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El socialismo
en beneficio de los trabajadores
Hernán M. Díaz
Artículo aparecido en Madres de Plaza de Mayo, año 3, Nº 20, abril de 2005, pp. 20-21. Texto para la Cátedra
“Movimiento Obrero Europeo”, Carrera Derechos Humanos, Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo,
traducciones de Hernán Díaz.
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bía demostrado su inoperancia y su dependencia de decisiones políticas superiores, que se
ganaban no en los talleres mismos sino en la lucha.
Como historiador, Blanc escribió una historia de la década de 1830 (llamada Historia
de diez años y publicada en 1842), que tiene la virtud de haber sido escrita por un con-
temporáneo, testigo y protagonista de los hechos. Más adelante escribió una historia de la
revolución francesa en 15 tomos, una de las primeras interpretaciones socialistas de ese
acontecimiento.
Louis Blanc pasó más de 20 años exiliado en Londres y cuando regresó a Francia ya
nada le quedaba por ofrecer a un movimiento obrero que había superado ampliamente sus
teorías y sus prácticas políticas. Sin embargo, como él mismo dice en un escrito, también
los errores son parte de la historia del movimiento obrero. Louis Blanc perteneció a una ge-
neración que confió en que algún tipo de operación meramente económica pudiera liberar
a los obreros y terminar con el hambre: hijo de esta generación fue el cooperativismo, que
nació como una ilusión de que una asociación paulatina y general de los obreros lograría
ahorrar las penas de una revolución. También Pierre-Joseph Proudhon creyó que con las
asociaciones de ayuda mutua y con los contratos entre artesanos se evitaría la alienación
del trabajador en la gran industria y se lograría una sociedad de productores libres.
Marx, en cambio, fue el primero que advirtió que la liberación de los explotados no
provendría de una reforma económica sino de una revolución política protagonizada por
los mismos trabajadores, pero su aporte teórico es impensable sin el antecedente de los
socialistas reformistas que lo precedieron.
Queremos recordar dos breves textos de Blanc, de indudable valor literario, es decir que
expresan los sentimientos que nos deben guiar en nuestra crítica social. En el primero, que
figura en el capítulo inicial de La organización del trabajo, traza un cuadro muy actual
del espíritu hipócrita con el que la burguesía celebra su riqueza y desprecia el hambre
producida por su propia actividad económica. La advertencia sobre el “fantasma de la re-
volución” nos recuerda el comienzo del Manifiesto comunista, así como a un sinfín de textos
de la época que ofrecen similar pronóstico.
El segundo texto, “Diseño y plan” de la Historia de la revolución francesa, expone cuá-
les son los tres principios ideológicos que rigen la política y la historia, y nos recuerda que
el socialismo nació y debe vivir como un opositor tenaz al individualismo, al egoísmo, al
sálvese quien pueda, y debe encarnar la solidaridad y la fraternidad entre los seres huma-
nos. Lo cual no quiere decir tender la mano amigable a los opresores de hoy, sino recordar
día a día, a amigos y enemigos, que la sociedad que queremos construir está basada en la
igualdad y el beneficio de todos.
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Cuando le quedaban sólo unos pocos días de vida, Luis XI fue súbitamente atrapado por
un inmenso terror. Sus cortesanos no se atrevían ya a pronunciar frente al rey esa palabra
terrible, esa palabra inevitable: la muerte. Él mismo, como si para alejar la muerte fuera
suficiente negar su cercanía, se afanaba miserablemente por hacer brillar en su rostro
apagado los colores de una alegría ficticia. Disimulaba su palidez. En modo alguno quería
vacilar con una aceptación. Decía a su médico: “Mire usted, nunca me sentí mejor”.
Así procede la sociedad hoy en día. Se siente morir y niega su decadencia. Rodeándose
de todas las mentiras de su riqueza, de todas las pompas vanas de un poder que se esfuma,
afirma puerilmente su fuerza y, en el exceso mismo de su turbación, se jacta de su salud.
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Los privilegiados de la civilización moderna se asemejan a ese niño espartano que sonreía,
mientras mantenía escondido bajo su vestimenta el zorro que le roía las entrañas. Ellos
también muestran un rostro sonriente, se esfuerzan en ser felices, pero la inquietud habita
en su corazón y lo atormenta. El fantasma de las revoluciones vive en todas sus fiestas.
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nuestras esperanzas. La humanidad tuvo necesidad en su momento del papa y de Lutero,
pero el principio de autoridad terminó su carrera, el principio de individualismo terminará
la suya y el porvenir no pertenecen evidentemente ni al papa ni a Lutero.
Se debe comprender ahora que en lo que acostumbramos llamar Revolución Francesa
hubo, en realidad, dos revoluciones perfectamente distintas, aunque dirigidas las dos con-
tra el antiguo principio de autoridad.
Una se operó en beneficio del individualismo: lleva la fecha de 1789.
La otra sólo fue ensayada tumultuosamente en nombre de la fraternidad: ella cayó el 9
de termidor.
Si la Revolución Francesa es la única que echó raíces en la historia, no es porque se
haya apoderado de la sociedad de improviso, sino porque servía a los intereses de una clase
que se transformó en dominante: la burguesía; es finalmente porque ésta llegaba con una
doctrina completa bajo el triple aspecto de la filosofía, de la política y de la industria.
Esta obra preliminar se dividirá entonces en forma natural en tres libros.
El primero expone con qué serie de sorprendentes combates, de impulsos apasionados,
de sacrificios, de violencias, el principio de individualismo se introdujo, en el mundo, por
un lado conmoviendo la autoridad de la Iglesia y, por el otro, contagiando la fraternidad en
los valdenses, los husitas, los anabaptistas, los hermanos moravos y todos los pensadores
armados por la causa del Evangelio.
El segundo libro recuerda las victorias logradas en Francia sucesivamente por esta
clase media cuyo individualismo debía fundar el imperio y analiza el itinerario de la bur-
guesía francesa a través de la historia.
En el tercer libro tratamos de demostrar cómo, en el siglo XVIII, y a pesar de los esfuer-
zos de Jean-Jacques Rousseau, de Mably, de Necker mismo, el individualismo se trans-
formó en el principio de la burguesía y triunfó: en filosofía, por la escuela de Voltaire; en
política, por la escuela de Montesquieu; en industria, por la escuela de Turgot.
Así, protestantismo, burguesía, siglo XVIII, ésas son las tres grandes divisiones de la
obra preliminar. Una vez delineado este marco, asistiremos al dramático y doloroso parto
de la Revolución: sólo nos quedará luego narrar su vida.
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