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ESTADO ACTUAL DEL DERECHO DISCIPLINARIO EN COLOMBIA

Actualmente la controversia sobre si el derecho penal sirve a los efectos de la administración


pública se ha superado. La década de los noventa con el advenimiento de las teorías de
reducción del Estado y la impronta del neoliberalismo enfrentó e de manera poco consecuente y
prueba de ello es la existencia actual de variadas conductas de los funcionarios que no
encuadran en los tipos penales, pero que pueden catalogarse como verdaderos actos de
corrupción. Todas aquellas prácticas que en el orden contractual o en la administración diaria
aparecen fuera del ámbito penal, como por ejemplo, la violación del principio de imparcialidad en
las decisiones administrativas o legislativas, la utilización indebida de información privilegiada
por parte de los mandos de la administración, así como las prácticas indebidas en el contexto de
las licitaciones autorizan a hablar de una exigencia más importante para el derecho disciplinario,
pues la dignidad de la función pública y la correcta actuación de los servidores no se agotan en
el simple acatamiento del mandato de obediencia a los deberes del cargo, sino también en un
aspecto mucho más importante como es aquel de someterse a los valores que pregona la
Constitución.

Reconociendo este postulado, la ley Disciplinaria adoptó una orientación que, como ya se dijo en
otras contribuciones, renuncia en gran medida a tipos exactamente descritos en la medida en
que la concreción de los valores constitucionales en el entramado de la función pública requieren
una mayor flexibilidad para su sanción disciplinaria que aquella que predica el derecho punitivo.

La jurisprudencia constitucional más reciente reconoce dos aristas desde las cuales se puede
observar el eje de discusión teórico del Derecho Disciplinario: por una parte, la manifestación de
la potestad sancionadora estatal que se concreta en la posibilidad de desplegar un control
disciplinario sobre sus servidores, dada la especial sujeción de estos al Estado en razón de la
relación jurídica surgida por la atribución de una función pública; de manera que, el cumplimiento
de sus deberes y responsabilidades se efectúe dentro de una ética del servicio público y con
acatamiento de los principios de moralidad, eficacia y eficiencia que caracterizan la actuación
administrativa y el cabal desarrollo de la función pública.
La segunda corresponde al principio de legalidad, anotando que en la tradición colombiana la
interpretación autorizada de la Constitución ha promovido los criterios de diferenciación entre
conductas delictivas y faltas disciplinarias. Mientras que en las conductas delictivas se ha
determinado la exigencia de mayor precisión, para cumplir con el supuesto de lex certa, debido
al importante papel que ha desempeñado en la dogmática penal la categoría de tipicidad como
constitutivo esencial del principio de legalidad, en el Derecho disciplinario lo propio ha sido
establecer normas de reenvío o normas en blanco. En la doctrina peninsular también se reconoce
este aspecto al establecer que es frecuente en la normativa disciplinaria el empleo de conceptos
jurídicos indeterminados o las remisiones a otras normas o si se quiere a deberes genéricos, tal
y como lo especifica nuestro propio ordenamiento disciplinario cuando por ejemplo utiliza las
disposiciones sobre incompatibilidades e inhabilidades en la visión más amplia.

A este respecto en el trazado jurisprudencial pueden reconocerse dos fases: con la interpretación
de la antigua Constitución se estableció sin mayor diferenciación la aplicación de los principios
del Derecho Penal al Derecho Disciplinario debido a la necesidad de configurar un marco
compartido de garantías básicas para aplicación de sanciones. Con posterioridad y bajo el
imperio de la Constitución de 1991, la interpretación se amplió siguiendo una visión internacional
en la que la noción de “debido proceso” enmarca no solo los aspectos de ritualidad y formalidad
del procedimiento, sino verdaderas categorías sustanciales. Así, el ‘debido proceso” aplicado a
actuaciones judiciales y administrativas incorporó en su inventario de aplicación los principios de
tipicidad, antijuridicidad y culpabilidad, regla que fue reiterada en las sentencias C-195 de 1993,
C-280 de 1996, C-306 de 1996 y C-310 de 1997, proferidas por nuestra Corte Constitucional.

ASPECTOS INTERNACIONALES

Las tendencias internacionales sobre este aspecto también recalcan que cualquier actividad

sancionatoria de la Administración en un Estado de Derecho se acota en los principios de

legalidad de las infracciones y de las sanciones, como parte constitutiva de la garantía de

seguridad jurídica para el ciudadano, aunque no se extreman los supuestos de descripción para

el caso del Derecho Disciplinario. Lo que ha resultado importante en este punto es que los

destinatarios de la ley disciplinaria conozcan el núcleo de las prohibiciones y su vinculación con

el correcto ejercicio de la función pública. Desde este punto de vista las conductas que resultan
contrarias a la Carta son aquellas en las que la descripción se vale de expresiones que carezcan

de arraigo jurídico o por el contrario no encuentren un referente significativo en el contexto de la

administración pública.

La síntesis de los pronunciamientos de la Corte Constitucional sobre este particular posibilita al

menos tres conclusiones: la primera, el legislador es el único autorizado constitucionalmente para

determinar las conductas constitutivas de faltas disciplinarias; la segunda, el Derecho punitivo y

el Derecho Disciplinario comparten los fundamentos constitucionales que constan como

garantías judiciales y principios para que el Estado ejerza su potestad sancionadora, y la tercera,

las normas disciplinarias tienen por lo general el carácter de normas de reenvío. Sobre este

último punto es meritorio citar el salvamento de voto a la sentencia C713 de 2001 en la cual se

recogen los argumentos de las decisiones provenientes de 1994 y 1999 en los que se precisó el

alcance del esquema de conformación de tipos en materia disciplinaria indicando que el

legislador debe señalar el núcleo de la conducta prohibida, es decir, los elementos mínimos

constitutivos de cada falta y la sanción correspondiente, a efectos de que el operador de la norma

la complemente y la defina.

A pesar de los buenos límites que ha marcado este rastro jurisprudencial, ni la doctrina, ni la

práctica han ahorrado esfuerzos para advertir que la clasificación de las faltas del Código

Disciplinario (gravísimas, graves y leves) acoge los presupuestos de la jurisprudencia citada;

pero para el caso de las faltas gravísimas intenta en muchos casos cumplir con el principio de

certeza legal, en virtud de que la propia Corte Constitucional le traza límites al legislador y al

propio operador disciplinario cuando establece que el legislador efectivamente goza de un amplio

margen de discrecionalidad para decidir las conductas que merecen juicio de reprochabilidad

jurídica, pero tal autonomía está restringida por las pautas que imponen la proporcionalidad y la

vigencia de los principios de convivencia pacífica y el orden justo.


EL DEBER FUNCIONAL.

El segundo nivel de análisis sobre el cual es menester reflexionar atañe al “deber funcional”.
Cuando se redactó el Código Disciplinario Único, las discusiones replantearon los antiguos
problemas teóricos referidos a la tarea del Derecho Disciplinario como apéndice del Derecho
punitivo y por ende la discusión sobre la protección de bienes jurídicos a través del Derecho
Administrativo Sancionador. En la primera aproximación a la ley 734 la doctrina afirmó que en
materia de justificación de las conductas se había partido tradicionalmente de una visión tutelar
del Derecho Administrativo Sancionador que se expresaba en varios sentidos, lo que genera una
amplia polémica, por su similitud con las causales de justificación de la conducta que son propias
del derecho penal, pero esa discusión se ha superado con clara altura hermenéutica al establecer
que el nuevo Código, antes de proyectarse a la protección de bienes jurídicos, había concentrado
sus esfuerzos en la noción de “deber funcional”. La historia del trámite del proyecto de ley permitió
una apuesta por esa postura y en tal sentido hoy es conditio si ne qua non de toda la actividad
disciplinaria referirse a los deberes funcionales vulnerados con una actuación del servidor
público.

El derecho comparado y en este caso el español, ha recurrido a un principio similar al nuestro.


En efecto recientemente se ha expedido en la península el llamado “Estatuto Básico del
Empleado Público” que pretende una regulación de los deberes básicos de los funcionarios
fundado en principios éticos y reglas de comportamiento que de conformidad con la exposición
de motivos pretenden una finalidad pedagógica y orientadora. Pero a más de eso interesa
destacar que el deber contemplado así se nutre del sustrato constitucional que impone una serie
de obligaciones especificas para con los ciudadanos, la propia administración y las necesidades
del servicio público

EL PROBLEMA DE LA CULPABILIDAD.

El último nivel de análisis dogmático que se ha prestado a interpretaciones complejas es el de la


culpabilidad. Sin duda, el cambio que trajo el Código Disciplinario Único significó un cambio
sustancial frente a la ley 200 de 1995, que se sujetaba sin mayor fórmula de solución a los
criterios penales. Posiblemente esta dificultad generó cierta expectativa por la necesidad de
apreciar con una óptica distinta los criterios para definir la culpabilidad consagrados en el
parágrafo del artículo 44 de la normatividad; pero en este campo debemos abonar que la
jurisprudencia constitucional ha procedido con muy buen tino.
En el marco del derecho comparado las discusiones sobre el Principio de Derecho de
Culpabilidad en el Derecho Condenatorio responde a similares posturas. Aún más en la
normatividad española todo el la “Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y
del Procedimiento Administrativo Común de 1992”, trasciende este aspecto al establecer que
solo podrán ser sancionadas por hechos constitutivos de infracción administrativa las personas
físicas y jurídicas de los mismos aun a titulo de simple en observancia. En este punto se entiende
que el funcionario público no requiere de intención para la vulneración del deber, sino que surge
cuando el resultado se produce por la simple inobservancia. Los recientes estatutos recogen a
este respecto la evolución jurisprudencial que ha experimentado el principio de culpabilidad en
el campo del Derecho Administrativo al fijarlo expresamente como un principio obligatorio por
cuenta de la potestad disciplinaria, rechazando la responsabilidad objetiva. En otras palabras
para efectos del Derecho Disciplinario no es el interesado quien debe probar la falta de
culpabilidad, sino que la administración debe demostrar la ausencia de diligencia.
La omisión, social y jurídicamente relevante, estará referida siempre a una acción determinada, cuya no
realización constituye su existencia. No hay una omisión en sí, sino siempre y en todo caso, la omisión de
una acción concreta. De aquí se desprende que el autor de una infracción administrativa debe estar en
condiciones de poder realizar la acción; si no existe tal posibilidad, por las razones que sean, no puede
hablarse de omisión. Omisión no es, pues, un simple no hacer nada, es no realizar una acción que el sujeto
está en situación de poder hacer. Todas las cualidades que constituyen la acción en sentido activo
(finalidad y causalidad), han de estar a disposición del sujeto para poder hablar de omisión. La omisión
administrativa es, entonces, la omisión de la acción esperada. De todas las acciones posibles que un
servidor puede realizar, al ordenamiento jurídico administrativo sólo le interesa aquella que la
administración pública espera que el servidor haga, porque le está impuesto el deber legal de realizarla.

Desde el punto de vista criminológico, no son escasos los hechos en los que un funcionario público omita
dolosamente realizar sus funciones de vigilancia y control, o deje de realizar actos tendientes a evitar la
apropiación de recursos públicos por parte de otros funcionarios o por parte de particulares, que a través
de trámites administrativos y judiciales, obtienen el reconocimiento de un derecho mediante actos
fraudulentos, que previamente son conocidos por el funcionario; e incluso, pueden darse casos en los que
se cuenta con el concierto previo del funcionario para defraudar las arcas del Estado. Así entonces, nos
podemos encontrar con varias situaciones que ameritan una reacción penal en contra de funcionarios,
que “no haciendo nada” ayudan a que otros se apropien de dineros públicos.

La primera situación, es cuando un funcionario omite sus funciones de control y vigilancia que le han sido
asignadas por la ley, en el acto de nombramiento o manual donde se establecen sus funciones. Estas
funciones pueden consistir en la revisión de un acto administrativo, la inspección de una obra, cerciorarse
que otras instancias de control hayan aprobado la legalidad y la viabilidad del acto, o que la
documentación necesaria para transferir fondos públicos se encuentre acorde con las especificaciones
requeridas para determinado acto o contrato. En muchas ocasiones, estas omisiones pueden ser culposas,
pero en otras existe un concierto previo o inclusive un pago, para que el funcionario no haga nada.

Un segundo evento se presenta en la delegación de funciones. Un funcionario público le delega a un


subalterno la ejecución de un acto propio de sus funciones, y logra detectar que en las actuaciones que
cumple su delegado, existe uno o varios actos que implican la apropiación ilegal a favor de un tercero, y a
pesar de ello, no hace nada para evitar que el acto nazca a la vida jurídica, como por ejemplo, buscar la
nulidad del acto ilegal a través de otras actuaciones tendientes a evitar que se produzca un detrimento
patrimonial para el Estado. Un tercer caso se presenta, cuando se hace necesaria la participación de un
cuerpo colectivo para aprobar un acto de disposición de un recurso público. En estos eventos, los
integrantes del cuerpo colectivo omiten realizar los controles, o sencillamente no participan en la votación
para tomar la decisión, o no asisten o se niegan a votar, pero no hacen nada posterior para evitar que el
acto ilegal se ejecute y provoque el detrimento patrimonial, lo que revela una colaboración o asentimiento
a la realización del delito. Y por último, existiría un cuarto escenario que sería el de los organismos
autónomos de control, como es el caso de la Procuraduría y la Contraloría, o de los órganos de control
específicos en cada sector, como es el caso de las superintendencias, en donde, con ocasión o
cumplimiento de sus funciones, evidencian un acto anómalo, y a pesar de ello, no hacen nada para
evitarlo.

Estos son cuatro ejemplos en los que se puede advertir un acto de corrupción a través de una omisión
dolosa o culposa, que ameritaría una respuesta penal para prevenirlos y sancionarlos. Por regla general,
la mayor parte de actividades gubernativas que implican una disposición de recursos públicos, requieren
de la participación de varias personas, y por esa razón, se plantea que cuando se presenta un acto de
corrupción, donde se configura un peculado, algún control definitivamente falló en todo el proceso, y por
ello en el desarrollo de una investigación penal se pondrán encontrar diferentes tipos de conductas que
ameritarían una sanción penal, unas por acción, otras por omisión, unas dolosas y otras culposas.

http://bibliotecadigital.udea.edu.co/dspace/bitstream/10495/20/2/UribeCatalina_2006_OmisionImpro
piaContenido.pdf

SILVA SÁNCHEZ, Jesús-María. El Delito de Omisión. Concepto y Sistema. Barcelona: Ed. Bosch, 1986, p.
306.

Sentencia Amparo directo 130/2003. 12 de junio de 2003. Unanimidad de votos. Ponente: Manuel Rojas
Fonseca. Secretario: Jorge Arturo Porras Gutiérrez

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