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Pedro Abelardo

Biog. Monje, filosofo, teólogo y poeta. (N. en Bretaña en 1079. M. en Chalons en 1142.) Su
padre Berenger era hombre rico y le dio una educación esmerada.

Los franceses le nombran indistintamente Abelard, Abeilard o Abailard; este último es el


nombre más ordinariamente usado. En concepto de algunos etimologistas, la palabra Abelardo
era una especie de apodo con que le designaba su profesor de matemáticas, Tirric, que
familiarmente le llamaba lèche-lard (lame-lardo, lame-tocino). ¡Extraña etimología!

Pocos hombres agitaron más la opinión del siglo XII y pocas biografías son tan interesantes
como la de Abelardo.

Bretón de carácter como de nacimiento, Abelardo se apasionó desde sus primeros años por el
estudio; renunció a las glorias militares y se entregó por completo a la dialéctica, arte de la
guerra intelectual, cuyos combates y cuyos triunfos le seducían mucho más que los de las
armas.

Caballeros andantes de la filosofía, los escolásticos acostumbraban entonces recorrer las


provincias, buscando, a un tiempo mismo, maestros de quienes aprender y adversarios con
quienes discutir.

A la sazón los trovadores visitaban los castillos y los filósofos las escuelas. En esta
accidentada existencia de peripatético, Abelardo tuvo, muy joven todavía, ocasiones de oír las
lecciones de Juan Roscelino (Roscelin), a quien él mismo más de una vez, llama su maestro.

Juan Roscelino fue el fundador de la escuela denominada nominalista. Según esta doctrina, los
nombres abstractos como virtud, humanidad, libertad, &c. &c., carecen en absoluto de
existencia real. Nada material representan; y es cada uno de esos vocablos un simple sonido:
el flatus vocis de los latinos.

Esta doctrina del nominalismo fue combatida por San Anselmo, en nombre del realismo,
doctrina antagónica que sostenía la realidad de los nombres abstractos o -como se decía
entonces-, la realidad de los universales. El nominalismo, pues, había sido condenado por el
concilio de Soissons en 1092, como falso en sí mismo; y, además, como incompatible con el
dogma de la Santísima Trinidad.

Veinte años contaba escasamente Abelardo cuando llegó a París, emporio por aquella época
de la filosofía de la edad media conocida en la historia con el nombre de Escolástica.

Escuelas episcopales o claustrales habían reemplazado a las escuelas palatinas de


Carlomagno. Establecidas en conventos bajo la inspección inmediata de los obispos, habían ya
sustituido en aquella época (1100) a las universidades y academias.

La escuela episcopal de París era, a la sazón, la más famosa y la más concurrida, y su jefe o
cabeza era el archidiácono Guillermo de Champeaux, denominado Columna de los doctores.

Abelardo acudió a oír las lecciones de Guillermo y muy pronto el discípulo se convirtió en
competidor. Estudió en París primeramente Retórica, Gramática y Dialéctica (trivium); estudió
en seguida Aritmética, Geometría, Astronomía y Música (cuadrivium); y con esto se halló ya en
posesión de la enciclopedia de aquellos tiempos. Seguro de su ciencia, buscó lugar a propósito
en que establecer su cátedra y escogió a Melún, ciudad muy importante por aquel entonces, y
en ella fundó en 1102 una escuela que trasladó muy pronto a Corbeil, quizás para hallarse más
próximo a París, cuya escuela de Nuestra Señora era el blanco de sus aspiraciones, al cabo
realizadas.
Abelardo combatió a Guillermo de Champeaux, corifeo del realismo, y tanto le estrechó con sus
argumentos, que Champeanx hubo de modificar, al fin, su doctrina del realismo.

Triunfo tan brillante consolidó la reputación de Abelardo.

Habiendo sido su adversario nombrado obispo de Chalons-sur-Marne, ascendió Abelardo a jefe


de la escuela de París, donde llegó brevísimamente al apogeo de su celebridad.

«Por todas partes, dice Carlos Rémusat, se hablaba de él; desde Bretaña, desde Inglaterra, del
país do los Suevos y de los Teutones venían gentes a oírle: la misma Roma llegó a enviarle
alumnos. Los transeúntes se detenían a su paso para contemplarle; los vecinos de las casas
bajaban a sus puertas con el fin único de verle, y las mujeres levantaban las cortinas que
cubrían los vidrios ruines de sus estrechas ventanas. Habíale adoptado París por hijo suyo y le
consideraba como a su lumbrera más esclarecida. Enorgullecíase en poseer a Abelardo y
celebraba unánime este nombre, cuyo recuerdo, aun después de siete siglos, es popular
todavía en la ciudad de todas las glorias y de todos los olvidos. Pero no brilló solamente en la
escuela. Abelardo conmovió la Iglesia y el Estado y ocupó preferentemente la atención de dos
grandes concilios.»

La escuela por él establecida en París fue tan célebre, que, según dice Guizot, se educaron en
ella un Papa (Celestino II), diez y nueve Cardenales, más de cincuenta Obispos y Arzobispos
franceses, ingleses y alemanes, y un número mucho mayor de controversistas, entre ellos
Arnaldo de Brescia. Dícese que el total de sus discípulos en aquella época ascendía a 5000.

Tal era la muchedumbre de oyentes que de toda Francia y aun de toda Europa atrajo la fama
de Abelardo, que, según él mismo cuenta, las posadas no eran suficientes para hospedarlos, ni
para alimentarlos era bastante aquella tierra. Por donde quiera que iba, parecía llevar consigo
el ruido y las muchedumbres.

«Al cabo, dice el ya mencionado Rémusat, para que nada faltase a lo peregrino de su vida y a
la popularidad de su nombre, el dialéctico que había eclipsado a Guillermo de Champeaux, el
teólogo contra el cual se levantó el Bossuet del siglo XII (San Bernardo), era hermoso, poeta y
músico. Componía en lenguaje sencillo y aun vulgar, canciones que solazaban
extraordinariamente a las damas y divertían sobremanera a los estudiantes. Canónigo de la
Catedral y profesor del claustro, fue amado hasta la abnegación más heroica por una noble
criatura que amó como Santa Teresa; escribió a veces como Séneca; y cuya gracia debía de
ser irresistible, dado que logró encantar al mismo San Bernardo.»

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