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La teoría estética
del juego
De Schiller a nuestros días

Trabajo fin de máster realizado por
Beatriz García Pérez

bajo la dirección del profesor


Miguel Cereceda

Máster en Historia del Arte Contemporáneo y Cultura Visual
UCM-UAM-MNCARS 2011-2012
Número de palabras: 23.737

Índice

Abstract 3

Introducción 4

Explorando el territorio: perspectivas sobre la relación del juego con el arte 6


Caso I: cuando el juego es el tema del arte 8
Caso II: cuando el arte adopta la forma de un juego 9
Caso III: la relación estructural entre el juego y el arte 12

Estado de la cuestión y fundamentación teórica 14

Objetivo, metodología y estructura del trabajo 18

La teoría estética del juego. Historia y presente 20

Origen histórico y coordenadas teóricas de la teoría estética del juego 21

Sobre la actualidad de la teoría estética del juego 30


Una cuestión previa: juego y seriedad 30
Presupuestos críticos 33
Crítica a la preeminencia social de la razón: el juego como actividad desinteresada 34
Contra las derivas violentas y totalitarias de la sociedad: juego y libertad 38
Discutiendo la antropología schilleriana: el juego como actividad corpóreo-espiritual 43
Sobre la posibilidad de jugar con la belleza 49
Un factor de cultura: el juego como creador de reglas 51
Juego, arte e intersubjetividad 54

Conclusiones 57

Bibliografía 62
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Página

Abstract

La cultura contemporánea del ocio, y su reivindicación epidérmica de lo lúdico,


parecen haber desplazado del punto de mira teórico a la reflexión estética sobre la
relación estructural del arte con el juego, sustituyéndola, en muchas ocasiones, por la
identificación del arte con una forma de juego.
El presente trabajo pretende llevar a cabo una recuperación crítica de lo que hemos
dado en llamar la «teoría estética del juego»: un conjunto de ideas que vinculan
filosóficamente las actividades del arte y del juego, y cuyo momento inaugural puede
situarse en las Cartas sobre la educación estética del hombre, de Friedrich Schiller.
Completada y discutida en los textos de teóricos como Johan Huizinga, Herbert
Marcuse, Hans-Georg Gadamer, Gilbert Boss o Jaques Rancière, la teoría estética del
juego, nacida con la crítica a la modernidad burguesa, demostrará su vigencia,
también, en el marco de la sociedad contemporánea y proporcionará una herramienta
válida para pensar el arte de nuestro tiempo.


Página
Introducción

Desde que, en el siglo quinto antes de nuestra era, Heráclito de Éfeso afirmara en su aforismo
quincuagésimo segundo que «aión es un niño que juega a los dados», en no pocas ocasiones
han sentido los hombres que el funcionamiento del mundo se asemeja en algo a un juego.
Pero ese juego del mundo, del que todos formamos parte, no es sólo cosa del dios niño de
Heráclito o del divino ajedrecista de Leibniz. También los hombres, frecuentemente, habitan
el mundo mediante estrategias que se asemejan, por su forma, a un juego:

«“Dios es o no es”. ¿Hacia qué lado nos inclinaremos? La razón no puede


determinarlo: hay un caos infinito que nos separa. En la extremidad de esta distancia
infinita se está jugando un juego en el que saldrá cara o cruz ¿Qué os apostáis? […]
Vuestra razón no queda más herida al elegir lo uno que lo otro, puesto que,
necesariamente, hay que elegir. He aquí un punto resuelto. ¿Pero vuestra felicidad?
Pensemos la ganancia y la pérdida, tomando como cruz que Dios existe. Estimemos
estos dos casos: si ganáis, ganáis todo; si perdéis, no perdéis nada: Optad, pues,
porque exista sin vacilar»1.

Adivinamos, a través de la apuesta pascaliana, la existencia de un determinado umbral del


pensamiento, a partir del cual todo hombre ha de ponerse en juego a sí mismo, llevando a
cabo lo que podríamos calificar como una apuesta vital. El juego de Pascal es, no obstante,
asaz perverso, porque consiste en una apuesta interesada, y porque está considerablemente
más cerca de un uso instrumental de la razón, que de las condiciones de incertidumbre y de
supresión temporal del principio de utilidad que le son propias a toda apuesta legítima. Sin
embargo, la historia de la filosofía está llena de interesantes ejemplos de apuestas intelectuales
de la mayor importancia. Cuando, sin ir más lejos, Kant se detiene a reflexionar sobre si el
hombre es, o no, un ser libre, se encuentra con el problema de que no hay ningún camino
teórico que permita demostrar, de modo indubitable, una cosa o su contraria. Lo que entonces
concluye el filósofo de Königsberg, constituye uno de los momentos fundamentales de la
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1 Blaise Pascal, Pensamientos (Buenos Aires: Espasa Calpe, 1950), 52.


historia de las apuestas filosóficas: puesto que la libertad es un postulado necesario de la razón
práctica —terminará por afirmar Kant— debemos obrar «como si» fuéramos libres, aun
cuando nuestra razón no nos permita concluir que efectivamente lo somos.
Las apuestas filosóficas, como otras muchas formas de apuesta y como casi todos los juegos,
habitan, por lo tanto, un espacio que se encuentra más allá de las fronteras de la sola razón, un
espacio que se abre cuando la razón pensante ha encontrado sus límites (como sucede con las
apuestas de Pascal y Kant), o bien cuando las razones de nuestro acostumbrado obrar han
quedado suspendidas temporalmente de manera voluntaria (como sucede cuando se juega a
disfrazarse o al escondite, donde la cotidiana seriedad del quien somos o del donde estamos,
queda transitoriamente en suspenso).
Pero, evidentemente, ni todo juego es una apuesta, ni todo juego socialmente relevante remite
a este inevitable jugársela que conforma la vida de los hombres. Más allá de un cierto trasfondo
metafísico, escondido tanto en el juego, como en la apuesta, existen un abundante número de
prácticas humanas concretas que están imbricadas, de diversas maneras, con la actividad del
juego. Defenderemos aquí, siguiendo a pensadores como Schiller, Nietzsche, Huizinga,
Marcuse o Gadamer, que una de las actividades humanas que guarda con el juego una especial
relación, es el arte.
Comienza a resultar ostensible, con lo dicho hasta el momento, que los juegos a que nos
vamos a referir exceden, con mucho, los límites del jugar infantil. Baste para constatarlo un
repaso somero a la clasificación formal de las tipologías del juego que lleva a cabo Roger
Caillois, en su obra Teoría de los juegos, donde afirma que los juegos pueden tener que ver con el
azar (como sucede en los juegos de mesa o en los dados), con la imitación (como vemos que
se da en los distintos tipos de juegos de roles), con la competitividad (como se hace patente en
cualquier partido de futbol), o con la exposición del jugador a un cierto peligro inútil (como
sucede en el juego infantil del látigo o en el juego adulto de la ruleta rusa).
El juego al que nos referiremos en el presente trabajo no es propio, exclusivamente, de la
infancia, ni presupone un tipo de actividad que haya de permanecer necesariamente por
debajo del umbral de la vida seria. Más bien al contrario, el juego del arte, aunque semejante,
en muchos aspectos, al juego del niño, manifestará una incontestable trascendencia social y
política.
5
Página
E
xplorando el territorio: perspectivas
sobre la relación del arte con el juego

En nuestro entorno cultual contemporáneo, y desde hace ya varias décadas, las exposiciones y
muestras que llenan los museos han abordado, en múltiples ocasiones, la relación del arte con
el juego. Pero lo han hecho, en la mayor parte de los casos, de modo sumamente ambiguo:
entremezclando indiscriminadamente los casos en que el juego es el tema del arte, con los
casos en que el juego es una estrategia, un resultado o una inspiración2. Se trata de un
problema de indefinición que tiene que ver, no sólo con el hecho de que el término juego casi
nunca resulte suficientemente explicado en los proyectos de las exposiciones o en los textos de
los catálogos, sino con el problema añadido de que juego y arte no se relacionan de una única
manera. Aunque no nos será posible dar una solución suficiente, aquí, al problema de
indefinición del término juego (que, sin lugar a dudas, abarca un campo teórico mucho más
extenso del que podemos contemplar en este trabajo), intentaremos llevar a cabo una pequeña
aproximación a los usos cotidianos de dicho vocablo, para ver en qué medida señalan, ya, en la
dirección de una cierta relación con el arte. Aunque en esta introducción situaremos, solo
someramente, la idea de juego, dedicaremos un tiempo algo mayor a perfilar una clasificación
general de las relaciones entre el juego y el arte, esbozando los patrones de una relación
compleja que no ha sido, hasta ahora, sistematizada. Esto nos permitirá, por una parte,
ordenar teóricamente un campo lleno de imprecisiones y, por otra, definir con precisión el
objeto y el ámbito de nuestro estudio, para poder adentrarnos en el con paso seguro.
Pero, comencemos por intentar saber algo mejor a qué nos referimos cuando hablamos del
juego y de su relación con el arte. El primer problema a que debemos enfrentarnos para dar
respuesta a esta cuestión, tiene que ver con la densidad del campo semántico del término
«juego», un vocablo multívoco, cuya abundancia de significados se hace patente cuando
pensamos en sus diversas acepciones castellanas y en el amplio número de expresiones en que
podemos usarlo. Efectivamente, además de referirse a la acción y al efecto de jugar3, el
término «juego», puede aludir a un ejercicio recreativo sometido a reglas, esbozándose con ello
una idea en la que ya se adivina una cierta vecindad con el arte. Pero el término que nos ocupa

2 Un problema que encontramos, por ejemplo, en los textos y la selección de obras que aparecen en
6

catálogos como los de la exposición Homo Ludens. El artista frente al juego, de la Fundación Oteiza, o Los
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juegos en el arte del siglo XX, del Ayuntamiento de Zaragoza.


3 Cfr. «Juego» en el diccionario online de la R.A.E. http://lema.rae.es/drae/
remite, igualmente, y esto resulta de especial interés para nuestras reflexiones, al movimiento
articulado de dos cosas que están unidas entre sí, como cuando hablamos del «juego de las
articulaciones» o del «juego del eje y la rueda». Es, en gran medida, de esta manera cómo
podemos entender la primera aproximación que en el ámbito de la estética se hizo de las ideas
de juego y arte: el «libre juego de las facultades», al que se refiere Kant en su Crítica del juicio,
presupone el movimiento (articulado) de la imaginación y el entendimiento, unidos libremente
en la experiencia estética. Desde éste momento, se tornará frecuente en la estética alemana del
XVIII, entender el arte como un espacio donde la sensibilidad y la razón, que habitualmente
se encuentran separadas, se unen en un juego libre. Siguiendo y radicalizando las implicaciones
de esta idea, llegará Schiller a conceder al juego la gran importancia que en su pensamiento
estético tiene. Ahora bien, no sólo nuestro idioma nos da pistas sobre qué sea el juego y por
qué habría de vincularse con las artes, en muchos de los idiomas de nuestro entorno cultural,
como el francés, el inglés o el alemán, el lenguaje cotidiano señala, ya, una cierta relación entre
el juego y el arte (o cuando menos entre el juego y las artes escénicas): verbos como jouer, to
play y spielen remiten, en sus lenguas originarias, tanto al divertirse juguetón del niño, como a la
actividad de interpretar un papel en el teatro, o a la de tocar un instrumento4.
Por su carácter multívoco, el sentido del término «juego», cuando es puesto en relación con el
arte, puede variar considerablemente dependiendo del punto de vista teórico y de los intereses
críticos del comisario o del estudioso que lo emplea. A veces, cuando se dice «juego», el
término se refiere sólo a los juegos de azar, que son, por ejemplo, el tema de una serie de
pinturas. Otras veces, el término hace alusión a los juegos de competición reglamentada, que
inspiran un modelo determinado para la actividad artística. En ocasiones el término señala,
simplemente, una actividad evasiva y de esparcimiento propiciada por una acción artística en
concreto, etc… Viendo que resulta muy frecuente el uso poco específico del término juego,
especialmente cuando se tratan las relaciones del juego y del arte, resulta indispensable esbozar
un mapa en el que podamos situar los discursos que aluden a los diversos tipos de vínculos
entre ambas esferas. Gracias a este ejercicio, podremos concretar qué debe entenderse por
juego en cada uno de los casos posibles y, muy especialmente, cómo vamos a usar nosotros
dicho término. De este modo, estableceremos tres grandes formas de relación entre el juego y
el arte, lo que nos permitirá, no sólo despejar perturbadoras ambigüedades teóricas, sino
bosquejar una primera clasificación dentro este vasto campo de relaciones, con el fin de
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4Para ampliar información a este respecto puede verse: Johan Huizinga «El concepto de juego y sus
expresiones en el lenguaje», en Homo ludens (Madrid: Alianza editorial, 2010), 45-66.
delimitar el lugar preciso de nuestras posteriores indagaciones. Haremos para ello una triple
clasificación: El primero de los modos de relación del arte con el juego que vamos a definir,
tiene que ver con los casos en que el juego aparece como tema del arte. En este ámbito,
cuando se habla de juego, el término se refiere a las diversas clases de juegos concretos, como
el de las muñecas, el de los dados o el de los naipes, que con notable frecuencia encontramos
representados en las artes. El segundo caso, vinculado a las ocasiones en que el arte parece
producir como resultado un juego, implica un campo semántico para el vocablo «juego» algo
más amplio, en el que dicho término se referirá tanto a juegos concretos (como en el caso del
artista que talla un ajedrez), como a guiños mediados por una cierta intención de jugueteo o
entretenimiento (como en el caso de los juegos de palabras en el arte). El tercer modo de
relación entre ambas esferas remitirá a las coincidencias formales entre el arte y el juego, en
tanto que actividades humanas emparentadas. Este es el campo en el que se sitúa la pregunta
estética sobre el juego, y donde el término juego será entendido, de un modo aún más general,
y se vinculará, no ya con uno u otro juego concreto, sino con el jugar mismo como forma de
comportamiento humano que alberga una serie de supuestos, estrategias y modos que se
revelarán de alta relevancia para la historia de la cultura y del arte.

C aso I: cuando el juego es el tema de arte


Los juegos aparecen, muy tempranamente, representados en las artes: si nos
remitimos a los primeros ejemplos que de ello tenemos, parece fácil afirmar que el
arte reflejaba, en aquellos momentos iniciales, juegos de carácter ritual y marcados por un
fuerte componente sagrado. Así sucede con la frecuente aparición del juego del senet en las
pinturas de las tumbas egipcias, con la representación de la taurocatapsía en los murales de
Creta, o con la plasmación de los juegos olímpicos de la antigua Grecia, de que nos dan noticia
técnicas tan dispares como las cerámicas o la estatuaria.
Desde los más tempranos momentos de la expresión plástica, y durante siglos, el tema del
juego constituye un tópico relativamente frecuente de las artes. Pero, no será hasta finales del
siglo XIX cuando, coincidiendo con el auge de la sensibilidad moderna, se produzca el
verdadero estallido de los temas lúdicos. A partir de entonces, el juego dejará de ser un asunto
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minoritario en las artes y ocupará un lugar destacado entre los temas preferidos por los
pintores; las carreras de caballos que pinta Degas, los jugadores de cartas que retrata Cézanne
o los billares de Van Gogh, así lo atestiguan. En el silgo XX el tema del juego continuará su
recorrido y aumentará su importancia, los naipes sobre las mesas de las naturalezas muertas de
Masson o los retratos de niñas jugando con muñecas de Otto Dix son dos de los muchos
ejemplos existentes.
Como no podía ser de otra manera, este tipo de relación directa entre el arte y el juego, ha sido
explorada en numerosas exposiciones5. Ahora bien, parece claro que esta tradición temática,
que manifiesta la ascensión de los argumentos populares en la pintura, no basta para afirmar la
existencia de una relación especial entre el juego y el arte, al menos no una relación más
profunda que la que puede haber entre los caballos y el arte, o entre la anatomía y el arte. La
cuestión de cómo el tema del juego es tratado artísticamente, es un asunto del más alto interés
para los historiadores del arte, pero no pone de manifiesto ninguna cuestión estructural acerca
del arte mismo y no se situará, por ello, en el centro de nuestras averiguaciones.

C aso II: cuando el arte adopta la forma de un juego


En muchas ocasiones, y desde antiguo, hemos visto al arte valerse de estrategias
que recuerda, en gran medida, a las de ciertos juegos. Pensemos, por ejemplo, en
los retratos de Giuseppe Arcimboldo en los que con frutas, hortalizas, animales o flores se
construyen rostros, en ocasiones ocultos a una primera mirada. Al mismo género de obras,
que juegan a crear ilusiones visuales, pertenecen el trampantojo, el arte con distorsiones
anamórficas que proliferaba en el Renacimiento, las imágenes dobles de Dalí o ciertas piezas
del Op Art. Evidentemente, la razón de ser de tan diversos juegos visuales es, en cada caso,
completamente diferente, de manera que no estamos delimitando una categoría artística
suficiente, sino señalando que abundan, en diversos momentos históricos, los casos en que el
arte propone un juego visual gracias al cual las imágenes se complacen en esconder algo o
engañar a la mirada, creando con ello un divertimento, un desafío o una adivinanza en la que

5 Entre las que podemos destacar la que en 2002 comisariaba Solange Auzias de Turenne con el título
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Los Juegos en el Arte del Siglo XX y donde, en torno a ciertas ideas de Roger Caillois sobre el juego, se
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estructuraban una serie de bloques temáticos que ponían en diálogo los textos del teórico francés, con
las obras de diversos artistas.
el artista demuestra su pericia y el espectador encuentra misterio, entretenimiento intelectual o
mera diversión.
Ahora bien, además de las ilusiones ópticas no son infrecuentes en el arte, especialmente
desde el inicio del siglo XX, la presencia de juegos visuales en los que, de uno u otro modo
interviene la palabra, unos juegos que, desde Mallarmé hasta el letrismo, pasando por los
poemas de Oteiza, han ocupado un lugar significativo en la historia del arte. Así mismo, serán
abundantes otro tipo de presencias juguetonas del lenguaje en el arte: se trata de la de los
juegos de palabras que, como la célebre intervención sobre la Mona Lisa, realizada por
Duchamp en 1919, o el Ceci n'est pas une pipe de Magritte, se suman a la larga lista de obras
artísticas en las que la palabra aparece, no sólo por su sentido plástico y la expresividad de su
tipografía, sino en toda su potencia semántica, añadiendo algo a la obra con su presencia (ya
sea lo añadido un sentido nuevo, un juego intelectual, una broma o una provocación).
Exposiciones como Ironía, organizada por la Fundación Joan Miró en el 2001, y celebrada en
Barcelona y San Sebastián, rescatan y reivindican las formas burlonas y juguetonas del arte
moderno que, en parte, encarnan estos juegos de palabras. Muchas de las obras allí recogidas,
logran su tono irónico o cómico mediante lo que podría entenderse como juegos con
imágenes y palabras, en los que se pone de manifiesto el potencial del humor como recurso
artístico. Sin embargo, a pesar de la relevancia del humor y de la ironía en ciertos juegos de
palabras o visuales, lo cierto es que hay muchos casos en que el jugar del arte no implica en
ningún sentido un bromear. El punto de convergencia entre la risa, la broma y el juego, en el
espacio del arte, aunque de considerable importancia en la contemporaneidad artística, no se
sitúa tampoco en el núcleo de nuestras averiguaciones.
Si, hasta ahora, hemos visto que el juego puede ser el tema del arte (como cuando se pinta una
partida de cartas), pero también su forma (como sucede en los casos en que una obra de arte
concreta propone un juego visual o un juego de palabras), podemos referir ahora la existencia
de otra forma interesante de confluencia entre el juego y el arte, a medio camino entre ambos
casos. Se trata de aquella en la que el artista fabrica un juguete, una práctica especialmente
frecuente durante la época de la vanguardia y en la que las obras no proponen un juego en
concreto, como parece que suceder en los juegos visuales o de palabras, que funcionan en
muchos casos como una suerte de adivinanzas, sino que son ellas mismas un juguete,
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susceptible de ser usado en los más diversos juegos. Se trata, en la mayoría de los casos, de
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muñecos, marionetas o títeres, cuyo uso no implica la aceptación unas reglas de juego
demasiado concretas, si exceptuamos las que vienen dadas por sus movimientos. Desde los
juguetes de Depero, al circo de Calder, pasando por el teatro de títeres de Klee, la historia del
arte del pasado siglo cuenta con importantes ejemplos de artistas interesados en crear juguetes.
A pesar de que, durante largo tiempo, el juguete haya sido considerado un producto artístico
menor, casi más cerca del trabajo artesanal que del arte mismo, los museos no se han olvidado
de concederles un lugar, tanto en las exposiciones monográficas de los artistas que con ellos
trabajaban, así como con ocasión de exposiciones generales. Buen ejemplo de ello es la
muestra que el IVAM de Valencia celebró bajo el título Infancia y arte moderno. Así mismo,
textos como la tesis doctoral de Fernando Antoñanzas Mejía, Artistas y juguetes, o la exposición
que se llevó a cabo en el museo Picasso de Málaga con el título de Los juguetes de las vanguardias
demuestran, una vez más, la pervivencia del interés que este tipo de piezas despiertan, dentro y
fuera del ámbito académico.
Las obras de arte que presentan ilusiones visuales, las que se sirven del collage con fines
jocosos, los juguetes realizados por artistas o las obras que se divierten en la creación de
juegos de palabras, entran dentro de este campo de posibles relaciones entre el arte y el juego,
donde también encuentran su lugar prácticas grupales y festivas como los happenings
participativos o las veladas dadaístas6. A pesar de la indiscutible importancia de estas formas
de arte que proponen juegos o funcionan como juguetes, debemos, una vez más, demarcar
negativamente nuestro campo de estudio y señalar que estos asuntos, que han sido el motivo
de numerosos estudios teóricos y exposiciones museísticas, no serán el eje del presente
trabajo. Y no lo serán, no sólo porque hayan sido ya prolíficamente estudiados, sino porque
tras ellos puede quedar olvidada, una vez más, la existencia de una relación aún más profunda
entre el juego y el arte. Nosotros habremos de centrar nuestra mirada en consideraciones
estéticas bastante más generales, para preguntarnos acerca de la relación estructural del arte
con el juego, reflexión medular en la teoría estética del juego que intentamos rescatar y poner
en valor.

6 Dado que no intentamos aquí hacer una enumeración sistemática, sino señalar algunos de los casos
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más representativos de este tipo de relación entre arte y juego, no vamos a detallar cada uno de los
movimientos artísticos que hace un guiño a la idea de juego. Para saber más sobre asunto puede verse
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la tesis doctoral de Mª Teresa Gutiérrez Párraga «La significación del juego en el arte moderno y sus implicaciones
en la educación artística» (Madrid: Universidad Complutense de Madrid, 2006).
C aso III: la relación estructural entre el juego y el arte
Hasta este momento hemos visto que, en ciertas ocasiones, los juegos son el tema
del arte, mientras que en otras, el arte adopta la forma de un juego. Pero la
afirmación duchampiana de que «el arte es un juego entre los hombres de todas las épocas»7
nos sitúa en un nuevo marco posible de relaciones entre el juego y el arte, un marco en el que
proliferan los juegos de citas visuales, los juegos con las convenciones pictóricas o los juegos
iconográficos. Por tanto, más allá de la conversión de los juegos en tema del arte y más allá de
que el arte pueda proponer un juego concreto al espectador, u ofrecer un juguete, existe una
relación estructural entre los procesos del juego y los procesos del arte. Se trata de una relación
que emparenta, sin identificarlas, ambas actividades, y que sitúa al arte como vinculado a una
peculiar familia de actividades a las que nos referiremos, de manera general, con el nombre de
juegos.
Es importante, para la delimitación del tema que nos ocupa, realizar una consideración
preliminar y afirmar, con Gadamer, que cuando hablamos del juego en el contexto de la
experiencia del arte, no nos referimos al comportamiento, ni al estado de ánimo del que crea o
del que disfruta, sino al modo de ser de la propia obra de arte8. Es necesario hacer esta
advertencia porque, en las últimas décadas, la idea de que la relación entre arte y juego se
inscribe en la cuestión de los estados de ánimo, parece haber sido especialmente popular. Una
nutrida corriente de comisarios y teóricos ha contribuido a hacer de lo lúdico una categoría
más de las prácticas curatoriales y artísticas, bajo la perspectiva psicológica de los estados de
ánimo. Desde que, en la Bienal de Núremberg del año 1968 se presentase la muestra Arte como
juego-juego como arte, donde cobraba renovada importancia la experiencia sensorial directa y
activa del espectador con respecto a la obra, han proliferado las exposiciones que
reivindicaban el aspecto lúdico del arte o la vinculación de este con el juego. Un año después
de aquel primer hito, la exposición Play Orbit se hacía eco de esta tendencia y organizaba, con
ocasión del Royal National Eisteddfod en Flint, una muestra en la que se invitaba a varios
artistas a realizar juguetes y proponer juegos para niños. De inmediato la muestra Contenir,
regarder, jouer, planeada por el Museo de Artes Decorativas de París, ofrecía una propuesta
basada, una vez más, en la creación de juegos de participación con niños. Siguiendo esta línea,
12

7Nicolas Bourriaud, Estética relacional (Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2008), 18.
Página

8Hans-Georg Gadamer, «El juego como hilo conductor de la explicación ontológica», en Verdad y
Método I (Salamanca: Sígueme, 2000), 143.
la Bienal de Venecia celebrada en el año 1970, contaba con un apartado denominado Juego y
relax, donde se desarrollaban acciones didácticas bajo la dirección del grupo alemán Keks.
También la Documenta 5 de Kassel, del año 1972, cuya temática general se centraba en las
relaciones entre arte y realidad, incluía un apartado situado en la Nueva Galería denominado
Juego y realidad 9.
El potencial lúdico, que parece estar contenido en ciertas formas del arte contemporáneo,
especialmente en el llamado arte de acción, ha hecho brotar, en la mente de muchos artistas y
teóricos, la esperanza de una fusión entre el artista y el espectador, bajo las claves de la
participación lúdica. Hace ya varias décadas, los teóricos de la Internacional Situacionista
habían concebido la participación lúdica (no agónica) como una vía privilegiada para la
superación del pensamiento individualista burgués y habían ideado actividades que, como la
«deriva» o como la «construcción de situaciones», estaban imbuidas del espíritu libre del juego.
Pero, la radicalidad subyacente a la concepción situacionista del juego, ha ido desapareciendo
en favor de una compresión bastante más trivial de lo lúdico en la que el juego del arte queda
instrumentalizado y reducido a una herramienta pedagógica. Así, últimamente, muchos de los
textos y exposiciones que tratan las relaciones entre el juego y el arte defienden, simplemente,
que el arte debe jugarse en el espacio social para generar inclusión, diversión, comunicación y
aprendizaje. Este ámbito de ideas, que ha sido sin duda fructífero para el desarrollo de los
planteamientos de la pedagogía del arte, no es, sin embargo, suficiente desde el punto de vista
de la pregunta estética por el vínculo entre juego y arte: una pregunta cuya potencia crítica
queda acallada y desdibujada cuando se reduce el papel del juego, en el arte, a la mera
instauración de un estado de ánimo jovial, que afecta al artista o al espectador. Nosotros, más
allá de estas aproximaciones a la idea de juego, nos proponemos recuperar la radicalidad
filosófica de la teoría estética del juego, donde se vinculan juego, cultura, arte y libertad, para
confrontarla con los términos que establece la problemática contemporánea.
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9Mª Teresa Gutiérrez Párraga, «La significación del juego en el arte moderno y sus implicaciones en la
educación artística», 133-140.
E stado de la cuestión
y fundamentación teórica
Han sido muy numerosos los estudios que, en el ámbito de las ciencias humanas y sociales, se
han realizado acerca del tema juego. Por ello sería tan problemático como infructuoso,
elaborar una aproximación general en la que se observasen los trabajos antropológicos,
psicológicos, matemáticos, pedagógicos y sociológicos de manera sistemática. Desde la teoría
de juegos de Neumann y Morgensten, hasta las consideraciones de Piaget sobre la psicología
infantil, pasando por el Homo Ludens de Johan Huizinga, el juego ha sido objeto de las más
diversas aproximaciones teóricas. Sin embargo, nosotros, que ya hemos circunscrito los límites
de nuestro interés a la pregunta estética por el sentido del juego, podemos remitirnos a
aquellos textos que, habiendo sido escritos, indistintamente, por filósofos, antropólogos,
sociólogos, psicólogos o artistas, contribuyen a situar teóricamente la relación entre juego y
arte.
Los términos primigenios de la teoría estética del juego fueron formulados por Friedrich
Schiller (1759-1805) en sus Cartas sobre la educación estética del hombre, publicadas en 1795. La
teoría estética del juego tiene su origen, por lo tanto, en el contexto cultural germánico de
finales del siglo XVIII, coincidiendo con la consolidación de la Estética como disciplina
autónoma. No por casualidad fue Friedrich Schiller, un hombre de ideales ilustrados, pero
crítico con los procesos excesivamente racionalistas de la Ilustración, el primero en analizar la
inmensa importancia que el juego del arte tiene para la humanidad del hombre.
Pero ya, antes que Schiller, Kant había hablado del juego, poniéndolo en relación con el arte, y
había ubicado la experiencia estética en ese juego libre que se da entre las facultades de la
imaginación y del entendimiento. Kant, localizando la belleza más allá de toda utilidad, había
querido garantizar la libertad del campo estético con respecto de las necesidades naturales, de
las premisas morales y de los juicios que dicen verdad. Pero, será Schiller quien le otorgue un
contenido antropológico a dicha independencia: en la teoría schilleriana, la belleza pretende
cerrar la herida abierta en el hombre moderno por la separación de lo sensible y lo
suprasensible, de lo racional y lo sensible, así como de lo racional y lo moral. Schiller, que
identifica la plenitud de lo humano con el juego, centra su análisis en el diagnóstico crítico de
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la modernidad y en la reflexión sobre el potencial liberador del juego estético.


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La tesis de que el juego y el arte estén vinculados floreció durante el romanticismo, separada,
eso sí, del proyecto antropológico y político que sustenta el ideario schilleriano. Así, casi un
siglo después de Schiller, encontramos en el pensamiento de Friedrich Nietzsche (1844-1900),
la presencia de la idea schilleriana que vinculaba arte y juego. Sin embargo, alejado ahora el
sentido del juego de todo proyecto de educación de la humanidad y radicalizado tras la
consolidación del romanticismo, se invierten los términos de la ecuación: sólo como
fenómeno estético está enteramente justificado el mundo, y el arte —afirmará Nietzsche en El
nacimiento de la tragedia, discutiendo las tesis de Schiller— no tiene la finalidad, ni la capacidad
de mejorarnos o formarnos10.
A pesar de la inmensa potencia teórica de la idea de juego que había desarrollado Schiller, su
formulación, estrictamente filosófica, hará que su influencia sea tardía en el ámbito de las
ciencias humanas. Por ello, las aproximaciones sistemáticas a la cuestión del juego que, hasta
comienzos del siglo XX, se llevaron a cabo en el ámbito de la psicología, se centraban en la
reflexión sobre el juego infantil. Teóricos como Herbert Spencer (1820-1903) o Wilhelm
Wundt (1832-1920) consideraban el juego de los niños como un residuo de prácticas religiosas
o sociales caídas en desuso, que daba salida, bien a un exceso de energía, o bien a la necesidad
de imitación de las actividades serias de los adultos. Desde esta perspectiva el juego era visto,
por las ciencias, como una actividad de imitación que, guiada por un deseo de diversión,
pertenecía fundamentalmente al universo infantil. Sin embargo, en aquellos años, aparece una
teoría que sentará las bases para un giro copernicano en la comprensión científica del juego: se
trata de las aportaciones de Karl Groos (1861-1946) quien, al investigar a qué necesidades
vitales servía el juego, lo dotaba de un sentido formativo para el niño que trascendía el aspecto
meramente lúdico-mimético que mayoritariamente le había sido atribuido. De esta manera, se
sentaban las bases teóricas que permitirían, también en las ciencias, dejar de entender el juego
como una mera copia de la actividad adulta, para ser visto como preparación para la misma.
En 1933 Johan Huizinga (1872-1945), entonces rector de universidad de Leiden, pronunció un
discurso con el título Los límites del juego y de lo serio en la cultura que sería el germen de las ideas
expresadas en su Homo ludens, celebrado y controvertido ensayo que publicaría en 1938 y que
tenía por objetivo «hacer ver que el empeñarse en considerar la cultura sub specie ludi significa
algo más que un alarde retórico»11. En dicho ensayo, se hacía manifiesta la obsolescencia de la
15

corriente que había considerado el juego como una copia devaluada de las actividades serias
Página

10 Cfr. Friedrich Nietzsche, El nacimiento de la tragedia (Madrid: Alianza, 1988), 66.


11 Johan Huizinga, Homo ludens (Madrid: Alianza editorial, 2010), 16.
del adulto y, radicalizando la premisa de que debe ser entendido como una anticipación de las
mismas, se defiende la tesis de que «el juego auténtico, puro, constituye un fundamento y
factor de la cultura»12. Si, hasta este momento, se había entendido mayoritariamente el juego
como una manifestación, entre otras, de la cultura, ahora Huizinga defiende que hay que
reflexionar acerca de en qué medida «la cultura misma ofrece un carácter de juego»13.
Sorprendentemente, esta tesis, que convergerá en gran medida con las ideas sobre el juego que
Schiller había expresado mucho antes en sus cartas, no mantiene con el filósofo una
significativa deuda teórica: Huizinga, a pesar de haber leído a Schiller, menciona su nombre
someramente y con poco entusiasmo. En su Homo ludens, Huizinga recorre diversos momentos
de la historia cultural de occidente, buscando la forma de los juegos en las más diversas
manifestaciones de la cultura humana: aspectos y momentos puntuales de la historia de la
música, de la filosofía, de la poesía o del derecho, aparecen entonces como imbricados con el
espíritu del juego social de competición. Aunque por su radicalidad (y por la amplitud de una
serie de ejemplos brillantes, pero poco sistemáticos) la teoría de Huizinga no haya sido
generalmente aceptada, ha abierto sin duda la comprensión general del juego, y ha reforzado
enormemente la idea de que la historia de la cultura está fuertemente unida a la actividad del
juego social.
Será Roger Caillois (1913-1978) quien retome, en su obra Teoría de los juegos de 1958, el
problema del juego, precisamente donde Huizinga lo había dejado. Aún encontrado
discutibles muchas de las tesis del historiador holandés, Caillois le reconoce el mérito de haber
«demostrado la importancia del papel del juego en el desarrollo mismo de la civilización».
Admitiendo que el juego es, como Huizinga había defendido, fundamento de cultura,
considera Caillois que los impulsos que lo alimentan deben poder encontrarse en otras
actividades humanas. A partir de dicha tesis propone una clasificación de los juegos en
función de qué tipo de elemento predomina en ellos; el azar (alea), la competencia (agón), el
simulacro (mimicry) o el vértigo (ilinx). Este esfuerzo de clasificación resulta enormemente
fructífero, en la medida en que permite rastrear los diversos impulsos de que nacen los juegos,
tanto en sus múltiples combinaciones, como en sus imbricaciones con otros elementos de la
cultura y, en fin, establecer una comprensión general sobre la relevancia social de dichos
impulsos.
16

Pero, retomemos ahora la línea teórica que desciende, de modo más directo, de la primera
Página

12 Johan Huizinga, Homo ludens, 17.


13 Johan Huizinga, Homo ludens, 8.
teoría estética del juego: el diagnóstico schilleriano (que señalaba, en la modernidad, el peligro
de la hipertrofia de la razón y, en el juego, una alternativa a dicho peligro), será compartido
por Herbert Marcuse (1898-1979), quien encuentra en Schiller las herramientas teóricas para
reconciliar la razón y los sentidos. El proyecto teórico de Marcuse se desarrolla al hilo de la
relectura que, desde los presupuestos de la cultura contemporánea y en diálogo crítico con
Freud, hace de las ideas schillerianas sobre la educación estética del hombre. A la organización
represiva de las relaciones sociales, bajo el principio de realidad, opone Marcuse, en su obra
Eros y civilización, la potencia de un principio de placer que, desarrollado en el arte, se consuma
en el juego.
Por su parte Martin Heidegger (1889-1976) y Hans-Georg Gadamer (1900-2002) harán sendas
lecturas fenomenológicas del juego. Si bien la presencia de la idea de juego en la ontología-
fundamental heideggeriana es moderada, y no se relaciona con la consideración sobre el arte,
para Gadamer el juego será uno de los pilares conceptuales en los que base la explicación
ontológica de la obra de arte. A través de sendos capítulos en Verdad y método y en La actualidad
de lo bello, Gadamer perfila el significado hermenéutico del arte, vinculándolo con ese
automovimiento sin finalidad que es el juego.
Por lo demás, y sin olvidar las notables reflexiones filosóficas sobre el juego, que pueden
encontrarse en determinados textos de Ludwig Wittgenstein, Gilles Deleuze, Jean Baudrillard,
Georg Simmel, Cristóbal Holzapfel o Eugen Fink, es especialmente destacable la
reivindicación contemporánea de la teoría schilleriana del juego llevada a cabo por
Jacques Rancière (1940), que se puede encontrar sintetizada en textos como Políticas estéticas o
Schiller y la promesa estética. Allí, el filósofo francés defiende, siguiendo a Schiller, la importancia
de la autonomía estética y reivindica el papel del juego del arte como fundador, no sólo de
dicha autonomía, sino de un régimen estético capaz de instaurar una nueva vida en común. 17
Página
O
bjetivo, metodología
y estructura del trabajo
Siendo notorio que una parte significativa de los planteamientos teóricos y expositivos
contemporáneos acerca de la relación entre juego y arte, tienden a olvidar las implicaciones
profundas de dicha relación, y resuelven, con frecuencia, que el juego no es más que un tema o
un procedimiento del arte, nos parece importante retomar las aportaciones provenientes del
discurso estético para replantear, en términos actuales, la pregunta por el sentido del juego en
su relación con el arte. Este trabajo, que versará sobre la teoría estética del juego, se propone
los siguientes objetivos concretos:

- Exponer, sistematizar y sacar a la luz los principales vectores temáticos de la teoría


estética del juego, desde sus orígenes, hasta nuestros días, llevando a cabo una
recuperación crítica de las ideas estéticas de Schiller acerca del juego para, con ayuda
de reflexiones de diversos pensadores posteriores, situarlas a la luz de la actualidad.
- Mostrar la pertinencia contemporánea de la pregunta estética sobre la relación del
juego con el arte, manifestando que existe una relación estructural entre el arte y el
juego, que trasciende la actual categoría de lo lúdico.

Para el desarrollo de la presente investigación, se ha adoptado un enfoque multidisciplinar que


intenta beber de todas aquellas fuentes que, por diversa que sea su procedencia, han realizado
aportaciones teóricas significativas a la consideración estética del juego. Se ha prestado una
especial atención al pensamiento estético de Schiller, intentado con ello comprender con
precisión el origen y el marco intelectual en que dicha consideración aparece, para discutirla,
posteriormente, poniéndola en diálogo con las ideas de otros filósofos y teóricos. Hemos
elegido este enfoque pluridisciplinar, pero enmarcado en una pregunta de índole estético,
porque desde él será posible perfilar con claridad el marco teórico en que puede ser inscrita,
hoy en día, la reflexión sobre el arte y el juego.
Por la naturaleza misma de nuestro proyecto no se pretende dirigir el objeto de la
investigación hacia unas conclusiones cerradas, sino, más bien, situar adecuadamente la
pregunta estética acerca del juego en el marco de la contemporaneidad, señalando su
18

importancia y posibilitando la realización de ulteriores investigaciones.


Página
El presente trabajo pretende, por lo tanto, rescatar el trasfondo, histórico y teórico, de la
pregunta acerca del juego, desembarazándola de ciertos clichés que en el contexto del arte
contemporáneo se le han impuesto, para intentar recolocarla en el espacio del pensar estético,
y en diálogo con la problemática contemporánea. Para conseguirlo, en el presente trabajo se
expondrán una serie de ideas que se desarrollarán paulatinamente, a través de dos bloques o
secciones:

- Un primer bloque en el que habremos de sumergirnos en el pensamiento estético de


Schiller, estableciendo las coordenadas teóricas precisas en que nace la tradición
intelectual que vincula indisolublemente juego, para entender sus presupuestos
fundamentales.
- Una segunda parte en la que, al hilo, fundamentalmente, de las principales líneas
teóricas trazadas por Schiller, se discutirán aspectos concretos de la idea de juego en su
relación con el arte, tratando de vincularlas con problemáticas contemporáneas.

19
Página

La teoría estética del juego
Historia y presente

20
Página

Origen histórico y coordenadas teóricas
de la teoría estética del juego

Johann Christoph Friedrich Schiller, pensador y poeta alemán al que Georg Lukács atribuiría
el relevante papel en la Historia de la Filosofía de ser el primero en emprender el camino que
lleva al idealismo objetivo, rebasando el método idealista-subjetivo de Kant, será el primero en
analizar y expresar, de manera profunda y sistemática, la importancia que la idea de juego
puede tener para el arte.
El pensar estético de Schiller está movido por una triple pregunta, a la que la belleza buscar
ofrecer respuesta: una pregunta metafísica sobre la relación de lo sensible y lo suprasensible,
una pregunta antropológica acerca del ser del hombre y una pregunta ética relativa al
desarrollo del carácter moral. Señalaremos, desde este momento, que es una interesante
peculiaridad del pensamiento schilleriano que estas tres inquietudes encuentren en lo estético
su respuesta. En la teoría schilleriana, la belleza pretende cerrar la herida abierta en el hombre
moderno por la separación de lo sensible y lo suprasensible, de lo racional y lo sensible, así
como de lo racional y lo moral. El desarrollo de esta filosofía, que aspira a poder devolver al
hombre su primigenia unidad, encuentra su cumbre en las Cartas sobre la educación estética del
hombre, que se publicarían a lo largo de 1795, en tres números de la revista Die Horen.
Pero, antes de que Schiller comience la reelaboración de las cartas al duque de Augustenburg,
para convertirlas en el gran proyecto de las Cartas sobre la educación estética del hombre, había
llevado ya a término, en otros escritos, una profunda reflexión sobre algunas cuestiones
relativas a la filosofía del arte. Destacan, en este sentido, las Cartas de Kallias (1793), en las que
discute con las diversas posturas de sus contemporáneos acerca de la idea de lo bello, y Sobre la
gracia y la dignidad (1793), donde establece las coordenadas teóricas para pensar la categoría de
la «gracia». De manera que, cuando Schiller comienza la redacción de las Cartas, contaba ya
con algunos elementos importantes para la cimentación de una gran teoría sobre el arte. Había
21

reflexionado largamente sobre las categorías estéticas que se discutían en la época y había leído
con pasión a Kant, encontrando en su Crítica del Juicio no sólo una profunda inspiración, sino
Página

la fuente de una serie de inquietudes, que van a obligarle a intentar resolver determinadas
cuestiones abordadas por el filósofo, aunque de un modo significativamente diferente. Tras la
publicación de las Cartas, en su obra Sobre lo sublime (probablemente acabada en 1796, pero que
no se publica hasta 1801), funda su preferencia por la belleza «enérgica» y establece la
necesidad del vínculo entre lo bello y lo sublime. El conjunto de las obras hasta ahora
enumeradas componen el cuerpo de una sólida teoría estética, en la que se recogen los más
altos sueños ilustrados, al tiempo que se anuncian determinados aspectos de la sensibilidad
romántica.
Schiller, por ser el primer pensador que vincula sólidamente juego y arte, será el referente
fundamental de nuestro trabajo. Dedicamos este capítulo a su pensamiento estético,
considerando imprescindible entender en qué contexto cultural y teórico nace la primera teoría
estética del juego. En esta aproximación a su pensamiento estético recorreremos
cronológicamente sus principales obras teóricas, presentando especial atención a sus Cartas
sobre la educación estética del hombre, donde encontraremos el primer desarrollo sistemático de una
teoría estética del juego.
Como sucederá con buena parte del pensamiento estético de Schiller, las Cartas de Kallias, en
las se desarrolla la definición de lo bello como «libertad en la apariencia», contienen un diálogo
con la gran obra estética de Kant, la Crítica del Juicio. Allí, el filósofo de Königsberg había
intentado garantizar una cierta libertad para el campo de lo estético, al situar la belleza fuera
del dominio del conocimiento científico:

«Para decidir si algo es bello o no, referimos la representación, no mediante el


entendimiento al objeto para el conocimiento, sino, mediante la imaginación (unida
quizá con el entendimiento), al sujeto y al sentimiento de placer o de dolor del
mismo. El juicio del gusto no es, pues, un juicio de conocimiento; por lo tanto no es
lógico, sino estético, entendiendo por esto aquel cuya base determinante no puede
ser más que subjetiva»14.

La belleza estará, dentro del sistema kantiano, relacionada con el libre juego de la imaginación.
Si este juego se dice libre es por la triple razón de que no obedece a ningún deseo, no cae bajo
los imperativos de la moral y no está destinado a la obtención de conocimiento. Localizando la
22

belleza más allá de toda utilidad, Kant había querido garantizar su libertad con respecto de las
Página

14 Inmanuel Kant, Crítica del juicio (Madrid: Espasa, 1984), 101-102.


necesidades naturales, de las premisas morales y de los juicios que dicen verdad. En virtud de
este principio Kant considerará que los juicios estéticos son subjetivos y, por tanto, concluirá
su examen con el análisis del disfrute del arte, sin llegar a desarrollar sistemáticamente un
concepto de lo bello objetivo. O al menos así lo cree Schiller, quien considera que, en un
cierto aspecto, Kant no ha ido lo bastante lejos. Queriendo dar un paso más allá de la estética
de la recepción de Kant, Schiller se propone pensar sobre el objeto bello mismo y en una
carta, con fecha del 21 de diciembre de 1792, Schiller escribe a su amigo Körner:

«Creo haber hallado el concepto objetivo de lo bello, que por ello mismo se cualifica
como principio objetivo del gusto, por más que Kant dude de ese concepto.
Ordenaré mis pensamientos en torno a esto y en la próxima Pascua los editaré en un
diálogo: Kallias, o sobre la belleza»15.

De manera que Kant había desarrollado una teoría de la belleza, a la que denominaba como
radical-subjetiva, y en la que el juicio de gusto queda comprendido como acto libre entre las
facultades de conocimiento (imaginación y entendimiento). En ella se define la belleza como
«lo que, sin concepto, place universalmente». Schiller, por su parte, intentará llegar a una
determinación sensible-objetiva con el fin de garantizar, para el campo estético, sino la
imposible solidez del estatuto científico, al menos una cierta rigurosidad16. Guiado por la difícil
intención de deducir un principio objetivo del gusto, a partir de la naturaleza de la razón,
Schiller definirá la belleza como «libertad en la apariencia» y, usando el principio de la analogía,
defenderá que la razón presta una apariencia de libertad a ciertos objetos.
Podemos decir, entonces, que el ámbito de la estética es para Schiller aquel en el que nada se le
exige a la materia. La belleza sólo existe cuando no se ejerce violencia sobre la forma, cuando
el espíritu de la libertad parece impregnarlo todo, cuando los elementos que entran en escena
se combinan de una manera tal que, si no fuera porque sabemos que la libertad solamente se
da en el ámbito de lo humano, diríamos que la naturaleza actúa «como si» fuera libre. En
palabras del filósofo y biógrafo alemán Rüdiger Safranski, para Schiller «el mundo estético es
el conjunto de significaciones que no se le fuerzan a ningún ser, sino que se le sonsacan, y por
eso el mundo estético puede ser tan seductor. El mundo empieza a cantar, hay que encontrar
23

15Citado en Rüdiger Safranski, Schiller o la invención del idealismo alemán (Barcelona: Tusquets, 2006), 350.
Página

16Cfr. Manuel Rodríguez, «Schiller y el diagnóstico Estético-Antropológico de la Ilustración», A Parte


Rei. Revista de Filosofía 68 (Marzo 2010).
solamente la palabra mágica»17. Desde entonces y debido, entre otras, a las contribuciones de
Kant y Schiller, el ámbito de la belleza es considerado como un espacio autónomo en la
medida en que parece estar libre de la obediencia a fines.

«En el juicio de una belleza libre (según la mera forma) el juicio del gusto es puro. No
hay presupuesto concepto alguno de un fin para el cual lo diverso del objeto dado
deba servir y que éste, pues, deba representar, y por el cual la libertad de la
imaginación, que, por decirlo así, juega en la observación de la figura, vendría a ser
sólo limitada»18.

En Sobre la gracia y la dignidad, un ensayo escrito poco después de las Cartas de Kallias y en
apenas seis semanas, Schiller, encontrando preciso, nuevamente, ir más lejos que Kant, había
presentado una propuesta de mediación estética entre la sensibilidad y la moralidad. En el
imperativo categórico kantiano la razón moral es lo que se opone a la naturaleza: el rigorismo
kantiano, del que Schiller quería huir a toda costa, tenía que ver con la afirmación de que la
moral no expresa nunca algo que queremos por naturaleza, sino lo que tenemos que hacer, en
contra de nuestro deseo. Pero, para Schiller, cuyo pensamiento está animado por una intensa
confianza en la naturaleza del hombre, la sensibilidad no puede ser entendida como un
obstáculo en la realización de nuestro destino moral. En un intento de superar la crudeza
kantiana en la relación entre ambas fuerzas, defiende Schiller que está en nosotros ser
igualmente sensibles que racionales y que, sólo poniendo de acuerdo la razón y la sensibilidad,
puede el hombre estar en armonía consigo mismo. Así, y en el convencimiento de que el obrar
moral del hombre debe y puede recuperar su espontaneidad, Schiller reivindica el ideal del
«alma bella»: que será aquella dotada de gracia y en la cual la legislación de la naturaleza, que
prescribe lo involuntario, entra en armonía con la legislación de la voluntad, que prescribe lo
deliberado. La «gracia» expresa, en lo sensible, el acuerdo entre los fines que la naturaleza
persigue, y una bien ejercida libertad, suponiendo un espacio teórico en el que puede darse la
reconciliación del deseo y de la libertad, de la razón y de la sensibilidad, de la naturaleza y de la
humanidad.
24
Página

17 Rüdiger Safranski, Schiller o la invención del idealismo alemán, 353.


18 Inmanuel Kant, Crítica del juicio, 130.
El ideal schilleriano del «alma bella» es de índole tanto ético, como estético, y en él es la
belleza la que proporciona el tránsito entre razón y sensibilidad cerrando, sin que ninguno de
estos ámbitos pierda su independencia, la herida abierta por el dualismo y el rigorismo de la
teoría kantiana. El deseo, que aquí vemos, de lograr la reconciliación, en el hombre moderno,
de naturaleza y razón, animará con idéntica fuerza sus Cartas sobre la educación estética del hombre,
en las que se examinará más detalladamente el origen del problema y se profundizará en su
solución.
En las Cartas sobre la educación estética del hombre, en las que pensadores como Hegel, Goethe,
Schelling o Hölderlin pronto verían un documento fundacional de la teoría de la modernidad,
Schiller lleva a cabo una afilada crítica social y propone, no sólo una reflexión estética sobre el
gusto, sino una pregunta de gran alcance sobre el ser de lo estético, no como mero
epifenómeno de lo humano, sino como elemento fundamental, en tanto que posibilitador de
la libertad. Este tratado es el resultado de la reescritura ampliada y corregida de una serie de
cartas que Schiller había concebido para dar a conocer al Príncipe von Augustenburg el estado
de sus averiguaciones en materia de estética. El tratado, como las cartas, puede dividirse en
tres bloques que, aunque formando una perfecta unidad, abordan diversos asuntos.
El primero de los bloques, que comprende desde la primera hasta la novena carta, comienza
con el reconocimiento de la necesidad del pago de lo que nosotros podemos entender como
una doble deuda simbólica. La primera de las deudas, contraída con Kant, tendrá que ver con
que, tal y como Schiller reconoce, la mayor parte de las aseveraciones que componen su texto
descansan sobre los principios teóricos del filósofo de Königsberg. A pesar de que esta
afirmación es correcta, no es menos cierto que hay en las cartas, como en otros de los escritos
de estética schillerianos, una fuerte voluntad de superación de ciertas premisas kantianas. Esto
nos permite entender que Schiller presta atención, antes que a los preceptos del gran pensador,
a su espíritu, que quizá sea, también, el espíritu de la época, un espíritu deseoso de libertad y
lleno de confianza en las posibilidades humanas. La otra deuda, contraída con su mecenas, el
duque de Augustenburg, exige del filósofo una justificación teórica acerca de la necesidad de
llevar a cabo una reflexión sobre el arte y lo bello en tiempos, políticamente, tan convulsos: no
hay que olvidar que, desde hacía algunos años, los vertiginosos sucesos de la Revolución
francesa conmocionaban Europa. «Espero convenceros por estas cartas —le dice Schiller al
25

duque, con el fin de justificar su empresa— de que para resolver este problema político hay
Página

que tomar por la vía estética porque, es a través de la belleza como se llega a la libertad».
En las primeras nueve cartas, Schiller lleva a cabo un brillante análisis crítico de la sociedad de
su tiempo, lanzando una penetrante mirada a ese «instante generoso», pero devaluado por una
«generación insensible», que es la Revolución francesa. Un conjunto de sucesos en los que
queda demostrado, a ojos de Schiller, que la humanidad no está interiormente preparada para
la libertad exterior que ha conquistado. Es en gran medida por ello, por lo que Schiller
considera que toda mejora en la política habrá de proceder de un ennoblecimiento del
carácter, y entiende que dicho ennoblecimiento tendrá en el «arte bello» un instrumento que el
estado no concede.
Pero, dado que el hombre es a la vez un ser moral y natural, y que la razón demanda unidad,
mientras que la naturaleza exige diversidad, hay para el cumplimiento de nuestra humanidad
una cierta brecha. En la sexta carta, Schiller denuncia la moderna separación del hombre con
respecto a la naturaleza y ensalza la unión de los griegos con ella. Aquella naturaleza de los
estados griegos en la que cada individuo gozaba de una vida independiente y, si era necesario,
podía llegar a ser el todo, cedió el sitio a un artificioso mecanismo donde, por la reunión de
infinitas partes inanimadas, se forma la vida mecánica del conjunto. Entonces se separaron, se
dice en esa misma carta, el estado de la Iglesia, y las leyes de las costumbres; el goce se separó
del trabajo; el medio, del fin; el esfuerzo de la recompensa. A pesar de su rotundidad, este
diagnóstico no es plenamente negativo. Considera Schiller, en un movimiento que evidencia
tan alto grado de respeto como de suspicacia hacia las máximas ilustradas, que no había otro
medio para desarrollar las distintas aptitudes del hombre, que oponerlas entre sí. A su
entender el antagonismo de las fuerzas ha sido el gran instrumento de la cultura, pero, y esto
es lo fundamental, sólo su instrumento, pues, mientras dure esa oposición, se está únicamente
en el camino hacia la cultura.
Será, precisamente, de este «gran instrumento de la cultura» del que va a servirse Kant cuando
hable de la sensibilidad frente a la razón, del ser frente al deber ser, de la felicidad frente a la
moralidad o de la naturaleza frente a la libertad. Y será, así mismo, de este «gran instrumento
de la cultura» del que Schiller desearía poder desembarazar al mundo, para retornar la armonía
perdida. El feliz equilibrio que la sensibilidad y el entendimiento habían tenido en la antigua
Grecia, hubo de dejar paso, en pro del desarrollo de la inteligencia, a la primacía de lo racional,
dando pie, largo tiempo después, al «momento de mayor brillo cultural de la historia de la
26

humanidad». Sin embargo, llegados a esta cúspide, que evidentemente Schiller sitúa en su
Página

época, es hora de restablecer el olvidado equilibrio, un equilibrio que puede reanudarse si se


favorece la escucha de la verdadera naturaleza humana, que es a un tiempo sensible y formal, y
que encuentra en la educación estética la mejor herramienta para su expresión.
En el segundo bloque de las cartas, que nos lleva desde la décima hasta la decimosexta carta,
se pasa del análisis crítico de la modernidad, al desarrollo de una analítica de la estructura
óntica del hombre, en la que Schiller recoge las ideas fichteanas acerca de la distinción entre
un «hombre ideal», que cada uno lleva en sí, y los «estados» cambiantes del individuo, en tanto
que criatura existente en el tiempo19. Schiller, muy influido por el pensamiento kantiano,
entiende que el hombre puede ser analizado en términos de razón (facultad con la que
relaciona esa parte de la personalidad del hombre que parece permanente e inmutable) y
sensibilidad (facultad en virtud de la cual se explican las inclinaciones temporales y los cambios
del hombre). Cada una de estas facultades representa una de las fuerzas, aparentemente
antagónicas, a las que está sometido el ser humano, y a las que Schiller dará el nombre de
«impulso formal» e «impulso sensible», respectivamente. Los impulsos que alientan esta doble
naturaleza humana, aparentemente contrapuestos, y que manifiestan la tensión entre la razón y
los sentidos, se concilian en el juego, un tercer impulso en el que lo real se hace pequeño y lo
necesario, fácil. En el mundo estético, afirma Schiller, no sólo se refinan los sentimientos, sino
que es donde el hombre experimenta su verdadera condición, una condición que tiene que ver
con aquello que Huizinga dará en llamar, con tanto acierto, homo ludens.

«En la decimoquinta carta aparece por primera vez aquella frase a la que todo está
encaminado en este tratado y de la que se deduce todo lo importante en relación con
lo bello artístico en Schiller. Se trata de una tesis de antropología cultural con amplias
consecuencias para la comprensión de la cultura en general y de la cultura moderna
en particular, de una tesis con la que Schiller funda en una forma auténticamente
consistente la pretensión de curar la enfermedad de la cultura mediante la educación
estética. Esta tesis es formulada en los siguientes términos: “Por decirlo finalmente
de una vez, el hombre juega tan sólo cuando es hombre en el sentido pleno de la
palabra, y sólo es enteramente hombre cuando juega”»20.
27
Página

19 Cfr. Rüdiger Safranski, Schiller o la invención del idealismo alemán, 420.


20 Rüdiger Safranski, Schiller o la invención del idealismo alemán, 405.
El mundo moderno, denunciará Schiller, preocupado con los resultados, no favorece al
hombre que juega, y en ello reside su constante amenaza de inhumanidad: por su parte la
naturaleza, despreocupada de lo humano, no da tregua y ata al hombre mediante innúmeras
necesidades. El juego, que reúne en un solo impulso las fuerzas de la razón y de la naturaleza,
ofrece al hombre el espacio para su libertad. Sucede que «[…] el hombre se comporta con lo
agradable, con lo bueno, con lo perfecto, sólo con seriedad. En cambio juega con la belleza» 21.
El juego viene, fundamentalmente, a funcionar como factor de unión de las diversas
naturalezas del hombre y a neutralizar la lógica utilitarista que ha promovido la especialización
del trabajo, elemento que, ya entonces, Schiller detecta como la principal amenaza del
pensamiento de la modernidad.
En el tercer bloque de este tratado, que se extiende desde la decimoséptima hasta la
vigesimoséptima y última carta, el análisis crítico de la sociedad, que se había anunciado en el
bloque primero, es retomado bajo la luz de la reflexión sobre el sentido de la belleza. Con ello
se cierra el círculo que se había abierto en la segunda carta, cuando Schiller prometía a su
mecenas, el duque de Augustenburg, que le conduciría, en el curso de su tratado, por el
camino que va desde la belleza hasta la libertad.
Schiller retoma, una vez más, la idea de que cualquier hombre, cuando está dominado
exclusivamente por uno de sus dos impulsos, se encuentra en estado de coacción y violencia
(aún cuando admitamos que ha llegado a él en el uso contingente de su libertad). La supresión
de esta dicotomía sólo se produce cuando sensibilidad y razón actúan juntas, y esto sucede, y
aquí Schiller ofrece una oportunidad única para entender la ligazón de lo ético con lo estético,
en el ámbito del arte. El goce en la apariencia estética, que dentro del sistema schilleriano no
otorga al hombre ninguna cualidad en concreto, hace posible, sin embargo, el tránsito de la
sensación a la razón, logrando, a su vez, que la razón no prescinda de lo sensible. La belleza,
que no supone un estado intermedio, sino una forma de unir sensación y pensamiento, es
sentida por Schiller como un benéfico don de la naturaleza.

«La Naturaleza derrama pródigamente sobre el hombre, como también en cierto


grado sobre el resto del reino animal, la disposición a ese libre y gratuito dispendio de
energías sobrantes que es el juego; le inculca el gusto por el adorno y por cuanto le
28
Página

21 Friedrich Schiller, Kallias; Cartas sobre la educación estética del hombre (Madrid: Anthropos, 1990), 237.
separa de la mera necesidad, refina su sentimiento al moderar sus ansias y termina
convirtiéndole, a través de la cultura y el arte, en una «criatura estética»22.

De este modo, el hombre, cuya razón ha sido modulada por el juego de la belleza, queda
convertido en «criatura estética». La belleza, de esta manera, hace del hombre un todo
completo en sí mismo y genera individuos libres, preparados para el mejor gobierno de sí
mismos. Llegados a este punto, podemos entender la trascendencia política que Schiller otorga
a una hipotética educación estética que encarna la mejor posibilidad de ennoblecimiento
humano, por su capacidad de armonizar dignidad y felicidad, razón y sensación o, en término
schillerianos «impulso formal» e «impulso sensible».
Si resultaba fundamental, para nosotros, señalar a Schiller como iniciador de la tradición
intelectual que vincula indisolublemente arte y juego es porque, sólo de esta manera, podemos
hacer notar que la primera gran teoría estética del juego es, y no por casualidad, el producto
intelectual de una modernidad que ya había iniciado el cuestionamiento de sí misma.
Nosotros, en gran medida herederos de los principios y contradicciones de dicha modernidad,
seguimos teniendo que enfrentarnos a algunas de las cuestiones que entonces comenzaban a
plantearse. Ciertamente, en muchos aspectos, nuestra realidad parece muy diferente de la de
aquella sociedad burguesa de finales del XVIII, sin embargo, elementos como el de la división
del trabajo, la primacía de la razón práctica o la preeminencia del criterio de provecho, que ya
entonces se perfilaban como definitorios de aquella incipiente modernidad, continúan
sentando las bases de nuestra cultura.

29

22Javier García García, A la libertad por la belleza. La Propuesta Filosófica de Friedrich Schiller (Madrid: Uned,
Página

2000), 322.

Sobre la actualidad
de la teoría estética del juego

U na cuestión previa: juego y seriedad


Hasta ahora hemos visto el contexto concreto de gestación de la primera teoría
estética del juego y hemos establecido que Schiller, un hombre de ideales
ilustrados, aunque con una sensibilidad precursora de la del romanticismo, es su autor. Esta
situación histórica peculiar, que coloca a Schiller en el gozne de dos sensibilidades tan
dispares, determina el espacio preciso que su teoría estética del juego ocupa. No podemos
olvidar que, a finales del siglo XVIII y durante un breve periodo de tiempo, Schiller, que
entonces impartía clases desde su cátedra en la Universidad de Jena, convivirá con el primer
movimiento romántico que allí crecía al amparo de la filosofía fichteana. Incluso algunos de
aquellos primeros románticos (como es el caso de Hölderlin) se habían acercado a Jena
atraídos por la figura del propio Schiller. Sin embargo, pronto surgiría una fuerte divergencia
entre los intereses preeminentemente estéticos que movían la sensibilidad romántica, y el
trasfondo moral del pensamiento del filósofo, quien escribe a este respecto:

«El soñador abandona la naturaleza por mera arbitrariedad, para poder perseguir sin
trabas el capricho de las pasiones y los antojos de la imaginación […]. Porque la
fantasía no es un libertinaje de la naturaleza sino una acción de la libertad, o sea,
porque brota de una disposición digna de estima, la cual es perfectible hasta el
infinito, en consecuencia conduce también a una caída infinita en una profundidad
sin suelo y sólo puede terminar en una destrucción total»23.

La teoría estética del juego de Schiller subraya, para deleite de aquellos primeros románticos, la
30

importancia del juego del arte, pero no entiende en ningún caso este juego como el puro
Página

23 Citado en Rüdiger Safranski, Schiller o la invención del idealismo alemán, 382.


capricho de una subjetividad desbordada. Schiller prefiere que el juego, que está vinculado al
arte, pero que abarca un campo mucho más extenso que este, se mantenga unido, de manera
holgada, pero firme, a una moralidad libre. Por este preciso motivo sería falaz afirmar que, hoy
en día, la utopía de Schiller esté en camino de realizarse. A pesar de que la economía o la
política parezcan, más que nunca, campos de juego, a pesar de que los videojuegos ocupen una
parte significativa del tiempo de niños y adultos o a pesar de que el elemento lúdico del arte
haya sido reiteradamente puesto en valor en las últimas décadas, ninguno de estos elementos
cumpliría el sueño schilleriano. Más bien al contrario: el arte, la política o la economía
convertidos en un mero juego están más lejos que nunca de ese jugar estético que tonifica la
moralidad del hombre y le proporciona libertad. El juego de que nos hablan Schiller,
Gadamer, Marcuse o Huizinga está muy lejos de converger con la actual banalización de lo
lúdico o con el furor contemporáneo por el ocio: dos fenómenos que, por lo demás,
manifiestan la pobre comprensión acerca de la potencia del juego que prevalece en nuestra
sociedad.
El juego, entendido de una manera profunda, no es aquello que niega la seriedad. La negación
de la seriedad parece, por el contrario, algo más propio de ciertos aspectos del concepto
contemporáneo de ocio (desde donde parece postularse la idoneidad, por ejemplo, de
descargar al arte de la densidad de su contenido, para optimizar su consumo generalizado). El
tipo de juego que nos interesa, desde el punto de vista de la reflexión filosófica sobre el arte,
no niega la seriedad, sin embargo, guarda con ella una peculiar relación de distancia. Dice
Huizinga que «el hombre juega, como niño, por gusto o por recreo, por debajo del nivel de la
vida seria. Pero también puede jugar por encima de ese nivel: juegos de belleza y juegos
sacros»24. Siguiendo con esta idea, podemos afirmar que hay un aspecto infra-serio en el juego,
que hace que éste eluda lo grave con indiferencia. Pensemos, por ejemplo, en los juegos en los
que un estado de ánimo liviano preside la acción: un niño imagina ser un cocodrilo y se tumba
en el suelo haciendo con sus brazos el movimiento feroz de las mandíbulas del animal; dos
aficionados a la natación disputan una improvisada carrera veraniega en una piscina. En
ambos casos, toda seriedad ha quedado temporalmente suspendida a favor de una acción
despreocupada y cerrada sobre sí misma, cuya finalidad está en el disfrute. Ahora bien, esto no
implica que haya nada de frívolo en el juego, sencillamente, se inscribe en un marco de
31

tranquila despreocupación que se encuentra por debajo de los requerimientos de la vida seria.
Página

24 Johan Huizinga, Homo Ludens, 35.


Pero hay, también, un aspecto supra-serio en el juego, que permite que, en esa levedad, se
esconda algo mucho más grande que ella misma. En el juego, hemos dicho, se descarga el
hombre del peso de los cotidianos requerimientos, allí puede saborear el sueño de una
completa libertad: ni tiempo, ni fronteras, ni leyes, ni fatalidad: el juego es el espacio abierto de
lo reversible. Y este espacio de apertura es, así mismo, el espacio del arte: una actividad en la
que el hombre puede jugar con lo serio, eludir la gravedad y crear universos propios. El arte,
aun no siendo serio al modo en que serias son las exigencias de la moral o de la naturaleza, o
mejor dicho el arte, precisamente por no ser serio, resulta de la mayor importancia para la vida
personal y social del hombre. Safranski narra una divertida anécdota acerca del joven Schiller
que nos permite fantasear con la idea de que, quizá algo esta teoría nuestra sobre la peculiar
relación del juego con la seriedad, acompañó de modo intuitivo a nuestro filósofo desde un
primer momento:

«Friedrich debía y quería ser pastor protestante. El día anterior a su confirmación la


madre observó como Friedrich andaba retozón dando saltos por la calle, y le exhortó
a que se preparara para el rito sagrado con la debida seriedad. Seguidamente el
muchacho redactó su primer poema. No se ha conservado, pero debió de ser un
desbordamiento demasiado sentimental, pues el padre, al leer los versos, se limitó a
decir: “¿Te has vuelto loco, Fritz?”»25.

De manera que, quizá el joven Schiller, intuyera ya que hacer algo «de la manera debida» era,
no tanto hacerlo seriamente, como hacerlo artísticamente en ese «jugar por encima del umbral
de la vida seria» al que se referirá Huizinga en su Homo ludens.
Ahora bien, debemos aclarar que cuando afirmamos, en el contexto de este trabajo, que el
juego y el arte guardan una relación de vecindad, así como cuando hablamos del juego del arte
o usamos otras expresiones simialres, no queremos, de ninguna manera, decir que el arte deba
ser entendido como un juego. Afirmamos, más bien, que el arte comparte con el juego
determinadas características estructurales de la máxima importancia, lo que hace pertinente
entender al primero, bajo las claves del segundo. Es decir, y por exponerlo claramente: el
juego y el arte, en tanto que actividades humanas, comparten determinados atributos que nos
32

permiten aproximar la lógica que rige el juego, a la lógica que guía el arte. Pensar la relación del
Página

25 Rüdiger Safranski, Schiller o la invención del idealismo alemán, 32-33.


arte con el juego, en estos términos, puede ofrecer una interesante herramienta para entender
mejor un universo artístico donde parece cada vez más necesario, demarcar la línea que divide
la ligereza, de la banalidad. Pero, no por ello debe entenderse que esta relación estructural
entre el juego y el arte, a cuya comprensión nos estamos dedicando, sea la única existente.
Como hemos mostrado en la introducción, el juego y el arte se encuentran en varios
momentos y a distintos niveles, sin embargo, poner en el centro de nuestro examen la
consideración filosófica sobre en qué medida el arte, en tanto que actividad humana, se parece
al juego, puede ayudarnos a entender la potencia política del juego, que se libera así de su
frecuente instrumentalización y estatización.

P
resupuestos críticos
Es en la carta decimoquinta donde Schiller, al identificar la plenitud de lo
humano con la actividad del juego, desvela definitivamente la importancia
radical que éste tendrá dentro de su pensamiento. Dos grandes campos de ideas
sustentan, en el pensamiento de Schiller, la necesidad y la importancia estética y
ética del juego: uno de ellos tiene que ver con el diagnóstico de la aguda fragmentación que se
ha producido en el seno de una modernidad guiada por el criterio del «provecho», y en la cual
el goce se separó del trabajo, el medio del fin, las leyes de las costumbres y el esfuerzo de la
recompensa26. El otro, por su parte, remite a los efectos del drama político de la Revolución
francesa que, a ojos de Schiller, había demostrado, con sus atrocidades, que los hombres no
estaban, internamente, a la altura de la libertad externa que comenzaban a conquistar. De
manera que, contra la preeminencia del criterio de provecho que ha llevado a la especialización
del trabajo y a la hipertrofia de la razón, y contra la insuficiencia social del hombre moderno,
perfila Schiller un camino para la mayor libertad humana, en el que adquiere un papel
fundamental la idea de juego.
Nos hemos propuesto mostrar la pertinencia contemporánea de la teoría estética del juego de
Schiller y, para ello, se hace indispensable comenzar por demostrar que las inquietudes que
conforman el punto de partida de su teoría estética pueden ser leídas, también, en términos
33

actuales. Al fin y al cabo, nuestra sociedad contemporánea es la heredera directa de aquel


Página

26 Cfr. Friedrich Schiller, Cartas sobre la educación estética del hombre, 149.
excepcional mosaico de logros y catástrofes, que dibujó el pensamiento ilustrado sobre la
historia de occidente.

Crítica a la preeminencia social de la razón:


El juego como actividad desinteresada
En el primer bloque de las Cartas para la educación estética del hombre, Schiller ha desvelado ya una
de las inquietudes fundamentales que mueven su pensar; se trata de la preocupación por lo
que podríamos llamar, empleando una termología actual, la primacía del criterio de utilidad.
Iniciando una agudísima línea de análisis y crítica social, que después será continuada por
pensadores como Hegel, Marx o Weber, señala Schiller que, el medio por el cual la sociedad
ha hecho ciertos progresos en el ámbito de los saberes prácticos ha sido el de dividir el trabajo
y fomentar la especialización, cosa que, aunque parece indudable que ha reportado riqueza al
conjunto de los hombres, ha perjudicado al individuo, que ya no es un ser completo, sino una
parte especializada de una «máquina» social y política.
Esta inquietud era anterior, en el pensamiento de Schiller, a la redacción de las Cartas sobre la
educación estética del hombre, y había motivado unos años antes el intento teórico de hallar, para la
experiencia estética, un suelo sólido que permitiera contrarrestar la preeminencia de los valores
racionalistas del positivismo. Este intento, que había fundamentado parte del proyecto teórico
de las Cartas de Kallias, estaba destinado a «rescatar (reivindicar, mejor) la dimensión sensible de
una humanidad escindida que ha perdido su ser esencial en tanto que unidad primigenia de
razón-sentimiento»27.
El análisis schilleriano sobre las consecuencias de la puesta en marcha de una vida basada en el
«antagonismo de las fuerzas» racionales y sensibles del hombre, sigue siendo máximamente
pertinente hoy en día. Máxime cuando recordamos una de las piezas clave de su denuncia: la
función, nos dice Schiller, se ha convertido en la medida del hombre desde que vivimos en
una sociedad en la cual se honra en una persona la memoria, en otra el entendimiento y en
otra la habilidad técnica. Este diagnóstico, lejos de haber perdido pertinencia con los cambios
que se han producido desde la época de Schiller, se ha demostrado certero, también en el seno
de la sociedad contemporánea, donde el auge de las ciencias y la creciente relevancia social de
las nuevas tecnologías, animan a mirarlo todo bajo el criterio de la utilidad. El desasosiego que
34

sintiera Schiller ante una sociedad regida por el criterio de provecho será compartido por
Página

27 Manuel Rodríguez, «Schiller y el diagnóstico Estético-Antropológico de la Ilustración», 4.


aquellos pensadores que, posteriormente, defienden de manera entusiasta la importancia del
juego como paradigma de actividad humana libre. Ante la hipertrofia de la razón y ante la
primacía del criterio de utilidad, que parecen ser principios rectores de nuestra sociedad,
proponen numerosos pensadores del siglo XX una reivindicación del juego como modelo
desinteresado del obrar humano.
Así, por ejemplo, cuando Johan Huizinga se refiere al carácter desinteresado del juego, lo hace
pensando en que se trata de una de las características fundamentales de una actividad que se
encuentra, por definición, fuera del proceso de satisfacción directa de las necesidades y los
deseos cotidianos. Para Huizinga, el juego tiene la peculiaridad de interrumpir el flujo
acostumbrado de la vida, dejándolo, temporalmente, suspendido en un paréntesis.
Efectivamente, cuando jugamos, las reglas naturales y sociales que rigen la vida cotidiana
quedan temporalmente suspendidas. Por ello, en el contexto de un juego tal, puede fácilmente
ocurrir que el niño, completamente absorto en su escondite, se olvide de comer, o el adulto
deje temporalmente de cumplir las más básicas reglas de cortesía social durante, por ejemplo,
un juego de cartas. Esta cualidad de alteridad con respecto a la vida que obligadamente
llevamos, la mayor parte del tiempo, hace que el juego no sea, no sólo una actividad diferente
de otras actividades cotidianas, sino también un espacio de huida de las mismas hacia un
universo más laxo y abierto, de significaciones mudables y de reglas cambiantes. Es
precisamente esta idea de paréntesis, la que alimentaba el interés situacionista por la deriva.
Así, podemos leer en el segundo número de su revista Internationale Situationniste, que cuando
una o varias personas que se abandonan a la deriva, renuncian durante un tiempo más o
menos largo a los motivos habituales para desplazarse o actuar normales en las relaciones,
trabajos y entretenimientos que les son propios, para dejarse llevar por las solicitaciones del
terreno y los encuentros que a él corresponden. La deriva, como el juego, cambia las reglas de
actuación cotidiana y rompe con aquella lógica de la utilidad, que sitúa los fines, casi por
completo, separados de los medios.
Afirma Baudrillard que, si fuera de otro modo, es decir «si el juego tuviera alguna finalidad, el
único jugador verdadero sería el tramposo»28. Ciertamente, esta es una diferencia clave entre el
juego y otro tipo de actividades: el juego sólo se colma de sentido dentro de su propio
universo y no sirve eficazmente a los fines ajenos a este universo. También Roger Caillois
35

destacará el carácter improductivo del juego, señalando que este «no crea bienes, ni riqueza, ni
Página

28 Jean Baudrillard, De la seducción (Madrid: Cátedra, 2005), 133.


elemento nuevo de ninguna clase; y, salvo desplazamiento de la propiedad en el seno del
círculo de jugadores, acaba en una situación idéntica a la del comienzo de la partida»29. Ahora
bien, es muy cierto que cuando se juega, por ejemplo, a caminar por la calle sin pisar las juntas
de las baldosas, los fines concretos del juego, no tienen sentido fuera de la esfera del juego.
Nada importa entonces, para el resto de nuestro vivir, si logramos o no logramos evitar las
juntas, saltando hábilmente de baldosa en baldosa. En otras ocasiones, y esto sucede
especialmente con los juegos de azar y competición, el resultado de nuestra actividad puede
tener un impacto considerable en la vida cotidiana. Sin embargo, en uno y otro caso, sucede lo
mismo: el sentido del verdadero juego no se agota en su resultado. Por eso decimos que el
juego guarda una relación peculiar y liberadora con respecto a la lógica utilitarista, pues
dispone un terreno en que podemos obrar más allá de ella, transgrediéndola, obviándola e
incluso contrariándola, aunque sólo de sea de una manera limitada temporalmente.
Pero, maticemos un poco más esta idea, no sólo en lo relativo al juego, sino también en lo que
concierne al arte. No sólo el jugador de cartas puede desear enérgicamente ganar su apuesta,
también el artista puede, y suele, estar movido por cualesquiera objetivos, aparentemente
ajenos a la lógica interna de la actividad artística. Sin embargo, lo fundamental aquí es entender
que los casos en que el juego o el arte se guían completamente por un fin externo a ellos
mismos, son verdaderamente marginales y no parecen representativos. Por mucho que el
jugador prefiera ganar la apuesta, o por mucho que el artista desee vivir de su obra, en
ninguno de los dos casos su actividad resulta suficientemente explicada por la obediencia a ese
fin externo.
Como propone Gilbert Boss, en su artículo Juego y Filosofía, parece pertinente señalar que «el
juego no es necesariamente improductivo, pero si esencialmente indiferente a la producción de
valores que interesan a quien sale del dominio regido por su propia regla»30. Por ello, opone
Boss juego y trabajo, poniendo de manifiesto que, si el valor del segundo sólo reside en sus
resultados y se torna superfluo más allá de estos, el valor del primero no es dependiente de los
resultados exteriores al propio juego y tiene sentido per se. El juego, como la actividad del
artista, puede poseer un fin o una meta, pero lo relevante es que nunca se subordina por
completo a ella y, si bien el artista se haya entre la lógica tiránica del trabajo y la lógica libre del
juego, la obra de arte que produce escapa, siempre, a la instrumentalización definitiva.
36
Página

29 Roger Caillois, Teoría de los juegos (Barcelona: Seix Barral, 1958), 21.
30 Gilbert Boss, «Juego y Filosofía», Ideas y Valores nº 64-65 (Ag.1984), 6.
«Salvo que se admitan definiciones evidentemente reduccionistas que hacen del arte
un medio de expresión perfeccionado, un medio de comunicación, un útil de
propaganda, o un instrumento cualquiera al servicio de una clase social, es preciso
reconocer, por el contrario, que tal vez en ninguna parte como en el arte se
manifiesta con tanto esplendor la autonomía de seres intramundanos. Las obras
puede rehusarse a representar la realidad: se sustraen a toda noción fija de utilidad y
permanecen libres con respecto a los papeles que se les quiera atribuir de una vez por
todas»31.

Es propio del juego estético, entonces, no tanto el ser completamente desinteresado, pues se
entrecruza constantemente con todo tipo de intereses, sino el esgrimir un tipo de interés
diferente al de otras actividades humanas, meramente productivas. Para abundar en la relación
del arte con esta capacidad del juego para encarnar una lógica nueva, podemos apoyarnos en
las consideraciones que Marcuse realiza en su obra Eros y Civilización, donde lleva a cabo la
que, tal vez, puede ser calificada como la más radical defensa de la disociación entre el juego
del arte y el mundo de los fines prácticos. En dicho texto, se establece como punto de partida
un duro diagnóstico sobre el modelo de actuación productiva que establece el paradigma
instaurado por la primacía de la racionalidad tecnológica. Marcuse considera que «la
sustitución del principio del placer por el principio de la realidad es el gran suceso traumático
en el desarrollo del hombre —en el desarrollo del género (ontogénesis) tanto como del
individuo (filogénesis) —»32. A partir de este punto, se elabora una distinción radical entre el
mundo del trabajo y el mundo del placer, a cuya esfera pertenecen, no lo olvidemos, el juego y
el arte. Así, y siguiendo a Schiller, afirma Marcuse que «detrás de la forma estética yace la
armonía reprimida de la sensualidad y la razón —la eterna protesta contra la organización de la
vida por la lógica de la dominación, la crítica del principio de actuación»33. Para Marcuse, el
arte, comprometido con el principio del placer, reta al principio de razón imperante en la
medida en que despierta la lógica de la gratificación, que ha sido convertida en un tabú por la
lógica de la represión. El arte, tal y como Marcuse lo entiende, no puede ocultar su
compromiso con el principio del placer y en esto reside su capacidad de trasgredir el
paradigma, duro y represivo, de la utilidad.
37

31 Gilbert Boss, «Juego y Filosofía», Ideas y Valores nº 64-65 (Ag.1984), 16.


Página

32 Herbert Marcuse, Eros y civilización (Barcelona: Ariel, 2003), 28.


33 Herbert Marcuse, Eros y civilización, 140.
Contra las derivas violentas y totalitarias de la sociedad:
Juego y libertad
El antagonismo entre razón y sentimiento, que propicia el auge social del racionalismo, está
también en la raíz de otra de las cuestiones fundamentales que preocupan a Schiller: la deriva
violenta y totalitaria de la Revolución francesa, cuyos primeros pasos había seguido con
simpatía. Poco tiempo tardarían la supresión del sistema feudal o la declaración de los
derechos del hombre, que habían esperanzado al filósofo y a otros muchos de sus
contemporáneos, en dar paso al sangriento asesinato de Luis XVI. Tal y como señala, a este
respecto, Safranski:

«La fractura y la mutilación son también para Schiller una razón de que en Francia la
Ilustración como «cultura teórica» se haya convertido en mera ideología y a la postre,
tal como muestra el ejemplo de Robespierre, en terror de la razón, que no sólo
arremetió contra las antiguas instituciones, sino también contra la antigua fe en el
corazón del hombre»34.

Aunque Schiller no pudiera sentir excesiva simpatía por aquel sistema, todavía feudal, en el
que reinaba «la ley del más fuerte», tampoco se inclina a favor del terror de ese
«autoproclamado tribunal de la razón» en el que se sacrifican sistemáticamente todos los
derechos y en el que se demuestra, a su juicio, que si las clases bajas son brutales y anárquicas,
las clases civilizadas son corruptas y perversas. La quinta carta de su tratado se dedica por
completo a señalar cómo aquel, que podría haber sido un «generoso momento» histórico, no
puede culminar felizmente porque carece de un correlato moral entre los hombres.
Precisamente es, en gran medida, la necesidad de «garantizar la realidad de la creación política
de razón» lo que lleva a Schiller a afirmar la urgencia de la tarea de educar la sensibilidad, una
educación que, intentará demostrar, contribuye al perfeccionamiento del hombre,
preparándole interiormente para conquistar una vasta libertad en su gobierno. El libre juego
estético es, tal y como señala Ranceire, «el principio que debe permitir hacer lo que la
Revolución no ha podido hacer: promover una comunidad de hombres libres»35. Es en el seno
38

34Rüdiger Safranski, Schiller o la invención del idealismo alemán, 405.


35Jacques Rancière, «Schiller y la promesa estética», en Antonio Rivera (ed.), Schiller, arte y política
Página

(Murcia: Servicio de publicaciones de la Universidad de Murcia, 2010), 93.


de esta propuesta para una educación estética, donde Schiller comienza su reflexión sobre el
juego y sobre la relación del mismo con el arte.
Hemos visto al hilo de las Cartas de Kallias, como, para Schiller, la idea de que en el arte se
puede producir la conciliación entre lo que el hombre debe hacer y lo que desea hacer, permite
salvar los problemas que presentaba el rigorismo moral kantiano. Parece que, entre otras
potencias importantes que Schiller atribuye al arte, la de mayor calado es la que, expresada
largamente en las Cartas sobre la educación estética del hombre, lo convierte en el camino del hombre
hacia sí mismo y hacia su libertad. Ya en 1789 Schiller escribía a su amigo Körner a este
respecto:

«Una vez que se ha expuesto histórica y filosóficamente la idea de que el arte ha


preparado la cultura científica y moral, ahora se dice que esta última no es todavía el
fin, sino solamente un segundo nivel hacia aquel, por más que el investigador y el
pensador se hayan precipitado al creer que estaban en posesión de la corona y hayan
asignado al artista un puesto secundario. Ahora decimos que la consumación del
hombre vendrá cuando la cultura científica y la moral se disuelvan de nuevo en la
belleza»36.

Tal y como muy acertadamente observaría su amigo Goethe, el sueño de la libertad recorre
todas la obra de Schiller y tiene, no cabe duda, un papel fundamental en su idea de la
educación estética. Ese «idealismo de la libertad» que, por decirlo con Dilthey, «arrebata a
Schiller», ofrece su confianza absoluta a la premisa de que, en el hombre, lo espiritual puede
alcanzar una notable independencia con respecto a todo lo dado. Así, se erige el pensamiento
schilleriano en un movimiento de «marcha gozosa y progresiva hacia la realización de la
dignidad, la libertad y la belleza»37. Pero, muy a pesar de que estas palabras ofrezcan de Schiller
un perfecto perfil ilustrado, no puede olvidarse que su pensamiento se encamina, no a
desmarcarse de los ideales de la Ilustración, pero sí a ofrecer, para la consecución de los
mismos, un camino alternativo. En este sentido, podemos decir de Schiller que compartía sin
fisuras el sueño de libertad de aquel inmenso proyecto ilustrado que, plasmado tan
39

36Citado en Rüdiger Safranski, Schiller o la invención del idealismo alemán, 286.


37Wilhelm Dilthey, «Vida y poesía», Obras IV (México: Fondo de Cultura Económica, 1953), 190.
Página

Citado en Juan Manuel Navarro, «Estudio preliminar» a Friedrich Schiller, Escritos sobre estética (Madrid:
Tecnos, 1991), XV.
rotundamente en el opúsculo de Kant ¿Qué es ilustración?, tenía como finalidad la liberación del
hombre de toda coacción. Sin embargo, y aún compartiendo con la Ilustración y sus
pensadores el sueño de la libertad, no puede compartir Schiller la fe irremisible en la razón que
ostentaron algunos de ellos38. En este espacio intelectual, que tiene como horizonte deseable la
consecución de los ideales ilustrados y como camino la educación del hombre a través de su
sentido estético y de su sensibilidad, es donde el juego aparece, como categoría estética
consolidada, por primera vez en la historia de nuestra filosofía.
Pero la Revolución francesa, que Schiller interpreta como síntoma inequívoco del fracaso
histórico de los ideales de la Ilustración, no es el único hito en la violenta historia del
occidente moderno. Desde nuestra perspectiva histórica hemos podido entender, con sucesos
como la I y la II Guerra Mundial, el Holocausto, la carrera nuclear durante la Guerra Fría o la
Guerra de Vietnam, que nuestras capacidades técnicas se han desarrollado mucho más rápido
que nuestros sistemas morales y que, todavía hoy, parece muy razonable afirmar que no
estamos a la altura interna de las posibilidades externas que hemos alcanzado. El hecho de que
el juego guarde con la libertad una relación estructural hace indispensable pensarlo, también,
en términos éticos: el juego es, para Schiller, «todo aquello que no siendo arbitrario ni objetiva
ni subjetivamente, no causa coacción ni interior ni exteriormente»39. Esto significa que, en el
juego estético, ponemos en movimiento una lógica ajena a toda necesidad coactiva:

«[…] lo único que hace posible la unidad en la variedad, la supresión del tiempo en el
tiempo, la anulación de la doble constricción física y moral, lo único que es a la vez
recepción y producción, lo único que puede ser forma viva y que envuelve el espíritu
en una placentera sensación de libertad, es la belleza»40.

Se ha destacado, en la historia de la teoría estética del juego, que es esta una actividad libre, en
un doble sentido. Tal y como señala Huizinga, es libre porque no se juega bajo coacción, ni
por mandato, siendo el placer del juego lo que mueve al jugador a entrar en él. Pero es libre,
también, en el sentido que señala Schiller, porque libera temporalmente al hombre de las
coacciones tanto de la naturaleza como de la razón, creando un espacio intermedio en el que,
sin necesidad de negar una u otra, no se ve el hombre coaccionado por ellas. Frente a la
40

38 Cfr. Manuel Rodríguez, «Schiller y el diagnóstico Estético-Antropológico de la Ilustración», 6.


Página

39 Cfr. Friedrich Schiller, Cartas para la educación estética del hombre, 235.
40 Javier García García, A la libertad por la belleza, 315.
coacción que los impulsos imponen, el juego significa civilización, frente a la coacción que la
razón impone, el juego permite la levedad. Pero estos dos polos, razón y sensibilidad, pueden
tener una trascendencia teórica aun mayor y encarnar, como señala Rancière, proposiciones
antropológicas y políticas:

«En el análisis kantiano, el libre juego y la apariencia libre suspenden el poder de la


forma sobre la materia, de la inteligencia sobre la sensibilidad. Estas proposiciones
filosóficas kantianas, Schiller las traduce, en el contexto de la Revolución Francesa,
en proposiciones antropológicas y políticas. El poder de la «forma» sobre la
«materia», es el poder del estado sobre las masas, es el poder de la clase de la
inteligencia sobre la clase de la sensación, de los hombres de la cultura sobre los
hombres de la naturaleza»41.

Si admitimos esta propuesta interpretativa entenderemos, aun con mayor claridad, la potencia
de una teoría estética que, convencida de que a la libertad se llega por la belleza, insiste en
hacer coincidir la anulación de la dicotomía entre lo sensible y lo formal, con el surgimiento de
una nueva humanidad. Esta idea de que el juego, en tanto que paradigma de actividad
desinteresada y libre, capaz de llevar a cabo una nueva reordenación política de lo sensible,
puede servir como principio de crecimiento social, no ha sido exclusiva de Schiller. Una tesis
similar ha sido defendida, también, por Marcuse, quien identifica plenamente el juego con el
estado de libertad capaz de cancelar las formas represivas del trabajo y el ocio, tal y como se
entienden en la sociedad contemporánea. Para Marcuse, jugar implica derrocar, de manera
temporal, el «principio de realidad». El juego supone con ello un ejercicio de relajación para el
corazón, para los sentidos y para el entendimiento, que habitualmente está atados a los
imperativos del trabajo útil. La idea de «principio de realidad», a que se refiere Marcuse,
incluye aquellos dos ámbitos a cuyas coacciones decía Schiller que el juego hacía frente; la
naturaleza y la razón. Pero, ciertamente, Schiller había ido bastante más allá, y había señalado
un tercer ámbito de la vida humana con respecto al cual el juego esgrime su poder liberador; se
trata de la moral:
41

41Jacques Rancière, «Políticas estéticas» en Sobre políticas estéticas (Barcelona: Museo de Arte
Página

Contemporáneo, 2005), 21.


«La neutralización lúdica de la moral era particularmente importante para Schiller en
el juego de las bellas artes. En su época, era usual tomar el arte como un freno al
servicio de la moral; se creía que el arte había de servir a la moral. Era bueno en
cuanto producía el bien. Para Schiller en cambio es una sumisión del arte a la utilidad
y una limitación de su libertad»42.

Ahora bien, hemos de señalar que, en absoluto, significa esto que la teoría de Schiller sea
amoral. Como ya sabemos, sus Cartas sobre la educación estética del hombre se encaminan a dilucidar
cuál sea el papel del arte en la consecución de la libertad del hombre, y esta es una pregunta de
alto calado en términos políticos y morales. Se trata, más bien, de garantizar la autonomía del
campo estético, separándolo de las formas de utilidad que doblegan una parte importante de
las actividades humanas para encontrar en él, el modelo de un obrar libre, con un lógica
propia. El arte, donde es posible —diría Schiller—, la aparición de esa maravillosa emoción
para la cual carece el entendimiento de conceptos y el lenguaje de palabras, permite al espíritu
una serie de movimientos únicos que bien pueden servir a la conformación de una moralidad
libre: el arte es un espacio ambiguo, un campo de experimentación sensorial e intelectual con
reglas abiertas y móviles que, situado idealmente más allá de las lógicas cerradas del trabajo, del
ocio, o de la moral, nos permite una aproximación no literal al mundo.
Aunque frecuentemente se ha dicho que el arte no puede ni debe descansar, ajeno a las
cuestiones de su época, en una torre de marfil, también parece problemático el entenderlo
como una actividad susceptible de ser sometida a una función demasiado específica. Ahora
bien, tal y como señala Rancière, es un significativo logro de Schiller el ofrecer una solución
posible a la aparente tensión teórica que se nos plantea cuando confrontamos los peligros de
defender la autonomía estética y los peligros de caer en la instrumentalización del arte. Schiller
logra una reconciliación entre ambas cuestiones enlazando «lo que algunos no dejan de
oponer: la autonomía de la experiencia estética y la transformación de esta experiencia en
principio de una comunidad nueva»43. Salvando la aparente dicotomía entre los predicados «el
arte está separado de la vida» y «sólo la belleza puede instaurar un nuevo orden», Schiller
propone un sistema en el que es necesario que la obra esté por completo separada de la vida
para que cumpla su constante promesa de un orden nuevo. Si, como hemos señalado, ya desde
42

42Rüdiguer Safranski, Schiller o la invención del idealismo alemán, 407.


Página

43Jacques Rancière, «Schiller y la promesa estética», en Antonio Rivera (ed.), Schiller, arte y política
(Murcia: Servicio de publicaciones de la Universidad de Murcia, 2010), 93.
los tiempo de Schiller eso que se ha dado en llamar el progreso la sociedad, está basado en la
implantación de una lógica que demanda, severamente, la separación del trabajo y donde se
instaura definitivamente la preeminencia del criterio de utilidad, entonces el potencial político
del arte reside, precisamente, en abrir la posibilidad de una lógica de actuación humana
radicalmente ajena a esta, que se hace presente en el juego del arte.
Defenderá Rancière, siguiendo y radicalizando la premisa schilleriana de la autonomía estética,
que el potencial político del arte no reside en absoluto en el hecho de que su tema sea político,
sino en la resistencia de su capacidad para subrayar las notas disonantes de la lógica represiva
del capitalismo. Desde este punto de vista, no hay conflicto posible entre la pureza del arte y
su politización, sencillamente sucede que la relación entre ambas esferas no puede ser literal: el
arte no hace política cuando refiere de modo directo a lo político, sino cuando instaura, lejos
de toda relación directa y literal, un orden posible para el obrar humano que no responda, en
absoluto, a la lógica de la utilidad.

D iscutiendo la antropología schilleriana:


El juego como actividad corpóreo-espiritual
En la medida en que el proyecto schilleriano de proponer una educación estética del hombre,
se basa en un análisis filosófico de la condición humana, encaminado a elaborar una propuesta
de perfeccionamiento personal y social, podemos decir que se trata de un proyecto utópico,
que contiene una consideración antropológica profundamente marcada por la idea de juego.
Esta concepción sobre el ser del hombre, la elabora Schiller en diálogo con el pensamiento
filosófico de su época y movido, no cabe duda, por una voluntad ilustrada de encaminar al
hombre hacia su mayor libertad.
El kantiano Schiller, basará su análisis antropológico en la idea de que, en el libre juego de las
facultades, se da la reunión de la «intuición» y del «entendimiento», produciéndose con ello
placer estético. No obstante, no hablará Schiller tanto de «intuición» y de «entendimiento»,
como de un «impulso sensible» y de un «impulso formal», dos impulsos que, entiende Schiller,
43

deben ser defendidos de su opuesto, con idéntico ahínco, por la cultura. Sin embargo, para la
Página

comprensión precisa de esta doble naturaleza humana a la que Schiller se refiere, hay, en
cualquier caso, que tener en cuenta que estos impulsos no son «originaria y radicalmente
opuestos» sino sencillamente divergentes, existiendo entre ellos un cierto tipo de relación que
no resulta del todo sencillo concretar:

«Schiller se propone resolver este problema recurriendo al axioma fundamental de la


dialéctica: la única manera de suprimir una contraposición es superar completamente
los dos elementos enfrentados en un tercero. Y es que ha de haber por fuerza un
cierto «punto de indiferencia», por así decir, entre estos dos principios, tal que sin
contradecir ninguno de sus dos impulsos los englobe a la vez a ambos, pues sólo así
se puede concebir que haya un enlace entre ellos que ponga a salvo la unidad de la
naturaleza humana»44.

Estas apreciaciones schillerianas se emparentan con la larga tradición filosófica que tiende a
considerar al hombre como formado por dos principios de naturaleza diferente, y a los que se
ha denominado, en ocasiones «cuerpo y alma», pero, también «sensación y razón». Ahora bien,
aunque esta amplia y generalísima tendencia al dualismo en la consideración de lo humano
haya sido un lugar común de la filosofía, desde su mismo nacimiento, existen, en sus
concreciones, diversos trasfondos y profundas diferencias en virtud de las cuales podemos
decir que el dualismo platónico nada tiene que ver con el cartesiano o el kantiano. Así, y
aunque Schiller sea, en cierto modo, heredero de esta tradición intelectual que ve al hombre
como formado por dos principios, vale la pena acercarse con cautela a sus consideraciones
sobre la doble naturaleza del hombre, pues en dicho ejercicio descubriremos un pensar
bastante menos dicotómico de lo que en un principio pudiera habernos parecido.
Dado que el ser humano, afirma rotundamente Schiller, no es exclusivamente materia, ni
exclusivamente espíritu, es tarea de la cultura ofrecer a ambos impulsos el mismo cuidado, ya
que si cualquiera de estos impulsos prevalece sobre el otro, el hombre pierde su necesario
equilibrio y comienza a sufrir penosas coacciones, que pueden ser, o bien aquellas que la
naturaleza impone, o bien aquellas otras que la razón dicta. En ambos casos, la libertad (ese
ideal de los ilustrados que, como ya hemos visto, es también el ideal de Schiller), se vería
dramáticamente reducida para el hombre. Pero, como hemos puesto de manifiesto al inicio de
este capítulo, Schiller considera que la modernidad, yendo en pos de un necesario avance en el
44

ámbito del conocimiento, ha privilegiado el «impulso formal» frente al «impulso sensible»,


Página

44 Javier García García, A la libertad por la belleza, 314.


suspendiendo temporalmente la posibilidad de una realización armónica de las diversas partes
del hombre. Esta armonía sólo se recuperaría, por lo tanto, en una nueva conjunción de
ambos impulsos. Un tercer impulso, que recibe en las Cartas sobre la educación estética del hombre el
nombre de «impulso de juego» se encamina, nos dice Schiller en el párrafo tercero de su
decimocuarta carta, a «conciliar el devenir con el ser absoluto», creando un espacio para la
acción conjunta y armónica de los dos impulsos que conforman al hombre y que, en este
tercer impulso, resuelven su aparente incompatibilidad a favor de la verdadera naturaleza
humana, que no puede en ningún caso renunciar ni a las ideas que la razón posee, ni a los
intereses que le son dictados por los sentidos.
Podemos, por tanto, afirmar que en el pensamiento estético de Schiller el «impulso de juego»
tiene una función conciliadora a nivel antropológico, puesto que permite al hombre, por así
decirlo, poner de acuerdo con los diversos aspectos de su naturaleza: conciliar su ser con su
estar, sus necesidades con sus deseos y su destino con su voluntad. Pero, más allá incluso de
esta tarea, ya de por sí relevante, le ha competido a esta disposición intermedia jugar un papel
determinante también a nivel histórico en la medida en que, tal y como se dice en el cuarto
párrafo de la vigésima carta, en la vida del hombre individual, así como en la historia de la
sociedad, el impulso formal comienza a obrar antes que el racional y es a través de esa
disposición intermedia, que corresponde al estadio estético, como el espíritu puede pasar de la
sensación al pensamiento.

«La evolución cultural no comenzó con la razón, sino con el sentido estético. Y el
presente sólo podrá conservar el sentido libre si comprende el sentido de la belleza
como lo que es auténticamente propio, si recuerda la fuerza que lo ha traído hasta
esta cumbre. Pues es el sentido de belleza el que ha domesticado moralmente al
hombre y lo ha ennoblecido, el que ha dirigido la curiosidad y la tendencia a la
investigación característica del hombre. Por eso, la cultura actual del saber y de la
moralidad, que debe tanto al sentido de la belleza, sólo conservará la medida humana
si permanece envuelta en una cultura estética. El hombre, jugando se ha convertido
en lo que es, y degenerará si deja de jugar»45.
45
Página

45 Rüdiger Safranski, Schiller o la invención del idealismo alemán, 287.


El juego es, por tanto, para Schiller, una disposición intermedia que pone de acuerdo diversos
impulsos y en virtud de la cual se producen esos pequeños saltos que, desde el punto de
partida que la naturaleza otorga, generan cultura y ofrecen libertad. Ya en 1793, Schiller había
expresado, en su tratado Sobre lo patético, el convencimiento de que es fundamental para el
hombre poder jugar con lo más serio de la existencia, una idea que converge con la tesis de
que el juego y la libertad se encuentran profundamente vinculados, y que recuperará en el
trascurso de sus cartas. En aquella obra, y al hilo de la reflexión sobre la dramaturgia, Schiller
expresa el convencimiento de que, quien es capaz de adoptar ante la vida una cierta actitud de
«espectador» logra, sobre sus más terribles poderes, un triunfo estético. Este triunfo está
mediado por una capacidad de jugar, que sitúa al hombre en el ámbito espiritual de la gracia.
La cultura, en este contexto, es vista por Schiller como aquello que, aunque atento a las
exigencias de la naturaleza, nos permite hacer de la amenaza de la seriedad y de la pesantez
algo liviano, aligerando la carga de fenómenos que, de otro modo, irían en detrimento de
nuestra libertad. Retomaremos en el siguiente punto esta relación intrínseca del juego con la
cultura, pero ahora nos interesa señalar que, si bien hemos mostrado los términos en que se
desarrolla la antropología schilleriana a través del análisis de su teoría de los tres impulsos, no
hemos precisado, aún, en qué medida estas ideas puedan sernos de ayuda hoy en día.
No cabe duda, el concepto de «impulso de juego» que maneja Schiller viene, en el cuerpo de
su filosofía, a tender un sólido puente (hacia la libertad) entre razón y sentimiento, dos
aspectos de lo humano que forman parte fundamental del análisis antropológico inherente al
paradigma filosófico del XVIII, y en cuyo desigual equilibrio detecta Schiller un peligro.
Rescatando los planteamientos schillerianos, Herbert Marcuse denuncia, en su obra Eros y
civilización, hasta qué punto la sociedad contemporánea ha llevado al paroxismo, con nefastas
consecuencias, aquella separación de las esferas de lo sensual y de lo racional que Schiller ya
detectaba en el siglo XVIII. Marcuse reflexiona, en diálogo con Freud, sobre la represión que
el «principio de realidad» impone al «principio del placer», y destaca, respecto de la teoría de
Schiller, cómo en ella

«La función mediadora es llevada a cabo por la facultad estética, lo que equivale a
decir por la sensualidad, perteneciente a los sentidos. Consecuentemente la
46

reconciliación estética implica un fortalecimiento de la sensualidad contra la tiranía de


Página
la razón y, finalmente, inclusive tiende a liberar a la sensualidad de la dominación
represiva de la razón»46.

La primacía social del criterio de utilidad, al haber menoscabado la importancia de las


cualidades sensibles del hombre, ha perjudicado con ello al arte, que es el producto y la fuente
de enriquecimiento de las mismas:

«El provecho es el gran ídolo de nuestra época, al que se someten todas las fuerzas y
rinden tributo todos los talentos. El mérito espiritual del arte carece de valor en esta
burda balanza, y, privado de todo estímulo, el arte abandona el ruidoso mercado del
siglo. Incluso el espíritu de investigación filosófica arrebata a la imaginación un
territorio tras otro, y las fronteras del arte se estrechan a medida que la ciencia amplía
sus límites»47.

No obstante, y a pesar de la rotundidad crítica de estas consideraciones schillerianas sobre la


sociedad moderna, hemos de tener muy en cuenta que el trasfondo de las mismas no es
pesimista. Al igual que de Rousseau, podemos decir de Schiller que idealiza la historia pasada
de la humanidad, pero, a diferencia de éste, no sitúa en el hombre primitivo una perfección
ahora perdida, sino que localiza en el pasado griego un momento de equilibrio que se ha visto
temporalmente trastocado por ese mal necesario, por esa «herramienta de la cultura» en virtud
de la cual se produjo la escisión de la razón y la sensación.
Rememorando, entonces, la importancia de ese «impulso de juego», que opera cuando
entramos en contacto con lo bello, podemos decir que el pensamiento estético de Schiller
manifiesta una notable radicalidad en cuanto a la importancia que otorga al hecho artístico y al
«impulso de juego» que en él se manifiesta. Podemos afirmar que, en el sistema schilleriano, no
sólo se condensan, en torno al arte, todo tipo de posibilidades de enriquecimiento humano,
sino que es el arte mismo el que se sitúa en el corazón mismo de lo humano, como su seña
más destacada: No en vano, había afirmado Schiller que:

«La evolución cultural no comenzó con la razón, sino con el sentido estético. Y el
47

presente sólo podrá conservar el sentido libre si comprende el sentido de la belleza


Página

46 Herbert Marcuse, Eros y civilización, 170.


47 Friedrich Schiller, Cartas para la educación estética del hombre, 117.
como lo que es auténticamente propio, si recuerda la fuerza que lo ha traído hasta
esta cumbre. Pues es el sentido de belleza el que ha domesticado moralmente al
hombre y lo ha ennoblecido, el que ha dirigido la curiosidad y la tendencia a la
investigación característica del hombre. Por eso, la cultura actual del saber y de la
moralidad, que debe tanto al sentido de la belleza, sólo conservará la medida humana
si permanece envuelta en una cultura estética»48.

Ahora bien, no cabe duda de que, desde nuestra perspectiva contemporánea, fuertemente
crítica con los sistemas dualistas, puede resultar algo difícil afirmar, al menos de manera
rotunda, que el hombre esté formado por razón y sentimiento o, en términos puramente
schillerianos, por un «impulso formal» y un «impulso sensible». Sin embargo, hemos de darnos
cuenta de que no es preciso para nosotros, como no lo era para Schiller, suscribir un dualismo
antropológico severo, según el cual razón y sensibilidad serían entendidos como dos
elementos ontológicamente antitéticos del ser humano. Más bien al contrario, Schiller dedica
una parte notable de sus esfuerzos a mostrar como la razón y la sensibilidad sólo pueden
separarse como fruto de un premeditado desequilibrio: nuestra sociedad, buscando hacer
progresos en el ámbito de los saberes prácticos, ha forzado la separación de ambos impulsos,
siendo que, lo que favorece a nuestra naturaleza, es que se mantengan unidos y equilibrados,
como sucedía en el hombre antiguo. El aspecto racional y el aspecto sensible del hombre,
sugieren tempranamente las ideas de Schiller, aunque siendo aspectos desiguales de nuestro
ser, no guardarían ninguna relación dicotómica si no fuera porque dicha dicotomía es un
postulado básico de nuestro sistema cognoscitivo y productivo.
Schiller nos ayuda, así, a reconocer que la exagerada valoración social atribuida a la razón, una
capacidad del hombre de entre las muchas que le son propias, produce ciertas heridas a nivel
social e individual. No obstante, parece razonable afirmar, para matizar aún más esta postura y
acercarla a nuestro tiempo, que ese aspecto de lo humano que ha sido llevado al paroxismo no
es, siquiera, la facultad de la razón como tal, sino determinados aspectos de la misma en virtud
de los cuales la razón parece haber quedado reducida, en la sociedad contemporánea, a una
razón científica e instrumental al servicio de una lógica que, efectivamente, parece haber
olvidado la importancia de los aspectos sensibles del hombre.
48
Página

48 Rüdiger Safranski, Schiller o la invención del idealismo alemán, 287.


Y, es así como ha llegado a suceder que los hombres son estimados hoy, fundamentalmente,
por el grado de su capacidad para producir bienes materiales o simbólicos que vengan a
sumarse a la estructura social acumulativa. La barbarie de la técnica, como señala, entre otros,
Martin Heidegger, induce a mirar todo bajo el criterio de funcionalidad y explotabilidad. De
este modo, la productividad ha devenido un fin en sí misma y la razón, por ser su instrumento
más útil, ha ocupado un lugar tan notorio socialmente, que ha eclipsado la importancia de
otras capacidades humanas.
Por todo ello, es perfectamente comprensible que sea en el campo de la estética, que
inicialmente se ocupaba de la belleza y del placer sensible, donde haya visto la luz aquella
primera teoría del juego que reivindicaba, acertadamente, la importancia de esa sensibilidad
humana que ha quedado eclipsada por la hipertrofia de la razón. Ahora bien, la solución a este
problema no puede pasar, evidentemente, por poner los aspectos sensibles del hombre por
encima de la razón, e invertir el desequilibrio. La virtud de la teoría schilleriana reside,
precisamente, como señalará Marcuse, en haber encontrado una manera teórica de conciliar
ambos impulsos sin que ninguno quede sometido al otro. En el juego del arte, que implica la
puesta en marcha de una actividad al tiempo racional y sensible, se puede abrir camino esa
razón sensual que permita un equilibrio entre los diversos aspectos del hombre. En este
sentido, y aunque la definición se quede un poco corta en la expresión de la compleja
problemática que acabamos de exponer, la idea de López Quintás de definir el juego como
una actividad corpóreo-espiritual nos parece acertada. Subrayando la doble dimensión física y
mental del juego, estamos apuntando ya en la dirección de esta capacidad suya para aunar la
sensualidad, que suele vincularse más a los aspectos corporales del hombre, y la razón, que
obviamente se ha considerado tradicionalmente como un producto exclusivo de la mente.

S obre la posibilidad de jugar con la belleza


Hasta aquí, hemos visto que dentro del pensamiento estético de Schiller se traza una
línea que une fuertemente el arte, el juego y la vida del hombre, una unión que se produce
porque el arte, que está emparentado en su estructura con el juego, logra conjugar los diversos
49

aspectos racionales y sensibles del hombre, ofreciéndole con ello una posibilidad de rozar esa
Página

completitud ideal que nunca le será, no obstante, del todo propia. El arte, así entendido, es
para Schiller algo que, lejos de toda pesantez y de toda coacción, permite al hombre jugar con
la belleza, y en dicho juego se encuentra su humanidad en un punto álgido. Ahora bien, este
jugar con la belleza al que Schiller se refiere, no parece ser fácilmente comprensible desde la
perspectiva contemporánea de un arte que ha dejado de tener lo bello como ideal. Parece que
la teoría estética del juego de Schiller podría encontrar en este asunto un escollo insalvable
para su relectura contemporánea. Sin embargo, lo cierto es que el concepto de belleza de
Schiller no establece necesariamente unos términos que no podamos hacer nuestros, en su
expresión más general, hoy en día.
Schiller, en el quinto párrafo de su decimoquinta carta, parte de la tesis de que el ser humano
no es exclusivamente materia, ni exclusivamente espíritu, y, en virtud de dicho presupuesto
teórico, concluye que la belleza (que queda definida, entre otras cosas, como la consumación
de la humanidad del hombre), no puede ser explicada en términos meramente psicológicos, ni
meramente formales. La belleza sitúa el ánimo de quien la contempla en un punto medio en el
que, ya libre de la necesidad que la naturaleza impone y así mismo libre de la ley que el
entendimiento dicta, no opera sobre ella coacción alguna: allí impera el juego, allí se da la
mayor libertad y equilibrio para el hombre.
Afirma Schiller, en el segundo párrafo de su decimoquinta carta, que mientras que el objeto
del «impulso sensible» se denomina vida, y el del «impulso formal» se denomina Forma (Gestalt)
el objeto del «impulso de juego» se denominará Forma viva; un concepto que sirve para
designar todas las cualidades estéticas de los fenómenos, y en particular eso que llamamos
belleza. Tal y como se indica en dicha carta, encontramos bello, aquello cuya forma se
entrelaza con nuestro sentimiento y cuya vida toma forma en nuestro entendimiento. La
cuestión es que, en la teoría schilleriana, la belleza no determinando nada en el pensar o en el
sentir del hombre, sencillamente les otorga a ambos, pensar y sentir, la posibilidad de
manifestarse. Esto significa que, aunque ningún contenido le llega a nuestra razón y ninguna
premisa a nuestro sentir, que provenga de la belleza, sin embargo ésta es, dentro de la teoría
estético-antropológica de Schiller, condición necesaria de todo conocimiento racional, así
como de todo obrar moral, y por ello es considerada una suerte de «segunda creadora».
Entendida a grandes rasgos, la idea de belleza que defiende Schiller remite a una cierta
capacidad de los objetos estéticos para interpelarnos de una manera tal que, tanto nuestra
50

sensibilidad como nuestro entendimiento, estén activos. Al comienzo de la decimosexta carta,


Página

afirma Schiller que «de la acción recíproca de dos impulsos contrapuestos, vemos surgir lo
bello». Lo bello nos ofrece, entonces, la prueba de la compatibilidad de los aspectos sensible y
racional del hombre y, por lo mismo, es el punto de condensación de la humanidad del
hombre. Así entendida, la belleza de la que habla Schiller, no parece incompatible con las
condiciones de desarrollo de cualquier experiencia estética. Si entendemos la belleza como ese
espacio en el que se ponen de acuerdo la sensibilidad y el entendimiento, en el que están
activas ambas facultades, estamos, evidentemente, manejando una categoría que puede
abarcar, sin contradicciones, los productos de las prácticas artísticas contemporáneas, aún
cuando estas tengan como resultado un arte que poco se preocupa por ser bello.

U n factor de cultura: el juego como creador de reglas


Hasta ahora, hemos puesto de manifiesto que la cultura es vista por Schiller, en
sus cartas, como aquello que, aunque atento a las exigencias de la naturaleza, nos
permite hacer de la amenaza de la seriedad y de la pesantez de lo impuesto algo liviano,
aligerando la carga de fenómenos que, de otro modo, irían en detrimento de nuestra libertad.
Precisamente por ello, sitúa Schiller en «el sentido de la belleza» el motor de aquel primer
movimiento de evolución cultural, en virtud del cual el hombre inicia su andanza como tal
hombre, es decir, no como una criatura puramente presa de las necesidades que la naturaleza
impone, sino a medio camino, ya, entre la tierra y el cielo, entre la sensación y la razón.
Por ello, cuando Huizinga afirma que no le interesa dilucidar qué lugar le corresponde al juego
entre las otras manifestaciones de la cultura, sino de averiguar en qué medida la cultura misma
ofrece un carácter de juego49, está señalando, precisamente, en la dirección que ya había
apuntado Schiller de situar el impulso del juego, con su libre darse reglas a uno mismo, como
pilar de la cultura humana.
Entre una parte muy significativa de los teóricos que han escrito sobre la relación del juego
con la cultura, será habitual entender el juego como un ámbito del obrar humano que, no
respondiendo a la lógica de la razón práctica, regida por el cómputo constante de los medios y
los fines, esgrime, sin embargo, su propia lógica, creando con ello un orden provisional desde
el que se dictan libremente reglas a una actividad humana determinada. Esta cuestión de las
51

reglas, que señala el impulso de juego como uno de los pilares de la cultura, resulta de la mayor
Página

49 Johan Huizinga, Homo ludens, 8.


importancia si tenemos en cuenta que, de alguna manera, la cultura se ha hecho en un ejercicio
primigenio de auto-donación de reglas. El vocablo cultura, que procede del latín colere/cultum,
recoge en su etimología la idea de que la cultura se emparenta con el hecho de cultivar. En
efecto, esto no sólo señala en el sentido específico del cultivo de la tierra, sino también en el
sentido de que la cultura es todo aquello que ha sido hecho o modificado por el hombre. La
cultura es, así mirado, lo que el hombre hace más allá de la necesidad natural, y a partir de ese
momento en que los genes no nos indican, como si hacen con otras especies, de qué modo
debemos obrar.

«Entre los planes fundamentales para nuestra vida que establecen nuestros genes —la
capacidad de hablar o de sonreír— y la conducta precisa que en realidad practicamos
—hablar inglés en cierto tono de voz, sonreír enigmáticamente en una delicada
situación social— se extiende una compleja serie de símbolos significativos con cuya
dirección trasformamos lo primero en lo segundo, los planes fundamentales en
actividad»50.

La cultura, en este sentido, se construye sobre los comportamientos que la naturaleza dicta,
pero también más allá de dicho dictado, mediante la creación social de reglas y mediante un
juego, consuetudinario, de aplazamientos reglamentados. Esto es, precisamente, lo que sucede
con el erotismo, perfecto ejemplo del modo en que codificamos culturalmente los
comportamientos naturales mediante estrategias que se asemejan al juego:

«La sexualidad es seria, coactiva; el hombre impulsado por su sexualidad no es libre.


Es víctima de un apetito. En la sexualidad pertenecemos enteramente al mundo
animal, nada nos distingue de los chimpancés. Pero en el juego erótico la sexualidad
comienza a hacerse humana. […] El erotismo mantiene la distancia frente al deseo,
juega con él. La cultura en general es la escenificación de distancias, de
aplazamientos. La cultura mantiene lo que en nosotros es naturaleza en la cuerda
larga de la disponibilidad. […] El erotismo es un reino de significaciones mientras
que la sexualidad es tautológica»51.
52
Página

50 Clifford Geertz, La interpretación de las culturas (Barcelona: Gedisa, 2000), 56.


51 Rüdiger Safranski, Schiller o la invención del idealismo alemán, 406.
Siendo los hombres seres culturales, agregamos a la escasa información que la naturaleza nos
proporciona, por medio de nuestros genes, una serie de predicados que nos permiten saber
obrar en comunidad, y en este proceso, necesario pero libre, inventamos las reglas que
trasforman el dictado de la naturaleza en una praxis cultural determinada. Así, lo que la
biología nos dicta; sexualidad, apetito o instinto de supervivencia, se plasma en formas sociales
complejas y creativas, cargadas de significados simbólicos originariamente consuetudinarios,
que serán, no obstante, tomados, de inmediato, como necesarios. De este modo, la serie de
aquellas primeras reglas que el hombre se daba a sí mismo, se entendieron rápidamente como
leyes inamovibles y trascendentales, y el hombre convirtió, de una vez y para siempre, las
reglas en leyes, a pesar de su diferencia originaria:

«La regla juega con un encadenamiento inmanente de signos arbitrarios, mientras


que la ley se funda en un encadenamiento trascendente de signos necesarios. La una
es ciclo y recurrencia de procesos convencionales, la otra es una instancia fundada en
una continuidad irreversible. La una es del orden de la obligación, la otra de la
coacción de lo prohibido»52.

Por su vínculo con la regla, podemos decir, siguiendo a Schiller, Huizinga o Caillois, que el
juego ofrece un modelo para la cultura o que la cultura se hace, en gran medida, como el
juego. No intentamos en absoluto decir, con ello, que la cultura se haga jugando, o que la
cultura sea un juego, afirmamos, más bien, que hay algo en la gestación de la cultura que
guarda una relación formal con el juego, en la medida en que ambos implican una producción
consuetudinaria de sentido que queda determinada en el obrar (aunque en la sociedad de una
vez por todos, al menos idealmente, y en el juego de manera temporal).
El mismo espíritu alienta la creación de la regla y de la ley; se trata de la necesidad y de la
capacidad humana de generar sentido y orden, donde la naturaleza ha dictado unas leyes
escasas. Ahora bien, es una cualidad fundamental del juego la de que, en él, la regla nunca
deviene ley. En el juego es imposible tomar lo contingente por necesario, el juego es el
escenario de una perpetua eventualidad. Por ello, el juego del arte se mantiene, perpetuamente,
en el orden reversible de la regla, mientras que otros muchos aspectos de la vida se dedican a
53

fundar y a seguir el orden de las leyes. En eso que estamos llamando el juego del arte existen,
Página

52 Jean Baudrillard, De la seducción , 125.


no cabe duda, reglas, pero no deben entenderse estas como leyes normativas inamovibles,
porque estas reglas delimitan el campo de juego con la suave cuerda del constreñimiento de lo
superfluo y no con el duro cordón de la violencia de lo necesario. La historia del arte del
último siglo demuestra, sin lugar a dudas, que una parte importante del quehacer artístico, tal y
como lo entienden nuestros tiempo, puede tener que ver con la reflexión estética sobre estas
reglas, o con su cuestionamiento. Si, normalmente, en el juego se entiende que el jugador que
transgrede las reglas es sencillamente un aguafiestas, es decir, alguien que no quiere aceptar la
lógica interna del juego y que por tanto no merece participar de él, en el caso del arte, el
asunto de la trasgresión de la regla es algo peculiar. Parece haberse demostrado reiteradamente
que las trasgresiones de las reglas en el arte, no cuestionan el sentido del juego, y por tanto no
invalidan al artista para quedarse dentro del espacio de juego, sino que invariablemente
proponen una nueva regla, que, por radical, trasgresora o provocativa que sea, tiende a basarse
en el convencimiento de que semejante cambio puede mejorar el juego. El artista típico del
siglo XX creaba, al hilo del juego estético, posibilidades nuevas y versátiles mediante pequeñas
variaciones de las reglas que cuestionaban el juego, al tiempo que lo alimentaban.

J uego, arte e intersubjetividad


Hemos visto, hasta aquí, que el juego es una actividad corpóreo-espiritual libre y
desinteresada que, anterior a toda distinción entre seriedad y gravedad, es capaz de crear
un orden reglado de carácter transitorio. Hemos analizado, así mismo, al hilo de estos
asuntos, como parece darse una fuerte coincidencia entre las características formales del juego
y las características formales del arte, tanto en lo concerniente a su producción como en lo
relativo a su recepción. Puede, por tanto, decirse que el juego y el arte guardan una relación de
vecindad en muchos aspectos, entre los que se cuenta una peculiar relación de ambos con la
seriedad, la cualidad de ser actividades que no se pliegan a la lógica de la utilidad, aunque
puedan convivir con ella, el hecho de que mantienen una estrecha relación con la libertad y
con la creación consuetudinaria de reglas, así como su condición compartida de actividades
que involucran tanto a la razón, como a la sensación, permitiendo entre ellas una acción
54

conjunta y una relación fluida.


Página
Ahora bien, no podemos llamarnos a engaño y concluir, con ello, que el arte sea un juego o
que el arte consista en algo así como jugar. La coincidencia formal que hemos detectado entre
ambas actividades no justificaría en ningún caso semejante tesis. No podemos olvidar, en
cualquier caso, que dicha coincidencia no es, por lo demás, completa. Tal y como señalan
Caillois y Gilbert Boss, juego y arte se diferencian en el hecho decisivo de que el juego es solo
una actividad, mientras que el arte comprende esa actividad y la obra que de ella resulta. Es
una característica fundamental de cualquier juego el no crear ningún resultado visible, ningún
patrimonio, ninguna obra tangible. Nada de índole material queda tras una partida de ajedrez,
ni una vez finalizado el escondite. El juego no es productivo, en este sentido, mientras que el
arte, muchas veces en contra de la voluntad de los artistas, no es sin producto. Es esta peculiar
cualidad del jugar (la del no producir una obra material como resultado), un aspecto del juego
que, con desigual éxito, han intentado incorporar al arte numerosos artistas del siglo XX.
Desde el autodestructivo Homenaje a Nueva York de Tinguely, hasta las performances, pasando
por la deriva situacionista, ha habido en la historia reciente del arte un incontable número de
actos artísticos que deseaban fervientemente no producir un objeto como resultado. Este
deseo, vinculado a un cuestionamiento de la lógica de la galería, de las reglas del arte, e incluso
inspirado, en ocasiones, por el ideal del juego, no ha sido generalmente satisfecho y, contra la
propia voluntad de los artistas, hemos constatado, una y otra vez, que de todo acto artístico
queda testimonio visual, aunque sea en la forma de documentos, apuntes o textos.
Sin embargo, a pesar de esta diferencia entre el arte y el juego, ambos comparten otra
importante peculiaridad que, aunque no fue asunto del pensar schilleriano, si ha aparecido en
las reflexiones de Gadamer sobre el asunto del juego en el arte: se trata de su carácter de
actividades potencialmente intersubjetivas, siempre abiertas a ir al encuentro con la alteridad.
En esta misma línea, aunque desde el punto de vista ahora de la psicología, «Winicott alude a
la consolidación infantil de la personalidad en el espacio intermedio entre la realidad psíquica
interna y el mundo exterior, tal y como lo perciben dos personas en común, es decir, en todo
el campo cultural»53. Si para Winicott el juego infantil será ese lugar en el que potencialmente
se indaga y se constituye la subjetividad y la intersubjetividad, podemos decir que hay, también
en el juego estético, un espacio de apertura y negociación de los significados que incide en la
construcción del campo cultural compartido. Gadamer entiende que, en la medida en que el
55
Página

53 Homo Ludens, El artista frente al juego (Fundación Museo Oteiza, 2010), 120.
arte es un hacer comunicativo, el espectador ha de ser considerado mucho más que un mero
observador, y no puede sino ser «activo-con» la obra.
Así, a las condiciones de libertad, ligereza, apertura e independencia con respecto del mundo
gestionado por la utilidad, que reúnen al arte y al juego en una peculiar relación de vecindad, se
suma, ahora, esta potencia de construcción intersubjetiva de campos sociales abiertos y
móviles. El juego se emparenta, por tanto, con el arte de numerosas maneras perteneciendo,
en virtud de las características que hemos repasado, a una misma familia de actividades.

56
Página

Conclusiones

En 1795, Friedrich Schiller, un hombre en el que la sensibilidad romántica convivía con los
ideales ilustrados, publicaba sus Cartas sobre la educación estética de hombre, una obra en la que
defendía el papel central que el juego tiene para la cultura, para el arte y para la vida. Desde
entonces, diversos pensadores han hecho contribuciones, más o menos directas, a esta teoría
que vincula, filosóficamente, las estructuras del arte y del juego, desde el punto de vista,
fundamentalmente, de su vecindad en tanto que actividades humanas. El presente trabajo ha
tenido como objetivo señalar las líneas de fuerza de la teoría estética del juego y recorrer el
camino que nos lleva desde su nacimiento, vinculado a la crítica dieciochesca de la
modernidad burguesa, hasta sus últimas manifestaciones, para mostrar su pertinencia, también,
en el contexto de una estética contemporánea. Este doble objetivo parecía provechoso en la
medida en que nos permitía, por una parte comentar, analizar, sistematizar y definir los puntos
clave de la teoría estética del juego, y por otra defender su eficacia explicativa para con el
universo artístico y social de nuestro tiempo.
Manteniendo este doble objetivo como meta teórica de la investigación, habíamos comenzado
por situar, tanto dentro de aquellos primeros momentos de la historia de la disciplina estética,
como dentro de la obra de Schiller, las coordenadas intelectuales e históricas de esa incipiente
teoría del juego, mostrando cómo va a ser en aquel peculiar espacio, que tenía como horizonte
deseable la consecución de los ideales ilustrados y como camino la educación del hombre a
través de su sensibilidad, donde el juego se entiende por primera vez como una actividad
hermanada con el arte.
Ahora bien, resulta evidente que el diagnóstico schilleriano, que denuncia el declive de la
importancia social del papel del juego en el seno de la sociedad burguesa, no es aplicable en los
mismos términos a la sociedad contemporánea, en la que los medios electrónicos de masas
han ampliado extraordinariamente la dimensión de lo lúdico y en la que la economía, la
política o la cultura parecen, más que nunca, adoptar la forma de un juego. Esta cuestión, que
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a primera vista podría aparecer un primer escollo para la relectura contemporánea de la teoría
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schilleriana del juego, tiene sin embargo una respuesta clara en la primera parte de nuestra
investigación: a pesar de que, hoy en día, lo lúdico parezca ocupar un lugar más preeminente
en la sociedad del que haya ocupado en cualquier otro momento histórico, sería engañoso
afirmar que, por ello, la utopía de Schiller esté en camino de realizarse. Más bien al contrario,
el arte, la política o la economía, convertidos en un mero juego, están más lejos que nunca de
ese jugar estético que tonifica la moralidad del hombre y proporciona libertad. El juego
estético, que ha sido el centro de nuestras averiguaciones, nada tiene que ver con la actual
banalización de lo lúdico ni con el furor contemporáneo por el ocio.
Entendiendo como necesario explicar mejor la peculiar relación del juego con la seriedad,
hemos dedicado una parte de nuestras reflexiones a analizar de qué modo es posible el hecho
de que, a pesar de que el juego del arte sortee de modo despreocupadamente evasivo toda
gravedad, no se instale en ningún caso del lado de la frivolidad. Hemos podido manifestar, en
este punto, que existe un cierto espacio, desplegado sin duda en el juego del arte, que aún no
siendo serio, como serias son las exigencias de la naturaleza, resulta sin embargo sumamente
valioso. De hecho, esta será una de las premisas teóricas que nos permitirá ratificar aquella
hipótesis inicial de nuestra investigación, según la cual podría ser relevante teóricamente una
revigorización contemporánea de la teoría estética del juego. El juego del arte, capaz de sortear
lo serio sin dejar de referir lo importante, esquiva la gravedad y la pesantez de la necesidad, a
favor de una ligereza que, sin embargo, en nada se asemeja a la frivolidad.
Precisamente porque el juego ni es inocuo, ni tiene nada que ver con la banalidad, la propuesta
estética de Schiller atribuye al mismo un papel profundamente ambicioso en términos
políticos. Lo que en el juego sucede, puede ofrecer respuesta, en el sistema schilleriano, a los
dos males sociales que el filósofo descubre certeramente en su época; uno es la primacía social
del aspecto racional del hombre sobre su aspecto sensible (y las derivas utilitaristas de dicha
primacía, que amenazaban con dar al traste con los ideales de la Ilustración), mientras que el
otro señala en la dirección de las violentas consecuencias de la Revolución francesa (síntoma
inequívoco del fracaso histórico de dichos ideales).
Nos hemos esforzado, en este punto, en mostrar que la primera teoría estética del juego es, y
no por casualidad, el producto intelectual de una modernidad que ya había iniciado el
cuestionamiento de sí misma. Podemos encontrar, en el pensamiento de Schiller, el origen de
una fructífera interpretación crítica de la sociedad, que se centra en el diagnostico de lo que,
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dos siglos más tarde, llamaría Horkheimer la «racionalidad instrumental» moderna, y en donde
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también encontramos, así mismo, la base de las denuncias de aquellos pensadores que
cuestionarán, durante los siguientes siglos, la especialización y la división del trabajo.
A lo largo de nuestro discurso, hemos podido poner de manifiesto, no sólo que la doble
preocupación que mueve la idea de la educación estética en el pensamiento schilleriano puede
ser examinada, también en términos contemporáneos, sino, muy especialmente, que hay dos
características formales del juego que ofrecen alternativas a cada una de estas preocupaciones.
A la primacía del pensamiento utilitarista Schiller, Huizinga, Marcuse y Rancière oponen la
lógica ambigua y desinteresada del juego del arte, una actividad privilegiada en la que los
medios y los fines nunca están por completo desunidos. Ante los horrores históricos de
nuestra cultura, fruto de una humanidad que no es dueña de sí misma, proponen Schiller y
Huizinga el ejercicio de libertad reglada que el juego presume. Así, el juego es visto, desde
Schiller, pero también posteriormente, como una actividad capaz de liberar temporalmente al
hombre de las coacciones tanto de la naturaleza, como de la razón, abriendo un espacio
intermedio en el que se despliega un nuevo modelo para la acción, un modelo que no
responde a la lógica de la utilidad y desde el cual puede cuestionarse, también políticamente, la
división sensible de un mundo artificialmente escindido.
Ahora bien, llegados a este punto, parecía surgir, para el trascurrir de nuestro discurso, un
nuevo problema teórico que debíamos salvar si queríamos releer la teoría estética del juego de
Schiller en términos contemporáneos: se trata de el hecho de que dicha teoría pareciese hundir
sus raíces en una tradición dualista, que entiende al hombre como formado por dos principios
divergentes; razón y sensibilidad. No obstante, hemos podido mostrar cómo, precisamente la
teoría schilleriana, al denunciar los efectos de una artificial división de lo racional y lo sensible,
no sostenía un dualismo rígido, desde el que no sería posible reconciliar los diversos de lo
humano, sino que abogaba por el retorno a una unidad primigenia y deseable, perdida en pos
del avance del conocimiento. Así, una vez más, hemos podido rescatar una de las
características fundamentales que atribuye Schiller al juego y que parece poder tener
importancia también desde el punto de vista de la sociedad contemporánea, se trata de la
capacidad del juego estético para aunar, en una sola experiencia, razón y sensación generando
un espacio intermedio en que ninguna de estas cualidades se ve coartada.
Esta cuestión resulta muy interesante, especialmente cuando se vincula con el concepto
schilleriano de belleza que, más que como una mera cualidad formal, es vista como aquello
cuya forma se entrelaza con nuestro sentimiento y cuya vida toma forma en nuestro
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entendimiento. Una definición esta que nos permite sortear el problema teórico que podría
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haber supuesto el hecho de que el arte contemporáneo no se interese en muchos casos por la
belleza formal mimética al modo en que lo hiciera una parte importante del arte con que
Schiller había convivido. Precisamente por este carácter conciliador de la experiencia estética,
en el que se unen razón y sensación, es por lo que ve Schiller en el sentido de la belleza el
motor de aquel primer movimiento de evolución cultural en virtud del cual el hombre inicia su
andanza como tal hombre. El profundo vínculo que el juego guarda con la cultura, y con la
construcción política, tiene que ver con el hecho de que estos tres ámbitos: juego, cultura y
vida pública, se asientan en un ejercicio por el cual el hombre se procura, libremente, una serie
de reglas. Ahora bien, mientras que en el ámbito del obrar público estas reglas se convierten,
rápidamente e inexorablemente, en duras leyes, el arte y en el juego se mantienen, siempre, en
el ámbito de la reversibilidad, en ese espacio que es a la vez estético y político, en el que se
produce una constante negociación de significados simbólicos.
Sabemos que numerosos movimientos artísticos durante el siglo XX han sentido una notable
inclinación por ciertas prácticas emparentadas, de modo más o menos directo, con la idea del
juego, tal ha sido el caso de surrealistas, dadaístas, situacionistas y, más recientemente, muchos
de los artistas implicados en el llamado arte de acción, movimientos estos que han trabado
diverso tipo de relaciones con la idea de juego. Ahora bien, nuestro trabajo no se proponía
analizar los términos de dichas relaciones, en cada uno de los casos, sino, dando un paso atrás,
remontarse a la relación estructural del juego con el arte, para abordarla desde una perspectiva
eminentemente estética. Tampoco se trataba, por tanto, de ver qué juegos concretos podrían
funcionar como metáforas apropiadas acerca del arte, sino de entender que el juego, tomado
como una actividad humana peculiar, está, en muchos aspectos, emparentado con el arte. Se
trata de una postura que hemos adoptado, en el convencimiento de que una mejor
comprensión de las semejanzas entre el juego y el arte puede ayudarnos a comprender, de
manera más profunda, el quehacer artístico, y a insertarlo dentro de una distintiva familia de
actividades. De esta manera, hemos establecido que, entre el juego y el arte, existe una peculiar
relación de vecindad cuya comprensión nos ha parecido relevante para repensar el arte, en el
contexto de la contemporaneidad. Entendemos, en virtud de lo dicho hasta ahora, que el arte
es un espacio privilegiado de la visión que se mantiene próximo a la libre lógica del juego,
donde razón y sensación operan juntas creando un espacio que elude lo grave, sin dejar de
referir lo importante y donde los medios y los fines se mantiene unidos, proponiendo, sólo
con esto, un paradigma excepcional de acción, en el seno de una sociedad que tiende a
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instrumentalizarlo todo.
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Nótese, sin embargo, que cuando afirmamos, en el ámbito de este trabajo, que el juego y el
arte guardan una relación de vecindad, no queremos de ninguna manera decir que el arte sea
un juego. Debe entenderse que defendemos, más bien, la idea de que el arte comparte con el
juego determinadas características estructurales de la máxima importancia, lo que hace
pertinente entender al primero bajo las claves del segundo, recuperando, con ello, la idea de
que existe una relación significativa entre ambas esferas que excede, con mucho, la moda de lo
lúdico. Por otra parte, hoy en día, donde la —hasta hace poco predominante— preferencia por
lo lúdico declina nuevamente en pro de una perversa lógica del sacrificio útil, el juego vuelve a
demostrar su potencia como símbolo de libertad. Contra la banalización contemporánea de lo
lúdico, pero también contra la seca lógica del sacrificio económico el juego ofrece una
modesta, pero poética, alternativa. Frente al paradigma sacrificial de la eficacia, el placer que
encarna el juego del arte abre, por tanto, un reducto de resistencia simbólica.

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