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WEMMY
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contraponer el individuo a la sociedad o a lo social y recu perar así la extraña
teoria durkheimiana de las dos con ciencias. Al contrario, se puede explicar la
construcción del sentimiento de distancia y oposición con respecto a la sociedad
como la manifestación de la actividad de los indi viduos que induce a ver los
conflictos intrapsíquicos como conflictos sociales, «El conflicto entre el individuo
y la so ciedad prosigue en el individuo como un combate entre las partes de su
sen».2 La singularidad de esas actividades in dividuales sigue siendo
totalmente social. Por esta razón, he decidido designar el conjunto de esas
actividades social mente situadas mediante la noción de experiencia social, una
noción cuyo interés estriba en designar con la misma palabra dos grandes
tipos de fenómenos.3
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quisieron y aún quieren someter al individuo, en todo su ser, a la sociedad, la comunidad,
lo sagrado... No obstan te, como es evidente, esta posición tropieza con una dificul
tad científica irreductible, porque no se advierte qué na turaleza y qué barrera
habrían de limitar, por principio, el influjo de lo social. Este dualismo ontológico
que contra pone al sujeto con la sociedad choca contra el espíritu mis mo de
la ciencia concebida como el establecimiento de causas. De hecho, ese dualismo,
en el que cada uno de no sotros suele creer para sí mismo, tiene que explicarse so
ciológicamente, lo cual implica rechazarlo en términos de método.
Hay otra manera de resolver la paradoja de la doble afirmación del influjo de lo
social y de la autonomía del ac tor, y consiste en pensar que la acción social, aunque
todo poderosa, no es homogénea y no está integrada ni organi zada en torno a un
programa o una lógica única. Esa es la fórmula que parece convenir cuando nos
alejamos de lo que he llamado la sociedad y de la figura del individuo ge nerado
por ella. En tal caso, hay que admitir que el actor es tá atravesado por lógicas
diferentes, no necesariamente coordinadas, y que es un verdadero actor en la
medida en que debe ajustarlas a través de él. En otras palabras, el actor está
programado, pero lo está de varias maneras, lo cual lo obliga a actuar. Şu
«libertad» es, más que un postu lado ontológico, una necesidad práctica, una
obligación de ser libre porque la dramaturgia social no está escrita de
antemano, o, para decirlo con más precisión, porque está escrita en varios
lenguajes y en distintos pentagramas. Este tipo de solución invita a poner de
relieve las lógicas de la acción que se cruzan en la experiencia social de cada
uno de nosotros sin encajar nunca perfectamente unas en otras. La experiencia
social se define, entonces, por la pre sencia de varias lógicas y por la actividad
del sujeto que las articula.
Esta estrategia intelectual fue esbozada por Weber cuando definía una serie de
tipos puros de la acción. O bien se considera que a cada clase de sociedad le
corres ponde un tipo puro de acción —solución que no parece ser la escogida por
Weber-, o bien se estima que esos tipos puros de la acción coexisten y se cruzan
en la misma socie dad y en el mismo individuo, obligados entonces a
arre
glárselas con ellos. 4 En ese caso, la racionalización del mundo, la modernidad,
no se define tanto por el reinado hegemónico de la razón instrumental, de la
racionalidad con respecto a los medios, como por la independencia cre
ciente de cada lógica de la acción, por una «guerra de los dioses» que se libra en cada
uno de nosotros. Así, el desen cantamiento del mundo es, más que el olvido de lo
sagra do, la pérdida de la unidad del sentido vivido, postulada todavía por la
idea clásica de sociedad y en la cual Weber creía muy poco cuando hablaba del
pathos funcionalista que afirmaba la unidad de los valores. En esa perspectiva,
como suponía Nisbet, la sociedad de los sociólogos funcio nalistas no era más que una
manera de rehacer la comu nidad en la modernidad.5
¿Cómo definir las lógicas de la acción que se cruzan en la experiencia social? Antes
de definir cada una de ellas debo decir lo que entiendo por lógica de la
acción.
En primer lugar, las lógicas de la acción son sistemas de significación,
familias de motivos, de justificaciones o, si se prefiere decirlo así, de buenas
razones. También en este aspecto podemos seguir a Weber cuando distingue
tres grandes familias de motivos. Puedo justificar mi ac ción y ser comprendido
de inmediato por otro porque esa acción es producto de la tradición, de los usos,
de las cos tumbres, de las maneras de hacer y de pensar comúnmen te
compartidas, sin que necesite ir más allá de esa familia de motivos. Para decirlo en forma
sumaria: el individuo siempre es capaz de explicar que hace lo que hace porque así
se hace en el mundo social en el cual vive. Detrás de estas razones «tradicionales»,
habría dicho Weber, se ha llan mitos, culturas, sedimentaciones históricas,
pero no hace falta tener clara conciencia de su existencia. En ge neral, los
actores dicen: «Hago esto porque todos lo ha
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del sujeto y obstáculos sociales que se oponen a su realiza ción. Desde ese punto de
vista, es mejor hablar de lógicas y no de racionalidades, a fin de evitar el malentendido
con sistente en derivar los distintos tipos de acción de una ra zón «práctica» que
sea su patrón y común denominador, con el pretexto de que la razón es la cosa más
compartida y más inmediatamente comprensible, más allá de la di versidad de las
culturas. Ahora bien: en un plano analíti co, resulta importante distinguir con
claridad las diversas lógicas, aun cuando sólo sea para ir hasta las últimas con
secuencias de la hipótesis de que las sociedades ya no son la sociedad y ha dejado
de considerárselas un principio central.
Programación e integración
cen». También puedo justificar mi acción por el hecho de que persigo metas
precisas y de que mi conducta me pa rece un medio racional de alcanzarlas, habida
cuenta de mi situación, mi información y mis recursos. Por último, puedo justificar mi
acción por medio de una racionalidad moral, una ética de la convicción que no se confunde ni
con las rutinas tradicionales ni con una racionalidad limi tada: hago esto porque
está bien, porque es lindo o, en tér minos más comunes y corrientes, porque «me
gusta»...
Las lógicas de la acción no son sólo grupos de motivos; son también puntos de vista
sobre lo social, lógicas más cognitivas que normativas, que implican un tipo de repre
sentación de la sociedad tal como el actor la construye. Son maneras de definir la
naturaleza de la sociedad y de definirse a sí mismo. Con los motivos y las
justificaciones «tradicionales» se pone en juego una representación de la
sociedad como un orden, una cultura, un sistema de posi ciones sociales y de roles,
y la identidad que movilizo es la de una posición y un rol, un yo concebido como la
manifes tación singular de un nosotros: nosotras las mujeres, no sotros los
hombres, nosotros los obreros, nosotros los fran ceses. . . nos comportamos de este
modo. Cuando el actor plantea motivos de índole racional, cambia de
punto de vista; se define por sus objetivos y sus recursos al concebir a la
sociedad como un conjunto de restricciones y oportu nidades. No se ve y, por
lo tanto, no ve al mundo exactamen te de la misma manera que en el caso anterior. Por
último, la lógica «ética» lo exhorta a definirse como un sujeto más bien crítico y
distante con respecto a una sociedad percibi da como una forma de dominación o
de obstáculos a su ac cionar. Cada lógica de la acción involucra, pues, una
teo ría «natural» de la vida social y, como veremos en otro ca pítulo, también una
racionalidad normativa, una con cepción de la justicia y de la «buena sociedad».
Şi utilizo la noción de lógica de la acción es, sobre todo, porque cada una de esas
lógicas remite, desde la óptica so ciológica, a un tipo de explicación o de
causalidad. La ac ción tradicional se explica mediante mecanismos de socia
lización, mientras que la acción racional exige otro tipo de causalidad,
fundada en cálculos de oportunidades y en juegos. Por último, la lógica «ética» se
explica de manera «dialéctica» por las tensiones entre definiciones culturales
Querría redefinir aquí el tipo puro de la acción tradi cional desvinculándolo de la
tradición propiamente dicha. Es preferible hablar de una lógica de la integración o de
una acción programada. Aun cuando la atmósfera intelec tual de estos tiempos sea
antiholista, no hay ninguna ra zón seria para rechazar la intuición esencial de la socio
logía clásica según la cual somos el producto de una socia lización y una
programación fuertemente inscriptas en nosotros. Por un lado, la vida social nos
precede y nos cons tituye, aunque sólo sea por la lengua; por el otro, se nos resiste.
Como decía Durkheim, ejerce una coacción que es mucho más profunda porque no la
sentimos y es una «se gunda naturaleza», un hecho social interiorizado, un ha. bitus
en el sentido que le confieren Bourdieu o Elias. El hecho de que el programa sea
recargado y ratificado sin cesar por diversos mecanismos de control social, de que sea
probablemente más complejo y lábil de lo que postu lan algunos clisés, no modifica
en absoluto las cosas: ac tuamos implementando modelos que hemos
interiorizado, trasladando el control externo a un control interno el de nuestra
culpa-. Muchas de mis conductas más o menos rutinarias y apenas conscientes
derivan de que soy lo que han hecho de mí, lo que han grabado en mis maneras
de ser más espontáneas. Hablo, camino, miro, escucho y
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pienso con los programas, los códigos y las categorías que la socialización ha
inscripto en mí. Todo ello está tan pro fundamente anclado, que es lícito
preguntarse si se trata en verdad de una lógica de la acción. Debemos responder
afirmativamente, puesto que esa lógica genera conductas y puntos de vista
particulares, y, en especial, porque para mantenerla es indispensable una
actividad tendiente a la
integración.
dad, es indispensable también que el actor nunca deje de actuar como cada
uno de nosotros lo hace sin pensar si quiera en ello, al«afeitarse», al vestirse,
al saludar al ven dedor de diarios y a los compañeros de trabajo.
Además, es suficiente con que no nos devuelvan un saludo para «enfermarnos».
Estamos programados, sin duda, pero el programa languidece cuando
deja de funcionar. Las in ternaciones prolongadas «desocializan» al enfermo,
que se abandona, se deja estar, pues no se le pide otra cosa que ser un cuerpo
enfermo.
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Identidad
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Los otros
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es tanto más consistente cuanto que pertenece a un «noso tros» nítidamente
diferenciado de los otros. Para que los obreros sean obreros, los burgueses
deben ser burgueses; para que los hombres sean hombres, las mujeres deben
ser mujeres. Por ello, esta lógica de acción recela de los juegos fronterizos, de las
ambigüedades, y se espanta de todo lo que amenaza el basamento identitario
profundo, de todo lo que es queer.
En la lógica de la integración, las normas que encua dran las relaciones sociales y
las conductas son vividas co mo expresión de lo que es normal, de lo que se
puede o no se puede hacer. Y esas normas son tanto más «morales» cuanto que casi
siempre se las percibe como derivación de valores indiscutibles y sagrados;
atentar contra ellas es destruir la totalidad de un orden social que no quiero for
zosamente por sí mismo, sino porque condiciona mi propia identidad, El crimen
puede no afectarme personalmente —después de todo, no me agreden a diario
en la calle, pero me molesta porque significa que las normas que fun dan mi lugar
y mi acción están amenazadas; como se dice entre amigos: «¡Es una cuestión de
principios: imagínate si todos hicieran lo mismo...!». Por esta razón, el castigo no
apunta de manera prioritaria ni al culpable, que no se enmendará, ni a la víctima,
que no recibirá consuelo, sino a los terceros ausentes, cada uno de nosotros, para su
tran quilidad. Cuando actúa bajo la influencia de esta lógica, el actor social es un
durkheimiano o un parsoniano espon táneo, no sólo porque obra como lo prescriben
esas teorías, sino también porque ve el mundo como estas lo suponen.
bían perdido toda referencia normativa: eran el producto de familias
deshechas o en crisis, o bien víctimas de la fal ta de control social y de la
«deserción» de los adultos, ya no creían en nada, no había padres, ni curas, ni
autoridad... Y si formaban bandas, lo hacían para sentirse más fuertes
en sus pequeños grupos, que se enfrentaban unos a otros. Cuando, en oportunidad de
otras investigaciones, les pre guntaba a los docentes por qué tantos alumnos
fracasa ban en la escuela, me daban las mismas explicaciones: «deserción de
las familias, pérdida de referencias, crisis de la autoridad y de la cultura,
anarquía de los medios de comunicación... Los docentes planteaban también
una explicación a priori contradictoria pero igualmente «inte gradora»: la de la
distancia entre la socialización familiar y la socialización escolar. En este punto, el
fracaso se ex plicaría por el orden, más que por el desorden; si los alum nos
fracasaban, era porque no estaban programados en las categorías de la escuela.
Cuando funciona como corresponde, la lógica de la in tegración se desenvuelve
como un piloto automático que supone la imagen de un actor casi ciego y movido
por la sociedad. Esto es lo que tanto se le reprochó al funciona lismo y a sus
versiones críticas. Pero la acusación es muy exagerada, puesto que el
paradigma de la integración no les impide a los actores actuar para asegurarla. El
indivi duo debe, sin duda, arbitrar en la multiplicidad de sus ro les sociales para
construir una forma de integración sub jetiva y personal. Esta necesidad sería
incluso el origen del sentimiento de individualidad, como señalaba
Piaget: «Quien pertenece a un solo conjunto social no puede tener
conciencia de su individualidad».? Durante una investiga ción centrada en
los alumnos de la escuela primaria, ob servamos que los niños se permitían
formular juicios mo rales autónomos cuando comprobaban que las opiniones del
maestro y las de sus padres no eran exactamente igua les, y sobre todo cuando
veían que los docentes y los pa dres eran «injustos», es decir, no del todo
fieles a los prin cipios que enunciaban.8
Crisis
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En otras palabras, salvo en el dibujo teórico muy abs tracto de las sociedades
tradicionales, ningún orden tiene la coherencia suficiente como para dispensar
a los indivi duos de actuar y mantener su identidad en medio de un relativo desorden.
Los primeros sociólogos de la Escuela de Chicago pusieron en práctica este tipo de
razonamien to para analizar los procesos migratorios percibidos como
transformaciones identitarias en una ciudad «desorgani zada» y conmocionada por
recomposiciones constantes. En realidad, la lógica de la integración sólo despierta
el interés de los sociólogos en la medida en que esta última no está asegurada,
en que las sociedades modernas se ha llan siempre en crisis, porque en ellas el
cambio es la re gla. En este caso, los actores ya no pueden dejarse llevar por la
integración del sistema y actúan para integrarse, para hallar un lugar, para
alcanzar una coincidencia en tre sus posiciones y su subjetividad. Salvo en las
socieda des tradicionales y en las rutinas —se dicen, la lógica de la integración
no es un hecho adquirido: se trata en ver dad de una acción.
No resulta sorprendente, por lo tanto, que una larga tradición teórica analice los
movimientos sociales en tér minos de respuestas a crisis sociales, de
movilización ten diente a producir una nueva integración. Varias tesis se
cruzaban a este respecto en el momento triunfal del fun cionalismo parsoniano.
Una de ellas era la de la sociedad de masas. Puesto que la modernidad atomiza
las identida des, las comunidades locales y los grupos intermedios, los individuos
menos estables y más anómicos se moviliza rían, a menudo en movimientos de
características autori tarias, con el propósito de recuperar un orden y una inte
gración, volver a trazar sólidas fronteras entre «ellos» y «nosotros» y restaurar la
unidad amenazada.9 Este razo namiento fue ampliamente utilizado, por supuesto,
tanto enel análisis del fascismolo como en el del populismo pe ronista.l1 La
cuestión de la frustración relativa representa
una versión parecida del mismo paradigma 12 Las movili zaciones colectivas
constituyen intentos de reducir las di sonancias y las frustraciones
originadas en la tensión en tre posiciones y oportunidades, condiciones y
modelos cul turales interiorizados. La crítica, la impugnación y la lucha derivan del
deseo de recuperar la integración per dida. Las movilizaciones colectivas
son el producto casi mecánico del impacto del cambio sobre el orden
social; se trata de tentativas de generar nuevos órdenes cuando los equilibrios
de la integración resultan inciertos, las pro gramaciones subjetivas no
corresponden ya a las circuns tancias objetivas y las identidades son
frágiles. Con ello, la importancia de los movimientos se define por el «nivel
de las normas y de los valores que ponen en tela de juicio, y los movimientos mismos
constituyen un artificio del sis tema que conduce a nuevos equilibrios, 13
Este tipo de análisis ha sido muy criticado en razón de su carácter conservador,
puesto que, en el fondo, todos los movimientos sociales son caracterizados en ellos como
sig nos del desorden, y los actores, como aparentemente fal tos de proyectos y
racionalidad. Sin embargo, la virulen cia de esas críticas no debe llevarnos a ignorar
que esa dimensión «integradora» se presenta en muchas de las lu chas y reivindicaciones
en que se defienden posiciones, un orden considerado justo y que se halla en peligro,
identi dades colectivas y personales anudadas unas a otras y, en definitiva, una
visión integrada de la vida social. Por otra parte, es probable que los
movimientos más radicales no escapen a esta lógica cuando tienden a definir al
capitalis mo como la «anarquía», y al comunismo, como la comuni dad
recuperada.
Estrategia
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ción social y cultural, el habitus, es también una estrate gia utilitaria de los más
adaptados. 14 Al seguir sus incli naciones «naturales», los individuos
realizan sus intere ses. En función de sus gustos, se casan con la persona
más adecuada para promover sus intereses, estudian lo que les conviene, tienen
los amigos más útiles... De hecho, es ta adecuación entre el habitus y la utilidad
opera en con tra de los grupos dominados, que sólo tienen ambiciones
modestas fundadas en el ajuste de sus intereses a sus posibilidades objetivas. Así como
no hay motivo para re chazar la hipótesis del habitus y la socialización, aquello que
he designado «lógica de la integración», no creo que sea posible confundir esta
última con una lógica del inte rés. Lo que podía ser válido para el mundo
cabilio de la dé cada de 1960, cuando el mercado, muy limitado, estaba to
talmente inmerso en la comunidad, no lo es hoy, cuando los actores tienen la
sensación de que diversos mercados amenazan constantemente las identidades
y los lazos so ciales. Y esto no es nuevo: basta con leer a Balzac para comprobar
que los cálculos y las ambiciones no dejan de enfrentarse con las tradiciones y
las identidades deriva das de ellas, y advertir que la guerra entre el mercado y la
integración social, entre el capitalismo y la sociedad, cons tituye la dramaturgia
fundamental de las sociedades de nuestro tiempo.
El hecho de que los dos mundos terminen por acordar y hacer a un lado los
compromisos en nada invalida un con flicto que nos obliga a distinguir una
lógica de la acción autónoma, a la que doy el nombre de «estrategia».
Saludar a alguien porque tal es la costumbre y, además, una ma nera de señalar
mi pertenencia al grupo y de asegurar mi integración, no es exactamente lo
mismo que interponer me en el camino de una personalidad para estrecharle la
mano y obtener algo de ella. En términos weberianos, el «sentido pretendido» no
es el mismo, y todos sabemos ha cer esa diferencia en el teatro de la vida cotidiana.
La de cisión de estudiar matemática porque es una tradición fa miliar, un
deseo personal o un interés escolar bien enten
dido supone tipos de motivos claramente identificables, que todos los alumnos
distinguen con facilidad: basta con preguntarles. 15 De igual manera, no es
exactamente lo mismo votar a la izquierda porque esa es la regla del gru po en que
vivo, porque es una estrategia de defensa de los intereses de mi corporación o
porque es una convicción moral. Sólo puede ser lo mismo si considero que mis
creencias y mis intereses no son sino artimañas de la so cialización,
ilusiones que siempre es posible desbaratar
cosa que los sociólogos hacen sin inconvenientes cuando se trata de los demás y
con menos frecuencia cuando se trata de sí mismos—. No hay buenas razones para
creer que la socialización es una mera artimañas delinterés, así como no las hay
para creer que el interés radica por com pleto en el programa de la socialización.
Una vez que actuamos para alcanzar objetivos y satis facer preferencias,
por vagas y múltiples que estas sean, la lógica de nuestra conducta se
desplaza con respecto a una acción integrada y programada. Lo que está en
juego no es la antropología misma, la concepción misma de la «naturaleza
humana». Es la antropología de la Ilustración inglesa, una forma más o menos
radical del utilitarismo contra la cual, además, la sociología de la integración y
de la sociedad siempre combatió. Preferiré, sin embargo, la noción de
estrategia a la de utilitarismo o racionalidad, porque me parece menos
ambigua y ambiciosa. Con de masiada frecuencia comprobamos que la noción de
interés no hace sino evocar intereses económicos o políticos «du ros»; ahora bien:
sabemos que los intereses pueden ser mucho más inestables, múltiples, fluctuantes,
y, en par ticular, que se despliegan en una multitud de registros. En lo que
respecta a la racionalidad, se trata de una no ción extremadamente exigente,
porque siempre es tan li mitada y lábil que termina convirtiéndose en «buenas ra zones»
que, a la larga, no tienen más que un vínculo difuso con la «razón». La estrategia,
por lo tanto, significa sim plemente que el actor define objetivos y se procura los
me dios de alcanzarlos.
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El yo como recurso
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Competencia y competición
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WYM UMmhmmm
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talismo y su dominación. Después de todo, el marxismo volvió esta visión del mundo
contra sí misma al desmitifi carla y llevarla hasta sus últimas consecuencias para
des baratar sus artimañas e ilusiones en nombre de una re presentación
absolutamente estratégica de la acción. Ade más, como bien lo muestra Will
Kymlicka, la moral utili tarista no sólo acompañó al reinado del capitalismo y el
mercado, 21, sino que liberó a los individuos de las jerarquías morales
comunitarias y sagradas, al permitirles definir sus propias utilidades y
otorgarles el derecho de promo verlas contra los órdenes jerárquicos
tradicionales.
Subjetivación
comprender el mundo. Después de agotar las explicacio nes de la
delincuencia en términos de crisis de la integra ción, los individuos que mencionó
algunos párrafos atrás ensayaban otras explicaciones. Según ellos, la
delincuen cia sería una conducta racional que permite procurarse bienes
deseables sin correr muchos riesgos: los jóvenes más pobres adquieren por
otros medios lo que no consiguen le galmente; con el desarrollo del
consumo, los bienes dispo nibles se han multiplicado, la represión policial es
muy po co eficaz...y, a fin de cuentas, no es irracional ser ladrón. Por
otra parte, el ejemplo vendría impuesto desde arriba, con la delincuencia de
cuello blanco, y los cuantiosos in gresos de los dirigentes podrían bastar para
neutralizar los escrúpulos morales de los delincuentes. 19 Todo sucede
como si la gente hubiese leído las tesis de Gary Becker acerca de la cuestión.20
El castigo no es tanto una repara ción moral como una disuasión y un
precio que se impone al delito, al extremo de que llega a ser demasiado
costoso como para que la apuesta valga la pena. En lo concernien te a los
análisis de las desigualdades y los fracasos escola res, tras denunciar la crisis
moral de las familias y la dis tribución desigual de los capitales culturales, los
docen tes, a menudo los mismos que antes, describen el papel de los mercados
educativos y las diferencias de información de las familias, se refieren a la
devaluación de los títulos, explican que los menos favorecidos tienen menos
interés en los estudios prolongados. En resumen, después de ra zonar como
Bourdieu razonan como Boudon, pero nunca oponen radicalmente estas
dos maneras de pensar.
Al fin y al cabo, la lógica estratégica construye una perspectiva sobre la
vida social tan coherente y fuerte co mo la de la integración, y el hecho de que
esta construcción tenga origen en el pensamiento utilitarista y liberal in glés no
podría reducirla a una mera excrecencia del capi
- Si bien para que se configure una experiencia social, para que los individuos
tengan problemas que resolver y arbitrajes que efectuar, y para que tomen
distancia res pecto de sí mismos, es menester que haya al menos dos lógicas de
la acción, esta condición resulta necesaria pero no suficiente. En efecto: si
pretenden dominar esta duali dad más o menos tensa, los actores deben ser
capaces de adoptar otro punto de vista, según el cual no sean reducti
bles ni a su socialización ni a sus estrategias. Ese punto de vista, o esa
lógica, es la concepción que tienen de sí mis mos como sujetos, es
decir, en cuanto son capaces de defi nir el sentido autónomo de su acción.
A pesar de un retorno espectacular, luego de algunos decenios en que
se proclamó su «muerte», la noción de su jeto es una de las más ambiguas.
Se hace necesario, en tonces, explayarse un poco sobre ella, para evitar el
riesgo de recaer en la ontología de un sujeto no social contra la cual se
constituyó el pensamiento sociológico. Más preci samente, hay que
explicar en qué sentido el sujeto es una producción social que se vive
como no social al permitirle a aquel percibirse como el principio de su
acción, sin que se pueda decir, empero, que se trate de una ilusión. Dado
que el sujeto no es un ser, sino un tipo de actividad y un ti
19 La sociología de la delincuencia atribuye mucho peso a esos análi sis salvajes: la delincuencia
depredadora aumenta desde la década de 1950 con la multiplicación de los bienes disponibles, los
delincuentes son los más pobres de los jóvenes, la policía detiene a muy pocos de los
autores de las depredaciones, el juego no tiene muchos riesgos. . . Véa se P. Robert, Le
Citoyen, le crime, op. cit.
20 Gary S. Becker, «Crime and punishment: an economic approach», Journal of Political Economy,
76(2), 1968, págs. 169-217,
21 Will Kymlicka, Les Théories de la justice: une introduction, París: La
Découverte, 1999.
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ta de constituir un yo [Jel que nunca sea identificable con los diversos yoes (Moi)
sociales aunque esté entrelazado en ellos. Como es evidente, la inmanencia
progresiva de la concepción de un sujeto descendido a la tierra no deja de plantear
numerosos problemas. Es preciso, ante todo, dis tinguirla del narcisismo
moderno, que no sería más que la manipulación del sujeto por el sistema de
consumo y, en definitiva, su disolución en una serie ininterrumpida de
estereotipos sociales que definen sus necesidades. Es pre ciso también
distinguirla de las identidades sociales sin las cuales no existe sujeto alguno,
pero que siempre amena zan con reducirlo a la comunidad, como lo demuestran
los debates recurrentes sobre la articulación entre los dere chos fundamentales de los
individuos y las tradiciones co munitarias. En ese sentido, hay algo de ridículo y sospe
choso en la afirmación plena y total de ser un sujeto, pues nadie lo es nunca del
todo.
po de relación consigo mismo y con los otros, en lugar de la noción de sujeto,
a menudo demasiado «heroica» y «meta física», prefiero la noción de
subjetivación. Al igual que la integración y la estrategia, la subjetivación
designa una lógica, un proceso, y no un ser,
En la gramática weberiana de los motivos, el sujeto es definido como origen de su
acción cuando apela a sus con vicciones, su libertad, su singularidad, sus
derechos, su creatividad. ,. Esto es, cuando apela a un orden de moti vos
apoyado en una representación cultural que lo separa de sus pertenencias sociales y
sus intereses, Hay, en con secuencia,
una lógica de subjetivación fundada
en una re presentación del sujeto dada por la cultura, el arte, la reli
gión..., todo aquello que pone la vida social a distancia, todo aquello que hace
que cada individuo pueda percibir que no está totalmente enligado a la
sociedad. Si nos ate nemos al relato de Louis Dumont, en un principio, esta
concepción del sujeto se situó «fuera del mundo», antes de que la modernidad la
inscribiera poco a poco en los dere chos naturales, en la razón, en la libertad de
conciencia y en el individuo mismo ahora dotado de un carácter sagra do o, más
exactamente, divino.22 En este punto, seguiré el razonamiento de Touraine,
quien describe en Crítica de la modernidad el largo proceso de
individualización y laici zación del sujeto que contrapone sus derechos y su
subje tividad al reinado de la razón instrumental y de las utili dades
sociales.23 El problema que se le plantea entonces a cada uno es el de su
«autenticidad», su capacidad de vivir se como el autor de su vida y como su
propia referencia. Esto supone «la existencia de un horizonte previo de
sig. nificaciones, gracias a las cuales ciertas cosas valen más que otras y algunas
no valen nada en absoluto, con ante rioridad a cualquier elección». 24 La
autenticidad es, por lo tanto, uno de los modelos sociales de la
subjetivación, que sucede a otros como el control de sí para los griegos o la in
trospección en el Renacimiento.25 A fin de cuentas, se tra
Yo [Moi] y yo (Je]
Los actores sociales se plantean cotidianamente los problemas que solemos
considerar patrimonio exclusivo de los filósofos, porque sin duda hay que
concebir la acción de cada uno como el producto de su propia libertad. Esto
implica que tenemos la capacidad de no confundirnos por completo con
nuestros roles sociales, y que nos considere mos iguales e igualmente libres más
allá de las desigual dades y los determinismos que nos supeditan. Lo cual sig
nifica, a su vez, que no me identifico por completo con mis yoes sociales, en nombre de
una singularidad irreductible y una capacidad de distanciarme de mí mismo aquello
que llamamos «reserva», «fuero íntimo», «conciencia». . , ww, Esta lógica de acción,
una lógica que fundo en mi propia li bertad, siempre puede, claro está,
considerarse una fic ción, una ilusión que el análisis riguroso de los determi
nismos sociales reduciría a la nada. Los sociólogos practi can una suerte de juego
de sociedad consistente en desen mascarar esas ilusiones y mostrar que las
leyes» y los in tereses sociales se ocultan por doquier, sobre todo allí donde
los individuos se creen absolutamente libres, como, por ejemplo, al elegir el
nombre de sus hijos o al votar. Sin
22 Louis Dumont, Essais sur l'individualisme, París: Seuil, 1983. 23 A. Touraine, Critique
de la modernité, op. cit.
24 Charles Taylor, Malaise dans la modernité, Paris: Éditions du Cerf, 2002, págs. 54-5.
26 Georges Gusdorf, La Découverte de soi, Paris, PUF, 1948; Lionel Trilling, Sincerité et
authenticité, París: Grasset, 1994.
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Teologia negativa
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para ello y porque es mejor estar sentado que de pie. Por otra parte, esta razón hace que
los individuos estén dis puestos a dar la vida por una causa que les parece más vi tal que
sus intereses.
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lugar dejado por los lazos patrimoniales. Cuando se pri vilegia esta
definición, no se piensa tanto en la actividad propiamente dicha como en la
posición del trabajador den tro de la organización y en la formación de los
colectivos laborales y las comunidades de clase. Se piensa, ante to. do, en la
formación de una sociedad del trabajo, tal como lo fue la sociedad industrial, en la
cual la fábrica era con siderada el «corazón» de la estructura social, Esta dimen
sión del trabajo se devela en el desempleo y la precariedad cuando los actores
tienen la sensación de que su identidad social se disuelve.
En segundo lugar, el trabajo es un intercambio social en el cual los individuos
venden su fuerza laboral y se los retribuye con un ingreso. El trabajo se
intercambia en el mercado según contratos que fijan sus reglas. Aquí, el tra
bajador es, en principio, dueño de sus intereses y aspira a equilibrar las
contribuciones y las retribuciones: procura mejorar su posición. Esta
dimensión del trabajo puede, por supuesto, parecer una ficción cuando los
trabajadores carecen de peso en el mercado laboral, cuando el empleo es
escaso y los individuos están demasiado poco califica dos. Empero, en este
caso, lo que nos escandaliza es que el intercambio equitativo resulte
imposible y que los traba jadores sean literalmente explotados mientras su
pobreza y su sufrimiento producen la riqueza de una minoría.
Por último, en virtud del humanismo, y luego de la Re forma, la Ilustración y
la confianza en el progreso de la so ciedad industrial, el trabajo dejó
gradualmente de ser la maldición impuesta a los esclavos y los
dominados, para convertirse en uno de los soportes esenciales de la
creati vidad humana o, para decirlo con otras palabras, de la subjetivación. Por
eso, cada cual espera que el trabajo le permita «realizarse», considerarse el
autor de una obra en virtud de una democratización del derecho a la
creativi dad. Estas aspiraciones fundan la mayoría de las críticas al trabajo.
Este no sólo integra o excluye a los dominados, no sólo participa en su
explotación, sino que destruye a los individuos, los embrutece, los agota, los
estresa y, como sostenía antaño el movimiento obrero, suprime la dignidad
de los trabajadores, que son, empero, la sal de la tierra.
Aunque estas tres dimensiones se mezclan en lo que Lamamos «trabajo»,
no se las puede confundir, porque dan
lugar a tensiones en el seno mismo de la experiencia del trabajador y,
más allá de este, del movimiento obrero, que durante mucho tiempo estuvo
desgarrado por los con flictos entre las tendencias que privilegiaban talo
cual di mensión del trabajo: la organización de las corporaciones y la
protección de los estatus, las luchas reivindicativas por los salarios, la crítica
de la organización del trabajo... Aun cuando nos parezca que todo esto es una
sola cosa, ca da trabajador es capaz de distinguir lo que atañe a su es tatus, sus
relaciones laborales, su salario y su propia ac tividad.
El mismo tipo de razonamiento podría proponerse pa ra otros objetos,
como la religión, la educación o la demo cracia... cuyos debates internos se
articulan alrededor de esas dimensiones o lógicas. Como lo hizo notar
Bourdieu, la religión es a la vez aquella de Durkheim, la representa ción
hipostasiada de la integración misma de la sociedad y de su moral; es
también una organización que distribuye bienes de salvación en función de los
grupos y de los inte reses sociales, a imagen del emprendedor protestante
nor teamericano mencionado por Weber: y es, por último, la afirmación de un
sujeto fuera del mundo y que se resiste a las otras dos dimensiones de la
creencia 36 La educación escolar no deja de perseguir tres objetivos
marcadamente contradictorios: aspira a instaurar una cultura nacional y valores
comunes, los de la «gran sociedad»; es un mercado de las calificaciones en el
cual se enfrentan los individuos y los grupos sociales, y, finalmente, se
apoya en el ideal de la formación de un sujeto irreductible a la interiorización de
una cultura común y a la competencia de las califica ciones, trátese del
hombre de fe, del ciudadano racional o, simplemente, del individuo autónomo.
Todas las disputas escolares se desenvuelven, pues, en torno a las diferentes
modalidades de jerarquización de esas finalidades. ¿Hay que hacer hincapié en
la integración cultural, en la equi dad de la distribución de títulos, en la
autonomía subjeti va de los alumnos y su confianza en sí mismos. ..? De
he cho, todo lo que parece reconciliarse en el cielo de las ideas se
separa en el orden de las prácticas y las controversias
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Integración y socialización
Cuando se considera que la acción representa el cum plimiento de un
programa inscripto en la cultura y las posiciones sociales, la explicación es a
la vez causal y semiológica. Explicar las cosas implica establecer un sis
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Interdependencias y restricciones
res, como lo hace casi siempre la sociología de las organi zaciones al explicar
las «movidas» de quienes juegan. El otro método es la modelización
econométrica que aspira a fabricar un robot racional a fin de medir las
distancias entre este y los actores reales, y afinar progresivamente la reactividad
del autómata en función de la plasticidad de los juegos y de los mercados en que
actúa. Las previsio nes, los cálculoş, las restricciones y los juegos complejos
sustituyen a la programación, y nada obliga a ver en esta concepción una simple
versión ideológica de la economía política clásica, pues la explicación es tan social
como la anterior, aunque en ella lo social se defina de otra forma. Este
paradigma desborda con amplitud el mero campo de las actividades
económicas: Coleman tenía sin duda razón al hacer de la economía una
subdisciplina de la sociología, y no a la inversa. Lo esencial consiste en
reconocer que, si bien los dos tipos de explicación no pueden confundirse, no
se excluyen, siempre que se admita que la gramática de la acción es compleja y
heterogénea.
Simbólica y dialéctica
Los partidarios de la elección racional y del individua lismo metodológico
suelen presentarse a sí mismos como los sociólogos de la libertad frente a un
funcionalismo «to talitario». Ahora bien, aunque los estrategas elijan, lo ha
cen en sistemas de restricciones que podemos definir co mo otros tantos juegos o
mercados. El ajedrecista es libre, sin lugar a dudas, a condición de admitir que
juega ese juego y no otro, y que lo hace en función de la posición de las
piezas, de su cultura del juego y del juego de su adver sario. También él, por lo
tanto, está inscripto en un siste ma que no es el sistema de integración de la
lógica de la integración, pese a lo cual se trata igualmente de un siste ma
social. Si se admite, por ejemplo, que la orientación hacia las carreras
científicas en el liceo es más una elec ción que una programación inconsciente, lo
cual parece razonable, debe reconocerse que dicha elección depende de varios
elementos que no están totalmente en manos del alumno y su familia: su nivel
de información, la natura leza de la oferta educativa, los recursos económicos de
que dispone la familia y las capacidades del propio alumno, tal como se
constituyeron en el transcurso de la escolaridad, En última instancia, a menudo
parece que el jugador sólo hace la jugada que puede hacer.
La explicación de la acción estratégica no implica, pues, ninguna metafísica
de la libertad, y aunque su de terminación no es en modo alguno una
programación oculta, ello no obsta a que se explique por la naturaleza del sistema
de restricciones en el cual está inscripta. Aquí, el sistema social ya no aparece
como un conjunto de causas, sino como un sistema de interdependencias, una
composi ción producida por algunas reglas elementales y el juego de los otros
actores. El sistema es un efecto emergente que los actores producen sin
quererlo y que a su vez los coarta. En este modelo, el gran reloj de la
programación integrada se convierte en un elemento más de un juego o de un
mercado que nunca son otra cosa que un modelo.
Este tipo de razonamiento y de explicación de la lógica estratégica exige
varios métodos diferentes. Uno de ellos es la sociología de la decisión que
apunta a poner frente a frente la escena del juego y las estrategias de los jugado
La subjetivación está anclada en dos grandes conjun tos de hechos: una
representación cultural del sujeto, por una parte, y un sistema de dominación
social, por la otra. En este caso, la sociedad se define de manera «dialéctica»
como una contradicción o una serie de tensiones entre principios y fuerzas
sociales. No es ni un sistema de posi ciones y códigos culturales, ni una
sucesión de mercados y campos; es una «tragedia» que contrapone principios
de creatividad y libertad a fuerzas sociales que les impiden su
cumplimiento a la mayoría de los individuos. Es lo que Touraine llamaba un
«sistema de acción histórica», 39 o lo que Marx definía como un sistema de
dominación, a con dición de agregar que esta no podría ser total y que la
vida social está atravesada por conflictos que no se reducen a la competencia
de intereses,
Es posible considerar, entonces, que una parte de la experiencia social está inscripta
en la tensión entre un de
39 A. Touraine, Production de la société, op. cit.
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7. Pruebas y dominaciones
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