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Louis Blanc.

El socialismo
en beneficio de los trabajadores
Hernán M. Díaz

Artículo aparecido en Madres de Plaza de Mayo, año 3, Nº 20, abril de 2005, pp. 20-21. Texto para la Cátedra
“Movimiento Obrero Europeo”, Carrera Derechos Humanos, Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo,
traducciones de Hernán Díaz.

En la historia del socialismo anterior a la revolución de 1848 en Francia, un lugar


destacado le corresponde a Louis Blanc (1811-1882), abogado, periodista, historiador y
político al servicio de la causa proletaria, pero distanciado de las corrientes combativas e
insurreccionalistas. Siguiendo las teorías de Saint-Simon sobre la organización del conjun-
to de la sociedad, Louis Blanc se esforzó en proporcionar una teoría para la organización
del trabajo industrial, teoría que en su momento tuvo una enorme aceptación, tanto entre
otros dirigentes socialistas como entre los mismos obreros.
En los años de la Monarquía de Julio (1830-1848), se destacó como un periodista opo-
sitor al régimen, sobre todo en la década del 40 cuando desde el diario La Réforme se
organizaban banquetes reclamando sufragio universal, libertades civiles y atención a los
problemas del trabajo.
Louis Blanc no era revolucionario, creía que la acción sostenida del Estado en beneficio
de los trabajadores podía acabar con la competencia y la anarquía del capitalismo, y para
ello concibió su idea de “organización del trabajo”, que consistía en la creación de talleres
nacionales, es decir, fábricas estatales que compitieran con las empresas privadas evi-
tando sacar grandes ganancias. Concibió una especie de capitalismo de Estado que fuera
aumentando los salarios, reduciendo las ganancias de la burguesía y estableciendo una
especie de igualdad económica con propiedad privada.
Era un sagaz observador de su tiempo y supo anticipar las tendencias a la insurrec-
ción que anidaban en la clase obrera. Su momento pareció llegar cuando ese proletariado,
unido a todo el pueblo, tiró abajo la monarquía en febrero de 1848. Louis Blanc fue el ala
izquierda del gobierno provisional (mayoritariamente republicano), junto al obrero Albert
y, desde el mismo momento de asumir, por imposición de los obreros que reclamaban con
los fusiles en la mano la “organización del trabajo”, se dedicó a la tarea de crear sus talle-
res nacionales.
Se formó la llamada Comisión de Luxemburgo, presidida por el mismo Blanc y con-
formada por igual número de representantes obreros y patronales. Se le encargó la tarea
de recabar información sobre cuestiones laborales, pero no se la dotó de poder ni de pre-
supuesto. La comisión creó los talleres nacionales, tomando la idea de Blanc pero desvir-
tuando su contenido. Las grandes fábricas no se crearon para forzar los precios a la baja
sino para paliar el urgente e inmediato problema de la desocupación. Se decretó que su
organización estuviera a cargo de personajes totalmente contrarios a las ideas de Blanc y
la propuesta terminó siendo un gran subsidio al desempleo.
Los inscriptos en los talleres fueron desde 6.000 en marzo hasta 118.000 en junio, pero
el resto del gobierno provisional no quería de ninguna manera ponerlos en marcha. Como
una estratagema para disolverlos, el gobierno decidió enviar a los obreros a provincias.
Cuando éstos se opusieron mediante un levantamiento armado, el ejército los reprimió sal-
vajemente, Blanc debió exiliarse a Inglaterra y tanto los talleres nacionales como la par-
ticipación obrera en la revolución terminaron reducidos a nada. Los obreros de la bandera
roja (enarbolada por primera vez por los trabajadores en estas jornadas) habían combatido
heroicamente por la extensión de la revolución, pero la organización laboral de Blanc ha-

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bía demostrado su inoperancia y su dependencia de decisiones políticas superiores, que se
ganaban no en los talleres mismos sino en la lucha.
Como historiador, Blanc escribió una historia de la década de 1830 (llamada Historia
de diez años y publicada en 1842), que tiene la virtud de haber sido escrita por un con-
temporáneo, testigo y protagonista de los hechos. Más adelante escribió una historia de la
revolución francesa en 15 tomos, una de las primeras interpretaciones socialistas de ese
acontecimiento.
Louis Blanc pasó más de 20 años exiliado en Londres y cuando regresó a Francia ya
nada le quedaba por ofrecer a un movimiento obrero que había superado ampliamente sus
teorías y sus prácticas políticas. Sin embargo, como él mismo dice en un escrito, también
los errores son parte de la historia del movimiento obrero. Louis Blanc perteneció a una ge-
neración que confió en que algún tipo de operación meramente económica pudiera liberar
a los obreros y terminar con el hambre: hijo de esta generación fue el cooperativismo, que
nació como una ilusión de que una asociación paulatina y general de los obreros lograría
ahorrar las penas de una revolución. También Pierre-Joseph Proudhon creyó que con las
asociaciones de ayuda mutua y con los contratos entre artesanos se evitaría la alienación
del trabajador en la gran industria y se lograría una sociedad de productores libres.
Marx, en cambio, fue el primero que advirtió que la liberación de los explotados no
provendría de una reforma económica sino de una revolución política protagonizada por
los mismos trabajadores, pero su aporte teórico es impensable sin el antecedente de los
socialistas reformistas que lo precedieron.
Queremos recordar dos breves textos de Blanc, de indudable valor literario, es decir que
expresan los sentimientos que nos deben guiar en nuestra crítica social. En el primero, que
figura en el capítulo inicial de La organización del trabajo, traza un cuadro muy actual
del espíritu hipócrita con el que la burguesía celebra su riqueza y desprecia el hambre
producida por su propia actividad económica. La advertencia sobre el “fantasma de la re-
volución” nos recuerda el comienzo del Manifiesto comunista, así como a un sinfín de textos
de la época que ofrecen similar pronóstico.
El segundo texto, “Diseño y plan” de la Historia de la revolución francesa, expone cuá-
les son los tres principios ideológicos que rigen la política y la historia, y nos recuerda que
el socialismo nació y debe vivir como un opositor tenaz al individualismo, al egoísmo, al
sálvese quien pueda, y debe encarnar la solidaridad y la fraternidad entre los seres huma-
nos. Lo cual no quiere decir tender la mano amigable a los opresores de hoy, sino recordar
día a día, a amigos y enemigos, que la sociedad que queremos construir está basada en la
igualdad y el beneficio de todos.

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Organización del trabajo

Cuando le quedaban sólo unos pocos días de vida, Luis XI fue súbitamente atrapado por
un inmenso terror. Sus cortesanos no se atrevían ya a pronunciar frente al rey esa palabra
terrible, esa palabra inevitable: la muerte. Él mismo, como si para alejar la muerte fuera
suficiente negar su cercanía, se afanaba miserablemente por hacer brillar en su rostro
apagado los colores de una alegría ficticia. Disimulaba su palidez. En modo alguno quería
vacilar con una aceptación. Decía a su médico: “Mire usted, nunca me sentí mejor”.
Así procede la sociedad hoy en día. Se siente morir y niega su decadencia. Rodeándose
de todas las mentiras de su riqueza, de todas las pompas vanas de un poder que se esfuma,
afirma puerilmente su fuerza y, en el exceso mismo de su turbación, se jacta de su salud.

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Los privilegiados de la civilización moderna se asemejan a ese niño espartano que sonreía,
mientras mantenía escondido bajo su vestimenta el zorro que le roía las entrañas. Ellos
también muestran un rostro sonriente, se esfuerzan en ser felices, pero la inquietud habita
en su corazón y lo atormenta. El fantasma de las revoluciones vive en todas sus fiestas.

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Diseño y plan de la Historia de la Revolución Francesa

Tres grandes principios se reparten el mundo y la historia: la autoridad, el individua-


lismo, la fraternidad.
Para reconocerlos, para seguirlos a través de tantas agitaciones y desgracias que produ-
jeron sus batallas, será necesario señalar su carácter y observar sus señales. […]
El principio de autoridad es aquel que hace descansar la vida de las naciones en creen-
cias ciegamente aceptadas, en el respeto supersticioso de la tradición, en la desigualdad, y
que, por medio del gobierno, emplea la coacción.
El principio de individualismo es aquel que, tomando al hombre fuera de la sociedad,
lo considera único juez de lo que lo rodea y de sí mismo, le da un sentimiento exaltado de
sus derechos sin indicarle sus deberes, lo abandona a sus propias fuerzas y, como único
gobierno, proclama el “dejar hacer”.
El principio de fraternidad es aquel que, concibiendo a los miembros de la gran familia
humana solidarios, tiende a organizar un día las sociedades, obra del hombre, sobre el
modelo del cuerpo humano, obra de Dios, y basa la potencia del gobierno en la persuasión,
en el voluntario consentimiento de los corazones.
La autoridad fue manejada por el catolicismo con un éxito que sorprende; predominó
hasta Lutero.
El individualismo, inaugurado por Lutero, se desarrolló con una fuerza irresistible y,
separado del elemento religioso, triunfó en Francia gracias a los publicistas de la Consti-
tuyente. Reina en el presente y es el alma de las cosas.
La fraternidad, anunciada por los pensadores de la Montaña, desapareció entonces en
la tempestad, y todavía hoy no se nos aparece sino en las lejanías del ideal; pero todos los
corazones grandes la llaman, y ya ocupa e ilumina la más alta esfera de las inteligencias.
De estos tres principios, el primero engendra la opresión a través del ahogo de la perso-
nalidad; el segundo lleva a la opresión por la anarquía; sólo el tercero, por la armonía, da
a luz la libertad.
¡Libertad!, había dicho Lutero; ¡libertad!, repitieron a coro los filósofos del siglo XVIII;
y es la palabra libertad la que hoy está escrita en las banderas de la civilización. Hay allí
malentendido y mentira y, desde Lutero, este malentendido, esta mentira, colmaron la
historia: lo que llegaba era el individualismo, no la libertad.
Es verdad que cuando se lo considera en el marco histórico, cuando se lo compara con lo
que le precedió en lugar de compararlo con lo que debe seguirle, el individualismo tiene la
importancia de un enorme progreso consumado. Proveer de aire y terreno al pensamien-
to humano tanto tiempo comprometido; embriagarlo de orgullo y de audacia; someter al
control de cualquier persona el conjunto de las tradiciones, los siglos, sus trabajos, sus
creencias; colocar al hombre en un aislamiento lleno de inquietudes, lleno de peligros,
pero muchas veces lleno de majestad, y darle para resolver personalmente, en medio de
una lucha inmensa, en el estrépito de un debate universal, el problema de su felicidad y
de su destino. No es ésa una obra sin grandeza, y ésa es la obra del individualismo; es ne-
cesario entonces hablar de él con respeto, y como de una transición necesaria. Pero hecha
esta reserva, se nos tendrá que permitir elevar a regiones superiores nuestras simpatías y

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nuestras esperanzas. La humanidad tuvo necesidad en su momento del papa y de Lutero,
pero el principio de autoridad terminó su carrera, el principio de individualismo terminará
la suya y el porvenir no pertenecen evidentemente ni al papa ni a Lutero.
Se debe comprender ahora que en lo que acostumbramos llamar Revolución Francesa
hubo, en realidad, dos revoluciones perfectamente distintas, aunque dirigidas las dos con-
tra el antiguo principio de autoridad.
Una se operó en beneficio del individualismo: lleva la fecha de 1789.
La otra sólo fue ensayada tumultuosamente en nombre de la fraternidad: ella cayó el 9
de termidor.
Si la Revolución Francesa es la única que echó raíces en la historia, no es porque se
haya apoderado de la sociedad de improviso, sino porque servía a los intereses de una clase
que se transformó en dominante: la burguesía; es finalmente porque ésta llegaba con una
doctrina completa bajo el triple aspecto de la filosofía, de la política y de la industria.
Esta obra preliminar se dividirá entonces en forma natural en tres libros.
El primero expone con qué serie de sorprendentes combates, de impulsos apasionados,
de sacrificios, de violencias, el principio de individualismo se introdujo, en el mundo, por
un lado conmoviendo la autoridad de la Iglesia y, por el otro, contagiando la fraternidad en
los valdenses, los husitas, los anabaptistas, los hermanos moravos y todos los pensadores
armados por la causa del Evangelio.
El segundo libro recuerda las victorias logradas en Francia sucesivamente por esta
clase media cuyo individualismo debía fundar el imperio y analiza el itinerario de la bur-
guesía francesa a través de la historia.
En el tercer libro tratamos de demostrar cómo, en el siglo XVIII, y a pesar de los esfuer-
zos de Jean-Jacques Rousseau, de Mably, de Necker mismo, el individualismo se trans-
formó en el principio de la burguesía y triunfó: en filosofía, por la escuela de Voltaire; en
política, por la escuela de Montesquieu; en industria, por la escuela de Turgot.
Así, protestantismo, burguesía, siglo XVIII, ésas son las tres grandes divisiones de la
obra preliminar. Una vez delineado este marco, asistiremos al dramático y doloroso parto
de la Revolución: sólo nos quedará luego narrar su vida.

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