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Resumen del capítulo tercero: “el Principialismo” del libro “Para fundamentar la
bioética” de Jorge José Ferrer y Juna Carlos Alvarez
3º BENEFICENCIA. Este principio se refiere al deber moral de obrar para beneficiar a otras personas,
ayudándole a perseguir sus legítimos intereses y obrando positivamente para prevenir o remover los posibles
daños. Este principio ha ocupado un lugar central en la ética médica tradicional. El medico hipocrático se
comprometía a obrar en beneficio de su paciente, aunque sin contar con la voluntad del mismo. De ahí que la
practica medica tradicional se ha tachado de paternalista. Hablamos de paternalismo cuando se contravienen o
ignoran las preferencias de una persona con intención de hacerle un bien o de prevenir o disminuir un daño.
En el “paternalismo blando” se contraviene o ignora una preferencia o conducta que puede
considerarse sustancialmente deficitaria desde el punto de vista de los requisitos constitutivos de una acción
autónoma. Por ejemplo, si una persona delirante quiere abandonar el hospital o rechaza un tratamiento que
podría salvarle su vida, es legítimo concluir que no se está ante una decisión sustancialmente autónoma que
sea preciso respetar. De otra parte, el “paternalismo duro” interfiere con una decisión sustancialmente
autónoma –informada, voluntaria e intencional- por los mismos motivos benévolos apuntados en el
paternalismo blando. El paternalismo blando no es problemático desde el punto de vista ético. Encuentra su
justificación en los deberes que emanan del principio de beneficencia.
El paternalismo duro es más problemático porque contraviene directamente los deberes que emanan
del principio de respeto por la autonomía. No obstante, no se debe olvidar que se trata de un principio de
prima facie, que no excluye las excepciones de manera absoluta. Por lo tanto, pueden darse instancias
justificadas de paternalismo duro. Los ejemplos más claros se encuentran en el ámbito de las leyes y políticas
públicas que se introducen para desalentar conductas de riesgo por parte de los ciudadanos, como las
reglamentaciones para desalentar el consumo del tabaco o para fomentar el uso del cinturón de seguridad en
los vehículos de motor. En todo caso, el paternalismo fuerte no es ni debe ser la norma en el campo de la
biomedicina.
4º JUSTICIA. La sociedad –toda sociedad, cualquier sociedad- es una empresa colaborativa, estructurada por
criterios de justicia. No en balde los filósofos políticos desde Platón hasta Rawls han escrito importantes obras
sobre la justicia. A una persona se le ha tratado con justicia cuando se le ha dado los que es suyo, lo que le
pertenece, en conformidad con los criterios especifico de justicia que sean relevantes a la situación en la que
se encuentra dentro del marco de una sociedad determinada. La filosofía y la teología moral clásica han
distinguido diversa clases o especies de la justicia. De estas especies clásicas, la que nos interesa más en este
contexto es la llamada “justicia distributiva”. La justicia distributiva se refiere, precisamente, a la equitativa
distribución de cargas y beneficios en la sociedad. En toda sociedad, desde la familia hasta la comunidad
política, existen beneficios –bienes sociales- y también responsabilidades que tienen que repartirse entre los
miembros. En una comunidad política, por ejemplo, existen cargos y honores, pero también deberes como el
pago de impuestos. El problema está en determinar los criterios equitativos para esa distribución.
Es útil distinguir entre el principio formal y los principios materiales de justicia distributiva. Los
principios formales nos dan la estructura de la acción. Dicho de otro modo, nos dicen cómo hay que obrar,
pero no que hay que hacer en una situación particular. El principio formal de justicia distributiva prescribe
que casos iguales sean tratados de la misma manera y casos diversos de manera desigual. Pero no nos indica
cuales son los aspectos que interesan para determinar la igualdad ni que hay que hacer para que el trato sea
igual, en conformidad con lo que el principio prescribe. El paradigma principialista es compatible con la
afirmación de múltiples principios materiales de justicia distributiva. Los enunciados que siguen representan
principios materiales –es decir, con contenidos concretos- de justicia distributiva. Cada uno de ellos es o
puede ser válido en unas situaciones y no serlo en otras:
1. Una parte igual para cada uno.
2. A cada uno según su necesidad.
3. A cada uno según su esfuerzo.
4. A cada uno según su aportación.
5. A cada uno según sus méritos.
6. A cada uno conforme a las reglas del libre mercado (Beauchamp y Childress, 2009)
Nótese que todos y cada uno de ellos puede servir como criterio de justicia apropiado en
determinados contextos. Por ejemplo, la distribución por partes iguales podría ser justa si estamos
distribuyendo una herencia entre hermanos o raciones de alimentos en situaciones de escasez extrema, pero
también podría ser inicua en otras situaciones. Es el problema, por ejemplo, con los llamados impuestos
regresivos sobre artículos de primera necesidad: la carga que se impone sobre los más pobres es
desproporcionada. De otra parte, a la hora de distribuir ascensos en una empresa, los criterios de esfuerzo y
merito parecen ser los indicados, y así sucesivamente.
Los grandes problemas de la bioética del siglo XXI son problemas de justicia. Piénsese, por ejemplo,
en la cuestión de acceso a servicios médicos de calidad para todos los ciudadanos, también para los menos
favorecidos económicamente. Otro problema urgente es la exportación, el llamado offshoring, de los ensayos
clínicos a países emergentes. En esas naciones hay abundancia de enfermos con poco o ningún acceso a la
asistencia médica. Suelen tener, además, reglamentaciones mucho más laxas que las que rigen la
investigación con participación en seres humanos en los EEUU o en Europa occidental (Petryna, 2009). La
explotación de los más débiles nos plantea siempre arduos problemas de justicia.
Otro modelo que puede entenderse como complementario más que como alternativo es el
paradigma areteico o de la virtud, propuesto en bioética por autores como Edmund Pellegrino, David
Thomasma y Jane Drane. Las virtudes son disposiciones permanentes que inclinan a la persona a obrar bien,
configurando su carácter. Así, por ejemplo, la veracidad, la fidelidad a las promesas y a la compasión son
disposiciones que valoramos, por razones morales, en un clínico o en un investigador. Pero es preciso explicar
cuáles son las razones morales que justifican la valoración positiva de esos rasgos de carácter y las acciones
que de ellos derivan. Pellegrino y Thomasma admiten que las virtudes, por si solas, son insuficientes para
elaborar una teoría ética satisfactoria. Las virtudes son esenciales para la formación de personas buenas, que
obran habitualmente con rectitud moral. Pero las virtudes no son autofundantes. Además, una persona
virtuosa puede obrar de forma equivocada o incorrecta en una situación particular. En realidad, un abordaje
completo necesita integrar principios, normas deberes, virtudes y una metodología para el análisis de casos.
Todos estos elementos son constitutivos esenciales para movernos con un pie seguro en ese complejo
fenómeno que es la vida moral.
Quizá el único modelo genuinamente alternativo que se ha propuesto sea el paradigma de la
moralidad común elaborada por Bernard Gert y sus colaboradores (Gert, Coulver y Clouser, 2006). Estos
autores sostienen que los cuatro principios no son guías morales útiles para orientar la vida moral de las
personas. Funcionan más bien como títulos para encabezar listas de cuestiones morales importantes o los
capítulos de un libro. La crítica principal de estos autores al principialismo de Beauchamp y Childress es la
ausencia de una teoría ética de fondo que pueda sustentar los principios y darles coherencia. En vez de los
principios, Gert y sus colaboradores proponen diez normas morales básicas.
Las normas morales son prescripciones negativas que prohíben que obremos de tal manera que
causemos o incrementemos el mal en el mundo. Gert y sus colaboradores sostienen que hay cinco daños
básicos que todas las personas razonables quieren evitar para sí mismos y para sus seres queridos: muerte,
dolor, incapacidad, perdida de la libertad y perdida de la autorrealización. La prevención de estos males
fundamentales da origen a las cinco normas más fundamentales de la moralidad común; no matar, no causar
dolor, no causar incapacidad, no privar de la libertad y no impedir a nadie su autorrealización. Las normas no
son absolutas y el sistema provee una criteriología para justificar las excepciones. Aunque la propuesta de
Gert tiene grandes méritos, también tiene grandes limitaciones.
Una de ellas es que su propuesta moral parece incluir solamente obligaciones de no-maleficencia,
dejando fuera de juego a la justicia, que ha sido, desde la antigüedad, el más fundamental principio del orden
social. Una ética sin deberes estrictos de justicia, deja mucho que desear. Además, tampoco hay normas
estrictas de beneficencia ignorando que no basta con abstenerse de causar daño. A veces estamos obligados a
prevenir el daño, a removerlo o incluso a hacer el bien. En ese sentido nos parece preferible el marco de los
cuatro principios, como formulaciones generales de los cuatro polos axiológicos fundamentales, que después
tendrán que especificarse en normas particulares para que puedan proporcionarnos directrices útiles para la
gestión responsable de los asuntos de la vida cotidiana.
El principicialismo jerarquizado
Otros autores admiten los cuatros principios identificados por Beauchamp y Childress pero
introducen un ordenamiento jerárquico de los mismos. La propuesta más influyente ha sido la formulada por
Diego Gracia, el pensador más influyente en la bioética de la lengua española. Gracia sugiere que los cuatro
principios deben ordenarse en dos niveles. El privado y el público. El nivel privado es el de la felicidad o
autorrealización, en el que cada uno puede y tiene que ser diferente a los demás, debido a los diversos ideales
de perfección y felicidad que son legítimos.
Diego Gracia entiende que este nivel se rige por los principios de respeto por la autonomía y
beneficencia. El bien de una persona se define necesariamente en relación con su sistema de valores
religiosos, políticos, culturales o económicos. Pero ese no es el único nivel moral ni puede serlo, porque los
seres humanos somos animales sociales y políticos. Por eso además de los deberes privados hay otros que son
públicos. En este nivel público, los deberes se tienen que aplicar de manera igual a todos los miembros de la
sociedad. La moralidad pública quiere protegernos a todos de la marginación y el daño, protegiendo nuestra
vida física y otros valores fundamentales de las personas. Este segundo nivel lo rigen los principios de no-
maleficencia y de justicia. Desde el punto de vista jerárquico, los principios de no-maleficencia y justicia –es
decir, los que rigen el nivel público- tienen prioridad sobre el respeto por la autonomía y la beneficencia.
Dicho de otra manera, en caso de conflicto entre un deber privado y otro público, el público tiene prioridad.
En su opinión estos serían de obligación perfecta, mientras que los de autonomía y beneficencia serian
deberes imperfectos (Gracia, 1998).
La ordenación jerárquica de los principios constituye una importante modificación del modelo
principialista. Sin embargo, es posible que sea necesario plantear un desarrollo ulterior de la jerarquización
como han sugerido Ferrer y Álvarez. Estos autores, admiten el doble nivel de la vida moral postulado por
Gracia. Sostienen, sin embargo, que de cada uno de los principios se derivan normas de gestión pública como
de gestión privado. En términos generales, las normas de gestión pública prevalecen sobre las de gestión
privada. Si el conflicto se diese entre diferentes normas de gestión pública, las derivadas de la no-
maleficencia prevalecen sobre las de justicia, estas últimas sobre las derivadas del respeto a la autonomía y
éstas sobres las de beneficencia. Si el conflicto se diese entre normas de gestión privada, nos encontramos
ante un problema de conciencia, que cada agente moral responsable ha de resolver conforme al peso relativo
que las normas tengan en su propio sistema de valores. Podría añadirse que la jerarquía sugerida- no-
Conclusiones
Se han presentado los principios éticos generales que han dominado la mayor parte del debate
bioético durante los pasados cuarenta años de la disciplina, si tomamos a 1971 como fecha simbólica del
nacimiento o refundación, si se prefiere, de la bioética. Opinamos que estos principios siguen siendo válidos
como hitos que demarcan los polos axiológicos fundamentales para la reflexión bioética, si bien es cierto que
se pueden enriquecer y completar con los otros principios y normas. Algunos principios presentados como
alternativos, como el de dignidad o el de vulnerabilidad, podrían entenderse más bien como fundamentos
antropológicos para los principios de Georgetown. No hay que pensar que los principios originalmente
formulados hace cuarenta años, sean la palabra última y definitiva. No obstante, opinamos que, debidamente
jerarquizados y acompañados por una adecuada metodología de deliberación, pueden seguir guiándonos en
las complejas decisiones que se plantean en la bioética clínica en esta segunda década del siglo XXI.