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¿QUÉ ES EL FEMINISMO RADICAL DE LA DIFERENCIA? 


Tres textos libres 
 
ANDREA FRANULIC 
Pensamiento radical y pensamiento de
la diferencia: un contrapeso necesario
Lo escrito es igualmente un instrumento para este ansia incontenible
de comunicar, de “publicar” el secreto encontrado, y lo que tiene de
belleza formal no puede restarle su primer sentido; el de producir un
efecto, el hacer que alguien se entere de algo.

(Zambrano, 1934).

La idea de este texto surge de una necesidad, quizás como todo lo que
se escribe, de aclarar, para mí misma, qué entiendo por ‘feminismo
radical de la diferencia’ en el presente. Y más que proponer el
recorrido de un concepto, se trata de un breve recorrido en mi práctica
política. La idea nació una tarde de lluvia, luminosa pese a las nubes,
en la que conversábamos con Jessica Gamboa (Insu Jeka).
Justamente, fue ella quien me inspiró a escribir esto y yo me fié, una
vez más, en sus palabras; no sé en qué irá a resultar.

A 9 años de distancia en que le di forma a este concepto, mi


comprensión del mismo ha cambiado en tanto se ha modificado la
comprensión de mí misma. Tal vez no parezca mucho tiempo desde el
punto de vista cronológico, pero, en intensidad, equivale a muchos
años más. Entonces escribía la biografía política de Margarita Pisano
y, con la necesidad de situarla a ella en una genealogía de mujeres,
aunque en ese tiempo yo hablaba más de corrientes de pensamiento,
acuñé lo de ‘feminismo radical de la diferencia’. Curiosamente, Tatiana
Rodríguez, que estaba entre quienes presentó el libro (junto a la
querida Sandra Lidid y al querido Fernando Franulic), me comentó
que cuando leyó esta idea, pensó que era el inicio de mi separación
política con Pisano. A mí esto no me hizo sentido en ese momento,
pues el concepto surgió, precisamente, para significar su obra. No
obstante, ahora comprendo a qué se refería y, más que esto, mi diálogo
con Tatiana ha sido clave para esta revisión.

En la biografía política, uso el concepto varias veces y, en cada


oportunidad, lo defino y le agrego contenidos nuevos. De esta manera,
aparece en la introducción, en el capítulo V y en el capítulo X. Cada
aparición me parece interesante de comentar, pero, por ahora, me
detendré en dos. En el capítulo V, lo introduzco con una idea
inspiradora que encontré en uno de los principales libros de la
pensadora María Milagros Rivera Garretas (1994). Ella, apoyándose
en otras autoras, alude al concepto de ‘feminismo heterosexual de la
diferencia’ para cuestionar esos contenidos de la diferencia sexual que
nunca abandonan la referencia al género masculino, y que terminan
reposicionando la feminidad como estereotipo codificado por el orden
patriarcal.

Esta referencia se puede dar en sentido tanto positivo como negativo,


es decir, se puede expresar en frases que reflejen tanto una
superioridad, o estado de pureza, de las mujeres respecto de los
hombres (perspectiva idealizadora, bastante usual en el feminismo),
como una inferioridad, que ha sido la constante patriarcal. Esta última
es la idea de ‘diferencia sexual’ usada por la ideología androcéntrica y
su visión aristotélica de la relación entre los sexos. Esta teoría de
Aristóteles, denominada ‘polaridad de los sexos’, “sostiene que
mujeres y hombres son significativamente diferentes y que los
hombres son superiores a las mujeres” (Rivera Garretas, 1994: 22).
Por lo tanto, las mujeres son, por naturaleza, engañosas, irracionales,
débiles, perversas, etc. Para soslayar este aterrizaje heterosexual de la
perspectiva de la diferencia, nace una parte importante del contenido
del ‘feminismo radical de la diferencia’ que yo propongo. Justamente,
la palabra “radical” pretende salvaguardar la diferencia de su abordaje
heterosexual. Este significado del ‘feminismo radical de la diferencia’
lo mantengo hasta el día de hoy. Pero ¿por qué no denominarlo,
entonces, ‘radical’ a secas? Existes dos razones para mí.

La primera, es que el feminismo radical también tiene un aterrizaje,


más evidente en algunas de sus expresiones, que retorna al orden
patriarcal, porque no abandona, para pensar la política de las mujeres,
la dialéctica de lucha entre opresor/oprimido ni tampoco el sistema de
géneros masculino/femenina, a propósito de que se esmera en querer
abolirlo. En este sentido, se plantea como un feminismo
deconstructivo del orden imperante más que como un feminismo
propositivo de otro orden simbólico, es decir, mantiene, de manera
imprescindible, como punto de referencia, para la práctica política
feminista, las opresiones que produce el patriarcado. Por eso, el
feminismo radical muchas veces basa su política, principalmente, en
reivindicaciones y denuncias. Estas son necesarias, sin duda, pero creo
que siempre deben ir acompañadas de la reflexión profunda de cómo,
cuándo, dónde y para qué.

La segunda razón es que la diferencia es una perspectiva que siempre


me ha hecho sentido (ecos y resonancias) desde mis inicios en el
feminismo, porque hace de este un pensamiento y un espacio políticos
absolutamente distintos a las prácticas patriarcales y las ideologías
que las sustentan, feministas o no. Esta perspectiva me permite darles
más de una vuelta a las cosas y jamás dejarlas caer en el mismo lugar.
Muchas veces da respuesta a las búsquedas que tuve y tengo cuando
nada me conforma. Y, como dice Camila Sandivari de Lúcidas, nos
invita a la soltura de no hacernos cargo del fracaso civilizatorio de las
sociedades patriarcales.

En el discurso de Margarita, y en algunas expresiones de su práctica,


descubrí esta perspectiva cuando, mediada por ella, conocí el
feminismo por primera vez. Cómo no, en su biblioteca, entre los libros
destacados, estaba ​Nombrar el mundo en femenino​, ​No creas tener
derechos​, ​Escupamos sobre Hegel​, ​Tres guineas​, ​La ciudad de las
damas​, entre otros. Todos eran lecturas necesarias y apasionadas. Así
fue. Junto con esto, en su discurso, la diferencia se combinaba con
otros elementos de la vertiente radical, lo que me llevó a mí a situarla
en esta corriente que llamé ‘feminismo radical de la diferencia’, de la
mano con nuestras autoras favoritas.

Dicha combinatoria la defino en el último capítulo de la biografía, el X,


de una manera de la que hoy tomo distancia y no comparto. Dice así:
“…sitúo a Pisano en la intersección, en el feminismo radical de la
diferencia, puesto que comparte con el feminismo de la diferencia la
necesidad de construir una cultura distinta de la patriarcal y con el
feminismo radical de los años setenta coincide en el rechazo insolente
a la simbólica femenina. Algunas teóricas de la igualdad también
comparten este rechazo, pero lo contradicen una vez que desean
acceder a los espacios masculinos de poder, perpetuando el modelo de
dominio/sumisión” (Pisano & Franulic, 2009: 479). Me gusta esto de
la intersección –o la brecha– que usaba mucho entonces. Profundizaré
en esta idea de la intersección en dos textos que se titulan,
precisamente, ​El​ ​feminismo radical de la diferencia​ y son del año
2010, un año después de la publicación de la biografía. En realidad, el
concepto de ‘feminismo radical de la diferencia’ aparece en muchos de
mis textos posteriores, hasta la fecha, e incluso en textos académicos
que he escrito. Pero este recorrido más acucioso no lo realizaré en este
ensayo. Por ahora, me interesa comentar la cita anterior y explicar en
qué me distancio de ella.

La idea clave es eso del “rechazo insolente a la simbólica femenina”.


Considero que este rechazo es necesario en tanto entendamos por
simbólica femenina aquella codificada por el orden social del
patriarcado. Entendida así, lo femenino guarda una relación
jerárquica con lo masculino, cuyo mecanismo de poder-dependencia
es la absorción de lo femenino por lo masculino (Violi, 1991). Además,
esta relación forma parte del sistema de géneros, cuya (re)producción
es netamente patriarcal. Por supuesto que las mujeres, en especial las
mujeres feministas, queremos librarnos de este estereotipo femenino
codificado, durante siglos, por el pensamiento masculino, que ha
logrado que nuestras más hermosas energías creativas se vuelquen al
servicio de los hombres y su porquería de civilización depredadora.

Quiero detenerme un rato más en el análisis de este aspecto particular


del discurso de Margarita Pisano, pues forma parte sustancial de mi
historia feminista y del concepto que estoy comentando. Si la autora
rechaza en bloque lo femenino, pero plantea que las mujeres tenemos
un cuerpo sexuado e histórico diferente (pues esto afirma, de lo
contrario, su discurso no tendría elementos de la diferencia) y que a
partir de este cuerpo y experiencia podemos producir otra cultura,
entonces, ¿de dónde proviene y en qué radica aquello tan diferente
que podemos crear? Esta pregunta, Pisano la responde reponiendo ‘lo
humano’, las ‘condiciones de lo humano’, donde destaca el pensar y el
crear símbolos y valores. Es, en este punto, donde yo considero que, a
pesar de la autora, el discurso, con la fuerza incontenible de su
ideología subyacente, da una voltereta para caer en el mismo lugar,
que es el orden simbólico patriarcal, el mismo que nos ha perjudicado
la vida, porque es anti vida en la misma medida de que es anti
mujer(es).

Es la misma voltereta que se dan muchas expresiones del feminismo,


independientemente de que se declaren radicales, posmodernas o
igualitaristas. Es decir, la creencia en el sujeto universal, que es
intrínseca a la ideología patriarcal, la siguen sosteniendo y, en
consecuencia, la admiración hacia los valores de la masculinidad.
Finalmente, los discursos rebeldes, de la resistencia, de la lucha o el
empoderamiento (aunque existen distinciones entre estos conceptos,
todos son de raigambre moderna) prenden fugaces llamas en los
corazones emancipados que llevamos dentro, pero estos focos
incendiarios (y revolucionarios) se siguen nutriendo de la ignorancia
sobre nuestras vidas, palabras e historia. Por eso, a veces, el
movimiento feminista me parece un lugar tan hostil, con barrotes de
fierro.

Me parece innecesario decir que las mujeres somos humanas y que,


como tales, pensamos y hablamos; sencillamente lo somos. Que los
hombres no nos han dejado ejercer estas cualidades con total libertad
y ellos se las han apropiado, es una discusión distinta. Yo estoy
intentando decir otra cosa: reponer ‘lo humano’, y enfatizar en ello, al
mismo tiempo que se rechaza en bloque lo femenino y se insiste en el
pensar como gran cualidad que debemos practicar, es restituir ‘lo
masculino’, porque, en esta cultura, la representación simbólica de ‘lo
humano’ es el Hombre, así con mayúscula, el ser pensante por
antonomasia (aunque sabemos que no es así), este que se ha erigido
como falso sujeto universal, falsamente neutro, pseudo genérico, cuya
lógica incluyente-excluyente ha pretendido absorbernos a las mujeres
de una sola bocanada.

Nuestro punto de partida es una experiencia sexuada irreductible, es


decir, nuestros cuerpos biológicos e históricos que, como tales, son
semiológicos, puesto que, a partir de esta realidad sexuada, les
otorgamos significados al mundo, a las relaciones con las y los demás y
a nosotras mismas (Rivera Garretas, s/a; Muraro, 1994). Y todo esto
sucede en un contexto cultural que nos configura y que, a las mujeres,
nos ha expropiado y negado esta potencialidad sexuada. Por eso, los
significados “femeninos” que producimos (y digo “femeninos” en tanto
provienen de un cuerpo sexuado mujer) son absorbidos y atrapados en
el estereotipo patriarcal femenino (y también en el masculino), al
mismo tiempo que son desvalorizados y tergiversados por una
civilización que admira la simbólica (palabras, representaciones,
valores, lógicas) producida por los hombres. Pero, pese a esta
persistencia masculina y milenaria, existimos, y los significados
“femeninos” pueden escapar de estos modelos y mandatos
patriarcales, o resistirse a la tergiversación, y generar otro tipo de
sentido de ser mujeres. Esto es lo que nos interesa descubrir en
nosotras mismas y en las otras, así como en nuestras antepasadas,
aunque sabemos que los límites no son nítidos.

A partir de estas reflexiones, he arribado a la conclusión temporal de


que es muy importante tener en cuenta dónde ponemos nuestra
energía simbólica, o sea, dónde recaen nuestros énfasis cuando
hablamos y escribimos en nuestra práctica política feminista: ¿es más
importante hablar y escribir, de manera preponderante, sobre lo
femeninas, perversas y falsas que son las mujeres, y la urgencia de que
ejerzan lo humano para que dejen de ser así? Por supuesto que existen
mujeres dañinas y destructivas (y toda característica negativa que
queramos agregar), yo conozco a varias. Lo que estoy afirmando es
otra cosa: la invitación a pensar dónde ponemos los énfasis,
prioritariamente, cuando hacemos política feminista, en especial si
esta se sustenta en las palabras. Este lenguaje mancornado contra la
feminidad, a mí, hoy en día, no me hace sentido políticamente. Pero lo
usé bastante tiempo, porque, por una parte, me hizo sentido y lo
necesité en momentos cruciales de mi vida y, por otra parte, porque
hablaba más desde la ideología que desde mi experiencia (algo que
aún no realizo por completo).

Por eso, mucho más que rechazar en bloque lo femenino, creo que nos
nutre políticamente, y nos ayuda a encontrar sentido para el vivir, y no
desorden simbólico, en especial en este patriarcado tardío, el poner las
energías creativas en descubrir (y continuar produciendo) los
significados u orden simbólico al que las mujeres han dado forma a lo
largo de los siglos y nos lo han heredado, prescindiendo del orden
simbólico patriarcal y su codificación de lo masculino y lo femenino.
Para lograr esto, han debido sentir, pensar y hablar como las humanas
que son, ​a partir de sí​ mismas (Rivera Garretas, 1994), desde la
irreductibilidad de su diferencia sexual, que, como dije antes, en el
patriarcado, se ha perseverado por silenciarla e instrumentalizarla.
Por lo tanto, tampoco nos sirve insistir tanto en el vacío histórico que
tenemos, porque contamos con pautas diversas y originales de
decibilidad de nuestros deseos, producidas por las mujeres en el
pasado (y en la actualidad). Nuestra tarea política es hilarlas
genealógicamente de tal manera que nos guíen en el presente (Rivera
Garretas, 1994).

Tanto el pensamiento radical como el pensamiento de la diferencia


llegan hasta la raíz, buscan la profundidad, no solo en cuanto a que
tocan los fundamentos mismos de la civilización androcéntrica para
develar sus mecanismos e inicios históricos, sino también porque
llegan al origen, a la irreductibilidad de la diferencia sexual, a nuestros
cuerpos sexuados en femenino. Junto con esto, ambos consideran
indispensable la práctica política de hablar a partir de nosotras
mismas, en primera persona, para crear un sentido libre de ser
mujeres y desdeñar el (pre)juicio ajeno, que es del orden moral, del
orden del padre. Así, puedo mencionar otros puntos de convergencia
entre ambas perspectivas. Por ejemplo, la práctica del ‘entre mujeres’
(Librería de Mujeres de Milán, 2004) y la visibilidad del ‘continuum
lesbiano’ (Rich, 1986), el cuestionamiento profundo al ideario de la
igualdad, a la política de derechos y a los discursos de la emancipación
de las mujeres, la crítica contundente a la utilización del feminismo
por parte de las ideologías de izquierda y el planteamiento de que la
dominación contra las mujeres es primaria y, como tal, constituye el
soporte para las demás dominaciones: por clase, raza, etnia, edad,
especie, entre otras.

Mi práctica política, hoy, cobra fuerza con Feministas Lúcidas y las


mujeres de Autonomía-feminista (específicamente, Sandra Lidid y
Jessica Gamboa). Mediante el intercambio con ellas (y con otras
mujeres con las que dialogo), nuestras lecturas y conversaciones, estas
ideas han ido tomando forma. Los significados, que he ido tejiendo y
destejiendo para el concepto, me gustan todos, salvo el que acabo de
comentar, del cual hoy me distancio. Como ya dije, la palabra “radical”
en el concepto es para salvaguardar la diferencia de no caer en la
ideología heterosexual para interpretar la ‘diferencia sexual’. Además,
requerimos del pensamiento radical su agudeza mediante la cual
devela y denuncia las ideologías y estructuras patriarcales, sus
instituciones y estratagemas, desde los cimientos: heterosexualidad
obligatoria, prostitución y pornografía, amor romántico, familia,
maternidad patriarcal, etc.

Por su parte, la “diferencia” también salvaguarda la radicalidad para


que esta no se quede atrapada en la dialéctica de lucha
masculino-femenina, en el sistema de géneros, aunque su objetivo sea
abolirlo, o a propósito de esto mismo. Con otras palabras, que su
práctica política no sea siempre en función de, o en referencia a, el
orden patriarcal, abandonando la experiencia femenina como fuente
de saber extra-sistemática. De esta manera, en el ‘feminismo radical
de la diferencia’, el pensamiento radical y el pensamiento de la
diferencia se hacen un contrapeso necesario el uno al otro y, en esta
intersección de los dos pensamientos, puede pasar que a veces
necesitemos estar más en uno y otras veces más en el otro; puede que
necesitemos ​el más​ de uno o ​el más​ del otro (Cigarini, 1995). O
también puede pasar que nos quedemos en el espacio achurado de la
intersección de los dos conjuntos, abriendo una brecha necesaria para
que nunca más las mentiras parezcan verdades.

Referencias bibliográficas​:

Cigarini, L. (1995). ​La política del deseo​. Barcelona: Icaria.

Librería de Mujeres de Milán. (2004). ​No creas tener derechos​.


Madrid: Horas y Horas.

Muraro, L. (1994). ​El orden simbólico de la madre​. Madrid: Horas y


Horas.

Pisano, M. & Franulic, A. (2009). ​Una historia fuera de la historia.


Biografía política de Margarita Pisano​. Santiago: Editorial
Revolucionarias.

Rich, A. (1986). Heterosexualidad obligatoria y existencia lesbiana. En


A. Rich, ​Sangre, pan y poesía​, pp. 41-86. Barcelona: Icaria.
Rivera Garretas, M. (1994). ​Nombrar el mundo en femenino.​
Barcelona: Icaria.

Rivera Garretas, M. (s/a). Sexuar tú la política. ​Programa de máster


en estudios de la diferencia sexual, Universitat de Barcelona​ [en
línea]. Disponible en: ​http://www.ub.edu/duoda/web/es/cursos/6/​.

Violi, P. (1991). ​El infinito singular.​ Madrid: Cátedra.

Zambrano, M. (1934). Por qué se escribe. ​Revista de occidente,​ ​XLIV,​


318.

2017
El feminismo radical de la diferencia
Por Andrea Franulic​[1]

“… y pensé en el órgano que retumbaba en la iglesia y en las puertas


cerradas de la biblioteca;

y pensé en lo desagradable que es estar excluida;

y pensé en que tal vez sea peor ser metida dentro​…”​.​[2]

Al “tomar las cosas desde la raíz” ​[3]​, nos damos cuenta de que las
mujeres siempre hemos estado ​afuera​ de la cultura patriarcal. Nuestra
diferencia respecto de los varones es esta: somos extranjeras de su
civilización. Los varones con poder han construido su cultura,
excluyéndonos como seres humanas y, en un mismo movimiento,
incluyéndonos como ​femeninas​. Los varones sin poder no son
extranjeros de esta civilización, les pertenece igualmente. No tienen un
poder ​contingente​ respecto de otros varones, pero siempre ejercen un
poder ​necesarior​ especto de una mujer. Más profundo aún, la
operación primaria​[4]​ de negarnos como humanas e incluirnos como
femeninas está presente tanto en la esfera personal como en la esfera
pública. De ahí que lo personal sea político, puesto que el sistema
patriarcal re-actualiza su dominio en las relaciones de cada ser
humano. Margarita Pisano, teórica radical de la diferencia, proyecta, a
partir de nuestra extranjería, una propuesta político-ética y afirma que
para conocer cómo funciona el sistema vigente, analizando sus
operaciones fundacionales (en perpetua renovación), y deconstruir el
orden simbólico femenino/masculino, es necesaria la mirada del
afuera​[5].​ Sin esta visión, los feminismos seguirán debatiéndose
dentro de las lógicas instaladas.

Es en esta perspectiva del afuera donde se sitúa el ​feminismo radical


de la diferencia[​ 6]​. Lo defino como una corriente de pensamiento
feminista, en diálogo y confrontación con los feminismos de la
igualdad, de la diferencia, el radical y el posmoderno. Entra en el
debate actual de las corrientes ideológicas, no obstante, ​espiga​ en la
brecha de la historia para darles continuidad y profundidad a los
planteos teóricos –con nombres y apellidos- que engarzan esta línea
de pensamiento y aportan las herramientas políticas necesarias para
interpretar que “la derrota de nuestras antecesoras tiene más dignidad
que el triunfo de nuestras contemporáneas.”​[7]

Carla Lonzi, teórica radical de la diferencia, dice: “La diferencia de la


mujer consiste en haber estado ausente de la historia durante miles de
años. Aprovechémonos de esta diferencia…”​[8]​ La lógica de la
inclusión es un elemento fundamental del poder patriarcal. Le hemos
pedido a lo largo de la historia, a quien domina, ser incluidas,
reproduciendo y reforzando el orden de lo femenino; en lugar de
darnos cuenta de que nuestra potencialidad política radica en haber
sido excluidas. Por eso, Lonzi continúa: “una vez lograda la inserción
de la mujer, ¿quién podrá decir cuántos milenios transcurrirán para
sacudir este nuevo yugo?”​[9]
Estar ausentes de la Historia, ser extranjeras de la civilización vigente
y definidas constantemente por otros, proyecta una fuerza
transformadora que ninguna rebelión masculina es capaz de contener.
Antes que todo, nos resguarda de asumir una responsabilidad
protagónica en la deshumanización que impera, resultado de la
devastación del mundo y del planeta que ha llevado a cabo el sistema
patriarcal. El fracaso de la civilización les pertenece; la derrota, como
dice Lonzi, es del hombre. Ella nos interroga: “¿Nos parece
gratificante participar en la gran derrota del hombre?”​[10]​. De esto se
deduce que nuestras acciones no pueden ser reivindicativas ni
salvadoras, no podemos seguir recogiendo los muertos de sus guerras
y continuar reproduciendo la feminidad como destino político.

Es esta otra ventaja que podemos desprender de nuestra extranjería


consciente, la de abocarnos a la tarea política de conocer cómo
funciona la feminidad, lo que nos permitiría sostener discursos que
desmonten el esencialismo patriarcal, una de las creencias más
arraigadas de su dominio. Esto es así, porque la construcción de la
feminidad se pierde en el origen, tanto en el nacimiento de cada mujer
en este mundo como en las raíces de la historia. El patriarcado
encubre el inicio de su cultura con la mitología y los libros sagrados.
En ellos se habla de una creación más allá del tiempo y del espacio, es
una creación divina (la idea delirante de dios). Así arma su
esencialismo, al mismo tiempo que define nuestra “naturaleza” como
mujeres. La cultura patriarcal es -a un tiempo- fundamentalista y
misógina. Nos desprecia como personas y nuestra respuesta obediente
es la feminidad. Ellos se aman, se legitiman y se admiran entre sí.
Nosotras los amamos y admiramos a ellos. En tanto, nos despreciamos
entre nosotras y a nosotras mismas. La misoginia atraviesa lo ​íntimo,
privado y público[​ 11]​, experiencia esencialista que no posee ninguna
otra subyugación. Las desigualdades de raza y de clase no cuentan con
una operación secundaria de este tipo. Me refiero al constructo de lo
femenino, que encubre la negación primaria de nuestra existencia. Por
eso, la opresión de las mujeres no es siquiera comparable a las otras
opresiones. Eso sí, pueden profundizarla, porque nuestra dominación
atraviesa clase, raza y edad.

La falta de amor propio y la inseguridad que esta ausencia proyecta,


inseguridad profunda de no saber de dónde vienen nuestros miedos y,
en especial, el impedimento emocional e intelectual para ejercer la
capacidad humana de pensar autónomamente, son rasgos de lo
femenino. En el vacío de amor propio, sobre esta carencia, se erige el
escenario del ​romántico amoroso​, cuya realización ideal es el modelo
patriarcal de la “buena madre”: así justificamos nuestra permanencia
en esta vida, sirviendo a los demás, viviendo –sexual, emocional e
ideológicamente- en función de los otros. El amor, en este contexto, es
el revestimiento más perverso, porque nos hace cómplices de nuestra
dominación, nos vuelve vulnerables y permite que nos manejen con el
sentimiento de la culpa.

Estos mecanismos naturalizan la deshumanización de las mujeres,


logran que cada cierto tiempo tengamos, una y otra vez, que
“demostrar” que existe una civilización patriarcal. Asimismo, las
mujeres seguimos divididas entre nosotras, pidiendo permiso en
luchas ajenas, usando las herramientas ideológicas de ellos para
denunciar discriminaciones. Leyéndonos en su historia, nuestra
enajenación y la misoginia seguirán intactas.
Por eso, tenemos que aprovecharnos de haber estado ausentes de la
Historia durante miles de años y situarnos ​afuera​ para mirar. Solo así
podremos conocer cómo opera el sistema patriarcal y su feminidad.
Solo así podremos desmontar nuestros deseos de pertenecer. Solo así
podremos leer su historia de próceres como una historia de violencia
contra nosotras. Solo así podremos recuperar a las mujeres que
porfiadamente han ejercido la capacidad humana de pensar con
independencia, aun cuando a muchas les haya costado la vida. El
feminismo, así como yo lo entiendo, es un proyecto político en sí
mismo, cuya posibilidad de transformación del mundo supera a la de
cualquier movimiento subversivo que se haya dado en la historia,
porque es el único que puede aportar un análisis radical del poder.

En el marco de la lógica incluyente, los varones construyen sus


dicotomías. Etimológicamente, la palabra ‘dicotomía’ viene del griego
y quiere decir, de manera literal, “yo corto en dos partes”​[12]​. Una vez
que hemos sido incluidas por ellos como femeninas, surge ese ​yo
masculino que corta en dos. Ellos piensan, nosotras amamos. Ellos
producen, nosotras reproducimos. Y nos aseguran que esta dualidad
es complementaria. Lo es para su civilización. En este sentido,
Margarita Pisano afirma que masculinidad/feminidad es un todo
indivisible, un solo constructo, un único cuerpo. Los varones se
apropiaron de las capacidades de lo humano: crear cultura y sociedad,
hacer filosofía y política, hablar y escribir, pensar el mundo, construir
símbolos y valores​[13]​. Al mismo tiempo, envolvieron estas
capacidades en una lógica de dominio, las empaparon del concepto de
superioridad y lo disfrazaron todo con la idea de universalidad, neutra
y abstracta. No pudo haber sido de otra forma si esta apropiación iba
encadenada a nuestra exclusión del pensamiento.

A lo largo de la historia, a las mujeres nos han perseguido y nos han


matado por pensar: a las mujeres de la revolución francesa, a las de la
querella​ medieval, a las brujas de fines de la edad media, a las
preciosas​ del XVII, a las sufragistas del siglo XIX y XX, entre otras.
Pese a la violencia masculina, la única manera de trascender la
negación originaria de nuestra existencia es mediante la expresión
material de un pensamiento ​diferente​. Y esto es justamente lo que el
feminismo ha pretendido ser. Para eso, ha construido conocimientos,
filosofía, teoría, ha diseñado una praxis política, ha interpretado la
historia, ha producido movimientos sociales, ha organizado a las
mujeres; pero muchas veces lo ha hecho sin abandonar la feminidad y
esta carece de autonomía de pensamiento. Esto ha retardado, junto a
otros factores, la posibilidad de construir una visión propia que tenga
una continuidad visible en el tiempo, que sea accesible para cualquier
mujer (y varón) de este mundo y que aluda a un referente
radicalmente distinto al que impone el sistema patriarcal, es decir, que
no reproduzca su lógica de dominio.

La palabra ‘dicotomía’ no me causa problema en sí misma. El


problema recae en ese ​yo​ que corta, que separa y que divide en la
cultura vigente; pero no en la acción misma de cortar, separar y
dividir, muchas veces en dos y tan necesaria para la vida. En este
sentido, el feminismo debe marcar una ​dicotomía​ teórica, filosófica,
política y ética respecto del patriarcado. Es a lo que se refiere, en parte,
Teresa de Lauretis en la siguiente cita: “Pues en realidad hay,
innegablemente, una diferencia esencial entre la comprensión
feminista y la no-feminista del sujeto y su relación con las
instituciones; entre los conocimientos, discursos y prácticas feministas
de las formas culturales, las relaciones sociales y los procesos
subjetivos; entre una conciencia histórica feminista y una
no-feminista. Esa diferencia es esencial en tanto que es constitutiva
del pensamiento feminista y, por tanto, del feminismo: es lo que hace
al pensamiento feminista, y lo que constituye ciertas formas de pensar,
ciertas prácticas de escritura, de lectura, de imaginar, de relatar, de
actuar, etc., situándolas dentro del históricamente diverso y
culturalmente heterogéneo movimiento social que, no obstante sus
calificaciones y distinciones, continuamos con buenas razones
llamando feminismo.”​[14]

En cambio, para Margarita Pisano el feminismo está fracasado​[15]​. Y


yo pienso que lo seguirá estando mientras no radicalice su diferencia,
mientras no se bifurque ideológicamente de la civilización
androcéntrica. En este sentido, el discurso del fracaso es una toma de
conciencia, en especial en un contexto que pretende borrar –una vez
más- la fuerza civilizatoria que potencialmente el feminismo posee. La
posmodernidad y su feminismo propio, las políticas ​queer,​ el
movimiento LGTB​[16]​, el tema de las des-identidades o “diferencias” o
el de las “nuevas masculinidades”, el tópico de la diversidad y la
tolerancia, entre otros, forman parte del repertorio actual y sofisticado
que el sistema vigente usa para que las mujeres sigamos sin historia.
En esta oportunidad, arremetió más firmemente desde la academia,
donde muchas, arrellanadas en el nicho cómodo de los “estudios de
género”, irradian las corrientes de pensamiento masculinistas.
Mientras no se desmonte el sistema patriarcal desde sus fundamentos,
no habrá cabida para la expresión radical de la ​diferencia​, entendida
como principio existencial. Si la experiencia fundante descansa sobre
nuestra exclusión de lo humano y en la imposición de un único punto
de vista legítimo para mirar la vida, interpretar la realidad y definir el
mundo, en esta cultura androcéntrica solo puede haber ​uniformidad,​
disfrazada de la idea de un “sujeto universal”; y dentro de este marco,
todo lo “diferente” es ​desigual.​ Para controlar la permanencia de una
sociedad homogénea y contrarrestar la multiplicidad de la vida, el ​yo
(masculino, jamás neutro) que corta y divide, bajo la apariencia de la
inclusión, construye ​identidades.​ Y estas son manejables porque
reproducen el principio de la uniformidad.

La feminidad es una identidad fundante del sistema patriarcal.


Cuando Celia Amorós afirma que las mujeres somos ​idénticas​ quiere
decir que somos reemplazables unas por otras, porque cumplimos la
misma función social, es decir, prima entre nosotras, cultural y
simbólicamente, la indiferenciación​[17]​. De ahí que buscar nuestra
“diferencia” respecto de los varones en la identidad femenina que,
además, ellos nos armaron, es una soberana estupidez. Esto no quiere
decir que ahora nos arroparemos con una identidad propia, el
propósito es construir una cultura sin identidades y, al mismo tiempo,
llevar a cabo el pendiente histórico y político de simbolizarnos a
nosotras mismas.

Los movimientos posfeministas y ​queer ​cuestionan el concepto de


identidad, razón por la que desmantelan la categoría de “la mujer” y
defienden, en cambio, la pluralidad de diferencias. Esta idea se
traduce en el tópico de la ​diversidad,​ utilizado profusamente en la
mayoría de los espacios feministas actuales y también en muchas
instancias de la cultura establecida. No obstante, este discurso
conforma un nuevo paradigma identitario, porque promueve, otra vez,
la indiferenciación. Bajo su alero caben las lesbianas, los gays, los/las
trans, los/las travestis, los/las bisexuales; o bien, las distintas
ideologías, movimientos o tipos de feminismos​[18]​. La diversidad
cubre razas y etnias, culturas, clases sociales, edades, discapacidades.
Siempre incluyente, bajo su ancho paraguas las vivencias de un mismo
dominio son intercambiables unas por otras.

Esto sucede porque el discurso de la diversidad es un mecanismo de


neutralización de la expresión real de la diferencia que los análisis
radicales del feminismo han sustentado. Son estos análisis los que
oponen inicialmente la diferencia a la identidad. Tomando como
punto de partida que las mujeres somos una ​diferencia negada​ en esta
cultura y que este hecho es el fundamento de su desequilibrio,
podemos proyectar una propuesta política que desmonte el dominio
como modo de relación y dé cabida a la diferencia como principio
existencial, a la vez que dicha propuesta expresa concretamente
nuestra diferencia y socava nuestra negación. Victoria Sendón de León
lo dice de la siguiente manera: “Nosotras reclamamos, desde la
diferencia, ‘las diferencias’ porque somos diferentes frente a un
modelo construido según los privilegios de lo viril, así como frente a
una identidad de género también construida desde fuera.”​[19]​ El
tópico de la diversidad articula objetivos similares, pero esto es solo en
apariencia, porque, si bien se asienta en el discurso radical de la
diferencia, lo absorbe y despolitiza, pues su propósito estratégico
consiste en considerar la diversidad como obligatoriedad discursiva,
de tal manera que la autonomía política de las mujeres desaparezca.
De esta forma, en nombre de la diversidad, el patriarcado no se pone
en cuestión desde sus apretadas raíces y, al mismo tiempo, se
desarticula la fuerza transformadora del ​feminismo radical de la
diferencia​.

No obstante, al contrario de lo que plantea la posmodernidad, las


categorías de “la mujer” y la de género no son solo cuestiones
discursivas que se puedan desmantelar. Nacer mujeres es un dato de
la realidad que implica un componente biológico que me parece
indiscutible, es decir, somos un cuerpo sexuado; y este hecho es
indisoluble con otro elemento, el histórico: somos seres históricos.
Con otras palabras, nacemos mujeres para una cultura misógina, que
reviste su desprecio hacia nosotras con el orden simbólico de la
feminidad. Y aunque esta operación sucede en un solo escenario -el
sistema patriarcal-, podemos separar y distinguir el hecho de nacer
mujeres, del otro hecho: el revestimiento simbólico, ideológico y
material de lo ​femenino​, que padecemos. La historia milenaria de
resistencias y rebeldías de las mujeres da cuenta de esta división,
porque devela una feminidad impuesta y un sistema de dominio como
lo es el patriarcado. Esta historia revela la violencia masculina sobre
nuestros cuerpos sexuados y el control ejercido sobre nuestra
capacidad de dar vida.

Por eso, entre gays, travestis y transgéneros, las lesbianas se disuelven.


No podemos comparar la experiencia histórica de las lesbianas con la
de los homosexuales varones. Justamente porque esta es una cultura
centrada en el varón y ​las lesbianas somos mujeres.​ Por lo tanto, el
discurso de la diversidad se nos vuelve totalmente inocuo en la medida
de que encubre el abuso de poder de la civilización patriarcal y la
potencialidad política del lesbianismo se ahoga en las estancadas
aguas del movimiento LGTB. La fuerza transformadora del
lesbianismo se sintetiza en la frase de Sheyla Jeffreys: “toda mujer
puede llegar a ser lesbiana”​[20]​, lo que significa que toda mujer puede
abandonar el mandato patriarcal de servir a un varón y, al amar a otra
mujer, puede romper, al mismo tiempo, con otro mandato: el de la
misoginia. De esta manera, el lesbianismo pone en jaque la feminidad,
el ​romántico amoroso,​ la ​traición de la madre,​ la ​ideología de la
prostitución y​ la sexualidad reproductiva​[21]​. En este sentido,
desechar la categoría mujer arrastra el control patriarcal sobre el
lesbianismo; eLeGeTiBizarlo o incorporarlo en cualquier discurso que
enfatice el tópico de la diversidad, implica imprimirle un sello
identitario.

El concepto de identidad es equivalente al de ​lengua​ saussuriana​[22]​,


proyectada como un tablero de ajedrez donde cada pieza ocupa un
lugar definido por su oposición con otras piezas. Es indiferente si
juego con lentejas, botones, perlas o con las piezas genuinas del
ajedrez; lo importante es que cumplan la función designada en el
juego: el peón es tal porque no es caballo ni reina, da lo mismo si lo
representa un poroto o un soldadito de plomo.

Así definió el concepto de ​lengua​ Ferdinand de Saussure en 1916 e


inauguró la ciencia lingüística. Este es el lenguaje que la
institucionalidad masculina impone para construir la realidad y
relacionarnos. Además, la influencia de la lingüística -“la más natural
de las ciencias sociales”, afirma Bourdieu​[23]​– en las disciplinas que
estudian el comportamiento humano en sociedad, como la
antropología y la sociología, es decisiva. Finalmente, todas aluden a
una estructura neutra, universal y abstracta. Sin embargo, el tablero
de ajedrez es el sistema androcéntrico, que define las identidades de
su juego mediante oposiciones que no son neutras, al contrario, están
impregnadas de la idea de superioridad: la feminidad está definida por
la masculinidad, al configurarse en el sistema de la lengua como lo No
masculino. Es decir, son relaciones de oposición, pero de oposiciones
basadas en una lógica de dominio incluyente.

El posfeminismo y las políticas ​queer​ -inspirados en la posmodernidad


que, justamente, surge como contra respuesta a las instituciones
monolíticas, como la ciencia- reestablecen la misma lógica. No
escapan al tablero, solo revuelven sus piezas allí dentro. Revolución y
revolver comparten el mismo étimo​[24]​. En esto han consistido las
revoluciones masculinas: revolver las piezas, sin poner en cuestión el
tablero; para hacerlo tendrían que asumir su profunda ignorancia
respecto de la historia de las mujeres. En las prácticas ​queer​ el
travestismo se convierte en una performance revolucionaria: da
cuenta de la falacia del género, pero no devela ningún sujeto político e
histórico tras el disfraz, por lo tanto, refuerza la idea androcéntrica de
un “sujeto universal” y la práctica performática se transforma en un
divertimento peligrosamente frívolo.

El discurso de la diversidad de razas, clases sociales, edades,


discapacidades, opciones sexuales, etnias, etc., alude a una
fragmentación sectorial que ha sido útil para desarticular la fuerza
civilizatoria del feminismo. Al ser identitario, el tópico globalizador de
la diversidad se traduce en demandas al sistema patriarcal,
empoderándolo cada vez más. Y como dice Audre Lorde, “…las
herramientas del amo no desmantelarán nunca la casa del amo. Nos
permitirán ganarle provisionalmente a su propio juego, pero jamás
nos permitirán provocar auténtico cambio.”​[25]​ Es decir, desde la
lógica de la ​inclusión​ no se deconstruye la visión androcéntrica,
porque esta lógica es su principal herramienta. La misma que deja
atrapados los análisis feministas en el género, principalmente los de la
academia.

Nuestra potencia política está en la exclusión: las mujeres gozamos de


una extranjería radical. Y desde este lugar, podemos “aprender cómo
coger nuestras diferencias y convertirlas en potencias.”​[26]​ En este
sentido, “nuestras diferencias” -que en el contexto vigente son
desigualdades- no debieran dividirnos, al contrario, tendrían que
potenciarnos para profundizar en el conocimiento del dominio
patriarcal y precipitar su desmontaje. Y cuando digo que no debieran
separarnos no lo hago con inocencia, porque sé de las traiciones
históricas entre las mujeres y de las representatividades
autoconcedidas dentro del feminismo. Últimamente, la mayoría de los
discursos feministas se entretiene en nombrar todos los ejes
articuladores que marcan la diversidad entre las mujeres, pero muy
pocos se detienen en un análisis deconstructivo de la feminidad, vista
no como fachada, disfraz o rol social, sino, parafraseando a Virginia
Woolf, como ese ​largo cautiverio que nos ha corrompido tanto por
dentro como por fuera[​ 27]​. La intencionada moda epistemológica
dicta, hoy en día, que es más importante insistir en las “diferencias”
que nos separan a las mujeres, que en la experiencia en común que
nos une. Y tras los devaneos intelectuales de la posmodernidad,
tampoco se escucha una propuesta política y filosófica que
contrarreste la macroideología patriarcal.
Desde el ​feminismo radical de la diferencia​, en cambio, se trata de
tomar esta experiencia en común para transformarla en proyecto
político y filosófico que, situado desde ​afuera,​ ahonde en el
conocimiento de los mecanismos fundantes y, también, en aquellos
que perpetúan la cultura androcéntrica; todo esto para abandonarla y
proponer otros modos de relacionarnos entre las y los seres humanos
y con el mundo. En este sentido, las especificidades que efectivamente
existen entre nosotras –la clase, la raza, la edad- debieran unirnos
ideológicamente para sacar adelante la construcción de este foco de
referencia que, esperamos, sea atractivo para muchas (y muchos) y
que, con su sola presencia, desmonte el esencialismo de nuestras
mentes. Y, en este sentido también, nuestras divisiones debieran estar
motivadas por ideas –y no por la fragmentación identitaria del sistema
patriarcal-, por diferencias ideológicas asumidas y explicitadas con
total claridad para poder discutirlas y confrontarlas. Esto sería ensayar
un modo de relacionarnos y de hacer política sin la lógica de la
inclusión, sino, donde la ​diferencia​ tenga cabida como principio
existencial.

¿Hasta cuándo seguiremos participando de ​la gran derrota del


hombre​, de ese “sujeto universal” que no es tal y tras el cual se esconde
nuestra negación? Cuánto tiempo más demoraremos en darnos cuenta
de que esta idea es la base de una civilización desequilibrada. El ​yugo
del que nos advierte Lonzi, provocado por la integración igualitarista,
hoy se viste con un nuevo ropaje, el de la posmodernidad y su
feminismo. Cada revestimiento profundiza el olvido de nuestra
historia (“nos borran las huellas, las huellas de las huellas”)​[28]​ y, al
mismo tiempo, el poder patriarcal se vuelve cada vez más simbólico,
invisible y tirano. Y es el sistema académico e intelectual uno de los
principales mecanismos de la sofisticación de su dominio.

Al desmantelar la categoría de “la mujer”, el posfeminismo refuerza el


más ignoto e intencionado vacío que mantiene esta cultura para
perpetuarse, a saber: la milenaria historia de resistencias y rebeldías
de las mujeres. Junto con esto, nos ata de manos para construir
políticamente desde nosotras, porque sin conciencia histórica es
imposible proponer un proyecto de futuro. Lo que, en última
instancia, nos conduce a sostener la esencialista creencia de que esta
civilización androcéntrica es la única versión de la humanidad que
puede existir. Qué esperamos para radicalizar nuestra diferencia
política y rechazar las ideologías masculinas que siempre nos han
intervenido, absorbiendo y despolitizando nuestra fuerza
transformadora para preservar su dominación, o bien, supeditándola a
los objetivos de sus luchas, las que jamás ​desatarán los nudos
originarios[​ 29]​ de su cultura deshumanizada.

2010

[1]​ Mi formación feminista la realicé con Margarita Pisano, con quien,


durante 16 años, compartí una actuancia política.

[2]​ Virginia Woolf: ​Un cuarto propio​. Horas y HORAS, la editorial.


Madrid, 2003.
[3]​ La palabra ‘radical’ -proveniente del griego- quiere decir “que toma
las cosas desde la raíz”. Ver Joan Corominas: ​Breve diccionario
etimológico de la lengua castellana​. Gredos. Madrid, 2000.

[4]​ Es primaria no solo linealmente, esta operación también es un


presente continuo, un ​gerundio;​ es decir, en ella se asienta el
fundamento de la cultura en vigencia.

[5]​ Margarita Pisano: ​Deseos de cambio o ¿el cambio de los deseos?


Akí y Ahora. Chile, 1995, 2011; ​Un cierto desparpajo​. Ediciones
Número Crítico. Chile, 1996; ​El triunfo de la masculinidad​. Surada.
Chile, 2001; ​Julia, quiero que seas feliz​. Surada. Chile, 2004, 2012. La
pensadora, a lo largo de su producción teórica, ha desarrollado, entre
otras ideas importantes, la del patriarcado como una civilización
macro que cuenta con un inicio y un término posible, donde las
mujeres somos extranjeras. Esta idea conforma una perspectiva de
análisis desde donde nos situamos para interpretar la realidad
existente y construir nuevas realidades.

[6]​ Defino por primera vez este concepto, en Pisano, M. & Franulic, A.:
Una historia fuera de la historia. Biografía política de Margarita
Pisano​. Editorial Revolucionarias. Santiago, 2009.

[7]​ Andrea Franulic: ​Una historia fuera de la historia​, ​ibidem.​


[8]​ Carla Lonzi: ​Escupamos sobre Hegel. La mujer clitórica y la mujer
vaginal​. Editorial Anagrama. Barcelona, 1981.

[9]​ Carla Lonzi, ​ibidem​.

[10]​ Carla Lonzi, ​ibidem.

[11]​ El concepto de lo ​íntimo, privado y público​ y el del ​romántico


amoroso​ que uso en el párrafo siguiente, los define Margarita Pisano
en sus libros.

[12]​ Joan Corominas, ​ibidem.

[13]​ Margarita Pisano, ​ibidem.​

[14]​ En ​Debate feminista​, año I, vol. 2, septiembre 1990. “El


feminismo en Italia”. Editorial: Marta Lamas, México. El artículo de
Teresa de Lauretis se encuentra en las páginas 77-115.

[15]​ Margarita Pisano, ​ibidem​.


[16]​ Lesbianas, Gays, Travestis, Transexuales, Transgéneros,
Bisexuales.

[17]​ Celia Amorós: ​Feminismo. Igualdad y diferencia​. UNAM. México,


2001.

[18]​ Para profundizar en el uso que el feminismo institucional hace del


tópico de la diversidad de feminismos, ver Andrea Franulic: ​Una
historia fuera de la historia​, ​ibidem​.

[19]​ Victoria Sendón de León: ​Marcar las diferencias. Discursos


feministas ante un nuevo siglo​. Icaria, Más Madera. Barcelona, 2002.

[20]​ Sheila Jeffreys: ​La herejía lesbiana​. Ediciones Cátedra. Madrid,


1996.

[21]​ Para profundizar en la idea de la ​traición de la madre ​se puede


ver Adrienne Rich: ​Nacemos de mujer​. Ediciones Cátedra. Madrid,
1996; también Margarita Pisano, ​ibidem​. Para la ​ideología de la
prostitución​, ver Charo Altable: ​Penélope o las trampas del amor​.
Mare Nostrum. Madrid, 1991.

[22]​ Ferdinand de Saussure: ​Curso de lingüística general​. Editorial


Losada. Buenos Aires, 1945.
[23]​ Pierre Bourdieu: ​¿Qué significa hablar?​ Ediciones Akal. Madrid,
2008.

[24]​ Joan Corominas, ​ibidem.​

[25]​ Audre Lorde en María Milagros Rivera Garretas: ​Nombrar el


mundo en femenino​. Icaria. Barcelona, 1994.

[26]​ Audre Lorde, ​ibidem​.

[27]​ Virginia Woolf: ​Relatos completos​. Alianza Editorial. Madrid,


2008.

[28]​ Celia Amorós: ​Feminismo: igualdad y diferencia​. PUEG, UNAM.


México, 2001, p.34.

[29]​ Las cursivas aluden –si bien, no de manera literal- a frases del
libro ya citado de Carla Lonzi.
El feminismo radical de la diferencia
(II)
El feminismo olvida con fa​c​ilidad su potencialidad política. Y con esto
quiero decir, su capacidad de intervenir en el mundo para
transformarlo radicalmente. Últimamente, este olvido cuenta con un
aparataje intelectual que lo respalda, me refiero a la alianza existente
entre los estudios de género y la teoría posestructuralista, lo que se ha
dado por llamar ​feminismo posmoderno​ o ​posfeminismo.​ Dicha
alianza ha ido instalando un pensamiento hegemónico que repercute
en los distintos espacios feministas y se cuela en sus discursos,
desarticulando la legitimidad de la autonomía política de las mujeres.

Para esta perspectiva dominante, “la mujer” no es más que una


categoría ficticia del sistema ideológico patriarcal, es solo un
constructo social o un discurso, y la apuesta del feminismo consistiría
en desmantelar esta ficción. Por lo tanto, para el posestructuralismo,
aunar una lucha desde las mujeres pierde total relevancia.

La categoría sexo/género del feminismo anglosajón de la segunda ola


fue fundamental para desnaturalizar el ​eterno femenino​ patriarcal. La
distinción -heredera de la afirmación beauvoiriana “la mujer no nace,
se hace”- nos advierte que la feminidad es un constructo cultural
diseñado por una civilización androcéntrica y, como tal, posible de ser
deconstruido. Así, en sus orígenes, la categoría porta la potencialidad
política de romper con el género y subvertir el sistema patriarcal. La
feminidad no somos las mujeres, entonces, ¿quiénes somos las
mujeres?, ¿somos un sexo?

Afirmar que las mujeres somos un sexo, un cuerpo sexuado, un cuerpo


con capacidad reproductiva, cíclico… es una de las declaraciones más
controversiales en el debate feminista vigente. Los argumentos en este
sentido plantean que el reconocimiento de dos sexos es una
categorización patriarcal que encubre la existencia de los intersexos,
por ejemplo, y que en su misma formulación contiene la construcción
genérica. Además, tomar el sexo como punto de partida implica
retrotraernos a un esencialismo biologicista que reduce el análisis
político.

Aunque acepte que el reconocimiento de dos sexos es una


categorización patriarcal, esto no me conduce a pensar que las mujeres
seamos una categoría ficticia. Tampoco manejo la información
necesaria sobre las vivencias de los intersexos. Según De Beauvoir,
estos constituyen una minoría excepcional. Pero Simone escribió en
1949, sospecho que los estudios al respecto han variado y avanzado
mucho. De todos modos, los intersexos propondrán su proyecto
político con el cual, si queremos, podremos dialogar y confrontarnos.
No obstante, la lucha de las mujeres tiene su propia historia y, desde
mi interpretación, la potencialidad política más radical.

Ser un cuerpo sexuado mujer ​para​ –y si se quiere, no ​en–


​ la cultura
patriarcal, nos sitúa históricamente. Nuestra propuesta política no
pretende ni puede estar deshistorizada, nos interesa desmontar los
cimientos de una civilización que cuenta con un inicio –aun cuando
este sea incierto- y que, esperamos, tenga un término. Y en el contexto
de esta civilización, nacer mujer y nacer varón constituye un dato de la
realidad. Ahora bien, esta dicotomía originaria se disuelve en la lógica
incluyente del sistema patriarcal que impone su unilateral punto de
vista para entender la vida. Con otras palabras, nacemos mujeres para
una cultura misógina, que reviste su desprecio hacia nosotras con el
orden simbólico de la feminidad y sucumbimos a conformar la parte
inferior de un único cuerpo con la masculinidad. Y aunque esta
operación sucede en un solo escenario -el sistema patriarcal-,
podemos separar y distinguir el hecho de nacer mujeres, del otro
hecho: el revestimiento simbólico, ideológico y material de lo
femenino​, que padecemos.

La historia milenaria de resistencias y rebeldías de las mujeres da


cuenta de esta división, porque devela una feminidad impuesta y un
sistema de dominio como lo es el patriarcado. Revela la violencia
masculina sobre nuestros cuerpos sexuados y el control ejercido sobre
nuestra capacidad de dar vida. Y el posfeminismo, al desechar la
categoría mujer, arrastra la nefasta consecuencia política de reforzar la
ignorancia existente sobre nuestra historia de resistencias y rebeldías,
que constituye el más ignoto e intencionado vacío que mantiene esta
cultura para perpetuarse. Junto con esto, nos ata de manos para
construir políticamente desde nosotras, porque sin conciencia
histórica es imposible pensarse y pensar el mundo.

Entonces, nacer mujeres es un dato de la realidad que implica un


componente biológico que me parece indiscutible, es decir, somos un
cuerpo sexuado; pero este hecho es indisoluble con otro elemento, el
histórico: somos seres históricos. Contamos con una memoria
histórica y otra, corporal. Cito a la italiana Maria Luisa Boccia: “Si
queremos dejar de lado lucubraciones subjetivas sobre el género
sexual, el punto nos lleva al análisis y al razonamiento en profundidad
sobre el nexo entre biología e historia, entre naturaleza y cultura, entre
corporeidad y razón como vínculo imprescindible.”(1)

Una vez aclarado el asunto, a la pregunta ¿quiénes somos las


mujeres?, podemos responder que no lo sabemos, puesto que de la
frase “las mujeres no somos la feminidad” (Pisano) se desliza el
pendiente político de simbolizarnos a nosotras mismas, recuperando
nuestros cuerpos junto a la capacidad humana de pensar. Así,
mediante la expresión material de un pensamiento político, podremos
marcar una dicotomía respecto de la ideología patriarcal que, por
ahora y hasta nuevo aviso, conforma los lentes totalitarios para mirar
el mundo, interpretar la realidad y construir lenguaje.

2010

NOTAS:

(1) En ​Debate feminista​, año I, vol. 2, septiembre 1990. “El feminismo


en Italia”. Editorial: Marta Lamas, México.

Artículos procedentes de: ​https://andreafranulic.cl/diferencia-sexual/

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