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Hoy por hoy, uno de los temas neurálgicos de Colombia es el tema de la paz, luego de los
diálogos y la firma de acuerdos de paz entre el Gobierno de Juan Manuel Santos y las
antiguas FARC-EP (Fuerzas Armadas y Revolucionarias de Colombia, ejército del pueblo);
nos hemos sumido en la desazón suprema, el laberinto interminable e indescifrable de un
país polarizado, donde quienes piden a gritos hacer trizas los acuerdos de paz, se imponen
desde la criminalidad que lleva ya, desde la firma de dichos acuerdos; casi 600 líderes
sociales y 140 desmovilizados de las FARC asesinados. Y alternamente campea la
corrupción, la injustica y la impunidad, gracias a la crisis de los aparatos de justicia
colombiana, que más parecieran estar del lado de los victimarios que de las víctimas.
Sólo un Tribunal, nacido de los acuerdos (la JEP); brasea en medio de las ataduras que se
le imponen y de las tormentosas olas de la ignominia de un nuevo gobierno enemigo de la
paz, para no naufragar y darnos la esperanza de verdad, justicia, reparación y no
repetición.
La traición a los pactos de paz son larga tradición en Colombia, desde los años 1600
cuando la sociedad criolla cartagenera traicionó acuerdos con el líder esclavo Benkos
Biojó, fundador del palenque de San Basilio en su ruta libertaria; y luego en 1781, con la
traición del virrey Flórez y el Arzobispo Caballero y Góngora a los comuneros de
Santander, se estableció en Colombia la criminal perfidia como el sello final que imponen
las oligarquías nacionales a sus contradictores y opositores tras la firma de cualquier pacto
de paz y reconciliación. Miles de Biojós, José Antonios Galán, Rafaeles Uribe Uribe,
Antonios José de Sucre, Gaitanes, Guadalupes Salcedos, Pizarros, etc; mueren por el
decreto obscuro desde quienes apoltronados en el Capitolio del odio vociferan discursos
diarios que terminan determinando asesinatos en todos los rincones del país.