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El arte de lo posible
Transformar la vida
personal y profesional
i iluto original: ¡ ne nn oj rossioiiuy
Publicado en inglés, en 2000. por Harvard Business School Press, Boston (Mass.)
Cita extraída de la película fíabe [Babe, el cerdito valiente), dirigido por Chris Noonan,
producida por George Miller, Doug Mitchell y Bill Miller. Copyright © 1995 Universal
City Studios Inc.
Cita extraída de la película The Shawshank Redemption [Cadena perpetua], dirigida por
Frank Darabont. producida por Niki Marvin. Copyright © 1994 Castle Rock Entertainment
I. a edición, 2001
4.a edición, abril 2011
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EMILY DICKINSON
Vivo en lo posible/lugar más bello que la prosa/tiene más ventanas/y numerosas puertas
./De estancias como los cedros/ávidas de miradas/y como tejado estable/las bóvedas
celestiales ./Para visitas, óptimo ,/para ocupación, esto 7su alcance ensancha mis pequeñas
manosypara albergar el paraíso.
Sumario
El equipo
Nosotros, los autores, Ben y Roz, hemos conseguido desarrollar
este enfoque a partir de dos perspectivas distintas que se
complementan mutuamente. Ben es el director de la Orquesta
Filarmónica de Boston, además de un maestro y un comunicador
extraordinario, capaz de
fascinar con su capacidad de apasionamiento a una orquesta, a sus
audiencias y al publico en general. Su energía sin límites se extiende a
su alrededor y contagia a los demás, para alcanzar metas
extraordinarias y cumplir todos los objetivos que se propongan. Tanto
en la música que ejecuta como en las conferencias que imparte, así
como en todas las acciones que conforman su vida, Ben transmite puro
entusiasmo y anima a la acción. Si existe un tempo de transformación,
Ben lo sabe y se guía por él. Sabe cómo tocar nuestras mentes y
corazones mediante su persuasión, su humor y su música. En nuestro
equipo, Ben es la voz y la exuberancia.
Roz se mueve en un terreno más íntimo. Tiene su propia consulta
de terapia familiar, supervisa proyectos de grupo y trabaja con
individuos cuya intención es la de transformar sus conflictos y metas
personales. Siempre está dispuesta a escuchar lo que le cuentan acerca
de quiénes son y cómo funcionan sus mundos, y sabe dotar a sus
pacientes de las herramientas necesarias para que reformulen sus
circunstancias personales, permitiéndoles alcanzar estados de
satisfacción que nunca imaginaron. Roz detecta en las personas ese
anhelo por un futuro más esperanzados por un mundo personal que
aún no existe, y les ayuda a crear ese marco que convierta sus deseos
en una realidad palpable. Asimismo, Roz practica el arte de lo posible
desde su perspectiva de pintora de paisajes y de escritora. En este libro
verán que ella se encarga de introducir los temas, y que la narración de
cada caso queda a cargo de las voces de sus protagonistas.
Los dos juntos trabajamos en equipo. La presencia pública de Ben
hace que a menudo tenga que lidiar con situaciones que requieren
nuevas formas de liderazgo y nuevos marcos de reflexión. Si las
cuestiones que decide consultar con Roz tienen implicaciones más
delicadas, ésta realiza bocetos en su estudio hasta que consigue dar
con el enfoque adecuado. Con estos nuevos diseños, Ben sale a la
palestra y comprueba su eficacia en el mundo real. Ésta es la esencia
de nuestra relación, permanentemente viva y en movimiento.
Compartimos la creencia de que es posible lograr mucho más de lo
que generalmente pensamos.
El diseño
Pautas
Los pautas de comportamiento empresariales y de relaciones
humanas más usuales se basan en ciertos supuestos y en la aceptación
compartida de creencias y costumbres sociales. Aunque dichas
circunstancias hayan ido cambiando con el paso del tiempo, su uso
continuado tiende a reafirmar las viejas creencias. Por eso nuestros
hábitos cotidianos nos parecen correctos y acertados tanto si han ido
variando como si no al compás del tiempo. Así, se va forjando una
cultura comercial que se perpetúa aun cuando su utilidad pueda,
entretanto, haber caducado.
Este libro ofrece la oportunidad de adoptar unas pautas que nos
transformarán y que, bajo la óptica de la normalidad, tal vez parezcan
ilógicas o contrarias a lo que nuestro sentido común nos dice acerca
del funcionamiento del mundo. Su propósito es dar comienzo a un
nuevo modo de entender lo cotidiano, basándose en supuestos poco
comunes acerca de la naturaleza del mundo que nos rodea. La historia
de fenómenos que han supuesto una profunda transformación en
nuestras vidas. Internet por ejemplo, los cambios paradigmáticos en el
ámbito científico o la popularidad de una nueva religión, sugieren que
el cambio no ocurre tanto por razonamientos coherentes acerca de lo
nuevo, sino debido a la generación de pautas reiteradas que desplazan
de su seno la experiencia real de una cultura.
Así pues, las pautas que se presentan en este libro no tratan de
provocar cambios sustanciales que desemboquen en nuevas formas de
hacer las cosas, basadas en antiguas costumbres, y no tratan de mejorar
al individuo. Su misión es enseñarle cómo cambiar por completo la
posición, la percepción, las creencias y los mecanismos para pensar
que hasta ahora ha utilizado. Estas pautas le ayudarán a transformar
completamente su universo personal.
Roz: contratamos a Carol Lynn Alpert para que editara nuestra obra y
nos ayudara a darle forma puesto que se trata de un libro donde hay que
entretejer elementos muy diversos y conseguir una especie de partitura.
Mientras Ben se paseaba por el mundo intentando reanimar a no pocos
ejecutivos, orquestas y otros estudiantes, Carol Lynn se unía a mí cuando
esta obra ya llevaba un tiempo de gestación para organizar y conformar sus
voces, sus historias, sus palabras y, también, sus comas. Supo hacerlo con
notable inteligencia, con frescura e imaginación y un notable sentido
lúdico. También consiguió hacerme abrir los ojos y el corazón ante la
posibilidad de formar una asociación fuera del entorno donde había estado
viviendo y debo confesar que, felizmente, nunca volveré a ser la misma.
La capacidad reflexiva de Vikram Savkar ha convertido la investigación
necesaria para terminar este libro en un acto de inteligencia
inconmensurable para nosotros, por sus palabras cuando hemos debatido el
texto y por su gracia al saber encontrar una aguja en un pajar al verificar las
referencias.
2 Richard L. Gregory, Eye and Brain: The Psychology of Seeing, 4a ed., Princeton
University Press, 1990, págs. 21-22, citado por Norretranders, The User IIlusión. pág. 186.
3 D. O. Hebb, «Science and the World of Imagination», Canadian Psychology, 16
(1975), págs. 4-11.
4 J. B. Deregowski, «Real Space and Represented Space: Cross-Cultural Perspecti-
ves», The Behavioral and Brain Sciences, 12 (1989), pág. 57, citado por Nprretranders,
The User IIlusión. pág. 187.
un pasajero reconoció a Pablo Picasso en un tren y preguntó al artista
por qué no pintaba a las personas «tal y como son de verdad». Picasso
quiso saber qué quería decir su interlocutor con aquellas palabras. El
hombre abrió su cartera, sacó una foto de su esposa y le dijo: «Mire, es
mi mujer», a lo cual Picasso comentó: «Es pequeña y lisa, ¿no?».5
Para los me‟en, la «fotografía» no existía aun a pesar de tenerla en
sus propias manos. Sólo eran capaces de ver pedazos de papel brillante.
Únicamente a través de la convención de la modernidad reconocemos Ja
imagen fotográfica. Por lo que se refiere a Picasso, la foto era un mero
artilugio, bastante distinto de lo que representaba.
Nuestras mentes también están diseñadas para convertir los eventos
en narraciones, aun cuando no medie ninguna conexión entre las partes.
En sueños, entretejemos con frecuencia las sensaciones más dispares
recabadas durante el día para después darles forma narrativa. Cuando
estamos totalmente despiertos, somos capaces de justificar el curso de
nuestras acciones de forma racional, verosímil y guiándonos por la lógica
de causa y efecto, tanto si las razones aducidas expresan realmente las
fuerzas emocionales subyacentes como si no. Los experimentos efectuados
con individuos que han sufrido alguna lesión en la zona que une los dos
lóbulos cerebrales indican que cuando se estimula el lateral derecho para
que, por ejemplo, cierren una puerta, el izquierdo, desconocedor de las
instrucciones del experimento, producirá una «razón» para justificar la
acción que se acaba de realizar aduciendo, por ejemplo, que «había
corriente».6
Estos tipos de fenómeno son justamente los que invocamos en este
capítulo cuando utilizamos la frase acuñada «todo está inventado». Lo que
en realidad queremos decir es: «Puesto que, en cualquier caso, todo ya
está inventado, más vale que inventemos una historia o un marco de
referencia que tenga sentido y que mejore nuestra calidad de vida y la de
nuestro prójimo».
5 Heinz R. Pagels, The Dreams of Rea son. Nueva York. Bantam. 1988, pág. 163. citado por
Norretranders. The User IIlusión, pág. 188.
6 Michael Gazzaniga, The Social Brain. Nueva York, Basic Books. 1985. págs. 70- 72
(trad. cast.: El cerebro social. Madrid. Alianza. 1993).
Como sucede con las diferencias culturales, casi todos
comprendemos que las interpretaciones del universo varían de un
individuo a otro y de un grupo a otro. Sin embargo, comprender esta
premisa podría inducirnos a pensar que si fabricamos nuestra propia
interpretación de la realidad, igualmente alcanzaremos una verdad
real. Pero la frase «todo está inventado» nos conduce hacia una
noción más esencial: percibimos el universo mediante estructuras
cerebrales evolucionadas y la mente se encarga de construir. Los
significados construidos por la mente pueden ser compartidos y tal
vez nos satisfagan, pero es muy probable que no tengan demasiado
que ver con el universo propiamente dicho. Aún hay más: ¿cómo
podríamos averiguarlo?
Incluso la ciencia, a menudo descrita de forma simplificada como
un proceso ordenado de acumulación de conocimientos basados en
verdades previamente establecidas, incluso la ciencia —repito — , se
apoya en nuestra capacidad de adaptar nuevos datos mediante un
desplazamiento radical de construcciones teóricas previamente
percibidas como verdaderas. Cuando habitábamos el universo
newtoniano, veíamos líneas rectas y fuerzas; en el de Einstein,
observábamos espa- cio/tiempo curvo, relatividad, indeterminación.
La visión newtoniana sigue siendo válida pero, en la actualidad, la
consideramos desde un punto de vista especial, vigente para casos
determinados, sólo cuando se reúnen ciertos requisitos. Cada
paradigma nuevo nos da la oportunidad de «ver» fenómenos que
anteriormente eran tan invisibles para nosotros como lo es una puesta
de sol para la rana.
Para entender mejor el significado de mapa, contexto o paradigma,
consideraremos el famoso enigma de los nueve puntos, sin duda
conocido por muchos lectores. Es posible que recuerden que se trata
de unir todos los puntos con cuatro líneas rectas sin levantar el lápiz
del papel. Si nunca lo ha hecho, pruébelo ahora, antes de pasar
página:
Si es la primera vez que juega, es probable que tenga dificultades
para resolver este rompecabezas porque el espacio externo a los
puntos se le antojará como los confines del mismo. Se trata de un
fenómeno universal que refleja la necesidad de la mente humana de
organizar datos en categorías, a fin de percibirlos. El cerebro clasifica
instantáneamente los nueve puntos como si se tratara de un cuadrado
de dos dimensiones. Y así se queda, inmovilizado y sin solución de
continuidad. El enigma se convierte en una caja con puntitos en sus
extremos aunque, de hecho, nunca ha existido tal caja en nuestra
página.
La pauta
El universo de lo posible
Tal vez pueda parecer que este capítulo establece una dicotomía
simplista entre tener éxito o bien vivir como personas de buen corazón y
compasivas.
Nada más lejos de nuestra intención. De hecho, lo que queremos decir
es que, en general, existen más posibilidades de aumentar sus
posibilidades de éxito en el trabajo y de tener al mismo tiempo una vida
más llena de sentido cuando se piensa que siempre hay un cliente
aguardando ahí fuera, en lugar de creer en la escasez de dinero, de
clientes y de ideas. En general, existen más probabilidades de éxito
cuando se participa con entusiasmo en algún proyecto o en la consecución
de un objetivo, que si uno se obstina en creer que la vida depende
únicamente de ganar, como si eso nos garantizase un mayor vínculo con
las personas que nos rodean. En general, es más probable que los recursos
estén a su alcance en grandes cantidades cuando usted a su vez se muestre
generoso, sin dejar a nadie a un lado, y motive a los demás
transmitiéndoles su pasión por la vida. Por supuesto, no existe ninguna
garantía de que esto suceda así. Cuando pensamos en términos de
abundancia, no nos preocupa tanto controlarlo todo, lo cual significa que
nos estamos arriesgando más. Si decidimos abandonar la promesa de unos
beneficios a corto plazo para cumplir nuestro gran sueño, estamos
arriesgándonos a largo plazo pero no hay ninguna garantía de que al final
de nuestro camino hayamos alcanzado el éxito soñado. En el mundo de
las medidas, nos fijamos objetivos y luchamos. En el universo de lo
posible, fijamos el contexto y dejamos que la vida se desvele.
Futuros prometedores
BEN: treinta alumnos de posgrado están reunidos en el conservatorio
de Nueva Inglaterra para recibir su primera clase del curso. Es un viernes
por la tarde del mes de septiembre. Todos tocan algún instrumento, saben
cantar y están a punto de dar comienzo a una aventura personal que
durará dos semestres. El objetivo es que se sumerjan de lleno en el arte de
la ejecución musical, incluyendo los factores psicológicos y emocionales
que pueden entorpecer su desarrollo y
crecimiento como músicos. Mi promesa a todos los allí presentes consiste
en que, siempre que asistan regularmente a mis clases y se empleen a
fondo para comprender y hacer suyos los matices que forman parte del
curso, se producirá un notable cambio tanto en sus vidas como en su
forma de interpretar música.
Pero después de veinticinco años como profesor de música, cada año
seguía tropezando con los mismos obstáculos. Clase tras clase, los
alumnos entraban en tal estado de ansiedad crónica acerca de la
evaluación de su trabajo, que se negaban a asumir cualquier riesgo al
tocar. Una noche rogué a Roz que me ayudara a reflexionar, para ver si
entre los dos lográbamos dar con un método que disipara el temor de mis
pupilos al fracaso.
¿Qué sucedería si les diera a todos una «A» desde el principio?
Convinimos con Roz que abolir todas las notas no sería una buena
solución, aun en el caso improbable de que el conservatorio aceptara la
propuesta. Los alumnos se sentirían defraudados, pues ello les privaría de
la ocasión de destacar e igualmente seguirían preocupados por su lugar en
la clasificación académica. Decidimos darles a todos la única nota que les
tranquilizase desde el principio, no como una herramienta de evaluación,
sino como instrumento para abrirles las puertas del universo de lo posible.
«Todos los alumnos de esta clase recibirán una “A” durante el curso»,
les anuncié. «No obstante, existe un solo requisito que deben cumplir para
merecer esta nota: en algún momento durante las dos próximas semanas,
cada uno de ustedes me escribirá una carta, fechada en mayo próximo,
con la cabecera siguiente: “Apreciado señor Zander: he conseguido una
„A‟ porque...” y en esa carta me explicarán tan detalladamente como les
sea posible lo que se habrá producido de aquí a mayo, el suceso que les
hará merecedores de esta nota fuera de lo común.»
Al escribir sus cartas, les dije, debían proyectarse en el futuro,
mirando al pasado de forma retroactiva, y detallar todo lo que creían
haber aprendido durante ese período de tiempo; asimismo, tendrían que
indicar qué progresos creían haber hecho. No estaban permitidas las
frases encabezadas con un «confío» o «espero» o «haré». Es posible
mencionar hitos alcanzados, objetivos cumplidos o concursos ganados.
Pero les reiteré que sobre todo estaba interesado por la persona que iban a
ser el
siguiente mes de mayo. Me interesaba principalmente su actitud, sus
sentimientos y el punto de vista de una persona que ha hecho o se ha
convertido en todo aquello que deseaba. Estaban autorizados, les dije, a
enamorarse apasionadamente de aquella persona que iban a describir.
Un joven alumno que estaba aprendiendo a tocar el trombón y que se
tomó mis palabras muy en serio, descubrió el poeta que llevaba dentro y
me escribió la carta que sigue a continuación:
TUCKER DULIN
Mayo próximo
Mayo siguiente
GISELLE HILLYER
CARINA
Sinceramente,
SOYAN Kim
El secreto de la vida
Llevábamos unas semanas del primer año en que habíamos puesto en
práctica el experimento de las «A», cuando se me ocurrió preguntar a la
clase qué sentían sabiendo que la nota máxima estaba adjudicada de
antemano, sin tener que demostrar nada. Un estudiante de Taiwan levantó
la mano, lo cual me sorprendió por varias razones. En primer lugar los
estudiantes orientales no suelen tener la misma fluidez que otros por
razones de idioma y suelen ser más reservados por naturaleza, aunque
también es cierto que algunos de mis alumnos más aventajados provienen
de Asia. Algunos han intentado explicarme por qué prefieren no
participar abiertamente en mis debates. En ciertas culturas orientales se le
da mucha importancia al hecho de tener razón en cualquier contexto,
incluyendo el aula docente. El maestro, por ejemplo, nunca se equivoca, y
la mejor manera de evitar errores es, obviamente, no abrir la boca.
Cuando comprobé que un chico de Taiwan pedía la palabra con tanto
entusiasmo, se la di de inmediato. En Taiwan, nos contó:
Son muchos los que no están de acuerdo con la idea de «poner una
“A”» porque a su modo de ver es inmerecida y niega la posibilidad de
marcar la diferencia entre unos y otros logros. De ningún modo
sostenemos que no debamos reconocer los progresos y el trabajo duro.
Nadie querría escuchar a un violinista que no sepa tocar, ni visitar un
médico que no tiene el título. Los criterios de evaluación son útiles
cuando es necesario definir la cantidad y calidad de los conocimientos
que todo estudiante debe conseguir para ser competente en su área de
elección.
Pero no nos referimos a la evaluación del rendimiento de las
personas cuando proponemos las «A», a pesar de que al fin y al cabo
es una calificación académica. Nuestra intención es reducir en cierto
modo el corsé evaluador que las calificaciones imponen en nuestra
mente, desde nuestra más tierna infancia. La «A» es un invento que
sirve para crear lo posible entre maestro y alumno, jefe y empleado o
cualquier otro tipo de interrelación humana.
La pauta de «poner una UA”» permite al maestro situarse en el
mismo plano que sus pupilos porque les une un interés común, en
lugar de enfrentarse unos a otros. De estas dos actitudes, la primera
permite que mentor y alumno, o jefe y empleado, formen un equipo
que les permita lograr lo posible, precisamente porque están en un
mismo terreno. La segunda actitud se basa en un desequilibrio de
poder que puede actuar como distracción y como inhibidor,
impidiendo el libre paso de la energía necesaria para el desarrollo y
para la mutua y provechosa productividad.
Una de las complicaciones de los estándares es que aquel que
ejerce el poder, ya sea un maestro, un sistema de enseñanza o un
equipo de altos ejecutivos al completo, termina por caer en la trampa
de confundir sus prioridades con las del estándar. Pensemos, por
ejemplo, en el airado jefe que, al verificar el trabajo de sus empleados,
se da cuenta de que no lo han hecho como él deseaba. Este tipo de
situación suele terminar con un ultimátum, sea explícito o no, del jefe:
las cosas deben hacerse de la forma correcta, es decir, a mi manera.
Este tipo de situación suele dar al traste con cualquier posibilidad
de innovación y de creatividad y, además, fomenta que tanto
estudiantes como empleados sólo aprendan a complacer al jefe o al
maestro y a procurar salirse con la suya. No es de extrañar que, a
menudo, la nota que un profesor considera justo otorgar a un alumno
esté directamente relacionada con su decepción ante un trabajo
presentado, cuyo tema o tratamiento difiere de ios intereses que
estimulan al pro-
pió profesor. En lugar de proporcionar a su pupilo una información
útil, su calificación sólo conseguirá avisarle de que, ante los ojos de la
autoridad, no ha cumplido como debía.
Asignatura fina!
El arco de Tanya
Les digo a mis alumnos que éste es, en efecto, el primer síntoma de
una enfermedad muy común llamada «síndrome del segundo violín». Me
refiero a los que están convencidos de que su papel en la vida tiene poca
importancia (los segundos violines, por ejemplo), y son especialmente
proclives a pensar que están de más. Los músicos que tocan instrumentos
de cuerda se ven a menudo como soldados de a pie totalmente
prescindibles, a merced de los caprichos del director, alguien que puede
sustituirles en cualquier momento puesto que a fin de cuentas hay cientos
que podrían tocar como ellos. Esto no se aplica en el caso del primer
trompeta, o en el de los músicos de los instrumentos de viento, que son
los que más solos tocan en una orquesta.
Cuando un músico de un instrumento de cuerda es nuevo en una
orquesta, suele empezar con gran entusiasmo; se lleva la partitura a casa y
ensaya regularmente y con ahínco en todos sus momentos libres. Sin
embargo, cuando empieza a caer en la cuenta de que sus compañeros han
dejado de ensayar hace ya mucho tiempo, y que el director demuestra
muy poco interés por ellos, hasta el punto que ni siquiera percibe sus
errores si desafinan de vez en cuando, se desanima y empieza a
manifestar los mismos síntomas de desencanto que asaltan a sus colegas.
Por otra parte, a un primer oboe nunca le sucederá esto; ni dejará de
acudir a un ensayo, porque su ausencia se notaría demasiado. En mi
dilatada experiencia como director de orquesta no recuerdo ni siquiera
que ninguno haya llegado tarde, ¿quizá porque de ellos depende dar
principio a cada melodía y forzar al resto a que les sigan?
Así, les digo a mis alumnos que la próxima vez que oigan la voce-
cilla en su cabeza, en lugar de decirse: «Hoy no acudiré a clase porque
estoy cansado» o «tengo mucho trabajo y, total, tampoco van a notar mi
ausencia» se recuerden a sí mismos que son estudiantes «A». Un
estudiante «A» es un músico líder en cualquier clase, que forma parte
integral del conjunto de voces y que no puede faltar porque la clase no
puede proseguir sin su voz.
En una ocasión me encontraba en España y en el escaparate de una
pequeña tienda vi un cartel que rezaba:
ÁLVAREZ
Zapatería
y
clases de segundo violín
Roz: hace años, a mediados del segundo semestre, Ben me pidió que
diera unas clases a sus alumnos de posgrado del Conservatorio mientras
él se iba a dirigir por Europa. Los alumnos siempre están interesados en
adquirir técnicas que les enseñen a superar el nerviosismo propio de quien
debe actuar en público y Ben creyó que yo podría enseñarles algo nuevo
en este sentido.
De camino al Conservatorio me sentí desfallecer cuando noté que era
yo quien estaba nerviosa. Durante dos horas estuve conduciendo
aterrorizada sólo de pensar lo que me esperaba dentro de poco. Me
imaginé a mí misma delante de la clase, pálida y temblorosa, mientras
debatíamos sobre cómo se debe actuar en público sin sentir ansiedad. Era,
en verdad, una situación humillante.
Ante todo intenté calmarme para controlar mi pánico. Me obligué a
dominar mis propios miedos pero no llegué muy lejos con esta técnica.
Seguí intentándolo y me reproché mi falta de perspicacia.
No se me ocurrió pensar en qué tipo de nota iba a dar a aquel grupo de
alumnos de posgrado, a los que pronto iba a tener ante mí.
Y así fue. Cuando los tuve frente a frente sentí que la angustia seguía
invadiendo todo mi ser y que era muy consciente de mí misma. Poco a
poco, me sosegué. «Estoy encantada de estar aquí», les dije (era mentira,
pero una mentira pasajera al fin y al cabo), «porque...» (ignoraba cual
sería el final de la frase), «porque... sois un grupo de... artistas, y ello me
complace porque no podría pensar en una clase mejor para poder hablar
sobre mi tema favorito: la creatividad.»
De repente todo tuvo sentido. En cuanto les di a todos su «A» y me
los imaginé como colegas, se convirtieron exactamente en personas con
las que tenía ganas de charlar y sentí que me encontraba exactamente
donde quería estar. Si en realidad podemos optar por definir la clase que
debemos impartir, la orquesta que debemos dirigir, el equipo con quien
vamos a trabajar, ¿por qué nos empeñamos en catalogarlos de tal modo
que ello nos impida trabajar con eficacia y pasarlo bien?
En esta clase «A» el tiempo pasó muy deprisa mientras inventábamos
historias para poder vivir y trabajar mejor, historias que fomentaban su
pasión y su creatividad. La respuesta a ese misterioso nerviosismo que
nos asalta ante una charla pública resultó ser el mismo secreto de la vida:
todo depende de nuestra imaginación.
Mahler y Katrine
BEN: un miembro de mi orquesta demostró que los milagros son
posibles cuando se dejan de lado los supuestos limitadores acerca de los
intereses y la capacidad de comprensión de los niños, sin aplicar
expectativas de ninguna clase.
La Sinfónica de Boston había programado un concierto de otoño de la
Sinfonía n° 9 de Mahler y, debido a su extraordinaria dificultad, había
decidido mandar una grabación a cada miembro de la orquesta para que
así se fueran familiarizando con ella durante el verano. Anne Hooper, una
de nuestras violinistas, se llevó la cinta a una isla frente a las costas de
Maine y la escuchaba mientras pasaba unos días allí con su familia.
Su sobrina Katrine, de cinco años de edad, se detuvo a escuchar y
luego preguntó: «Tía Anne, ¿qué cuenta esta música?». Anne empezó a
narrar a la pequeña una maravillosa historia acerca de un dragón temible
y una princesa muy hermosa que estaba encerrada en un castillo. Durante
los noventa minutos que sonó la música, Anne tejió el cuento de la
princesa y de su hermoso príncipe.
Al día siguiente la pequeña Katrine quiso oír de nuevo la música de
aquella princesa y su tía Anne dejó sonar la cinta permitiéndose alguna
interrupción para explicar, una vez más, la historia que se había
inventado.
La niña pidió escuchar la cinta hasta tres veces y la tercera, hacia la
mitad de la grabación, Katrine quiso saber de qué trataba en realidad
aquella música.
Asombrada, Anne miró a la pequeña y empezó a contarle la verdadera
historia de Mahler, de su atormentada vida, de cómo había perdido a siete
de sus hermanos y hermanas en la infancia debido a enfermedades y que
la presencia de pequeños ataúdes en su casa
formaba parte de la memoria más temprana del compositor. También le
explicó que debido a su alcoholismo, el padre de Mahler había sido un
hombre cruel y que su madre, inválida, vivía siempre atemorizada. Anne
prosiguió explicando a la pequeña que Mahler había perdido a su propia
hija cuando contaba cuatro años y que nunca se había recuperado de
aquella prematura muerte, además de verse forzado a abandonar su
importante puesto en la Ópera de Vie- na por ser judío. «Por otra parte»,
prosiguió Anne, «poco tiempo antes de componer esta sinfonía, los
doctores le dijeron que tenía mal el corazón y que iba a morirse pronto.
Se podría decir que la música que has oído era la expresión de su modo
de despedirse del mundo y de reflexionar sobre su vida; por eso es tan
triste y siempre se acaba como si se muriese, tal como él imaginaba la
muerte, el suspiro final.»
Anne explicó a su sobrina que Mahler no estaba siempre triste, que le
encantaba la naturaleza, que era un gran nadador y que le gustaba mucho
pasear. También le dijo que le gustaba divertirse y que amaba
profundamente la vida y su música. Todo esto quedaba patente en su
obra, además de la enfermedad, la tristeza, el dolor y la rabia, la
brutalidad de su padre y la vulnerabilidad de su madre inválida. En su
obra, Mahler quiso en realidad poner de manifiesto todo lo que había
conformado su existencia, con lo cual, si se escuchan con atención sus
sinfonías, se puede imaginar toda su biografía.
Al día siguiente Katrine acudió apresuradamente a ver a su tía y le
rogó que le permitiera escuchar aquella cinta una vez más. Así lo
hicieron, día tras día. A decir verdad, los padres de la niña me confesaron
que en todo aquel verano la habían llegado a oír centenares de veces. En
octubre, la familia al completo se tomó la molestia de conducir durante
cuatro horas para desplazarse desde el norte de Nueva York hasta Boston
para asistir a nuestra actuación en el Jordán Hall. Katrine estuvo todo el
tiempo con los ojos muy abiertos, escuchando atentamente. Más tarde me
escribió una nota con su escritura infantil que decía:
Llevo esta notita conmigo, dondequiera que vaya. Sirve para
recordarme que prestamos muy poca atención al apasionante mundo
infantil, tan extraordinario, o que ni siquiera lo intentamos descubrir; y
que raramente «ponemos una “A”» a los niños.
Reconstruir el pasado
Roz y su padre
Roz.: voy a contar algo que descubrí hace años, después de pelearme
con mi marido. Fue una disputa agotadora y de algún modo recu-
rrente que nos dejó a ambos con un sentimiento de frustración y de
irritabilidad. En lugar del reproche o de la culpa, me tomé un momento de
tranquilidad y escogí el desvío de la «A». Fue una decisión tomada en la
más completa soledad; estoy bien entrenada para interpretar lo que sucede
en el presente con las claves del pasado. En aquel instante, me pregunté
qué nota le había puesto al primer hombre de mi vida, a mi padre, y por
qué. Hacía doce años que mi padre había muerto pero al pensar en él,
recordé perfectamente cómo le había valorado.
Mis padres se separaron poco después de que yo naciera y apenas vi a
mi padre a partir de entonces. Había formado una nueva familia, tenía un
hijo y vivía bastante cerca de nosotros. Mi hermana mayor y yo le
visitábamos de vez en cuando hasta que se mudaron a otro Estado. En una
ocasión mi padre se fue a Florida con mi hermana a practicar la pesca
submarina. Al cabo de dos años, cuando yo tenía ocho, le pedí que me
llevara a mí pero dijo que no. Años más tarde se lo propuse de nuevo;
aceptó con la condición de que también viniera mi hermana. Únicamente
cuando ya había cumplido los dieciocho tuve la oportunidad de pasar
algún tiempo a solas con mi padre.
Después de aquello, cada vez que pasaba por la ciudad de-Nueva
York iba a verle, pero siempre eran visitas esporádicas. Las cosas no le
iban demasiado bien. Había soñado con retirarse a Florida y disfrutar de
una vejez tranquila pero cuando ésta finalmente llegó, no parecía
satisfecho. Un día nos llegó la terrible noticia de que se había suicidado.
Tenía sesenta y cinco años.
Años más tarde, allí estaba yo, reflexionando seriamente sobre todo
aquello. ¿Me había querido como un buen padre? No. Pero ¿cómo
hubiera podido ser de otro modo? Apenas me conocía... En efecto,
nuestro problema había sido no conocemos... ¿Qué nota se merecía? ¿Una
«B»? ¿O una «C»? ¿Con qué criterio? No había hecho ningún esfuerzo
por conocer a su propia hija. No sabía quién era yo, y tampoco me había
demostrado ningún cariño. Si se hubiera tomado la molestia de
conocerme, me hubiera querido.
Pensando en todo aquello me di cuenta de repente que llevaba mucho
tiempo equivocada, que había vivido completamente convencida de que
mi padre no me quería. Me dediqué a hurgar en mi memoria
para ver si la historia que yo había construido acerca de mi padre tenía su
reflejo en mis relaciones personales. Descubrí que, efectivamente, era así.
Todas mis relaciones de afecto seguían esa misma pauta, venían
envueltas del mismo modo, se movían dentro del mismo confín marcado
por una caja construida en mi niñez. Sin excepción, cada vez que me
sentía falta de cariño esperaba pacientemente a que la otra persona se
diera cuenta de mis necesidades de afecto. Cada vez que alguien me
abandonaba, un sabor a fracaso terrible empañaba mi vida.
Pensé en probar el sistema de «poner una “A”» y ver si podía
funcionar. Tal vez eso nos ayudaría a mi padre y a mí, a nuestra relación,
a salir de la caja, de los límites que yo misma me había marcado. Tendría
que empezar por pensar que de una forma u otra él había sentido cariño
por mí, pero ignoraba de qué modo iba a salir adelante a partir de aquel
supuesto. ¿Cómo lograría explicar los hechos?
He aquí mi respuesta:
Me quería, me dije,
| Me quería,
me conocía.
Me quería,
me conocía,
sentía que no podía ofrecerme nada.
Querida Rosamund:
Gracias,
JOHN IMHOF
Historia de un monje
La pauta
Ahora soy capaz de pensar en la posibilidad de que cada uno de mis actos
tenga un efecto en el mundo, para comunicarme de tal forma que
fluya la inspiración y la felicidad por todas partes. Ahora sé que la mtísica
no trata únicamente de habilidad, dedos, arcos y cuerdas sino de una
vibración común que fluye por todo ser humano, como el latido del corazón.
Es mi deber y mi ambición mantener esa finísima línea vital, tan invisible y
tan frágil en todos los ámbitos de la vida...
El cambio de Sarah
8 Paul R. íudy, «Life and Work in Symphony Orchcstras: An interview with J. Richard
Hackman», ¡Iarmón y: Fnrum qf Ihe Symphony Qrchestra fnstitute, vol. 2. abril de 1996,pág.
4.
de músicos?», en lugar de: «¿Hasta dónde alcanza mi talento?». La
visión del «director mudo» me hizo ser consciente de muchas cosas y
cambió mi actitud hacia la orquesta; tanto fue así que empezaron a
preguntarme qué me había sucedido. Hasta entonces, mi mayor
preocupación había sido merecer el favor del público y, a decir verdad,
conocer la opinión de los críticos que, de ser favorable, me abriría
nuevas oportunidades profesionales de mayor éxito. Para lograr esto
sólo tenía que concentrarme en interpretar mi papel, y destacar por
encima del resto de mi orquesta; que ésta tocase según mi interpretación
de la música y asegurarme de que obedecía mis indicaciones. Ahora, a la
luz de mi «descubrimiento», empecé a comprender hasta qué punto
dependía de que yo supiera despertar en mis músicos la capacidad que
ellos poseían, para que interpretaran cada pasaje con tanta belleza como
supieran. Nunca había enfocado mi tarea de ese modo cuando creía que
todo quedaba a expensas de mi poder y que los músicos eran meros
instrumentos de mi voluntad.
¿Cómo podía yo saber qué opinión tenían mis músicos acerca de mi
capacidad para sacar su habilidad musical a la superficie? Sin lugar a
dudas bastaba con mirarles a los ojos, que a fin de cuentas nunca
mienten, observar su postura y su conducta general para cerciorarme de
su entusiasmo. Quería saber más, conocer más a fondo cuáles eran las
consecuencias de mi cambio de actitud y relacionarme con mis músicos
con mayor intensidad. Las miradas subrepticias no bastaban, necesitaba
oír sus palabras. No era fácil recabar la opinión de un centenar de
personas en cada ensayo y, que se sepa, nunca se ha hecho hasta la
fecha. Normalmente, la comunicación verbal entre un director y su
orquesta, cuando ésta es necesaria, se produce cuando el director habla
desde el podio y casi nunca viceversa. Si los músicos quieren
comunicarse con el director, utilizan un portavoz que suele ser un
músico de primera, un maestro de conciertos y, en general, se trata de
una pregunta que casi siempre va precedida de una palabra entre tímida
y secretamente burlona: «Maestro...».
En la revista Harmony, Seymour y Robert Levine escribieron:
«...Casi toda la comunicación que se produce entre los músicos y el
director durante un ensayo es bajo la forma de pregunta, aun cuando se
trate de una aseveración o de una creencia». Y añadieron:
Uno de nosotros tuvo la ocasión de oír al clarinetista principal de una
orquesta norteamericana de primera fila, que le preguntaba al director cómo
quería que sonasen las notas que van marcadas con puntitos encima...
«cortas o como las tocaban los de la sección de metal». [Un punto sobre una
nota indica que debe tocarse corta.] Esta frase relativamente compleja,
disfrazada de pregunta, insinúa una falta de respeto total hacia los músicos
de la sección de metal y una burla dirigida al director por desconocer el
problema. Pero a fin de perpetuar el mito del todopoderoso director, el
comentario tuvo que ser estructurado como si se tratara de una pregunta
porque no cabe en la cabeza de nadie que un músico pueda darle
información a un ser todopoderoso. Según dictamen del mito, un músico
sólo puede extraer conocimientos del pozo de sabiduría y nunca intentar
llenarlo.9
9 Seymour y Robert Levinc, «Why They Are Not Smiling». Harmony, vol. 2. abril de
1996, pág. 18.
F
dos logremos una mejor y más bella interpretación. Al principio me
armé de valor, pensando que me lloverían las críticas, pero quedé
gratamente sorprendido cuando comprobé que no era así y que los
comentarios en las «hojas blancas», como ahora las llaman, casi nunca
son negativos.
En un primer momento y por motivos de rutina, los músicos
limitaban sus comentarios a temas de cariz más práctico, como la
división de las partituras. Poco a poco, cuando se fueron convenciendo
de que mi interés era genuino, que quería saber de verdad lo que
pensaban, empezaron a apoyarme, lo cual no quiere decir que me
adularan ni nada parecido. Sencillamente, reconocieron mi papel en la
orquesta como una parte esencial y necesaria para plasmar su
interpretación musical. En la actualidad, la costumbre de la «hoja
blanca» es de lo más normal en todas las orquestas que dirijo con
asiduidad, y la aceptan con toda naturalidad. Sus comentarios suelen ir
firmados, lo cual facilita el diálogo cara a cara cuando es necesario. Por
regla general, los comentarios se centran sobre aspectos prácticos acerca
de mi modo de dirigir o de interpretar la música. Por ejemplo, los
músicos no dudan en pedir que interpretemos un pasaje determinado con
un dúo en lugar de un cuarteto, a fin de captar y transmitir mejor el
sentido de la melodía de ese pasaje.
A menudo recibo comentarios muy profundos y llenos de contenido
sobre la interpretación y casi siempre me los tomo muy en serio porque
afectan a la actuación global del conjunto. Las orquestas se componen
de centenares de músicos geniales, algunos especialmente conocedores
de la obra que interpretan, y otros más hábiles en estructura, tempo y las
interrelaciones temáticas. Raramente se les pide que hablen sobre estos
preciosos conocimientos.
Cuando incorporo un comentario determinado apuntado por un
miembro de la orquesta, suelo mirarle varias veces durante los ensayos,
incluso en el concierto, para indicarle que lo tengo presente. Como por
arte de magia, ese momento se convierte en su momento y es notorio,
aunque no medien las palabras, que me está diciendo: «¡Has dirigido mi
crescendo!», o que la violoncelista, asombrada, casi incrédula, acuda a
mí al final del concierto y me exprese su agradecimiento. Justamente
aquella mañana, durante la prueba de vestuario, ella había es-
crito en su hoja blanca que le parecía que no estábamos haciendo justicia
a los majestuosos clímax de Bruckner.
Uno de los artistas más grandes y con más talento que he conocido
pasó décadas sentado en una orquesta, tocando modestamente la viola en
una reconocida orquesta norteamericana. Eugene Lehner había sido viola
del legendario Kolisch Quartet y profesor en el distinguido Julliard String
Quartet, entre otros de gran reputación. Entre los músicos de Boston más
afamados es frecuente oír comentarios acerca de la gran influencia que
Lehner ejerció en todos ellos. Yo mismo le he consultado en muchas
ocasiones mis dudas acerca de la interpretación de pasajes
particularmente difíciles, para que de algún modo su privilegiada visión
de la música me ayudara a ver la interpretación con nuevos ojos.
Sin embargo, dudo que ningún director de orquesta que estuviera de
visita en la Orquesta Sinfónica de Boston le consultara jamás, o intentara
aprender de su vasta experiencia, ni siquiera para interpretar mejor la
pieza que en aquel momento estuvieran ensayando juntos. Sinceramente,
la sola idea es impensable. Recuerdo un viernes; él era el invitado en
nuestra clase de interpretación, y en nombre de la clase le pregunté cómo
podía soportar, día tras día, año tras año, tocar en una orquesta dirigida
por personas que, sin duda alguna, tenían muchos menos conocimientos
que él. Con la modesta actitud que le caracteriza, soslayó el cumplido y
añadió que tenía algunas palabras que decir al respecto:
Señor Zander:
Querido Ben:
100
huir, de esconderme en un agujero. Estoy segura de que usted se dio
cuenta porque en cuanto hubo pronunciado aquellas palabras hizo
una pausa y dijo: «Ya saben... si se equivocan les caerá una vaca de
trescientos quilos sobre la cabeza». En parte por la pintoresca
metáfora y porque no esperábamos aquel tipo de lenguaje en boca
de nuestro director, empezamos a reír, nos sentimos mucho mejor y
Bartok, también. Creo que nada me hubiera podido sentar mejor en
aquellos momentos:
¡la palabra «vaca» me hizo recobrar la energía!
El yo calculador
El yo calculador intenta sobrevivir en un mundo que se caracteriza por la
escasez. Su voz, la de Peter o la de Marie, es una versión de la que anunció
la llegada, entre gritos y lloros, de nuestro propio ser a este mundo y que,
paulatinamente, aprendió a sonreír con candor o a patalear para llamar la
atención.
Un niño se caracteriza por su exquisita capacidad de exigir que se le
preste atención, de hacer sonar la alarma en cuanto nota el menor descuido o
la posibilidad de que se olviden de su presencia. Un bebé necesita el afecto
y la atención de unos seres fuertes que le van a acompañar en su camino de
crecimiento. De niños, la naturaleza nos concede mecanismos de
agresividad y de miedo que nos esti-
muían para luchar denodadamente en pos de nuestros propios recursos. La
educación recibida en el campo de las relaciones personales nos permite
entender el funcionamiento de las jerarquías, reconocer los ámbitos de poder
y. por fin, aprender la conducta que nos permita ser aceptados. Los niños
necesitan aprender a controlar su posición en la sociedad y a lograr la
atención que precisan; esto es más cierto en su caso que en el de los adultos
bajo circunstancias ordinarias.
Frank Sulloway, investigador académico en el Massachusetts Ins- titute
of Technology, en el Departamento de Ciencias cognitivas y cerebrales,
sugiere que interpretemos la noción de «personalidad» como una estrategia
para «sobrevivir más allá de la infancia».10 Cada niño, cada niña, establece
su propia zona de atención e importancia a su alrededor mediante los
recursos personales disponibles para «ganar terreno». Los hay calladitos y
reflexivos, y otros sociables y muy abiertos, pero todos saben que deben
hallar un puesto seguro e identificable, tanto en la familia como en la
sociedad, que les permita sobrevivir. La ansiedad regula su conducta y
funciona como una alarma contra el riesgo de ser dejado a un lado,
menospreciado o ignorado.
Los mecanismos de supervivencia de un menor tienen mucho que ver
con los de las crías de otras especies, con la diferencia de que el primero
aprende también a conocerse a sí mismo. Además de crecer en un entorno
provisto de lenguaje, dispone de mucho tiempo para pensar. Con ese
tiempo, llega a interpretarse como un ser cuya personalidad es reconocida
por los demás o, dicho en otras palabras, como el conjunto de hábitos, de
acciones y de pensamientos que le permiten salir indemne y fortalecido de
la infancia. Este conjunto de hábitos adquiridos es lo que nosotros hemos
dado en llamar el yo calculador. La naturaleza prolongada de la infancia
humana puede contribuir a que este conjunto de hábitos siga vigente en
nuestras vidas, aunque ya no nos sean útiles.
Cuando sucede esto último, el adulto, por muy seguro que parezca o por
bien situado que esté, es, en realidad, un ser inseguro y débil
10 Frank Sulloway. Born to Rebel. Nueva York. Pantheon Books, 1996. pág. 353 (trad. cast.:
Rebeldes de nacimiento. Barcelona. Planeta. 1997).
que teme perder todo cuanto tiene. El estado de alerta que anteriormente
contribuía a su adaptación (tanto en el caso del niño como de las crías de
otras especies) y a forjarse como individuo, sigue siendo conceptualmente
operativo hasta bien entrada la edad adulta, y sigue marcando la necesidad
de adquirir control, de desplazar a otros, de proseguir en su tarea.
Afortunadamente la percepción de este camino varía a lo largo del tiempo y
también entre individuos y grupos. Sin embargo, mucho después de haber
desaparecido cualquier vestigio de temor propiamente infantil, la alarma
interior sigue exagerando el peligro de riesgo por razones de supervivencia.
En nuestras charlas hablamos del yo calculador como si fuera una
escalera de mano con una espiral descendente. La escalera se refiere a la
visión universal que preconiza la vida como sinónimo de progreso, de
camino hacia el éxito, de posicionamiento en una jerarquía o rango. Por otra
parte, la espiral descendente representa, entre otras cosas, la caída inevitable
que sufrimos al intentar controlar todo aquello que se cruce en nuestro
camino. Cuando se produce una situación de conflicto, es probable que la
primera reacción sea culpar al otro, o al hecho de habernos topado con
alguien de trato difícil. Tal vez incluso pensemos que, fruto de este
incidente, hemos aprendido una buena lección. Inevitablemente, esto nos
hace ser más testarudos y más pragmáticos y, hasta cierto punto, nuestras
relaciones se deterioran. Cuando el yo calculador zozobra y pierde terreno,
se redoblan sus esfuerzos por seguir al mando y recuperar su posición de
poder, y el ciclo se repite una y otra vez.
¿Cómo se reconoce al yo calculador, que a menudo derrocha encanto,
siempre es maquinador, a veces ansioso y no poco fabulador? Para saberlo,
deberíamos empezar por preguntarnos:
El mejor sexo
Roz: desde hace varios años dirijo regularmente un programa sobre
motivación; se trata de un grupo que necesita recibir apoyo para poder
completar con éxito sus proyectos individuales. La naturaleza de sus
objetivos oscila desde el diseño de una página en Internet, pasando por
montar un negocio hasta solucionar algún problema relacionado con la
pareja. Sin embargo, la intención del programa es mucho más amplia que la
obtención de una determinada meta. Se trata de vivir la propia existencia
dentro del ámbito de lo posible.
Cada semana los participantes deben definir un conjunto de tres pasos
que intentarán cumplir la semana siguiente y que se relacionan con la meta
fijada. Dichos pasos se modifican a medida que pasa el tiempo, con lo cual
es bastante difícil fracasar. Se invita al grupo a participar en un juego común
pensado para despertar su creatividad y poner de manifiesto la naturaleza
obstructiva del yo calculador. No es raro ver que muchos de los
participantes se sorprenden al descubrir que tales juegos les proporcionan las
herramientas que les permiten reparar sus vidas, desarrollar sus proyectos y
seguir adelante.
Uno de los juegos más frecuentes es el llamado: «El mejor... de tu vida».
Los participantes deben crear y vivir algunas experiencias memorables y
extraordinarias, sean cuales sean sus circunstancias. Por ejemplo, si la frase
es «la mejor cena de tu vida», no se trata de ir al restaurante más caro ni de
comer en exceso, sino de «hacer aquello que consiga aproximamos al
máximo a nuestro ideal». La pauta viene a decir: «¡Hágalo!», «¡Siéntase
realizado!». A menudo el camino que hay que recorrer implica sentir miedo,
comprender las opiniones de los que les rodean, ser consciente de que el yo
calculador obstruye ese camino. Si invocamos la regla n" 6 durante el
juego, es más que probable que lleguemos a notar un verdadero cambio en
nuestra vida.
En una ocasión decidí presentar este juego a un grupo determinado
dándoles la iniciativa para que eligieran el tema, es decir, para llenar el
espacio en blanco de la premisa. Decidieron casi al unísono que la me jor
palabra que podían encontrar en todo el conjunto léxico era «sexo», con lo
cual «El mejor sexo» se convirtió en el juego de la semana.
Una integrante del grupo estaba disconforme con la decisión pero se
había unido al grupo. Se trataba de June, separada de su marido Mark a
principios de año, después de haber intentado en vano hacerle cambiar. Durante
su matrimonio, June sintió la necesidad de construir defensas a su alrededor,
porque su marido era un hombre caris- marico, enérgico y siempre estaba
absorto en sus asuntos, y eso no encajaba en los planes vitales de June. «Mark no
va a cambiar», dijo.
Los demás estábamos más interesados en ella que en su marido. Le recordamos que
podía interpretar las pautas del juego como quisiera. Puesto que no intervenía un
compañero sexual, quizá en su caso cabía interpretar la palabra «sexo» de forma
más metafórica. A fin de cuentas, le recordamos, la pauta rezaba: «El mejor sexo» y
no: «Sufra mucho, en contra de su voluntad, con un salvaje narcisista».
La intervención de June fue muy precisa y se dispuso a jugar como todos ios
demás. No teníamos idea de cómo abordaría la situación ni qué descubriría sobre
sí misma. Pero habíamos aprendido a confiaren el misterioso poder del juego.
Por descontado yo no estaría aquí, contando la historia de June, si no fuera
porque la semana siguiente se presentó radiante a la reunión.
Sepamos cuál fue su relato.
June tuvo que ausentarse durante tres días por motivos de trabajo y, como
solemos hacer en mis talleres, se le asignó una asesora, Ann en este caso, que
pudiera atenderla por teléfono cuando lo precisara.
El entusiasmo de Ann iba en aumento porque el juego favorecía su relación con
Joe. Entretanto, June estaba descontenta consigo misma y se quejaba de que la
pauta de juego «El mejor sexo» era inmoral además de poco recomendable
para una persona en su situación.
«Pero Ann seguía insistiendo en que, por lo menos, lo intentara, que éste había
sido el trato inicial, tanto si me iba bien como mal...
Ni siquiera había considerado a quién demonios escoger como compañero de
juego y, por descontado, no quería ni pensar en mi marido.
Me dio un soponcio cuando ante tanta insistencia decidí jugar y me di cuenta
de que el único hombre que me interesaba era Mark.»
Se hizo un silencio sepulcral en el grupo, como si temieran romper la
fragilidad del momento con cualquier gesto inapropiado.
«Entonces me acordé de la regla n° 6. Me pregunté qué tendría que hacer para
que todo esto cambiara... y sólo me vino a la mente la respuesta de siempre: él
debía cambiar, tenía que dejar de ser tan egocéntrico.» June miró a su alrededor
con cara de cómplice. «¿Estamos todos de acuerdo, verdad, en que Mark es un
tipo narcisista, que nunca va a cambiar?», preguntó, riéndose. Nadie supo qué
responder.
El yo central
Algunas distinciones
La pauta de estar presente, de aceptar la realidad de las cosas, sirve
para distinguir entre nuestros supuestos, nuestros sentimientos y los
hechos, entre lo que ha sido y lo que es. No es tan fácil efectuar esta
distinción especialmente cuando se tiene en cuenta el poder
permanentemente inventivo de la percepción. A continuación veremos
algunos ejemplos de situaciones donde la aplicación de la pauta puede ser
particularmente difícil debido a la incapacidad de separar pensamientos y
sentimientos acerca de una serie de sucesos.
Así son las cosas cuando aclaramos los «deberíamos»
La lluvia en Florida puede ser mala para nosotros pero buena para el
campo. La anulación de un vuelo puede fastidiar nuestros planes pero
también propiciar un encuentro fortuito en la sala de espera con el que
puede llegar a ser el amor de nuestra vida. Un incendio forestal puede
parecer un desastre ecológico a corto plazo y, sin embargo, renovar un
bosque que a su debido tiempo crecerá con más vigor. Que un pez se coma
a otro no es ni bueno ni malo. O quizá sea bueno para uno y malo para el
otro. La naturaleza no hace juicios de valor, pero los humanos sí. Es cierto
que nuestra capacidad de discernir entre el bien y el mal es uno de nuestras
mejores cualidades pero también debemos recordar que «bueno» y «malo»
son categorías que asignamos a todo cuanto nos rodea, si bien en sí
mismas no constituyen un universo.
Entre todas las dificultades que nos impiden vivir y aceptar las cosas
tal y como son, una de las más notables es la confusión entre la realidad
física y la abstracción: los inventos de la mente y del lenguaje. El lenguaje
está lleno de «conceptos» que por muy reales que nos parezcan, no lo son.
Sucede que al tomar forma de palabras que utilizamos con soltura,
creemos que tienen sustancia y cuerpo: términos como «justicia»,
«estética», «cero» son buenos ejemplos de ello. Se trata, en efecto, de
herramientas que nos permiten contar, aprender, establecer pautas de
conducta, en suma, explicamos el pasado y el futuro. Sin em-
bargo, debemos recordar que estas «cosas» sólo se refieren de forma
indirecta a los fenómenos del mundo en que vivimos y que su función es
pura y simplemente indicar. En el fondo son abstracciones, invenciones de
los actos de habla, sin relación alguna con la materia.
Las abstracciones tienen la peculiaridad de asentarse durante largo
tiempo en el lenguaje aunque no estén sostenidas por ningún contingente
de lugar ni de tiempo. «Los hombres no abundan», se lamenta la mujer
que, cumplidos los treinta, tiene ganas de casarse y no lo consigue. Sin
embargo se trata de una generalización y no de la falta de hombres en el
momento y en el lugar concreto que dicha mujer habita. Es una abstracción
referida nada menos que al destino, proferida en un momento de
resistencia, de lucha ante la situación vivida. Por la misma regla de tres, la
lluvia durante unas vacaciones en Florida se puede ver como un largo y
triste período de tiempo que se prolonga incluso más allá de esos días,
estropeando un soleado porvenir. Para poder aceptar las cosas como son,
debemos separar nuestras conclusiones personales acerca de una situación
determinada y lo que es la descripción de la misma, hasta que lo posible
surja como una opción prática.
El muro
Roz: en una ocasión dirigí una terapia familiar a instancias del hijo de
dieciséis años. El médico de cabecera les recomendó dicha terapia y en su
primera visita el angustiado padre me confesó que el problema era que su
hijo no se comunicaba con ellos y que había levantado un muro de silencio
impenetrable a su alrededor. Me extrañó su comentario, considerando que
estaba allí a petición de su hijo.
Tanto el padre como la madre se quedaron mirando al joven fijamente
sin que entre ellos mediara una sola palabra. «¿Lo ve?», dijo el hombre, y
siguió creando una imagen familiar en la que participaban dos elementos:
el mutismo del hijo y el deseo total y absoluto del padre de que su hijo
hablara, les proporcionara más información y, en fin, tuviera más contacto
con ellos.
Estamos ante un diálogo tantas veces oído que resulta difícil detectar
todo el subtexto que acarrea. El padre hablaba de barreras cons-
truidas, según él, por su hijo. No obstante, dichos muros solamente
aparecían cuando el padre los nombraba. Por arte de alquimia dialéctica,
los cuatro presentes en mi despacho se habían convertido en cuatro
personas más un muro y, a medida que el padre seguía hablando, mayor
era el tamaño de ese muro. De pronto, el hijo se convirtió en un ser
paulatinamente invisible. Parapetado tras sus argumentos, el padre se
dejaba llevar por su perorata sin apenas darse cuenta de que, si le hubiese
hecho alguna pregunta a su hijo, esa invisibilidad no sería tan patente. Sin
duda alguna, el hombre estaba cargado de buenas intenciones pero también
convencido de la realidad de sus palabras, y ese convencimiento era más
fuerte que cualquier muro construido de ladrillos. A partir de ahí, nuestra
entrevista estuvo marcada por el «muro» y cada silencio atestiguaba su
presencia.
Un pequeño empujón dialéctico hubiera cambiado notablemente aquel
discurso. Pongamos, por ejemplo, que al padre se le hubiera ocurrido
consultar con su hijo: «¿Estás verdaderamente decidido a construir un
muro entre nosotros, hijo?». En este caso hubiera existido la posibilidad de
derribar ese muro y continuar con el juego de otra forma. O bien que el
hijo reconociera esa «invisibilidad» alertando a sus padres, los cuales
lucharían para recuperarlo y traerlo de vuelta a su mundo de realidad y no
de construcciones vanas. Imaginemos que el padre dijera: «Hijo, eres lo
mejor que me ha sucedido en esta vida» o: «Hijo, voy a decirte algo que
jamás hasta ahora había dicho a nadie», o : «¿Qué es lo que más te
preocupa de esta situación, que nos afecta a todos?». El hijo miraría a su
padre y, así, simplemente, se internarían en el camino hacia lo posible.
Las abstracciones que sin querer consideramos una realidad física,
tienden a bloquear nuestra visibilidad y no nos permiten ver el mundo
como es, limitando nuestra capacidad de acción.
Espírales descendentes
En el capítulo anterior hemos detectado un modelo que distingue dos
conceptos: el yo calculador y el yo central. Si apostamos por el primero,
luchamos hacia arriba, como lo hace el participante en una
carrera de obstáculos cuyos ojos están clavados en las barreras que debe
superar. En la vida, reforzamos este concepto con términos metafóricos
para hablar de «obstáculos» y de «muros» y buscamos medios para
derribarlos. Este procedimiento concluye en una espiral descendente
forzada, precisamente, por nuestro propio esfuerzo.
La espiral descendente es la metáfora que ilustra nuestra resignación,
pues en lugar de buscar otras vías, nos acostumbramos a ver únicamente
los obstáculos, y en definitiva a excluir lo posible. Veamos algún ejemplo:
«Ay, apenas quedan damas de sociedad, de aquellas que tanto apoyaban la
música clásica!», «Nuestra cultura es tan comercial que ya nadie se ocupa
del arte. Los niños de hoy sólo se interesan por el pop, ya nadie escucha
óperas y la música clásica se nos está muriendo».
Las conversaciones en espiral descendente, ilustradas por los ejemplos
precedentes, se alimentan del temor que nos inspira no saber derribar
nuestros propios muros. Reaccionamos ante circunstancias que nos
parecen difíciles, erróneas o que precisan enmienda. Cada industria, cada
profesión, cada relación personal, tienen sus espirales descendentes
propias. La abstracción de la escasez, de lo precario, es la espiral
descendente que impide pensar de forma creativa en lo posible y nos
convence de que cada día que pasa, las cosas van a peor.
¿Por qué funcionamos así? ¿Es preciso que la bola de nieve sea cada
vez mayor y ruede cuesta abajo? Veamos un par de situaciones
ilustrativas. Nos compramos un utilitario rojo de una determinada marca:
las autopistas se llenan de miles de modelos idénticos al nuestro. El mismo
día que una mujer se entéra de que está embarazada, empieza a ver entre
sus colegas a futuras mamás. Cuanta más atención prestamos a un tema
determinado, mayor importancia tendrá. La atención es como el aire, como
el agua y como la luz: se esparcen y se dispersan. Fijémonos en un
obstáculo, en un problema, y pronto los veremos multiplicados.
La idea de las cosas como son trata de mantener a raya la escurridiza
imaginación del yo calculador. Tomemos por ejemplo al policía que ante
un incidente exige que sólo le hablen de los hechos. Para que lo posible
pueda abrirse camino, debemos empezar con los detalles más notables, y
luego seguir adelante hacia donde deseamos ir.
Así pues, los obstáculos sólo son condiciones actuales, únicamente lo
que ha sucedido o está sucediendo. El padre de nuestra historia hubiera
podido decir: «No le he preguntado nada a mi hijo y él tampoco me dice
nada», y con estas palabras me hubiera descrito los hechos y nada más que
los hechos. Quizá hubiera podido agregar: «Lamento no encontrar las
palabras adecuadas para preguntarle y su mutismo me irrita». Aun así,
estaría hablando de las cosas tal como son. Únicamente entonces podría
entender cuál es el camino de lo obvio, es decir, que si él fuera capaz de
compartir una parte de sí mismo con su hijo o de hacerle alguna pregunta
directa, eso ya sería un paso en la dirección adecuada.
De la misma forma, el gerente de una orquesta estaría satisfecho con la
descripción siguiente: «Ochocientas personas acudieron al concierto
celebrado el día 14 de marzo y setecientas al del 10 de abril». Las
descripciones negativas sólo se dan en publicaciones que tengan algún
interés específico en ese sentido. Además, uno siempre puede aprovechar
esa multitud de setecientas personas para salir a saludar y de paso repartir
folletos publicitarios que contribuyan a que el próximo concierto sea otro
éxito.
Hablando de lo posible
A menudo la persona que habla a favor de lo posible es tildada de
soñadora y su actitud menospreciada, próxima a la entelequia, se compara
al cliché de ver el vaso «medio lleno» en lugar de «medio vacío». El
pesimista se equipara al realismo y el optimista más bien a todo lo
contrario. A nuestro parecer, esto es erróneo. Quien insiste en verlo todo
«medio vacío» es, precisamente, quien se aferra a una ficción carente de
fundamentos porque los términos «vacío», «falto de» y «muro» son
abstracciones de la mente y «medio lleno» es una medida de realidad
física. La persona denominada «optimista» es, justamente, la que atiende a
lo real, porque se refiere a la sustancia que, en efecto, está contenida en el
vaso.
La pauta de aceptar las cosas como son nos permitirá romper con esa
tendencia a aferrarse a las abstracciones no percibidas que actúan
como barreras protectoras contra el peligro en contextos de supervivencia.
Así podremos efectuar distinciones conscientes que nos lleven al dominio
de lo posible como por ejemplo, los sueños y las visiones. Pensemos, sin
más, en las famosas palabras de Martin Luther King «Anoche soñé...» que
constituyen un inicio de discurso repleto de esperanza. Esta pauta fomenta
la creación de realidades, pues las definiciones establecen el marco en que
se desarrolla la vida.
La pauta de este capítulo y en general de todo el libro, sirve para
aprender a distinguir entre el habla en espiral descendente y las
conversaciones que facilitan lo posible. La pregunta que nos deberemos
efectuar es:
Un salto
Roz: a finales del mes de marzo el paisaje del norte de Nueva
Inglaterra ofrecía un aspecto desolador. El cielo y la tierra se unían en un
espectacular blanco y negro, y las aguas oscuras de los ríos se deslizaban
bajo gruesas placas de hielo. La primavera brotaba sin ningún
pudor entre los bosques. Me hallaba cruzando un puente colgante por una
parte del río bastante ancha y la actividad de las aguas era ciertamente
notable. Vi claramente que estaba flirteando con el peligro. Ante mí
surgían unos enormes bloques triangulares de hielo verde que se rompían
en mil pedazos cuando la fuerza del agua les azotaba. El río rugía con
fuerza salvaje, el cauce se desbordaba con energía imparable. Me resultaba
difícil oír mi propia voz y mis pensamientos enmudecían ante aquella
fuerza de la naturaleza.
Me hundía. Era del todo imposible permanecer allí, en aquellas
condiciones, por mucho tiempo y yo sabía que no lo resistiría. Mis oídos
iban a estallar de un momento a otro. ¿Qué hacía allí? Aún podía darme la
vuelta, escalar las rocas tras de mí y acercarme al bar de la carretera para
reconfortarme. Podía, al menos, apartarme a una distancia prudente y
contemplar el espectáculo que se me ofrecía sin ponerme en peligro. Pero
me quedé clavada, en completo silencio, hasta que la visión de aquel
espectáculo cruzó mi mente con la misma bravura que la del paisaje que
me retaba. Me quedé y dejé que mi ser experimentara aquellas sensaciones
con toda su fuerza y majestuosidad. Permití que cada molécula de mi
cuerpo sintiera la naturaleza que tenía delante y me rendí a ella.
Cada vez que recuerdo aquella tarde, me embarga una intensa pasión
vital y me siento capaz de revivir todo el ímpetu de aquellas aguas bravas.
Oigo su fragor, el choque contra las rocas, y veo los movimientos de
billones de átomos como si todavía estuviera allí. Tampoco he olvidado el
color de aquellas moles de hielo tan impresionantes, magníficas en su salto
hacia el firmamento.
Muchos meses más tarde, durante un verano especialmente caluroso,
decidí volver a aquel lugar de Nueva Inglaterra. «¿Qué me pide la
naturaleza?», me pregunté, ante tanta belleza. Había alquilado una canoa y
decidí recorrer todos los recovecos y meandros de aquella orilla, donde las
raíces asoman entre aguas oscuras, peñascos afilados y matices de verdes
brillantes de la vegetación que los rodea. Los pájaros entraban y salían del
agua como flechas y, de repente, encontré una respuesta para mi pregunta.
«La naturaleza me pide que sea agua, que me hunda en ella para después
asirme a una rama de pino. Me llama para que sienta el agua y participe de
ella.» Aquella noche, cuan-
135
do regresé, empecé a pintar un cuadro y no me sorprendí al constatar que
todo aquello que había vivido durante el día surgiera en la tela y se
manifestara en formas, que no en objetos, en líneas de tonos vibrantes,
geométricas y henchidas por la pasión del color.
Existe una vitalidad, una fuerza vital, una energía, un cosquilleo que se
convierte en acción a través de nuestro cuerpo y, puesto que sólo somos uno.
nuestra expresión es única y, debido a esta singularidad, si la bloqueamos no
podrá existir jamás a través de otro medio y se habrá perdido. El mundo no la
tendrá. A nosotros no nos incumbe juzgar si es mejor o peor, ni qué valor
tiene, ni cómo se compara con otras expresiones. Nuestro deber es conseguir
que permanezca viva, clara y directa, y mantener abierto el canal por donde
fluye.
Melodía central
s-
Igual que la persona que se olvida de su relación con las olas del mar o
que pierde su contacto con las briznas de hierba mecidas por la brisa, el
músico se aleja de la esencia de su música cuando toca solo y únicamente
se concentra en una ejecución de notas individuales y de armonías
perfectas. El error cometido es el mismo: la persona, al no darse cuenta de
la proximidad de la naturaleza, bloquea su expresión de fuerza vital. Del
mismo modo, el músico rompe la melodía central de su pasión musical
cuando se limita a interpretar su visión de color, de emoción personal o de
armonía. Si esto sucede, lo más probable es que su actuación sea gris y
monótona.
La sonata Claro de luna de Beethoven es el clásico ejemplo de una
pieza cuyo sentido puede cambiar por completo si el pianista hace
demasiado hincapié en los acordes de la mano derecha en detrimento de la
melodía del bajo, cosa que sucede con frecuencia. El tempo se ralentiza
cuando, por decisión individual y para jugar con las sombrías notas de la
mano derecha, la pieza deja de ser una fantasía ligera y di-
recta como quería Beethoven, para convertirse, según los cánones
tradicionales, en un puro lamento nostálgico.
León Fleischer, renombrado pianista y maestro, afirma que tocar una
pieza musical es como realizar un ejercicio contra la gravedad. El papel
del músico debería ser el de atraer la atención de quien le escucha
ejecutando la pieza, que, a su vez, no es otra cosa que una división
artificial de barras sobre un pentagrama y que no tiene nada que ver con el
fluir de la melodía como concepto global. Para relacionar las secciones
más largas de una pieza, el músico puede elegir un tempo más rápido, lo
cual no ocurre cuando su deseo es prestar atención para destacar notas
individuales o armonías verticales. Ello explicaría por qué las marcas de
metrónomo en las obras de Beethoven y de Schumann indican
movimientos rápidos, o mejor dicho, demasiado rápidos, según opinión de
muchos músicos y eruditos, lo que refleja la pasión de esos compositores.
La vida fluye cuando prestamos atención a los patrones vitales que
conforman la globalidad de nuestra existencia. Del mismo modo, la
música va in crescendo cuando quien la ejecuta sabe distinguir entre las
notas cuyo impulso conforma la estructura de una pieza y las que son
puramente decorativas. La vida adquiere forma y sentido cuando somos
capaces de trascender las barreras de la supervivencia personal y nos
convertimos en el conducto único e inimitable que encauza la energía
vital. Así es como la música se revela esplendorosa cuando su ejecutor
sabe conectar con las notas estructurales, como el pájaro que se balancea
delicadamente sobre un único punto de apoyo.
MADQSJ
SHU FEN
Haremos la pregunta otra vez: «¿Dónde se encuentra el foco de energía
de lo posible, el acceso a la energía de la transformación?». Está allí donde
el pájaro se balancea delicadamente sobre un único punto de apoyo, allí
donde podemos llegar si encontramos el tempo adecuado y acercamos
nuestros cuerpos a la melodía, si nos atrevemos a soltarnos... y ¡a
participar!
Novena pauta
La chispa
La pauta
Implicación es el término que caracteriza la pauta de este capítulo.
Implicarse no es sinónimo de engaño, de coerción, de presión, de coacción
ni de hacer sentir a nadie culpable si no se apunta a nuestro proyecto
preferido. Implicarse es un arte que permite dar vida a la chispa que
genera lo posible, cada vez que se reúnen las condiciones favorables para
ello y con el fin de que ésta sea compartida.
En la Edad Media, encender fuego representaba un arduo proceso y las
gentes solían llevar en sus bolsillos una cajita de metal que contenía una
tea incandescente, lo cual les permitía crear un fuego cuando lo
necesitaban. Sin duda, esa chispa que siempre llevaban consigo les hacía la
vida más fácil.
Nuestro universo está cuajado de chispas porque disponemos de un
sinfín de artilugios que nos facilitan lo posible a cada instante. La pasión,
que no el temor, es la fuerza ignífuga, y su contexto la abundancia, que no
la escasez. Walter Zander supo encender la llama de un pequeño fuego en
su hijo Ben y éste despertó en Rostropovich una chispa de lo posible. El
maestro, a su vez, quiso motivar a Ben para
que participara en una aventura de alto riesgo lo cual, por cierto, resultó
ser un enorme éxito: el propio compositor Dutilleux hizo acto de presencia
en el festival de Évian.
En la pauta, implicarse significa ofrecerse uno mismo a modo de
posibilidad para el cometido de otros y, a su vez, estar preparado y
dispuesto para recoger la chispa de aquéllos. Se trata de jugar a ser socios
en un ámbito iluminado. Los pasos que hay que tomar son:
La influencia Ben
KARL KRIPPS, 14
años
Yo también les escribí una carta y Maggie se encargó de dar una copia
a cada uno de ellos:
21 de septiembre de 1998
Anthony
Cuando estábamos tocando el último movimiento de la Sinfonía n° 5
de Beethoven, pasé la batuta a algunos alumnos para darles la oportunidad
de dirigir ellos mismos la orquesta. La obertura en do mayor de la sinfonía,
clara y simple aunque majestuosa, puede tocarse sin la presencia del
director, con lo cual sabía que la Filarmónica no sufriría por mi
momentánea ausencia, ni por el hecho de que durante unos minutos la
dirigiera un menor de edad. Pronto descubrí que en la fila once había un
niño hiperactivo de unos diez años que no paraba de moverse siguiendo el
ritmo de la música y le invité al estrado. Su falta de pudor y su modo de
exhibir su entusiasmo desde su asiento no me habían preparado lo
suficiente para lo que tuve que presenciar cuando tomó la batuta. Su
energía y su forma de dirigir fueron absolutamente convincentes, como si
lo hubiera hecho toda la vida. Los músicos estaban estupefactos y, a pesar
de la falta de experiencia de aquel chaval de diez años, se sintieron
sumamente a gusto.
Durante su minuto y medio sobre el estrado, la fuerza artística y la
dinámica de aquel jovencito nos dejaron atónitos dado su vigor y el
convencimiento con que ejecutó su cometido. Cuando terminó, volvió a
convertirse en el chiquillo que era en realidad, sus gestos se suavizaron y
se cubrió el rostro con las manos cuando fue consciente de las miradas de
todos sus compañeros que, por otra parte, aplaudieron a rabiar.
Afortunadamente, las cámaras del equipo de televisión habían recogido
todas las imágenes y, aquella misma noche, en el bole-
156
tín de noticias de las diez, todo el país tuvo la oportunidad de ver a
Anthony, dirigiendo con pericia la Orquesta Filarmónica al completo,
durante los últimos minutos de la «Quinta» de Beethoven.
Querido Ben:
G RAHAM
Cuando las cosas que son como son parecen negar todo lo posible,
cuando nos sentimos bloqueados por la ira y, encima, no hay nadie cerca
capaz de comprendernos o de cooperar, de comprometerse o siquiera de
comportarse mínimamente bien, cuando la implicación se convierte en una
fútil fantasía y estamos al borde del ataque de nervios, entonces es el
momento de adoptar la pauta que se sugiere en este capítulo. Se trata, por
así decirlo, de un curso avanzado de lo posible. En él, nosotros somos el
tablero sobre el que se juega toda la partida, donde todos los problemas se
mueven desde el exterior hacia adentro, donde se hallan los límites del yo.
Aprendamos a transformar el mundo.
Imaginémoslo de este modo: un coche está tranquilamente parado en un
semáforo en rojo y, de repente, llega otro a todo correr y choca con la parte
trasera del primero. El conductor del segundo coche está completamente
borracho y, encima, no tiene carnet de conducir. ¿Quién es responsable de
este percance? Según la ley no existe duda alguna. Conducir en estado de
embriaguez es un delito, con lo cual el segundo conductor sería responsable
al cien por cien. Pero en este capítulo presentaremos la noción de una
responsabilidad algo distinta.
Usted decide si toma esta responsabilidad, precisamente porque no es
posible entregársela a otra persona. Se trata de una mera invención, y sin
embargo le fortalecerá indudablemente.
Por regla general se suele identificar la responsabilidad con la
culpabilidad o con la ausencia de la misma. Este tipo de terminología
pertenece al mundo de las medidas, del cual ya hemos hablado. Cuando
acusamos a alguien por un error, en realidad estamos intentando demostrar
que tenemos razón, y todos sabemos la satisfacción que se siente cuando
uno está libre de culpa pero nuestro interlocutor no. Sin embargo, al tiempo
que acusamos a alguien estamos, exactamente en la misma medida,
perdiendo poder. En realidad, estamos cerrando una puerta, la que nos
permite proceder de una forma alternativa, para tal vez intentar aprender
con la situación. En efecto, cuando atribuimos las culpas a los demás,
perdemos terreno porque, en realidad, poco se puede hacer por evitar los
errores de los otros: solamente podemos cambiar nuestro modo de actuar.
Volvamos al caso del conductor bebido y del otro que, sencillamente,
aguardaba a que el semáforo cambiara de color. Si aplicamos la pauta del
tablero, puede que este último haya acabado maltrecho por el golpe y,
desde su cama del hospital, razone su conducta de otra forma: «Conducir
es un riesgo, cada vez que me pongo al volante estoy en una situación de
peligro. Uno no puede esperar que todos los conductores sean excelentes,
estén alerta en todo momento, no beban alcohol, sean corteses, no les dé
un infarto mientras están al volante o, simplemente, no sean muy jóvenes
y con ganas de hacer el gamberro. Cuando conducimos, formamos parte
de una estadística, nos arriesgamos, somos parte de una realidad que
hemos elegido conscientemente».
Control y diferencia
Considerando que en el universo de las medidas vivimos bajo la
ilusión de que se es capaz de controlar las circunstancias, la necesidad
de incrementar el grado de tal control es cada vez más acuciante. Así
pues, cuando alguien comete un error, repentinamente despierta nuestro
sentido de culpa, aunque sea para atribuírsela a alguien, con la
pretensión de escabullirse. Se trata de una fantasía que, no obstante,
parece resarcirnos. Las frases «deberías haber...», «si lo hubieras hecho
de tal modo...» nos permiten administrar responsabilidades y así
sentimos algo más satisfechos, cuando menos a nivel lingüístico. Nada
más lejos de la realidad puesto que, cuando se ha cometido un error, no
hay vuelta atrás, ¡ya está hecho!
La pauta de «ser» el tablero marca la diferencia. Pongamos por
ejemplo que nuestro jefe hace caso omiso a nuestras sabias
recomendaciones y comete un grave error. Es probable que en nuestro
interior oigamos una voz que dice «se lo había advertido», «nunca me
escucha y siempre se pasa de listo». Ante estas circunstancias es natural
que nos sintamos como el profeta fracasado, porque puede más el deseo
de competitividad del jefe que todos nuestros buenos deseos. Es aquí
cuando la pauta de «ser» el tablero puede asistirnos. Veamos de qué
forma.
¿Qué ha sucedido para que el jefe haga caso omiso a mis palabras
y ello vaya a parar a mi parte del tablero? El término «caso omiso»
pronto pasará a formar parte de nuestro equipaje personal y cobrará un
significado que nos afecta: «El jefe no me escucha», «es tan cerrado de
mollera, tan competitivo que no quiere escucharme». Sabemos
perfectamente que ésta no es la primera vez que sucede, que la vida está
llena de momentos parecidos aun cuando en el pasado quizá fuésemos
nosotros quienes cometiésemos el mismo error. Formulemos de nuevo
la pregunta e intentemos averiguar de qué modo podemos excluir parte
del peso de aquellas palabras. Eliminemos algunas abstracciones para
así poder concentrarnos en lo que realmente tiene valor. «Le dije al jefe
lo que debía hacer pero hizo lo que le pareció oportuno.» A partir de ahí
podemos llegar a nuestras propias conclusiones sin temor a caer en una
contradicción. «Mi jefe optó por no hacerme caso porque no ha sabido
medir la validez de mis palabras. Tendré que componérmelas para dar
vida a la chispa de la implicación en su cerebro, para que lo posible sea
realidad. Quiero que haya una diferencia la próxima vez y para ello
deberé buscar las palabras convenientes, para que las oiga y para que le
lleguen de veras.»
Por otra parte, el lenguaje de la culpabilidad está repleto de
«debería» y de otros condicionales. Nuestro tablero se llena de
disculpas porque no hemos sabido hallar respuestas a la pregunta, es
decir, porque no hemos llegado al fondo de la cuestión. Si hurgamos en
el «¿cómo llegó tal o cual circunstancia a mi tablero!», llegaremos a un
punto de equilibrio y de control sin tener que sacrificar nirigún tipo de
relación. En el caso del jefe que no nos ha escuchado, nuestra batalla
interior ha sido infructuosa y lo mismo puede suceder si no hablamos
claramente con nuestra hija por temor a disgustarla, o no expresamos
nuestro sentimiento a un amigo por no herirle. Más pronto o más tarde
estas relaciones se romperán y, a su vez, crecerá nuestro sentimiento de
fracaso. En estos casos, lo único que nos hace sentir mejor es
disculparnos.
Pero en el modelo de la culpa es muy difícil pedir perdón, a menos
de estar convencido de que la responsabilidad es nuestra, lo cual sucede
raras veces. Sería una locura ir a pedir perdón a alguien cuando
realmente creemos que no hemos hecho nada malo. Antes al contrario,
pensamos que es el otro quien debería mover ficha primero y reparar el
daño causado. Desde la óptica del tablero, cuando estamos en él es
mucho más fácil moverse porque no hay reglas que nos lo impidan.
«Creo que desconocías en parte las reglas y yo he sido incapaz de
explicártelas», le diremos. «Te pido disculpas.»
En este tipo de partida nos fijamos especialmente en las acciones, en
lo que hemos hecho o han hecho los demás, o en qué se ha dejado
de hacer. En tales circunstancias y puesto que «somos» el tablero,
nuestra atención se centra en reparar los fallos de la relación, lo cual en
gran medida facilita el acto de pedir disculpas.
6 de octubre
Querida Cora:
Querida Cora:
Las personas que han leído esta carta me hacen invariablemente dos
preguntas. La primera, por supuesto, es: «¿Qué hizo Cora cuando la
recibió?», que en cierto modo es otra manera de preguntar si mi
estrategia funcionó, puesto que en el fondo, aparte de mantener buenas
relaciones, a todos nos apetece salimos con la nuestra y no nos gusta
vernos obligados a elegir.
La respuesta es afirmativa. Cora volvió a sentarse en su sitio y a tocar
la viola con nuestra orquesta. Estuve encantado y debo añadir que
nuestra relación personal también ha mejorado mucho. Este hecho me
hizo olvidar mi obsesión por la falta de tiempo y de músicos. Me sentí
más relajado y, a partir de entonces, las cosas han ido mucho mejor en
este sentido. En las orquestas que dirijo son frecuentes las situaciones
que pueden interpretarse como precarias y que podrían
angustiarme. Ahora he aprendido a gestionar el amplio espectro de la
frustración y de lo imprevisible, a medida que van surgiendo los
acontecimientos. Cuando hace falta, invoco el caso de Cora, porque cuando
se ha recibido una «A», esta nota es para siempre.
La segunda pregunta inevitable que me hacen es: «¿No cree usted que
su carta podría interpretarse como una manipulación más por su parte y que,
en el fondo sólo quería que Cora regresase porque la necesitaba para el
concierto?». La respuesta es: «Sí, es posible». Casi todo en este mundo es
susceptible de ser reinterpretado como una estrategia. Pero no creo que
fuera así en este caso, a juzgar por mis sentimientos, mi alegría, mi estado
de ánimo tan ligero y, por supuesto, porque en última instancia había dejado
el desenlace abierto completamente al azar.
Visión
Una visión auténtica respira el mismo ímpetu que una partitura potente
como puede ser el dueto de Las bodas de Fígaro, de Mozart, ca-
paz de levantar los ánimos de los prisioneros en la película Cadena
perpetua (The Shawshank Redemption, 1994):
Ignoro hasta la fecha cuál era el contenido de las canciones que cantaban
aquellas dos mujeres italianas. La verdad es que no quiero saberlo. Algunas
cosas es mejor no saberlas. Prefiero pensar que cantaban algo tan hermoso que
no puede traducirse en palabras y, sin embargo, mi corazón se henchía de
emoción. Debo confesar que aquellas melodías me emocionaban más allá de lo
que jamás se pudiera imaginar en un lugar tan gris como aquel. Fue como
atisbar un hermoso pájaro, capaz en su vuelo de derribar los muros, de hacemos
libres. Por un momento todos, en Shawshank, nos sentimos libres.
Dentro del marco de una visión, las metas y los objetivos nacen de una
actitud de abundancia. Cualquier meta, incluso la de «ser el diseñador
oficial número uno de Estados Unidos», se inventa como si se tratase de un
juego. Para jugar, necesitamos una energía distinta a las situaciones de
espiral descendente, donde termina por agotarse tanto la energía como la
creatividad de los participantes, tal vez precisamente por el nivel de
exigencia en el que se desarrolla el juego. En el marco de la visión, una
meta sirve simplemente para delimitar un territorio y si al jugar no se
alcanza -«¡Fascinante!»-^, no quedan en entredicho ni el jugador ni la
propia visión. Cuando se persigue un objetivo bajo los efectos de una
visión, el acto de jugar es relevante para lo posible, pero ganar no lo es.
Ejemplos de «visiones»
Una visión es una invitación abierta y una fuente de inspiración para que
alguien pueda crear las ideas y los acontecimientos necesarios, que se
identifiquen con el marco definitorio.
Organizaciones «tonales»
ttxiomos de lo posible
No hay límites
BEN: los lunes suelo empezar el día dando una clase de posgrado
en Walnut Hill, donde el tema de la música sólo se toca de pasada. Se
trata de hacer pensar a los alumnos en un contexto mucho más amplio,
que alcance bastante más que los ensayos diarios, las clases y las
actuaciones esporádicas. Como maestro, dispongo de la enorme
oportunidad de fomentar lo posible en cada charla. En una ocasión nos
enfrascamos en un muy interesante debate sobre el riesgo, el peligro y
cómo romper las barreras. Al día siguiente debía dar una conferencia
sobre líderes y liderazgo en la NASA y se me ocurrió pedir a mis
alumnos que escribieran sus comentarios sobre los posibles parecidos
entre los programas de la NASA y sus experiencias como músicos.
Como me conocen, saben que en realidad el enunciado rezaría más o
menos así: «Habladme de vuestros sueños y aspiraciones comunes,
sobre el espíritu, sobre el hecho de ser». Debo confesar que no
esperaba la gran calidad de los comentarios que recibí,.ni las
definiciones que escribieron, tanto relativas a su música como a los
programas espaciales o al mundo de las posibilidades. Transcribo a
continuación algunas expresiones espontáneas que anoté a medida que
hablaban y que estaban dirigidas a los miembros de la NASA con
quien iba a reunirme al día siguiente:
Amanda B U R R , 16 años
Sinceramente,
ED HOFFMAN
Director de programa, Programa/proyecto iniciativa
aeronáutica nacional y Oficina Central de
Administración Espacial
Hallar lo perdido
Roz: los meses posteriores a la muerte de nuestra madre, mi
hermana y yo mantuvimos relaciones muy tirantes. Creo que ninguna
de las dos sabía muy bien cómo comportarse. En mi forma típica de
actuar, el corazón me dictaba que debía sentarme con ella y empezar a
aclarar algunos puntos, mientras que ella, mucho más reservada, no
tenía ganas de hablar. Recuerdo haber pasado muchas horas ensayando
en mi mente, por las calles de Boston, largas conversaciones con ella
que, naturalmente, no podía escuchar puesto que no estaba presente.
Pasó mi aniversario y seguíamos manteniendo la distancia.
Naturalmente, esto me hizo sentir todavía peor. Un buen día di en el
clavo al preguntarme qué nos estaba sucediendo. Quiero decir que me
permití dirigirme al espacio que existe entre nosotras. Toda la energía
que había malgastado hasta ahora para construir un argumento
convincente, es justamente, lo que nos había alejado aún más si cabe.
Yo la echaba mucho de menos. Se me ocurrió que si pudiera verla
físicamente, podríamos encontrar una solución. La llamé y le propuse
desayunar. Vivía en otro Estado, lo cual significaba levantarme de
madrugada para llegar a Connecticut a tiempo. La encontré en la
cocina, enfundada en su camisón, tal y como recordaba a mi hermana,
mi persona favorita.
Charlamos alegremente mientras tomábamos café y luego dimos un
largo paseo por los caminos del bosque de Ashford, mientras Chloe, su
perra labrador castaño, iba y venía, trotando sin cesar.
¿De qué hablamos? De arquitectura, del campo, de los gatos que
Chloe quería visitar a toda costa en una granja cercana. Comentamos
episodios del pasado en los que intervenía nuestra madre, una mujer
única. También comentamos un ensayo que estaba escribiendo para su
proyecto universitario. Nunca mencioné «lo mío» y no sé si sería por la
belleza del paisaje o por qué otra razón, pero cuando nos despedimos y
volví a meterme en mi coche, se me habían acabado las ganas de
hacerme inútiles discursos interiores.
¿Habíamos resuelto algo? Obviamente, no. Pero ese «algo», como
suele suceder en muchos casos, estaba hecho de un tejido que, por muy
real que a mí me pareciera, no concordaba con lo que habíamos vivido
y sentido juntas. Habíamos paseado, gesticulado y reído bajo aquel sol
matutino y, como por arte de magia, las barreras se habían esfumado. A
partir de aquel momento me pareció que mis desacuerdos con mi
hermana podrían subsanarse de otra manera.
Nuestras desavenencias tienen poca importancia comparadas con las
hostilidades que se dan a nivel mundial, en las que se cometen enormes
injusticias y la ira se desata entre pueblos hermanos. En algunas
ocasiones, es preciso «aparcar» ciertos problemas y permitir que en el
punto más álgido de la desesperación o del enojo transpire ese rayo de
luz, ese nuevo invento que nos permite ver el bosque.
«El terrorista que ha puesto la bomba debería morir por los crímenes
cometidos.»
«Esto aumenta la violencia.»
«El y todos los que son como él deberían estar encerrados para siempre.»
«¿Quién se reinserta con estas medidas?»
«¿Qué podemos hacer para que esto no se repita?»
«¿Cómo resarcir a las familias?»
«La ira no conoce límites.»
Sin-fo-nía
Verdad y reconciliación
El gobierno sudafricano de Nelson Mándela se enfrentó al dilema
que debe resolver toda nación que ha padecido durante largo tiempo
episodios de brutal violencia. ¿Qué actitud se debe adoptar ante los
culpables? En una sociedad tan malherida, ¿qué pasos hay que tomar
para no incrementar aún más su malestar? ¿Qué política hay que
desarrollar para sacar adelante el país?
El gobierno de Sudáfrica puso en práctica un plan de acción cuyos
parámetros se ceñían al modelo de lo posible. Su decisión pretendía no
excluir a nadie y se nombró al arzobispo Desmond Tutu director y
cabeza visible del plan. La Truth and Reconciliation Commission
(TCR) [Comisión para la Verdad y la Reconciliaciónl ofreció la
amnistía a todos los individuos dispuestos a declarar públicamente toda
la verdad y que pudieran demostrar que todos sus actos violentos
habían sido cometidos por motivos políticos. A quien no estuviera
preparado para hacer una declaración pública lo debería juzgar un
tribunal en la forma acostumbrada. La Constitución sudafricana hacía
también suyas las conclusiones de la TRC: «Necesidad de comprensión,
no de venganza, necesidad de reparación, no de represalia, necesidad de
ubuntu (hermandad), no de victimización».14
Rosario
BEN: la Joven Orquesta Filarmónica del Conservatorio de Nueva
Inglaterra estuvo en cierta ocasión de gira por Chile; un día debíamos
efectuar una grabación por la tarde y dar un concierto por la noche.
Decidí que era preferible no ensayar por la mañana para no agotar a los
jóvenes músicos, pero también temía que si los dejaba libres iban a
hacer de las suyas por la ciudad. Reuní a los ochenta y ocho integrantes
en un amplio salón del último piso del hotel Carrera de Santiago. Les
había pedido de antemano que llevaran consigo sus partituras, a fin de
hacer un repaso, pero en lugar de adoptar el papel de maestro les invité
a comentar sus impresiones acerca de la gira y muy especialmente sobre
las interpretaciones que habíamos efectuado hasta aquel momento.
Todos respondieron espléndidamente, como si hubieran estado ansiando
que les hiciera aquella pregunta. Acto seguido se dispusieron a ejecutar
la música sin necesidad de que yo interviniera en la dirección y durante
aquella larga sesión de tres horas algunos de los músicos decidieron
libremente efectuar algunas observaciones. Curiosamente muchos de los
comentarios no se referían a sí mismos, sino al modo de ejecutar de
otros compañeros, con lo cual un trompeta aportó unas sugerencias
interesantes sobre un pasaje de violín, y así sucesivamente. Me sentí
muy orgulloso de ellos.
Dos días más tarde debíamos efectuar un viaje de doce horas en
autobús, cruzando el continente en dirección a Argentina. El viaje,
debido a una serie de contratiempos, duró unas diecisiete horas. La
noche anterior habíamos dado un concierto en el famoso Teatro Com-
munale de Santiago de Chile y nos dirigíamos a Buenos Aires para
tocar en el renombrado Teatro Colón. También estaba previsto parar en
dos pequeñas ciudades por el camino para ofrecer sendos conciertos.
No oí ninguna queja durante aquel largo trayecto, aunque debo confesar
que estaba bastante preocupado por la fatiga que aquellos jóvenes
podían llegar a acumular, lo cual, sin duda, afectaría a nuestra
actuación en un pequeño teatro de la ciudad de Rosario.
Teniendo en cuenta que estábamos muy familiarizados con la
Sinfonía n° 9, Del Nuevo Mundo, de Dvorak, intenté encontrar un
método distinto para ensayar. Pedí a la orquesta que cambiara sus
asientos habituales de modo que cada joven intérprete se encontrara al
lado de un instrumento totalmente nuevo para él. Un primer violín se
situó al lado de los timbales, un oboe entre las violas y un como entre
los violoncelos. Uno de los contrabajos llegó a situarse entre el solista y
yo mismo. Se trataba de que todos los músicos oyeran sonidos y
texturas distintos a los que habitualmente estaban acostumbrados.
Por otra parte, y como era costumbre siempre que nos hallábamos
de gira, leí una cita que servía de inspiración antes de comenzar el
ensayo: «Una puerta se cierra, pero otra se abre». Mientras citaba esas
palabras les pedí que imaginaran que estaban todos completamente
ciegos, y cuando empezaron a tocar Dvorak observé que sus ojos
permanecían aún completamente cerrados. Al cabo de un breve tiempo
les pedí que pararan de tocar. Estaba muy claro para todos que después
de haber trabajado con rigor durante tanto tiempo habíamos perdido las
nociones de flexibilidad y de libertad, y que ante la ausencia de un líder
visible, la rigidez se había instalado en la formación. «Cuando la puerta
de la visibilidad se cierra», les interpelé, «¿qué puerta tiene más
probabilidades de abrirse?» La respuesta inmediata en boca de buena
parte de aquellos jóvenes fue: «La del oído». Comenzamos de nuevo.
Mientras tocaban me dirigí al fondo de la sala y quedé asombrado al
comprobar que un nuevo modo de interpretar emergía en aquel re-
cinto y que era muy parecido al paisaje que aparece ante nuestros ojos
cuando, finalmente, llega el alba. Ochenta y ocho músicos de entre los
cuales ni uno sólo se había aprendido la partitura intencionadamente de
memoria, estaban tocando sólo con el corazón el primer movimiento de
la Sinfonía Del Nuevo Mundo de Dvorak con una elasticidad de tempo
inusual en cualquier orquesta formada por músicos videntes e imposible
de ser ejecutada por una orquesta de invidentes. Cuando miré a mi
alrededor comprobé que todos los allí presentes, profesores y
estudiantes de música de Rosario, tenían los ojos llenos de lágrimas.
Tanto ellos como yo estábamos muy emocionados debido al nivel de
conexión que aquella joven orquesta había sido capaz de alcanzar y
que, ante todo, era como una voz nueva, una voz auténtica que
acariciaba nuestros oídos por vez primera.
Regresé al escenario ebrio de entusiasmo y les sugerí que
imaginaran que habían recuperado la vista y que, además, se
encontraban a orillas de un Nuevo Mundo auditivo. Una vez más
interpretamos el primer movimiento de la sinfonía de Dvorak, todos
con los ojos abiertos y con los oídos perfectamente afinados.
Experimenté la sensación, tan anhelada, de estar en perfecta armonía
con mi espíritu: no había director ni tampoco dirigidos, sólo armonía.
Fue el momento cumbre de aquella gira y de todo el año. Me llena de
emoción recordar que todo esto sucedió en una pequeña ciudad, entre
dos conciertos muy importantes, donde no se esperaba que ocurriese
nada de particular.
\
WILLIAM JAMES
Coda