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El arte de lo posible

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Rosamund Stone Zander
Benjamín Zander

El arte de lo posible
Transformar la vida
personal y profesional
i iluto original: ¡ ne nn oj rossioiiuy

Publicado en inglés, en 2000. por Harvard Business School Press, Boston (Mass.)

Traducción de Montserrat Basté-Kraan Cubierta de Diego Feijóo


Algunos nombres de esta obra se han cambiado para proteger la intimidad de los
protagonistas o por motivos confidenciales. En los demás casos se han utilizado nombres
reales, previa autorización.

«I dwell in Possibility», de Emily Dickinson. se ha reimpreso con permiso de los editores y


Trustees of Amherst College de The Poems of Emily Dickinson, Thomas
H. Johnson, comp., Cambridge, Mass.: The Belknap Press of Harvard University Press,
copyright © 1951, 1955, 1979 by the President and Fellows of Harvard College

Cita extraída de la película fíabe [Babe, el cerdito valiente), dirigido por Chris Noonan,
producida por George Miller, Doug Mitchell y Bill Miller. Copyright © 1995 Universal
City Studios Inc.

Cita extraída de la película The Shawshank Redemption [Cadena perpetua], dirigida por
Frank Darabont. producida por Niki Marvin. Copyright © 1994 Castle Rock Entertainment

I. a edición, 2001
4.a edición, abril 2011
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema
informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico,
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CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47

© 2000 Rosamund Zander and Benjamin Zander © 2001 de la traducción, Montserrat


Basté-Kraan © 2001 de todas las ediciones en castellano Espasa Libros, S. L. U.,
Paseo de Recoletos, 4. 28001 Madrid
Paidós es un sello editorial de Espasa Libros S. L. U.
www.paidos.com
ISBN: 978-84-493-112-3 Depósito legal: B-14141-2011

Impreso en Book Print


Botánica, 176-178 -08908 L‟Hospitalet de Llobregat (Barcelona)
Impreso en España - Printed in Spain
I dwell in Possibility —
A fairer House than Prose —
More numerous of Windows —
Superior — for Doors —

Of Chambers as the Cedars —


Impregnable of Eye —
And for an Everlasting Roof—
The Gambrels of the Sky —

Of Visitors —the fairest—


For Occupation —This —
The spreading wide my narrow Hands
— To gather Paradise —

EMILY DICKINSON

Vivo en lo posible/lugar más bello que la prosa/tiene más ventanas/y numerosas puertas
./De estancias como los cedros/ávidas de miradas/y como tejado estable/las bóvedas
celestiales ./Para visitas, óptimo ,/para ocupación, esto 7su alcance ensancha mis pequeñas
manosypara albergar el paraíso.
Sumario

Invitación a lo posible ...................................................................... 11


Comienza el viaje ............................................................................. 13
Agradecimientos ............................................................................... 21

PAUTAS PARA LO POSIBLE

1. Todo está inventado.................................................................. 27


2. En el universo de lo posible ..................................................... 35
3. Conseguir una «A»................................................................... 43
4. Contribuir ................................................................................. 75
5. Dirigir desde cualquier sitio ..................................................... 87
6. Regla n° 6................................................................................. 99
7. Las cosas como son ................................................................ 119
8. ¡Viva la pasión! ....................................................................... 133
9. La chispa ................................................................................. 143
10. El tablero de mando ................................................................. 161
11. El marco de lo posible ............................................................. 181
12. Nuestra historia ....................................................................... 201

Coda ................................................................................................ 219


Invitación a lo posible

BEN: «Camarero», dije alegremente, «mi vida es perfecta, sólo le falta


un cuchillo».
Estaba desayunando con un amigo durante una de mis visitas
periódicas a Londres, para dirigir la Orquesta Filarmónica. Oí que
alguien se reía detrás de mí y, al volver la cabeza, vi una niña de unos
doce años, que lucía un peinado típicamente inglés, como si antes de
cortarle el pelo le hubieran colocado un cuenco sobre la cabeza. Nos
sonreímos y proseguí mi conversación y mi desayuno.
Al día siguiente volví a toparme con la pequeña en el mismo
comedor y me detuve a hablar con ella.
«Buenos días, ¿cómo estás hoy?»
Se incorporó levemente y levantando un poco la barbilla, me
respondió sonriente.
«Perfectamente», dijo.
Más tarde, cuando ya se marchaba con sus padres, le grité con
malicia desde mi sitio: «¡Que tengas un día perfecto!».
«Así será», respondió, como si fuera la elección más fácil y obvia
de este mundo.

Y con estas palabras se internó en el universo de lo posible.


Comienza el viaje

Éste es un libro de autoayuda poco corriente. Por regla general,


dichos libros ofrecen una serie de estrategias para superar los escollos
del azaroso mundo en que vivimos y para seguir adelante, pero éste no
es el caso que nos ocupa. El objetivo de esta obra es dotar al lector de
los mecanismos necesarios para que se aleje de la lucha cotidiana y se
adentre en el infinito universo de lo posible. Creemos que muchas de
las circunstancias que lastran nuestra vida cotidiana tienen su origen
en ciertos marcos de pensamiento, hipótesis que arrastramos en
nuestro vivir diario y que, si supiéramos fijar unos parámetros
distintos, abrirían ante nosotros nuevos caminos. Bastará pues con
hallar el marco adecuado y, de ese modo, los hallazgos más
extraordinarios pasarán a formar parte de nuestro devenir cotidiano.
Cada capítulo de este libro presenta una faceta distinta del nuevo
enfoque que proponemos y, asimismo, describe nuevas pautas de
comportamiento cuyo desarrollo nos permitirá incorporar lo posible a
nuestra existencia.

El equipo
Nosotros, los autores, Ben y Roz, hemos conseguido desarrollar
este enfoque a partir de dos perspectivas distintas que se
complementan mutuamente. Ben es el director de la Orquesta
Filarmónica de Boston, además de un maestro y un comunicador
extraordinario, capaz de
fascinar con su capacidad de apasionamiento a una orquesta, a sus
audiencias y al publico en general. Su energía sin límites se extiende a
su alrededor y contagia a los demás, para alcanzar metas
extraordinarias y cumplir todos los objetivos que se propongan. Tanto
en la música que ejecuta como en las conferencias que imparte, así
como en todas las acciones que conforman su vida, Ben transmite puro
entusiasmo y anima a la acción. Si existe un tempo de transformación,
Ben lo sabe y se guía por él. Sabe cómo tocar nuestras mentes y
corazones mediante su persuasión, su humor y su música. En nuestro
equipo, Ben es la voz y la exuberancia.
Roz se mueve en un terreno más íntimo. Tiene su propia consulta
de terapia familiar, supervisa proyectos de grupo y trabaja con
individuos cuya intención es la de transformar sus conflictos y metas
personales. Siempre está dispuesta a escuchar lo que le cuentan acerca
de quiénes son y cómo funcionan sus mundos, y sabe dotar a sus
pacientes de las herramientas necesarias para que reformulen sus
circunstancias personales, permitiéndoles alcanzar estados de
satisfacción que nunca imaginaron. Roz detecta en las personas ese
anhelo por un futuro más esperanzados por un mundo personal que
aún no existe, y les ayuda a crear ese marco que convierta sus deseos
en una realidad palpable. Asimismo, Roz practica el arte de lo posible
desde su perspectiva de pintora de paisajes y de escritora. En este libro
verán que ella se encarga de introducir los temas, y que la narración de
cada caso queda a cargo de las voces de sus protagonistas.
Los dos juntos trabajamos en equipo. La presencia pública de Ben
hace que a menudo tenga que lidiar con situaciones que requieren
nuevas formas de liderazgo y nuevos marcos de reflexión. Si las
cuestiones que decide consultar con Roz tienen implicaciones más
delicadas, ésta realiza bocetos en su estudio hasta que consigue dar
con el enfoque adecuado. Con estos nuevos diseños, Ben sale a la
palestra y comprueba su eficacia en el mundo real. Ésta es la esencia
de nuestra relación, permanentemente viva y en movimiento.
Compartimos la creencia de que es posible lograr mucho más de lo
que generalmente pensamos.
El diseño

Cuando la Harvard Business School Press nos brindó la


oportunidad de escribir un libro que se dirigiera tanto al ámbito
empresarial como al público en general, consideramos que la oferta
era insólita puesto que es un tipo de oferta infrecuente entre los que
nos dedicamos mayorita- riamente al campo de las humanidades.
Tradicionalmente, los artistas encuentran trabajo en instituciones para
trasladar sus mundos emocionales en marcos de principios
establecidos. Por contra, en nuestra nueva sociedad global, ninguna
institución es tan flexible como para aceptar la creación de valores
dirigidos a un gran público. En las sociedades libres el mercado está
reemplazando con gran rapidez al gobierno y a las instituciones
religiosas que antaño marcaban y definían la más alta autoridad, y, a
menudo, los mercados operan sin valores y desprovistos de un
lenguaje humano. En dicho estado de cosas, las humanidades son
capaces de aportar una conciencia colectiva para hacer frente a estos
flujos de producto y capitales, proporcionando la energía que nos falta
en nuestros vínculos interpersonales y abriendo nuevas puertas a la
imaginación y a la realidad.
Las actuales estructuras operativas de nuestro mundo están
sufriendo cambios revolucionarios que exigen nuevas definiciones
acerca de nuestra identidad y de nuestro trabajo. El voto de un país
europeo puede afectar al mercado financiero de Tokio y una ola de
calor inesperada en el Pacífico es capaz de transformar la existencia de
quien se halla muy lejos de allí. Todo ello nos induce a replantear
ideas preconcebidas sobre nuestra capacidad de autonomía y acción.
Por ejemplo, un marco de ideas preestablecido acerca de quiénes
somos puede llegar a afectar la capacidad que tenemos para cambiar
nuestro destino. Con sus sugerencias, este libro pretende dar nuevas
pautas de definición sobre nuestra forma de ser, la del prójimo y
también la del mundo que nos rodea; pautas que, por otra parte, son
susceptibles de ser más aptas si antes analizamos los desafíos que
tenemos delante. Esta obra contiene metáforas relativas a la música y a
las artes y, en el fondo, trata de nuestra recomposición, de cómo crear
sorprendentes yuxtaposiciones, aperturas emocionales, presencias
emocionantes y, en fin, de volar hacia lo eterno.
La visión
Como en una partitura, este libro dispone de una letra, de un tema
cuyas variaciones se traslucen en cada uno de sus capítulos. Es una
letra extensa que nos habla de un mundo donde el conflicto existente
entre los individuos y la colectividad es intrínseco a nuestras dudas
reales y cotidianas. En esta visión interviene de manera especial la
expresión individual e intransferible de la humanidad, tan necesaria
para construir y forjar la dirección de un colectivo. La letra de la
partitura que recorre el libro habla de la posibilidad de analizar a fondo
lo que es mejor para cada uno y distinguir cuál es la mejor opción.
Cada capítulo del libro dispone de un ejercicio distinto diseñado para
ayudarnos a alcanzar nuestra visión, y cada ejercicio ofrece la
oportunidad de evolucionar como personas, con la promesa de mejorar
nuestra existencia, no sólo como individuos sino en nuestra
organización y relación con los demás. Dichas pautas son tan
relevantes para la gestión de empresas como lo puedan ser para un
matrimonio; tan relevantes en momentos de diplomacia como en la
resolución de desavenencias familiares.

Pautas
Los pautas de comportamiento empresariales y de relaciones
humanas más usuales se basan en ciertos supuestos y en la aceptación
compartida de creencias y costumbres sociales. Aunque dichas
circunstancias hayan ido cambiando con el paso del tiempo, su uso
continuado tiende a reafirmar las viejas creencias. Por eso nuestros
hábitos cotidianos nos parecen correctos y acertados tanto si han ido
variando como si no al compás del tiempo. Así, se va forjando una
cultura comercial que se perpetúa aun cuando su utilidad pueda,
entretanto, haber caducado.
Este libro ofrece la oportunidad de adoptar unas pautas que nos
transformarán y que, bajo la óptica de la normalidad, tal vez parezcan
ilógicas o contrarias a lo que nuestro sentido común nos dice acerca
del funcionamiento del mundo. Su propósito es dar comienzo a un
nuevo modo de entender lo cotidiano, basándose en supuestos poco
comunes acerca de la naturaleza del mundo que nos rodea. La historia
de fenómenos que han supuesto una profunda transformación en
nuestras vidas. Internet por ejemplo, los cambios paradigmáticos en el
ámbito científico o la popularidad de una nueva religión, sugieren que
el cambio no ocurre tanto por razonamientos coherentes acerca de lo
nuevo, sino debido a la generación de pautas reiteradas que desplazan
de su seno la experiencia real de una cultura.
Así pues, las pautas que se presentan en este libro no tratan de
provocar cambios sustanciales que desemboquen en nuevas formas de
hacer las cosas, basadas en antiguas costumbres, y no tratan de mejorar
al individuo. Su misión es enseñarle cómo cambiar por completo la
posición, la percepción, las creencias y los mecanismos para pensar
que hasta ahora ha utilizado. Estas pautas le ayudarán a transformar
completamente su universo personal.

Notas sobre las pautas


BEN: las pautas que presentamos son sencillas, pero no
necesariamente fáciles. Recuerdo una frustrante lección de violoncelo
con mi maestro, el señor Herbert Withers. Tenía ochenta y tres años y
yo once. Hice lo posible por tocar la pieza asignada pero no lo lograba.
Lo intenté una segunda vez y, a la tercera, seguía sin hacer ningún
progreso. Recuerdo que, en vista del éxito, con el semblante frustrado,
solté el arco. El señor Withers se acercó y con voz queda me preguntó:
«¿Cómo es posible que lleves tres minutos ensayando y todavía no te
salga bien?».
Tres minutos es un plazo de tiempo muy breve para que nuestras
pautas surtan efecto y, además, debo advertir que todo cuanto se ve, se
piensa y se siente parece ir en contra de lo que postulan. Se necesita
dedicación, mucha fe y, asimismo, mucha práctica antes de incorporar
esas pautas al repertorio personal.

Roz: un verano, hará cosa de doce años, decidí apuntarme a un


descenso por aguas bravas en el río Kennebec, en Maine. Viajé en un
autobús destartalado a través del bosque para llegar al embarcadero y
allí tomé buena nota de todo lo que nuestra profesora tenía que
decirnos acerca de aquel popular deporte.
«Si se caen de la embarcación», dijo, «es muy importante que
levanten los pies para que no queden atrapados en las rocas del fondo.
Piensen en la frase "de pies a cabeza ”, insistió. Entonces se dispuso a
darnos una demostración precaria, asiendo su cuerpo con sus brazos al
tiempo que dirigía una pierna hacia su nariz y chillaba: «¡Busquen el
barco y agarren el remo o la cuerda!».
Siguió charlando por el camino que debía llevarnos al río. La
mayoría nos habíamos levantado a las cuatro de la madrugada para
poder llegar a tiempo y estábamos medio mareadas por culpa de aquel
autobús. Volví a oír las dos frases: «De pies a cabeza» y, más
adelante, «Busquen el barco».
Cuando alcanzamos la orilla habíamos estado oyendo las dos frases
hasta la saciedad. Nos pusimos los trajes, recogimos el equipo y nos
reunimos en círculo para escuchar las advertencias finales.
«Si se caen al agua, ¿qué frases deben recordar?»
«De pies a cabeza» y «busquen el barco», cantamos a coro.
Me dije que aquella mujer no podía estar totalmente en sus cabales.
Embarcamos y emprendimos la ruta río abajo.
Sólo había una curva considerada verdaderamente difícil y allí fue
donde yo salté, o mejor dicho, algo me propulsó fuera de la
embarcación. Un inmenso muro de agua se levantó a mi alrededor y
desaparecí. Estaba en el interior de un agujero negro, inmersa en la
oscuridad, donde ya no existía ni la tierra, ni el agua, ni el aire. Dudé
incluso de que alguna vez hubiera existido un barco.
De pies a cabeza... las palabras surgían de la nada. Me enrosqué
como una bola. Aire. Sonidos. Busquen el barco... Ignoraba si tal frase
salía de mi cabeza o me la estaba gritando alguien. Apareció la
embarcación. Y un remo... Agárrense al remo... Lo hice y me encontré
en el interior del barco, de un mundo nuevo que surcaba las aguas del
Kennebec, rodeado de espuma...
Desde aquella experiencia he utilizado la frase «fuera del barco»
como metáfora con muchas personas, en situaciones muy diversas.
Significa mucho más que sentirse desencaminado..., significa que la
persona ha perdido el rumbo, que ignora dónde está. «Fuera del barco»
puede significar algo tan simple como no recordar en absoluto haber
participado en ningún programa de ejercicios... o quizá recuerda el
sentimiento de zozobra al día siguiente de irse a pique su negocio.
Cuando se está «fuera del barco» no se puede pensare n el camino de
regreso, no se tiene un punto de referencia. En tal caso, es necesario
asirse a algo preestablecido, a una frase hecha como «de pies a
cabeza».
Sirvan los capítulos siguientes de introducción a un compendio de
pautas, cada una de ellas con su correspondiente frase resumen, como
por ejemplo «Todo está inventado», «Conseguir una “A ”» o «Regla
n° 6». Una vez leídas las historias o parábolas y las narraciones en
primera persona que ilustran cada una de dichas pautas, comprobará
que es más fácil recordarlas gracias a las frases resumen, del mismo
modo que me ocurrió a mí con «de pies a cabeza». Practicadas con
asiduidad, nos permitirán regresar a la embarcación, a reorientarnos en
el universo de lo posible.
Acerquémonos a! río.
Agradecimientos

Roz: contratamos a Carol Lynn Alpert para que editara nuestra obra y
nos ayudara a darle forma puesto que se trata de un libro donde hay que
entretejer elementos muy diversos y conseguir una especie de partitura.
Mientras Ben se paseaba por el mundo intentando reanimar a no pocos
ejecutivos, orquestas y otros estudiantes, Carol Lynn se unía a mí cuando
esta obra ya llevaba un tiempo de gestación para organizar y conformar sus
voces, sus historias, sus palabras y, también, sus comas. Supo hacerlo con
notable inteligencia, con frescura e imaginación y un notable sentido
lúdico. También consiguió hacerme abrir los ojos y el corazón ante la
posibilidad de formar una asociación fuera del entorno donde había estado
viviendo y debo confesar que, felizmente, nunca volveré a ser la misma.
La capacidad reflexiva de Vikram Savkar ha convertido la investigación
necesaria para terminar este libro en un acto de inteligencia
inconmensurable para nosotros, por sus palabras cuando hemos debatido el
texto y por su gracia al saber encontrar una aguja en un pajar al verificar las
referencias.

Nuestra obra se desarrolló a partir de ámbitos muy variados. Ben es


músico, maestro con talento y, por encima de todo, un comunica- dor sin
igual, sin duda gracias a la influencia de su madre, Gretel Zan- der, que
además de poseer un espíritu maravilloso tenía un gran sentido de la
comunidad. Para ella nunca existió la palabra barrera y cuando las
composiciones musicales de su hijo de nueve años fueron
criticadas duramente por un examinador local, tomo la determinación de
mandarle a estudiar con el número uno de Inglaterra, el compositor
Benjamín Britten. Gracias a ella, Ben prosiguió sus estudios musicales
tutelado por grandes mentores como Benjamín Britten, Imo- gen Holst y el
gran violoncelista español Gaspar Cassadó. Cuando Walter Zander le
preguntó cuánto le debía por las clases de violoncelo que había impartido a
su hijo Ben, el gran maestro español le respondió: «Si le pasara factura por
lo que creo que valen, no podría usted pagármelas en toda su vida», y siguió
dando clases a Ben durante cinco años sin cobrarle un solo penique. Este
espíritu contagió a Ben, que sigue organizando generosamente becas y
patrocinios para miles de jóvenes estudiantes. Debo decir que Ben utiliza la
música como medio para hacer que lo posible se convierta en realidad para
otros tantos miles de seres humanos, desde médicos y contables, pasando
por ejecutivos y niños, sin olvidar a personas como Sarah, hasta el fin de sus
días. Su compromiso es siempre doble, puesto que la ayuda que proporciona
le sirve de alimento para ir a más y redundar en otros. Estos «otros» son las
gentes hacia quien Ben siente agradecimiento.
Por mi parte debo decir que también fue mi madre quien tuvo que ver
con mi transformación. Lucy Stone fue una mujer de ávida imaginación y
talento literario. Empecé estudiando literatura inglesa, lo cual me predispuso
hacia un terreno constructivista o de terapia narrativa antes de que se
conociera el significado de estos términos. También influyeron en mi
carrera profesional pensadores y literatos como Erving Goffman, maestro de
la contingencia y Peter Berger, con su obra IM construcción social de la
realidad que me cautivó por su imaginación y cambió mi vida. Un corto
sobre la vida y la obra de Humberto Maturana que vi a principios de los
años ochenta cambió mi perspectiva sobre lo que sabemos y cómo lo
sabemos. Mi mentor en sistemas de terapia familiar, el doctor David Kantor,
puso ante mí un universo de interacciones posibles que hasta la fecha no
había percibido, dirigiéndome asimismo hacia las nuevas posibilidades de
transformación de mi identidad.
Son compatibles con esta obra las enseñanzas de Landmark Edu- cation,
Fernando Flores y Contegrity, y además sirven de complemento a la historia
vital que contamos. Agradecemos especialmente a
Landmark Education su insistencia acerca del valor de la disciplina cuando se
realizan distinciones para transformar las experiencias personales en un
contexto global.
Queremos expresar nuestro reconocimiento y mencionar a mi hija
Alexandra Bageris por el apoyo prestado especialmente por lo que se refiere al
aspecto relacional del proyecto, por su dedicación al «todo» de todos nosotros y
por cerciorarse de que nuestras voces se expresaran en su globalidad. Mi hijo,
Evan Bageris, también ha contribuido a desarrollar el capítulo «Regla n° 6», en
especial gracias a sus conocimientos de literatura expresados en formas
alternativas de aproximación al «yo».
Damos las gracias a Juliet y a Urs Gauchat por su apoyo cariñoso,
emocional, intelectual y culinario durante todo el tiempo que ha durado el
proyecto y porque han sabido enderezarnos en todos los aspectos relaciónales
que debimos tener presentes para dar forma a esta obra.
Gracias a mi querida amiga Anne Peretz por su dedicación completa y por
hacer que la visión se cumpliera, lo cual significa tener que dar al traste con
nuestro viaje pictórico anual y mantener sus oídos muy atentos ante cada
dificultad que ha surgido. Mis amigas de toda la vida Susan Moon y Judy
Nathanson se han mostrado compasivas además de leer con esmero las
primeras galeradas del libro.
A medida que se hacía realidad, otros colaboradores se iban uniendo al
proyecto. Se trata de los asiduos a mi consulta que se vinculaban a éste en su
búsqueda de evolución personal. No puedo decir sus nombres aunque quizá
llegue el día en que la psicoterapia no se considere un remedio para el fracaso
personal sino una disciplina apreciada y valorada por la contribución que
efectúan todos los que participan de ella.
Otros colaboradores clave han sido Kent Lineback, Michael Mos- toller,
John Decuevas, Antonia Rudenstine, Christopher Wilkins, Kira Ayers y
Jeremy Trelsted.
Algunos lugares recónditos deberían nombrarse a título de ecosistemas
de apoyo para la realización de este libro: la tienda de campaña veraniega
en la isla de Vinalhaven, Maine, donde viví y trabajé y la casa que me
prestó Bodine Ames con sus vistas al puerto. Asimis-
mo la cabina del bosque en Duxbury, Massachusetts, la laguna y los árboles y
la gente que tanto se esmeró, por ocupada que estuviera, para que fuera posible
el abastecimiento de agua y electricidad.

Nuestro mayor aprecio hacia la editora ejecutiva Marjorie Williams y la


directora Carol Franco, que acudieron a nosotros con ganas y con risas y que,
junto a sus colegas de Harvard Business School Press, hicieron posible que este
proyecto de pautas cobrara forma.
PAUTAS PARA LO POSIBLE
Primera pauta
Todo está inventado

Un fabricante de zapatos envía a dos de sus representantes a


una región africana para efectuar una prospección de mercado con
miras a ampliar el negocio. Uno de ellos manda un telegrama con
el mensaje: «Inútil. Stop. Aquí todo el mundo anda descalzo».
El otro, triunfante, avisa de lo siguiente: «Oportunidad
fantástica. Stop. Nadie tiene zapatos».

Para el experto en mercadotecnia que no ve zapatos en ningún


lugar, no hay esperanza de negocio. Sin embargo, su colega interpreta
una situación idéntica como un mar de posibilidades. Cada uno de
ellos parte de una perspectiva personal y ambos regresan con una
historia bien distinta. Todo en esta vida forma parte de un mundo
narrativo, y en el fondo estamos contando nuestras vivencias.
Las raíces del fenómeno son mucho más profundas que una mera
cuestión de actitud o de personalidad. Los experimentos efectuados
por la neurocirugía demuestran que alcanzamos un grado de
comprensión del universo que, aproximadamente, se formula en esta
secuencia: primero, nuestros sentidos nos proporcionan información
selectiva sobre lo que existe ahí fuera; segundo, el cerebro construye
su propia simulación de las sensaciones y, únicamente entonces
disponemos de la primera experiencia consciente del entorno. El
mundo penetra en nuestra conciencia bajo la forma de un mapa ya
dibujado,
de una historia ya contada, de una hipótesis, de una construcción
prefabricada por nosotros mismos.
Un experimento de 1953 que se ha convertido en todo un clásico,
puso de manifiesto para los asombrados investigadores que el ojo de
la rana es capaz de percibir únicamente cuatro tipos de fenómenos:1

• líneas claras de contraste,


• cambios de iluminación repentinos,
• perfiles en movimiento,
• curvas de perfil de objetos oscuros y pequeños.

Una rana no «ve» el rostro de su madre, no puede apreciar una


puesta de sol ni el matiz de los colores. Sólo ve lo que necesita «ver»
a fin de comer y de evitar que se la coman, es decir, los sabrosos y
diminutos insectos y el movimiento repentino de la cigüeña que se
dirige hacia ella. El ojo de la rana transmite a su cerebro una
información extremadamente selectiva, que sólo registra lo que se
ajusta a su estricta categoría perceptiva.
Los ojos de los humanos también son selectivos, aunque su
envergadura sea mucho más compleja que la de las ranas. Creemos
que podemos verlo todo... hasta que se nos recuerda que las abejas
pueden distinguir formas escritas en luz ultravioleta sobre una flor y
que los búhos ven en la oscuridad. Los sentidos de cada especie están
adaptados para percibir la información imprescindible para su
supervivencia. Los perros oyen mejor que los humanos, los insectos
detectan los restos moleculares de sus parejas en ciernes a gran
distancia.
Sólo percibimos las sensaciones para las que hemos sido
programados y, además, nuestra percepción está limitada por el hecho
de reconocer únicamente aquello para lo cual disponemos de
categoría o mapa de antemano.
El neuropsicólogo británico Richard Gregory ha manifestado: «Los
sentidos no nos proporcionan una idea directa del entorno, sólo de 1

1 J. Y. Lettvin. H. R. Maturana. W. S. McCulloch y W. H. Pitts, «What the Frog's


Eye Tells the Frog‟s Brain», Proceedings of the IRE. 47 (1940-1951), 1959, citado por Tor
Nprretranders, The User ¡Ilusión, trad. de Jonathan Syndenham. Nueva York. Viking Pen-
guin. 1991,págs. 192-193.
ciertos indicios que nos permiten comprobar las hipótesis sobre lo que
tenemos delante».2 El neurofisiólogo Donald O. Hebb abunda: «El
“mundo real” es un constructo y algunas peculiaridades del mundo
científico se hacen aún más borrosas cuando se identifica este dato...
El propio Einstein confirmó a Heisenberg en 1926 que no tenía
sentido forjar teorías basándose únicamente en datos observables
porque “en realidad sucede exactamente lo contrario. La teoría decide
lo que podemos observar”.».3
Podemos ver un mapa del mundo, pero no el mundo. Por otra
parte, ¿qué clase de mapa tiende a dibujar el cerebro? La respuesta
proviene de uno de los dictados de la evolución, de la supervivencia
del más fuerte. En esencia se trata de un mapa relacionado con
nuestra propia supervivencia, que evolucionó para dotamos, en primer
lugar, de información o de sistemas de alerta para protegemos contra
los peligros vitales, con la habilidad de distinguir amigos de
enemigos, para hallar alimentos y recursos, amén de oportunidades
para la procreación. El mundo que se nos presenta está seleccionado y
empaquetado de esta guisa, enriquecido hasta cierto punto por las
categorías culturales que nos rodean, por lo que aprendemos y por el
significado que atribuimos a nuestras experiencias personales e
intransferibles.
Veamos con qué precisión dicho mapa y sus categorías gobiernan
nuestra percepción. En un famoso experimento, el pueblo me‟en, de
Etiopía, recibió unas fotografías de sus gentes y sus animales pero
fueron incapaces de «leer» las imágenes de dos dimensiones.
«Tocaron el papel, lo olieron, lo arrugaron y escucharon su crujir, lo
hicieron añicos y lo masticaron para averiguar su sabor.»4 Sin
embargo las personas de nuestro mundo moderno saben equiparar la
imagen fotográfica con el objeto fotografiado a pesar de que ambos
sólo se asemejen en un sentido muy abstracto. En una ocasión

2 Richard L. Gregory, Eye and Brain: The Psychology of Seeing, 4a ed., Princeton
University Press, 1990, págs. 21-22, citado por Norretranders, The User IIlusión. pág. 186.
3 D. O. Hebb, «Science and the World of Imagination», Canadian Psychology, 16
(1975), págs. 4-11.
4 J. B. Deregowski, «Real Space and Represented Space: Cross-Cultural Perspecti-
ves», The Behavioral and Brain Sciences, 12 (1989), pág. 57, citado por Nprretranders,
The User IIlusión. pág. 187.
un pasajero reconoció a Pablo Picasso en un tren y preguntó al artista
por qué no pintaba a las personas «tal y como son de verdad». Picasso
quiso saber qué quería decir su interlocutor con aquellas palabras. El
hombre abrió su cartera, sacó una foto de su esposa y le dijo: «Mire, es
mi mujer», a lo cual Picasso comentó: «Es pequeña y lisa, ¿no?».5
Para los me‟en, la «fotografía» no existía aun a pesar de tenerla en
sus propias manos. Sólo eran capaces de ver pedazos de papel brillante.
Únicamente a través de la convención de la modernidad reconocemos Ja
imagen fotográfica. Por lo que se refiere a Picasso, la foto era un mero
artilugio, bastante distinto de lo que representaba.
Nuestras mentes también están diseñadas para convertir los eventos
en narraciones, aun cuando no medie ninguna conexión entre las partes.
En sueños, entretejemos con frecuencia las sensaciones más dispares
recabadas durante el día para después darles forma narrativa. Cuando
estamos totalmente despiertos, somos capaces de justificar el curso de
nuestras acciones de forma racional, verosímil y guiándonos por la lógica
de causa y efecto, tanto si las razones aducidas expresan realmente las
fuerzas emocionales subyacentes como si no. Los experimentos efectuados
con individuos que han sufrido alguna lesión en la zona que une los dos
lóbulos cerebrales indican que cuando se estimula el lateral derecho para
que, por ejemplo, cierren una puerta, el izquierdo, desconocedor de las
instrucciones del experimento, producirá una «razón» para justificar la
acción que se acaba de realizar aduciendo, por ejemplo, que «había
corriente».6
Estos tipos de fenómeno son justamente los que invocamos en este
capítulo cuando utilizamos la frase acuñada «todo está inventado». Lo que
en realidad queremos decir es: «Puesto que, en cualquier caso, todo ya
está inventado, más vale que inventemos una historia o un marco de
referencia que tenga sentido y que mejore nuestra calidad de vida y la de
nuestro prójimo».

5 Heinz R. Pagels, The Dreams of Rea son. Nueva York. Bantam. 1988, pág. 163. citado por
Norretranders. The User IIlusión, pág. 188.
6 Michael Gazzaniga, The Social Brain. Nueva York, Basic Books. 1985. págs. 70- 72
(trad. cast.: El cerebro social. Madrid. Alianza. 1993).
Como sucede con las diferencias culturales, casi todos
comprendemos que las interpretaciones del universo varían de un
individuo a otro y de un grupo a otro. Sin embargo, comprender esta
premisa podría inducirnos a pensar que si fabricamos nuestra propia
interpretación de la realidad, igualmente alcanzaremos una verdad
real. Pero la frase «todo está inventado» nos conduce hacia una
noción más esencial: percibimos el universo mediante estructuras
cerebrales evolucionadas y la mente se encarga de construir. Los
significados construidos por la mente pueden ser compartidos y tal
vez nos satisfagan, pero es muy probable que no tengan demasiado
que ver con el universo propiamente dicho. Aún hay más: ¿cómo
podríamos averiguarlo?
Incluso la ciencia, a menudo descrita de forma simplificada como
un proceso ordenado de acumulación de conocimientos basados en
verdades previamente establecidas, incluso la ciencia —repito — , se
apoya en nuestra capacidad de adaptar nuevos datos mediante un
desplazamiento radical de construcciones teóricas previamente
percibidas como verdaderas. Cuando habitábamos el universo
newtoniano, veíamos líneas rectas y fuerzas; en el de Einstein,
observábamos espa- cio/tiempo curvo, relatividad, indeterminación.
La visión newtoniana sigue siendo válida pero, en la actualidad, la
consideramos desde un punto de vista especial, vigente para casos
determinados, sólo cuando se reúnen ciertos requisitos. Cada
paradigma nuevo nos da la oportunidad de «ver» fenómenos que
anteriormente eran tan invisibles para nosotros como lo es una puesta
de sol para la rana.
Para entender mejor el significado de mapa, contexto o paradigma,
consideraremos el famoso enigma de los nueve puntos, sin duda
conocido por muchos lectores. Es posible que recuerden que se trata
de unir todos los puntos con cuatro líneas rectas sin levantar el lápiz
del papel. Si nunca lo ha hecho, pruébelo ahora, antes de pasar
página:
Si es la primera vez que juega, es probable que tenga dificultades
para resolver este rompecabezas porque el espacio externo a los
puntos se le antojará como los confines del mismo. Se trata de un
fenómeno universal que refleja la necesidad de la mente humana de
organizar datos en categorías, a fin de percibirlos. El cerebro clasifica
instantáneamente los nueve puntos como si se tratara de un cuadrado
de dos dimensiones. Y así se queda, inmovilizado y sin solución de
continuidad. El enigma se convierte en una caja con puntitos en sus
extremos aunque, de hecho, nunca ha existido tal caja en nuestra
página.

Casi todo el mundo añade ese contexto a las instrucciones, casi


todo el mundo «oye» la instrucción: se trata de unir todos los puntos
con cuatro líneas rectas sin levantar el lápiz del papel... dentro de los
confines marcados por el espacio externo de los puntos. Si se
interpreta de ese modo, la solución no existe. No obstante, si
pudiéramos agregar una coletilla al reglamento que dijera: «Está
permitido utilizar la cuartilla entera», es probable que se abriera un
mundo completamente nuevo ante nuestros ojos, porque oiríamos una
vocecilla que nos invitaría a sacar las líneas de los confines de los
puntos:

Los parámetros creados por nuestras mentes definen y confinan lo


que percibimos como posible. Cada problema, cada dilema, cada ca-
Ilejón sin salida que encontramos en nuestra existencia, parece
irresoluble cuando está inscrito en un marco determinado, cuando se
percibe desde un punto de vista específico. Ampliando el marco, o
creando un nuevo conjunto de hipótesis alrededor de los datos, los
problemas se desvanecerán, a medida que un nuevo abanico de
posibilidades se despliega ante nuestros ojos.
Esta pauta que nosotros circunscribimos en la frase «todo está
inventado» es la más fundamental de todas las pautas que ofreceremos
en esta obra. Cada vez que pensemos en ella recordaremos que en
realidad todo es narrativa, no solamente una parte, sino que todo
pertenece a una forma precisa de contar el entorno. Recuerde
asimismo que cada historia contada se basa en una red de
presupuestos ocultos. Si aprendemos a detectarlos y a descubrirlos,
podremos superar las barreras de cualquier «caja» que contenga
hipótesis no deseadas y, de este modo, crearemos condiciones o
narraciones propicias para gozar de la existencia que imaginamos para
nosotros y para nuestro entorno. No queremos decir con ello que
podemos inventar cualquier cosa, como si de magia se tratase, sino
que existe la posibilidad de desplazar el marco en que se desenvuelve
hacia otro conjunto de posibilidades subyacentes que le permitan vivir
en las condiciones que desee. Debemos permitir que nuestros
pensamientos y acciones nazcan de esos marcos renovados y observar
qué sucede.

La pauta

Un modo sencillo de practicar lo que transmite la frase «todo está


inventado» es mediante la pregunta siguiente:

¿ Qué presuposición hago,


sin darme cuenta,
que me hace ver lo que veo?

Una vez obtenida la respuesta, proseguiremos con la pregunta:


¿Qué podría inventar ahora,
que todavía no he hecho, que
me diera otras opciones?

Pasaremos entonces a inventar espacios, si es nuestro deseo, como


el del ejemplo de la cuartilla con los nueve puntos del enigma, donde
cuatro líneas valen por cinco.
Nos adentraremos ahora en la segunda pauta, que consiste en
inventar un universo nuevo para vivir, el universo de lo posible.
Segunda pauta
En el universo de lo posible

En cuanto comprenda la noción de que «todo está inventado», entonces


podremos crear un lugar en el que vivir donde la imaginación estará a la orden del
día. A dicho lugar le llamaremos «el universo de lo posible», y nuestra segunda
pauta trata de cómo aventurarse en el mismo. Este universo, como la página con
los nueve puntitos, se extiende más allá de los confines que lo delimitan y que nos
circunscriben a una realidad cotidiana.
Es posible que surja la pregunta: «¿De qué confines se trata y qué es la
realidad cotidiana?».

El mundo de las medidas

Proponemos llamar a nuestro mundo cotidiano «mundo de las medidas»,


para significar el valor central que en nuestra ordenación del mundo tienen
las balanzas, los juicios, los grados, los parámetros y las comparaciones. En
nuestra historia de lo cotidiano, todos sin excepción nos esforzamos para
alcanzar el éxito, por disfrutar de un estado más agradable. Es inevitable que
encontremos escollos en ese camino que debería llevarnos a la realización de
nuestros anhelos. Aparte de los inconvenientes más conocidos y de las
propias personas que también efectúan este recorrido además de nosotros,
tal vez debamos enfrentarnos a la escasez de dinero, de tiempo, de poder, de
amor, de recursos y de fortaleza interior.
Todas las manifestaciones del mundo de las medidas (ganar o perder,
lograr ser aceptado o enfrentarse al temido rechazo, nuestras frágiles
esperanzas o abandonarse a la desesperación) se basan en un presupuesto
único y subyacente, esto es, que el objetivo del ser humano es permanecer
con vida, sobrevivir en un universo repleto de peligros y de escasez. Aun
en la mejor situación posible del mundo de las medidas, el presupuesto
mencionado es nuestro telón de fondo e, igual que la caja invisible
alrededor de los nueve puntitos del enigma anterior, logra apartar el
universo de lo posible de nuestros ojos.
Ciertas respuestas son más convenientes que otras en un entorno
donde la supervivencia es lo que cuenta, aunque en el mundo de las
medidas todas son relevantes. Algunas de las cualidades que pueden
protegernos son, por ejemplo, estar alerta por si acecha el peligro,
disponer de una mente despierta y aguda, ser capaz de distinguir de un
vistazo al amigo y al enemigo, evaluar rápidamente los puntos fuertes y
débiles del prójimo, ser lo suficientemente hábil como para hacerse con
los recursos necesarios, practicar una saludable dieta de desconfianza y
aderezarlo todo con una buena medida de temor. También es muy
importante conservar nuestra coraza intacta, con lo cual nos veremos
obligados a combatir cualquier opinión contraria a la nuestra.
Por otra parte, también nos sentiremos más seguros si sabemos
identificar objetos y localizar su ubicación. Una indicación de la
importancia de esto último es que el término «campo de minas» es
universalmente reconocido como metáfora del peligro. Por supuesto, es
más seguro encarar la realidad como si de algo fijo se tratase, como si las
ideas, las personas y las situaciones pudieran conocerse y evaluarse en su
totalidad.
Crecemos y vivimos en este mundo de medidas, familiarizándonos
con la realidad de las cosas gracias a la existencia de las medidas, y a que
las comparamos y contrastamos sin cesar. Conocemos a un niño porque lo
comparamos con los demás; distinguimos la diferencia entre un aria de
Puccini cantada por Pavarotti o bien por algún tenor local, y un estado de
cuentas porque se contrasta con los precedentes. Con el fin de juzgar,
evaluar, valorar e informar sobre una circunstancia determinada, el
individuo (y por extensión, su grupo) se
separa y se desmarca, identificándose. Esa tan denostada vocecita interior
que nos acompaña casi siempre viene de un centro de medidas. Así las
cosas, pudiera parecer que la vida en el mundo de las medidas está
ordenado por jerarquías: algunos grupos, gentes, cuerpos, lugares e ideas
parecen ser mejores que otros. Entonces aparecen las líneas que delimitan
el interior del exterior: algunas personas, razas y organizaciones son más
seguras, más deseables que otras. El número de porciones que se pueden
obtener de una tarta es infinito.
Nuestras acciones, en este mundo de éxitos y fracasos, siempre
buscan superar obstáculos, alcanzar el éxito y, en última instancia,
pertenecer a un grupo. Prácticamente todos los cuentos infantiles, todas
las series televisivas, están cortados por este patrón. La competencia se
convierte en el vehículo para el éxito y las metáforas que se basan en
deportes competitivos, por no hablar de las hazañas bélicas, están a la
orden del día. Las conversaciones entre amigos se centran en recapitular
proezas y triunfos. Algunos sentimientos no son sino el reflejo de los
vaivenes de la fortuna en el mundo de las medidas: amor para los que nos
rodean, compasión por los más débiles; miedo, ira y desesperación ante la
derrota; y, por supuesto, la enorme satisfacción del éxito.
Así como todo el mundo añade a las instrucciones la coletilla:
«Dentro del cuadrado que forman los nueve puntitos», para resolver el
enigma anterior, también casi todos, bien sea quienes nadan en la
abundancia o los más desfavorecidos, se levantan cada mañana
asumiendo que la vida es una lucha constante por la supervivencia en un
mundo de recursos limitados.
«¡Saca las líneas de los confines de los puntos!»

El universo de lo posible

Supongamos ahora que el universo de lo posible se extiende más allá


del mundo de las medidas para incluir todos los mundos: el infinito, el
generativo, el abundante, y que nuestra preocupación cotidiana por la
supervivencia no es ningún obstáculo, liberados ya del supuesto
generalizador de la escasez. Cada ser humano se eleva en el amplio
espacio de lo posible de forma abierta, sin trabas que le impidan imaginar
lo que puede ser.
En el reino de lo posible, el conocimiento se deriva de la capacidad de
invención. Decidimos que la esencia de la infancia es la alegría y, en
realidad, así es. Nuestra pequeña empresa decide bautizarse como «La
Empresa donde Todo es posible», y eso es exactamente lo que somos.
Hablamos a sabiendas de que el lenguaje crea categorías de significados
que nos abren nuevos horizontes. La vida se nos presenta como la
personificación de la variedad, como el patrón o el movimiento
deslumbrante que nos incita a cada paso a comprometernos, a lanzarnos
sin miedo. La tarta es tan enorme, que si tomamos una porción sigue
estando entera.
La acción en un universo de lo posible puede caracterizarse por ser
generativa o por dar (en el más amplio sentido del término); dar vida,
crear nuevas ideas, otorgar conscientemente nuevos significados,
contribuir, para ceder al poder de los contextos. Se destacan las relaciones
entre las personas y lo que les rodea, en lugar de centrarse únicamente en
las personas y las cosas en sí mismas. Emociones que a menudo se ven
relegadas a la categoría del espíritu son, aquí, abundantes: la alegría, la
gracia, el respeto, la integridad, la pasión, la compasión.
Todo ser humano experimenta en algún momento de su vida la
sensación de que sentirse parte del mundo transciende el mero hecho de la
supervivencia; por ejemplo, ver a un nieto por vez primera, ser testigo de
una hazaña deportiva en los Juegos Olímpicos o de la espontánea
heroicidad de un ciudadano de a pie. Para muchos, ese momento pudo ser
la caída del Muro de Berlín o el triunfo de Nelson Mándela, tras pasar
veintisiete años en prisión. Algunas personas se internan en el reino de lo
posible durante el transcurso de un acto religioso, durante un segundo de
meditación o escuchando música clásica. Otros, al contemplar un
hermoso paraje natural o ser testigos de algo cuya magnitud es infinita,
como el vasto océano o el firmamento extendiendo su manto sobre la
Tierra. En tales momentos nos olvidamos de nosotros mismos y parece
como si formáramos parte de un todo.
Realismo en el universo de lo posible

Tal vez pueda parecer que este capítulo establece una dicotomía
simplista entre tener éxito o bien vivir como personas de buen corazón y
compasivas.
Nada más lejos de nuestra intención. De hecho, lo que queremos decir
es que, en general, existen más posibilidades de aumentar sus
posibilidades de éxito en el trabajo y de tener al mismo tiempo una vida
más llena de sentido cuando se piensa que siempre hay un cliente
aguardando ahí fuera, en lugar de creer en la escasez de dinero, de
clientes y de ideas. En general, existen más probabilidades de éxito
cuando se participa con entusiasmo en algún proyecto o en la consecución
de un objetivo, que si uno se obstina en creer que la vida depende
únicamente de ganar, como si eso nos garantizase un mayor vínculo con
las personas que nos rodean. En general, es más probable que los recursos
estén a su alcance en grandes cantidades cuando usted a su vez se muestre
generoso, sin dejar a nadie a un lado, y motive a los demás
transmitiéndoles su pasión por la vida. Por supuesto, no existe ninguna
garantía de que esto suceda así. Cuando pensamos en términos de
abundancia, no nos preocupa tanto controlarlo todo, lo cual significa que
nos estamos arriesgando más. Si decidimos abandonar la promesa de unos
beneficios a corto plazo para cumplir nuestro gran sueño, estamos
arriesgándonos a largo plazo pero no hay ninguna garantía de que al final
de nuestro camino hayamos alcanzado el éxito soñado. En el mundo de
las medidas, nos fijamos objetivos y luchamos. En el universo de lo
posible, fijamos el contexto y dejamos que la vida se desvele.

Supervivencia y mentalidad de supervivencia

Muchas personas se juegan la vida a diario y tienen el deber de


concentrarse y mantenerse con vida, como cualquiera de nosotros haría si
se encontrara en medio de un atraco o naufragando, perdido en alta mar.
Sin embargo, la mentalidad de supervivencia es algo distinto; se trata de
una actitud permanente, indiscriminada, basada en la
idea de que la vida es peligrosa y de que debemos utilizar toda nuestra
energía en la búsqueda de un objetivo único que podríamos denominar
«número uno».
La verdadera escasez y miseria, y pensar miserablemente son también
fenómenos diferentes. En algunos lugares del mundo, la escasez de
recursos es patente y sus moradores no disponen siquiera de lo más
fundamental. Sin embargo, pensar de forma miserable es una actitud tan
frecuente entre los más afortunados como entre las personas pobres, y no
suele alterarse por un cambio de fortuna. Estamos hablando de la
predisposición fatalista, definida por el economista británico Thomas
Malthus en 1798 en su Ensayo sobre el principio de la población y que
predice que los recursos, que se dan en cantidades limitadas y fijas,
acaban por terminarse. Dicha actitud nos incita a conseguir más para
nosotros, por mucho que tengamos, y a tratar a nuestros semejantes, por
poco que tengan, como si fueran nuestros competidores. La escasez y el
pensamiento miserable son interactivos por la sencilla razón de que el
irreprimible afán de acumular de algunos, deja a otros sin siquiera lo
esencial en un mundo donde las necesidades básicas podrían estar
cubiertas para todos. Ambos fenómenos están correlacionados porque el
uso indiscriminado de recursos naturales a una velocidad mayor de la que
precisa la tierra para regenerarse, deja a la generación siguiente en
situación precaria.

¿Cómo adentrarse en el universo de lo posible?


Estamos llegando al meollo de la cuestión. ¿Qué pauta nos conducirá
al universo de lo posible? Sencillamente, una que nos revele la estructura
oculta a partir de la cual surge el mundo de las medidas. Cuando descubra
lo mucho que condiciona esa estructura, como la caja alrededor de los
nueve puntitos del enigma anterior, habrá logrado situarse en el universo
de lo posible, más allá de la caja. Así que empiece por preguntarse:

¿De qué modo mis pensamientos y mis acciones reflejan en este


momento el mundo de las medidas?
Debe intentar hallar pensamientos y acciones que reflejen nociones
como supervivencia y escasez, comparación y competencia, apego y
ansiedad. Fíjese en que la formulación de la pregunta es «¿De qué
modo...?», lo que la convierte en una verdadera y profunda interrogación
personal, en lugar de limitarse a preguntar «¿Son...?», con lo cual estaría
sencillamente evaluando la situación de forma retórica. Es sencillo ver
que resulta más fácil excusamos alegando que yo soy una excepción a la
regla, y en ningún caso gobernado por conjuntos de presupuestos
coercitivos. Estamos, por descontado, ante otro ejemplo típico de cómo
funciona el mundo de las medidas.
Así que cuando piense, por ejemplo, que este tipo de análisis interior
deben practicarlo con más ahínco los hombres que las mujeres, puesto
que ellos son más competitivos, entonces debe ser capaz de reconocer
esta idea como el primer indicio de que los presupuestos del mundo de las
medidas están entrando en acción. Es el momento de preguntarnos de
nuevo:

¿De qué modo mis pensamientos y mis acciones, en este nuevo


momento, reflejan el mundo de las medidas?
¿ Y cómo están haciéndolo ahora?

Repítase estas preguntas hasta que comprenda lo inútil que resulta


intentar zafarse de los presupuestos que conforman nuestra existencia. Y
entonces tal vez se eche usted a reír ante tan magna revelación. Y cuando
alguien le pregunte: «¿Qué tal estás?», le asaltará la idea de que es
totalmente ridículo intentar explicar su estado, o expresar su vida en
términos de lucha y de carga, y antes de que se dé cuenta, la fórmula: «De
maravilla, gracias», saldrá fácilmente de sus labios. Y en ese momento se
sorprenderá esbozando una sonrisa; porque habrá logrado entrar en el
universo de lo posible.
Aunque, claro, aún no habrá llegado.
Tercera pauta
Conseguir una «A»

Cada año, en la Universidad de California del Sur se solía impartir un


curso sobre técnicas de liderazgo a cincuenta de sus más aventajados
alumnos, seleccionados minuciosamente de entre los veintisiete mil que
conforman el conjunto del alumnado. Al final del semestre se daban
instrucciones a los correctores para que repartieran las notas en tres
tercios, a saber, en grupos A, B y C7 aunque con toda seguridad el trabajo
de los estudiantes seleccionados era superior al de cualquier otro en toda
la universidad. Imagínese el duro golpe que representaba este sistema de
calificaciones para aquellos destinados a recibir únicamente una «C» por
mucho y muy bien que hubieran trabajado.
En éste y en otros muchos casos, las notas que se reciben no reflejan
la realidad del trabajo realizado. Cuando se señala a un estudiante el error
que ha cometido en un determinado ejercicio de matemáticas o bien que
no ha comprendido un concepto, es probable que entienda que nos
referimos a un nivel real de su rendimiento, pero el mero hecho de
asignarle una «B+» no refleja nada palpable, sino que, únicamente, se le
está comparando con el resto de sus compañeros. Muchos estarían de
acuerdo en convenir que el reparto de notas es un acto comparativo entre
varios alumnos. Y también convendrían en que este proceder sólo añade
tensión a las relaciones de amistad que surgen entre compañeros y a
menudo relega a los estudiantes a la soledad.

7 A, B, C, B+, E, son notas equivalentes a nuestros aprobados, notables o excelentes. Por


ejemplo, la «A» que se cita en el título de este capítulo sería, en España, un excelente . (N. del
e.)
Se dice a menudo que Miguel Ángel aseguraba que dentro de cada
bloque de mármol habita una bella escultura, y sólo se precisa eliminar el
material sobrante para que se revele el arte en su interior. Si pudiéramos
aplicar este concepto visionario a la educación, sería del todo inútil
comparar a un estudiante con otro. En su lugar, centraríamos toda la
energía en deshacernos de los fragmentos sobrantes para eliminar
aquellos aspectos que impidieran el desarrollo del estudiante, su
capacidad de expresión y su pericia.
A esta pauta la llamamos «poner una “A”». Es una forma atractiva y
vital de acercarse a los demás, con la promesa de transformación mutua.
Es también un cambio de actitud que permite hablar libremente acerca de
los pensamientos y sentimientos que alberga en su interior y, al mismo
tiempo, apoyar al prójimo para propiciar la realización de sus sueños.
«Poner una “A”» quiere decir aprender a trasladar nuestra relación con el
mundo de las medidas al universo de lo posible.
Se puede recibir una «A» en cualquier situación y en cualquier
ámbito. En efecto, podemos «ponérsela» al camarero, al jefe, a la suegra,
al contrincante y a los que conducen a nuestro lado por cualquier
carretera. Cuando usted «pone una “A”», se da cuenta de que no está
hablando con la gente desde una posición comparativa, sino desde el
respeto que les deja espacio para comprenderla y comprenderse. Su
mirada está puesta en la estatua que hay en ese bloque de mármol, en la
masa de piedra por tallar.
Esa «A» no es la expectativa de alcanzar nada, sino de profundizar en
algo.

Futuros prometedores
BEN: treinta alumnos de posgrado están reunidos en el conservatorio
de Nueva Inglaterra para recibir su primera clase del curso. Es un viernes
por la tarde del mes de septiembre. Todos tocan algún instrumento, saben
cantar y están a punto de dar comienzo a una aventura personal que
durará dos semestres. El objetivo es que se sumerjan de lleno en el arte de
la ejecución musical, incluyendo los factores psicológicos y emocionales
que pueden entorpecer su desarrollo y
crecimiento como músicos. Mi promesa a todos los allí presentes consiste
en que, siempre que asistan regularmente a mis clases y se empleen a
fondo para comprender y hacer suyos los matices que forman parte del
curso, se producirá un notable cambio tanto en sus vidas como en su
forma de interpretar música.
Pero después de veinticinco años como profesor de música, cada año
seguía tropezando con los mismos obstáculos. Clase tras clase, los
alumnos entraban en tal estado de ansiedad crónica acerca de la
evaluación de su trabajo, que se negaban a asumir cualquier riesgo al
tocar. Una noche rogué a Roz que me ayudara a reflexionar, para ver si
entre los dos lográbamos dar con un método que disipara el temor de mis
pupilos al fracaso.
¿Qué sucedería si les diera a todos una «A» desde el principio?
Convinimos con Roz que abolir todas las notas no sería una buena
solución, aun en el caso improbable de que el conservatorio aceptara la
propuesta. Los alumnos se sentirían defraudados, pues ello les privaría de
la ocasión de destacar e igualmente seguirían preocupados por su lugar en
la clasificación académica. Decidimos darles a todos la única nota que les
tranquilizase desde el principio, no como una herramienta de evaluación,
sino como instrumento para abrirles las puertas del universo de lo posible.
«Todos los alumnos de esta clase recibirán una “A” durante el curso»,
les anuncié. «No obstante, existe un solo requisito que deben cumplir para
merecer esta nota: en algún momento durante las dos próximas semanas,
cada uno de ustedes me escribirá una carta, fechada en mayo próximo,
con la cabecera siguiente: “Apreciado señor Zander: he conseguido una
„A‟ porque...” y en esa carta me explicarán tan detalladamente como les
sea posible lo que se habrá producido de aquí a mayo, el suceso que les
hará merecedores de esta nota fuera de lo común.»
Al escribir sus cartas, les dije, debían proyectarse en el futuro,
mirando al pasado de forma retroactiva, y detallar todo lo que creían
haber aprendido durante ese período de tiempo; asimismo, tendrían que
indicar qué progresos creían haber hecho. No estaban permitidas las
frases encabezadas con un «confío» o «espero» o «haré». Es posible
mencionar hitos alcanzados, objetivos cumplidos o concursos ganados.
Pero les reiteré que sobre todo estaba interesado por la persona que iban a
ser el
siguiente mes de mayo. Me interesaba principalmente su actitud, sus
sentimientos y el punto de vista de una persona que ha hecho o se ha
convertido en todo aquello que deseaba. Estaban autorizados, les dije, a
enamorarse apasionadamente de aquella persona que iban a describir.
Un joven alumno que estaba aprendiendo a tocar el trombón y que se
tomó mis palabras muy en serio, descubrió el poeta que llevaba dentro y
me escribió la carta que sigue a continuación:

Jueves noche, 15 de mayo

Apreciado señor Z.:

Hoy el mundo sabe quién soy. Aquel empuje de energía,


aquella intensa emoción que usted descubrió latente en mi interior
y que, por desgracia, se resistía a aflorar tanto en mi música
como en mis conversaciones, se ha desatado justamente esta
noche en el transcurso de una composición nueva, escrita para
mí. /.../ Cuando se ha terminado el concierto, en la sala se ha
producido un terrible silencio; nadie se movía. Una calma
desbordante. Se han oído suspiros, y luego unos aplausos
atronadores que han acallado los latidos de mi corazón.
Es posible que haya hecho una reverencia pero no lo recuerdo.
IM ovación ha sido tan larga, que he pensado en hacer mi debut
completo y por eso estoy celebrando la caída

de la máscara y piel que


había creado, en las
que ocultarme,
tras las que improvisaba mi propia melodía y
bises solitarios.
Y no recuerdo aquello, ni tampoco la
técnica empleada, pretensión, tradición,
oficio, historia... ni siquiera la audiencia.
Lo que salió de mi trombón,
creo firmemente, fue
mi propia voz.
Risas, sonrisas, una
mueca y lágrimas.
El espíritu de Tucker
cantó.

TUCKER DULIN

Otra de las cartas «A» la escribió una joven coreana estudiante de


flauta, la cual participó plenamente en la propuesta y supo captar a la
perfección su espíritu juguetón aunque, al mismo tiempo, escribió un
texto muy reflexivo acerca de los contratiempos que acechan a los
músicos en la cultura de la competición y de las medidas:

Mayo próximo

Mi muy apreciado profesor Zander:

He recibido una «A» porque he trabajado mucho y he pensado


mucho sobre mí misma al asistir a sus clases y el resultado es
totalmente asombroso. Me he convertido en una persona nueva.
Solía tener una actitud muy negativa ante casi todo, incluso antes
de intentarlo. Ahora me siento una persona más feliz. Hace un
año, aproximadamente, era incapaz de aceptar mis fallos y,
cuando inevitablemente cometía un error, siempre me sentía
culpable. Pero hora disfruto con los errores, porque así aprendo
más. Hay más profundidad en la música que ahora toco. Antes
sólo eran notas, pero he descubierto que existe un significado real
en cada pieza, y mi música tiene más imaginación. También he
descubierto mi propio valor. Comprendo que soy especial, puedo
hacerlo todo porque creo en mí. Muchas gracias por sus clases y
conferencias porque me han ayudado a entender que soy
importante y a comprender la razón de que quiera ser músico.
Gracias.
En esta carta vemos que la joven intérprete está concentrada en la
persona que desea ser, y momentáneamente acalla la vocecita interior que
le repetía que estaba destinada al fracaso. Esther emerge como la bella
estatua en el interior del bloque de mármol de Miguel Ángel. La persona
a quien doy clases cada viernes por la tarde es la misma que se describe
en la carta. La alumna revela su ser real y verdadero y sabe identificar esa
piedra sobrante que bloquea su expresión. Nuestra misión en las clases y
en este libro es eliminar este material su- perfluo que la separan del
mundo exterior:

Mayo siguiente

Querido señor Zander:

Me han puesto una «A» porque tuve el valor de examinar mis


temores y me di cuenta de que no tienen lugar en mi existencia.
He pasado de ser una persona que temía el fracaso, porque no
quería que nadie se percatara de sus errores, a alguien que ahora
sabe que debe hacer una contribución al mundo en el que vive. /.../
tanto en lo que se refiere a la música como en mi vida personal.
Toda la inseguridad y falta de confianza que sentía han
desaparecido. Tampoco creo que ya sólo exista como un reflejo en
el ojo del otro, ni que mi objetivo en la vida sea complacer a los
demás. /.../ Ahora comprendo que intentar y conseguir son una
misma cosa cuando uno toma sus propias decisiones. Soy dueña
de mí misma.
He descubierto en mi interior el deseo de hacer partícipe a
otros de mi música, un deseo más fuerte que los temores que tenía
acerca de mis aptitudes. He pasado de desear el anonimato y la
mediocridad a aceptar la alegría que proviene de saber que mi
música puede cambiar el mundo.

GISELLE HILLYER

No es de extrañar que acuda a dar mis clases con tanto entusiasmo,


puesto que todos son alumnos con notas «A», ¡y además no siempre
pasa uno toda la tarde rodeado de notables profesionales de la música!
Creo que casi todos comparten mi pasión y no pocos me han confesado
que cuando van por el pasillo camino del aula donde nos reunimos cada
viernes, sienten que los nubarrones de su angustia se disipan y dan paso a
la alegre academia de música que formamos:

Ben, cuando asisto a sus clases siento que me invade la


alegría y a medida que me acerco al aula, por los pasillos, crece
mi felicidad y mi entusiasmo.

CARINA

Los profesionales de la música nos empeñamos en enseñar a nuestros


alumnos con el máximo esmero. Desde su infancia les instamos a que
lleguen a unos niveles de técnica extraordinaria, a que se acostumbren a
las repeticiones y comprendan el valor de la actuación ..Les apoyamos
para que su ánimo no decaiga e incluso para que, en verano, se matriculen
en cursos especializados, para que viajen y adquieran experiencia de
primera mano, conozcan otras culturas... Y después, estos jóvenes se ven
catapultados a un infierno de supervivencia, de «sálvese quien pueda», de
conductas bajas y rastreras y llenas de envidia. Ante este panorama,
¿cómo se puede esperar que nuestros pupilos compongan grandes obras
de arte musical, que derrochen nobleza, generosidad, reverencia,
sensibilidad y amor?
Es peligroso fomentar esta actitud obsesiva de competición entre los
jóvenes porque, entre otras razones, el precio que pagan consiste en no
correr ciertos riesgos, generalmente imprescindibles para llegar a ser
grandes artistas. El arte de la música, ya que sólo puede transmitirse
mediante intérpretes, depende de la fuerza de la expresión de estos
últimos. Sólo cuando nos equivocamos al tocar una pieza podemos darnos
cuenta de qué debe mejorarse, o dónde debemos ser más cuidadosos. Para
ser exactos, aconsejo a mis alumnos que cuando se equivoquen, alcen los
brazos, sonrían y exclamen: «¡Fascinante!». Recomiendo esta técnica a
todo el mundo.
Y no sólo me refiero a los errores. Cuando nos hallemos ante
experiencias habitualmente conocidas como «negativas», también po-
demos aplicar este método. Recuerdo, por ejemplo, a un joven tenor que
en una ocasión se acercó a mí, después de la clase, profundamente
disgustado. Acababa de perder a su pareja y se sentía incapaz de seguir
adelante con los ensayos. Le consolé, pero el maestro que habita en mí se
alegró secretamente porque pensé que, después de ese mal trago
sentimental, ahora sí sería capaz de expresar a la perfección la
desgarradora pasión del Viaje invernal schubertiano, que trata de la
pérdida de un ser amado. Hasta entonces, no había sido capaz de dar a
estas bellas canciones el tono adecuado, ya que el único objeto de su
afecto que había perdido hasta la fecha era su pececillo de colores.
El gran Gaspar Cassadó fue mi maestro de violoncelo y solía
decirnos: «Me dais lástima, vuestras vidas han sido tan fáciles... Sólo
podréis tocar bien cuando os destrocen el corazón...».

Apreciado señor Zander:

He conseguido una «A» porque me he convertido en un gran


jardinero, y soy capaz de construir mi propio jardín de la vida.
Hasta el año pasado tenía miedo, lo criticaba todo, era negativo,
estaba perdido, solo, sin energía, sin amor, sin alma, sin
esperanza, sin emoción, decaído... no parecía que hubiera luz al
final del túnel. Pero todo aquello que creía que me hacía tan
infeliz es lo que me ha convertido en la persona que soy.
Me quiero, y ello me hace amar la música, a la gente y a mi
trabajo e incluso a mis defectos. Amo las rosas de mi jardín
aunque no hayan florecido, e incluso las malas hierbas que brotan
aquí y allá. No puedo esperar hasta mañana porque estoy
enamorado del ahora, del trabajo duro y de la recompensa. ¿Qué
más se puede pedir?

Sinceramente,
SOYAN Kim
El secreto de la vida
Llevábamos unas semanas del primer año en que habíamos puesto en
práctica el experimento de las «A», cuando se me ocurrió preguntar a la
clase qué sentían sabiendo que la nota máxima estaba adjudicada de
antemano, sin tener que demostrar nada. Un estudiante de Taiwan levantó
la mano, lo cual me sorprendió por varias razones. En primer lugar los
estudiantes orientales no suelen tener la misma fluidez que otros por
razones de idioma y suelen ser más reservados por naturaleza, aunque
también es cierto que algunos de mis alumnos más aventajados provienen
de Asia. Algunos han intentado explicarme por qué prefieren no
participar abiertamente en mis debates. En ciertas culturas orientales se le
da mucha importancia al hecho de tener razón en cualquier contexto,
incluyendo el aula docente. El maestro, por ejemplo, nunca se equivoca, y
la mejor manera de evitar errores es, obviamente, no abrir la boca.
Cuando comprobé que un chico de Taiwan pedía la palabra con tanto
entusiasmo, se la di de inmediato. En Taiwan, nos contó:

Yo era el número 68 en una clase de 70 alumnos. Llego a Boston y el señor Zander


dice que mi nota es una «A». Estoy confundido. Pasé tres semanas sin rumbo
preguntándome qué pasaba. Soy el número 68 pero el señor Zander dice que tengo una
«A»... Soy el 68 pero el señor Zander dice que soy una «A»... Un día descubro que ser nota
«A» me hace mucho más feliz que ser el número 68 y decido que soy «A».

En un momento de inspiración, este estudiante había encontrado «el


secreto de la vida», había descubierto que todo está inventado, que todo
es un juego. La «A» es un invento y el número 68 también, con lo cual
más vale elegir lo que nos hace más felices a nosotros y a los demás.

Son muchos los que no están de acuerdo con la idea de «poner una
“A”» porque a su modo de ver es inmerecida y niega la posibilidad de
marcar la diferencia entre unos y otros logros. De ningún modo
sostenemos que no debamos reconocer los progresos y el trabajo duro.
Nadie querría escuchar a un violinista que no sepa tocar, ni visitar un
médico que no tiene el título. Los criterios de evaluación son útiles
cuando es necesario definir la cantidad y calidad de los conocimientos
que todo estudiante debe conseguir para ser competente en su área de
elección.
Pero no nos referimos a la evaluación del rendimiento de las
personas cuando proponemos las «A», a pesar de que al fin y al cabo
es una calificación académica. Nuestra intención es reducir en cierto
modo el corsé evaluador que las calificaciones imponen en nuestra
mente, desde nuestra más tierna infancia. La «A» es un invento que
sirve para crear lo posible entre maestro y alumno, jefe y empleado o
cualquier otro tipo de interrelación humana.
La pauta de «poner una UA”» permite al maestro situarse en el
mismo plano que sus pupilos porque les une un interés común, en
lugar de enfrentarse unos a otros. De estas dos actitudes, la primera
permite que mentor y alumno, o jefe y empleado, formen un equipo
que les permita lograr lo posible, precisamente porque están en un
mismo terreno. La segunda actitud se basa en un desequilibrio de
poder que puede actuar como distracción y como inhibidor,
impidiendo el libre paso de la energía necesaria para el desarrollo y
para la mutua y provechosa productividad.
Una de las complicaciones de los estándares es que aquel que
ejerce el poder, ya sea un maestro, un sistema de enseñanza o un
equipo de altos ejecutivos al completo, termina por caer en la trampa
de confundir sus prioridades con las del estándar. Pensemos, por
ejemplo, en el airado jefe que, al verificar el trabajo de sus empleados,
se da cuenta de que no lo han hecho como él deseaba. Este tipo de
situación suele terminar con un ultimátum, sea explícito o no, del jefe:
las cosas deben hacerse de la forma correcta, es decir, a mi manera.
Este tipo de situación suele dar al traste con cualquier posibilidad
de innovación y de creatividad y, además, fomenta que tanto
estudiantes como empleados sólo aprendan a complacer al jefe o al
maestro y a procurar salirse con la suya. No es de extrañar que, a
menudo, la nota que un profesor considera justo otorgar a un alumno
esté directamente relacionada con su decepción ante un trabajo
presentado, cuyo tema o tratamiento difiere de ios intereses que
estimulan al pro-
pió profesor. En lugar de proporcionar a su pupilo una información
útil, su calificación sólo conseguirá avisarle de que, ante los ojos de la
autoridad, no ha cumplido como debía.

Asignatura fina!

Roz: en mi último año de bachillerato tuve problemas con la


profesora de literatura inglesa. Se trataba de una asignatura que duraba
todo el semestre y tenía que escribir un ensayo detallado sobre Na-
thaniel Hawthome. Era un proyecto de envergadura y todo el mundo
sabía que yo siempre dejaba mis trabajos para última hora. Leí casi
toda la obra del autor y sólo entonces decidí que quería cambiar mi
elección por Thomas Hardy. Me quedaban entre dos y tres semanas y
tenía que aprovechar cada minuto libre para poder cumplir con la
fecha de entrega. Trabajé toda la noche anterior en medio de una feliz
mezcla de efervescencia, presión intensa e interés concentrado, y al
día siguiente en la escuela me pasé tecleando denodadamente hasta el
último momento. Naturalmente, diez minutos antes de que se
cumpliera el plazo entregué mi trabajo e ipsofacto tuve que oír la
arenga de mi supervisora por haberlo dejado hasta tan tarde y, en
suma, por no tener un método de estudio adecuado. La corrección de
estos ensayos corría a cargo de un profesor externo, una persona que
no conocía en absoluto a los alumnos de aquel centro.
Aguardamos durante dos semanas, impacientes por saber los
resultados de nuestros esfuerzos. Finalmente, los ensayos corregidos
llegaron y nuestra profesora nos los entregó, un por uno, sonriendo y
haciendo los comentarios pertinentes. Cuando me tocó el tumo su
rostro cambió de expresión y adoptó una actitud grave y tensa. Mi
grado de ansiedad se disparó en pocos segundos. Así el ejercicio y le
di la vuelta rápidamente para leer los comentarios al final, pero sólo
pude atis- bar una nota «A» escrita con lápiz, muy débilmente, en la
parte superior de la página. Según el corrector mi trabajo estaba bien
construido y tanto la gramática, como el estilo y la organización eran
correctos.
Mi maestra tenía otro tipo de prioridades: seguramente que los
alumnos debían aprender según sus criterios, siguiendo un ritmo esta-
biecido, y convenientemente provistos de documentación reunida en
arduas horas de trabajo previo. Más adelante me confesó que estaba
contrariada y que hubiera preferido que mi nota fuera mucho más baja
porque, de este modo, hubiera aprendido una lección acerca de lo
importante que es la preparación del trabajo. Me sentí como una exiliada
del soleado patio en el que tan buenos ratos había pasado con mis
compañeras. Me defendí, y le dije a mi maestra que mi sistema de última
hora no era mejor ni peor, que los resultados eran los que contaban y que
se trataba, simplemente, de una cuestión de estilo personal.
Años después he recapacitado sobre mi profesora y estoy convencida
de que sólo quería lo mejor para mí. Posiblemente estaba preocupada
porque sabía que más adelante me encontraría en situaciones mucho más
duras y que entonces sí necesitaría algún tipo de método para poder
cumplir con exigencias muy superiores a las suyas. Seguramente también
estuvo en lo cierto al valorar que aquella nota «A» no alteró en absoluto
mi metodología (o falta de ella). Y sin embargo, ¿qué hubiera pasado si
su respuesta a mi magnífica calificación hubiera sido positiva? Imagino,
por ejemplo, lo que habría pasado si me hubiera propuesto un juego:
intentar preparar mejor el siguiente trabajo, sólo para ver hasta qué punto
podía mejorar. Ahora sé que yo habría aceptado y así ella se habría bajado
de su pedestal de rectitud, de forma atractiva e imaginativa, y tal vez
hubiera recuperado el mando de mi orientación educativa. En términos de
lo posible, ella me habría puesto una «A», y, al mismo tiempo, también
habría logrado una «A» para ella.

En el reino de lo posible, «poner una “A”» permite, tanto en el sentido


literal como en el figurado, igualar al maestro con el pupilo, al jefe y el
empleado, lo cual convierte la carrera hacia la meta en un juego animado
y creativo. Así las cosas, los estándares se convierten en una pauta para
ambas partes. Si el alumno alcanza la meta, bien y, si no, también.
¿Recuerda?: «¡Fascinante!». El profesor no se involucra personalmente
con el estándar de evaluación, ni el alumno con los resultados del juego.
Recordemos que el cometido del maestro es ayudar a extraer la estatua
del bloque de mármol, de superar las barreras para que de su interior brote
toda su capacidad de expresión; al
«ponerle la “A”», se sitúa en pie de igualdad con el alumno y permite que
los estándares se mantengan por sí solos.

La «A» nos une en un objetivo común

Los estándares pueden desatar un desastre incluso en las orquestas


sinfónicas, donde el director y un centenar de alumnos comparten un
interés colectivo, es decir, el afán de ofrecer un buen concierto. No todos
los directores de orquesta son lo suficientemente flexibles como adaptarse
y adaptar sus prioridades y sus prejuicios personales, que terminan por
levantar o hundir la actuación de sus músicos. Momentos antes de
llevarse la boquilla del instrumento a los labios, el oboe dirige su mirada
al director y amén de sus indicaciones sobre tempo, forma, ritmo, color,
carácter de la música y demás recibe un mensaje que comprende su
aprobación, lo cual afectará su interpretación tanto o más que el resto de
las instrucciones.
Una «A» libremente concedida expresa una visión de conjunto, de
camaradería, de relación. Esta «A» significa totalidad, funcionalidad y el
conocimiento profundo de que en cada uno de nosotros es posible
encontrar una forma grácil oculta por capas de piedra sobrante.
Cuando la visión no se revela, cada cual se rige por sus prioridades y
creencias personales y conecta con aquellos que comparten sus intereses,
prescindiendo de los demás. Automáticamente juzgamos a los músicos, a
los trabajadores y a los seres queridos según nuestros criterios propios y
les dejamos huérfanos de viento en las velas de su propio navegar. Sin
embargo, con la pauta de «poner una “A”» a todas nuestras relaciones
estamos garantizando una relación de igualdad con los demás, porque
dicha «A» es una declaración de adhesión, por así decirlo, a un mejor
modo de vida.

El arco de Tanya

BEN: durante un ensayo de la Sinfonía n° 9 de Mahler con la Orquesta


Filarmónica de Londres, me di cuenta de que uno de los violi-
nes, una joven, se sentaba de forma pésima, encorvada y demasiado
relajada. En el ensayo final las cosas iban a peor y contrastaba claramente
con los demás integrantes de la orquesta, cuya actitud era entusiasta y
estaban a punto para el gran día. La calidad de ejecución de aquella
intérprete era totalmente profesional pero no parecía conmoverse con el
final de la pieza de Mahler, tan intenso pero que, no obstante, parecía
dejarla fría, lo cual es deplorable en cualquier circunstancia, pero
tristemente notorio ai tratarse de este fragmento.
Me acerqué a ella una vez terminado el ensayo. Le pregunté si le
ocuiTÍa alguna cosa en especial, a lo cual respondió con otra pregunta. Al
parecer le sorprendía mi forma de dirigir aquel movimiento en particular,
aunque era idéntico a como lo habíamos hecho anteriormente en Boston.
Según su parecer, íbamos demasiado rápido y era incapaz de seguimos.
Puesto que me consta lo difícil que es para un violinista seguir con su
arco un determinado movimiento de cuerda para conseguir arrancar un
sonido potente, le sugerí que quizá deberíamos aplicar un tempo algo más
lento. «No sea ridículo», replicó, «usted debe dirigirlo como le apetezca,
pero me ha preguntado.»
Me dejó de una pieza. Su conducta exterior, todo su aspecto físico y
su talante, influían en su modo de relacionarse con el arco de su violín. A
menudo hay que recordar que, en realidad, el director de una orquesta no
toca la música que dirige por muy compenetrado que esté con cada cuerda
y con cada instrumento. Como violinista que soy, me siento
especialmente próximo a los músicos que tocan este instrumento y a los
movimientos del arco. Es probable que mi eterna búsqueda por encontrar
el tempo perfecto, por ejecutar con esmero cada golpe de arco doloroso y
frenético, que representan la turbulenta expresión de Mahler, me llevara
en aquel caso concreto a dirigir con algo más de rapidez, con lo cual
forzaba a aquella violinista a sacrificar la entrañable relación que tenía
entre su cuerpo y su arco. El resultado final era, primero, el malestar de la
violinista y finalmente una especie de resignación que afectaba a una
intérprete de violín de una de las más reputadas orquestas filarmónicas
del mundo. El precio era demasiado alto.
Por regla general, el día que tengo un concierto suelo ir a mi
habitación cuando se termina el ensayo de la mañana y después de dormir
un buen rato me ducho, me tomo unas tostadas con huevos revueltos y
una taza de té cargado y me dispongo a dar mi charla habitual, que
precede a cada actuación. Pero esta vez fue distinto. Pasé la tarde en la
habitación del hotel con la partitura de Mahler entre las manos simulando
que el violinista era yo e intenté imaginar cómo sería tocar ese fragmento.
No todos los movimientos eran muy rápidos. ¿Quizá sólo algunos?
¿Quizá aquél? ¿O éste? Aquella noche dirigí el concierto concediendo
una ligera ampliación entre los distintos pasajes, especialmente en
aquellos que pensaba que podrían ser problemáticos para Tanya y su arco
de violín.
Durante el concierto le eché frecuentes miradas de reojo, y vi que allí
se sentaba una violinista apasionada, totalmente compenetrada con la
música y que derrochaba emoción sin ningún pudor. Si bien es cierto que
todo hubiera salido bien aun si no nos hubiéramos permitido aquella
pequeña variante, aquella pasión extra, ese 1% representó un cambio
proporcionalmente notable, porque una vez ella y yo logramos establecer
un vínculo, eso me permitió actuar y participar en el desarrollo de los
acontecimientos. Al contrario de lo que antes pensaba, ella no era una
mala intérprete, ni aquel un problema de poca importancia. Mientras yo
perdía el tiempo intentando comprender por qué no sentía pasión por esa
pieza, también perdía energía, observándola sin prestarle atención.
Después del concierto, Tanya se esfumó. Intenté localizarla al cabo de
unas semanas para darle las gracias, porque consideraba que sus palabras
nos habían servido a todos y la actuación se había beneficiado por ello; en
efecto, había sido una interpretación magnífica y apasionada. Cuando
conseguí su numero de teléfono la llamé desde Boston a su casa cercana a
Londres.
La voz de Tanya sonó temblorosa cuando se dio cuenta de que era yo
quien la llamaba. Me confesó que ningún director de orquesta la había
llamado hasta la fecha. Estaba contenta y agradecida, especialmente
cuando le manifesté lo complacido que me sentía por aquella pieza de
Mahler que tan bien había ejecutado. Resultó que era su compositor
favorito, que adoraba toda su obra y que aquel concierto representaba
para ella uno de los acontecimientos más importantes de toda su carrera.
La lección que aprendí a raíz de aquel episodio con Tanya fue que el
músico que parece menos compenetrado es, a veces, el más
comprometido de toda la orquesta. A fin de cuentas, un cínico es alguien
apasionado que no quiere decepcionarse una vez más. Tanya, mahleriana
por excelencia, había decidido mantenerse al margen durante los ensayos
porque temía la decepción. Ella me enseñó que no debemos hablar al
cínico sino dirigirnos al apasionado que llevamos dentro.
La primera vez que hablé con Tanya no me movía ningún afán de
reprender a un miembro recalcitrante de la orquesta por no volcarse a
fondo en la interpretación de la pieza; antes bien, mi actitud dejaba
traslucir que yo sabía a ciencia cierta que ella amaba la música, que
deseaba que el concierto fuera un éxito, y que sin duda deseaba conectar
con su arco de violín, en suma, le estaba poniendo una «A». La manera en
que le planteé mi pregunta («¿Ocurre algo? ¿Hay algún problema?»)
mostraba a las claras que yo suponía en Tanya el interés y el compromiso
por el proyecto en el que estábamos participando los dos, y también
dejaba claro que creía que no acababa de sentirse del todo a gusto.
Cuando regresé a la Filarmónica al cabo de un año, Tanya me saludó
con entusiasmo. Tras mi experiencia con ella, me pareció que los demás
músicos se mostraban más receptivos y cómodos en mi presencia, como
si mantuviéramos una relación más cálida. En un descanso durante un
ensayo de la Sinfonía n° 2 de Mahler, me senté al lado de mi nueva
amiga. Estábamos ensayando el segundo movimiento, particularmente
difícil debido a una melodía sutil y ligera como un vals vienés. «Un pelín
lento, ¿no cree?», murmuró ella.

La pauta de «poner una “A ”» inventa y reconoce a la vez el deseo


universal de los demás de contribuir en la vida de los otros, sin importar
las barreras que puedan existir. Podemos tomar la decisión de aceptar la
apatía de un jefe, de un alumno o de un músico y conformamos, o bien
reconocer que hay en ellos un potencial que pugna por expresarse. La
diferencia es grande. ¿En cuántas ocasiones, por ejemplo, no hemos visto
a algún alumno adolescente en una postura totalmente indolente y
resignada, algo parecida a la que vi en Tanya du-
rante aquellos ensayos? Todo sería muy distinto si, mirándoles con otros
ojos, comprendiéndoles y hablando con ellos, decidiéramos «ponerles una
“A”» permanente, sin reparos y sin negar nada de lo que sucede entre
nosotros. Partiendo de la convicción de que todo adolescente alberga en
su interior un auténtico deseo de contribuir, ya sea en la familia o en su
comunidad, pronto nos percataríamos de las pocas salidas que se les
ofrecen para que pueda llevar a cabo alguna tarea de importancia. Es
posible que el siguiente paso nos llevara a entender por qué, ante una
ausencia tan palpable de cometidos dignos para ellos, los jóvenes se
retiran a un lugar vacío de significado, con el convencimiento de que su
existencia no tiene ningún valor.

El síndrome del segundo violín: la costumbre de pensar


que sus acciones no importan

BEN: después de nuestro entusiasmo y animación iniciales sobre la


pauta de «poner una “A”», digo a mis alumnos de la clase de los viernes
que pronto esa vocecilla interior les susurrará algo así como:

¿Por qué ir a clase hoy si ya tengo mi «A» garantizada? Tengo un montón


de cosas por hacer y más me vale quedarme y ensayar solo. En cualquier
caso, es un grupo tan numeroso que ni siquiera notarán mi ausencia.

Les digo a mis alumnos que éste es, en efecto, el primer síntoma de
una enfermedad muy común llamada «síndrome del segundo violín». Me
refiero a los que están convencidos de que su papel en la vida tiene poca
importancia (los segundos violines, por ejemplo), y son especialmente
proclives a pensar que están de más. Los músicos que tocan instrumentos
de cuerda se ven a menudo como soldados de a pie totalmente
prescindibles, a merced de los caprichos del director, alguien que puede
sustituirles en cualquier momento puesto que a fin de cuentas hay cientos
que podrían tocar como ellos. Esto no se aplica en el caso del primer
trompeta, o en el de los músicos de los instrumentos de viento, que son
los que más solos tocan en una orquesta.
Cuando un músico de un instrumento de cuerda es nuevo en una
orquesta, suele empezar con gran entusiasmo; se lleva la partitura a casa y
ensaya regularmente y con ahínco en todos sus momentos libres. Sin
embargo, cuando empieza a caer en la cuenta de que sus compañeros han
dejado de ensayar hace ya mucho tiempo, y que el director demuestra
muy poco interés por ellos, hasta el punto que ni siquiera percibe sus
errores si desafinan de vez en cuando, se desanima y empieza a
manifestar los mismos síntomas de desencanto que asaltan a sus colegas.
Por otra parte, a un primer oboe nunca le sucederá esto; ni dejará de
acudir a un ensayo, porque su ausencia se notaría demasiado. En mi
dilatada experiencia como director de orquesta no recuerdo ni siquiera
que ninguno haya llegado tarde, ¿quizá porque de ellos depende dar
principio a cada melodía y forzar al resto a que les sigan?
Así, les digo a mis alumnos que la próxima vez que oigan la voce-
cilla en su cabeza, en lugar de decirse: «Hoy no acudiré a clase porque
estoy cansado» o «tengo mucho trabajo y, total, tampoco van a notar mi
ausencia» se recuerden a sí mismos que son estudiantes «A». Un
estudiante «A» es un músico líder en cualquier clase, que forma parte
integral del conjunto de voces y que no puede faltar porque la clase no
puede proseguir sin su voz.
En una ocasión me encontraba en España y en el escaparate de una
pequeña tienda vi un cartel que rezaba:

ÁLVAREZ
Zapatería
y
clases de segundo violín

Confié en que la humildad del tal Álvarez no diera al traste para


siempre con las aspiraciones de sus alumnos.
No obstante, cuando tuve el gran privilegio de tocar cuartetos de
cuerda con el gran Robert Koff, fundador y segundo violín del Ju- lliard
String Quartet, salí convencido de que el verdadero líder de un cuarteto
de cuerda es el segundo violín. Koff no nos dominaba en modo alguno,
pero su parte contenía todos los ritmos internos además
de las armonías y nos enseñaba con tal claridad y contundencia que todos
quedamos prendados con su forma de tocar... y sin embargo, lo conseguía
dirigiéndonos desde los segundos violines. En un cuarteto de cuerda de
calidad, todos los músicos están a la par.

Roz: hace años, a mediados del segundo semestre, Ben me pidió que
diera unas clases a sus alumnos de posgrado del Conservatorio mientras
él se iba a dirigir por Europa. Los alumnos siempre están interesados en
adquirir técnicas que les enseñen a superar el nerviosismo propio de quien
debe actuar en público y Ben creyó que yo podría enseñarles algo nuevo
en este sentido.
De camino al Conservatorio me sentí desfallecer cuando noté que era
yo quien estaba nerviosa. Durante dos horas estuve conduciendo
aterrorizada sólo de pensar lo que me esperaba dentro de poco. Me
imaginé a mí misma delante de la clase, pálida y temblorosa, mientras
debatíamos sobre cómo se debe actuar en público sin sentir ansiedad. Era,
en verdad, una situación humillante.
Ante todo intenté calmarme para controlar mi pánico. Me obligué a
dominar mis propios miedos pero no llegué muy lejos con esta técnica.
Seguí intentándolo y me reproché mi falta de perspicacia.
No se me ocurrió pensar en qué tipo de nota iba a dar a aquel grupo de
alumnos de posgrado, a los que pronto iba a tener ante mí.
Y así fue. Cuando los tuve frente a frente sentí que la angustia seguía
invadiendo todo mi ser y que era muy consciente de mí misma. Poco a
poco, me sosegué. «Estoy encantada de estar aquí», les dije (era mentira,
pero una mentira pasajera al fin y al cabo), «porque...» (ignoraba cual
sería el final de la frase), «porque... sois un grupo de... artistas, y ello me
complace porque no podría pensar en una clase mejor para poder hablar
sobre mi tema favorito: la creatividad.»
De repente todo tuvo sentido. En cuanto les di a todos su «A» y me
los imaginé como colegas, se convirtieron exactamente en personas con
las que tenía ganas de charlar y sentí que me encontraba exactamente
donde quería estar. Si en realidad podemos optar por definir la clase que
debemos impartir, la orquesta que debemos dirigir, el equipo con quien
vamos a trabajar, ¿por qué nos empeñamos en catalogarlos de tal modo
que ello nos impida trabajar con eficacia y pasarlo bien?
En esta clase «A» el tiempo pasó muy deprisa mientras inventábamos
historias para poder vivir y trabajar mejor, historias que fomentaban su
pasión y su creatividad. La respuesta a ese misterioso nerviosismo que
nos asalta ante una charla pública resultó ser el mismo secreto de la vida:
todo depende de nuestra imaginación.

«Poner una “A”» es un cambio de paradigma fundamental, y nos


permite entender que todo está inventado. La propia «A» es un invento, el
número 68 también y todos los matices entre una y otro. Quizás algunos
de nuestros lectores lleguen a la conclusión de que nuestra pauta sólo es
un mero ejercicio de pensamiento positivo ante una situación difícil, que
se trata únicamente de «pensar lo mejor» o de «olvidar el pasado». Nada
más lejos de nuestra intención. «Poner una “A”» a una persona no implica
olvidar automáticamente su comportamiento pasado, del mismo modo
que no existe acción tan malvada que nos impida reconocer tras de sí a un
ser humano con el que hablar sinceramente. Usted puede asignar una «A»
a un psicópata asesino, dirigiéndose a él como a una persona que sabe que
se ha apartado de su condición humana y que ha perdido el control,
igualmente, puede hacer lo propio con el típico adolescente vago,
enfurruñado y huidizo que se pasa el día durmiendo. Cuando despierte,
sin embargo, la conversación será algo distinta porque usted verá las
cosas desde otro prisma. Le considerará una persona cuya verdadera
naturaleza es, en el fondo, propicia al diálogo y a la participación, por
muy bloqueado que esté ahora. Sabremos también que por mucho que se
niegue a hablar o que se manifieste confuso al respondemos, nos estamos
comunicando con él.
Cuando «ponemos una “A”» nos abrimos a perspectivas distintas de
las nuestras. A fin de cuentas «ponemos una “A”» a las personas que
vamos a escuchar de veras, y sólo en esas circunstancias poco habituales,
es decir, cuando prestamos atención a los demás, realmente somos
capaces de apreciar un punto de vista diferente.
En el contexto de medidas de nuestra cotidianidad, las notas que
otorgamos suelen estar condicionadas por nuestro estado de ánimo y
opinión en un momento determinado. Quizás alguna vez estemos en
desacuerdo con una persona, y en consecuencia la valoremos negad-
vamente para siempre, sin querer escuchar nunca más lo que tiene que
decir Cada vez que modificamos esa nota, nuestra nueva valoración,
como una caja, define los límites de lo que es posible en nuestra relación
con el otro.

Mahler y Katrine
BEN: un miembro de mi orquesta demostró que los milagros son
posibles cuando se dejan de lado los supuestos limitadores acerca de los
intereses y la capacidad de comprensión de los niños, sin aplicar
expectativas de ninguna clase.
La Sinfónica de Boston había programado un concierto de otoño de la
Sinfonía n° 9 de Mahler y, debido a su extraordinaria dificultad, había
decidido mandar una grabación a cada miembro de la orquesta para que
así se fueran familiarizando con ella durante el verano. Anne Hooper, una
de nuestras violinistas, se llevó la cinta a una isla frente a las costas de
Maine y la escuchaba mientras pasaba unos días allí con su familia.
Su sobrina Katrine, de cinco años de edad, se detuvo a escuchar y
luego preguntó: «Tía Anne, ¿qué cuenta esta música?». Anne empezó a
narrar a la pequeña una maravillosa historia acerca de un dragón temible
y una princesa muy hermosa que estaba encerrada en un castillo. Durante
los noventa minutos que sonó la música, Anne tejió el cuento de la
princesa y de su hermoso príncipe.
Al día siguiente la pequeña Katrine quiso oír de nuevo la música de
aquella princesa y su tía Anne dejó sonar la cinta permitiéndose alguna
interrupción para explicar, una vez más, la historia que se había
inventado.
La niña pidió escuchar la cinta hasta tres veces y la tercera, hacia la
mitad de la grabación, Katrine quiso saber de qué trataba en realidad
aquella música.
Asombrada, Anne miró a la pequeña y empezó a contarle la verdadera
historia de Mahler, de su atormentada vida, de cómo había perdido a siete
de sus hermanos y hermanas en la infancia debido a enfermedades y que
la presencia de pequeños ataúdes en su casa
formaba parte de la memoria más temprana del compositor. También le
explicó que debido a su alcoholismo, el padre de Mahler había sido un
hombre cruel y que su madre, inválida, vivía siempre atemorizada. Anne
prosiguió explicando a la pequeña que Mahler había perdido a su propia
hija cuando contaba cuatro años y que nunca se había recuperado de
aquella prematura muerte, además de verse forzado a abandonar su
importante puesto en la Ópera de Vie- na por ser judío. «Por otra parte»,
prosiguió Anne, «poco tiempo antes de componer esta sinfonía, los
doctores le dijeron que tenía mal el corazón y que iba a morirse pronto.
Se podría decir que la música que has oído era la expresión de su modo
de despedirse del mundo y de reflexionar sobre su vida; por eso es tan
triste y siempre se acaba como si se muriese, tal como él imaginaba la
muerte, el suspiro final.»
Anne explicó a su sobrina que Mahler no estaba siempre triste, que le
encantaba la naturaleza, que era un gran nadador y que le gustaba mucho
pasear. También le dijo que le gustaba divertirse y que amaba
profundamente la vida y su música. Todo esto quedaba patente en su
obra, además de la enfermedad, la tristeza, el dolor y la rabia, la
brutalidad de su padre y la vulnerabilidad de su madre inválida. En su
obra, Mahler quiso en realidad poner de manifiesto todo lo que había
conformado su existencia, con lo cual, si se escuchan con atención sus
sinfonías, se puede imaginar toda su biografía.
Al día siguiente Katrine acudió apresuradamente a ver a su tía y le
rogó que le permitiera escuchar aquella cinta una vez más. Así lo
hicieron, día tras día. A decir verdad, los padres de la niña me confesaron
que en todo aquel verano la habían llegado a oír centenares de veces. En
octubre, la familia al completo se tomó la molestia de conducir durante
cuatro horas para desplazarse desde el norte de Nueva York hasta Boston
para asistir a nuestra actuación en el Jordán Hall. Katrine estuvo todo el
tiempo con los ojos muy abiertos, escuchando atentamente. Más tarde me
escribió una nota con su escritura infantil que decía:
Llevo esta notita conmigo, dondequiera que vaya. Sirve para
recordarme que prestamos muy poca atención al apasionante mundo
infantil, tan extraordinario, o que ni siquiera lo intentamos descubrir; y
que raramente «ponemos una “A”» a los niños.

Cuando se jubiló del Tribunal Supremo de Justicia, preguntaron al


magistrado Thurgood Marshall cuál era, de entre todos sus logros, el que
más le satisfacía. Respondió, simplemente, que hizo lo mejor que pudo
con los medios de que disponía. ¿Puede existir un reconocimiento mayor?
Aquel hombre se había «puesto una “A”», y ese marco de pensamiento le
permitía hablar libremente de sus errores y de las cosas que hubiera hecho
de otra manera si hubiese tenido acceso a otros puntos de vista.
Cuando nos «ponemos una “A”» no estamos fanfarroneando, ni
aumentando nuestra autoestima; tampoco tiene nada que ver con recitar
una interminable lista de logros y éxitos. «Ponerse una “A”» sin
condiciones significa abandonar el concepto de escalafón que opone
éxito y fracaso en el mundo de las medidas, para adentrarse en el universo
de lo posible. Es un nuevo marco mental que le permite ser y percibir
todo lo que usted es, sin forzarse a luchar consigo mismo o a negar
ninguna faceta de su personalidad.

Reconstruir el pasado

El camino de la «A» equivale a darse la oportunidad de intentar una


profunda transformación de nuestras vidas y de nuestro pasado. También
permite rectificar las etiquetas que alguna vez asignamos a la gente
cuando éramos niños, opiniones y valoraciones que afectan a nuestro
presente, como si fueran leyendas que nos guían por el camino. ¿Cuántas
veces nos aferramos a verdades aprendidas en la infancia, olvidando que
no son sino los juicios emitidos por el niño que entonces éramos?
Podemos sustituir esas historias que nos dominan y retienen si
inventamos otras leyendas, nuevas y más sabias, libres de los miedos
infantiles, y así venceremos esos bloqueos psicológicos que vienen del
pasado.
A menudo el ímpetu que nos incita al cambio nace de un sentimiento
de desesperanza arraigado en el presente, la sensación de haber pasado
una y otra vez por las mismas experiencias y frustraciones. No importa lo
mucho que analicemos la situación, aunque muchos de nosotros nunca
nos cansemos de intentarlo. Las personas con las que nos relacionamos
parecen a veces tan monolíticas, tan poco dispuestas al cambio... ¿Cómo
lograr ese pequeño gran milagro? A menudo nos cuesta ver cuánta
responsabilidad tenemos en este desgraciado estado de cosas, por lo que
raramente buscamos la respuesta en el lugar adecuado: nuestro interior.
Tal vez deberíamos prestar más atención a las notas que repartimos a
nuestro alrededor.

Roz y su padre
Roz.: voy a contar algo que descubrí hace años, después de pelearme
con mi marido. Fue una disputa agotadora y de algún modo recu-
rrente que nos dejó a ambos con un sentimiento de frustración y de
irritabilidad. En lugar del reproche o de la culpa, me tomé un momento de
tranquilidad y escogí el desvío de la «A». Fue una decisión tomada en la
más completa soledad; estoy bien entrenada para interpretar lo que sucede
en el presente con las claves del pasado. En aquel instante, me pregunté
qué nota le había puesto al primer hombre de mi vida, a mi padre, y por
qué. Hacía doce años que mi padre había muerto pero al pensar en él,
recordé perfectamente cómo le había valorado.
Mis padres se separaron poco después de que yo naciera y apenas vi a
mi padre a partir de entonces. Había formado una nueva familia, tenía un
hijo y vivía bastante cerca de nosotros. Mi hermana mayor y yo le
visitábamos de vez en cuando hasta que se mudaron a otro Estado. En una
ocasión mi padre se fue a Florida con mi hermana a practicar la pesca
submarina. Al cabo de dos años, cuando yo tenía ocho, le pedí que me
llevara a mí pero dijo que no. Años más tarde se lo propuse de nuevo;
aceptó con la condición de que también viniera mi hermana. Únicamente
cuando ya había cumplido los dieciocho tuve la oportunidad de pasar
algún tiempo a solas con mi padre.
Después de aquello, cada vez que pasaba por la ciudad de-Nueva
York iba a verle, pero siempre eran visitas esporádicas. Las cosas no le
iban demasiado bien. Había soñado con retirarse a Florida y disfrutar de
una vejez tranquila pero cuando ésta finalmente llegó, no parecía
satisfecho. Un día nos llegó la terrible noticia de que se había suicidado.
Tenía sesenta y cinco años.
Años más tarde, allí estaba yo, reflexionando seriamente sobre todo
aquello. ¿Me había querido como un buen padre? No. Pero ¿cómo
hubiera podido ser de otro modo? Apenas me conocía... En efecto,
nuestro problema había sido no conocemos... ¿Qué nota se merecía? ¿Una
«B»? ¿O una «C»? ¿Con qué criterio? No había hecho ningún esfuerzo
por conocer a su propia hija. No sabía quién era yo, y tampoco me había
demostrado ningún cariño. Si se hubiera tomado la molestia de
conocerme, me hubiera querido.
Pensando en todo aquello me di cuenta de repente que llevaba mucho
tiempo equivocada, que había vivido completamente convencida de que
mi padre no me quería. Me dediqué a hurgar en mi memoria
para ver si la historia que yo había construido acerca de mi padre tenía su
reflejo en mis relaciones personales. Descubrí que, efectivamente, era así.
Todas mis relaciones de afecto seguían esa misma pauta, venían
envueltas del mismo modo, se movían dentro del mismo confín marcado
por una caja construida en mi niñez. Sin excepción, cada vez que me
sentía falta de cariño esperaba pacientemente a que la otra persona se
diera cuenta de mis necesidades de afecto. Cada vez que alguien me
abandonaba, un sabor a fracaso terrible empañaba mi vida.
Pensé en probar el sistema de «poner una “A”» y ver si podía
funcionar. Tal vez eso nos ayudaría a mi padre y a mí, a nuestra relación,
a salir de la caja, de los límites que yo misma me había marcado. Tendría
que empezar por pensar que de una forma u otra él había sentido cariño
por mí, pero ignoraba de qué modo iba a salir adelante a partir de aquel
supuesto. ¿Cómo lograría explicar los hechos?
He aquí mi respuesta:

Me quería, me dije,

«Si me quería», proseguí, «si estoy dispuesta a conceder que así i


era, debía conocerme, cuando menos un poquito.»

| Me quería,
me conocía.

¿Por qué no quiso pasar tiempo conmigo?

¿Por qué habíamos perdido el contacto?

De ahí surgieron mis respuestas:

Me quería,
me conocía,
sentía que no podía ofrecerme nada.

Sin duda. Mi padre no estaba contento consigo mismo. ¿Quién, sino,


desearía quitarse la vida de forma tan brusca, si no fuera porque pensara
que no tenía nada de valor para ofrecer?
Por primera vez sentí que las lágrimas brotaban de mis ojos, en su
memoria o, quizá, en la de ambos, no estoy segura. En cualquier caso, no
lloraba de pena. Había conseguido comprender de nuevo el significado
del pasado, al que yo había atribuido otro valor, y ahora todo parecía más
real y más coherente, de acuerdo con la parte serena de mi conciencia.
Reflexioné asimismo sobre otras relaciones del pasado y me di cuenta de
lo absurdo que había sido intentar regir mi vida por un hombre cuya
forma de relacionarse conmigo se había traducido, en mi mente, como un
símil de que no me quería y de que no quería conocerme. La agotadora y
equivocada enseñanza que yo había sacado de ello es que tenía que
trabajar duro para lograr que los demás me reconocieran y me aceptaran.
Empecé a escribir una historia distinta: mi marido era un hombre que
sí me conocía y que sin lugar a dudas me amaba, y me ofrecía lo mejor
de sí mismo. Cuando me decidí a hablar con él, lo hice desde el marco
mental de la «A» que le había adjudicado, desde la perspectiva de que
era una persona capaz y deseosa de escucharme. Siempre que lo
intentase de esta forma, conseguiría mantener una conversación
fructífera y satisfactoria con él, cosa que jamás había podido imaginar
que fuese posible hasta entonces.
Unos días después de aquello, estaba curioseando en una caja de
libros que había encontrado en el sótano cuando una carta cayó al suelo,
posándose a mis pies. Era la letra de mi padre, y la fecha era de unos
veinte años atrás. Parecía no haber sido leída, y yo hubiera jurado que
jamás recibí una carta de mi padre:

Querida Rosamund:

Fue maravilloso verte. Espero que elijas una profesión que te


permita relacionarte y ayudar a tos demás, pues estoy convencido
de que tienes verdadero talento para ello.

Tu padre que te quiere

Me conocía exactamente como yo quería. Las cosas funcionan así.


Cuando decidimos «ponerle una “A”» a alguien, somos capaces de ver
aquello que se nos ocultaba detrás de un velo. Las cartas surgen
de la nada, los recuerdos vuelven del pasado. Se abren nuevos
horizontes y, cuando el futuro de la relación está fuera de peligro, es
el momento de preguntarnos qué es lo siguiente que queremos crear.

Muchos sufrimos pensando que nuestros padres nos negaron una


«“A”». Cuántas veces habremos escuchado, de labios de alguien
apenado y bienintencionado, que las personas no cambian, aunque la
mayoría de nosotros lo seguimos intentando... Esta afirmación es cierta,
claro está, en el mundo de las medidas, donde las personas y las cosas
están talladas en piedra, pero no así en el universo de lo posible. Las
personas están cambiando ahora, en este mismo momento. Tal vez se
pregunte usted qué o quién está cambiando. La respuesta es la relación.
Pues en el terreno de lo posible, todo se desarrolla en ese contexto.
Transcribo una carta escrita por un hombre que oyó hablar del
sistema de la «A», abrazó la música y su poder transformó su vida por
completo, todo ello en una sola tarde:

Mi querido Benjamín Zander:

Acaba usted de presentar un programa sobre técnicas de


liderazgo en el North Shore-Long Island Jewish Health System.
«Debería» regresar inmediatamente a mi trabajo como
vicepresidente que soy de aquel centro, ya ve... pero antes debo
sentarme a escribirte estas palabras, a decirle de qué forma me
han afectado su energía, sus ideas y su humor.
Soy la persona que se ha acercado a usted durante el coloquio
y que le ha contado su «reunión» emocional con su padre. Nació
en la Suiza alemana y desde que tuve uso de razón me pregunté
por qué motivos aquel hombre con quien compartí veinticinco
años, había sido incapaz de decirme siquiera una sola vez: «Hi jo,
te quiero». Es cierto que a nivel familiar habíamos realizado
muchas actividades juntos y que sus «enseñanzas», siempre bajo
forma de amonestaciones, han permanecido conmigo toda la vida,
suavizadas gracias a los cinco maravillosos hijos que he tenido la
suerte de engendrar.
Estaba usted a punto de tocar Chopin cuando nos ha
pedido que pensáramos en alguien que ya no formara parte de
nuestras vidas. Elegí pensar en mi padre y, una vez más, me
asaltó aquella pregunta que tanto me asediaba: «Por qué fue
incapaz de decirme que me amaba?».
De repente vino a mi memoria un incidente que había
sucedido por lo menos cuarenta y cinco años antes. De niño yo
era asmático y muchas noches cua. ido mi padre llegaba a
casa no podía correr a la puerta a saludarle, a pesar de que
nuestra madre así nos lo había enseñado. Casi siempre
llegaba muy tarde porque tenía mucho trabajo en la cocina del
hotel. Me quedaba arriba, acurrucado en la cama, respirando
con dificultad, esperando a que él subiera a darme un beso y a
decirme, quizás por vez primera: «Hola, Jeanot, te quiero»,
Pero jamás oí estas palabras.
Y luego, al escuchar su música, me ha venido el recuerdo
de una de esas noches, hace cuarenta y cinco años. Fue una
velada distinta. Subió, se sentó en mi cama, a mi lado y
mientras yo intentaba incorporarme para seguir respirando
con mucha dificultad, comenzó a acariciar mi pelo suavemente
hasta el punto que deseé que ese momento nunca acabara.
Cuando usted ha empezado a tocar Chopin esta mañana,
las lágrimas han brotado de mis ojos porque he comprendido
que mientras mi padre me acariciaba el pelo en silencio, me
estaba diciendo «Te quiero, hijo» aunque no pudiera
pronunciarlo. En realidad lo manifestaba de forma aún más
patente con sus manos fuertes sobre la tez de aquel niño tan
débil. Me parece recordar que a medida que me acariciaba mi
respiración se iba pausando y me sentía mejor:
Había olvidado por completo aquel incidente. Quizá lo
había enterrado, deseando mantener a mi padre alejado, para
decirme a mí mismo que en realidad tal vez yo no merecía su
cariño o que efectivamente era un padre inhumano que sólo
vivía para trabajar. Estaba equivocado. Mi padre me había
manifestado cariño de muchas maneras.
Nos esforzarnos tanto para descubrir «mensajes
específicos» que no nos damos cuenta de que los tenemos a
nuestro
alrededor e incluso dentro de nosotros mismos, a nuestro
alcance. Simplemente debemos acostumbrarnos a no exigir
que se ajusten sólo a nuestros términos y condiciones, sino que
debemos abrir nuestras mentes para poder reconocer aquello
que tal vez tengamos delante sin saberlo.

Gracias,
JOHN IMHOF

El único estado de gracia posible es el que podemos imaginar


nosotros mismos. Una «A» irradia posibilidad a través de la familia,
de una ocupación o una comunidad y puede aportar fuerza, alegría y la
expresión del talento y de la productividad que permanecían ocultos.
¿Hasta dónde puede llegar? Lo averiguaremos gracias a la siguiente
parábola:

Historia de un monje

Un monasterio pasaba tiempos difíciles. Años ha, perteneció a


una orden prominente mas. debido a las persecuciones religiosas de
los siglos xvu y xvin, perdió sus conventos. Fue diezmado hasta el
punto que sólo quedaron cinco monjes en la casa madre: el padre
abad y otros cuatro ancianos, todos mayores de setenta anos. A todas
luces era un monasterio moribundo.
En la espesura de los bosques que rodeaban el edificio se
encontraba una casona que, de vez en cuando, era utilizada por un
rabino de la vecindad para sus meditaciones. En una ocasión, el padre
abad tuvo la idea de visitar al rabino en su retiro por si se le ocurría
alguna idea para salvar aquel recinto. El rabino se alegró al ver al
abad, se compadeció de su difícil situación y dijo: «Sí, lo sé,
comprendo que en estos días que corren ya no quedan vocaciones. Lo
mismo sucede en mi sinagoga, los fieles ya no acuden». Ambos se
lamentaron juntos, leyeron algunos pasajes de sus libros religiosos y
charlaron amablemente.
Cuando llegó la hora de la despedida, se abrazaron y el abad
agregó: «Ha sido maravilloso pasar este rato con usted, pero no
hemos solucionado el problema que inicialmente me indujo a
visitarle. ¿De veras no se le ocurre nada para salvar el monasterio?».
Repuso el rabino:
«Mucho me temo que no. Lo único que se me ocurre es que el
Mesías anda entre ustedes».
Cuando el resto de la comunidad oyó las palabras del
rabino, todos se preguntaron qué significado debía tener
aquello de que el Mesías andaba entre ellos. ¿En el
monasterio? ¿Sería el propio padre abad que durante tanto
tiempo les había dirigido? También podría tratarse del hermano
Tomás, que era un santo varón. Por otra parte el hermano
Elrod, tan cascarrabias, era un gran sabio. No, el hermano
Felipe no podía ser... demasiado tranquilo... pero en cambio,
siempre acudía cuando se le necesita. «Por supuesto, no puedo
ser yo», dijo otro, «de ninguna manera... o, ¿quizá sí?, ¡oh,
Dios mío, que no sea yo! Yo sólo soy un pobre hombre,
indigno de...».
A medida que contemplaban todas estas posibilidades, el
respeto mutuo crecía entre aquellos ancianos y empezaron a
tratarse con una extraordinaria reverencia por si cabía que entre
ellos andara el Mesías. Era muy, pero que muy improbable,
pero por si acaso, por si ocurriera, sin darse casi cuenta, el trato
entre ellos se volvió sumamente respetuoso.
El bosque que rodeaba al monasterio era muy hermoso y,
algunas veces, la gente del lugar acudía a pasear por allí, a
merendar o a seguir los senderos y vericuetos que conducían a
una destartalada capilla. Se percibía el aura de extraordinario
respeto que aquella pequeña comunidad se profesaba, y cada
vez había más asiduos. Los grupos de visitantes crecieron,
llevaron a sus amigos que, a su vez, invitaron a otros y así,
sucesivamente. Algún que otro joven se enfrascaba en
conversación con aquellos viejos sabios y, al cabo de un
tiempo, uno de ellos preguntó si podía unirse a la comunidad.
Ante su afirmativa, le siguió otro, y otro... Pasados unos años
el monasterio recobró el esplendor de antaño, gracias al don del
rabino, y se convirtió en una magnífica comunidad unida por el
amor y la sabiduría.
Cuarta pauta
Contribuir

Paseando por la orilla del mar, un hombre se fija en una joven


que, al parecer, está enfrascada en una danza ritual. Se inclina, se
incorpora, estira un brazo, coloca el otro en arco... Se aproxima a
ella y se da cuenta de que la playa está cubierta de estrellas de mar
y que la muchacha las va recogiendo y las devuelve al agua una
por una. Con un ligero tono de sorna se dirige a ella y le dice: «Las
hay a miles perdidas por toda la arena, ¿sabe? Por mucho que se
esfuerce en salvarlas no se notará la diferencia». La mujer sonríe,
se inclina y sigue devolviendo estrellas de mar al agua.
Serenamente, contempla al hombre y le responde: «Las que están
en el mar sí lo han notado».

Desde nuestra más temprana edad entendemos que existen metas y


objetivos por cumplir y que, en algunas ocasiones, la vida puede
parecer una carrera de obstáculos. Para alcanzar el éxito, invertimos
mucho tiempo para pensar en cómo superar esos impedimentos. El
hombre que contempla a la mujer recogiendo estrellas de mar sólo ve
inconvenientes y advierte a la joven de que sus empeños son en vano.
Demasiadas estrellas, muy poco tiempo, insuficientes recursos o
personal, resultados difíciles de determinar...
Sin embargo, la historia contada no dice nada acerca del éxito ni
del fracaso del rescate de las estrellas de mar, ni qué proporción de
ellas sobrevivieron o finalmente murieron. Es un cuento sin pasado y
sin futuro que únicamente se refiere a la serenidad y a la sonrisa de la
joven, a sus movimientos y a su,danza. El mundo de las medidas
brilla por su
ausencia. Por contra, la joven y sus estrellas de mar nos indican que la
vida es un lugar donde podemos aportar algo, no porque después
debamos medir el bien realizado, sino porque ésa es nuestra historia.

El juego de la hora de cenar

BEN: me crié en una familia judía tradicional, lo cual significa que.


cariño y sopa de pollo aparte, todos los hijos debíamos ser hombres de
provecho el día de mañana. Nunca se hablaba de ello, pero se daba por
descontado.
Por ejemplo, noche tras noche, con mis padres sentados uno a cada
extremo de la mesa del comedor y los cuatro hijos a ambos lados, mi
padre empezaba por preguntar al mayor qué había hecho durante el
día. Mi hermano debía responder detalladamente cuáles habían sido
sus actividades durante el día y lo que había conseguido. Entonces era
el turno de mi segundo hermano, que debía hacer lo propio, y en tercer
lugar hablaba mi hermana. Cuando finalmente me tocaba a mí, me
sentía siempre muy nervioso porque no pensaba que nada de lo que
había hecho tuviera gran importancia. Es más, me daba cuenta de que
la pregunta no era exactamente «¿Qué has hecho hoy, hijo?», sino
«¿Qué has logrado hacer hoy?». Siempre pensaba que, por contraste,
mis éxitos no llegaban a la suela del zapato de los de mis cumplidores
hermanos. Crecí oprimido por esa ansiedad y seguí acarreando las
consecuencias de aquellas sobremesas hasta una edad bastante
avanzada.
La obligación del éxito o el temor al fracaso es como echar una
moneda al aire: cara y cruz van de la mano. Éramos empujados a
ejecutar tales proezas que tanto yo como mis hermanos siempre
estábamos atenazados por el sufrimiento y lo sorprendente era que los
éxitos no mejoraban ese estado de tensión.
Hasta que un buen día mi segunda esposa me abandonó.
Al principio me aseguró (aunque yo no la escuchaba) que
seguiríamos siendo grandes amigos y que de nosotros dependía cómo
sentar las bases de nuestra futura relación. A todas luces, la familia no
había seguido el ritmo que nosotros habíamos querido marcar.
«Debemos hallar un sistema», dijo, «que, individualmente, nos
permita aportar algo a
la relación pero dejándonos el espacio y la distancia suficientes como
para ser independientes.» Era la segunda vez y tuve que comprender y
sobreponerme. Inventar me parecía simplemente eso, un juego, y
llegué a la conclusión de que sería capaz de lograrlo.
Me decidí a inventar uno al que di el título de contribuir. Al
contrario de las palabras éxito y fracaso, me pareció que este término
no tenía dos caras y que su significado no podía fructificar por el
método comparativo... Pronto me asaltó un temor: «¿Sería
suficiente?» y, peor aun: «¿Me quieren por quien soy o por lo que he
conseguido?». Descubrí que ambas preguntas podían sustituirse por
una sola: «¿Qué puedo hacer para contribuir en el día a día?».
De pequeño tenía que practicar el juego de la mesa del comedor y
de mayor, el del adulto de éxito o el fracasado, y constantemente me
juzgaba en función de las opiniones de los demás. ¡Ah, los estándares!
Nunca nada era suficiente. Siempre había otra orquesta, aparte de la
que yo dirigía, susceptible de haberme dado mayor renombre; esta
actitud me llevaba a no estar nunca del todo presente cuando me
encontraba ante la mía. Cuando tenía una cita, me sorprendía mirando
de reojo para ver si a mi alrededor había alguien mejor que la persona
con quien estaba. Casi todo lo que hacía se medía por el grado del
éxito, hasta el punto que jamás estaba en paz conmigo mismo, ni
profesionalmente ni en mi vida privada.
Como director de orquesta, pronto daba a entender a los músicos y
administradores que mi ambición era el motor de mis acciones, y por
mucho apoyo que me dieran, jamás acababa de fiarme de nadie.
Estaba practicando un juego competitivo al cien por cien, lo cual
significaba que sólo podía aliarme con los que estuvieran de mi lado,
cuyos objetivos fueran idénticos a los míos. Todo lo demás incitaba a
la desconfianza porque en cada esquina cabía la posibilidad de que me
desviaran de mi camino.
Por otra parte, cuando empecé a pensar en contribuir, en aportar,
descubrí que la mejor orquesta del mundo era la mía, en la que yo
tocaba y que la mejor persona que podía acompañarme era yo mismo.
En realidad la palabra «mejor» no es ni siquiera exacta porque en el
juego de contribuir te levantas cada mañana con la noción de que eres
un regalo para los demás.
Este juego nuevo no trata de eliminar la noción de dónde estás, o de
lo importante que seas, o de cuánto dinero quieres ganar, sino que por el
momento todas esas ideas quedan relegadas, empaquetadas en otra caja,
con otra etiqueta, donde la vida se desarrolla bajo una óptica
completamente diferente.

Cuando en este libro hablamos de «juegos», nos referimos a


actividades vitales muy importantes y nada frívolas. Sencillamente,
queremos señalar el hecho de que cada modelo de conducta aceptado
viene con su conjunto de reglas específicas que conforman y determinan
nuestro modo de hacer, de la misma manera que las reglas de un partido
de béisbol gobiernan a los jugadores en el campo.
Cuando alguien participa en un juego determinado se aviene a aceptar
ciertas limitaciones a fin de que el desafío, el reto, pueda tomar forma. En el béisbol, por
ejemplo, el bate intenta golpear a la pelota pero sólo se suman puntos si ésta va a parar a un
sector delimitado por un ángulo de 90° que conforma la primera y tercera líneas de la base;
si no se toca en el aire; si el bateador alcanza la primera base antes de que se devuelva la
pelota; si no se utiliza para desmarcar al ba- i teador o a un tercer jugador fuera del
campo, etc. Asimismo, en el
Scrahble el jugador intenta colocar fichas para conseguir el mayor *
número de puntos, pero sólo puede utilizar las siete fichas que tiene
en la mano y las palabras que forme deben aparecer en el diccionario.
La mitad de la diversión que nos proporcionan el béisbol o los juegos
de mesa se debe a que nos instan a adaptarnos además de poner a prueba
nuestra pericia y que, al terminar, las reglas del juego se guardan en una
caja o se abandonan. Los participantes pueden estrecharse la mano, jugar
otra partida o dar por terminada la sesión y disponerse a hacer otra cosa.
La propia naturaleza de un juego no es otra sino la de ofrecernos otros
marcos de comportamiento en los que movemos y apasionarnos, crecer y
expresarnos, apartando de nuestras mentes el gris contexto cotidiano en
el que nos movernos.
Saber explicar, por ejemplo, las actividades profesionales que
llevamos a cabo o las tradiciones de nuestra cultura tiene un doble
propósito: por una parte nos permite desplazar el contexto de nuestra
lucha cotidiana por la supervivencia y, por otra, representa una
oportunidad para
desarrollar nuestro crecimiento personal. Asimismo, podemos imaginar
otros juegos que nos gustaría practicar en aquel contexto y, al crear
nuestra propia narración, aplicar definiciones lúdicas a nuestras
actividades para quitarles hierro y sentimos más seguros de nosotros
mismos.
Simplemente, observe con cuidado el envoltorio de la caja y si las
reglas que van con ella no le facilitan la vida, déjela, tome otra que le
guste más y empiece a jugar con todo su corazón. Recuerde que todo
está inventado.

La pauta

La pauta de este capítulo consiste en inventarse a sí mismo, pensando


en cómo contribuir y aportar algo a su vida y, por qué no, a otros. He
aquí los pasos:

1) Declárese capaz de contribuir y de aportar.


2) Aborde la vida como si usted fuera alguien que puede cambiarla,
aunque no sepa cómo ni por qué.

Por lo que hemos podido comprobar, gracias al juego de la


contribución los conflictos se pueden transformar en experiencias
gratificantes.

Dos generaciones de generosidad


Roz: durante un tiempo acudió a mi consulta una pareja que había
estado practicando un juego muy aburrido hasta que descubrieron el de
aportar y contribuir. Robert y Marianne eran ambos académicos y
estaban abrumados por sus problemas económicos. Una de sus hijas ya
había accedido a la universidad y a la otra le faltaba poco. A pesar de
planificar sus ingresos con esmero, cuando llegaba la hora de pagar sus
impuestos siempre iban justos.
La madre de Marianne vivía desahogadamente pero practicaba una
actitud calvinista, proclive a la frugalidad y a la independencia econó-
mica. Cada año, cuando llegaba la época de efectuar la declaración de la
renta, Marianne se veía obligada según palabras suyas, a ponerse de
rodillas para rogar a su madre que les ayudara a salvar el bache. Cada
año, su madre le lanzaba mil y una arengas acerca de su mala
organización, antes de entregarle, a regañadientes, el dinero que le había
pedido.
Llevaba unos seis meses de terapia conmigo cuando llegó esa época
en la que Marianne debía «ponerse de rodillas». Llegó a mi consulta
demacrada y temiendo la inminente entrevista con su madre, a la que
esta vez iba a pedir dos mil dólares. Su marido y ella habían calculado
que esta cantidad era lo mínimo que precisaban para salir del paso.
Estaba enfadada consigo misma por no haber sabido administrarse mejor
y con su madre por hacerle la vida tan difícil. Le costaba no sentirse
amargada al ver que su madre llevaba una existencia holgada mientras
que sus hijas no llegaban a fin de mes. Dado su resentimiento, me
planteé proponerle jugar a contribuir.
Le pregunté si suponía que a su madre le gustaba verles en aquel
estado de penuria y que tuvieran que acudir a ella para rogarle que les
diera el dinero que necesitaban. «¿Usted cree», le pregunté, «que su
madre se sentirá satisfecha cuando le haya dado esta suma y vea que
siguen batallando para tirar adelante?»
Marianne sacudió la cabeza y me miró. Estaba al borde de las
lágrimas.
«¿Cuál sería la cantidad de dinero que verdaderamente les sacaría de
apuros y les permitiría salir a flote, pagar todo lo que deben y planificar
su futuro?» Ella se debatió un momento antes de contestarme. AI fin, me
confesó que ese dinero ascendería probablemente a veinte veces más de
lo que tenía valor para pedirle.
Le rogué que pensara no solamente en la contribución que iba a hacer
su madre para asegurar su bienestar así como el de su familia, sino
también, y más importante, en la contribución que Marianne
representaba para su madre, cuya hija ya no estaría a! borde del desastre
económico gracias al dinero que recibiría. No le resultó fácil
comprenderme y cambiar las hipótesis que hasta ahora habían gobernado
su vida, pero esta nueva óptica iba a permitirle dejar de considerarse un
fracaso y empezar a verse como parte contributiva integrante de una gran
familia. En eso consistía el desafío.
Marianne se arriesgó. Aquel fin de semana fue a visitar a su madre
resuelta a mostrarle su entusiasmo por la vida que entreveía para sí y su
familia y contenta de saber que su madre estaba contribuyendo a que las
generaciones venideras tuvieran mejores posibilidades gracias a ella.
Le pregunté cómo le había ido pero a juzgar por su aspecto, no hacía
falta. Desde que tenía uso de razón no recordaba una entrevista más
positiva con su madre, quien, a su vez, también se mostró más afable y
reaccionó prontamente ante la posibilidad de ayudar a su hija.
Marianne me contó entre sonrisas que cuando llegó a su casa
descubrió que sus dos hermanas le habían dejado mensajes en el
contestador preguntándole qué había pasado entre ambas. Al parecer,
cuando Marianne se fue, su madre telefoneó a las otras dos hermanas
anunciándoles que ellas también iban a recibir una cantidad similar de
dinero.

Cuando se juega a contribuir, los resultados del juego se extienden


hacia los demás. La transformación supera divisiones establecidas, como
la identidad o la posesión, que son los pedestales donde se sustenta el
mundo de las medidas y, de esta forma, el estrecho modelo de la escasez
se convierte en una extensión de abundancia.

Como ondas expansivas en el agua


BEN: después de redefinir mi trabajo y de convertirme en alguien
capaz de contribuir en el ámbito laboral, empecé a pensar en cómo
introducir en el juego a mis alumnos del conservatorio. En la primera
clase del año, además de «ponerles la “A”», decidí encomendarles un
ejercicio. Se trataba de escribir sobre ellos mismos y de especificar en
qué momento de la semana anterior creían haber contribuido en algo.
Naturalmente, siendo músicos pensaron que hablaba de contribución a
dicha disciplina. Les expliqué que me interesaba cualquier acción con la
que, tras reflexionar, pensasen que habían contribuido en algo o
aportado algo, desde ayudar a una anciana a cruzar la calle hasta hacer
las paces con su pareja.
Este ejercicio tiene un efecto sorprendente en la opinión que los
estudiantes tienen de sí mismos. No cabe la posibilidad de hablar de lo
poco que ensayan, o de lo irresponsables o desagradables que han sido.
Sólo les está permitido expresarse desde el punto de vista de la
contribución, en clave positiva. El ejercicio de la semana siguiente es
darse cuenta de cómo cada uno de ellos contribuye más y más a medida
que pasa el tiempo. He dicho «darse cuenta» porque en este estadio no se
les exige otra cosa. Después de esto, deben regresar a la clase y compartir
sus historias con los demás compañeros. El tercer ejercicio intenta que
cada uno de mis alumnos contribuya activamente durante la siguiente
semana, y que, como piedrecillas lanzadas a un estanque de agua, que
producen pequeñas ondas expansivas, imaginen que su tarea tiene
repercusiones más allá del horizonte.
En estos ejercicios existe una pauta psicológica paralela a las técnicas
que mis alumnos aplican a ios instrumentos. Se trata de una disciplina del
espíritu. Para ser un gran experto en el arte de tocar un instrumento, hay
que tener los nervios templados. Los ejercicios de contribución sirven
para engrasar los mecanismos que permiten convertirse en un mejor
vehículo para transmitir los mensajes de Brahms o de Beethoven.
Les digo: «Imaginad que sois pianistas y que conocéis a alguien que
no está demasiado familiarizado con (o que incluso desconoce) un
preludio de Chopin. Tal vez tengáis ganas de sentaros al piano, de pedirle
a vuestro compañero que se acerque a vuestra derecha, para que escuche
con atención, se fije en el tono que va subiendo, para después bajar; que
note que se trata de una pieza de cambios constantes, que la melodía varía
a medida que vuestra pasión va en aumento, mientras explicáis y
compartís la pieza con vuestro compañero, no tendréis tiempo de sentir
nervios. Estoy seguro de ello. Y así debería ser siempre que actuamos,
porque con nuestra música, estamos descubriendo ante una gran
audiencia la esencia de la belleza y el arte musical».
Rachel Mercer, alumna mía en el conservatorio de Nueva Inglaterra
me escribió estas palabras al terminar el semestre:

Ahora soy capaz de pensar en la posibilidad de que cada uno de mis actos
tenga un efecto en el mundo, para comunicarme de tal forma que
fluya la inspiración y la felicidad por todas partes. Ahora sé que la mtísica
no trata únicamente de habilidad, dedos, arcos y cuerdas sino de una
vibración común que fluye por todo ser humano, como el latido del corazón.
Es mi deber y mi ambición mantener esa finísima línea vital, tan invisible y
tan frágil en todos los ámbitos de la vida...

Al otorgarse uno mismo (o a otros) la capacidad de contribuir,


aprendemos a olvidamos de nosotros mismos para dar paso al interés
común, en un espacio que nos permite pensar en salirse del camino
establecido. La recompensa en el juego de la contribución es profunda y
de efectos duraderos, aunque menos previsible que el trío formado por el
dinero, la fama y el poder que acumula el ganador de una partida en el
juego del éxito, pues en el caso de la contribución nunca sabremos
cuáles serán las ganancias o de dónde procederán.

El cambio de Sarah

BEN: una joven que había asistido a una de mis conferencias me


llamó por teléfono para pedirme si podía dar una charla en un hogar de
pensionistas de una comunidad judía cercana. Comprobé en mi agenda
que tenía libre la tarde del día que la joven había sugerido. Sin embargo,
había adquirido tantos compromisos (tenía previsto un concierto aquel
mismo fin de semana) que pensé que sería una locura aceptar la
invitación. De repente recordé que mi padre había terminado sus días en
una institución semejante y haciendo caso omiso de mi sentido común le
dije que sí, que estaba dispuesto a ir.
Llegó el día y aún no tenía nada preparado. A medida que pasaban
las horas me sorprendí al constatar que mi ansiedad iba en aumento.
Aquella misma mañana había volado de Washington a Boston y además,
entre las clases, las conferencias, los conciertos y todo lo demás, lo
último que ansiaba era ir a charlar por la tarde con un puñado de
ancianos. Intenté anular la cita pero la joven insistió en que los ancianos
se quedarían muy defraudados si no acudía y, una vez más, pensé en mi
padre. Accedí con la única condición de terminar a las tres en punto. La
charla empezaba a las dos.
Llegué a las dos menos diez y entre todas las hileras de sillas
plegables de una habitación bastante rancia, sólo había una mujer
sentada en la quinta fila, cuyo nombre era Sarah. Hablé con ella unos
momentos y la invité a que se sentara más cerca, pero me contestó que
ella siempre se sentaba allí. Con buen humor, insistí: «¡Quién sabe! Si
cambia usted de lugar, Sarah, puede sucederle algo.,.».
Sarah me cortó: «¿Está usted loco? ¡A mi edad! Tengo 83, ¿sabe?».
Para entonces ya estaba en pie, y como si quisiera demostrarme algo, se
desplazó a un asiento en la cuarta fila. Por un momento pensé que quizá
Sarah iba a ser la única asistente y que yo había abandonado un montón
de compromisos para estar allí, charlando con ella. Cuando dieron las
dos la sala estaba medio llena y Sarah no era, en absoluto, la más
anciana del público. Uno de los presentes había cumplido los 103 y el
tema de mi conferencia era «Nuevas posibilidades».
Conté varias anécdotas, entre ellas un gran número acerca de mi
padre que, a pesar de quedarse ciego, mantuvo sus valores y los modales
de caballero de la vieja escuela hasta el final. Había tenido una vida muy
dura, había sido soldado en la Primera Guerra Mundial y en 1938 se vio
forzado a trasladarse con su familia desde su Alemania natal a
Inglaterra. Su madre y las hermanas de ésta no quisieron seguirle y
fueron asesinadas en los campos de concentración. Recuerdo que en una
ocasión le pregunté por qué no sentía rabia, a lo cual me contestó: «He
descubierto que no se puede vivir en paz bajo la sombra de la
amargura». Y realmente supo ganarse el respeto y el aprecio de todo el
personal y de los demás compañeros del centro de ancianos Croham
Leigh, porque siempre fue capaz de encontrar una solución para todo.
«No existe el mal tiempo», aseguraba, «sólo la ropa inadecuada.» El
último día de su vida, aunque yacía en la cama incapaz de moverse, nos
recordó que su capacidad de escuchar y hablar y su sentido del humor
estaban intactos. Entró a visitarle mi hermano Luke, que a la sazón era
su médico y, puesto que mi padre no veía, le anunció su llegada. El
moribundo le dijo al galeno: «¿Puedo ayudar en algo?» y sonrió
débilmente. Fueron sus últimas palabras, pues falleció aquella misma
tarde.
Hablamos de muchas cosas aquella tarde en el hogar de ancianos de
Boston. Nuestras risas y canciones — ¡un coro de cincuenta personas!

llenaron de alegría y de luz lo que antes había sido una habitación triste
y medio vacía. Nos cuestionamos viejos temas acerca del hecho de
hacerse mayor y planteamos algunas ideas nuevas todos juntos.
A las tres y media empezó la ronda de preguntas, que no fueron
pocas. Una anciana judía con marcado acento alemán me preguntó por
qué me había molestado en visitarles si yo era un hombre de talento y
muy ocupado y ellos un montón de vejestorios.
Algo confuso tuve que contestarle que aquella mañana me había
planteado la posibilidad de no acudir, porque yo también me había
hecho aquella pregunta. «Pero... pero han pasado tantas cosas desde que
he llegado...» empecé. Logré hallar las palabras para expresar lo feliz
que me sentía por haber estado allí, por haber entrado y participado en
su mundo. De repente mis ojos se encontraron con los de Sarah y les
dije: «Cuando he llegado, Sarah estaba en la quinta fila, ¡ahora está en la
cuarta!». Sarah se levantó y, puño en alto, gritó: «¡Y todavía no han
visto nada, no he hecho más que empezar!». Rompimos a aplaudir y no
veíamos el momento de parar. Aplaudimos por Sarah y porque éramos
felices, y porque estábamos vivos y sentíamos la alegría de poder
contarlo.
Cuando salí, mi reloj marcaba las cuatro menos diez. Me sentía
radiante y encontré tiempo para todo lo demás. Aquella experiencia se
había convertido en un espléndido episodio de lo posible.
Más tarde me acordé de una parábola que mi padre solía contar y que
ilustra la desgraciadamente limitada capacidad de comprensión de la
que hace gala el ser humano para descubrir los tesoros que se esconden
en el universo:

Cuatro jóvenes están sentados alrededor del lecho de su moribundo


padre. El hombre, a punto de exhalar su último suspiro, les cuenta que en
los campos de la finca familiar se encuentra un enorme tesoro escondido.
Los hijos se asombran y le preguntan dónde está enterrado, pero ya es
demasiado tarde. Al día siguiente del funeral y durante mucho tiempo, los
hijos se dedican a levantar la tierra a pico y pala, campo a campo, para
encontrar el codiciado botín. Todo en vano. Desencantadós y llenos de
amargura, abandonan en su empeño.
La cosecha siguiente fue la mejor que recogieron en toda su vida.
Quinta pauta
Dirigir desde cualquier sitio

BEN: un director de orquesta puede caer fácilmente en la trampa de


dejarse seducir por su público debido a su inusual talento, y convertirse
en un ser muy pagado de sí mismo. Se cuenta del casi mítico Herbert
Von Karajan que un día entró de estampida en un taxi aparcado en la
puerta del teatro de la ópera y, gritando, ordenó al taxista: «¡Deprisa,
deprisa!», a lo que el chófer respondió: «Bien señor, pero ¿adónde?».
«No importa», repuso Von Karajan con impaciencia, «¡me necesitan en
todas partes!».
Los músicos de una orquesta saben perdonar a un gran director, si
éste tiene una visión artística de categoría: cederán si sabe allanarles el
camino y conseguir de ellos una buena interpretación, lo cual es de vital
importancia, tan importante como que la familia esté al lado de la
parturienta cuando llega el momento de la verdad. Pero tanto en el
terreno musical como en todos los demás ámbitos de la vida, el líder que
piensa que está por encima de los demás puede, sin caer en la cuenta,
acallar las voces de aquellos en los que debe confiar y cuya ayuda le será
necesaria para mantener viva la ilusión de toda la orquesta.
El director de orquesta, una figura mágica para su audiencia, goza de
un notable halo místico debido a su condición de líder. Quizás al músico
de orquesta le parezca extraño que al mundo le pueda interesar el punto
de vista sobre liderazgo de su director, o que se utilice a la orquesta
como metáfora tan a menudo para ilustrar la literatura sobre dirección
empresarial. Existe una razón muy poderosa y es que la
profesión de director de orquesta.., ¡es uno de los últimos bastiones del
mundo civilizado donde aún se acepta el totalitarismo!
Existe una leyenda alrededor del gran maestro italiano Toscanini
cuyo temperamento y modos autoritarios iban parejos a su talento
musical. Se dice que en una ocasión, en mitad de un ensayo y en un
arrebato de ira, despidió a un veterano bajista, el cual ahora debía irse a
casa cabizbajo a contarle a su mujer lo sucedido. Mientras embalaba su
instrumento y se disponía a salir de allí, decidió no morderse la lengua y
le gritó a Toscanini: «¡Es usted un inútil hijo de...!». Toscanini estaba
tan absolutamente convencido de que nadie jamás osaría insultarle que
ni siquiera oyó el contenido de aquel improperio y prosiguió con su
ensayo, batuta en mano, no sin antes murmurar: «¡Demasiado tarde para
pedir disculpas!».
Este tipo de carácter dominante tan común, que adornaba tan a
menudo al director de orquesta, por no decir siempre, hace cincuenta
años, es menos corriente hoy en día. Sin embargo, la vanidad y la tiranía
prevalecen en el mundo de la música, incluso en estos tiempos que
corren. En efecto, la imagen infantil y sometida de algunos músicos de
orquesta, atrapados entre el dominante director, un gerente poco capaz y
unos sindicatos sumamente vigilantes, sigue siendo más común de lo
que sería deseable. Es posible que el fenómeno se deba a que ciertos
estudios recientemente efectuados sobre diversas profesiones, hayan
arrojado unos resultados poco optimistas; los músicos de orquesta se
encuentran, en efecto, entre los colectivos más desfavorecidos y más
desencantados y sólo les van a la zaga los funcionarios de prisiones.8
Llevaba casi veinte años en esta profesión cuando me di cuenta de
repente de que el director de orquesta no ejecuta ni una sola nota. Su
foto puede aparecer en la portada del disco en varias poses distintas, a
cual más impactante, pero su verdadero poder estriba de su capacidad de
extraer el poder de tocar de otros. Empecé por hacerme preguntas del
tipo: «¿Cómo se consigue animar y motivar a un conjunto

8 Paul R. íudy, «Life and Work in Symphony Orchcstras: An interview with J. Richard
Hackman», ¡Iarmón y: Fnrum qf Ihe Symphony Qrchestra fnstitute, vol. 2. abril de 1996,pág.
4.
de músicos?», en lugar de: «¿Hasta dónde alcanza mi talento?». La
visión del «director mudo» me hizo ser consciente de muchas cosas y
cambió mi actitud hacia la orquesta; tanto fue así que empezaron a
preguntarme qué me había sucedido. Hasta entonces, mi mayor
preocupación había sido merecer el favor del público y, a decir verdad,
conocer la opinión de los críticos que, de ser favorable, me abriría
nuevas oportunidades profesionales de mayor éxito. Para lograr esto
sólo tenía que concentrarme en interpretar mi papel, y destacar por
encima del resto de mi orquesta; que ésta tocase según mi interpretación
de la música y asegurarme de que obedecía mis indicaciones. Ahora, a la
luz de mi «descubrimiento», empecé a comprender hasta qué punto
dependía de que yo supiera despertar en mis músicos la capacidad que
ellos poseían, para que interpretaran cada pasaje con tanta belleza como
supieran. Nunca había enfocado mi tarea de ese modo cuando creía que
todo quedaba a expensas de mi poder y que los músicos eran meros
instrumentos de mi voluntad.
¿Cómo podía yo saber qué opinión tenían mis músicos acerca de mi
capacidad para sacar su habilidad musical a la superficie? Sin lugar a
dudas bastaba con mirarles a los ojos, que a fin de cuentas nunca
mienten, observar su postura y su conducta general para cerciorarme de
su entusiasmo. Quería saber más, conocer más a fondo cuáles eran las
consecuencias de mi cambio de actitud y relacionarme con mis músicos
con mayor intensidad. Las miradas subrepticias no bastaban, necesitaba
oír sus palabras. No era fácil recabar la opinión de un centenar de
personas en cada ensayo y, que se sepa, nunca se ha hecho hasta la
fecha. Normalmente, la comunicación verbal entre un director y su
orquesta, cuando ésta es necesaria, se produce cuando el director habla
desde el podio y casi nunca viceversa. Si los músicos quieren
comunicarse con el director, utilizan un portavoz que suele ser un
músico de primera, un maestro de conciertos y, en general, se trata de
una pregunta que casi siempre va precedida de una palabra entre tímida
y secretamente burlona: «Maestro...».
En la revista Harmony, Seymour y Robert Levine escribieron:
«...Casi toda la comunicación que se produce entre los músicos y el
director durante un ensayo es bajo la forma de pregunta, aun cuando se
trate de una aseveración o de una creencia». Y añadieron:
Uno de nosotros tuvo la ocasión de oír al clarinetista principal de una
orquesta norteamericana de primera fila, que le preguntaba al director cómo
quería que sonasen las notas que van marcadas con puntitos encima...
«cortas o como las tocaban los de la sección de metal». [Un punto sobre una
nota indica que debe tocarse corta.] Esta frase relativamente compleja,
disfrazada de pregunta, insinúa una falta de respeto total hacia los músicos
de la sección de metal y una burla dirigida al director por desconocer el
problema. Pero a fin de perpetuar el mito del todopoderoso director, el
comentario tuvo que ser estructurado como si se tratara de una pregunta
porque no cabe en la cabeza de nadie que un músico pueda darle
información a un ser todopoderoso. Según dictamen del mito, un músico
sólo puede extraer conocimientos del pozo de sabiduría y nunca intentar
llenarlo.9

Estábamos en una ocasión ensayando la Sinfonía n(> 6 de Mahler,


cuando me disculpé de forma algo rutinaria ante los músicos de la
Orquesta Filarmónica de Londres. Les había gritado algo así como
«;Esos cencerros no han entrado a tiempo!», cuando me percaté de que
los cencerros no debían entrar en ese momento. Me dirigí a los
percusionistas y les dije: «Perdón, acabo de darme cuenta de mi error,
ustedes no tenían por qué entrar». Terminado el ensayo me sorprendió la
visita de nada menos que tres músicos que, en privado, me confesaron
que ni siquiera podían acordarse de la última vez que un director se
había disculpado por un error. Uno de ellos me comentó la desazón que
a menudo sienten los músicos que deben cargar con todos los errores del
director que, en general, confía en que nadie se habrá percatado de lo
sucedido. Esta dinámica, según palabras de muchos directivos de
empresa con los que he hablado desde entonces, se da con igual
frecuencia en el ámbito empresarial.
Con la intención de hallar una vía que permitiera a los músicos
expresarse, tomé por costumbre colocar una hoja de papel en blanco
sobre cada atril antes de los ensayos. Esto permite que los músicos
puedan anotar cualquier comentario que consideren pertinente. A mi vez,
gracias a este sistema puedo dirigirles mejor y colaborar para que to-

9 Seymour y Robert Levinc, «Why They Are Not Smiling». Harmony, vol. 2. abril de
1996, pág. 18.
F
dos logremos una mejor y más bella interpretación. Al principio me
armé de valor, pensando que me lloverían las críticas, pero quedé
gratamente sorprendido cuando comprobé que no era así y que los
comentarios en las «hojas blancas», como ahora las llaman, casi nunca
son negativos.
En un primer momento y por motivos de rutina, los músicos
limitaban sus comentarios a temas de cariz más práctico, como la
división de las partituras. Poco a poco, cuando se fueron convenciendo
de que mi interés era genuino, que quería saber de verdad lo que
pensaban, empezaron a apoyarme, lo cual no quiere decir que me
adularan ni nada parecido. Sencillamente, reconocieron mi papel en la
orquesta como una parte esencial y necesaria para plasmar su
interpretación musical. En la actualidad, la costumbre de la «hoja
blanca» es de lo más normal en todas las orquestas que dirijo con
asiduidad, y la aceptan con toda naturalidad. Sus comentarios suelen ir
firmados, lo cual facilita el diálogo cara a cara cuando es necesario. Por
regla general, los comentarios se centran sobre aspectos prácticos acerca
de mi modo de dirigir o de interpretar la música. Por ejemplo, los
músicos no dudan en pedir que interpretemos un pasaje determinado con
un dúo en lugar de un cuarteto, a fin de captar y transmitir mejor el
sentido de la melodía de ese pasaje.
A menudo recibo comentarios muy profundos y llenos de contenido
sobre la interpretación y casi siempre me los tomo muy en serio porque
afectan a la actuación global del conjunto. Las orquestas se componen
de centenares de músicos geniales, algunos especialmente conocedores
de la obra que interpretan, y otros más hábiles en estructura, tempo y las
interrelaciones temáticas. Raramente se les pide que hablen sobre estos
preciosos conocimientos.
Cuando incorporo un comentario determinado apuntado por un
miembro de la orquesta, suelo mirarle varias veces durante los ensayos,
incluso en el concierto, para indicarle que lo tengo presente. Como por
arte de magia, ese momento se convierte en su momento y es notorio,
aunque no medien las palabras, que me está diciendo: «¡Has dirigido mi
crescendo!», o que la violoncelista, asombrada, casi incrédula, acuda a
mí al final del concierto y me exprese su agradecimiento. Justamente
aquella mañana, durante la prueba de vestuario, ella había es-
crito en su hoja blanca que le parecía que no estábamos haciendo justicia
a los majestuosos clímax de Bruckner.
Uno de los artistas más grandes y con más talento que he conocido
pasó décadas sentado en una orquesta, tocando modestamente la viola en
una reconocida orquesta norteamericana. Eugene Lehner había sido viola
del legendario Kolisch Quartet y profesor en el distinguido Julliard String
Quartet, entre otros de gran reputación. Entre los músicos de Boston más
afamados es frecuente oír comentarios acerca de la gran influencia que
Lehner ejerció en todos ellos. Yo mismo le he consultado en muchas
ocasiones mis dudas acerca de la interpretación de pasajes
particularmente difíciles, para que de algún modo su privilegiada visión
de la música me ayudara a ver la interpretación con nuevos ojos.
Sin embargo, dudo que ningún director de orquesta que estuviera de
visita en la Orquesta Sinfónica de Boston le consultara jamás, o intentara
aprender de su vasta experiencia, ni siquiera para interpretar mejor la
pieza que en aquel momento estuvieran ensayando juntos. Sinceramente,
la sola idea es impensable. Recuerdo un viernes; él era el invitado en
nuestra clase de interpretación, y en nombre de la clase le pregunté cómo
podía soportar, día tras día, año tras año, tocar en una orquesta dirigida
por personas que, sin duda alguna, tenían muchos menos conocimientos
que él. Con la modesta actitud que le caracteriza, soslayó el cumplido y
añadió que tenía algunas palabras que decir al respecto:

En una ocasión, durante mi primer año como intérprete, Koussevitsky


estaba dirigiendo la orquesta. Era una pieza de Bach y parecía tener
dificultades. Algo no iba del todo bien y no conseguía los resultados que
tenía en mente. Por fortuna su colega y gran pedagoga francesa Nadia Bou-
langer se hallaba en la ciudad y había acudido a escuchar el ensayo.
Frustrado, Koussevitsky tuvo la feliz idea de dirigirse a ella para salir de
aquella situación que no le llevaba a ninguna parte: «¡Nadia, por favor!
¿Puede subir aquí y dirigir usted? Quiero ir al fondo de la sala para escuchar
desde allí el sonido». La señorita Boulanger se incorporó y después de hacer
algún comentario a los músicos, se dispuso a dirigir, sin más. Desde
entonces, en cada ensayo he soñado con que algún director me pidiera lo
mismo, pero hace cuarenta y tres años que lo espero y mucho me
temo que ya no va a suceder. Debo añadir que nunca he sentido un solo
momento de aburrimiento mientras imaginaba qué sucedería si un día me
llamaran, o me hubieran llamado para dirigir.

No hace mucho me encontraba dirigiendo como invitado y durante


una breve temporada la orquesta del Royal College of Music de Londres
y conté, como hago a menudo, la historia del maestro Lehner. Siempre
trato de obtener toda la atención y participación posible de mis músicos.
Al terminar mi explicación, empezamos a ensayar y, a medio camino,
me giré hacia uno de los violinistas de la cuarta fila, concretamente un
segundo violín, cuyo entusiasmo había percibido desde el primer
ensayo. Le dije: «John, suba y dirija, por favor. Quiero ir al fondo de la
sala, para ver cómo suena». Aquel día, en su hoja blanca escribió que
había realizado el sueño de toda su vida. Desde esa nueva perspectiva,
yo había podido distinguir el potencial verdadero y único de aquel
conjunto y propuse a otros músicos que subieran también al estrado.
Uno de ellos escribió: «¡Cuántas veces habré criticado a los directores!
Hoy he tenido ocasión de comprobar que su tarea es tan ardua como la
de tocar cualquier instrumento». Otros músicos escribieron comentarios
acerca de la diferencia que representa pasar de un papel pasivo en la
orquesta a uno que, como en el caso del maestro Lehner, les permitía ser
participantes activos.

¿Hasta qué punto estamos dispuestos a valorar al prójimo?


La tarea del director es elegir quién va a tocar y quién no en su
orquesta. Incluso cuando se trata de un director invitado que llega
cuando el conjunto ya está formado, él tiene poder para efectuar una
selección. Cuando nota la presencia de intérpretes que parecen estatuas
de sal, puede optar por pensar que están aburridos o resignados, o bien
decidirse por reconocer en ellos los restos, ahora apagados, de la chispa
original que les impulsó a convertirse en músicos. El director se dirá:
«¡Claro! Se ha visto obligado a ir a contracorriente y dejar a un lado su
entusiasmo debido a la competencia que existe en esta profesión! Es una
lástima que no tenga el reconocimiento artístico que se
merece». El director debe tener esa capacidad, para discernir entre el
agotamiento y el tedio y entre la ternura y la gloria de un amante de la
música.
Una cuestión de gran importancia que todo líder de una organización
debe plantearse es la siguiente: ¿hasta qué punto estamos dispuestos a
valorar al prójimo? Es de gran relevancia, a todos los efectos, conocer a
las personas que dirigimos y ésa es una cuestión que no debería
circunscribirse únicamente a los directores de orquesta y a los presidentes
y directivos de organizaciones. Todo músico que transmite energía a su
conjunto, gracias al entusiasmo que le ha inyectado su propio líder, todo
padre convencido de que sus hijos tienen algo que enseñarle, está
practicando un intenso ejercicio de liderazgo.
Saber comprender y escuchar ese entusiasmo y compromiso es la tarea
del «director mudo», ya estén sus músicos sentados en el estrado, en un
equipo de ejecutivos o en el suelo del parvulario. ¿De qué forma puede
saber un líder que está siendo coherente con sus intenciones? Puede, por
ejemplo, mirar fijamente a sus músicos y luego preguntarse por qué no ha
captado ningún brillo especial en sus ojos. Puede invitarles, impulsarles,
pidiéndoles información o cualquier otra expresión de sus sentimientos,
tal vez dirigiéndose directamente a ese rincón de apasionamiento que
todos guardan en su interior. Puede, en fin, hallar la ocasión apropiada
para cederles la batuta:

Hoy ha sido un día muy especial. He aprendido que el


liderazgo no es una responsabilidad, que nadie está obligado a
liderar. Es un don. es un brillo que tiene la virtud de recordar a
su entorno que cada preciado minuto es de suma importancia.
Está presente en los ojos, en la voz, en el momento del in
crescendo de la canción que reconforta de pies a cabeza y
despierta juguetonamente infinitas posibilidades. Las cosas
cambian cuando ponemos lo necesario de nuestra parte para asir
lo que amamos y dedicárselo todo.

AMANDA Burr, alumna del Walnut Hill School


Líderes por doquier
BEN: durante nuestra gira por Cuba en 1999 con la Joven Orquesta
Filarmónica, decidimos empezar en La Habana tocando dos piezas
conjuntamente con la Joven Orquesta Nacional de aquel país. Los
estadounidenses se sentarían a un lado del escenario y los cubanos al
otro. La primera de aquellas dos obras había sido compuesta por el
destacado director de la Orquesta Nacional de Cuba. Se trataba de una
pieza muy viva, llena de color y que comprendía muchos ritmos
cubanos complicados. Decidí no preparar a mi orquesta con antelación,
pensando que sería una oportunidad única en la vida, la de poder
trabajar en una pieza bajo la dirección del propio compositor.
El maestro Guido López Gavillán empezó dirigiendo los ensayos
pero pronto se hizo patente que los complejos ritmos cubanos eran tan
desconocidos para nosotros que no podíamos seguirlos. Los jóvenes
músicos norteamericanos, simplemente, no sabían cómo tocar aquella
música. El maestro empezó a preocuparse, a sentirse francamente
frustrado y más tarde se resignó a lo que parecía inevitable: el fracaso.
Desde el estrado, nos dijo: «Sintiéndolo mucho, esto no va a funcionar.
Debemos anular la función».
Esta decisión me pareció totalmente inaceptable. Para nuestros
jóvenes músicos, el hecho de actuar con la orquesta cubana representaba
uno de los hitos de la gira. Sin pensarlo dos veces salté al escenario y,
mediante un intérprete, anuncié a los jóvenes cubanos que era su deber
enseñar la técnica de aquellos ritmos a sus colegas. Luego me dirigí a
éstos: «Déjense llevar por los maestros que tienen a su lado. Presten
atención a sus compañeros y recibirán el apoyo que precisan». Le rogué
al maestro que volviera a intentarlo.
Lo que sucedió a continuación nos sorprendió a todos. Sin
excepción, todas las miradas se apartaron del director para fijarse en sus
compañeros de orquesta, ahora convertidos en expertos maestros.
Cuando nos fueron presentados, los jóvenes cubanos ya me habían
parecido más expresivos de por sí que otros músicos, pero ahora se
transformaron en una piña de energía, de exuberancia, tocando sus
instrumentos de tal manera que terminaron por arrastrar con su
entusiasmo a sus compañeros norteamericanos. La vibrante
interpretación
de los cubanos, y su generosidad para con sus compañeros, surtió el
efecto deseado y la joven orquesta visitante pronto empezó a tocar
aquellos ritmos como se suponía que lo debía hacer. El maestro López
Gavilán daba señales de estar tan atónito y satisfecho como lo estaba yo
y me dirigió una mirada jubilosa, indicando que ahora todo iría bien.
Llegó mi turno y me levanté para dirigir la segunda pieza que
componía el programa. Se trataba de Candide, la pequeña pero
endiabladamente complicada obra maestra de Bernstein. Tan compleja
era su interpretación que habíamos mandado las partituras a La Habana
con tres meses de antelación para asegurarnos que habría tiempo
suficiente para estudiarla. Mientras nos preparábamos, le pregunté al
líder del conjunto cubano si habían disfrutado con aquella obertura, que
les habíamos facilitado de antemano. Me comunicó, para mi desmayo,
que aún no la habían visto. Más tarde descubrimos que había sido
retenida en la oficina de correos.
Me quedé pálido. En realidad creo que me puse a temblar sólo de
pensar lo que me esperaba. Ante aquella perspectiva era imposible
seguir adelante. Nuestra joven orquesta norteamericana había pasado
meses ensayando. Me fijé en ellos y vi que la mayoría lucía una sonrisa
de oreja a oreja. ¡Las tornas iban a cambiar! El ensayo previo había
terminado con un rotundo éxito y lo mismo sucedería ahora. Y así fue:
los jóvenes invitados, armados de entusiasmo, arrastraron con su energía
a sus compañeros y todo salió a pedir de boca. Una vez más el foco de
atención se desplazó desde el podio del director hasta los componentes
de la orquesta. Todas las miradas se dirigían al atril del compañero de al
lado. Todos eran «directores» y su entusiasmo crecía notablemente. Los
jóvenes cubanos se dejaron llevar porque, en aquel caso, se sentían
mucho más apoyados por sus colegas que por la distante figura
convencional de un director.

La narración de Lehner y el ejemplo de estos jóvenes músicos


ilustran el valor de la figura del «director mudo». Un líder no necesita
un podio. Un líder puede estar sentado en cualquier silla y, sin decir
palabra, escuchando apasionadamente, implicándose pero sin entrar en
acción, estar siempre dispuesto a recuperar su batuta cuando sea preciso.
Recordemos las palabras del rabino al final del capítulo 3 de este libro,
donde se afirma que cualquiera de nosotros puede ser el líder.

Señor Zander:

Ésta es mi primera hoja blanca. Siempre había sido


violoncelista de primera fila y estos días, el hecho de tener que
sentarme en la parte de atrás ha sido muy duro para mí. Durante
los últimos nueve días he empezado a comprender lo que
verdaderamente significa tocar en una orquesta. Su brillantez me
ha servido de fuente de inspiración y ahora creo sinceramente
que en mi persona puedo encontrar el poder y la fuerza
necesarios para ejecutar mi música dondequiera que esté, desde
el lugar que se me asigne. Siento en mi fuero interno que dirigí el
concierto desde ese lugar y quiero agradecérselo personalmente.
Gracias por ayudarme a entender que a partir de ahora seré
capaz de dirigir no importa dónde me encuentre.

GEORGINA, violoncelista, New Zealand


National Youth Orchestra

A continuación, y como broche final, incluyo la historia apasionada


de un hombre, colega de Eugene Lehner, que dirigió una orquesta con
tanta discreción que nadie se percató de su proeza. Sí oyeron, sin
embargo, su maravillosa música:

El legendario Kolisch Quartet tenía la insólita peculiaridad de tocar todo


su repertorio de memoria, incluso las imposibles obras contemporáneas de
Schoenberg, Webern, Bartok y Berg. En la década de los años treinta,
Eugene Lehner fue violín en aquel cuarteto. Entre las anécdotas que Lehner
cuenta se encuentra la siguiente: el terrible momento en que uno de los
músicos se quedó en blanco. Si bien es cierto que la ausencia de atriles del
grupo se compensaba con una íntima compenetración entre ellos, Lehner
afirma que no había actuación donde no existiera un momento de zozobra,
que entre todos subsanaban, aunque en una ocasión, que ninguno olvidará,
estuvieron a punto de fracasar estrepitosamente.
Estaban en mitad del lento movimiento del Cuarteto para cuerda n° 11,
op. 95, Serioso, de Beethoven, justo antes del solo de viola. De repente,
Lehner se quedó con la mente en blanco por primera vez en su vida.
Literalmente, su cerebro se transformó en un agujero negro. No obstante, la
audiencia escuchó una versión perfectamente ejecutada con su solo de viola.
Rudolph Kolisch, primer violín y Bennar Heifetz, violoncelo, tocaban con
los ojos cerrados y muy absortos, con lo cual no se percataron de la
comprometida situación de Lehner. A pesar de que su instrumento estaba
afinado con un tono más agudo, el segundo violín Félix Khuner entró justo a
tiempo tocando la melodía de Lehner, sin perder un solo compás. Lehner se
quedó de una pieza y, ya fuera del escenario, le preguntó cómo había podido
seguir la pieza con tanta habilidad, máxime cuando tocaba con un violín.
Khuner se encogió de hombros y le respondió: «Vi que tenía el tercer dedo
colocado en la cuerda equivocada y comprendí que debía estar en blanco».
Sexta pauta Regla
n° 6

Dos presidentes de gobierno están sentados en una habitación debatiendo


asuntos de Estado. De repente, un hombre irrumpe en el aposento con la cara roja
de ira y empieza a patalear, a chillar y a golpear la mesa con sus puños. El político
anfitrión le hace una advertencia: «Peter, tenga la bondad de recordar la regla n°
6». Peter se recupera al instante y, ya calmado, pide disculpas y se retira. Los dos
políticos prosiguen su conversación, que se interrumpe de nuevo, veinte minutos
más tarde, cuando una mujer con el pelo revuelto entra en la estancia profiriendo
gritos en un estado cercano a la histeria. Se la recibe con las mismas palabras:
«Marie, le ruego por favor que recuerde la regla n° 6». Vuelve en sí de inmediato y,
calmada por completo, también se retira con una disculpa y una reverencia. Cuando
una escena similar se repite por tercera vez, el político que se encuentra de visita se
dirige al anfitrión: «Mi querido colega, he visto muchas cosas a lo largo de mi vida,
pero nada tan extraordinario como esto. ¿Sería tan amable de compartir conmigo el
secreto de la regla n° 6?» El político local responde: «Muy sencillo. La regla n° 6
reza: “No se tome a sí mismo tan endiabladamente en serio”». «¡Ah!», exclama el
otro, «¡Una buena regla!», y después de un instante de reflexión, agrega: «¿Podría
usted explicarme las demás?».
«No hay otra», responde su homónimo.

BEN: a menudo me invitan a dar conferencias sobre liderazgo en lugares


diversos. En una ocasión conté la historia de la regla n°6a\in grupo de
ejecutivos europeos. Meses después, cuando regresé a aquel lugar, pasé a
saludarles y el presidente me invitó a su despacho. Me
quedé de una pieza cuando constaté que sobre su escritorio había una placa
con la inscripción: «Recordar la regla n° 6».
El presidente me explicó que una placa similar adornaba cada uno de los
escritorios de los gerentes de la empresa, con la inscripción grabada por
ambos lados. Según él, el clima de camaradería y de cooperación había ido
en aumento desde que se tomó aquella simple decisión, que había
transformado la cultura corporativa.

La pauta de este capítulo trata de «animarnos» con la intención de que, al


hacerlo, nuestro entorno se libere de la presión de la seriedad.
No se trata de que recordemos a los demás que no se tomen tan en serio a
sí mismos, a menos que así lo hayan decidido en conjunto y
voluntariamente, como sucedía con la empresa anteriormente citada. Sin
embargo, nunca está de más contar esa anécdota u otra similar durante una
situación tensa. Algún comentario inocente, que pueda ser entendido como
un acto de camaradería, una invitación al humor y a la risa, en ciertas
ocasiones es la mejor manera de sobreponerse a la tensión ambiental. Un
sano sentido del humores capaz de unirnos ante la contrariedad, de dar al
traste con las malas interpretaciones, las confusiones y, en particular, con
aquellas actitudes enquistadas que nos hacen ser exigentes, arrogantes o
sumamente irascibles.

Querido Ben:

Usted me ha enseñado que el sentido del humor puede


desempeñar muchos papeles en nuestra vida, porque tiene la virtud
de ser relajante, refrescante, vigoroso. Recuerdo un ensayo para una
actuación que iba a tener lugar en diciembre. Estábamos
preparando el Concierto para orquesta de Bartok y teníamos
dificultades. Muchos habíamos tenido un examen por la mañana, y
por la tarde habíamos estudiado las partituras, ensayado y acudido
a algunas clases. Estaba exhausta, todos cometíamos errores y nos
olvidábamos de algunas notas. Usted dijo: «Tocaremos seguido
hasta el segundo movimiento; NO QUIERO FALLOS». No sé cómo
reaccionaron los demás, pero yo me puse muy tensa y me entraron
ganas de

100
huir, de esconderme en un agujero. Estoy segura de que usted se dio
cuenta porque en cuanto hubo pronunciado aquellas palabras hizo
una pausa y dijo: «Ya saben... si se equivocan les caerá una vaca de
trescientos quilos sobre la cabeza». En parte por la pintoresca
metáfora y porque no esperábamos aquel tipo de lenguaje en boca
de nuestro director, empezamos a reír, nos sentimos mucho mejor y
Bartok, también. Creo que nada me hubiera podido sentar mejor en
aquellos momentos:
¡la palabra «vaca» me hizo recobrar la energía!

KATE BENNETT, en la última hoja blanca que escribió antes


de graduarse en la Joven Orquesta Filarmónica

La regla n° 6 puede ayudarnos a distinguir (y en ciertos casos a


mantenernos alejados de) el mundo de las medidas, del que hemos hablado,
y que nos insta a la competitividad. Para entendernos, lo llamaremos del
siguiente modo: el yo calculador. Como veremos más adelante, una de sus
características principales es que nos impulsa a tomarnos muy seriamente.
La pauta de la regla n°6 tiene la virtud de convencer al yo calculador de que
resulta mejor y más beneficioso dejar a un lado tanta seriedad y relajamos.

El yo calculador
El yo calculador intenta sobrevivir en un mundo que se caracteriza por la
escasez. Su voz, la de Peter o la de Marie, es una versión de la que anunció
la llegada, entre gritos y lloros, de nuestro propio ser a este mundo y que,
paulatinamente, aprendió a sonreír con candor o a patalear para llamar la
atención.
Un niño se caracteriza por su exquisita capacidad de exigir que se le
preste atención, de hacer sonar la alarma en cuanto nota el menor descuido o
la posibilidad de que se olviden de su presencia. Un bebé necesita el afecto
y la atención de unos seres fuertes que le van a acompañar en su camino de
crecimiento. De niños, la naturaleza nos concede mecanismos de
agresividad y de miedo que nos esti-
muían para luchar denodadamente en pos de nuestros propios recursos. La
educación recibida en el campo de las relaciones personales nos permite
entender el funcionamiento de las jerarquías, reconocer los ámbitos de poder
y. por fin, aprender la conducta que nos permita ser aceptados. Los niños
necesitan aprender a controlar su posición en la sociedad y a lograr la
atención que precisan; esto es más cierto en su caso que en el de los adultos
bajo circunstancias ordinarias.
Frank Sulloway, investigador académico en el Massachusetts Ins- titute
of Technology, en el Departamento de Ciencias cognitivas y cerebrales,
sugiere que interpretemos la noción de «personalidad» como una estrategia
para «sobrevivir más allá de la infancia».10 Cada niño, cada niña, establece
su propia zona de atención e importancia a su alrededor mediante los
recursos personales disponibles para «ganar terreno». Los hay calladitos y
reflexivos, y otros sociables y muy abiertos, pero todos saben que deben
hallar un puesto seguro e identificable, tanto en la familia como en la
sociedad, que les permita sobrevivir. La ansiedad regula su conducta y
funciona como una alarma contra el riesgo de ser dejado a un lado,
menospreciado o ignorado.
Los mecanismos de supervivencia de un menor tienen mucho que ver
con los de las crías de otras especies, con la diferencia de que el primero
aprende también a conocerse a sí mismo. Además de crecer en un entorno
provisto de lenguaje, dispone de mucho tiempo para pensar. Con ese
tiempo, llega a interpretarse como un ser cuya personalidad es reconocida
por los demás o, dicho en otras palabras, como el conjunto de hábitos, de
acciones y de pensamientos que le permiten salir indemne y fortalecido de
la infancia. Este conjunto de hábitos adquiridos es lo que nosotros hemos
dado en llamar el yo calculador. La naturaleza prolongada de la infancia
humana puede contribuir a que este conjunto de hábitos siga vigente en
nuestras vidas, aunque ya no nos sean útiles.
Cuando sucede esto último, el adulto, por muy seguro que parezca o por
bien situado que esté, es, en realidad, un ser inseguro y débil

10 Frank Sulloway. Born to Rebel. Nueva York. Pantheon Books, 1996. pág. 353 (trad. cast.:
Rebeldes de nacimiento. Barcelona. Planeta. 1997).
que teme perder todo cuanto tiene. El estado de alerta que anteriormente
contribuía a su adaptación (tanto en el caso del niño como de las crías de
otras especies) y a forjarse como individuo, sigue siendo conceptualmente
operativo hasta bien entrada la edad adulta, y sigue marcando la necesidad
de adquirir control, de desplazar a otros, de proseguir en su tarea.
Afortunadamente la percepción de este camino varía a lo largo del tiempo y
también entre individuos y grupos. Sin embargo, mucho después de haber
desaparecido cualquier vestigio de temor propiamente infantil, la alarma
interior sigue exagerando el peligro de riesgo por razones de supervivencia.
En nuestras charlas hablamos del yo calculador como si fuera una
escalera de mano con una espiral descendente. La escalera se refiere a la
visión universal que preconiza la vida como sinónimo de progreso, de
camino hacia el éxito, de posicionamiento en una jerarquía o rango. Por otra
parte, la espiral descendente representa, entre otras cosas, la caída inevitable
que sufrimos al intentar controlar todo aquello que se cruce en nuestro
camino. Cuando se produce una situación de conflicto, es probable que la
primera reacción sea culpar al otro, o al hecho de habernos topado con
alguien de trato difícil. Tal vez incluso pensemos que, fruto de este
incidente, hemos aprendido una buena lección. Inevitablemente, esto nos
hace ser más testarudos y más pragmáticos y, hasta cierto punto, nuestras
relaciones se deterioran. Cuando el yo calculador zozobra y pierde terreno,
se redoblan sus esfuerzos por seguir al mando y recuperar su posición de
poder, y el ciclo se repite una y otra vez.
¿Cómo se reconoce al yo calculador, que a menudo derrocha encanto,
siempre es maquinador, a veces ansioso y no poco fabulador? Para saberlo,
deberíamos empezar por preguntarnos:

¿Qué debería cambiar para que yo me sintiera completamente


realizado?

La respuesta a esta pregunta nos dará pistas acerca de lo que nuestro yo


calculador considera que es una amenaza o algo intolerable. Es posible que
descubramos que nuestras ansias de cambio tampoco se verían perjudicadas
si añadiéramos un toque de buen humor. Lo que
no podemos tolerar o soportar suele ser desde un lugar hasta una situación
cualquiera, aunque muy a menudo es otra persona.

El mejor sexo
Roz: desde hace varios años dirijo regularmente un programa sobre
motivación; se trata de un grupo que necesita recibir apoyo para poder
completar con éxito sus proyectos individuales. La naturaleza de sus
objetivos oscila desde el diseño de una página en Internet, pasando por
montar un negocio hasta solucionar algún problema relacionado con la
pareja. Sin embargo, la intención del programa es mucho más amplia que la
obtención de una determinada meta. Se trata de vivir la propia existencia
dentro del ámbito de lo posible.
Cada semana los participantes deben definir un conjunto de tres pasos
que intentarán cumplir la semana siguiente y que se relacionan con la meta
fijada. Dichos pasos se modifican a medida que pasa el tiempo, con lo cual
es bastante difícil fracasar. Se invita al grupo a participar en un juego común
pensado para despertar su creatividad y poner de manifiesto la naturaleza
obstructiva del yo calculador. No es raro ver que muchos de los
participantes se sorprenden al descubrir que tales juegos les proporcionan las
herramientas que les permiten reparar sus vidas, desarrollar sus proyectos y
seguir adelante.
Uno de los juegos más frecuentes es el llamado: «El mejor... de tu vida».
Los participantes deben crear y vivir algunas experiencias memorables y
extraordinarias, sean cuales sean sus circunstancias. Por ejemplo, si la frase
es «la mejor cena de tu vida», no se trata de ir al restaurante más caro ni de
comer en exceso, sino de «hacer aquello que consiga aproximamos al
máximo a nuestro ideal». La pauta viene a decir: «¡Hágalo!», «¡Siéntase
realizado!». A menudo el camino que hay que recorrer implica sentir miedo,
comprender las opiniones de los que les rodean, ser consciente de que el yo
calculador obstruye ese camino. Si invocamos la regla n" 6 durante el
juego, es más que probable que lleguemos a notar un verdadero cambio en
nuestra vida.
En una ocasión decidí presentar este juego a un grupo determinado
dándoles la iniciativa para que eligieran el tema, es decir, para llenar el
espacio en blanco de la premisa. Decidieron casi al unísono que la me jor
palabra que podían encontrar en todo el conjunto léxico era «sexo», con lo
cual «El mejor sexo» se convirtió en el juego de la semana.
Una integrante del grupo estaba disconforme con la decisión pero se
había unido al grupo. Se trataba de June, separada de su marido Mark a
principios de año, después de haber intentado en vano hacerle cambiar. Durante
su matrimonio, June sintió la necesidad de construir defensas a su alrededor,
porque su marido era un hombre caris- marico, enérgico y siempre estaba
absorto en sus asuntos, y eso no encajaba en los planes vitales de June. «Mark no
va a cambiar», dijo.
Los demás estábamos más interesados en ella que en su marido. Le recordamos que
podía interpretar las pautas del juego como quisiera. Puesto que no intervenía un
compañero sexual, quizá en su caso cabía interpretar la palabra «sexo» de forma
más metafórica. A fin de cuentas, le recordamos, la pauta rezaba: «El mejor sexo» y
no: «Sufra mucho, en contra de su voluntad, con un salvaje narcisista».
La intervención de June fue muy precisa y se dispuso a jugar como todos ios
demás. No teníamos idea de cómo abordaría la situación ni qué descubriría sobre
sí misma. Pero habíamos aprendido a confiaren el misterioso poder del juego.
Por descontado yo no estaría aquí, contando la historia de June, si no fuera
porque la semana siguiente se presentó radiante a la reunión.
Sepamos cuál fue su relato.
June tuvo que ausentarse durante tres días por motivos de trabajo y, como
solemos hacer en mis talleres, se le asignó una asesora, Ann en este caso, que
pudiera atenderla por teléfono cuando lo precisara.
El entusiasmo de Ann iba en aumento porque el juego favorecía su relación con
Joe. Entretanto, June estaba descontenta consigo misma y se quejaba de que la
pauta de juego «El mejor sexo» era inmoral además de poco recomendable
para una persona en su situación.
«Pero Ann seguía insistiendo en que, por lo menos, lo intentara, que éste había
sido el trato inicial, tanto si me iba bien como mal...
Ni siquiera había considerado a quién demonios escoger como compañero de
juego y, por descontado, no quería ni pensar en mi marido.
Me dio un soponcio cuando ante tanta insistencia decidí jugar y me di cuenta
de que el único hombre que me interesaba era Mark.»
Se hizo un silencio sepulcral en el grupo, como si temieran romper la
fragilidad del momento con cualquier gesto inapropiado.
«Entonces me acordé de la regla n° 6. Me pregunté qué tendría que hacer para
que todo esto cambiara... y sólo me vino a la mente la respuesta de siempre: él
debía cambiar, tenía que dejar de ser tan egocéntrico.» June miró a su alrededor
con cara de cómplice. «¿Estamos todos de acuerdo, verdad, en que Mark es un
tipo narcisista, que nunca va a cambiar?», preguntó, riéndose. Nadie supo qué
responder.

Comprendí que me había estado tomando muy en serio a mí misma. Me


pregunté qué me impedía lograr «el mejor sexo» con un hombre así. Fue
extraño. Me di cuenta de que siempre me habían atraído los hombres fogosos
y egocéntricos en todos los terrenos. Todo pasó en unos segundos y comprendí
que era posible, perfectamente posible, hacer el amor con aquel hombre de
forma satisfactoria. A fin de cuentas, antes lo había sido. Al darme cuenta, me
entusiasmé y corrí a una cabina telefónica.
Le llamé y no fue fácil; era casi como confesarle que yo me había
equivocado y que él tenía razón. Estaba muy nerviosa y a cada paso me
afloraba el amor propio. Me sentí extraña y apenas si me reconocía a mí
misma en aquel estado. Antes de que descolgara el auricular deseé, por un
momento, que no respondiera. Pero lo hizo, naturalmente. Hacía tiempo que
no hablábamos pero resultó que no era tan difícil después de todo. Le expliqué
lo del juego. Después de un silencio algo embarazoso, musité la otra mitad de
la invitación: «Creo que sería una buena idea que nos acostáramos juntos».
Me asusté al no oír su respuesta. Pensé que iba a rechazarme. Pasaron unos
segundos y al final habló: «Has debido de armarte de valor para llamarme».
No supe qué decirle. ¿De dónde salía tanta sensibilidad por su parte, tanta
comprensión, de un tipo que en general sólo era consciente de sí mismo?
Quedamos en cenar juntos en su casa el viernes por la noche, cuando yo
regresara.
Y así es como empezó a cambiar todo... Recuerdo que me encontraba
paseando por el campo. Recuerdo la orilla del río, el olor de la hierba... todo
me pareció sensual entonces, como si se tratara de una conspiración entre la
propia naturaleza y el juego. De regreso, el viernes por la tarde, paré en un
puesto de frutas de la carretera y vi que también vendían flores. Llegué a su
casa con un ramo en la mano y aunque estaba muy ner-
viosa. me vi forzada a reír. Allí estaba yo, la mujer que un día tuvo el valor de
abandonar a su marido por convicción propia. Un hombre sin remedio que
ahora recibía un ramo de flores a domicilio. ¡Menuda escena! Y ahí estábamos
los dos, riendo despreocupadamente. Aquella noche me supo a una semana
entera de vacaciones, pero también como si hubiese vuelto al hogar.

Nos miramos unos a otros con incredulidad. June se mostraba tan


expresiva, tan cálida, tan humana, que no la reconocíamos. Pronto alguien
hizo la pregunta previsible: si después de haber tomado la decisión de
separarse debido a la personalidad de aquel hombre, no se sentiría ahora
como si se desdijese de sus principios.
Respondí: «¿Creéis que esto es lo que estaba haciendo June? Creo,
simplemente, que June se sentía herida y menospreciada por la conducta
de Mark y en lugar de exteriorizar su resentimiento, había creado la
personalidad de su marido, etiquetándolo como peligroso, aunque éste no
lo fuera en absoluto. June se había erigido en juez y creyó el diagnóstico
que había hecho de él, pero en el fondo su versión no se sostenía. Cuando
ella se preguntaba: “¿Qué tendría que cambiar para que yo me sintiera
completamente realizada?”, June estaba aplicando la norma que rige el yo
calculador. Cuando dejó de tomarse a sí misma tan en serio y de creerse su
propia mentira, fue capaz de distinguir entre la realidad de su marido y la
falsa etiqueta que le había asignado».
June añadió: «Después de aquella noche maravillosa pensé que ahora,
por fin, podía dejar atrás mi matrimonio,-definitivamente, y aun así seguir
siendo la mejor amiga de Mark. Podía decir “prefiero que no” sin sentirme
ni resignada ni obligada. En el fondo, tuve la oportunidad de elegir».

Con los sueños a Newcastle


BEN: pasé un verano en Newcastle impartiendo un curso de posgrado
durante el festival que allí se celebra y que fue filmado por la BBC. Uno
de los alumnos de la clase era un joven tenor que acababa
de conseguir trabajo en la prestigiosa compañía de ópera de la Scala de
Milán, y todo parecía indicar que se había tomado sus recientes éxitos muy
en serio.
Tenía que cantar «Sueño de primavera», del ciclo de canciones Viaje
invernal, de Schubert, que describe un viaje triste y deprimente que un
joven amante se ve obligado a realizar en los días más fríos de su alma.
Dicha canción narra los sueños de nuestro héroe, que sólo piensa en la
primavera anterior, llena de flores y de bellos paisajes compartidos con su
amada. La música suave de esta composición es un hechizo de alegría y de
satisfacción espiritual, hasta que de repente se oye el grito de un cuervo y
nuestro héroe despierta para descubrir que a su alrededor todo es gélido y
oscuro. Medio despierto, confunde los dibujos de la escarcha en su ventana
con las flores y se pregunta quién las habrá pintado y cuándo cambiarán de
color. Comprende que esto sólo sucederá «cuando mi amada regrese a mis
brazos». A pesar del crescendo de la música sabemos que sus sueños
nunca se cumplirán.
Se trata de una pieza íntima, suave y delicada, cuya correcta ejecución
depende de que los intérpretes comprendan profundamente las sutilezas
que van ligadas a los sentimientos de tristeza, de vulnerabilidad y de un
continuo penar por la pérdida de la amada. Cuando Jef- frey empezó a
cantar no se notó siquiera un rastro de melancolía en su interpretación.
Antes al contrario, su voz era rica y resonante, en el más puro estilo
italiano. Muy propio de él: Jeffrey se tomaba a sí mismo muy en serio. Me
pregunté de qué forma podría llegar a comunicarle la esencia de la obra,
para que se olvidara de sí mismo y consiguiera expresarse con la pasión
requerida en aquel caso.
Le pregunté si estaría dispuesto a recibir unas clases y aceptó con
displicencia. No estaba seguro de si entendía realmente lo que mi oferta
entrañaba. Pasé cuarenta y cinco minutos peleándome no con Jeffrey, pero
sí con su orgullo, sus cuerdas vocales, su necesidad de impresionar y todos
los aplausos que durante años había recibido por su extraordinaria voz. A
medida que iba consiguiendo arrancar sus capas superfluas Jeffrey se
acercaba más y más a la cruda vulnerabilidad del desgraciado amante de la
obra de Schubert. Su voz perdió ese brillo innecesario y empezó a revelar
la calidez de un alma triste.
Incluso su cuerpo se transformó y cuando alcanzó a cantar la estrofa final,
«¿Cuándo volveré a tener a mi amada en mis brazos?», la voz de Jeffrey,
apenas audible, llegaba sin embargo a lo más profundo de nuestro ser.
Nadie era capaz de emitir un sonido (la audiencia, los músicos, el equipo
de la BBC que filmaba), tan unidos estábamos en el silencio. Finalmente,
rompimos en un tremendo aplauso.
Agradecí a Jeffrey públicamente que hubiera accedido a dejar a un lado
su orgullo, sus conocimientos y su virtuosismo vocal, subrayando al
mismo tiempo que nuestro aplauso iba dirigido específicamente al
sacrificio que había sabido hacer y que nos había permitido alcanzar una
compenetración total. «Cuando se prescinde del orgullo, se consigue
revelar la verdad a los demás», le dije, «estamos todos tremendamente
emocionados, tanto es así que el cámara está llorando.» Ni siquiera había
mirado al cámara, estaba expresándole simplemente mi convicción de que
nadie en la sala se había quedado indiferente.
Aquella noche fuimos a tomar una copa y el cámara se acercó a mí y
me preguntó que cómo sabía que había estado llorando. Me confesó que en
un momento dado las lágrimas habían llegado a impedirle la visión a
través de la lente. «Cuando me mandaron de Londres para filmar esto», me
dijo, sacudiendo la cabeza, «no tenía ni la más mínima idea de que me iba
a afectar tanto.»

Sólo cuando alguien es capaz de desprenderse de sus capas super- fluas


de orgullo, de opinión y de jactancia, permite que los demás conecten
inmediatamente con él. La persona que es capaz de poner en práctica el
secreto de la regla n° 6 logra que otros le sigan la corriente. Una vez
desvelado ese secreto y relajados de la presión del yo calculador, emerge
el yo central.

El yo central

En el Memorial del Holocausto del mercado Quincy de Boston, que consta


de seis pilares, cinco de ellos llevan inscritas historias que nos hablan de la
crueldad y del sufrimiento en los campos de concentración. El sexto pilar nos
narra una historia muy distinta sobre una pequeña llama-
da Use. amiga de la infancia de Guerda Weissman Kline en Auschwitz.
Guerda recuerda que cuando Use tenía unos seis años y estaba en el campo de
concentración encontró una sola mora silvestre, y que la guardó durante todo
el día en su bolsillo, asegurándose de que estaba a buen recaudo. Aquella
noche, con los ojos brillantes de felicidad, la puso sobre una hoja y se la
ofreció a su amiga Guerda. «Imaginad un mundo», escribe Guerda, «en el
cual tu única posesión es una mora silvestre, y se la das a tu amiga.»

Ésta es la naturaleza del yo central, término que utilizamos para


describir de forma global tanto la naturaleza del ser humano como la del
mundo en sus vertientes más creativas, prolíficas y generadoras.
Si tuviéramos que inventar un nuevo tipo de viaje que nos transportara
desde una infancia inacabable hasta el prometedor universo de lo posible,
es probable que quisiéramos evitar un entorno jerarquizado y decantarnos
por el campo abierto, igualitario y recíproco, a salvo de las deficiencias y
de la escasez tan asumidas, y acercarnos así a una actitud más suficiente y
completa. Es probable que pudiéramos describir el proceso del desarrollo
humano como la constante reconstrucción del yo calculador en busca del
entorno habitado por el yo central, tan libre, rico, compasivo y expresivo.

Cómo resolver los conflictos mediante el yo central

Puesto que el yo calculador está diseñado para alcanzar esa nebulosa


posición de «número uno», es más que posible que en el asiento del
conductor encontremos aquellas personas que se encuentran en un
impasse, ya sea en la política, en las relaciones personales (como en el
caso de June), o bien en el trabajo.
La pauta de la regla n° 6 sirve para adquirir una perspectiva
inmejorable a la hora de negociar. Para una persona versada en esta pauta,
la resolución de conflictos se convierte en el arte de allanar el camino del
yo central para que se produzca un debate fructífero. En otras palabras, su
papel consiste en impulsar el desarrollo y la transformación humanas en
lugar de buscar soluciones que satisfagan las exi- I
gencias del pertinaz yo calculador. En la historia que sigue se supuso que
el yo calculador de los dos hombres protagonistas intentaría vencer al otro
mediante el tipo de conversación que lleva a la espiral descendente,
cuando su yo central hubiera tomado una ruta más directa hacia una
solución de colaboración mucho más productiva.

El inventor y el hombre rico


Roz: dos socios principales de una empresa de investigaciones médicas
se dieron cuenta de que habían llegado a un punto muerto en sus mutuas
negociaciones contractuales, y cada hora que pasaba les colocaba más
cerca del fracaso financiero. El más joven, que contaba unos cuarenta
años, conoció a Ben en un vuelo de Boston a Dallas y le contó su historia.
Con su entusiasmo habitual, Ben me telefoneó de inmediato, no sin
mostrar su contento por haberme localizado con tanta rapidez. «Estoy
sentado al lado de un hombre maravilloso que tiene un problema y le he
dicho que tú podrías solucionárselo. Te lo paso.» Antes de darme cuenta
me encontré hablando con aquel desconocido para negociar un plan de
acción.
Nos citamos para el lunes siguiente a las nueve y media de la mañana
en las oficinas de la empresa. Era obvio que el socio de más edad,
fundador de la compañía y cumplidos los ochenta, no estaba demasiado
complacido por mi presencia allí y no quería revelar los detalles privados
de su empresa a una consultora externa como yo. Este hombre exigía que
su socio más joven firmara un contrato por el que se comprometía a ciertos
objetivos que este último consideraba imposibles. La situación había
llegado a un ultimátum: o firmaba el contrato o podía considerarse fuera
de la empresa, perdiendo además su inversión. No se admitían cambios ni
negociaciones ni compromisos. Con desdén, el anciano me hizo saber que
tenía una importante reunión a las once de la mañana, y que noventa
minutos de su tiempo era el máximo que estaba dispuesto a perder en
aquel asunto.
Mi primer objetivo fue que cada uno de los dos socios reconociera la
forma en que se estaban comportando: negativa, evitando cooperar,
desplegando una conducta infantil o vengativa, y preocupán-
dose de salvar su propio cuello. Estaba bastante segura de que ambos
personajes se sentían completamente justificados en su modo de ver las
cosas. En otras palabras, opté por suponer que cada yo central de aquellos
dos hombres conocía fondo su propio yo calculador. Mi intención era
dirigirme exclusivamente a sus respectivos yo centrales.
Dado que fue el hombre joven quien acudió a mí en consulta, asumí
que creía que iba perdiendo. Basándome en esa confianza y en el interés
que él tenía en el asunto, me dirigí a su anciano socio y le pedí, lo más
coloquialmente que pude, que me describiera lo bastardo que había sido su
colega, es decir, mi cliente. Utilicé esa clase de lenguaje para provocar una
respuesta próxima a la óptica del socio mayor, el cual probablemente
describiría a su oponente en términos del yo calculador. Se trataba de
extraer un máximo de información y de analizar de qué manera el socio en
discordia se sentía presionado. Por otra parte, teniendo presente la regla n°
ó, su respuesta no podía ser tomada demasiado en serio.
En poco tiempo conseguimos que escupiera todo su resentimiento:
según él, su socio no había sido capaz de conseguir todo el dinero que le
había prometido y esto le sentaba muy mal pues, además, había utilizado
excusas y artimañas con el propósito de cubrirse las espaldas. Nuestro
anciano caballero sospechaba, asimismo, que su socio no había sido del
todo legal en sus idas y venidas y ahora temía por el buen nombre y la
reputación de un negocio que representaba una larga vida de esfuerzo.
Debido a todo ello era muy probable que el producto que tenían planeado
lanzar al mercado se retrasara imperdonablemente, lo que equivaldría a
perder una buena porción del mercado. Sus competidores ya podían
frotarse las manos anticipando dicha oportunidad. Para el socio mayor era
una cuestión de vida o muerte, dado que se identificaba por completo con
el fruto de sus esfuerzos.
Mi cliente protestó, alegando que por supuesto eran palabras muy
exageradas, cosa que aún enfurecía más al exasperado rival.
Para poder identificar la pieza fundamental que bloqueaba hasta tal
extremo al hombre mayor, le pregunté qué era lo que más le irritaba de
toda la situación. Me respondió sin ningún remilgo: «Que me mienta a mí
y que se mienta a sí mismo». Aproveché la situación para ver si podían
empezar a llegar a un consenso.
«¿Es cierto que usted no ha conseguido todo el dinero necesario?»,
pregunté al socio más joven. Empezó a explicarse y le corté.
«¿Sí o no?»
«Pues... sí.»
«Mire», agregué, «estoy convencida que tiene usted las cosas atadas y
bien atadas y que pronto va a conseguir esas cantidades. No tengo más que
añadir, pero confío en que el dinero esté ingresado en el banco.»
«No...»
«Es decir, que el hombre a quien usted respeta profundamente por su
profesionalidad, puede tener motivos para estar resentido.» Mientras le
hablaba me incliné hacia él, con un ademán entre íntimo y muy directo,
para llegar a su yo central. «Se trata de la obra de toda una vida y usted no
va a querer derrumbarla...»
«Lo sé, lo sé.»
Ambos compartían una verdad y la tensión fue bajando.
Quise averiguar a continuación si el yo central del hombre más mayor
prefería que su socio se quedara o, por el contrario, abandonara la
empresa. El yo central siempre valora la verdad de una situación global,
sin tener en cuenta detalles particulares.
«¿Cree usted que su socio es capaz de conseguir el dinero que hace
falta?», pregunté.
«Sí», respondió, «siempre y cuando deje ya de engañarse a sí mismo.»
Empezábamos a esbozar el pacto, estaba convencida, puesto que
ambos querían que el negocio prosperase y me di cuenta de que los dos
eran perfectamente capaces de cumplir su cometido.
Partí del supuesto que las dos características del socio mayor (su yo
central cooperador y su estratégico yo calculador) tendrían que estar de
acuerdo para la firma del contrato. Ahora faltaba separar las dos voces
para permitir que el más veterano pudiera plantearse la posibilidad de
redactar un documento nuevo.
Le pregunté si tenía hijos, si alguna vez se había sentido exasperado
por la arrogancia adolescente y si no había deseado en secreto que
fracasaran para darse de bruces con la realidad. Respondió que sus hijos
nunca le habían dado ningún quebradero de cabeza comparado
con los que le había causado aquel hombre que ahora tenía ante sí. Seguí
preguntando si podía entender que, a veces, la buena voluntad de una
persona queda tan maltrecha por los avatares de la vida que una parte (el
yo calculador) desea que la otra fracase. Al comprobar que asentía, quise
verificar hasta qué punto este sentimiento tuvo algo que ver con el
problema que nos ocupaba.
«Probablemente lo tuvo», repuso.
«Creo adivinar», le interrumpí, «que usted sabe perfectamente lo que
su amigo es capaz de conseguir bajo condiciones favorables y lo que no
cuando se enfrenta a la adversidad. Si usted da rienda suelta a su parte
negativa, le insta a que fracase y es natural que el negocio acabe mal.»
Asintió. Acto seguido, se dirigió a su socio y le felicitó por haberme
contratado.
Pensé que así las cosas, la situación sólo podía terminar bien para mi
cliente, puesto que había sido testigo de nuestro diálogo y había podido
comprobar que ahora su socio se mostraba más comprensivo. Cuando se
consigue alcanzar el yo central de una persona mediante unas palabras
honestas, se crea un diálogo difícilmente rebatible. En nuestra cultura es
tan difícil conseguir que surja el yo calculador como lo es cantar en si
menor cuando el coro que nos rodea canta en sol mayor.
Ahora se trataba de que los dos hombres trabajaran en común para
conseguir modificar el contrato, con el fin de que aceptaran los mismos
términos, sin ninguna clase de malintencionadas interpretaciones. Pedí al
más veterano que hablara con su socio y que averiguase exactamente qué
partes del contrato le parecían poco realistas.
Cada vez que la tensión crecía entre ellos, el yo calculador se abría
paso y antes de que se estropeara el delicado equilibrio por el que
luchábamos, yo me disponía a intervenir, a título de mediadora. Mi
objetivo era aplacar sus temores, lo cual es muy distinto de permitir que
las negociaciones sean gestionadas por el propio temor. Por ejemplo,
cuando el más joven decía algo así como: «Esto es injusto porque si lo
hacemos así, usted se queda con todo lo bueno y yo salgo perdiendo», le
recordaba que su socio actuaba con mucha cautela porque comprometía
mucho más dinero. «¿Por qué no intenta reflejar
todos sus puntos positivos en este contrato, en lugar de preocuparse por lo
que pudiera pasar en el hipotético caso de que las cosas no salieran como
desean?»
El joven me escuchó y comprendió que cuanto más precavido fuera
sobre una hipótesis de riesgo futura, mayor serían los temores de su socio.
Entendió que su tarea era la de ganarse la confianza del anciano.
Cuando puso en práctica mis consejos y dejó de preocuparse por su
propia supervivencia, mi cliente consiguió que el anciano se relajara y,
bajo una óptica mucho más positiva, flexibilizara, a su vez, sus
condiciones.
La energía y cierta relajación se instalaron en la conversación, más
distendida, y aun cuando se filtraba algún elemento de la disputa original,
ahora los dos caballeros disponían de las herramientas necesarias para
dejar a un lado su yo calculador y ser constructivos, ser capaces de
redactar un contrato cuyos términos fuesen beneficiosos para ambos.
Cuando el más joven decía: «No puedo comprometerme a conseguir esa
cantidad de dinero para noviembre, pero lo intentaré. En cualquier caso lo
tendremos seguro el uno de enero», el otro socio se fiaba de su predicción.
r
Después de la negociación, lograron redactar un borrador de contrato
satisfactorio para ambos, listo para presentar a sus abogados; y el más
veterano llegó a tiempo para su cita de las once.
Se mostró satisfecho de poder asistir a aquella reunión a pesar de la
discusión precedente, y en su mirada adiviné un punto de ironía.
Comprobé que había comprendido la regla n° 6, mientras que el más
joven, inocentemente, bromeó: «No entiendo por qué nos ha llevado tanto
tiempo». Lo posible estaba a punto de convertirse en realidad.

A diferencia del yo calculador, el yo central no trata de estrategias ni


de pautas de acción. Tampoco precisa una identidad; es su propia
expresión. Es el rostro de una persona que ha sobrevivido y que lo sabe. El
yo central sonríe ante las percepciones del yo calculador y comprende que
son reliquias ancestrales, ilusiones de la infancia. Sencillamente, si el niño
cree que «no pertenecer» es algo concebible y posible, pues que se encoja
y que lloriquee ante cualquier nimiedad.
Tal vez ese niño sienta la necesidad de ser más fuerte o más listo para
vencer a sus congéneres, o para sobrevivir, y entonces ejercitará su mente
y su cuerpo con objeto de salir a flote y de obtener su alimento el primero.
No obstante, el yo central sabe que «no pertenecer» y que «no ser
válido» son conceptos tan propios y próximos al ser humano como lo son
las vanas ilusiones. Tampoco ignora que los temores que le acechan
también son ilusiones, que no vale la pena tomárselos muy a pecho.
Comprende que los seres humanos son animales sociales, que bailan y se
reúnen y que. fundamentalmente, se pertenecen. ¡Qué libertad! El yo
calculador no viaja con tanta relajación porque debe enfrentarse a los
obstáculos del día a día, mientras que el yo central puede escuchar la voz
de nuestra inocencia o curiosear, indagar y encontrarla. El yo calculador
nunca sabrá identificar un susurro compasivo, ni los complejos ritmos de
la respiración, ni la sutileza de las ramas que se mueven en la brisa, ni la
oscilación de las mareas; nunca sabrá mecerse con las melodías que dan
sentido a la vida. Su atención se centra en esquemas y comparaciones
propios. El yo central está abierto y atento porque sólo necesita ser la
única voz que realmente existe, la expresión que trasciende a la
personalidad, aquella que sobrevivió a la infancia.
Para nuestro yo central, la transformación es una manera de avanzar a
lo largo de nuestro recorrido vital. Es un cambio de actitud que nos
conduce a contemplar el mundo con ojos nuevos, y es frecuente que estos
cambios sucedan sin darnos cuenta. Cuando alguien inicia una aventura, se
enamora o cambia de trabajo, es muy probable que adopte un lenguaje
nuevo y que, paulatinamente, se pregunte cómo es posible que hasta ahora
hubiera podido ser distinto. Desde la perspectiva del yo central, la vida
fluye como un largo río con sus meandros y recovecos, como lo hacemos
los seres humanos. Por otra parte, es capaz de adaptarse a las nuevas
circunstancias, es más permeable que vulnerable y así está abierto a la
influencia de lo nuevo y lo desconocido. El yo cen- tral jamás se engaña
creyendo que puede cambiar el cauce del río y, en lugar de resistirse a su
torrente, se une al fluir del caudal.
Vikram Savkar, amigo nuestro, nos contó los pormenores de una
experiencia personal que, para él, se convirtió en un icono represen-
tativo de las cualidades de generosidad y calidez características del yo
central. Creemos que su narración representa su propio yo central
surgiendo para integrarse en un universo cooperativo e invitándonos a
jugar con él:

Anoche estuve cenando en uno de esos lúgubres cafetines al sur del


campus de nuestra universidad. Me arrimé al mostrador y vi que a mi
lado se sentaba un hombre cuyo aspecto, al observarle detenidamente,
hacía pensar que se trataba de un «sin techo». Había depositado con
todo esmero tres billetes de un dólar y algunas monedas ante sí. Al
parecer ésa era toda su fortuna. Me tocó el turno, pedí una
hamburguesa y de repente el hombre me hizo una señal. Con un
magnánimo gesto dijo: «Le invito, pida lo que quiera». Protesté y me
negué en redondo a aceptar, ya que claramente me estaba ofreciendo
todo cuanto tenía en este mundo y, por tanto, yo no podía aceptarlo.
Insistió. Estaba claro que quería salirse con la suya. «Usted va a pedir
lo que quiera y yo se lo pagaré», dijo mientras acercaba a la camarera
indiferente toda su fortuna.
Saboreé la hamburguesa hasta el último bocado y apuré mi café con
deleite. Con sólo tres dólares y pico aquel hombre había sabido crearse
un universo de caridad y de abundancia sin límites. Este universo
efímero estaba compuesto de aromas deliciosos que provenían de la
cocina y del alegre alboroto de una pareja sentada en una mesa
cercana. Tuve el honor de estar presente en tan grata ocasión y sólo
pude agradecerle hasta el infinito su generosa invitación.
Guiñando un ojo al ver mis esfuerzos por manifestarle mi gratitud,
repuso: «El placer es mío».

Cuando nos regimos por la regla n° 6 y seguimos los dictados de


nuestro corazón infantil, nos dejamos transportar de inmediato a un
universo inaudito. Se trata de un lugar donde la naturaleza participa, donde
todos los deseos cooperan con las fuerzas necesarias para hacerse realidad.
Suele residir algo más allá de nuestras cabezas, en un paraje propicio para
el vuelo de los ángeles que, como seguramente no ignoramos, son unos
seres dotados de gran sutileza. Nosotros, con la ayuda de una simple regla,
también podemos hacerlo,
Séptima pauta Las
cosas como son

Día de Navidad en la granja. El cerdo, la vaca, las gallinas y


Ferdi- nand, el pato, están reunidos frente a la ventana de la cocina,
estirando sus cuellos para ver qué congénere ha tenido la desgracia de
ser elegido para el festín del día. Sobre una fuente, cubierta de salsa a
la naranja, yace Roseanna, la pata.
PATO (FERDINAND): «¿Por qué ella? ¡Era tan
buena! ¡No puedo soportarlo! Demasiado para
un pobre pato...» (llora desconsolado).
VACA: «La única forma de encontrar la
felicidad es aceptar que las cosas son como son y como
tal debemos aceptarlas...».
PATO: «Tal como son... ¡da asco/».
De la película Babe, el cerdito
valiente

La vaca expresa una filosofía que se repite a menudo, mientras que el


pato, para qué negarlo, habla por boca de la mayoría de seres humanos. No
sólo se refiere a las cosas «como son» sino a la actitud vital de la vaca,
apacible y resignada con su suerte. Es de suponer que un día la vaca irá al
matadero como lo haría un cordero, mientras que el pato buscará maneras
de zafarse por todos los medios. ¿Qué sucedería si no existiera escapatoria
posible? ¿Se pasaría nuestro pato el resto de sus días aleteando con
desesperación dentro de una jaula?
La pauta de este capítulo es un antídoto tanto para la resignación
pasiva de la vaca como para la resistencia inútil del pato. Nos enseña a
estar presentes ante la naturaleza de las cosas, de lo que somos, de
lo que sentimos. Esta pauta nos ayudará a entender el paso siguiente, el
que nos aproxima al camino que deseamos recorrer.
El yo calculador se ve amenazado y se pregunta: «¿Por qué esforzarse
y sentirse como un idiota?».
El yo central amplía y desarrolla cada nueva experiencia y se pregunta
primero: «¿Qué tenemos aquí?» y, después: «Veamos qué más hay».
Estar presentes ante la naturaleza de las cosas no es lo mismo que
aceptarlas y resignarse como la vaca de la historia precedente. Tampoco
se trata de esconder los sentimientos negativos, ni de pretender que no nos
disgustan cuando en realidad no podemos soportarlos. Tampoco significa
que debamos esforzamos lo indecible para alcanzar un «plano existencia!
superior» a fin de «trascender la negatividad». Es cuestión de estar
presente sin ofrecer resistencia: estar presente ante lo que sucede y
también ante nuestras reacciones, por intensas que sean.
Pongamos por ejemplo que nos vamos de vacaciones, como se suele
hacer una vez al año. Estamos en Florida pero llueve sin parar. No nos
parece nada divertido. Habíamos esperado sol a raudales, calor, partidas de
golf y horas y horas de playa... La pregunta es ¿podemos estar con todo
esto, con la lluvia y los sentimientos de frustración y decepción que ésta
provoca en nosotros? Si respondemos negativamente, sólo nos queda la
perspectiva de unos días de interminable desconsuelo, de lamentarse por la
mala suerte, porque nadie nos avisó, de intentar que el hotel nos devuelva
el dinero porque en la publicidad de la agencia de viajes sólo aparecían
parajes soleados y cielos azules. Es una lástima, en efecto, no haber
escogido otro lugar. Puede que lleguemos a clamar improperios contra el
cielo, que nos preguntemos por qué a nosotros, por qué tanto castigo. En
suma, estaremos atrapados, incapaces de dar un paso en ninguna dirección.
Existe una alternativa: sencillamente, dejar que llueva. En lugar de
rebelarnos contra la lluvia, ver las cosas de otra forma mediante unos
simples ajustes:

Estamos en Florida y llueve sin parar. No lo habíamos planeado así y es


lástima porque para ver cómo llueve, hubiéramos podido ir a Seattle a visitar a
nuestros amigos. Pero, bueno, las cosas van corno van.
Presencia sin resistencia. Esta actitud nos liberará y podremos pasar a
la siguiente pregunta: «¿Qué podemos hacer a partir de aquí?». Varios
caminos son susceptibles de abrirse ante nosotros. La posibilidad de
descansar, de comer espléndidamente, de leer o de practicar más el sexo,
de conversar, de ir al cine o de pasear bajo la lluvia... o de irnos a otra
parte.
En efecto, la capacidad de estar presente ante cualquier circunstancia,
sin ofrecer resistencia, abre posibilidades: crea lo posible del mismo modo
que, al ser corto de vista, unas gafas nos devolverán la oportunidad de ver,
de leer o de quitarnos la astilla que nos acabamos de clavar. Con las gafas
puestas, vemos, y ello nos permite dejar de peleamos con lo que nos
entorpecía para, así, proseguir nuestro camino.

Un reto cuesta abajo


Roz: en una ocasión me marché tres días a esquiar. Quería mejorar mi
estilo, y no quería ir acompañada. En mi primer descenso, una placa de
hielo me hizo resbalar y caer. A partir de aquel momento tuve buen
cuidado de frenar en cuanto veía el peligro a lo lejos. Había tanto hielo que
decidí abandonar y regresar en otra ocasión, cuando las condiciones fueran
más propicias y pudiera aprender de verdad. De repente se me ocurrió que
ahora quizás ya se reunían las circunstancias «reales» y me reí con una
carcajada de las que Ben llama «cósmicas», que surgen cuando uno se da
cuenta con sorpresa y alegría de que acaba de descubrir lo obvio. Un
esquiador de la región de Nueva Inglaterra sólo puede esquiar bien si sabe
acoplarse a todo tipo de condiciones, incluyendo las intensas heladas.
Recompuse mi imagen mental e introduje la palabra «hielo» en mi
memoria, junto a la palabra «nieve».
Inicié un nuevo descenso. Descubrí que mi físico se adaptaba con
facilidad a mi nuevo modo de ver las cosas y saludé con entusiasmo la
superficie helada. Como sabe todo esquiador avezado, resistirse habría
representado un acto de temeridad, mientras que cruzarla como quien trata
con una vieja amiga tendría, con toda probabilidad, un final feliz.
Los errores son como ei hielo. Si nos resistimos, es probable que
sigamos resbalando, derrotados. Si incorporamos los fallos a nuestra
definición, es más probable que los venzamos y podamos seguir adelante,
a la vez que apreciamos la belleza del paisaje.

La gloria cuesta arriba de la música


BBN: nunca olvidaré mi sorpresa cuando el primer trombón de la
Orquesta Filarmónica de Boston vino a verme después de tocar una de las
sinfonías más exigentes de Mahler, en la que había realizado una soberbia
interpretación. «Lo siento mucho», me dijo. Al principio no podía entender
de qué demonios me estaba hablando, pero su expresión era de decepción
y de disculpa. Después de reflexionar unos segundos, pensé que su
desaliento se debía a que, en un pasaje muy complicado, había tocado dos
notas muy juntas durante la ejecución de un solo. En una grabación, si
alguien escuchaba atentamente una y otra vez, un error de aquel tipo quizá
podría llegar notarse, pero en una maravillosa actuación de hora y media
no tenía la menor importancia. En su caso, la misma pasión que le hacía
tocar con tanta vitalidad y entrega, le había traicionado durante breves
segundos.
Por regla general, el nivel de calidad de cualquier músico de una
orquesta corriente es muy superior al que existía en la época de Mahler.
Cuando el compositor escribió aquellas endiabladas partituras, como por
ejemplo «Frére Jacques», con aquella tonada sumamente aguda de un solo
de bajo en el tercer movimiento de la Sinfonía n° 1, no cabe duda de que,
musicalmente hablando, estaba expresando el sentido de la vulnerabilidad
y del riesgo que percibía en su existencia. Tanto para la orquesta como
para el director, el hecho de tocar las sinfonías de Mahler representa un
enorme riesgo tanto de conjunto como de expresión y de técnica. Si sólo
nos concentramos en alcanzar la perfección, en el control técnico, no
transmitiremos el sentido de su música, luego es deseable que un músico
excelente se esmere al máximo en algunos de sus pasajes, aunque no
necesariamente en todos, especialmente si ello representa un
sobreesfuerzo. Stra-
vinski, un compositor generalmente considerado «frío», declinó en una
ocasión que un bajo tocara en su orquesta porque era «demasiado bueno»
y podía poner en peligro la apertura del ballet La consagración de la
primavera. Se trata de un momento intenso, que representa el principio de
la estación que sigue al duro invierno ruso y que sólo puede representarse
si el músico es capaz de forzar su técnica y extraer de cada nota la fibra de
su tensión. Aquel músico, al parecer, era excelente, tanto, que cabía la
posibilidad de que no se implicara lo suficiente. Lo mismo sucedió con un
violinista después de anunciar que cierto pasaje de cuerda era casi
imposible de tocar. Stra- vinski, al parecer, respondió: «No quiero el
sonido de alguien tocando este pasaje, sino el de alguien que lo intente».
En nuestra cultura competitiva es difícil mantener esta actitud, pues se
da mucha importancia a los errores y la crítica, hasta el punto de que la
voz del alma queda literalmente acallada. El riesgo de la música nos invita
a embarcarnos en una aventura llena de emoción, aunque esto solamente
es posible cuando miramos más allá de nuestras posibilidades y somos
capaces de admitir, con alegría, que existe la posibilidad de equivocarse.
Sólo así, al enfrentarnos a nuestro error, podremos levantar nuestros
brazos al aire, siquiera de forma figurada, exclamar un «¡Fascinante!» y
proseguir nuestro camino en pos de metas más altas pero siempre posibles.

Algunas distinciones
La pauta de estar presente, de aceptar la realidad de las cosas, sirve
para distinguir entre nuestros supuestos, nuestros sentimientos y los
hechos, entre lo que ha sido y lo que es. No es tan fácil efectuar esta
distinción especialmente cuando se tiene en cuenta el poder
permanentemente inventivo de la percepción. A continuación veremos
algunos ejemplos de situaciones donde la aplicación de la pauta puede ser
particularmente difícil debido a la incapacidad de separar pensamientos y
sentimientos acerca de una serie de sucesos.
Así son las cosas cuando aclaramos los «deberíamos»

Cuando nos disgusta una situación tendemos a fijarnos en cómo


debería haber sido en lugar de en cómo es. ¿Cuántas veces no habremos
hablado a un niño «como si debiera ser de tal o cual modo», para de hecho
encontrarnos con que distaba mucho de ser así? Lo más grave sucede
cuando en lugar de la lluvia que estropea unas vacaciones, se trata de un
drama como la miseria, la tiranía o la contaminación. Cuando dirigimos
esencialmente nuestra atención a evaluar lo mal que están las cosas,
perdemos capacidad para enmendarlas. Es probable que no entendamos el
contexto global, que nos perdamos en el paso siguiente, o que no tengamos
en cuenta a aquellos que «no deberían haber hecho esto o lo otro»,
mientras nos afanamos en encontrar una solución.

Así son las cosas cuando cerramos las puertas: escapismo,


negación, culpa

Algunos sentimientos, como el frío o el dolor de estómago son,


simplemente, desagradables. Otros, como la ira, el luto o la angustia son
tan intensos que amenazan con apoderarse de nosotros y buscamos una
salida; a veces nos resistimos, otras les damos la espalda o bien achacamos
la culpa o la responsabilidad a terceros. Cerrar las puertas significa
quedarse con los sentimientos, sean cuales sean, permitir que sigan su
curso, como la tormenta sigue a las primeras gotas de lluvia para,
finalmente, dejar paso a la calma.
Incluso los padres más amantes de sus hijos no saben estar siempre
presentes, sin ofrecer ninguna clase de resistencia, ante el dolor de éstos,
sea porque no se dan cuenta, porque no pueden estar cerca de ellos o por
no haberles escuchado a su debido tiempo. Sin embargo, los sentimientos
son como los músculos; cuanto más se ejercitan, mayor es la energía
emocional que tenemos a nuestra disposición. Sólo de este modo
lograremos ser mejores, sea cual sea el ámbito que elijamos.
Así son las cosas cuando se eliminan los juicios de valor

La lluvia en Florida puede ser mala para nosotros pero buena para el
campo. La anulación de un vuelo puede fastidiar nuestros planes pero
también propiciar un encuentro fortuito en la sala de espera con el que
puede llegar a ser el amor de nuestra vida. Un incendio forestal puede
parecer un desastre ecológico a corto plazo y, sin embargo, renovar un
bosque que a su debido tiempo crecerá con más vigor. Que un pez se coma
a otro no es ni bueno ni malo. O quizá sea bueno para uno y malo para el
otro. La naturaleza no hace juicios de valor, pero los humanos sí. Es cierto
que nuestra capacidad de discernir entre el bien y el mal es uno de nuestras
mejores cualidades pero también debemos recordar que «bueno» y «malo»
son categorías que asignamos a todo cuanto nos rodea, si bien en sí
mismas no constituyen un universo.

Un hombre judío acude a su rabino y le pregunta sobre una historia


relacionada con la alabanza. El rabino le responde: «Sí, recuerda: cuando las
cosas nos van bien, demos las gracias a Nuestro Señor. Cuando nos vayan
mal, alabemos al Señor». «Por supuesto», asiente el judío, «debo acordarme
de esto. Pero ¿cómo me las compongo para distinguir entre lo bueno y lo
malo?» El rabino sonríe y añade: «Eres un hombre sabio, hijo mío. Por si
acaso, sé siempre agradecido a Nuestro Señor».

Así son las cosas cuando se distingue entre la realidad física


y la conceptual

Entre todas las dificultades que nos impiden vivir y aceptar las cosas
tal y como son, una de las más notables es la confusión entre la realidad
física y la abstracción: los inventos de la mente y del lenguaje. El lenguaje
está lleno de «conceptos» que por muy reales que nos parezcan, no lo son.
Sucede que al tomar forma de palabras que utilizamos con soltura,
creemos que tienen sustancia y cuerpo: términos como «justicia»,
«estética», «cero» son buenos ejemplos de ello. Se trata, en efecto, de
herramientas que nos permiten contar, aprender, establecer pautas de
conducta, en suma, explicamos el pasado y el futuro. Sin em-
bargo, debemos recordar que estas «cosas» sólo se refieren de forma
indirecta a los fenómenos del mundo en que vivimos y que su función es
pura y simplemente indicar. En el fondo son abstracciones, invenciones de
los actos de habla, sin relación alguna con la materia.
Las abstracciones tienen la peculiaridad de asentarse durante largo
tiempo en el lenguaje aunque no estén sostenidas por ningún contingente
de lugar ni de tiempo. «Los hombres no abundan», se lamenta la mujer
que, cumplidos los treinta, tiene ganas de casarse y no lo consigue. Sin
embargo se trata de una generalización y no de la falta de hombres en el
momento y en el lugar concreto que dicha mujer habita. Es una abstracción
referida nada menos que al destino, proferida en un momento de
resistencia, de lucha ante la situación vivida. Por la misma regla de tres, la
lluvia durante unas vacaciones en Florida se puede ver como un largo y
triste período de tiempo que se prolonga incluso más allá de esos días,
estropeando un soleado porvenir. Para poder aceptar las cosas como son,
debemos separar nuestras conclusiones personales acerca de una situación
determinada y lo que es la descripción de la misma, hasta que lo posible
surja como una opción prática.

El muro
Roz: en una ocasión dirigí una terapia familiar a instancias del hijo de
dieciséis años. El médico de cabecera les recomendó dicha terapia y en su
primera visita el angustiado padre me confesó que el problema era que su
hijo no se comunicaba con ellos y que había levantado un muro de silencio
impenetrable a su alrededor. Me extrañó su comentario, considerando que
estaba allí a petición de su hijo.
Tanto el padre como la madre se quedaron mirando al joven fijamente
sin que entre ellos mediara una sola palabra. «¿Lo ve?», dijo el hombre, y
siguió creando una imagen familiar en la que participaban dos elementos:
el mutismo del hijo y el deseo total y absoluto del padre de que su hijo
hablara, les proporcionara más información y, en fin, tuviera más contacto
con ellos.
Estamos ante un diálogo tantas veces oído que resulta difícil detectar
todo el subtexto que acarrea. El padre hablaba de barreras cons-
truidas, según él, por su hijo. No obstante, dichos muros solamente
aparecían cuando el padre los nombraba. Por arte de alquimia dialéctica,
los cuatro presentes en mi despacho se habían convertido en cuatro
personas más un muro y, a medida que el padre seguía hablando, mayor
era el tamaño de ese muro. De pronto, el hijo se convirtió en un ser
paulatinamente invisible. Parapetado tras sus argumentos, el padre se
dejaba llevar por su perorata sin apenas darse cuenta de que, si le hubiese
hecho alguna pregunta a su hijo, esa invisibilidad no sería tan patente. Sin
duda alguna, el hombre estaba cargado de buenas intenciones pero también
convencido de la realidad de sus palabras, y ese convencimiento era más
fuerte que cualquier muro construido de ladrillos. A partir de ahí, nuestra
entrevista estuvo marcada por el «muro» y cada silencio atestiguaba su
presencia.
Un pequeño empujón dialéctico hubiera cambiado notablemente aquel
discurso. Pongamos, por ejemplo, que al padre se le hubiera ocurrido
consultar con su hijo: «¿Estás verdaderamente decidido a construir un
muro entre nosotros, hijo?». En este caso hubiera existido la posibilidad de
derribar ese muro y continuar con el juego de otra forma. O bien que el
hijo reconociera esa «invisibilidad» alertando a sus padres, los cuales
lucharían para recuperarlo y traerlo de vuelta a su mundo de realidad y no
de construcciones vanas. Imaginemos que el padre dijera: «Hijo, eres lo
mejor que me ha sucedido en esta vida» o: «Hijo, voy a decirte algo que
jamás hasta ahora había dicho a nadie», o : «¿Qué es lo que más te
preocupa de esta situación, que nos afecta a todos?». El hijo miraría a su
padre y, así, simplemente, se internarían en el camino hacia lo posible.
Las abstracciones que sin querer consideramos una realidad física,
tienden a bloquear nuestra visibilidad y no nos permiten ver el mundo
como es, limitando nuestra capacidad de acción.

Espírales descendentes
En el capítulo anterior hemos detectado un modelo que distingue dos
conceptos: el yo calculador y el yo central. Si apostamos por el primero,
luchamos hacia arriba, como lo hace el participante en una
carrera de obstáculos cuyos ojos están clavados en las barreras que debe
superar. En la vida, reforzamos este concepto con términos metafóricos
para hablar de «obstáculos» y de «muros» y buscamos medios para
derribarlos. Este procedimiento concluye en una espiral descendente
forzada, precisamente, por nuestro propio esfuerzo.
La espiral descendente es la metáfora que ilustra nuestra resignación,
pues en lugar de buscar otras vías, nos acostumbramos a ver únicamente
los obstáculos, y en definitiva a excluir lo posible. Veamos algún ejemplo:
«Ay, apenas quedan damas de sociedad, de aquellas que tanto apoyaban la
música clásica!», «Nuestra cultura es tan comercial que ya nadie se ocupa
del arte. Los niños de hoy sólo se interesan por el pop, ya nadie escucha
óperas y la música clásica se nos está muriendo».
Las conversaciones en espiral descendente, ilustradas por los ejemplos
precedentes, se alimentan del temor que nos inspira no saber derribar
nuestros propios muros. Reaccionamos ante circunstancias que nos
parecen difíciles, erróneas o que precisan enmienda. Cada industria, cada
profesión, cada relación personal, tienen sus espirales descendentes
propias. La abstracción de la escasez, de lo precario, es la espiral
descendente que impide pensar de forma creativa en lo posible y nos
convence de que cada día que pasa, las cosas van a peor.
¿Por qué funcionamos así? ¿Es preciso que la bola de nieve sea cada
vez mayor y ruede cuesta abajo? Veamos un par de situaciones
ilustrativas. Nos compramos un utilitario rojo de una determinada marca:
las autopistas se llenan de miles de modelos idénticos al nuestro. El mismo
día que una mujer se entéra de que está embarazada, empieza a ver entre
sus colegas a futuras mamás. Cuanta más atención prestamos a un tema
determinado, mayor importancia tendrá. La atención es como el aire, como
el agua y como la luz: se esparcen y se dispersan. Fijémonos en un
obstáculo, en un problema, y pronto los veremos multiplicados.
La idea de las cosas como son trata de mantener a raya la escurridiza
imaginación del yo calculador. Tomemos por ejemplo al policía que ante
un incidente exige que sólo le hablen de los hechos. Para que lo posible
pueda abrirse camino, debemos empezar con los detalles más notables, y
luego seguir adelante hacia donde deseamos ir.
Así pues, los obstáculos sólo son condiciones actuales, únicamente lo
que ha sucedido o está sucediendo. El padre de nuestra historia hubiera
podido decir: «No le he preguntado nada a mi hijo y él tampoco me dice
nada», y con estas palabras me hubiera descrito los hechos y nada más que
los hechos. Quizá hubiera podido agregar: «Lamento no encontrar las
palabras adecuadas para preguntarle y su mutismo me irrita». Aun así,
estaría hablando de las cosas tal como son. Únicamente entonces podría
entender cuál es el camino de lo obvio, es decir, que si él fuera capaz de
compartir una parte de sí mismo con su hijo o de hacerle alguna pregunta
directa, eso ya sería un paso en la dirección adecuada.
De la misma forma, el gerente de una orquesta estaría satisfecho con la
descripción siguiente: «Ochocientas personas acudieron al concierto
celebrado el día 14 de marzo y setecientas al del 10 de abril». Las
descripciones negativas sólo se dan en publicaciones que tengan algún
interés específico en ese sentido. Además, uno siempre puede aprovechar
esa multitud de setecientas personas para salir a saludar y de paso repartir
folletos publicitarios que contribuyan a que el próximo concierto sea otro
éxito.

Hablando de lo posible
A menudo la persona que habla a favor de lo posible es tildada de
soñadora y su actitud menospreciada, próxima a la entelequia, se compara
al cliché de ver el vaso «medio lleno» en lugar de «medio vacío». El
pesimista se equipara al realismo y el optimista más bien a todo lo
contrario. A nuestro parecer, esto es erróneo. Quien insiste en verlo todo
«medio vacío» es, precisamente, quien se aferra a una ficción carente de
fundamentos porque los términos «vacío», «falto de» y «muro» son
abstracciones de la mente y «medio lleno» es una medida de realidad
física. La persona denominada «optimista» es, justamente, la que atiende a
lo real, porque se refiere a la sustancia que, en efecto, está contenida en el
vaso.
La pauta de aceptar las cosas como son nos permitirá romper con esa
tendencia a aferrarse a las abstracciones no percibidas que actúan
como barreras protectoras contra el peligro en contextos de supervivencia.
Así podremos efectuar distinciones conscientes que nos lleven al dominio
de lo posible como por ejemplo, los sueños y las visiones. Pensemos, sin
más, en las famosas palabras de Martin Luther King «Anoche soñé...» que
constituyen un inicio de discurso repleto de esperanza. Esta pauta fomenta
la creación de realidades, pues las definiciones establecen el marco en que
se desarrolla la vida.
La pauta de este capítulo y en general de todo el libro, sirve para
aprender a distinguir entre el habla en espiral descendente y las
conversaciones que facilitan lo posible. La pregunta que nos deberemos
efectuar es:

¿ Estoy hablando desde aquí? ¿ O desde aquí?

Roz: en cierta ocasión, mi hija me confesó: «Me encantaría dedicarme


a lo mismo que Jane Goodall, si no fuera por los horrores que tiene que ver
cada día», mientras paseábamos por una playa rocosa. Todo era perfecto,
desde la suave brisa hasta la calidez del sol, las gaviotas chillando desde su
escondite en un extremo del promontorio y el radiante azul del cielo. En
estas condiciones, poco frecuentes en Maine, y estando de vacaciones, es
fácil hacerse conjeturas apasionadas acerca del porvenir. Pero ¿cómo se
gestiona el dolor o la muerte cuando éstos se cruzan en nuestro camino?
Estaba completamente de acuerdo con mi hija Alexandra, tras haber
oído a Jane Goodall en un foro mundial que se llevó a cabo en San
Francisco. Famosa por su investigación en la selva con los chimpancés,
Goodall ha establecido santuarios naturales en Tanzania y en otras partes
de África, y han colaborado con ella nativos del país, siempre con la
consigna de llegar a ser autosuficientes y de crear ámbitos biológicos
armónicos dentro de una gran diversidad ambiental.
Con la participación de gobiernos de varios países se ha fundado Roots
and Shoots, una idea de Jane Goodall, que enseña a niños de por lo menos
cincuenta países alrededor del mundo para que aprendan a cuidar el
ecosistema. Durante aquella conferencia en San Francisco y con su voz
suave y cautivadora, nos habló, tal y como lo ha venido haciendo ante
jefes de Estado y muchas otras autoridades, de la degradación que sufre el
medio ambiente a causa de tantas actividades ilegítimas, como los
cazadores furtivos, que son culpables de una verdadera carnicería y
despojan a la naturaleza de su riqueza más esencial. A pesar de sus
palabras, en ningún momento de la conferencia sentimos barrera alguna,
nada que impidiera pensar en la esperanza de lo posible. Su mirada
compasiva nos dejó atónitos, maravillados, al constatar que hablaba de lo
bueno y lo malo, que era capaz de recordar la emoción de la belleza a
pesar de haber visto tanto dolor. Jamás insinuó que lo que ya había
sucedido, nunca hubiera debido suceder. No hubo siquiera una palabra de
crítica cuando desgranaba aquellos trágicos episodios de crueldad humana.
Simplemente, con la mayor naturalidad, se dedicó a contarnos toda la
historia y mostró dónde y cómo hallar los senderos posibles para salir de
aquella situación. En todo momento, la expresión de su rostro era de
compasión y de amor. El poder trascendente de Jane Goodall radica en su
presencia, en que existe sin ofrecer ninguna clase de resistencia, aceptando
el mundo tal y como es.

Aceptar las cosas como son equivale a un acto de expansión interior.


Empezamos por lo que es, no con lo que debería ser, lo cual abarca
contradicciones, sentimientos dolorosos, temores y sueños. Luego, sin huir
ni abandonar, sin culpar ni corregir, aprendemos a remontar el vuelo, más
allá del horizonte, como el halcón de vista increíblemente aguda. La pauta
de aceptar y convivir con las cosas tal como son, nos permite aterrizar en
lugares abiertos, donde «la verdad» dirige nuestros pasos hacia territorios
nuevos y hacia horizontes más amplios.
Octava pauta
¡Viva la pasión!

Si pudieran concederme un deseo, no pediría riqueza ni poder, sino


el sentido del apasionamiento hacia lo que puede llegar a ser, por el ojo
que, siempre joven y ardiente, ve lo posible. El placer defrauda, la
posibilidad no lo hace nunca. ¿Qué vino es más aromático, más
incitante, más embriagador que la excitante posibilidad?

S0REN KIERKEGAARD, Estudios


estéticos

Estamos rodeados de vibraciones y de energía. El universo está


rebosante de poder creador. ¿Cómo llegar a la fuente de esa vitalidad?
¿Dónde podemos encontrar la toma eléctrica para la vitalidad? ¿Podemos
bombear la energía que poseemos para acometer el día o debemos captar
la corriente de una fuente que está más allá de nosotros?
Supongamos por un momento que dicha energía vital está en todas
partes, asequible y abundante, indispensable para participar de la vida que
compartimos con toda la humanidad. No obstante, nuestra conciencia nos
cuenta una historia muy diferente. El universo que nos rodea está dividido
en varios segmentos: los humanos somos entidades diferenciadas, las
formas tienen aristas y ni siquiera podemos comparar manzanas con
naranjas. En muy raras ocasiones tenemos oportunidad de sentir o de
experimentar esta energía integradora y generalmente sólo de forma
casual, como le sucede a Alicia en el país de las maravillas cuando cae en
la madriguera. Este tipo de sensación puede asaltarnos cuando estamos
haciendo algo extraordinario o bien
cuando establecemos contacto con el otro de forma más personal y
elemental. Y sin embargo, nuestra mente y nuestro cuerpo son
perfectamente capaces de prescindir de las barreras, de derribar todos los
muros, en cuanto vemos cuál es el camino que debemos seguir.
La pauta del capítulo, «¡Viva la pasión», tiene dos vertientes:

1. El primer paso trata de identificar todo lo que nos reprime y


aprender a dejarnos ir. La idea es abandonar las barreras que nos
coartan, que nos separan y nos mantienen en tensión. Así, lo único
que se consigue es impedir que brote la energía derivada de la
pasión y se pierde la ocasión de establecer vínculos con el mundo
que nos rodea.
2. El segundo paso consiste en participar de lleno en el juego:
debemos aprender a convertirnos en canales conductores de la
experiencia, para saber captar ese flujo de pasión que nos transporte
a una expresión vital más completa.

El orden y la previsibilidad propias de una comunidad son factores que


nos ayudan a conseguir lo que más deseamos y lo que nos importa, ya sea
fundar una empresa, educar a nuestros hijos, creer en los milagros o
componer sinfonías. No obstante, la rigidez con que se organizan nuestras
vidas cotidianas tiende a ser un reflejo de nuestros mapas mentales. La
consecuencia de tan exagerado amor por la organización puede llegar a
magnificar las fronteras que nos distancian. Una existencia más aislada y
más bucólica podría llevarnos perfectamente hacia una mayor vitalidad.
Sin embargo, es muy probable que el esfuerzo necesario sea tan grande
que nos lo pensemos dos veces antes de tomar esa decisión.

Un salto
Roz: a finales del mes de marzo el paisaje del norte de Nueva
Inglaterra ofrecía un aspecto desolador. El cielo y la tierra se unían en un
espectacular blanco y negro, y las aguas oscuras de los ríos se deslizaban
bajo gruesas placas de hielo. La primavera brotaba sin ningún
pudor entre los bosques. Me hallaba cruzando un puente colgante por una
parte del río bastante ancha y la actividad de las aguas era ciertamente
notable. Vi claramente que estaba flirteando con el peligro. Ante mí
surgían unos enormes bloques triangulares de hielo verde que se rompían
en mil pedazos cuando la fuerza del agua les azotaba. El río rugía con
fuerza salvaje, el cauce se desbordaba con energía imparable. Me resultaba
difícil oír mi propia voz y mis pensamientos enmudecían ante aquella
fuerza de la naturaleza.
Me hundía. Era del todo imposible permanecer allí, en aquellas
condiciones, por mucho tiempo y yo sabía que no lo resistiría. Mis oídos
iban a estallar de un momento a otro. ¿Qué hacía allí? Aún podía darme la
vuelta, escalar las rocas tras de mí y acercarme al bar de la carretera para
reconfortarme. Podía, al menos, apartarme a una distancia prudente y
contemplar el espectáculo que se me ofrecía sin ponerme en peligro. Pero
me quedé clavada, en completo silencio, hasta que la visión de aquel
espectáculo cruzó mi mente con la misma bravura que la del paisaje que
me retaba. Me quedé y dejé que mi ser experimentara aquellas sensaciones
con toda su fuerza y majestuosidad. Permití que cada molécula de mi
cuerpo sintiera la naturaleza que tenía delante y me rendí a ella.
Cada vez que recuerdo aquella tarde, me embarga una intensa pasión
vital y me siento capaz de revivir todo el ímpetu de aquellas aguas bravas.
Oigo su fragor, el choque contra las rocas, y veo los movimientos de
billones de átomos como si todavía estuviera allí. Tampoco he olvidado el
color de aquellas moles de hielo tan impresionantes, magníficas en su salto
hacia el firmamento.
Muchos meses más tarde, durante un verano especialmente caluroso,
decidí volver a aquel lugar de Nueva Inglaterra. «¿Qué me pide la
naturaleza?», me pregunté, ante tanta belleza. Había alquilado una canoa y
decidí recorrer todos los recovecos y meandros de aquella orilla, donde las
raíces asoman entre aguas oscuras, peñascos afilados y matices de verdes
brillantes de la vegetación que los rodea. Los pájaros entraban y salían del
agua como flechas y, de repente, encontré una respuesta para mi pregunta.
«La naturaleza me pide que sea agua, que me hunda en ella para después
asirme a una rama de pino. Me llama para que sienta el agua y participe de
ella.» Aquella noche, cuan-

135
do regresé, empecé a pintar un cuadro y no me sorprendí al constatar que
todo aquello que había vivido durante el día surgiera en la tela y se
manifestara en formas, que no en objetos, en líneas de tonos vibrantes,
geométricas y henchidas por la pasión del color.

Existe una vitalidad, una fuerza vital, una energía, un cosquilleo que se
convierte en acción a través de nuestro cuerpo y, puesto que sólo somos uno.
nuestra expresión es única y, debido a esta singularidad, si la bloqueamos no
podrá existir jamás a través de otro medio y se habrá perdido. El mundo no la
tendrá. A nosotros no nos incumbe juzgar si es mejor o peor, ni qué valor
tiene, ni cómo se compara con otras expresiones. Nuestro deber es conseguir
que permanezca viva, clara y directa, y mantener abierto el canal por donde
fluye.

MARTUA GRAHAM, citada por Agnes


DeMille, Martha: The Life and Work of Martha
Graham

Melodía central
s-
Igual que la persona que se olvida de su relación con las olas del mar o
que pierde su contacto con las briznas de hierba mecidas por la brisa, el
músico se aleja de la esencia de su música cuando toca solo y únicamente
se concentra en una ejecución de notas individuales y de armonías
perfectas. El error cometido es el mismo: la persona, al no darse cuenta de
la proximidad de la naturaleza, bloquea su expresión de fuerza vital. Del
mismo modo, el músico rompe la melodía central de su pasión musical
cuando se limita a interpretar su visión de color, de emoción personal o de
armonía. Si esto sucede, lo más probable es que su actuación sea gris y
monótona.
La sonata Claro de luna de Beethoven es el clásico ejemplo de una
pieza cuyo sentido puede cambiar por completo si el pianista hace
demasiado hincapié en los acordes de la mano derecha en detrimento de la
melodía del bajo, cosa que sucede con frecuencia. El tempo se ralentiza
cuando, por decisión individual y para jugar con las sombrías notas de la
mano derecha, la pieza deja de ser una fantasía ligera y di-
recta como quería Beethoven, para convertirse, según los cánones
tradicionales, en un puro lamento nostálgico.
León Fleischer, renombrado pianista y maestro, afirma que tocar una
pieza musical es como realizar un ejercicio contra la gravedad. El papel
del músico debería ser el de atraer la atención de quien le escucha
ejecutando la pieza, que, a su vez, no es otra cosa que una división
artificial de barras sobre un pentagrama y que no tiene nada que ver con el
fluir de la melodía como concepto global. Para relacionar las secciones
más largas de una pieza, el músico puede elegir un tempo más rápido, lo
cual no ocurre cuando su deseo es prestar atención para destacar notas
individuales o armonías verticales. Ello explicaría por qué las marcas de
metrónomo en las obras de Beethoven y de Schumann indican
movimientos rápidos, o mejor dicho, demasiado rápidos, según opinión de
muchos músicos y eruditos, lo que refleja la pasión de esos compositores.
La vida fluye cuando prestamos atención a los patrones vitales que
conforman la globalidad de nuestra existencia. Del mismo modo, la
música va in crescendo cuando quien la ejecuta sabe distinguir entre las
notas cuyo impulso conforma la estructura de una pieza y las que son
puramente decorativas. La vida adquiere forma y sentido cuando somos
capaces de trascender las barreras de la supervivencia personal y nos
convertimos en el conducto único e inimitable que encauza la energía
vital. Así es como la música se revela esplendorosa cuando su ejecutor
sabe conectar con las notas estructurales, como el pájaro que se balancea
delicadamente sobre un único punto de apoyo.

BEN: hace muchos años aprendí armonía en el conservatorio de


Florencia, donde se nos enseñaba a identificar la rúbrica de cada acorde
por separado, con lo cual la hoja de estudio analítico parecía la cuadrícula
de un plano. Nuestros profesores nunca nos indicaron que existieran
conexiones entre un acorde y otro, lo cual nos mantenía al margen de la
estructura armónica y del flujo musical. En otras palabras, no
conseguíamos obtener una imagen global de la pieza. Cuando esto se
logra, se pueden identificar todos los rasgos y la estructura entera, se oye y
se percibe un significado distinto, a menudo mucho más intenso que el que
se distingue normalmente. Sólo cuando se re-
vela la forma esencial de la música, es posible sentir una verdadera pasión
por ella.
Un estudiante de posgrado en una clase que imparto en la escuela
preparatoria Walnut Hill donde ejerzo de director artístico, entendió la
noción con claridad y la expresó así en su hoja blanca. Acababa de
escuchar a un compañero tocar el primer movimiento de la Suite n° 2 en re
menor para violoncelo de Bach. En su opinión, la expresión era buena pero
tenía poco sentido en lo que se refería a la forma intrínseca de la pieza. La
ejecución parecía derramarse sin ton ni son, con una pausa por aquí y un
énfasis por allá, carente de una noción clara que realzara la armonía y la
línea melódica.
Después de analizar la estructura, la dirección y el carácter de la pieza
en clase, el violoncelista ejecutó la obra una vez más con la coherencia y el
simple fluir que se habían echado en falta la vez anterior. Al finalizar la
clase, Amanda Blurr, una de las personas que acudió al ensayo, escribió
espontáneamente en una hoja blanca las líneas siguientes:

Cada vez que me quito las gafas — normalmente se me caen— me entra el


pánico. Por unos instantes la hierba se convierte en una especie de globo
verde borroso y el sol, un bote de miel. En estas condiciones nada parece
agresivo, pues nada tiene aristas. Pero me siento perdida y no alcanzo a
reconocer a mis amigos. Además, podría tropezar en cualquier momento. Así
me sentí mientras Hanui tocaba. Me sentía rodeada de belleza. pero sin
definición. Me sentía indefensa dentro de una especie de globo de colores. La
transformación de Hanui aporta claridad y, con ella, una belleza más
intrincada, más veraz. La arquitectura prístina de Bach se ha elevado
finalmente a su gloria.

Tocando sobre una pierna


Un joven pianista estaba tocando un preludio de Chopin en mi clase y
aunque casi habíamos llegado a conseguir que sonara como queríamos, no
nos sentíamos satisfechos del todo. Intelectualmente no cabía duda de que
él comprendía la pieza sin dificultad y que incluso
hubiera podido explicársela a otro músico, pero no era capaz de transmitir
la energía emocional en un lenguaje puramente musical. Precisamente
entonces noté algo que resultó ser la clave del enigma. Su cuerpo
permanecía tieso, rígido en una vertical. Le grité: «¡Eres un pianista con
dos piernas, he aquí tu problema!». Le animé para que adoptara una
postura más adecuada, para permitir que su energía corporal fluyera al
unísono con la música que tocaba y, de repente, voló. Algunos presentes
respiraron con alivio porque el cambio les permitía sentir aquel dardo
emocional con toda su intensidad. Había nacido un hombre nuevo, que
tocaba el piano con una sola pierna. El presidente de una empresa de
Ohio, que se hallaba presente, me escribió: «Me emocioné tanto que
cuando regresé a casa ordené a todos mis empleados que siguieran su
ejemplo y nuestra empresa pasó a tener una sola pierna».
Por supuesto, nunca averigüé qué quería decir con aquellas palabras,
aunque me lo imagino. El acceso a la pasión permite dar emoción a los
esfuerzos de, por ejemplo, un plan de actuación en una empresa, es la
razón de ser que permite organizar un equipo, que da poder para resolver
conflictos individuales, que hace posible la comunicación
interdepartamental de una compañía. Quiero pensar que aquel director de
Ohio, cuando regresó a su empresa, se dirigió a su equipo con tal pasión y
vehemencia que muy pronto dio en el blanco, en sus mentes, en sus
cuerpos y en su corazón. Quiero pensar que, rápidamente, supieron
recordar cuál era su misión y la razón de ser de la empresa. Desde
entonces sé que si alguien de aquel equipo pierde el norte, su director sabe
reencaminarle con su elocuencia y su capacidad, para seguir haciendo el
camino juntos, hacia su futuro.
En los años cincuenta conocí a Jacqueline Du Pré. Ella tenía quince
años y yo unos veinte. Era una colegiala inglesa larguirucha que, con el
tiempo, se convirtió en la mejor violoncelista de su generación. Habíamos
tocado juntos el Quinteto para cuerda en do mayor, de Schubert, y
recuerdo que su pasión y su intensidad eran legendarios. Cuentan que a los
seis años de edad participó en su primera competición como violoncelista
y que corría por los pasillos cargando con su instrumento sobre la cabeza,
sonriendo con entusiasmo. Un bedel le dijo: «Veo que el concierto te ha
ido bien», a lo cual, la pequeña Du Pré repuso: «No, no, todavía no ha
empezado».
A los seis años, Jacqueline Du Pré ya era un cana! mediante el cual
fluía su música. Tenía una especie de seguridad radical acerca de sus
capacidades, característica que sólo tienen los que entienden que ejecutar
música, en este caso, no tiene nada que ver con el mero esfuerzo sino con
la energía que predispone al público y al instrumento, para permitirles oír
una voz singular.

MADQSJ

En mi grupo de sonata y Heder de los miércoles, en el conservatorio de


Nueva Inglaterra, tenía un estudiante español que me pidió si podía darle
unas clases preparatorias, porque quería presentarse a unas pruebas de
selección para cubrir la vacante de violoncelista principal asociado a la
Orquesta Sinfónica de Barcelona. Su estilo era refinado y preciso, muy
profesional, y le dije que sin lugar a dudas cumplía con todos los requisitos
para conseguir una plaza como aquella. No obstante, le faltaban las
cualidades características de un líder, es decir, control sobre la intensidad,
el color y el empuje y, asimismo, la energía precisa para llevar a un grupo
hacia adelante. Empezamos a trabajar. Yo tocaba el piano, cantaba y le
urgía para que saliera un poco de sí mismo —se trataba de una
personalidad contenida y seria—^ lo conseguí... durante un emocionante
pasaje de un concierto de Dvorak, cuando supo extraer toda la pasión y la
energía precisas. Estaba justo a medio camino de una de sus más
apasionadas entregas, cuando le interrumpí. «¡Bravo!, si continúa así no
habrá prueba que se le resista y superará a todos sus contrincantes por
mucho que intenten pasarle delante.» Se limpió el sudor de la frente y
después de recuperar el aliento nos dirigimos a la cocina para tomar unos
espagueti y una botella de vino tinto. Cuando se despidió, le grité:
«¡Mario, no se olvide de tocar como lo ha hecho la segunda vez!». «De
acuerdo», contestó.
Me llamó tres semanas más tarde.
«¿Qué tal le fue?», indagué.
«Mal, no lo conseguí.»
«¿Qué sucedió?», le pregunté, disponiéndome a consolarle.
Respondió con mucha calma que no había tocado como la segunda
vez.
«No se preocupe, Mario, habrá otras oportunidades.» Pensé que
debería darle más clases, para lograr que se abriera todavía más. Cuál sería
mi sorpresa al ver que se había espabilado perfectamente solo.
«No, no, espere y se lo contaré. Pensé: “¡Que se joroben!” Me cabreé
tanto después de aquello, que decidí irme a Madrid y presentarme a las
pruebas de primer violoncelo. ¡Lo logré! Y además, ¡cobro el doble!»
No podía dar crédito a lo que oía y le pregunté qué había pasado. Se
rió. «Pues... ¡que toqué como la segunda vez!»
A partir de aquel día incorporamos una nueva categoría a nuestras
clases y la llamamos «más allá del “que se joroben”» o MADQSJ. Es muy
popular y la aplicamos a aquellas situaciones en las que un estudiante
apocado consigue trascender las barreras y llega a interpretar con todo su
espíritu cuando, en otros tiempos, se hubiera atascado. Semanas después
de mi visita a una escuela católica de niñas en California, recibí una carta
de la directora, en la que me informaba que el método MADQSJ se había
convertido en el lema oficioso del colegio.

Apreciado señor Zander:

Me pusieron una «A» porque soy una artista especialmente


brillante. Una verdadera artista de la vida humana. El tesoro más
preciado de todo mi cuerpo es mi ilimitado apasionamiento vital.

SHU FEN
Haremos la pregunta otra vez: «¿Dónde se encuentra el foco de energía
de lo posible, el acceso a la energía de la transformación?». Está allí donde
el pájaro se balancea delicadamente sobre un único punto de apoyo, allí
donde podemos llegar si encontramos el tempo adecuado y acercamos
nuestros cuerpos a la melodía, si nos atrevemos a soltarnos... y ¡a
participar!
Novena pauta
La chispa

B EN : uno de los recuerdos más vivos de mi infancia es el de mi padre,


vestido con su temo y viajando en el tren nocturno a Glasgow. Le pregunté
a mi madre cuándo regresaría y me aseguró que al cabo de veinticuatro
horas. «Vuestro padre tiene que hablar de unos asuntos con un señor de
Glasgow. Desayunarán en la estación y cuando hayan terminado, regresará
a Londres.»
«¿Es amigo suyo ese señor?», pregunté. Me respondió negativamente y
que yo nunca había oído hablar de él. Se trataba, simplemente, de un
caballero con quien mi padre había tenido escaso trato. Esto me intrigó.
Creo que tenía ocho o nueve años. Más adelante pregunté por qué no se
habían telefoneado. Poniendo cara de circunstancias, como solía hacer
cuando debía advertimos de algo serio, levantando su índice, los ojos
brillantes y las cejas arqueadas, mi padre me respondió: «Hay cosas en
esta vida que deben hacerse en persona».
De niño, el misterio de aquel viaje en tren y de la respuesta de mi padre
me pareció maravilloso y cuando me acordaba, me hacía cébalas y
conjuros.

En 1981 me acordé de este episodio de mi infancia. Me vino a la mente


precisamente cuando me solicitaron para dirigir una gira de la Orquesta
Sinfónica de Nueva Inglaterra con ocasión del Festival de Evian, a orillas
del lago de Ginebra.
El organizador me pidió que hiciera lo posible por contratar al gran y
renombrado Mstislav Rostropovich, para que tocara el Con-
cierto de violoncelo que Henri Dutilleux había escrito expresamente para
él. Dada mi relación con el maestro, llamé a su secretaria en octubre para
preguntarle si cabía la posibilidad de que «Slava» tuviera un hueco en su
agenda durante el mes de abril. Obtuve una respuesta algo desdeñosa por
parte de su asistente, que me preguntó si me refería al abril siguiente y me
aseguró que el señor Rostropovich no tenía un momento libre hasta finales
de 1984. Le pregunté si podía hablar directamente con el maestro, ya que
dada su veneración por Henri Dutilleux, pensé que quizá este hecho haría
cambiar las cosas. Sin atisbo alguno de mejor humor por parte de la buena
señora, me hizo saber que el miércoles, a las diez de la mañana, el señor
Rostropovich estaría en la oficina y que podía tratar de telefonearle
entonces.
Me vino a la mente la visión de mi padre, vestido con su terno,
dirigiéndose hacia la estación y aquel miércoles me marché pronto por la
mañana al aeropuerto de Boston con la intención de plantarme en la
oficina de Slava antes de las diez. Así fue, no sin que su asistente se
mostrara sorprendida y contrariada. A pesar de ello anunció mi visita y
posteriormente me indicó el camino hacia la habitación donde el maestro
trabajaba. Al verme, se acordó enseguida de una clase magistral de
violoncelo que había impartido en Oxford hacía ya muchos años y me
saludó efusivamente, como era su costumbre. Nos acomodamos en el sofá
y empezamos a charlar animadamente de su admirado Henri Dutilleux.
Slava estaba feliz y su rostro resplandecía de emoción cuando hablaba
del genio y de la expresión sin igual de Dutilleux entre los músicos
contemporáneos. De repente me preguntó para cuándo estaba prevista la
representación y acto seguido consultó su agenda. «Puedo hacerlo, la única
condición es que el ensayo se haga la misma tarde y que pueda marcharme
enseguida para poder ensayar otra cosa en Ginebra la mañana siguiente.»
Movido por la pasión, el maestro había tomado una decisión con el
corazón más que con la mente. En efecto, era muy arriesgado dar aquel
concierto tan extraordinariamente difícil habiendo ensayado el solo
instrumental una única vez. Nos movía una complicidad recíproca. Cuando
me fui, su atónita asistente, de la cual me despedí veinte minutos más
tarde, con un rotundo: «¡Ha aceptado!», no podía dar crédito.
El avión que me condujo a casa aquel mediodía era el mismo que me
había llevado a Washington por la mañana. Un sobrecargo me reconoció y,
algo asombrado, me preguntó si no era la misma persona que había
aterrizado cuatro horas antes. Tuve el gran honor de responderle con las
mismas palabras que muchos años antes había utilizado mi padre: «Hay
cosas en esta vida que deben hacerse en persona». Estaba tan contento
con los resultados de aquella entrevista que le conté la historia con pelos y
señales. Puesto que Mstislav Rostro- povich es famoso en el mundo
entero, el sobrecargo se dio cuenta de la importancia de aquella cita y, sin
pensarlo dos veces, anunció por los altavoces a toda la tripulación que un
pasajero había pasado una hora en la capital del país, con intención de
seducir nada menos que al famoso director de la Orquesta Sinfónica
Nacional para que tocara con la Orquesta del Conservatorio de Nueva
Inglaterra... ¡y lo había conseguido!

La pauta
Implicación es el término que caracteriza la pauta de este capítulo.
Implicarse no es sinónimo de engaño, de coerción, de presión, de coacción
ni de hacer sentir a nadie culpable si no se apunta a nuestro proyecto
preferido. Implicarse es un arte que permite dar vida a la chispa que
genera lo posible, cada vez que se reúnen las condiciones favorables para
ello y con el fin de que ésta sea compartida.
En la Edad Media, encender fuego representaba un arduo proceso y las
gentes solían llevar en sus bolsillos una cajita de metal que contenía una
tea incandescente, lo cual les permitía crear un fuego cuando lo
necesitaban. Sin duda, esa chispa que siempre llevaban consigo les hacía la
vida más fácil.
Nuestro universo está cuajado de chispas porque disponemos de un
sinfín de artilugios que nos facilitan lo posible a cada instante. La pasión,
que no el temor, es la fuerza ignífuga, y su contexto la abundancia, que no
la escasez. Walter Zander supo encender la llama de un pequeño fuego en
su hijo Ben y éste despertó en Rostropovich una chispa de lo posible. El
maestro, a su vez, quiso motivar a Ben para
que participara en una aventura de alto riesgo lo cual, por cierto, resultó
ser un enorme éxito: el propio compositor Dutilleux hizo acto de presencia
en el festival de Évian.
En la pauta, implicarse significa ofrecerse uno mismo a modo de
posibilidad para el cometido de otros y, a su vez, estar preparado y
dispuesto para recoger la chispa de aquéllos. Se trata de jugar a ser socios
en un ámbito iluminado. Los pasos que hay que tomar son:

1) Imaginar que los demás nos invitan a implicarnos.


2) Estar dispuesto a participar, a sentir emoción, a recoger la
inspiración de otros.
3) Ofrecer a los demás aquello que nos inspira.
4) Creer sin reservas que siempre hay alguien dispuesto a recoger la
chispa.

Un «no» puede dar rápidamente al traste con una hoguera en un mundo


de espirales descendentes. Puede parecer una barrera implacable y
permanente que limita nuestro campo de elección: un ataque, una
manipulación, la exigencia de darse por vencido ante el fracaso. En otras
palabras, un «no» puede parecer una puerta que se cierra de golpe y para
siempre en lugar de interpretarse como un ejemplo más de las cosas tal y
como son. Si supiéramos tomarnos menos a pecho ese «no», si no nos
tomásemos tan en serio, es probable que pudiéramos ver las circunstancias
de otra forma. Quizá ese «no» se podría convertir en algo así como:
«Puesto que no veo otra posibilidad, seguiré haciendo las cosas como las
he hecho hasta ahora». De este modo esa negativa podría convertirse en
sinónimo de una invitación a implicarse aún más.

La alegoría de la estación de servicio


Roz: mi bicicleta había estado descansando todo el invierno y una
mañana de abril me dispuse a desempolvarla para acudir al Museo de
Bellas Artes. Por la ruta elegida, debía cruzar el puente del río Charles y
atravesar los hermosos prados floridos de Fenway. Al cruzar por el
puente de la Universidad de Boston, noté que las ruedas no respondían y
me apeé para comprobar su estado. En efecto, el neumático delantero
estaba completamente deshinchado y me sentí afortunada por conocer
aquellos parajes, pues sabía que la estación de servicio estaba muy cerca.
Pero no todo fue coser y cantar. Me gusta viajar ligera y no llevaba otra
cosa que un billete de diez dólares en el bolsillo de mi camisa. Para
hinchar las ruedas necesitaba dos monedas de veinticinco centavos, así que
tuve que dirigirme al personal de la gasolinera y pedir cambio.
Los dos hombretones, uno de ellos parado sin nada que hacer, me
miraron, escucharon mi solicitud y me dieron una respuesta negativa. No
tenían cambio. Me explicaron que, al ser domingo, había poca clientela y
tenían la caja de la recaudación bastante vacía. Insistí; señalándoles la
rueda quise hacerles entender que estaba tan baja que sin las dos monedas
mi bicicleta no podía dar un paso más. Se negaron de nuevo, miraron a un
lado, a otro y luego al suelo. Con sus manos en los bolsillos y dando
tumbos, parecían más bien dos osos adormilados.
En conjunto sumábamos tres seres infelices, un billete de diez dólares
inutilizable, una bomba de hinchar ruedas parada, una bicicleta inservible
y un Museo de Arte inalcanzable. «¡Frustrante!», me dije. «¡Qué estupidez
y qué absurdo!», seguí argumentando aun sin ser oída. Nada cambió. Ahí
seguían la bomba de aire en paro forzoso, el trozo de papel moneda sin
valor alguno, la rueda deshinchada y los tres inútiles personajes... Esta
última imagen me hizo ver las cosas de otra forma y cambié de
perspectiva. Éramos tres infelices, exactamente eso.
De pronto se produjo un cambio molecular, y el día se aclaró.
«¿Podrían darme dos monedas de veinticinco?», les dije de buen
humor, aunque por dentro no las tenía todas conmigo.
El hombre que tenía ante mí se me quedó mirando como si le hubiera
pedido algo inverosímil mientras que el otro, reaccionando, contestó:
«¡Pues claro que puedo dárselas!» y metió la mano en su bolsillo. En
cuanto lo hizo y por arte de birlibirloque, las monedas, la bomba de aire,
mi bicicleta y nuestra relación, todo se puso en marcha... si bien es cierto
que el otro hombre aún se mostraba algo reacio. Le pregunté, como si
nunca hubiera pasado por allí, si sabía indicar-
me el camino del museo. Sonriendo de oreja a oreja se puso a mi servicio
y, después de darme toda clase de detalles, nos despedimos como lo hacen
los grandes amigos.
Como sucede con un caleidoscopio, que al más mínimo movimiento
cambia completamente de espectro, así había sucedido con aquel
encuentro. Bastó con dar un ligero viraje a mi enfoque para conseguir un
cambio radical de actitud. Para empezar, los tres habíamos partido de un
punto argumenta! donde el dinero se considera un bien escaso, los
intercambios deben ser equitativos y las fronteras de la propiedad
impenetrables. Para mí hubiera sido posible, aunque no deseable, intentar
coaccionarles para que me prestaran las dos monedas. Acto seguido les
hubiera prometido que, a la vuelta del museo, les devolvería el préstamo.
Es muy probable que lo hubiese logrado, pero no hubiéramos llegado a
entablar una amistad porque todo habría quedado en una mera situación
donde yo, en desventaja, rogaba a unos desconocidos que me hicieran un
favor a regañadientes.
Y yo tampoco hubiera quedado contenta. La persuasión es algo que se
utiliza para conseguir lo que uno quiere, aunque sea a costa de los demás.
Un acto de persuasión sólo puede ser lícito cuando las dos partes están a la
par o cuando la transacción efectuada beneficia a ambas. Estoy hablando
de lo que normalmente se conoce como coincidencia de intereses. En este
caso concreto, los dos hombres de mi historia no tenían nada que ganar,
salvo quitárseme de encima y, a decir verdad, la única beneficiada hubiera
sido yo, de haberme salido con la mía.
Sin embargo, la pauta de la implicación permite dar vida a lo posible,
encender la chispa en el terreno del otro. No me estoy refiriendo
únicamente a un par de monedas, sino al hecho de encontrarnos todos, en
aquel caso tres individuos, atrapados en una situación de escasez
lamentable, incapaces de actuar de forma eficaz para alcanzar el ámbito de
lo posible, el único lugar desde donde puede llevarse a cabo la
implicación. ¿Fácil? No, en realidad no lo es. De serlo, ¿cuántas veces no
saltaríamos del coche cuando nos encontramos atascados detrás de un
conductor que insiste en mantenerse en un carril de la autopista que no le
corresponde? ¿Por qué no echarle un par de monedas para zanjar el
embotellamiento?
Mi pregunta directa: «¿Podrían darme dos monedas de veinticinco?»,
surtió el efecto de abrir un mundo de nuevas posibilidades ante los ojos de
aquellos dos hombretones. Para mí era fácil pedir y, para ellos, aún más el
hecho de poder dar. Era un acto de generosidad de mucho valor pero de
poco precio. Lo posible tiene su propia música, sus propios gestos, su
especial brillantez; y aquellos hombres supieron recoger la chispa.
Después de aquello, sólo podíamos sentimos gozosos de descubrir que
entre todos, teníamos tantas posibilidades. Y funcionó.

Eastlea: escuela de «fracasados»


B EN : estaba colaborando para conseguir un patrocinador para uno de
nuestros conciertos con la Orquesta Filarmónica de Londres y con ese
propósito me dirigí a Arthur Andersen. Nos negaron su ayuda alegando
que ya habían sufragado muchos actos y que no disponían de suficiente
personal para colaborar con nuestro evento. En mi cerebro, su negativa se
tradujo en que no consideraban aquel acto lo bastante importante como
para querer correr el riesgo. No querían implicarse.
Más adelante, en una visita a Londres, me encontré con una invitación
para cenar justamente con la persona de quien dependía decir sí o no a
aquel proyecto y vi la oportunidad como algo que no podía rechazar en
absoluto. Desgraciadamente, mi equipaje se había perdido de camino a
Holanda y sólo contaba con un par de pantalones vaqueros y unas
zapatillas deportivas. Me dirigí a unos grandes almacenes para comprar
ropa adecuada para aquella cita:
Durante la cena se habló largo y tendido acerca del compromiso que
aquella empresa había contraído con el Ministerio de Educación,
concretamente un programa destinado a escuelas de alumnos «fracasados».
Como educador, soy muy consciente del efecto que puede tener sobre los
niños la resignación, la pobreza o la negligencia, bien sea por parte de los
educadores, de las familias o de la propia administración. El Proyecto
Newham, también conocido como «Education Action Zone» debía
estrenarse en septiembre y contaba con el apoyo personal del Primer
ministro. Al final de nuestra cena, yo, que había acudido con la única
intención de conseguir financiación para nues-
tro proyecto, me encontré completamente implicado en el suyo. Empecé a
atisbar la posibilidad de un plan de acción conjunto.
Alguien me sugirió visitar una de las escuelas de «fracasados» de su
proyecto para transmitir los conceptos básicos de la música clásica a sus
alumnos. Se trataba de intentar dar a conocer a los jóvenes unas nociones
de creatividad para que de este modo pudieran identificarse con el equipo
docente y, a través de la metáfora de la música, intensificar la relación
entre ambos. Arthur Andersen se comprometía a pagar los gastos de
desplazamiento de la Orquesta Filarmónica al completo en una visita
posterior. Asimismo, se ofrecieron a sufragar las dietas de doscientos
alumnos que desearan asistir al concierto que íbamos a dar más adelante
en el Royal Festival Hall. Y, además, en reconocimiento a mi participación
personal, también me propusieron patrocinar el concierto de la
Filarmónica.
La Escuela de Eastlea está situada en los Docklands, el barrio
portuario, uno de los sectores más lúgubres y menos favorecidos de
Londres, donde la población escolar es minoritaria. Me sorprendió
comprobar, en el transcurso de mi primera visita para hablar con la
administración, que la población escolar contaba menos de dieciséis años.
Me interesé por el tema y me respondieron que se debía al hecho de que
ése era el tope legal mínimo para poder abandonar los estudios. Entre ellos
había treinta en silla de ruedas y otros muchos tenían minusvalías diversas
que oscilaban desde parálisis a espina bífida y otras enfermedades
congénitas. A la cabeza de la institución se hallaba la infatigable y
extraordinaria directora Maggie Montgo- mery, que me recibió con
enorme entusiasmo al saber el propósito de mi visita a aquella escuela
porque, además, ello serviría para divulgar más ampliamente sus
actividades.
Para mi primera presentación convinimos que el gimnasio era la
ubicación más amplia y, por ende, la más idónea. Maggie me confesó que
era la primera vez que se atrevía a reunir una asamblea de mil cien
alumnos porque se necesitaba al menos una hora de esfuerzo para llevarlos
hasta allí, dadas sus condiciones físicas. También me indicó que, en
general, se trataba de un colectivo alborotador y difícil de controlar.
Cuando oyó mis intenciones de mantener una sesión de dos horas, no pudo
contener su expresión de incredulidad, asegurán-
dome que como mucho iban a aguantar quince minutos. En cualquier
caso, me dio carta blanca.
Llegó el gran día y, además de los alumnos y profesores, unos cien
ejecutivos de Arthur Andersen engrosaban la audiencia, con lo cual
sumábamos más de mil doscientas personas.
Las cámaras y los equipos de la BBC acudieron también a filmar el
evento. Se trataba del programa Education Action Zone y sería noticia de
alcance nacional.
El periódico The Guardian publicó esa misma mañana un artículo
sobre el desarrollo de aquella sesión con el inquietante titular «Education
Action Zone: probable fracaso». Debo confesar que en algún momento de
zozobra durante aquellas dos horas, yo también me sentí intranquilo. Los
profesores hacían cuanto estaba de su mano por mantener el orden y el
silencio aunque, cuanto más se esforzaban por aplicar su disciplina, mayor
parecía ser el alboroto. Cuando terminamos, estaba completamente
agotado y pensé que tanto esfuerzo no había servido para nada. «No puedo
someter la Orquesta Filarmónica a este despropósito», pensé. Al ver mi
desazón, el productor de la BBC se acercó y me dijo: «Ben, acaba usted de
dirigir a mil cien niños que han cantado el Himno a la alegría de
Beethoven... ¡en alemán! ¡Un éxito rotundo!
Acabé de convencerme cuando Maggie me hizo llegar un montón de
poemas escritos por los alumnos durante su clase de lengua. Transcribo a
continuación uno de ellos, el que decidimos imprimir en el programa de la
Filarmónica:

La influencia Ben

Llegó, reímos, tocó, escuchamos.


¡NOS CONQUISTÓ!
Vibrante, alegre, animado, por la escuela pasó raudo,
levantando la moral y dando seguridad y ánimos.
Excitados, desde cuarto hasta octavo, pasamos de
Mozart a Beethoven. Cualquiera hubiera dicho que
unos barriobajeros como nosotros no lo
apreciaríamos. Pero su piano negro y su actuación
nos levantaron el ánimo, convenciéndonos de
nuestro valor.
Aunque seamos una escuela de poca monta,
la educación, nos dijo, es para todos,
¡y esto vale mucho!

Su influencia fue fenomanal [sic],


Gracias por ayudarme y ayudarnos a todos
los de la Escuela Eastlea Community.

KARL KRIPPS, 14
años
Yo también les escribí una carta y Maggie se encargó de dar una copia
a cada uno de ellos:

21 de septiembre de 1998

Queridos alumnos de Eastlea:

Me lo pasé en grande con todos vosotros y espero volver a


veros antes de que pase un mes.
¿Recordáis que os hablé del titular de un periódico publicado
el primer día del Proyecto Newham, que en letras muy grandes se
preguntaba si nuestro proyecto no iba a ser un fracaso? Os lo
comenté porque se trata de un buen ejemplo del síndrome de la
«espiral descendente». Y, en efecto, al día siguiente, una mujer
que había estado presente en nuestra sesión escribió un artículo al
mismo periódico alegando que le había parecido bastante flojo y
que, en su opinión, ArthurAn- dersen estaba desperdiciando su
tiempo en programas educativos inútiles. Estamos rodeados de
«espirales descendentes» y es muy fácil caer en ellas.
Debo confesar que yo también tuve mis momentos de dudas
pero mi actitud era muy distinta: era la primera vez que la escuela
se reunía en el gimnasio. Juntaros a todos allí fue una proeza de
organización por parte de vuestros profesores, que contaron con
vuestro buen humor cooperativo. Supisteis permanecer sentados
en silencio durante largo tiempo antes de
que el programa empezara para después cantar, reír y prestar
atención a aquel hombre que, a golpe de esfuerzo, se mantuvo
sobre el estrado durante dos horas. Por fin, después de felicitar el
cumpleaños a Jermain con todas vuestras fuerzas, supisteis
entonar la «Novena» de Beethoven en alemán, seguida de un
análisis de un preludio de Chopin y de una pieza al piano de
Mozart, todo lo cual sucedió en completo silencio y prestando
máxima atención. ¡DIABLOS! ¡No puedo quejarme!
¿ Perfección ? No. Mentiría si os dijera que todo salió a pedir
de boca, que estuvisteis todos callados durante todo el rato.... ¡No!
Pero fue un comienzo FASCINANTE.
Bien, pues antes de que transcurra un mes volveremos a
encontrarnos. Y lo haremos con una orquesta sinfónica
profesional. Estoy realmente ansioso por ver cómo reaccionáis
ante su música y, por cierto, seré yo quien les dirija. Estoy seguro
de que os emocionaréis y que os va a gustar mucho.
Espero que empecéis pronto a pensar en esto que os digo y que
ese día encontréis un sistema para mantener el silencio más
absoluto mientras la orquesta suena para vosotros. Sólo así
podrán dar lo mejor de sí mismos. Además, será la forma de
demostrar a vuestros increíbles maestros que no hace falta que se
desgañiten para manteneros a raya, porque os saldrá de dentro y
no hará falta que os controlen. A ellos también les gusta la música
y debemos permitir que puedan disfrutarla. ¿Creéis que será
posible y que podrán sentarse, como vosotros y escuchar todos
juntos a la orquesta?
Bueno, tengo muchas ganas de volver a reunirme con vosotros,
de explorar la música y de que descubráis su funcionamiento.
Además, ¿no creéis que esta gente de Arthur Andersen son
geniales porque hacen que todo esto sea posible?
Hasta el 22 de octubre... y, entretanto, a ver si vais pensando
en la gente a la que pondréis una «A», sin juzgarlos, recordad,
sólo porque queréis hacerles un regalo.
Con todo mi cariño, vuestro amigo.
La Filarmónica añade su voz

A medida que se acercaba el día, un equipo de Arthur Andersen trabajó


denodadamente y con entusiasmo para que todo fuera posible, mientras yo
estaba en Boston. Se necesitaba un lugar de mayor aforo dado que, sólo la
orquesta, contaba con ochenta individuos. Encontraron un enorme almacén
y alquilaron cuarenta autobuses para transportar a los mil cien chiquillos.
Se transportaron sillas para todos, se colocó un estrado además de una
plataforma para las cámaras de televisión, los focos y los equipos de
sonido. Se echaron las manos a la cabeza cuando les pedí que, además,
colocaran una pantalla gigante para que todos los niños sin excepción
pudieran comprobar con detalle la interacción entre el director de la
orquesta y sus músicos. Costaba dos mil libras esterlinas, suma que
sobrepasaba el presupuesto pactado y que, encima, ya habíamos agotado.
Yo estaba convencido de que sin aquella pantalla se perdería gran parte de
la experiencia. Pagué la factura de mi propio bolsillo y, además, conseguí
un préstamo del Westminster Bank, de diez mil libras, para la filmación.
Cuando llegué a la escuela, me recibieron con entusiasmo, hecho que
me tranquilizó porque tuve la sensación de que nuestra primera sesión no
había sido un fracaso. Ante tal despliegue de cariño, los miembros más
reticentes de la Filarmónica tuvieron que claudicar y cambiaron su actitud
inicial, algo fría, por un interés genuino, preguntándose cómo diablos me
las había arreglado el mes anterior para cautivarles de aquella forma. Creo
en realidad que se debía a mi profundo interés, porque quería sinceramente
compartir mi música con aquellos niños y había confiado en su capacidad
de respuesta, además de abrirme a ellos y permitir que se implicaran en mi
proyecto. Durante las dos horas que duró la sesión, la orquesta, los jóvenes
invitados y yo mismo, nos enfrascamos en perfecta comunión con el
drama de Beethoven, con su Obertura Coroliano, con la trágica ternura de
Romeo y Julieta de Tchaikovsky y con el vibrante Divertimento para
cuerda, n° 1, en re menor, de Mozart que, incidentalmente, éste había
compuesto a la edad de algunos de aquellos chiquillos (a los dieciséis
años).
Y se oyeron siete voces...
El momento culminante llegó mientras tocábamos un lento
movimiento de la «Quinta» de Beethoven, que se abría con los suaves
acordes de los violoncelos de la Filarmónica. Dirigiéndome a la joven
audiencia pregunté: «¿Cuántos habéis oído el sonido de los violoncelos?».
Naturalmente todo el mundo levantó la mano. Les pedí que repitieran los
ocho acordes y después hice entrar a las violas, con idéntico ritmo, con las
mismas dos notas, pero un «tercio» más alto. Una vez más todo el mundo
levantó la mano con la seguridad de haberlo escuchado todo. A
continuación les rogué que prestaran otra vez atención a todo cuanto
habían oído anteriormente, con la diferencia de que ahora contaban con un
bajo y un clarinete que se agregarían al grupo, separados por una octava y
de forma intermitente, en fragmentos cortos. Los niños de la Escuela
Eastlea manifestaron una vez más no tener dificultades para oír todos y
cada uno de los instrumentos.
Volvimos al inicio, esta vez incorporando el sombrío y profundo
sonido de los contrabajos, de fácil detección debido a su registro grave y
oscuro. Sólo nos quedaban dos voces por añadir para hacer el pleno: los
segundos y primeros violines. En cuanto sonó el primer arpegio, pedí a mi
solícita audiencia que hiciera sus comentarios. «Demasiado fuerte», gritó
un jovencito muy seguro de sí mismo. Los músicos de la Filarmónica
sonrieron ante la lección que quería darles un niño de diez años, oriundo
de un entorno humilde.
En cuanto las seis voces consiguieron ejecutar su música al unísono,
anuncié a los niños que los primeros violines iban a sonar muy fuertes
porque se creían «muy importantes». De hecho y aun a pesar de mi
advertencia, llegaron a oscurecer la nitidez de sonido del resto de
instrumentos y la audiencia protestó. La Filarmónica reaccionó ante aquel
reto e hizo cuanto estuvo en su mano para armonizarse hasta que las voces
se oyeron, bien definidas y sin solaparse. Se hizo un silencio absoluto
mientras todos y cada uno de aquellos niños se esforzaba por paladear la
belleza de cada una de las notas de Beethoven.
Hice mi última pregunta: «¿Cuántos habéis oído las siete voces?». Se
levantaron unas novecientas manos. Me sobrepuse y mientras con-
templaba aquel mar de brazos en alto, me pregunté quién hubiera sabido
predecir aquel éxito. En cualquier caso, ¿quién hubiera podido predecir
todo aquello, desde la colaboración de los patrocinadores, pasando por la
participación de los niños, el esmero de los profesores, la intervención de
políticos, músicos, equipos de filmación...? Todos estaban presentes allí
para celebrar con regocijo la alegría del espíritu indomable, todos,
sumamente atentos y concentrados, participati- vos, plenamente
implicados en lo posible, al éxito de un gran número de personas unidas en
un mismo empeño.

Anthony
Cuando estábamos tocando el último movimiento de la Sinfonía n° 5
de Beethoven, pasé la batuta a algunos alumnos para darles la oportunidad
de dirigir ellos mismos la orquesta. La obertura en do mayor de la sinfonía,
clara y simple aunque majestuosa, puede tocarse sin la presencia del
director, con lo cual sabía que la Filarmónica no sufriría por mi
momentánea ausencia, ni por el hecho de que durante unos minutos la
dirigiera un menor de edad. Pronto descubrí que en la fila once había un
niño hiperactivo de unos diez años que no paraba de moverse siguiendo el
ritmo de la música y le invité al estrado. Su falta de pudor y su modo de
exhibir su entusiasmo desde su asiento no me habían preparado lo
suficiente para lo que tuve que presenciar cuando tomó la batuta. Su
energía y su forma de dirigir fueron absolutamente convincentes, como si
lo hubiera hecho toda la vida. Los músicos estaban estupefactos y, a pesar
de la falta de experiencia de aquel chaval de diez años, se sintieron
sumamente a gusto.
Durante su minuto y medio sobre el estrado, la fuerza artística y la
dinámica de aquel jovencito nos dejaron atónitos dado su vigor y el
convencimiento con que ejecutó su cometido. Cuando terminó, volvió a
convertirse en el chiquillo que era en realidad, sus gestos se suavizaron y
se cubrió el rostro con las manos cuando fue consciente de las miradas de
todos sus compañeros que, por otra parte, aplaudieron a rabiar.
Afortunadamente, las cámaras del equipo de televisión habían recogido
todas las imágenes y, aquella misma noche, en el bole-

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tín de noticias de las diez, todo el país tuvo la oportunidad de ver a
Anthony, dirigiendo con pericia la Orquesta Filarmónica al completo,
durante los últimos minutos de la «Quinta» de Beethoven.

En el Royal Festival Hall


El siguiente miércoles, doscientos alumnos del Eastlea, vestidos de
punta en blanco, acudieron al Royal Festival Hall para asistir al concierto,
que iba precedido por una charla. Michael Rawlings, presidente de Pizza
Hut en Estados Unidos, a cuyos directivos debía dar una conferencia el
mes siguiente, había mandado ochenta pizzas para la ocasión y, mientras
las consumíamos, contemplamos el vídeo de la actuación en la que
Anthony había sido director. El chiquillo había acudido con su tío, que
sólo contaba doce años, y no podía dar crédito a lo que veían sus ojos.
Los niños iban entrando en el Hall para escuchar la charla que
precedería a aquel concierto y, una vez estuvieron sentados, me dispuse a
hablar durante cincuenta minutos acerca de los entresijos de la Sinfonía n°
5 de Beethoven, comparando nuestra interpretación con otras modalidades
más clásicas. Para refrescar la memoria de la audiencia, toqué al piano
alguna pieza del Don Quijote de Strauss para hacerles entender de qué
forma el compositor había puesto música a aquellos fragmentos de
narrativa tan complejos y emocionantes. Anthony le preguntó a su maestra
si aquellos acordes formaban parte del concierto que él creía que iba a
escuchar aquella tarde, lo cual nos recordó cuán nueva era para él aquella
situación.
Los doscientos alumnos se colocaron detrás del estrado para escuchar
desde allí el concierto propiamente dicho. Los situamos en un lugar
prominente, donde normalmente se sienta el coro, para que estuvieran muy
cerca de la acción. Debo confesar que estaba algo preocupado pensando
qué podía suceder si se distraían o si hacían ruido. Cabía la posibilidad de
que así fuera puesto que cuando empezamos a tocar, aquellos niños ya
llevaban más de dos horas en la sala. Para sorpresa de todos,
permanecieron en un silencio absoluto, absortos por la música de la
«Quinta», así como durante el difícil
poema de Strauss. ¿Podíamos saber lo que pasaba por sus cabecillas? ¿Era
simplemente el temor al castigo lo que les hacía estar tan atentos?
¿Estaban prestando sincera atención, movidos por su interés? ¿Su
conducta angelical estaba meramente motivada por un sentido del deber?
Dirigí mi mirada a Anthony, encaramado detrás de los instrumentos de
viento, justo cuando la orquesta tocaba los últimos y triunfales acordes de
la sinfonía. Era un momento glorioso, radiante, su momento, el que él
había dirigido. ¿Lo reconocería? Su mirada se cruzó con la mía, me sonrió
y me hizo un gesto de aprobación con la mano.
¡Y pensar que en un buen principio Arthur Andersen había declinado
financiar siquiera un concierto de la Filarmónica!
No obstante, el hecho de haber cambiado de opinión había permitido
que la chispa creativa de la música se transmitiera a miles de personas,
entre las cuales se hallaban muchos niños, cuyas vidas se transformarían,
sin duda alguna, para siempre. Transcribo a continuación una nota que
recibí poco antes del concierto final, escrita de puño y letra por Graham
Walker, un alto ejecutivo de Arthur Andersen:

Querido Ben:

Sé que todavía nos falta una tercera y última parte de la


trilogía por terminar, lo cual es muy importante, pero he querido
escribirle estas líneas ahora mismo. La última fase le llevará de
vuelta a casa, a su auditorio y a su público y no me cabe duda de
que será un éxito rotundo.-
Las dos primeras fases se han llevado a cabo en un territorio
bastante desconocido, por así decirlo. Pedirle su participación fue
una locura pero más insensato fue usted al aceptarlo. Su
entusiasmo contagioso logró que setenta músicos se unieran a
nuestra aventura descabellada. Afortunadamente, dimos con un
ayuntamiento y unos maestros no menos locos.
Se montó el escenario, se echaron los dados y ayer tuvimos
ocasión de comprobar el ímpetu de su inspiración, de su
creatividad y de su sensibilidad, respaldadas por el poder y la
constancia de la Filarmónica.
Muchísimas gracias, Ben. Como usted, confío que estos
eventos hayan tenido la virtud de poner en marcha el espíritu de
lo posible a fin de borrar cuanto sea posible la oscuridad que
reina en este mundo y, especialmente, la de nuestros amigos en
Eastlea. Hasta el martes, le deseamos que vayan muy bien los
ensayos.

G RAHAM

Es posible que la fuerza vital de la humanidad no sea otra cosa más


que la posibilidad de poder desplegar la energía que nos conecta, que nos
permite expresar y comunicarnos. La implicación es esa fuerza vital en
movimiento que da vida a las chispas, y que consigue que la luz se
derrame en todas direcciones. En algunas ocasiones, dichas chispas
encienden verdaderas llamaradas; a veces pasan casi desapercibidas y
prenden unas en otras mágicamente.
Décima pauta El
tablero de mando

«Eso es, Five, culpa siempre a los demás.»


LEWIS CARROLL, Alicia en el país de las
maravillas

Cuando las cosas que son como son parecen negar todo lo posible,
cuando nos sentimos bloqueados por la ira y, encima, no hay nadie cerca
capaz de comprendernos o de cooperar, de comprometerse o siquiera de
comportarse mínimamente bien, cuando la implicación se convierte en una
fútil fantasía y estamos al borde del ataque de nervios, entonces es el
momento de adoptar la pauta que se sugiere en este capítulo. Se trata, por
así decirlo, de un curso avanzado de lo posible. En él, nosotros somos el
tablero sobre el que se juega toda la partida, donde todos los problemas se
mueven desde el exterior hacia adentro, donde se hallan los límites del yo.
Aprendamos a transformar el mundo.
Imaginémoslo de este modo: un coche está tranquilamente parado en un
semáforo en rojo y, de repente, llega otro a todo correr y choca con la parte
trasera del primero. El conductor del segundo coche está completamente
borracho y, encima, no tiene carnet de conducir. ¿Quién es responsable de
este percance? Según la ley no existe duda alguna. Conducir en estado de
embriaguez es un delito, con lo cual el segundo conductor sería responsable
al cien por cien. Pero en este capítulo presentaremos la noción de una
responsabilidad algo distinta.
Usted decide si toma esta responsabilidad, precisamente porque no es
posible entregársela a otra persona. Se trata de una mera invención, y sin
embargo le fortalecerá indudablemente.
Por regla general se suele identificar la responsabilidad con la
culpabilidad o con la ausencia de la misma. Este tipo de terminología
pertenece al mundo de las medidas, del cual ya hemos hablado. Cuando
acusamos a alguien por un error, en realidad estamos intentando demostrar
que tenemos razón, y todos sabemos la satisfacción que se siente cuando
uno está libre de culpa pero nuestro interlocutor no. Sin embargo, al tiempo
que acusamos a alguien estamos, exactamente en la misma medida,
perdiendo poder. En realidad, estamos cerrando una puerta, la que nos
permite proceder de una forma alternativa, para tal vez intentar aprender
con la situación. En efecto, cuando atribuimos las culpas a los demás,
perdemos terreno porque, en realidad, poco se puede hacer por evitar los
errores de los otros: solamente podemos cambiar nuestro modo de actuar.
Volvamos al caso del conductor bebido y del otro que, sencillamente,
aguardaba a que el semáforo cambiara de color. Si aplicamos la pauta del
tablero, puede que este último haya acabado maltrecho por el golpe y,
desde su cama del hospital, razone su conducta de otra forma: «Conducir
es un riesgo, cada vez que me pongo al volante estoy en una situación de
peligro. Uno no puede esperar que todos los conductores sean excelentes,
estén alerta en todo momento, no beban alcohol, sean corteses, no les dé
un infarto mientras están al volante o, simplemente, no sean muy jóvenes
y con ganas de hacer el gamberro. Cuando conducimos, formamos parte
de una estadística, nos arriesgamos, somos parte de una realidad que
hemos elegido conscientemente».

La pauta: primera parte


Deberemos empezar por hacer una declaración de principios: «Yo
soy el marco vital que da lugar a todo cuanto sucede en mi interior».
Quizá se trate de la pauta más radical y más escurridiza de todas las
contenidas en este libro. También se trata de la más potente. Veamos
otra manera de formularla.
«Si no puedo aceptar las cosas tal como son sin oponerme a la
realidad, si no puedo actuar eficazmente, si me siento equivocado,
fracasado o víctima, recordaré que todo esto se debe a algún paso
erróneo que he dado, por mi propio pie, y que me ha llevado hasta
aquí.»
Esta pauta no pretende ofrecer una solución ideal y, menos aún, la
solución definitiva. Pero volvamos al conductor ebrio. Es muy
probable que queramos que se haga justicia. Puede que deseemos
comprensión, o venganza. Cuando durante mucho tiempo
permanecemos apartados del motivo original de un acontecimiento,
del más importante, cabe la posibilidad de que la distancia nos
beneficie. Sin embargo, convertirnos en el tablero es una opción
preferible porque ofrece la oportunidad de hacer el recorrido con más
elegancia, con mayor agilidad y nos permite resituarnos cuanto antes
en el mismo punto donde estábamos en el momento anterior al
accidente. En otras palabras, nos remite rápidamente a nuestro terreno.
Tomar nuestros riesgos en propiedad y asumirlos nos permite
salvar los escollos en un universo donde nunca podremos controlar
todo cuanto nos interesa. Si construimos nuestro hogar en un terreno
afectado por las inundaciones, es muy posible que un día llegue a
inundarse y que culpemos al río que pasa por allí de sus devastadores
efectos. Al declaramos voluntariamente víctimas de un riesgo
conocido, nos situamos en una tesitura vulnerable sobre el tablero, es
decir, de perdedores en un juego que habíamos elegido practicar.
Desde un posicionamiento digno, habremos cedido a otro la capacidad
de ser eficaz, de ganar la partida. Quizá por afán de conseguir la
compasión de otro, perjudicamos nuestra tranquilidad de conciencia.
En el ámbito jurídico, tanto la culpa como la culpabilidad
desempeñan un papel muy importante. El buen conductor puede
denunciar al ebrio, llevarle a juicio, conseguir que le compense por sus
perjuicios. Pero en nuestro caso, nos preocupamos más por el acceso a
lo posible y no por la victoria ni por la recompensa. La atribución de
responsabilidad, de la nuestra, nos permite mantener nuestro espíritu
intacto y con la libertad de volver a elegir cuando la ocasión se nos
presente de nuevo.
Un acto en la cuerda floja
B EN : la Sinfonía n° 4, Italiana, de Mendelssohn empieza
alegremente, como si hubiera de terminar en un gran salto de trapecio.
Los instrumentos de cuerda empiezan con once movimientos que dan
paso a los violines que, con su energía, finalmente deberán dar el gran
salto. En una ocasión, estaba dirigiendo a los primeros cuando un
exuberante violín se entrometió en el quinto movimiento. Se trataba de
un músico cuyo entusiasmo y dedicación no podía dejar de admirar pero
que, en aquella ocasión, nos dejó en el trapecio... ¡sin redes! Fue la
primera vez en mi vida que tuve que parar un concierto, ante una
audiencia de más de mil personas. Sonreí a la orquesta y exclamé:
«¡Fascinante!», como suelo hacer en determinadas ocasiones, y
volvimos a empezar. Al segundo intento, todo marchó sobre ruedas.
Más tarde, alguien cercano a la orquesta me preguntó discretamente si
quería saber el nombre del violinista entrometido. No estoy seguro de si fue
el tono de voz de la persona que me hacía la pregunta o bien si se debió a la
alegre naturaleza de la música que habíamos tocado, pero le respondí con
una rotunda negativa y luego añadí: «He sido yo».
Naturalmente, no se podía tomar mi respuesta de forma literal, puesto
que yo no tocaba el violín, pero en aquel momento de alegría, después de
haber tocado aquella pieza, me pareció absurdo y fuera de tono buscar a un
culpable. De haberlo hecho, quizá nos hubiéramos sentido divididos y ello
no tenía ningún objeto. Sin lugar a dudas, el apasionado violinista no
volvería jamás a entrar antes de tiempo y quién sabe si a raíz del error
aprendería a no precipitarse en ningún concierto. También yo había
aprendido a tomar un cuidado especial al dirigir aquellos primeros once
movimientos de tal forma que las cuerdas no entrasen antes de hora. De
haber persistido en querer identificar al culpable, no hubiéramos ganado
nada y, en cambio, teníamos mucho que perder respecto a nuestra
integridad como grupo. Por otra parte, cada vez que subo a un estrado sé
perfectamente cuál es mi responsabilidad y también que corro un riesgo
porque la música nunca sonará exactamente igual a como lo había previsto.
En cualquier caso, no existe la buena música sin riesgo.
Ahora creo que mi respuesta «He sido yo» representaba mucho
más que una asunción de responsabilidad. En efecto, significaba que
como director asumía todos y cada uno de los riesgos que podía correr
mi orquesta. Me sentí fuerte y muy liberado después de aquellas
palabras.
El tipo de responsabilidad que mejor conocemos es el que nos
repartimos con los demás. Al hacerlo, nos sentimos organizados y
ecuánimes. Decimos, por ejemplo: «Yo prepararé el desayuno de los
niños y tú puedes hacerles los bocadillos para el colegio», o: «Si nos
han devuelto el cheque no es únicamente por culpa mía, puesto que tú
te olvidaste de ingresar fondos». A menudo utilizamos elementos de
recompensa y de castigo para equilibrar nuestro sentido de la
responsabilidad, una de cal y otra de arena, la paga doble de Navidad
y la amenaza de perder el empleo. La aceptación y el rechazo también
son factores de motivación que se apoyan en la eficacia individual por
el deseo de sentirse incluido en la comunidad a la que se pertenece. Se
imagina que, de ejercer control, la vida irá como miel sobre hojuelas
y, cuando algo fracasa, naturalmente se debe culpar a alguien por ello.
En una comunidad relativamente homogénea, el reparto de culpas
funciona bastante bien porque se aceptan unos valores comunes y cada
cual desempeña el papel que le ha tocado en suerte. Nuestro instintivo
sentido de la justicia necesita alimentarse con estos parámetros. No
obstante, dicha efectividad resulta cuestionable cuando se trata de una
comunidad variopinta, integrada por culturas divergentes y con
recursos heterogéneos. Precisamente en este punto, cuando ningún
remedio aplicable surte efecto, se puede intentar jugar la partida en el
tablero.

Una partida de ajedrez

Podemos utilizar como metáfora una partida de ajedrez, para


referirnos a la diferencia entre el método habitual de repartirnos las
responsabilidades y nuestra idea. Cuando en circunstancias normales
se nos pide que nos identifiquemos con una parte del juego, es posible
que señalemos una de las piezas del tablero, ya sea porque nos senti-
mos como reyes poderosos o como humildes peones. Como piezas del
juego, deberíamos saber cuál es nuestro objetivo, representar
dignamente a nuestro equipo y vencer al enemigo. Por otra parte, cabe
la posibilidad de que creamos ser el cerebro del juego, el estratega
que controla los movimientos de todo el ejército.
En nuestra pauta, sin embargo, no nos definimos como piezas ni
como estrategas, sino como el tablero propiamente dicho, el marco de
acción para el juego vital que nos rodea. Deberemos tener presente
que la palabra operativa es definición, es decir, nos definimos como el
tablero, aunque no lo seamos. Si verdaderamente nos creyéramos
responsables por cada amanecer, por todo el sufrimiento humano,
nuestros amigos nos mandarían muy pronto al manicomio o, como
mínimo, nos recetarían una buena dosis de regla n° 6 como medida
preventiva. Si nos definimos como el tablero, como el contexto dentro
del cual se desarrolla nuestra propia vida, es puramente para
otorgamos el poder necesario para transformar la experiencia personal
de una situación no deseada en otra más aceptable. Nótese que hemos
utilizado el término experiencia personal y que nunca nos referimos a
la situación como tal. Naturalmente, cuando transformamos nuestra
experiencia personal, ocurren otros cambios, porque vemos las cosas
de otra manera.
Cuando nos identificamos con una sola pieza del juego y, por
analogía, como individuos en un determinado papel, sólo podemos
reaccionar, lamentarnos o resistirnos ante los movimientos que
interrumpen nuestros planes. No obstante, cuando nos definimos
como el propio tablero, podemos concentrar toda nuestra atención hacia
aquello que queremos que suceda y no perder el tiempo
empleándonos en reparar otros contratiempos o en ganar otras
batallas.
La acción de este juego trata de un proceso de integración
constante. Uno por uno, hacemos nuestros todos aquellos elementos a
los que hasta ahora nos habíamos resistido. Como tableros que
«somos», creamos un lugar para que todas las piezas se muevan
holgadamente, para capturar al rey o sacrificar al alfil, para el buen
conductor y el accidente, para nuestra desdichada infancia y para las
circunstancias que forzaron a nuestros padres a subsistir de aquella
forma, para nuestra necesidades y para el rechazo ajeno. ¿Por qué?
Porque es lo que hay, tal como son las cosas.
La pauta: segunda parte
A partir de aquí, llevaremos el juego un paso más adelante. Respecto a
las circunstancias adversas, nos haremos la pregunta: «¿Cómo llegó esto a
mi tablero?, ¿de qué forma he llegado a convertirme en el contexto de este
acontecimiento?». Empezaremos por ver las contribuciones obvias y, más
adelante, las menos obvias, de nuestro yo calculador, de nuestra vida, de
aquellas acciones de antaño que nos han llevado hasta aquí y que nos hacen
sentimos víctimas de algún negro designio. Es posible que con esta
reflexión encontremos la disculpa que nos permita recomponer el tejido de
una antigua relación. Sólo .* entonces nos sentiremos libres y fuertes, de
vuelta al mundo donde sucede lo posible.
Nos encontramos ante el semáforo en rojo, esperando a que cambie
y el alocado conductor llega por detrás y nos destroza. Después de
recibir el tratamiento adecuado y de que nuestra ira se haya aplacado,
podremos preguntamos cómo fue que llegamos a este punto, estando
como estamos en el tablero. Y cuando se está en el tablero, uno no se
pregunta «¿por qué a mí?», ni insulta al conductor borracho, ni se
lamenta porque el choque ha destrozado el coche y nos ha fastidiado las
vacaciones. Estar en el tablero tampoco nos permite jurar que jamás
volveremos a conducir por aquella lamentable carretera. Lo que sí
debemos hacer es considerar que el accidente, o el hecho de que
nuestro vehículo haya quedado inservible, no es algo personal porque
estadísticamente hubiera podido tocarle a otro o no, es decir que en esa
probabilidad también estamos incluidos nosotros. También cabe la
posibilidad de que una vez leídas las estadísticas, comprobemos que a
menudo los conductores borrachos son reincidentes y que la ley tiene
defectos que permiten que estos insensatos puedan poner
reiteradamente en peligro a sus congéneres.
Si el código estuviera mejor administrado, la proporción de accidentes
disminuiría, cierto, pero de haber sido conocedores de estos hechos
antes de nuestro accidente, los hubiéramos incorporado a nuestro
tablero, lo cual nos habría hecho estar más alerta y recordar que cada
vez que nos ponemos al volante de un vehículo, corremos un riesgo.
Estar en el tablero no significa culparnos por no haber estado a la
altura de las circunstancias, por desconocer los fallos del código pe-
nal, por no mirar hacia atrás cuando el otro conductor se acercaba, ni
tampoco por creer que, de una forma u otra, somos nosotros quienes
provocamos el percance. Estos sentimientos pertenecerían a otro tipo de
ámbito, a aquel juego que hemos mencionado anteriormente y que
consiste en dividir las circunstancias en culpa y culpabilidad.

Control y diferencia
Considerando que en el universo de las medidas vivimos bajo la
ilusión de que se es capaz de controlar las circunstancias, la necesidad
de incrementar el grado de tal control es cada vez más acuciante. Así
pues, cuando alguien comete un error, repentinamente despierta nuestro
sentido de culpa, aunque sea para atribuírsela a alguien, con la
pretensión de escabullirse. Se trata de una fantasía que, no obstante,
parece resarcirnos. Las frases «deberías haber...», «si lo hubieras hecho
de tal modo...» nos permiten administrar responsabilidades y así
sentimos algo más satisfechos, cuando menos a nivel lingüístico. Nada
más lejos de la realidad puesto que, cuando se ha cometido un error, no
hay vuelta atrás, ¡ya está hecho!
La pauta de «ser» el tablero marca la diferencia. Pongamos por
ejemplo que nuestro jefe hace caso omiso a nuestras sabias
recomendaciones y comete un grave error. Es probable que en nuestro
interior oigamos una voz que dice «se lo había advertido», «nunca me
escucha y siempre se pasa de listo». Ante estas circunstancias es natural
que nos sintamos como el profeta fracasado, porque puede más el deseo
de competitividad del jefe que todos nuestros buenos deseos. Es aquí
cuando la pauta de «ser» el tablero puede asistirnos. Veamos de qué
forma.
¿Qué ha sucedido para que el jefe haga caso omiso a mis palabras
y ello vaya a parar a mi parte del tablero? El término «caso omiso»
pronto pasará a formar parte de nuestro equipaje personal y cobrará un
significado que nos afecta: «El jefe no me escucha», «es tan cerrado de
mollera, tan competitivo que no quiere escucharme». Sabemos
perfectamente que ésta no es la primera vez que sucede, que la vida está
llena de momentos parecidos aun cuando en el pasado quizá fuésemos
nosotros quienes cometiésemos el mismo error. Formulemos de nuevo
la pregunta e intentemos averiguar de qué modo podemos excluir parte
del peso de aquellas palabras. Eliminemos algunas abstracciones para
así poder concentrarnos en lo que realmente tiene valor. «Le dije al jefe
lo que debía hacer pero hizo lo que le pareció oportuno.» A partir de ahí
podemos llegar a nuestras propias conclusiones sin temor a caer en una
contradicción. «Mi jefe optó por no hacerme caso porque no ha sabido
medir la validez de mis palabras. Tendré que componérmelas para dar
vida a la chispa de la implicación en su cerebro, para que lo posible sea
realidad. Quiero que haya una diferencia la próxima vez y para ello
deberé buscar las palabras convenientes, para que las oiga y para que le
lleguen de veras.»
Por otra parte, el lenguaje de la culpabilidad está repleto de
«debería» y de otros condicionales. Nuestro tablero se llena de
disculpas porque no hemos sabido hallar respuestas a la pregunta, es
decir, porque no hemos llegado al fondo de la cuestión. Si hurgamos en
el «¿cómo llegó tal o cual circunstancia a mi tablero!», llegaremos a un
punto de equilibrio y de control sin tener que sacrificar nirigún tipo de
relación. En el caso del jefe que no nos ha escuchado, nuestra batalla
interior ha sido infructuosa y lo mismo puede suceder si no hablamos
claramente con nuestra hija por temor a disgustarla, o no expresamos
nuestro sentimiento a un amigo por no herirle. Más pronto o más tarde
estas relaciones se romperán y, a su vez, crecerá nuestro sentimiento de
fracaso. En estos casos, lo único que nos hace sentir mejor es
disculparnos.
Pero en el modelo de la culpa es muy difícil pedir perdón, a menos
de estar convencido de que la responsabilidad es nuestra, lo cual sucede
raras veces. Sería una locura ir a pedir perdón a alguien cuando
realmente creemos que no hemos hecho nada malo. Antes al contrario,
pensamos que es el otro quien debería mover ficha primero y reparar el
daño causado. Desde la óptica del tablero, cuando estamos en él es
mucho más fácil moverse porque no hay reglas que nos lo impidan.
«Creo que desconocías en parte las reglas y yo he sido incapaz de
explicártelas», le diremos. «Te pido disculpas.»
En este tipo de partida nos fijamos especialmente en las acciones, en
lo que hemos hecho o han hecho los demás, o en qué se ha dejado
de hacer. En tales circunstancias y puesto que «somos» el tablero,
nuestra atención se centra en reparar los fallos de la relación, lo cual en
gran medida facilita el acto de pedir disculpas.

Una pregunta susceptible de ser formulada es la siguiente: «¿Por qué


me esfuerzo en cuidar esta relación que no va a llevarme a nada
positivo? A veces lo único que necesito es que el trabajo esté bien
hecho, sin necesidad de tantas complicaciones. Deberían entenderlo».
La respuesta, no obstante, puede ser negativa o afirmativa. Algunas
personas saben participar cuando el tiempo acucia y reaccionan con
eficacia. Sin embargo, cuando se les convoca para un proyecto a largo
plazo, puede que pierdan el ritmo y, finalmente, sean un estorbo y nos
causen todo tipo de dificultades.

Cora y el largo camino hacia las relaciones personales


BEN: los prolegómenos para el ensayo de un concierto son siempre bastante
sencillos, suponiendo que se trate de una orquesta semipro- fesional o
local. El día de la actuación se ve como algo muy lejano en el horizonte,
y la ausencia de un par o tres de músicos no representa una catástrofe.
Hay que tener presentes sus otras obligaciones como e) trabajo, )a
famiba. )as vacaciones, etc.; y. a veces, los horarios no pueden
adaptarse completamente a su gusto. Sin embargo, cuando se acerca el
gran día, las cosas deben tomarse con mucha seriedad. Ello es todavía
más cierto en el caso de la Boston Philarmonic, debido al especial lugar
que ocupa en el universo de la música. Por una parte se comporta
discretamente en el marco de una comunidad y, no obstante, tiene un
gran renombre mundial debido a la calidad de sus grabaciones y porque
sus actuaciones se han comparado con las de las orquestas más
reputadas. Naturalmente, los miembros de estas últimas son asalariados
que deben atender todos y cada uno de los ensayos. En nuestro caso, a
medida que se acerca el día de la actuación, aumenta la tensión de la
misma manera que sucede con un equipo de fútbol aficionado que en
alguna ocasión debe jugar un partido de copa con los profesionales.
Faltaba poco para nuestra representación de Petrushka de Stra- vinski
y yo ya había entrevisto alguna dificultad para el ensayo del jueves. Era
el penúltimo y se trata de una obra que, debido a su complejidad técnica,
la mayoría consideramos traidora. Tanto la orquesta como el director
deben aplicarse muy en serio para conseguir buenos resultados. El
concierto del fin de semana iba a ser grabado en directo para realizar un
CD que acompañaría a una reproducción de nuestra anterior
Consagración de la primavera, cuya calidad era excelente. Debido al
éxito de esta última, Petrushka debía salir, con mayor motivo, a pedir de
boca.
Tres violas ya habían anunciado su ausencia puesto que eran
miembros de la Orquesta de la Universidad de Boston y aquella noche
tenían un concierto. Una cuarta persona telefoneó para avisamos que
estaba indispuesta. Así pues, sólo nos quedaban cinco violas, lo cual
representa el mínimo indispensable para conseguir un resultado
equilibrado, acorde con los demás instrumentos.
A medida que se acercaban las siete de la tarde me di cuenta de que
Cora, la segunda viola de la orquesta, brillaba por su ausencia. Dos
miembros del conjunto me dijeron que les parecía recordar que aquella
noche Cora tenía una clase privada en la cámara. Casi me dio un
síncope. Por una parte no podíamos prescindir de ella y, además, a mi
entender Cora hubiera debido notificárselo al gerente o a mí
personalmente. Así, hubiéramos podido encontrar un sustituto o incluso
convencerla de la importancia de su presencia en aquella sesión.
Empecé el ensayo con la orquesta y a cada momento dirigía mis ojos
a la puerta de entrada para ver si Cora aparecía. ¿Cómo podía olvidarse
de aquella cita tan importante? Cuando paramos para descansar, me fui
corriendo al conservatorio y no paré hasta encontrarla. Estaba en el
tercer piso, charlando alegremente con dos alumnos en una de las aulas.
La abordé (creo que a gritos) y le pregunté si se había olvidado de
nuestro ensayo.
Me respondió tranquilamente que había avisado a Lisa de su
compromiso y esto aumentó todavía más mi furia. ¿Por qué no había
anunciado su ausencia a la dirección o a mí personalmente? ¿De qué
servía? y ¿por qué estaba allí, charlando tan tranquila? «Cora, es
imposible que podamos actuar el domingo con sólo cuatro violas en el
último ensayo de Petrushka. ¡Por favor! ¿Podría quizá asistir a la
segunda parte por lo menos?»
«No», respondió. «Tengo una clase.»
No había ningún profesor por allí y los instrumentos estaban todos en
sus fundas. Le respondí con sarcasmo que aquello no tenía ningún
aspecto de ser una clase. Me marché dando un portazo y mucho me temo
que, en aquella ocasión, ¡se me olvidó por completo la regla n° 6!
Cora llegó al final del ensayo y, con mucho temple, anunció que
abandonaba la orquesta. «No consiento que nadie me trate de ese modo»,
añadió.
¡Sólo me faltaba esto! Dirigiéndome a Cora con suavidad le rogué
que se calmara. Algo irritado añadí: «No fue un abuso. Cora, estamos
muy agobiados con lo de Stravinski y nos faltan muchos músicos...».
No se amilanó y después de contestarme que era mi problema y no el
suyo, se marchó.
Estaba hundido. Nuestra segunda viola nos había abandonado y no
nos daba tiempo para sustituirla. Ocho violas solamente para aquel
concierto tan importante era algo inaudito, por no decir imposible.
Estaba, además, la grabación del CD... Pensé y pensé, intentando
encontrar una solución, tratando de ver qué opciones me quedaban.
Como hago a menudo, me dirigí a Roz y la hice partícipe de mi
desdicha. Me contestó: «Si Cora es absolutamente imprescindible, te
quedan muy pocas opciones. Deberás persuadirla para que vuelva y,
puesto que eres un maestro de la persuasión, no necesitas mi ayuda. Si lo
que realmente buscas es vengarte de ella, la echas de la orquesta en
cuanto se haya acabado el concierto». Sonrió, me miró y vio que estaba
de muy mal humor. Me había puesto a prueba. «Por otra parte», añadió,
«si crees que no es tan necesaria, tenemos otras opciones. Piénsalo y
cuando lo tengas bien meditado, me haces saber tu decisión para que
podamos trabajar juntos.»
De entrada me sentí tan furioso que no supe qué decir. ¿Por qué
tendría yo que prescindir de Cora? ¡Me debía aquello y más! Me mordí
la lengua y más tarde decidí que a dos días vista, mi única opción para
tocar Stravinski era ella.
Después cambié de opinión. Me imaginé la posibilidad de tocar sin
Cora, por muy buena que fuera, y de contar solamente con las ocho
violas que de verdad querían estar allí. A fin de cuentas, es posible que
su escasa disposición no afectara a la calidad de la ejecución. Me sentí
como si hubiera dejado fluir otras opciones por mi cerebro y con esta
sensación me aproximé de nuevo a Roz, creyendo que estaba dispuesto
para recibir su ayuda.
«He comprendido que no es absolutamente necesario que Cora
participe y, además, no tengo ningunas ganas de coaccionarla», dije a mi
esposa. «¿Qué opciones tengo, según tu opinión, si prescindo de Cora?»
«Si siempre has sido capaz de aceptar tus propias responsabilidades,
si siempre encuentras dentro de ti el origen de tus cuitas, ¿por qué no lo
haces esta vez?»
«¡Esto es ridículo!», le respondí. «No dependía de mí su decisión de
no ensayar esta tarde... ¡Tengo demasiado trabajo! Tengo la cabeza a
punto de estallar y un concierto el domingo! No puedo
responsabilizarme por cada una de las acciones de mis músicos!» .
«¡Un momento!», gritó Roz. «Yo no te he insinuado que te culpes en
su lugar. Esta situación no tiene nada que ver con la culpabilidad»,
siguió explicando.
Me hizo ver otras posibilidades y finalmente me encontré sentado en
mi despacho, escribiendo una carta. Cora había sido alumna de mi clase
de los viernes y estaba al corriente del significado de aquella pauta de
poner una «A» y de escribir una carta por adelantado anunciando la
decisión. Así pues, le escribí la siguiente:

6 de octubre

Querida Cora:

He decidido escribirle una carta como las que ustedes me


escribían en las clases del viernes, en las cuales me explicaban
por qué motivos se creían merecedores de una «A» por
adelantado. Aquí la tiene.
18 de mayo

Querida Cora:

Me he puesto una «A» porque por fin he conseguido controlar


mi genio cuando alguien no cumple sus promesas y me deja
estancado. He aprendido que cuando alguien no hace
exactamente lo que le digo y me pongo sarcástico es como si le
horrase de mi mundo, con lo cual la relación nunca vuelve a
recobrarse por completo.
Ha sido muy difícil para mí llegar a comprender que lo que yo
exigía no era necesariamente lo que otros querían. Por ejemplo,
cuando preparábamos un concierto difícil e importante y algunos
músicos no acudían al ensayo o llegaban tarde, yo me enojaba y
me sentía defraudado porque pensaba que a los demás debería
importarles tanto como a mí y que nada en el mundo debía
interrumpir nuestros propósitos. Ahora me doy cuenta de que en
una orquesta como la nuestra; compuesta de músicos
voluntarios, éstos tienen otros compromisos aparte de los
nuestros y no tengo derecho a suponer que los releguen a un
segundo lugar como es mi caso.
Me he dado cuenta de que las personas actúan según su libre
albedrío, lo cual significa que en algunas ocasiones acuden a los
ensayos y en otras no, y que debo respetar sus decisiones. Y si, en
mi opinión, descuidan avisarme de su ausencia, me gustaría
rogarles con todo respeto que, de ahora en adelante, se dirijan al
gerente, ya sea por escrito o mediante un mensaje oral en el
contestador automático, a fín de que podamos saberlo de
antemano y así organizamos adecuadamente.
Entiendo que dirigir la Orquesta Filarmónica de Boston es un
enorme privilegio y que debo tener presentes ciertos riesgos
como, por ejemplo, que no siempre podré contar con todos los
músicos cuando tenemos un ensayo importante. Comprendo que
aun a pesar de mis deseos de ver todas y cada una de las sillas de
la orquesta ocupadas, a veces no podrá ser así y que deberé
aceptarlo.
Finalmente, me he dado cuenta de que mi relación con los
músicos, colegas, estudiantes y amigos debe pasar siempre por
delante de mis empeños y que, en efecto, el éxito de un proyecto
depende de una buena relación.
También he comprendido que la persona que da la cara y
dice abiertamente que no está dispuesta a aguantar un trato
abusivo, es mi mejor colega. Lo contrario significaría soportar la
tiranía por temor o por resignación.
El resultado de todo ello es que ahora soy mucho más feliz y
lo mismo puede decirse de la gente con quien me relaciono.
¡Hasta la música se ha beneficiado con ello y creo que me
merezco una «A»!
Gracias, Cora, por su valentía que me ha permitido llegar
hasta aquí y comprender todo esto. Lo había intuido hace tiempo
pero anoche descubrí de verdad que es mucho mejor así, que no
intentar persuadir, forzar, amenazar, sobornar o seducir para
que usted, por ejemplo, volviera con la orquesta. He aprendido a
respetarla y a apreciarla profundamente y voy a echarla de
menos.

Con mis mejores deseos,


BEN

Las personas que han leído esta carta me hacen invariablemente dos
preguntas. La primera, por supuesto, es: «¿Qué hizo Cora cuando la
recibió?», que en cierto modo es otra manera de preguntar si mi
estrategia funcionó, puesto que en el fondo, aparte de mantener buenas
relaciones, a todos nos apetece salimos con la nuestra y no nos gusta
vernos obligados a elegir.
La respuesta es afirmativa. Cora volvió a sentarse en su sitio y a tocar
la viola con nuestra orquesta. Estuve encantado y debo añadir que
nuestra relación personal también ha mejorado mucho. Este hecho me
hizo olvidar mi obsesión por la falta de tiempo y de músicos. Me sentí
más relajado y, a partir de entonces, las cosas han ido mucho mejor en
este sentido. En las orquestas que dirijo son frecuentes las situaciones
que pueden interpretarse como precarias y que podrían
angustiarme. Ahora he aprendido a gestionar el amplio espectro de la
frustración y de lo imprevisible, a medida que van surgiendo los
acontecimientos. Cuando hace falta, invoco el caso de Cora, porque cuando
se ha recibido una «A», esta nota es para siempre.
La segunda pregunta inevitable que me hacen es: «¿No cree usted que
su carta podría interpretarse como una manipulación más por su parte y que,
en el fondo sólo quería que Cora regresase porque la necesitaba para el
concierto?». La respuesta es: «Sí, es posible». Casi todo en este mundo es
susceptible de ser reinterpretado como una estrategia. Pero no creo que
fuera así en este caso, a juzgar por mis sentimientos, mi alegría, mi estado
de ánimo tan ligero y, por supuesto, porque en última instancia había dejado
el desenlace abierto completamente al azar.

De la misma forma que el peón del tablero de ajedrez está a merced de


los movimientos de las demás piezas, sean blancas o negras, la vida de uno
también depende de las acciones, voluntad, capacidades y deseos ajenos.
Cuando se perciben relaciones de dependencia, se desencadena el miedo
que nos conduce a altibajos en el trato con los demás. A partir de ahí se
alzan las barreras y los obstáculos que pueden durar de por vida.
Así pues, cuando aparecen contratiempos en nuestra vida cotidiana, el
abanico de respuestas que podemos desplegar es amplio y puede oscilar
desde los sentimientos de culpa, de arrepentimiento, de mala conciencia, de
impotencia, de resignación, de injusticia o de ira, hasta la autocompasión.
Todas y cada una de estas respuestas nos distraen y nos encontramos
inmersos en una vorágine que nos aparta de lo que podríamos llamar el
camino vital.
Pasaremos a comprobar de qué forma se comportan los individuos que
no dependen uno de otro porque ambos se encuentran en los extremos
opuestos del tablero.

Dos «cien por cien» hacen un entero

Un hombre descubre que su mujer está manteniendo una relación


extramatrimonial y se desespera por dos motivos: por la relación y
por la mentira. Está tan dolido que pasa por una larga lista de sentimientos
desde la ira hasta el culparse a sí mismo para al final decidir que quizá
debería separarse. Ella ya no es la misma, no es la persona que eligió en un
principio. ¡Parece todo tan distinto! Inmerso en su propia vida, nuestro
hombre intenta comprender su nueva realidad, conocer a esta nueva mujer,
que es la suya, acostumbrarse a ella u optar por una alternativa. Ella se ha
convertido en una persona mentirosa, una extraña que abusa de su situación
ante un hombre que duda entre intentar comunicarse con ella, aunque sea de
otro modo, o emplear la dureza y convertirse en su enemigo. Los amigos
del hombre le apoyan y, entretanto, la vida va pasando por su lado.
Si este hombre adoptara la pauta de estar en el tablero, empezaría por
preguntarse: «¿Qué ha sucedido para que esto llegara a mi tablero'?», y si es
disciplinado y no se mueve de él, acabará por ver las cosas de tal modo que
a la larga se sentirá reforzado y sabrá cómo actuar. Si analiza las cosas con
tiempo y profundidad, se dará cuenta de que su historia puede contarse con
sentido y con compasión, y un mundo nuevo se abrirá ante sus ojos.
Así las cosas, éste es un ejemplo de lo que podría suceder: la infidelidad
de su mujer es algo que no tenía que haber sucedido, puesto que el hecho de
descubrirla le había revelado que, para él, era algo incompatible con el
matrimonio. Peor aún, ambos habían pactado que era importante ser
sinceros y que su relación se basaría en una conducta acorde con esa
sinceridad.
El hombre se preguntará por qué la «traición» era algo tan importante
para él, ya desde el primer día que se conocieron.
Empezará por recordar otras pequeñas «traiciones» que han ocurrido en
su vida, por ejemplo, cuando en la niñez su madre le «abandonó» en el
parvulario a pesar de sus lloros. De hecho, ahora reconoce que se casó con
aquella mujer porque le pareció sincera y que jamás le traicionaría. Era una
buena mujer, sensible y afable, y había confiado en ella al cien por cien.
Hasta la fecha, cada vez que tenían una pelea, como él suponía que
tenían todas las parejas, ella siempre le reprochaba que él no valoraba su
trabajo. No estaba lejos de la verdad —pensó él —, ya que su trabajo como
responsable de marketing no le interesaba demasiado.
Pero por otra parte siempre se había esforzado en prestarle atención.
Además, creía haber entendido que la decisión de que ella no estudiara
Derecho la habían tomado de mutuo acuerdo, que de momento era una idea
poco realista porque todavía estaban pagando la hipoteca, aunque él había
insinuado que podían volver a considerarlo más adelante. Estaba
convencido de que llevando el pan y la sal a casa y siendo un buen marido,
no se le podía pedir más.
En este momento de reflexión se dio cuenta de lo rotundo que había
sido al descartar los deseos y la necesidad de independencia de su esposa.
¿Sus propios supuestos?:

• Las mujeres fuertes e independientes son traidoras.


• Mi mujer no es una de ellas.

¿Significaría ello que al descartar las necesidades de su esposa la había


forzado a mantener una relación íntima con otra persona? ¿Era culpa suya?
Ciertamente, no. Además, él no estaba jugando ese tipo de partida. Pero
¿podía sentirse totalmente responsable de lo ocurrido? Por supuesto.
¿Qué aspecto tendría esta historia si su esposa también jugara la partida
en el tablero? ¿Cuál sería su punto de vista?
En lugar de justificar sus acciones culpando a su marido por no prestarle
la debida atención y no tomar sus asuntos en serio, ella se haría la pregunta:
«¿Qué ha sucedido para que esto llegara a mi tablero, cuando me prometí,
porque lo creía de veras, todo lo contrario?».
Es posible que esta mujer acabe reconociendo que le ha resultado muy
difícil mantener el equilibrio entre su matrimonio y la independencia.
Recordará que tuvo una adolescencia difícil, plagada de culpabilidad hasta
que logró demostrar a su madre que la quería y que no la defraudaría; una
madre egoísta que la retuvo y que sólo la dejó libre cuando se convenció de
los buenos sentimientos de su hija. Esta hija había vivido con el
convencimiento de que:

• Las personas que te aman te permiten ser independiente.


Esta mujer se da cuenta ahora de que quizá le hubiera debido preocupar,
por ejemplo, que a su marido no le pareciera demasiado loable su interés
por estudiar la carrera de Derecho. En su lugar, había pensado que era su
propio egoísmo lo que la inducía a querer hacerlo, una especie de actitud
escapista de la cual se liberó aunque le costase. Ahora, en cambio, no lo
interpreta así. Quizá se esforzó demasiado para contentar a su marido y con
ello sólo consiguió que se acentuara su necesidad de independencia y su
extrañamiento dentro de la relación matrimonial.
Así las cosas, ¿debería culparse por la situación actual? La respuesta es
no, porque éste no es el juego que se está practicando. No obstante, ¿es ella
responsable de que su matrimonio se haya ido a pique? Rotundamente sí,
como también lo es su marido.
¿Qué puede hacer nuestra pareja? Ella podría decirse: «Mi marido me
quiere y se merece que le pida perdón. Él no se parece en nada a mi madre».
Por su parte, él podría decirse: «Es absurdo que me apegara a ella como lo
hace un niño que no quiere crecer ni que las cosas cambien. La he tenido
encadenada a mí. Debería pedirle disculpas y tratar de ver si existe una
posibilidad de rehacer lo nuestro».
Juntos, llegan a conclusiones que contienen elementos innovadores:

• El amor no tiene nada que ver con la autodeterminación ni con el


sacrificio. Se trata de un contexto dentro del cual dos personas forjan
en conjunto un estilo de vida que ambas desean.
• La fortaleza y la independencia son dos cualidades que pueden
ennoblecer la relación entre los seres humanos.

En la pauta del tablero, no debe preocuparnos que el otro examine sus


propios supuestos. Uno se da cuenta de que los obstáculos en el camino son
nuestros y no de los demás, que nos pertenecen y sólo nosotros tenemos
capacidad para eliminarlos. Es posible que en este tipo de partida podamos
llegar a comprender que los conceptos de «justicia» o de «ecuanimidad» no
tienen por qué ser indispensables para desarrollar una sólida relación íntima
con otra persona.
Cuando uno es el tablero, no presenta obstáculos a los demás, puesto
que somos el instrumento que efectúa todas las conexiones con el propósito
de convertirlas en relaciones eficaces. Imaginemos lo mucho que confiarían
en nosotros nuestros empleados si tuvieran la certidumbre de que no existe
ningún problema ante el cual no supiéramos hallar la solución. Imaginemos
qué aliciente representaría para ellos la oportunidad de cooperar en un
ámbito donde existiera un jefe dispuesto a desbrozar el camino.
Esta pauta nos lleva hacia un viaje donde nuestra colaboración con los
demás permite el desarrollo y la transformación; es un camino
completamente distinto del que trata de gestionar las relaciones con el
objeto de evitar conflictos. Es preciso tener valor y ejercitar la compasión.
Y la compasión no se encuentra únicamente escuchando a los demás, sino
derribando los muros de nuestro interior, que nos impiden sentir y expresar
ternura. Entre las recompensas descubriremos el respeto hacia nosotros
mismos y un profundo sentimiento de conexión vital, además del camino
más directo hacia la diferencia.
Undécima pauta El marco
de lo posible

Un caluroso día de agosto de 1963, el doctor Martin Luther King,


júnior, dio su famoso discurso «Anoche tuve un sueño» ante una multitud
concentrada en el Malí de Washington D.C. Su intención principal era la de
despertar la conciencia de todos los seres humanos, blancos o negros,
buenos y malos, de los que estaban de acuerdo con sus ideas y también de
todos los demás. La visión de King tenía que ver con algo fundamental en
todo individuo, con algo que une y da vida y que atañe al ciudadano de a
pie pero también a los ricos y a los políticos. Quería demostrar en cuerpo y
en espíritu que su sueño podía obrar una gran diferencia.
King respaldó el contenido de las palabras de su sueño con su labor y
con su vida.
En nuestra opinión, nuestros líderes políticos actuales se enfrentan a un
reto de importancia capital, que debería ser respetado por encima de todos
los demás. Se trata de su capacidad de mantener sus principios con una
nitidez incuestionable, por muy grandes que sean los obstáculos en este
universo de lo posible, donde la competencia es feroz, hacer planes a corto
plazo es de obligado cumplimiento, donde el temor nos acecha, la premura
está a la orden del día y, en definitiva, el lobo aúlla ante todas las puertas. Si
no se dispone de este valor, de persistencia, sólo se consigue acabar en una
espiral descendente en lugar de mantenerse firme en un entorno sólido, para
enfrentarnos a cada reto que surja y poder vencerlo.
El ser humano está muy bien dotado para llevar una feliz existencia en
un entorno repleto de dificultades, donde los recursos son es-
casos y, aun así, su supervivencia esté garantizada. Sin embargo, no es
capaz de lograr la paz, la armonía y la abundancia, ni de recoger sus frutos.
Nuestro marco mental está estructurado para alertarnos ante peligros reales
o imaginarios.
Y no obstante tenemos la capacidad de superar los supuestos ocultos
que nos acechan y que dan como resultado el mundo que vemos a nuestro
alrededor. Nuestra capacidad creativa es formidable y podemos abrir una
ventana al mundo, donde todo es sonido, para conseguir establecer vínculos
con nuestro prójimo. El liderazgo es una relación que nos lo facilita desde
cualquier lugar, en cualquier capacidad. El tipo de líder al que nos referimos
no es necesariamente el más potente, ni el más capaz de derrotar al enemigo
o, como sostienen las antiguas teorías políticas, el más hábil para contender
contra el bando opuesto para luego quedarse con el botín. Nuestro «líder de
lo posible» se concentra en el potencial de implicación y de compasión,
entre las gentes siempre enfrentadas a la tiranía del temor. Cualquiera de
nosotros puede ejercer este liderazgo, ya seamos ejecutivos, empleados,
funcionarios públicos o ciudadanos de a pie, maestros o estudiantes, amigos
o amantes.
Este nuevo líder se distingue por ser un modelo contra el temor y la
escasez en conjunto, porque la escasez por sí sola fomenta la división entre
individuos. Este líder se asegura de poder crear las condiciones para que
pueda emerger aquello que ya existe pero que nos falta. Vivimos en la
mismísima tierra de nuestros sueños y este líder sabe dirigirse a nuestra
pasión antes que a nuestros temores. Es el constante arquitecto de la
posibilidad de la cual son capaces los humanos.
Sin embargo la gravedad sigue haciendo su potente llamada hacia la
espiral descendente, hacia el entorno que solemos habitar. ¿Qué debemos
hacer para hacer realidad la posibilidad en este contexto y echar a volar?

Estructurar lo posible: la pauta


La pauta de este capítulo habla de inventar y crear unas estructuras a
partir de las cuales pueda surgir lo posible. Se trata de reestruc-
turar significados, de crear visiones, de establecer entornos donde se hable
el lenguaje de lo posible, donde la fuerza para que lo posible salga a flote
sea mayor que el lastre de la espiral descendente.
Los pasos que hay que seguir para estructurar lo posible son:

1) Hacer un verdadero esfuerzo para crear nuevas actitudes, a modo de


poderosos sustitutivos, que permitan alterar el significado de las
estructuras que nos llevan a la espiral descendente, y cambiarlas por
otras que conduzcan al entorno de lo posible.
2) Adentrarse en el territorio. Entrar conscientemente en ese nuevo
entorno e impregnarse de él hasta que se convierta en una segunda
piel, en la nueva estructura vital.
3) Mantenerse vigilante para no perder de vista el camino hacia lo
posible y concentrarse en no desviamos del mismo.

Pasaremos a comentar la historia de una verdadera líder, de una mujer


muy elegante que supo crear su propia estructura de aprendizaje, con el
propósito de vivir lo posible de forma distinta.

Un nuevo cuento infantil

Una pequeña colegiala estuvo en tratamiento de quimioterapia


contra una leucemia. Cuando pudo regresar a la escuela, llevaba la
cabeza cubierta con un pañuelo a fin de esconder la alopecia que
produjo el tratamiento. Algunos de sus compañeros se burlaban de su
calvicie y hacían lo posible por dejarla al descubierto. La niña se sentía
muy mortificada y una tarde rogó a su madre que no la mandara al
colegio hasta que las cosas cambiaran. Su madre intentó convencerla de
que su cabello pronto crecería y que, con el paso del tiempo, sus
compañeros se acostumbrarían a ello.
A la mañana siguiente, la maestra entró en el aula cuando todos los
alumnos ya se encontraban en su sitio y, entre ellos, algunos ya habían
empezado a mofarse de la niña que estaba encogida en su asiento.
Como de costumbre, la maestra entró sonriente y cariñosa y dio los
buenos días a todos. Se quitó el abrigo, lo depositó en la silla y después
se descubrió la cabeza. Debajo del pañuelo que llevaba había una
hermosa calva reluciente. En efecto, la maestra se había afeitado la
cabeza.
Algunos niños no tardaron mucho en pedir a sus padres que les permitieran
hacer lo mismo. Cuando el primero en cortarse el pelo entró en clase, los demás
rieron alborozados porque ya no sentían miedo. Además, el pelo de todos ellos
creció al mismo tiempo.

La intervención de la maestra sirvió para acabar con la división que se


había creado en su clase. Aquella mujer supo reestructurar el significado del
aspecto físico de una niña, cuya identidad se interpretaba como algo extraño
debido a su alopecia. Dio una vuelta de tuerca a la lectura de aquella falta
de cabello, interpretándola como la posibilidad de otra moda, de otro estilo
posible, de una elección, en suma, y de una ocasión para fomentar la
solidaridad y la conexión. Con aquella actitud no se molestaba a nadie ni se
tenía que reparar daño alguno. Asimismo, aquel modo de obrar surtía el
efecto de borrar cualquier atisbo de temor y, a la sazón, aportaba un
elemento de simpatía.
En el entorno de lo posible no existe división entre las ideas y la acción,
entre la mente y el cuerpo, entre el sueño y la realidad. Los líderes que se
«convierten» en su propia visión suelen dar la impresión de ser
extraordinariamente valientes. Se trata de individuos que llevan a cabo su
tarea desde el centro del escenario o desde los márgenes y que, en cualquier
caso, ejercen de hilo conductor para llevar adelante dicha visión. Se trate de
Gandhi o de King, son seres que no pueden resistirse a dar el paso, con todo
lo que ello conlleva y con todo lo que poseen, siempre convencidos de que
su causa merece tanto esfuerzo.

Cuenta la leyenda que el rey Christian X de Dinamarca y un alto dignatario


nazi se reunieron poco después de la ocupación de la capital danesa por parte
de los nazis, en abril de 1940. Se dice que el rey se asomó a la ventana y
cuando vio la bandera enemiga con la esvástica ondear sobre los edificios de su
gobierno, ordenó que se organizara una reunión con aquel oficial nazi. El rey
exigió que se retirara la bandera, a lo cual se negó su interlocutor.
El rey Christian se alejó unos pasos y, después de meditar durante un
tiempo, volvió a dirigirse al oficial.
«¿Qué haría usted si mandara a uno de mis soldados que la quitara?»
«Lo mataría», replicó el nazi.
«No creo que lo hiciera», agregó el rey, «cuando viera a qué soldado
mando.»
El oficial nazi preguntó al rey qué quería decir con aquello.
El rey Christian repuso: «Ese soldado soy yo».
Al cabo de veinticuatro horas la bandera ya no ondeaba sobre los edificios
de palacio.

El tercer paso de nuestra pauta trata de mantener la mente clara, para


poder seguir adelante en el camino, sin distracciones. Si nos salimos de él,
aunque sólo sea momentáneamente, significa que nuestros planteamientos
no han sido del todo correctos y que la posibilidad de nuestra aventura deja
de existir, aunque sólo sea brevemente. Una persona que se aparta de su
sentimiento de inspiración inicial se pierde, quizás debido al hecho de haber
partido de una base poco sólida. Más tarde o más temprano sus estructuras
peligrarán y se hallará ante el viejo dilema de lo que está supuestamente
bien y mal, con lo cual empezará una espiral descendente.

De muy buen humor en Sao Paulo


BEN: en nuestra gira por Brasil en 1997, la Joven Orquesta Filarmónica
del Conservatorio de Nueva Inglaterra dio su primer concierto importante
en público en el Teatro Municipal. Habíamos ensayado hasta la extenuación
durante tres días además de.pasear y hacer un poco de turismo. El teatro
estaba a rebosar de un público entusiasta y apasionado y la respuesta de
aquellos cálidos brasileños fue apabullante. Había venido la televisión
nacional a grabamos y se instalaron unas enormes pantallas a la entrada
para, una vez acabado el concierto, poder proyectar nuestra actuación para
beneficio de nuestros jóvenes músicos. No cabían en sí de gozo y nos costó
mandarles a descansar para poder estar en forma para el concierto del día
siguiente. Era bien entrada medianoche cuando regresamos al hotel.
Por la mañana recibí la airada nota de un huésped que se quejaba del
alboroto que habíamos formado la noche anterior. El personal
también nos informó de que otros residentes habían oído ruidos a las tres de
la mañana. Se había encontrado a cuatro jóvenes en la azotea del edificio y
otros cuatro habían sido recogidos por los guardias de seguridad de nuestro
patrocinador, el Bank of Boston, ya entrada la madrugada y en una parte
algo dudosa de la ciudad.
Aquel día la orquesta debía tocar dos veces. Primero, teníamos un
concierto al aire libre a las seis de la tarde ante quince mil personas y a las
nueve de la noche, en un teatro, la emotiva y agotadora Sinfonía n° 5 de
Mahler. Los tutores me rogaron que me dirigiera a aquellos chicos para que
les dejara muy claras las cosas. Querían que les recordara que antes de salir
de gira habían firmado un contrato que les comprometía a no beber alcohol
y a respetar las horas de salida nocturnas.
Roz y yo efectuamos unas consultas telefónicas a Boston y, como
hacemos siempre, empezamos por planteamos una pregunta: «¿Qué
distinción podríamos hacer aquí para conseguir que esta situación nos
condujera a lo posible?». Un contrato incumplido siempre apunta hacia la
espiral descendente debido a la dualidad que representa cualquier
circunstancia que abarque lo bueno y lo malo. Optamos pues por analizar la
conducta de aquellos jóvenes desde otro punto de vista. Es cierto que el
reglamento de conducta había sido establecido muy cuidadosamente antes
de nuestra partida, pero no habíamos hablado largo y tendido sobre el
objetivo del viaje a Brasil, que ante todo consistía en ir a tocar nuestra
música, para lo cual habíamos firmado un contrato. Los términos
«objetivo», «motivos», «visión», forman parte de lo posible. Decidimos que
hablaría con los chicos utilizando como marco de referencia el término
«visión» en relación con sus salidas nocturnas.
Nos reunimos en el auditorio. Los jóvenes se sentaron tan lejos como
pudieron porque se sentían algo avergonzados. Sus cuerpos adolescentes
reflejaban el cansancio y, en algunos casos, la contrariedad. En sus caras se
notaba la inocencia o la culpabilidad y, en cualquier caso, todos sabían que
les iba a caer un merecido rapapolvo. «Anoche, después del concierto»,
comencé, «una señora vino a decirme que, sin lugar a dudas, las dos horas
que pasó escuchando cómo tocábamos la Sinfonía n° 5 de Mahler habían
sido las mejores de su
vida. Dimos un gran concierto y creo que ella no fue la única en pasar una
velada tan agradable.» Por unos breves instantes sus rostros palidecieron,
como si no dieran crédito a unas palabras que no esperaban. Hice una pausa
y proseguí: «Aparte de esto, ¿qué más habéis venido a hacer a Brasil?».
Desde varios lugares de la sala fueron llegando las respuestas a mi
pregunta. «Hemos venido a ofrecerles lo mejor de nuestro país.» «Hemos
venido a demostrarles que la música es el mejor medio de comunicación.»
«Hemos venido a mostrar nuestro respeto por Brasil.» «A demostrar que los
adolescentes también sabemos hacer buena música.» «Que la música puede
ser divertida.» «Que somos felices por haber venido.» Los rostros se habían
ido iluminando y ya parecían estar todos bastante recuperados.
Cuando no cabía la menor duda sobre su estado de ánimo y que su
alegría era palpable, proseguí: «Por supuesto, si hubiéramos dado un
concierto terrible, todos os hubierais acostado pronto en lugar de iros de
ronda. Pero precisamente porque estabais tan contentos después de haber
tocado tan bien, tuvisteis que ir a celebrarlo a la azotea. ¡No es de extrañar
que estuvierais tan contentos! Pero ¿cómo creéis que se sintieron los demás
huéspedes?, ¿es ésta la manera de demostrarles vuestro aprecio? Por
supuesto que no. Acabáis de explicármelo muy bien y vuestras palabras de
ahora no coinciden con la conducta de anoche».
Dos de los jóvenes se ofrecieron para escribir unas notas de disculpa y
otros sugirieron otras formas de reparar las molestias causadas a sus
convecinos, a fin de que su paso por Sao Paulo no quedara manchado por
ningún mal sabor de boca. Nadie se sintió culpable, sino que todos
mostraron entusiasmo respecto a las dos veladas que todavía nos quedaban.
Al abandonar el salón, uno de los monitores se me acercó y en tono de
reproche me dijo que no había hecho nada por castigarles. Tras una pausa,
agregó: «Claro que después de una reprimenda, quizá no les quedarían
ganas de volver a tocar Mahler tan bien como lo hicieron anoche... y estoy
convencido de que no tendremos que preocuparnos más por su
comportamiento».
Tener visión significa dotarse de la capacidad, del marco necesario para
poder abordar un cometido de cualquier envergadura y reconducirlo desde
una posición de espiral descendente hasta situarlo en el ámbito de lo
posible. En nuestra larga experiencia hemos comprobado que muchas
organizaciones utilizan el término «visión» muy a la ligera pero que, en
realidad, no saben articularlo para obtener beneficios reales.

Declaraciones carentes de visión


Cualquier misión o cometido, tanto en el ámbito político como en el
empresarial, suele venir amparado por un enunciado que a menudo es
intercambiable con el término «visión», pero que casi siempre expresa
competición o escasez. Dicho enunciado designa, tradicionalmente, el
futuro de una empresa, su posición en el mercado o su recorrido para llegar
a cumplir sus propósitos. Este diseño es, casi siempre, una versión de un
código de aspiraciones para lograr ser el número uno, es decir, para alcanzar
un objetivo exclusivo y excluyeme. Es más que probable que una definición
de este género motive a competir pero, ciertamente, no aporta ningún tipo
de método eficaz para las necesidades globales de una empresa, ni tampoco
da pistas acerca de su significado o de su dirección. Su recorrido es breve y
no hay melodía central.
Ejemplo: «Estamos a punto de convertirnos en el proveedor principal de
la tecnología más puntera en el sector de diseño de oficinas de todo el país».
(Entre líneas se oye una vocecilla, ya sea de dentro o de fuera de la
empresa, que grita: «¿Y yo, qué?».)
(Otras preguntas: «¿Por qué?» o «¿Para qué?».)

Visión
Una visión auténtica respira el mismo ímpetu que una partitura potente
como puede ser el dueto de Las bodas de Fígaro, de Mozart, ca-
paz de levantar los ánimos de los prisioneros en la película Cadena
perpetua (The Shawshank Redemption, 1994):

Ignoro hasta la fecha cuál era el contenido de las canciones que cantaban
aquellas dos mujeres italianas. La verdad es que no quiero saberlo. Algunas
cosas es mejor no saberlas. Prefiero pensar que cantaban algo tan hermoso que
no puede traducirse en palabras y, sin embargo, mi corazón se henchía de
emoción. Debo confesar que aquellas melodías me emocionaban más allá de lo
que jamás se pudiera imaginar en un lugar tan gris como aquel. Fue como
atisbar un hermoso pájaro, capaz en su vuelo de derribar los muros, de hacemos
libres. Por un momento todos, en Shawshank, nos sentimos libres.

Tal visión es capaz de liberamos del lastre diario y de la confusión vital,


permitiendo fijar nuestra vista en un horizonte más amplio.
Una visión es un marco que permite lo posible siempre y cuando reúna
ciertos criterios que lo distingan de una espiral descendente. Veamos a
continuación los criterios que nos permitirán que dicha visión salga
adelante dentro del universo de lo posible:

• Una visión articula una posibilidad.


• Una visión da vida a un deseo esencial para todo ser humano, un
deseo con el cual todo ser humano sea capaz de identificarse. Es una
idea ante la cual nadie puede preguntar: «¿Y yo qué?».
• Una visión no se refiere a la moral, la ética o a un modo correcto de
hacer las cosas. No implica que alguien esté equivocado.
• Una visión se formula de manera que sirva en cualquier momento y
no dispone de cifras, ni de medidas, ni de elementos comparativos.
Tampoco contiene ninguna referencia específica de tiempo, ni de
lugar, de público o de producto.
• Una visión se sostiene por sí sola y no apunta ni hacia un futuro de
color de rosa ni a un pasado que hubiera podido ser de otro modo. Sus
frutos se cosechan cuando se siembran: si la visión proclama «paz en
la tierra», la paz llega al tiempo que se pronuncia la frase. Cuando se
dice «la posibilidad de que las ideas traigan un cambio», en ese
preciso momento las ideas traen el cambio.
• Una visión es una melodía más de lo posible que se expande hacia el
exterior y que, dentro del marco definitorio, invita a una expresión
infinita, al desarrollo y a la abundancia.
• Quien expresa una visión mediante la palabra, queda transformado por
ella. En aquel instante, el «mundo real» se convierte en el universo de
lo posible y las barreras que impedían penetrarlo se derrumban.

Objetivos y metas de una visión

Dentro del marco de una visión, las metas y los objetivos nacen de una
actitud de abundancia. Cualquier meta, incluso la de «ser el diseñador
oficial número uno de Estados Unidos», se inventa como si se tratase de un
juego. Para jugar, necesitamos una energía distinta a las situaciones de
espiral descendente, donde termina por agotarse tanto la energía como la
creatividad de los participantes, tal vez precisamente por el nivel de
exigencia en el que se desarrolla el juego. En el marco de la visión, una
meta sirve simplemente para delimitar un territorio y si al jugar no se
alcanza -«¡Fascinante!»-^, no quedan en entredicho ni el jugador ni la
propia visión. Cuando se persigue un objetivo bajo los efectos de una
visión, el acto de jugar es relevante para lo posible, pero ganar no lo es.

Ejemplos de «visiones»

Pasaremos a examinar algunos ejemplos, que hemos reunido a partir de


nuestra experiencia con varias empresas. Todos ellos entran dentro de los
criterios de lo posible. Una compañía internacional de productos
alimenticios se inspiró en una visión que anunciaba «una asociación ética y
posible». Otra empresa que diseña productos domésticos de bajo precio
encontró su expresión en la formulación contenida en la frase: «La
posibilidad de ser feliz en un contexto cotidiano». Finalmente, un grupo de
soldados del ejército norteamericano partió de la premisa: «La posibilidad
de vivir en un mundo libre».
Barbara Waugh es directora de personal de los laboratorios internacionales
de Hewlett-Packard. Así es como definió la transformación que se llevó a cabo
en su empresa una vez formularon su visión en un entorno extremadamente
teñido de ambición y competencia: «Yo crecí pensando que el cambio
significaba un cataclismo», dijo Waugh, «e, incluso, acompañado de música de
tambores de guerra. Aquí, hemos empezado lentamente y poco a poco. En un
momento determinado, las cosas crecen, se multiplican y se ha logrado una
transformación, casi sin damos cuenta».
Sucedió durante una reunión en la que íbamos a hacer planes para celebrar
el éxito creativo de los laboratorios HP. Nuestro ingeniero Laurie Mittelstadt,
preguntó al grupo algo muy sencillo pero cuyo transfondo tenía importantes
implicaciones: «¿Por qué aspiramos a tener el laboratorio más importante del
mundo? ¿Por qué no el laboratorio más importante para el mundo? De hecho,
podríamos decir: “¡HPpara el mundo!”».11
El sutil giro en las palabras surtió un efecto certero. Con una nueva carga de
energía, un ingeniero más veterano explicó lo que para él significaba la
expresión «para el mundo». Tomó una famosa foto de los directivos de
Hewlett-Packard, en la que ambos personajes tienen los ojos fijos en la puerta
del garage donde su empresa dio los primeros pasos y sobre ella pegó otra foto
de la Tierra tomada desde la nave Apolo. El grupo de Waugh convirtió aquella
imagen en un cartel para anunciar una reunión de empresa. Gustó tanto al resto
del personal que tuvieron que imprimirse unos 50.000 ejemplares para su venta.

Una visión es una invitación abierta y una fuente de inspiración para que
alguien pueda crear las ideas y los acontecimientos necesarios, que se
identifiquen con el marco definitorio.

Organizaciones «tonales»

Una visión también puede referirse a la «tonalidad» de una empresa, a la


clave en que se escribe la pieza. La música atonal, la que no tiene clave,
nunca ha prosperado como arte universal justamente porque carece de un
sentido de dirección. ¿Cómo podemos saber dón-

11 Katherine Mieszkowski, «Change - Barbara Waugh», Fast Company, diciembre de


1998,pág.146.
de estamos si no disponemos de un punto de referencia? La música que
únicamente investiga en el campo de la armonía de tónica simple o
dominante es una música aburrida porque no tiene espacio para crecer. Por
analogía, podemos reflexionar acerca de la empresa que nunca cambia su
metodología y donde sus empleados acusan falta de inspiración. La
complejidad, la tensión y la disonancia pueden aportar un nuevo soplo de
vida a una organización, tal y como sucede en el caso de la música. No
obstante, no podrán presentar una estructura coherente a menos que se
pueda oír su clave de sol, o vincularse a una visión. Cuando es así, todos y
cada uno de los miembros de una organización se ven instantánea y
progresivamente afectados, lo cual permite una participación global,
fomentando una fuente de responsabilidad que implica a todos sus
participantes.

La riqueza de una visión


BEN: desde hace cuatro años, «Música apasionada sin fronteras» ha sido
el lema de la Boston Philharmonic Orchestra (BPO) [Orquesta Filarmónica
de Boston], lo cual nos ha permitido llegar más allá de cuanto hubiéramos
podido imaginar. Nuestro presupuesto se ha multiplicado por tres, con lo
que siempre tenemos crédito en lugar de números rojos, que sería la
situación más normal para una organización sin ánimo de lucro como la
nuestra, dedicada a la música clásica. Dicho esto, hay que añadir que nunca
hemos tenido que aumentar el precio de nuestras entradas y que cuando
tenemos beneficios, entregamos la recaudación a los albergues que cuidan
de personas sin hogar. Por otra parte, cuando nos ofrecen dar un concierto,
siempre aceptamos los que nos parecen más en línea con nuestra forma de
pensar, con nuestra visión y todo ello, incluido nuestro presupuesto, se
define siempre por los parámetros de lo posible. ¿Los resultados? Las
grabaciones de la BPO son casi siempre de gran calidad, comparables con
las más profesionales, y lo mismo puede decirse de las conferencias y otras
actividades que programamos. Nuestro público asiste entusiasta, aun
cuando no sea experto en música clásica. A menudo, en las charlas que
anteceden a un concierto tenemos el auditorio lleno y ya se ha
convertido en tradición nuestra reunión anual en la que participa el
fenomenal Louisiana Repertory Jazz Ensemble, donde además de un
concierto, damos una gran fiesta y bailamos a gusto... Y cuando tenemos
ganas de llevar a la orquesta, dos coros y ocho solistas —cuatrocientos
músicos en total— al Camegie Hall de Nueva York, para tocar la «Octava»
de Mahler, ¡encontramos modos para hacerlo!
Recuerdo que en una ocasión nuestro personal administrativo insistió en
alquilar unas oficinas de un local comercial muy céntrico. Me extrañó,
puesto que casi toda nuestra burocracia se hace por teléfono o a través del
ordenador. No obstante, sabían lo que se hacían. Nuestra orquesta sin
fronteras, que hace música apasionadamente, no podía estar encerrada en
las tinieblas. Desde entonces tenemos una oficina con escaparates repletos
de flores, un gran mural que además de decorar sirve de reclamo y,
naturalmente, la música sale a la calle. Los transeúntes pueden sentarse en
los bancos que hemos dispuesto y escuchar un pequeño concierto mientras
dan cuenta de sus bocadillos al mediodía. En resumidas cuentas,
practicamos nuestra visión, lo cual nos lleva a extender nuestra música,
además de servimos de guía para todas las decisiones que debemos tomar.
Después de dar una de mis conferencias a un grupo de jóvenes, en la
cual me referí largamente a la pauta de «contribuir», el presidente de una
compañía de Hong Kong se me acercó para preguntarme algo que me
resultaba sobradamente familiar. «Su contribución me gusta mucho, pero...
¿y el dinero? ¡Hay que ganar dinero!» Yo siempre respondo que el dinero
sabe componérselas para aparecer en el entorno de la contribución, puesto
que se trata de una de las monedas, nunca mejor dicho, mediante las cuales
se manifiesta la implicación hacia lo posible. Estaba claro que el joven
empresario de Hong Kong no me comprendía y, sin vacilar, agregó: «¿Y
qué me dice usted de los demás accionistas?».
A su lado se encontraba su esposa, una mujer diminuta, que le asestó un
firme codazo en las costillas. «¡No, los accionistas, no! ¡Los niños\» Al
parecer su empresa se dedicaba a la fabricación de coches de juguete y el
joven empresario, preocupado por el mercado de valores, había olvidado
que la función primordial de la compañía que había formado era la de
fabricar un juguete que deleitara
a los más pequeños. Tal vez esta visión no fue nunca articulada con
claridad y ello la hacía aún más efímera. Así las cosas, es muy probable que
la estructura de lo posible no se sostuviera. El hombre se echó a reír y yo le
hice notar que lo suyo era una «risa cósmica» puesto que en un abrir y
cerrar de ojos había conseguido mucho más de lo que esperaba. Los seres
humanos somos magníficos y, a la vez, muy absurdos.

Sucede a menudo que una crisis personal o un fracaso representan la


oportunidad adecuada para recrear una visión personal que, a su vez,
permita sentar los cimientos de una nueva existencia en el ámbito de lo
posible. Alice Kahana es una artista que reside en Houston y que conserva
los duros recuerdos de su paso por el campo de concentración de
Auschwitz, cuando contaba quince años. La separaron de sus padres y se
vio obligada a cuidar de su hermano de ocho años; en una ocasión, cuando
les trasladaban a su cautiverio, se dio cuenta de que el pequeño llevaba un
pie descalzo. En su afán protector le gritó: «¡Estúpido!, ¿es que no sabes
cuidar de tus cosas?». Desgraciadamente, ésas fueron las últimas palabras
que intercambiaron, puesto que durante el recorrido les separaron y jamás
volvieron a verse.
Alice Kahana lleva más de cincuenta años pensando en aquel día cuyo
recuerdo la sigue torturando. Desde entonces ha mantenido su promesa de
no separarse jamás de alguien con una frase dura que, de ser la última,
pudiera perdurar con dolor en su memoria. Quizá no ha conseguido lograrlo
en todas y cada una de sus despedidas, porque medio siglo es mucho
tiempo, pero, en cualquier caso, ha vivido siguiendo las reglas que se fijó
tras aquel desdichado acontecimiento que ha sido su marco de lo posible.

ttxiomos de lo posible

Una persona que desee con sinceridad construirse un marco de lo


posible, suele mantener una mente clara y crea un entorno a su alrededor
que da vida a ciertos tipos concretos de conversación. Creemos
que, en tales ocasiones, nadie habla mal de nadie, ni se critica a
traición, como tampoco existe la división entre «nosotros» y «ellos».
Un ambiente de esta naturaleza es probable que conduzca a unos
resultados extraordinarios, muy posiblemente porque sus moradores
mantienen su camino libre de barreras, lo cual invita a unirse a ellos
para cooperar en un universo común.

No hay límites
BEN: los lunes suelo empezar el día dando una clase de posgrado
en Walnut Hill, donde el tema de la música sólo se toca de pasada. Se
trata de hacer pensar a los alumnos en un contexto mucho más amplio,
que alcance bastante más que los ensayos diarios, las clases y las
actuaciones esporádicas. Como maestro, dispongo de la enorme
oportunidad de fomentar lo posible en cada charla. En una ocasión nos
enfrascamos en un muy interesante debate sobre el riesgo, el peligro y
cómo romper las barreras. Al día siguiente debía dar una conferencia
sobre líderes y liderazgo en la NASA y se me ocurrió pedir a mis
alumnos que escribieran sus comentarios sobre los posibles parecidos
entre los programas de la NASA y sus experiencias como músicos.
Como me conocen, saben que en realidad el enunciado rezaría más o
menos así: «Habladme de vuestros sueños y aspiraciones comunes,
sobre el espíritu, sobre el hecho de ser». Debo confesar que no
esperaba la gran calidad de los comentarios que recibí,.ni las
definiciones que escribieron, tanto relativas a su música como a los
programas espaciales o al mundo de las posibilidades. Transcribo a
continuación algunas expresiones espontáneas que anoté a medida que
hablaban y que estaban dirigidas a los miembros de la NASA con
quien iba a reunirme al día siguiente:

Del mismo modo que la NASA emplea las matemáticas y la


maquinaria, nosotros debemos utilizar el sonido para hacer
música. El sonido explora el alma y extrae los sueños y
posibilidades de su interior antes de que se pierdan para
siempre.
Una sonata verdaderamente hermosa huye de la gravedad. En
realidad, ustedes y nosotros no somos muy distintos. Como
individuos somos diminutos, pero nuestro trayecto vital puede
alcanzar las mismas galaxias. La NASA tiene presupuestos
multimillonarios y, considerando la enorme capacidad de
posibilidades que ofrece al mundo, se merece cada centavo que
recibe.

Amanda B U R R , 16 años

Ustedes son los diplomáticos, los representantes mundiales


en la tierra, que investigan y efectúan frágiles conexiones para
llegar a conclusiones científicas y descubrimientos históricos.
Ustedes representan a los demás en nuestras exploraciones,
nuestros descubrimientos y nuestras capacidades para
permitirnos huir de este oscuro recinto llamado Tierra y llegar
hasta los espacios más recónditos. Ustedes tienen la
responsabilidad de impulsar los pensamientos y las ideas para
que podamos alcanzar cotas sin límites en el espacio, en la
nada, e incluso aquí mismo. [...] La música es un lugar
parecido, una exploración, una responsabilidad de intentar
llegar, a través de las páginas pautadas, tan rápido como lo
permitan nuestras mentes, a confines inauditos. [.../

DAVE LANSTEIN, 16 años

El mundo cuenta con ustedes para que abran nuevas


posibilidades y descubran de qué somos capaces los humanos.
[...] El espacio y la música sólo encuentran barreras cuando
insistimos en colocárselas. Gracias por mantener tan vivo lo
posible.

ASHLEY LIBERTY, 14 años


Cuando al día siguiente acudí al Robert Goddard Space Center de
la NASA a dar mi conferencia, contemplé los rostros de los presentes
desde mi estrado. Su expresión se correspondía exactamente con las
descripciones escritas en los papeles que llevaba en la mano. Durante
mi presentación, expliqué la experiencia realizada el día anterior con
los alumnos del Walnut Hill y, posteriormente, les leí aquellas cartas y
les dejé los manuscritos. Poco tiempo después recibí un comunicado
del director de proyectos. En él me comentaba el fuerte impacto que
les había causado la conferencia y que, además, había representado
una poderosa inyección de energía. Al parecer, muchos de los
asistentes llevaban tiempo sufriendo cierta desazón y mis palabras le
sirvieron para volver a centrarse en sus objetivos y recobrar su camino
en la NASA. Aquella carta proseguía del siguiente modo:

En la NASA... nos hemos sentido profundamente


conmovidos por el talento de sus jóvenes estudiantes, que
escribieron unas maravillosas «cartas a la NASA». Esas cartas
recogen con hermosa simplicidad la razón de ser de la NASA.
Esos chicos han sabido comunicar algo que nadie en nuestra
empresa ha sido capaz de hacer. Como usted sabe, todos
nuestros empleados han pedido una copia de estos escritos y
todos, sin excepción, están muy emocionados tanto por la
fuerza del mensaje como por el talento de sus alumnos.
Tanto es así que han decidido responderles. Las cartas que
adjuntamos significan nuestra expresión de gratitud y hemos
querido hacerlo personalmente para mostrar un aspecto de la
NASA poco conocido, para demostrar que tenemos
sentimientos y que, en el fondo, somos capaces de
emocionarnos.
Le ruego haga saber a sus alumnos que, cuando mostramos
sus cartas a los ingenieros más veteranos de la estación
espacial decidieron que, en misiones espaciales futuras,
querían incluir sus textos. Por eso hemos decidido grabarlos
en formato CD-ROM a fin de que sirvan de fuente de
inspiración a nuestros futuros exploradores, especialmente en
sus momentos de soledad y de aislamiento, cuando se
enfrentan con los retos más importantes.
En representación de todos nosotros aquí, en la NASA,
ruego transmita mi más profunda gratitud a esos jóvenes por
sus inspiradas palabras.

Sinceramente,
ED HOFFMAN
Director de programa, Programa/proyecto iniciativa
aeronáutica nacional y Oficina Central de
Administración Espacial

En efecto, la NASA mandó al espacio un CD-ROM con los textos


de las cartas de los alumnos del colegio Walnut Hill. Así pues, sus
aspiraciones están en la actualidad dando vueltas a bordo de una
estación espacial internacional.
Transcribo a continuación algunos de los fragmentos que la NASA
envió a los jóvenes de la escuela Walnut Hill.

Apreciamos profundamente sus comentarios acerca de los


esfuerzos que llevamos a cabo aquí, en la NASA. A menudo se
nos reprocha lo costosos que son nuestros proyectos pero
pocos nos transmiten comentarios positivos. Los suyos nos han
llegado al corazón y nos han hecho saltar las lágrimas.

Gracias por recordarme cuál es mi misión. A partir de


ahora no olvidaré que «estoy aquí para cruzar la charca y no
para luchar contra los cocodrilos». Gracias.

Gracias por sus hermosas y elocuentes palabras de ánimo


para nuestra empresa espacial que nos recuerdan de forma
muy poética nuestra importante tarea. Viniendo de ustedes,
que son la esperanza del futuro, cobran todavía mayor
relevancia. Cada uno de nosotros, a su manera, trabaja y se
esfuerza para darle mayor sentido al presente, al pasado y
también al futuro. Que sus palabras alcancen las estrellas.

La pauta de identificar lo posible reclama nuestra capacidad


intuitiva para reconocer los contextos que nos rigen en lugar de
guiarnos
por la evidencia ante nuestros ojos. Esta pauta nos enseña a estar alerta
ante los peligros que acechan en la vida moderna, el peligro de que las
definiciones ocultas, los supuestos y los criterios solapados nos
arrastren hacia una espiral descendente y condicionen todo cuanto
desearíamos cambiar.
¡Veamos de qué poderes mágicos estamos dotados! Disponemos de
la capacidad para utilizar las palabras conscientemente a nuestro favor,
para definir nuestros propios parámetros de acción a fin de que
propicien lo posible y, asimismo, lo mejor de nosotros mismos,
nuestra parte más generosa y más dispuesta a la participación. ¿No
será esa parte la que constituye lo que realmente somos?
A continuación, tenemos el ejemplo de un líder capaz de definir los
parámetros de lo posible, que nos proporciona nuevas formas de
identificamos a nosotros mismos. Se dice que cuando Nelson Mándela
citó el siguiente poema de Marianne Williamson, se estaba dirigiendo
al mundo entero:

Nuestro mayor temor no es ser inadecuados,


sino que nuestro poder sea desmesurado.
Es nuestra luz, no nuestras tinieblas, lo que nos asusta.
Nos preguntamos por qué somos brillantes, bellos, inteligentes y
fabulosos,
¿por qué no debería ser así?

Somos hijos de Dios.


Hacernos los humildes no sirve de nada.
No es de sabios pasar desapercibidos
para que los demás no se sientan
inseguros.
Nacimos para manifestar la gloria de Dios
que todos, sin excepción, llevamos dentro.
Y cuando permitimos que brille nuestra luz, estamos,
sin darnos cuenta, haciendo brillar a otros.12

12 Marianne Williamson, A Retum to Love, Nueva York, HarperCollins, 1992 (trad.


cast.: Volver al amor, Barcelona, Urano, 1993).
Duodécima parte
Nuestra historia

BEN: finalizaba mi primera visita a Estados Unidos y también


caducaba mi visado. Estaba preparando un programa que me
permitiera llevarme a un grupo de alumnos de secundaria de visita a
Inglaterra, donde deberían estudiar música durante un año.
Afortunadamente contábamos con el beneplácito de los directores de
todos los colegios donde estudiaban los jóvenes. Habíamos alquilado
una casa en el barrio de Hampstead Heath, en Londres, y todo estaba
dispuesto para que pudieran proseguir sus estudios allí, tanto de
música como de filosofía, arte y lengua inglesa, para que de regreso a
su país les acreditaran el curso. Cada semana deberíamos reunirnos y
uno de los alumnos prepararía la cena a todos los demás mientras
hablábamos del progreso de sus estudios.
En una ocasión invité a mi padre, Walter Zander, que había
dedicado toda su vida a reflexionar y a escribir en particular sobre el
conflicto del Oriente Medio. Fue una cena a la luz de las velas,
primorosamente preparada por mis alumnos. Mi padre empezó a
hablar de la historia del pueblo judío, remontándose hasta los tiempos
de Abraham. Lo hizo apasionadamente, utilizando citas bíblicas,
hablando de la Edad Media, refiriéndose a la ciencia, a las bellas artes,
a la historia de la Diáspora y a la tragedia del Holocausto. Prosiguió
con los detalles de un pequeño país llamado Palestina que en 1947 fue
dividido entre árabes y judíos y que a partir del año siguiente supuso
un hogar para estos últimos.
Entonces se propuso contar la historia del pueblo árabe. Empezó de
nuevo con Abraham, padre de todos los árabes así como de los ju-
dios. Habló de su ciencia, de su cultura, de la magnífica biblioteca de
Alejandría, de sus grandes logros en el terreno de las bellas artes, de
sus tapices, de la arquitectura y de la música, de la literatura y de Las
mil y una noches. Ante todo, alabó la legendaria cortesía del pueblo
árabe.
Lo más extraordinario es que hablaba con igual entusiasmo tanto de
unos como de otros. Al referirse a los cuatro mil años de historia del
pueblo árabe y también de la pequeña franja de tierra llamada
Palestina, uno de los alumnos exclamó: «¡Qué maravilla!, ¡qué
privilegio para dos pueblos poder llegar a compartir una tierra y tantos
siglos de historia!».
¡Qué hermoso hubiera sido si este sentimiento hubiera guiado las
relaciones entre ambos pueblos desde entonces!

A menudo la historia nos recuerda que está hecha de conflictos, de


divisiones entre facciones, entre nosotros y ellos. Esta verdad puede
comprobarse en muchos aspectos: nación frente a nación, entre
partidos políticos, en las relaciones laborales y en las áreas más
íntimas de nuestras relaciones personales. ¿Qué marco debería
utilizarse para predisponer una transformación entre unos y otros, entre
los que se atribuyen un territorio, unos recursos o la «verdad» y que
parecen irreconciliables con los nuestros? ¿Qué posibilidades existen
para subsanar la hostilidad creada por las barreras infranqueables, para
propiciar un entorno de entusiasmo y de respeto?
Para empezar nuestra investigación, efectuamos una distinción para
definir una nueva entidad que exprese la «unidad» entre unos y otros.
A esta entidad la hemos llamado «nosotros». Se trata de un algo
distinto, que puede estar formado por dos personas cualesquiera, en
cualquier ámbito u organización. Esta nueva entidad puede definirse en
términos poéticos, como si se tratase de una melodía que recorre el
interior de todos los individuos que habitan la faz de la tierra y que,
como la música, brota a partir de una sola nota, de una frase, para
crecer hasta convertirse en algo sólido, en un paisaje donde los colores
se entremezclan y se armonizan, como sucede con un cuadro
impresionista. También puede pensarse en algo parecido a una familia,
que se crea con la llegada del primer recién nacido. «Nosotros»
cobra forma cuando apartamos a un lado el temor, la lucha, la
competencia y, por un espacio de tiempo, nos permitimos simplemente
contar su historia.
«Nosotros» es una historia que define al individuo de un modo
específico: es una narración que nos remite al propio centro del ser que
busca contribuir, participar de forma natural, bailar para siempre la
danza de sus congéneres. Es una historia de relaciones, que no de
individuos, de gestos, de formas de comunicación y de movimientos,
que no de separación de objetos o identidades. «Nosotros» habla de los
espacios compartidos entre dos. Como la naturaleza de la relación
entre ondas y partículas lumínicas, «nosotros» es una entidad viva y, al
mismo tiempo, un proceso de desarrollo en ciernes. Este nuevo ser,
nuestro «nosotros», aparece siempre y cuando lo busquemos, ya sea en
la entidad vital de nuestra empresa, de una comunidad o de un grupo
de dos. Sólo entonces, la entidad llamada «nosotros», surgirá para
cobrar vida propia.
Al contar esta historia, el individuo se convierte en el canal idóneo
de su nueva entidad que abarca, sin límites, todo cuanto quiere, con sus
oídos, sus ojos, sus sentimientos y sus pensamientos. Esta pauta se
centra en una modalidad de liderazgo que no se basa en las
distinciones obtenidas en el campo de batalla sino en el valor de hablar
en representación de todos los seres humanos y pensando en lo
posible.
Los pasos de esta pauta son: 13

13 Contar la historia del «nosotros», la historia de los hilos


invisibles que conectan a todos los individuos, es decir, la
historia de lo posible.
2) Escuchar y buscar ese «algo».
3) Preguntar: «¿Qué es lo que queremos “nosotros” que suceda?».
«¿Qué es lo más ventajoso, para mí en “nosotros” y para todos
en “nosotros”?» «¿Cuál es el paso siguiente?»
La alquimia de «nosotros»
Roz: es difícil pensar que la emergente entidad del «nosotros»
pueda encontrarse en un entorno habitado por niños esquizofrénicos o
autistas y, sin embargo, sucedió. Fue a finales de los años sesenta en el
Master‟s Children‟s Center de Nueva York, cuando investigábamos un
tratamiento. Una de mis pacientes era una niña poética y extraña; tenía
nueve años y se llamaba Victoria Nash. Esta criatura era capaz de
adoptar repentinamente una postura y sostenerla durante horas.
Debíamos interpretar su significado, siempre y cuando tuviéramos el
referente de algo así como: «¡Ah!, eres Giselle y estás triste» y,
además, sus poses siempre iban acompañadas del extraño movimiento
de uno de sus pies.
«¡Vaya a la tienda!», solía gritar mirando hacia el infinito, «y
consígame lo que quiero.» Yo debía esbozar una sonrisa y con toda
solemnidad, acceder a sus deseos. «Sí, majestad», le respondía y, tras
una reverencia, me dirigía a la tienda. El juego me divertía bastante y
puesto que me considero una persona sensible, me esforzaba por
interpretar sus deseos. Pensé que así conseguiría establecer una buena
relación con mi paciente. Hurgaba en los anaqueles porque considero
que una buena terapeuta debe conocer las necesidades de su cliente.
«¿Qué querría? ¿Algo para leer?» No. «¿Alguna golosina?» Pero no
era el tipo de niñas a quienes les gusta la comida basura. Durante un
momento, una gran lata de estofado de ternera Dinty Moore me llamó
la atención. Mi mirada recorrió las bebidas gaseosas y los zumos de la
sección de refrigerados y regresé a la de alimentos enlatados. Elegí una
lata de Dinty Moore.
Al regresar me encontré a Victoria erguida sobre la moqueta azul
de una habitación completamente blanca, interpretando una de sus
poses características. Pensé: «Soy su víctima propiciatoria. En un
momento u otro, nos inventará a las dos, porque tiene el poder y
porque es su juego. Esto no tiene nada que ver con mi capacidad para
acertar sus antojos ni con lo que le he comprado. Estamos ante un caso
de “nosotras”». Ante mí se presentó con toda nitidez la historia de un
ser humano a quien yo había estado tratando únicamente desde el
punto de vista de mi orgullo personal. Me di cuenta de que había-
mos llegado al momento crítico. Victoria iba a pronunciarse de un
momento a otro y, según su criterio, ambas íbamos a averiguar si
nuestra relación había sido fructífera o no. Me armé de valor y me
coloqué ante ella. Asió la bolsa que yo le ofrecía y, dándose la vuelta,
comprobó primorosamente su contenido. Con un gesto de alivio, gritó
de alegría: «¡Oh, señorita Stone!, ¿cómo sabía usted que ésta es mi
marca favorita?».
Victoria había elegido contar una historia de «nosotros», en
femenino en este caso. Una historia de conexión y de satisfacción.
Hubiera podido hacer lo contrario y manifestar su despecho o criticar
mi elección. Esta historia debe obrar como una constante en todos
nosotros, para poder elegir tanto si se trata de una relación amorosa
como de la infidelidad de un compañero. Podemos elegir entre contar
«nuestra» historia o la historia del otro.

Normalmente, cuando hablamos del pronombre personal


«nosotros», nos referimos a «yo más el otro» o a «yo más los demás».
Las preguntas «¿qué hacemos?» o «¿qué es bueno para nosotros?», se
refieren en general a un compromiso entre lo que yo quiero y lo que
quiere el otro. Se supone que los seres humanos somos singulares y
constantes y que nuestros deseos son perdurables. Es lógico que a
veces nos salgamos con la nuestra y otras, no. Somos ganadores y
perdedores y las estructuras competitivas nos marcan de dos formas:
por una parte tendemos a exagerar y a esconder parte de la verdad para
salvaguardamos, mientras que por la otra, nos lanzamos a la ofensiva y
a la defensiva para proteger nuestros intereses. Con demasiada
frecuencia repartimos ultimátums y, a la hora de la verdad,
escondemos la cabeza bajo el ala.
La pauta del «nosotros» ofrece una forma alternativa de obrar frente
a los conflictos porque parte de premisas nuevas, porque no supone de
antemano que los deseos y las voluntades son sentimientos estáticos,
sino que cada individuo piensa y siente a su modo y, por ende, que
todos tenemos cabida en el diálogo.
Veamos algunos ejemplos del modelo yo/los demás, de la pauta del
«nosotros».
Modelo yo/y los demás:
Él dice: «O me suben el sueldo, o me voy».
El jefe disimula o le miente o intenta calmarle o le persuade para
que desista en su actitud.

Comparemos el caso anterior con la pauta del «nosotros», donde el


espacio entre dos tiene cabida, porque es donde reside precisamente el
«nosotros» y porque está en movimiento constante. A menudo, la
simple utilización del término «nosotros» puede hacer cambiar la
situación: Pauta del «nosotros»:

Él dice: «Al parecer, ambos estamos satisfechos con mi trabajo y


creo que nos respetamos mutuamente, pero este salario que recibo
no satisface todas mis necesidades. ¿ Qué queremos que suceda
aquí? ¿Cómo podemos mejorar las cosas?».

Veamos otra conversación modelo yo/y los demás:

Ella dice: «Si no dejas de ver a esa mujer, me separo de ti».


Él le miente o intenta apaciguarla o intenta convencerla de que
necesita un poco más de tiempo.

Veamos el mismo caso a la luz de la pauta del «nosotros»:

Ella dice: «Esta situación es insoportable y creo que tú tampoco


eres feliz. Estoy tan indignada que no sé cómo actuar. No obstante,
te amo. ¿Qué queremos que suceda aquí? ¿Qué es lo mejor para
los dos?».

Esta pauta nos proporciona un método para adoptar al «otro» como


si fuera «yo».
En lugar de ampliar miras, los métodos tradicionales para resolver
conflictos sólo tratan de la relación yo/y el otro y suelen aumentar los
niveles de discordia porque se centran precisamente en la dicotomía de
la situación, en los intereses encontrados. El resultado suele ser privar a
los individuos enfrentados de la oportunidad de formular sus deseos, de
incorporar el todo a su historia para obtener justamente lo
que desean: la oportunidad de conectar mediante los sueños y las
visiones de uno de los dos.
No obstante, si bien es cierto que la pauta del «nosotros» puede
mejorar cualquier aspecto de nuestra existencia, tampoco deja de
comportar ciertos riesgos. No se trata de una técnica para llegar a
decisiones basadas en elementos conocidos, sino de un proceso integra-
dor que permite llegar al paso siguiente. Nos exige fiamos de la
evolución que nosotros mismos hemos fijado y que servirá para hacer
un largo recorrido. A partir de esta premisa, no podemos controlar el
desenlace sino que será el propio «nosotros» quien lo haga surgir.

Hallar lo perdido
Roz: los meses posteriores a la muerte de nuestra madre, mi
hermana y yo mantuvimos relaciones muy tirantes. Creo que ninguna
de las dos sabía muy bien cómo comportarse. En mi forma típica de
actuar, el corazón me dictaba que debía sentarme con ella y empezar a
aclarar algunos puntos, mientras que ella, mucho más reservada, no
tenía ganas de hablar. Recuerdo haber pasado muchas horas ensayando
en mi mente, por las calles de Boston, largas conversaciones con ella
que, naturalmente, no podía escuchar puesto que no estaba presente.
Pasó mi aniversario y seguíamos manteniendo la distancia.
Naturalmente, esto me hizo sentir todavía peor. Un buen día di en el
clavo al preguntarme qué nos estaba sucediendo. Quiero decir que me
permití dirigirme al espacio que existe entre nosotras. Toda la energía
que había malgastado hasta ahora para construir un argumento
convincente, es justamente, lo que nos había alejado aún más si cabe.
Yo la echaba mucho de menos. Se me ocurrió que si pudiera verla
físicamente, podríamos encontrar una solución. La llamé y le propuse
desayunar. Vivía en otro Estado, lo cual significaba levantarme de
madrugada para llegar a Connecticut a tiempo. La encontré en la
cocina, enfundada en su camisón, tal y como recordaba a mi hermana,
mi persona favorita.
Charlamos alegremente mientras tomábamos café y luego dimos un
largo paseo por los caminos del bosque de Ashford, mientras Chloe, su
perra labrador castaño, iba y venía, trotando sin cesar.
¿De qué hablamos? De arquitectura, del campo, de los gatos que
Chloe quería visitar a toda costa en una granja cercana. Comentamos
episodios del pasado en los que intervenía nuestra madre, una mujer
única. También comentamos un ensayo que estaba escribiendo para su
proyecto universitario. Nunca mencioné «lo mío» y no sé si sería por la
belleza del paisaje o por qué otra razón, pero cuando nos despedimos y
volví a meterme en mi coche, se me habían acabado las ganas de
hacerme inútiles discursos interiores.
¿Habíamos resuelto algo? Obviamente, no. Pero ese «algo», como
suele suceder en muchos casos, estaba hecho de un tejido que, por muy
real que a mí me pareciera, no concordaba con lo que habíamos vivido
y sentido juntas. Habíamos paseado, gesticulado y reído bajo aquel sol
matutino y, como por arte de magia, las barreras se habían esfumado. A
partir de aquel momento me pareció que mis desacuerdos con mi
hermana podrían subsanarse de otra manera.
Nuestras desavenencias tienen poca importancia comparadas con las
hostilidades que se dan a nivel mundial, en las que se cometen enormes
injusticias y la ira se desata entre pueblos hermanos. En algunas
ocasiones, es preciso «aparcar» ciertos problemas y permitir que en el
punto más álgido de la desesperación o del enojo transpire ese rayo de
luz, ese nuevo invento que nos permite ver el bosque.

No hay enemigo humano


Una pareja a punto de separarse acudía a mi consulta de
psicoterapia, para ver si podía solucionar sus desavenencias. El marido,
que se había mostrado muy reticente a asistir a la sesión, estaba sentado
en el rincón más alejado. Su mujer estaba furiosa por la costumbre que
él tenía de retirarse, justo como sucedía en aquel momento, y porque la
dejaba sola demasiado a menudo. A medida que la tensión crecía, ella
le suplicaba, le acusaba y finalmente estalló gritándole: «¡TÚ NO ME
QUIERES!».
«¿Cómo podría hacerlo si se comporta así?», me oí a mí misma,
gritando también y dándome cuenta de inmediato que me había
interpuesto en su relación. Me asusté y no tengo ni idea de cómo se
sintieron ellos. ¡ Allí estaba yo, a un palmo de una mujer a quien se
suponía
que estaba ayudando, con quien había tenido un trato bastante íntimo, a
quien conocía muy bien, desgañitándome y perdiendo la compostura de
la forma menos terapéutica que era capaz! Había perdido los papeles y
sólo cuando pude mirarla directamente a los ojos, fui capaz de ver su
interior.
«Sé que no es usted misma cuando le increpa de ese modo», le dije.
«Sé que le ha gritado eso por necesidad de venganza. La venganza es
una vocecilla, una criatura que chilla a su lado y que conseguirá
destrozarles.» De repente, los tres fuimos capaces de visualizar esa
criatura, como una sombra que se interponía entre nosotros.
No sé cómo fue, pero me sentí recuperada, la ira se había
desvanecido y recobramos nuestro hilo conector. Entonces fui capaz de
notar otras cosas, de entender que esa criatura entrometida era una
carga mucho más pesada para mi cliente que para su marido o para mí.
Reconocí el círculo vicioso en se encontraba para poder culpar a su
marido de su propio y atroz comportamiento y que, a su vez, ésa era la
única forma de mantenerse cuerda. Mientras tanto, la «Criatura
Vengativa» estaba celebrando su victoria. Era evidente que se trataba
de algo que en su infancia había brotado de su interior, se había
formado una identidad propia y no había evolucionado desde hacía
mucho tiempo. Al mismo tiempo, yo no podía olvidarme de que se
trataba de una metáfora.
Saliendo de su retiro, el hombre se aproximó a su mujer y
empezamos a hablar. «No le va a gustar que la hayamos descubierto»,
les dije, refiriéndome a la criatura de mi metáfora. «Desde ahora
mismo, ya está buscando artimañas para ver cómo vuelve a
entrometerse.» La mujer se dirigió a su marido: «Tiene razón»,
balbuceó, «¡no me gusta ser así!». Por el tono de su voz, era evidente
que el hombre la había comprendido. Con cara de pena, me miró y me
preguntó: «¿Qué debo hacer para librarme de esa criatura?».
Como si fuera experta en «Criaturas Vengativas», me sentí capaz de
responderle que nunca podría librarse de ella pero que, una vez
identificada, le resultaría mucho más fácil comportarse porque sabría
exactamente qué cabía esperar. Sabía que si se resistía, la criatura
recobraría sus agallas y que si, por el contrario, la sacaba a la luz, la
dominaría. «Llámela por su nombre», le dije, «imagínese que siempre
está al acecho y pregúntese a menudo qué está haciendo.»
Esta aparición, mitad descubrimiento, mitad ficción, había
permitido que se desmoronaran las barreras que impedían fluir la
compasión, aunque no es menos cierto que los tres nos habíamos
comportado con bastante grosería. Ahora comprendíamos que cuando
se liberan los sentimientos, podemos convertirnos otra vez en las
personas que se supone debemos ser. Cuando describimos la venganza,
la avaricia, el orgullo o el temor como lo que son, los malos, y las
personas se convierten en la esperanza, entonces podemos crear lo
posible. No hace falta reprimirnos ni comprometemos. Con nuestra
capacidad para inventar podemos ser apasionados, los unos para los
otros y también para todo cuanto existe a nuestro alrededor. Jamás
necesitaremos tachar de enemigo a ningún ser humano.

El terrorismo es, en la actualidad, una de las expresiones de


venganza más extremas, que rompe todos los vínculos de confianza en
una comunidad. En este proceso que al parecer es inexorable, ¿cómo
podemos aplicar la pauta del «nosotros»? En efecto, ¿tiene cabida el
«nosotros» en una comunidad afectada por los actos de los terroristas?
El individuo que decide aplicar la pauta del «nosotros» empieza por
generar su propia historia del «nosotros»: así, deberá saber que los
seres humanos son sus propios seres centrales, que las comunidades
siempre desean evolucionar hacia la integración y que el enemigo al
que quieren conquistar no es nunca un ser humano. Para ello deberá
expresar todo aquello que preocupa a un grupo, planteándolo no como
un problema que debe ser resuelto, sino como la declaración rotunda de
que todo puede suceder y ser posible. Es preciso que reitere este
convencimiento hasta que se haga patente en todos y cada uno de los
integrantes del grupo sin excepciones y, además, que respalde el
enunciado mediante la pregunta «¿qué es lo mejor para nosotros?».
Veamos lo que dicen muchas voces:

«El terrorista que ha puesto la bomba debería morir por los crímenes
cometidos.»
«Esto aumenta la violencia.»
«El y todos los que son como él deberían estar encerrados para siempre.»
«¿Quién se reinserta con estas medidas?»
«¿Qué podemos hacer para que esto no se repita?»
«¿Cómo resarcir a las familias?»
«La ira no conoce límites.»

«El terror atenaza nuestra comunidad.»


«¿Qué podemos hacer con los niños?»
«¿Cómo sucede todo esto?»
«¿Qué queremos que suceda?»

La historia del «nosotros», mediada por una o más personas,


empieza a dibujarse. Es posible que cuando su voz comience a
manifestarse, se exprese así: «Si queremos fortalecer a la comunidad
para protegerla contra las fuerzas inhumanas, deberemos incluir en el
debate a los terroristas, junto a sus familias, las gentes del pueblo, las
fuerzas de seguridad y el gobierno. Oigamos qué tiene que decir este
último, puesto que forma parte del “nosotros” sobre lo sucedido y qué
medidas sugiere para el bien de la comunidad».

Sin-fo-nía

Roz y BEN: un amigo común que habíamos conocido durante el Foro


Económico Mundial celebrado en Davos, Suiza, tuvo la generosidad de
invitamos a visitar Sudáfrica, cosa que hicimos en verano de 1999 con
Alexandra, la hija de Roz. Quedamos maravillados por la belleza y la
variedad del paisaje pero también nos sorprendió constatar que en todas
partes se hablaba sobre el país. Tuvimos muchas reuniones con
personas muy interesantes, con ministros del gobierno en Ciudad del
Cabo, con artistas de Johannesburgo, empresarios en Pretoria y
maestros de música en Soweto. Todos sin excepción hablaban de su
país. Sudáfrica estaba en boca de todos, la de nuestro chófer incluida,
la del personal de la limpieza, del cocinero y del gerente de la Orquesta
Sinfónica. Decidimos que para todos ellos, su país representaba la
evocación de una sinfonía, de una entidad viva.
De regreso de una clínica que Alexandra había estado visitando en una
pequeña ciudad que llevaba su nombre, nos comentó: «Lo más
inaudito sobre esta gente es que nadie se esconde de nada y que todos
sus problemas están ahí, para quien los quiera ver. Ahí están esos
míseros campamentos y también la disparidad más aplastante. Y en
lugar de disimular, se toleran. Me parece que se debe al hecho de que al
querer algo distinto, no se avergüenzan de lo que hay, sino que no
identifican a ningún grupo en particular con ningún hecho determinado
y, todos a una, se interesan por el cambio colectivo. Consideran que el
problema es de todos, como si fuera un hueso roto. Me preguntó cuánto
tiene todo esto que ver con la labor de la Comisión por la Verdad y la
Reconciliación».

Verdad y reconciliación
El gobierno sudafricano de Nelson Mándela se enfrentó al dilema
que debe resolver toda nación que ha padecido durante largo tiempo
episodios de brutal violencia. ¿Qué actitud se debe adoptar ante los
culpables? En una sociedad tan malherida, ¿qué pasos hay que tomar
para no incrementar aún más su malestar? ¿Qué política hay que
desarrollar para sacar adelante el país?
El gobierno de Sudáfrica puso en práctica un plan de acción cuyos
parámetros se ceñían al modelo de lo posible. Su decisión pretendía no
excluir a nadie y se nombró al arzobispo Desmond Tutu director y
cabeza visible del plan. La Truth and Reconciliation Commission
(TCR) [Comisión para la Verdad y la Reconciliaciónl ofreció la
amnistía a todos los individuos dispuestos a declarar públicamente toda
la verdad y que pudieran demostrar que todos sus actos violentos
habían sido cometidos por motivos políticos. A quien no estuviera
preparado para hacer una declaración pública lo debería juzgar un
tribunal en la forma acostumbrada. La Constitución sudafricana hacía
también suyas las conclusiones de la TRC: «Necesidad de comprensión,
no de venganza, necesidad de reparación, no de represalia, necesidad de
ubuntu (hermandad), no de victimización».14

14 Anthony Sampson, Mándela: The Authorized Biography, Nueva York, Knopf.


1999,pág. 521.
Al establecer la TRC, el gobierno de Mándela asumió un alto riesgo.
Después de todas las atrocidades cometidas, ¿no era necesario hacer
justicia para evitar que los ciudadanos la buscaran por sus propios
medios? Al parecer la TRC se fundaba en otros presupuestos, en la
premisa de que los humanos somos en realidad unos individuos
ansiosos de conectarnos con los demás, mediante una estructura que
nos permita derribar todos los obstáculos. Asimismo, la TRC partió de
la base de que una comunidad es capaz de evolucionar naturalmente
hacia la integración cuando actúa de forma abierta y con una actitud
expansiva. La TRC se basó en unos parámetros de lo posible cuyos
resultados, como es natural, no podían conocerse de antemano.
La «verdad» se iba revelando a medida que pasaba el tiempo y en
mayor medida de lo que la TRC había podido prever. Mientras se iban
desvelando todas las historias y las definiciones de doble filo, tanto las
de las víctimas como las de los criminales, el paisaje dibujado cobraba
un aspecto nuevo, lo cual permitía una mejor comprensión y el
establecimiento de un profundo sentimiento de conexión entre los
participantes en el proceso, como comprobamos durante nuestra visita.
No era infrecuente, al parecer, encontrarse con criminales que en un
momento dado rompían a llorar al prestar declaración sobre las vilezas
cometidas, a menudo ante los ojos de las familias de las propias
víctimas.
Una joven, después de haber escuchado en palabras de un policía de
qué forma había sido asesinada su madre, hizo la siguiente declaración:
«La TRC nunca tuvo como objetivo primordial tratar sobre la justicia,
sino sobre la verdad».15 Se trataba de poner a un lado el impulso de
venganza latente en todo individuo, a fin de ver al enemigo como un ser
humano, como una parte del «nosotros», puesto que sólo así podía
prosperar la transformación social en el marco de lo posible.
Y, en palabras de Nelson Mándela, «la TRC nos ayudó a olvidar el
pasado para concentramos en el presente y en el futuro»,16 lo cual
significa que aquella sociedad disponía de la libertad necesaria para dar
el paso siguiente.

15 Gillian Slovo, Guardian, 11 de octubre de 1998, citado en Sampson, Mándela, pág.


521.
16 Sampson, Mándela, pág. 524.
Si bien es cierto que las visiones pueden perder su vigencia, no así el
«nosotros», que sigue el ritmo de los latidos del corazón y que impulsa
lo posible en la extensa melodía humana. La transformación implícita
en pasar del «yo» al «nosotros» es fruto de una larga práctica, y también
es la constante de este libro: la disolución intencional e incesante de las
barreras que nos separan, con objeto de lograr que cada uno pueda tener
su voz personal y propia dentro del coro, siempre cambiante, formado
por todos «nosotros». A cada elemento de este coro le está permitido
ensayar cada día y desde cualquier parte, porque la pauta del «nosotros»
se alimenta de todas las demás pautas. Si afinamos nuestro oído
seremos capaces de escuchar todas las voces del conjunto cantando en
perfecta armonía.

Rosario
BEN: la Joven Orquesta Filarmónica del Conservatorio de Nueva
Inglaterra estuvo en cierta ocasión de gira por Chile; un día debíamos
efectuar una grabación por la tarde y dar un concierto por la noche.
Decidí que era preferible no ensayar por la mañana para no agotar a los
jóvenes músicos, pero también temía que si los dejaba libres iban a
hacer de las suyas por la ciudad. Reuní a los ochenta y ocho integrantes
en un amplio salón del último piso del hotel Carrera de Santiago. Les
había pedido de antemano que llevaran consigo sus partituras, a fin de
hacer un repaso, pero en lugar de adoptar el papel de maestro les invité
a comentar sus impresiones acerca de la gira y muy especialmente sobre
las interpretaciones que habíamos efectuado hasta aquel momento.
Todos respondieron espléndidamente, como si hubieran estado ansiando
que les hiciera aquella pregunta. Acto seguido se dispusieron a ejecutar
la música sin necesidad de que yo interviniera en la dirección y durante
aquella larga sesión de tres horas algunos de los músicos decidieron
libremente efectuar algunas observaciones. Curiosamente muchos de los
comentarios no se referían a sí mismos, sino al modo de ejecutar de
otros compañeros, con lo cual un trompeta aportó unas sugerencias
interesantes sobre un pasaje de violín, y así sucesivamente. Me sentí
muy orgulloso de ellos.
Dos días más tarde debíamos efectuar un viaje de doce horas en
autobús, cruzando el continente en dirección a Argentina. El viaje,
debido a una serie de contratiempos, duró unas diecisiete horas. La
noche anterior habíamos dado un concierto en el famoso Teatro Com-
munale de Santiago de Chile y nos dirigíamos a Buenos Aires para
tocar en el renombrado Teatro Colón. También estaba previsto parar en
dos pequeñas ciudades por el camino para ofrecer sendos conciertos.
No oí ninguna queja durante aquel largo trayecto, aunque debo confesar
que estaba bastante preocupado por la fatiga que aquellos jóvenes
podían llegar a acumular, lo cual, sin duda, afectaría a nuestra
actuación en un pequeño teatro de la ciudad de Rosario.
Teniendo en cuenta que estábamos muy familiarizados con la
Sinfonía n° 9, Del Nuevo Mundo, de Dvorak, intenté encontrar un
método distinto para ensayar. Pedí a la orquesta que cambiara sus
asientos habituales de modo que cada joven intérprete se encontrara al
lado de un instrumento totalmente nuevo para él. Un primer violín se
situó al lado de los timbales, un oboe entre las violas y un como entre
los violoncelos. Uno de los contrabajos llegó a situarse entre el solista y
yo mismo. Se trataba de que todos los músicos oyeran sonidos y
texturas distintos a los que habitualmente estaban acostumbrados.
Por otra parte, y como era costumbre siempre que nos hallábamos
de gira, leí una cita que servía de inspiración antes de comenzar el
ensayo: «Una puerta se cierra, pero otra se abre». Mientras citaba esas
palabras les pedí que imaginaran que estaban todos completamente
ciegos, y cuando empezaron a tocar Dvorak observé que sus ojos
permanecían aún completamente cerrados. Al cabo de un breve tiempo
les pedí que pararan de tocar. Estaba muy claro para todos que después
de haber trabajado con rigor durante tanto tiempo habíamos perdido las
nociones de flexibilidad y de libertad, y que ante la ausencia de un líder
visible, la rigidez se había instalado en la formación. «Cuando la puerta
de la visibilidad se cierra», les interpelé, «¿qué puerta tiene más
probabilidades de abrirse?» La respuesta inmediata en boca de buena
parte de aquellos jóvenes fue: «La del oído». Comenzamos de nuevo.
Mientras tocaban me dirigí al fondo de la sala y quedé asombrado al
comprobar que un nuevo modo de interpretar emergía en aquel re-
cinto y que era muy parecido al paisaje que aparece ante nuestros ojos
cuando, finalmente, llega el alba. Ochenta y ocho músicos de entre los
cuales ni uno sólo se había aprendido la partitura intencionadamente de
memoria, estaban tocando sólo con el corazón el primer movimiento de
la Sinfonía Del Nuevo Mundo de Dvorak con una elasticidad de tempo
inusual en cualquier orquesta formada por músicos videntes e imposible
de ser ejecutada por una orquesta de invidentes. Cuando miré a mi
alrededor comprobé que todos los allí presentes, profesores y
estudiantes de música de Rosario, tenían los ojos llenos de lágrimas.
Tanto ellos como yo estábamos muy emocionados debido al nivel de
conexión que aquella joven orquesta había sido capaz de alcanzar y
que, ante todo, era como una voz nueva, una voz auténtica que
acariciaba nuestros oídos por vez primera.
Regresé al escenario ebrio de entusiasmo y les sugerí que
imaginaran que habían recuperado la vista y que, además, se
encontraban a orillas de un Nuevo Mundo auditivo. Una vez más
interpretamos el primer movimiento de la sinfonía de Dvorak, todos
con los ojos abiertos y con los oídos perfectamente afinados.
Experimenté la sensación, tan anhelada, de estar en perfecta armonía
con mi espíritu: no había director ni tampoco dirigidos, sólo armonía.
Fue el momento cumbre de aquella gira y de todo el año. Me llena de
emoción recordar que todo esto sucedió en una pequeña ciudad, entre
dos conciertos muy importantes, donde no se esperaba que ocurriese
nada de particular.
\

No me interesan las gestas ni los grandes planes, ni


tampoco las instituciones magníficas, ni los éxitos enormes.
Estoy a favor de lo diminuto, de las fuerzas humanas
invisibles que se transmiten de una en una, colándose por las
fisuras del mundo a modo de pequeñas raíces o de capilares
porosos de agua que, con el tiempo, se transforman en
sólidos monumentos, que son orgullo de la humanidad.

WILLIAM JAMES
Coda

Es posible que haya acudido usted a este libro en busca de


soluciones para problemas muy concretos, o tal vez lo haya abierto
para echarle un vistazo como un viajero ocioso. No le habrá hecho
falta leer muchas páginas para averiguar que este libro no sirve para
resolver sus problemas y que tampoco se trata de una obra para pasar
el rato. Lo que pretendía es suministrar al lector herramientas para su
transformación.
¿Qué transformación? La que le permitirá pasar de ser una persona
que se tropieza con los retos que la vida le presenta a ser otra que
diseña el escenario en el cual su vida se desarrolla como una melodía:
de una simple nota a una completa partitura, de una expresión parcial a
una total, del «yo» al «nosotros».
¿Cómo? Por la misma senda que siguen los músicos que quieren
llegar al Carnegie Hall: practicando. Elija las pautas que le resulten
más afines, las que le mantengan dentro de la embarcación. Ellas
modularán su voz como una contribución irrepetible para todos
nosotros. Puede apartar su atención de la embestida de las
circunstancias y escuchar la música de su propio ser. Así fluirá usted
mismo con su melodía hacia el mundo.
Es posible que a lo largo de nuestra narración haya ido redibujando,
de algún modo, su imagen del mundo. Ser «adulto» puede haber
cambiado de significado para usted. Quizá le ha recordado al artista,
una persona como usted que asegura vivir en su universo y recrea su
existencia con sus manos. El adulto como artista, un músico con una
sola pierna que se desliza por el universo cooperante, una vía que
conduce hacia lo posible.
¿Recuerda cómo soñamos de niños con la deliciosa libertad y el
poder de ser mayores? El sueño se fue desvaneciendo, no se sabe
cómo, con el tiempo, y sólo recobramos la energía con un trabajo bien
hecho, una alegre reunión, un fin de semana bajo el sol. Revisemos la
historia, ahora que ya sabemos que todo está inventado.
Reconozcamos que en alguna ocasión, por el camino, quisimos cargar
con demasiado peso o resbalamos u oímos demasiadas voces en
nuestra mente, y acabamos por extraviamos. Aquello que tan
claramente vislumbrábamos como posible cuando éramos niños se
hundió en una espiral descendente y olvidamos la promesa de nuestro
nacimiento.
¡Fascinante!
Miremos alrededor. Este día, esas personas en tu vida, el llanto de
un bebé, una reunión inminente: de repente no parecen ni bueno ni
malo. Resplandecen con toda su maravilla tal y como son.
¡Despertémonos de nuevo! Demos la bienvenida al sueño revivido.

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