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Hijos: Si me dirijo a todos vosotros, sin excluir a ninguno, los

estudiantes como gremio o comunidad homogénea, no lo hago


ignorando que muchos, muchísimos de vosotros, no lo sois Aquí,
entiendo por estudiantes no a los que se juzgan tales por estar
matriculados en la escuela, colegios, liceos y facultades, en razón
de que estudian determinadas materias en determinadas horas de
determinados días, para obtener, tras largos sinsabores,
determinados títulos o diplomas. Diría que precisamente esos
burócratas y reclutas del aula no son estudiantes, sino que
parásitos de la enseñanza y de la sociedad. Pues si engañaran
solamente a los padres y a los maestros el mal no sería mayormente
grave; es grave porque se engañan a sí mismos y a quienes creen y
esperan en los buenos y en los malos. Pero no puedo separar en
dos clases a los estudiantes y escoger a los mejores, como la
madre tampoco hace eso con sus hijos, buenos o malos.

   Los que han sido maleados por trece años de “tecné” y “pragma”
de la villanía me obligan a emplear un lenguaje excesivamente
severo. Oigo a padres y maestros que están alarmados y también yo
estoy alarmado por lo que leo que hacéis y pretendéis. Me inclino a
pensar por momentos que colaboráis con los enemigos encubiertos
de la nación, tan abundantes antaño y hogaño.

   Me dirijo también como si estuvieran entre vosotros (y no lo están


porque son pobres y no pueden asistir a clase) a los que estudian
en libros que penosamente adquieren usados en las librerías de
lance donde los vendéis, o que los obtienen de bibliotecas o de
amigos que se los prestan a plazo perentorio. A los que sin otros
auxilios que los de los ángeles, procuran surgir de las tinieblas
familiares de la ignorancia. Vedlos detrás de vosotros, observando
la vida como el que mira una lastimadura, acopiando errores junto a
máximas sublimes y entregando su óbolo de monedas para que
vosotros estudiéis. Todo es para ello motivo de asombro: un gran
libro escrito por Dios en caracteres jeroglíficos. Si debo deciros la
verdad, preferiría sentarme junto a ellos para enseñarles a leer con
cuidado, mucho más que para dialogar con vosotros, de igual a
igual, como os place. Los buenos estudiantes son los que leen
cuando existe como un texto con ilustraciones admirables; son,
asimismo, los que, como Sócrates, nunca pisaron una escuela. Los
libros ayudan a saber y juzgar, la vida a comprender y tolerar. Sólo
cuando os sintáis cautivos de una divinidad casi infernal, exigente,
acuciosa, estaréis en disposición de ascender y de ir lejos. Si no os
invade y señorea ese daimón estáis perdidos, aunque estudiéis.

   A mi juicio, estudiante es el que sufre o adolece de una especie de


mal sagrado o fatalidad infortunada que consiste en no estar
satisfecho con las razones que recibe de cualquier fuente de
información y explicación, el que en sí mismo encuentra dificultades
para interpretar y asir los enigmas que lo rodean y que por lo tanto
no se satisface con sofismas y circunloquios. Especie de ser
sediento, ese estudiante, hidrópico, insaciable, voraz, omnívoro,
canibalesco. El que padece una pasión en ocasiones furiosa por
saber, por comprender, por leer, por mirar, por escuchar, más
insaciable y molesto que los niños que preguntan siempre. Pasión
tan despótica e irreflexiva –estuve por escribir irracional- que priva
a la víctima de apetito, de sueño, de solaz. Es peor, si puede serlo,
que estar enamorado. No se vive sino para ese dios, para ese afán,
llámesele cultura o ideal; para ese afán que se convierte en una
necesidad y una costumbre como toda enfermedad verdadera.
Quien siente esa desazón que puede acometer de pronto e
inesperadamente, por ella abandona padres y hogar. Así, como lo
digo, y no juzguéis insensatas mis palabras. Cuando se padece esa
enfermedad o fatalidad, llamada hace siglos pasión y muerte, se
responde así a quienes quieren disuadirnos de seguir ese camino
áspero y doloroso: “¿Quién es mi madre y quiénes son mis
hermanos? Y extendiendo su mano hacia sus discípulos dijo: “He
aquí mi madre y mis hermanos”(Mateo 12, 48/49). Sin ese fuego
sagrado, sin esa pasión, sin esa locura ¿qué se puede aprender y
saber? A los estudiantes en ese grado se les ha llamado alumnos,
discípulos, catecúmenos, acusmáticos y con cien nombres más y
todos significan lo mismo. Muchos siglos atrás formaban logias,
sectas secretas, congregaciones, y se reunían en los templos o en
los cementerios. Saber era salvarse, en efecto. Tanto las
Universidades de la Edad Media como las actuales os convirtieron
de discípulos en estudiantes y a ellos de maestros en profesores.
No creáis que habéis ganado nada. En verdad esto ha sido una gran
desgracia y un gran bien al mismo tiempo. Se democratizó, se
generalizó el saber pero se desvirtuó, se convirtió en oficio. Antes
era artesanía, mester, maestría, devoción. Tenéis que recuperar en
lo posible esa jerarquía sagrada del saber profano. Saber religioso y
laico, pues la religión no puede auxiliar a la enseñanza y acaso sí la
enseñanza a la fe. Pero todo ello viene por sí mismo como una
merced. No toleréis que nadie quiera manejaros el alma, ni que
nadie la toque. Una cosa es que recibáis de vuestros padres y
maestros un auxilio y otra que aceptéis un cepo. No toleréis ninguna
servidumbre, y la de la inteligencia menos que otra cualquiera.

   Pensad esto: que cuando terminéis el bachillerato o alguna


carrera lucrativa, entonces estaréis en condición de emanciparos de
las necesidades groseras del existir, aunque no de las necesidades
superiores del ser. Tenéis que saber que las lecciones más
profundas y esclarecedoras se reciben en los umbrales de la
muerte, y a veces de quien menos lo sospechamos. Empezáis a
estudiar y lo terrible es que no acabaréis nunca. Pues los
mensajeros de la sabiduría no solamente suelen ser mudos sino
que hasta suelen graznar. Yo quisiera veros tejer como la araña o
fabricar un huevo como la perdiz. En todo ello hay sabiduría.
Caminad con cuidado: hay oro bajo vuestros pies.

   No aspiréis a ser profesionales doctorados; esa es una desdicha


inevitable para el estudiante en la sociedad donde vivimos. Aquí,
donde el malabarista, y pronto el violinista, serán individuos
anacrónicos, inmerecedores de ganarse tan absurdamente el pan
que comen. No queráis modificar este mundo terrible que marcha
hacia una gran aurora, pero pensad que un malabarista ha perdido
diez años en hacer bailar un plato en la punta de un bastón, y que
eso requiere tanta precisión y conocimientos como extraer una
vesícula. El porqué se eligen esas maestrías, o predicar a los
hotentotes, para mí es un misterio impenetrable. Hay, quiero
deciros, sabios que no saben nada, y esos ayudan a vivir. Sin los
payasos el mundo sería aún más triste de lo que es, y sin haber ido
a los circos, quizá, los abogados no tendrían tanta piedad de los
huérfanos.

   Vivid y estudiad con pasión, de lo contrario aprenderéis muy poco,


y mal. Cuando obtengáis título o diploma habilitante no seáis
profesionales fríos, de conciencia fría, de tácticas frías, de moral
fría. La técnica conduce al “robot”, a la apatía. Hasta los fotógrafos
saben que deben rectificar la perfección de sus máquinas, y una
pianola es espantosa porque es casi infalible. Después de
Maquiavelo fueron los nazis quienes emplearon una conciencia fría
para la conquista fría del poder, para la lucha fría por la vida y para
la fría inseminación. Con esto os prevengo contra los maestros que
embaucan a la juventud con aparatos de precisión que matan el
alma enfriándola. El Maestro, que lo fue por excelencia, cometió
muchos errores y se le ha reprochado que expresaba la sabiduría
por parábolas, que es el lenguaje de los poetas y no el de los
matemáticos; sin embargo, ¿son menos firmes sus postulados que
los de Euclides? Ya que no podéis elegir vuestros profesores,
elegid vuestros maestros. Y donde los encontréis no los
abandonéis; antes abandonad madre y hermanos. Si el pan y el vino
universitario os sacian, por cierto nunca habéis tenido hambre y sed
de verdad. Y si el saber ha de serviros para mantener y aumentar el
estado social injusto, la opresión del débil y el ignorante por el
fuerte y el sabio, el despojo de la viuda y del huérfano, entonces
creedme que mejor sería clausurar las escuelas, los colegios y las
facultades y vivir como los pueblos ágrafos. Yo no me atrevería a
decir tanto, pero lo han dicho Boas, Toynbee y muchos otros
maestros del alma antigua y mente moderna. Es preferible no saber
nada a saber practicar el mal científicamente. “Considerad en efecto
–dijo Einstein en una alocución a los estudiantes- si la experiencia
de un indio absolutamente salvaje es menos rica y feliz que la del
hombre civilizado común. Me es difícil creerlo. Es profundamente
significativo que los niños de todos los países civilizados gusten
tanto de jugar a los indios”. Pero no insistiré en este tópico
contrario a vuestros intereses. Sólo debo agregar que la inteligencia
es, por lo regular y si no se la labra y se la pule, un diabólico
instrumento de destrucción. Por desgracia el Estado (digo el
pequeño contribuyente), costea los estudios a millares y millares de
vosotros, entre los cuales lo merecerá un diez por ciento. Cada uno
de vosotros cuesta entre ochocientos mil y un millón de pesos y
muchos, obtenido el salvoconducto profesional, se dedicarán a
especular con desdén sobre la sociedad. No todos vosotros pero la
mayoría no retribuiréis a la sociedad lo que de ella habréis recibido;
hasta es posible que desviados hacia la política lleguéis al gobierno
y os apliquéis concienzudamente a esquilmar y embrutecer al
pueblo. Para muchos poseer un título es poseer un arma de
combate y se ufanan de ostentar fortuna y poder como trofeo de
guerra contra el país y sus ciudadanos. No me ocupo de las
excepciones sino de la regla general, porque mi experiencia actual
es la de que sois peores estudiantes que los que yo conocí y traté
hace muchos años. Aquellos eran fogosos, apasionados por saber,
devoraban libros, me asediaban a preguntas y competían por dar
clases mejor que yo. Y eso que yo les enseñaba Literatura, una
materia que les serviría bien poco como arma de combate. Pero
eran soñadores y creían, como yo, en las cosas increíbles. Vosotros
os habéis criado y educado en un ambiente enrarecido; habéis
escuchado lecciones ruines, y si no os limpiáis de todo ese lodo
jamás seréis sino habitantes de un país de cereales y ganados. No
saldrá de vosotros ningún Curie, ningún Édison. Yo no os disuadiré,
si lo creéis de que la riqueza agropecuaria sea mejor que la pobreza
de San Francisco o de Bizet. Sólo os digo que a vosotros nada os
tengo que reprochar ni aconsejar. Hablamos distinto idioma. El país
está enfermo y no es justo que os acuse de estar enfermos de su
misma enfermedad, pero estoy escandalizado se saber –pues
también tengo mis pajaritos-, que procuráis estudiar poco, aprobar
las materias sin saberlas, que atemorizáis o halagáis al profesor
induciéndolo a rebajar el nivel de la enseñanza, a que  sean
indulgentes en demasía, a que os traten de igual a igual, como si
tuvieseis derechos y no deberes, o como si fueseis ya hombres y
mal educados. En la actualidad nadie, y en ninguna parte del
mundo, tiene derechos sino deberes. Tampoco vosotros tenéis más
derechos de los que resultan de vuestros deberes para con la
sociedad, los padres, los  trabajadores que sostienen las
universidades, las ciencias, las letras, las artes y otras instituciones
dignas de respeto (porque las hay, respetables, que no merecen
respeto). Os he oído gritar por las calles que queréis la Reforma
Universitaria, la representación estudiantil, exámenes cada mes,
profesores capaces ( muchas veces lo son quienes consienten que
obtengáis mucho con poco). Está bien. Pero no os he oído que
queréis que se os enseñe mejor y más, que el profesor sea un
profesor exigente y no un monigote que os teme, que estáis
decididos a estudiar bien aunque os enseñen mal y que os importa
un bledo de las disposiciones y reglamentos burocráticos (entre
ellos los programas, los horarios, los exámenes, etc.). Conozco
profesores muy capaces que, transigiendo con vosotros un poco
cada día, llegaron a límites bien tristes de indignidad. Los habéis
hecho cómplices. Obedecieron al capricho de mozalbetes de
vuestra edad y apostura, con dientes de leche o bozo, porque
temían perder su pan y vosotros aprovechasteis de esa situación.
Hubierais sido vosotros quienes, de ser ellos correctos, los habríais
dejado en la calle con sus hijos. Esto es indigno e indignante. Un
buen alumno lo es aun con un mal programa, un mal profesor, una
mala universidad y un mal ministro. En vez de querer reformar
personas y cosas, pensad si no es mejor que os reforméis vosotros;
en este caso, poco importará que las personas y las cosas se
reformen o no. Un alumnado digno, consciente de lo que debe exigir
y tolerar, deseoso de servir a sus semejantes, ávido de sobresalir en
las ciencias, las artes y las letras, aplicado a enaltecer y prestigiar el
nombre de argentinos, decididos a terminar con los traidores a la
patria y al honor, arrasará con todos los obstáculos que halle en su
camino, y no a gritos sino a sangre y fuego. Pero si hace juego de
tahúres, si se beneficia con la ruina del país y con el
embrutecimiento de sus ciudadanos, ¿para qué quiere blanquear las
aulas?

   Algunos de vosotros me han preguntado si era yo contrario a la


enseñanza obligatoria y gratuita, porque no transijo con lo que
cuesta poco. Les respondí: soy contrario a la enseñanza gratuita en
las universidades, donde por lo general sólo estudian los hijos de
los ricos (yo era pobre y no pude estudiar allí), y que hacen su
doctorado a expensas de las sirvientas, de los repartidores de
carne, de los vendedores de zapatos, casi todos sin estudios
primarios. Creo que el Estado (el consumidor contribuyente) debe
sufragar la enseñanza primaria y secundaria, laica y eficiente; creo
que deben habilitarse carreras técnicas que capaciten para enseñar
y ejercer profesiones liberales. Pero no quiere que el abogado, el
ingeniero, el militar de grado, el obispo, se condecoren con el
esfuerzo del pobre y del ignorante. Pues todo eso es muy poco
democrático y yo lo soy de corazón y no de mesa servida.

   No penséis en fruslerías; pensad en lo esencial. Pensad que sois


estudiantes porque debéis estudiar y porque estudiáis a conciencia.
Desarrollad vuestra inteligencia para que todos vuestros
compatriotas nos enorgullezcamos de vosotros y no para que nos
avergoncemos. Cuando seáis superiores a los programas, a los
métodos y a las disciplinas –y es muy fácil-, cuando exijáis más
exigencia y seáis capaces de señalar al mal profesor sus yerros, al
mal decano sus fallas, al mal ministro sus errores, entonces
comprenderéis que ser estudiantes es un privilegio: el de
pertenecer a una de las clases que viven con holgura y al mismo
tiempo comprenderéis vuestra inmensa responsabilidad. Advertiréis
con alegría que estudiar no es una obligación sino un amor tan
casto y tan exigente, tan imperativo y suave que ni la vida vale lo
que él.

   Entonces yo emplearé con vosotros un tono menos severo,


aunque me exijáis más rigor.

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