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Pontificia Universidad Javeriana

Facultad de Filosofía
Seminario: Política y afectos
Profesor: Gustavo Chirolla
Estudiante: Alexandra Martínez Ruiz
23 de Agosto de 2018

LA RELACIÓN ENTRE RAZÓN Y AFECTIVIDAD EN LA


FILOSOFÍA DE SPINOZA

La indagación sobre el origen y la naturaleza de los afectos que Spinoza despliega en la tercera
parte de la Ética demostrada según el orden geométrico (1677) es condición imprescindible para
explorar, como nos proponemos aquí, la compleja y peculiar relación que la política y los afectos
toman en su pensamiento, especialmente en la cuarta parte de la Ética y en los capítulos XVI y
XIX del Tratado teológico-político (1670).

1. La naturaleza humana, ¿imperio dentro de otro imperio?

Para empezar, debemos detenernos en cierta discontinuidad que atraviesa este doble
planteamiento del problema de los afectos en la Ética si queremos aclarar su dimensión y
potencia política. Ya desde el ‘Prólogo’ de la tercera parte, la pregunta por la naturaleza y el
origen de los afectos humanos está vinculado al interés ético-práctico de determinar cómo
pueden ser orientados por el ánimo: “Pero nadie, que yo sepa, —nos dice Spinoza— ha
determinado la naturaleza y las fuerzas de los afectos y qué pueda, en cambio, el alma en orden
a moderarlos” (E 3/pról.[a]). Tenemos, por una parte, que el esfuerzo por considerar los afectos
“como si se tratara de líneas, planos o cuerpos” (E 3/pról.[b]), lo que ha dado en llamarse la
teoría general de los afectos, responde al gesto spinozista de considerar la naturaleza humana, su
alma y su cuerpo, como parte y expresión de la necesidad de la naturaleza, para no ceder ante la
nostalgia ni el repudio con que la mayoría juzgan las pasiones de los hombres, que atribuyen a
un vicio de la misma naturaleza humana y en cuyo rechazo se embelesan (E 3/pról[a]). Esto
significa, fundamentalmente, que en tanto los afectos humanos son parte de la naturaleza,
comprenderlos implica considerarlos bajo aquella “una y misma [...] razón de entender la
naturaleza de las cosas, cualesquiera que sean, a saber, por medio de las leyes y reglas universales
de la naturaleza” (E 3/pról[a]). Esto resultaba muy potente sobre todo porque al identificar el
afecto con el deseo en tanto idea de una afección del cuerpo que expresa una forma adecuada o
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inadecuada en el que el hombre es causa, y, por ello, a este afecto o deseo con el conato “la
esencia misma del hombre, de cuya naturaleza se sigue necesariamente aquello que contribuye
a su conservación y que el hombre está, por tanto, determinado a realizar” (E 3/9e); Spinoza
había llegado a invertir la tradicional relación de subordinación del deseo al bien en beneficio de
la comprensión inversa: “nosotros no nos esforzamos, queremos, apetecemos ni deseamos algo
porque juzgamos que es bueno, sino que, por el contrario, juzgamos que algo es bueno, porque
nos esforzamos por ello, lo queremos, apetecemos y deseamos” (E 3/9e). Inversión que abría
las posibilidades de reflexionar sobre la dimensión política de los afectos y su rol en la
configuración de formas de ser individuales y colectivas.

Por otra parte, el segundo momento de este proyecto supone fundamentar en aquel
conocimiento de la naturaleza de los afectos, el alcance y orientación que el ánimo debe
otorgarles; pues solo comprendiendo qué puede y no el hombre es posible entender
legítimamente qué significa la libertad y bajo qué condiciones los seres humanos pueden
alcanzarla. Sin embargo, y por ello nos referíamos a una cierta discontinuidad, este segundo
momento implica un giro en el carácter de las reflexiones hasta ahora adelantadas en la Ética;
uno que podríamos llamar el punto de inflexión ético de la Ética. Si para definir la teoría general
de los afectos el esfuerzo tendía a hacerlos parte integrante de la naturaleza, y así evitar hacer de
la naturaleza humana “un imperio dentro de otro imperio” (E 3/); en la ‘Cuarta parte’ el esfuerzo
es inverso: si queremos conocer cuál es la causa de la esclavitud humana, así como de su libertad,
y “qué tienen de bueno y de malo los afectos” (E 4/pról.[a]), debemos abandonar la perspectiva
de la naturaleza en general, del orden de las cosas tomadas en sí mismas, y fijar la utilidad de la
naturaleza humana como horizonte para establecer el sentido de los términos de investigación1.
En la Ética este giro se expresa como el planteamiento de una “idea de hombre como modelo de
la naturaleza humana” (4/pról.[f]), o lo que es lo mismo, de una idea de bien humano o verdadera
utilidad del hombre; pues, parece considerar Spinoza, solo a condición de establecer un referente
concreto —la naturaleza humana— y un modelo de su perfección o mayor potencia de ser —el
hombre que se guía por la razón— tiene algún sentido pensar que haya algo bueno o malo para
el hombre, y puede siquiera hacerse una distinción cualitativa de sus formas de vida como
serviles o libres.

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Porque esto es así, el bien y el mal, la perfección y la imperfección, la virtud, y en general todas las definiciones
centrales de esta ‘Cuarta parte’ se dicen en relación a la utilidad o perjuicio que representen para la potencia de
actuar de la naturaleza humana de acuerdo con las leyes de su propia esencia o naturaleza, que en sentido propio,
no es otra sino la razón que dicta al hombre “concebirse adecuadamente a sí mismo y a todas las cosas que pueden
caer bajo su inteligencia” (E 4/c5).
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Esto es explicitado sin ambages por Spinoza en el Tratado teológico-político, donde
reconoce la discontinuidad entre una perspectiva que atiende al orden de la naturaleza y aquella
que se rige únicamente atendiendo a las leyes de la razón o verdadera naturaleza humana:

[...] la naturaleza no está confinada a las leyes de la razón humana, que tan sólo miran a la
verdadera utilidad del hombre y a su conservación, sino que implica infinitas otras, que abarcan
el orden eterno de toda la naturaleza, de la que el hombre es una partícula, y por cuya necesidad
todos los individuos son determinados a existir y a obrar de cierta manera. Así, pues, si algo
nos parece ridículo, absurdo o malo en la naturaleza, se debe a que sólo conocemos parcialmente
las cosas e ignoramos, en su mayor parte, el orden y la coherencia de toda la naturaleza, y a que
queremos que todas las cosas sean dirigidas según los hábitos de nuestra razón. Pero la verdad
es que aquello que la razón define como malo, no es malo en relación al orden y a las leyes de
toda la naturaleza, sino únicamente en relación a las leyes de nuestra naturaleza. (Spinoza, TTP,
191)
De suerte que hace falta recrear de nuevo el imperio de la verdadera naturaleza humana,
la razón como la virtud “propiamente humana” (E, 4/37), dentro del más amplio imperio de la
naturaleza para pensar ética y políticamente, aunque sepamos que nada hay en el orden de las
cosas que garantice el paso, pues estás reflexiones exigen para ser efectivas la determinación de
la mejor forma de ser humano, tanto a nivel individual como colectivo. Parece que, en tensión
con lo que ha afirmado antes respecto al conato, según lo cual “tanto si tiene ideas claras y
distintas como si las tiene confusas, el alma se esfuerza en perseverar en su ser por una duración
indefinida y tiene conciencia de ese esfuerzo suyo” (E 3/9), pensar ética y políticamente en
Spinoza supone realizar el movimiento por el cual privilegiamos una forma particular o adecuada
de perseverar en el ser como norma de lo humano, la del hombre que se guía por los dictámenes
de la razón; y, lo que es en realidad más importante, que esta delimitación de la idea de bien
(como forma de ser racional) puede alcanzarse deductivamente por la sola vía de la razón sin
realmente considerarla como una expresión de una forma singular deseo.

De manera que, cuando Spinoza afirma que si todos los hombres fueran racionales,
desearían alegremente y se unirían por esos afectos que potencian su capacidad de entender (E
4/35); anula lo que pueden tener de potencialmente racional, útil, los afectos tristes, lo cual solo
importante en la medida en que efectivamente también en torno a afectos tristes, como el
egoísmo, el resentimiento, el afán de beneficio, llegan a unirse los individuos. Y es que
justamente porque hay racionalidad y sentido para aquellos que los comparten, los afectos
expresan diferencias en las formas de ser que redundan en la legítima, en el sentido de necesaria
o inevitable, división y potencial oposición. Si desconocemos que los afectos son ellos mismos
formas de racionalidad, no solo no damos lugar la diferencia que constituye el plano de lo
político, sino que lo eclipsamos en una rígida consideración moral en la que hacemos, un poco

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a espaldas de nosotros mismos o como diría Spinoza “ignorantes de las causas por las que
[somos] determinados a apetecer algo” (E 4/pról.), del propio deseo el bien de todos.

Parece que también en Spinoza, aunque no exclusivamente como veremos en el próximo


apartado, las consideraciones sobre la organización política se encuentran abiertamente
atravesadas por una idea prescriptiva de bien que aparece como una exigencia nuclear del
carácter mismo del pensamiento ético y político. Y es que, aunque no podemos renunciar a la
continuidad y la coherencia de uno y otro momento —Spinoza, es cierto, quiere comprender qué
son los afectos para considerar a partir de ese conocimiento lo que el hombre puede para
gobernarlos, siendo, como no puede dejar de ser, parte de la naturaleza— tampoco podemos
dejar de preguntarnos si en este cambio de perspectiva no se termina por perder aquellos
elementos que hacían más interesante y potente su comprensión de los afectos, en especial aquel
que hacía del conato o deseo como matriz de los afectos el centro de la reflexión sobre la
existencia ética y política de los hombres.

Dicho esto, resulta ahora interesante explorar cómo de despliega la tensión entre la
pretensión de pensar lo humano como parte y expresión de la necesidad de la naturaleza, y la
formulación de una idea prescriptiva de la naturaleza humana como requisito para considerar sus
dimensiones éticas y políticas. Veremos que la relación entre afectos y razón dista mucho de ser
a una simple contraposición, y que ambas perspectivas conviven en la manera en que Spinoza
entiende la génesis de la sociabilidad.

2. La doble matriz de la sociabilidad: justificación racional y afectiva de la vida en común

Para Spinoza, pensar la dimensión política del hombre, o por lo menos su existencia social,
implica un doble movimiento: en primer lugar, reconocer las razones de la potencia e impotencia
del hombre atendiendo a su dimensión afectiva; y, en segundo lugar, establecer un modelo o
norma de vida como principio de la razón que oriente los afectos y posibilite una progresiva
coincidencia entre lo que prescribe la razón y lo que quieren los afectos, o más propiamente
dicho, que lo que se alcance por medio de las pasiones se consiga como acción libre de la
naturaleza humana. Esto significa que lejos de estar naturalmente contrapuestas, afectos y razón
pueden coincidir, y lo hacen con frecuencia, en virtud de que ambos expresan la potencia del
hombre y están orientados a acrecentarla. De ahí que, en principio, afectos y razón, en principio,
se rigen por la misma ley de la naturaleza según la cual cada uno debe buscar lo que le resulta
de utilidad para perseverar en su propio ser:

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Puesto que la razón no pide nada contra la naturaleza, pide, pues, que cada uno se ame a sí
mismo, que busque su propia utilidad —la que es verdaderamente tal— y apetezca todo aquello
que conduce realmente al hombre a una mayor perfección, y, en general, que cada uno se
esfuerce, en cuanto de él depende, en conservar su ser. Lo cual es sin duda tan necesariamente
verdadero como que el todo es mayor que su parte. (E 4/18e [énfasis añadidos])

El desfase entre ambos, como deja ver el texto en itálicas, suele tener lugar cuando los hombres,
determinados por las pasiones, conciben inadecuadamente su propia naturaleza y los vínculos
afectivos que ésta establece con las causas externas. En consecuencia, se forman ideas
inadecuadas de lo que les conviene o es útil y es cuando se dice que los hombres padecen, pues
se esfuerzan en perseverar en su ser de formas que, en lugar de aumentar su perfección, los hace
impotentes e inconstantes. Justamente porque no hay contradicción necesaria o insalvable entre
las disposiciones de la razón y las tendencias de los afectos es que es no solo admisible sino
comprensible que, en el marco del derecho natural, los hombres persigan lo que consideran útil
así sea inadecuado. Lo que hace aún más urgente la exigencia de consolidar la sociabilidad por
medio de un principio racional por el que la verdadera utilidad para la naturaleza humana sea
el precepto que organiza la vida común.

Así las cosas, corresponde detenernos en los dos caminos que emprende Spinoza para
explicar la génesis del Estado o de la sociabilidad. Su punto de partida es una doble constatación:
que los hombres usualmente no se guían por los preceptos de la razón, y que resulta no solo
inconveniente sino decididamente imposible para un individuo vivir en soledad y no tener
afectos, “nosotros padecemos en cuanto que somos una parte de la Naturaleza que no puede ser
concebida por sí misma y sin otras” (E 4/2)2. Tenemos, entonces, una vía afectiva, que quizá
funciona como la explicación que da cuenta más ajustada de por qué los hombres viven juntos;
y una vía racional que constituye la justificación o legitimación del Estado como única forma de
vida común en la que los hombres pueden ser libres.

Empecemos por la última, la vía racional para justificar la sociabilidad y legitimar al


Estado como forma política en la que el hombre puede ser libre. Sobre su principio, la posibilidad
de que exista una la verdadera virtud humana que busca verdadera utilidad de la naturaleza
humana, Spinoza no deja lugar a dudas: hay una verdadera virtud de la naturaleza humana que

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El único axioma de esta parte “En la naturaleza real no se da ninguna cosa singular más poderosa y fuerte que la
cual no se dé ninguna otra, sino que) dada una cualquiera, se da otra por la que la cosa dada puede ser destruida” (E
4/ax), así como las proposición 3 a 6, demuestran que el hombr epertenece necsariamente a la naturaleza y que, en
tanto hace parte de ella, necesariamente padece. Además, que su potencia para perseverar en el ser no depende
exclusivamente de sí mismo sino de la potencia de las causas externas en comparación a al propia, razón por la cual
siempre resulta necesariamente superada “La fuerza con la que el hombre persevera en la existencia es limitada e
itlfinitamente superada por la potencia de las causas exteriores” (E 4/3).
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corresponde a la excelencia o perfección que se sigue de su propia esencia, esto es, la vida que
se orienta por la guía la razón. Así las cosas, lo humano y mejor es la piedad, “el deseo de hacer
el bien”; y la honestidad, “el deseo por el que se es [...] consciente que se debe unir a los otros
por amistad” (E 4/37e2b). Se trata, extrañamente, de una virtud libre de afecto, propia de “quien
se esfuerza en guiar a los demás por la razón, [que] no obra por impulso, sino humana y
benignamente, y es de ánimo sumamente coherente” (E 4/37e2a). En términos muy generales,
el principio racional de la sociabilidad indica que el hombre, siempre que sea guiado por su
razón, ama a sus semejantes y desea para los demás todo lo que desea para sí: “El bien que
apetece para sí todo aquel que persigue la virtud, lo deseará también para los demás hombres y
tanto más cuanto mayor conocimiento tenga de Dios” (E 4/37).

Esto se sigue de una cadena de demostraciones que coincide con el deseo del hombre que
se guía por la razón. Este hombre se une con otros en vínculos de amistad porque entiende que
le resulta útil, pues nada concuerda más con su naturaleza que otros individuos semejantes, “nada
es más útil al hombre que el hombre” (E 4/35col) Y no sólo porque le resulte imposible vivir en
soledad y fuera de la naturaleza (E 4/2-6), sino porque los intercambios con cosas que
concuerdan con él acrecientan necesariamente su potencia (E 4/31). La clave de la cuestión es
que, para Spinoza, la verdadera utilidad para la vida humana, de ese bien común compartido (E.
4/37), está inseparablemente unido y reforzado por la también única y verdadera naturaleza
humana racional, de suerte que es lo único que puede garantizar la formación y, sobre todo, la
estabilidad del vínculo. Lo que significa actuar y ser plenamente hombre está significativamente
reducido a la potencia de entender, cerrando también la posibilidad de comprender (aunque no
fuera de consentir) que sea posible establecer vínculos colectivos en torno a los afectos en
general, alegres o tristes:

Solo se dice que los hombres actúan, en la medida en que viven bajo la guía de la razón [...] los
hombres, en cuanto viven bajo la guía de la razón, sólo hacen necesariamente aquellas cosas
que son necesariamente buenas para la naturaleza humana y, por tanto, para cada hombre, es
decir, aquellas que concuerdan con la naturaleza de cada hombre. (E 4/35 [énfasis añadidos])
Para Spinoza, en torno a los afectos en general, no es posible construir un vínculo que
exprese la verdadera potencia de la naturaleza humana. De acuerdo con Spinoza, no es que
simplemente el vínculo que puede formarse a través de los afectos sea débil o fluctuante, sino
que es imposible de concebir en absoluto: “En cuanto que los hombres están sujetos a las
pasiones, no puede decirse que concuerden en naturaleza” (E 4/32). Esto es así porque los afectos
solo se refieren “al alma en cuanto que ésta tiene algo que implica negación, o sea, en cuanto
que es considerada como una parte de la naturaleza, que no puede ser percibida clara y

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distintamente por sí misma sin las otras” (E 3/3e) y la concordancia solo puede darse en lo que
esta tiene de activo y positivo, en su naturaleza. Solo en tanto que tiene ideas adecuadas el alma
actúa, por ello es que las pasiones en general son impotencia y un fundamento insuficiente para
establecer algún tipo de vínculo colectivo afirmativo. La singularidad que expresa el deseo
aparece así definitivamente insuperable, no hay nada común entre los hombres en tanto son
afectados diferencialmente de acuerdo a la relación particular que su cuerpo establece con los
objetos externos (E 3/56), y ni siquiera en el mismo hombre, que “es variable e inconstante” (E
4/33) varia de acuerdo a sus siempre cambiantes encuentros. Solo en torno a la razón, a la
potencia de entender que constituye el ideal de plenitud y acción de la naturaleza humana, se
puede pretender legítimamente construir lazos vinculantes: “Sólo en cuanto que lo hombres
viven bajo la guía de la razón, —nos dice Spinoza— concuerdan siempre y necesariamente en
naturaleza” (E 4/35). Y de esta forma la razón, que también es el deseo del hombre que se guía
por ella, adquiere fuerza de ley y el poder de hacerse el modelo de vida prescriptivo del Estado:

La justicia y, en general, todas las enseñanzas de la verdadera razón y, por tanto, la caridad
hacia el prójimo sólo adquiere fuerza de derecho y de mandato por el derecho estatal, es decir
[...], por decisión de quienes poseen el derecho del Estado.
Incluso si fuera el mejor modelo de vida posible, parece como si los afectos, incapaces
por sí mismos de generar vínculos, tuvieran que esperar de fuera la ley que los ordena3.

Aún cuando esto fuera así, Spinoza nunca pierde de vista que en el mundo de la política
los hombres están lejos de conducirse según la guía de su propia razón: “Rara vez sucede [...]
que los hombres vivan bajo la guía de la razón; sino que están conformados de tal suerte que la
mayoría son envidiosos y se molestan mutuamente” (E 4/35). El mundo de la política es
justamente aquel en el que los hombres entran en relaciones de intercambio con otros hombres,
en el que, a razón de este intercambio necesario y complejo, afectan y son afectados por otros en
relaciones inestables de convergencia y divergencia entre deseos y razón. Desde este punto de
vista, los hombres deciden renunciar a su derecho natural de tener todo lo que puedan y
consideren que es lo más útil para su propia vida, no porque se los indique la sana razón ni
siguiendo sus preceptos, sino aquella ley suprema de la naturaleza que se determina únicamente
por el “deseo y el poder [...] todo cuanto un hombre, considerado bajo el solo imperio de la

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Por supuesto, Spinoza sabe bien que en el orden de los afectos el conocimiento es impotente, pues el conocimiento
no conduce por sí mismo a la corrección o anulación del apetito, sino a su modulación por medio de otros afectos
que acompañen el conocimiento y puedan ser imitados: “el conocimiento verdadero del bien y del mal, en cuanto
verdadero, no puede reprimir ningún afecto, sino en cuento que es considerado como afecto” (E 4/14). Sin embargo,
la regla por la que los afectos se “gobiernan” permanece exterior a los afectos mismos, no es inmanente a las
relaciones que expresan.
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naturaleza, estime que le es útil, ya le guíe la sana razón, ya el ímpetu de la pasión, tiene el
máximo derecho de desearlo y le es lícito apoderarse de ello de cualquier forma” (TTP 190). Lo
que justifica, entonces, la sociabilidad, son complejas relaciones de afectos que van desde el
temor hasta el beneficio material, pasando por la esperanza, la seguridad.

De lo que se trata, si pensamos en lo que pueda ser la tarea política del pensamiento de
Spinoza, es de trabajar en la guía y educación de los afectos para que el hombre persevere en su
existencia queriendo lo mejor, de suerte que el vínculo con otros esté constituido por la amistad,
la honestidad y la fortaleza antes que por afectos tristes e impotentes. En este trabajo de
coincidencia entre afectos y razón, la existencia política adquiere la forma de una transformación
colectiva hacia la mejor vida humana posible. Se mantiene, sin embargo, el problema de la
relación entre deseo y bien que así parece reestablecerse. Para Spinoza, en el orden de lo humano,
de relaciones ético-políticas, cierta idea de bien regula y gobierna el deseo para que se mantenga
en su cause. Justamente cuando y porque tenemos que hablar de relaciones específicamente
humanas, emerger cosas que debemos desear porque son buenas, y no al contrario.

Bibliografía

Spinoza, B. (2009). Ética demostrada según el orden geométrico. (A. Domíngues, Trad.)
Madrid: Editroral Trotta.
Spinoza, B. (2017). Tratado teológico-político. (A. Domíngues, Trad.) Madrid: Alianza
Editorial.
Balibar, E. (2011). Spinoza y la política. Buenos Aires: Ediciones Prometeo.

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