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Sobre petulancia y humildad

Luis Vivanco Saavedra

El despliegue de una ignorancia ramplona puede ser muy desagradable, sobre todo si el
contexto es más serio y exige un conocimiento básico de lo que se está comentando. Pero la
infatuación académica me parece mucho peor. La ignorancia que mencioné primero osa –porque
la ignorancia es atrevida, como decía mi abuelita- opinar y juzgar a la ligera sobre cuestiones,
basada en sus impresiones más superficiales y, en el mejor de los casos, elementales. Es verdad
que muchas veces en la vida juzgamos y pensamos así, y eso está en el núcleo de nuestra
autenticidad. Pero si siempre estamos en ese plano, seremos bastante unidimensionales, y en el
sentido más corto de esa expresión…

Y si esto es así, ¿Cómo sería peor lo segundo, la infatuación académica? Este es pecado y vicio
grave de muchos que intentan llegar a ser intelectuales. Prefieren juzgar y “analizar” desde sus
gríngolas eruditas, antes que sentir con las tripas. Ciertamente: las tripas se equivocan, pero son
más honestas que una opinión de uno que no es opinión de uno nada, sino una refundición –a
veces bien mala o mal digerida – de las ideas de algún pensador que nos gusta, nos impacta o
simplemente, como es universal en el vicio académico, está de moda.

Esta infatuación académica, pedantesca, “intelectualosa”, es tan falsa y tan hipócrita, que merece
toda la descalificación que ha causado una fuerte ola de antiintelectualismo en los últimos años.
Esta ola siempre fue fuerte allí donde el pensamiento podía ser más libre, y una de las mentes
más brillantes del pasado (ciertamente, una de las que más admiro de las de hace un siglo),
Thomas Alva Edison, era un aguzado y respetado antiintelectual. Hoy en día hacen falta más
personas geniales así que se enfrenten al temido intelectualismo, que es algo muy lejos al
verdadero juicio intelectual, el cual es ante todo prudente, y mira primero sus propios prejuicios
antes de hacer sus juicios. Pero hoy, claro, no es tan así. Quizá porque si se parara a ver sus
prejuicios, no saldría ni del asombro ni de la tarea de curárselos. Hundido en sus propias
contradicciones, prefiere sus mundos aéreos e ideales, que en verdad no corresponden a nada
real (y cuando se realiza, es muy distinto a la ensoñación intelectual, ¡Y hasta eso han tratado de
justificarlo!) y esta artificialidad es tan intensa, que uno puede reconocer las “escuelas” detrás de
cada visión intelectualosa y snob, y si oye a tal pensador, hasta por el léxico y el estilo, sabrá
que viene de la escuelita marxista, o la escuelita psicoanalítica, o la escuelita teóloga libertina, o
la escuelita de la nueva era, y así ad nauseam. Ciertamente, cada época viste a las reflexiones de
un ropaje de ciertos términos, cierta jerga. Hoy, serán raros quienes al dar una declaración
intelectual no nombren los funestos “parámetros”, ni otros motes del oficio. La palabra de mi
generación era “discurso”, y cuantas burradas no se dijeron empleándola. La palabra, o una de
las palabras de esta generación es “narrativa”, y ya se siguen diciendo a diario, en diversos
medios, tanto algunas cosas inteligentes, como muchísimas más irrelevantes o estúpidas
empleando ese pobre e inocente término, que ya pronto caerá en el desprecio cuando venga otra
palabra de moda. Y sin embargo, si quieren poner en aprietos a muchos de estos pensadores
intelectualosos, no hay manera más simpática y divertida que pedirles que aclaren qué quieren
decir con estos y otros términos de su jerga. Pero esto es un ejercicio cruel, por más risa que
pueda dar. En el fondo, dan cierta lástima estos que merodean y aún medran en el oficio. Dan
lástima, porque quisieran ser intelectuales. Pero ignoran que lo primero que hay que hacer para
ser eso es leer y pensar, y ponerse sumisamente bajo la orientación de una buena mente. Este
consejo no es mío, es virtualmente universal. Lo encontramos en China y la India, mucho antes
de que Platón y Aristóteles fundaran sus respectivas escuelas, pero lo encontramos también en
América y África, donde, con diferencias, quienes querían ir a algo más en su trato con el
mundo, tenían que oír y estar en contacto con la voz de los viejos y las experiencias de los que
ya habían transitado esos caminos. Ese siempre ha sido el consejo, más allá de tal o cual religión
o tal o cual escuela. Hay que pensar, meditar lo pensado, morder, mascar, masticar bien lo
pensado, regurgitar lo pensado, rumiar lo pensado, leerlo y volverlo a leer, pensarlo y volverlo a
pensar. Aún si fuera de un solo libro eso que hacemos, y aún si fuera un libro como la Ilíada o el
Génesis, pero le sacamos, le exprimimos, y lo retorcemos para que salga todo lo que le podemos
sacar, terminaremos volviéndonos seres que nos respetamos a nosotros mismos, y que no
negamos que sabemos algo de eso que hemos pensado. Tendremos prejuicios, ciertamente, pero
prejuicios sólidos y defendibles, que es mejor que tener prejuicios prestados y que solo nos
sirven como los taparrabos para ocultar nuestras vergüenzas, nuestras ignorancias. Leer y
pensar. Ambas cosas son valiosísimas, ambas no solo nos justifican en la existencia sino que nos
contentan con la existencia. Igual terminaremos sabiendo que somos ignorantes, sabiendo que
apenas sabemos, sabiendo que apenas pensamos, sabiendo que el pensar apenas abre un poco lo
pensado. Pero sabremos todo eso DE VUELTA, no por haberlo leído en una hojita por la calle
o en una galleta de té. Sabremos del pensar porque hemos pensado. Eso puede empezar a
redimirnos del intelectualismo y sus detestables vicios y figuraciones. Porque lo que redime de
una mentira es siempre aquello que puede sostenerse como verdad efectiva. Y la verdad efectiva
en este campo no es “Yo caminé”, sin saber del camino, sino “Yo estoy caminando”, y saber dar
cuenta del camino. Inclusive tomando las carencias e ignorancias propias para construir un
testimonio duro, fiel y verdadero.

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