de movi-
mientos nacionalistas en el resto del mundo pero que creía que la
izquierda marxista palestina y los sudyemenitas eran agentes de
Moscú.
De modo que visité al beduino Gaddafi en una carpa plantada
en el centro del cuartel y vigilada por gente de su tribu y durante
un rato, entre té y té a la menta, le hablé de la situación mundial.
De Posadas, nada pues ni siquiera le dejé material impreso que,
por otra parte, estaba en español (él hablaba italiano e inglés, ade-
más del árabe de Libia).
El informe sobre este viaje decepcionó bastante en el cuartel
general posadista en Roma. Me asignaron la tarea de visitar las
embajadas de países africanos que creían candidatos a ser “Es-
tados revolucionarios”, como la del Congo Brazzaville, que tenía
sucesivos gobiernos militares de izquierda, o, particularmente, la
de Somalia, donde en ese entonces el presidente era Mohammed
Siad Barre (a quien Fidel Castro, en su momento, calificó de in-
signe marxista cuando era un militar nacionalista formado por la
ocupación italiana que, en su momento oportuno, se inclinó hacia
Estados Unidos) y al que Posadas consideraba socialista. Por su-
puesto, como el tiempo necesario para estos contactos diplomáticos
era muy flexible, lo utilizaba también, sin informar a ese respecto,
para visitar Il Manifesto o ir a los sindicatos y a las Centrales obre-
ra, obteniendo así márgenes de independencia propia.
También daba cursos en el partido o iba a secciones periféri-
cas del Partido Comunista a intervenir en las discusiones y bus-

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car contactos o a conversar con los contactos obreros que nuestros
compañeros habían logrado en algunas de ellas.
El resto del tiempo –que era mucho– escapaba de la llamada
“comuna” donde vivía teóricamente como monje de clausura para
ir a visitar museos, palacios, ruinas, iglesias, con un plan de visitas
organizado y con lecturas informativas previas que mejoraron mis
conocimientos, o para ir a Aerolíneas Argentinas en la via Veneto
(entonces no existía Internet) para leer los diarios de Buenos Aires
porque los medios de información italianos o Le Monde ignoraban
en general lo que pasaba en América Latina. Algunas veces arras-
traba a mis paseos artístico-culturales a uno de los dos ex semina-
ristas españoles con los que convivía y extendía incluso la excur-
sión hasta las librerías, para ver las novedades que, por supuesto,
ni él ni yo podíamos comprar.
Decidí, por último, crearme un trabajo político y empecé a vi-
sitar los sindicatos y organizaciones de izquierda para organizar
la solidaridad con los sindicatos argentinos que enfrentaban las
dictaduras sucesivas y con los perseguidos políticos por la dictadu-
ra brasileña, primero, y chilena después, a partir de 1973. En ese
trabajo conocí a valiosos compañeros y amigos, como el dirigente
de Químicos y después de Aeronáuticos, Corrado Perna, quien años
después, en el 2005, traduciría y editaría en Italia mi libro sobre
los problemas sociales en Argentina, o los dirigentes de la FIOM,
el sindicato metalúrgico de la CGIL, empezando por el secretario,
el ingraísta Bruno Trentin, los dirigentes de los metalúrgicos de la
FIM, de la CISL, como Pierre Carniti y Giorgio Benvenuto, socia-
lista, de la UILM, el sindicato metalúrgico de la UIL y, sobre todo,
a un compañero muy generoso y solidario, Mario Sepi, de familia
socialista que entonces era responsable de las Relaciones Interna-
cionales de la CISL, con el que me hice muy amigo y que me facilitó
incluso su dirección postal para recibir cartas desde Buenos Aires
de mi compañera sin pasar por la censura posadista.
En mi vida de opositor no declarado no faltaban, mientras
tanto, “incidentes de percurso”. Posadas con Ortiz organizaron en
1973, por ejemplo, una Conferencia Internacional en Francia, ha-
cia la cual se desplazaron los dirigentes de todas las secciones po-
sadistas. La reunión se hacía en provincia, en un castillo que desde
la Liberación, treinta años atrás, estaba vacío y que había sido
prestado por su propietario, un periodista televisivo muy conocido
que Ortiz había contactado.
Tal como en el caso de la reunión en Shangri La, en Uruguay,
que condujo a la expulsión de ese país de Posadas y su entorno, ni

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siquiera se preguntaron qué pensarían los habitantes de un pue-
blito de menos de mil habitantes al ver movimientos raros en la
principal propiedad de la región. Creyendo estar solos en el mundo
y aplicar técnicas de clandestinidad, todos entraron de a poco y de
noche en el castillo (el pueblito vio pues un desfile de coches pari-
sinos) y decenas de personas comenzaron a limpiar las chimeneas,
obstruidas por panales de abejas, lo cual produjo grandes huma-
redas que nadie se preocupó por explicar a los aldeanos, colocaron
electricidad, que iluminó el castillo oscuro durante decenios. Como
pensaban que para no llamar la atención bastaba con no salir al
parque o al bosque que rodeaba los edificios, al cabo de unos días
esa clausura era interrumpida por partidos de fútbol ruidosos en
los que se gritaba en diversos idiomas. Para completar la irrespon-
sabilidad no compraban ni el pan en el pueblo y no había una res-
puesta preparada para los curiosos eventuales y los responsables
de dar la cara –yo, Jordi Dauder, su compañera Nicole Guardiola,
el compañero inglés, John Davis– no teníamos casi ninguno los
papeles en regla o, peor aún, como en mi caso, contábamos con pa-
saportes falsificados y vencidos en su país de emisión desde hacía
rato.
Unos días después llegaron por supuesto en bicicleta unos
gendarmes locales bonachones, a los que atendimos amablemente
los que hablaban francés, con Nicole a la cabeza. Quisieron saber
quiénes éramos y qué hacíamos allí y, cuando les explicamos que
el propietario estaba preparando una serie televisiva basada en el
castillo y con jóvenes de diversos países, anotaron todo y parecie-
ron darse por satisfechos. El susto de Posadas, sin embargo, fue
mayúsculo y estuvo a punto de desistir de la reunión.
En el castillo durante la Liberación una guarnición de solda-
dos alemanes había sido sorprendida por un grupo de maquis lo-
cales y había debido huir precipitadamente, dejando cartas a me-
dio escribir, un par de excelentes impermeables verdes, dos autos
Citroën de la época y borceguíes de muy buen cuero, con clavos.
En las cartas, que tradujo “Enrique” (Pablo Schulz, nuestro com-
pañero argentino que había militado en la revolución argelina) los
soldados escribían a sus familias, desmoralizados, que esperaban
sobrevivir a la derrota, lo que explica la prisa con que escaparon.
En cuanto a los borceguíes, encontré un par grande, le quité
los clavos y me pertreché de calzado para rato… hasta que, un par
de días después, Gabriel Labat (“Diego”) sufrió un ataque feroz de
Posadas y por la tarde me dijo que estaba harto y que se iba a ir a
París, a buscar trabajo, aunque fuera a pie, a pesar de no tener za-

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patos adecuados, de modo que le regalé mis engrasados borceguíes.
Esa misma noche se fue y en París, como era un excelente arqui-
tecto urbanista, enseguida encontró un muy buen trabajo. Desde
su departamento en Montparnasse y ya reunido con Magda, su
compañera, que también llegó a Europa rompiendo la disciplina,
Diego colaboró con Adolfo y conmigo en la redacción del Boletín
Marxista aunque derivó cada vez más hacia la teoría, entonces de
moda, de Rudolf Bahro, un importante disidente marxista de Ale-
mania Oriental que sostenía que la casta burocrática soviética era
una clase en formación originada en la capa intelectual.
Poco antes, en 1972, creo, llegaron a Italia, una vez liberados
de la cárcel en México, Adolfo Gilly y Oscar Fernández, que fue-
ron recibidos como héroes por todos los posadistas, y por el propio
Posadas, como un importante refuerzo. La vida política del círculo
áulico posadista se reanimó durante un breve período pues Adolfo,
además de dominar el francés, el inglés y el italiano, había vivi-
do ya en Europa y tenía intensa curiosidad intelectual. Pero en lo
esencial nada cambió sino que el posadismo siguió agregando bar-
baridades teóricas cada vez mayores a sus muchas aberraciones
anteriores.
Por ejemplo, en Grecia una dictadura militar ultraconservado-
ra, la cual tenía un ala fascista dirigida por el ministro del Interior
y jefe de la temida Policía Militar Demetrios Ioannidis, había toma-
do el poder en 1967 (cayó derribada por los estudiantes en 1974).
Sin siquiera preguntarles a los compañeros griegos (varios de los
cuales militaban en el partido italiano) qué pensaban, Posadas ca-
racterizaba de revolucionario y anticapitalista el nacionalismo ex-
tremo y el pathos populachero fascista del general Ioannidis, el de
las borracheras públicas y las danzas folclóricas. Al mismo tiempo,
confundía el Estado sirio con el gobierno sirio del momento, resul-
tante de un golpe derechista, y al mismo con la política “socialista
árabe” meramente declaratoria del sangriento dictador Hafez al
Assad, jefe del ala de derecha del Baas sirio, masacrador de pa-
lestinos, libaneses y sirios mismos, y sostenía así sin ruborizarse
que Siria era un Estado Revolucionario no capitalista porque eso
decía Hafez. En el caso del Partido Comunista de la Unión Sovié-
tica, idealizaba también al responsable de la política internacional
Boris Ponomariov, un hombre promovido por el estalinista Súslov,
guardián de la ideología de la burocracia soviética, y sostenía que
ese conservador y miembro conspicuo del aparato desempeñaba
en el mismo un papel progresista y renovador e impulsaba lo que
Posadas llamaba “regeneración parcial” de la burocracia soviética

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contrarrevolucionaria. Y así sucesivamente, porque la categoría de
“Estado revolucionario” era una etiqueta que otorgaba a un entero
país, como Bolivia, cuando, sin tener en cuenta su carácter de clase,
consideraba revolucionario a un gobierno. Así sucedió con el del ge-
neral Juan José Torres, asesinado en Buenos Aires y dicho “Estado
revolucionario” recayó en la categoría de Estado capitalista depen-
diente apenas un golpista derribó al gobierno anterior.
Harto ya de callar y de compartir la difusión de tales teorías
comencé a criticarlas en escuelas de cuadros del partido, como una
realizada en Génova, sin mencionar sin embargo a Posadas sino
desmontando una a una las visiones centrales de su política al
exponer las discusiones y las experiencias del pasado en el movi-
miento revolucionario y el pensamiento marxiano. Esa tarea de
demolición tuvo algún resultado ya que Nicola Caiazza, un com-
pañero napolitano muy inteligente, me llamó aparte al terminar
dicha reunión genovesa y fue directamente al grano diciéndome
que lo que exponía llevaba a la conclusión de que Posadas estaba
gagá. Le respondí que eso lo había dicho él y que lo que yo hacía
era refutar teorías y políticas que no tenían relación con el pensa-
miento de Marx o de Trotsky y no tenían base científica alguna, y
proponer su abandono.
Estaba, por lo tanto, al borde de la expulsión o de un conflicto
grave con Posadas cuando, sin la autorización del partido argenti-
no ni de aquél, mi compañera hizo varias decoraciones, se compró
un boleto de tercera en el Andrea C y se lanzó a hacer en sentido
contrario el viaje realizado casi cien años antes por su abuelo ita-
liano cuando tentó la aventura en Argentina.
La esperé en Génova, fuimos juntos a Roma en medio de una
huelga general en esa ciudad que me obligó a cargar durante horas
y por muchos kilómetros una pesadísima valija y lo primero que
hice fue invitarla a conocer los jardines de Tívoli y almorzar allí
lejos de los oídos indiscretos para hacer un balance de la situación.
Pizza para turistas de por medio, le di a leer una crítica de
unas 20 páginas a un solo espacio que había escrito rechazando las
teorías de Posadas. Le dije además que me alojaba en una “comu-
na” del partido y, por lo tanto, no teníamos casa y que tampoco no
tenía trabajo ni fuente de ingresos alguna y que, por consiguiente,
la expulsión significaría ir a la calle y buscar día a día qué comer,
pero que no podía ya callar lo que debía ser dicho a gritos desde ha-
cía rato, ya que la esperanza de formar un grupo interno era vana
debido a la nula circulación de ideas a nivel horizontal y al ver-
ticalismo de todas las decisiones y recursos del partido. Ella, con

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valentía, me respondió que a Posadas o se lo aceptaba en bloque,
como una religión, o se entraba en la herejía que, como tal, implica-
ba ser separado del cuerpo de los creyentes. Me alentó, por lo tanto,
a presentar mi documento cualesquiera fuesen las consecuencias y
sostuvo que nos arreglaríamos de uno u otro modo.
Para los romanos, casi tan finos como los porteños, tener suerte
es tener “un gran culo”. En efecto, el eficaz San Culo me protegió
en esa ciudad sagrada pues de retorno a Roma fui a la Fundación
Lelio Basso, donde colaboraba gratuitamente como voluntario con
el Tribunal Russell II contra la tortura y la represión en América
Latina, que había formado a la muerte de Lord Russell por el se-
nador del Partido Socialista Italiano de Unidad Proletaria (PSIUP,
cercano al PCI), el ex partigiano genovés Lelio Basso. Una compa-
ñera católico-comunista me presentó allí a su marido que me puso
en contacto con la Asociación Cristiana de Trabajadores Italianos
(ACLI, por la sigla en italiano), la cual me encargó fichas sobre el
movimiento obrero en Bolivia y Argentina.
Por si eso fuera poco, le expuse mi situación de sin techo po-
tencial a Claudio Ghiglerio, responsable de publicidad de la Fun-
dación, comunista, de padre y madre partigiani en los Castelli Ro-
mani, preguntándole si conocía un lugar barato, preferentemente
gratuito, donde vivir transitoriamente con mi mujer que acababa
de llegar y él me dijo que le diría a su cuñada, que tenía otro lugar
donde ir, que dejase su habitación y que podríamos alojarnos en
su casa hasta encontrar un lugar propio. Debo destacar que Clau-
dio, un gigante siempre alegre y bonachón y de gran honestidad,
prácticamente no me conocía pero la vida le había dado muy buen
ojo para juzgar a la gente y sintetizaba en su actitud el sentido de
clase del proletariado italiano de ese entonces con la solidaridad
internacionalista, estimulada por los efectos de asesinato del Che
en Bolivia y por la continua lucha de los vietnamitas por su libe-
ración que en esos momentos entusiasmaba a todos y estaba por
culminar.
Otra anécdota confirma lo extendido que estaba ese nivel ele-
vado de conciencia: Una compañera trotskista boliviana, Itala, po-
cos meses después fue secuestrada en Cochabamba, torturada y
cargada en un avión con su bebé de meses sin saber dónde iba y
se encontró en el aeropuerto de Fiumicino sin siquiera conocer que
estaba en Roma. Se le ocurrió entonces ir a la sede del sindicato
de Trabajadores Aeronáuticos, donde el joven secretario, comunis-
ta, que estaba recién casado, la alojó transitoriamente en su casa
a pesar del más que explicable asombro de su mujer, a la que le

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aparecieron de la nada y repentinamente una joven y más bien
atractiva extranjera con un bebé cholito en brazos. El matrimonio,
solidario e internacionalista, puso después a Itala en contacto con
unas monjas muy activas en la solidaridad con América Latina
que la alojaron con gran cariño y se dieron maña para, por medio
del equipo de monjas franciscanas dirigido por Linda Bimbi que
había apoyado en Brasil al obispo de Recife, Helder Cámara y, co-
laboraban con el Tribunal Russell II de Lelio Basso, ponerla por
último en contacto con los poquísimos trotskistas de Roma, uno de
los cuales –el ítalo-brasileño Tullo Vigevani, ferozmente torturado
en São Paulo al igual que su compañera embarazada– vivía en la
“comuna” en la que nos alojábamos, trabajaba en el IPALMO, ins-
tituto que estudiaba América Latina, y colaboraba también con la
Fundación Lelio Basso.
Hay que decir en passant que la reconstitución forzada de pa-
rejas en Roma –como la de Tullo y su compañera María o la mía
con Anaté– introdujo de hecho una modificación importante en la
política posadista pomposamente llamada de cuadros. En efecto, a
los críticos potenciales Posadas los separaba durante las misiones
en otros países o por largos períodos (en el mío fueron cuatro años)
de sus compañeras para tratar de someterlos al convertirlos en
monjes guerreros que transformaban la testosterona en activismo
bañado de iluminismo místico. Además, los chantajeaba, igual que
el estalinismo en la URSS, haciendo extensivas a sus compañeras
y sus familias una condena implícita y tácita que implicaba para
ellas todas las tareas más penosas y arriesgadas posibles, para
que eso pesase no sólo sobre las víctimas directas sino también so-
bre el sospechoso de indisciplina o diferencias a quien amenazaba
por elevación. Por consiguiente, la decisión de Anaté (“Madero”)
de juntar dinero y reunirse conmigo, dejando de lado la sumisión
a una disciplina irracional, no sólo la liberaba del chantaje y el
semiostracismo sino que también me dejaba las manos libres y me
daba nuevas fuerzas y confianza para tomar una decisión.
Ya con ella, y con las espaldas cubiertas en cuanto a la supervi-
vencia, presenté pues la crítica, que estaba redactada con claridad
y dureza pero de la cual no pude conservar ni una copia. Pocos días
después Piero Leone me citó en el Panteon, en el centro de Roma y,
blanco como el papel y temblando, me comunicó mi expulsión del
partido.
Para tranquilizarlo, lo invité a tomar un café, le pregunté si ha-
bía leído mis críticas (no lo había hecho y seguramente tampoco las
habían leído quienes rodeaban a Posadas, como Fernández, Gilly,

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Dauder y otros) y le dije que el derecho a la defensa y a exponer las
opiniones ante los organismos a los que se pertenecía (como, en mi
caso, el Buró Político italiano o el Comité Ejecutivo internacional)
no sólo era tradicional en el movimiento obrero sino que formaba
parte de la propia democracia burguesa, pues nadie podía ser con-
denado sin juicio público y sin derecho a defenderse de las acusa-
ciones. Le dije que el hecho de ser portavoz de una aberración más
no disminuía en nada mi aprecio por su persona ni mi amistad y le
advertí que, al aceptar el precedente de una expulsión política sin
derecho a réplica, sentaba las bases para ser expulsado en un fu-
turo no muy lejano. Añadí que Posadas era, como él o yo, miembro
del Buró Político italiano y, por lo tanto, si tenía algo que objetar, lo
debía hacer en una reunión democrática de éste, enfrentando mis
críticas y que el autoritarismo era compañero de la cobardía y la
falta de argumentos y preanunciaba otras expulsiones.
En efecto, hasta entonces todos se habían ido del posadismo
por su cuenta, al no poder soportar el ambiente mefítico y la po-
breza cultural de la secta y mi expulsión sin formalidad alguna
inauguraba una nueva fase en la degeneración política del grupo
que años atrás había conocido, en sus comienzos, como un grupo
obrero de iguales.
Esa noche, en la “comuna” donde vivía, simulé no ver a Ali-
cia Fajardo (“Haydée”) cuando controlaba que no me llevase en mi
valijita ni un libro que no fuera mío, saludamos con Anaté frater-
nalmente a todos y cortamos definitivamente nuestros lazos con el
posadismo, cerrando una larga fase de nuestra vida.
¿Por qué apoyé a Posadas cuando, irresponsablemente, dio en
1962 un golpe de mano en la IV Internacional sin discutir nada con
Mandel y los demás miembros del Secretariado de la misma? Por
atraso político, ya que compartía la falsa concepción del partido y
el organizativismo que predominaba a costa de la discusión teóri-
ca. Pero también porque el grupo hasta entonces era esencialmen-
te un grupo democrático y de iguales, formado por gente valiosa y
brillante, y aún no asomaban en él las absurdas y ridículas posi-
ciones que aparecieron pocos años más adelante como resultado
de la ignorancia de Posadas y de muchos jóvenes “posadistas” y de
nuestra despreocupación por discutir a tiempo y erradicar las bar-
baridades, por ejemplo, sobre los platos voladores. Igualmente por-
que, a pesar de mis crecientes divergencias durante años, durante
buena parte de esa década fui, por un lado, mantenido al margen
o lejos de la vida cotidiana de Posadas y su núcleo de seguidores,
lo que me impedía seguir la degeneración en el día a día y, por

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otro, continuaba manteniendo la esperanza de recuperar a otros,
que sabía inteligentes y críticos y que intuía que, como yo, estaban
tragando sapos y esperando una oportunidad para reorientar el
rumbo. Esas motivaciones también valieron, sin duda, para otros.
Para justificación de Adolfo, por ejemplo, pienso que hay que tener
en cuenta que sus años de cárcel también le evitaron el contacto
con la evolución de Posadas como gurú del “posadismo”, de la cual
sólo midió el alcance real cuando fue liberado y al llegar a Italia,
casi simultáneamente con mi expulsión.

***

Instalados ya en lo de Claudio Ghiglerio, lo esencial era buscar


trabajo. Claudio creó un servicio de intérpretes simultáneos para
las sesiones del Tribunal Russell II y con él trabajé, cuando me
necesitaba, como traductor al español del francés y el italiano. Al
mismo tiempo colaboré con la ACLI haciendo las fichas menciona-
das y con Lelio Basso mismo en la organización de las sesiones del
Tribunal y en la revista de la fundación. Posteriormente, colabo-
rando con el Tribunal Russell II conocí a los jurados del mismo, de
algunos de los cuales me hice amigo. Tal fue el caso con Alberto Tri-
dente, obrero metalúrgico de origen cristiano y campesino, repre-
sentante de la federación metalúrgica de la CISL y muy popular en
la FIAT de Turín, donde había sido delegado, o de Julio Cortázar y
Vladimir Dedijer, el gigante serbio que había sido partigiano y el
brazo derecho de Tito, con el cual se había distanciado al criticar la
formación de Yugoslavia de una casta burocrática que Dedijer con-
sideraba ya una clase. Otros miembros eran Gabriel García Már-
quez o maître Matarasso, abogado defensor de los presos políticos
en Francia y el filósofo y teólogo Paul Ricoeur.
En la izquierda muy radicalizada de Roma y de Milán surgían
como hongos, y como ellos marchitaban al poco tiempo, editoras
de libros y folletos de izquierda. Una de ellas –las Nuove Edizione
Operaie, en su colección Sapere– me pidió le redactase un libro,
el cual fue publicado en 1974 con la firma de Manuel Casares y el
título previsor de Dopo Perón, guerra civile porque el viejo caudillo
no había muerto, que fue mi primer libro en absoluto.
Ese librito de apenas 92 páginas era lo contrario de lo que debe
ser un libro político serio: fue escrito en una sola noche, de un solo
tirón y sin referencia alguna, de memoria, al tener noticias de la
muerte de J. D. Perón. Tenía sólo el mérito de formar parte de una
colección muy popular que incluía, entre otros, títulos como Praga

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1968: rivoluzione o controrivoluzione?, de Antonio Cassuti, Avven-
turismo, revisionismo e rivoluzione, del Comité Comunista (M-L)
de Unidad y de Lucha, Gli studenti dell’Università statale di Mila-
no, del Instituto de Sociología de Milán de la Facultad de Ciencias
Políticas. LIP (sobre la fábrica de relojes franceses en autogestión),
de Paola Rispoli, I Consigli di zona, de la Federazione di Lavora-
tori Metalmeccanici (FLM) di Roma, Malatti a società, de Luciana
Coronna Pittari, trabajos de Gramsci, de Lenin, de Marx, de Marx
y Engels, los Quaderni Rossi y documentos de varios centros de es-
tudio marxista de toda Italia. Pero estaba mal redactado, lleno de
inexactitudes, nombres y datos equivocados y era sólo un panfleto
político muy esquemático y con ilusiones sobre la izquierda social
argentina y la izquierda peronista.
Aunque, por supuesto, trato en vano de olvidarlo, lo justifico
sin embargo como un acto militante indispensable apenas liberado
de la secta posadista y como un intento de ponerme en orden la ca-
beza y de decir algo para la izquierda italiana y los sindicatos, que
seguía considerando en su mayoría que el peronismo era algo así
como el fascismo, pues les llegaban los ecos de los análisis de Gino
Germani o, peor aún, de los comunistas y socialistas argentinos.
El librito tuvo –por fortuna para los probables lectores– sólo
dos ediciones y en la de 1976, que apareció bajo el título de Ar-
gentina un Vietnam differente, publiqué posteriormente un prólogo
autocrítico que trataré de resumir, porque expresa cómo veía yo la
lucha obrera y las guerrillas en Argentina en 1974-76.
En dicho prólogo, escrito en septiembre de 1976, decía que, so-
bre todo, en Dopo Perón, guerra civile “había tratado de hacer un
balance provisorio del peronismo y de formular, en lo posible, algu-
nas previsiones útiles para la acción”. Sostenía que “después de la
muerte de Perón se aceleró el proceso de maduración política del
proletariado” y daba como ejemplo de ello la gran huelga de 10 días
que acabó con el Rodrigazo (el brutal plan de ajuste) y echó a López
Rega, el “Brujo”, responsable de la Alianza Anticomunista Argen-
tina y sus brigadas de la muerte (cuya primera víctima había sido
el compañero Freres, dirigente de los obreros del Transporte, que
militaba en la misma célula que Anaté).
Destacaba asimismo la presentación de un plan económico
obrero opuesto al del gobierno y la creación de las Comisiones
Coordinadoras por zona de las luchas fabriles, las cuales funcio-
naban como Consejos obreros. Y concluía: “Si el peronismo bur-
gués de la dirección se derrumbaba determinando un reflujo de
la pequeño-burguesía, el peronismo anticapitalista de las masas,

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en cambio, impedía la creación de un vacío político, reforzaba la
unidad, mantenía una de las conquistas fundamentales de la úl-
tima década: el frente único social y de lucha entre proletariado y
pequeño-burguesía trabajadora”. El golpe militar de 1976 era, por
lo tanto, “una medida defensiva y preventiva” frente a este posible
avance político de las masas.
Más adelante agregaba que “la clase obrera no ha sido vencida
y destruida organizativamente como en Chile. Por consiguiente,
está intacta su capacidad de respuesta y los militares lo saben.
Pero ha sido aturdida, desmoralizada, no tanto por el golpe militar
sino sobre todo por la putrefacción y capitulación de la burocra-
cia sindical y de la dirección peronista. Este estupor, que se está
disipando, trajo como consecuencia un repliegue que la dictadura
aprovecha para golpear concentrada y selectivamente a los revolu-
cionarios de modo de impedir, o por lo menos, de retardar, la fusión
política entre éstos y las masas”.
Seguía el análisis: “La acción militar del ERP, en la época de
Perón, aisló a esa organización de las masas peronistas –que te-
nían grandes diferencias con su dirección pero no la veían ni veían
al estado como enemigos. Y, sobre todo, con sus acciones indiscrimi-
nadas, como el ataque al cuartel de Azul, el ERP soldó la unidad de
los militares cuando el deber de cualquier dirección revolucionaria
es tratar de romperla”.
“La guerrilla al margen de las masas en sustitución de ellas
era criminal en la época de Perón y se convirtió en suicida para
los revolucionarios que aplicaban esta política de choque con el
ejército estatal”. A la acción armada de la izquierda peronista, en
cambio, le daba mayores posibilidades diciendo: “Esta lucha arma-
da es, por lo tanto, necesaria y útil en este momento a condición
de no convertirse en el centro de la lucha revolucionaria y tenien-
do en cuenta que la clandestinidad, la represión, la necesidad de
concentrar muchos de los mejores cuadros políticos en el aparato
militar y logístico, llevan a olvidar en la práctica lo que se reconoce
en la teoría: es decir, que la revolución no la hacen los revoluciona-
rios sino la clase obrera y las masas”. A continuación sacaba una
conclusión muy clásica, resultante de la experiencia rusa, que ge-
neralizaba abusivamente a la Argentina olvidando la inexistencia
de una dirección socialista previa a la lucha decisiva: “La lucha
armada debe ser un punto de apoyo de la lucha social de masas
y no el objetivo principal de los revolucionarios porque la lucha
armada decisiva, la que derribará a la dictadura y al sistema capi-
talista mismo, será un hecho de masas, una combinación de huel-

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ga general insurreccional con la acción de destacamentos armados
preexistentes, y será sobre todo el resultado de la división previa
de las fuerzas armadas, de la conquista previa de las armas donde
ellas están en su gran mayoría: en manos de los soldados”.
Después formulaba una autocrítica: “Dopo Perón, guerra civile
analizaba de modo demasiado linear el problema crucial de la re-
lación de fuerzas en el seno de las fuerzas armadas y de las divisio-
nes de éstas” continuando con una definición del carácter burgués
de las tendencias nacionalistas en las fuerzas armadas e incluso
de sus lazos con la derecha peronista. También criticaba duramen-
te la política del Partido Comunista de alianza con Videla contra
los “pinochetistas” y de condena a los guerrilleros por “provocar
la represión”. Y concluía: “La dirección y el programa burgués del
peronismo se derrumbaron pero no fueron sustituidos… Todavía
no se ha dado el salto del nacionalismo al socialismo revoluciona-
rio a nivel de masas. Todavía no está claro el programa socialista,
no aparecieron los cuadros que lucharán por dar la alternativa a
partir de la experiencia misma de las masas, como hicieron Ho Chi
Mihn y sus compañeros cuando rompieron con el nacionalismo y
comenzaron a construir un partido obrero”. Para terminar dicien-
do: “El centro de la lucha pasa por las fábricas, por las Coordina-
doras cualquiera sea el nombre que las mismas adopten, por los
sindicatos reales, sean éstos clandestinos o utilicen desde la clan-
destinidad eventuales aperturas ‘legales’ del gobierno (los even-
tuales sindicatos oficiales)”.
“El centro de la lucha contra la dictadura pasa por la cons-
trucción de un partido capaz de hundir sus raíces en las masas y
de conducir una larga lucha con ideas, posiciones, publicaciones,
programas, que sea capaz de ‘hacer política’ dividiendo al enemigo
y coagulando nuevas fuerzas en alianzas transitorias detrás de ob-
jetivos democráticos, sociales, antiimperialistas, que formen parte
de la lucha estratégica por el socialismo”.
Anaté, mientras tanto, trabajaba en la sección Arte de una
agencia de publicidad romana en la que era compañera de un hijo
del ex senador por los mineros del norte chileno Raúl Ampuero,
ex secretario general del PS de su país, varias veces secretario del
Partido Socialista Popular, impulsor del Frente de los Trabajado-
res, que había sido torturado y expulsado de Chile por los militares,
estaba exiliado en Roma y colaboraba con la Fundación Basso en
la defensa de los presos políticos. Discutimos mucho con Ampuero,
que era un marxista y un militante, la situación interna del Parti-
do Socialista chileno en el exilio, al mismo tiempo que, en el trabajo

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que yo hacía en el Tribunal presidido por Lelio Basso, buscaba re-
solver los problemas logísticos de la ola de emigrados que llegaba
continuamente de Chile, Paraguay, Haití. Las pretensiones de mu-
chísimos políticos chilenos en particular –que eran privilegiados
por los lazos de sus partidos con los grandes partidos de izquierda
italianos– me sorprendían pues no pedían cualquier trabajo y cual-
quier alojamiento sino ventajas de las que carecían los militantes
italianos que se desvivían para solucionarles sus problemas y no
alcanzaban a entender, sociológica y humanamente, las raíces de
esa actitud de gente que en sus ilusiones eran héroes vencidos de
una revolución aplastada.
Lelio Basso era entonces, poco antes de su muerte, todavía
luxemburguista en el plano ideológico. Pero, en su vida política,
era uno de los puntales de la relación particular que existía en su
partido –el Partido Socialista de Unidad Proletaria, PSIUP– poco
antes de la escisión y desaparición del mismo entre el sector de la
dirección que él integraba y el gobierno soviético. Éste, en efecto,
desconfiaba del excesivo nacionalismo y del débil alineamiento con
su política de la dirección del Partido Comunista Italiano desde la
muerte de Palmiro Togliatti y la enfermedad de Luigi Longo, su
sucesor, que fue reemplazado por Enrico Berlinguer y se apoyaba
en el PSIUP más que en el PCI, que era el partido comunista más
grande de Occidente, donde se estaba gestando ya el eurocomunis-
mo, que nacería oficialmente en 1977.
Lelio no era ya el partigiano que a mediados de los cuarenta
quería transformar la guerra de liberación en revolución socialis-
ta, el modelo que había inspirado a muchos jóvenes socialistas re-
volucionarios de todo el mundo, como Adolfo Gilly y yo, en la lejana
Argentina. Treinta años después estaba viejo y enfermo, era un se-
nador con gran influencia política y se preocupaba más por el Tri-
bunal que continuaba la obra de Lord Russell que por la suerte del
socialismo en el mundo. Teníamos buenas relaciones pero discutir
con él era difícil pues pensaba en términos de maniobras políticas
y de aparatos y había abandonado la discusión teórica y la elabo-
ración de una estrategia política. Además, nunca había formado
equipos y el PSIUP, cuando se fragmentó, vio cómo su dirección se
integraba en el Partido Comunista Italiano como ala prosoviética,
mientras una parte de su base partía hacia el mar agitado de la
nueva izquierda, en competencia con el PCI de Berlinguer.
Éste, en lo personal, era un dirigente comunista fuera de lo
común. Era, por ejemplo, un aristócrata sardo sinceramente co-
munista que veraneaba sin problemas en la misma playa y en la

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misma sombrilla que su prima hermana Anna Satta y su mari-
do Livio Maitan, dirigentes trotskistas, y que hacía fila como to-
dos para preguntarle al profesor de su hija, Piero Leone, también
trotskista, cómo iban los estudios de su primogénita y qué proble-
mas tenía, y discutía con él atenta y cordialmente. Era también
un hombre austero que predicaba “la cuestión moral” en un medio
político corrupto e infiltrado por Estados Unidos y por la mafia,
como era la Democracia Cristiana y sobre todo el ala “dorotea” de
la misma.
Sincero, culto y sensible, era un producto del pragmatismo y
del nacionalismo de Togliatti, pero no era como éste un cínico cal-
culador. En esos años y tratando de salvar a su partido, sacó como
conclusión de la experiencia chilena la teoría del “compromiso his-
tórico” según la cual la izquierda debía unirse a la centroderecha
democristiana para poder emprender incluso, como la Unidad Po-
pular, un camino de reformas. Confundía así, como Togliatti, la ne-
cesidad planteada por Gramsci desde la cárcel de no subestimar
las convicciones religiosas de los campesinos del Sur con la alianza
con la DC, que era el partido del Vaticano, de los terratenientes y
del capital financiero apoyado por el imperialismo. Y reforzaba, sin
quererlo, el chantaje permanente de la derecha y de la centrode-
recha de ese partido contra cualquier acuerdo con los comunistas,
convirtiendo al PCI en un permanente aspirante jamás escuchado
a un puesto en el gobierno burgués democristiano.
Esa política y su reflejo en las luchas sindicales y en las posi-
ciones de las Centrales sindicales, en esos años, estaban dando las
bases de la llamada Nueva Izquierda que por primera vez en la
historia italiana jaqueaba al PCI con movimientos sociales que lo
desbordaban.

***

En 1975 entré a trabajar en International Press Service (IPS)


como traductor del inglés al portugués, a cargo de las agencias
árabes (INA, iraquí, Sana, siria, y de la agencia oficial libia). IPS
era una agencia dedicada al llamado Tercer Mundo, creada por un
argentino-italiano, Roberto Savio, dinámico periodista autor de un
excelente documental sobre el Che en Bolivia, y estaba ligada a la
Democracia Cristiana italiana y a la chilena, una parte importante
de la cual, desde el golpe de Pinochet, estaba en la oposición a la
dictadura (en Roma misma los servicios de inteligencia pinoche-
tistas atentaron contra la vida de Bernardo Leighton, ex diputado

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perteneciente a la izquierda democristiana). En esa agencia traba-
jaban entonces, entre otros, periodistas argentinos de la izquierda
peronista, como Pablo Piacentini o Juan Gelman, o ligados al ala
del Partido Radical, como Pablo Giussani, ex director de Che, la
revista de Frondizi y Frigerio y su mujer, Julia Constela, a quien
había conocido en el MOR y que con el gobierno de Alfonsín fue di-
rectora de Radio Belgrano. Simpaticé de inmediato con Juan Gel-
man, uno de los tres dirigentes de los disidentes de Montoneros
(los otros eran Miguel Bonasso y el ex secretario de la Juventud
Peronista, el aventurero Rodolfo Galimberti), cuyos pasos seguía
desde la época en que el mismo escribía en La Rosa Blindada con
otros importantes poetas argentinos. Entre broma y broma discu-
tíamos la falta de perspectivas de los Montoneros en general y de
su organización, que sólo se diferenciaba de la del fascista Firme-
nich por su mayor democracia interna y por el menor militarismo
pero carecía de análisis políticos.
Años después y poco antes de que le entregaran el merecido
Premio Cervantes escribí para la revista web Sin Permiso el si-
guiente recuerdo de esos tiempos.
No hay nadie más porteño que Juan, que transporta en torno
suyo, como una suntuosa capa tejida con los colores de Atlanta, el
aire de Paternal y Villa Crespo. Juan, sin duda, es un Troesma, no
sólo porque utiliza el habla en vesre tan popular, sobre todo entre
los de su generación, que es también la mía, sino porque aun en
los momentos más dramáticos de sus poemas mantiene el pudor
popular que veta la grandilocuencia porque se apoya en esa mezcla
de ironía socarrona y de timidez respetuosa que está en el “digo,
es un decir” de ese otro Maestro-Troesma que es César Vallejo, ese
faro que iluminó el camino de muchos de los poetas latinoamerica-
nos y que los hizo grandes cuando la cultura española en España
agonizaba. 
Juan tiene el rigor que heredó de un padre ex soldado del Ejér-
cito Rojo comandado por Trotsky que caminaba incansablemente
interrogándose, en soliloquios, y peleando con sus demonios inte-
riores, y de una madre nacida en familia de rabinos y no sólo va al
fondo en el conocimiento de su instrumento, el castellano –escribió
poemas en sefardí para transformarlo mejor–, sino que también lo
enriquece en su afán de consecuencia (“que los funcionarios funcio-
nen, que los obispos obispen”, exige con su lógica crítica torciendo
las palabras). 
Recuerdo a Juan en Roma, en la casa de Juan José Fanego,
poeta porteño como él y como él hincha de Atlanta, discutiendo

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Argentina, Italia, el mundo y la poesía de Montale, casi japonesa,
en torno a diversas botellas del vino más decente que nuestros
bolsillos permitían. Era la época en que el teniente Montonero
Juan Gelman, con Miguel Bonasso y Galimberti, encabezaba en
el exilio una ruptura con la dirección “del Pepe” Firmenich que
conducía a sus seguidores a la matanza. Para Juan, un momento
de gran tensión e incertidumbre, agravadas por la desaparición o
el secuestro de los suyos y por el esfuerzo por conciliar posiciones
nacionalistas-peronistas en proceso de descomposición con su for-
mación comunista. 
Trabajábamos ambos en International Press Service, una
agencia orientada hacia el llamado Tercer Mundo y financiada por
el ministerio italiano de Relaciones Exteriores y podía suceder que
encontrase en mi máquina de escribir sonetos cómicos firmados por
Pasquino que yo puntualmente retrucaba en nombre de El Pueblo. 
Para Juan, la romana (y también parisina) fue una fase de
reconstrucción y de búsqueda y reorientación afectiva que culminó
después en México. La campaña por los desaparecidos y contra la
utilización del Campeonato Mundial de Fútbol por la dictadura
nos vio juntos, en actividades distintas pero con los mismos di-
rigentes de la izquierda sindical y política italiana y francesa y,
en México, Juan fue uno de los pocos que no se dejó emborrachar
por el patrioterismo y el ideologismo y se opuso a la guerra de las
Malvinas. 
En tierras mexicanas reconstruyó su vida afectiva –tú eres
Mara y sobre esa base construiré mi familia–, encontró un ambien-
te de poetas latinoamericanos, recomenzó a escribir. El Troesma
de Villa Crespo se consagró continental y universal porque depuró
aún más su lenguaje y con palabras simples, ascéticas, y explosivas
asociaciones de ideas-sentimientos, accesibles a todo el que ten-
ga sentimientos humanos, escribió algunos de los más importan-
tes poemas de la lengua castellana, como el dedicado a su madre
muerta. 
Juan, judío laico y socialista, preso en Israel por antisionista
y propalestino, argentino de ley y nacional pero no nacionalista,
intelectual de raza que vive y piensa como los artesanos ebanistas
que conoció en su barrio, tiene por patria el mundo porque trabaja
y vive en el mundo de las ideas y de la creación de palabras. Por
caballero andante, por ingenioso y por hidalgo (¡ni hablemos de las
manchas que hacen al tigre!) Juan estaba predestinado al Premio
Cervantes. Queda esperar que, cuando le espeten discursos tras
discursos los coronados y sus achichincles, los mire con la chispa

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de sus ojos apenas oculta por sus párpados entrecerrados como
diciendo “¿por qué no te callas?”.
Poco tiempo después de mi incorporación IPS se organizó sin-
dicalmente y los periodistas y el sector administrativo elegimos
dos delegados, uno de los cuales fui yo. Nuestra primera tarea, al
poco tiempo, fue oponernos a que el servicio de la agencia incluyese
los cables de la agencia oficial de Mobutu, el asesino de Lumumba
y sangriento dictador proimperialista del Congo (entonces Zaire),
cosa que logramos tras varias discusiones en las que planteamos
que, si bien IPS era un pool de agencias oficiales y ni los gobier-
nos libio, sirio ni iraquí eran modelos de democracia, apoyar a una
hechura del imperialismo era franquear un límite ético. Creo que
el proyecto Zaire fue abandonado sin mucha resistencia porque, a
diferencia de las agencias árabes, el gobierno de Mobutu disponía
de fondos en relación inversa a los que el dictador acumulaba en
sus propias arcas.
Ya con trabajo fijo, pude alquilar un mini departamento de 40
metros cuadrados más una gran terraza de otros 10 metros más, en
el último piso de una casa situada en el barrio popular de Primava-
lle. A éste habían sido desplazados los habitantes, muchos de ellos
socialistas y comunistas, de Borgo Santo Spirito cuando Mussolini
destripó esa zona medieval que rodeaba a Castel Sant’Angelo y a
San Pedro para hacer la avenida de la Conciliazione después del
Pacto con el Papado. Primavalle se había convertido en residencia
de obreros no calificados y de marginales y, sobre sus 200 mil habi-
tantes, algo más de 20 mil estaban fichados por la policía.
Mi departamento, donde Anaté esperaba el nacimiento de mi
hijo Carlo trepando fatigosamente cinco pisos con una barriga de
proporciones inmensas, era más que espartano. Separado por una
biblioteca que del otro lado tenía una cama que había que descol-
gar a la noche, estaba el dormitorio, amoblado por una silla y una
pequeña cómoda. La sala daba al baño, de puerta corrediza por fal-
ta de espacio y con luz y aire por una claraboya, y a una cocina en
la que cabía frente a la hornalla sólo una persona de pie. Sobre la
pared, colgaba también una mesa, que colgaba de unas cadenas y
se bajaba para trabajar o para comer y una silla completaba el mo-
biliario. La casita nos encantaba y la terraza le permitía a mi hijo
por venir tomar sol en el vientre de su madre al reparo de miradas
indiscretas pues enfrente sólo había un campesino urbano, en otra
terraza más baja, con sus gallinas, su gallo y hasta su cabra…
Los ladrones creyeron que como éramos extranjeros tendría-
mos dinero y un día vieron salir a mi compañera, subieron y de-

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rribaron a hachazos la puerta. Se llevaron sólo un reloj suizo des-
compuesto que mi padre me había regalado y un kilo de hermosas
naranjas sicilianas, pues no había otra cosa. Anaté me llamó por
teléfono cuando llegó poco después y le dije que el modo de romper
la puerta y el desinterés por los libros y papeles indicaba que eran
“los desconocidos de siempre” romanos, pobres diablos metidos a
ladronzuelos. Eso sí: nos quedamos sin las deliciosas naranjas san-
guíneas y tuve que pedir prestado para cambiar la puerta. Como
compensación, por el barrio corrió la voz de que éramos unos muer-
tos de hambre, lo que nos permitió ascender en la consideración del
vecindario y nos evitó cualquier robo futuro.
Por ese departamentito pasó posteriormente Gregorio Selser
cuando llegó a testimoniar en el Tribunal Russell y se alojó y tra-
bajó allí, en la mesita plegadiza. A su derecha, de una enorme pila
de diarios internacionales, recortaba noticias que colocaba a su
izquierda, junto a la entrada de la cocinita, donde yo trabajaba.
Gregorio, buen amigo desde los años cincuenta, pretendía que le
enviase el paquete de recortes a Buenos Aires y yo me negaba a ha-
cerlo, porque estaba marcado, había venido al Tribunal Russell a
denunciar torturas, en la Argentina las Tres A tenían vía libre y en
cualquier momento podía producirse un golpe de Estado (como el
que, efectivamente, se produjo un año después). De modo que, cada
dos o tres minutos, yo daba un paso atrás y le robaba un manojo
de recortes mientras él, ensimismado, no se daba cuenta de que la
pila a su izquierda no crecía nunca y seguía dándole a las tijeras…
Anaté había vivido en 1973 el breve período de 49 días del go-
bierno de Cámpora, la masacre de Ezeiza organizada por la extre-
ma derecha peronista en junio, cuando volvió Perón a la Argentina
y las matanzas selectivas de las Tres A, dirigida por el ex ministro
de Salud de Cámpora y secretario y ministro de Sanidad de Perón,
López Rega. Esa organización, como he dicho anteriormente, se ha-
bía cobrado su primera víctima acribillando a tiros en un suburbio
de Buenos Aires al compañero Freres, líder de los colectiveros, que
militaba en la misma célula partidaria que Anaté. Previendo que
la inestabilidad y el golpe que planeaba ya sobre la cabeza de todos
como una negra y amenazante nube siniestra abrían en Argenti-
na un período de al menos un lustro (de hecho, duró desde 1976
hasta 1983), decidimos tener un hijo en el exilio pues, en el mejor
de los casos, volveríamos a la actividad militante en Argentina re-
cién cuando tuviese cuatro o cinco años y pudiese estar a salvo con
nosotros o con otros, y, en el peor, crecería en Italia. Eso reforza-
ba la necesidad de arraigarnos lo suficiente en este país entonces

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acogedor y estimulante y, al mismo tiempo, de buscar los lazos con
la realidad argentina y latinoamericana superando los obstáculos
que planteaba la no pertenencia a ninguna organización interna-
cional.
En 1975 –mi hijo nació en abril de ese año– Anaté esperaba en
el consultorio del Dr. Manetti, un excelente médico y mejor perso-
na aún que, siendo el médico del Comité Central del PCI, atendía
solidaria y gratuitamente a los exiliados latinoamericanos de otras
tendencias, cuando se sentó a su lado Adolfo Gilly, que al principio
no la reconoció y después, tímidamente, le preguntó: “¿Ud. es Ma-
dero?”. Adolfo le pidió mi número telefónico –el de un réprobo, ex-
pulsado sin derecho a discutir– y después se arrepintió diciéndole
“no le digas que me viste”. De todos modos retuvo el número y tres
días después, tras muchas vacilaciones, me llamó.
Había estallado en el posadismo una mezcla entre crisis polí-
tica y vaudeville. En medio de la noche, un compañero argentino
había irrumpido en efecto en el dormitorio de Posadas y había ilu-
minado en la cama a su mujer junto al intachable líder moral de
la secta. Ante el griterío se incorporaron a la escena Jordi Dauder,
Adolfo, Oscar Fernández y otros y la cosa se transformó, en pala-
bras de Jordi, en “la noche de marras”. Si ellos habían tolerado sin
chistar anteriormente la prostitución del trotskismo y del marxis-
mo y cualquier barbaridad política y no habían dicho nada cuando
viejos compañeros se iban en puntillas o cuando ni siquiera les ha-
bían dado a conocer las críticas que habían provocado mi expulsión
estalinista, este episodio tragicómico colmó en cambio todas las
medidas y sacó a luz muchas cosas. Posadas, salvo para un puñado
de fieles de su entorno romano, estaba ya en tela de juicio y los
trapos sucios viejos comenzaban a exponerse.
Ya no estaba pues solo y tenía alguien con quien discutir sobre
el futuro y sobre el pasado y con quien hacer planes para la ac-
ción. No le recriminé a Adolfo su sometimiento acrítico del pasado
ni su actitud vergonzosa en el caso de mi expulsión y, en cambio,
comenzamos a tratar de hacer un balance teórico y organizativo
del posadismo y una explicación sociopsicológica del personaje Po-
sadas, así como sobre el por qué de nuestra larga permanencia en
una organización que había degenerado sin que reaccionásemos a
tiempo y adecuadamente. Fruto de este trabajo fue una serie de
Boletines Marxistas mimeografiados que escribimos con la colabo-
ración de “Diego” (Gabriel Labat, un arquitecto uruguayo) y de su
compañera Magda y de “Ernesto” (Alberto Di Franco, ex secretario
de Posadas que se hartó un día y partió como marinero en un mer-

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cante italiano que le llevó a dar la vuelta al mundo por todos los
puertos y todos los continentes).
Como Anaté estaba en el noveno mes de embarazo y el depar-
tamento en que vivíamos era muy pequeño y tenía una larga y
empinada escalera, decidimos mudarnos enfrente, a otro departa-
mentito algo mayor en cuya pared Anaté pintó un mural que mos-
traba un alegre paisaje vagamente toscano en trompe l’oeil para
alargar el espacio. Adolfo, por su parte, fue a vivir a nuestro depar-
tamento anterior y, como dominábamos su terraza desde nuestra
ventana, cuando recibía un llamado telefónico le hacíamos señas
con un espejo hasta que venía a responder.
Una vez nacido Carlo, así llamado en homenaje al Gran Bar-
budo, las noticias que traían los exiliados nos comprobaron que
nuestro cálculo de los tiempos había sido justo y que, por lo tanto,
teníamos por delante una prolongada estadía en Europa, donde en
lo sucesivo estaba la nueva trinchera de combate, y nos dedicamos
a tomar contactos, a conocer el país y a aprender todo lo posible de
todo aquel que algo pudiera dar.
Algún tiempo después nos mudamos al barrio de Monti di Pri-
mavalle, a la calle Pio Nono 240, otro barrio muy popular pero
situado al lado de un pinar muy agradable que dominaba desde lo
alto San Pietro y el Vaticano. La casa era grande y tenía una gran
terraza y nos la había pasado un ex salesiano que en ella vivía con
su mujer.
Todo resonaba en los grandes espacios de esa antigua casa po-
pular porque no teníamos casi muebles, ya que en los dormitorios
habíamos hecho con madera cortada a la medida y unos cuantos
clavos unas tarimas de un metro de lado que, colocadas a lado y co-
locándoles una colchoneta, formaban una cama a diez centímetros
del suelo y que de día eran encimables, de modo que dejaban casi
todo el cuarto libre. En torno a las paredes, además, sólo estaban
las bibliotecas hechas con tablas apenas desbastadas y ladrillos
rojos barnizados y, en el dormitorio de nuestro hijo, un corralito
acolchado y después, cuando creció un poco, un andador con el que
se desplazaba a toda velocidad de pared a pared.
No era raro, con ese mobiliario espartano y de estilo “japonés”
renovado a la pobretona, que, cuando Carlo aprendió a gatear, se
viniera hasta nuestro cuarto y me levantara un párpado con sus
manitas para preguntarme si dormía mientras yo me despertaba
viendo en primer plano su cara a la altura de la mía, a ras del piso.
Para evitar que entrase a la cocina o al escritorio, que tenían en-
chufes, cubiertos y utensilios peligrosos para él y un par de mesas

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y algunas sillas que podían caerle encima, Anaté había inventado
un “atajachicos” que, como una especie de barrera guardaganado,
le cerraba el paso pero le permitía ver, agarrado a la misma, qué
se hacía en esa pieza, lo cual lo ponía furioso al extremo de tirarle
sus juguetes a su madre, que estaba trabajando sobre el piso de ese
cuarto para él prohibido.
En esa casa permanecimos casi cuatro años hasta que en 1979
nos trasladamos a México después de que Alberto Pla organizara
en Caracas, en su cátedra sobre Historia del Movimiento Obrero
en la Universidad Central, el primer Congreso Latinoamericano
sobre ese tema, al cual fuimos Adolfo y yo. En ese Congreso, en el
que participaron Julio Godio y Luis Vitale, que estaban en Cara-
cas, además de profesores venezolanos, conocí a Octavio Rodríguez
Araujo, que acababa de obtener la Dirección de la División de Pos-
grado de la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Na-
cional Autónoma de México y que me invitó a trabajar con él y su
equipo de izquierda, cosa que acepté de inmediato. Pero no quiero
adelantarme porque, como dicen los mexicanos, “lo primero es lo
primero”.
El salesiano que me hizo el favor de conseguirme el departa-
mento trabajaba en Terra Nuova, un centro de Cooperación inter-
nacional que intervenía en algunos países de América Latina y
con el cual colaboraba con cursos a los voluntarios sobre los países
en los que pensaban trabajar por lo menos un año. Terra Nuova,
originariamente dependiente de los Salesianos, se había indepen-
dizado de ellos, aunque manteniendo siempre buenas relaciones
con la Orden y los voluntarios, por consiguiente, provenían cada
vez menos del mundo católico y cada vez más de la izquierda o, por
lo menos, de la llamada izquierda “catocomunista”.
Por ese tiempo, en 1975, llegaron también algunos argentinos
Montoneros obligados a exiliarse y nos hicimos amigos de dos de
ellos en particular, el poeta Juan José Fanego y su compañera, Ali-
cia Genzano, que vivían con los otros en una especie de comuna.
Juan tomó contacto con Terra Nuova y entró a trabajar allí y a
Alicia, mientras encontraba trabajo, le inventé uno como niñera de
Carlo –quien en su media lengua la bautizó Atita– y como compa-
ñera de Anaté, que trabajaba en casa, y después la puse en contac-
to con un grupo de feministas de la FAO, donde consiguió trabajo.
Fanego era un hombre de gran tórax, pelo negro y bigotazos
caídos de cuchillero porteño suburbano que se desplazaba en silla
de ruedas porque había sido víctima de la epidemia de poliomelitis
que azotó Buenos Aires por los cuarenta y había perdido el uso de

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las piernas, lo que le hacía parecer un busto de prócer criollo sen-
tado. En su casa hacíamos spaghettate regadas con vino en las que
se discutía de política y literatura y en las que, como dije antes,
participaba muy a menudo Juan Gelman.
Juan José era un hombre culto, dominaba el francés perfecta-
mente, había leído los mismos libros que habían marcado mi niñez
y mi juventud, como los Dumas, Balzac o Stendhal, que recordá-
bamos a cada rato, y apreciaba mucho el arte y la arquitectura
pero, en cambio, era insensible a la belleza de los paisajes. De modo
que cuando en IPS le compré un auto usado a un periodista ruma-
no que había caído en desgracia con su gobierno, durante algunos
años visitamos con él y con Alicia muchos museos y exposiciones
tanto en Roma como en las regiones cercanas y tomamos por cos-
tumbre salir de excursión los fines de semana llevando la silla de
ruedas en el baúl del auto disfrutando nosotros durante el viaje de
los hermosos paisajes laziales o toscanos para después satisfacerlo
a Juan paseando por las calles medioevales o renacentistas de las
ciudades y pueblos que descubríamos y comiendo una especialidad
local en alguna trattoria perdida.
En IPS conocí a Kamal, un egipcio naturalizado español que
estaba a cargo de la edición árabe de la revista Ceres, órgano oficial
de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación
y la Agricultura, que funcionaba en el edificio construido junto al
Circo Massimo, en el corazón de Roma y frente al Palatino, por
Mussolini para su Ministerio de Colonias poco antes de perder to-
das sus colonias y la guerra.
Ceres era la primera revista seria, a nivel mundial, sobre Agri-
cultura y Desarrollo y la había creado Andras Birö, un exiliado
húngaro de 1956. Tenía cuatro ediciones, la inglesa, la francesa,
la española y la árabe, cada una de las cuales contaba con un edi-
tor. Por medio de Kamal, pues, tomé contacto con Birö, un hombre
muy simpático que volví a encontrar fugazmente en una conferen-
cia que di en 1980 en México sobre Solidarnosc y el golpe militar
del general Jaruszelski. También me hice amigo de Juan Aguilar
Derpich, un peruano ex aprista y luego trotskista-guevarista que
deseaba volver a América Latina y que estaba a cargo de la edi-
ción española, por intermedio del cual comencé a traducir artículos
para la revista hasta que, cuando él viajó, me hice cargo de la edi-
ción en castellano.
La revista salía cada dos meses y mi trabajo consistía en suge-
rir temas y autores, controlar las traducciones, asegurar el contacto
con los autores o las instituciones que enviaban materiales, corregir

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galeras y pruebas de página y asegurar la puntualidad y la correc-
ción de la edición a mi cargo. Era un trabajo que se podía hacer en
parte en casa y que, a pesar de su mole, me dejaba tiempo libre para
las demás actividades políticas o culturales. Para tener más tiempo,
preparaba un número y medio a la vez, de modo de organizar un
flujo continuo de la producción de la revista y durante varios meses,
desde que renunció Birö hasta que la FAO nombró al nuevo director,
Peter Hendry, canadiense, excelente profesional y aún mejor per-
sona, los responsables de las diversas ediciones funcionamos como
director colectivo, discutiendo y resolviendo todo como si fuéramos
una microorganización independiente dentro del elefante FAO. Era
un placer trabajar con un equipo de diferentes nacionalidades com-
puesto por personas abiertas, inteligentes y democráticas, y realizar
algo que era útil y agradable y que, además, me permitía perfeccio-
nar mi inglés al traducir los artículos que encargábamos y adquirir
un castellano neutro, sin excesivos regionalismos y que escapase al
español peninsular tal como había hecho anteriormente en France
Presse cuando estuve en Lima, para resultar legible en toda Améri-
ca Latina. Integrar Ceres también me permitía aprender mucho al
viajar a países que ningún funcionario quería visitar.
Uno de ellos fue Guinea Bissau que, con Angola y Cabo Verde,
estaba dirigida por el PAIGC, el partido creado por Amílcar Cabral.
Este pequeño país, que entonces tenían menos de un millón de
habitantes, 80 mil de los cuales en su capital, tenía entonces como
presidente a Luiz Cabral, hermano del líder de la Independencia,
recientemente asesinado en Guinea Conakry. Pedí al director de
Ceres escribir sobre los cambios culturales resultantes de la guerra
entre los campesinos de las diferentes etnias de Guinea Bissau y
partí hacia allí, vía Dakar. La ex colonia portuguesa recientemente
liberada y decisiva para la Revolución de los Claveles en Portugal
debía hacer frente a la construcción de un Estado, en un país de
analfabetas que hablaban 16 lenguas diferentes y careciendo to-
talmente de cuadros nativos. Era un laboratorio interesantísimo
y por eso me encontré allí con gente como Paulo Freire o el ex
director del SINAMOS (Sistema Nacional de Movilización Social,
pero también Sin Amos) durante el gobierno peruano de Velasco
Alvarado. El poeta angoleño Osvaldo de Andrade se esforzaba, en
las ediciones y en la radio, por divulgar en las diversas lenguas el
pensamiento del PAIGC y, al mismo tiempo, por afirmar una len-
gua de cultura (en cierto momento, dado que casi nadie hablaba
una lengua europea ni leía ni escribía, se pensó en optar por el
francés, que se habla en toda la región, para la alfabetización pero

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se terminó por escoger el portugués porque la Revolución de los
Claveles en Portugal podía enviar libros y profesores).
La ciudad de Bissau no tenía entonces agua potable y debía
lavarme los dientes con cognac francés que no sé de dónde salía.
Alojado en el ex casino de oficiales de la Marina, sin electricidad a
partir de las 9 de la noche, el calor me obligaba a dormir tendido
en el suelo, desnudo y con los brazos en cruz, sin poder abrir la
ventana porque de los pantanos cercanos llegaban los mosquitos
portadores de malaria y detrás de ellos vampiros que inoculaban la
rabia. En el restaurante VIP para las embajadas y la cooperación
internacional se podía comer arroz blanco y, si algún pesquero so-
viético se apiadaba, un poco de pescado… siempre con cognac. Un
día fuimos con el presidente, su mujer y el director sueco del hospi-
tal central a unas islas en las que es posible ir a la playa y, en cierto
momento, el médico le dio una bofetada a la esposa de Luiz Cabral
y le dijo a éste, que lo miraba asombrado: “¿qué prefieres, que la
pique una mosca tse-tsé o que le dé una cachetada benévola?”. Nos
tuvimos que ir, porque la playa, y el bosque cercano, estaban infec-
tados por la mosca del sueño.
Pero la pobreza del país planteaba desafíos, y el de la integra-
ción de las etnias con culturas, religiones y relaciones entre los
géneros muy diferentes era uno de los más importantes. Pude com-
probar, por ejemplo, cómo el aumento de la productividad arrocera
resultante del riego por bomba (accionada siempre por las esposas
jóvenes porque quienes trabajaban los campos eran las mujeres)
reducía la poligamia. O, por el contrario, cómo una reprimenda pú-
blica de un comandante mandinga, cuya etnia no tiene reyezuelos
ni sacerdotes y en la que la mujer es mucho más libre e igual que
en otras, a una tribu peul, trashumante, musulmana, con reyezue-
los y jefes religiosos porque en la asamblea de ésta no participaban
las mujeres, arrojaba un resultado totalmente opuesto al deseado
por el revolucionario. O sea, a una paliza generalizada a todas las
mujeres por sus amos y señores, la emigración hacia Gambia y el
reforzamiento en la tribu de los enemigos de la revolución indepen-
dentista y democrática.
Dicho sea incidentalmente, el artículo en Ceres que publiqué al
volver provocó una carta amenazante de un funcionario argentino,
el cual afirmaba que si yo publicase semejantes cosas en Buenos
Aires sabría hasta dónde podría llegar la respuesta de una socie-
dad libre. Peter Hendry, el director de la revista, que era precisa-
mente un hombre libre, me sugirió publicar la carta amenazante
pero sin respuesta alguna porque la misma hablaba por sí sola…

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En otro viaje, esta vez a Mozambique, pude comprobar lo que
había visto ya en Yemen del Sur, o sea, cómo el Estado, como apara-
to, se tragaba a los gobernantes mejor intencionados y los transfor-
maba y cómo la indispensable dependencia de la ayuda extranjera,
por carencia de personal calificado y de técnicos y especialistas,
daba rápidamente origen a una naciente burguesía surgida de los
privilegios tecnocráticos y fomentada por los contenidos mismos
de la llamada cooperación. Sobre el nacimiento de estos Estados
capitalistas sin burguesía escribí un ensayo que posteriormente
publicó en México la revista Coyoacán.

***

Los años setenta, en Italia, fueron por otra parte los del as-
censo electoral impetuoso del Partido Comunista, que llegó a ser
el primer partido y a obtener un tercio de los votos y, simultánea-
mente, también los del crecimiento y la organización de una nueva
izquierda más radical.
Un ala proveniente de una escisión del PSIUP dio origen, en
efecto, al PDUP (Partido de Unidad Proletaria por el comunismo)
orientado por el viejo dirigente sindical socialista radical Vittorio
Foa y apoyado por Lucio Magri y parte de la dirección, provenien-
te del comunismo, de Il Manifesto; otra, nacida de una escisión
del trotskismo –Avanguardia Operaia– se unió con los dirigentes
en el 68-69 del movimiento estudiantil de Milán, maoístas, y con
escisiones más pequeñas del Partido Socialista y de la Juventud
Comunista, particularmente del ala católica comunista que se or-
ganizó brevemente en el Movimiento Popular de los Trabajadores
(MPL). Ese cártel electoral tomó el nombre de Democrazia Prole-
taria y después se trasformó en partido. En su existencia, hasta
1991 cuando se disolvió para dar origen a Rifondazione Comunis-
ta, además de obtener diputados italianos y europeos y un senador,
logró reunir en su seno la izquierda de la dirección de la central
obrera mayoritaria (CGIL) y decenas de miles de jóvenes activistas
en todo el país, sobre todo en el Centro-Norte. DP era un partido
democrático donde se discutía la política de la organización y los
inscriptos votaban todas las decisiones importantes que la direc-
ción debía adoptar y fue precursor en Italia de la batalla por la
igualdad de género, junto a las feministas, por el aborto, por la
legalización de las drogas livianas, por la defensa del ambiente y
promotor de una política internacionalista, orientada en particular
hacia América Latina y hacia la solidaridad con la lucha de libe-

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ración de los palestinos, sin hacer distinción entre Al Fattah y los
partidos de izquierda. Aunque en el partido los de origen maoísta
eran estalinistas, el partido en cambio no lo era y criticaba el lla-
mado “socialismo real” y el régimen imperante en la Unión Sovié-
tica negándoles el calificativo de socialistas.
En diversas oportunidades discutí con Livio Maitan, que diri-
gía el pequeño grupo trotskista italiano, había sido secretario de
la IV Internacional y era muy sentario y le dije que DP era un
buen campo de trabajo y que allí él y su grupo podrían salir de su
aislamiento a condición, sin embargo, de discutir y proponer qué
hacer en vez de recriminar a sus compañeros por su comporta-
miento pasado (cosa que era en parte explicable porque varios de
los dirigentes de DP eran ex trotskistas y tenían viejos problemas
con Maitan, por no hablar de los maoístas milaneses, que resolvían
las discusiones políticas a golpes). Maitan, desgraciadamente, me
respondió que DP era una organización “centrista”, englobándo-
me implícitamente en esa calificación para él congeladora cuando,
por el contrario, precisamente por ser centrista estaba abierta a
la posible evolución política de buena parte de los jóvenes que a
ella llegaban sin militancia anterior pero con una gran dosis de
radicalidad. El argumento de que si me aceptaban en la Secretaría
Internacional de DP como un igual, a pesar de que jamás ocul-
taba mis ideas ni abandonaba mis propuestas políticas, también
podrían haber aceptado a los miembros de la IV Internacional, sin
duda no le convenció porque estaba seguro a priori de que, en mi
condición de ex posadista, mi intervención política debía ser por
fuerza totalmente errónea.
Por supuesto, eso no impidió que militara activamente en DP
ni que tejiera fuertes lazos políticos e incluso amistosos con el res-
ponsable internacional de DP, Luciano Neri y con Giovanni Russo
Spena, que después sería el segundo secretario general del partido.
En cuanto a la organización trotskista italiana, yo no tenía ninguna
intención de saltar de la sartén posadista a las tibias brasas man-
delianas, de modo que mantuve una respetuosa entente cordiale y
en algunos casos una gran amistad, como con el historiador Anto-
nio Moscato y su compañera Titti Pierini, muy valiosos militantes
de su organización pero mucho más abiertos que la dirección de la
misma, sobre todo en lo que se refería a la actividad internacional.
Además de una amistad y colaboración que dura hasta hoy, llega-
mos a hacer una importante actividad común al dar vida en 1979 a
una revista –Critica Comunista– histórico-política que habría que
rescatar del inmerecido olvido por su contenido, la cual era formal-

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mente independiente del grupo de la IV Internacional aunque en
la revista colaborasen desde Mandel hasta varios de los dirigentes
italianos junto a Antonio, a Adolfo y a mí.
Al mismo tiempo, cada tanto viajaba a París, donde partici-
paba en las reuniones de la Tendencia Marxista Revolucionaria
Internacional, dirigida por Michel Pablo, que también integraban
Hugo Moreno, por ese entonces trabajador y delegado sindical de la
librería FNAC, y, entre los franceses, Danielle Riva y Gilbert Mar-
quis, viejos militantes trotskistas. Pablo, que residía en París pero
escribía en un importante cotidiano griego y militaba en Grecia,
como siempre seguía muy atentamente las discusiones históricas
y filosóficas en la izquierda francesa y criticaba correctamente los
errores de juicio y de orientación práctica y, aunque la tendencia en
sí misma no tenía perspectivas –terminó de hecho, años después,
reintegrándose críticamente en la IV Internacional, que nombró a
Pablo, a Gilbert Marquis y a mí miembros de su Comité Ejecutivo
Internacional pero no nos convocó jamás al mismo–, con Pablo se
aprendía mucho en el campo teórico e histórico y se discutía pro-
fundamente cualquier tema importante.
En eso andaba, entre D.P. y la revista Ceres, hasta que, como
dije antes, el historiador argentino, viejo amigo y ex compañero
de partido en el POR argentino, Alberto Pla, refugiado en Cara-
cas, nos invitó a Adolfo y a mí al Primer Congreso de Historia del
Movimiento Obrero Latinoamericano y en éste conocí a Octavio
Rodríguez Araujo, que en nombre de la División de Posgrado de
la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM me in-
vitó a trasladarme a México para enseñar. Además, gracias a la
intervención del poeta (priísta) Hernández Campos que, tras una
entrevista en Roma, hizo que me dieran la corresponsalía europea
del diario Uno más Uno, comencé a tener una base económica para
vivir en México y, a la vez, a abrir una brecha para comenzar a
tener alguna autoridad cultural y política, sobre todo en el medio
académico y en la izquierda.
Uno más Uno, en efecto, era entonces el diario de la gente que
pensaba. Había sido creado en 1977 como respuesta a un golpe de
mano del gobierno de Luis Echeverría contra el diario Excelsior, el
más viejo de México, que había tenido como consecuencia la fun-
dación de dos medios críticos –el citado diario y la revista Proce-
so– opositores de izquierda en diversa medida y con diversa orien-
tación, liberal-izquierdista el primero, socialcristiana la segunda.
Con entrevistas a Ahmed Ben Bella o a dirigentes de la iz-
quierda italiana y con artículos de análisis internacional que eran

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una novedad en la prensa mexicana, hasta entonces muy encerra-
da en la política nacional, comencé a abrirme paso en México a
distancia. Tanto el Uno más Uno (en el cual escribía entonces des-
de la izquierda del PRI hasta las diversas izquierdas mexicanas)
como Proceso revolucionaron en efecto el periodismo en México,
tanto desde el punto de vista gráfico como desde el contenido, cada
vez más libre y más crítico, siempre plural. Ser el único corres-
ponsal europeo de un diario así constituía una carta de presenta-
ción excelente no sólo en México sino también en toda la izquierda
latinoamericana, pues todo el continente sufría entonces bajo el
yugo de sangrientas dictaduras y los diarios, siempre conservado-
res, eran cómplices de ellas. Por el lado de México no me lanzaba,
por lo tanto, a una aventura jugando sólo a la carta de una efíme-
ra relación de fuerzas en la sorda y permanente disputa interna
entre las diversas tendencias académicas (pues el grupo marxista
de Octavio Rodríguez Araujo dependía de la alianza con un sector
de la izquierda priísta, representado por Antonio Delhummeau, el
director en ese momento de la Facultad).
Hicimos entonces un plan con Adolfo para nuestra actividad
en México y decidimos crear una revista –Coyoacán, revista mar-
xista latinoamericana– independiente del PRT mexicano y de la IV
Internacional, con el objetivo de rescatar la memoria histórica en
esos tiempos de devastación y desconcierto en la izquierda y para
analizar a la luz del marxismo los nuevos movimientos de libera-
ción nacional en las ex colonias y en particular los movimientos
guerrilleros centroamericanos.
Con ese fin fuimos en 1976 a Bruselas para negociar con el
Secretariado de la IVª. Nos recibieron Livio Maitan y Ernest Man-
del. El primero, ostentosamente, nos dio la espalda y se puso a leer
el Corriere della Sera pero Mandel escuchó amablemente nuestro
plan, registró que no les pedíamos nada, sino que, por el contrario,
les ofrecíamos un espacio teórico –que no tenían en México ni en
ningún país de América Latina– para publicar los materiales que
también nos parecieran oportunos y, como hombre de ideas que
era, nos ofreció intercambiar informaciones y colaborar en lo que
resultase posible.
Sobre esa base comencé a organizar mi retorno a México pero
ya legalmente y con mi propio nombre como profesor de la UNAM
y organizador de una revista que, estaba seguro, sería leída por
toda la izquierda mexicana y no sólo por el PRT.
Por las dudas, y para no perder la posibilidad de volver a la
FAO y no tener que repetir grotescamente el gesto de Cortés con

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sus naves, le ofrecí un pacto a Juan Gelman: buscaría arreglar
para que él quedase en mi lugar como editor de Ceres (él no tenía
entonces un modus vivendi mejor), lo cual le daría tiempo para
sus actividades políticas con la condición de que si por casualidad
recibía otra oferta y debía dejar el puesto o, por el contrario, si yo
llegaba a tener algún problema en México y me viera obligado a re-
tornar a Roma, volveríamos al statu quo ante, o sea, yo retornaría a
la FAO, con el compromiso mutuo de avisarnos ambos previamente
en el lapso mínimo necesario.
Sellamos ese “pacto de caballeros” con un buen Corvo di Sala-
paruta y quedé libre para dejar la casa, despedirme de los vecinos,
sacar a mi hijo del jardín de infantes a pesar de sus protestas –te-
nía tres años pero se había conseguido una “noviecita” y quería
a las maestras de la Montessori–, vender unas pocas cosas para
montar otra casa en el DF y, por último, iniciar una nueva fase de
mi vida en un nuevo terreno, a la vez querido y poco conocido.

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XIV

De nuevo en México. El Uno


más Uno, la UNAM, Coyoacán

Nos acogieron fraternalmente en su casa Eduardo Alonso, un


ex maestro rural y ex comunista del Tercer Período, que en ese
tiempo era dirigente del indigenismo promovido por Echeverría y
fundador del Sindicato de Jubilados, su esposa y sus dos hijas.
La primera noche con esos queridos amigos fue terrible porque
mi hijo, de menos de cuatro años de edad, se paseaba caminan-
do furiosamente en círculos, con una mano detrás de la espalda,
como Napoleón, y la otra delante, golpeando el aire y diciendo: “¡No
quiero estar en este país! ¡Hay muchos niños pobres! ¡Yo no soy
una valija! ¡Nadie me consultó! ¡Perdí mi escuelita, mis amigos, mi
maestra! ¡Uds. son unos irresponsables!” ante la mirada azorada
de nuestros generosos huéspedes y la cara de compungidos de Ana-
té y mía que le dábamos toda la razón en nuestro fuero interno.
Poco después lo pusimos en una escuela del STUNAM, el sin-
dicato de trabajadores de la UNAM, y comenzó a habituarse pero,
desde que pisó México en 1979 hasta que volvió a Italia unos años
después, se negó a hablar con nosotros en italiano, que hasta en-
tonces era su lengua principal y sólo lo hizo con los amigos, como el
metalúrgico Alberto Tridente, que nos visitaban de paso.
Poco tiempo después, para variar, Anaté resolvió los problemas
logísticos encontrando un departamentito en la calle Progreso, entre
Unión y Prosperidad, en Escandón, el barrio de calles con nombres po-
sitivistas. El mismo pertenecía a un mueblero judío ashkenazi (cosa
rara en el DF, donde la gran mayoría de los judíos son sefardíes) que
me pidió garantías y referencias pero, de inmediato, tras la oferta que
le hice de pagarle inmediatamente seis meses por adelantado y en dó-
lares, condimentada por una larga conversación sobre la importancia
de la cultura yiddish en Argentina (al llegar le había dado un vistazo,
por las dudas, a las publicaciones que leía), nos alquiló la casa.

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Ésta consistía en un gran salón-biblioteca, una cocina-comedor
y tres dormitorios y tenía la particularidad de estar tan inclinada
como resultado de los sucesivos terremotos que mi hijo, desde el
fondo del corredor jugaba solo pateando una pelota hacia la puerta
desde donde el balón volvía de inmediato para ser nuevamente
impulsado hacia la entrada. En los sismos que allí nos tocó vivir el
edificio crujía y temblaba y, como no había tiempo para bajar por
la peligrosa escalera, a oscuras, los dos pisos que nos separaban
del suelo y correr hasta la calle unos cincuenta metros, no quedaba
otra opción que colocarse en el vano de una puerta y esperar que
cesase el remezón mientras se escuchaba el dramático y tétrico
murmullo de la vecina y de sus servidoras que, arrodilladas, reza-
ban no se sabe bien a cuál de los muchos santos especializados en
calmar a los diablos que movían la tierra.
El Uno más Uno, en el cual colaboraba también Adolfo, que
además había conseguido entrar a la UNAM gracias a la presión
de los estudiantes de Economía, que conocían su libro sobre la Re-
volución mexicana escrito en sus largos años de cárcel, estaba di-
rigido por un gran periodista de raza, Manuel Becerra Acosta, y el
vicedirector era Carlos Payán, un intelectual comunista de gran
calidad humana, muy fraternal y abierto, que después sería el fun-
dador y primer director de La Jornada.
En el periódico, en el cual colaboraba lo mejor de la intelectuali-
dad mexicana y trabajaban algunos exiliados chilenos y argentinos,
tenían también un papel destacado el mencionado Hernández Cam-
pos y Héctor Aguilar Camín, un historiador priísta, años después fun-
dador de la revista Nexos patrocinada por Carlos Salinas de Gortari,
así como Miguel Ángel Granados Chapa y otra periodista de raza, la
jefa de Nacionales, después corresponsal en Washington y también
secretaria del sindicato, Carmen Lira Sade, cofundadora de La Jorna-
da y su actual directora. El suplemento cultural lo dirigía Fernando
Benítez, gran intelectual indigenista y ex embajador de México, ex
director del diario oficial El Nacional y creador de otros memorables
suplementos culturales, además de autor, entre otros, de la novela
El rey viejo y del estudio en cinco volúmenes de las diferentes etnias
indígenas mexicanas titulado Los indios de México. El jefe de la sec-
ción Internacionales era un socialista argentino, Oscar “el Gallego”
González, un buen amigo, actual subsecretario de Relaciones Parla-
mentarias en el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner y uno
de los líderes de una miniescisión kirchnerista del Partido Socialista.
Combiné, por consiguiente, con mi actividad en el Uno más
Uno mi trabajo en la División de Posgrado de la Facultad de Cien-

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cias Políticas de la UNAM (DPFCPyS). En ésta Octavio Rodríguez
Araujo y Alejandro Gálvez, que la dirigían, me asignaron el cargo
de Coordinador de Estudios Latinoamericanos.
Enseñaba a candidatos a Maestros, la mayoría de los cuales no
eran mexicanos, “Nacionalismo y populismo” porque en esos años
aún utilizaba esta vacía fórmula de origen periodístico destinada
a cubrir la pereza mental y a evitar el tener que definir cada uno
de los gobiernos tratados y su política cesarista o bonapartista y
que hoy es el caballito de batalla y la vaquita lechera de Ernesto
Laclau. Me ocupé así de analizar los casos del colombiano Gaitán,
del ecuatoriano Velasco Ibarra, de Vargas, de Perón, pero también
la evolución del FLN argelino y, por supuesto, discutimos a fondo
la experiencia de Lázaro Cárdenas, así como las posiciones de los
comunistas –y de León Trotsky– frente a su gobierno.
Mientras enseñaba, aprendía nuevamente mucho en la vida
sobre el surrealismo mexicano. En efecto, durante un año no cobré
en la UNAM porque mis papeles, que me acreditaban para ense-
ñar y, por lo tanto, para tener un contrato de trabajo, estaban en
los contenedores en el puerto de Veracruz, del cual, sin embargo,
no podían seguir viaje hasta mi casa en el DF porque, como sin
ellos no tenía contrato de trabajo, no podía tener visado de estadía.
Busqué por todos los medios resolver esta situación kafkiana has-
ta que mi amigo y colega en la DEP, Alejandro Gálvez, me dijo que
conocía al secretario privado del Director General de Aduanas, el
cual nos recibió, levantó el teléfono y llamó al Director de Veracruz
diciéndole: “¡No sea pendejo! ¡Hágale llegar sus cosas y sus pape-
les el profesor Almeyra!”, cosa que sucedió puntualmente dos días
después y que me permitió cobrar por fin mis salarios tan forzosa-
mente ahorrados y salir de la emergencia monetaria permanente...
En ese entonces, la División contaba entre los profesores de Es-
tudios Latinoamericanos que yo debía coordinar con una pléyade
de estudiosos exiliados, como, entre otros, el famoso historiador ar-
gentino y maestro de maestros Sergio Bagú, los haitianos Gérard
Pierre Charles y Suzy Castor, el desarrollista brasileño Theotonio
dos Santos y su compañera Vania Brambilla, el boliviano Cayetano
Llobet, y además México –y la UNAM por consiguiente– pasaba
por la época “saudita” resultante del aumento del precio del barril
petrolero, de modo que los fondos eran abundantes y nos permitían
hacer seminarios internacionales importantes.
Uno de ellos, sobre socialdemocracia, eurocomunismo e izquier-
da, que coordiné, trajo a México a Ernest Mandel, Pierre Broué, el
socialista francés Pierre Chevènement, el eurocomunista español

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Santiago Carrillo, Perry Anderson, el francobrasileño Michael Löwy,
el griego Kostas Vergopoulos, el brasileño Apolonio de Carvalho, en-
tre otros, y atiborró de auditores y alumnos el mayor auditorio de la
Facultad, que casi se vino abajo cuando critiqué a Carrillo su parti-
cipación en el asesinato de Andreu Nin y en la derrota de la Revo-
lución Española sin que aquél diese respuestas coherentes. De ese
mismo seminario nació mi amistad con Vergopoulos porque, cuando
éste terminó una intervención muy laudatoria sobre el gobierno de
Perón, le dije que llevaba treinta años combatiendo al peronismo y
que no esperaba encontrarme en México con un peronista griego.
Por supuesto, Kostas se me quejó de mi discriminación nacional y
mi disculpa por esa boutade terminó con una larga e interesante
conversación que fue llenando la mesa de botellas de cerveza…
Al día siguiente de ese seminario y de la agarrada pública con
Carrillo fui a tender la ropa a la azotea del edificio donde vivía, en
medio de las risitas y el azoro de las empleadas domésticas que
tenían sus cuartitos en dicha azotea, porque lo que yo hacía “no
era cosa de hombres”. De repente desde la azotea de enfrente un
hombre joven comenzó a llamarme con grandes gestos mientras
me gritaba: “¿Ud. es Almeyra?”. Al decirle que sí, me hizo señales
de bajar a la calle donde se presentó: era Miguel Ángel Armada,
hijo de un comunista español exiliado y ex miembro de la juventud
comunista que había evolucionado hacia el trotskismo, en el cual
militaba junto con su compañera Teresa Ramírez. Tenían tres hi-
jos, casi de la edad del mío, de modo que de inmediato pasamos a
organizar en común la logística de ambas parejas.
Carlo, nuestro hijo, hasta entonces iba a la escuela pública si-
tuada en la casa de al lado, cuyo patio controlábamos desde nuestra
ventana. Habíamos comprobado que circulaba de un grupo a otro,
sin tener amigos fijos y eso nos preocupaba. La causa es que las
maestras lo privilegiaban porque era rubio y de piel muy blanca,
estableciendo así una discriminación tácita hacia los otros niños, los
cuales, naturalmente, lo veían con poca simpatía. Los Armada nos
recomendaron entonces la escuela de sus hijos, dirigida por cubanos
izquierdistas, y que aplicaba el método Décroly, el cual desarrolla la
personalidad, la autoconfianza y la libertad de los niños. De modo
que ahí íbamos todas las mañanas hacia la escuela situada detrás
del Monumento a la Madre, turnándonos entre Teresa Armada,
Anaté y yo, con los dos mayores de ellos, Rodrigo y Fernando, y con
Carlo o en el coche de Teresa o en un taxi, cuyo chofer casi siempre
se horrorizaba de las cosas, aprendidas en el barrio, que gritaban
esos niñitos cuya edad sumada no llegaba a quince años.

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En el diario escribía tres o más artículos por semana y, ade-
más, colaboraba en la sección Internacional reemplazando a veces
al Gallego González en las juntas donde se resolvía el contenido
de cada edición. Mi enamoramiento por México me había llevado
a andar disfrazado de indígena, con un fresco pantalón de tela de
manta a media pierna y camisa también blanca de manta, un mo-
rralito de colores vivos y calzando siempre huaraches. Manuel Be-
cerra Acosta, el director, era un gran señor mexicano que provenía
de una familia importante de periodistas e intelectuales y en las
juntas veía con horror mis pies semidesnudos que, como persona
educada, trataba de no mirar insistentemente. Sucedía también
a menudo que me invitase a almorzar en algún buen restaurante
del elegante barrio de San Ángel y las primeras veces lo notaba
crispado al ir así acompañado por un descarado mamarracho en
un ambiente muy formal en el que me destacaba como una mosca
en la leche pero terminó por aceptar el hecho con naturalidad y
soltura. Por mi parte, yo también fingía no darme cuenta de que él
había bebido demasiado y hablaba a veces con dificultad, lo cual no
le quitaba seguridad a sus juicios pues siempre tenía un instinto
periodístico muy certero e incluso en las peores condiciones siem-
pre razonaba.
El Uno más Uno había revolucionado el periodismo mexicano
pues era tabloide, daba gran peso a las ilustraciones y fotografías,
tenía un estilo ágil, buenos opinionistas y analistas y, sobre todo,
independencia relativa del gobierno y por eso tenía una gran in-
fluencia política.
Por ejemplo, publiqué un artículo de condena contra el primer
ministro israelí Menachem Begin que había bombardeado Bagdad
sin que mediara guerra alguna, tutulándolo “Begin pirata”. El ge-
rente del diario, que era judío, recibió de inmediato quejas de la
colectividad, buena parte de la cual leía el diario y en la política
mexicana era progresista y dijo que me iba a presentar un amigo
de la izquierda sionista para que “me informara mejor” sobre Is-
rael. El amigo de marras se presentó al día siguiente en casa: era
un kibbutzin argentino, de la izquierda “socialista” del sionismo,
supuestamente representante para América Latina de la Central
obrera israelí Histadrut pero en realidad coronel del Mossad, los
servicios de informaciones.
Le invité con un café y nos sentamos ante la mesa, en el escri-
torio y al rato la discusión fue subiendo de tono y nos encontramos
en un momento dado de pie, uno frente al otro, gritándonos y al
borde de agarrarnos a trompadas. Cuando intenté tomar distancia

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para pegarle mientras le gritaba que si había venido a mi casa a
insultarme lo tiraría por la escalera, nos dimos cuenta de repente
de que mi hijo nos había atado las piernas de modo que no podía-
mos separarnos ni pelearnos.
Eso nos dio risa y tiempo para calmarnos y le dije entonces que,
si él pensaba que me faltaba información, que me invitasen a reco-
rrer Israel, donde iría a ver lo que quisiesen mostrar pero también
visitaría a quien quisiese entrevistar, con la condición de que no lo
molestasen ulteriormente. Además, le dije que en su calidad de ju-
dío argentino y socialista hiciera algo por una compañera judía y
socialista –Rosa Katz, esposa de Raúl Premat, un desaparecido ar-
gentino– que buscaba trabajo. Acostumbrado a negociar, me pidió
en cambio que entrevistase a Yitzhak Shamir, el miembro del grupo
sionista fascista Beitar de Jabotinski, ex terrorista del Irgun, aliado
de Begin, pero a la derecha del mismo, el cual iba a visitar México.
Cumplí estrictamente en lo de la entrevista, ya que Shamir
dijo en ella, entre otras barbaridades fascistas, que los palestinos
eran subhumanos y sus frases salieron entrecomilladas en prime-
ra página sin comentario alguno de mi parte, pues eran suficien-
temente elocuentes y asqueantes. Pese a que lo publicado estaba
lejos de sonarle bien, al día siguiente le consiguió a Rosa (que, por
supuesto, era antisionista) un trabajo muy bien pagado. Pero, en lo
que respecta al viaje a Israel, después de la entrevista a Shamir,
invitaron a Oscar González, el jefe de Internacionales del perió-
dico, que pertenecía a la Internacional Socialista al igual que el
partido de mi “amigo” del Mossad…
También critiqué en mis artículos la gasificación de los kurdos
iraquíes autonomistas por el régimen baasista de Saddam Hussein
y el embajador del mismo me invitó a formar parte de una delega-
ción de la Federación Latinoamericana de Periodistas (FELAP) pre-
sidida por el peruno comunista Genaro Carnero Checa, que podría
ir a Irak y a las zonas kurdas a observar las elecciones autonómicas
en las mismas, cosa que acepté. Por supuesto, en Bagdad nos enca-
jaron un intérprete que nos traducía lo que le parecía políticamente
correcto y, de paso, nos controlaba, y nos llevaba a ver sólo lo que
era favorable al Baas pero que, con el correr de los días, terminó por
pedir que le diéramos una mano para emigrar a México.
A fines de los setenta, aunque menor que ahora, el Distrito Fede-
ral era inmenso. La División de Posgrado de Ciencias Políticas estaba
entonces junto a la Torre II de Humanidades, en la Ciudad Universi-
taria, el Uno más Uno en la colonia Nápoles, cerca de la avenida Re-
volución, y nuestra casa, en Escandón, rumbo a Reforma pasando el

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viaducto Miguel Alemán, mientras el colegio de Carlo estaba del otro
lado de Reforma. Debía por lo tanto recorrer medio DF, en una y otra
dirección, de norte a sur y de sur a norte. Decidí entonces comprar
un auto usado. Tras recorrer en vano muchas agencias, en una agen-
cia de Volkswagen el vendedor resultó ser un Montonero argentino,
amigo de Juan Gelman, el Vasquito Mauriño, a quien poco después,
gracias a Payán, siempre solidario, conseguí hacer entrar en el Uno
más Uno, donde empezó una brillante carrera periodística.
El Vasquito, un hombre joven, alto, que respiraba honestidad
por todos los poros, dependía del gerente de la sucursal, Horacio
Cerutti, otro argentino entonces también Montonero opositor a
Firmenich que había manejado dinero del banquero de los Monto-
neros, David Graiver, el cual había blanqueado 17 millones de los
60 millones de dólares provenientes del secuestro del empresario
Jorge Born.
Cuando el Vasquito supo que no me alcanzaba el dinero para
comprar ningún tipo de auto me hizo una clásica “gauchada” argen-
tina proponiéndome utilizar indefinida y gratuitamente un coche
de la agencia que tenían para visitar clientes, con la condición de
devolverlo cuando hubiera un balance de unidades para retomarlo
el día después y con la ventaja de que las reparaciones corrían
por cuenta de la agencia. Después convenció a su superior, era un
gordo con cara de pillo que no me gustó nada y que, en efecto, poco
tiempo después estafó a la agencia y desapareció, abandonando
mujer e hijos, el cual refrendó el acuerdo sin dificultad alguna. De
modo que durante más de tres años circulé por el DF y por buena
parte de México en un cochecito que se reparaba con un destor-
nillador, en caso extremo, y que me sirvió para ir semanalmente
a Chilpancingo, Guerrero, donde habíamos organizado una Maes-
tría en Ciencias Sociales en la Universidad Nacional Autónoma de
Guerrero (UNAG), la entonces llamada “Universidad Pueblo”, cuyo
rector era Rosalío Wences.
Lo menos que se puede decir de la enseñanza en la UNAG es
que uno no corría riesgo de aburrirse y de que ofrecía una vida
fuera de lo común. No era raro, en efecto, que las manifestaciones
de empleados y docentes para cobrar los sueldos “animasen” con
algunos tiroteos el centro de la ciudad, donde estaba la sede de la
Rectoría, ni que los pleitos (por mujeres, por una copa de más, por
problemas con la calificación) entre maestros y alumnos termina-
sen también violentamente.
Ugo Pipitone, un italiano maoísta que dirigió momentáneamen-
te la Maestría que habíamos creado y en cuya casa me alojaba cuan-

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do iba a dar clases en los fines de semana, no tenía en cuenta dónde
estaba, no sabía que en Guerrero todo se puede discutir, pero en
privado y con un pozole de por medio, y les gritaba en clase a sus
alumnos, dedo índice en ristre, “¡cerebros de ameba!”. A pesar de ese
método poco didáctico se salvó, sin embargo, de una paliza o de un
balazo porque, en su calidad de extranjero, tan ajeno a los códigos lo-
cales como un marciano, no irritaba sino que causaba en cierta me-
dida una sorpresa atónita. Pero poco tiempo después tuvo que pedir
que lo trasladasen como profesor a Acapulco, donde tampoco pudo
permanecer por mucho tiempo debido a la oposición de sus alumnos.
Personalmente, la estancia en Guerrero me permitió, gracias
sobre todo a la estudiosa de los afromexicanos Alejandra Cárde-
nas, ex guerrillera y ex presa política, tener una Licenciatura en
Historia, ganarme una serie de amigos entre colegas y alumnos y
proponer a las autoridades académicas, que me hicieron caso, la
contratación como profesor en la Maestría de Alberto di Franco, el
cual poseía una maestría en Historia en la Universidad de París
VIII pero entonces trabajaba en una fábrica de la banlieue parisi-
na donde era delegado obrero de la CGT, así como de su compañera
Carmen, una muy buena bibliotecaria peruana.
En el Distrito Federal, mientras tanto, por intermedio del Vas-
quito y de su compañera, también Montonera disidente, tomé con-
tacto con un grupo numeroso de jóvenes Montoneros a los cuales
empecé a dar cursos de marxismo en casa, pues entonces un ala
del peronismo revolucionario estaba influenciada por el marxismo
trotskizante.
Miguel Bonasso, que con Juan Gelman y Rodolfo Galimberti
era uno de los tres líderes de la tendencia antiFirmenich de Mon-
toneros, fue nombrado jefe de Redacción de la segunda época de la
importante revista Política de Manuel Marcué Pardiñas, un polí-
tico nacionalista de izquierda mexicano. En ella colaboré asidua-
mente y, cuando Galimberti –que provenía de la derecha naciona-
lista y terminó su vida como millonario, jefe de seguridad de los
Born, a uno de los cuales había secuestrado, y agente de la CIA–
fue a México y organizó una muy concurrida asamblea clandes-
tina y nocturna de Montoneros en el teatro de una congregación
religiosa, con gran sentido teatral fue hasta el palco donde yo me
ocultaba para seguir discretamente el acontecimiento y, ante sus
asombrados compañeros, me saludó pública y efusivamente dando
a entender que entre nosotros había un entendimiento que, por
supuesto, no existía, lo que debe de haber desconcertado a más de
un informante de los diversos servicios.

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México, a fines de los setenta, estaba lleno de argentinos exi-
liados. Por el Uno más Uno pasaron a verme mi viejo compañero
del Liceo Militar, David Viñas y muchos viejos conocidos más y la
UNAM acogía con gran generosidad en todas sus Facultades a pro-
fesionales y alumnos argentinos o de otros países sudamericanos.
En Derecho me encontré nuevamente con Marcos “Kito” Kaplan,
principal colaborador de Silvio Frondizi, el valiente defensor de
presos políticos liberal-marxista asesinado ferozmente por las Tres
A, la organización paramilitar de los últimos gobiernos peronistas.
En Economía funcionaba un grupo de jóvenes y brillantes
economistas cordobeses, compuesto por Oscar Cismondi, Alberto
Spagnolo y J. Esteso, que habían militado en un grupo revoluciona-
rio en su provincia y el primero de los cuales vino una tarde sorpre-
sivamente a casa con su compañera de entonces, Katya Ontañón, a
discutir marxismo y desde entonces siguió siendo mi amigo duran-
te todo el cuarto de siglo posterior. Con ellos formamos, Adolfo y yo,
un grupo de discusión y elaboramos artículos en común y un libro1
y el acuerdo duró hasta que, caída la dictadura y al igual que una
buena parte del exilio argentino, Spagnolo y Esteso se recostaron
en Raúl Alfonsín y el primero fue nombrado director general del
Banco de la Nación y el segundo en Parques Nacionales. Oscar, por
el contrario, cuyo ingreso en la FAO –donde ocupa un alto cargo
como economista– pude facilitar, mantuvo y mantiene siempre una
posición marxista militante.
La comunidad de exiliados argentinos estaba, por supuesto,
dividida. Por un lado, estaban los Montoneros de Firmenich, cuya
figura más destacada era Rodolfo Puiggrós, intelectual que con fu-
ria de neófito había pasado del partido comunista violentamente
antiperonista al peronismo. Héctor Cámpora, el honesto y demo-
crático ex presidente, su ex ministro del Interior, el “Bebe” Righi,
y algunos más, campeaban por sus fueros y el resto de la colonia
política (demócratas de diversos orígenes políticos, izquierdistas
de pelaje vario, Montoneros disidentes) nos agrupábamos en una
Casa Argentina dirigida por Noé Jitrik, un refinado y abierto in-
telectual socialista de izquierda que había sido uno de los pilares
de la revista Contorno junto con David Viñas y con su hermano
Ismael y en esos momentos enseñaba en la UNAM.
En la revista Coyoacán, cuyo Comité de Redacción funcionaba
en casa, reunimos un grupo de marxistas mexicanos, nicaragüen-

1 AA.VV. (Alberto Pla, Guillermo Almeyra, Adolfo Gilly, Alberto Spagnuolo,


Oscar Cismondi, J. Esteso et al.), La década trágica, Tierra del Fuego, 1984.

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ses, argentinos y europeos. Entre los mexicanos, Roberto Iriarte,
electricista, trotskista, se desempeñaba como director responsa-
ble y contábamos con la colaboración de Ricardo Pascoe (enton-
ces secretario del sindicato de la UAM-Xochimilco (SITUAM), el
brillante economista especialista en petróleo, Francisco Colmena-
res, Arturo Anguiano, también trotskista, de la UAM-X, Manuel
Aguilar Mora y José Félix Hoyos, y, entre los argentinos, con la de
Alberto Pla, Adolfo Gilly, Alberto di Franco y la mía, que firma-
ba a veces Manuel Casares. También escribía desde Italia Antonio
Moscato, entre otros colaboradores europeos como Ronald Munck,
Jordi Dauder, Michael Lowy o Ernest Mandel, o el uruguayo Ga-
briel Labat que firmaba C. D. Estrada, y desde el resto de nuestro
continente, el uruguayo Washington Estellanos, el brasileño Tullo
Vigevani y el franco-brasileño Gilbert Mathias.
La revista, en particular, era también el órgano de una ten-
dencia marxista revolucionaria del sandinismo que estaba repre-
sentada en su seno por el economista Oscar-René Vargas, y por
consiguiente analizó permanentemente los problemas de la revo-
lución sobre todo en El Salvador y en Nicaragua, incidiendo en las
fuerzas políticas revolucionarias que, con distinta orientación com-
batían al enemigo común. Entre la serie de temas que tratamos en
sus páginas debo recordar en particular un artículo que escribí a
partir de mi experiencia en Guinea Bissau y en Mozambique sobre
el carácter del Estado en esos países que los trotskistas europeos
veían prematura y esquemáticamente como neocoloniales mucho
antes de que realmente llegasen a serlo.
Coyoacán fue también, junto con el Uno más Uno, el terreno
de una importante batalla político-teórica que libré en 1980-81 con
motivo de las huelgas polacas, la formación del sindicato Solidar-
nosc, la autogestión obrera polaca y, por último, el golpe del gene-
ral W. Jaruszelski, del partido comunista, contra las instituciones
estatales.
En una serie de artículos en el Uno más Uno, que fue muy leída,
y en varios artículos en Coyoacán expuse en efecto que la represión
antiobrera favorecía el papel reaccionario de la Iglesia y de los anti-
comunistas católicos que se apoyaban en un tradicional sentimiento
nacional antirruso y empujaba hacia la derecha a un movimiento
obrero masivo y autogestionario que, inicialmente, tenía dirección
socialista. Reproduje esos artículos en un libro, desgraciadamen-
te lleno de erratas –Obreros, burócratas, socialismo en la editorial
Juan Pablos– que, entre otras cosas, llevó al dirigente comunista
Gilberto Rincón Gallardo, que terminó apoyando al Partido de Ac-

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ción Nacional, católico y de derecha, a pedir a Gobernación que me
expulsara del país… ¡por poner en peligro las relaciones polacomexi-
canas! Llamé entonces por teléfono a Enrique Semo, historiador y
representante de la corriente renovadora (los Renos) del todavía
PCM –que poco después, en 1981, se unificaría con otros movimien-
tos para formar el Partido Socialista Unido Mexicano– y le dije que
las diferencias en la izquierda no las debía zanjar la policía y que,
como no me iba a callar, a su partido le convenía amarrar los perros
fijándoles márgenes de acción, aunque los dejase ladrar… Lo cierto
es que ese tipo de propuestas no se repitieron.
También en la División de Posgrado de la FCPyS de la UNAM
las aguas comenzaron a moverse en 1981 cuando el Director de la
Facultad le pidió la renuncia a Octavio Rodríguez Araujo, direc-
tor de la División. Salí a vociferar al patio llamando a una huelga
estudiantil contra lo que calificaba a gritos de golpe y se me su-
maron Adolfo y algunos más después de un momento inicial de
desconcierto ante el espectáculo de un profesor que dejaba de lado
la pretendida majestuosidad de la cátedra para emplear métodos
de acción poco académicos. Estudiantes y profesores ocupamos la
División y, al cabo de unos días, quien renunció fue el Director de
la Facultad, Antonio Delhumeau, quien estaba respaldado por la
Rectoría pues, al igual que los miembros de ésta, era priísta.
Otra batalla periodística memorable se produjo cuando el 2
de abril de 1982 la dictadura militar argentina, que comenzaba
a ser jaqueada por masivas huelgas obreras, inventó el diversivo
de una aventura militar lanzándose a ocupar las islas Malvinas,
sin preparación alguna, con soldados conscriptos mal armados y
equipados y oficiales torturadores y cobardes, lo que llevó a su ig-
nominiosa derrota en junio de ese año, y después a su derrumbe.
Contra el rebrote del nacionalismo y del chauvinismo entre la ma-
yoría de los argentinos y contra el apoyo a la Junta Militar asesina
por parte de Cuba, de los militares nacionalistas peruanos y de los
trotskistas europeos con su clásico olfato para ubicarse mal, pu-
bliqué varios artículos en los que afirmaba que las Malvinas eran
argentinas, pero los desaparecidos y asesinados también y mucho
más, que la aventura era una acción de la dictadura para durar
más, que el nacionalismo antiinglés favorecía la unión reaccionaria
entre la Thatcher, los soldados y la mayoría del pueblo británico,
que había que buscar la paz y una solución negociada antes de la
derrota inevitable que, de todos modos, pondría fin a la dictadura,
pero costaría mucho a los trabajadores argentinos y los golpearía.
Esta posición era la opuesta a la del PRT mexicano y a la de los

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comunistas y nacionalistas, en la izquierda, y también, como ya he
dicho, a la de Fidel Castro y a la de los Montoneros y otras fuerzas
supuestamente de izquierda argentinas, que ofrecieron una tregua
a la dictadura.
De inmediato me apoyó Sergio Bagú y también Adolfo Gilly
escribió días después en el mismo sentido, lo cual hizo crecer la
polémica entre los exiliados argentinos, pero sirvió para hacer pen-
sar a algunos izquierdistas y a prepararlos para el derrumbe de
sus ilusiones un mes después, cuando la ignominiosa rendición de
los generales aventureros, buenos para asesinar civiles, incapaces
para librar una guerra.
La polémica, por supuesto, la trasladé también a las páginas
de Il Manifesto –que aún era un diario de izquierda y en el cual
colaboraba– pues, al igual que la inmensa mayoría de la izquierda
europea, en el periódico era enorme la confusión sobre el problema
de las Malvinas tanto entre los redactores italianos como entre los
argentinos que escribían sobre el tema.
Así estaban las cosas en 1982 en los diversos “frentes” (Co-
yoacán, Uno más Uno, UNAM) cuando empecé a tener mexicaní-
simos problemas respiratorios y de presión y mi mujer, problemas
intestinales agudos y, para colmo, Juan Gelman me comunicó que
había sido contratado por la UNESCO y debía viajar a París, lo cual
planteaba el problema de la recuperación de mi puesto en Ceres, en
la FAO. Renuncié, por lo tanto, a mi trabajo en la División de Pos-
grado que tanto me satisfacía, dejé a Coyoacán, de la que me había
hecho cargo de hecho y funcionaba en casa cuando yo preparaba una
reunión, y pedí al Uno Más Uno continuar siendo corresponsal en
Europa, cosa que Becerra Acosta me concedió sin problemas y que
Benítez, a cargo del suplemento cultural en el que yo colaboraba a
menudo, lamentó mucho, con palabras que me honraban pues pro-
venían de un hombre realmente sincero y sencillo.
Pocos meses antes y huyendo de la dictadura, mi hermano Car-
los había llegado un día, sin nada, a México y se había alojado en
casa, y meses después había podido traer a su mujer, Hebe. Les
dejé entonces la casa con las pocas cosas que tenía y sólo me llevé
de vuelta a Italia una colección de máscaras mexicanas, algunas
muy buenas y antiguas y otras sólo turísticas pero simpáticas, más
algunos libros, además de los recuerdos de amigos y de las expe-
riencias, buenas y malas, que traté de atesorar…

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XV

Italia en los ochenta:


el hundimiento del PCI
y la creación de
Rifondazione Comunista

De nuevo en Roma, por medio de la FAO alquilé a una amable


marquesa pontificia un departamento en Viale delle Province, jun-
to a Piazza Bologna, en el que durante el fascismo había sido un
barrio de jerarcas fascistas civiles y militares y, por lo tanto, tenía
las casas todavía marcadas por los tiros de quienes los desalojaron
saneando la zona. Los neofascistas, sin embargo, mantenían aún
en ese barrio uno de sus bastiones pero también eran fuertes allí
el Partido Comunista Italiano y la izquierda revolucionaria que
criticaba al coloso togliattiano, de modo que había que moverse con
precaución, pero sin temores, en esa tierra de nadie si uno, por la
prensa que leía o las opiniones en los lugares públicos, podía ser
fácilmente catalogado.
La nueva casa se convirtió en un punto de apoyo para los
latinoamericanos, la gente de izquierda y, en particular, los mexi-
canos que pasaban por Roma. Por allí pasaron, por ejemplo, ade-
más de compañeros holandeses, o franceses como Yves Syntomer,
los entonces maoístas Carlos Altamirano y Beatriz Sarlo, el jo-
ven ex comunista mexicano Jorge Castañeda, después Secretario
de Relaciones Exteriores del gobierno del PAN y hoy conspicuo
representante de la derecha ultraclerical, toda la familia de la
esposa de Jaime Wimer, ex subsecretario de Gobernación mexi-
cano y embajador en la ex Yugoslavia que había sido desvalija-
da en Sevilla y debía recuperar dinero y papeles, gran variedad
de argentinos y de poetas peruanos y, durante un par de meses,
hasta un gigantesco sociólogo serbiobosnio, Yossif, que se había

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quedado varado y sin dinero en Roma durante un estudio sobre
los ocupantes de casas y, un poco por añoranza de su país y otro
poco por cortesía, nos atiborraba de pescado frito con abundante
ajo, que yo no podía rechazar aunque no lo soporto y cuyo olor
invadía toda la casa.
Allí estuvo también Gerry Adams y su segundo en el Sinn Fein,
invitados a Roma por Democrazia Proletaria. Les hice de cicerone
para una rápida visita a la ciudad pero lo que realmente les inte-
resaba era reunirse con los seminaristas irlandeses que seguían a
Gerry, vestidos con sus sotanas negras, como una verdadera ban-
dada y darle públicamente una carta al Papa sobre el problema
norirlandés, para lograr repercusión en los medios, objetivo que
lograron en tiempo récord; nunca explicaron cómo pero el hecho
es que, con la complicidad de algunos irlandeses del Vaticano, le
aparecieron inesperadamente al Papa, con gran alarma de la segu-
ridad del mismo, en una de sus audiencias públicas.
A principios de los ochenta, y como consecuencia del avance de
la globalización que comenzara con el choque petrolero de 1976,
Italia, y con ella el Partido Comunista dirigido por Berlinguer, su-
frían enormes transformaciones que la izquierda revolucionaria no
veía ni registraba. En el plano internacional, después de la forma-
ción del eurocomunismo junto al PC español dirigido por Santiago
Carrillo, y el francés, de Georges Marchais, el PCI había roto la
sumisión a Moscú, apoyado la rebelión obrera polaca y condenado
la invasión de Afganistán por las tropas soviéticas. En el plano
nacional, había conquistado en 1976 el 34,4 por ciento de los votos
y gobernaba todas las grandes ciudades y casi todas las regiones.
En el momento crucial del secuestro de Aldo Moro, para impedir
un acuerdo entre el PCI y la Democracia Cristiana que crease una
nueva mayoría, había participado, junto a la DC, en el llamado
frente de la firmeza, negándose a tratar con los secuestradores,
gesto destinado a ganar la confianza de la democracia cristiana
que condujo a la muerte de Moro, la DC que abría al PCI y fue con-
siderado por buena parte de los comunistas y por la izquierda re-
volucionaria como un importante viraje a la derecha. Después Ber-
linguer había iniciado una campaña en pro de la austeridad, que
él entendía como lucha contra la mafia y la corrupción endémica
del aparato gobernante democristiano pero que en el movimiento
obrero y sindical apareció en buena medida como una justificación
de la política de contenimiento salarial.
Detrás de la imponente fachada del PCI se desmoronaban los
pilares que sostenían hasta entonces su fuerza: caía sin pausa el

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número de afiliados, su prensa perdía lectores, se veía obligado
a cerrar revistas y periódicos, la juventud carecía de peso en los
sectores obreros y perdía influencia en los estudiantiles, y la in-
corporación de militantes provenientes de una parte de la llamada
Nueva Izquierda (sobre todo, de Lotta Continua) no bastaba para
darle sangre nueva.
Berlinguer, en sus últimos meses de vida, se había radicaliza-
do, había apoyado la enorme huelga de la FIAT yendo a la puerta
de la fábrica y trataba de acercarse al sentimiento de los obreros
y su partido había recuperado así algo de su apoyo popular pero
su muerte en 1984 marcó el principio de una caída acelerada que
llevó al PCI hacia su rápida socialdemocratización y posterior diso-
lución y hacia una escisión entre los que quisieron mantenerlo en
vida, pero refundándolo, aliándose con la nueva izquierda median-
te una fusión con Democrazia Proletaria.
Yo, que tenía reuniones bastante frecuentes con dirigentes na-
cionales del PCI, registraba entonces, por supuesto, la declinación
de ese partido (sobre la cual reunía pacientemente los materia-
les que me permitieron algunos años después escribir mi tesis de
Doctorado titulada La metamorfosis del Partido Comunista Italia-
no, de Enrico Berlinguer al PDS) pero no imaginaba un final tan
brusco y catastrófico de una organización tan grande ni tampoco
la forma en que se derrumbó la Unión Soviética, dándole así el tiro
de gracia al PCI.
Nadie, por otra parte, ni en Democrazia Proletaria, ni en el
mismo PCI ni en la izquierda revolucionaria internacional pudo ni
siquiera entrever, entre todos los escenarios posibles, lo que real-
mente sucedió cerca de un lustro más tarde.
Es asombrosa, viéndola con la distancia de los años, la cegue-
ra teórica que teníamos los que combatíamos desde decenios para
acabar con el estalinismo en la Unión Soviética y con las direccio-
nes estalinistas de los partidos comunistas de todo el mundo, así
como son absurdas, vistas años después, las ilusiones de entonces
sobre la posibilidad de que en la Unión Soviética pudiese tener una
salida por la izquierda una crisis política mayor, como la que había
sufrido el régimen en Polonia con el surgimiento prácticamente de
la nada de los sindicatos de Solidarnosc.
Ninguna de las grandes crisis del sistema estalinista (la po-
laca a principios de los cincuenta, la húngara, la checoeslovaca,
la ruptura sino-soviética y ni siquiera la expulsión de Yugoslavia
del Kominform en 1948) había podido provocar, en efecto, un salto
hacia una revolución política que se diese como objetivo regenerar

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el sistema. No existían, por lo tanto, bases empíricas para ver esa
posibilidad como la más probable y, además, subestimábamos his-
tórica y teóricamente, tal como los había subestimado Trotsky mis-
mo, los efectos deletéreos del estalinismo no sólo en la evolución de
la conciencia de los trabajadores de la URSS sino también en la de
los países que tenían gobiernos burocráticos de tipo estalinista y
que se decían socialistas, haciendo odioso el marxismo y provocan-
do que la mayoría de la población, por contraste, suspirase por el
sistema capitalista.
En los hechos habíamos dejado de lado la idea de que el socia-
lismo no nace automáticamente de la crisis del capitalismo sino
que exige, como condición previa, la construcción de una base sub-
jetiva anticapitalista entre los oprimidos y explotados por el sis-
tema, ante los cuales, por consiguiente, hay que desenmascarar el
sistema asalariado de producción y hay que desnudar los medios y
métodos de dominación de los capitalistas (y de los burócratas, que
aplican y defienden valores capitalistas).
La actividad de quienes combatían al capitalismo se transfor-
maba así en un activismo sindicalista honesto y de clase mal unido
a una propaganda general anticapitalista y el trabajo teórico crítico
sobre la realidad capitalista y los valores capitalistas en los países
“socialistas” no tenía peso alguno en la actividad sindical o electoral
ni estaba enlazado con la creación de una alternativa al sistema.
Resulta notable, en este sentido, que las autobiografías de una
comunista como Rossana Rossanda1, de un comunista como Lucio
Magri2, otro fundador de Il Manifesto, de un trotskista desde su
juventud como Livio Maitan3 o de un dirigente de la izquierda del
PCI, como Pietro Ingrao4, tengan en común un enfoque puramen-
te nacional (en algunas de ellas, incluso nacionalista) de la lucha
anticapitalista, una subestimación de la medición de la evolución
del estado de conciencia de los obreros y de las clases trabajadoras
y de su transformación sociológica y cultural, una sobreestimación
de la acción política de partidos y aparatos burocráticos y una total
prescindencia de los balances autocríticos y, más en general, del
estudio concreto de la fase precisa del capitalismo como sistema
mundial en que vivían y proponían tal o cual política para su país.

1 Rossana Rossanda, La ragazza del secolo scorso, Einaudi, Turín, 2005.


2 Lucio Magri, El sastre de Ulm. Hechos y reflexiones sobre el comunismo en el
siglo XX, Clacso, Buenos Aires, 2011.
3 Livio Maitan, La Strada percorsa, Massari Ed., Bolsena, 2002.
4 Pietro Ingrao, Le cose impossibili, Roma, 1990.

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Eso se explica, en parte, por la formación cultural nacionalista
propia del togliattismo (y del estalinismo) que contagiaba inclu-
so a los antiestalinistas como Maitan; pero, a mi juicio, se explica
mucho más aún por el hecho de que todos ellos compartieron de
una u otra manera la idea gramsciana del Nuevo Príncipe que,
mal entendida, consideraba decisivo el papel del partido como in-
telectual colectivo y no, en cambio, la creatividad, la democracia
y la autogestión y las formas organizativas y culturas que nacen
confusamente “desde abajo”.
La admiración por Togliatti, el más capaz y el más cínico de los
operadores políticos internacionales de Stalin e incluso la justifi-
cación de éste, por ejemplo, se destacan claramente en las obras de
Rossana Rossanda y de Magri, que en otros aspectos son sinceras
y valiosas y se inscriben en un contexto donde se cuentan los por-
menores de la vida del aparato comunista pero en las que los auto-
res no se interrogan sobre qué pensaban mientras tanto las bases
del partido, qué querían, cómo se manifestaban, cuál era su vida
y cuáles sus iniciativas. En la de Livio Maitan, muy rica en datos
sobre la evolución de los partidos y de muchos militantes y sobre
su propia actividad, llama en cambio poderosamente la atención
que, habiendo sido secretario de la IV Internacional y realizado
una gira por América Latina para tratar de convencer a las seccio-
nes sudamericanas de la justeza de la funesta línea guerrillerista
(y seguidista con relación al PC cubano) del IX Congreso Mundial
de su organización, no haya una reflexión sobre los problemas y
las luchas teóricas en la IV Internacional, no se hagan balances
de las políticas aplicadas ni se tenga en cuenta la evolución de la
situación internacional al tratar la política italiana.
La vida política en Democrazia Proletaria no era una excep-
ción en ese panorama. Dada la composición heterogénea del par-
tido, era intensa la discusión y la actividad estaba estrechamente
relacionada con los sectores más jóvenes y activos en las fábricas,
en el movimiento estudiantil, entre las feministas y en los sectores
pobres, lo que le daba a DP gran capacidad de iniciativa y creativi-
dad y, por lo tanto, militancia y visibilidad en el campo de los dere-
chos civiles, del derecho al aborto, de la abolición de la prohibición
de la marihuana, de la defensa de la ecología, de la solidaridad con
la rebelión de los palestinos y con las víctimas de las dictaduras
latinoamericanas. Pero eran muy pobres la preparación política de
los militantes y la discusión teórica sobre la historia del movimien-
to obrero y sobre la situación internacional y, por lo tanto, no se
podían reabsorber las diversas “almas” (socialcristiana, maoísta-

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estalinista, estalinista-togliattiana, socialdemócrata de izquierda,
trotskizante) que, al convivir meramente lado a lado, hacían que
el partido, unido sobre todo por sus críticas de izquierda al PCI,
pareciera un mosaico.
Desde 1982 hasta 1995 dividí mi actividad entre la revista Ce-
res, DP (y después Rifondazione Comunista), mi colaboración espo-
rádica con la Tendencia Marxista Revolucionaria Internacional di-
rigida por Raptis-Pablo y Gilbert Marquis (en la cual participaban
también Hugo Moreno y los miembros de la Tendencia 3 de la LCR,
como Lequenne, Denis Berger, Dora Coledesky y Ángel Fanjul) y,
por último, mi actividad periodística o ensayística general.
En efecto, había ido a Roma como corresponsal de Radio Edu-
cación y de la Televisión oficial mexicana (que poco después fue
privatizada y es hoy TV azteca), además del Uno más Uno, pero
poco después de mi partida se produjeron grandes cambios en el
periódico pues el gobierno obligó a exiliarse en España a Manuel
Becerra Acosta y terminó apoderándose del diario en medio de una
escisión de la dirección del mismo que dio nacimiento a La Jorna-
da, con la cual comencé a colaborar a partir de 1984 como su pri-
mer corresponsal en Europa por invitación de Carlos Payán.
Ceres en algunos períodos fue suspendida debido a que el go-
bierno de Estados Unidos cortó el pago de su cotización a la FAO
(que representaba un cuarto de las entradas de la misma) para for-
zar cambios en la línea de esa agencia de la ONU y, por consiguien-
te, tuve que buscar refugio, como otros miembros de la FAO, en el
Departamento de Prensa del IFAD (Fondo Internacional para el
Desarrollo Agrícola), pequeña organización de la ONU especializa-
da en el financiamiento de proyectos, que entonces estaba dirigida
por un argelino de refinada cultura francesa y por un venezolano
de la Venezuela Saudita de Carlos Andrés Pérez.
Por Ceres, durante todos esos años de estadía en Italia realicé
diversos viajes a México, Costa Rica y Cuba, para escribir artículos
sobre algunas experiencias y problemas del desarrollo y de la agri-
cultura y estas visitas periódicas me permitieron seguir de cerca la
evolución de la situación mexicana y latinoamericana y, sobre todo,
la de la economía cubana.
En México la revista Coyoacán había dejado de aparecer al
poco tiempo de mi retorno a Italia, sin balance ni explicación algu-
na, en parte porque en julio de 1979 los sandinistas habían entra-
do triunfantes en Managua (y muchos de los colaboradores nica-
ragüenses habían vuelto a su país) y también y sobre todo porque
nadie en el Comité de Redacción se hizo cargo de mantenerla y

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renovarla. El vacío que dejó no pudo ser llenado por la revista Bre-
cha, que no tuvo continuidad ni podía tenerla porque había nacido
de un acuerdo entre Alejandro Dabat, Adolfo Gilly o Sergio Ro-
dríguez Lascano que tenían muchas diferencias entre sí. Por con-
siguiente, aunque colaboré con ella, vi desde el comienzo que esa
revista no tenía mucho futuro ni tampoco respondía a una necesi-
dad y, por consiguiente, cerré temporariamente el capítulo de mi
participación en la formación ideológica directa de un sector de la
izquierda mexicana. La radio y la TV de México también me daban
poco trabajo ya que lo que pasaba en Roma no era de importancia
primordial para ellas y, en cierto momento, por los vaivenes típicos
de las políticas oficiales mexicanas, la primera dejó de pagar y la
segunda de existir, de modo que tuve más tiempo a mi disposición
para hacer los análisis y las entrevistas que me pedía La Jornada
y para militar en DP.
Me integré al comité de redacción de una revista efímera lla-
mada Quaderni del No que agrupaba a intelectuales del centro
norte del país, tenía una posición socialista autogestionaria in-
fluenciada por Michel Pablo y estaba bastante cerca de DP, aunque
no era del partido. Además formé parte de dos delegaciones par-
tidarias que, en los primeros años 1980, fueron a Managua para
dar continuidad a una exitosa gira de Daniel Ortega por Italia que
habíamos organizado en DP.
En la primera de ellas, con el entonces secretario general de
DP, Mario Capanna, el responsable del sector internacional, Lucia-
no Neri, y otro dirigente, Semenzato, visitamos a todos los sectores
–hoy divididos– que formaban el sandinismo de entonces, desde el
vicepresidente Sergio Ramírez hasta Ernesto Cardenal, y a inte-
lectuales como el economista Oscar-René Vargas, que había sido
colaborador de Coyoacán, y la poeta Gioconda Belli y, para tener un
panorama de la situación real y escuchar directamente y sin filtros
ni interpretaciones la voz de los campesinos y de los militantes
revolucionarios sandinistas, visitamos las regiones campesinas en
las que se luchaba diariamente contra los grupos armados contra-
rrevolucionarios.
En la segunda, en 1987, esta vez con el secretario general del
partido y senador Giovanni Russo Spena, que había sustituido a
Capanna, quien acababa de renunciar a su cargo, volvimos a re-
unirnos con la dirección sandinista, ya entonces en dificultad (en
efecto, tres años después, en 1990, el FSLN perdió las elecciones),
y, de regreso por Cuba, fuimos recibidos con una cena de protocolo
por el Comité Central del partido gobernante a pesar de las pro-

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fundas diferencias que ambos partidos teníamos con respecto a la
Unión Soviética y a la política internacional. Debo decir que las
discusiones oficiales en ambas visitas resultaron decepcionantes
tanto en Managua como en La Habana pues en ningún momento
fueron al fondo de las cuestiones y, mucho menos aún, de las diver-
gencias, lo cual nos dio una medida bastante aproximada por poco
interés por la teoría y del chato pragmatismo estatalista de las
direcciones cubana y sandinista.
Anaté había creado, mientras tanto, un taller en el barrio roma-
no de San Lorenzo para enseñar tejido en telar y había participado
en exposiciones de la Región Lazio y obtenido un financiamiento
de la entonces Comunidad Europea. Nuestro hijo, por su parte,
estudiaba en un escuela pública, donde era discriminado porque,
junto con el hijo de un comunista, no asistía a las clases de Religión
católica que impartía un cura (aunque un año después sí lo hizo,
pero “para ver qué decía el cuervo” y para discutirle). Los fines
de semana organizábamos excursiones, previamente preparadas
mediante la lectura del libro del Touring Club sobre los pueblitos
cercanos, sus comidas y sus monumentos. De este modo llegamos
a conocer todos los pueblos del Lazio, muchos de Campania, de
Toscana y de Umbria y ciudades y zonas artísticamente importan-
tes del resto de Italia, salvo Sicilia, así como las buenas trattorie
populares y las especialidades de cada lugar. Mi hijo aprendió así
a comer bien y barato y a apreciar la refinada comida popular y en
una de esas excursiones declaró convencido que, “de grande, quería
ser gourmet”…
Por mi lado, en esos años que cubrieron desde 1982 hasta 1995
pasaba buena parte de mi tiempo recorriendo los centros de Demo-
crazia Proletaria en toda Italia para hablar, primero, de la situa-
ción internacional y de la guerra en Nicaragua, Guatemala y El
Salvador y, a partir de 1994, sobre el levantamiento del neozapa-
tismo en México del 1º de enero de ese año, sobre el cual produje en
marzo, con Alberto D’Angelo, el primer libro en italiano y creo que
también en español5.
En 1982 pasaban por Roma o uno encontraba en otras grandes
ciudades italianas diversos dirigentes políticos y sindicales, como
el metalúrgico Alberto Piccinini, a quien le conseguí para el sindi-
cato de la UOM de Villa Constitución reorganizado un préstamo a
fondo perdido del Fondo del 1 por ciento que estaba formado con

5 Guillermo Almeyra-Alberto D’Angelo, La ribellione zapatista in Chiapas,


Datanews, 1994.

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el aporte voluntario del 1 por ciento de los salarios de los muchos
funcionarios de la FAO que lo integraban. Estaba también Rai-
mundo Ongaro, el gráfico ex secretario de la CGT de los Argentinos
y después de la Federación Gráfica Bonaerense, y pasaron Hebe de
Bonafini y una delegación de Madres de Plaza de Mayo, así como
el gráfico Antonio Mucci, una buena persona aunque ciegamente
antiperonista, que sería ministro de Trabajo con Raúl Alfonsín y,
naturalmente, éste, que giraba por Italia y Europa, entre los exilia-
dos, como candidato a presidente de la República.
En uno de mis viajes por DP, en este caso a Turín, escuché
sus posiciones políticas y sus promesas electorales en una gran
asamblea de argentinos, donde los peronistas eran mayoría y tuve
ocasión de decirle que su eventual gobierno sería sin duda mucho
más honesto y democrático que el de la dictadura que estaba ago-
nizando pero aplicaría la misma política neoliberal impuesta por el
FMI, la cual, por otra parte, compartía también sus adversarios pe-
ronistas. Por supuesto, ni quienes tenían ilusiones alfonsinistas, ni
quienes estaban desesperados por volver a Argentina y se conten-
taban, por lo tanto, con cualquier solución que se lo permitiera, ni
tampoco quienes esperaban el retorno al gobierno de los peronistas
estuvieron de acuerdo con mis argumentos que, en realidad, fueron
escuchados por muy pocos (entre los cuales, hay que reconocerlo,
se destacaba el mismo Alfonsín). Cuando éste fue a Roma, fue ro-
deado por Pablo Giussani (el periodista frondizista de la revista
Qué y autor de La soberbia armada, una crítica al vitriolo a los
Montoneros) y por su mujer Julia Constela, los cuales empezaron
su viaje alfonsinista en la sede romana de IPS. Mis colaboraciones
periodísticas, entre otros medios italianos y europeos y en particu-
lar en Il Manifesto, reflejaban entonces ese período de guerra en
Centroamérica y de reconquista de espacios constitucionales en el
Cono Sur.
No es necesario decir que apenas cayó la dictadura, en 1983,
volví por unos días al país, donde fundamos de inmediato la revis-
ta Cuadernos del Sur con Adolfo Gilly, Carlos A. Suárez, Eduardo
Lucita, Alberto Pla y el editor José María Iglesias, para ayudar a
una izquierda que había sido diezmada y cortada del exterior a
ponerse al día en la comprensión de la situación internacional y a
discutir la evolución del proceso social en Argentina y en América
Latina. La revista llegó a tener cierto eco pues traía información
internacional en tiempos en que aún no existía Internet y era muy
difícil procurársela y, sobre todo, porque defendía una concepción
revolucionaria y defendía a Marx en pleno auge del neoliberalismo

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y en medio de la tendencia de muchos ex comunistas a renegar de
su pasado y militar en el alfonsinismo.

***

Democrazia Proletaria había llevado a Italia a Lech Walesa,


católico anticomunista pero dirigente indiscutido de un movimien-
to como Solidarnosc que estaba a su izquierda y era autogestio-
nario, y a Luiz Inácio da Silva, “Lula”, metalúrgico y dirigente del
Partido de los Trabajadores brasileño, también de formación cris-
tiana pero en las Comunidades de Base, y se había establecido un
contacto entre el movimiento sindical italiano, sobre todo cristia-
no, y el brasileño, que todavía estaba en lucha contra los “pelegos”
(burócratas oficialistas servidores de la dictadura que terminaría
recién en 1985). Dado que ya en los últimos tiempos de la dictadu-
ra de Francisco Franco, en España, allá por el 75, yo había llevado
clandestinamente dinero de la Confederazione Generale Italiana
del Lavoro (CGIL, comunista-socialista) a las Comisiones Obreras
en Barcelona valiéndome de mi pasaporte argentino, estaba acos-
tumbrado al papel de paloma mensajera-observador-evaluador y
lo retomé así en 1983, esta vez a pedido de mi amigo Mario Sepi
de la CISL, socialcristiana, llevando bastante dinero clandestina-
mente para la fundación de la Central Unica dos Trabalhadores
(CUT) que, en una reunión conjunta con la CONCLAT, se realizó
en una playa paulista reuniendo activistas obreros y campesinos
de todo el país, algunos de los cuales habían viajado días en canoa
o en camión de transporte de ganado y a pie para poder asistir. Por
supuesto, rendí cuentas a la CISL por escrito y realicé un informe
que debe andar por ahí, en los archivos del movimiento sindical
italiano, pero del cual no guardé copia.
Entre otras actividades internacionales –como diversos con-
gresos socialistas antiimperialistas del Mediterráneo organizados
por la izquierda nacionalista árabe– recuerdo también un tragi-
cómico viaje a Tripoli, Libia, encabezando una delegación de DP
con motivo del repudio al bombardeo a esa ciudad ordenado por
Ronald Reagan como respuesta a los atentados terroristas de los
servicios libios (en ese caso concreto, a una bomba en una discoteca
berlinesa concurrida por soldados estadounidenses).
Como se sabe, esa respuesta del terrorismo de Estado de Was-
hington causó la muerte de una hijita de Muammar Gaddafi y he-
ridas a otros allegados a éste y constituyó un acto unilateral de
guerra en tiempos de paz y sin mediación alguna de las Naciones

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Unidas, lo que llevó a múltiples organizaciones a proponerle al go-
bierno libio una marcha internacional de repudio a Estados Uni-
dos en la ciudad de Trípoli. La realización de la misma fue lenta
y difícil ya que las embajadas de la Yamahiriya Libia privilegia-
ban la ortodoxia gaddafista y dificultaban las visas y los pasajes a
las organizaciones de izquierda, como DP, pero, al cabo de muchas
laboriosas gestiones, nuestra delegación, que yo encabezaba, se
encontró en Malta con los compañeros franceses de la Tendencia
Marxista Revolucionaria Internacional, más algunos representan-
tes de sindicatos y de grupos antibélicos y con variadas delega-
ciones africanas, española, portuguesa, griega, estadounidense.
Todas esas diferentes tribus debíamos embarcarnos en una nave
con matrícula griega y oficiales de la misma nacionalidad pero con
tripulación asiática, mayoritariamente de Bangladesh, barco que
estaba en desuso y había sido fletado especialmente por los libios
para la ocasión que apostaron audazmente a la posibilidad de que
en el corto trayecto entre Malta y Trípoli el tiempo fuese bueno y
Neptuno estuviese tranquilo.
Esperando que zarpara nuestra nueva Arca me dediqué a ad-
mirar los magníficos Caravaggio que tiene Malta y a conocer a los
miembros –todos jóvenes– de nuestra delegación italiana y a otros
de Europa occidental. El viaje fue azaroso pues los baños no fun-
cionaban ni había duchas y el calor era terrible. Por fortuna, la
comida griega era buena y adecuada al clima mediterráneo pero, a
la falta de servicios, se agregaba que la tripulación musulmana se
había arrogado motu proprio el papel de guardiana de la virtud de
las mujeres e impedía violentamente que éstas visitasen los cama-
rotes de los hombres y viceversa, lo que me obligó a protestar ante
el comandante griego, quien, por supuesto, tenía límites morales
mucho menos estrictos que su tripulación pero no quería tener pro-
blemas con sus subordinados.
Sea como fuere, navegamos haciendo al mismo tiempo reunio-
nes por supuesto con quienes se prestaban a ello (lo cual no era el
caso de los Panteras Negras estadounidenses, que estaban aisla-
dos como una élite negra sin tomar contacto con los africanos ni
con nadie) y en particular con los miembros de los sindicatos grie-
gos que pertenecían a todos los matices de la izquierda helénica.
Así llegamos al puerto de Trípoli, donde apareció un gran pro-
blema cuando el Ministerio de Cultura nos distribuyó unas cami-
setas que pretendía vistiésemos en el desfile ante Gaddafi y que
varios grupos nos negamos a ponernos porque en la espalda tenían
una cita del Libro Verde y, en la pechera, un retrato del jefe libio.

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Encabezando la protesta de unos doscientos italianos, franceses y
españoles expliqué a los libios que no estábamos allí para aclamar
a Gaddafi sino para repudiar el ataque del imperialismo contra
éste y que, por consiguiente, desfilaríamos con nuestras propias
consignas antiimperialistas. La respuesta fue la amenaza de de-
jarnos en Trípoli, sin hotel y sin poder viajar de regreso a Malta.
La indignada discusión posterior me llevó a hacerles una contra-
propuesta: vestiríamos la camiseta negra, pero haciéndole algunas
modificaciones.
Sin imaginarse cuáles, asintieron, de modo que esa misma no-
che cortamos en la espalda de las famosas camisetas las frases de
Gaddafi y lo mismo hicimos con su imagen en el pecho. El resulta-
do, realmente muy ridículo, fue el desfile de un nutrido grupo de jó-
venes europeos que en el medio de la manifestación, muy grande y
popular, gritaba con energía consignas antiimperialistas en varias
lenguas, alzando los puños y cantando La Internacional mientras
las autoridades en el palco central –y el público en general– abrían
los ojos ante el espectáculo de los pechos semidesnudos o, peor aún,
de los sostenes de diversos colores de las compañeras que se desta-
caban enmarcados por lo que quedaba de la negra camiseta. Para
colmo, en mi carácter de jefe de delegación subí después al palco,
muy serio, y como si nada me puse un par de filas detrás de Gadda-
fi, con mi camiseta agujereada...
No pasó nada, salvo que desapareció de nuestra vista el bu-
rócrata responsable de las relaciones con los europeos. Volvimos
tranquilamente a Malta, pero esta vez, y para deleite nuestro, ais-
lados en el barco de todos los vividores de toda laya que habían
hecho de las manías egocéntricas gaddafistas su modus vivendi…

***

La última mitad de los años ochenta presenció el deterioro de


la situación en el movimiento obrero italiano, anteriormente tan
creativo y combativo y, como expresión de ese empantanamiento
social, se profundizó la crisis del PCI y de la Nueva Izquierda, in-
cluida en ésta Democrazia Proletaria, que en el congreso de Paler-
mo, de 1986, había alcanzado su punto máximo y en las elecciones
de ese año había obtenido casi 650 mil votos, ocho diputados nacio-
nales, un senador y gran cantidad de representantes provinciales
y municipales.
Los obreros y una gran masa de trabajadores, por tradición
pero sin convicción, seguían votando por un PCI ya sin Berlinguer

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desde 1984 y desde entonces dirigido por burócratas grises. Preocu-
pado por integrar una mayoría gubernamental dirigida aún por
una Democracia Cristiana virtualmente desbandada, entre otras
cosas, por las investigaciones judiciales que mostraban la corrup-
ción y los lazos con la mafia de sus dirigentes, el PCI perdía incluso
la bandera de la diferencia moral (al extremo de votar por Giulio
Andreotti, once veces ministro o primer ministro democristiano,
conocido por sus lazos mafiosos).
En DP, por su parte, surgían tendencias centrífugas que, con el
pretexto del ecologismo que todo el partido compartía, se orienta-
ban hacia el informe movimiento Verde que, como partido, les ofre-
cía salir del gueto de una izquierda radical que no pasaba del 1,6
por ciento y hacer carrera política (en efecto, casi toda el ala que
escindió con ese pretexto acabó posteriormente en el socialiberalis-
mo o la socialdemocracia). El ex maoísta Mario Capanna renunció
a su cargo de secretario en 1986, en el cual fue reemplazado por el
comunista católico Giovanni Russo Spena, y en 1987 encabezó una
escisión de “notables”, la cual presentó en las elecciones nacionales
una lista Verde Arcoiris opuesta a la de DP y se llevó a ese bloque
buena parte de los diputados y concejales del partido aunque muy
pocos militantes.
Tal como he dicho anteriormente, yo militaba en DP desde ha-
cía tiempo. Había sido acogido sin problemas, trabajaba en la sec-
ción Internacional, donde mis ideas, sugerencias y propuestas te-
nían peso, había establecido lazos de colaboración y hasta de amis-
tad con compañeros de orígenes políticos muy diferentes a los que
yo tenía y era un conferencista y orador permanente en todos los
sectores del partido y un dirigente en la Federación de Roma. Nun-
ca había tenido que ocultar mi trayectoria trotskista hasta 1974.
Por esa razón, en muchas oportunidades, sea en Francia, en la
sede del Secretariado Internacional de la IV Internacional como en
algunas mesas redondas en las que participé junto a Livio Maitan,
le había propuesto a éste, secretario de los trotskistas italianos y
en cierto momento también de la IV Internacional, la entrada de
los trotskistas a DP, para escapar así de una mezcla de sindicalis-
mo militante y de clase con el aislamiento sectario que obligaba su
organización a seguir siendo un grupo reducido de eternos sindi-
calistas-propagandistas revolucionarios sin poder organizar nada.
Invariablemente, él me respondía, como ya he referido, que DP era
“centrista” y “confusa”, subentendiendo que yo también era ambas
cosas ya que estaba allí y que por eso me aceptaban. Por mi parte,
siempre le argumentaba que, precisamente para ayudar a reducir

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la “confusión” y los aspectos eclécticos “centristas” que DP sin duda
tenía, hubiera sido útil el ingreso a esa organización de los cuadros
trotskistas formados con mayor rigor teórico. La cosa quedaba allí.
Livio Maitan era un ejemplo vivo tanto de las mejores virtudes
de los militantes trotskistas europeos de la posguerra que se for-
maron a la sombra de Michel Pablo como de las peores característi-
cas de los mismos. Era antes que todo italiano, tifoso fanático de un
club romano aunque él era veneciano; era italiano hasta la médula
en sus costumbres conservadoras y no prestaba atención a los cam-
bios sociales y económicos en escala mundial que determinaban
lo que pasaba en la península, en Europa y en todos los países ni
veía, como veía Pablo, las contradicciones en la revolución colonial,
pues tenía una visión esencialmente eurocéntrica aunque creyese
sinceramente ser internacionalista. Aunque muy egocéntrico, era
un hombre dedicado a la revolución y sin intereses personales.
Políticamente su autobiografía, aunque es mucho más intere-
sante que la de Rossanna Rossanda, por ejemplo, porque no ve las
cosas desde los aparatos, muestra claramente sus limitaciones. Su
obra tiene, en efecto, 718 páginas en cuerpo 8, densas de aconteci-
mientos pero, a pesar de que Maitan fue secretario de la IV Interna-
cional, en ellas no hay eco alguno, entre otras cosas, de las discusio-
nes entre Mandel (“Germain”) y Raptis (“Pablo”) sobre el carácter
de las llamadas “democracias populares” ni del estalinismo de pos-
guerra ni en el gran índice de nombres aparecen Perón y el peronis-
mo y las discusiones al respecto, el MNR boliviano o siquiera Boli-
via, una referencia al balance de por qué la sección de Sri Lanka (el
Samasamaja Party, tan importante durante y después de la guerra)
rompió con la IV Internacional, ni otra que reenviase a un balance
de la actividad de la IV Internacional en Argelia (no figura ni el
nombre del país, como tampoco figura el de Pablo). En su biografía
tampoco hace un balance del guevarismo ni del guerrillerismo, a
pesar de haber viajado difundiéndolos por toda América Latina, ni
menciona la autogestión ni siquiera para analizar las experiencias
yugoslava o argelina, no hace un balance de la Revolución de los
Claveles portuguesa ni de los consejos polacos, no habla de China,
sobre la cual sin embargo escribió, ni dice en ningún momento qué
sigue siendo válido en Trotsky. Su biografía6 no es la de un revolu-
cionario sobre el transfondo de la lucha de las clases y de las ideas
en escala internacional: es más bien un informe minucioso de un
activista incansable de un pequeño grupo en un pequeño país.

6 Livio Maitan, La Strada percorsa, Massari Ed., Bolsena, 2002.

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No es de extrañar, por lo tanto, que cuando en noviembre de
1985, preparando el Congreso de Palermo, invitamos a la Liga Co-
munista Revolucionaria a integrarse a DP con plenos derechos,
tardase cuatro meses en responder y dijese por último que no (el
Congreso, sin embargo, reiteró fraternalmente el llamado, deján-
doles la puerta abierta) porque temían ser devorados por el “cen-
trismo” de una organización que, sin embargo, ya en su fundación
en 1978 en su discurso inaugural afirmaba lanzarse “a un doble
desafío, el de construir una organización revolucionaria en una
fase que no es revolucionaria y el de hacer un partido marxista en
una fase de crisis del marxismo”, y agregase: “Nuestra estrategia
es la democracia proletaria, el Estado de los consejos. Es decir, no
se basa sobre soluciones internas en este Estado, en este sistema
político son que tiende en cambio a su ruptura, a una alternativa
de sistema”.
La LCR, desgraciadamente, debido a sus recelos sectarios re-
cién se incorporó a DP en 1988, tres años antes de la disolución de
DP y del PCI que nadie previó aunque estaba a la vista el derrumbe
gorbachoviano de la URSS. Lo hizo, además, dogmáticamente pues
se acercó al ala de la dirección (la de Luigi Vinci, diputado europeo,
al que conocía –Luigi había escindido hacía años del trotskismo–)
pues esa ala se decía “obrerista” aunque miraba en realidad hacia
los aparatos sindicales y del PCI, en vez de buscar relaciones privi-
legiadas con el sector “movimentista” y juvenil, que estaba mucho
más abierto a los nuevos problemas del feminismo y el ecologismo
y era menos verticalista y más plural7.
Achille Occhetto, secretario del PCI, tres días después de la
caída del Muro de Berlín, anunció la formación de un nuevo par-
tido socialdemócrata (en realidad social-liberal) que concretará en
el Congreso de Rimini en 1991, donde disolvió el PCI y dio origen
al Partido Democrático de Izquierda (PDS), que posteriormente
abandonaría por el camino el “de Izquierda” para quedar en Par-
tido Demócrata, con el estadounidense como modelo, muy poco so-
cialdemócrata y liberal, por cierto.
Ante esta decisión, un ala de la izquierda del PCI, con Pietro
Ingrao, se quedó pese a todo en el nuevo partido pero otra organizó

7 En el último congreso de DP, en Rimini, en 1991, antes de la fusión con


Rifondazione Comunista, el grupo de Maitan apoyó a Vinci, que obtuvo 170
delegados, mientras Russo Spena lograba la misma cantidad. Un partido
fuera de lo común desapareció así también de un modo inusitado formando
otro, tras un empate paralizante en su congreso final.

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el Movimiento de Refundación Comunista, con el cual entablamos
conversaciones para la confluencia. También en este caso, como an-
tes frente a DP, cuando temían ser digeridos por los “centristas”,
los trotskistas se abstuvieron en la votación de DP que decidió la
fusión con el MRC, temerosos de que la misma se tragase la expe-
riencia y las conquistas teóricas de DP, en vez de ver en esa fusión
la posibilidad de que ellos y los militantes de DP elevasen el deba-
te en las filas del ex PCI y actuasen en éste como levadura en la
masa. La reticencia de una izquierda formada en la lucha contra el
PCI a entrar en un movimiento donde la mayoría pensaba refun-
darlo sin abandonar, sin embargo, los métodos y las concepciones
estalinistas asmilados durante años fue muy grande y de los ocho
mil inscriptos a DP entraron a Rifondazione sólo unos dos mil.
Democrazia Proletaria fue sin duda el partido más radical
surgido en Europa en la posguerra y también el más democrático.
Recogió lo mejor y lo más activo de la generación que había hecho
el peculiar 68 italiano, que llevó a los consejos obreros en el 69
cambiando la cultura de buena parte de la juventud, y formó una
generación en el ecologismo, el internacionalismo militante, la lu-
cha contra la industria nuclear y la armamentista, el combate por
los derechos de las mujeres y de los homosexuales. DP era el único
partido que funcionaba realmente en forma federal (las minorías
nacionales tenían su propio partido, que estaba federado al nacio-
nal) y decidía su política mediante congresos regulares y reuniones
periódicas de discusión y que, en cierto momento, comenzó a tener
una dirección colegiada.
El Partido Comunista Italiano cuya disolución abriría el paso a
Rifondazione Comunista, por el contrario, aunque había contribuido
poderosamente a la cultura y a la politización masiva de los traba-
jadores con sus centros populares, sus asociaciones, sus centros de
estudio, su prensa, había educado a sus militantes en una concep-
ción electoral de la política y en el verticalismo y la aceptación pasi-
va de los virajes políticos de la dirección. Incluso en el caso extremo
de la disolución del partido y la creación de otro liberal-socialista
que no ponía en cuestión el capitalismo, más de dos tercios de los
militantes del PCI aceptaron que un grupo de personas cerrase, con
una decisión no consultada, una experiencia comenzada en 1917 y
que había dejado en el camino decenas de miles de militantes que
murieron creyendo luchar por el socialismo.
Como pude comprobar, al participar por la ex DP en la creación
del nuevo Departamento Internacional de Rifondazione Comunis-
ta, los que habían votado contra la disolución del PCI y creado el

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MRC provenían, en la base, de la mayoría de los cuadros medios
políticos y sindicales y, como tendencias, sobre todo de los estalinis-
tas, cuyo principal representante era Armando Cossutta, el hom-
bre que recibía de Moscú el aporte para el PCI, y de los “coroneles”
berlinguerianos, como Guido Capelloni, ex tesorero del PCI y des-
pués tesorero de RC, el cual, como Rino Serri, quien tomó a su car-
go dicho Departamento, era un hombre muy honesto y abierto pero
ideológicamente un socialdemócrata de izquierda por su visión del
mundo y de la política.
La alianza con los estalinistas provenientes del viejo partido
comunista tuvo un inesperado efecto deletéreo ya que desgraciada-
mente reforzó a los miembros de DP de formación estalinista que
hasta entonces eran muy minoritarios en ese partido y que comen-
zaron a ver la política internacional como una especie de recolec-
ción de residuos de los partidos comunistas y a apoyar, por ejemplo,
al nacionalista ruso y seudocomunista Ziúganov, o al partido comu-
nista checo, o a lo que quedaba del partido alemán de la RDA.
Para tratar de facilitar la fusión entre dos tradiciones y cul-
turas políticas muy diferentes, el nuevo partido intentó un atajo
y eligió como Secretario general a un sindicalista, ya que en los
sindicatos los dirigentes deben tener en cuenta la diversidad de
formación política de los militantes.
Fue escogido Sergio Garavini, un turinés miembro de una im-
portante familia de industriales que fue dirigente de la izquierda
partidaria comunista de Pietro Ingrao en los gremios textil y me-
talúrgico y después secretario de la CGIL, a la cual dirigió siempre
con eficacia burocrática pero con una concepción personal de man-
do indiscutido y en oposición a una izquierda sindical más radical
dirigida por el socialista luxemburguista Fausto Bertinotti.
Garavini, que en la dirección del PCI era el único que había
votado en 1956 contra la invasión soviética a Hungría, chocó de
inmediato en Rifondazione con el estalinista Cossutta, a quien sus
propios seguidores llamaban “la serpiente”, y la única solución para
mantener una unidad siempre en discusión fue crear, a propuesta
de los miembros de la ex DP, una presidencia del partido y dársela
a Cossutta, con lo cual RC nació prácticamente bicéfala. Desgra-
ciadamente los márgenes para la mediación eran muy estrechos
porque en esos días murió Lucio Libertini, dirigente con tradicio-
nes socialistas revolucionarias que había dirigido la revista Sinis-
tra en alianza con los trotskistas y que ejercía un papel moderador
pues tenía autoridad en la ex izquierda del PCI. Se sucedieron en-
tonces una serie de choques de grupos y de personalidades.

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Ante la moderación política y la incapacidad de Garavini para
luchar por fusionar los diferentes componentes de RC se aliaron
entonces el sindicalismo extremista de Fausto Bertinotti, quien
había sido eterno adversario de aquél en la CGIL, con el estali-
nismo de Cossutta, que había llegado a controlar buena parte del
naciente aparato de RC, y esa alianza provocó la renuncia de Ga-
ravini a su cargo, en el que fue sustituido por Bertinotti, que de
inmediato se independizó del abrazo de Cossutta.
En la mayoría que apoyó al nuevo secretario militaban los di-
ferentes grupos trotskistas, comenzando por el de Livio Maitan, así
una parte importante de los ex dirigentes de DP, que habían caído
en el juego de la polarización anticossuttiana, sin hacer claridad
alguna sobre los objetivos, el programa, la política, o sea, sobre lo
único que podía unir a gente proveniente de diferentes modos de
pensar y de organizarse.
Garavini y después Cossutta escindieron sucesivamente por
la derecha (el estalinista dio origen a un Partido de los Comu-
nistas Italianos que apoyó al gobierno de Dini, un hombre de las
finanzas) y Bertinotti quedó así como líder carismático y perso-
nalista de un partido en el que se discutía mucho menos y menos
democráticamente que en DP y en el que predominaban los mé-
todos aprendidos en el togliattismo y la visión fundamentalmente
electoralista y no de lucha en las fábricas y en el territorio, como
en cambio hacía DP.
RC fue mucho más grande que DP, en número de afiliados (más
de 200 mil contra ocho mil) y en representación parlamentaria e
institucional, pero fue también mucho más confusa y menos mi-
litante. En la mayoría de la dirección, que unía gente de aparato,
algunos ex DP, trotskistas de diferentes tendencias y diversos gru-
pos estalinistas, se discutía sobre todo la modificación de fuerzas
entre las tendencias internas, dejando a menudo de lado las cues-
tiones políticas y teóricas fundamentales. Rifondazione no fue sino
una versión un poco más militante que el viejo PCI. Por su parte,
Fausto Bertinotti, su secretario, un hombre simpático y dichara-
chero que llamaba la atención antes que nada por su estudiado y
elegante modo de vestir deportivo y negligé, y por su permanente
cigarro toscano a medio fumar para dar al todo un toque obrero,
fue funesto para el partido pues lo metió de cabeza y casi sin resis-
tencia en la lógica del parlamentarismo a toda costa cuando apoyó
el gobierno del ex presidente de la Unión Europea, Romano Prodi.
RC no supo organizar su trabajo de base sindical y obrera ni
hacer frente a las transformaciones sociales y políticas que habían

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llevado a la crisis de la izquierda, con la consiguiente disolución
del PCI, y, frente a la transformación de los ex comunistas en so-
cioliberales (con su partido Demócrata), ocupó el lugar que habría
correspondido a una socialdemocracia de izquierda e incluso formó
parte de un gobierno que enviaba tropas a Afganistán y aplicaba
una política similar a la de Berlusconi8, hasta que ese gobierno se
derrumbó, precipitando la caída de Bertinotti como secretario del
partido y la casi desaparición de éste.
En realidad, fue un error creer en DP (y también en la sec-
ción italiana de la IVª) que casi un tercio de un partido, como el
PCI, educado durante decenios en los métodos centralizados y
verticalistas del estalinismo y después socialdemocratizado, po-
dría ser dirigido y reeducado en poco tiempo por un puñado de
revolucionarios que, por otra parte, no eran nada homogéneos en
sus concepciones.
Es cierto que si DP hubiese permanecido al margen del pro-
ceso de ruptura del PCI habría perdido credibilidad apareciendo
como sectaria, y es igualmente cierto, además, que ya estaba en cri-
sis, como lo demostró su Congreso último. Pero, en cambio, podría
haber quedado como polo de referencia y de renovación política y
moral y habría perdido menos militantes, ahorrándose además el
caer de cabeza en el electoralismo y el parlamentarismo, que hasta
entonces había en buena parte evitado, llevado por otra parte por
el activismo. Pero, entusiasmados por la posibilidad de dirigir un
partido de masas y subestimando una vez más la cuestión de la
preparación programática de los cuadros y del partido, excluimos
la posibilidad de construir algo nuevo para intentar reconstruir
sobre nuevas bases lo viejo…
Por eso el balance que hago de RC no es entusiasmante pues,
pese al tiempo y al esfuerzo que le dediqué a RC, de ese período me
queda sobre todo el recuerdo del interés político de los militantes
cuando encontraban una explicación y una respuesta a sus pre-
guntas y también el espíritu fraternal de los obreros que venían

8 El senador de RC Turigliatto, trotskista, y el diputado de RC Salvatore Can-


navò, también trotskista, se negaron con valor a votar los fondos para la gue-
rra en Afganistán, lo que motivó su expulsión del bloque de RC pero, junto
con toda su organización, habían votado previamente la moción de confianza
a Romano Prodi, ex secretario de la Unión Europea, y formaban parte de la
mayoría de RC con Bertinotti, que además era presidente de la Cámara de
Diputados, y Livio Maitan incluso le había pedido a éste el prólogo de su au-
tobiografía, de modo que ese grupo de trotskistas no pudieron diferenciarse
a tiempo y salvarse del hundimiento de la izquierda más radical.

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del PCI, pese a sus incomprensiones y diferencias políticas pero
también la amarga sensación de haber arado en el mar.
A este respecto, recuerdo, por ejemplo, cuando en una elección
salimos a pegar carteles de RC por un barrio fascista el secretario
de la sección local de RC, que era un ex obrero rural y dirigente de
los jubilados, el concejal por esa circunscripción y yo (entre los tres
sumábamos casi 190 años) y fuimos agredidos por unos veinte jóve-
nes fascistas armados con hierros y cadenas, los cuales, por suerte y
porque eran demasiados y se molestaban entre sí, no pudieron ha-
cernos papilla, como era su sana intención. Contra la pared nos de-
fendimos un buen rato hasta que escaparon y después, magullados
pero satisfechos, fuimos a brindar por nuestra victoria a lo Pirro…
En cuanto al interés político quedó demostrado por el amplio
apoyo que la base de RC dio al EZLN cuando el 1º de enero de 1994
se produjo la rebelión neozapatista en Chiapas. Ese interés moti-
vó que tuviese que hacer permanentes giras por todos los centros
sociales ocupados y por todas las federaciones de RC, desde la fron-
tera con Austria hasta la frontera con Francia pasando por todo
el interior de la península, explicando qué era el levantamiento,
por qué se había producido, cuáles eran sus aportes y sus posibles
consecuencias. Siempre me alojé en casas de compañeros, obreros
jóvenes que estaban lejos de nadar en la abundancia, y fui recibido
como un hermano. Además, tuve que presentar en sedes sindica-
les, centros de RC, casas de cultura en todas las regiones italianas,
el libro antes mencionado que escribí con Alberto D’Angelo sobre
la rebelión en Chiapas, siempre contando con la acogida o de ex
miembros locales de DP o de nuevos compañeros de RC.
En este apoyo al EZLN, una vez retornado en 1995 a México
para trabajar en La Jornada y en la Universidad, organicé una
gira por México de Bertinotti y de otros miembros de la dirección,
los cuales se entrevistaron con Marcos y discutí con ellos todos los
tipos de apoyo que RC podía darle en ese entonces al EZLN.
Por medio de Antonio Moscato y de Titti Pierini, magníficos
compañeros y amigos, pero también debido a mis colaboraciones
con la revista Latinoamericana que editaba Bruna Gobbi, su muy
activa y esforzada compañera, en ese período me hice muy amigo
del gran historiador Enzo Santarelli, autor de obras monumenta-
les como una biografía de Nenni o de la historia de la unidad de
Italia, el cual había sido comandante partigiano, había resultado
herido gravemente en combate y después de la caída del fascismo
había sido diputado comunista (antiestalinista) y que cuando lo
conocí era profesor en la Universidad de Urbino y miembro de RC.

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Con Enzo escribimos a cuatro manos un librito9 que editó el ex
dirigente de los trabajadores químicos, Corrado Perna, comunista
crítico y sincero amigo, obrita que precedió a toda la serie de bio-
grafías del Che de fines de los noventa. Era un librito simple, para
los jóvenes (por su factura y por su costo) y alcanzó de inmediato
19 ediciones (más algunas piratas) y posteriormente lo traduje al
español, ya muerto Enzo, para una edición mexicana de La Jor-
nada y, después, para nuevas ediciones argentinas en Peña Lillo-
Continente.
En eso andaba cuando, al superar los 65 años, se me cerró la
posibilidad de trabajar –e incluso de traducir– para la FAO y me
encontré varios meses haciendo cualquier clase de trabajitos para
pagar el alquiler y mantener a mi familia y sin tiempo para nada
más. A pesar de que Anaté consiguió la promesa de un subsidio de
la Unión Europea para formar una escuela de tejidos artesanales,
me era imposible esperar que la misma se concretase y, además,
la situación en Italia, con el ascenso del berlusconismo y la reapa-
rición del racismo y del fascismo social, y políticamente se había
deteriorado mucho mientras que en América Latina se abrían nue-
vas perspectivas. Le escribí, por lo tanto, a Carmen Lira y a Payán
sobre la posibilidad de trabajar en México en La Jornada y me
respondieron con la amistad y la generosidad de siempre ofrecién-
dome ser editorialista y columnista.
No dudé ni un instante. En pocos días conseguí que un amigo
economista mexicano –Fernando Rello– que trabajaba en la FAO y
volvía a México incluyese mis libros en su mudanza, aseguré que
Carolina, la entonces mujer de Adolfo Gilly, nos alquilase un de-
partamentito en el ISFAAM, en la salida a Cuernavaca, le di a mi
hijo con qué pagar durante un año el alquiler y un mes más para
pagarse la comida y buscar trabajo para mantenerse estudiando el
resto del año y le encargué terminar el bachillerato antes de viajar
a su vez a México, para reunirse con Anaté y conmigo y entrar a la
Universidad, así como la tarea pesada de embalar los libros y dár-
selos a Fernando. En pocos días viajamos nuevamente a México, a
respirar los aires más tónicos de América Latina.

9 Guillermo Almeyra-Enzo Santarelli, Il Che, il pensiero Ribelles, Datanews,


1993.

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XVI

México: cardenismo, zapatismo,


autonomía y batalla de ideas

Cuando en 1995 Anaté y yo llegamos a México gobernaba el


país desde 1994 el sucesor de Carlos Salinas de Gortari, Ernesto
Zedillo Ponce de León, a quien le cayó la presidencia de la Repúbli-
ca gracias al más que oportuno asesinato de Luis Donaldo Colosio,
el candidato del PRI y seguro vencedor, que tenía diferencias con
Salinas y con el establishment y fue eliminado poco antes de las
elecciones.
México vivía en la turbulencia política desde 1988, cuando un
fraude escandaloso impuso como presidente a Salinas, anterior-
mente neoliberal ministro de Programación y Presupuesto, robán-
dole la elección a Cuauhtémoc Cárdenas, ex líder del ala izquierda
del PRI que acababa de escindir del mismo para formar el Partido
de la Revolución Democrática.
Adolfo Gilly en el 1988 me había enviado a Italia un entusias-
ta video sobre la gira electoral de Cárdenas, que él había acom-
pañado como asesor del candidato, y me había escrito convenci-
do de que éste sería presidente. Mi respuesta le había recordado
la suerte en México de las candidaturas de oposición al partido
del gobierno y del sistema y también que una cosa era ganar las
elecciones (lo cual era casi seguro) y otra que el régimen reco-
nociera ese triunfo y, por lo tanto, más que apostarlo todo a una
presidencia que renovaría el país, convenía hacer todo lo posible
para que ella fuese realidad pero, sobre todo, preparar política y
teóricamente la continuidad de la lucha más allá de las urnas.
Además, hice chistes sobre sus esperanzas en su papel de conse-
jero de Cárdenas y el peso muy relativo y efímero de los asesores
de cualquier Príncipe, quien siempre escucha a varios de éstos y
después decide según su capacidad y formación, que en este caso

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era la de un hombre honesto pero criado en el PRI y en el poder,
no en la lucha anticapitalista.
Un año después de las elecciones, el PRD se constituyó definiti-
vamente sobre la base de la alianza entre los ex priístas, encabeza-
dos por Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo, y el Partido
Socialista Unificado Mexicano-PSUM (un partido resultante de la
transformación del Partido Comunista Mexicano en 1981 median-
te su unión con el Movimiento de Acción y Unidad Socialista, el
Movimiento de Acción Popular y el Partido del Pueblo Mexicano).
Los militantes y dirigentes que provenían de otros sectores de la iz-
quierda (trotskistas o maoístas) formaron entonces una tendencia
interna –el Movimiento de Acción Socialista (MAS)– uno de cuyos
dirigentes principales era Adolfo Gilly pero rápidamente la disol-
vieron, abandonando así la creación de una tendencia socialista in-
terna en un partido nacionalista para convertirse simplemente en
cardenistas con apenas un vago proyecto dentro del movimiento.
También, en esa ocasión, le escribí desde Italia a Adolfo que estaba
cometiendo un grave error pues una cosa era reconocer un amplio
movimiento de masas, colaborar para su desarrollo y organización
y otra aceptar el carácter burgués de su política y de su dirección e
incluso integrarse en ésta.
El gobierno de Salinas asesinó unos 500 cuadros medios y re-
gionales del PRD (la cantidad exacta jamás se supo) y desmanteló
todo el aparato asistencial estatal para los agricultores, abriendo
el camino al Tratado de Libre Comercio de América del Norte, con
Estados Unidos y Canadá, que ahogó la producción agrícola me-
diana con la libre importación masiva de granos estadounidenses
fuertemente subsidiados, el cual entró en vigor el 1º de enero de
1994, fecha del alzamiento neozapatista en la selva de Chiapas.
Salinas, para favorecer su política dirigida por el capital finan-
ciero internacional y al servicio de las transnacionales, también
cambió la estructura social en que se apoyaba el PRI y redujo fuer-
temente el peso en éste y en el gobierno de la corrupta burocracia
sindical de la CTM y encarceló demostrativamente en 1989 al líder
petrolero José Hernández Galicia, “la Quina”, derribando previa-
mente a bazukazos la puerta del sindicato. Por su parte, el PRD, en
vez de centrar su acción en la organización campesina y popular, se
integró en el aparato estatal ampliado y se transformó en un parti-
do electoral más, en este caso de oposición dentro del sistema, coop-
tando dirigentes del PRI para ganar elecciones locales y adoptando
los métodos clientelares y las luchas sin principios entre caudillos
propios del partido de gobierno.

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Por su parte, el Partido Revolucionario de los Trabajadores
(PRT) había presentado en 1988 la candidatura presidencial de Ro-
sario Ibarra de la Piedra, una mujer valiente y muy respetada que
lucha incansablemente por la aparición con vida de los desapareci-
dos, entre los cuales se contaba su hijo, desde las luchas de media-
dos de los setenta. Sólo a último momento, tardíamente y ante el
crecimiento del movimiento de masas, había retirado su candidata
para llamar a votar por el cardenismo, del cual sufrió una fuerte
influencia. En las nuevas condiciones postelectorales, reducido al
papel de pequeño grupo de propaganda, sin claridad sobre el pro-
ceso nuevo inaugurado ya en 1985 por la autoorganización de los
jóvenes de la ciudad de México para salvar vidas y reconstruir la
ciudad devastada por el terremoto y reforzado por la movilización
electoral cardenista de 1988 y, por último, sin apoyo teórico por
parte de la IV Internacional, el PRT quedó a la merced de los em-
bates de la lucha social.
La marea popular cardenista, por un lado, y el surgimiento
en 1994 del EZLN en Chiapas, por el otro, despedazaron por con-
siguiente la dirección del PRT y le quitaron al partido más de la
mitad de los militantes. Un sector pequeño –dirigido por Margari-
to Montes, líder burocrático campesino– fue cooptado incluso por
el PRI, pero la mayoría se disolvió en el PRD buscando, los más
honestos, militar junto a amplios sectores populares y, otros, ha-
cer carrera política en un partido, como el cardenista, que carecía
de cuadros. Un tercer sector más reducido, encabezado por Sergio
Rodríguez Lascano, se fue al neozapatismo con una posición total-
mente seguidista, acrítica y sólo quedó un grupo consecuente que
siguió funcionando como PRT, dirigido por Edgar Sánchez, pero
con muy escasas fuerzas y, sobre todo, pocos jóvenes.
El zapatismo chiapaneco, por su parte, había cambiado varias
veces de estrategia en los casi dos años transcurridos desde la re-
belión armada hasta nuestra llegada a México. En efecto, el obje-
tivo primero de avanzar militarmente sobre la capital del país y
derrotar al ejército demostró de inmediato su impracticabilidad
ante la desproporción en la relación de fuerzas militares entre un
pequeño ejército campesino mal armado con armas livianas y de
apenas unos dos mil soldados de ambos sexos y la aviación, tan-
ques y 30 mil soldados del gobierno enviados a Chiapas.
Con el apoyo popular masivo en todo el país había optado luego
por negociar con el gobierno, primero en la Catedral de San Cris-
tóbal y después en San Andrés Larraínzar, asesorado por muchos
intelectuales con los cuales rompió en los años sucesivos. Fresca

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aún la protesta por el fraude contra la candidatura de Cuauhtémoc
Cárdenas y convertido éste en la principal figura de la oposición
progresista en el país, el EZLN había buscado un acuerdo con Cár-
denas y le había pedido incluso que encabezase un movimiento
nacional que el EZLN apoyaría (y que no llegó a concretarse).
El apoyo político popular al EZLN, en noviembre de 1995, era
muy vasto y abarcaba desde los indígenas de todo el país hasta
una buena parte de los estudiantes universitarios y todos los que
habían votado por Cárdenas en 1988 y se habían sentido defrau-
dados por la actitud de su candidato, el cual no había defendido
mediante una resistencia civil los votos obtenidos y que le fueron
robados. Pero en ese año comenzaban a verse también en el EZLN
y en la profusa literatura del subcomandante Marcos la confusión
política, la falta de programa y estrategia, los virajes bruscos sin
balance de las políticas anteriores y elementos de sectarismo que
se desarrollarían rápidamente en los años sucesivos.
En ese período Adolfo Gilly había creado una revista –Vien-
to del Sur– de la que era director, apoyándose supuestamente en
un comité de redacción muy grande y hetereogéneo. Para ello ha-
bía mezclado viejos trotskistas con algunos de sus alumnos en la
UNAM y, como era previsible, ya desde los primeros números ese
no equipo se fue peleando y desgranando, pues Octavio Rodríguez
se quedó por el camino, Sergio Rodríguez Lascano, que se había ido
al EZLN, se fue esfumando gradualmente como el gato de Chester-
shire en Alicia en el País de las Maravillas y Román Munguía, en
cuyo departamento en la avenida Revolución se reunía la revista,
se fue a vivir en Guadalajara.
Cuando llegué de Europa, poco después de participar en el con-
movedor entierro de Ernest Mandel en el cementerio Père Lachai-
se en el cual habló Pablo, que había sido su maestro (y que murió a
su vez al poco tiempo y tuvo un entierro multitudinario en Grecia),
la revista iba por el número 4 y estaba estancada. Recuerdo que
Adolfo me dijo “esta revista está muerta” y que le respondí que aún
era muy temprano para firmar su defunción (en efecto, siguió pu-
blicándose trimestralmente durante cinco años más, hasta el 2000,
después del número 17).
Recuerdo igualmente mi incorporación a un Comité de Redac-
ción en el que, aparte de Adolfo Gilly, de Alejandro Gálvez y, en
cierta medida, de Rodríguez Lascano, no conocía a nadie y que el
día en que asistí a la primera reunión le escuché a éste decir a mis
espaldas, sin cuidarse demasiado de que le oyera, “ahí viene un ar-
gentino para sustituir a otro argentino”. La frase no me sorprendió

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viniendo de un “internacionalista” semejante pero me dio una idea
de cuál era el ambiente en lo que debería haber sido, en cambio,
un grupo que intentaba colectivamente recurrir al pensamiento
de Marx para actuar en México y en América Latina. Lo que sí me
sorprendió desagradablemente es la importancia que Adolfo Gilly
le daba a la opinión (y a la presencia) de quien, durante su mili-
tancia en el PRT, le había hecho toda clase de cochinadas políticas
y a quien yo había medido hacía poco en una reciente reunión del
Comité Ejecutivo Internacional de la IV Internacional realizada en
Amsterdam, en la que él estaba presente y yo había acompañado a
Michel Pablo. En ésta Mandel se había levantado de su asiento al
ver a Pablo, que había sido su maestro, y casi arrastrándose (ha-
bía quedado hemiplégico hacía poco tiempo) se había precipitado
a abrazarlo y a saludar a Helène, la compañera de Raptis. Sergio
Rodríguez, por el contrario, se había quedado con un grupito de
mexicanos del otro lado del largo salón, sin siquiera hacer un sig-
no de saludo. Crucé entonces la sala y le dije que el hecho de que
fingiera no reconocerme me tenía sin cuidado porque saludar era
un acto de cortesía, cualidad que no se le podía pedir ni imponer
a nadie, pero que me preocupaba mucho que no tuviera interés ni
siquiera en conocer al último de los fundadores junto con Trots-
ky de su organización, un hombre notable del movimiento obrero
internacional que, además, había sido el secretario de la IV Inter-
nacional durante la Resistencia y después de la guerra durante
muchos años (yo no sabía, por supuesto, que aquél a quien yo, que
estaba fuera de la IVª, criticaba por la falta de respeto a la histo-
ria de su partido, había aprovechado el viaje a Europa pero tenía
ya decidido romper con el PRT, el trotskismo y el marxismo para
pasarse al EZLN).

***

Una vez instalado, pasé a hacer dos editoriales semanales en La


Jornada más mi artículo habitual y alguna otra colaboración even-
tual y, gracias a las gestiones de Alejandro Gálvez, alma de la exce-
lente revista Crítica de la Economía en los ochenta y mi ex compa-
ñero en la División de Posgrado de la Facultad de Ciencias Políticas
de la UNAM en mi primera actividad académica en México, pude
entrar en la División de Humanidades de la Universidad Autónoma
Metropolitana, Unidad Xochimilco, donde él enseñaba. Su interven-
ción, en efecto, convenció a los muy abiertos y progresistas Luciano
Concheiro, entonces coordinador del Posgrado en Desarrollo Rural,

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y Federico Manchón, director de la División, que dieron el visto bue-
no a mi incorporación al Posgrado en el caso de que ganase una
cátedra por concurso, cosa que hice tras un examen de cuyo jurado
formó parte Sergio Bagú, el gran historiador argentino, y Roberto
Diego, profesional serio y estudioso que anteriormente había ocupa-
do la misma cátedra y del cual me hice posteriormente muy amigo.
También logré una cátedra en la Facultad de Ciencias Políticas
de la UNAM –compatible con la dedicación de tiempo completo a la
UAM-X pues sólo me tomaba algunas horas semanales– y allí me
dediqué a desarrollar la preocupación por la Historia Contemporá-
nea en los alumnos de Licenciatura, más jóvenes y flexibles que los
de Posgrado a los que me dirigía en la UAM. Así, mientras apren-
día de estos últimos qué problemas existían en sus respectivas re-
giones, daba a los estudiantes de Sociología y de Ciencias Políticas
y Relaciones Internacionales informaciones y conocimientos, tan
carentes en México, sobre la interrelación mundial entre los fenó-
menos políticos, sociales, culturales, económicos en cada país y las
discusiones actuales sobre el nacionalismo, el pretendido “populis-
mo”, el racismo, los movimientos sociales.
El Posgrado Integrado en Desarrollo Rural de la UAM-Xochi-
milco tenía un plantel excelente y multidisciplinario de profesores
de ambos sexos y Conacyt (el Consejo Nacional para la Ciencia y la
Tecnología) le reconoció un nivel de excelencia que permitía becar
a todos los alumnos. En él estudiaban Maestría, y después también
Doctorado, alumnos que trabajaban desde hacía por lo menos tres
años en organizaciones activas en el medio rural (por ejemplo, coo-
perativas, sindicatos, asociaciones, entes asistenciales, parroquias,
escuelas rurales) y que tenían ya diploma de Licenciatura en cien-
cias relacionadas con lo que deseaban estudiar (agronomía, inge-
niería, derecho, educación, medicina, veterinaria, arquitectura,
diseño). En las primeras tres semanas de cada mes trabajaban y
estudiaban en su proyecto en el campo y, en la última, asistían a la
llamada “semana intensiva”, donde debían discutir colectivamen-
te, con dos profesores por grupos de siete que combinaban sexos,
experiencias y regionales, no sólo las 700 páginas que debían ha-
ber leído y anotado sino también los problemas que ellos trajesen a
discusión, en su grupo y en plenarios de todos los grupos. Una vez
recibidos, debían retribuir a la sociedad el esfuerzo hecho para su
formación mediante un año de Trabajo Social en una comunidad.
La presencia de estos trabajadores en Servicio Social, por ejemplo,
que vivían insertados en las comunidades en Chiapas desde mu-
chos años antes del levantamiento zapatista, permitió al Posgrado

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conocer con anticipación qué se estaba preparando, y después se-
guir atentamente la evolución de las zonas zapatistas. Lo mismo
sucedía en otras regiones –los alumnos y alumnas provenían de
casi todo el país–, en particular en el caso de los líderes indígenas
o campesinos de importancia regional o nacional que se incorpora-
ban como estudiantes a este Posgrado particular.
Para mí, el aprendizaje de la experiencia de mis colegas y estu-
diantes y los trabajos de campo que realizaba el Posgrado, con giras
por distintas regiones y realidades rurales del país, resultaron valio-
sísimos y enriquecieron mucho mi conocimiento sobre las zonas y las
unidades familiares de las que provenían los alumnos y alumnas y,
por consiguiente, sobre el México rural o recientemente urbanizado.
Como, por otra parte, el Posgrado debía presentar a Conacyt
(el organismo oficial para las ciencias y la tecnología) una lista de
profesores con grado de Doctor y, además, inscriptos al Sistema Na-
cional de Investigadores (SNI), mis colegas prácticamente me obli-
garon a doctorarme (nunca había sentido la necesidad de hacerlo) y
a pedir ser miembro del SNI. Lo primero lo hice en la Universidad
París VIII gracias a las gestiones de Hugo Moreno que allí enseñaba
y que me facilitaron todo y con un jurado integrado por el direc-
tor de Ciencias Políticas de París VIII Jean-Marie Vincent, filósofo
y sociólogo de gran valor y excelente amigo que me dirigió la tesis,
Michael Lowy, el sociólogo greco-francés Kostas Vergopoulos, Yves
Syntomer, director del Instituto Marc Bloch y un profesor de la Uni-
versidad de Lyon. En cuanto a la inscripción al SNI, tras la laborio-
sísima reunión de los comprobantes de cada una de las actividades
y conferencias y de los libros y artículos de mi último cuarto de siglo
entre Italia y México, no presentó ningún problema y fui admitido
directamente en el nivel III para satisfacción de Conacyt, de mis
compañeros del Posgrado en Desarrollo Rural y de la propia Unidad
Xochimilco (donde los de ese nivel éramos sólo cuatro).
Los casi doce años que enseñé en la UAM-X me dejaron ante
todo como saldo la amistad de mis colegas y alumnos en la UAM-X,
y de mis alumnos de la UNAM, un conocimiento directo de México,
desde el extremo sur hasta la frontera norte y, sobre todo, de las re-
giones indígenas, un libro que coordiné sobre la validez de algunas
posiciones del Manifiesto Comunista a 150 años del mismo1, un libro

1 Ética y rebelión, Guillermo Almeyra coordinador, con ensayos de Gerardo Ava-


los Tenorio, Sergio Bagú, Fausto Bertinotti, Pablo González Casanova, John
Holloway, Horacio Labastida, Michael Löwy, Rhina Roux, Adolfo Sánchez Vás-
quez y Manuel Vázquez Montalbán, Ed. La Jornada , México DF, 1998.

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de investigación, escrito junto con mi ayudante en la UNAM, Rebe-
ca Alfonso, sobre El Istmo de Tehuantepec en el Plan Puebla Pana-
má, que fue editado por la Universidad Autónoma de la Ciudad de
México (UACM) y que presentamos en las comunidades zapotecas
mixes y huaves –que eran las protagonistas de la obra– además
de en la UAM-X, la UNAM y la UACM. También una docena de
artículos y ensayos en otros tantos libros coordinados por colegas
del Posgrado o de diversas Universidades mexicanas, algunos en-
sayos en revistas o libros colectivos de varios países europeos, la
participación en varios Congresos internacionales o nacionales de
Sociología o de Sociología Rural y la participación en los Comités
de Redacción de varias revistas, como Argumentos de la UAM-X,
ALASRU, editada por la Universidad de Chapingo, Memoria, diri-
gida por Héctor Díaz Polanco y que contaba en su Comité de Re-
dacción con Elvira Concheiro, Ricardo Melgar, Massimo Modonesi,
entre otros, o Viento del Sur, antes mencionada mientras mantenía
la colaboración con Alternative, de Italia, Utopie Critique, de Fran-
cia e Il Manifesto.
También pude aprovechar mi año sabático para viajar a la Ar-
gentina, participar junto a Alberto Pla en un Congreso Nacional de
estudiantes y escribir un libro sobre La protesta social en Argenti-
na - 1990-2004, que publicó Jorge Gurbanov, director de Peña Lillo
Continente, de quien soy amigo desde entonces.
Desgraciadamente, durante ese año 2004 pude comprobar que
el Comité de Redacción de Cuadernos del Sur, integrado por jóve-
nes compañeros que giraban en torno a Eduardo Lucita (Pla se ha-
bía retirado del mismo, por diferencias), no tenía un objetivo claro,
lo cual se reflejaba en la improvisación de los números sucesivos en
los que prácticamente no había elaboración sobre Argentina. Ade-
más, estaba influenciado por Imperio, de T. Negri-M. Hardt, y tam-
bién había invitado al país a John Holloway, cuyo libro Cambiar el
mundo sin tomar el poder llegó a estar de moda en Argentina y que
yo había discutido mucho en México, incluso en varias ocasiones en
mesas redondas con su autor.
En dos números sucesivos de Cuadernos del Sur tuve que ha-
cer el editorial sin discutirlo previamente con nadie, sin siquiera
una reunión previa del Comité de Redacción que estableciera cuál
debía ser su eje y sin que nadie lo discutiera antes de ir a la im-
prenta. Para colmo, ante la carencia de artículos sobre Argentina
en el número planeado para poco antes de que retornase a Méxi-
co, había sugerido –y así se había resuelto– tapar parcialmente el
hueco escribiendo una reseña sobre mi libro La protesta social en

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la Argentina - 1990-2004 que acababa de salir y que, por supuesto,
había sido ninguneado por la prensa tanto oficialista como opo-
sitora2. Naturalmente, no pedía una nota de propaganda ni una
crítica benévola: sólo quería que saliera algo sobre lo que sucedía
en el país y que la revista, de la cual era además cofundador, no
silenciase ella también mi trabajo criticando sus insuficiencias o al
menos analizando lo que yo escribía sobre el cambio en la subjeti-
vidad de los trabajadores desde el 2001 que, para mí, se reflejaría
en los hechos posteriores.
Desgraciadamente, la crítica resuelta no la escribió nadie y la
revista tampoco informó a sus lectores sobre la existencia del libro
ni siquiera bajo la forma de un simple anuncio de publicación. In-
terpreté ese silencio como diferencias graves que temían ser defen-
didas y expresadas y consideré que la carencia de análisis sobre el
proceso nacional era un intento tácito de evitar o postergar la dis-
cusión sobre las concepciones de Negri y de Holloway para que el
grupo no estallara y, manteniendo mi aprecio por Eduardo Lucita,
Alberto Bonnet, Hernán Ouviña y otros compañeros, les pedí que
retirasen mi nombre del Comité de Redacción. Poco después dejó
de aparecer, en la confusión, una revista que había salido por años
gracias al esfuerzo de los compañeros de Buenos Aires mantenien-
do posiciones marxistas en un ambiente hostil y que podría haber
desempeñado un papel importante en la nueva situación creada a
partir del 2001 si hubiese aclarado y definido su posición, en vez
de conformarse con la difusión de artículos sobre problemas inter-
nacionales entremezclados con algún trabajo histórico-teórico de
corte esencialmente académico.

***

Desde mi retorno a México en 1995 hasta mi vuelta del año


sabático pasado en Argentina, en el 2004, participé en diversas
discusiones y luchas importantes. Entre éstas se cuenta la huelga

2 En el 2012, a ocho años de distancia, el Ministerio de Educación Pública de


la Nación lo escogió como libro para la enseñanza secundaria, a pesar de que
la obra presenta una visión del peronismo y de la historia argentina opuesta
a la del gobierno kirchnerista. Por supuesto que eso me alegra pero sospecho
que el motivo de esa decisión es que mi trabajo ofrece una fotografía del caos
que imperaba en esos años y de las políticas neoliberales de los gobiernos
radicales y menemistas y el Ministerio espera –pragmáticamente y dejando
de lado los análisis– sacar provecho político del contraste con la realidad
socioeconómica actual.

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con ocupación de la UNAM, desde abril de 1999 hasta abril del año
siguiente, contra el cobro de cuotas, intentando abrir así el camino
a una privatización mayor de la enseñanza superior. Mi hijo Carlo,
estudiante de Biología en la Facultad de Ciencias de la UNAM, fue
uno de los ocupantes y pasaba sus noches haciendo guardia o coci-
nando enormes spaghettate para 200 o más personas.
Con Hugo Aboytes y algunos profesores más fuimos pocos los
docentes que colaboramos con esa huelga, que era popular entre
la población trabajadora, apoyando a los alumnos en un proceso
confuso en el que los militantes del PRD –que habían dirigido las
huelgas anteriores– la veían como un obstáculo para el gobierno de
Cuauhtémoc Cárdenas en la ciudad de México y trataban de poner-
le fin, mientras diversos grupos de ultraizquierda contrapuestos
rechazaban toda negociación, así como la discusión democrática.
La huelga anuló el intento de cobrar cuotas y de discriminar
a grupos de estudiantes, como los extranjeros, cobrándoles mu-
cho más, y derribó al rector Barnés pero terminó después de eso
con la ocupación policial de la Universidad y una redada masiva
de los estudiantes que aún la ocupaban. Durante el movimiento,
la posición del Ejército Zapatista de Liberación Nacional osciló
constantemente entre el apoyo y la crítica, lo que debilitó la in-
fluencia que había obtenido anteriormente en el estudiantado y
dividió sus bases estudiantiles, muy golpeadas además por el ca-
riz sectario que en su desarrollo había asumido el Frente Zapatis-
ta de Liberación Nacional, creado en 1997 y que fue disuelto por
el EZLN en el 2005 sin discusión previa alguna y con acusaciones
infamantes.
Ese hecho influyó en la repercusión que comenzaron a tener
mis artículos polémicos con Marcos y el EZLN. En ellos, defen-
diendo siempre a las comunidades neozapatistas y su intento de
construir una autonomía en sus territorios, criticaba la estrechez
localista (y nacionalista) de una política que no tenía en cuenta
ni a la inmensa mayoría de los mexicanos ni a los indígenas de
todo el continente ni a las víctimas del capital en todo el mundo.
Decía, además, que el EZLN unía la lucha por unas reformas en la
Constitución del país, justas y necesarias pero limitadas sobre los
derechos indígenas, a un creciente sectarismo político que, exclu-
yendo toda posible acción común con fuerzas diferentes sin perder
la propia fisonomía ni abandonar las críticas a los aliados, cerraba
el camino a los propios indígenas chiapanecos para romper su ais-
lamiento y favorecía al capital en sus intentos de dividir y golpear
por separado a sus adversarios ocasionales.

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En realidad, en un comienzo mis artículos en La Jornada per-
mitieron a muchos simpatizantes del zapatismo y a gente que en
un comienzo había asesorado al EZLN discutir a un nivel superior
cómo la autonomía debe extenderse a toda una cuenca o región y
de allí al país y estar unida a la autogestión y la autoorganización
para comenzar a crear las bases de su éxito y de una política al-
ternativa a la del capital y por qué no puede haber autonomía real
en la miseria y el aislamiento de comunidades que, por otra parte,
están inmersas en el mercado capitalista de trabajo, en el de los in-
sumos, en el de la venta de sus productos, en el del crédito y some-
tidas a las consecuencias de la política nacional. Al mismo tiempo,
las discusiones públicas con mi amigo Holloway sobre la política y
la construcción del poder en la vía de la liquidación del capitalis-
mo y las críticas desde la izquierda a los límites del EZLN, cuya
evolución analicé en un libro popular3 que defendía la experiencia
zapatista y cuyos derechos de autor entregamos a las comunidades
indígenas chiapanecas del EZLN, fueron teniendo cada vez más
eco y el propio Marcos, que durante años había fingido ignorar ese
largo y constante trabajo de esclarecimiento prácticamente solita-
rio, a partir del 2013 se vio obligado a responder a su modo, con in-
sultos y sin ningún argumento, lo cual empeoró desgraciadamente
su aislamiento.
La discusión con el EZLN y con Marcos y sobre el EZLN estuvo
siempre entrelazada con otros problemas importantes. En primer

3 Guillermo Almeyra-Emiliano Thibaut, El zapatismo, un mundo en construc-


ción, Ed. Maipue, Ituzaingó, Argentina, 2004 (con fotos de las comunidades y
todas las resoluciones sucesivas –y contradictorias– del EZLN). La respuesta
al mismo fue ejemplarmente sectaria. En la presentación en la Casa Lamm,
en el DF, que estuvo a cargo de Rosario Ibarra de la Piedra, la equivalente
mexicana, pero más consecuente y radical, de las Madres y Abuelas de Plaza
de Mayo argentinas, y del antropólogo y sociólogo Héctor Díaz Polanco, autor
de las leyes de autonomía indígena en Nicaragua y ex asesor del EZLN, an-
tes de la misma pidió la palabra Rodríguez Lascano, quien dijo que el libro
era antizapatista y que habíamos excluido a Marcos, que estaba en el DF, al
no invitarlo a presentar la obra. Le respondí que, puesto que él no había leído
aún el libro, no podía conocer su contenido para criticarlo y que el acto era
público y en él todos tenían derecho a hablar, tal como había hecho él mismo
antes de escuchar a presentadores y autores, de modo tal que Marcos podría
haber concurrido y hablado sin problema alguno. Agregué que, si Marcos
necesitaba una invitación, le invitábamos formalmente a una nueva presen-
tación, dos días después, en la UNAM. Ante lo cual Rodríguez Lascano y tres
más se retiraron de inmediato en medio de “rumores varios”, como dicen los
cronistas. Marcos, por supuesto, no asistió a la presentación en la UNAM.

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lugar, con el rechazo de la concepción según la cual hay una iden-
tidad entre “las bases” y “la dirección”, entre los movimientos y sus
portavoces o dirigentes. Por experiencia propia –como ex dirigente
de un movimiento huelguístico de miles de obreros peronistas que
me habían eligido como tal conociendo lo que pensaba (e incluso a
pesar de no compartir muchas de mis ideas), utilizando mi capaci-
dad y voluntad de lucha– y por lo que había visto en Yemen, donde
un puñado de nacionalistas socialistas o de marxistas, además lai-
cos, dirigían grupos tribales y sectores populares islámicos, sabía
que Marcos sólo a veces coincidía con la mayoría de los indígenas
que formaban las comunidades zapatistas y tenía con los mismos
lazos mucho más complejos que el vertical, de mando, decisionista.
Los indígenas utilizaban legítimamente a los dirigentes zapatistas
para mantener su lucha de siempre y, aunque estaban lejos de con-
siderarlos infalibles, les daban y les dan un amplio margen de con-
fianza que en los problemas políticos internacionales y en el campo
cultural, o sea, en los campos que las comunidades menos domi-
nan, llegaban a equivaler a un cheque en blanco. No había pues
ningún signo de igual entre las comunidades, el EZLN y Marcos y
menos aún entre todos ellos y los seudorrepresentantes del zapa-
tismo en el DF, aunque sólo fuere porque, a pesar de todos sus lími-
tes, las comunidades se sostenían sobre la base del comunitarismo
democrático y de las comunes ideas políticas –no de las relaciones
étnicas o de parentesco–, el EZLN, como cualquier ejército, tiene
una disciplina y mandos verticalistas, y Marcos, por último, tiene
un peso y un prestigio propios, ganados durante años, y desempeña
un papel “bonapartista” en el EZLN y en el zapatismo chiapaneco.
Otro problema importante era, teóricamente, el de cómo cons-
truir un Frente Único con organizaciones y personas con las cuales
existen grandes diferencias al mismo tiempo que ciertos objetivos
comunes, de modo de golpear juntos sin dejar por eso de marchar
separados ni de perder las características políticas y la indepen-
dencia propias. En el plano de la política nacional eso suponía la
posibilidad de acuerdos por puntos como la defensa de los derechos
indígenas, de los derechos humanos, de los bienes comunes, de las
libertades en riesgo o la lucha contra la corrupción y la prepotencia
del aparato estatal y de los caciques políticos y económicos. Tam-
bién implicaba la discusión civilizada, para llegar a conclusiones,
dejando de lado la tendencia imperante a ignorar las posiciones
con las que sólo se está de acuerdo en parte o se difiere totalmen-
te o, peor aún, a responder a las mismas con insultos. Asimismo,
presuponía el apoyo solidario a todo movimiento agredido por la

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violencia del Estado capitalista y a toda lucha, social, sindical o
nacional de interés colectivo, esté o no dirigida por sectores políti-
camente afines.
Todo esto es más fácil de enunciar que de concretar. Aunque,
por ejemplo, el EZLN y el propio Marcos en persona en un comien-
zo llamaron, por ejemplo, a Cuauhtémoc Cárdenas a encabezar un
Frente de Liberación Nacional, no sólo abandonaron de inmediato
este intento (ayudados por el sectarismo de pequeños grupos que
hicieron imposible la convivencia en la Convención convocada con
ese fin) sino que, después de la gran Marcha del Color de la Tie-
rra que, con el apoyo y la participación del PRD, los llevó desde
Chiapas al Parlamento Nacional para exigir la incorporación a la
Constitución de los derechos plenos de los pueblos indígenas, con-
virtieron al PRD en el principal blanco de sus ataques.
Eso me obligaba, por consiguiente, a combatir desde La Jor-
nada tanto las ilusiones en un PRD cada vez más parecido al vie-
jo PRI, más integrado en el aparato estatal y más controlado por
un grupo corrupto y sin principios al igual que las ilusiones en
el mismo cardenismo, como el sectarismo del EZLN y de Marcos,
cuyo proclamado apoliticismo consistía, en realidad, en una políti-
ca nefasta para los trabajadores pues favorecía la desunión de los
mismos y favorecía a la derecha clásica.
En parte como resultado de esta actividad periodística o por
mi posición política, los estudiantes de diversas Facultades de la
UNAM y de diversos grupos me invitaban a dar conferencias o a
participar en mesas redondas en la UNAM, la UAM, Chapingo o la
Universidad Iberoamericana, en las que me encontraba a menudo
con destacados intelectuales de izquierda. A uno de ellos, el socia-
lista argentino Sergio Bagú, lo visitaba semanalmente en su casa
para discutir cuestiones históricas y para darle un apoyo solidario
pues estaba muy aislado desde la pérdida de su esposa, que lo ha-
bía golpeado mucho.
La Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM le otorgó un
premio a su importante trayectoria académica; poco tiempo des-
pués, Bagú murió dejando un gran vacío entre los historiadores y
un ejemplo a todos los universitarios.
Exactamente un año después, recibí un llamado telefónico del
Director de la Facultad, Pérez Correa, quien me preguntó si iba a
ir a la premiación. “¿Qué premiación?”, pregunté extrañado. “La
que le va a dar el Premio Sergio Bagú a la Trayectoria Académi-
ca”, me respondió. Me salió espontánea la pregunta sincera: “¿Me
quieren matar? Le dieron el premio a Sergio y se murió casi de

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inmediato…”. Tras un pequeño silencio, el Director alcanzó a decir:
“Ud. siempre tan bromista” antes de que le volviera a preguntar:
“Dígame, doctor, ¿la medalla será de oro o de plata? Sabe, para po-
der empeñarla, ya que los sueldos son tan bajos…”. Pérez Correa
me contestó embarazado: “Sí, lo sabemos, pero todo depende del
presupuesto que nos dan…”. Para sacarlo de apuros, le dije que
agradecía el premio e iría a recibirlo, pero con la condición de que
me lo entregase Jorge Turner, revolucionario panameño, ex emba-
jador del gobierno de Torrijos y buen amigo que dirigía el Centro de
Estudios Latinoamericanos (y que, dicho sea de paso, era entonces
la única autoridad universitaria para mí intachable). Así fue. La
ceremonia de premiación fue muy simpática y calurosa y contó con
una gran cantidad de estudiantes que llenaron el auditorio más
grande de la Facultad.
Algunos años después, en las elecciones del 2006, cuando el go-
bierno le robó el triunfo a Andrés Manuel López Obrador, tuve que
oponerme reiteradamente al abstencionismo que proclamaba la
llamada Otra Campaña del EZLN y a la idea neozapatista de que
“todos son iguales” que favorecía a Felipe Calderón, el presidente
impuesto por el establishment que carga hoy con la responsabili-
dad de 50 mil muertos y miles de desaparecidos en su sexenio. Jun-
to a los compañeros del PRT participé en la lucha contra el fraude
y fui miembro del Comité de organización de la toma del centro de
la ciudad de México junto con los dirigentes más radicales del PRD
aunque criticaba a ese partido, porque lo que estaba en juego era
la defensa de los derechos democráticos y la maduración y radica-
lización del movimiento que apoyaba a López Obrador queriendo
ir más allá que éste.
Esta actividad, particularmente desde el 2000 hasta el 2006,
me fue distanciando de compañeros como Gilly, Pradilla, Telésforo
Nava y otros que, por sus viejos y fuertes lazos con Cuauhtémoc
Cárdenas, veían a López Obrador como usurpador de la dirección
del PRD y un aventurero y, por consiguiente, y sin comprender la
diferencia que existe entre apoyar un movimiento y seguir al diri-
gente del mismo, sobreponían ese resentimiento a la necesidad de
hacer avanzar políticamente a los millones que habían votado por
López Obrador ayudándolos a superar la visión reformista limi-
tada que compartían, por otra parte, tanto el cardenismo como el
lópezobradorismo.Todo esto repercutió fuertemente en la revista
Viento del Sur y, por último, llevó a su cierre.
Ya desde mi llegada, en 1995, Adolfo Gilly, como ya he dicho,
daba por muerta una revista que sin embargo acababa de sacar

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apenas su cuarto número. Le dije entonces que aún se podía hacer
mucho antes de agotar la experiencia y aceptó sin mucha convic-
ción. Por ejemplo, había que comenzar a construir verdaderamente
un Comité de Redacción y darle una línea al proyecto, asegurar ri-
gurosamente la publicación de la revista cada tres meses, mejorar
su contenido y su presentación y evitar como la peste que lo que
debía ser el órgano de una tendencia cultural-política bien definida
y con un objetivo se transformase en algo así como el cajón de los
artículos que los redactores no saben dónde colocar.
Implícitamente, pero a veces también de modo muy explícito,
en el Comité de Redacción se contraponían dos proyectos diferen-
tes, el de Adolfo, que era partidario de una revista teórica, guiada
por las preocupaciones de la Academia sobre todo en el campo de
la Historia, y el mío, que pretendía hacer una revista de análi-
sis marxista orientada hacia los grandes problemas, en México,
América Latina y en el mundo, en ese orden, que enfrentaban los
trabajadores en su difícil construcción de una conciencia socialista
y de organizaciones sindicales y políticas independientes del capi-
talismo y de sus partidos e instituciones, ya que creía que había
en México buenas revistas académicas donde se podían presentar
trabajos interesantes, pero no una revista que uniese la teoría con
las necesidades de la acción política. Los diferentes números, más
mal que bien, combinaban ambas visiones y los artículos de no
mexicanos (que yo traducía del inglés, el francés o el italiano, y
generalmente proponía) correspondían más bien a lo que yo creía
debía ser la revista.
El Comité de Redacción comenzó a funcionar en casa. En él se
discutían los artículos, que sólo se aprobaban una vez leídos por
tres miembros del mismo y apoyados por dos de ellos, y se discutía
la situación nacional y los problemas teóricos que ésta planteaba
con bastante buen resultado. Poco a poco conseguí que la revis-
ta fuese regular, mejorase su presentación con muy buenas tapas
originales del Fisgón que le daban jerarquía cultural (y después
con tapas de Carlos Frank) y con una página en cada número de
un poeta muy destacado (Juan Gelman, José Emilio Pacheco, Olga
Orozco, Jorge Bocanegra y otros) que conseguía pidiéndoselos a
los autores o por medio de Juan Gelman, amigo y “proveedor de
gloria” poética. También conseguí alguna publicidad, sobre todo la
de La Jornada, y la coloqué en kioscos en la UNAM y la UAM y en
librerías y, al igual que Alejandro Gálvez, la vendía con gran éxito
y por centenares a colegas y alumnos, de modo tal que casi ago-
tábamos todas las ediciones y no perdíamos dinero. Debo decir al

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respecto que otros miembros del Comité de Redacción casi no ven-
dían la revista, por timidez política o porque no le daban suficiente
importancia; Rhina Roux, por ejemplo, pagaba cinco, que después
regalaba, al igual que Adolfo Gilly.
Éste tenía una actitud ambivalente ante la revista que for-
malmente dirigía pero que no era el centro de su militancia, pues
estaba metido hasta el cuello en las peleas de tribus y en la direc-
ción del PRD y, durante un período, en el gobierno de Cuauhtémoc
Cárdenas en el Distrito Federal. Por un lado, le enorgullecía que
los visitantes internacionales elogiasen mucho la revista en que
figuraba como director pero, por otro, le molestaban las críticas
de los dirigentes perredistas que marcaban la incongruencia entre
formar parte de la dirección de ese partido y dirigir una revista
que lo criticaba desde la izquierda aunque fuese en artículos firma-
dos por otros. Como ya he dicho, el Comité de Redacción era dema-
siado heterogéneo4 como para poder pesar eficaz y colectivamente
en la conducción de la revista, de modo que el conflicto latente se
arrastraba sin solución.
De este modo llegamos al triunfo electoral de Vicente Fox en
julio del 2000, en las que la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas
–asesorado, hay que recordar, por Jorge Castañeda, ex comunista
que pasadas las elecciones aceptó ser ministro de Relaciones Exte-
riores del gobierno del Partido de Acción Nacional, y también por
Ricardo Pascoe, ex trotskista y brazo derecho de Cuauhtémoc en su
Fundación, que fue a parar a la embajada en Cuba de la derecha
mexicana– sacó menos votos que en las dos elecciones anteriores.
Adolfo, abatido, se presentó en casa en una reunión del Comité
de Redacción y dijo: “La situación es muy confusa. No sé qué de-
cir. Propongo cerrar la revista”. Le respondí “precisamente porque
es confusa debemos discutir y analizar todo cuidadosamente para
ayudar a la izquierda a salir de la confusión. Por eso pienso que
la revista debe proseguir”. Entonces renunció como director, pero

4 Estaba compuesto, como he dicho, por algunos que, como Octavio Rodríguez
Araujo, habían dejado de asistir desde 1995, por otros que militaban en el
zapatismo, como Héctor de la Cueva, Paulina Fernández, Sergio Rodríguez
Lascano, y, por supuesto, no participaban en la revista, por Rosario Ortiz,
absorbida por el sindicato de Telefonistas, y por otros como Emilio Pradilla
Cobos, John Holloway, Román Munguía o Félix Hoyo, que no asistían a las
reuniones. Los miembros efectivos eran Adolfo Gilly, Gerardo Avalos Tenorio,
Rhina Roux, Julieta Marcone, Telésforo Nava, Arturo Santillana, todos ellos
sus alumnos o ex alumnos en la UNAM, además del ya citado Alejandro Gál-
vez, de mí y de Massimo Modonesi.

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aceptando quedar en el Comité de Redacción aunque no participó
en las reuniones posteriores del mismo.
Ante el vacío que dejaba su renuncia, los presentes me propu-
sieron como nuevo director pero no acepté el cargo, pues considera-
ba que para la revista era mucho mejor que lo ocupase una mujer
mexicana de nacimiento y no otro argenmex y propuse a Rhina
Roux, la cual, en efecto, aparece como directora en el número 17 de
agosto del 2000, el último publicado. El número 18 llegó a confec-
cionarse en el 2001 y a ir a la imprenta ya aprobado pero allí abor-
tó. Consideré pues que no existían ya las condiciones mínimas para
sacar la revista. La prestigiosa Viento del Sur dejó de salir a pesar
de que publicaba regularmente dos mil ejemplares que se vendían
casi todos, circulaban mucho por todo el país y eran discutidos en
algunos centros de izquierda latinoamericanos y del Distrito Fe-
deral, así como en los medios estudiantiles y académicos, entre los
telefonistas y electricistas y entre los maestros de algunos estados
mexicanos. Perdimos así un instrumento fundamental y eso pesó
muchísimo en los años que siguieron.
Lamenté mucho lo que consideré un abandono del último lazo
con la militancia política socialista que aún mantenía Gilly, el cual
optó finalmente por consagrarse a la carrera académica, en la que,
sin una imagen militante, esperaba ser reconocido plenamente. En
efecto, su participación en la política mexicana junto a Cuauhtémoc
Cárdenas y como dirigente del cardenismo molestaba sin duda a
los sectores priístas y panistas de la UNAM, que es y ha sido siem-
pre una institución conservadora pero, en última instancia, era
para ellos explicable e incluso tolerable, aunque, si uno rascaba a
esos sectores, Gilly era sobre todo un extranjero advenedizo en ese
medio sagrado que consideraban de su propiedad. Pero lo que de
ninguna manera podían aceptar era su defensa, durante años, de
una visión anticapitalista del mundo y de la Historia. Para el esta-
blishment, el mejor libro de Adolfo, escrito en una cárcel mexicana
–La revolución interrumpida–, no sólo no era una obra académica
(¿cómo podía serlo si el autor, por estar preso, escribía apoyándo-
se en libros y documentos y no en investigaciones propias que los
bienpensantes le negaban junto con la libertad?) sino que caía en
lo que ellos consideraban mera ideología (como si el pensamiento
oficial que defendían no tuviese ninguna).
Adolfo, desdichadamente, en vez de despreciar a sus críticos
mediocres y cínicos y de guiarse por Marx, que despreciaba los ho-
nores académicos y pregonaba Fait ce tu dois, advienne qui pourra
(Haz lo que debes hacer, suceda lo que suceda), pasó en cambio

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a aferrarse al reconocimiento de sus pares universitarios tras el
fracaso de sus esperanzas políticas, primero revolucionarias y des-
pués en un partido burgués democrático reformista como el PRD.
Su cultura, su inteligencia, las cualidades demostradas en su pasa-
do militante y en la cárcel, desgraciadamente para él y para toda la
izquierda revolucionaria, pasaron gradualmente a segundo plano
con su intento de integración en el establishment mexicano que se
lo fue tragando.
Por supuesto, no critico su opción ya que nadie está obligado a
ser un socialista consecuente ni a militar políticamente y la vida
académica es una actividad honrosa si se produce algo útil, si uno
forma a los alumnos en el pensamiento crítico y si se huye como
de la peste de las miserias de un sistema universitario que para
los docentes se basa en la lucha por obtener reconocimientos y pri-
vilegios bien pagados –que resultan profundamente inmorales en
un país con tanta gente pobre– y en la competencia con los colegas.
Como no me resignaba a perder una amistad y una colabora-
ción nacidas a fines de los años cuarenta y vieja de 52 años, intenté
mantener un contacto con Adolfo invitándolo cada tanto a una cena
en casa. Hasta que un día, después de aceptar la invitación, me
mandó una escueta nota diciendo que dadas las diferencias políti-
cas que existían entre nosotros consideraba hipócrita mantener la
ficción de unas relaciones amistosas que ya no existían y, por eso,
no vendría más a casa. Como para mí entre dos personas educadas
y con cierto nivel cultural se puede siempre hablar sobre problemas
científicos, sobre música, pintura, cine y comentar libros y las dife-
rencias políticas –salvo si uno de los interlocutores es fascista– no
excluyen la amistad, esa nota –de tono cordial pero administrati-
vo– me sonó como un insulto y mi respuesta fue innecesariamente
dura. Ahora, con el retroceso que dan los diez años transcurridos
desde entonces, puedo comprender que Adolfo quería cortar brus-
camente sus lazos con un pasado que yo representaba físicamente
para dejar de escuchar críticas o sugerencias que le molestaban o,
simplemente, para no sentirse juzgado por lo que hacía o dejaba de
hacer incluso cuando yo callaba o cuando comentaba cosas que él
sabía que para mí eran secundarias o incluso intrascendentes.
Poco tiempo después Anaté y yo tuvimos una neumonía grave
y nuestro médico, un profesional muy serio y un buen amigo, me
recomendó dejar el smog de la ciudad de México e irme a vivir al
nivel del mar, para respirar mejor. En un principio pensé en irme a
la bellísima costa del estado de Guerrero pero eso equivalía a ais-
larme casi por completo de la vida política y cultural central y, ade-

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más, me exponía a riesgos de todo tipo, incluso sanitarios, sin tener
los medios para hacerles frente. Decidí, por lo tanto, jubilarme en
la Universidad y en La Jornada, pero mantener mis colaboracio-
nes en este periódico, traté de escribir sobre los grandes problemas
del país y de los trabajadores de México o los problemas centrales
en escala mundial, de modo de aportar algo a la formación antica-
pitalista de los eventuales lectores.
Los estudiantes y colegas de diversas Universidades –la
UNAM, la UAM-X, la Universidad Autónoma de la Ciudad de
México, la Universidad Autónoma de Guerrero– organizados por
mis compañeros en el Posgrado en Desarrollo Rural de la UAM-X
y por Massimo Modonesi organizaron una despedida en Acapulco,
Guerrero, a cargo de la Universidad de ese estado. En el acto par-
ticiparon los dirigentes y representaciones de los campesinos que
luchaban contra la construcción del dique de La Parota y de los
compañeros de la Ucizoni (organización de los indígenas del Ist-
mo de Tehuantepec), al igual que muchos estudiantes, campesinos
y luchadores sociales tanto del Distrito Federal como de Guerre-
ro. Me conmovió en particular un campesino de media edad, muy
pobre, que había sido militante del PRT en la sierra de Ayutla,
en Guerrero, y que había venido desde allí a saludarme, el cual
me dijo con gran secillez y como si fuera la cosa más normal del
mundo que, una vez sin partido, tomaba mis artículos semanales
de La Jornada, los reproducía y los distribuía por toda la sierra
dedicando a esta tarea horas de caminata y parte de sus escasos
recursos. Ahí pude comprobar nuevamente, vívidamente, el valor
que le atribuyen los trabajadores a las publicaciones que les dan
instrumentos para tratar de cambiar el mundo y recordé el caso
de un minero chileno al cual le pedimos, en Argentina, que pasase
clandestinamente la cordillera de los Andes con un pesado paquete
que contenía 50 ejemplares de la Revista Marxista Latinoameri-
cana. Este compañero, que trabajaba en una mina de talco en San
Juan y estaba debilitado por su enfermedad, cayó en una hondona-
da y se lastimó gravemente una pierna, a resultas de lo cual des-
pués quedó rengo. Como pudo, arrastrándose y trepando, consiguió
volver al sendero, donde días después un arriero lo socorrió y llevó
a su país. Jamás abandonó el paquete con las revistas, aunque dejó
en el barrando ropa y herramientas de trabajo. Muchos meses des-
pués, algo mejor, volvió a Argentina y nos hizo llegar una cartita
del compañero chileno que había recibido las revistas, junto con
una rendición de cuentas muy estricta en que figuraba centavo por
centavo en qué había gastado los trescientos pesos que le había-

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mos dado… Conservo marcado a fuego el recuerdo imborrable del
compañero de Ayutla y del homenaje que me hicieron.
Eso me compensa con creces del recuerdo amargo de los mé-
todos de un ex trotskista convertido en celoso zapatista que quiso
hacer méritos ante sus jefes. Éstos, incapaces de responder nunca
a ninguna de mis críticas siempre constructivas al EZLN o a Mar-
cos, trataron de utilizar a su militante convertido –gracias a nues-
tros votos– en Director de la División de Humanidades de la UAM-
X para impedir mi jubilación y, violando el Contrato Colectivo de
Trabajo, desconociendo al sindicato y pisoteando la Ley Federal de
Trabajo, sancionar con apercibimientos el uso de una licencia sin
goce de sueldo por orden médica5 para instalarme en Buenos Aires
una vez jubilado.
Hice público el caso, con la intervención del sindicato, y el es-
cándalo fue tan grande que la Rectoría me convocó y anuló de in-
mediato todos los apercibimientos y sanciones (que en la intención
de mi Director buscaban preparar mi despido por supuesto aban-
dono del trabajo) y me reconoció inmediatamente el derecho a la
jubilación que legalmente me correspondía, desautorizando así por
completo al ex “revolucionario” persecutor.

5 Cayendo en el ridículo y demostrando de paso qué estaría dispuesto a hacer si


le convenía, dedujo que yo era capaz de inventar un hospital y al director del
mismo y falsificar una firma y mandó unos abogaditos a ver si el hospital –que
ocupa una manzana– existía y llegó al extremo de hacer que entrevistaran
al director, quien les dijo, según me contó meses después, “¿creen Uds. que el
Dr. Almeyra puede falsificar una firma o que yo puedo mentir en mis certifi-
cados?”. Otro ex trotskista (convertido éste en cardenista y enriquecido en el
gobierno) decía al mismo tiempo a quien lo quisiese escuchar que yo me había
ido a la Argentina para ocupar un alto cargo universitario cuando, en realidad,
sólo tenía la jubilación mínima correspondiente a 12 años de enseñanza. La
miseria humana entre los personajes políticos contrasta en México con la va-
lentía y las cualidades personales de los indígenas y campesinos.

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XVII

El kirchnerismo en su gloria
y en su decadencia

Cuando volví a Buenos Aires en la primavera austral del 2006


la sensación que tuvimos fue muy extraña. Ya había retornado bre-
vemente en 1983, apenas levantado el Estado de sitio, nuevamen-
te en el 2002, llena la ciudad aún de movilizaciones y asambleas
populares y, por último, en el 2004, mi año sabático en la UAM-X.
Pero en mi primer retorno al país mi visita había sido breve y me
había permitido apenas reencontrar algunos compañeros y parti-
cipar en la fundación de Cuadernos del Sur, ocupando en ambas
cosas los pocos días de que disponía y, además, el nuevo gobierno
de Alfonsín apenas comenzaba y no había causado, por lo tanto,
ninguno de los muchos desastres que lo obligaron a ceder el go-
bierno antes de tiempo a Carlos Menem, que acabó de destruir el
país. En el 2002 los daños acumulados por los gobiernos del Parti-
do Radical y por el abyecto gobierno neoliberal de la derecha pero-
nista habían dado como resultado la rebelión porteña en diciembre
del 2001 y lo que impactaba a todos y me absorbió todo el tiempo
arrastrándome en un torbellino de manifestaciones, discusiones,
reuniones era la sensación de que sobre las ruinas sería posible
construir algo nuevo. Lo que sucedía no dejaba un momento para
balances fríos de lo que estaba hirviendo en las calles y mucho
menos para reconstrucciones nostálgicas. El 2004, en cambio, lo
pasé tendiendo los puentes para lo que entonces era aún una po-
sible jubilación, visitando a Alberto Pla en Rosario, participando
en Congresos y, sobre todo, reuniendo el material y las entrevistas
que me permitieron encerrarme en la casa de mi cuñada Lucy y es-
cribir en unos pocos meses un libro sobre la protesta social, que un
par de días antes de mi retorno a México fue presentado en el hotel
Bauen ocupado ante unos cincuenta viejos y nuevos militantes por

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el presidente de la cooperativa obrera nacida de la ocupación de la
imprenta Chilavert, por mi colega en La Jornada Stella Calloni y
por el entonces diputado socialista y ex colega en el Uno Más Uno,
en México, Oscar González.
En cambio, en el 2006, recalaba ahora después de girar déca-
das por medio mundo –y todo parecía indicar que definitivamen-
te– en la misma ciudad donde había nacido, crecido y militado pero
que, con la distancia que da la visión de quien conoce las reglas
del juego local pero también ve todo con el bagaje de decenios de
emigración, me aparecía afeada, extraña, ajena. Hasta el lengua-
je había cambiado. El lunfardo de los cuarenta era algo así como
el sánscrito para las nuevas generaciones. Éstas, además, habían
perdido mucho en su cultura general, tal como se apreciaba por la
disminución de los conciertos, las exposiciones, las creaciones en
los teatros independientes e incluso por la casi desaparición en los
nombres de las cosas y del habla cotidiana de la vieja influencia
francófona, mal reemplazada por la estadounidense, que se popu-
larizaba masivamente gracias a las traducciones mexicanas de las
series televisivas y sobre todo por el auge del rock que había con-
vertido al tango en música sólo para cincuentones nostálgicos y
taxistas veteranos.
Buenos Aires es sin duda una hermosa ciudad y una de las
capitales más agradables de nuestro continente. Pero la que fui en-
contrando y redescubriendo a mi retorno me trajo inmediatamente
a la memoria la bella Palermo, la capital siciliana de los árabes y
los normandos, que, en su decadencia actual, parece una mujer
anciana y andrajosa que aún mantiene algunos rasgos del brillo y
la belleza de su período glorioso, siglos atrás.
En Buenos Aires, como he dicho anteriormente, los militares
habían desventrado sin piedad los barrios décimonónicos y del co-
mienzo del siglo XX que yo había tanto añorado en mi exilio; incluso
el privilegiado Barrio Norte de la oligarquía, por fuerza más esta-
ble gracias a sus parques y monumentos, había sido transformado.
El menemismo, por su parte, había dado por primer resultado el
cierre de las enormes fábricas que ocupaban millares de obreros en
las que yo había trabajado o en cuyas puertas había volanteado en
las frías madrugadas porteñas. Los cientos de miles de obreros que
antaño entraban al alba desde los suburbios a la ciudad de Buenos
Aires y se retiraban terminado el turno noche y que marcaban con
su presencia física, sus conversaciones, su tipo de consumo y su
cultura la vida porteña, eran ahora desocupados o se aferraban
a sus puestos de trabajo aislados en el conurbano. Buenos Aires

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había perdido en esos años aciagos casi todos los cines de la calle
Lavalle y de Corrientes, así como también los cines de barrio, que
se habían transformado en supermercados o en iglesias evangéli-
cas, y la vida nocturna agonizaba. Decenas de importantes libre-
rías (entre las cuales la francesa, la italiana, la alemana) habían
cerrado, los ferrocarriles, que ya eran chatarra cuando Perón en su
primer gobierno se los quitó a los capitalistas ingleses y franceses
pagándolos como si fueran nuevos, sesenta años después, con las
privatizaciones del gobierno peronista de Menem, eran apenas una
sombra lastimosa y tristísima de lo que habían sido. La ciudad, que
durante un siglo y medio había sido un ejemplo mundial de limpie-
za, estaba invadida por la basura y tras haber sido violada por los
salvajes arquitectos de la dictadura había quedado a la merced de
una especulación inmobiliaria no menos criminal e incontrolada
que, a partir del 2003, comenzó a florecer y a demoler viejas casas
que tenían estilo y personalidad para construir horrendas cajas de
zapatos verticales y había obligado a desplazarse a los suburbios
a grandes capas de la clase media baja, despojadas de sus casas
por la crisis. La tranquilidad y la solidaridad en los barrios habían
desaparecido y la Universidad, así como la enseñanza, estaban en-
vejecidas y en ruinas y apenas sobrevivían en un caos.
Lo peor era que entre la desocupación y la reducción a un ter-
cio de los efectivos de los grandes sindicatos obreros y la burocrati-
zación y sometimiento al Estado de las direcciones de los aparatos
sindicales, junto con viejas conquistas los trabajadores, sobre todo
los jóvenes, habían retrocedido en la conciencia de sus derechos y
en la posibilidad de defenderlos.
El impacto anímico de nuestro retorno a una ciudad que daba
la sensación ambigua de algo conocido y a la vez atrozmente nuevo
fue muy fuerte, sobre todo para la sensibilidad artística de Anaté
porque yo había sido en parte preparado por la deducción de las
consecuencias de todo tipo que podían tener los datos e informes
que continuamente manejaba en México al observar desde afuera
el caso argentino.
El departamento que compramos en la calle Juan Bautista Al-
berdi y Varela, a tres cuadras de la Plaza Flores en un tradicional
barrio de la pequeñoburguesía acomodada, ilustró y sintetizó la
situación de la ciudad.
En efecto, era el último de seis departamentos secundarios, in-
cluido el nuestro, situados a ambos lados de un corredor que partía
de dos casas “nobles” de estilo francés abastardado por influencias
italianas y catalanas que daban a la calle y que antes de la dicta-

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dura habían tenido en sus terrazas pérgolas con rosales cuidados
por jardineros, las cuales eran en esos momentos ruinas peligro-
sas que amenazaban a caer sobre los transeúntes. Los militares
expropiaron ambas casas señoriales para ensanchar la calle, cosa
que jamás hicieron, y metieron en ellas (que tenían, una cinco y la
otra siete ambientes pero apenas dos baños y una cocina cada una)
una familia ampliada de quince componentes en la de la izquierda,
y unos veinte o más ocupantes (el número exacto jamás lo pude
saber) de una casona que habían incendiado con los braseros, en la
más amplia, a la derecha.
El viejo edificio, sin embargo, tenía muchos encantos porque
llegaba hasta el corazón de la manzana ya que el corredor tenía
50 metros, su fachada había obtenido en sus épocas de gloria un
Premio Municipal de Arquitectura y en su corredor, bajo un manto
tupido de madreselvas en flor, se habían filmado varias películas
sobre Borges o sobre el viejo Buenos Aires. Anaté, por otra parte,
con muy poco dinero había logrado remodelar y decorar nuestro
departamento y crear además un parterre de plantas y flores en el
vasto patio y éste se llenaba de música cuando yo trabajaba en el
escritorio que se asomaba a él con una gran puerta-ventana por-
que el vecino del departamento de enfrente, que era un compositor
y miembro de una importante orquesta, nos brindaba un concierto
involuntario.
Pero las borracheras con tamboriles y salvajes cánticos des-
templados que empezaban en la noche de cada viernes y termina-
ban por la mañana del lunes y las continuas violencias de los lum-
pens que ocupaban la casa de la derecha nos hacían imposible vivir
con tranquilidad. Cuando, para completar las cosas, medianera de
por medio comenzaron a construir ilegalmente un edificio de doce
pisos que nos taparía por completo el sol en el patio, nos dimos por
vencidos y tuvimos que abandonar la que antaño fuera mansión
con pretensiones de la pequeña burguesía de Flores y que, como
la ex Reina del Plata, estaba en plena decadencia y convertida en
parte en prostíbulo, en parte en casa de vecindad.
Apenas instalado en Buenos Aires en ese departamento que
era “una mezcla de museta y de Mimí”, retomé contacto con Carlos
Abel Suárez, un destacado periodista, viejo amigo y viejo compa-
ñero en el POR y en Cuadernos del Sur, que entonces tenía una
audición radial en la que me hizo participar varias veces para
opinar sobre México o sobre problemas mundiales y también con
Eduardo Lucita (Gustavo Roux), viejo militante trotskista y cofun-
dador también de Cuadernos del Sur, al igual que con otros viejos

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compañeros como Edgar Canevari o Roque Moyano, el Negro. De-
diqué igualmente a ponerme al día con los libros sobre la situación
económica y social y, en especial, sobre el movimiento obrero y a
orientarme en la maraña de siglas y organizaciones de todo tipo
que, poco a poco, en su mayoría eran absorbidas por el kirchneris-
mo. También participé en los debates sobre el zapatismo y el EZLN
tratando de introducir lógica e informaciones en un tema sobre el
cual por lo general se construía un mito totalmente alejado de la
realidad y se lo adornaba con una retórica “apolítica”, apartidaria
y espontaneísta que tenía poquísimo que ver con lo que sucedía en
México; así como sobre la evolución de los procesos revolucionarios
en Bolivia y en Venezuela que habían creado, por un lado, grandes
ilusiones “evistas” y “chavistas” y, por otro, en los grupos dogmá-
ticos seudotrotskistas, toda clase de calificaciones sectarias a los
gobiernos nacionalistas-“progresistas” resultantes de verdaderas
revoluciones democráticas de masas en países que continuaban
siendo capitalistas y tenían Estados burgueses, pero en los cuales
la política de los gobernantes impuestos por los movimientos so-
ciales choca con los intereses del imperialismo y del capital finan-
ciero internacional que los ven como advenedizos no funcionales y
potencialmente peligrosos, por su base de apoyo social, y buscan
sabotearlos.
A mediados del 2008 esa relativa calma sufrió un sobresalto
cuando el ministro de Economía de Cristina Fernández de Kirch-
ner, el impreparado y advenedizo Martín Loustau, hoy opositor a
su ex jefa, pergeñó una torpe resolución sobre retenciones a la ex-
portación de granos (equivalente a impuestos), que ni siquiera se
tomaba el trabajo de diferenciar entre el bloque de los monoplios y
las transnacionales, que domina el sector, y los pequeños produc-
tores cerealeros, que buscan evadir impuestos pero son también
víctimas de los primeros.
El llamado “conflicto con el campo” (porque la incapacidad del
gobierno y la manipulación de la derecha oligárquica así hicieron
aparecer a una medida que quería quitarle parte de la renta agra-
ria al bloque oligárquico-exportador para favorecer la alianza del
gobierno con las grandes empresas industriales y el intento de crea-
ción –con el favor del Estado– de un rudimento de burguesía na-
cional) amenazó la estabilidad del gobierno y le quitó incluso una
parte de su apoyo popular en los sectores urbanos. En efecto, el de-
sabastecimiento provocado por los cortes de rutas de los pequeños
productores y colonos miembros de la Federación Agraria Argentina
manipulados por los grandes hacendados de la Sociedad Rural fue

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visto incluso por sectores obreros como consecuencia de la prepo-
tencia de la presidente Cristina Fernández. Creció de golpe la base
social popular de la oposición política. El país se polarizó entre el
kirchnerismo y “el campo” (la Sociedad Rural Argentina y otras or-
ganizaciones de grandes patrones y exportadores, más la Federación
Agraria Argentina, más grupos izquierdistas oportunistas, maoístas
y hasta trotskistas que creyeron sabio apoyar al enemigo de su ene-
migo gubernamental sin darse cuenta de que trabajaban, en esta
disputa interburguesa, para el sector más reaccionario).
En esa situación, con Eduardo Lucita y Claudio Katz, perte-
necientes al grupo de los Economistas de Izquierda, sacamos una
declaración pública bajo el título de “Otro camino es posible”, don-
de nos negábamos a optar por ninguna de las dos fracciones capi-
talistas en lucha y llamábamos a medidas que fuesen realmente
eficaces contra quienes vivían de la renta agraria y de la siembra
fundamentalmente para la exportación, sin preocuparse ni por el
ambiente, ni por los campesinos, ni por el precio de los alimentos
de consumo básico y que, al mismo tiempo, combatiesen el desabas-
tecimiento y la especulación. Una gran cantidad de organizaciones
sindicales clasistas, grupos de izquierda, sindicatos o seccionales
sindicales combativos y algunas agrupaciones estudiantiles consti-
tuyeron así, bajo la sigla de Otro Camino es Posible, una corriente
amplia y unitaria sindical-política independiente del gobierno y
de los demás sectores de la burguesía, que tuvo una intensa acti-
vidad organizando discusiones colectivas y asambleas y algunas
marchas y manifestaciones.
Posteriormente fui invitado por Pablo Gentili, actual secre-
tario general de Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales
(CLACSO) y por Emir Sader, su antecesor en ese cargo, a reeem-
plazar a la conocida socióloga Maristella Svampa en la dirección
de la revista OSAL (Observatorio Social de América Latina). Tras
consultar a Maristella, acepté la propuesta y armé un Comité de
Redacción con algunos de los anteriores miembros del mismo más
otros jóvenes especialistas de diversos países, conseguí regularizar
la publicación y reducir sus costos, modernicé su logotipo y su pre-
sentación gráfica.
En CLACSO también participé en el Comité de Redacción de
Crítica y Emancipación, la revista principal y más antigua de la
organización, para la cual realicé algunas entrevistas a destacados
intelectuales de nuestro continente y algunas reseñas de libros im-
portantes. Al cumplirse los dos años que me había fijado para ser
Director de OSAL, propuse que la revista trasladase el eje de su

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redacción a México, no sólo porque ese país está mucho más en con-
tacto con la realidad centroamericana y caribeña y hasta con la del
Norte de Sudamérica sino también porque la influencia nociva de
Estados Unidos es mucho más fuerte en México y Centroamérica
que en Sudamérica y desde México se puede también tener mejores
contactos con las Universidades y los centros hispanoparlantes en el
país del Norte y, por lo tanto, ser más eficaces en la difusión del pen-
samiento crítico. Sostuve además que no era lógico que una revista
que se dirigía fundamentalmente a estudiantes y profesionales jóve-
nes interesados por la evolución de los movimientos sociales latinoa-
mericanos fuese dirigida desde Argentina por un octogenario, por
más experiencia latinoamericana éste tuviese. Por lo tanto, renuncié
como Director y sugerí que me reemplazase Massimo Modonesi, en-
tonces profesor en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México,
joven y activo sociólogo italiano instalado en México a quien había
visto desarrollarse mientras estuve en ese país. Tanto Emir como
Pablo estuvieron de acuerdo con la “emigración” a México de OSAL
y con el cambio de director y gracias a ello Massimo produjo varios
números de OSAL muy buenos hasta que, desafortunadamente, a
fines del 2012, la Cooperación sueca redujo drásticamente su aporte
a CLACSO, el cual era decisivo para esta organización académica, y
la revista entró en agonía por falta de fondos.
A modo de balance sobre mi paso por CLACSO debo decir que
la colaboración con Sader y Gentili fue para mí provechosa y agra-
dable ya que ambos son intelectuales muy destacados en el campo
de la Sociología y de la Educación, respectivamente, y su dirección
de CLACSO buscó siempre poner en primer plano la promoción
del pensamiento crítico y los intereses de la organización, aunque
ambos tienen demasiadas esperanzas en personalidades o dirigen-
tes de los gobiernos llamados “progresistas” o “nacionalpopulares”,
probablemente no sólo por su visión política de las cosas sino tam-
bién por las exigencias que impone la supervivencia de una insti-
tución pública no estatal.
Mientras tanto el país, una vez superada la prueba del con-
flicto “con el campo” y la caída del crecimiento económico en el
2008-2009, se encaminaba hacia la elección presidencial del 2011
con una prosperidad aparente basada sobre los altos precios de las
materias primas que Argentina exporta. Frente a la candidata del
gobierno –Cristina Fernández de Kirchner, que aspiraba a la re-
elección al terminar su mandato– la oposición apareció dividida y
presentó viejas figuras del peronismo de derecha más reaccionario,
de la derecha clásica y de la centroderecha vieja y nueva.

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Desde el punto de vista de los trabajadores, era imposible
apoyar a cualquiera de los dos sectores principales y de los demás
grupos procapitalistas que se disputaban el poder. Nuevamen-
te había que encontrar otro camino. El Partido Comunista y un
grupo de miembros del Partido Socialista optaron por el gobierno
kirchnerista, mientras el grueso de los socialistas se unió, como
durante el conflicto “del campo”, con la oposición prooligárquica
e igual cosa hicieron el autodefinido trotskista Movimiento So-
cialista de los Trabajadores (MST) y los maoístas del Partido Co-
munista Revolucionario (PCR). Los grupos y sectas que se procla-
man trotskistas (Partido Obrero-PO, Partido de los Trabajadores
Socialistas-PTS e Izquierda Socialista-IS), en cambio, crearon un
frente electoral al que llamaron Frente de Izquierda y de los Tra-
bajadores (FIT).
El FIT tenía sólo un objetivo electoral común –superar la ba-
rrera de las elecciones primarias para poder participar en las elec-
ciones y, si fuera posible, lograr algún diputado pues sus expecta-
tivas de voto oscilaban en torno al 1,5 de los votantes– y no tenía
una política común en otros terrenos ya que no era en realidad
un Frente Único sino un pool electoral y cada partidito dedicaba
buena parte de su tiempo a combatir ferozmente contra el parti-
do “hermano” que era su principal competencia. Dos de los tres
grupos –el PTS, Partido de los Trabajadores Socialistas, e IS, Iz-
quierda Socialista– al igual que el MST (Movimiento Socialista de
los Trabajadores) venían del tronco del morenismo y, en medida
diferente, mantenían el pragmatismo, la visión de aparato, el obre-
rismo y las concepciones maniobreras de Nahuel Moreno. El PTS,
más orientado hacia el movimiento obrero fabril y más preocupado
por la teoría, a primera vista era menos sectario que el PO pero,
en la realidad, tendía también una cortina de silencio ninguneante
sobre quienes, a su izquierda, pensaban de modo diferente.
El Partido Obrero (PO) nació de un grupo llamado Política
Obrera que tenía su origen en Silvio Frondizi (un valiente defen-
sor de los presos políticos pero teóricamente un liberal-marxista) y,
para empeorar las cosas, recaló en la versión oportunista y sectaria
del trotskismo que encarnó Pierre Lambert en Francia y en escala
internacional. José Saúl Wermus (Jorge Altamira) es aún su gurú
desde hace cuarenta años, durante los cuales en cada conflicto so-
cial importante anunció la revolución mientras dirigía un partido-
tubo que recluta jóvenes sin experiencia, les inocula sectarismo y
carencia de principios hasta que, hartos del clima imperante en
PO, casi todos se van en uno o dos años.

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Ante ese panorama político escribí un artículo en La Jornada
y publiqué una carta abierta en la cual di un apoyo crítico al FIT
a pesar, decía, de las grandes diferencias políticas y morales con
algunos de sus partidos y de las críticas al tipo de funcionamiento
de los mismos, su verticalismo, carencia de discusión, dogmatismo.
Lo hice porque en esas elecciones era la única opción anticapi-
talista. El PTS la publicó y difundió, demostrando a la vez realis-
mo político y una actitud democrática, mientras que Altamira se
puso furioso y publicó un brulote en el cual decía no saber quién
era yo ni cuál era mi pasado y, a continuación, sostenía, sin temer
las contradicciones y pisoteando la lógica, que el supuesto desco-
nocido era desde siempre un oportunista, agente del imperialismo,
provocador; al mismo tiempo rechazaba los apoyos críticos pues,
añadía, sólo podían votar por el FIT los que estuviesen totalmente
alineados con su política.
Otros compañeros de la llamada Nueva Izquierda, como Agus-
tín Santella y Alejandro Belkin, con los que me reunía adoptaron
también el voto crítico y de ese modo formamos un grupo llamado
en chiste G20 pues en poco tiempo recibimos una buena cantidad
de adhesiones. Por su parte, Eduardo Lucita y Claudio Katz, de los
Economistas de Izquierda, tuvieron una actitud similar. Nuestros
apoyos críticos terminaron por confluir con el sostén no tan crítico
al FIT por parte de un grupo numeroso de intelectuales (en su
mayoría profesores universitarios) y de todo eso salió la Asamblea
de Intelectuales del FIT (en la cual los partidos del frente, de in-
mediato, comenzaron a disputar la hegemonía, con el resultado de
paralizar la Asamblea, que no fue capaz ni siquiera de publicar
una revista en la que todos pudieran expresarse y ventilar sus
diferencias ni de iniciar una actividad cultural y de investigación).
La campaña del FIT se caracterizó –desgraciadamente pero
como era previsible dado el carácter de los partidos que lo integra-
ban– por el electoralismo y desperdició en gran medida la oportu-
nidad de plantear al menos los grandes problemas del país y de ex-
plicar por qué el capital financiero mundial utilizaba la crisis que
había provocado para concentrar aún más las riquezas y aumentar
la tasa de explotación y los espacios televisivos que tuvo a su dis-
posición fueron utilizados, con creatividad y eficacia, para conse-
guir votos. El resultado, sin embargo, fue bastante bueno pues el
Frente logró un pequeño efecto de arrastre y no sólo superó en las
elecciones primarias la barrera del 1,5 por ciento del electorado
sino que también llegó al 2,3 por ciento en las elecciones presiden-
ciales (mientras en las elecciones presidenciales del 2007 los tres

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partidos sumados habían logrado apenas el 1,65) y consiguió elegir
diputados provinciales en Neuquén y en Córdoba.
Por desgracia y como era previsible, la actividad conjunta de
los tres partidos se limitó a la participación electoral y terminó de
hecho después de las elecciones. Ni siquiera pudieron superar sus
diferencias para actuar conjuntamente en el campo sindical o en
el medio estudiantil y no fueron capaces ni de hacer un balance
conjunto de la experiencia realizada y una discusión pública sobre
la fase siguiente.
Posteriormente a las elecciones Claudio Katz y Eduardo Luci-
ta, con una intensa actividad y con sus trabajos escritos, comenza-
ron a prestarle atención al intento de la Juventud Sindical de la
CGT de radicalización, que quedó trunco al someterse a la oposi-
ción sin principios y de centroderecha de Hugo Moyano, secretario
general de la CGT que, entre otras cosas, llevó a la ruptura de la
CGT en dos sectores principales –uno progubernamental y otro
opositor–, tal como se había roto anteriormente la Central de los
Trabajadores de Argentina (CTA). También, y en la misma línea
de buscar una organización independiente del gobierno y de los
partidos existentes, pasaron a tener una creciente influencia en el
tan disperso y diversificado sector de la nueva izquierda, una parte
importante del cual comenzó a radicalizarse y a abandonar el re-
chazo de la política y, en particular, de la utilización de las eleccio-
nes pero, lamentablemente, y en búsqueda de alianzas electorales,
dicho sector prefirió la alianza con sectores de centroizquierda e
incluso con el centroderechista ex gobernador “socialista” de Santa
Fé, Hermes Binner. El “G20”, por su parte, inició una discusión aún
inconclusa sobre las bases del kirchnerismo, la etapa política en
que se encuentra el movimiento obrero y la necesidad de superar
los límites y los dogmas de los partiditos que se dicen trotskistas.
Si uno prescinde de las invocaciones y de la imaginería sacra
oficial, que olvida a Perón y privilegia a Evita porque llegaba más
a las familias trabajadoras y sobre todo porque era mujer, lo cual
permite sugerir una repetición de su papel por la Nueva Evita aho-
ra Presidente, entre el kirchnerismo y las primeras dos presiden-
cias de Juan Domingo Perón hay más rupturas que continuidades.
Perón, como el kirchnerismo, seguía la ilusión de desarrollar
–e incluso inventar– una burguesía nacional que estuviese deseo-
sa de romper la dependencia del imperialismo; además, trataba
de quitarle la renta agraria a la oligarquía y a los exportadores
de granos –en su época, Bunge y Born y Dreyfus, transnacionales
“argentinas”– para utilizarla en beneficio de la industria (el mono-

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polio del comercio exterior de granos por el Instituto Argentino de
Promoción del Intercambio [IAPI] fue la expresión de ello) y el kir-
chnerismo, aunque muy tímidamente, persigue el mismo sueño de
alianza con una fantomática burguesía nacional e intentó reducir
la renta agraria con igual fin políticoeconómico.
Asimismo, tal como los Kirchner, Perón intentaba aprovechar
la potencia del “enemigo de su enemigo” (en su caso, la Unión So-
viética, en el del gobierno actual, China) y la coyuntura interna-
cional para encontrar aliados en los países latinoamericanos que
le permitieran un mayor margen de maniobra frente a Estados
Unidos. Igualmente, tanto el peronismo como el kirchnerismo ja-
más dejaron de defender el sistema capitalista, nunca tocaron las
fuentes del poder de la oligarquía ni enfrentaron el problema de la
propiedad y el uso de la tierra y no vacilaron en permitir la matan-
za de indígenas que, en cambio, sí lo enfrentaban defendiendo sus
territorios y modos de vida.
Sus respectivas medidas sociales han tenido como objetivo
principal sostener el capitalismo, reformarlo, ampliarle el mer-
cado, evitarle conflictos (recuérdese el discurso de Perón ante los
empresarios en la Bolsa de Comercio acerca de la necesidad de
ceder un 40 por ciento para no perder el 100 por ciento o las frases
de CFK sobre la defensa de un “capitalismo serio”). Ambos, con el
dinero de los trabajadores, subsidiaron o indemnizaron con gran
generosidad a los capitalistas, incluso extranjeros (Perón compró
–desembolsando sumas absurdas– la chatarra ferroviaria que ya
había sido pagada decenas de veces, el kirchnerismo reconoció y
pagó una deuda externa ilegal y CFK dio dinero nada menos que
a la General Motors para que ésta siguiera explotando a sus tra-
bajadores).
El asistencialismo, la corrupción como método de gobierno
para ganar el apoyo de militares, sindicalistas, gobernadores, los
acuerdos leoninos con las grandes petroleras estadounidenses, el
respeto religioso al capital financiero, los pagos de una deuda ex-
terna usuraria, ni siquiera cuestionada, recurriendo a las reservas
formadas por el esfuerzo de los trabajadores son también rasgos
comunes al peronismo clásico de las primeras dos presidencias y
al kirchnerismo.
Igualmente lo son la subordinación de la ciencia y de la cul-
tura al fortalecimiento de las bases técnicas y de las bases de
dominación del capitalismo, con su utilización desprejuiciada y
reaccionaria, por ejemplo, de la filosofía (recordemos el Congreso
internacional tomista en Mendoza o la utilización kirchnerista

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de la versión “filosófica” del servilismo ante la supuesta misión
histórica del peronismo que tenía Jorge Abelardo Ramos que hoy
adopta la forma de la teorización del “populismo” que hace Ernes-
to Laclau).
Ambos, peronismo y kirchnerismo, se caracterizan por el prag-
matismo, la carencia de principios y prejuicios, el autoritarismo, el
verticalismo y no vacilan en inventar formas políticas fuera de su
partido oficial (en el caso de Perón, el Partido Socialista de la Revo-
lución Nacional, para contener y desviar la maduración clasista de
un sector radical de los obreros peronistas, y en el de CFK, la Agru-
pación La Cámpora, para disputar en los movimientos sociales la
radicalización o la protesta de la juventud encauzándola hacia el
Estado capitalista). Fundamentalmente, peronismo y kirchneris-
mo comparten el esfuerzo por reforzar a éste por todos los medios
y en particular despolitizando a los trabajadores, con el “de casa al
trabajo y del trabajo a casa” del primero o el “Fútbol para todos”
(copiado a la dictadura de Onganía) del segundo.
Por último, tanto el peronismo como el kirchnerismo recurren
a la intoxicación política mediante un revisionismo histórico que
mezcla a Quiroga y Jauretche con Rosas y San Martín, como en el
tango Cambalache, para inventarse una legitimidad (aunque Pe-
rón, al mismo tiempo, bautizó Sarmiento, Mitre y Roca a tres de los
ferrocarriles nacionalizados y los kirchneristas dejan los nombres
de Varela, Ramón Falcón, Roca y tantos otros ultrarreaccionarios a
las calles y monumentos de Buenos Aires y de todo el país).
Toda la política de Perón como la de los Kirchner tenía como fin
incorporar al Estado una burocracia sindical servil, reforzar al Es-
tado con el nacionalismo patriotero (Perón hablaba de una “Argen-
tina potencia”), someter a los burócratas sindicales que presenten
veleidades independentistas, hacer de los trabajadores los cimien-
tos del capitalismo nacional (con su industria y sus intelectuales
“Flor de Ceibo”, en el caso de Perón, y con el neodesarrollismo K).
Pero entre el peronismo y el kirchnerismo hay grandes diferen-
cias. Perón había participado en el golpe de Estado de 1930 contra
Hipólito Yrigoyen (en buena medida su antecesor político), era un
ferviente admirador de Benito Mussolini y de su corporativismo,
tenía como su principal “partido” al ejército y renunció dos veces
(en 1945 y en 1955) cuando quedó en minoría dentro del mismo, sin
intentar resistir apoyándose en su base social. Era, además, como
Evita, antioligárquico pero conservador en su pensamiento, en su
comportamiento, en sus lujos de advenedizo que buscaba incorpo-
rarse al establishment adoptando las costumbres del mismo.

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Los Kirchner, en cambio, ex militantes provincianos de la iz-
quierda peronista de segunda fila, se formaron en los años setenta en
la pequeñoburguesía radicalizada, peronista, que calificaba a Perón
de “viejo tránsfuga” y conocieron el Perón de su tercera presidencia,
con los escuadrones de la muerte y López Rega y como experiencia
democrática sólo tuvieron los 49 días de la presidencia (interina) del
“Tío” Héctor Cámpora, que le cedió el paso al viejo caudillo. Jamás
conspiraron dentro de un régimen oligárquico y proimperialista,
como habían conspirado Perón y el Grupo de Oficiales Unidos, sino
que se incorporaron directamente a la alianza con los radicales, libe-
rales y prooligárquicos y al menemismo conciliador con la dictadura
y neoliberal, mientras hacían negocios turbios en su alejada y des-
poblada provincia. No tenían detrás de sí, como Perón, ni la presión
de la revolución colonial y el desarrollo del movimiento obrero en
Europa, ni la fuerza y las esperanzas de un poderoso movimiento
obrero de masas ni una base económica sólida resultante de la neu-
tralidad argentina durante la guerra mundial y de las necesidades
de alimentos en escala internacional después de la misma. Tampoco
contaban con un partido sino que organizaron su base sólo dentro
del aparato podrido del Justicialismo.
No contaban con las esperanzas de los trabajadores, como Pe-
rón en 1945, sino que fueron el resultado –y por default de todos
los otros políticos– de la violenta crisis de dominación producida
en el 2001 y del consenso negativo (o sea, de la concentración de
las intenciones de voto contra Menem que llevó a Néstor Kirchner
a la Casa Rosada con apenas el 20 por ciento de los votos). El kir-
chnerismo es hijo del vacío, de la crisis de la oposición desde el de-
rrumbe de las ilusiones alfonsinistas de crear una síntesis entre la
Unión Cívica Radical y el peronismo, el llamado Tercer Movimien-
to Histórico, ilusión que por otra parte compartieron tantos tráns-
fugas de la izquierda, sobre todo ex comunistas, como Portantiero o
Aricó, contribuyendo a desarmar a las clases medias democráticas.
Por sus gustos, sus ideas, su modo de hacer política, los Kirch-
ner son una expresión light del conservadurismo y arribismo de
la pequeño burguesía que se hizo Montonera (con su amor por los
grados y las jerarquías, el autoritarismo, el aparatismo y su for-
mación catonacionalista). No tienen apoyo militar (¡por suerte!).
Tampoco un partido ad hoc (como el que creó Perón a partir del
Partido Laborista, formado por dirigentes sindicales ex socialistas,
ex sindicalistas revolucionarios, ex comunistas y que él purgó, más
un grupo de ex radicales organizados como UCR Junta Renovado-
ra y los radicales nacionalistas de FORJA, partido al cual después

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transformó, una vez vencidas las resistencias sindicalistas, en el
burocrático Partido Unido de la Revolución y, por último, en esa
quinta rueda del carro y agente del Estado que fue el corrupto
Partido Peronista).
Cuando el kirchnerismo llegó a la Casa Rosada la clase obrera
había sufrido a nivel internacional la grave ofensiva de la globa-
lización dirigida por el capital financiero internacional y los efec-
tos nefastos del neoliberalismo, como expresión doctrinaria de la
misma, que buena parte de los trabajadores habían aceptado en
Argentina al darle el apoyo a Menem. El derrumbe del régimen
burocrático en la Unión Soviética y en Europa Oriental, la omnipo-
tencia de Estados Unidos y la presencia en toda América Latina de
gobiernos neoliberales (salvo en Venezuela, donde ya estaba Hugo
Chávez) no daba al kirchnerismo sino un muy escaso margen de
maniobra internacional, la economía estaba destrozada y el mo-
vimiento obrero muy golpeado por las crisis recurrentes y por la
desocupación.
El kirchnerismo salió del paso debido a la carencia de una opo-
sición social al capitalismo y de una oposición política creíble pero-
nista clásica o antiperonista. Aprovechó también la desesperación
de un sector de las clases medias de Buenos Aires y del conurbano,
sobre todo, el cual en el 2001 buscaba un cambio dentro del siste-
ma, no una revolución social y cuyo grito “¡Que se vayan todos!”
equivalía a un “¡Que se los trague la tierra!” o a un “¡Que se mue-
ran!” y mezclaba un fatalismo pasivo con una esperanza implícita
en la aparición de un renovador.
Kirchner maniobró dentro del Partido Justicialista, con los
intendentes (alcaldes convertidos en barones del conurbano), con
los gobernadores (señores feudales locales), con los burócratas sin-
dicales, que son millonarios y no tienen control de sus bases. No
enfrentó al establishment sino que contó con la necesidad de éste
de que alguien hiciera posible la continuidad de sus negocios. No
se apoyó, como Perón, en la voluntad de cambio de la clase obrera
–muy golpeada en el 2001, 2002 y 2003– sino en la voluntad de or-
den de la población en general. Respondió a eso esencialmente con
el enjuiciamiento a los militares genocidas.
Perón reprimía las huelgas y su Constitución de 1949 las hizo
ilegales. Kirchner no lo hizo porque el capitalismo ni en Argentina
ni en el resto del mundo sufría al entrar en este siglo la amenaza
de una revolución (o, al menos, de una contraofensiva obrera ma-
siva). El kirchnerismo quedó más sometido que Perón al pacto con
la oligarquía, a las exigencias de obtener inversiones y divisas a

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pesar del default en la deuda externa, que le anulaba la posibilidad
de créditos, a la voluntad leonina de las grandes empresas, mine-
ras, en el caso de CFK, y también depende mucho más del cambio
en la coyuntura internacional que Perón, el cual tuvo que virar ha-
cia un acuerdo con el gran capital a partir de 1952, una vez fallidas
sus esperanzas en que la guerra de Corea se transformase en un
conflicto mundial que permitiese a la Argentina repetir su actitud
en las dos guerras mundiales y enriquecerse.
El consenso obtenido por CFK se basa en la ideología naciona-
lista, en la aceptación como si fuera algo natural del sistema ca-
pitalista por la inmensa mayoría de la población, en la hegemonía
política y cultural de la burguesía y de sus medios de información
(incluidos el programa televisivo 678 y Página 12 que son simples
y burdos boletines del gobierno, tal como lo era la prensa de Pe-
rón) y, sobre todo, por la falta de una oposición revolucionaria real,
ya que los grupos que integran el Frente de la Izquierda y de los
Trabajadores (FIT) no logran sino poco más del 2 por ciento de
los votos, no tienen una política común en el movimiento sindical,
donde se enfrentan y comparten un obrerismo chato unido a una
propaganda socialista escasa y general.
A diferencia del que tenía Perón, el consenso del kirchnerismo
sigue siendo esencialmente muy transitorio y se explica por la ne-
gativa, o sea, por un consenso basado en la carencia de alternativa,
no en las esperanzas de los trabajadores. A éstos se han sumado en
los últimos años millones de jóvenes que han conocido la desocupa-
ción, pero no las grandes derrotas por lo que su moral es combati-
va. Ellos carecen por ahora de experiencias porque la memoria de
la clase en parte sufrió rupturas dado el cierre de enteras fábricas
y la expulsión del trabajo de los mayores pero están en condiciones
de aprender y no tienen nada que olvidar.
Por eso se engañan gravemente los partidos del FIT que creen
que hay un comienzo de ruptura entre la clase obrera y el capita-
lismo y se olvidan del contexto internacional, de la hegemonía cul-
tural capitalista, del conservadurismo y nacionalismo de esa clase
obrera, de la batalla cultural que contra eso es necesario librar por-
que confunden luchas sindicales combativas –que abundan– con
rupturas políticas inexistentes. Sin embargo, la separación entre el
kirchnerismo y una clase obrera como la de Argentina permite ser
optimista, a condición de que…
Así están las cosas al cumplir 85 años, al cabo de 69 años de
militancia socialista recorriendo los más variados caminos. Hay
épocas para la acción, en las que dedicarse a otra cosa equivale a

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desertar, y otra para el balance, la reflexión, la preparación de un
futuro impulso de los trabajadores. Ésta es una de ellas y por eso
volveré una vez más a Marx, sobre todo a los Grundrisse y escri-
biré mientras pueda no sólo artículos que forman una larga obra
fragmentada sino algo apoyado en documentos y fundamentado…
si me da el cuero y la clepsidra de la vida no es demasiado rápida.
Tengo conciencia, retrospectivamente, de la magnitud de los
errores de todo tipo que cometí. No me arrepiento, sin embargo, de
nada de lo hecho porque jamás busqué el provecho personal y creí
siempre luchar por la liberación social aunque, por supuesto, si se
presentase una nueva ocasión no volvería a caer en los mismos
pantanos, tropezar con las mismas piedras ni hacer compartir a
otros mis errores e insuficencias y mi estrechez. Empecé mi vida
política en la negra noche del avance del nazifascismo y del triunfo
del estalinismo en la URSS y la terminaré en esta noche oscura en
la que peligra la civilización y la subsistencia misma de las bases
naturales para la depredadora especie humana sin dejar de ver en
lontananza la lucecita temblorosa de la esperanza en la capacidad
de los trabajadores de acabar –cuándo y cómo, no lo sé– con un
régimen destructivo e inhumano.

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XVIII

Qué pienso ahora

En las páginas anteriores más que de las ideas hablé de los he-
chos y de las personas, que hoy casi todas son sombras. Traté, sin
embargo, de reflejar la evolución de mis posiciones respetando –en
la medida de lo posible– la realidad cronológica, sin proyectar al pa-
sado lo que pienso hoy, que por eso no aparece de modo sistemático.
En las páginas siguientes intentaré reparar esa omisión. Ofrez-
co de paso a los lectores la opción de saltarse este último capítulo
si no les interesase enterarse de en qué acabó ese adolescente que
ingresó al Partido Socialista Argentino en los años cuarenta del
siglo pasado creyendo que el mismo era socialista y que hoy mira
hacia atrás sin remordimientos ni vergüenza propia –aunque sí
con mucha vergüenza ajena– y prevé un bárbaro futuro tecnológi-
co que, en lo social, nos retrotrae al siglo XIX, con el agravante de
la gravísima crisis ecológica que pone en riesgo la civilización y la
vida misma del planeta.
Como hace 69 años, sigo convencido de que el socialismo jamás
fue instaurado en ningún país del mundo –ni en la Unión Soviética,
ni en los de Europa Oriental, ni en China, Vietnam, Corea del Norte
o Cuba– y de que los regímenes y gobiernos que, pretendiendo ser
socialistas, reforzaban o refuerzan el aparato estatal a costa de la
democracia para las mayorías oprimidas y explotadas y de la auto-
gestión generalizada de la economía y la vida política construyen,
cuando mucho, un capitalismo de Estado, si no el libre juego del
mercado, y son una traba para el desarrollo socialista de la Huma-
nidad. En esto me aferro a Lenin, quien decía en su última corres-
pondencia con sus secretarias que el aparato estatal “que llamamos
nuestro” era en realidad “una mezcla de residuos burgueses y de
barbarie zarista”, con lo cual subrayaba dos cosas: que el Estado no
era ni “socialista” ni “obrero” y que para analizar los Estados hay
que tener en cuenta la viscosa densidad de las tradiciones naciona-

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les y no solamente el entorno mundial (que da una caracterización
general a todos los Estados) o los deseos políticos de los ocupantes
revolucionarios de una máquina creada por otros y para otros fines.
Por esa razón, aun antes de que el derrumbe de la Unión Sovié-
tica zanjase la cuestión, rechacé siempre la idea de una nueva cla-
se “burocrática”, “colectivista” o “totalitaria” que tantos, a partir de
Bruno Rizzi, proponían y desde comienzos de los setenta pienso que
Trotsky, al caracterizar a la URSS como “Estado obrero degenera-
do” y la IV Internacional al calificar a los países de Europa oriental
como “Estados obreros deformados” se equivocaron gravemente.
En primer lugar, porque dichos Estados no habían salido del
capitalismo –aunque la Revolución Rusa intentó hacerlo hasta
1923– sino que, más bien, eran una expresión más de la crisis del
capitalismo mundial en el cual estaban insertados aunque con par-
ticularidades diferentes y, por lo tanto, no constituían un “campo
no capitalista” sino, cuando mucho, un bloque político en lucha con-
tra el tipo de Estados capitalistas dominantes.
Además, porque esos análisis subestimaban la magnitud del
desastre político-cultural producido por la contrarrevolución esta-
linista en el proletariado ruso, europeo y mundial y soslayaban
que para construir el socialismo hay que combatir la alienación
capitalista y dar una larga batalla para edificar las bases de una
subjetividad diferente por parte de los oprimidos y los explotados,
cosa que el estalinismo impedía.
Pero eso no me impidió defender siempre esos Estados que se
esforzaban por salir del atraso, aunque por el peso de las burocra-
cias y la falta de democracia lo reproducían en otras condiciones,
y considerar también que, frente al imperialismo, al igual que en
la defensa de los movimientos de liberación nacional dirigidos por
fracciones burguesas o de la pequeño burguesía, había que hacer
frente único con los millones de personas que en los partidos comu-
nistas prosoviéticos o maoístas creían estar luchando por el socia-
lismo y ofrecían incluso sus vidas por sus ideas.
No necesité nunca creer que Cuba era “socialista” para de-
fenderla del imperialismo desde los comienzos de su revolución,
mientras trataba de formular críticas positivas para ayudar a los
trabajadores cubanos a construir una alternativa al capitalismo
basada sobre la autogestión social generalizada, la planificación
democrática de la economía, la participación decisiva en la elabo-
ración y el control de los proyectos productivos por consejos libres,
democráticos y pluralistas, en los que participaran todos aquellos,
sin excepción, que no fuesen explotadores del trabajo ajeno.

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Porque –y en esto sigo a Pablo desde los setenta y al Marx que
imaginaba el socialismo como una federación de libres Comunas aso-
ciadas– las bases para la construcción del socialismo son la partici-
pación activa en las decisiones de todo tipo por parte de los famosos
“sujetos del cambio”, la autogestión social, la planificación internacio-
nal de la economía y de la defensa de los bienes comunes de la Hu-
manidad en su conjunto y no la mera estatización de las grandes em-
presas manteniendo en ellas el régimen asalariado y las relaciones de
producción y de mando capitalistas ni el mero monopolio del comercio
exterior o la planificación dirigida por una burocracia estatal a la que
se subordina por completo el partido en los regímenes que, imitando a
Stalin, instauraron un sistema de partido único totalmente confundi-
do con el Estado y absolutamente verticalista y centralizado.
Lenin y Trotsky tienen, para mí, el enorme mérito de haber evita-
do la transformación de la Rusia que se sacaba de encima el zarismo
en una colonia apenas disfrazada del capital francés e inglés que ha-
brían instalado en ella una terrible dictadura militar de los monopolios
extranjeros, lo que habría resultado inexorablemente de una victoria
de la contrarrevolución, y de haber ahorrado así a Europa una salida
esclavista de la matanza en la Primera Guerra Mundial conduciendo
una revolución campesina democrática y por la tierra hacia un intento
heroico de construir las bases del socialismo en Rusia en espera de
que la revolución europea ayudase a completar la obra iniciada por el
proletariado ruso y por un sector de los campesinos en armas.
Trotsky, en particular, después de la muerte de Lenin, desempe-
ñó un papel irreemplazable porque combatió la burocratización del
partido y del Estado y sus manifestaciones culturales y políticas y
mantuvo en alto la bandera del internacionalismo, que es condición
esencial de la lucha por la emancipación social de la Humanidad.
Gracias a él no se rompió el hilo rojo libertario del pensamiento de
Marx frente a los enterradores teóricos socialdemócratas y estalinis-
tas, que inventaron un “marxismo” que Marx rechazó y convirtieron
a los clásicos revolucionarios en baratos dispensadores de fórmulas
y de certezas, cuando éstos, en cambio, como lo demuestra la mole
de trabajos de la MEGA, analizaron cada situación concreta para
sugerir diversas opciones, diferentes posibilidades.
Pero ni Marx, ni Lenin, ni Trotsky tienen la receta infalible
para analizar cada situación en un capitalismo que no es ya el del
siglo XIX ni el del XX y en el que las clases y la dominación capita-
lista cambiaron profundamente.
A los nueve años, en un colegio marista, dejé de creer en Dios
y otros Salvadores Supremos. Por lo tanto, no tengo fe en el triunfo

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del socialismo, que no es de ninguna manera inevitable, ni en el
Progreso con P mayúscula, ni en un futuro humano cada vez mejor.
Lo que no obtengamos con la lucha y lo volvamos a reconquistar
cada día en la mente de nuestros contemporáneos y en la relación
de fuerzas entre opresores y oprimidos no nos será dado por nadie.
Confío, sí, en que los explotados podrán desprenderse parcialmen-
te de la capa de plomo de la hegemonía cultural e ideológica de la
burguesía y encontrarán su propio camino, por sí mismos, utili-
zando como instrumentos transitorios y eventualmente desecha-
bles tanto a sus partidos ad hoc como a sus líderes momentáneos.
Por consiguiente, tengo esperanzas, como las de Ernest Bloch, que
alientan mi optimismo frío, que está muy lejos de ser ciego.
Sé, en efecto, que Stalin eliminó con un sectarismo suicida al Par-
tido Comunista alemán, abrió el camino a Hitler, le dejó conquistar
Checoeslovaquia, pactó con él, dividió Polonia con la Alemania nazi,
llevó al Partido Comunista chino a su casi desaparición, disolvió la In-
ternacional Comunista y puso los Partidos Comunistas de Occidente
al servicio de los imperialismos aliados. Conozco que el estalinismo
asesinó en la URSS decenas de millares de opositores de izquierda,
mientras otros millares morían en China y en Viet Nam o en la Resis-
tencia europea, asesinados por quienes se decían comunistas sin que
el proletariado mundial pudiera impedírselo. Sé perfectamente que
desde los campos de concentración nazis, los gulags estalinistas y las
bombas atómicas sobre Japón vivimos instalados en la barbarie y nos
movemos sobre el borde de un precipicio aterrador que podría tragar-
se la civilización y hasta la vida en el planeta. Tengo conciencia tam-
bién que los socialistas, dos siglos después de Marx, somos hoy una
ínfima minoría y no tenemos una organización internacional revolu-
cionaria digna de ese nombre y que el concepto mismo de Socialismo
ha sido terriblemente desprestigiado por los regímenes y partidos es-
talinistas o estalinizados. He aprendido igualmente que la altura de
los dirigentes ocasionales de las masas depende de la magnitud de la
ola social que los empuja hacia adelante y que no provocan la onda
sino que, a lo sumo, surfean sobre ella con mayor o menor destreza.
Por eso, repito, no creo en los “ismos”, aunque durante muchos
años de ignorancia y superficialidad fui “marxista” y “trotskista”, y
por esa razón aplico el pensamiento crítico a quienes considero mis
maestros: soy, como ya he dicho, un “seguidor laico” de Copérnico,
Darwin, Marx, Lenin y Trotsky y todo el que aporte algo a la libe-
ración de los seres humanos de las tinieblas y las cadenas.
Pienso que, si es correcta como creo que lo es la afirmación
de que “la liberación de los trabajadores debe ser obra de los tra-

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bajadores mismos”, hay que precisar primero quiénes y qué son
los trabajadores del siglo XXI y, además, hay que subordinar a la
unión de éstos, a su adquisición laboriosa de conciencia política y
de organización mediante la experiencia cotidiana, la vida de los
instrumentos transitorios, sindicatos y partidos, que son apenas
puntos de apoyo históricos, simples instrumentos. El pensamiento
de Marx (y de Trotsky) impone partir de la realidad concreta, del
nivel de las aspiraciones de los oprimidos y no de las fórmulas
políticas aprendidas del pasado, que jamás se repite aunque esté
siempre ahí, bajo nuevas formas y escondido.
Eso me diferencia del Trotsky que, para disputar legítimamen-
te la herencia leninista a Stalin, proclamaba erróneamente “con
el partido somos todo, sin el partido no somos nada” y trataba de
reproducir ritualmente la forma bolchevique de partido, nacida en
las condiciones rusas.
El rechazo juvenil y obrero a los partidos no abarca sólo a los
partidos burgueses, que son instrumentos del Estado para la domi-
nación capitalista y puntales de instituciones que deben ser elimi-
nadas. También condena –y con razón– a los partidos que, aunque
hablen contra el sistema, están integrados en el mismo pues su ac-
ción en la clase obrera es sólo sindicalista, su “socialismo” es vago,
general y de mera propaganda de un futuro impredecible y su polí-
tica es esencialmente electoralista, mientras sus métodos reprodu-
cen las del capitalismo con los jefes inamovibles, la centralización
verticalista, el ninguneo a las opiniones diferentes, la carencia de
libre discusión de las disidencias y de democracia interna.
Todo eso me lleva a huir como de la peste de las sectas seudo
trotskistas argentinas educadas en el sectarismo y el oportunismo
sin principios de Pierre Lambert o en el oportunismo pragmático y
desprejuiciado de Nahuel Moreno. También del idealismo y nomina-
lismo imperantes tanto en ese “trotskismo” como en la IV Internacio-
nal, convertida hoy en una Federación que es más bien una casilla
postal, que les llevó y lleva a buscar acuerdos y “unificaciones” nomi-
nalistas entre todos los llamados “trotskismos” tratando así de unir
el agua y el aceite. O, por el contrario, del derrotismo pragmático y
el abandono principistas que conducen a muchas de esas organiza-
ciones a disolverse en seudo “Partidos Revolucionarios” aguados for-
mados con otras fuerzas, y dentro de los cuales siguen funcionando
como secta, o en amplios “Partidos Anticapitalistas” eclécticos que no
tienen en cuenta las formas reales del anticapitalismo en su país y
que esas sectas inventan rebajando el nivel político de su programa,
recurriendo al obrerismo y sindicalismo sin perspectivas políticas, o

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buscando una mezcla entre Trotsky, Mao, Guevara y quién sabe qué
más, como la que hizo el PRT argentino con Roberto Santucho.
Los partidos revolucionarios del futuro próximos, si es que nacen,
lo harán a partir de la experiencia de los trabajadores mismos en el
seno de amplios y nuevos movimientos-partidos puntuales que irán
forjando su confianza, su unidad, su conciencia y desarrollarán a la
vez la sed por una teoría revolucionaria y por una contracultura.
Los trabajadores de hoy (una minoría de trabajadores industria-
les, una masa enorme de eventuales, un vasto sector de la pequeño
burguesía intelectual y tecnológica convertido en asalariado, una
masa de trabajadores “informales” o “en negro” carentes de cualquier
derecho social –como los precarios, que jamás tendrán la antigüedad
necesaria para jubilarse–) no están representados por los aparatos
sindicales y mucho menos por los partidos de la llamada izquierda,
que hoy es apenas liberaldemocrática. Utilizan los aparatos sindica-
les y luchan por democratizarlos, pero los superan en cada situación
seria creando organismos ad hoc que unen a todos los sectores de esa
clase tan diversificada por su ubicación en la producción, su estabili-
dad en el empleo, las capacidades culturales y tecnológicas, el modo
de vida y las aspiraciones. Sólo seguirán a un partido de masas, y no
a un caudillo o un movimiento, si éste nace de su seno y no de sus
aparatos, aunque los mismos puedan dar una base transitoria para
su organización. Seguirán reivindicaciones concretas y generales ca-
paces de convencerlos y movilizarlos y de tender un puente entre sus
necesidades corporativas o sectoriales y las grandes soluciones nacio-
nales e internacionales que llevan a zapar las bases del sistema.
La autoorganización, como en el caso de las policías comunita-
rias mexicanas, la autonomía de comunas y regiones, la autoges-
tión en las fábricas o empresas que cierren, como en Argentina,
la autogestión socialmente generalizada y la planificación local y
desde abajo según las necesidades populares, son hoy los instru-
mentos, a la vez, de la defensa de los derechos democráticos y ciu-
dadanos, de la creación de un “partido” (corriente de ideas, opinio-
nes e intereses comunes) de masa y de alcance nacional, a pesar
de las diferencias locales y de la construcción de los rudimentos de
la solidaridad, de la fraternidad, de una conciencia no capitalista.
La defensa y la difusión de las ideas del marxismo revoluciona-
rio (que no es un pleonasmo, dada la gran variedad de “marxismos”
y “marxistizantes” hoy existente) es una tarea esencial, pues “sin
teoría revolucionaria no hay acción revolucionaria”.
La barbarie en la que estamos inmergidos trae como conse-
cuencia que, aunque, a pesar de la terrible desocupación y de la

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ocupación parcial, existan muchos más trabajadores industriales
y asalariados que en ningún otro momento en la historia, el auto-
rreconocimiento de esas masas como una clase opuesta a las clases
dominantes sea mínimo y el rápido retroceso, en esto y en todo lo
demás, al siglo XIX debido a la brutal ofensiva del capital financie-
ro internacional impone a los revolucionarios tareas y consignas
muy diferentes de las de la segunda mitad del siglo XX.
La ofensiva brutal del capital impone hoy la defensa o la con-
quista de espacios democráticos, que la concentración de la riqueza
y del poder reduce y niega, en una lucha que une, por lo tanto, as-
pectos de la revolución nacional democrática de 1848 (como en los
países árabes) con la resistencia a la dictadura del capital, como
en los regímenes franquista, fascista y nazi en Europa y que exige
más que nunca superar el mero sindicalismo clasista (cuyo marco
es capitalista y reformista) con una educación y un combate por las
ideas de claro contenido socialista.
La crisis económica, política, moral e ideológica del capitalismo
ha dado origen a fenómenos nuevos, como la transformación de un
Estado nacido de una gran revolución campesina dirigida por un
partido “comunista”, como la china, en un Estado capitalista basa-
do sobre la explotación brutal de los trabajadores y el despojo de
los bienes comunes, así como en una política nacionalista en escala
internacional que afecta a los oprimidos de los países dependientes
de todo el mundo. O, en América Latina y en África, a gobiernos
burgueses de origen pequeño burgués, civil o militar, que intentan
desarrollar el capitalismo en sus respectivos países apoyándose
frente a los compradores y oligarcas nativos y frente al imperialis-
mo, en movimientos populares o campesinos.
La crisis de dominación del imperialismo deja margen también
a gobiernos burgueses en algunos países dependientes, mal llama-
dos “emergentes” por su relativo desarrollo industrial para intentar
llenar el vacío que crea la ausencia de un poderoso movimiento de
masas llevando a cabo lo que Antonio Gramsci llamaba “revolucio-
nes pasivas” y realizando algunas tareas históricas del desarrollo
nacional desde arriba, con la corrupción y la violencia y mezclándo-
las con medidas reaccionarias dictadas por gobiernos “cesaristas”.
En la línea de lo que escribió Trotsky sobre el gobierno de Cár-
denas –hasta ahora el más avanzado de todos los gobiernos naciona-
listas socializantes o “progresistas”–, apoyaré cada medida de esos
gobiernos que reduzca el poderío del capital financiero internacional
y que pueda ayudar a aumentar la autoconfianza, la autoconciencia,
la organización y las condiciones generales de vida y cultura de los

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trabajadores; en el sentido más amplio del término y manteniendo
siempre mi independencia política, criticaré todo lo que, por el con-
trario, refuerce la explotación y la dominación capitalista, reduzca
su margen de independencia política y organizativa, fortalezca la
influencia de la ideología burguesa sobre las clases dominadas.
Creo además que el colonialismo fue la base de la expansión
del capital y una forma de la misma ya desde el siglo XV y no pue-
de ser erradicado volviendo a un pasado precapitalista (para col-
mo reconstruido como mito) sino eliminando el actual sistema. Por
supuesto, si la superación del capitalismo creará las condiciones
para acabar con el patriarcalismo y liberar realmente a las muje-
res cambiando la subjetividad de los varones y de ellas mismas, si
favorecerá una actitud no depredadora ante la Naturaleza, de la
que formamos sólo una parte, y abrirá el camino a la destrucción
de todas las discriminaciones de color, étnicas, de otras culturas,
ese fin del capitalismo no traerá automática e instantáneamente el
fin de todas sus lacras. El proceso de reconstrucción de una socie-
dad alienada llevará siglos, será tanto más duro y trabajoso cuanto
más aumenten las desigualdades y la miseria material y cultural
que son la base principal de la burocracia como casta y de todos
los privilegios de cultura, clase y casta. Por eso la batalla cultural
y por la eliminación creciente de la alienación debe ser encarada
desde ahora mismo, como tarea ideológica fundamental y como he-
rramienta esencial de la defensa de los derechos democráticos.
Hoy, antes que nada, hay que recuperar el pensamiento crítico
del Marx de los Grundrisse que estudia la realidad y teoriza a par-
tir de las posibilidades que la misma presenta y hay que recuperar
de Lenin y Trotsky no las formas superadas ya del partido bolche-
vique sino el ejemplo de autocrítica, rigor en el análisis, coherencia
entre lo que se piensa, se dice y se hace, confianza en la capacidad
de comprensión y en la dignidad de los explotados y oprimidos y
lucha constante contra la miseria cultural y el atraso en las filas
de su propia base. Marx recomendaba también la duda metódica,
el pensamiento crítico, citando el latino de omnibus dubitandum.
Esos son los principios que me dejó una experiencia militante que
inició por razones éticas y durante años fue voluntarista. Hoy aún
creo, como cuando tenía 14 años, que sigue siendo necesario nadar
contra la corriente recurriendo sobre todo a la voluntad pero con
plena conciencia de que el nadador no cambia el flujo de las aguas
y debe estar atento a los signos casi imperceptibles del cambio de
marea para adecuar al mismo su acción y sus propios objetivos.

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Apéndice

Personas citadas

Abdelkrim: 162 APRA: 196, 197, 201


Abramo, Fulvio: 117 Arafat, Yasser: 249
ACLI (Associazione Cristiana dei Aragon, Louis: 63, 64
Lavoratori Italiani): 271, 274 Aramburu, Pedro Eugenio: 155-157
Aguilar Camín, Héctor: 296 Aristófanes: 67
Aguilar Derpich, Juan: 287 Arletty: 81
Aguilar Mora, David: 222 Armada, Fernando: 298
Aguilar Mora, Manuel: 304 Armada, Miguel Angel: 298
Al Beidh, Ali Salem: 240, 249, 252, Armada, Teresa Ramírez de: 298
256 “Arroyo” (Dante Minazzoli): 90, 173,
Al Fattah: 240, 249, 252, 256, 257, 243, 244
291 Arruda Câmara, Diógenes: 131
Alegría, Ciro: 97 Aslan, Emir: 32
Alende, Oscar: 157 Asquini, Pedro: 233
Alfonsín, Raúl: 23, 80, 303 Assad, al Hafez: 269
Alighieri, Dante: 29, 33 Asturias, Miguel Ángel: 70
Allende, Salvador: 238 Avanguardia Operaria: 290
Almeida, José Américo de: 118 Azevedo Pinheiro, Víctor: 117
Almeyra, Carlo: 282, 285, 286, 298 Azpitía, Miguel (“Negro”): 161, 176
Almeyra, Carlos: 306
Almeyra, Guillermo: 232 Baath: 239, 249
Alonso, Eduardo: 295 Bagú, Sergio: 297, 306, 334, 341
Alsogaray, Álvaro: 21 Bahro, Rudolf: 269
Amado, Jorge: 125 Balbín, Ricardo: 157
Amazonas, Joao: 131 Balzac, Honoré: 287
Amendola, Giorgio: 264 Bandaranaike, Sirimarivo: 144
Ampuero, Raúl: 277 Barbusse, Henri: 20
Anaté (“Madero”): 159, 203, 227, Barceló: 30, 31
272, 273, 275, 277, 282-286, 295, Barraza, “Vinchuca”: 82
298, 314, 327, 329, 346, 351, 352 Barros, Adhemar de: 118
Anderson, Perry: 298 Basso, Lelio: 61, 271, 272, 274, 278
Andrade, Osvaldo de: 288 Batista, Fulgencio: 47, 164, 167,
Anguiano, Arturo: 304 205, 206, 226

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Becerra Acosta, Manuel: 296, 299, Café Filho, Joao: 150
306, 312 Caiazza, Nicola: 270
Begin, Menachem: 299, 300 Caillet Bois, Roger: 39
Béjar, Héctor: 197 Caio Prado Júnior: 125
Ben Bella, Ahmed: 162, 166, 240, Cámara, Helder: 272
292 Camargo, Milton (“Nelson”): 118, 122
Ben Kheda, Ben Youssef: 163 Campirán, Eunice: 222
Benedetti, Mario: 221 Cámpora, Héctor: 283, 303, 361
Benítez, Fernando: 296, 306 Camus, Albert: 62
Bensaïd, Daniel: 242 Canellas: 189
Benvenuto, Giorgio: 267 Canevari, Edgar (“Fernando”): 159,
Berlinguer, Enrico: 278, 308, 309, 353
318 Cannon, James P.: 98
Besio Moreno, Nicolás: 27, 28, 30, Cárdenas, Alejandra: 302
33, 44, 100 Cárdenas, Cuauhtémoc: 329, 330,
Besouchet, Augusto: 117 332, 338, 341, 342, 344, 345
Bettelheim, Charles: 232 Cárdenas, Lázaro: 297
Bimbi, Linda: 272 Cardoso, Fernando Henrique: 120
Bioy Casares, Adolfo: 25, 64, 65 Carnero Checa, Genaro: 300
Birö, Andras: 287, 288 Carniti, Pierre: 267
Blanco, Hugo: 197 Carranza, Venustiano: 230
Bleibtreu, Marcel-Lambert, Pierre: Carrillo, Santiago: 298, 308
142, 148, 242 Carvajal (Narvaja, Aurelio): 88, 92,
Blum, Léon: 17, 35, 37, 45 93
Boero, Alejandra: 233 Carvalho, Apolonio de: 298
Boglich, José: 71, 72 Casares, Manuel (Guillermo Alme-
Bonaparte, Luis Napoleón: 61 yra): 274, 304
Bonasso, Miguel: 280, 281, 302 Cassutti, Antonio: 275
Borges, Jorge Luis: 25, 56, 221, 352 Castagnino, Juan Carlos: 37
Born, Jorge: 301 Castillo, Ramón: 44
Boumedienne, Houari: 240 Castor, Suzy: 297
Braden, Spruille: 47 Castoriadis, Cornelius: 99
Brambilla, Vania: 297 Castro, Fidel: 147, 164, 166, 206,
Bressano, Hugo (“Nahuel Moreno”): 209, 232, 233, 235, 266, 306
83 Cattaneo, Ana Teresa (Anaté, “Ma-
Breton, André: 63, 64 dero”): 164
Brezhnev, Leónidas: 234 Ceres: 287-289, 292, 294, 303, 312
Brière, Jean: 156 Céspedes, Augusto: 98
Brigadas Garibaldi: 262 Chamberlain, Neville: 35
Broué, Pierre: 242, 243, 297 Chang, Juan: 200, 201
Browder, Earl: 47 Chateaubriand, Assis de: 122
Broz, Josip (“Tito”): 100 Chaulieu, Pierre (Cornelius Casto-
Buonarroti, Michelangelo: 93 riadis): 124
Buto, Cecilio: 192, 216 Chevènement, Jean Pierre: 297
Chiang Kaishek: 55, 103, 142
Cabral, Amílcar: 288 Christie, Agatha: 77, 147
Cabral, Luiz: 288, 289 Churchill, Winston: 54, 55

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Cismondi, Oscar: 303 Cucchi y Magnani: 138
COB (Central Obrera Boliviana): Cunha, Euclides da: 125
21, 115, 144, 177 Cutulli, Grazia: 214
Codovilla, Vittorio (“Luis”): 118
Coledesky, Dora (“Estela”): 94, 159, Da Silva, Colvin: 121, 144
206, 312 Daladier, Édouard: 35
Colletti, Lucio: 264 Dauder, Jordi: 244, 265, 268, 273,
Colmenares, Francisco: 232, 304 284, 304
Cometta Manzoni, Fulvia: 70 De Gasperi, Alcides: 142, 262
Comité de Solidaridad con la Revo- De Gaulle, Charles: 54, 142
lución Argelina: 162, 203 De Giovanni, Severino: 208
Comité de Solidaridad con la Revo- De la Puente Uceda, Luis: 197, 198
lución Cubana: 203 de La Rocque (coronel fascista fran-
Comité Intersindical: 172 cés): 35
Concentración Obrera: 96 De la Rúa, Fernando: 23
Confederación General del Trabajo De la Torre, Guillermo: 214
(CGT): 46, 47, 49, 57, 107, 155, De Rivera, Primo: 26
156, 172, 175-177, 181, 182, 187- De Vedia y Mitre, Mariano: 19
189, 191, 192, 220, 302, 315, 358 De Yebra, Carlos: 81, 213
Confederación General del Trabajo Débray, Régis: 233
Azopardo: 191 Dedijer, Vladimir: 274
Confederazione Generale Italiana Delgado, Guillermina: 94, 236
dei Lavoratori (CGIL): 263, 267, Delhummeau, Antonio: 293, 305
290, 316, 323, 324 Democrazia Proletaria: 290, 308,
Confederazione Italiana di Sindaca- 309, 311, 314, 316, 318, 322
ti dei Lavoratori (CISL): 263, 267, Di Franco, Alberto: 154, 238, 244,
274, 316 284, 302, 304
Confretta, Teresa (“Irma”): 223 Dickman, Emilio: 45
Constenla, Julia “Chiquita”: 62, 80 Dickman, Enrique: 45, 75, 95, 166
Contorno: 169, 303 Dickman, Margarita: 45
Contreras, Miguel: 187 Diego, Gerardo: 63, 64
Cooke, John William: 187 Discépolo, Enrique Santos: 60
Coral, Juan Carlos: 96 Dorfman, Adolfo: 72
Cortázar, Julio: 25, 274 Dorticós, Osvaldo: 205-207
Costa Pimenta. João Jorge da: 117 Dos Santos, Theotonio: 297
Coyoacán: 85, 293, 295, 303, 304, Du Gard, Roger Martin: 20
306, 312, 313 Dubcek, Alexander: 234
Crispim, Denise: 152 Duclos, Jacques: 142
Crispim, Joel: 152 Ducó, Tomás: 50
Crispim, José María: 131, 135, 136, Dumas, Alexandre (padre e hijo): 39,
138, 151-153 287
Cristalli, Homero (J. Posadas): 84, Durero: 202
116, 146, 179 Durich, Vito: 232
Critica Comunista: 291 Durkheim, Émile: 67
Crotto (Ministro de Agricultura ar-
gentino): 24 Echeverría Álvarez, Luis: 230, 292,
CTA secretaría Micheli: 191, 358 295

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El Nacional: 296 Freres, Pablo: 275, 283
“Elías”: 225 Fresco: 30
Eluard, Paul: 63, 64 Freyre, Gilberto: 125
Engels, Friedrich: 62, 116, 264, 275 Frías de López Buchardo, Brígida:
ERP: 276 32
Estellanos, Washington: 304 Frías, Ismael: 195, 196, 198
Esteso, J.: 303 Frigerio, Reynaldo: 71, 86, 280
Estillac Leal, Newon: 150 Frondizi, Arturo: 150, 157, 167, 177,
Estrada: 72, 83, 304 182, 187, 188, 190, 205, 211, 213-
Excelsior: 292 218, 280
Frondizi, Risieri: 188
Fader, Fernando: 31 Frondizi, Silvio: 80, 169, 188, 303,
Fajardo, Alicia (“Haydée”): 106, 244, 356
273
Fanego, Juan José: 280, 286 Gabin, Jean: 81
Fanjul, Angel (“Heredia”): 94, 159, Gaddafi, Muammar: 265, 266, 316-
204, 207, 235, 236, 238, 312 318
FAO: 286, 288, 293, 294, 303, 306, Gagarin, Yuri: 164
307, 312, 315, 327 Gaitán, Eliézer: 297
Farouk: 163 Galeano, Eduardo: 221
Farrell, Edelmiro J.: 44, 49 Galimberti, Rodolfo: 280, 281, 302
Fausto, Boris, Ruy y Nelson: 123 Gallo, Antonio: 85-87
Federación Obrera Regional Argen- Gálvez, Alejandro: 297, 332, 333,
tina (FORA): 107, 209 343, 344
FELAP (Federación Latinoamerica- Gálvez, Manuel: 44
na de Periodistas): 300 García Lorca, Federico: 63
Ferhat Abbas: 162 García Márquez, Gabriel: 274
Fernandes, Florestan: 118 Gardel, Carlos: 24, 65, 91, 223
Fernández de Kirchner, Cristina: Garzón Maceda, Lucio: 161, 176, 181
163, 296, 353-355 Gay, Luis: 57
Fernández, Dador: 190 Gelman, Juan: 65, 68, 233, 280, 281,
Fernández, Oscar (“Hugo Villa”): 90, 287, 294, 301, 302, 306, 343
222, 223, 227, 269, 284 Genovevo de la O: 230
Ferra, Carlos: 225 Genzano, Alicia: 286
Ferrero: 72 George, Henry: 28
Firmenich, Mario: 280, 281, 301 Gerchunoff, Alberto: 25
Foa, Vittorio: 290 Germani, Gino: 55, 257
Forner, Raquel: 31 Getino, Octavio: 213
Fossa, Mateo: 85, 89 Ghiglerio, Claudio: 271, 274
Fragonard, Jean-Honoré: 145 Ghioldi, Américo: 165
Framini, Andrés: 215, 219 Gikovate, Febus: 117
Franco, Francisco: 50, 149, 205, 316 Gilly, Adolfo: 62, 68, 72, 115, 154,
Frank, Pierre: 204, 242 204, 221, 223, 224, 227, 229, 230,
Frente de Liberación Nacional Ar- 243, 269, 272, 278, 284, 303, 304,
gelino: 204, 297 306, 313, 315, 327, 329, 330, 332,
Frente Popular para la Liberación 333, 342, 344, 345
de Palestina (FPLP): 239 Ginastera, Alberto: 32, 39

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Ginés: 111 Healy, Gerry: 104
Ginés, “Carlitos”: 174 Hecker, Saúl: 161
“Giorgio”: 251, 265 Hendry, Peter: 177
Girondo, Oliverio: 29, 64, 65 Héraud, Javier: 197
Giussani, Pablo: 280, 315 Hernández Arregui, Juan José: 181
Godio, Julio: 286 Hernández, Rosendo: 110
Gold, Michael: 98 Herrera, Casildo: 155
Gomes de Melo, Plinio: 117 Hidalgo, Miguel: 89
Gómez, Alejandro: 217 Hitler, Adolf: 26, 35, 46, 49, 54, 368
González Moscoso, Hugo: 144 Ho Chi Mihn: 72, 147, 277
González, Oscar (“Gallego”): 296, Holden Roberto: 258
299, 300, 350 Hoyos, Félix: 304
Gori, Pietro: 55 Huerta, Victoriano: 230
Gorky, Máximo: 160 Huidobro, Vicente: 63
Goulart, João: 150, 151
Grabois, Mauricio: 131, 136 Ibáñez del Campo, Carlos: 68, 104
Graiver, David: 301 Icaza, Jorge: 97
Gramsci, Antonio: 275, 279, 371 Il Manifesto: 264, 266, 290, 306, 310,
Granados Chapas, Miguel Ángel: 296 315, 336
Granados, Amado: 221, 225 Illia, Arturo: 218
Granma: 164, 226, 230 Ingrao, Pietro: 264, 310, 321, 323
Grupo Comunista Lenin (GCL): 116 International Press Service (IPS):
Grupo Cuarta Internacional (GCI): 279, 282, 287, 315
84, 88-91, 94, 95, 97, 100, 102-107, Ioannidis, Demetrio: 269
110, 144 IPALMO (Istituto per l’America La-
Grupo Obrero Marxista (GOM): 73, tina e il Medio Oriente): 272
88, 95, 97, 100, 103 Iriarte, Roberto: 304
Grupo Oficiales Unidos (GOU): 44, “Isabelle”: 241
49, 50, 58 Ismaïl, Abdel Fattah: 240, 249, 252,
Guardiola, Nicole: 268 256
Güemes, Martín: 52 “Itala”: 271, 272
Guérin, Daniel: 81 Izkovich, Mabel: 62
Guevara, Ernesto (“Che”): 197, 214,
221, 232, 233, 242, 251, 370 Jaruszelski, Wojciech: 287, 304
Guido, José María: 217 Jouvet, Louis: 81
Gunawardena, Leslie: 144 Juan XXIII (papa Roncagli): 218
Gutiérrez Barrios, Fernando: 226, Julián, “Gallego”: 30, 31
229 Justo, Agustín P.: 27, 28, 43, 85
Gutiérrez Menoyo: 232 Justo, Liborio, (“Quebracho”): 85-87
Juventud Socialista (JS): 45, 92,
Habash, Georges: 239 166, 203, 265
Hamery, Abdallah: 249, 252, 253 Jaurés, Jean: 17, 45
Harbi, Mohammed: 204 Justo, Juan B.: 17, 45
Hawatmeh, Nayef, (Frente Demo- Jauretche, Arturo: 20, 44, 68, 181,
crático para la Liberación de Pa- 221, 360
lestina): 239 Jruschov, Nikita: 21, 22, 263
Haya de la Torre, Víctor Raúl: 196

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Kamal: 287 Levene, Ricardo: 67
Kaplan, Marcos: 80, 188, 303 Levingston, Roberto: 219
Karageorgevich, Pedro (rey): 99 Liga Comunista: 117
Katz, Rosa: 300 Ligas Campesinas: 22
Kennedy, John Fitzgerald: 215 Lima Barreto. Alfonso Henriques
Kikich, Esteban: 103 de: 125
Kim Il Sung: 105, 250 Lins do Rego, José: 125
Kipling, Ruyard: 247 Lira Sade, Carmen: 296
Kirchbaum, “el Gaucho”: 82, 94 Lizárraga, Alfonso (“Joel”): 223,
Kissinger, Henry: 258 232
Kominform: 100, 309 Lobo, Aristide: 117
Kordon, Bernardo: 125 Lombardo Toledano, Vicente: 47
Kostov, Iván Yordánov: 143 Lonardi, Eduardo: 155, 175
Krivine, hermanos: 242 London, Arthur: 234
Kronstadt: 378 López Buchardo, Carlos: 32
Kruspkaia, Nadezhda: 28 López Limón, A.: 223
Kubitschek, Juscelino: 150 López Rega, José: 275, 283, 361
Kuomintang: 103, 142 López, Atilio: 161, 176, 192
Lora, Guillermo: 87, 105, 144
La Jornada: 296, 312, 313, 326, 327, Lotta Operaia: 265
333, 339, 341, 343, 347, 350, 357 Löwy, Michael: 130, 298, 304, 335
La Rosa Blindada: 280 Lucha Obrera: 196
Labat, Gabriel (“Diego”, “Estrada”): Lumumba, Patrice: 282
154, 195, 268, 284, 304 Lungarzo, José (“Juan”): 89, 159
Labat, Magda: 269, 284 Lupin, Arsenio: 39
Labiche, Marie-Christine: 241
Labriola, Antonio: 71 Llobet, Cayetano: 297
Lacerda, Carlos de: 150
Laclau, Ernesto: 205, 297, 360 Machado de Assis: 125
Lambert, Pierre: 104, 242, 243, 356, Magri, Lucio: 264, 290, 310, 311
369 Maitan, Livio: 88, 145, 148, 204, 279,
Landini, Raúl: 133 291, 293, 310, 311, 319, 320, 321,
Lanusse, Alejandro: 219 324, 325
Lattendorf, Alexis: 207 Majno, Néstor Ivánovich: 210
Le Bon, Gustave: 67 Malach, Bernardo (Baruch): 84
Lefebvre, Henri: 62, 93 Malach, Daniel: 90
Lefort, Claude: 99, 124 Malakka, Tan: 54
Léger, Fernand: 146 Malatesta, Enrico: 55
Leguía, Augusto: 33 Mallea, Eduardo: 20, 44
Leira, Francisco: 76 Malvagni, Adolfo: 62, 72, 195
Leiris, Michel: 145, 146 Malvagni, Graciela (“Nora”): 149
Leite, Hilcar: 117 Mandel, Ernest, (“Germain”): 88, 98,
Lenin, Vladimir Ilich: 17, 37, 45, 63, 99, 101, 144, 145, 147, 148, 204,
71, 87, 116, 139, 275, 365, 367, 232, 242, 273, 292, 293, 297, 320,
368, 372 332, 333
Leone, Piero: 265, 272, 279 Mangan, Sherry (“Terence Phelan”):
Lesca, Carlos: 62, 63 85

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Mangano, Romeo: 138 Minazzoli, Dante (“Arroyo”, “José”):
Mantegna, Andrea: 233 90, 173, 243, 244
“Manuel”: 235, 240 Mirabal, hermanas: 219
Mao Ze-dong: 103, 166, 250, 370 Mitre, Bartolomé: 29, 360
Marcha: 221 Mobutu, Sese Seko: 258, 282
Marcué Pardiñas, Manuel: 302 Moisés: 223
Marcuse, Herbert: 245, 264 Mommsen, Theodor: 39
Marechal, Leopoldo: 20, 60 Monthly Review: 221
Mariátegui, José Carlos: 42 Montoneros: 22, 280, 281, 286, 301,
Marighella, Carlos: 131, 136 302, 306, 315
Marquis, Gilbert: 292, 312 Moreau, Alicia, de Justo: 165
Martin du Gard, Roger: 20 Moreno, Hugo (“Andrés”): 241, 292,
Martín, “Gallego”: 97 312, 335, 356, 369
Martínez Estrada, Ezequiel: 20, 44 Moreno, Nahuel (Hugo Bressano):
Martínez Zuviría: 49 73, 83, 88, 95, 96, 100, 161, 165,
Martins Rodrigues, Leôncio (“Mota”): 168, 182, 193, 197, 198
118, 120 Morgan, Michèle: 81
Martorell, J.: 197 Moscato, Antonio: 291, 304, 326
Marty, André: 142, 143 Movimento Politico ei Lavoratori
Marx, Karl: 18, 63, 67, 71, 84, 116, (MPL): 264, 290
123, 192, 236, 275, 315, 333, 345, Movimiento 13 de Noviembre: 221,
364, 367-369, 372 222, 224
Massarik: 310, 320 Movimiento de Unidad y Coordina-
Masson, André: 146 ción Sindical (MUCS): 206
Mata, V.: 103 Moyano, Roque (“Pulga”, “Negro”,
Matarasso, maître: 274 “Jiménez”): 97, 159, 170, 174, 353
Mateus, João: 117 Munck, Ronald: 304
Mathias, Gilbert: 304 Muñiz, Roberto (“Puentes”): 90, 94,
“Matilde”: 193 159, 163
Mattaldi, Roberto: 62 Mussolini, Benito: 36, 54, 57, 108,
Mauriño, Vasquito: 301 282, 287, 360
Maurras, Charles: 35
Meishi, Omar: 265, 266 Nadra, Fernando: 208, 209
Mendoza, “Pajarito”: 183, 184, 186, Naguib, Muhammad: 163
193 Naguil, Luis: 228
Menem, Carlos S.: 23, 215, 349, 351, Napoleón Iº: 202, 246
361, 362 Narvaja, Aurelio: 88, 92
Menéndez, Héctor (“Cabezón”): 181, Nassar Haro, Miguel: 227, 228
193 Nasser, Gamal Abdel: 147, 160, 163,
Menéndez, Luciano: 192 220, 239
Mercante, Domingo: 50, 122 Nelson (Milton Camargo): 118, 122,
Merlo, Santiago: 180, 181 123, 127
Mesquita Filho, Júlio: 122 Nelson, Horatio, almirante: 43
Messali Hadj: 162 Nenni, Pietro: 262, 326
Mestre, Michelle: 142, 143 Neri, Luciano: 291, 313
Milano, Jorge: 122 Neruda, Pablo: 63
Milesi, Pedro: 85-87 New Left Review: 264

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Nexos: 296 Socialista de la Revolución Na-
Nin, Andreu: 298 cional, Palabra Obrera, PRT La
Nizan, Paul: 247 Verdad, PST, MAS): 83
Nogara, Zulma (“Costa”): 103 Partido Revolucionario de los Tra-
bajadores (PRT): 97, 331
Ocampo, Victoria: 44, 64, 65 Partido Socialista Argentino (PSA):
Octubre: 73, 85 165, 365
Odría, Manuel: 196 Partido Socialista Brasileño: 122, 130
Olmos, Amado: 161, 219 Partido Socialista de la Revolución
Onetti, Juan Carlos: 221 Nacional (PSRN): 95-97, 148, 161,
Onganía, Juan Carlos: 218-220, 237, 166, 177, 366
238, 360 Partido Socialista de los Trabajado-
Ontañón, Katya: 303 res (PST): 97
Opus Dei: 22, 218 Partido Socialista de Vanguardia
Ortiz, Roberto M.: 43 (PSV): 165-166
Partido Socialista Democrático,
Pacelli, (papa Pío XII): 20, 262 (PSD): 165
Palacios, Alfredo: 96, 165 Partido Socialista Italiano de Uni-
Partido Africano para la Indepen- dad Proletaria (PSIUP): 271, 273
dencia de Guinea Bissau y Cabo Partido Socialista Obrero: 26
Verde (PAIGC): 288 Partido Socialista Revolucionario:
Partido Comunista Argentino 118
(PCA): 88, 125, 206, 208, 209 Pascoe, Ricardo: 304, 344
Partido Comunista Brasileño (PCB): Patrón Costa, Robustiano: 44
116-118, 123, 131, 132, 135, 153 Paulus, Von, Erich: 49
Partido Comunista de Vanguardia, Pavelic, Ante: 99
(PCV): 166 Payán, Carlos: 296, 301, 312, 327
Partido Comunista Italiano (PCI): Pedrosa, Mário: 117, 118
263, 307 Penelón, José F.: 96
Partido de la Democracia Cristiana: Perazzo, L. (“Batata”): 181, 183, 184,
262, 279, 308, 319 192
Partido de Unidad Proletaria Pereira, Daniel (“Gallego”): 197
(PDUP): 290 Perelman, Ángel: 88, 89, 112
Partido de Vanguardia Popular Péret, Benjamin: 117
(PVP): 165 Pereyra, Carlos: 224
Partido Demócrata Cristiano: 129, Pérez Jiménez, Marcos: 178
321 Pérez Leirós, Francisco: 46, 49
Partido Guatemalteco del Trabajo Perna, Corrado: 267, 327
(PGT): 221 Perón, Juan Domingo: 20, 22, 30, 32,
Partido Obrero (trotskista), (PO-t): 38, 40, 43-45, 49-51, 53-57, 59, 60,
130 68, 69, 73, 74, 80, 82, 83, 94-96,
Partido Obrero de la Revolución So- 100, 104, 105, 107, 109, 122, 128,
cialista (PORS): 85, 179 129, 148, 151, 152, 155-158, 160,
Partido Obrero Revolucionario 161, 165, 167, 171, 175-177, 180-
(POR): 83, 96, 97, 115, 122, 158 183, 187, 188, 191, 196, 205, 206,
Partido Obrero Revolucionario, mo- 215-217, 219, 275, 276, 283, 297,
renista (sucesivamente, Partido 298, 320, 351, 358, 359-363

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Peter, José: 51 Raurich, Héctor: 85, 87
Pettoruti, Emilio: 31, 37 Rawson, Arturo: 49
Piacentini, Pablo: 280 Real, Eugenio: 132
Pierini, Titti: 291, 326 Remarque, Eric María: 20
Pierpoch, “Gordo”: 111 Renard, Julio: 70
Pierre Charles, Gérard: 297 Repetto, Nicolás: 165
Pinochet, Augusto: 279 Rey, Esteban: 63, 82, 92, 94
Pinto de Freitas, Antônio: 118, 122 Ricoeur, Paul: 274
Pintor, Luigi: 264 Rifondazione Comunista: 17, 290,
Pío XII (papa Pacelli): 20, 262 307, 312, 321-324
Pipitone, Ugo: 301 Rinascita: 264
Pla, Alberto (“Llanos”): 94, 236, 286, Riva, Danielle: 292
292, 303, 304, 315, 336, 349 Rivadavia, Bernardino: 43
Polioupoulos, Pantelis: 102, 133, Rivera, Diego: 89
144 Rivera, Enrique: 88
Política: 302 Rocambole: 39
Ponomariov, Boris: 269 Rocha Barros: 121
Pontecorvo, Gillo: 163 Rodrigues, Ismar: 137
Posadas, J. (Cristalli, Homero): 84, Rodríguez Araujo, Octavio: 292, 293,
89, 91, 92, 116, 146, 179 297, 305, 332, 344
Posse, Miguel: 84, 88, 89, 91 Rojas, Isaac: 69, 155, 157
Prado Ugarteche, Manuel: 196 Rojas, Manuel: 98
Praxis: 80, 169 Rolland, Romain: 20, 92
Prestes, Luiz Carlos: 118, 131, 136 Romero Brest, Jorge: 39
Proceso: 292, 293 Romero, José Luis: 39, 51, 156, 166
Puiggrós, Rodolfo: 132, 303 Rosas, Juan Manuel de: 52, 360
Rossanda, Rossana: 264, 310, 311,
Quaderni Rossi: 275 320
Quadros, Janio: 129, 130, 132 Rosselli, hermanos: 17, 45
Queiroz, Rachel de: 125 Rousset, David: 99
Quijano, Carlos: 221 Russo Spena, Giovanni: 291, 313,
Quijano, Jazmín Hortensio: 68 319, 321
Quino: 24 Rusticci, Nelson: 130
Quinquela Martín: 31, 75
Sábato, Ernesto: 20
“Rovira”: 207, 238, 244 Sabattini, Amadeo: 68, 175
“Ruggierito”: 30, 31, 78 Saboya (dinastía): 261
Rabinsohn, Hanna (“Anna Pauker”): Sacchetta, Herminio: 117, 118, 121-
143 123, 131
Rajk, Laszlo: 143 Salerno, M.: 103, 117
Rama, Carlos: 221 Salgado, Plinio: 117
Ramírez, Pedro Pablo: 49, 50 Salgari, Emilio: 39, 149
Ramos, Graciliano: 117, 125 Salvo, Hilario: 107
Ramos, Jorge Abelardo: 84, 87, 88, Sammartino, Ernesto: 22
95, 112, 161, 165, 176, 360 Sánchez Viamonte, Carlos: 75
Raptis, Michel, (“Pablo”): 88, 98, 101, Santen, Sal: 204
144, 201, 312, 320, 333 “Santiago”: 193

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Sarmiento, Domingo Faustino: 67, Sous le Drapeau du Socialisme: 264
208, 360 Souza, Manoel (Guillermo Alme-
Sartre, Jean-Paul: 62, 242 yra): 121
Satta, Anna: 279 Speziale, Giorgio: 133
Savio, Roberto: 279 Spilimbergo, Lino: 37
Savonarola: 33 Spivakow, Boris: 203
Scalabrini Ortiz, Raúl: 20, 44, 68 Stacchini, José: 118
Scarabino, Olga (“Miranda”): 103 Stalin, Yossif: 21, 47, 48, 87, 98-100,
Schachtman, Max: 98, 118, 131 103, 125, 131, 132, 136, 142, 209,
Schultz, Pablo (“Enrique”): 94, 105, 235, 242, 262, 311, 367-369
161, 163, 268 Stendhal, Henri Beyle: 287
Scorza, Manuel: 196 Stillman, Pedro, (“Emilio Prado”):
Sedova, Natalia: 195 126
Segovia, Claudio: 214 Stordeur, René: 62
Seif: 255, 258, 259 Stroessner, Alfredo: 69, 151, 152,
Selassié, Hailé: 36, 134, 252 175
Selser, Gregorio: 125, 283 Súslov, Mijail: 269
Sendic, Alberto (“Ortiz”): 103, 126,
146, 204, 241, 245 Tanco, Raúl: 51, 156
Sendic, Raúl: 204 Tavares, Rafael: 220
Sennoussi (dinastía): 265 Teixeira Lott, Henrique: 150, 153
Sepi, Mario: 267, 316 Temps Modernes: 245
Serge, Víctor: 48 Teología de la Liberación: 22
62 Organizaciones: 177, 206 Terra Nuova: 286
Sholojov, Mijail: 125 Tha Thu Thau: 147
Siad Barre: 266 Thorez, Maurice: 142
Siburu, Daniel: 88 Tillon, Charles: 142
Signorelli, Luca: 93 Tito (ver Broz, Josil): 100, 263, 264
Sik, Otta: 234 Togliatti, Palmiro: 108, 262, 263,
Silva: 103 278, 279, 311
Simo, Alejo: 187 Torres, Elpidio: 177, 187
Simöes de Lima, Sebastian (“Pai- Torres, Juan José: 270
va”): 122 Tosco, Agustín: 176, 187
Simon, Michel: 81 32 Sindicatos: 206
Sin Permiso: 280 Trentin, Bruno: 267
SINAMOS: 288 Tribunal Russell II: 271, 272, 274,
Singer, Paul: 130 283
Slansky, Rudolf: 234 Tridente, Alberto: 274, 295
SLATO (Secretariado Latinoameri- Trotsky, León: 17, 18, 45, 47, 8385,
cano del Trotskismo Ortodoxo): 97 87, 92, 98, 102, 116, 119, 131, 133,
Socialist Labour League: 104 137, 139, 141, 160, 168, 192, 195,
Solanas, Pino: 213 205, 210, 228, 230, 235, 236, 239,
Solari, Atilio: 63 249, 270, 280, 297, 310, 320, 330,
Soldi, Raúl: 37 366-372
Solidarnosc: 287, 304, 309, 316 Trujillo, Leónidas: 47, 202, 205, 219
Sosa Molina, Humberto: 27 Turcio Lima, Luis Augusto: 221, 224
Sosensky. Gregorio (“Medor”): 236

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Unamuno, Miguel de: 207 Vigevani, Tullo: 272, 304
Unión Obrera Revolucionaria Villarino: 211
(UOR): 84, 88 Villarroel, Gualberto: 49, 57
Unión Obrera y Popular: 129, 130 Viñas, David: 50, 169, 303
Unione Italiana dei Lavoratori Viñas, Ismael: 169
(UIL): 263, 267 Vitale, Luis: 286
Uno más Uno: 292, 295, 296, 299- Voz Proletaria: 84, 90, 95, 98, 106,
301, 303, 304, 306, 312, 350 158, 203
Uriburu, José E.: 27, 28, 30, 58, 208
Uturunco: 212 Weber, Max: 67
Wilson, John: 129
Valenti Costa, Pedro: 39
Valle, Juan José: 51, 156 Xavier, Livio: 116-118, 121
Vallejo, César: 63, 64, 280
Vandor, Augusto T.: 218, 219, 237 Yon Sosa, Marco (“el Chino”): 221
Vargas, Getúlio: 47, 57, 104, 115, Yrigoyen, Hipólito: 20, 26, 28, 30, 56,
117, 118, 121, 128, 129, 132, 136, 61, 68, 85, 158, 215, 360
144, 150, 297
Vasco da Gama: 249, 252 Zabala Ortiz, Miguel Ángel: 211
Velasco Alvarado, Juan: 69, 197, Zevallos, J.: 195, 199
198, 288, 297 Zinoviev, Gregori: 87, 166, 210
Velasco Ibarra, José María: 104 Zitarrosa, Alfredo: 221
Verne, Julio: 39 Zweig, Stefan: 92

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