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OBRA COMPLETA

Edición y prólogo, Lázaro Santana


TOMO 4. PROSA
PREHISTORIA DE LAS CRÓNICAS 1
CRÓNICAS DE LACIUDAD ;Y
Y DE LA NOCHE b
(A P É N D I C E) g
d
MEMORANDA zE
NUEVAS CRÓNICAS i
;0
ALONSO QUESADA OBRA COMPLETA 4
@ De los textos de Alonso Quesada:
Amalia Romero
@ Del prólogo y las notas:
Lázaro Santana
@ De la presente edición:
Gobierno de Canarias
Excmo. Cabildo Insular de Gran Canaria
Diseflo:
Javier Cabrera, Gregorio González
Depbsito Legal: M. 34.129-1986
I.S.B.N.: 84-85628-67-5
I.S.B.N.: Obra completa, 84-85628-63-2
Imprime: MAE
En este volumen se recopila la totalidad de las crdnicas que
Alomo Quesada publico en la prensa de Las Palmas: totalidad que:
debe, no obstante, tenerse como relativa, por cuanto las colecciones
de periodicos que hemos consultado (en la hemeroteca de El Museo
Canario) se hallan algunas incompletas y otras mutiladas; no es im-
posible, por tanto, que en esas lagunas cronolbgicas se encuentren
otras crdnicas quesadianas. No serían muchas, en todo caso: nues-
tra búsqueda ha,sido bastame minuciosa.
Para su publicacibn, primera y presuntamente definitiva, se han
dkpuesto en cinco apnrtadns: en primer tGmino f?gura lo que he-
mos considerado como prehistoria de las crónicas -catorce textos
muy espaciados temporalmente (1907-1915) cuyo tono ensaya el de
las crbnicas venideras. Seguidamente aparece Crónicas & la cidad
y de la noche, libro en el que Alonso Quesada recogió una selección
de los trabajos publicados entre 1916 y 1919. Es el único conjunto
organizado por su autor. Como apéndice al mismo se ha reunida el
resto de las crdnicas que también escribió Quesada durante ese pe-
ríodo, pero que no incluyó en el libro. Sin duda el autor tendría sus
razones para mostrar preferencia por unas u otras. Peru unu tectura
atenta de las incluidas y de Ias excluidas revela escasas diferencias
entre ellas. Posiblemente Quesada se vio obligado por la precisa
extensibn del libro (cuyos gastos de edición fueron de su cuenta) a
buscar cierta variedad dentro de la unidad temática de los textos,
atendiendo lbgicamente a sus preferencias personales y no tanto a la
calidad del trabajo -que es bastante parejo en todos los escritos.
En este ap&dice las crónicas de la dudad aparecen tituladas, y las
de la noche sin sítulo, ya que tampoco lo tienen en la publicación
periodística.Menwmnda incluye las crónicas aparecidas entre 19191
1920. Le sigue, finalmente, Nuevas crónicas, el más extenso apar-
tado del libro; comprende el trabajo realizado por Quesada en-

9
tre 1921 y 1924. El autor distingue ahí dos series: Crónicas leves y
Crónicas al minuto: ambos rótulos aluden implícitamente a la agib-
dad y espontaneidad de los escritos, y no a-sus posibles diferencias.
Aquí las hemos agrupado bajo el titulo citado, común y poco com-
prometido, de Nuevas crbnícas. Realmente, una vez alcanzado el
tono de sus crdnicas -cosa que ocurrid muy tempranamente-
Quesada no vari6 apenas su f¿Srmula literaria: acendró el estilo o
agudizó la ironía; pero todos los textos tienen la misma intención
creadora, con mayor o menor riqueza de matices. Por ello este vo-
lumen no es más que la edicidn, considerablemente aumentada, de
un único libro: Crónicas de la ciudad y de la noche.
Al pie de cada crónica (salvo las excepciones de Crónica de la
ciu&d y de. la noche y Memomnda) se anota el seuddnimo con que
la firmó el autor, de acuerdo con las siguientes claves de iniciales:
[G.] Gil; [G.A.] Gil Arribato; [C.f Cardeitio; [M.M.] Mdxtmo
Manso; [F.C.] Felipe Centeno; [H.M.]Hilario Montes; [R.R.] Ra-
f.ael Romero.
Pese a la incansable productividad de que Quesada dio muestra a
lo largo de su corta vida, en varias ocasiones utilizo el procedimien-
to de refundir viejos textos puru cubrir IU urgen& de su culubvru-
ci&n periodística. En esos casos no se limitb a copiar literalmente la
crbnica antigua, sino que introdujo en ella sustanciales variantes.
Para que el lector tenga idea precisa de ese canibalismo quesadíano
se incluyen -oportunamente seiialados- varios ejemplos de una
misma crdnica en sus dos versiones. No siendo ésta una edición
crítica de las obras de Alonso Quesada, no nos há parecido proce-
dente reproducir aquí todas las crónicas que presentan variantes
-con importancia mayor 0 ‘menor.
En el índice se indica la fecha y el periódico en que se publicó
cada texto.
PREHISTORIA DE L
(1907/1915)
YO NO BAILO, BELLAS

Todas las mujeres me ven pasear por el sa16n, distrafdo, triste;


todas me preguntan: Romero: iusted no baila? -No, alma mía,
-las contesto yo; -no bailo. El baile me produce vértigos.
-Yo quisiera, mascara encantadora, un vals... &e gusta a us-
ted el vals? -interrumpe graciosa la máscara. -Deliro por el de
las olas. -La máscara sonrfe tristemente, Yo traduzco esa triste
sonrisa por unos grandes deseos de bailar el vals conmigo. Sí, esta
máscara y yo seríamos muy felices bailando el vals de las olas; ese
vals pálido y mustio.
$i no. fuera el vértigo! -pienso yo, mientras me alejo. iQué
lástima no poder bailar con él! -piensa la máscara. Y la máscara
siente pena y yo siento tedio; y a ambos se nos encoge el corazón
porque no podemos bailar juntos. Esa máscara me ama. Yo amo a
esa máscara. ¿Quién será...?
-Buenas noches, Romero, -dice una voz detris de mí -
Buenas noches. -contesto yo volviéndome-. iAh! iEs usted Lo-,
la? -La misma. ¿No baila usted? -No, Lolita encantadora; no
bailo. Me mareo -$ero no sabe usted? -,$aber? IYa lo CEO!
Bailo el vals como nadie. -iEl vals! iQué hermoso! -Excelente.
Mi favorito es el de las olas. -iHola! Tenemos igual gusto. Yo
pierdo la cabeza por ese vals -Yo, Lolita, los estribos. Hasta luego.
-Adiós, Romero.
-Romero qué triste estás. ~NO bailas? Baila, hombre, baila.
-Esto me dice una mascara azul. -Rafael, nosotras te queremos
mucho -una blanca. -Somos muy amigas de Lais -una negra.
Y las tres se agrupan en torno mfo. Me golpean con los abanicos;
bromean; rfen. Yo, al oír el hombre de Lais, me estremezco. Me
parece que estoy bailando. Lais es una bella rubia que está perdi-
damente enamorada de mí.
13
-Mirala allf; está en aquel palco. iTe está lanzando unas mira-
das...! iY es muy guapa! iY muy elegante! iY muy rica! -Se atre-
vi6 a decir la mhscara negra.
-Máscara -dfjela ofendido- las riquezas aparte. No me
ofendas con el dinero.
Las máscaras.me abandonan y otra vez vuélvome a quedar so-
lo. Prosigo el paseo.
Solicito una rosa de’ Gloria. Gloria que es muy amable y muy
buena regalame la flor que coloco en el ojal de mi americana.
-Gloria, Gloria, es usted más bella que esa rosa que es la más
bella del salón. -Gloria se sonroja y, variando la conversa-
ción, dice: -¿No baila usted? -No, vida mía -iQué lástima!
-LVerdad? -Podrfamos los dos bailar este par à quatre.,Sí.
-Gloria: pero iqué quiere usted...? iNo bailo! Hasta ahora
-Adiós.
Yo me aburro y saco el reloj. Son las doce. .iLas doce? iA
restaurant!
-iCamarero, algo alimenticio!... Un buen señor de traje negro
con motas grises me sirve chocolate. iQué ocurrente ha sido!
Se pasa un rato agradable en este sitio. En todos los restauran-
tes se pasan buenos ratos.
Cuando vuelvo al sal6n encuéntrome con una gran batalla de
serpentinas. La juventud goza; la juventud rie. Yo, en el centro
del salón, paseo mis miradas por palcos y plateas. Siento un suave
golpecito en la cabeza. iEs una serpentina que me lanza Lais!
DC pronto sientome atacado de un inmenso misticismo religio-.
so. Necesito rezar, yo he pecado. $í, he pecado!
Salgo del salón; tomo a mi amigo el gabkt, y al bajar las escale-
ras del foyer, supongo la causa de este repentino misticismo. iE
chocolate que me sirvieron en el restaurant era de los R.R.P.P.
Benedictinos.. . !
[R.R.]

COMO SE HABLA EN CANARIAS

Perdone el maestro don Jo& Franchy que le robe el título.


En la Alameda; segundo paseo de la temporada. Mucha gente
y mucho calor.
Un grupo de muchachas que rfen y un joven que estrena un
sombrero de paja:

14
-Ya le he visto a usted hoy en coche, Fulanito. iFue al cam-
po?
-Sí. Y por cierto que nos divertimos la mar. Hacfa un dfa
espléndido. Un poco de calor.. .
-iAy, sí es verdad! ¿Ha visto usted qué terrible?... Si segui-
mos así...
-No vamos a resistir el verano.
-A mi me hace mucho daño el calor.. . Se me quitan las ganas
de comer... Me entra jaqueca...
-A mi hermana le pasa igual.
-iYa está mejor?... Que he visto en el diario que estaba un
poco mala.
-Un ligero catarro. Cosas de los periódicos que no tienen otra
cosa que poner. A mi me fastidiaría que me pusieran si estuviese
enferma.
-jYa ‘lo creo!
Una pausa. La joven que habla -porque los demas no han
abierto la boca sino para decir: «Fijate en Fulanita. La pluma del
sombrero le costó cuatro duros. Estaba yo delante cuando lo com-
p+; -se abanica y el joven saca un cigarro y lo enciende después
de toser ligeramente.
-¿Oué tocan? -exclama luego de dar una chupada al cigarro,
que dicho sea de paso, es de a diez céntimos la cajilla.
-No SC.
-Parece de ulucciau.. _
-Qué bonita ópera, jno es verdad?
-A mí de óperas, «Bohemia».
-Pues a mí me gustan todas.
-iUsted ha visto «Tosca»?
-Si. iEs preciosfsima!
--iYa lo creo! Los «lamentos»...
-Y no lo cantó mal el tenor aquel. . . iC6mo se llamaba?...
-Gori.
-@tu? se parece a Fulano!
-iJe! Si, es verdad.
Otra pausa. El joven mira la hora en un reloj de acero.
-iFue usted anoche al Toril?
Una de las jóvenes que no ha hablado;contesta rápidamente:
-Yo sf fui.
-Habfa mucha gente.
-Mucho barullo.
-No se podfa estar.
Tercera pausa. El joven mete una mano en el bolsillo de la
americana.
-Tenfa ganas de que- empezaran los paseos.
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-Es la única distracción.
-Sí, la única, pero nadie viene.
-A quien no he visto esta noche es a Fulanita.
-Como al novio no le gustan los paseos...
-¿Dicen que se va a casar?
-Eso dicen.
Cuarta pausa. El joven se abrocha la americana y enciende otro
cigarro.
-Tampoco he visto a Fulanita.
-Esa se hace la interesante -iChiquilla más boba...!
Quinta pausa.
Y en tanto las mamás repiten lo del año pasado.
-Señora, esto está tan mal de criadas.
-No me diga nada. Ultimamente he tenido una.. . LOiga?,..
Fíjese en Fulanito y la mujer... ¿Y ése es el traje que le vino de
Paris . ..? Pues no le veo la elegancia...

El cuadro,. lector amado,


estará muy mal pintado
porque yo pinto ‘muy mal.. .
Pero el «fondo» está tomado...
iTomado del natural!

[G. A.]

II
Son dos señoras “de edad“ las que hablan; es la «Plazuela» el
lugar de la acción.
-No está mal este sitio.
-No, señora.
-No hay duda que Ambrosio Hurtado es el mejor Alcalde que
hemos tenido. Por lo menos ha hecho algo ique los otros!
-iVaya! ¿Usted no ha visto el Cementerio?...
-Sí, señora; está muy bien con sus excusados y su sala para los
cadáveres.
-Ahora dicen que va a embaldosar la Alameda.
-Debían poner un “tanque“ como aquí, con cisnes. Son muy
bonitos los cisnes. iDicen que van a traer dos cisnes negros?
-Nada, señora. Cosas de los periódicos que siempre estãn in-
ventando.

16
-Buenas noches. ¿Cómo está su mamá? (Es un saludo a un
joven que pasa.) Dele recuerdos. (Pausa.)
-¿Y qu6 me dice usted de los alemanes?
-Nada; que Fulanilla, mi chica, está arreglada con uno.
-Eso oí decir.
-Estoy disgustada con esas rclacioncs.
-¿Por qué, señora?
-Supóngase usted que se casen. Se irán a vivir a Berlín o a
Hamburgo, lo menos.
-Mejor. Se va usted con ellos.
-iYo, a aquel país con aquellas casas tan grandes y aquellos
tranvías!. . . Yo no, señora.
-Pues no deja de ser una boberfa.
-iSi no le digo que no! Además la cuestión de las religiones ;
E
me asusta. 6
-Se convierte él. d
-iY si no se convierte7 i
-Profesa cada uno la suya.
-iNo, por Dios! Luego los niños, esas pobres criaturas que i
vengan ¿que serán? Habrán muchos disgustos. Uno querrá que m
sean protestantes, otro que católicos. t
-Pues mire, señora, no sea usted boba y no se oponga, que si 5
5
no se casa con el alemán no se casa con nadie. Aqut los matrimo-
nios están verdes. Los jóvenes son unos pelmas, y el que más, gana
quince duros y con quince duros no se mantiene una casa de fami- s
lia. i
-Eso es lo que más me hace dudar. Yo pienso que aquí nunca d
saldrá del “beabá”. mientras que con el alemán... E
z
--iPues está claro! Que se casen, señora, y usted se va a vivir !
con ellos a Berlín... iDicen que en Berlín hay una casa de fieras d
;
muy bonita?. .. E
-No lo sé. (Otra pausa.) 50
-iOiga y el alemán es de buena familia?
-Es marinero.
-iJesús, hija! Un “rocote:.
-No, señora. Es un muchacho muy ilustrado, sabe cuatro idio-
mas, inglés, alemán, español y francés. ¿No sabe usted que el rey
de Alemania obliga a servir a todo el mundo? Sí señora. En Ale-
mania lo mismo sirve el pobre que el rico. Aparte de que este
muchacho novio de Fulanilla, “dicen“ que es hijo de un general.
-No sabía nada de que obligaran a servir a todos. Como aquí
los marineros son “rocotes“.
-Eso es aquí. ¿Pero usted se cree que Berlín es lo mismo que
esto? El alemán le contaba a mi hija que en esa tierra salen los
hombres y las mujeres solos por la calle.

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-Eso en Inglaterra.
-iEn Inglaterra? Y en Alemania. iPues no salía Fulanito el de
doña Fulana con la hija del Ministro, y tomaban cerveza juntos en
aquellos cafés llenos de gente!
-No me gusta esa vida a mí.
-Ni a mí tampoco’. Yo prefiero mi tierra, aunque nos mura-
mos de tristeza, como dice Gil Arribato.
-iY yo que no conozco a ese muchacho!
-iJesús, señora, lo más que usted ha visto!
-Ah, espere. Debe ser uno alto que andaba mucho con Fede-
rico Cuyas.
-El mismo.
-Valiente par de fichas estaban los dos.
-iUsted no lleg6 a leer un artículo que publicó en LA CIUDAD,
hablando de los paseos de la Alameda? Estaba igual. Porque aque-
110 mismito es lo que se dice.
-Milagro que no ha dicho nada de la escuadra.
-Estaría con la modorra.
-iPadece de modorra?
-iUf! Una barbaridad.
-iQué cosa más rara! Pues parece alegre. ¿A qué será debido
eso? («A la falta de cuartos, señora.»)
-1Vaya usted a saber!
(Otra pausa. Este es el país de las pausas. Aquí vivimos en una
pausa eterna.)
El reloj del casino da las diez.
-Vamonos.
-Me quedarfa un rato más.
-No puedo. Tengo a mi marido con catarro.
-Ahora andan los catarros.
-iJesús. cuanta pulga! La población está llena de pulgas. Me
traen asada.
Y luego, dirigiendose a otro banco en donde unas pobres niñas
uesfumadas» están medias dormidas después de haber dicho diez
veces que en la «Plazuela» hace mucho fresco y que esta el «tiem-
po Sur*, añade:
-Niñas, que nos vamos. . .
[G. A.]

NOTA: Este cuadro tam&én estfi tomado del natural, como el


anterior.
III

Una declaración amorosa

Cuando declara su amor un joven a una joven en mi tierra


pueden ocurrir dos cosas: las que ocurren en todas partes: que la
joven acepte 0 no acepte.
Si acepta, entonces ocurre que se hacen novios como compren-
derá seguramente el lector menos listo. Pero lo que el lector igno-
rará quizás por muy talentoso que fuere es que la mamá de la niña,
la noche de la declaración, mientras la joven habla con el preten-’
diente, hace el siguiente al par que ligero cálculo:
-«Fulanita tiene hoy dieciséis aiios. Dentro de tres o cuatro.
años más puede casarse. El pollo tiene veintiún años y gana veinte
duros; un duro menos que años lleva. Por Pascuas le aumentan el
sueldo (hay algunos a quienes no se les aumentan, pero en fin; no
es esto lo más probable). Cinco duros cada año. Al cabo de los
cuatro, cuarenta duros. Un sueldo regular. Se vienen a vivir con
nosotros. Nosotros les vestimos los niños que nazcan...» Sí, sí...
«creo» que no debo oponerme.
Y la señora después del cálculo sonrfe satisfecha y se pone a
leer el peri6dico. Y cuando la niña regresa de la ventana lo prime-
ro que le pregunta, arrojando al suelo el periódico, es:
-¿Qd te dijo?
-Se declaró.
-¿Qué le dijiste?
-Que sí.
Y nada mas. La señora calla y coge nuevamenteel periódico; y
respeta el amor (ie su hija. iY hasta saluda al novio, ,con sonrisa y
todo, en la calle! Y al mes le pregunta por la familia y a los tres
meses se sientan juntos en la’ Alameda, y a los seis, él las obsequia
con dulces de «La PerlaN que la mamá agradece más que la niña, y
a los ocho la mamá tutea al novio y al año.. . iay! Al año los novios
tiñen.
Y esta es la declaración llena de amor y de pausas que se hace
bajo una ventana, que dista de la calle cuatro metros, una noche a
las ocho. Esta es la declaración amorosa isleña, que hicieron nues-
tros abuelos y que harán nuestros nietos, mientras haya cisnes en
la Plazuela y paseos en la Alameda y conciertos vocales e instru-
mentales y verbena por San Pedro.y playa de las Canteras y trantia
de vapor al Puerto y moros que vendan saldos de telas de seda e
iluminación en la Basilica el dla de Sta. Ana:
-Buenas noches. (Unas buenas noches apagadas y tembloro-
sas.)
-Buenas noches. (Otras buenas noches más temblorosas y más

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apagadas. Y una pausa larga, muy larga, interminable.) Pasa una
muier. El ríe.
*-Te... Me estoy acordando de una «bolada...»
Ella sonríe. El dice:
-Esto, esto... iUsted sabrá a lo que he venido yo?
-No, no, señor. No SC.
-iQué raro!
-Pues no, no sé.
-iUsted recibid mi tarjeta?
-sí.
-iUsted habrá observado mis paseos por su calle?. . .
-sí.
-¿Y esos paseos no le han dicho nada?.. .
Ella sonríe.
-¿No contesta usted?
-Como decirme, no. ”
-i.Pero uste.d supondrá a lo que he venido?...
-sí.
--¿Y qué?
-iPero yo no lo comprendo! iExplíquese mejor!
Pausa. «Quien fuera peninsular para tener “labia”» -piensa
el novio.
-iUsted estuvo malo el domingo?, porque no fue a la Alameda.
-No. Estuvimos en el Monte y nos quedamos a dormir allí.
-Ahora estará bonito el campo.
-sí.
Y el novio torna a pensar. Y piensa que con esto del campo
podría decir muchas cosas bonitas, pero no se le ocurre nada. No
se le ocurre más que:
-¿Su mamá está en casa?
-Sí, señor.
-¿Ella sabe que está usted hablando conmigo?
-Debe saberlo;
-iY no la peleará?
-Creo que no.
Y vuelve una nueva pausa.
-Su hermana es novia de Fulanito de Tal... -Dice ella al fin.
-Me parece que sí.1
-Hace tiempo.:.
-Un año creo...
-Se casarán.
-iNo sé!
Silencio. No hay cantos de palaros por los alrededores. iQue,
lástima! Los gorgeos caerían muy bien en una de estas!\
pausas.

20
-Bueno. Yo pienso decirle a lo que he venido ya que usted no
lo sabe.
-Yo sí me supongo.
-Bueno, pues si se supone usted, dígame.
-Yb.. .
-Sin compromiso. Yo no pienso obligarla.
-Obligarme no. No me hubiera asomado... Cuando me aso-
mé.
-¿Entonces usted no tiene inconveniente?
Breve pausa.
-Mañana a la noche le digo en la Alameda.
-Yo desearfa esta noche.
-iPara qué tanta prisa?
-Las cosas claras y pronto.
-Pero.. .
-iSí 0 no?
-Por mi parte sí. Ahora, que ustedes se olvidan de una ense-
guida.
-No hay razón para decirlo de mí.
-Sí, es verdad. Usted ha sido constante.
-Sí. Pero... (y aquí con muy bajita voz), pero no se lo diga a
nadie.
Una pausa larga. Dos corazones laten, laten.. . El piensa ya en el,
«día de ella». «Hay que ahorrar un par de duros al mes».
-Muchas gracias.
-No hay de qué... Pero me «voy a ir».
-¿Tan pronto?
-Sí, tengo que salir con mamá. Mañana, en la Alameda.
-iA que misa va usted?
-No sé. Unos domingos vamos’ al Seminario y otros a San
Francisco. Pero mañana quizás vayamos al Seminario. A mamá le
gusta mucho variar.
-Bueno, adiós.
-Adihs.
-Y muchas gracias.
-No hay por que darlas.
--iYa están «fundidos» dos corazones!
iLas noches próximas! iQué arroyos de cariños! iQué torrentes
de pasión! iQué cataratas de amor! iQué cascada de sonrisas dul-
ces!... iOh, el amor!
Ya lo dijo el insigne Don Benito: «iAmor! La verdad eterna...»
(Hasta cierto punto.)
[G. A.]

21
IV

Lugar de la acción: el Gabinete. Primer cuadro: Una de las


terrazas.
-iNo, señor!
-jSí, seiior!
-iYo le digo a usted que no!
-iYo le digo á usted que sí!
-Usted podrá decir lo que le da la gana.
-Lo que me da la gana, no; sino lo que es. A ese gallo lo he
visto yo «peliar» diez veces lo menos y todas ha vencido.
-No diga disparates. iMe lo viene usted a decir a mí que mel
he pasado la vida entre gallos! Ese gallo no ha podido ganar nunca
una pelea.
-Lo que usted quiera.
-iPero, hombre!... iUsted no lo ha visto hoy? iSi huyó desde
el principio! iUsted no estuvo en los gallos, don Fulano?
(Esta pregunta a don Fulano. Don Fulano es un señor que se
mece sonriendo, en una butaca y que, ahora, al ser interrogado,
sonríe mas.) iUsted no estuvo?
-Yo no, hijo mío. A mí no me gustan los gallos.
-Pero usted habrá oido decir.
-No.
-Este hombre que se empeña...
-Yo no me empeño...
-Usted si se empeña. ..
-No.
-No señor. El empeñado es usted.
-Pero hombre. iSe necesita!...
-i Usted habla con apasionamiento!. . .
-El que habla con apasionamiento es usted.
-No señor, que es usted.
-Bueno. Lo que usted quiera. Más vale terminar porque no
nos hemos de entender. (Pausa. Los dos polemistas se mecen sudo-
rosos en sus butacas respectivas.)
-iUm...!
-¿Qué?
-Estos niños se conoce que tienen cuartos. Todos los domin-
gos tiran de coche y comida en el «Victoria.»
-No me explico cómo con diez duros al mes se pueden hacer
tantos gastos, porque esos niños no ganan.más de diez duros cada
uno. No hay noche que no salgan de juerga ni domingo que dejen
de ir al campo.
Llega a la terraza, un nuevo personaje.
-iHola! ~NO saben ustedes la noticia...?

22
-No, no sabemos nada.
-Doña Fulana.. . (Aquí, una historia, la.de dona Fulana o do-
tia Zutana, coreada con risas y chistes de mal gusto. Por la acera de
enfrente pasan dos señoras.)
-iQué bonitos sombreros llevan aquellas!
-Toby.
-Una treinta. Una peseta la forma y tres perras de cinta.
-iQué lengua!
-No hombre, si es verdad.
-¿QuiCn es aquel niño?
-Zutanito.
-iUf! iE literato ? iQué chiquito más cargante! Mire usted
qué figura; parece un sabio. iJesús! Aqui no se va a poder vivir con
estos prodigios. Milagro que no le ha dado por irse a escribir al
cafe como los grandes periodistas.
-Allá va Menganito tirando de puro. No lo pagó, de seguro.
.-IVaya! Anoche perdió hasta el último cuarto en la ruleta.
-Mira a las de Tal. $ursilonas mayores! La verdad es que se
necesita ser cursi para ponerse unos zapatos negros con un traje
negro.
-iY el otro día que me las veo vestidas de blanco por la calle
de Triana con un sol que rajaba las piedras!
-¿Y eso te extraña... 7. ¿Sabes como fueron al último baile?
iDescotadas! Y raro es el domingo que no van de velo, a misa.
-iQué importancia se da esta niña!
-c<¿Cuala?»
-Esa que va ahí.
-De la aristocracia iiBoba!!
-iCandidito! icandidito! (La transparente figura de Candidito
aparece en la terraza.) Ve al café y que te den un refresco...! ¿Us-
tedes quieren.. .?
-Bueno. Aceptaremos.
-. .Que te den tres refrescos y’ que me los apunten...
(Vase Candidito para volver al poco rito, diciendo; No me los
quieren dar sino con los cuartos.)
Cuadro Segundo: En la biblioteca.
JAy lector! En la biblioteca no se ‘habla. Ni se lee...
Se duerme...
[G. A.l/

V
El interior de ung diligencia, de un ucoche de horas», como

23
decimos, nosotros. Quince pasajeros: ocho mujeres y siete hom-
bres. Cuatro ò cinco cestas de huevos y dos o tres gallinas, bajo los
asientos. En la «caja» del cochero, dns cabritos.
La diligencia viene de’ Tafira; son las cuatro y media de la
tarde de un domingo. Llueve.
-iVaya un tiempo más repugnante! iMire usted, tan bien como
empezó el día!
-¿Está lloviendo allá *arría» en la Vega?
-Cuando nosotros salimos no estaba lloviendo.
(Esto lo han dicho dos «rústicas». Ahora dice una señora:)
-iQue incómodos son los coches de horas!
Un caballero responde:
-No me diga nada, yo que tengo que subir y bajar todos los
días.
-iEstá usted de temporada?
-Sí, señora.
-Nosotros pensamos venir este año a Tafira pero no encontra-
mos casa.
-Sí. No hay casas. Yo conozco a dos familias que se han teni-
do que ir a las Canteras porque aquí no encontraban casa.
-No me gustan las Canteras. Están muy relajadas.
-Es más bonito el campo.
-iYa lo creo!
--iY eso que hoy está lloviendo! El aire del mar será muy salu-
dable. Pero a mí me gusta más el cainpo.
‘-Y por fin, iustedes se quedaron sin veraneo este afro?
-No nos quedó otro remedio. Y ahora es tarde. Las niñas
tienen colegio pasado el día del Pino... ¿Y usted no va a la fiesta
del Pino?. . . iEste afro sí que hay fiestas!
-No, señora, no pienso ir. ;
-Pues nosotros quizas vayamos la víspera. iUsted no ha ido E
50
nunca a Teror? Ahora es cura de Teror don Juan González, el que
fu& cura de San Francisco. CUsted no lo sabía?
-Sí, eso leí en un periódico. Estaba en Barcelona hacía quin-
ce años Lno?
-Creo que sí.
(Pausa.)
-iPues nosotros pensamos ir!
(Otra pausa. Llegamos a Pico de Viento.)
-i Jesús, «quería», qué tiempo tan «endino!»
-Sí es verdad, /quería.
(Hablan las dos mujeres de antes. La senora SOnHe y ei caballe-
ro también. Los demás «incólumes».) Nueva pausa. Una de las
gallinas cacarea. La dueña de las aves exclama: «iMal rayo te

24
«ajunda jinojo» si llegas a cantar en el fielato! iTe «desnunco»! El
tiempo comienza a clarear).
Il$rece que se despeja el tiempo.
.
-Me fastidia esa lluvia menuda. Es mala para la garganta.
(Pausa.) Y su niña icu5ndo toca en un concierto?
-Todavía, señora, sabe muy poco.
-Pues a mí me han dicho que es una gran pianista.
-Eso es una exageración.
-La mayor de las mías también aprende el piano.
-iCon quién?
-Con Agustín Hernández. LUsted no lo conoce? Enseña muy
bien. Sobre todo me gusta porque se toma mucho interés. Todo lo
que sabe mi hija se lo ha enseñado él. Toca el piano bastante bien. ;
-Eso es bueno. E
6
-Es muy joven... (Pausa.) d
-¿Y ustedes viven aún donde vivían antes? i
-No, ahora nos hemos mudado a la Calle de García TellO. Me
gusta más Vegueta que Triana. i
-Pues a mí no. m
-Pues a mí sí. Más tranquilo aquel .‘barrio. t
-Pero muy triste. 5
5
-No, mire usted el todo es acostumbrarse.
-Yo creo que no podría acostumbrarme. ;
-Los caracteres hacen mucho también. Mi hermana Juana, la s
pobre, en paz descanse, era muy especial en eso. Buenísima. i
«¿Juana, vamos a misa de madrugada?». «Vamos».-«Juana prés- d
tame el traje de seda bueno.-Teníamos el mismo cuerpo.- E
z
«Bueno». A nada decía que no. Pero en cambio mi otra hermana, !
Lucía, la que está de pupila... iay! esa ni por casualidad ,decia que d
:
sí. iY es buena en el fondo! «Lucia vamos a tal parte».-No tengo 5
ganas». 50
-Je... je...
(El señor rle amablemente. Pnusa. Hemos llegado al Fielato.
El fielateio saluda:) : .
-Buenas tardes. iEstá lloviendo por all8’arrfba?
-Un poco más arriba llueve.
-¿Qué? &Va algo?
-No, no va nada-dice el cochero. Y el ama de las gallinas
añade: Aquf no va nada «queríou.
-Bueno, pues siga.
(El cochero se dispone a partir. Una de las gallinas vuelve a
cacarear. La propietaria palidece y tose con fuerza para apagar el
cacareo. Los demás viajeros contienen la risa. El del Fielato no se
ha apercibido de nada.,. El coche parte por fin... Y una niña de

25
veinte que hasta ahora no ha abierto la boca, dice, toda llena de
muecas la cara:)
-iAve María que graciosa la gallina!... iSi la llegan acoger...!
Ja... ja...
Y esa noche en la Alameda la niña cuenta a la amiga lo ocurri-
do.
-iAy bien me reí esta tarde! Veníamos en el coche de Tafira
Y. . .
[G. A.]

VI ;
La verbena del Rosario.;Antoñita, Mariquita, Juanita, Victoria
y Pilarito; Pepe y Pedro. Todos comen turrón al compás de un
pasodoble. Pausa.
Hay que decir que está rico el turrón. Victorita es la primera en
celebrarlo:
-iAy, qué turrón más rico!.
Antoñita añade: -Muy rico. Juanita: -Muy bueno. Pilarito, ti
Pedro: -iDonde lo compró?
-No está malo -dice Pepe, y Pedro dice tambibn que no está
malo y Pilarito se tíe y Juanita se ríe y Mariquita se rfe y se ríe
Antoñita y ninguna sabe por qué es la risa... Y entonces hace su
presentación la aterradora «pausa» de mi tierra.
Y en esta pausa, Mariquita, Pilarito, Victorita, etc., se limpian
las bocas que el turrón ha ensuciado y tosen varias veces; y Pepe y
Pedro miran la hora en sus respectivos relojes, y una rueda de
fuegos artificiales empieza a arder delante de la iglesia de Sto. Do-
mingo.
1Bendita rueda! La pausa ha terminado.
-iQué bonito fuego!
-Yo, hija, estoy tan cansada de ver rueGas, siempre son las
mismas.
-Es que aqui no saben hacer fuegos.
-Sí; aquí no saben hacer fuegos.
-Siempre, ruedas.
-Sí; siempre ruedas..
La «pausa» aparece en lontananza.
-En Galdar vi yo este año unos fuegos muy bonitos.. . Repre-
sentaban un castillo y una escuadra.
-Yo vi otro.en Santa Erigida el ano pasado. Era otra escua-
dra.
-iUstedes no han ido nunca a revienta Judas?’

26
-Yo sí he ido.
-Antes quemaban en la Plaza de Santa Ana un muñeco...
---Sí; pero ahora se contentan los canónigos con dar una ova
cibn en la Catedral.. .
La pausa llega, pero pasa de largo para estacionarse en otro
grupo.
-Oyes, no he visto esta noche a Gil.
-iJesús, el hombre!Tengo unas ganas de no verlo m8s por mis
alrededores.
-Sí, hija es un criticón. Ahora le ha dado por criticar como
hablamos.. .
-¿Y cómo habla él?
-El hablará *peninsulá».
-iNiña! Ni «peninsuM» ni canarin. ;Si he oído yo decir que es
de lo más pavo que hay en una reunión!
s -Eso sí es verdad. iTú sabes lo que me preguntó a mí una
noche en un baile? iQue si mi primo estaba mejor! Le dije que sí y
ya no habló más en toda la noche.
-Y hoy no ha venido porque le ‘resultará cursi esto de las ver-
benas como los paseos de la Alameda que tanto odia y a los cuales
nunca falta.
-Sí, y luego se pone a dar vueltas quedándose dormido.
-¿Qued&ndose? iHaciendose, y con el rabo del ojo, observan-
do los sombreros!
-iPues mira que el que él lleva! Mejor se comprara un liviani-
to nuevo y dejara tranquilos los sombreros de los demás.
Pedro, que es un joven que sabe tenedurfa de libros y unas
cuantas palabras de inglés, dice:
-Creo que ese señor de quién hablan ustedes es un poco en-
grefdo, e inculto.
-iSí, Periquito! Y un poco bajo. Dicen que no le hace el amor
sino a las críadas de casa.
-Me consta. El jueves lo vi hablando con una en la calle de
Triana.
-iY era guapa, era guapa?
-iPsch!
-Y ahora por la calle de Triana. iYa quitaron la panza!,
-Ya la he visto, anoche fuimos al muelle y pasamos por allf.
-iHabrá mucha gente con el muelle?
-Sí, había alguna.
-Ahora es la moda el muelle.
-Pues mujer. hace fresco.
-Yo, por cuánto iba allf.
-ES una moda que han impuesto unas cuantas. iMire usted.
que ir a tomar fresco al muelle!
La pausa vuelve. Pedro y Pepe, secas las gargantas de tanto
hablar aprovechan la pausa para despedirse.
-Bueno, nosotros nos vamos.
-Se van ustedes ya.
-Sí.
:-Pues adiós. Buenas noches.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ..*................*,.,.,,,,,.
-iJesús, qué niños tan repugnantes! No han dejadode hablar.
-Si los pesca Gil por su cuenta.
-Pues mira, a mí Gil me gusta.
-Pues a mí nadita.
-Pues y . . .
-iAy, qué fuego tan bonito!
-Este sí que es bonito.
-Se parece al de Guía.
-iAy, que precioso!
-Mamá, mamá, mire qué bonito fuego... i
[G. A.] 1

VII

Una sala. Puertas al foro y a la derecha Muebles «prehistóri-


cos» cubiertos por fundas de dril. Un piano. En las paredes, mu-
chos cuadros: «La conversión de San Francisco de Borja», «Los
amantes de Teruel», «Mazzeppa», «Las ruinas de Palmira», etc...
Un espejo de marco dorado. Un portarretrato con las fotograffas
de los abuelos, de un hermano que está en la Habana, de un niño,
muy listo por cierto, que murió de tos ferina, de un amigo del
marido, agregado a la embajada de París, de la seiiora de la casa,
en su juventud... En las ventanas, unos tapices de encaje. En el
centro de la sala, sobre una mesa redonda, un velón.
Por la puerta de la derecha, entornada, se divisa parte de la
alcoba: una cama de hierro, con colcha de crochet; una mesa de
noche, un cuadro de la virgen de los Dolores, otro de San José y
otro de San Francisco.
Debajo de la cama, unos zapatos cubiertos de polvo y un pe-
queño recipiente de ‘hierro barnizado.
Es domingo. La una de la tarde.
Personajes: doña Julia y doña Juana, amigas; doña Antonia,
dueña de la casa. Todos de pie, junto a la puerta de entrada dán-
dose besos que suenan en el silencio de la sala como una rueda de
fuegos artificiales.
-iOh, niña! ¿Cómo te va?

28
-Bien, y Lustedes?... Siéntense, siéntense...
-Pues.. . salimos de misa de doce y dije vamos a darnos una.
vuelta por casa de Antoñita.
-i,Y tu marido?
-Ha ido al campo en automóvil.
-No me digan nada de- los automóviles. Me dan miedo.
-Y a mí, hija.
-Pero siéntense, niiias. $e van a quedar de pie...?
-LAnoche tuviste fuego por tu calle?
-iNo me digan nada que nos llevamos un susto!
-Nosotras nos enteramos esta mañana.
-Pues en casa fue la criada la primera que se despertó.
-¿Oyes, dicen que estaba asegurada.. .?
-Eso decían anoche unos muchachos que pasaron por aquí.
-Yo, hija, con esto de los fuegos estoy Intranquila porque de-
bajo de nosotros hay un almacén con cosas inflamables...
-iYa lo creo! Y es para estar.
-¿Sabes quién compró el sitio de la casa que se quemó el otro
día en el Puerto? Fulanito.
-Y luego, dicen que aquí no hay dinero y el que menos se
figura uno tiene sus cuartitos ahorrados.
-iVaya que sí!... ¿Y ustedes ya no van por la noche a la pla-
zuela?
-Ahora no., con esto de las manifestaciones.
-iPero ustedes han visto la muerte de Perojo?
-Nifua nu me digas nada. ¿Tú has visto. ..?
-Mi marido se tuvo un disgusto el dfa que lo supo. Como él es
tan partidario de la división y dicen que don Fernando se opone y
Perojo no.
-No, nitía. Don Fernando trabaja bajo cuerda.
-Pues yo he oído decir que no.
-Pues sí. Lo que es, es que a don Fernando no le conviene
dar la cara y por eso encargó a Perojo.
-Nn sé. iCualquiera los entiende!
-Lo que pasa es que unos lo quieren arreglar todo con gritos y
eso no es bueno porque se enteran los de Tenerife.
-No se. pero me parece que don Fernando se opone:
--iNiña! Ya ves como nos dio el puerto y tantas cosas más.
-Bueno, allá que se las entienda..
-Pues a mí me gustaría que viniera la división.
-Y a mí también.
-Y a mí.
-Anoche pasamos por el Gabinete y iAve maría! fuerte dis-
cusión tenían armada allí... iUna de gritos!
-Qué me revienta el dichoso ,casinito. Mi hijo está empeñado

29
en hacerse socio pero mi marido no quiere...
-¿Ya lo tienes colocado?
-Ya, hija.
-Sí, me lo habían dicho. LEn la casa de X? Buena casa. iCuán-
to le dan?
-Todavla, mujer, diez duros.
-Pues, mujer, no es poco para empezar.
-¿No sabe inglés?
-Casi nada. Lo está aprendiendo.
-Pues para que estudie abogado o médico y se pase el dia en
la terraza del casino, más vale un empleita.
-El querfa. estudiar piloto pero su padre no quiso.
-Pues está claro. A bordo se expone mucho. Luego el mar
acostumbra a la bebida.
-Nosotros estamos muy contentos con el empleo.
-iY qué es lo que hace?
-Pues mujer, todavía, poco. Cobrar letras y sacar patentes.
-Bien. Por poco se empieza. Con los diez duros tiene ya para
vestirse.
-$o que son los muchachos! Todavía no habla cobrado el
primer mes y ya se estaba encargando un traje.
-iJe!
-Está bien Lsabes?, porque lo paga a cinco duros mensuales.
-Yo le he dicho que con los otros cinco duros se vaya surtien-
do de camisillas y calzoncillos, porque, hija, está desnudo. Los
calzoncillos rotos por el trasero y las camisillas llenas de agujeros.
-iYa peleó con la novia?
-Tcdavfa.. .
-Todas las noches lo ,veía pasar por aquí pero hace una serna-
na que no lo veo.
-Es que esta semana ha tenido muchos vapores. Y ha estado’
sacando las patentes. Tú sabes que a lo mejor viene un vapor por la
noche, y échese usted a buscar al cónsul por ahí.
-YO no lo conocía. Estaba viendo desde la’ ventana hablar a
uno con Carmita la de Pino y me entró la curiosidad. *iNiña, si es
Pepito el de Julia!» Está hecho un hombre.
-La hierba ruin crece pronto.
-La muchacha es muy mona.
-No es fea.
-iVaya! (Pausa) ¿Y a qué hora va a la oficina?
yA las. ocho.
-iY sale?
-A las cinco. Dos horas para almorzar y comer.
-El, que no se meta en esto de las manifestaciones..
-Yo se lo he dicho ya.

30
-Sí. A, lo mejor pierde el empleo por cualquier tontería y
siempre es büeno estar bien con todo el mundo. Aquí hay mucha
gente dispuesta siempre a ir con el cuento.
-A quien creo que no le ha salido bueno el hijo es a Magdale-
nita Lentiscal.
-Un perdido.
-La madre está temblando con la venida de la compañía.
-¿Le gustan las cómicas?
-lUf! Y iparece mentira! Un chico tan listo...
-Siempre ocurre eso. Los serios son generalmente tontos.
-Hay excepciones. Ya tú ves Pepito es muy serio y en la casa
están muy contentos con él.
-El jefe dice que saca las patentes sin equivocarse.
-Nunca le han metido una peseta ruin cuando cobra.
(Otra pausa)
.. ..... ... .... .... ..... ....... .... ..... ....... ........ ....
-,$e van ustedes?
-Sí, nos vamos. Tenemos que hacer otras visitas.
-Déjense ver.
Doña Antonia las acompaña hasta la escalera. Allí tornan los
besos.
-Adiós, y que sea enhorabuena.,
PGrncios.
-Adiós.
-Doña Juana y doña Julia bajan lentamente.
En la calle ya, hacen este ligero comentario:
-Parece que estaba hoy menos pintada.
-Como las ferreterfas no se abren los domingos apa>pvender
bermellón.. .
La calle está llena de sol. Las dos y media suenan en el reloj de
la Basflica, como un quejido. Una bicicleta pasa...
(Nada de esto viene a cuento; pero de alguna manera habíamos
de terminar este cuadro séptimo que como sus hermanos mayores
está copiado tambi& del natural.)
[G. A.]

VIII
Una criada fea, pringosa y otra cosa que no se puede decir y
una señora de alguna edad son los personajes de este octavo cua-
dro, el cual se desarrolla en los dos últimos peldaños de la escalera
principal de una easa en Las Palmas.
La criada. hurgándose las narices con el índice de la mano y

31
rascándose la’cabeza con los cinco dedos de la otra, dice esto en un
chillido:
-¿Me dijeron que aquí necesitaban una criada...?
La señora, el *ama», después de un silencio:
-Sí, nosotros tenemos falta de una criada. iUsted dónde ha
estado acomodada?
-Pues yo, señorita, p’allá, p’allá.
-P’allá, p’allá... iDónde?
. -P’allá, pa fuera la Portada. En casa de don Fulano... iUsted
no lo conoce? Sí, señorita; el yerno de Fulanito que es hermana
de uno que está empleado en el puerto.
-No, no sé...
-Sí, señora. El estuvo este año en Tafira, se le murió una hija
allá por los Carnavales. iUsted no lo oy decir? El va mucho por
la botica que está aquí al lado... Sí, señora, uno que se le quemó
un almacén. iUsted no se acuerda de aquel fuego que hubo en el
Puerto hay más allá? Mire: kl va todos los años a Lanzarote. La
mujer es una señora, hija de don Zutano aquel que se desriscó el
día del Pino... iUsted no se acuerda de uno que se desriscó, que
tenía una empresa de coches y que luego la compró un indiano?
-Pues hija mía, no lo conozco.
-iJesús, señorita! Es un caballero. En aquella casa puede US-.
ted preguntar por mí.
-iY usted por qué se fue de allí?
-Pues mie pa decirle la verdad porque la señora tenía un genio
muy malo y los niños eran muy ruines. .Había uno, el mayor, un
gollete de dieciocho años que se permitir5 una frescura y me fui.
Porque yo señorita, seré puerca pero a honrada no me gana naide.
-Sí, hay algunos niños muy malcriados. Aquí no hay niños.
Aquí no somos mas que mi marido, mi hermana, mi suegra, dos
cuñados y cinco nitias. ¿Y usted que sabe hacer?
-Pue mire, señora, yo estuve acomodada p’adentro pero estuve
acomodada en otra casa iusted conoce a Magdalenita la dëisacris-
tan?, pues allí estuve acomodada de ama de cría. . . Y en otra casa
peninsulá de un teniente estuve de cocinera y pa dormir los niños.
Yo he estado en una porción de casas. En la del Teniente me fui. ..,
-Quizas por el asistente...
-Pero no por el asistente del Teniente sino por el asistente de
un Capitán que vivía al lado. Le dije a mi amo: Yo me voy y me
fui, pero ahora estoy buscando una casa de mujeres solas.
-¿Y usted no tiene madre? -
-No señora, yo soy hospiciana. Á mí me Sacó Magdalenita la
del Sacristán pero como ellos se fueron para el campo y a mí el
campo no me gusta y me quedé.

32
-¿Y sabe planchar?
-Pues mire señorita, eso es lo que no sé.
-Pues hija, aquí hay que planchar mucha ropa y la criada CS la
‘que plancha. Nosotros teníamos una criada muy buena y se mar-
chó porque se puso mala...
-Pero se hacer flores de papel y con escamas de pescado.
-Bueno eso aquí no se hace. iUsted sabe componer ropa
vieja?
-¿Zurcir dice?
-No, carne guisada con tomates, eso que le dicen ropa vieja...
-iAh, sí señora! Y puchero.
-Aquí Lsabe? no es ninguna fonda; excepto mi marido que
come por las mañanas una «lasquita» de carne empanada, lo demás
es comida corriente: judías, caldo de papas, tollos...
-iTollos, sí sé! Emperejilados.
-Bastante que nos gusta.
-Pues ya ve usted ve.
-Pero a nosotros nos gusta mucho la limpieza.
-Pues mire señora yó seré puerca pero lo que es a limpia no
me gana naide.
-No, hija; hay que tener mucho cuidado con los calderos, que
estén siempre limpios porque mi marido es muy escrupuloso y co-
mo padece del estómago...
-Señora pa el estómago no hay nada como unas gotitas de
láudano. Yo he padecido mucho del estómago. Una vecina me
recetó el láudano y me sentó.
-iAh! Aquí hay que lavar los pisos dos veces a la semana.
-Y las lámparas de petróleo todos los días.
-¿Y aquí dejan ir a uno a los paseos de la Alameda?
-Ya se acabaran, hija.
-Cuando haigan otra vez. Yo estoy acostumbrada a ir a los
paseos. Lo mismo que los domingos por la tarde al puerto a casa
de una prima casada.
-Los domingo tendrá usted una hora de paseo. Lo que es las-
tima es que no sepa usted planchar.
-Eso se aprende.. . ¿Entonces puedo traer la caja?...
-Mire. Hoy ha estado tambien otra muchacha que nos reco-
mendaron unas amigas a acomodarse y ha quedado en darnos la
contestación mañana. Si no se queda, se queda usted.
-Bueno; ientonces vengo mañana por la contesta?
-Mañana.. .
-Porque no quiero perder tiempo por si me sale otra propor-
ción.
-Bueno, mañana.
-Entonces, señorita, hasta mañana.

33
-Hasta mañana.
La criada desciende lentamente... Desaparece al fin, dejando
al pie de la escalera como húmedo recuerdo de su corta estancia en
aquel hogar risueño (1) una suela de sus averiadas botas.
La señora penetra en el cuatro de costura.
-Le hemos oído hablar. No nos gusta la voz.
-Jesús, hija, .ni que fuéramos a poner a cantar Gioconda.
-No, pero es voz de mujer perdida.
-Pues hija mía... 1Yo no sé a quién entrar entonces! Si todas
son iguales.. .
-Hacemos la comida, y lo demás nosotras hasta que aparezca
otra. Porque hija, con niñas en la casa, una mujer de esas...
-Sí, perdida parece.. .
-Y sucia, la hemos visto por entre las flores de ia galería...
Silencio. La señora se sienta en una silla pequeña. Saca de una
cesta unos calcetines, que ha de zurcir... Es un mediodía caluroso
y pesado... La suegra cabecea.. . Y allá, en la sala, la niña mayor
preludia al piano la sinfonía de «Poeta y Aldeano» o el vals «Sobre
las olas» o «La hija del Regimiento» o «Las golondrinas de Béc-
quer». . . o «El amigo de Zerolo».
En tanto, la criada habla en la esauina con un cabo, «que be-
be».. .
[G. A.]

(1) Se ha convenido en llamar risueño a los hogares.

ESCENAS APLASTANTES DEL


VERANO
1
El parque de San Telmo. Al fondo el mar. Un grupo de niñas
burguesas, adineradas; otro grupo frondoso. Un gorililla vestido
de americano, dando saltos y diciendo gracias. Risas, ojos entorna-
dos y exclamaciones íntimas. -1Qué hombre mas delicioso! Las
niñas ricas cercadas por diez pesca-dotes. Los papás hablando del
agua. del muro y del avance alemán sobre Lemberg. Curas. Ma-
más sentimentales diciendo lo mismo del año pasado.
Una niría: -1Ay Fulanito, qué cuento más gracioso! Yo no sé
de donde saca usted tanto cuento.

34
-A mi me gustan más los peninsulares.
-Pues yo, si me caso, me caso con un muchacho de mi tierra.
-Fijate jno te gusta ése? Ha venido ahora. Dicen que es de
muy buena familia.
-Tiene novia.
-Dicen que se van a casar.
Otras niñas que tienen los novios pa fuera.
-Qué me gusta ‘ese hombre. Que asiado se conoce que es;
-Y mira.
-Si parece que está mirando.
-iOyes y.. .?
-iNiña! Ya eso se acabd.
-iPero qué guapo es!
El gorililla dando nuevos saltos: iVaya cardo! i Ayayay! ¿Oué
me dice usted, niña primorosa?
-Ja...ja’...ja...ja. iQué hombre más delicioso! iPero de dónde
saca usted tanto cuento?
El mar ni se mueve. iQuién ha dicho que el Parque es un sitio
delicioso por la frescura?
iEs aplastante, convéncete, oh,’ Fabio!

II
Una acera. Otra acera, enfrente desde luego. El balcón de una
heredera. Un letrado, otro letrado; un médico, otro médico; hasta
veinte farmacéuticos, por la acerca frente a la niña, que no está
asomada. Son pretendientes a la corona... En el desfile, se hablan
unos a otros.
-iHola!
-iHola!
-iHola!
-iHola!
Cada uno para sí. --iEl que más pueda se lleva el gato al agua!
El papá de la niña apareciendo en la esquina. -iYa están ahí
esos cafres!
Los susodichos para su capote. -iAhí viene ese animal! Van
desapareciendo. La calle queda sola. Surge otro enamorado,; tro-
pieza con el padre.
-Adiós, don Elías.
-Vaya con Dios, pollo...
La niña se asoma.
iE general Jofre ha tomado una trinchera...!

III
Un matrimonio calle arriba. La señora de chal, el marido de
35
pantalón de dril y americana de alpaca: un relevante vientre el del
marido. Van lentamente. Seis tieses de boda. Dicen.
-iOyes?
-iQué?
-iTienes sueño?
-No.
Pausas. Otro empujito.
-¿Quieres ir pu casa?
-No. ¿Y tú?
-No...
Otra pausa.
-iQuién es Csa?
-No la conozco.
-Ah, niño, me parece que es la de Pérez.
Tercera pausa.
-¿Tienes sueño?
-No. ¿Y tú?
-¿Quieres ir pu casa?
-No. ¿Y tú?
Cuarta pausa.
-¿De quién es esta casa que están haciendo?
-De Pérez.
-No está fea.
Quinta pausa.
-¿Tienes sueño?
-No. ¿Y tú?
Sexta pausa; y el caminar más ligero.
-Vamos pu casa. Tengo sueño.
-iOh! cpues no decía que no tenías sueño ninguno?
-Sí, pero me ha entrado.
-Pues vamos -¿Tienes vapor mañana?
-sí.
Se alejan. En la puerta del piso:
-iMe estoy cayendo de sueño!
-iY yo también!
Una voz en el infinito:
-iAmor,. eterno amor, alma del mundo!
PI
IV
La Alameda de Colón, llena de polvo, llena de sillas incómo-
das, llenas de merailicos ruidos, llena de rrapejos burgueses, CSUS
trapejos que las niñas compran ca Pérez y ca López. Trapejos viole-
tas, azules, verdes manzanas... Niñas de la clase media, esa clase

36
presuntuosa, lamentable, vanidosilla y estúpida que se las dan de
elegantes, elegancia provinciana, más bien isleña... Mamás enca-
potadas o enmantadas, papás que se rascan la planta del pie con
los zapatos puestos, papas elegantes y germanófilos de tono anda-
luz o catalán... Un vaivén monótono, absurdo... Niñas que van o
vienen rodeadas de pisaverdes o estudiantillos de matrículas de ho-
nor.. .
La noche bochornosa, aplastante. Los diálogos lentos, tardíos,
dificultosos.. .
--iQué animado está el paseo!
-Me tomaría un helado ahora.
-Trábame la enagua que se me ha desprendido.
-Niña? la tienes bien.
-¿Tengo el sombrero bien colocado?
-Empújatelo un poco pu el lado de allá.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . .
-Buenas noches, Fulanito, sea enhorabuena. Ya he visto en el
Diario que es médico.. .
-Muchas gracias.
-Ahora, a casarse; a buscar una novia.
-Quién piensa en eso,. Antoñita.
-Pues hijo ¿qut! hace un hombre soltero?
(AI autor, aquí, se le podria ocurrir relatar lo que hace un hom-
bre soltero, pero no se le ocurre.)
-*Y dónde se va a establecer?
-k stoy pensando que en el Risco. Allí no hay médico nin-
guno.
--Me parece muy bien, Allí puede usted tener mucha clientela.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . .. . . . . . . . . . . . .
-¿Has visto qué buena idea, niña? Pues mira, yo no sé cómo
se le ha ocurrido establecerse en el Risco...
-Y es de los que ganan dinero.
-¿Te fijaste en el anillo?
-Antiguo; te advierto que es un gran partido.
-Pero dicen que bebe.
-iNiña por Dios! Este es el país de las malas lenguas. ¿Ei
muchacho bebe? Alguna copilla que se toma antes de comer.
-Pues a mí me han dicho que bebe y que vive con una mujer
que le dicen la catedral.
.,........ .,...,...,..............,......,.................
-Buenas tardes, Perencejo.
-iTengo que ajustar unas cuentas con usted!
iYa se sabe todo!
-iAh pillo! (Aparte.) Oyes niña, me parece que se me ha des-
trabado la blusa.
37
-iNiña no me vuelvas loca, que~destrubaeru ni qué ocho kar-
tos!
En este momento lírico, ideal, azul, la banda toca una cosa que
le dicen los lamentos de Tosca y que es el quejido de un tenor que
van a fusilar en el castillo de Sant Angelo de Roma, por bruto y
por tenor.
P-1

ESCENAS ISLEÑAS
Un entierro: Numerosa concurrencia. Lo más selecto de la so-
ciedad. El féretro llevado en artístico trono. Varias coronas de flo-
res artificiales. Las cintas llevadas por los sobrinos del finado. Seis
cabeceras. Faroles. Muchos curas, a cinco pesetas por cabeza. Pa-
so lento. Se fuma a discreción. De rato en rato una parada: canto.
El alma del difunto vaga por los espacios siderales y los presbíteros
la arrullan.
J?% UIW cabecera; -LHa leído usted el periódico esta noche?
iSerá verdad eso que cuentan del cabildo?
-Hombre; creo que hay discrepancias. (Pausa. Aquí todo se
resuelve con pausas.) Esro va muy despacio; y casi no cojo el en-
tierro. iEstá afectada la familia?
-iHombre, regular! iY qué va a hacer! Les deja el difunto la
comida.
-Este hombre no venía bien. Tenía un cáncer, jno?
-Creo que cáncer no era. Eso dicen los médicos pero a mí me
parece que lo que padecía el muerto era del corazón. Los médicos
no saben una palabra.
-Tenía unos siete hijos con eI que está en Buenos Aires ino?
-Deje ver, Antonio uno, Pepe do:, Mariquita tres, Juanita
cuatro, Luisito cinco y Periquito seis. Seis tenía.
-El Luis creo que le salió. medio loco.
-Sí, le da por coger trancas.
-Y las chicas jse han casado?
-¿Y quién se casa con ellas? La mayor tiene los ojos torcidos
corno brecas, y la más pequeña está tísica perdida. (Otra pausa.)
-Me revientan los entierros por el paso que llevan, tengo ya
escaldados los callos.
-Y luego voy nervioso con la levita. Me queda estrecha y me
trae marea0 el olor a naftalina.
38
-Pues mi levita tiene diez años de uso. Esta un poquillo anti-
gua, pero aquí ¿quC falta hace? El Jueves Santo, y algún entierro
de vez en cuando.
-Yo la uso más. Siempre me invitan de cabecera...
(Otra pausa.) ¿Y quién lleva las cintas?... ¿Y el hijo viene?...
iEstá muy disgustado?
-No sé; deje ver... no... no viene... viene el tío... Renegando
debe de estar... ellos no se llevaban.
-Va mucha gente. . .
-Espere... Fíjese por donde va la caja, por la Catedral y mire
pa’trus, la última cabecera por casa de Verdú. Es un entierro luci-
do.
-Al que fue poca gente, fue al de don Eduardo.
-Claro, a las once de la mañana. Y no sé cómo se les ocurre
hacer entierros de día que no viene nadie...
-Yo no voy de día a los entierros. El levita no está para sacar-
10 ¿t bd bLL.
(Nueva pausa.)

-¿Está oyendo ese piano?.. . . debía callarse, que pasa un en-


tierro.. . i Jesús! Voy reventado.
-i.Usted va hasta el cementerio?
-Hombre, sí, porque va ese tío y no me ha visto. Después se’
fincha porque cree que no ha venido uno...
En el cementerio. Ante una tumba de mármol. una madona de
Carrara casi llora por los difuntos que cobija.
-Pues no está feo.
-Pues no.
-¿De quién es? Debe haberle costado sus cuartos...
(Pausa milésima.) Mire, vamos a ver si nos ve el tío pu irnos.
-Le acompaño en su sentimiento.. .
-Muchas gracias.
Camino de sus respectivos domicilios.
--Ya ha cuniylidw unu.
-iUsted va a verlos?
-Sí, mañana.
-Pase por casa, para ir juntos. Me revientan las visitas de luto.
No tiene uno nada que decir.
Otro que llega por el lado opuesto, de prisa.
-iHola seiiores! ¿Ya fue el entierro?
-Ya debe tener la cal encima.
-Caramba, si yo llego a saber esto no me visto. iY yo que casi
no comí por temor de que se me escapara el entierro.! . . . Me ha,
jeringao... Ya no tengó tiempo, porque de aquí que llegué al ce-
menterio.. .
39
-De aquí a que llegue ya está el muerto sentado a la diestra de
Dios Padre.
-¿Y usted cree que está a la diestra de Dios Padre? iBastante
judío que era! Ese está ahora por lo menos en el Purgatorio.
-iQué mala lengua tiene usted!
-Mire que es un muerto.
-iBah! Ahora el hijo le aireará los cuartos... Vamos pa’tras.
El muerto, navegando por el éter, contempla su sepelio y se
siente satisfecho por la numerosa concurrencia que le ha acompa-
ñado hasta la morada última.
La esposa en la alcoba de su casa, de.pañuelo hasta las cejas y
sobretodo, le han entrado ganas de orinar y está deseando que se
marchen de una vez las señoras que la acompañan. . .
To he or not to he, that is the pesfion.

[R.R.]

40
CRÓNICAS DE
Y DE LA
[1916/1919)
CRONICA DEL LIBRO
0 PROLOGO DE LAS CRONICAS
Este libro no se regala a ningún amigo. Los amigos están obli-
gados a comprar los libros de uno. Aparte de que el capital que se
desembolsa es muy pequetío, sería cosa descortés no comprarle al
estimado amigo su libro, que encima puede tener gracia y lo que
dirá será cierto y pintoresco como cosa de la tierra que es. Advier-
re, pues, el autor de este libro a todos sus amigos, que ha de
enviárselo a su casa para que lo compre de grado o de compromiso,
ya que es costumbre hacerlo así en la ínsula de nuestros mayores.
Poco lector hay, mas ninguno que se tome el trabajo de pasar por
las librerías. Y así el libro ha de entrarse en las casas como la
mujer de las fregaduras.
El autor agradece de antemano esta compra, pero no se enoja-
rá con los que no 10 compraren. El sabe que algún pequeño desen-
gaño se llevará, y desde luego sabe también las respuestas que
darán algunos clientes, sorprendidos de que por su casa entre un
libro y no un pequeño saco de antracita.
El autor no regala este libro porque el producto se dedica a un
43
fin benéfico. El fin benéfico de sí mismo. Pues él vive de la escritu-
ra pública, como otros de sus secretarías y otros de sus ultramari-
nos y otros de sus padres. Al comprar el libro, los amigos del au-
tor, hacen una cosa justa, pero si ellos desean tener el autógrafo
del literato que compuso estas páginas, el literato no tendrá in-
conveniente en firmarles una dedicatoria afectuosa siempre que
acredite el lector el gasto de sus dos pesetas.
Es un poco triste verse uno obligado a hacer estas advertencias
al amigo. El amigo cree que nosotros somos personas de valer y
hasta suele decirnos: «Yo no SCcómo usted está aquí y no se ha
ido donde tenga Vd. más campo.» Pero aunque nos estima mucho
no nos lee y no nos compra el libro. Nuestra fama llega a él por
referencia o por un apodo o nombrete que hayamos puesto en el
Casino con más o menos gracia. Sin embargo, creemos que el em-
pefio de nuestro amigo en que busquemos más campo es un empe-
ño noble, aunque pudiera ser también un modo de tenernos lejos
para evitarse la compra de nuestro libro.
De todos modos, ha de saber el amigo que este libro será el
único libro que nos compre. No publicaremos ninguno más. Pala-
bra. Dos pesetas, por otro lado, se gastan sin saberlo uno y el libro
no está tan mal que no merezca el regocijo y las dos pesetas de un
honesto tenedor de libros o de un honesto comisionista o de un
mercader no tan honesto.
Acabaremos. Nos queda el consuelo de saber que las damas
que vivan con nuestro amigo se quedarán encantadas con el libro.
Ellas seguramente han de decir: «íJesús hija, igualito, igualito a
como habla uno! Idéntico. Yo no sé cómo este hombre nos ha
copiado tan bien, ese hombre que no va a ningún sitio, ni al Casi-
no, ni al Club, ni a las verbenas, ni al parque, ni a nada; ini a
bailes! y que siempre parece que va enfadado. iFíate, niña, fíate!
Dónde menos se piensa salta la liebre...»
Sí, señoras, la liebre salta donde menos se piensa. Ahora que
esta vez salta desde donde se piensa regular. Y no cuesta más que
dos pesetas. Y el antnr, ~rata&to no tiene tan mal humor como
parece a primera vista, que por cierto la tiene muy mala.
GIL ARRIBATO
o FELIPE CENTENO
DEDICATORIA

A TODO LECTOR QUE COMPRE EL IJRRO, FUERA


DAMA 0 CABALLERO NATURAL DE CANARIAS,
A TODOS LOS DIRECTORES DE LOS DIARIOS
LOCALES,
A TODOS LOS CRITICOS DE PERIODICOS 0 DE
CASINO,
A TODAS LAS PERSONAS CUYA COSTUMBRE SEA
HABLAR MAL DEL INTELECTO AJENO NO VULGAR,
ESTAS REFLEXIONES LIGERAS Y SENTIMENTALES
DE LA VIDA CANARIA CONSAGRO 0 DEDICO
45
CRONICAS DE LA CIUDAD
(Glosas humorísticas del modo social
de los insulares canarios)
LA ALAMEDA ESTA VACIA

Una noche, un domingo a la noche, vamos a la Alameda. Es el


primer día en que las tocatas comienzan. No hay nadie en la Ala-
meda. ¿Cómo es posible -nos preguntamos- que esta Alameda
de grandes destinos esté‘solitaria, y estos músicos toquen solamen-
te para los árboles.3 ¿No estará herido el sentimiento artístico de
estos músicos que han preparado un programa selecto, para que se
les aplauda? ¿Qué razón misteriosa hay para esta ausencia femeni-
na? ~NO hemos oído que Pilar y Dolores y Ana y María se despidie-
ron esta mañana en misa, para verse después en el paseo?. . . Algu-
na cosa terrible ha surgido. Dolores, Ana, Maria y Pilar se han
quedado en sus casas esta noche. El paseo está, pues, sin color; es
un paseo desabrido, absurdo.. . Los mozos del Casino se encuen-
tran apesadumbrados. Nadie acierta la razón de esta ausencia.
Pero el conflicto existe. En casa de Pilar, de Ana, de Dolores y
de Marfa, ha nacido una duda. Ellas han dicho: -«iHabrá mucha
gente en el paseo ? -No sé, niña. Como es la primera noche quizás
haya poca. -iVamos, entonces? -Sí, pero vamos más tarde,
cuando ya haya gente. A mí me fastidia entrar la primera...»
Y Pilar, Ana, Dolores y María, con sus lindos sombreritos
puestos, aguardan en la ventana de sus casas... Viven cerca unas
de otras. Desde sus ventanas, ellas ven salir a la amiga. Y Ana
dice: «Vamos a ver si Pilar va. Por aquí tiene que pasar». Y Pilar
exclama: -«Deja ver si Ana sale... No ha salido aún...»
Y asf transcurre una hora, dos horas. Los sentimentales músi-
cos han tocado Aída, han tocado Tosca, han tocado Bohemia...
Pero Pilar, Ana, Matía’.y Dolores, aún con sus bellos sombreritos
puestos, continúan en la ventana espe~andu; Pilar a que salga Ma-
ría, y aguardando Ana a que Dolores salga.
Y transcurren tres horas. Y entonces ellas miran el reloj y di-

49
cen, desencantadas: -«Son las once. Ya eso se acabó. Después de
todo no debió haber nadie...»
Y no había nadie, es verdad:Estas buenas muchachitas querían
que hubiese habido mucha gente... Todas ellas estaban deseando
concurrir al paseo. Ellas hubieran dado una chuchería de su toca-
dor por estar esta noche en la Alameda. iPero qué iban a hacer las
pobres, si no había gente?. . . Y esperaron todas a que hubiera gen-
te... Y como la gente eran ellas mismas, el romántico paseo se ha
quedado solitario esta espléndida noche de verano y los músicos
no han tenido oidores gentiles para los prodigios de sus instrumen-
tos...

TENGO UN ESCRITORIO Y BASTA


El ciudadano isleilo que tiene un escritorio es un hombre terri-
ble. Aunque no trabaje, basta tener un escritorio, para vivir bien.
Nosotros pasamos por delante de una serie de escritorios, y vemos
a un señor sentado en una mesa, muy serio, y un jovencito que
copia cartas, arrimado a la puerta. En este escritorio, al parecer,
no se trabaja nada, y oblígase uno a decir.
-«iDe qué come este señor?»
Pues come de su escritorio. Un escritorio bien arreglado, con
una prensa y un almanaque de Piperazina es un potaje oustancio-
so. Basta que un señor sepa tener su escritorio para que el proble-
ma alimenticio esté resuelto. Porque hay que tener condiciones
para estos escritorios que pudiéramos llamar honorarios. Un señor
nace para poeta, otro para médico, otro para ladrón, otro para
comisionista. Y es en balde que se pretenda torcer el destino de
estos señores. Aunque el medico se meta a comisionista y el comi-
sionista a ladrón o viceversa. Siempre surgirá la vocación primera.
Y el señor que ha nacido para tener escritorio, lo tendrá pese a
todos los destinos.
El señor de escritorio que no se utiliza, se levanta mas tempra-
no que el que tiene un escritorio para trabajar. Y lo abre más
temprano y más tarde lo cierra. Y el natural esfuerzo que hay que
hacer para estar dentro de un escritorio es más intenso en el hom-
bre del escritorio honorario, que en el otro del escritorio efectivo.
El hombre posee la conciencia de su escritorio+. Lo tiene como
una condecoración, como un titulo de nobleza; piensa siempre en
escritorio; cuanta cosa hogn de sentimiento o de materia, la hará
con tono de su escritorio, como si el fuera el escritorio mismo que
razonara y parlara.

50
En la ciudad hay muchos escritorios silenciosos. Todo el mun-
do tiene su escritorio. Empieza por tenerlo. Antes de pensar cómo
va a enderezar el camino de su vida. el señor abre su escritorio.
Algunos de estos escritorios, a fuerza de constancia en estar
abiertos, logran unas pequeñas cartas extranjeras, algunas mues-
tras de ferretería. Pero hay otros escritorios, los escritorios ínte-
gros, que consecuentes con su idea antisocial y anticaciquil, en-
vejecen de polvo y del mismo almanaque al que se le ponen tacos
nuevos todos los años. Falta por escribir la elegía de estos escrito-
rios, que son como los eternos solterones de las plazuelas, siempre
con la misma edad, el mismo bigote teñido y el mismo sombrero
hongo.

DON ANTONIO VA A UN ENTIERRO


Acaba de morirse un señor. Nuestro amigo don Antonio, cuan-
do regresa de su oficina se encuentra en el zaguán, al. pie de la
escalera, la esquela mortuoria. La lee y se queda contrariado: el
entierro es a las siete, y a las siete es la hora en que come don
Antonio. Por un momento piensa este amigo no asistir al entierro,
pero en la papeleta o esquela está escrita una palabra terrible,
una palabra a cuyo influjo no puede sustraerse don Antonio ni
ningún amigo. La esquela dice: «Cabecera». Cuando a un insular
lo invitan de cabecera, siente un recóndito placer, pero finge con-
trariedad y desagrado y dice: -«iCaramba, no tengo más remedio
que ir al entierro ! ¿Para qué me habrán invitado de cabecera?» No
se explican estos amigos por qué los invitan con tanta deferencia,
pero íntimamente se sienten felices, satisfechos. Asistir de cabece-
ra a un entierro es ostentar un título importante. El insular que no
ha podido ser abogado, aspira siempre a la cabecera de un entie-
rro. La vanidad en la ínsula es bien fkil de cumplir. Por eso don
Antonio, que come a las siete, irá al entierro a las siete, aunque
tuviera que dejar de comer. Mañana dirá en el Casino: «No tuve
más remedio que asistir. Me invitaron de cabecera.»
Don Antonio llama a su señora y le comunica la extraordinaria
noticia. La señora contesta: «Habrá que arreglar la comida en se-
guida. ¿Te pones ‘el’ levita? Si no va mucha gente lo mejor es que
te pongas el chaquet ». Don Antonio duda cuál de las dos prendas
debe ponerse, por fin se decide por la levita. El ha pensado que el
señor Luengo irá de cabecera también y llevará levita.
Don Antonio come de prisa, nervioso, inquieto. Y no por te-
mor a perder el entierro, sino porque está emocionado con su nue-

51
VOtítulo. Es como si fuera a pronunciar un discurso, como si fuera
a cantar en un concierto de gente distinguida el Raconto de
«Lohengrin» u otra pieza de «do» difícil o de«re» inconmensurable.
Don Antonio deja la mitad de la sopa de fideos sin comérsela;
cuando llega el cocido, lo mira con hostilidad, y sólo se come una
«piña»; y moja rápidamente una miga de pan en la salsa de la ropa
vieja. . . Después parte medio plátano, y por miedo a que esta co-
mida pueda hacerle daíío, le pide a su señora un poco de bicarbo-
nato. La señora dice: «Antonio, te va a dar una fatiga, no has
comido nada...» Pero don Antonio no hace más que temblar de
emoción pensando en qUe lo han invitado de cabecera.
Don Antonio se viste de levita; la señora para ajustarle bien la
prenda tira enérgicamente por los faldones; y don Antonio vesti-
do y con bastón se dirige a la casa mortuoria. En el hogar de don
Antonio, silencioso y solitario, queda flotando el escalofrío de las
grandes sensaciones.. . La señora se asoma a’ la ventana y su ima-
@nación va en pos de su esposo, de cabecera en el entierro.
- LlkiGn a la puerta; la esposa abre; es un amigo del marido:
-«iEstá don Antonio?» -« No, salió a tin entierro.» -«Caramba,
tenía prisa en verlo.» -«El fue porque no tuvo más remedio. Lo
invitaron de cabecera. Si quiere pasar y esperarlo»...
La esposa ha dicho lo de «cabecera», con el mismo tono qué
hubiera exclamado: «El general lo mandó a buscar». 0 «tuvo que
hacer una operación». 0 «ha ido a defender un pleito».
Estos señores que van de cabecera a los entierros insulares son
después en el Casino uná especie de Victor Hugo de la localidad.

¿QUIEN HA SALUDADO, NIÑAS?


Camina un grupo de señoras por una calle que le falta luz y de
pronto se cruza con el grupo un señor que lo saluda. «Buenas no-
chesu. Y una señora del grupo añade: -¿Quién es el que ha salu-
dado, niñas?»
Mas ninguna sabe quién saludó. Y he aquí un enorme conflicto
planteado. Una señora le pregunta a otra: «iPero tú no sabes
quién fue? -iYo no SC, hija! iJesús, mujer, no te fijaste! -Pues
no me fijé. iCaramba!»
Y en el grupo se hace un .ambiente de tristeza, de melancolía.
iTan importante como es saber quién saluda!
iSería Pepito? Pepito no pudo ser porque a esta hora está él
hablando con su novia. Pero pudiera ocurrir que fuera Pepito.
¿No podía Pepito estar malo esta noche y haberse marchado a
acostar más temprano?

52
Pero es que Pepito suele ir por otra calle, y además la dirección
que llevaba el que saludó era contraria a la que debiera llevar Pepi-
to que vive en otro sitio. Pepito no puede ser. iEntonces será Jua-
nito?
iJuanito? iPero Juanito no estaba en el campo? Una del grupo
oy decir que hacia tres días Juanito había llegado del campo. Se
parecía a Juanito, pero no es posible asegurarlo, porque aunque
Juanito haya estado en la ciudad pudo muy bien haberse ido hoy
mismo al campo de nuevo.
iQuién es, pues? Las seríoras están disgustadas. Ellas venían
contentas, alegres, y aquel señor que las saludó y que no pueden
conocer, les ha estropeado el paseo. ¿Cómo es posible que pase un
señor y salude y no se sepa quién es?
Las señoras se van despidiendo en las puertas de sus casas res-
pectivas. Han llegado silenciosas, preocupadas. Cuando se despide
la última, pasa otro señor que la saluda y que es Pepito, Entonces
comprenden que el primero que saludó no era Pepito.
¿Quién sería, niña? Pepito no pudo ser. Pepito viene ahora de
hablar con su novia. $o ves?
Se marchan las últimas. Entristecidas, malhumoradas, llegan a
su casa. En la casa las esperan otras de la familia que no han salido
al paseo.
-iCómo les fue, niñas?
-Bien.
-iJesús! Parecen que están aburridas.
-No nos digas nada, que nos salud6 uno esta noche, hija, y no
pudimos saber quién fue.

ROBAINA ESTA MOLIDO


Cuando un ciudadano isleño está molido, hasta las estrellas de-
saparecen de emoción. ~NO habéis oído quejarse al ciudadano un
sábado a la tarde? El ciudadano llega cansado de su paseo y se
echa en un sillbn y dice:
-Estoy molido. -La familia, entonces, se estremece. Este
molimiento del ciudadano es de una gran trascendencia. Represen-
ta que tiene por lo menos dos callos y que viene del Puerto. Siem-
pre que se viene del Puerto hay molimiento. A veces el ciudadano,
llega del casino donde ha estado sentado toda la tarde, y aunque
haya reposado bien, se encuentra molido. Lo dice así, oídlo:
-iQue molido estoy!
Otro dfa, el ciudadano se muele de verdad y entonces el queji-
-
do es enorme. De molimiento pasa a muerte:

53
-iEstoy muerto!
Pero generalmente no está el ciudadano más que molido. Si
es Cónsul y tiene que asistir a una función religiosa. a una de esas
funciones largas y nutridas, el ciudadano no almuerza cuando vuel-
ve.
-iPero hombre, por qué no almuerzas? -le pregunta su eepo-
sa.
-Es que estoy molido -responde el ciudadano. Se me han
quitado las ganas. El olor del incienso me ha dejado molido.
La esposa no comprende bien cómo un olor tan amable y tan
sagrado, puede moler nada. La esposa sabe que ~610 muele el mo-
lino, pero como el esposo asegura que muele también el incienso,
ella se calla y no medita, ni pregunta más.
Si el ciudadano es comisionista y se pasa el día sentado sobre ;
un saco de garbanzos en la tienda de un cliente, cuando a la no- :
che vuelve a la casa, llega triste, rendido, fatigado... -iQué molido 6
estoy, hija! -Habrás trabajado mucho. -No, no he hecho nada. d
i
Me he pasado el día sobre un saco de garbanzos, pero estoy rendi-
do, estoy como si me hubieran dado una paliza enorme...
Si el ciudadano no es nada, y se levanta a las doce y se acuesta i
m
temprano y se pasa el día ora en la puerta del Casino, ora en la t
Plazuela, ora en el muelle, y es además hombre sano y rico y 5
dichoso, también regresà’ a su casa molido. También lo muelen 5
unos poderes misteriosos, mágicos. Este ciudadano si recibe una
cantidad de aire mayor que otro día cualquiera, dirá luego que está
mulido; si habla con cuatro personas en vez de tres como hab16 el s
i
día anterior, se encontrará molido al final del coloquio y tendrá d
que acudir a la cama o al sofá en seguida. E
Si el periódico trae una noche más telegramas que de costum- z
!
bre, el ciudadano se molerá. Todo él estar& lleno de dolores, al d
acabar la lectura. Y así el ciudadano se encontrará molido hasta en ;
el ataúd. E
¿Por qué estarán molidos siempre estos buenos hombres? ¿Por 05
quk si no hacen nada, si no caminan, si no corren, si no trabajan,
están molidos?. . .
LES que ellos han nacido ya molidos del vientre de sus ma-
dres?... No, no. Es sc510el espíritu lo que está molido. Lo ha moli-
do un molino negro y silencioso que mueve el diablo...
¿YA VINO?
i.Quién vino? Fabelo. Ha venido de Madrid, ha venido de Lon-
dres, ha venido de La Habana...
Fabelo se encuentra un amigo por la calle y este amigo le dice:
-iHola, Fabelo! ¿Ya vmo?
Fabelo se encuentra otro amigo que le dice lo mismo que el
primero:
-iYa vino?
Fabelo a todos les contesta igual, sonriendo:
-iYa vlne!
A Fabelo no le extraiía que a él, habiendo venido, le pregunte
un amigo que le ve con sus propios ojos:-¿Ya vino? Fabelo no ha
‘parado su atención en esta preguntita, porque él hace también otra
igual a Robaina, cuando Robaina es el que llega de Madrid, de La
Habana o de LOndres: -¿Ya vino, Robaina? Y Robaina, entonces
responde como Fabelo: -iYa vine!
Todos los insulares que retornan a la ínsula están en el mismo
caso que Fabelo. Es preciso preguntarles & ellos mismos si vinieron:
Es en balde que las listas de los vapores consignen que Fabelo ha
viajado, es inútil que un amigo de un periódico anuncie la llegada
de Fabelo; cuando Fabelo tropieza con un paisano tendrá, indefec-
tiblemente, que decirle que ha venido . . .
¿Por qué preguntarAn estas cosas vanas, nuestros amigos los
insulares? ¿No ven a Fabelo ante sus ojos? ~NO han comprendido
que aquella barba negra y larga, aquella nariz violenta y roja,
aquellos hombros ciclópeos y aquellas manos amplias, S610 son de
Fabelo? ¿No recuerdan todos que Fabelo era asi cuando se mar-
ch6 de viaje? ¿Cómo es, pues, posible que Fabelo haya cambiado
tanto en dos meses que sea necesario preguntarle si ya vino, para
oír su voz y la confirmación de su retorno, por sus propias pala-
bras?
iEs que piensan que Fabelo no puede volver más? iEs que
creen que Faheln nn es el mismo Fahelo, sino un facsimile de Fa-
belo, por ejemplo: Fabelo se queda, y manda su barba, sus ojos,
su nariz, sus hombros y sus manos convenientemente distribuidos,
a que salude a la gente? Nadie sabe lo que piensan los amigos de
Fabelo: lo cierto es que cuando se hallan frente a Fabelo, le pre-
guntan: ¿Ya vino? -Sí, sí, es indudable que Fabelo ha venido,
está delante de todos, pero no ha abierto la boca aún. $erá Fabe-
lo? Se parece a Fabelo -dicen los que están viéndole-. Fabelo ha
llegado; lo anuncia un periódico; además Fabelo puso un telegra-
ma diciendo que se embarcaba. No hay duda para los ojos, de que
Fabelo ha venido. Pero.. . Entonces todos le tienden la mano y le
preguntan: -¿Ya vino?

55
Mas como Fabelo no es irónico, ni ha nutrido su espíritu con
libros humoristas, ni siquiera conoce a Voltaire, sino que es un
hombre sencillo, modesto, que viaja porque se lo dijeron, no po-
drá contestar nunca de este modo:
-No, no he venido aqui, vendré quizá la próxima semana.
Vds. me perdonarán que no venga hasta entonces. Serán ~610 unos
cuantos días más de espera.

ESTA EN ESTADO
Cuando una señora de la ínsula está en estado interesante, todo
el mundo lo sabe en seguida. Y asi podemos oír continuamente, en
visita:
-«Fulana está en estado». -iTan pronto? -Responden. Y
aunque se puede estar en estado dekde un mes de vida conyugal, y
todas las señoras que hablan lo han sabido por experiencia, hallan
extraño que esta otra señora esté en estado con dos meses de ma-
trimonio, nada más. t
-Fulana esti en estado. -«iJesús, niña! No ha tenido tiempo 5
de respirar y ya estb en estad0.m Y las solteras añadirán: nA mí,
hija, no me gustaría estar en estado tan pronto.»
Cuando una de estas sefioras se nota su estado, se pone un chal
0 un saco que llaman de disimulo: y que es precisamente lo que más
llama la atención de este estado. El vientre de esta señora apenas
se nota crecido, pero la señora para que se note esto que no se
nota, se pone el chal. Y así, don Fulano que la ve en la calle le dice.
a su mujer: --uMe parece que Fulana está en estado.» Y esta espo-
sa lo repite a una amiga. Y el estado del estado de la señora pasa
de amiga en amiga, hasta que ya la señora tiene un vientre bíblico
y no cabe ocultación discreta. Entonces, la frase cambia y en lugar
de decir: «Está en estednu, se dice: «Está para dar a luz-u
Cada vez que un isleño estg en gestación, la ciudad entera se
conmueve. No parece si no que el niño en ciernes se va a llevar
algún empleo, o la novia rica de otro isleño.
La señora en estado ua a pasear al Parque. Algunas gustan de
exhibir este bulto y lo pasean orgullosamente, como diciendo:
«Nadie tiene esto que yo tengo.» «Esto que va a salir de mí es lo
primero que sale de vientre femenino.» Y la señora va a la tienda y
a la Alameda y a la Plazuela y a misa, siempre con su bulto, en
ehyobiciórl . La señora pretende que hagamos una reverencia ante
ella, como los griegos hacían a sus mujeres embarazadas. Pero no-
sotros no hacemos esta reverencia porque el isleño que se desarro-

56
Ila dentro de la matriz de aquella señora, será un futuro enemigo
nuestro. Algún día hemos de decir de él: «Me relaja este niño.»
Por eso, cuando una scííora está en estado en la ínsula, la ínsula
entera se estremece. Y si un isleño dice: -«Fulana está en esta-
do», se sobreentiende que, va a haber un hombre más, mañana,
que se disputara la Regiduría de Abastos, por ejemplo, 0 la Secre-
taría del Cabildo.
Pero si es la señora la que dice que Fulana está en estado, debe
entenderse que la embarazada engordará y se pondrá fea, y acaba-
rá de hacerle la competencia.
Nosotros aconsejaríamos a todas las señoras propicias a estar
en estado, que no lo estén. El número de insulares disminuiría con
esto y hasta sobraría el Raisuli, pero iríamos sin duda ganando en
orientación.

YO NO LEO PERIODICOS
Así como hay señores que tienen a honor leer periódicos y li-
bros, hay otros que se honran con no leerlos.
«Yo no leo los periódicos», dice un poco despreciativamente el
señor que no los lee. Y alza la cabeza, como si en vez de no leer
los periódicos fuera él el mejor que los escribe en el mundo.
En la Insula es una cosa honorable no leer periódicos. Los pe-
riódicos no dicen más que boberías. Las boberías de estos periódi-
cos generalmente consisten en hablar de estos señores que dicen
que no los leen por esas bobedas mismas. Así don Fulano no lee
nunca los periódicos, mientras el periódico está diciendo que Cl
está mejor de su enfermedad o que ha pronunciado un excelente
discurso. Claro que en el fondo el señor está contento con el elogio
o la cortesfa de este periódico, pero tiene también razón en decir
que son boberías lo que traen estos periódicos.
En lo que no tiene razón es en no leerlos. El periódico para
que lo lea este señor tiene que decir boberías. Si el periódico en
lugar de estas cosas triviales hablara de budismo o de la situación
psicológica de Rusia, el señor no podría leerlo de verdad. Pero
ahora, con sus boberías cotidianas, es cuando debe leerlo porque
es cuando lo entiende. Dice boberías el periódico, claro está, y el
señor lo sabe, luego lo digiere. Si no dijera boberías ipodría saber
el señor lo que dice?
El secreto de la boberfa no está en el escaso caletre del perio-
dista, sino en la discreción y el tacto que la costumbre de su oficio
le ha dado. El señor, en vez de decir que no lee periódicos, debía

57
leerlos y darse pisto de que los entendfa, ipues cómo va a saber de
estas bobetías sin enterarse? Otro bobo más discreto que él podía
superarle en conocimientos y decir con m6s razón que los pcrió-
dices no traen sino boberías.
Cada señor isleño tiene dentro de su cuerpo un periódico mejor
que cl que le llevan a su casa y que por wmpromiso paga. Tiene su
periódico y lo escribe todos los días. No lee los de papel y tinta, y
es seguro que no los leerá nunca. Posiblemente estos periódicos
que no dicen más que boberfas, serán esos que ellos llevan dentro
de sí mismos.

;
DON FRANCISCO ESTA DE E
6
PURGANTE 2
Don Francisco se ha tomado hoy un purgante. Por eso él ha
estado toda la mañana metido en su casa de zapatillas, sin lavarse y
tomando agua de pan quemado. Nosotros nos lo encontramos al
anochecer y nos ha dicho: «Me voy, lo dejo mi amigo: no quiero
que me coja el sereno porque hoy estoy de purgante.»
Cuando un hombre en la ínsula se toma un purgante es como si
se tomara una trágica decisión; como si fuera ‘a presentar una re-
nuncia política con carácter irrevocable.
Primeramente, el insular está diciendo varios días que necesita
tomarse un purgante. Un día no come y su mujer, al observar-
lo así le dice: «Quizás te haga falta un purgante. ¿Obras bien?»
-«No, no he obrado hace doi días. No sé si tomarme el purgan-
te.» -«Tómate una pildorita de esas que se toman por la noche»:
-«No sé. Mejor será una limonada. Pero me fastidia porque tengo
que quedarme sin oficina.» -«iTómatelo el domingo, hombre!»
-«No, no, el domingo no porque me quedo sin misa.u
Este diálogo no se repite hasta ocho dlas desputs, que adquiere
más amplitud. El marido dice: «No voy a tener otro remedio que
purgarme.» -«iNo te lo dije? -contesta la esposa-. No te purgues
y que te dé una peritonitis. Son majaderías. Total: cinco minutos
de mal gusto. Yo te encargo uno. iQuieres una limonada?» -«No,
sé..., una limonada...» -«Pues toma aceite de castor». -«iNiña,
estoy después repitiendo todo el día.. . ! -Mejor es una limonada.. .»
Vencida la resistencia del marido, la esposa manda a buscar
una limonada. que coloca. convenientemente. en la pila con el go-
llete hacia abajo. El esposo, cuando se va a acostar y bebe agua en
la pila, se estremece ante la visión de la botella aterradora. Allí,
junto al bernegal, está el frasco con el veneno.

58
El marido, que es don Francisco, no duerme y se levanta con el
alba lleno de inquietud y zozobra. Se dirige a la pila dispuesto a
beberse la pbcima. Coge un vaso, agita la botella y cuandn se dis-
pone a vaciarla se detiene súbitamente. No se atreve. Tomarse un
purgante es una cosa más Seria de lo que parece. La vfspera, don
Francisco destapa la botella y aplica las narices; husmea.. ., no da
olor. Seguramente el purgante no sabrá a nada. Pero iy si sabe?
Estas cosas de la botica engañan. Don Francisco no se decide y se
vuelve a la cama. En la cama duerme hasta las ocho que lo des-
pierta su señora.
-¿Te has tomado el purgante, Pancho? Don Francisco, aunque
oye, no responde. Hace que duerme. La mujer le sacude vivamen-
te, y don Francisco no puede fingir más. Es preciso cargar con el
purgante.
La esposa va en busca de la limonada, que trae en un vaso
especial, para purgante, donde se han tomado todos los purgantes
los antecesores de don Francisco. En un plato diminuto trae la seño-
ra unos terrones de azúcar. Y entonces comienza el asalto. Don
Francisco acerca los labios para’retirarlos rápidamente; la esposa
se impacienta: -jPero hombre, pareces un niño! -Es que me re-
pugnan los purgantes. -Pero si no sabe a nada. Mira: yo te trinco
las narices, te lo tomas sin respirar y después te tragas estas dos
piedras de azúcar.
De este modo es como don Francisco se toma al fin el purgante.
Pero después, durante el día, esta insoportable. A las dos, después
que haya obrado, se tomará un caldito con un huevo dentro y un
poco de arroz y un trozo de conserva de membrillo; dos horas más
tarde, un poco de leche y una copita de vino de Jerez, y al atarde-
cer irá a dar un paseíto al parque para recogerse tempranito.
Mas al día siguiente se enterará todo el mundo de que don Fran-
cisco se ha tomado un purgante. El lo dirá en el casino palpándose
el vientre y sin venir a cuento. Cuando su vecino de butaca sospe-
cha que él piensa en algo metafísico al verlo mirando el cielo, don
Fr aucko diI á; -Garay, estoy muy bien. Ayer me tomt un pur-
gante y es como si me hubiera quitado un peso de encima.»

TENGO VIAJANTE
Todo ciudadano que se mete a comisionista ha de pasar por
el viajante. El viajante es un señor catalán, generalmente de la
Liga, a quien se invita a almorzar en el «Café de Madrid» y se lleva
un día a San Mateo, para ver eso. El comisionista, cuando tiene al

59
viajante, no es más que del viajante. La señora del comisionista no
puede ir al cine, porque esa noche, le toca al viajante. Tampoco
puede ir la señora a casa de su familia, y dice a su criada: -Dile a
Pinito que esta noche no vamos, porque Pancho tiene al viajante.
Y que no sé cuándo iremos. Dile que iremos cuando el viajante se
vaya.- El viajante, a su vez, es del comisionista y lo invita, si cs
catalán a tomar un refresco económico mientras le dice, con tono
de la Barceloneta: «Ahora estamos haciendo las medias con un
hilo mejor. La pana es de mejor calidad. Norbillat la fabrica tam-
bién, pero la pana de Norbillat no puede competir con la nues-
tra».
En el tranvía se entabla una pequeña lucha urbana, entre el
comisionista y su viajante. El viajante quiere pagar, pero el comi-
sionista no lo permite. Y es que una de las cosas que primero debe ;
aprender el comisionista isleño es portar bien al viajante. g
El viajante tiene otro amigo además del comisionista. Y un día
almuerzan juntos, para que al final del almuerzo aparezca el comi-
sionista y pueda decirle el viajante: «Ha llegado usted a tiempo. Set
tomará un café.» El viajante no tiene ese amigo nada mas que para
pronunciar esta frase del diccionario de los viajantes.
Cuando el viajante se va a Tenerife, se queda el comisionista
arreglando el muestrario y dice a todos los clientes: «El viajante
está en Tenerife, vendrá dentro de una semana y sera conveniente
que usted tuviera arreglado para entonces el pedido.» Y es que ell
viajante se va, para que el comisionista pueda decir eso, pueda
hablar alguna cosa. Si el viajante no se fuera esos siete días a Te-
nerife , iqué podía pensar o decir el comisionista?
Nosotros quisiéramos tener, a falta de una finca, un pequeño
viajante. El viajante es una cosa.importante y honorable. Tener un.
viajante en plaza es casi tan importante como tener una buena voz
de tenor.
Ahora es la Cpoca de los viajantes. La ciudad se llena de ellos.
Empiezan a cruzar las calles hombres pequeñitos con zapatos blan-
COSy carteras de cuero bajo cl brazo. Y detrás dc cllos, como
perritos leales, los comisionistas, alegres y satisfechos de tener su
viajante ya.
A un muchacho le gusta tener un reloj y estudiar para que el
papá le compre uno cuando se examina. Un comisionista, lo pri-
mero que ha de hacer, es procurar que empezado su ministerio
mercantil le llegue un viajante y trabaja para tenerlo.
El viajante los cruza caballeros del ramo de tejidos y les da
espaldarazo con un cepillo de dientes de calidad extra.

60
EL SEÑOR. CHINCHOSO
Ha cruzado a nuestro lado un distinguido señor, bien vestido,
bien afeitado, con aire de persona educada. Este señor se ha quita-
do el sombrero cortésmente y nos ha saludado, con una amable
sonrisa. Un amigo que estaba junto a nosotros ha dicho cntonccs:
«iQue hombre más chinchoso!»
iUn hombre chinchoso! Chinchoso es en la isla sinónimo de
cargante, de antipático. El señor que nos ha saludado es un hom-
bre fino , Lpor qué es, pues, chinchoso? Por eso mismo. Nuestro
amigo se molesta cuando un hombre le saluda con educación. Es
indudable que nuestro amigo le gusta la gente ordinaria. Para él el
hombre que eructa, que se mete los dedos en las narices y que dice
iajo! cada dos palabras y escupe por el colmillo, es el perfecto
hombre de sociedad. Nuestro amigo encuentra chinchosos a todos
los hombres que han recibido un poco de educación. Y este crite-
rio de nuestro amigo se encuentra muy generalizado en la ínsula.
Por eso hay tan poca gente chinchosa.
Un isleño no puede sufrir que le digan chinchoso. Y si han de.
decírselo, porque se quita el sombrero, no se lo quita y santas
pascuas.
-Es de lo más chinchoso que hay, ese hombre. Buenas tardes,
cómo está usted. iJesús! Qué chinchoso -repiten remedando los
que no lo son. Y el desdichado señor que ha sido chinchoso unos
minutos, deja de serlo desde aquel día, para siempre.
Así, pues, cuando veáis tanta gente ordinaria y plebeya a vues-
tro lado, no sintáis dolor, ni asco. En el fondo toda ella es finísima,
culta, espiritual, pero molesta. Y se hace así por educación mis-
ma, por cortesía misma, porque serían unos hombres chinchosos
en medio de una sociedad de hombres no chinchosos, notas discor-
dantes en una orquesta tan afinada y completa.

NO ME HAN INVITADO
En la ínsula hay siempre un señor que no es invitado, y que él
cree que deben invitarle porque dice: «A mí no me han invitado.»
Cuando un señor dice: «A mf no me han invitadow, ya sabemos
que ha habido una fiesta donde no se ha invitado a todo el mundo,
sino a unas cuantas personas, entre las que no se encuentra, claro
está, este señor que se queja. -¿Ha ido usted a la fiesta, señor?
-le preguntamos-. Y él dice: -¿Pues ha habido fiesta? No sabía
nada. No he recibido invitación. Y se aleja pensativo, el señor no

61
invitado, .hecho un, mar de confusiones por no saber qué causas
han obligado a no invitarle. «No.&.., no sé... -dice- por qué no
me han invitado.. .»
Y es el caso que el señor no tiene importancia para esta invita-
ción y él mismo sabe que no la tiene, y no debe extrañarle, pero le
drVocupa, sin embargo: Caramba! ¿Por qué no me habrán invita-
\
Luego, hay otros señores que saben de esta fiesta por el señor
no invitado. En la ínsula para dar popularidad a una fiesta lo
mejor es no invitar: «¿Ha habido fiesta? iNo han invitado, pues!
iCaray!»
Los señores no invitados que saben de esta fiesta, dicen: «A
don Fulano no lo han invitado tampoco.» ¿No han invitado a don
Fulano? -Eso he visto en el periódico. -iPues es raro!
Y se encuentran a don Fulano y le preguntan: «iDon Fulano, a
usted no le invitaron?» -A mí, no. -Hombre, icómo ha sido eso?
-Pues no sé, no me lo explico. -Pues don Zutano fue invitado.
-¿Ah sí? ¿Lo invitaron?
Y se arma un pequeño conflicto socia1 con esta invitación, y la
señora de la casa se incomoda y exclama:
-Pues si no te han invitado ahora no debes aceptar la invita-
ción cuando te inviten otro día.
Y el señor no invitado recordará toda su vida este desaire, y lo
repetirá en la rebotica, cuantas veces haya fiestas y aparezca un
nuevo señor no invitado.
-Pues a mí, allá el ~$0 14, no mt: iniharon a la fiesta tal.
Nunca 10 comprendí. Aunque luego me dieron excusas, diciendo
que fue un olvido involuntario, pero yo, no volví jamás a ninguna
fiesta que dieron esos señores. . . Fue una cosa que me molestó
mucho y todavía al recordarlo me arde un poco.

A COGER LA PUERTA
Un señor que tenga en la ciudad mucho negocio, lo primero
que necesita es una puerta para que el isleño la coja. En un bufete,
en un despacho de médico, siempre hay un señor cogido a la puer-
ta. Un señor que llega al amanecer y se va de noche. El señor que
dice: *Le he aguardado a usted muchos días y al fin, en vista de
que no podía verlo, he tenido que cogerle la puerta.»
Generalmente, cuando nos enteramos de que la puerta está en
poder del señor, es en el momento de más trabajo, cuando vamos

62
a salir de prisa, cuando vamos a almorzar y no podemos atender al
señor que nos ha cogido la puerta.
La puerta en la isla, pucdc o estar barnizada o abierta o cerra-
da o cogida. Cuando el isleño coge la puerta, es lo mismo que
cuando coge el dinero ajeno. Acostumbrado a coger algo, cuando
no coge monedas coge puertas. Y mientras cierra la suya se agarra
a la de los demás.
Una mañana se levanta el insular y dice: «Tengo que ver a don
Fulano. iA qué horas está don Fulano en su casa?» A las tres, le
dicen. «iEs seguro que a las tres?» Pero a esa hora no podrá verlo
nadie porque tendrá mucha gente. Lo mejor es ir a las nueve.
-iPero si a las nueve no esta!, le dicen. «Ya lo se. Estará a las
tres, per.0 irC a las nueve.»
Y a las nueve va. Y coge la puerta.
Y dan las diez y las once y las doce y la una. Y a las tres llega
don Fulano, sudando y de prisa y se mete por la puerta trasera de
su casa que el insular no ha visto, ni ha presentido.
Pero al día siguiente se entera y se pone en aquella puerta de
atrás y cuando don Fulano entra le dice sonriente: -Hoy no se
me escapa usted. Ayer estuve cogiéndole la puerta de delante cinco
horas y usted se me metió por ésta, pero hoy le cogí ésta y no se
me escapa.
Y don Fulano, que se va poniendo rojo de cólera, no se atreve
a contestarle al señor que ha cogido esta su nueva puerta que él
creyó no podía coger nadie. Pero allá en su fondo le dan unas
ganas terribles de decirle al señor que coge la puerta:
-¿Y usted, pollo, no coge otra cosa, no coge más que puertas?. . .

TENGO QUE TERMINAR T.iJN


TRABAJILLO
Si uno ha nacido para tenedor de libros de una casa de comer-
cio, llegará un dla en que nos oiga decir un amigo: «Tengo que
terminar un trabajillo».
Y esto ocurre cuando una noche va uno deprisa por la calle de
Triana y nos tropezamos con el amigo que nos detine y nos pre-
gunta cuál es nuestra ruta. Y entnnces hemos de decir la frase
sacramental: «Tengo que terminar un trabajil1o.w
‘En la ínsula no hay un solo tenedor de libros que no tenga que
terminar un trabajillo. Este trabajillo es buscar un dulce céntimo
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que se ha extraviado, de chico que es, entre las columnas rojas de
un Diario.
El tenedor: de libros se mete de noche a buscar este cbntimo,
pero el céntimo se burla de él escondido detrás de una peseta que
brilla como la plata de la luna y que todo lo ciega con su resplan-
dor. Pero el tenedor, como ha dicho la frase terrible, estará toda
la noche buscando este centimo. El tenedor es esclavo de la palabra;
que ha pronunciado.
Aunque él quiera no podrá dejar de trabajar porque ya ha di-
cho que tenía que hacer el trabajillo, y cuantas veces quiera hacer-
lo, recordará su frase y se verá dominado por ella. Un tenedor de
libros que tiene que hacer un trabajillo, ha de hacerlo, porque!
entonces, si no lo hace, no tiene que hacerlo. ¿Y cómo puede ser
palabra fiadora ésta del tenedor de libros, que dice que tiene que
hacer un trabajillo y luego no lo hace? Si mañana dice que está
bien una suma, nadie podrá creérselo; una suma no está bien nun-
ca.
Es necesario volver a la noche para revisarla. Este trabajillo
que se hace es revisar la suma. El tenedor de libros que no tenga
que hacer un trabajillo, no podrá ser nunca un tenedor de libros
completo.
El necesita salir muy tarde y dejar siempre un trabajillo pen-
diente para hacerlo después a la noche. El trabajo no podrá aca-
barse nunca, y será un eterno error mercantil si no se deja un tra-
bajillo para terminarlo. El trabajo necesita este auxiliar de su tra-
bajillo. El trabajillo es, después de todo, el verdadero, el profun-
do, el intenso trabajo del tenedor de libros.

EL RELLENADOR DEL PARQUE


Un señor rellena el Parque todos los días. Este relleno ideal,
está hecho hace meses. El señor todas las mañanas echó un poqui-
to y el hueco enorme del ensanche del paseo se ha llenado de
deseos del señor.
Este señor es el amigo isleño. En la isla hay señores que son
amigos, no porque tengan muchos amigos, sino porque lo son de
ellos mismos. Decimos: el amigo Fulano, y ya se supone que es
aquél. Este señor es amigo, como puede ser farmacéutico o sobres-
tante. El calificativo aquí, es como el título de su arte u oficio. El
amigo isleño rellenó el Parque, poco a poco, y aunque su melanco-
lía patriótica demuestre que el ensanche no está relleno, el amigo
se lo supone así. Acaso no se atreva a caminar sobre su relleno ideal;

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posiblemente, si alguien se atreviera a caminar a su vez, él le grita-
ría: «No, amigo. No crea usted que eso es sólido. Está relleno de
voluntad mía. que aunque es férrea. no tiene resistencia real para
las plantas de sus pies.»
Pero es lo mismo que esté el parque relleno de escombros o de
voluntad particular. El señor tiene unos dulces pies ideales para
darse un paseíto sobre él. Y ve el mar más cerca que nadie, y su
espíritu manso de hombre de rebotica, se conforma y se enorgulle-
ce. ¿Qué importa que sea de tierra o de pensamiento este relleno?
-Dice él. El cielo, ni es cielo ni es azul. iY mañana!...
El amigo rellenador es un honesto filósofo urbano. Y un arqui-
tecto del mundo invisible. El ha hecho tambiCn su puente y si no
anda por él es para no estropearlo. Lo que no ha podido conse-
guir, ni en las más recónditas regiones de su imaginación, es agua
para el evacuatorio del Puerto.
Su mayor cariño es, sin embargo, el relleno, iAsí pudiera relle-
nar su cabeza como rellenó el hueco del ensanche! Pasan los días,
las mañanas claras y las tardes dulces, y el señor no las ve pasar,
absorto en contemplar su relleno. Acaso, un día -lejano- cuan-
do de verdad esté relleno el Parque, el señor amigo se incomode y
no vuelva a prestar su patriótico servicio. Seguramente exclamará
indignado: «En este país no se puede hacer nada sin que le estro-
peen a uno cuatro envidiosos el trabajo. Lo mejor es meterse uno
en casa y que la política se las entienda sola.»

;
ESE ES UN SINVERGÜENZA zB
Generalmente, en la ínsula, el sinvergüenza no es el individuo
que no ‘tiene vergüenza, como sería lógico y gramatical suponer:
sino el que hace una cosa que al verdadero sinvergüenza perjudica.
Un sinvergüenza abre una timba y hay otra persona que no está
conforme con esta timba y la va a denunciar, y el sinvergüenza,
que además es listo, lo supone así y advierte a un cofrade suyo
asimismo sinvergüenza: «Mucho ojo con Fulano, que ése es un
sinvergüenza y nos denuncia.»
Otro señor va a cometer una sinvergüencería y ante el temor de
ser descubierto se previene pensandoi «Esto tengo que hacerlo
bien escondido porque si se entera Zutano, que es un sinvergüen-
za... me fastidia.» Para dejar, pues, de ser sirvergüenza en la ínsu-
la, es preciso ser sinvergüenza. Mientras más sinvergüenza se es
menos sinvergüenza resulta uno. Una sinvergüencería mata a la
otra.
Otro seiior no está conforme con el saludo que le propina un
amigo y lo deja de saludar. Desde este momento pasa a ser sinver-
güenza. Un saludo de mas o de menos adquiere en la sociedad
pretenciosa de la ínsula caracteres de canallada. Y así vemos que
no saludando a los sinvergüenzas somos sinvergüenzas sin saberlo.
Pero esto no obsta para ser amigo del verdadero sinvergiienza.
Aunque uno no lo sea y lo es, con relación a otro que siéndolo no
quiere serlo. El sinvergüenza dice: «Perencejo de Tal es amigo
mío, pero no dejo de reconocer que es un sinvergüenza.»
No empece, pues, no ser sinvergüenza para que el sinvergüenza
sea amigo nuestro, suponiéndonos sinvergüenza. Si nosotros deci-
mos que el sinvergüenza es él, se enfadará, sin embargo, pero tam-
poco dejará de ser nuestro amigo.
Sinvergüenza para el sinvergüenza es aquél que, aún haciendo
cosas de sinvergüenza, no son corno las de él. Y cualquier cosa es
una sinvergüencería.
Si el sinvergüenza robó una cosa, dejará de ser sinvergüenza.
en el mismo momentq en que el no sinvergüenza se olvide de salu-
darle en la calle. Pues su categoría de sirvergüenza la traspasa ipso
facto al no sinvergüenza.
-¿Quién...? LEse...? iEse es un sinvergüenza! Pasa por al la-
do de uno y ni saluda siquiera.

LLAMEME POR TELEFONO


En .toda casa que haya un telkfono debe contarse, de antema-
no, con el señor que ha de pedir en seguida el favor de hablar por
teléfono. Este señor necesita más que ninguno el teléfono. Casi
todos sus negocios los hace por teléfono. Pero no pone ninguno
porque cerca de su casa hay otro y es una bobería gastarse el dine-
rn teniCndnln tan a mano y tan económico.
Nosotros tenemos un teléfono de mesa, en nuestra alcoba. Este
mes lo hemos utilizado una vez solamente, pero nuestro amigo, el
de la esquina, lo utiliza todos los días. «Voy a hablar un momento
por teléfono», nos dice. Y nosotros le respondemos: «Puede usted
hablar, pero todavía está sin hacer la cama y no se han llevado la
bacinilla.» «No importa -nos responde-. Yo no necesito ni la
bacinilla ni la cama. Es un momento nada más.»
Otra vez, a media noche, nos despierta el timbre del tekfono.
Es un señor que llama del Puerto y dice: «iPodía hacer el favor de
mandar un recadito a don Fulano para que se acerque al teléfo-
no?»

66
Y nosotros nos levantamos, nos vestimos, nos desayunamos a
media noche, hacemos la cama y escondemos la bacinilla para que
venga don Fulano y hable por el teléfono.
El señor que pide el favor de hablar por el teléfono se encuen-
tra en la calle a un amigo y le dice: «Si me necesita, llámeme por
teléfono.» «iPero es que ya tiene usted teléfono?n -«No, no se-
ñor, lo tiene Zutano. Usted me llama allí y en seguida me mandan
un recado.»
-«¿Quién es? -gritamos otro día porque el teléfono suena y
estamos esperando una noticia interesante. iQuien es? iPero
quién es, demonio?» Y un hilo de voz suena, como del otro mun-
do: -«¿Quiere usted hacer el favor de mandarle un recado a don
Perencejo, para que se acerque al teléfono de parte de don Zu-
tano?»
Este señor que pide el favor de hablar por el teléfono es el
mismo que manda recado a la barbería para que le presten el dia-
rio, y es el mismo que si nn le prestan el diario o se olvida uno de
llamarlo para que hable por teléfono, dice:
-Ese es un tío. No le pida usted un favor porque no se lo ha-
ce. Es un canalla.

s
EL NEGOCIO DE LA TARTANA i
o!
Una persona particular, un sencillo empleado que no ha hecho
negocios nunca, quiere un día hacer uno. Pero tiene que ser un
negocio discreto, honesto, poco atrevido. Y se dispone a comprar
una tartana.
Una tartana es un pequeño negocio. Se busca un caballo bue-
no, se limpia la tartana, se le da luxo1 a los metales, se le ponen
forros nuevos y SC busca un muchacho que haya sido tartawxo y
que sea honrado.
La tartana se recomienda a los amigos. -«Hombre, si necesi-
tas una tartana, yo tengo una. La parada la tiene frente al Casino.»
Y el amigo, un día tiene que ir al Puerto, y si está en el Parque,
por servir al-amigo de la tartana, se va caminando hasta el Casino.
0 toma otra tartana que lo lleve hasta el Casino. Pero puede ocu-
rrir, y ocurre fácilmente, que después del viaje el amigo recomen-
dado le dice al tartanero, sin pagarle: «Dile a don Fulano que yo
me entenderé con él.»
Y así todos los amigos. Un señor particular que compre una
tartana para hacer un pequeño negocio, lo hace, sí, pero un nego-

67
cio hacia atrás, uno de esos negocios de los cuales se dice con una
sonrisita: iBonito negocio!
Nosotros compramos un día una tartana. Y todos nuestros ami-
gos montaron en esta tartana. Verdaderamente nos hacían el favor
de utilizarla. Pero todos se entendían después con nosotros. Y
nunca llegamos a entendernos.
Esas dulces tartanas tan compuestas y tan brillantes que vemos
cruzar la ciudad, tienen una amarga historia entre sus cojines. Son
como esas muchachitas que se gastan todo el dineroen trajes y se
echan a la calle con una cebolla por todo alimento.
No os alegréis nunca al ver estas tartanas. No hagáis nunca
elogios de ellas. Son las tartanas desgraciadas de nuestro particular
amigo, que nadie paga nunca, y que un día el amigo vende por
mitad de su valor a otro tartanero de oficio, con quien no se puede
uno «entender».

UNA GRAN PERSONA


t
Cuando se es en la ínsula una gran persona ya sabemos todos 5
que nuestra vida es inmortal. Para ser gran persona es preciso ser
antes un gran hotentote, y fumar un buen cigarro puro y caminar
abriendo las piernas constantemente. El transeúnte al pasar dirá
de nosotros: -«Qué tío más animal», pero siempre habrá otro
señor que responda: -«Pero es una gran ‘persona».
Puede uno ser sinvergüenza y hasta ladrón en la ínsula sin dejar
de ser gran persona.
La gran persona está siempre en el fondo, como los tesoros.
Un señor ladra. En el fondo es una gran persona. Otro señor
comete una infamia. No importa. Mientras comete esta infamia,
comobeneficia a un tercero, será la gran persona que todos desea-
mos.
-¿Usted lo ve tan grosero, tan sinvergüenza, capaz de quedarse
con la isla entera.. .?, pues es un infelíz, incapaz de nada, una gran
persona.» Así decimos nosotros de estas grandes personas nues-
tras.
Un día este señor se muere y su entierro es una gran manifesta-
ción de duelo. Al enterramiento de este señor acuden todos los
aspirantes a grandes personas. Y de las cenizas de esta gran perso-
na, sale el Fénix de otra gran persona nueva y popular.
La gran persona se sienta en un Círculo todas las tardes a decir
burradas, rodeado de un coro de amigos. La gran persona alquila
un palco en el teatro y se va en automóvil al campo. Es también el

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«que sabe gastarse el dinero». Por esto mismo de saber gastarlo es
acaso «la gran persona».
Nosotros quisiéramos ser unas personas pequefias nada más.
Pero no es posible. En la ínsula si no se es gran persona, no se
puede ser nada, como no sea un fulanillo a la vela.

LA RAJITA DEL ZAPATO


Una de las personas más impertinentes de la ínsula es el señor
al que se le hace una rajita en el zapato y le molesta tenerla. Este
señor se sentará en el casino a decir que tiene su zapato roto y
acudirá a un amigo en la calle para decirle: «Hombre, ahora mis-
mo se me acaba de rajar el zapato. Yo no sé de dónde diablo
vienen ahora los materiales. Y fíese usted del zapatero. El zapa-
tero le dice a usted que es becerro y no hay tal becerro. El becerro
es uno por encargárselo.»
El señor que .se le raja el zapato sufl-e mukho. Va por la calle
levantando los dedos para que no se le note lo rajado. Aguanta la
respiración y mira de un modo agresivo a la gente como si quisiera
detenerle la mirada para que no se dIrija al zapato y lo vea roto.
Este señor del zapato rajado nò lo mandará a coser porque él cree
siempre que se nota más cosido.
Y él puede soportarlo todo en la vida menos que la gente sepa
que él tiene una cuchillada en el zapato.
«A mí se me rompen siempre los zapatos por el mismo sitio
-dice-. No puedo resistirlo. Yo soy capaz de salir con un siete en
el pantalón, pero nunca con esta pequeña raja en el zapato.»
El zapatero quiere convencer al señor de que el zapato se le
raja porque el pie le suda, pero el señor insiste en que ya el bece-
rro está sudado de antemano cuando lo utilizan para zapato. Y se
enfada con el zapatero y le guardará rencor toda su kda, como
Byron al curandero que le prometi6 enderezarle la pierna, y no se
la enderezó.
Sin embargo, hay señores que les gusta tener el zapato rajado.
Y apenas lo estrenan se lo rajan exprofeso. Y le dan una, dos, tres
cuchilladas sobre la parte del dedo meñique y se queda el zapato
con una pequefia reja andaluza, por donde asoma con el mantón
de un calcetín blanco, el diminuto y regordete dedo. Este señor
que se raja el zapato por su gusto suele ser de Tafira. Y nunca
hemos sabido por qué se lo raja. Acaso previniendo la futura raja.
Cuando la raja vaya, pues, a llegar al zapato, se encuentra que ya
estaba allí. Y nadie la podrá ver entonces.

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El señor que se incomoda porque se le raja el zapato debe
utilizar este práctico y sagaz modo del señor de Tafira, rajándoselo
el día del estreno. De esta manera, la voluntaria raja será respeta-
da y cuando la otra fatal llegue, nada podrá hacer que avergiience
o mortifique al señor que se enfada porque se le raja su zapato.

LO VOY A JERINGAR
La palabra no es jeringar, sino otra más gorda, pero, vamos, el
lector entiende.
Lo voy a jeringar. El isleño siempre está jeringando a otro isle-
ño, mientras éste no se somete a su idea. Llamémosla idea. Y así
vemos que a un escritorio va un señor después de la hora de ofici-
na y como no le despachen dice: -«¿No me despacha? Ahora voy
a hablar con el jefe para que se jeringue este señor» (que es gene-
ralmente el cajero). «Verá si me despacha. iPues no faltaba más!
¿Qué Se habrá creído este señor cajero? Se lo voy a decir a su jefe
para que lo jeringue.»
Otra vez, el señor llega al Ayuntamiento a solicitar alguna cosa
ilegal, y el encargado del departamento le dice que no puede ha-
térsela. El señor entonces monta en cólera y se va a ver al alcalde
0 a un amigo concejal, no para que le arreglen la cosa, sino para
jeringar al que no ha querido la cosa hacerle.
«iDónde va usted tan tarde?» -le preguntamos a otro señor-.
Y el señor nos responde: «Voy a arreglar un asunto.» -«Me parece
que es tarde ya. Seguramente no hallará usted a nadie que le atien-
da» -añadimos-. «iCómo! -exclama el señor-. ¿No hay nadie?
Si no hay nadie ya veremos quién es el que se jeringa».
A veces un señor se pone malo no para jeringarse él sino para
jeringar a otro. -«¿,Yo hago falta en ese sitio para que Fulano
diga o haga tal cosa? Pues me pongo malo y se jeringa conmigo.*
-¿Pero, hombre, por qué está usted caminando con la cabeza
y no con los pies? Se va usted a hacer daño. Es absurda esa manera
de caminar. Le perjudicará, a usted mucho -decimos a un isleño
que vemos por la calle. Y el isleño nos responde, sin inmutarse:
-«Esto lo hago para que se jeringue Mengano, que le jeringa ver-
me así.»
En la ínsula todo se hace para-jeringar al prójimo.l Si se nos
muere un pariente es casi siempre en vísperas de fiesta, para poder
decir: «Ya me jeringó ésteti. La vida insular no tiene otro objeto
que jeringarse los ciudadanos mutuamente.
Cuando nos dicen: -«Me jeringa este asunto», ya sabemos que

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el señor lo está haciendo exprofeso. Para jeringar al que... lo dice
y éste a su vez jeringa al otro diciendole que lo ha jeringado.

¿DE QUIEN ES ESE ENTIERRO?


La calle está silenciosa. En las galerías de las casas de esta ca-
lle, las mujeres zurcen y cosen. De pronto se oye un canto fúnebre
en la calle y las mujeres de la galería sueltan su costura y se levan-
tan precipitadamente. Dirígense a la ventana; la entornan, aplican
un ojo y dicen: -iUn entierro! -¿De quién será este entierro?
-¿Tú sabes, niña? -Yo no. -¿El periódico no dice nada? -NO,
no dice. -iJesús, y de quién será este entierro!
En el entierro van muchas personas de esas que dicen conoci-
das. Y las señoras exclaman: ««Persona conocida es. Va mucha
gente conocida. ¿Aquél que va allí es el conde? Persona conocida
debe ser el muerto.»
Las señoras no saben y sienten una pequeña angustia por no
saber. Y cuando ya el féretro ha pasado asoman la cabeza para ver
mejor. -Fíjate, niña, si va algún amigo. -No veo a nadie. -
LAqué no es Fabelo? -Sí, es Fabelo. ~NO mira? -No mira, hija.
-Mira a ver si mira y pregúntale.
Pero Fabelo se ha tomado en serio el entierro y marcha con los
ojos bajos. El entierro pasa y las señoras se vuelven a su galería sin
haber podido saber quién era la persona muerta.
En esto entra la criada y todas las señoras a una voz le pregun-
tan: -«Oye, jtú has oído decir de quién era ese entierro?»
La criada no sabe tampoco, y una de las señoras menos resigna-
da vuelue a asomarse a la ventana. Por la calle pasa Robaina y la
señora le dice: -Oiga, Robaina , iUsted sabe quién se ha muerto?
-No, señora -contesta Robaina. -Porque ahora mismito pasó un
entierro. -Pues no, señora. Don Fulano estaba muy malo, pero
no tengo noticias de que se haya muerto.
Es terrible para estas señoras no saber de quién ha sido este
entierro. Ellas no pueden seguir zurciendo. Se levantan nerviosas,
se vuelven a levantar. Ultimamente una de ellas da un gran suspi-
ro, extiende los brazos y exclama: -¿Ha llegado el periódico?
-Niña , Ltan temprano?
-Jesús, tengo ganas de que llegue para saber de quién ha sido
cl entierro.

71
NO TENGO GANAS DE MOVERME
Don Salustiano está de zapatillas tumbado en un sillón de su
casa. El nitío mayor de don Salustiano llega y le dice: «Papá,
llévame al Circo*. Don Salustiano responde: -«Esta noche no
tengo ganas de moverme».
Poco después llega la esposa y pregunta: «iTú vas a salir, Salus-
tiano? Lo decía porque podíamos ir a casa de las niñas de Gonzá-
lez, que sabes que se les ha muerto un niño». Pero don Salustiano’
da una chupada al cigarro y exclama: -«Esta noche no tengo ga-
nas de moverme».
Nosotros vamos a un casino para invitar a nuestros amigos a
dar un paseo. Uno por uno nos dicen que no tienen ganas de mo-
verse. Buscamos entonces a nuestro compañero de tresillo que está
leyendo el Diario, el único periódico que se lee aquí. Pero nuestro
compañero nos responde lo que los amigos del paseo: «No me
muevo de esta silla ni a tiros». Aquella noche nadie quiere mover-
se. Y esperamos al siguiente día. Nos ocurrirá igual. Nuestros
compañeros, nuestros amigos, no tienen ganas de moverse.
En un teatro debuta una celebridad. -«Vamos a ver esa cele-
bridad » -decimos. -«No tengo ganas de moverme» -responden.
Nuestro más intimo amigo se ha muerto y lo van a llevar al cemen-
terio, mas como nadie tiene ganas de moverse, el cadáver dentro
de su caja irá solo al cementerio. Hemos pensado muchas veces
que estos amigos no han aceptado la invitación de la Muerte por
no moverse de su sitio.
Y he aquí el secreto de esta salud insultante. Sigilosamente nos
han visitado epidemias. Una vez, no hace muchos años, llegó la
peste bubónica y dirigiéndose a un socio del Casino le dijo: -
*Amigo, aflójese el’cuello, para adherirme, suba los brazos...» Y
el socio le contestó a la Peste: -«Ahora no tengo ganas de mover-
meo. Y la peste se fue en busca de otro... Y al fin se ausentó al ver
que la ínsula no daba hombres propicios. Si oís de&; -«Es un
milagro que con tan poca higiene no se desarrollen aquí epide-
mias», contestad vosotros que las epidemias sí vienen, pero nada
pueden conseguir, si todo el mundo está quieto en una butaca o en
una silla.
El tifus se metió una vez en el vaso de un amigo nuestro, y
nuestro amigo se salvó, por no mover la mano para cogerlo, la
mano que tenía apretada dentro del bolsillo, echado en un diván
mientras estaba.. .
¿Por qué don Salustiano tiene un padre de noventa años? LCÓ-
mo este padre no se ha muerto a pesar de haberse arruinado? Es
que el padre de don Salustiano, aunque oficialmente posee noventa

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afíos, en realidad no tiene sino cincuenta. El padre de don Salus-
tiano estuvo a punto de morirse a los cincuenta años, pero como
no tenla ganas de mo~c~sc ha llegado a los noventa, echado sobre sí
mismo, y sabe Dios isi se moverá todavia!
El cielo insular tampoco se mueve. Las nubes, quizá por no
moverse, están sobre la ínsula todo el año.
Aquí no se mueven ni las cupletistas.

ME VOY A ACOSTAR TEMPRANO


Cuando, por la tarde, dice un indígena de la ínsula: «Esta no-
che me voy a acostar temprano», adquiere un aire de grande
hombre. Lo mismo que si hubiese dicho: -«Fragilidad, tienes
nombre de mujer» o «La música cs el menos molesto de los rui-
dos.. .»
Me voy a acostar temprano; temprano es para un insular las
ocho, después que come. El insular que no bebe y va a dar vueltas
por el Partido, suele acostarse a las diez. Si es troglodita del todo
va a la plazuela, y si es un noventa y nueve por ciento de troglodita
irá al Casino. En ambos lados dirá cosas-vulgares, monótonas,
plúmbeas. Así, de esta guisa: -«iNo se han enterado ustedes?»
,«¿Han visto ustedes?» «iFuerte relajo!» «Me duele la barriga esta
noche. No sé si será un turrón de Alicante que me comí». Pero
cuando exclama: -«Esta noche me voy a acostar temprano», es
cosa de aplaudirle frenéticamente.
El insular cree que sus amigos se estremecerán cuando le oigan
decir’esta frase terrible. Y es que el insular, de puro presumido,
piensa que si él no sale Por la noche, la noche no tendrá estrellas.
Don Antonio está en la terraza del Casino hablando con don
José. Don José le dice: -«Don Antonio, jvamos esta noche a hacer
la visita a don Bartolomé?» Yero don Antonro da ufla chupada al
cigarro, empina el vientre, estira las piernas y poniéndose un dedo
de su mano izquierda en la manga del chaleco responde, pausado,
lento, en tono sacerdotal: -«Esta noche no. Esta noche me voy a
acostar temprano.»
’ ¿Creéis que don Antonio está enfermo? ¿Habéis pensado que
mañana él ha de levantarse más temprano que nunca y necesita
recogerse en seguida? No. Don Antonio hace lo mismo de siempre
y tiene su salud perfecta. Es que a don Antonio le es preciso decir
una cosa distinta; es que don Antonio se ha dado cuenta de que es
un pobre hombre y que no tiene otro remedio de hacerse más
inteligente. El sólo ha dicho en su vida: «iCaray!» «iFuerte bola-

73
da!» «iQué me jeringa ese hombre!» «iPor supuesto, a mí no me la
hacía!», y quiere decir algo nuevo. Puesto en ejercicio su numen,
sblo se le ha ocurrido decir: «Esta noche me acostare m& rempra-
no». Esta frase es algo trascendental y profunda.
Cuandö don Antonio se acuesta, la población entera se la tra-.
gará el mar y don Antonio quedará flotando dentro de su casa,
como en una nueva arca bíblica.
Las ideas se agotan en el meollo de esta clase de insulares, y
cuando ellos, a fuerza de repetirlas, piensan que hacen falta otras
nuevas, se acuestan más temprano... para despistar dormidos.

NO HE SACADO CIGARROS
Esta mañana nos hemos encontradu con don Onofle y nos’ ha
dicho de golpe: -«iHombre, usted tiene cigarros? Caray, no he
sacado; estaba escribiendo y con la prisa de salir los he dejado
encima de la mesa. Y por aquí no hay tabaquerías abiertas, y estoy
con unas ganas furiosas de fumar».
Le hemos dado, sonriendo, Un cigarro a don Onofre y él nos 10’
ha agradecido, como si hubiéramos empleado en el Ayuntamiento
a su primogénito.
Nosotros sentimos una profunda admiraciirn por estos hombres
que siempre se dejan los cigarros en la mesa de su casa. En reali-
dad, no los dejan, suelen no comprarlos, pero nosotros les daría-
mos una, dos, tres cajas nada más que por oírles la disculpa encan-
tadora.
Don Onofre se fuma nuestro cigarro y cuando tropieza con otro
amigo le pedir8 un nuevo cigarro con el preámbulo con que a no-
sotros nos 10 pidió. Y todo el día estará pidiendo cigarros. Cada
uno de los amigos le dará uno. Don Onofre tiene una cajilla de
amigos; dieciséis amigos. El contará sus amistades por cigarros.
Cuando don Onofre, por casualidad compra una cajilla, se olvi-
da de que la lleva en el bolsillo y sigue pidiendo mSiscigarros. La
otra noche nos decía: -«Hombre, usted querrá creer: soy un fu-
mador tremendo. Pero cuando no tengo cigarros es una cosa deli-
rante..., usted querrá creer; el otro día, me,quedé en casa y tenía:
una cajilla; pues apenas fumé un cigarro; y es que’no tenía ganas...’
Pero por la noche salí y me olvidé de la cajilla y ‘desde que llegut a
la esquina me entraron unas ganas horribles, como si tuviera sed.
Por no volver para atrás me di un salto a la tienda de don Juan
para pedirle un cigarro. ..»
Y ved de lo que es capaz don Onofre. Su casa está casi en la
esquina donde él se acordó de sus cigarrillos y la tienda de don Juan
está al final de la otra calle paralela. Cuarenta veces más lejos de
SU casa. Don Onofrc, dominado por su fatal yicio, caminó y Caminó
como un peregrino por buscar un cigarro, teniendo cerca de ,su
mano una cajilla entera. Y no es que sea un usurero don Onofre.
El compra muchas cosas y es un obsequioso amigo, pero esta ma-
nía de los cigarros le llevará a la tumba.
-«Me he dejado los cigarros sobre la mesa. Hombre, no com-
pro cigarros porque en casa tengo una cajilla entera. Déme un
fósforo . ¿Usted querrá creer que no puedo comprar fósforos?»
Don Onofre tampoco puede comprar fósforos. Esto es una en-
fermedad de don Onofre. El dice: -«Se me resiste comprar fósfo-
ros.» Y es capaz de andar sesenta metros en busca de un fósforo
antes que comprar una cajilla. Y ve en el camino a un mendigo y le
dará el valor de dos cajillas. Don Onofre se pasa el día diciendo dos
frases:
-Déme candela.
-Déme un cigarro.
A veces cuando ha repetido mucho el «Déme un cigarro...»
añade para suavizar el sablazo: -«Déme un cigarrillo. . . de esos
suyos. »

EL ISLEÑO DEL CALLO


Nuestro amo don Manuel acaba de salir de una farmacia. Noso-
tros pasamos por esta farmacia en el mismo instante en que don
Manuel sale, guardándose en un bolsillo del chaleco una diminuta
caja de cartón como uño de esos relojes de sefiora, tan lindos. Dow
Manuel, sin que le preguntemos nada, nos dice que él ha venido a
la botica para comprar un disco pura callos. Don Manuel tiene entre
dos dedos de su pie derecho, un callo tremendo, como el apocalip-
sis. Don Manuel camina cojeando un poco y preguntando a todos
sus amigos, qué diablo de cosa habrá para quitar los callos. Un
amigo le ha dicho: «Nada, don Manuel; se los corta usted y le vuel-
ven a salir; se pone usted callicidas y no hace más que ensuciarse el
pie. Lo mejor es un disco. Compre usted un disco». Y don Manuel
ha comprado el disco, y cuando tropieza con nosotros nos mani-
fiesta: -Voy a ver si me sirve el disco. Estoy terrible de los ca-
llos. Los de la planta del pie menos mal, pero los del dedo... $a-
ray! No hay un zapato que me venga. Si doy dos pasos veo las
estrellas. No tengo humor para nada. Usted querrá creer que toda-
vía no he ido a ver la película esa de La mano que aprieta. iCual-
quiera tiene humor de ver películas con este callo que aprieta
más!»
Un callo en el pie de un insular es de una trascendencia socialis-
ta. Un insular con un callo no es capaz de tomar una decisión por
nada. Si la esposa quiere ir a ver la película, el insular dirá: -«Ay,
hija, si no puedo andar con este cal1o.n Si lc mandan a buscar de
una Junta responderá: -«Diga usted al presidente que esta noche
estoy perdido de los callos».
Suyuugamus que estalla una revolución. El hombre del callo es
un orador, quizás un cabecilla, una persona capaz de arrebatar a la
turba. El estará esperando el instante en que un motín estalle. El
es uno de los mas fervientes demócratas. Pero cuando llegue el
momento, y le digan: «Don Fulano, esta noche estamos de acuer-
do para implantar eso... » Don Fulano responderá -«Caray. hom-
bre, no jeringue ahora. iPero ustedes se creen que yo estoy de hu-
mor para andar esta noche en esos trotes con este callo que ten-
go?»
Todo se renunciará por un callo. El hombre del callo se vuelve
irascible. Antes era modesto, sencillo, generoso. Después del callo
hablará mal de sus amigos y de las personas notables de la locali-
dad. t5
Un día, en el Casino, hará un socio el comentario de un discur-
so que ha pronunciado en cl teatro uno de los oradoIt;s locales;
-«Estuvo soberbio» -dirá el socio. Y el hombre del callo contes-
tará: -iSale! Ese es una bestia, es una acémila.
Y en realidad lo es, pero al hombre del callo, antes de su callo,
le parecía el orador un Cicerón amplificado...

EL HOMBRE DE LAS CUATRO


FRESCAS
Es muy frecuente aquí el hombre mal educado, el hombre ordi-
nario, el hombre plebeyo, que lleva un traje bien cortado y una
camisa bien almidonada y limpia. Este hombre es aquel hombre
que se cree aludido en todo y que siempre está diciendo: -«Por
supuesto, desde que me topc a Fulanillo Ic suelto cuatro frcscaw.
Y el soltar esas cuatro frescas viene a ser uno de los más honrosos
títulos para transitar por las aceras con cierta nombradía o perso-
nalidad.
Un día usted, lector, que es periodista, censura las tonterías de
la colectividad. Lo llevan a usted a un Casino o a un Círculo, donde
76
acaban de arreglar un ambigú; pero usted lector, que es un hombre
listo y de gran sutileza, sonrfe ante el arreglo. El arreglo es cursi,
de un gusto detestable, parece hecho por un peluquero presumido.
Y cuando le preguntan su opinión, usted sinceramente, ingenuamen-
te, dice: -«Hombre, a mí me parece esto un torno de Semana
Santa.» Estas palabras terribles Ir: costarán a usted un disgusto. El
autor del arreglo se enterará más tarde en la terraza del Casino y
prorrumpirá en gritos desaforados: -«iQué se ha creído ese
mentecato! En cuanto lo vea le suelto cuatro frescas».
A la noche os encontráis con este hombre irascible que se os
acerca sonriente para deciros: -«iCon que obra de peluqueros! Sí,
señor, pero de un peluquero moderno. Los ‘peluqueros viejos’ no
tenían tanto gusto y bebían ron».
Estas son las cuatro frescas. El hombre irascible ha hecho una
alusión familiar; vuestro abuelo fue barbero y según contaban sus
contemporáneos, le placía el ron más de lo debido. El hombre del
ambigú en cuanto oyó que le habíais llamado peluquero recibió
una recóndita alegría, porque vuestro abuelo lo fue y las cuatro
frescas iban a salir mejor de lo que podía esperarse.
Estos hombres que se ofenden como Foma Fomith, porque son
unos blandos adoquines humanos, están deseando siempre las oca-
siones para las cuatro frescas.
El isleño de las cuatro frescas es, después de don Agustín, el
hombre más importante de la ciudad. Los admiradores del hombre
de las cuatro frescas no hacen sino loar la expedita lengua del
ídolo, de esa lengua que no «tiene pelos». El hombre no quedará
callado nunca. Dirá siempre sus cuatro frescas, en cuanto mortifi-
quéis su estúpida vanidad. Y aunque no diga nada de su honor
aparente o de su moralidad dudosa, también utilizará contra voso-
tros sus frescas. Por ejemplo, él va todas las noches a la rebotica a
decir necedades. Vosotros escribís un artículo suave, irónico, en el
que comparáis las conversaciones de las reboticas con una de las
pomadas m6s populares. El hombre dc las cuatro frescas lee cl
artículo y como en la ín&la no hay vallas, ni planos diferentes, y lo
mismo el barbero que el peón o el arribista o el «croupier» están
autorizados para hablaros de igual a igual, el hombre, cuando
tropiece con nosotros, exclamará subrayando sus palabras:
-<Hombre, leí su artículo y está muy bien. Aquello de que las
conversaciones son una pomada o un jarabe tiene mucha gracia, so-,
bre todo lo de pomada. Pero usted no dice qué ‘pomada’ es. Yo a
ser usted pongo el nombre de la ‘pomada’».
Y ya están dichas las cuatro frescas. Y vosotros me pregun-
taréis: -«¿Dónde están las cuatro frescas que no las vemos?»
-Pues están en la ‘pomada’. He aquí que vosotros tuvísteis una
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abuela que la llamaban en la ciudad ‘Doña Pomada’, porque su
marido tuvo antaño una droguería popular.
El hombre de las cuatro frescas es una alegoría de la ínwla. El
dirá siempre sus palabras sangrientas, vengan o no a tiempo, pues
es su oficio o afición y sobre todo lo único que sostiene su persona-
lidad entre tanto guacamayo. No respetará jamás a persona algu-
na. Y si él, por un prodigioso milagro, pudiera examinar despacio
la masa gris de su propio caletre, no cabría duda de que le diría
también cuatro frescas al Supremo Hacedor.

EL SEÑOR QUE NO EXISTE


Hace algunos años, cuandn éramos unos niños, solíamos ver en
el parque a un señor pequeñito, regordete y colorado, que se sen-
taba en un banco todas las tardes. Este señor ni tenía amigos ni
parecía hablar con otro que no fuera su propio yo. Ahora volve-
mos a encontrarlo en el mismo sitio, con la misma edad y el mismo
silencio. El señor no ha cambiado nada. Y es que no existe.
El se ha pasado muchos años probandose su existencia y no ha
podido conseguir gran cosa. No existe, aunque él se lo crea y quie-
ra existir a la fuerza. No es más que un deseo de hombre, un es-
fuerzo constante por existir. Pero no es una realidad aunque nues-
tros ojos lo vean sentado en su banco...
El señor, a fuerza de voluntad, ha logrado una pequeña y ficti-
cia existencia. Y piensa que existe. Y como se palpa y hasta habla
en alta voz para oírse, cree realmente que es un ser vivo. Y he aquí
todo lo que él cree que es. Primero: tenedor de libros. El sefior se
cree lleva los libros de un comercio porque sc sienta todos los días
en una mesa y escribe a diario. Después, cree que es casado, por-
que ha cngcndrado diez hijos, más tarde cree que va al parque
porque está en el parque. Y nada de esto es cierto sino en la cabe-
za del señor. Si el señor no tuviera esta pequeña imaginaci6n que
le hace soñar estas cosas, no pensaría que existe. Y ya sabemos
que puesto que «pienso, luego existo», no existe quien no tiene un
pensamiento acondicionado.
El señor camina y se sienta en su parque. Si el lector le pregunta
dónde nació, le dirá que en Canarias. El lo cree así. Su familia
también lo cree. Si él lee esta crónica en la que se trata de su no-
existencia, creerá que nosotros estamos locos negando una reali-
dad tan clara como es su vida.
Y esta última creencia será otra prueba más de que no existe.

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No existiendo y asegurar, sin embargo, que sí existe, es la prueba
más segura de que el seriar es una pura abstracción.
Cuando se levante mañana sonreirá repitiendo: Existo7 Pero
cuando se muera, no se dará cuenta de su muerte y se le disipará
del meollo la absurda creencia de que existía.
Cuando cl Icctor pase por este parque y vea al señor sentado en
su banco, podrá comprender, claramente, cuán cierta es la verdad
que sostenemos. El señor sonreirá y el lector pensara que la sonri-
sa es por seguro que está de su vida, pero hay otra sonrisa más
recóndita, que no se ve, y que frente a esta sonrisa del señor, le
hace un gesto desdeñoso de burla y de melancolía.:.

YA SABE QUE LO APRECIO


Cuando un insular nos aprecia es cosa de echarse uno a tem-
blar. Nos dicen: «Ya sabe usted que le aprecio», y nos dan un pe-
queño golpe en el hombro. Luego, el insular, sin dejar de apreciar-
nos, va a otro sitio y nos desprestigia con un amigo: «Aunque es
un .hombre que yo aprecio mucho no dejo de reconocer que es un
grajiùja». Si nos reñimos con el hombre que nos aprecia dirá en
seguida: «Es un hombre sinvergüenza y orgulloso, y esto lo digo yo
que lo aprecio.»
Un día se nos ocurre decir en la prensa: «El señor,Fulano, que
es concejal, lo ha hecho de un modo desastroso.» Y el señor Fula-
no se incomodará y exclamará en seguida: “«iQué mal le habré
hecho yo a este joven ? Al contrario. Le aprecio mucho. No me
explico por qué no me aprecia Cl.» Apreciar a uno es dejarle hacer
cosas desapreciables.
Otro día vemos al señor Zutano vestido de levita, caminando
de prisa y muy sonriente y le preguntamos: -«iDónde va usted,
señor Zutano?» Y el señwr Zutano nos responde: -«iHombre, al
entierro de Perencejo! Es una persona a quien yo apreciaba mu-
cho.» Y se sigue sonriendo. En el entierro vemos a muchas perso-
nas más. Todas ellas han ido por aprecio. Y el periódico dirá al
siguiente día: «Acudió numerosa concurrencia, prueba del aprecio
en que..., etc.»
Vemos la luz en la ínsula apreciándonos de antemano con tanta
acumulaci6n de aprecio, que no podemos después dejarnos de
apreciar.
Y aunque nuestros odios y nuestras venganzas se desaten, el
aprecio permanece incólume en medio de tanta tormenta:
Y si un día hacemos una contracaridad al prójimo, quitándole

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su empleo, su novia, su mujer o su dinero, tendremos siempre la
defensa de decir compungidos: «Me he visto obligado por las cir-’
cunstancias a hacer esto a un hombre que yo apreciaba mucho.»

LAS CRIADAS DE VEGUETA


Estas redondas y fofas criadas de Vegueta que sirven en las
casas de abolengo, desde que dan las tres de la tarde y las amas
-unas señoras vestidas de raso negro muy misteriosas- se mar-
chan a la Salve o la Letanía, asoman a las ventanas sus torneados
bustos y, como estatuas de madera policromadas, permanecen allí
hasta que en !a catedral dan el toque de ánimas. ¿Qué soñarán
estas mujeres todos los domingos? iQué atisbarán en una calle por
donde no pasa nadie nunca, sino el coche melancólico de algún
galeno?
En cada ventana hay siempre d& criadas gordas, saludables,
limpias, con esa limpieza que parece de jab6n de Castilla; cubren
sus bustos con unas blusas de satín azules o encarnadas muy lige-
ras, adornadas con lazos de terciopelo negro... Cruzan iosbrazos
que son dos jamones enfundados sobre el alfeizar, y se inmovilizan
hasta el anochecer.. .
Pasan las horas. Sólo ha cruzado ia calle un coche y una mujer
vestida de negro que viene de San Agustín..Las miradas de las dos
domésticas siguen fijamente la silueta de la mujer que se pierde
por una calle transversal; después hablan unas palabras entrecorta-
das y tornan a esparcir las miradas .por toda la calle en busca de
otra silueta.
Son unas mujeres antipáticas, sin relieve alguno. De esta secta
salió la muy famosa «Pepita la Redonda», que en «Compañerito»
nos muestran los Millares; todas estas criadas son hijas de los me-’
Cliancros del prócer. Y vienen n lo CW.ZIsolariega a cspcrar cl cspo-
so del lunar de pelo, cochero o lacayo del mismo prócer. En la
casa engordan más, y allí, entre los pliegues de las cortinas de
damasco, o bajo las alfombras mullidas de las salas, dejan el aire
sano y la aldeana gentileza que traen de los prados. En unas cómo-
das de pino, guardan entre manzanas y blusas los duros del sala-
rio, que serán la dote mañana. No son ni feas; todas iguales, como
de una casta peculiar; de una honradez casi histórica; estúpidas,
a fuerza de honradas. No inspiran amor, no incitan al beso. Pare-
cen atacuñadas de algodón hidrófilo. Van a todas las novenas, y
tienen establecido un turno riguroso para salir de paseo los días
festivos. Las criadas de la aristocracia isleña vienen a ser las abue-
las de todos esos titulados anónimos, necios y presumidos, que
enseñan su precoz vientre en la puerta de los casinos.
Mañana estas mujeres se codearán con la distinguida clase me-
dia, y aunque están acostumbradas a decir: «Señor don Fulano,
señor don Mengano», nos llamarán a nosotros «Galindo, Robaina,
CarnejoB: UOiga, usted, Camejo, oiga usted, ChLino...>> Esta ab-
negación de los domingos en la ventana solariega tendrá que ser
recompensada algún día.
Nosotros tuvimos muchas criadas en nuestra vieja casa; desde
nuestra niñez todas las criadas que han desfilado por la coci-
na nuestra han dejado un recuerdo sentimental. Eran criadas de
tres duros; muchachas ligeras, primorosas, formales. Tenían algún
espíritu. Nosotros recordamos que algunas nos besaban cuando ya
éramos creciditos. Al través de los años se nos aparecen más be- ;
llas, más ardorosas de lo que en realidad fueron. Nuestras prime- g
6
.ras visiones sentimentales estuvieron en aquellas caritas económi- d
cas, que tan bien supieron besar los soldados...
Al contemplar a estas otras criadas asexuales y circunspectas, el
recuerdo de «las nuestras» se aviva, con más ardor. Y volvemos a
verlas con los zapatos viejos de nuestro padre, fregando el piso
sagrado de la sala.
Hace unos días, una de estas muchachitas, que hoy es una
mujer espléndida, nos detuvo en la calle: -Mi nitio -nos dijo-.
iQué grande estás! iCuánto tiempo sin verte! -iY tú? -le pre-
guntamos-. Yo, mi niño, me casé, tengo seis hijos. -¿Y tu mari-
do en qué trabaja? -Mi marido está en La Habana...
iOh, que simpática! No la hemos creído. Pero estas mujercitas,
que han sido nuestras criadas, y que al correr los años tornamos a
ver con seis hijos y un marido hipotético en La Habana, son más
humanas, más «mujeres», más puras, que estas otras criadas re-
pugnantes de la aristocracia, que están pidiendo, a toda prisa, que
las rocíen .con agua bendita.

EL SEÑOR QUE SE VA AL CAMPO


Este señor vecino nuestro está en la puerta de su casa con un
pequeño envoltorio en la mano y el cubrepolvo sobre el brazo. Es
mediodía. El señor vecino está nervioso, porque de minuto en mi-
nuto saca un reloj y mira la hora. Nosotros desde nuestra ventana
observamos todos los movimientos del vecino.
El señor va al campo. El espera sin duda a un amigo, que tar-
da. Quizá vayan a perder el coche o el automóvil. Sí, lo van a

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perder, pues pasa una hora y el amigo no llega. Pero el vecino
podía marcharse solo, y, sin embargq, no se va. Es posible que solo
no se puedá ir, qnizAs el amign pague el autnmr5vil y nuestro veci-
no para aprovechar esta ocasión espera dos, tres, hasta ocho ho-
ras.. . No obstante, debía estar tranquilo, y no lo está.
El vecino haró el viaje, no hay duda, en un coche de horas, y
aunque se ha puesto a esperar desde una hora antes, ya debe faltar
poco para la salida, pues empieza a dar nerviosamente cortos pa-
seos ante la puerta de su casa.
El zapatero ha dejado’de remendar unas botas para contemplar
al señor; los plateros, como estúpidos, se han asomado a la puerta
para ver lo que ocurre al señor. Un transeúnte que marcha de prisa
se detiene en la esquina, curioso. El señor pasea, pasea, pasea y
saca el reloj a cada vuelta.
¿No irá al campo este hombre ? -preguntamos-. El coche de-
be haber salido ya; nuestro vecino espera una hora y media. iPero
este cubrepolvo, no es el más firme síntoma de que el señor va al
campo?
Unos, cascabeles suenan. Por la esquina aparece una diligencia,
que se detiene frente a la casa de nuestro vecino. El vecino excla-
ma: -iHace dos horas que espero! El cochero le responde: -To-
davía falta media hora. El señor sube y dirige sus miradas al bal-
cón donde se asoma una dama despeinada. La saluda y antes dc
partir la diligencia nuestro vecino dice a la dama: -No te olvides
de mandar esa carta, en cuanto venga el chico.
La diligencia parte, el zapatero coge de nuevo su bota abando-
nada, los plateros tornan a pulir sus anillos y nosotros nos pregun-
tamos: ¿Por qué este señor ha bajado a la puerta de su casa a
esperar este coche que había de venir por él dos horas y media
antes de la conveniente?
Es que el señor siente una profunda, una intensa emoción
cuando sale al campo y no puede contener su inquietud y le parece
que si no espera en la puerta, el coche se escapará. Este señor si ha
de venir para la ciudad mañana n la madrugada, se despertará des-
de media noche y aguardará también en la puerta de la fonda del
pueblo, fumando cigarrillo tras cigarrillo hasta que el coche llegue.
El cree que todo se le escapa. Es un hombre temeroso y pueril.

82
LA INQUIETUD DE LOS AMANUENSES
Cuando mQs tranquila está la calle donde trabajamos ahora,
cuando el sol calienta la cálle y los rumores lejanos de Triana son
eco vago en este barrio de Vegueta silencioso, aparece, de pronto,
como si hubiera surgido del fondo dt: la tierra, un hombre descu-
bierto que se detiene en la esquina y mira con ansiedad a todos
sitios.. .
Este hombre aguarda en la esquina un largo rato. ¿Qué busca?
¿Qué se le habrá perdido? Demuestra honda inquietud, hasta que
por un extremo de la calle aparece una silueta humana. Al hombre
se le ilumina el rostro entonces y se frota las manos como indicando
placer o gusto. Pero esta satisfacción sólo dura unos segundos, has-
ta que la silueta se acerca y puede verse que es un muchacho de
quince años. El hombre de la esquina hace un gesto de contrarie-
dad, y continúa aguardando.
Pasan unos minutos; suenan unos pasos detrás del hombre; cl
corazón de este hombre le da un vuelco y el hombre se vuelve a
mirar, pero tampoco es lo que él quería. Los pasos son de una
mujer joven y enérgica que taconea gentil y orgullosa como Fortu-
nata. El hombre termina por resignarse y se apoya, sereno, en la
casa de la esquina.
Transcurren otros minutos y súbitamente, sin que el hombre lo
espere, da la vuelta a la esquina donde está apoyado y casi chocan-
do con é!, un atlético ciudadano que representa tener cuarenta
años de wda espléndida. El hombre de la esquina detiene al atleta
y con expresión suplicante le dice unas palabras misteriosas. El
atleta se convence y se marcha con el hombre de la esquina. Am-
bos entran por un zaguán amable desde donde se ve un patio lim-
pio y brillante lleno de flores.
¿De quién es esta casa? ¿Quién cs cl hombre descubierto?
¿Qué va a hacer con el atleta? La casa es una notaría, el hombre
descubierto es un amanuense y el atleta es un testigo.
Hacía falta un testigo para firmar una escritura, y el amanuense
se echó a la calle en busca de un testigo, y lo halló al fin, después
de media hora de inquietud. Todos los días le ocurre lo mismo a
este amanuense. El es un pescador de testigos. Es como si estuvie-
ra en la punta del muelle con una caña larga esperando a que
picara un pez.
El amanuense no es todos los días el mismo. Como en la nota-
ría hay cinco, seis amanuenses, estos amables y pacientes ciudada-
nos alternan en la esquina. Pero en el alma de tndns existe esa
tremenda inquietud del testigo. Ellos no sienten correr las horas;
con una pluma modesta van haciendo sobre el papel las histo-
rias de los poderes y los testamentos. No hay desequilibrio en

83
sus vidas; son como las escrituras mismas: iguales, monótonas,
frías.., Pero cuando falta el testigo, entonces, el alma del ama-
nuense se revnlucinna, y aquella serenidad del lago se torna en
encrespado mar de inquietudes.. . La única amargura del amanuen-
se es no hallar un testigo propicio.
Una tarde sale el amanuense, contento, porque hay juicio en la
Audiencia y encontrará en seguida el testigo. La calle está llena de
gente. El amanuense se dirige a un hombre, pero este hombre no
sabe firmar. Y de todos los hombres que van al juicio ninguno sabe
firmar. Y el amanuense en la esquina los ve alejarse, su alma se
rompe en un desengaño cruel, maldito.
Hoy le hemos visto desolado en la esquina; nuestro espíritu ha
sentido una pequeña angustia, porque la cara del amanuense tenía
todos los síntomas de la.ictericia. En un impulso de generosidad
nos hemos acercado; él ha visto cómo se abría el cielo en su pre-
sencia. Nos ha llevado a la notaría y hemos atestiguado una venta.
Al despedirnos, el amanuense, tímidamente, nos ha ofrecido un
cigarrillo y nos ha dado las gracias.
La vida para estos amanuenses es un testigo largo, infinito,
eterno.. . que no sabe firmar.

DON LEOPOLDO FLEITAS TIENE


UN DIVIESO
Don Leopoldo es un hombre tranquilo que se sienta en el Casi-
no y tiene unas niñas que van al parque. Don Leopoldo es tenedor
de libros o jefe de tienda, y es además hombre sano y de morigera-
das costumbres. Labora, pasa, sueña y descansará como tantos
otros bajo la tierra.
Pero un día... Don Leopoldo dice a su esposa, señalando su
cogote: -Oye, niña, mira a ver qué tengo aquí.. . Y la esposa excla-
ma: -Pues.. . parece un barrillo. -No, un barrillo no es; es algo
más duro. -Te irá a salir un divieso.
Y desde aquel día toda la familia estará en expectación esperan-
do el divieso de don Leopoldo.
El primer día dirá la esposa: -¿Y esto te sigue? Y en el Casino,
cuando hablen de enfermedades, don Leopoldo exclamará: -A mí
me parece que me está saliendo un divieso.
Todos los amigos de don Leopoldo se preocuparán de su divieso
y cuando lo vean sin cuello ya y con un pañuelito de seda le pre-
guntarán: -¿Cómo anda ese divieso, don Leopoldo?.

84
El divieso será un divieso duro, lento de reventar. Algunos
amigos aconsejarán a don Leopoldo que se dé un pinchazo; otros le
rccomcndarán levadura de cerveza.
Don Leopoldo toma levadura y zarzaparrilla y se tocará cons-
tantemente el divieso para cerciorarse de su retroceso o avance.
Pasará una semana, dos semanas, veinte días... Y el divieso de don
Leopoldo permanecerá en una neutralidad suicida. Don Leopoldo
pronunciará entonces esta palabra terrible: -Me trae preocupado
el divieso. Y consultará a un doctor y el doctor dirá que no es más
que un diviesillo.. . Pero don Leopoldo no podrá enderezar su pes-
cuezo que parece la famosa torre inclinada de Pisa, pues el pues-
cuezo es largo como torre o chimenea...
-Don Leopoldo, iy el divieso ? -Me lo voy a tener que abrir
-responde don Leopoldo.
Una noche se acuesta nuestra amigo con el susto de la interven-
ción, al neutral divieso lo van a intervenir.
Y sueña que viene el doctor con un hacha enorme y le cercena
de un tajo la cabeza. El sueño es horiible. Don Leopoldo da tantas
vueltas en su cama y hace tales movimientos gimnásticos, que a la
mañana siguiente aparece e,l divieso reventado.
La familia respira. Don Leopoldo cuando salga a la calle busca-
rá a un amigo para decirle que el divieso se le reventó.
A un hombre insular cuando le sale un divieso es como si estu-
vieran haciéndole presión política.
Don Leopoldo despu& de su divieso está tan satisfecho cnmo
un bachiller del Instituto.
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B
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EL SEÑOR DEL TRANVIA E
5
0
Este señor va y viene al Puerto en el mismo sitio siempre. ¿Có-
mo halla ese sitio libre cada vez que él monta? Pero ¿no observais
cómo es un asiduo viajero? Este señor debe tener mucho que ha-
cer en el Puerto y en Las Palmas al mismo tiempo. Pues a la una
ha ido y ha vuelto a las dos; a las tres ha tornado y a las cuatro
regresa.. .
Este señor debe ser un negociante de gran importancia: además
un hombre muy escrupuloso que no fía a ningún empleado o cria-
do, que es lo mismo, la misión de su negocio. Y él va en persona y
retorna y está en todos los sitios. Debe gastar mucho dinero en
tranvía este señor.
El es alto, elegante, lleva un bello bastón. Este negociante, este
mercader, es un hombre que no olvida el bastón. El bastón es una
cosa necesaria a un caballero completo. iCómo van a creer que es
un caballero si no lleva bastón?. . .
Nosotros vemos a este señor montado en el tranvía y supne-
mos que embarca frutos. Sí; él va al Puerto a inspeccionar el embar-
que. Y además de este embarque debe celebrar alguna entrevista
con algún naviero. Cuando retorna suponemos que va a la oficina
a confeccionar un telegrama, y cuando vuelve de nuevo al Puerto,
creemos que ha olvidado una cosa de mucho interés. Este señor
laborioso, celoso de sus dineros, y tan correcto con su bastón, me-
rece nuestras admiraciones fervorosas.
Sí. Nosotros, vagabundos, errantes hombres, quisiéramos ser
como este señor tan pulcro, que trabaja sin cesar yendo al Puerto y
retornando al Puerto; a pesar del polvo de la carretera, ‘y de la
roña de ese tranvía plebeyo, destartalado y funesto.
iOh, nosotros no podemos, trabajar nunca como este señor! -
decimos lamentándonos-. No. Jamás tendremos los caudales que
este señor dehe poseer... Este señor es un coloso de lahnriosi-
dad... Y así decimos un día, otro día, viendo al señor en el tranvía
del Puerto a Las Palmas, y de Las. Palmas al Puerto.
Pero otro día sorprendemos el secreto de este señor. El tranvía
tiene nuevos cobradores. Estos cobradores no conocen al señor
laborioso y le piden el billete. El señor saca entonces una tarjeta
blauca, grande, Jo~xle están impresas uuas palabras mágicas. El
cobrador hace una cortesía y se aleja.
El señor tiene un billete de libre circulación, y él se monta
después que almuerza en el tranvía y no se baja hasta la hora de
comer. No es que vaya a un negocio y después vuelva a ir por una
cosa que ha olvidado, no. El señor no se mueve de su asiento... en
todo el día...

EL «GÜIRO»
¿Qué cosa misteriosa ocurrirá en la población esta noche? Es
que un respetable señor ha salido del Casino, tosiendo falsamente
con el pañuelo en las narices, un enorme pañuelo que le coge casi
toda la cara, menos los ojillos escrutadores que atisban en la som-
bra. Este respetable señor, a poco de salir del Casino, se detiene en
una esquina y mira en todas direcciones. La calle está a oscuras;
allá le’os, en el final de la calle, sólo alumbra una debil lámpara
incan d escente. El respetable señor tiene toda su alma puesta en la
luz. Aquella luz ha de revelarle un secreto... No se ve nada, que
no sea el trocito de calle que la luz alumbra.

86
Suenan unos serios pasos, pero no aparece nadie. El respetable
señor ha sonreído: esa figura de hombre es la que él esperaba. Es
WI amigu que se ha marchado esta noche del Casino m6s tempra-
no; y el respetable señor se ha sentido intrigado por aquella mar-
cha extraordinaria, extemporánea; y ha querido ver a dónde va el
amigo. Y cuando este amigo se march6, el sefior respetable le ha
seguido y ha esperado verle bajo la lámpara, para decidir camino.
El amigo se aleja; el respetable señor lo sigue a discreta distan-
cia... Y cruzan calles y calles... Y el respetable señor, sonriendo
piensa: -iNo lo decía yo! Este tiene algo escondido...
Efectivamente, el amigo tiene algo escondido dentro de una
casa, pequeña, oculta a las miradas de la gente. En esta casa pene-
tra, mientras el señor respetable aguarda frente a la puerta, siem-
pre sonriendo.
El señor respetable es un hombre feliz. El es un profundo, un
sutil psicólogo. Tenía una vaga sospecha de las picardías de su ami-
go y ahora la ha visto confirmada. El señor respetable, además de
feliz, es list0. Esta noche dormirá tranquilo. iHa pescado un güi-
t-O....I
iSabéis lo que es pescar un güiro? Pescar un güiro es como
conseguir la división. El señor que sabe pescar güiros es lo que
llaman una fiera. Una fiera de los güiros. El güiro no existiría si
este señor no lo pescara. Hay señores que viven del güiro y tienen
la condecoración del güiro. Este señor que hoy ha pescado el güiro
es el más ilustre de la secta. El señor es un Colón de los güiros. Un
hombre que descubre un güiro. es el más importante hombre ge la
localidad.
Nosotros somos bastante torpes para descubrir giiiros y, sin
embargo, icuánto diéramos por ser un perfecto, un culto descubri-
dor de güiros!.. .

LA CARETA DESDEÑADA
En todas las tiendas humildes, en las tiendas donde nos venden
los garbànzos, han aparecido estos días las caretas,.pendientes de
un hilo que cruza de lado a lado el almacén. Son las caretas de tres
perras para los chicos que se han de vestir de Pierrot el próximo
domingo de Carnaval.
Estos muchachos comprarán su careta el sábado y el domingo
entrarán en su casa con ella puesta. La sostendrán con la mano y
se la quitarán a cada momento.

87
Estos muchachos tienen todos un hermano pequeño que es a
quien va dirigido el disfraz y la máscara.
Las caretas son iguales. Unas tienen bigotes de mosquetero y
otras de dandy. Los chicos que apenas levantan media vara del
suelo se colocarán estas caretas embigotadas, y con una trompeta
de aluminio pasear& la acera donde están sus casas. Estas caretas
no tienen más interés.
El comerciante no las vende todas; siempre quedan algunas pa-
ra el próximo año. Nosotros conocemos una, que no se ha vendido
nunca; que todos los años se asoma sobre el hilo, con su faz imper-
turbable. Esta careta llegó de Alemania cuando nosotros estudiá-
bamos bachiller. A nadie le ha gustado todavía. El dueño de la
tienda, cada año, la exhibe y la torna a guardar pasada la Piñata, en
una enorme caja de galletas vacías.
Esta careta es como el tiempo. Al pasar el domingo de Carna-
val por la tienda del ultramarino, nos advierte con sus ojos fríos y
su sonrisa petrificada que ha pasado un año más y que todo ha sido
10 mismo, y que los días que van a venir después que ella se escon-
da serán como ella misma... Acartonados e indiferentes.
Este año ha mostrado su faz más pronto; en el montón de las
otras caretas, ella, que es la más expresiva, la menos «careta» de
todas, sobresale como suplicando al comprador que se la lleve.
Pero ninguno la ama. Otras caretas más modernas y más graciosas
van saliendo. Ella se quedará solitaria, abandonada, otra vez... Y
el próximo año reanudará sus súplicas, inútilmente.
Esta careta es una careta misteriosa, inquietante. Quizá tenga
un destino fatal: acaso cubra la cara de un muchacho que sea nues-
tro hijo o nuestro nieto. Y entonces, ¿qué será de nuestro espíritu
y su recuerdo, cuando veamos entrar por la puerta de nuestra alco-
ba al muchacho, con la careta famosa cubriendo su cara? ¿Qué
significará, entonces, aquella aparición de la careta, que nos ha
perseguido con sus ojos vacíos desde el oscuro rincón de la tienda?

EL DOMINGO EN VEGUETA
Todas las ventanas de las casas próceres estan cerradas. En las
amplias galerías, los próceres y sus familias esperan que la tarde
desaparezca por la azotea. Ellos creen que la tarde no tiene otra
extensión que la del ancho hueco que está sobre el patio señorial.
El día se asoma por allí y cuando ya no hay luz es porque la tarde
se ha quitado de la azotea.
Fuera, esta languidez aristocrática del interior se refleja en la
calle. Cuando un carro plebeyo la atraviesa, las casas se erizan, pa-
rece como que hacen la bola, recogiéndose más adentro. ¿Por qué
este carro brutal, ordinario, viene a perturbar el gesto digno de
estas casas ilustres? Una tartana con los hombres que van a San
Cristóbal todosvlos domingos, también mortifica a las casas. Las
casas de Vegueta son como esas señoras viudas, deliradas, finas,
relamidas, que siempre se están tapando los oídos, al menor estré-
pito. -No puedo oír esos toques de corneta. Me hieren el tímpano
-nos decía una vez una señora dc Mas.
El domingo lento, parece que se desmaya sobre este barrio si-
lencioso. Estas calles debían tener alfombras mullidas. Unos leves
pasos producen un clamor inusitado. No CS posiblc andar con za-
patos nuevos y chillones; las casas se estremecen, los cristales de
las ventanas tiemblan, y ocurre todo esto como si desde el fondo
de la tierra agitaran el barrio entero. Vegueta es un invernadero
colosal; todas las casas solariegas parece que están conservadas
dentro de una estufa.
El domingo en Vegueta es como un recuerdo milenario. Noso-
tros, quizás, hayamos vivido otra vez, dentro de un silencio tan
significado. Sohre este barrio tan’callado, tan dormido, ha pasado
como una furiosa tormenta de espíritus, que lo ha dejado estupe-
facto. Todo el barrio está recogido en un terror inmenso; no se
atreve a vivir la vida, y se refugia en las iglesias lleno de supersti-
ción y de miedo. Cuando un burgués plebeyo del moderno Triana
osa atravesar estas calles, las gárgolas de piedra cierran sus fauces,
y las ventanas st; cierr-an tan seguramente como los ojos dc los
muertos. El burgués pasa, y entonces las cosas vuelven a su tran-
quila postura, y se dicen: -iYa pasó? ¿Qué hizo? iQuién era?
¿Tendrá que volver por aquí, cuando regrese?
No, no podremos pasar nunca por estas calles sin que el barrio
se inquiete. Hosco, sombrío, nos mirará pasar con desconfianza.
Sólo te perdonará de noche porque no te ve. Y una única vez
acogerá tu paso sin temor, y casi con ternura: cuando vayas hacien-
do el muerto dentro de la caja negra, y te cante el cura las petene-
ras macabras que cuestan tres duros. El cura será entonces como el
salvoconducto para cruzar el barrio.. .

iQUIERE UN APERITIVO?
Han dado las doce de la mañana, y por las puertas de las ofici-
nas aparecen algunos señores sacudiendose con las manos la ame-
ricana y los pantalones. Se detienen un momento, como atisbando

89
algo, y al fin se dirigen precipitadamente a las tiendas de comesti-
bles. En esas tiendas se encuentran a otros señores y unos y otros
se miran amoscados. Penetran, sin embargo, en una trastienda pe-
queñita y sucia, donde hay un mostrador de mármol.
-iLo he pescado, mi amigo! -dice uno-. iY yo también lo
he pescado! -añade otro. -Estoy jeringadillo de apetito -
responde un tercero. -Me vengo a tomar una copeja de ron por
ver si puedo comer algo.
-Pues yo tengo un catarro horrible, y por eso vengo a copear-
me un poco.
Y uno y otro antes de tomarse la copa se disculpan largamente
dc hallarse en aquel rincón funesto, maldito.,,
Disculpados, piden el ron, el aperitivo... -Amigo, échese una
copita. El amigo es el hombre del mostrador, que sirve dos copas. ;
Entonces los dos aperitivos alzan las copas y brindan. iPor s
quién brindan estos hombres? Brindan por la salud. Siempre que 0
beben brindan por la salud. Y jcómo es posible que haya salud, d
$
bebiendo tanto? Ellos saben que la salud se pierde con el ron, por
eso brindan por la salud, con esa cuquería isleña que tiene la gente
aquí para todos los casos. f
Los bebedores dicen: -iSalud!, y chocan las copas, Y de un t
golpe se beben el ron. Y piden una aceituna. 5
Y
Entnnces hablan de un negocio, de un negocio pueril. Todos, ;
cuando beben, tienen un negocio en proyecto. Pero antes de termi-
nar el coloquio, uno dice: -iEchamos la otra? Y el interpelado
s
responde: --Vamos a echarla. Y se la echan. Y tornan a hablar del g
proyecto, mientras comen otra aceitunita. El proyecto es de em- d
barques. Uno de ellos quiere embarcar una partida de cueros. Es B
cc
UU negocio, dice. El otro no está conforme con este negocio. No le !
parece bien. Y discuten. Mientras, el ron se ha acabado y como el d
negocio continúa en pie, piden una tercera copa para que caiga. Y ;
así hasta la sexta copa. 5
50
Salen de la trastienda al fin, dando traspiés. Han ido a tomar
un aperitivo y han salido con cinco aperitivos más. Una tartana
está en la esquina. Ellos ven cinco tartanas. El jefe de la oficina
cruza por el lado de ellos. Y ellos ven cinco jefes.
¿Por qué tomarán seis aperitivos estos hombres? Ellos no tie-
nen ganas de almorzar, pero cuando llegan a su casa itendrán seis
veces ganas? iCómo se la van a componer si no les sirven en sus
casas más que un almuerxn?
El aperitivo isleño es lo más típico de la ciudad. El aperitivo
tiene una hermana más gentil, que es la mafianitu. Todos estos
hombres que toman aperitivo, toman también su maiianita.
Nosotros los hemos visto tomar la mañunifu, dos murbnitus.
Algunos llevaban en el buche hasta una semana de mutlunitus.

90
EL SEfiOR QUE COME FUERA
En la pequeña y deleznable sociedad de la ínsula uno de los hom-
bres más característicos es el sefior casado que come fuera de su
casa. Estos señores tienen a su mujer y a sus hijos comiéndose un
potaje diminuto, mientras él se va a comer una lasca empanada al
Retiro. Al señor no le gusta el potaje de su casa, sino la lasca, y
aparenta enfadarse con su familia para salirse de su domicilio en-
furruñado y comer la lasca que no puede olvidar, después que la
comió un día memorable. Aquí son días memorables los que se
comen con los amigos en los cafés.
Este señor gordo, robusto y feliz, que finge penas, es el hombre
que a sí mismo se llama fracasado. Es el que no gana dinero sufi-
ciente en su empleo y se enfada porque no puede ganarlo. Y la
mejor manera de expresar su protesta es darle potaje verde a su
familia e irse él a comerse una lasca empanada al Retiro, con una
skwia, que le levanta la lasca aunque sea lo que se llama «para
olvidar penas». La mejor guisa del insular para olvidar penas es
dejárselas a su familia y hacer después como que se las está quitan-
do con la socia y la lasca.
La ciudad está llena de señores casados que comen fuera de su
casa. «Aquí me tiene usted, amigo. Mi casa es un desastre. Ni para
comer tengo» -dice mjentras engulle la lasca y le hace una caricia
a la socia en el ebúrneo cuello. «Aquí me tiene usted quitando pe-
nas». Y pone cara de hombre lleno de penas. Como si estuviera en
los horrores de una indigestión de penas. El señor que come fuera
de su casa es el hombre que más penas tiene en el mundo. El se las
quita con lascas empanadas, mientras otros se las quitan llorando y
otros no se las pueden quitar nunca.
Nosotros hacemos esta pequeña anotación para los pesimistas,
para los atormentados, para los hombres de la preocupación del
más allá. Acaso el remedio de la pena sea una lasca empanada.
Quizá todas las amarguras se disipen con ese lindo trozo de carne
de vaca frito.

EL SOL EN VEGUETA
¿No habéis gozado el sol de Vegueta, los días claros, después
que la gente sale de misa de doce y las calles se quedan silenciosas?
Parece que la gente duerme en sus casas; la calle sólo es del sol,
del sol espléndido que inunda todos los rincones sonoramente. La
gente se esconde del sol; cierran las cortinas de las ventanas, huyen

91
de los corredores y de los patios. En las sombrfas salas de estas
casas solariegas se ponen las dueñas a rezar eri los libros de misa,
hasta que el sol se marche. Todo el inundo en la ínsula tiene miedo
al sol, pero estos amigos del barrio viejo tienen más miedo. Ved-
los cuando a las doce y media salen de misa; recorren todas las,
calles donde hay un poco de sombra; caminan arrimados a las pa-
redes de las casas, parece que huyen de un enemigo terrible que
los va a castigar.
Y. sin embargo, el sol es todo el barrio pintoresco y amado. El
sol se tiende sobre las casas y las casas se yerguen más hidalgas y
más gentiles. El sol es el escudo de la nobleza del barrio. Este
barrio sin el sol.. se desmoronaría, se hundiría de tedio y de fatiga
sobre las aceras. Sin el sol parecería un sótano húmedo y abando-
nado.
En la ciudad hay siempre sol. Los días de invierno tambi&
tienen sol.Los balcones verdes, las rejas de hierro reciben al sol
como si tuvieran un alma. El sol acaricia los balcones y los balco-
nes, que fueron pinos o fueron robles, sienten la caricia corno una
remota evocación.
La torre de la Audiencia saluda al sol; el campanario de la
iglesia está contento,;. Las calles risuefias, alegres. porque no pasa
nadie, duermen una siesta bajo el sol. Todos aman al sol; las ven-
tanas, los balcones viejos, las rejas. las campanas de las torres,
todos, menos los vecinos que oyen su misa a las doce y después se
meten en un rincón oscuro de la casa entornando las puertas que
dan a las galerías.

YA SE DECLARO
La familia isleña de la viuda de Robaina está emocionada. Es
porque se ha declarado a su niña mayor un joven modosito. Cuan-
do un pollo islerio se declara, lo hace siempre de un modo diferen-
te a los restantes pollos del planeta. Lo primero que necesita la
niña es no comprender el silencio del pollo isleño. Y así él le dice:
«Ya hãbrá usted comprendido». . . Y la niña le responde: «Pues no,
no he comprendido.. .»
Pero después, a los diez minutos. ya comprende y lo dice:
«Pues sí, si es eso ya lo comprendí.»
Entonces la niña se va para dentro y la mamá y las hermanas le
caen encima, pregunthndole: «$e declaró? ¿Qué te dijo? LCuán-
do viene a hablar?»
El novio le compra a la niña un reloj de pulsera y le prohibe el

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baile: «No quiero que bailes con nadie.» Y la nida no baila y cuan-
do está en una reunión de confianza y ven las demás que ella no
baila, le preguntan: <<i,Nobailas?» Y ella dice: «Hija, no tengo
ganas.»
Pero todo el mundo sospecha que es que no la deja bailar el
novio y añaden por lo hajo: «iFuerte bobería! NO sé qué tendrá de
particular.» Lo cual no obsta para que este particular se tenga más
tarde cuando les toque a ellas.
A la mamá de la novia lo único que le preocupa es lo que.
llaman el relajo. Y así, al ir de paseo, si la niña se echa muy delan-
te, la mamá grita: «Gloria, no te adelantes.» La señora está dis-
puesta, por todos los medios, a que su riiña no sca una escachada.
«Todo menos el relajo.»
Y cuando está en visita hablará con otra señora que también
tiene otra niña con su novio modosito y se diran mutuamente: «Se-
ñora, es un relajo, esto de los novios.» «Yo tengo mucho cuidado
con mis hijas. Yo no sé a quién salen estas nifias de hoy. Antes
cuando íbamos a casa de Pablo Camejo a aprender los lanceros,
iban los novios también, pero nada, señora. Este cuchicheo de rin-
cones. Antes se reservaba uno para la boda, pero ahora...» «No
me diga nada..., ahora todas las niñas son unas zafadas, señora.»
-Lunas zafadas? Escaldadas es lo que son.

DIALOGO FEMENINO EN UN BAILE


-Ay, hija, esta muy bien, muy bien el baile. Está muy bonito
el salón.
-Y las muchachas iqué elegantes! Su hija está muy bien vesti-
da.
-Pues todo se lo hizo ella, señora. Es de lo más comechosa
que hay. iUsted ve la blusa? Pues fue de cuando era yo soltera. La
desbarato, le hizo unas alforcitas, y ya usted la ve.
-Pues la tela es muy de moda.
-Es esa de capricho que extA de moda.
-Pues las muchachas están muy bien todas, todas... ¿Y cómo
anda de criadas ahora?
-No me diga nada, señora. Ahora tenemos una de la Vega que,
lo único que sabe hacer es lavar los pisos.
-¿Y le lava los pisos? Porque en casa todas se resisten. Y nada
digo de darle agua a la bomba. Mujcrcs más puercas.
-Y tiestos, niria. Nosotras tenemos una que nos pedía permiso
los domingos para ir a la Alameda y después fue y resulto que nos

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decía que se quedaba en casa de una hermana y no se quedaba
niña. Se iba al Risco a los bailes de taifa.
-iQuite, señora! El servicio esta muy mal. Pepita Robaina tu-
vo que dejar a la ama de cría del niño pa dentro. Y luego pedilo-
nas que son. Desde que saben hacer unas albóndigas, ya piden seis
pesos.
-Pues hija, yo y las niñas estamos siempre metidas en la coci-
na. Como a Juan tenemos que hacerle para por la noche unas las-
quitas.. . tenemos que estar encima para que no las dejen achicha-
rrar.
-Y qué dura está la carne ahora.
-La que llevaron hoy a casa era suela.
-La mía, señora, sebo para la plancha.
-iSeñora, aburrida es lo que está una! iTodo tan caro...!
-Las carretillas han subido.
-iLas carretillas nada más?... Yo ya ni sé lo qué hacer. El
estómago me trae enferma. Ayer me tomé un purgante y como si
nada. Y es del ajetreo que me traigo. ’
-¿Usted no toma agua de pan quemado?
-Yo hija, no puedo pasar el agua esa.
-Pues es una ayudita muy buena.
-Yo no tomo casi nunca purgante. iEn la botica está todo tan
caro! Por una perra de cualquier cosa no le dan a usted nada. ‘*
-Yo me acuerdo antes que con una peseta comía una. iPero
ahora, señora . ..! Los huevos un dineral, las papas un dineral. Y
luego malo todo.
-Hoy los huevos que llevaron a casa estaban todos viejos. Pa-
recían huevos de Mogador. Gracias a que los pasamos y nos los
comimos con sal. Si no, yo no sé...
-iY que me revientan a mí los huevos viejos!
-Señora.. . , ia cualquiera le revientan!. . .

EL SEÑOR ROBAINA PIDE


EXPLICACIONES’
La gente de la ínsula, por pedir algo, pide también explicacio-
nes. Vosotros, lectores, tenéis un periódico, un periódico que no
leen más que dos o tres personas, las suficientes para contar al
resto lo leído. Un día os parece mal la estatua que don Miguel o
don Joaquín han modelado. Esta estatua quiere representar a un
erudito del país, pero no lo representa. Más bien representa a un
canónigo viejo que es amigo vuestro. Pero como la estatua quiere

94
representar al erudito, tenéis que alejar en lo posible de vuestra
retina la imagen de vuestro amigo el canónigo. La estatua es del
erudito, así consta.
Pero vosotros tenkis un sentido que llaman propio, y vuestro
numen es un numen más acordadoque el de cualquiera y un día
cogéis la pluma y escribís unas suaves palabras sobre la labor del
artista. Decís de este modo: -Hemos visto con gran alegría, que
los indiscutibles méritos de nuestro admirado y querido amigo, el
señor Canónigo Tal, han sido al fin reconocidos. Nuestro amigo el
señor Canónigo tiene una estatua en vida. La estatua es obra del
escultor don Miguel Robaina, que una vez más ha demostrado su
gran pericia en esta clase de asuntos. Felicitamos al señor Robaina.
Y cuando habéis publicado esto, tan sencillo, tan correcto, tan
manso, y os disponéis a escribir otra cosa semejante, suenan unos
golpecitos en la puerta de vuestro despacho. Es Robaina que llega m
a pedirnos una explicación. Robaina trae una pistola por si sois s
hombres de musculatura y él no puede parangonar sus fuerzas con
yosotros. Robaina trae la pistola de manera que la veáis al entrar
él en el despacho. Robaina acaba de salir del Casino después de
decir que os va a matar si no rectificáis. Robaina ha soñado con
pegaros un tiro, quizá dos tiros...
Robaina se sienta y os dice: -LES usted el autor de este suekito?
No somos los autores, pero decimos a Robaina que sí, seca-
mente. Robaina se desconcierta. El hubiera querido no encontrar
al autor para desahogar bien. Robaina a pesar de su pistola se ha
estremecido.
-Pues yo venía. a pedir una explicación sobre estas palabras.
El señor modelado en mármol no es el canónigo, sino el erudito. Y
esto de decir que es el canónigo envuelve una ironía y un desdén
que no es posible tolerar.
En vano intentamos convencer a Robaina de la inocencia de
nuestro suelto. Robaina, con su pistola bien guardada, nos suplica al
fin una rectificación. No es el canónigo, es el erudito. Nosotros le
decimos a Rohainn: -¿Erudito o canónigo, qué más da, señor Ro-
baina? Usted cree que es el erudito, nosotros creemos que es el
canónigo. Quédese usted con su teoría, que respetamos, y déjenos
con la nuestra. Pero Robaina no ceja. Quiere una explicación.
Quiere saber por qué nosotros aseguramos que su estatua se pare-
ce al canónigo y no al erudito. Nosotros no podemos convencer a
Robaina, sólo nos atrevernos a insinuarle que si se nos parece al
canónigo su estatua, es porque la cara de la estatua tiene una abul-
tada nariz idéntica a la que posee con harto dolor suyo nuestro
amigo el canónigo. Adem¿ís, todo el aspecto de la estatua es cano-
nical. El erudito no aparece por parte alguna, y acaso sólo se vis-
lumbra en unos libros que están sobre una columna.

95
Robaina no acepta nuestra teoría y se marcha dolorido, con su
pistola a cuestas, pero ha pedido una explicaci6n, y luego dirá en
el Casino que nos ha puesto el cañón del arma sobre nuestro humil-
dísimo pecho.
¿Por qué estos ciudadanos públicos protestan siempre de todas
las cosas suaves, irónicas, y piden a cada rato explicaciones porque
no estamos conformes con la medida de los caletres de algunos de
ellos?
Estos hombres terribles reflexionarán un día en sus casas y
cuando hayan meditado cuerdamente por primera vez en su vida,
no les va a quedar o’tro remedio que pedir también explicaciones al
Supremo Hacedor.. .

EL HIJO ISLEÑO
Robaina, Camejo o Galindo, el que más os plazca, va en una
tartana. Nos quedaremos con Galindo que es menos vulgar. Pues
Galindo lleva hasta diez paquetes dentro de la tartana. En la cara
de Galindo se refleja una inquietud extraña. ¿Qué le ocurre a Ga-
lindo, que va en una tartana, aprisa, llena dc paquetes? ¿Se mar-
cha Galindo a La Habana? iTiene Galindo alguna persona de su
familia muy grave y aquellos paquetes son medicinas? Sí, esta últi-
ma suposición nos acerca a la verdad de Galindo.
Galindo va a ser padre. La mujer de Galindo está dando los
correspondientes gritos. Galindo lleva algodón hidrófilo, vendas,
polvos desinfectantes, ,*muchas cosas! Galindo está emocionado.
El no ha sentido, claro está, los dolores que su esposa siente, pero
Galindo tiene también dolores. El se ha quedado desconcertado...
illegará a tiempo ? $e morirá su esposa? ¿El niño será niña?
-se pregunta Galindo ingenuo-. $erán dos hijos? iQuizá sean
dos! Hay precedentes en la familia. Galindo mismo es gemelo.
Nervioso, agitado llega Galindo a su casa. En la puerta del piso
le aguarda su suegra, que toma lps paquetes que le va dando Ga-
lindo. Este pregunta: -iTardará mucho? -Nada -le responden.
Y entonces Galindo se va a su despacho y allí aguarda sobre un
canapé el momento glorioso.
El momento llega; la esposa da a luz un niño. Galindo quería
una niña, y se da un golpe con la mano en la frente. --iMe equivo-
qué! -exclama. ¿Cómo demonios no se me ocurrió que podía ser
valúIl?
Al fin Galindo se resigna. No va a tirar al chico. Además un
chico puede traer el pan consabido. Y Galindo se levanta y se

96
asoma a la ventana. En este instante pasamos nosotros. Galindo
nos mira con ironía. Seguramente ha pensado: -Ese joven no
tiene un hijo.
La familia de Galindo llama a la criada, mientras Galindo está
asomado y le dice: -Mira, vas a casa de doña Fulanita, de doña
Menganita y de doña Perensegita, y les dices de parte de nosotros,
que muchas memorias y que cómo están y que ya tienen un servi-
dor más.
-4 la hora de este recado llegan las señoras aludidas y se meten
desaforadamente en la alcoba.
-Niña,@mo estas? LHa sido con felicidad?
.-Mira, mira el niño.
-Pues no es feo, mujer.
-Jesús, señora. Es negrito como su madre.
-No, mujer. La frente es muy bonita.
Y Galindo que llega exclama:
-Es el vivo retrato de mi padre, cuando era chico.
Galindo es un hombre inteligente. Ya el lector lo habrá obser-
vado por esta frase final que Galindo’pronuncia. Nosotros añadire-
mos que Galindo es farmaceutico...
El hijo de Galindo es una píldora más en la ínsula. Todos los
días nacen iay! cuatro o cinco Galindos, por lo menos.

LA CARICATURA
En un escaparate de droguetía se exhibe una caricatura. La
caricatura es original de un amigo nuestro, que se ha pasado la
vida pintando caricaturas. Cuando ocurre algún suceso en la ciu-
dad, el amigo lo comenta con el lápiz. El dibujo siempre tiene una
gracia puramente local, una gracia local que solo nosotros penetra-
mos.
Ahora han matado a un hombre. Este suceso extraordinario ha
conmovido a la población y nuestro amigo diligente ha pintado su
caricatura.
Es graciosa; la gente se regocija y desfila por el escaparate. La
caricatura permanece muchos días allí, hasta que no se detenga
nadie a contemplarla. Cuando ocurre esto, nuestro amigo envía el
dibujo al interesado. Si son muchos los que nuestro amigo pinta,
no sabemos qué hará con el cartón, el humorista.
No pasa nada, no sucede nada, sin que el amigo nuestro deje
de pintarlo. El vive en un barrio lejano, pero se entera de todo.
Solemos ver al amigo alguna noche, a medianoche, algún día de

97
fiesta. No vive nuestra vida: quizás él no conoce a los clásicos,
pero debe sospechar a Fray Luis. El amigo está siempre lejos del
mmvkmal rikln.
iCómo pinta las caricaturas este amigo?... Un día publicáis un
libro, pronunciáis un discurso.. . El público os recibe con aplauso.
Entonces recibís una carta del amigo que os pide un retrato. Le
enviáis vuestra efigie y a los pocos días, cuando marcháis con di-
rección a vuestra oficina, oís a un golfo que os grita mirándoos
atentamente: -iEh! Ese es el que está en la caricatura. Volvéis los
ojos. En el escaparate la gente se aglomera. Todos tienen caras
sonrientes; al veros llegar, todos disimulan la sonrisa. Vuestro ami-
go el caricaturista os ha pintado con una pluma de ganso en la
oreja, con unas piernas largas y os ha puesto al pie del cartón una
leyenda: El hombre del día. El gran escritor canario. A los pocos
días recibís la,caricatura que os manda de regalo el amigo.
Tanto ha dibujo nuestro amigo que ya no debe encontrar per-
sona para caricaturizarla. Hay algunos hombres insignificantes que
no merecen las caricaturas de nuestro amigo, pero ellos se disgus-
tan y las piden, y entonces nuestro amigo que es un suave y discre-
to filósofo les dibuja. Y si vende cigarros ese hombre insignifican-
te, lo pinta sobre una caja de puros y dice: El hombre del día. Si
vende máquinas, lo pone sobre una máquina y pone también: El
hombre del día. Si es cocinero lo pinta dentro de un plato y comen-
ta: El plato del día. Todos, todos los hombres de la localidad, han
sido dibujados por nuestro amigo el caricaturista. Y ésta es la hon-
da, la profunda, la sutil ironía de nuestro artista. El los pinta a
todos, todos son hombres del día para él. Y cuando nos muestra a
estos hombres en caricaturas los coloca siempre en los escaparates
de las droguerías y de las farmacias.
Nuestro amigo no es un extraordinario dibujante, acaso la en-
traña de sus dibujos esté libre de hondo humorismo, quizá el di-
bujo, a veces, sea ligero, inocente, pero no negaréis que el artista
es un discreto filósofo, cuando dibuja a todos estos hombres insig-
nificantes, y les pone debajo: El hombre del día.

NIÑA, NO ME RELAJES
iPor qué estará relajada esta mocita? Ella acaba de decir a una
amiga: -Niña, no me relajes. El relajo es una expresión genuina-
mente isleña. Está relajada una cosa cuando tiene mucho almíbar y
la persona que le gusta se harta de ella. Pero la expresión tiene aún

98
más amplitud; cuando nos abruma algo, nos relaja. Las mujeres
son las que generalmente están relajadas.
Una mocita llega de casa de una amiga y le cuenta a su madre
lo que ha visto: -Mira, mamá; estaban las de Pérez; una de ellas
tenía una blusa crema, y luego estaba diciendo qué se yo qué y qué
sé yo cuánto... Estaba tan relamida... La mamá responde enton-
ces: -Niña, ino me relajes! Y hace un gesto como si tuviera náu-
seas.
La mocita continúa refiriendo la visita. Habla ademas de las de
Pérez, de las de López. Las de Mpez son mujeres de un carácter
alegre, bullicioso. Cuando la mocita dice que las de Mpez estaban
también, la mamá hace unos movimientos nerviosos con la cabeza
y grita:
-iNiñas m6s relajonas...!
Y la conversación de la mocita y su madre termina en la frase
definitiva, piramidal: -iFuerte relajo!
Si dos novios están hablando en una ventana baja, y a oscuras,
dirán en el Casino que andaban de relajo los enamorados. Porque
relajo es también el amor cuando se expansiona...
En los bailes de máscaras hay siempre un relajo tremendo. -
Nos tuvimos que marchar de allí -dicen algunas familias- porque
aquello iba a terminar en relajo.
Y así transcurren los dias y los años y la gente no se acaba de
relajar nunca. Las relaja un paseo con demasiados paseantes; las
relaja el fango de la carretera del Puerto, las relaja una persona
bien educada.
Sí, una persona bien educada es un relajo. Un día vais por
vuestro camino con un amigo y os tropezáis con otro. Este es un
hombre que huele a un perfume suave, agradable, es un hombre
limpio, elegante. Al veros se quita el sombrero, tiende su mano y
os dice: -Buenas tardes, señores. ¿Cbmo están ustedes? ¿Y las
familias cómo están? Y luego se despide y añade: -Que usted lo
pase bien. Recuerdos. Ponedme a los pies de vuestras esposas... Y
torna a quitarse el sombrero y hace una cortesía delicada, primoro-
sa. Vosotros os quedáis encantados de tanta fineza, y cuando váis a
hacer un elogio de aquel señor tan educado, vuestro amigo os ma-
logra la intención con unas palabras arrolladoras: --iVaya un hom-
bre relajón!...
Todo es relajo. Relajo el amor, relajo la educación, relajo la
gente reunida.
Siempre oiréis las fatales frases. A todas las esposas que van de
noche al Parque dc chal, las oirLis decir a sus maridos, si pasáis al
lado de ellos: -Aquello es un relajo. Siempre hay un relajo a que
referirse. No hay una esposa de esas del Parque que no diga las
mismas palabras a sus esposos, todas las noches.

99
HABRA MAS CALOR
IIemos salido a la calle. La callc estaba sucia dt: ludu y dr: char-
cos. Llueve. Don Juan y flan Pedro han salido también como noso-
tros. Don Juan se encuentra con don Pedro y le dice: -«Hombre,
¿ha visto usted cdmo llueve?». Y don Pebre responde: -«iBah!
Para más calor.» Don Juan nos saluda y nos grita alzando su para-
.guas: -«¿Cómo llueve, eh?» Y don Pedro añade sonriendo: --«Ma-
ñana nos asamos.»
Y don Juan se aleja contento de la lluvia y don Pedro lo contem-
pla alejarse, con un suave aire de ironía. Nosotros seguimos nues-
‘tro camino. Don Antonio aparece y nos detiene saludándonos:
-«iHa visto usted qué manera de llover? Por supuesto, esta lluvia
es para más calor.» Don Anselmo que viene por la otra acera se acer-
ca entonces, también con su paraguas, y tercia en el coloquio:
-«Señores, llueve que es un gusto, pero no se fíen ustedes; esta
lluvia es para más calor. Mañana habrá un sol que rajará las pie-
dras.»
La lluvia no cesa. Formamos un grupo con don Pedro y con don
Anselmo, pero como la lluvia aprieta demasiado nos metemos to-
dos en un zaguán. En este zaguán están aguarecidos don Atanasio
y don Romualdo. Estos dos señores son amigos nuestros y después
del saludo de ritual hablamos también de la lluvia. Y don Atanasio
dice: -«Aquí le estaba diciendo a don Romualdo que esta lluvia es
para asarnos mañana». Y don Romualdo contesta: «Ya no, amigo.
Estamos en noviembre.» -«Mañana vamos a estar como el día de
San Lorenzo» -añade don Pedro y nosotros sonreímos. Por lo
pronto hoy llueve, mañana habrá calor. Don Antonio, don Pedro,.
don Atanasio y don Anselmo están empeñados en que habrá calor
mañana. ¿Por qué creerán estos señores que mañana habrá calor?
¿Qué secreto astronómico tienen estos cuatro amigos guardados en
lo profundo de sus almas respectivas?
Ellos tienen un secreto, no hay duda: sonríen enigmáticamente
cuando afirman que a pesar de esta furios¿i lluvia habrã manana un
calor terrible. A nosotros nos parece que es demasiada lluvia para
un calor tan cercano, pero estamos equivocados. Don Antonio, don
Anselmo, don Pedro y don Atanasio lo aseguran. ¿Don Anselmo,
don Pedro y don Atanasio, nada más?... Y don Bernardino.
Don Bernardino llega, entra en el zaguán después de cerrar y
sacudir su paraguas. Don Bernardino dice: -«iCaracho! No se
puede caminar. iVaya una manera de llover! iPero ustedes creen
que a pesar de este fresquito que corre y de tanta lluvia, ha empe-
zado el invierno? iNo se hagan ilusiones! Mañana habrá más calor.»
Como la lluvia cesa al fin, abandonamos todos el zaguán. Y nos
separamos. Las calles están inundadas. El cielo enseña un trozo de

100’
azul; las nubes de la lluvia parecen alejarse definitivamente, sobre
los montes. -«iIrá a empezar ya el calor?» -nos preguntamos
aterrados y casi temblando dc frío...
Caminamos. El dfa se despeja al fin, pero al retornar a nuestra
casa la lluvia empieza de nuevo.
Y en casa ya, la lluvia arrecia; el cielo se oscurece.. . ¿Tronará?
iRelampagueará?
Llega un amigo y dice: -«iChico me he metido en tu casa
huyendo de la lluvia ! iVaya una agüita!» -«Sí, sí llueve mucho»
-respondemos. Y el amigo añade: -«Y total, nada. Mañana ha-
brá más calor...»

DON ANSELMO ESTA APURADO


Don Anselmo, que tiene cuarenta y nueve años, se ha detènido
en la puerta de su oficina. Acaba de terminar su trabajo; un tra-
bajo monótono, lento, pesado: Abrir durante el dfa veinte, treinta,
cuarenta veces unos libros enormes que dicen Mayor y Diario. Don
Anselmo ha sumado hoy con menos inquietud que ayer. Y es que
hoy estaba bueno del estómago; ayer tenía acedía. El pasó todo el
dfa repitiendo la frase:. -Hoy tengo una acedfa horrible.»
Don Anselmo, al hallarse en la puerta de SUoficina tan temprano,
se queda desconcertado. ¿Cómo ha terminado hoy tan pronto? Si
todos los dfas termina a 1~sseis y en este momento son las cuatro.. .
¿Qué va a hacer don Anselmo con dos horas de regalo?’ iDónde
dirigirá sus pasos? Y el alma de D. Anselmo se llena de angustia.
Le pareda el dfa de un color extraño, nuevo para él. iCuántos
anos sin ver el sol de las cuatro, los dias laborables! El sol estos
dfas es más alegre, más activo que el sol del domingo. Y don Ansel-
mo maldice la hora en que terminó su trabajo. Se encuentra distin-
to a esta hora en la calle. Y el caso es que no puede volver a su
pupitre porque no tiene nada que hacer. iQué enorme tormento el
de don Anselmo! ¿Qué hacer, Dios mío, qué hacer ahora?... -dice
don Anselmo. Y está a punto de soltar una pequeña lágrima.
Pero al fin se decide a partir. No le queda otro remedio que
resignarse, con el obsequio. Y camina y va hacia el Puerto. Despa-
cito avanza don Anselmo a ver si el paseo disipa su melancolfa de
haber dejado de trabajar tan pronto. Si don Anselmo tuviera que
salir todos los días a la& cuatro en lugar de las seis como sale siem-
pre, 61 no podrfa vivir muchos dfas más. Es una cosa trágica, terri-
ble para este hombre, la salida temprano de la oficina.
Don Anselmo sube a los Arenales, y regresa a la noche; pero

101
regresa enfermo. Tiene que acostarse y se pone unos paños calien-
tes sobre su barriga, y unas vendas de vinagre en la cabeza. Y las
manos de don Anselmo tiemblan y todo él tiembla. Y van sus fa-
miliares a la botica por sellos y aspirina, y otras cosas raras, y por,
fin don Anselmo se duerme...
Y cuando al día siguiente torna a su oficina, si ve que el trabajo
va a ser pequeño, se entretiene en prolongarlo para no salir a las
cuatro. -«Anoche’casi me muero. No sé qué me pasó. Di un pa-
seíllo que yo creí que me había sentado... No sé a qué atribuir
aquel arrechucho». ..
Don Anselmo no sabe que su mal fue un ‘mal de enamorado. El
ama sus libros con más intensidad que a una amante. El necesita
estar hasta última hora con sus libros del alma, como en un aman-
cebamiento...

LA FACTURILLA
Un día estáis sentados en la tienda de un amigo vuestro depar-
tiendo entusiasmados sobre la nota de un tenor o la faz de una
holandesa que hab& visto desembarcar en el muelle, cuando ob-
serváis que penetra un señor sonriente, con aire seguro, desenfa-
dado, y dice: -«Buenas, amigo. LTiene esa facturilla ahí?»
Facturilla ha dicho. Y nosotros pensamos que este amigo debe
una cantidad pequeña: dos o tres pesetas. Pero no es así; el amigo
debe doscientas pesetas. ¿Por qué ha llamado facturilla a esta nota
que pide? El debía, según nos enteramos más tarde, esa cantidad
hacía mucho tiempo; nunca pasaba ‘por la calle donde estaba la
tienda, pero hoy, como venía a pagar, ha penetrado con la seguri-
dad de sus pesetas y la realidad de su liberación. Y ha querido
melificar la factura, con el suave diminutivo: -«Déme usted esa
facturilla.~>
Aquí se llaman todas las cosas así. Un comerciante paga una
letra y cuando la va a pagar dice; «Déme usted esa letrilla.» Un
enfermo de divieso se dirige a la botica y exclama: «¿Tiene usted ahí
una unturilla para este diviesillo que me está saliendo?» Un teno-
rio se despide de nosotros para ver a su amiguilla; un padre com-
pra para su hijo pequeño un juguetillo... Al referirnos a un amigo
canceroso solemos exclamar: «Está jeringadillo.» iOh, el dulce,.
plácido y donoso diminutivo!, . .
¿Por qué llamarán la gente a las cosas tan cariñosamente?
Anoche oímos a un amigo maldecir. Referíase a otro amigo y
su familia. Esta familia y este amigo habían hecho al nuestro una

102
cosa terrible. Y el amigo los llamaba genlucillu. Esos son todos una
gentucilla.
Nosotros sentimos un temeroso respeto por las facturas de las
tiendas, nunca podemos dormir si nuestro nombre está destinado a
una factura, a una de esas facturas que insisten, y jamás podríamos
llamar fucturillu a esa especie de dragón maldito que tiene un Debe
grande, enorme, como unas fauces hambrientas en un rinc6n del
papelillo.

EL ISLEÑO SALUDA Y NO SALUDA


Un isleño parece un hombre tímido y no es un hombre tímido.
Algunas personas sensatas creen que es salvaje. Tatipoco es sal-
vaje. El islefio por lo general es hombre huratio, de una hurañez
rara. Es, desde luego, un caso interesante de vulgaridad.
Nosotros conocemos a don Fulano, porque un dia hablando
con otro señor, don Fulano tercib en nuestra conversación. Noso-
tros decíamos: «iCuándo hay correíllo para Lanzarote?» Y nuestro
interlocutor respondió: «No sé. ¿Cuántos somos hoy?» «Pues,
no sé . . . . no SC... Ahora hasta el 18 no hay . . . . creo yo . .. . no sé.»
Y don Fulano, que estaba con el señor que hablaba con noso-
tros, sin conocernos, dijo amablemente: «Esta noche, señor, esta
noche hay correo.» -Muchas gracias -respondimos. Y don Fula-
no después de decir: «De nada», se quitó el sombrero y ya no le
vimos más.
Pero un día... tropezamos con don Fulano y don Fulano nos
dice: «Adiós, señor. Que usted lo pase bien.» Y así transcurren más
días, y siempre, cada semana, cada mes, nos encontramos a don
Fulano, solo, que nos saluda amablemente.
Pero otro día vemos venir con dirección a nosotros a don Fula-
no. Este día, don Fulano está acompañado por un señor peninsu-
lar. Es un sábado. Nosotros no nos hemos mudado la camisa del
trabajo todavía; estamos un poco despeinados, nuestro pantalón
tiene rodilleras. Don Fulano nos ve de lejos; y hay en su mirada un
pequeño, diminuto relámpago de contrariedad. Nosotros pen-
samos en seguida: «Don Fulano, no nos saluda hoy.» Y procura-
mos hacernos los desentendidos. Don Fulano, efectivamente, pasa,
por nuestro lado sin conocernos. A don Fulano le molesta saludar-
nos cstc día. $‘or qué? LQuién es el señor peninsular que acompa-
ña a don Fulano? ¿Será un Gobernador Civil, un Delegado de
Hacienda, un profesor de Instituto?
Es indudable que, por la misteriosa importancia de este penin-

103
sular, no nos ha saludado don Fulano. El peninsular debe ser .un
hombre superior, más superior que nosotros, quizá más también
que don Fulano.
La noche de ese día vemos a don Fulano sin el peninsular.
Entonces nos dice: «Adiós, muy buenas.» Pero antes hace un rui-
dito con los labios. Este ruidito; Sid, como diciendo: «Caramba.
Tengo que saludar a este señor siempre porque un día le dije que
el correíllo salía para Lanzarote. iCómo podré evitarme yo este
saludo?»
Y don Fulano se va a su casa razonando. El no ha razonado
muchas cosas en su vida, pero de esta vez se devanará los sesos
para buscar un modo de no saludarnos más. Y de pronto da con
uno, sin saberlo él. Este:
Nosotros nos lo volvemos a hallar en la calle. Don Fulano es-
quiva su mirada, pero cuando está cerca de nosotros, se ve obliga-
do a saludarnos. Nosotros entonces le miramos fijamente, como si
don Fulano fuera un poste, y no le contestamos. Don Fulano, que
deseaba este momento de no saludarnos más, se enfurece, sin em-
bargo, porque le ponemos en ocasión de suprimirnos el saludo. Y
dirá, extranado en el Casino: «Este señor que me saludaba antes,
ya no me saluda. Es un señor repugnante. $e creerá él que me
hace un favor!»
Y es que al isleno le molesta mucho la mala crianza ajena, por-
que en su afán de ser‘primero en todo no puede permitir que nadie
sea más maleducado que él.

NO HAY QUE CREERLO


Si le oímos decir a una señora isleña que nos cuenta un chisme:
«A mí no me lo crean», ya sabemos que hay que creerlo, desde
luego, pero no a ella, sino a otra persona que no está presente y
que no nos ha dicho nada de su propia voz, sino por mediación de
esta señora. Todas las mayores atrocidades pueden creerse sin te-
mor. Ahora que no se han de creer a la persona que nos lo dice.
Es un grato sistema de irresponsabilidad y sobre todo más seguro.
Cuando una señora oye decir que en la casa de otra señora entra
un hombre a medianoche, no lo cree y si lo dice es para que noso-
tros tampoco se lo creamos a ella. Ella no ha visto a ese hombre.
Si se ha enterado y lo repite, no es para hacer que cunda la noticia,
sino para demostrarnos que las lenguas de la ínsula son muy malas,
y aunque haya que creer lo que dice, ella no tiene la culpa de que
se crean. A las demas, que son las malas lenguas, hay que creérse-

104
lo; a ella, que es la lengua buena, no. Ella no es persona malévola,
por lo tanto, si dice alguna cosa makola hay que ponerla en du-
da. Las otras personas son las malkvolas, y si diren malévolas co-
sas, no habrá más remedio que. creerlas, para justificar su lado
divino de malevolidad. ¿Pues cómo, si no creemos, puede asegu-
rarse que son malévolas? En cambio, a la sciiora no malévola, habrá
que decirle: «Señora, es una atrocidad lo que usted dice, pero como
usted al decírnosla añade: “A mí no me lo crean”, hemos de confor-
marnos con no creérselo a usted y que quede sentada su reputación
de buena persona.»
«Eso dicen, las malas lenguas. Créanlo ustedes, porque para eso
están actuando estas lenguas. A mí no me lo crean. Mi oficio no es
hablar mal, es solamente repetir el mal que hablan las otras, no
para que me lo crean a mí que lo digo ahora, sino para que lo
hayan creído antes, o para que se dispongan a creerlo, sin necesi-
dad de oírlo directamente.»
Y de este modo no debemos creer nada, creykndolo. Todas las
señoras están empeñadas en que no se lo creamos a ellas. Siempre
hay una última señora a quien nos remiten las demás señoras para
que creamos. Y esta misma y última señora, también nos dirá: «A
mí no me lo crean».
LA quién volvernos, entonces?
Lo mgs seguro es preguntar al hombre que entra a medianoche,
diciéndole: «Señor, yo sé que usted entra en casa de ésta, de aqué-
lla o de cualquiera otra señora. A mí no me lo crea usted, pero
desearíamos saber por usted mismo si es cierto que usted entra
0 no».
Y como ei
señor será también isleño, nos responderá de se-
mejante manera: «Sí, señor, sí entro a medianoche. Pero a mí no
me lo crean.»
Y puede que sea verdad.

LA CARTA MAGICA
Un isleño tiene siempre una carta que no ha recibido el último
correo. El dice carta, a secas: «iHombre, no he recibido carta!»
Se supone uno que todo isleño ha escrito. El también, por otra
parte, lo confirma: «Hombre, ya escribí». Y después de este dia el
isleño continuará diciendo: «No he recibido carta.»
La carta puede tratar de varios asuntos. Una vez es ai Diputa-
do, recomendando a un amigo. Siempre se escribe esta carta, para
decir inmediatamente: «Ya escribí». Otra vez es una reclamación

105
de un comerciante, y el isleño, que es comisionista, dirá: «iHom-
bre, pague usted esa letra, que ya escribí, pero no he recibido carta
todavía!» Y el comerciante paga, pero estará condenado a oír diez,
doce veces: «No he recibido carta de la casa.»
Esta carta es la misma carta de todos. Está detenida lejos, diri-
gida a todos los isleños que nn han escrito carta ninguna, para que
no pueda ser recibida. Un isleño no tiene importancia social si no
deja de recibir esta carta. El isleño que por rara casualidad la reci-
ba, perderá en el acto todo su prestigio de hombre de cartas. Por-
que la verdadera importancia es no recibirla para poder decir: «No
he recibido carta», y darse el tono de que está en lo posible recibir-
la. El que no dice: «No he recibido carta», es quizá porque no la
ha escrito, y el insular que no escribe una carta lejos, es un hombre
deshonorable. Y si la recibe, nadie se lo creerá, porque la verdade-
ra existencia de esta carta es su no existencia: no recibirla nunca.
Un isleño puede ser abogado y tener cierta personalidad, o mé-
dico o sobrestante, pero si a estos títulos no añade el de no recibir
carta, no será lo suficiente estimado en la rebotica o en la Plazuela.
Cuando el isleño no escribe esta carta y la echa al correo, y la
respuesta llega, será hombre perdido. Pero si no la escribe y no la
echa al correo y no se recibe a donde no la ha dirigido y la respues-
ta no llega y el isleño puede decir, con toda la explosión de su
petulancia: «iHombre, no he recibido carta!n, cntonccs puede as-
pirar a un busto o al nombre de una calle en el Puerto.
El isleño, además de darse importancia, sentirá una suave me-
iancoiía, por esperar esta carta que no llega nunca, que no puede
llegar, y que él, sin embargo, por darle tanta realidad a su fantas-
mal epístola, espera siempre... contento.

TEVANTE
Ayer empezó el levante. Los ciudadanos dijeron: -«Hoy hay
levante». Del monte llegaron algunos diciendo: «Es tanto el calor
que hace allá arriba que no se puede salir*.
Las señoras en sus casas, de bata blanca y abanico, repiten:.
-uHay un levante enorme.» Los maridos llegan de la calle, su-
dando y repitiendo también: «Vaya un levantito!»
Robaina, Camejo, Umpiérrez y Galindo salen, entran, vuelven
a salir de las tiendas. Se miran, sonrfen y repiten: «El tiempo es de
levante».
Chirino nos encuentra en la calle y le preguntamos: «iQué

106
hay?» Y Chirino nos responde: «Levante. Yo lo dije desde ayer,
en cuanto noté que estaba húmeda la noche.*
Fabelo, pasa por nuestro lado echando los bofes y meneando la
cabeza, como diciendo: «Es levante. Usted como yo y como todos,
estamos en el secreto. Levante y de los más legítimos.»
Por la tarde refresca un poco y Robaina dice: uHa refrescado-u
Y la señora de Robaina añade: *Vamos esta noche al muelle, ni-
no.» Pero Robaina asegura: «Aunque ha refrescado, al anochecer
vuelve a calentarse el tiempo.»
Un señor en la botica exclama: -+Cómo se estarán asando en
el Sur! Ese Agüimes debe ser un horno.» Y otro señor añade: «Yo
vine esta tarde de Agaete y ni las hojas se movían.»
Pinito, en su ventana, se atufa por culpa del levante y dice:
-«iFuerte relajo de tiempo!» La mamá de Pinito confirma: -«Sí
es verdad, hija.»
Un señor anciano no recuerda otro levante igual, y un peninsu-
lar demuestra que el levante no es nada en comparación al calor de
Sevilla. Pero el insular cree que su levante es tan famoso y tan
importante como aquellas costas de ídem que se aluden en la Muri-
na. m
-Vaya un calorcito, amigo Robaina. t
-No me diga nada señor Galindo. ;Si esto dura! 5
-No dura más que tres días.
-Yo me los he gozado de seis. Camejo.
-Pero eso, Fabelo, es muy raro.
Y Robaina, Galindo, Camejo y Fabelo siguen diciendo:
-iVaya un levante!
-iVaya un levantito!
-iRayo de levantejo!
Y después se van a dormir confiados en que, como querfa el
griego, no ha pasado un día sin haber aprendido una cosa más.

LAS CONVERSACIONES DE AYER


Decimos: «Eso son conversacitines», y ya se entiende que ha
sido puesto a curtir el pellejo del pobre semejante. Pero estas con-
versaciones de ayer son más inocentes, han versado solamente
sobre el calor.
En Za botica: Hay varios señores. Llega otro señor y dice:
«iVaya un calor!» Los demás contestan: «Un horno», y menean las
cabezas y se miran con miradas fatigosas, moribundas.
En IU casa: Las señoras están echadas en sus sillas; Llega una
107
de la calle: «No me digas nada, hija. La calle es un horno. Se oye
volar las moscas. iJesús!»
Y aunque todas saben que el calor durará tres días dirán para
darle majestad al momento; «Si este calor sigue yo no sé dónde
vamos a parar.»
En la barbería: Llega don Juan. «Hola, don Juan», dice el bar-
bero. Don Juan contesta: «Ni ganas de moverme tengo.» El barbe-
ro añade: «Hace un calor de primera.» «No me diga nada, maes-
tro. iSi este tiempo sigue yo no sé dónde vamos a parar!»
En el tranvía: «Ni aquí hace fresco», dice un señor. «Siempre
cuando el tranvía corre mueve un poco de aire y de fresco, pero
hoy, ni eso. Fíjese cómo está el mar. Parece una balsa. Vaya un
calor. iSi este tiempo sigue yo no sé dónde vamos a parar!»
En la punta del muelle: Dos señores se duermen con los som-
breros en las manos. «Ni aquí hace fresco. iCuando aquí no hace
fresco! En la ciudad no hay más que tres sitios dónde haga fresco:
por allí, por el cuartelillo, por la parte de la calle de los Remedios,
cerca de Lisón, y aquí en la punta del muelit. Cuando en ninguno
de esos tres lados hay fresco, diga usted que no lo hay en ninguno.»
-Pero mire, cristiano, sacuda la mano, parece que la está me-
tiendo uno en miel. Vaya un tiempo. iSi este tiempo sigue así yo
no sé dónde vamos a parar!
En la calle un ciudadano pasa, sombrero en las manos, encor-
vado bajo el peso de su sudor, reflexiona, medita. Va a expresar
una idea, va a pronunciar. la palabra aforística. Escuchemos:
-iSi este tiempo sigue así yo no sé dónde vamos a parar!

YA CORRE FRESQUITO
Robaina va por la sombra y le grita a Mujica que va por el sol:
«Mujica, véngase para acá que aquí corre fresquito.» Mujica va! y
se convence de que el levante ha desaparecido y que hay brisa
después de las cuatro de la tarde.
Fabelo también sabe que hay fresco y así lo ha manifestado en
el Casino: «Ya corre un poco de fresco. iMire usted que si el levan-
te sigue!...»
Umpiérrez, por otro lado, exclama ante un grupo de amigos:
«No hace mucho fresco, pero iqué diferencia de hace tres días!».
Camejo, también está contento con el fresquito que corre y
como él es comisionista, tendrá que decir al entrar en la tienda de
Chirino, para mostrarse amable: «Hoy sí, amigo Chirino, que corre
airito. Su tienda es de los lugares más frescos de la población.»

108
Más tarde, Camejo lo confirma en la plazuela: «Sitio fresco, la
tienda de Chirino.»
Los ciudadanos todos han sido librados del levante: Galindo,
tipo representativo de la ínsula, lo va pregonando en todos los
sitios. Si llega al Parque exclama: «Hoy, es otra cosa», si va a la
Catedral dirá luego: «Hny, sí había fresco. Usted sabe que debajo
de San Cristóbal corre siempre un fresquito agradable. Hoy volvía a
haberlo, pero en los días de levante, ni allí se podía estar.»
Cuando a Galindo le digan hoy: «¿Qué hay, Galindo?», Galin-
do contestará: «Hombre, parece que el tiempo va refrescando. Por
las tardes siempre refresca>.
Galindo siente lo que aquí llaman gustito, después del levante.
El levante es el peor enemigo de Galindo. Para Galindo el levante
es una especie de menstruación. Cuando lo siente venir, Galindo
se va hinchando, hasta que tiene que acostarse. Pasado el levante,
Galindo sale a la calle triunfador, pío y felice, diciendo: «Ahora, sí
se puede estar en la calle. No puedo con estos calores, El calor es
una cosa que me revienta.»
Felicitamos a nuestros amigos, los insulares, por el viaje del
levante.

LA INSEGURIDAD DEL ISLEÑO


El isleño es el hombre más seguro del mundo. Cuando un isle-
ño sabe una cosa, la sabe de verdad, con convicción, con certeza.
Así, dice el isleño: «Yo, que se lo digo a usted...»
Estamos en una botica Robaina, Chirino, Fabelo, Galindo, Ca-
mejo y el infrascrito. De pronto dice Fabelo: «Ha ocurrido esto y
lo otro y lo de más alk Y ha ocurrido porque fulano es un hombre
de ésta o de aquella manera.» Y Chirino añade: «iBah! Eso no
puede ser así.» Pero Fabelo, arrugando el entrecejo y soltando una
voz cavernosa contesta: «Yo que se lo digo a usted...»
El isleño que nos lo dice todo, es un hombre terrible.
Ocurre un suceso misterioso. Nadie sabe nada. Pero de repente
surge el isleño y nos lo dice. Este isleño es por lo general soltero,
se pasa la vida en la puerta del Casino, o sentado en la Plazuela.
Nosotros vamos una noche, distraídos, por esta Plazuela y oímos
súbitamente una voz que surge de las sombras diciendo: «Yo, que
se lo digo a usted. » Otra noche le oímos en la terraza del Casino un
sordo rumor de palabras. Es un grupo de señores que hablan que-
damente. No se oye sino este suave murmullo. S610 a mitad de
este coloquio, como un clarinazo o un cuchillo, la frase terrible
109
surge: «Yo, que se lo digo a usted.» E inmediatamente se hace un
silencio prolongado.
Otro día se casa don Alberto. aLPor qué se ha casado don Al-
berto -decimos -si es viejo ya y enemigo del matrimonio?» El
hombre terrible nos dice: «Don Alberto se ha casado porque ya
estaba casado.» «¿Cómo puede ser este disparate?», exclamamos.
«¿Cómo un hombre que está casado se va a casar?» El hombre
terrible responde misteriosamente: «Yo, que se lo digo a usted...»
El periódico traeuna noticia vulgar. Esta noticia: «Ha regresa-
do de Tenerife don Homobonio.» Pero cuando nos encontramos
al hombre terrible nos dice: «Don Homobonio no ha venido de Te-
nerife porque él no ha ido a Tenerife, además no se llama don
Homobonio, sino don Cristóbal, y. encima hace diez años que se ha
muerto.»
s¿Cómo son posibles estas cuses tan extrañas, querido ami-
go?», nos aventuramos a decir al hombre terrible. «iCómo un
hombre que se llama Homobonio no se llama Homobonio sino
Cristóbal y si vino de Tenerife no vino porque hace ya diez años que
se ha muerto? Nosotros no podemos creer estas cosas. No es posi-
ble creerlas.»
Pero el hombre terrible está seguro. Su mirada lo dice, su gesto
lo dice, su seriedad lo dice, sus palabras también lo dicen:
-Yo, que se lo digo a usted...

EL ISLEÑO SE’ ABURRE EMANCIPADO


Todo el mundo, los ciudadanos del mundo. respiran a plenos
pulmones en cuanto se emancipan. El isleño, en cambio, se aburre
soberanamente. En cuanto un isleño se ve libre de la opresión de
un jefe mandinga. parece que añora, doloroso, los días de la escla-
vitud.
Un día, un insular que es hortera, logra poner una tienda con
sus ahorros. Hace sus andamios, su mostrador, coloca las piezas de
tela como los libros de una biblioteca, empuña su vara de medir
propia, como una espada heroica que ganó en cien combates, y se
pone en la puerta de su tienda erguido y magnífico como un floren-
tino. Pasan dos horas, pasan, tres horas, y el isleño va corvando la
figura, quedando al fin pegado a la puerta, con un aire de desola-
ciún y fracaso que da pena. Todo isleño joven que tenga una tien-
da es un hombre triste.
Esta tienda generalmente está en la esquina de una calle trans-

110
versal, donde antes estuvo otra tienda. Es quizá la misma tienda,
remonrudu, como unos zapatos. La gente de la vecindad se acerca
a esta tienda con timidez, con miedo. Y así, todos los vecinos di-
cen: «No sé, pero me da a mí que esta tienda vmra poco:» Y esta
frase es como un mal de ojo, que le hacen los vecinos a la tienda.
La tienda, desde el día que esta frase se pronunció, empezará a
ponerse melancólica, triste. Aunque los vecinos compren y los
clientes aumenten, la tienda irá enflaqueciendo y morirá un día
por consunción. Los ojos del dueño emancipado son los ojos de la
tienda. Vosotros pasáis y recibís una mirada lánguida, prolongada
de melancolía.. . Es la tienda que os mira. Es el dueño que no
.puede hallarse con su emancipación. La tienda y el dueño, que son
una cosa misma, no pueden resistir el aire saludable de la ciudad.
Son ‘como los enfermos del pecho, a quienes la misma salud que
viene de fuera, en el sol y en el aire, mara.
El hombre de la tienda se quitará un día la americana, despa-
chará su queso en mangas de camisa, de una camisa sucia, pesará
las judías con parsimonia, llenará la tienda de suspiros. La emanci-
pación Ie! hace daño. Y el isleño de la tienda dirá: «¿Por qué estoy
así, tan triste, con esta tienda que yo quería tener? ¿Por qué ahora
que estoy libre de la brutalidad y la estupidez de mi patrón, no
puedo ser feliz ? ¿Qué cosa misteriosa he traído yo a esta tienda
que le ha hecho criar maleza y la hará morir muy pronto?»
Y el isleño se volverá a su puerta. Y los domingos abriri su
tienda para ponerse en la puerta y siempre a toda hora estará en la
puerta mirándonos suplicante, como ofreciendo su libertad. Di-
ciéndonos:
«Sufro mucho, señor transeúnte, sin mis cadenas. Es una escla-
vitud espantosa no tener cadenas. De tanta libertad como gozo, no
puedo moverme de mi tienda.»
Un isleño no puede ser un emancipado. El puede ser médico,
sobrestante, leguleyo, militar, ministro, hasta aviador. Pero eman-
cipado no podrá sex nunca. Al valle de Andorra de su espíritu no
llegan, nn pueden llegar estas corrientes fortificadoras.

111
CRONICAS DE LA NOCHE
(Comentarios sentimen tales de cosas entrevistas
en las noches isleñas)
CIVILIZACION

La ciudad se ha ido civilizando. Cada dfa, cada hora que pasa,


nos trae una novedad. Y vuestros ojos que no han dejado aún la
visión de los primeros años, se abren y se abren asombrados, lige-
ramente tristes, sin comprender las innovaciones.
El arco voltaico ha roto nuestras últimas ilusiones. Nosotros
creiamos en la animación de las calles, las personas pacíficas cru-
zando las aceras. Y vino el arco voltaico a sacarnos de nuestro
error. La luz potente y blanca descubrió las calles vacías, intensa-
mente solitarias, recibiendo la luz como una lluvia...
Nosotros no queremos saber de cosas nuevas. No queremos
civilizarnos. No hemos mirado nunca el barómetro de la plaza,
solo y helado y oliendo a flores.
Esta noche, como todas, salimos muy tarde de nuestra casa.
Casi la media noche.
A esta hora la ciudad se recoge, se esconde de miedo dentro de
sus calles, dentro de si misma, en un postrero gesto silencioso. Los
arcos voltaicos se han apagado y ya podemos formarnos todas las
ilusiones metidos dentro de la oscuridad...
¿Qué luz brilla al fondo de la calle que no vimos anoche? Un
presentimiento de civilización nos hace estremecer. LJn cuadro de
luz se pinta en la calle desbordándose por la acera. Los adoquines,
estos municipales adoquines tan groseros, se engalanan de oro
bajo la brillante caricia.. .
Un poco impacientes subimos la calle. La claridad en la noche
inspira curiosidad. JAcaso un motivo para encontrar mayor la os-
curidad!
Ya hemos llegado. La claridad nos envuelve. A traves de unos
cristales miramos un interior. Un interior de cosas fúnebres, cajas
para muertos de todos los tamaños. Decididamente, hay muertos
de diferente estatura. Con una inconsciencia que nos extraña mu-
cho, empezamos con los dedos a medirnos el cuerpo. Concluimos
y volvemos a empezar... Uno, dos, tres.. . Somos un poco más
grande de lo que creíamos. Aquella caja tan negra, que esta en la
segunda fila, serviría seguramente para nuestro paseo... Aquella
115
otra gris nos parece un poco estrecha. No podrfamos llevar las
manos en los bolsillos.
Está aquello tan arregladito, tan limpio y tan silencioso, que da
unas ganas de morirse enormes, tantas como de preguntar el pre-
cio de las cajas.

EN EL TINGLADO AMANECE
El tinglado, al amanecer, visto desde el puente, da la impresión
de un hogar caliente y amoroso. Unos hombres envueltos en man-
tas parece que están cerca de una chimenea invisible que les tem-
pla el cuerpo. No creemos que aquellas mantas abriguen, más bien
suponemos que estãn sobre las espaldas por capricho o moda pecu-
liar... El tinglado debe estar lleno de una temperatura amable y
acariciante... El sueño allí debe tener una conformidad discreta.
Una noche en .el tinglado pudiera ser una noche de las mejores de
nuestra vida. i
Pero no; en el tinglado hay frío, tanto frío o más que fuera.
Aquellos hombres tienen unas mantas justificantes. Lo que noso-
tros presentimos fuera es de mucha ligereza y atrevimiento. Las
miradas que corren hacia el tinglado no sienten el frio; ven las
sombras de los sacos, las siluetas de los mostradores, la tenue luz
de los farolillos, y presumen que todo aquello está hábilmente pin-
tado, que es confortable y de un gran refugio en la noche.
Mas el tinglado, aunque nuestras miradas nos engatíaron y ha-
ga frío en Cl, es un lugar de cosas sentimentales. Los hombres
duermen; parece al menos que duermen; algunas mujeres descal-
zas, con los zapatos claveteados en las manos, buscan silenciosas
acomodo en un rincón; un municipal adosado a una columna de
hierro fuma con los ojos fijos en el reloj del mercado; unos burros,
unos resignados burros, cabecean atados a otra columna... Y poco
a poco. a medida que el día avanza, van llegando otros hombres,
otras mujeres y otros burros. Y el silencio no se rompe; el silencio
entre tanta gente que se ha de acurrucar en sus mantas, al fin, no
es interrumpido por nadie. Aquel lugar de bulla y escándalo maña-
nero, a esta hora parece un santuario, una mezquita... Los pasos
silenciosos, las palabras silenciosas, los gestos silenciosos... Pare-
cen sombras animadas; hasta los discretos asnos diríase que se qui-
tan las herraduras, para que todos los pasos sean como ligeros so-
plos de aire...
Y istc quizás es el secreto que nusst~as miradas, que no sienten
el frío, han pretendido descubrir en la alta noche. El silencio, el
amado silencio de las voces y de los pasos, es todo el secreto de
116
esta visión. El silencio de los hombres que caminan quedos, es la
temperatura amable del tinglado en la madrugada. Junto a este
silencio, donde se mueven tantos hombres y tantas mujeres, el mu-
nicipal debe sentirse perfectamente, espiritualmente abrigado.

EL FAROL DE LOS ESCOMBROS


Sobre los escombros de una casa que construyen hay un farolito
de luz tenue, anCmica. Este farolito es un alerta al transeúnte.
Quiere decir: «Señor: usted que viene distraído, no observa que a
vuestros pies se eleva una montaña de pedruscos, un montón de
guijarros. Si notestuviera yo aquí, erguido como un alabardero,
advirtiendo el peligro, usted señor transeúnte se rompería las na-
rices.»
Y nosotros agradecemos la advertencia al farolito, que tiene
más espíritu y más bondad que su amo, el propietario, que allí lo
mandó a poner antes de que anocheciera.
El amo, al poner el farolito, quiso defender las obras de su
casa; una cañería abierta, un desagüe... ¿Qué sería de estas cañe-
rias y de estos desagües si tropieza un hombre, cae y wn él muchas
piedras, y entre todos cubren el hueco.. .? El amo del farolito no ha
pensado en cuidar de la vida del transeúnte; al amo le es lo mismo
que el transeúnte viva o muera, goce o sea condenado... El ~610 ha
‘puesto el farohto para que el ciudadano, al no tropezar, libre a su
fábrica de un pequeño retraso de dos horas.
Pero, en cambio, el farolito, que es generalmente un farolito
viejo que estaba sin encender hacia muchos años, tirado en un
rincón de la cocina, es más puro, más condescendiente que el amo.
El farolito alumbra sólo por la vida del ciudadano, Cl no tiene in-
tereses como el amo.
Al sacarlo ahora del rincón, después de tantos años de abando-
no, el farolito, contento, alegre, feliz, sólo ha pensado en alumbrar
a su amigo el trasnochador. Y así le vemos, desde que damos vuel-
ta a una esquina, llamándonos con su temblorosa luz y diciéndo-
nos: «Este egoísta del propietario me ha puesto aquí para que no
le estropeéis un hueco que ha recubierto hoy de cemento. Si os
caéis, además de perder la vida, le amargáis el hueco al señor.
Pero yo, amigo noctámbulo, yo, alumbro por mi propia voluntad;
yo sólo alumbro para que no perdáis la vida si caéis en este rincón.
Aunque el hacendado crea que yo soy ciego instrumento de su
codicia, no es cierto; yo soy un sentimental, yo soy un pobre faroli-
to que cuida tu pierna o tu mano, amigo, en las noches sin luna.
117
«Soy, en las ciudades solitarias, el único amigo de los trasno-
chadores. iQué sería de vuestras almas sin el farolito de los escom-
bros?...»

NIEVE EN LA CUMBRE
Las cumbres áridas, las cumbres desoladas de la isla, han apa-
recido esta noche cubiertas de nieve. Cuando las nubes se han
marchado al horizonte, y la buena luna ha surgido sobre el mar, la
nieve ha brillado tan graciosamente en las cimas como si estuviera
contenta de haber venido a un lugar que no conocía...
Desde el puente hemos visto la nieve. Es el caso inaudito, ex-
traordinaria, de tadas Iss provincias ingemlss. El momento suave
de las reboticas en que los ciudadanos más antiguos dicen: «Desde
el año cincuenta no ha caído nieve. Yo no me acuerdo de haber
visto nieve sino cuando era chiquillo. Me acuerdo de que mi padre
me Ilev al puente. iQué frio hacía aquella noche!»
Y como en la ínsula nunca hay frío, todos nos acordamos siem-
pre del día en que lo hubo.
Todos los ciudadanos de la rebotica marchan al puente a con-
templar la nieve de la cumbre.
La noche es azul, líricamente azul... Estas cumbres secas, ar-
dorosas, tostadas de sol de enero a enero, han recibido esta noche
un espléndido manto de nieve. Parece que respiran estos montes,
más serenos, más pausados.. . Como si hubieran apagado una insa-
ciable sed.
Los ciudadanos sencillos ven cómo la nieve brilla, y dicen unas
palabras vulgares, pero amables. Esta limpidez, esta suavidad leja-
na, esta armonía blanca y Purísima ha penetrado también en las
almas de los ciudadanos.
Tan sencillos, sin abrigos, con sus cotidianas ropas, tiemblan de
frío en el puente contemplando el panorama de la nieve en las
cumbres.
Esta nieve tan pura y tan alba, es como una anhelada alegoría
insular: Una visión serena, lejana e inaccesible de las cosas.

LA CERILLA DE DON GREGORIO


Don Gregorio va a salir. Quiere dar un paseo al parque, y se
está poniendo los guantes grises, escondido detrás de la puerta de
su casa. No tiene frío en las manos, pero se pone guantes. Los ha
118
comprado esta tarde para ponérselos, y no es cosa de dejarlos so-
bre la mesa de noche.
Don Gregorio está encantado con sus guantes. Don Gregorio
es suscriptor de «Nuevo Mundo» y ha vasto muchas veces retratado
a «El Caballero Audaz». «El Caballero Audaz» se retrata con
guantes. Don Gregorio siente no poderse enguantar la inteligen-
cia. Sería muy bonita una idea enfundada en gris.
Don Gregorio sale a la calle y camina despacio, moviendo los
brazos acompasados, mirando de reojo las extremidades, los guan-
tes nuevos y limpios bajo la luz eléctrica. Don Gregorio saluda con
la mano a cada amigo que pasa. Don Gregorio es feliz. Don Gre-
gorio detiene su vida en los cinco dedos de un guante.
Don Gregorio distingue el parque a lo lejos y se dispone a en-
cender un cigarrillo. El humo hace bien y además explica el que la
mano, los guantes, suban visiblemente cada dos o tres segundos.
Don Gregorio ha sacado una caja de cerillas. iAh, don Gregorio,
más le valiera no ser fumador! Lo diffcil no está en fumar, sino en
sacar las cerillas con guantes. Don Gregorio lo intenta desespera-
damente. El parque está cerca, muy cerca, casi al lado, y don Gre-
gorio no ha conseguido sacar la cerilla. Don Gregorio se nubla en
una angustia infinita. Ha vuelto a guardar la caja con un suspiro
lánguido, resignado. Don Gregorio vuelve para su casa sin entrar
en el parque, sin fumar, sin enseñar los guantes...
La vida de don Gregorio se quebró en una cerilla.

LOS NOVIOS DE NOCHE


Hemos visto salir de esta iglesia cercana unos recién casados.
Son las diez de la noche. El acompañamiento es pequeño y silen-
cioso. Estos jóvenes se han casado modestamente. Es posible que
ellos se quieran con mucho amor.
Una boda de noche, como a escondidas, sin la aparatosidad de
esos velos blancos y de esos azahares, tiene un encanto peculiar y
adorable. La muchacha es preciosa. Va con una seguridad de su
vida, tan digna, tan recia y tan amorosa, que nos hemos sentido
atraídos por ella. Robar a esta muchacha y que ella continuara así,
sin saber que la hemos robado, jtoda la vida!, pensamos. El mozo
que la acompaña es un hombre vulgar y aburrido que va a su lado
sin emoci6n alguna. Quizá no haya hecho esta boda de noche por
adopción de su espíritu, sino por ahorrarse las pesetas de una
ceremonia mas oficial y bullanguera.
iPero la muchacha es graciosa, es bonita!... Va envuelta en su
mantilla blanca, y a todos los que marchan con ella, responde dis-
119
cretamente. Son los hermanos, l& primos. Ella, seguramente se
llamará María. Y todos le irán diciendo: «iQue seas muy feliz,
Maria! iAhora vas a tener una casa tuya, Mafia! iCuando tengas
un chiquillo o una chiquilla como tú!» Y ella no siente rubor, su
mirada es segura, serena, luminosa.
Parece que les ha dicho: «Mis hijos serán como yo. Yo no mc
he casado sino para tener ese hijo. He salido de esta iglesia para
buscarlo, voy andando ya el camino, donde le encontraré.»
Y el cortejo avanza. Las voces suenan suaves; cariñosas. María
debe ser la gloria de esta raza. Todas la escoltan. Es como si ella
hubiese tenido una suerte enorme con esta boda.
Pasan por nuestro lado. Ella nos ha mirado claramente, sin or-
gullo y sin dolor. $erá feliz? Nosotros pensamos, y algo nos dice
el corazón de esta cosa, tan remota aún: los hijos, los hijos sí que
serán muy felices.. .

UN NIÑO HA MUERTO
Ahora, pasa un entierro blanco. El entierro de un niño. Una
cruz vestida de blanco, un cura vestido de blanco. Este cura canta
unos cantos como para muerto grande, de esos que llevan la caja
negra y negra la cruz.
La procesión es trágica. Este pobre nifio es llevado con una
prosopopeya, con una autoridad de viejo pecador muerto. Los
cantos tenebrosos sobre la caja blanca parecen una profanación.
Los ojos de este niño tan suavemente cerrados, deben abrirse con
terror al oír estos sonidos profundos, casi subterráneos que salen
de la boca del sochantre. ¿Por qué han sido este cura y este sacris-
tán tan crueles con el niño muerto?
Un entierro de noche, el entierro de un niño, donde se cantan
estos cantos terribles es lo más .amargó de la muerte. La muerte
misma, este desaparecer de un lado para entrar en otro desconoci-
do, no es, no puede ser tan dramático, tan horrible, como el entie-
rro del muerto.
Un niño se ha muerto, y los hombres lo meten en una caja.
blanca, y en lugar de llevarlo por unas calles llenas de sol, un día
claro, lo sacan de noche, como ladrones, y ostentosamente, acadé-
micamente, lo conducen entre cantos funerarios que acongojan y
detrás de una kuz vestida de blanco, una cruz solamente hecha
para los muertos más graves de la religión y de la vida católica.
Esra cruz de los entierros al ponerse la vesfa blanca aparecerá
siempre como una anciana grave, reposada’ y temblorosa que se
pusiera be pronto un ridículo traje de colorines.
120
Un niño que se muere, es algo infinitamente dulce para estos
aspavientos ue se suelen tributar al cadáver anodino de don Fu-
lano, aboga iI o, o don Zutano, catedrático;
El niño que se murió anoche, debe estar a estas horas llorando
de miedo en el otro mundo.
Senor sochantre: no debe meterle miedo a los ninos...

UN NIÑO LLORA
En la casa vecina, una casa roja y pequeña, que tiene siempre
las ventanas medio abiertas, ha llorado un niño. Es un llanto man-
sísimo, que se diluye en la madrugada, como el ritmo lejano de las
estrellas.
Nosotros conocemos a este niño que llora. Está todas las tardes
jugando en el balcón de la casa pequeña, con una pelota de cinco
colores, que es mis grande que él. Este niño es un niño luminoso,
como uno de esos niños ingleses, hechos para anunciar las harinas
lacteadas. A este niño antes de verlo en el balcón lo hemos visto
en un anuncio de chocolate inglés. Es un niño bello, dorado, blan-
co, saludable... Los ajillos azules, transparentes, nos miran y son-
rlen. Es alegre, el sol lo hace más de oro; parece que se embriaga
bajo el sol. Cuando hay mucho sol sus manitas dejan la enorme
pelota y se cruzan sobre el pecho. ¿Qué misterio habrá entre el sol
y este niño?...
El papa es un hombre absurdo, negro, lleno de pelos largos.
¿Cómo ha nacido este chiquillo dorado con un padre de Cbano?. . .
Este papá cree que el hijo es de él, pero el hijo no es de él. El hijo
es hijo de unos abuelos lejanos. Este papá no sabe cómo le salió
este hijo rubio. Y Cl mismo se lo dice a los amigos: «No sé a quién
sale este chiquillo.»
Este chiquillo es hijo de aquel admirable señor que estA retrata-
do en la sala de la casa. Un señor abuelo del papá de este niño. Un
señor que estuvo en Paris, que conoció y habló con la Emperatriz
Eugenia.. . Un gran señur.
EI papá habla mucho de este seiror, pero no se le ha ocurrido
pensar que este señor es el padre de su hijo.
Y cuando el, hombre seco y negro, oye llorar a su nino en la
madrugada, protesta y dice: «No sé a quién sale este niño. Yo le oí
decir a mi padre que de chico nunca lloré.» Y he aquí, cómo este
hombre que no lloró de chico, está inquieto porque su hijo, aquel
dorado niño, llora, con un llanto melancólico, triste, de enamora-
do adolescente.
121
¿De dbnde vendrán las lágrimas de este chiquillo, que el padre
no comprende?
El llanto del niño en la noche, es una evocación misteriosa y
delicada.. .

NOS MUDAMOS
Esta noche, una familia que vive en los Arenales se muda a
una casa en San José. Un carro enorme y estridente traslada los
bártulos de la casa vieja a la nueva casa. Sabemos que la mudanza
es de Arenales a San José porque el carretero, hombre imprudente
e iracundo, lo ha dicho, a gritos, a una vecina:
-iEche usted de aquí, a allá, a los demonios de la Portadilla!
Todo el mobiliario de esta casa humilde cabe en el carro, y aún
podrfa llevar otro hogar semejante dentro de él. Las casas de los
barrios, pequeñas, modestas, caben en un carro grande. Algunas
en una carreta.
Estas casas ambulantes llevan una melancolía Yulgar, cuando
avanzan en la noche, y dejan un rastro de soledad, de’vacfo en el
camino. Parece que se van llevando de paso todos los muebles
humildes de las casas pequeñas. Al ver los carros con la casa ente-
ra dentro, pensamos en si será aquella casa, que vimos el domingo,
que tenía la ventana abierta y por donde se divisaba una salita
primorosamente limpia, con una mesa y dos butacas, y una señora
gruesa en un rincón que meneaba la cabeza como el péndulo de un
reloj antiguo... iSerá aquella casa? En el carro va una mesa igual.
Pero no es aquella casa. Todas estas casas son idénticas. Cuando se
muda una, quedan diez, veinte, treinta... Parecen unas casas uni-
formadas. Siempre que pasamos por los Arenales encontramos
una casa semejante con su mesa redonda y su velón policromado.
El carro avanza lentamente. En San José estarán esperándolo
dos personas de la familia que se muda. En los Arenales se han
quedado los otros.
Y éstos dirán: «iYa habrá llegado el carro?» «No es posible,
quizá vaya por la Alameda.» Y se sentardn a seguir mentalmente
la ruta del carro.
Los de San Jo& estarán inquietos: «iHabrá salido el carro?» Y
tambien harán su cálculo.
Y así se pasarán la noche hasta que el carro llegue.
Después, no se hallarán en el nuevo barrio y suspirarán un
mes, dos meses, tres meses, por su antiguo rincón.
Pero el paso de este carro con la mudanza merece un pequeño
apunte, una diminuta anotación.
122
LA NOCHE DE DON ANTONIO
Don Antonio esta sentado en una silla de la rebotica, con el
bastón entre las piernas y las manos sobre el puño del bastón. En
la rebotica hay unos cuantos señores más, pero el interesante es
don Antonio. El todas las noches no dice más que una sola pala-
bra. Esta: «iVaya!* Y frota el puño del bastón suavemente.
Un señor habla de la guerra o de la ruleta y ‘dice, por ejemplo:
«No hay duda de que Verdún no lo toman ya.» Don Antonio res-
ponde, frotando el puño: «iVaya!» «Por supuesto -continúa otro
señor-, esa ruleta es un escándalo.» «iVaya!», contesta don An-
tonio. Y así se pasa la noche, sonriendo, frotando e! puño y dicien-
do: «iVaya!». A la diez se levanta don Antonio de su silla, se estira
los pantalones por el procedimiento isleño, y se pone en la puerta
de la botica, sin decir nada. Apenas dice adiós. 0
Don Antonio tiene una noche modesta; para Don Antonio la d
noche es un pequeño entreacto. Lo importante de don Antonio es
el lecho donde ronca bien y donde no sueña. Don Antonio es due-
ño de una tienda de paños. A las ocho come, y cuando termina de
comer, se marcha a la botica, fumando un pequeño puro palmero.
Todas las noticias de la localidad las sabe en la rebotica don Anto-
nio. Cuando llega a su casa traspasa las novedades a su señora, que
sueña con ellas. Si es sábado, don Antonio, al salir de la botica y
una vez efectuada la digestión, se dirige a la barbería para que lo
afeiten. Allí dice Cambien: «íVaya!» EI barbero, en tono afectuo-
so, le dice: «iEl pelillo se cae, don Antonio!» Y don Antonio, sin
alterarse, murmura: «iVaya!»
Esta noche, es una noche brillante; el cielo tiembla de estrellas;
la luna surge prodigiosamente del fondo del Mar. Don Antonio
sale de la rebotica sin darse cuenta de estos espléndidos materiales
de la noche. Para él la noche es solamente una cosa en la que hay
que encender una luz porque no se ve nada.. .

EL TRANVIA SE ESCAPA
Esta noche a un honibrc que vive cn cl Puerto, y que ha tenido
que estar en Las Palmas haciendo visitas, se le ha escapado el tran-
vfa. El hombre oy decir que el último tranvfa salía a las diez, pero
despues, otra persona mas enterada le informó mejor: Hasta la
una podfa esperar tranquilo. Ahora, con la ópera, el último tranvfa
sale a la una. QY si no hay sitio? -preguntaba el hombre del

123
Puerto-. ¿Si ha venido mucha gente de mi barrio a la ópera?»
«iQuiá!», ha respondido su amigo, que es uno de esos hombres
optimistas a quienes no les preocupa nada. *La mayoría de las
noches va el tranvía vacío.»
Y con esta afirmación, el hombre del Puerto se ha quedado
conforme. Pero el amigo estaba soñando. El tranvia salid antes y
salió lleno de gente. Cuando el hombre del Puerto lleg6 a la calle
de Torres el tranvía estaba en el Parque, y he aquí cómo el hombre
del Puerto está parado bajo el reloj aleman, sin saber que camino
es el suyo. Está como asustado, Está como si una gran desgracia le
cercara. Como si un profundo abismo se abriera ante sus pies.
iQué va a hacer este hombre ? iPor qué no alquila una tartana?
Junto a tl está una tartana desalquilada, pero el hombre no se
decide. Y piensa: «iCaramba! Se me ha escapado el tranvía, se me
ha escapado el tranvía... por fiarme de Fulano., .» Y mira al cie;
LO... ¿Por qué mira al cielo y no se monta en la tartana? El hombre
sigue pensando: *iQué desdicha! 1% me ha escapado el tr-anvía!...
iEl tranvía se me ha escapado ! iY ya no hay más tranvías! Este
debe ser el último tranvía. iFíese usted de los amigos!» Y torna a
mirar al cielo. . .
Es un hombre apocado. No hay hombres más apocados que
estos hombres pacíficos que viven en el Puerto. Este hombre no
alquila la tartana y, sin embargo, es un hombre que tiene algún
dinero. No es que él no quiera gastarse el dinero en una tartana,
no. Es que él había ya pensado ir en tranvía y le cuesta un profun-
do, un enorme disgusto montar en tartana.
En el alma de este hombre se desencadena una furiosa tem-
pestad de sensaciones extrañas. El hombre casi contiene un sollo-
zo. ¿Cómo es posible que Fulano me haya dicho que el tranvía
último salía a la una, si salió a la una menos cuarto? Yo debía
haberme marchado a las diez... ¿Y ahora qué hago? ¿Qué puedo
yo hacer?
El tartanero invita a montar al hombre del Puerto, pero el
hombre saca un reloj y aunque sabe seguramente que no hay mas
tranvías dice para su capote: «Ya no hay más tranvías. iCaray!
iCómo he perdido el tranvía esta noche! Y ahora, claro, no hay
más tranvías hasta las cuatro.»
Y entonces, una vez exclamado esto, el hombre avanza lenta-
mente perseguido de cerca por la tartana. LEste hombre cree que
puede surgir un nuevo tranvía para él? iAquel don Fulano no se
podía equivocar! iLo aseguró de tal manera!.. . Llega el hombre
del Puerto al Parque $ allf da unos melancólicos paseos meditando:
-iNo voy a tener otro remedio que tomar una tartana!. . . Sí.. . ,
ya no hay tranvía...
Y se acerca, al fin, a la tartana y le pregunta al tartanero: «Ya

124
no hay más tranvías, ¿verdad?» «No, no hay más tianvías...»
«Pues lléveme usted al Puerto...»
Y ya dentro de la tartana y carretera adelante, el hombre del
Puerto mira como dislocado a todos los sitios. Parece que esta bus-
cando el camino misterioso pcir donde se le escapó este diablo de
tranvía que salió a la una menos cuarto y no a la una como le
aseguró don Fulano.. .

LA TARTANA DE LA ESQUINA
Entre las cosas de la noche isleña. la más sentimental es la
tartana de la esquina. La tartana de la ésquina, que tiene un caba-
llo escuálido, descendiente de aquel otro llamado Rocinante, está
siempre parada. Es una tartana que no alquila nadie. Aparece a las
once, cuando las luces se apagan. El caballo bosteza y el tartanero
hace andar la tartana medio dormido. Lentamente avanza hacia la
esquina; allí se detiene; el caballo comienza a dar cabezadas y el
automedonte recoge los cojines y los pone doblados sobre el asien-
te a manera de almohada. Luego se tiende y empieza a roncar.
Pasan las horas; la tartana no es solicitada por ningún transeúnte.
La tartana ~610 está para que el tartanero duerma y el caballo re-
flexione. Y nosotros nos preguntamos: ¿Cómo es posible que esta
tartana exista si no la alquila nadie? iCómo es posible que la espe-
ranza de este tartanero sea tan larga, tan larga, que no se acabe
nunca? El hace tres, cuatro aiios, que está parándose en la esqui-
na; él tiene que alimentar el vientre de su caballo; 61 tiene que
alimentar su propio vientre; y si nadie lo contrata, si han pasado
cuatro años dc esta manera, Lc6mo no ha vendido su tartana? Esta
tartana tiene un secreto, un secreto profundo, un secreto milena-
rio. Esta tartana lleva muchos viajeros; nadie los ve llevar, pero los
lleva. SI; el negocio de esta rarrana debe ser redondo...
Pero el noctámbulo la ve siempre en la esquina. A las once, a
las dos de la madrugada, la tartana está siempre allí, como un
remordimiento.. .
¿Cuál es, pues, el secreto de la tartana? iAh! El secreto...
Todos los clientes de la tartana son los que ya no llevan dinero
para su casa.. . Los que han gastado la última peseta en la ruleta o
en el chocolatet
Ellos viven lejnr, y cuando ven la tartana suplicante en la esqui-
na, se dirigen a ella resueltos, decididos: *iTiene viaje?» Es una
ironía preguntar por este viaje imaginario. La tartana nunca tiene
viaje. Y. así lo dice el tartanero, desperezándose: «No, señor. iA

125
dónde vamos?». . . «A casa». El viajero monta, y cuando después
de un andar tortuoso el vehículo para en la casa del señor, éste
dice al tartanero: «No tengn camhin. Mañana le pago.»
Y no le paga mañana, ni pasado mañana. Quizá no le pagará
nunca. La tartana torna a la esquina a esperar otro viajero sin
cambio. El tartanero es un sentimental, el tartanero es un amable
y resignado poeta. El tiene una fortuna de deudas; en cuatro años
él ha soñado; toda su vida ha sido un cálculo poético: «Si don
Fulano me paga mañana, compraré unas bridas nuevas.» Mas don
Fulano sigue sin cambiar el billete de diez duros. Porque siempre
es un billete de diez duros lo que tiene don Fulano al dejar la
tartana.. .
Y el tartanero no abandona el ideal de sus bridas. El estará
siempre en la esquina aguardando a que don Fulano tenga cambio.
Y mañana, el caballo se morirá de hambre y el tartanero irá
solo a la esquina, dispuesto a echarse a don Fulano al hombro y
llevarlo a su casa. _.
La tartana de la esquina es el motivo más sentimental de la
noche isleña.. . Si alquiláis esta tartana no le paguéis tampoco al
tartanero. Podrá creer que le dais moneda falsa... El esperara, es-
perará siempre feliz.. .

iQUE NOCHE, CARAY!


«iPero, hombre! LUsted ha visto cómo están las noches? -nos
acaba de decir don Francisco, entrando hecho una sopa en nuestra
casa-. iVengo ensopado!, ¿usted ha visto estas calles? Por supues-
to, esto es un relajo. No hay un sitio a dónde ir. Ahora vengo de
un entierro que este demonio de lluvia ha deslucido. He pasado un
rato tremendo. La gente dejó el muerto solo, y yo no tuve otro
remedio que seguir porque mc estaba viendo cl cuñado que iba de
cabecera. iVoy a coger una pulmonía! Con permiso de ustedes me
voy a quitar la americana.»
Y don Francisco se quita la americana y el chaleco y después de
abrir el paraguas para que se seque, lo deja en un rincón de la sala.
Don Francisco va a todos los entierros. Es el hombre que hace
todas las visitas de luto, y siente un gran dolor cuando un entierro
se desluce.
-Me pongo tan nervioso en un entierro sin gente, como cuan-
do voy al teatro y está vacío. iA ustedes no les revienta el teatro sin
nadie? iCaray, no me digan! Pues lo mismo me pasa en los entie-
rros. Y en el de esta noche había mucha gente. La caja estaba muy

126
bien.. . No había coronas.. . La cruz se mojó.. . Y el cura también se
mojó...
Don Francisco continúa lamentándose. El no puede sufrir esta
desconsideración de la naturaleza. Un entierro es un entierro, y
cuando hay un entierro lucido no debe llover.
Luego, don Francisco, se queja del &lo~~ que hay en la Placcti-
lla y de que una luz que habla allí la han quitado. Y mientras don
Francisco habla, nosotros vamos trasladando sus quejas a estas
cuartillas.
Un entierro de noche en la ciudad es un encanto. Las familias
aman estas horas para enterrar a sus muertos’, Los concurrentes
van desapareciendo por las esquinas, cada vez que el entierro da
una vuelta. Otros lo esperan a las puertas de sus casas si pasa por
allí. Otros buscan a sus amigos para hablar de sus asuntos. «¿Ha
hablado usted a Fulano de eso?» «No. Pero esta noche le veré en el
entierro.»
-iFue mucha gente anoche al entierro? «Mucha: la caja iba
por el Puente y las cabeceras por el Casino.» «iLlevó cor¿mas?»
«Una.» «iDe quién era?* «Creo que de los hijos. No lo pude leer
porque la cinta del letrero estaba metida en medio.»
Y a los pocos días, don Francisco, o el acompañante en los due-
los, empieza a toser en el Casino y a tupírsele la nariz. «iVen
ustedes? Este es el catarlito yue: pesyuk la otra noche en el entie-
rro. Aquel viento de la Placetilla es un relajo...»

LOS EMIGI‘ANTES EN LA NOCHE


Un vapor se aleja. Ha sonado la sirena en la madrugada, como
un desesperado lamento de agonía, según el admirable decir de
Tomas Morales. Un lamento largo, desesperado, triste... Es un
barco transatlántico que marcha a Cuba. Por la tarde todos esos
humildes soñadores viajeros que lleva el barco en la noche, vaga-
ban por las vias de la ciudad. El lamento de la sirena es el lamento
del alma de los viajeros... Ellos SC alejan llenos de dolor. Un sue-
ño los guía, pero aunque es espléndido, está lejano aún...
¿Volverán?. . .
Si; volverán con unos sombreros de palma y unas enormes ca-
denas de oro y unos trajes azules, de marinero y unos zapatos
amarillentos, chillones, como el pico del mirlo. Volverán, y torna-
rán a marcharse otra noche en que la sirena vuelva a gemir. . . Y
entonces se llevarán a los hijos, a los hermanos pequeños... Y los
veremos por las calles vagando desorientados, absortos del tranvía,
127
de los carros, ellos que vienen de la montaña, de los barrancos
hondos, de los valles ocultos... Sobre la cubierta del barco contem-
plar&n íos horizontes amigos.. . iCómo verán sus almas la tierra
prometida? iCómo guardarán sus memorias las veredas de la tie-
rra natal . ..? Ellos son humildes, sencillos, no quieren sino labrar la
tierra.. . El mar hace más amplios los sueños. Pero el sueño de
estos viajeros es una llanura inmensa, solitaria, como el mar, que
ha de brotar al término del viaje, ante sus ojos, para que sus bra-
zos la acaricien. El gemido se diluirá en las sombras.. . Habrá estre-
llas todas las noches. Pero cuando retornen a la patria serán sola-
mente unos hombres pintorescos.. .

UN ENTIERRO EN LAMADRUGADA
Ahora pasa un carro fúnebre solitario, silencioso, con una tar-
tana detrás que lleva dos hombres... Es la hora del alba. Dentro
del carro fúnebre va una mujer. Hemos preguntado y nos han di-
cho: «Una muchacha es la muerta».
«¿Y cómo la lleváis -preguntamos nosotros- así, de noche,
en el m8s profundo silencio de la noche?.¿C6mo no habéis hechn
un lucido entierro con presbíteros y amigos y cantos2 ¿No sois
también vanidosos? ¿No hay unos papelitos de orla negra que sir-
ven para invitar a los entierros? ¿No tienen los periódicos unos
huequecitos para unas pequeñas esquelas anunciando el entierro
cuando no se invita particularmente? ¿No,queréis recibir a los ami-
gos enlevitados y despedir el duelo ? ¿Por qué tan silenciosos partís
con esta muchacha muerta, recatándoos en la sombra...? ¿La ha-
béis martirizado en vida, y no queréis que nadie sepa que se ha
muerto? ~NO la amáis tanto, que no merezca una discreta proce?
sión fúnebre como la de los amigos, como la de vuestros familia-
res?»
Los viajeros han detenido su tartana. Nos han dicho: «Lleva-
mos a esta mujer ahora porque ella lo ha querido así. Ha muerto
de tristeza.. .»
Esta muchacha ha pedido que la entierren silenciosamente; ha
querido que su muerte sea tan silenciosa como la luz clara de esta
luna que envuelve su ataúd. Ella ha querido entrar calladamente a
la madrugada, cuando hasta los muertos duermen. Es una mucha-
cha buena. Nosotros hemos subido a la tartana con aquellos dos
hombres y la hemus acompañado hasta cl fin...

128
BENDITO PERRO
Esta noche no hay sino un perro, un formidable perro, con
unos ojos centelleantes que pasea en el muro de la azotea de una
casa, y ladra, con un ladrido prolongado y tembloroso a la manera
del calderón de un barítono.;.
La noche es una noche de luna; el perro ladra a la luna. Ya el
lector lo habrá supuesto así. Es fatal. El perro no dormirá esta
noche y se pasará las horas de un lado a otro de la azotea. Mafiana
dirá el dueño: «iQué tendría el perro anoche que no cesó de ladrar
y no me dejo dormir? Estaría viendo algo.» Y el vecino irascible
añadirá: «Ese perrito de al lado me tuvo en berlina toda la noche.
Mañana subo y le doy un tiro.»
La noche de mañana no ladrará el perro, pero nunca sabrá por
qué es el perro, perro, y no dueño, que ha habido dos seres en esta
noche que han juzgado su destino. El amo, la inquietud de su alma
de perro, el vecino irascible, su tránsito.
ipobrecito animal! Pensando en las vueltas que ha de dar el
vecino en su lecho, sería cosa de estar azuzándole toda la noche.

UN BISTEC
En esta fonda yequeñita que está’junto al muelle, en esta fonda
a donde van las mujeres tristes de la madrugada, en este colmado
tenebroso, nos han servido un bistec. Un bistec al amanecer, un
bistec de carne dura, es todo el horizonte de esta noche. ¿Qué
podemos aspirar, que no sea este bistec?...
Empezamos a comernos el plato funesto. Pedimos vino, y así
ayudamos lentamente a estos trocitos de carne que desaparecen en
nuestra boca con una suavidad inusitada. LCómo este bistec duro,
se desliza fácilmente. por nuestra garganta?
¿No hemos dicho antes de comer que la carne dura nos repug-
naba? ¿Cómo ha sido esta inconsecuencia?..,. ¿Por qué nuestras
ideas cambian esta noche con tanta facilidad? $i antes de cenar
sentíamos el pequeño terror de comernos un bistec duro, cómo
ahora lo estamos deglutiendo, cual si-fuese un manjar de nuestro
amigo Trimalción? ¿Qué va a ser de nuestro estómago mañana?...
Y no, no es posible pensar en otra cosa que no sea un bistec.
Ved: todos estos hombres que están a nuestro lado comen también
su bistec; se han pasado la noche esperando esta hora prodigiosa,
la hora de la cena. Todos han pensado constantemente en el bistec
duro, que habrían de comerse a la madrugada...

129
Vagar.. . , vagar por las calles. Buscar en el mar un camino, huir
entre estrellas por los mágicos prados de la luna. Todo, todo es
inútil. Hay un bistec nigromántico. sibilino que nos atrae. Es de
carne dura, de carne de can-acaso. Pero tenemos que ir hacia el. En
la noche nos llama.
Cuanta cosa hagáis, cuanta voluntad acumuléis, serán vanas. Si
estáis a las cuatro de la madrugada en la calle tendréis indefectible-
mente, fatalmente, que comeros este bistec tan terco...

EL SEÑOR TAL NOS FELICITA


Acabamos de obtener un gran éxito. Hemos pronunciado un
discurso o hemos recitado unos versos de esos llamados heroicos
que arrastran públicos y repercuten en los casinos. Nosotros esta-
mos sentados en una silla detrás de una decoración, en el escenario
de un teatro. Allí han acudido varios señores a darnos su enhora-
buena. Todos están entusiasmados; Tenemos para ellos unas gran-
des condiciones. Y como estamos metidos en una insignificante
provincia nos animan a que salgamos de ella: «usted debe marcharse
a Madrid; allí encontrará más campo.» Estos señores creen aún en
los anchos campos del porvenir; ellos todavía entienden el porve-
nir como una cosa bullanguera, escandalosa. El porvenir es el bie-
nestar economice o el triunfo lírico de las multitudes: la celebri-
dad. Nosotros agradecemos estos deseos de los amigos, nos placen
sus apretones de manos. ¿Qué vamos a hacer? Las aceras de las
calles son para que los carruajes se concreten al arroyo; las sillas
para sentarnos. Quizás estos hombres sean para dar enhorabuenas
y para desearnos porvenires gloriosos. Para nosotros no han tenido
en la vida otra razón que ésta. Ellos han vivido lejos de nosotros
siempre, pero esta noche han comprado su butaca en el teatro y
han esperado a que terminara nuestro discurso para darnos la en-
horabuena.
Pero el señor Tal no ha venido: el señor Tal que nosotros espe-
rábamos, permanece alejado de nuestro triunfo. Esto-nos exalta,
nos entristece.. . El señor Tal es aquel hombre que mientras he-
mos dicho nuestras palabras, nos ha mirado desde el público fija-
mente, con un entusiasmo consciente y extraño. Es el señor para
quien ~610 hemos dicho nuestro discurso.
¿No habéis hablado nunca en un teatro? ¿No habéis visto,
mientras drrigrs la palabra al público, que un senor que no cono-
céis, ~610 un señor os escucha con verdadero interés, y para quien
lanzáis vuestras palabras, que van saliendo más hermosas, más vi-

130
brantes a medida que el señor Tal se emociona?. . . Todas las felici-
taciones son vanas. Vosotros fatalmente, no pensáis sino en el se-
ñor Tal. Es inútil que un amigo inteligente os salude y os abrace;
no creéis en otra sinceridad que en la del señor aquel que muchas
veces no es vuestro amigo.. . Y en medio de vuestro triunfo, de
vuestra alegrfa. sentís una melancolía infinita. al ver que entre to-
das las caras que se os acercan no aparece la del señor de la buta-
ca, aquella cara amable que nos alentaba con su mirada generosa.
Si vivís en provincias, si tenéis aficiones literaria5 y pronunciGs
discursos; aunque no os importen los aplasusos de vuestros paisa-
nos, hablad desde los escenarios, recitad versos desde las tribunas.
Siempre estará el señor Ta1 en su butaca, que os dará la mayor
satisfacción de vuestra vida,

LA CASA DEL RISCO


Allá, en la falda del Risco, hay esta noche .una casa ‘blanca,
iluminada. Es una casa que se destaca de todas las demás casas
porque es más grande y más nueva; y de una arquitectura exótica
en el Risco. Una casa alta, muy blanqueada y crin un verde espiCn-
dido en sus ventanas y balcones. Las demás casitas, pequeñas,
viejas, insignificantes, parecen que tienen miedo de ver aquella
casa tan erguida y tan orgullosa.. . La casa orgullosa parece una
persona de esas que llaman infladas. . .
Esta noche la casa tiene abierta de par en par las puertas del
piso bajo; la habitación está iluminada y llena de genle. Es media
noche y el viento nos trae el rumor de las voces, En la habitación
cantan, bailan... Desde nuestra ventana podemos contemplar la
casa, podemos oír las voces de los cantores... Hay juerga. Allí
debe estar instalada una sociedad o una cantina, Las parejas se
mueven en el fondo blanco de la pared como sombras.. . Hay un
hombre sentado junto a la puerta ue toca una guitarra... Y la casa
se siente más orgullosa cada vez. 2 sta casa anacrónica en medio de
tanta casa ruinosa, es una provocación. ¿De quien será está casa?
Es de un hombre de bienestar, es seguramente de un vecino que se
ha hecho rico. Debajo de aquella casa, hundida en la tierra, hay
otra casita vieja, la casita terrera que estaba antes donde hoy est4
esta casa presumida. Y aquellos hombres y aquellas mujeres bailan
y cantan, y un hombre toca la guitarra sobre los escombros de la
casa perdida. Nadie se acuerda de la casa vieja. Algunos vecinos
más ancianos recordarán: «Aquí mismo estaba antes el grano».
Aqd m¿smo es el salón donde se celebra el baile. «Juntito a esa
puerta estaba la casa de Fulanito; ahl mismo». Los demAs no se
acordarán de la casa vieja; los ojos se han acostumbrado ya a ver
esta casa nueva, que es el palacio del Risco, el Alcázar del Risco,
el edifico notable del Risco.. .
Pero el hombre de la guitarra se ha quedado solo de pronto.
Ahora se destaca su figurilla risueña rasgueando la guitarra...
¿Dónde se han ido los bailarines? Ellos bailan dentro porque el
tocador no cesa de tocar. . . Todos se embriagaron, menos este
hombre porque iay!, él representa un sagrado misterio.
¿Y la casa? ¿Cómo siente la casa el baile? La casa fría, indife-
rente.. .
La casita vieja era más propicia a este baile popular... Era más
pequeña, más fea, más húmeda, pero tenía un patio oscuro y mis-
terioso.. .

LA LUZ ENCARECE
La luz dicen que costará más dinero dentro de unos días. La
gente abonada está furiosa. No quiere acostarse a las ocho; no
quiere apagar la luz temprano. $Ik apagará también la luz de la
calle? iOh, entonces el ciudadano insular perderá del todo la ra-
z6n! El ciudadano necesita la luz; aunque no trabaje de noche,
aunque no salga de noche, necesita que las calles estén brillando
como ascuas. ¿Para qué desea el insular estas cosas? Pues para ver
lo que hacen los demás, a dónde van los demás, y si tienen algún
güiro entre manos los demás. Si las calles llegan a apagarse más
temprano, nuestro amigo el insular perderá todo su interés psíqui-
co. ¿Oué va a hacer este hombre amable y soriente, por las no-
ches, si no sabe dónde va su vecino?
Nosotros estamos pensando que don Francisco va a dar un
bajón tremendo, en cuanto se apague la luz. Dnn Francisco, ha
sorprendido a don Roberto yendo al Trompo. Y aunque no tiene
nada de particular que don Roberto vaya al Trompo si le emociona
la aventura pedestre y le tira el «foxtrot» venido a menos, don
Francisco se regocija sabiendo que don Roberto baila y se acuesta
al amanecer, después de comerse unos churritos. «iAh, don Ro-
berto, todo se sabe, todo se sabe!» No sabéis vosotros el enorme
placer que es decir esto de todo se sabe. El insular pone unos la-
bios de conejo al reírse y se palpa los muslos cariñosamente.
-iTodo se sabe, todo se sabe!
La frase es concreta. Don Francisco o el insular perfecto, ad-
quiere con estas palabras título de cultura y de sapiencia. Todo se sa-

132
be, don Francisco lo sabe todo. El doctor Fausto cuando lo supo,
se convenció de que no sabía nada. Pero don Francisco lo sabe
todo. Y el todo; es el Trompo, y que en el Trompo baila don
Roberto. Esto es el todo de don Francisco.
Cuando las calles estén a oscuras desde las primeras horas, don
Francisco empezará a consumirse. Y si don Roberto va al Trompo
y él no puede verlo a escondidas, a don Francisco le brotará un
cáncer en el vientre.
Pero don Roberto estará encantado de que don Francisco no
lo sorprenda, y sentirá con el alma entera no poder, a su vez,
enterarse de lo que don Francisco hace si no lo espía a él.

UN ALDABONAZO EN LA NOCHE
En esta calle vive un médico. El médico debe estar durmiendo
profundamente; las ventanas de su casa están cerradas, la casa tie-
ne ese aspecto de reposo que adquieren las casas en la madrugada.
Parece que por los frontis vaga el sueño de los habitantes; hay en
los huecos de las puertas y de las ventanas como una respiraci6n
tranquila de durmientes.
Un íiombre ha llegado’a esta calle; es un hombre joven, apues-
to... La noche es húmeda; caen algunas gotas de lluvia...
El hombre se detiene en la esquina, y contempla la casa del
galeno. La casa del galeno, indiferente, dormida, no ha reparado
en el hombre de la esquina, y este hombre, en vista de que la casa
no se ocupa de su persona, se dirige a la casa. Y da un aldabonazo
en la puerta; la puerta de la casa del médico tiene un aldabón
antiguo, formidable. El hombre da un aldabonazo y como nadie le
responde da un segundo aldabonazo.. . Y en la noche se pierde el
sonido del aldabón, como un presagio, como un anatema...
¿Qué busca este hombre? Este hombre busca al galeno.
iTiene este hombre algún enfermo grave en su familia? La cara
del hombre, aunque acusa inquietud, no tiene aspecto trágico. Es-
te hombre busca al medico, pero no hay gravedad en su familia.
¿Y qué puede buscar tan precipitadamente?
La ventana de la casa se abre; el galeno asoma su cabeza cientí-
fica. La voz del galeno suena con un deje de melancolía. El galeno
deja el sueño y siente itan pronto! la nostalgia de la cama.
El hombre que dio el aldabonazo pronuncia unas palabras tem-
blorosas; el galeno las escucha y contesta: «Voy en seguida». El
hombre espera, paseando nervioso, en la acera. Y fuma un ciga-
rrillo que apenas enciende, tira al arroyo, y enciende otro cigarri-
llo. Y así enciende hasta cinco, mientras el galeno baja.

133
El galeno baja al fin y hombre y galeno hablan: «iHace mu-
cho tiempo?» «Sí; los dolores los empezó a sentir a las ocho...»
«Pues vamos. »
Y el galeno y el hombre echan a andar de prisa. ,.
iQué le pasa a la familia del hombbre? ¿Qué dolores empezó a
sentir a las ocho esa persona de la familia del hombre que dio el
aldabonazo?. .. El lector estará desconcertado con este dolor, pero
este dolor es un dolor lógico, es el dolor que ha precedido a todos
nuestros advenimientos. El hombre del aldabonazo es un recién
casado; la mujer de este hombre ha sentido los sagrados dolores
del alumbramiento. Esta mujer va a dar a luz esta noche. ¿QuC
dará a luz esta mujer ? ¿Una niña? ¿Un niño? Si es niño, Lqué será
mañana de este niño? iQuién sabe si este nifio será mañana con-
cejal, periodista o arqueólogo!. . .

EL ISLENO FURIOSQ
A media noche, un ciudadano insular andaba furioso por esta
calle. El momento estelar era benigno, suave. No había truenos ni
relámpagos que impulsaran el cordaje nervioso del ciudadano.
Junto a la ventana de nuestra casa el ciudadano se detuvo porque
tropezó con uri amigo. Hemos oído el diálogo iracundo. iPor qué
creéis que este ciudadano estaba furioso? iAlgún salteador en la
noche ie había acometido? ¿Algún dinero que perdió en la ruleta
del Casino? Nada. El ciudadano estaba hidrófobo por otra causa
más débil, más insignificante. Porque había comprado un para-
guas, porque al salir de su casa observó el cielo sin estrellas y sacó
su artefacto para resguardarse el hongo. Y llevaba una, dos, tres,
hasta siete horas con el paraguas en la mano sin que hubiese caído
ni una sola gota.
Es terrible, profundamente terrible, sacar un paraguas y que no
llueva, cargar con un paraguas toda una noche, sin que pueda utili-
zarse el paraguas. El ciudadano ha condensado en este momento
toda la energía de su vida. El nunca más volverá a vibrar tan inten-
samente como esta noche.
Es una furia tan tremenda que parece la de un dios encadena-
do. Este hombre rompería ahora las más gruesas cadenas que le
ataran, destrozaría los más seguros cepos.
No hay una iracundia más elevada que la de un ciudadano insu-
lar que se enfurece por un fútil pretexto. El cuerpo de este del pa-
raguas, se derrumbará en el lecho, esta noche, como si lo hubicscu
apaleado las brujas.. .
El amigo tratará en vano de dulcificar la ira, en vano intentará

134
calmar los nervios descompuestos... El ciudadano del paraguas di-
rá, al fin, por todo comentario: «iEn este pafs no se puede vivir!»
¿Verdad que es algo extraordinariamente pintoresco esta furia?
JEl ciudadano no puede vivir en un país donde se saca un para-
guas.. . y no llueve!

UN ISLEÑO EN LA CARRETERA
Un hombre ha perdido esta noche el tranvia. Está en medio de
la carretera, con las manos en los bolsillos, y con un aspecto tan
misterioso que parece que acaba de ver o representar una pehcula
policiaca. El hombre mira hacia el Puerto y hacia Las Palmas y
mira un reloj gordo, abultado, de esos que aquí llaman cebollas.
Son las dos de la mañana y el hombre piensa: «¿Cómo es posible
que yo haya creído que eran las doce?» El hombre estaba hablan-
do con unos amigos. No bebieron, pero las palabras a veces son
como el vino y embriagan más que una viña entera. El hombre no
puede volver a la casa de sus compañeros; éstos estardn dormidos
ya. Y no se decide tampoco a hacer el viaje a pie. «Y las tartanas
-se pregunta el hombre-, las tartanas rezagadas que siempre nos
cxuxmtIamus cn el camino.¿d6nde están esta noche?»
No hay tartanas. El hombre se refugia en el quicio de una puer-
ta. Tiene miedo. El ha visto, seguramente, una película terrible, y
como es un insular, seccibn de ingenuos, ha pensado que la pelícu-
la puede ser una cosa real, efectiva.
‘El hombre se empieza a angustiar. En el silencio nocturno, sue-
na su voz temblorosa, miedosa: «iCaray, no va a haber tartanas!
Darfa la vida por una tartana.» Pero la tartana no aparece. Y dan
las dos y media.
Y las tres dan. Y entonces allá, del fondo de la carretera del
Puerto surgen dos luces. Las luces de la tartana salvadora. El hom-
bre calcuia que la tartana estará junto a él dentro de tres minutos,
pero este cálculo es erróneo. La tartana avanza lentamente; ape-
nas se la ve adelantar un poco. Y es que es una tartana industrial.
Una de esas tartanas que traen verduras y frutas hasta el techo y
que salen de sus lugares a las dos para llegar a las ocho al destino.
La tartana pasa junto a nuestro hombre, y nuestro hombre com-
prende que no es posible montar en ella. La noche de este hombre
es fatal, kármica. Se acurruca en el quicio de la puerta y solloza. El
miedo le domina totalmente.
Pero media hora después aparecen otras luces. Y estas luces sí
que son las de una tartana desalquilada. El hombre grita: «iTarta-
nero’ ., Llleva viaje?» Nuestro hombre ha visto que no lleva viaje el

135
tartanero. Pero como tiembla, apenas acierta a coordinar su idea.
Este hombre entraría ahora en una tienda de alpargatas y pregun-
tarfa: «¿Tiene alpargatas?»
Lo mismo le ocurre con la tartana. El tartanero está dispuesto a
llevarlo y cuando se halla junto a la tartana recupera su serenidad:
u¿Cuánto me lleva?u uTres pesetas.u uMucho dinero. Una le doy.>)
«Una es poco.» «Pues no le doy más.» «Deme medio duro y esta-
mos en paz.» «No, no le doy más que una pesetA...»
Como el tartancro no se aviene, el hombre se separa de la tar-
tana. Y entonces se entabla una lucha tremenda en el alma de
.nuestro hombre. Pero como nuestro hombre a pesar de su sueño y
su miedo no puede gasrarse’los cuartos, y es lo que en la insula
llaman un gilmero, se vuelve al quicio a esperar otra tartana, y
otra, y otra.. . , hasta que el tranvía salga de nuevo, por la mañana.

BEETHOVEN EN LA NOCHE
Son las cuatro de la mañana. El silencio es amable. No cruza la t
calle ni un alma. Lejos, allá en una esquina, se distingue una figura. 5
de mujer vestida dc blanco que acecha y que desaparece al fin.
Nos detenemos. ¿QuC hacer en una ciudad provinciana a las
cuatro de la noche, cuando no hay un café abierto y la luna se
marchb a las doce? Vagar. Esperar una hura más para volwr a
esperar de nuevo.
Un hombre que viene del Casino nos saluda. Va exhausto. Una
mujer desconocida y miserable nos pide dinero. En la ciudad ~610
vagan en este momento el hombre del Casino, la mujer triste, la
tartana del Parque y nosotros.
La panadería de nuestro amigo, donde todas las noches com-
pramos pan, tiene las puertas cerradas. Nos acercamos y el silencio
es también hondo allí.
iHabrá traspasado nuestro amigo su panadería? ~0 se habrá
arruinado y ya no hará más pan? Esta noche nos privamos del pla-
cer del pan caliente. El pan caliente que tantn inquieta a unn de
nuestros compañeros que no lo come nunca por temor a la apendi-
citis. «¿De dónde habrá sacado él .estas supersticiones pintores-
cas?» No hay pan. Las otras panaderías están lejos y nosotros ne-
cesitamos merodear cerca del telégrafo. Caminamos lentamente. Y
de pronto, un rumor sordo, apagado, suave... El sonido de un
piano. Pero es un piano espEndido que tocan unas suaves manos.
La emoción sutil de las manos artistas nos invade el espíritu. En el
piano tocan la Sonata de Beethoven número cinco. ¿Quién es esta

136
mujer romántica y divina que toca a Beethoven en el silencio au-
gusto de esta madrugada?... .
Las ventanas están cerradas, herméticamente cerradas. Es pre-
ciso acercamos. La casa es de un solo piso; está apartada de las
demás casas... El sonido del piano es suave. Tenemos que aguzar
el oído. La mujer continúa tocando... ¿Tocará todas las noches?
iSerá efectivamente una mujer?...

UN ABRIGO EN VERANO
El señor que se acatarra en verano y pasea por la población
envuelto en su abrigo hasta la madrugada, es el hombre más origi-
nal de la tierra.
A este señor le empieza el catarro en pleno agosto. Y le conti-‘
núa mientras no se hastíe de llevar el abrigo. El es un hombre,
robusto, con unos pulmones de elefante y una salud espléndida,
solar.. . Pero ha visto una tela para abrigos que le ha enseñado el
sastre, y como era elegante y distinguida, se ha encargado un abri-
go. El abrigo lo entrega el sastre el dla-más caluroso, y el senor,
como no puede salir a todo sol con un abrigo, lo cuelga, melancóli-
co, en una percha.
iPor que se ha encargado el abrigo en el verano’! Es que el
sastre lo entusiasmó. La tela era para él y podían Ilevársela; se
hacía el abrigo y lo guardarfa hasta el invierno.
Pero como el señor es un espfritu inquieto y novelero, todas las
noches al salir de su casa dirige al abrigo una mirada amorosa,
abrasadora... Hasta que un día el hombre se decide a sacar su
abrigo, mal que le pese al bochorno . ¿Y cómo justificará esta cosa
tan extraordinaria? El hombre, por la tarde, se ha recorrido todos
los sitios públicos, donde él suele concurrir: la botica, el Casino, el
parque, la Plazuela, la esquina... Ha hecho algunas visitas y en
todos estos sitios se ha pasado’ tosiendo desaforadamente. «¿Qué’
le pasa a usted? », le preguntan. El hombre dice: «Tengo un ca-
tarro infernal.» «Acuéstese usted», le aconseja un galeno. Pero el
hombre interrumpe súbitamente: «iCómo? iCree usted que yo
puedo prescindir dc mis paseos nocturnos? Esta nochc saldré como
todas las noches. iNo faltaba más!...»
Y para desorientar la picardía de sus amigos, añade contraria-
do: «Me fastidia tener que ponerme el abrigo con este calor.. . Pero
no tendré otro remedio. Siempre, a media noche, corre un poco de
relente.»

137
Y aquí está todo el secreto de este hombre que vemos estas
noches, calurosas, paseando envuelto en su abrigo.
El silencio es profundo. Ha cesado ya todo rumor. De pronto,
como una cazuela que se rompe; suena en la calle próxima una tos
extrafia. Nos asomamos a la ventana porque hemos adivinado que
el señor del abrigo pasa.. .
Efectivamente: es el señor del abrigo, que ‘camina lentamente
con el cuello del gabán subido y las manos metidas en los bolsillos
del gabán. Tiene, este hombre una silueta elegante, el gabán esta
bellamente cortado. Si París bien valía una misa, jcómo no va a
valer este distinguido, este correcto gabán, una tos simulada?
El señor suspende por un momento su tos y se detiene bajo una
lámpara. Ha sacado un pañuelo, se lo ha pasado repetidas veces
por la faz.
Es posible que este hombre esté sudando la gota gorda.

EL CRONISTA VIENE DE LA OPERA


Cuando la gente sale de la ópera,va convencida de que ha ofdo
una cosa extraordinaria. La gente cree de buena fe que esa música
de jarabe y. de sopor con los equilibrios fonéticos de los tenores, es
algo bello y trascendental.’ Y por eso todos marchan con un aire
solemne y religioso por la calle. Han salido ungidos del templo
del arte. Nosotros también fuimos a ungirnos esta noche, pero co-
mo nuestro natural es algo selvático, en lugar de ocupar uno de
esos escarlatas silloncitos del patio, escalamos el parafso de los za-
pateros y los inteligentes.. . Pero hasta allf llegan los óleos sagra-
dos...
Están en el tercer acto de «Rigoletto»...
-Un hombre terrible y jorobado y con antiparras medioevales,
increpa a una mujer. de bata; unos hombres calvos y catarrosos
guardan una puerta cantando un motete; otro hombre fúnebre,
vestido de negro, pasa incomodado entre unos alabarderos...
¿Que le pasa a este hombre? ¿Por que sale así, sin esperarlo
nadie? LES un hombre triste, melancólico? No, no. Porque él va
cantando. El jorobado está furioso con este hombre y lo increpa,
pero él canta: iA mí Prim.. . ! y se aleja por el foro. El jorobado se
queda algo molesto con este desaire del hombre vestido de negro,
pero ¿qué va a hacer si no lo puede alcanzar?
Y no lo podrá alcanzar porque otro hombre que está metido en
una concha colorada, no lo deja salir. iQué fatalidad la del joroba-
do! Este jorobado sufre un karma; él quiere seguir al hombre fúne-
138
bre; y el otro hombre de la concha, que debe tener un poder miste-
rioso, le retiene en la sala...
Entonces la orquesta se a&a nerviosa de acordes, y el viejo de
las antiparras corre a la puerta central, amenazador y apocalftico.
La mujer de bata se interpone cubriendo la puerta con su esplendi-
do cuerpo; porque es una mujer bella y esplkndida, hay que reco-
nocerlo asf.
¿Y qué ocurre después de estas cosas extrañas? Pues ocurre
que unos señores de- «smoking» se ponen a aplaudir frenéticos en
las butaquitas coloradas. Y los que estaban haciendo aquellas co-
sas raras salen encantados a hacer unas cortesías. Todos salen. El
hombre aquel que se llevaron preso, también sale. ¿Y cómo un
hombre que lo llevan preso de aquella manera, se puede escapar
tan fácilmente? Este hombre debe ser un brujo. Ya lo habíamos
sospechado.. .

i
LAS CORISTAS DE MEDIANOCHE m
Cuando da la una, después que la gente del Circo está ya en sus
casas, suenan en el silencio de la calle unas voces femeninas. Son
las mujeres de la zarzuela que van arrebujadas en mantones...
Ellas están contentas; el pueblo las ha acogido buenamente. Me-
nen de pueblos desconocidos, de villas intrincadas en el corazón de
la tierra española. El escenario humilde y enjalbegado de este Cir-
co les ha parecido un estrado real. Han visto más luces, más gentes
que en otros lugares. Están lejos, muy lejos, de los escenarios don-
de diariamente han ganado un pan amargo y eterno.
Ligeramente, como pájaros, andan estas mujercitas tristes que
representan unas obras desconocidas, extrañas. Han llegado a la
gloria. Este pueblo es la gloria para ellas. Han visto con una emo-
ción divina, como las escuchan unas señoritas distinguidas, encapo-
tadas, como unas autoridades severas para palcos de grandes coli-
seos, están atentas a las romanzas que ellas cantan... Han visto a
los señoritos de la localidad con una flor en la americana y unos
gemelos en los ojos; han visto como les sonríen desde los palcos,
desde las sillas... Estas mujeres que antes debieron ser tristes, es-
tán ahora contentas.
Y por el día cuando ven el cielo azul y el mar, y no saben que
tenemos un Cabildo y un Jefe palltico, y un Aacr-4 Coeurti, pien-
san que ésta es la tierra del fin, la tierra de los pescadores de per-
las, la tierra de los diamantes. iSerá el Oriente maravilloso y qui-
merico? iOh, cómo han debido soñar estas mujercitas en la venta-

139
na de la hostería, con el alma en el mar y el corazón sobre los
montes pensativos!
Todo esto, pnrque las señoritas estaban bien vestidas en los
palcos y las autoridades han escuchado sus canciones.. . Ellas cami-
nan, caminan en la noche. ¿De dónde vienen estas mujeres, que
pasan junto a las puertas de las fondas y no se detienen?...
Nosotros tenemos un amigo que es tenorio y escritor. iCómo
este amigo no ha sentido incendiado su corazón por alguna de es-
tas mujeres? ¿Por que él, que es uno de los más perfectos tontos
que han venido al mundo, las ha dejado marchar así, a un rincón
de la’ ciudad, sin escribirlas una carta siquiera?...
Nosotros sentimos el rumor de las voces femeninas y nos acor-
damos de nuestro amigo.. . Mas nuestro amigo estará ahora hacien-
do proezas en un cafetín de la ciudad rodeado de unas mujeres de
cartón piedra y zapatos de terciopelo...

ENSUEÑO
Como suenan unos pasos cercanos, unos pasos significativos,
nos asomamos a la ventana. No hay nadie. Aquellos pasos no tienen
dueño. Pero siguen sonando en la noche, muy cerca de nosotros,
como si fuera en la propia calle donde vivimos.
Son los pasos de dos guardias que pasean en otra calle. En el
silencio nocturno los pasos repercuten en todos los sitios. Y así
parece que van a entrar por la puerta de nuestra casa y están bas-
tante lejos de ella.
Nosotros sabemos este secreto de los pasos, y sin embargo,
siempre que suenan nos asomamos n ver el hombre que los lleva.. .
Estos pasos son los mismos, pero tienen un misterio terrible.
Cuando estamos en el lecho y oímos estos pasos, ique pensa-
mos? Pensamos que SOJJ h dUS gU¿irdiaS que pasean, pero pensa-
mos también que es un hombre que va a buscar al médico o al
cura, o uno que va a una cita amorosa. Nada hay que más nos
inquiete como estos pasos. Siempre parecen sonar bajo nuestro
balcón, pero siempre van por la calle vecina. Muchas noches he-
mos preguntado de quiénes eran, muchas noches nos han agitado
el espíritu. Otra noche, casualmente, sorprendemos a los guardias.
Eran ellos los de los pasos trágicos, los de los pasos inquietantes. Y
he aquí como cuatro pies envueltos en cuatro plebeyos zapatos de
reglamento pueden elevar los espíritus y llevar nuestra alma por el
amado camino de los sueños.
Todo es sueño forzado en la noche provinciana. El anhelo de

140
tener un sueño, donde no se puede soñar, hace misterios tenebro-
sos, inquietantes, dos zapatos vulgares y reglamentarios...

LA ULTIMA NOCHE
lAdi&!... Se acabaron los entierros nocturnos; una disposición
municipal los ha matado; la noche no tiene ya el interés sentimen-
tal de otros días.
Hemos salido a la calle: El mismo señor de ayer, la misma
mujer de las noches pasadas. El mismo cielo; las mismas estrellas.
,Qcaso una estrella nueva que no hemos visto, que no veremos
jamás. Y en las esquinas oscuras, las tartanas de siempre, con el
tartanero durmiendo sobre los bancos. . . Un señor que pasa y dice:
«Buenas noches», y otros hombres que salen a la diez desperezán-
dose de las reboticas. Las boticas también se cierran temprano.
iOh, qué silencio sin silencio!
Lejos, la iluminación de un casino; cerca, el carro de López, el
de- los cacahuetes y los garbanzos. Y una sorda voz desde un cafk,
una voz de banco, de muro, de pared.
En la puerta de los cafés, el dueño, ese dueño de café, insolen-
te y desagradable, que parece siempre la corporación de todos los
dueños anteriores de café; cada vez más dueños. Todos los dueños
muertos reproducidos, condenados en este nuevo dueño... iAh, la
noche sentimental de otros días se pierde, se pierde, lejos! Es un
recuerdo de sombra; es esa sombra misma que sobre las aceras
proyectan los mortecinos arcos voltaicos.. .
Decididamente, la noc& no, existe ya.. Ahora’ es cuando es ver-
dadera noche. Nada podemos ver en ella. fiemos derenunciar a esté
paseo vago del espíritu.. . Hasta las antiguas trágicas mujeres del
prostíbulo, han adquirido una rara emoción de peleles...
iEl mar! Verdad. Pero el mar esta como nosotros. Ha de cnn-
templar lo mismo desde el otro lado. La ciudad entera, en estas
nuevas noches está entre nosotros y el mar.
Pasaron las horas románticas... iPero en realidad fueron las
horas o nosotros mismos?. . . iQué más da! Nos sentamos en un
banco y nos quedarnos dormidos. El frío nos despierta. Mejor es la
cama. La noche insular es la cama. Todo lo demás eran sueños
impropios, fuera de su marco. Sueños fuera de la cama.
Digamos, pues, un adiós definitivo a la noche de la calle y acos-
tf5mosnos. Saludemos a la cama, con un pequeno y suave elogio
burgués isleño:
«iOh, cama! A las ocho debe uno meterse en la camita. Er

141
ningún sitio se está mejor que en la camita. Un colchón metálico,
un colchón de lana, unas blandfsimas almohadas. iA mi que no me
digan! iDespués tiene uno que levantarse temprano! iloor a la
cama!»
iLevantarse temprano? Es verdad. Levantarse temprano parar
abrir la tienda, para abrir el escritorio... ellos. ;Y nosotros?.. .
iOh, si pudiéramos tener una tienda de ultramarinos!.. .
Buenas noches, lector. Suena el alba.. .

142
CRÓNICAS DE DAD
Y DE LA HE
APENDIC& (í916/1919)
LOS PIANOS

La música de los pianos femeninos es algo terrible. iDiremos


que el menos molesto de los ruidos? No. Esta música es una puña-
lada a traición, de noche, en lugar solitario, donde es inútil e impo-
sible toda defensa.
Comprendemos que ta música generalmente se pega como las
erupciones infantiles. Por eso es inevitable y casi pasadero el canto
de los horteras los domingos: las escalas del barbero el lunes y las
serenatas de los j6venes del barrio.. . cuando hay conciertos u ópe-
ras en la localidad.
Pero la música de las señoritas, de esas señoritas que sin afi-.
ción y sin condiciones, tocan hasta seis horas diarias, es el mas
cruel ensañamiento, algo fatal que se cierne sobre la cabeza del
transeúnte o del padfico vecino... Sobre todo de este último.
* Es un morbo el piano entre las señoritas aquí. Aprender a ma-
nejar el ingratfsimo aparato es lo que llaman los papás clase de
adorno. Y la ilusión espiritual de estos hombres es que la mucha-
cha que él tuvo la casualidad de hacer, toque el piano.
La señorita sale de La escuela a los catorce años, cuando debie-
ra salir a los veinte; y en el acto, se busca un profesor o profesora
para el teclado. La señorita se sienta entonces ante el piano diez
horas, y sin amor a la música, sin condiciones, permanece apo-
rreando teclas las diez horas marcadas. iLa han dicho que si quiere
aprender necesita hacerlo de ese modo tan sanguinario) Claro; ya
lo dice el refrán: A fuerza de machacar saca chispas el pedernal.
El piano se desafina; la señorita no lo advierte porque no tiene
oído; el profesor suele darse cuenta, alguna vez, de la desafina-
ción, pero no manifiesta nada pues para aprender está bueno como
está. iY para que se desafine de nuevo!. .. iComo aquél que no se
abetuna los zapatos porque va a salir a la calle y se les ensucian
enseguida!

145
La señorita hace escalas hasta que los dedos se acostumbran.
iCuando están ya a punto de acostumbrarse el profesor o profeso-
ra la regala un vals! El terrible vals, el furioso vals, el vals traidor y
maldito lleno de insidias musicales... Este vals, sin embargo, no
llega a sonar nunca como quiso el austríaco autor, sino como Dios
da a entender a la niña, y Dios no suele ser pródigo en dar enten-
dederas.. . El vals suena, y la señorita se equivoca a la mitad; y
empieza de nuevo para tornar a equivocarse en el mismo sitio, que
es el famoso sitio de Zas dificultades. Allí la niña naufraga y la
tragedia surge; el morbo se acrecienta... y el vecino se desmaya.
La señorita aprende el piano; el papá se refocila entre sus
muestrarios de géneros, mientras oye a su niña y la mamá dirá
después en la visita que el vals es una preciosidad:
--iAnda, niña, tócalo!
¿Cómo podríamos convencer a estos respetabilísimos padres de
familia, que el mejor adorno que pueden tener sus niñas es el sen-
tido común?. ..

[C-l

EL CONQUISTADOR
Este hombre es hortera pero es conquistador, además. Han so-
nado las dos de la mañana. La puerta de una casa solitaria y miste-
riosa se ha abierto. Ha salido un hombre; tose, se limpia el sudor
de la cara con un pañuelo policromado. Dice: «Hasta mañana». La
puerta se cierra suavemente; el hombre se aleja. Cuando vuelve la
esquina, otro hombre que aguardaba frente a la casa misteriosa,
entra cn ella. Ha dicho una palabra cabalística antes de entrar:
«$ésamo ábrete?»
El primer hombre llega al Parque, allí le espera una tartana;
sube y la tartana lo conduce a su casa.
El hombre se acuesta satisfecho. La amada es ideal. El hubiera
querido ‘estar toda la noche con ella, pero la familia, el qué dirhn,
itantas cosas! no se lo permiten. Y cuando se duerme, sueña. Ella,
que es hermosa, le ama, ella, que aunque es una mujercilla desvia-
da tiene un fondo purísimo, no le traicionará nunca. El hortera,
que solo tiene imaginación en el sueño, cuando duerme, se aleja
por un sendero florido, enlazado con la amada. El hortera es un
hombre feliz.. .
La amada, cuando es de día, va a la tienda donde el hortera es
amado de las muselinas. Pregunta por Cl, compra unas fruslerías.
Se marcha despues, sin pagarlas. El hortera avisa en la Contabili-

146
dad de La tienda que 61 paga. Al finalizar el mes, el hortera ve que
su sueldo se ha desmembrado. En la casa del hortera, el padre y la
madre le piden dinero; el hortera evade los dialogos paternales.
Habla de. compromisos, & una fiesta en el Circulo Mercantil, de
una suscripción, de los cigarros. Los padres se resignan y el hortera
va a pagar el alquiler de aquella casa misteriosa y solitaria de don-
de 61 sale todas las noches, y donde entra otro hortera cuando él se
aleja.. .
Pero este hortera es un conquistador. iOh, las mujeres! Es cosa
de hombres, dice el hortera. Y la mujer es fiel; no puede ser *me-
nos: El hortera se miró al espejo, un Jueves Santo, y era un bello
tipo. Esa mujer ha perdido por su ángel, todo su impudor. Le ama.
iSer amado por una mujer incapaz! Ha llegado al fondo del cora-
z6n dc la mujer. El hortera cs feliz...
Un dfa el hortera va con otros amigos al campo en automóvil.
Pero no se divierte. iQué le pasa al hortera? Nadie lo sabe.
Otro día, el hortera llega a una librerla, él que no ha leído un
libro nunca. Pide un libro de versos de Bécquer. -iNo hay versos
de Bécquer? -dice-. Y el librero no tiene versos de Bécquer,
pero sí los Gritos del Combare de Núñez de Arce. Y el hortera
compra este libro y se encierra en su casa melancblico, sentimen-
tal...
Un domingo vaga el hortera por las afueras del pueblo. ¿Cómo
este hortera está de filósofo o de poeta vagando señero, por las
afueras ‘del pueblo?.. ¿Y la amada del hortera? iAh!
El hortera, una noche, al salir de la casa misteriosa, observb
que había dejado el reloj. iE reloj, que es el amigo de los horte-
ras! Y volvió a buscarlo. Pero la amada no quiso abrirle. Estaba el
otro dentro. El hortera no lo supo, pero se lo dijeron al otro dfa...
Y el pobre sufre, y lee los Gritos del Combate de Núñez de
Arce. Ya está deseando ardientemente que lleguen los bailes de
Fomento y Turismo para olvidar, para olvidar...
IA. Q.]

LA VENTANA ILUMINADA
Han dado las dos de la madrugada. Esta ventana continúa
abierta; la habitación a que pertenece la ventana está Illena de
luz...
Todas las noches permanece esta ventana abierta, iluminada.
Pero no hay nadie en la habitación o es un muerto el que la ocupa.
La ventana iluminada en ‘la noche, es un refugio espiritual.

147
Hemos llegado a esta calle, temerosos; un hombre de traza ca-
nallesca nos ha seguido. El cree que tenemos una bolsa con dine-
ro, por eso es nuestro espfa. Nos ha invadido un pnco de miedo.
$i este hombre nos acomete, en la noche, como nos vamos a de-
fender? Tenemos una pistola en el bolsillo, pero está descargada.
En la playa del puerto, sobre el mar silencioso, hemos disparado el
último proyectil. El fascineroso nos acometerá de seguro; Cl no
piensa que somos humildes, pobres, que no llevamos ni reloj de
oro, ni anillo de oro, ni trabas de oro. Piensa que algo sacará si 110s
ataca. Unos zapatos nuevos, estridentes, que estrenamos esta no-
che, son los delatores. Nuestro paso, a causa de la novedad del
calzado, suena elegante, dispuesto. El zapato nuevo siempre enno-
blece la postura y da’al pie sencillo y modesto una arrogancia de
señorito. El hombre de la traza canallesca, ha sentido resonar en el
fondo de su corazbn, el gentil coloquio del zapato y la acera. Y
aguarda un instante propicio para detenernos. Sonará pronto en la
noche, la palabra fatal: ;La bolsa o la vida?
Caminamos lentamente; el hombre acorta el paso. Nosotros
nos paramos y miramos soslayadamente. El hombre también se
para. No hay duda; estamos destinados a morir a manos de este
hombre.
Pero he aquí que damos vuelta a una esquina. En una casa de 5t
la nueva calle aparece abierta de par uu par, la ventana iluminada.
Corremos hacia la casa; el hombre corre también. Nos detenemos
frente a la ventana. EI hombre tuerce, entonces, su ruta y se
aleja... Ha tenido mas miedo que nosotros. Ha pensado que po-
dfamos gritar y que podrían auxiliarnos de aquella ventana miste-
riosa que no deja de iluminar toda la noche. . .
Pero la habitación está solitaria; hemos llamado, hemos grita-
do.. Nadie ha respondido. La casa está vacía. Pero la ventana d
:
abierta, luminosa, sola, en medio de las sombras, es el refugio 5
espiritual de los que vagamos en la noche.. . 05
Amad discretamente estas ventanas amigas; amadlas más dis-
cretamente que a una esposa fiel.. . Las ventanas iluminadas tienen
un encanto más sutil y más íntimo que una muchacha casadera.. .
PI

E¿ OFICINISTA
El alma del oficinista es un alma mísera. El oficinista tiene un
aspecto oleoso, el oficinista y el seminarista son dos almas geme-
las.
148
Ambos marchan, como si el discernimiento se les hubiera petri-
ficado en los ojos, de mirar estúpido, encanallados en un Mayor o
en un Sagrado Texto, teológico y absurdo. El oficinista tiene alma
de Seminario; el seminarista guarda el espíritu plebeyo, intrigante
del oficinista. El oficinista es, además, presumido.
Son las siete de la mañana. El oficinista que tiene un desperta-
dor económico, se levanta y se lava en un,cuarto de baño pequeño.
La palangana donde el oficinista limpia su cara esta en una ancha
tabla que descansa sobre los bordes de la tina de azulejos. Allí, el
oficinista frota sus mejillas con un jabón azul, que sirve para el
menester de la cocina. Y después se seca con una toalla rosada,
azul, roja, una toalla económica como el despertador, que tiene un
amplio letrero en el borde, junto a los flecos, que dice: Good mor- ;
ning. E
Una vez lavado, el oficinista se viste, tose convenientemente, 6
se desayuna y sale a la calle. No es la hora de entrar en el trabajo, d
pero el oficinista dirige sus pasos a la oficina. Al llegar a su pupitre i
siente un poco de miedo, de temor. ¿Y si mariana perdiera este
empleo, si mañana por una intriga de otro oficinista tuviera él que i
abandonar este empleo? Todas las almas de las oficinistas son m
idénticas; por eso el alma de nuestro amigo tiembla; y su cabeza t
5
medita. 5
Los puños de su seso no se cierran en un instante de indigna-
ción, por la posibilidad de que su pensamiento sea cierto, no. El ;
cavila como otro oficinista cualquiera y se pone ‘a trabajar de un s
modo estridente, rastrero. i
d
Saca de un arca fkrrea, muchos libros, los siembra en las mesas E
del departamento. Coge dos, los más abultados, los abre, sus de- z
dos tienen un lápiz muy afilado que señala en el aire las columnas !
d
de números. El oficinista suma la suma de ayer y que ha sido revi-. ;
sada. Pero él necesita hacer alguna cosa... 5
Entonces van entrando los demás oficinistas; todos lucen la 50
misma cara de paradez. Son chatos por dentro.
Y comienza la lucha sorda, subterrãnea. Son campaneros, pero
se miran de soslayo. Todos se ponen a sumar las columnas revisa-
das... Y transcurren las horas. Van los oficinistas a almorzar, vuel-
ven deprisa porque no pase la hora. Tornan a sentarse y a sumar
las mismas sumas de la mañana. Cuando salen, por la noche, han
cumplido todos con su deber. El deber del oficinista es un deber
amable, como puede verse.
Pero en el interior de todos aquellos hombres sólo se agita un
anhelo: subir -ioh, la divina ascensión!- llaman ellos a coger
otro libro más grande y a revisar la multiplicación del otro que
llega después. Esta subida, como también puede verse, no es tan
fatigosa como la del cielo. Cuando un oficinista sube, no se con-

149
mueve nada, apenas se le ve subir, pero sube; lo dice su vientre, lo
dice la uña del meñique, lo dice la nueva soldada miserable.
Cuando el oficinista tiene la confianza del jefe, trabaja de no-
che. iOh, la oficina iluminada y el oficinista acabando el trabajo
que no pudo terminar por la tarde! ¿Por qué no pudo acabar el
trabajo cn las horas reglamentarias, cl oficinista? Porque le llama-
ron en el patio: era un señor que deseaba hablar con el jefe, y el
jefe estaba fuera. El señor habló entonces con el oficinista; y al ver
cómo tenía el oficinista un aire viejo de oficina, le contó una histo-
ria. Y estuvieron hablando una, dos, casi tres horas. El oficinista
fingió contrariedad, cuando el señor se marchó:
-iCaramba, me ha hecho perder el tiempo este señor! Tendré
que venir esta noche a dejar al corriente el libro. Y el oficinista
con su dulce contrariedad vuelve a la noche.
A la mañana siguiente, se queja del estómago ante los demás
oficinistas que también están deseando ser llamados desde el patio;
se queja del estómago y no sabe, de pronto, a qué atribuirlo; pero
al fin sospecha que es debido el mal, al trabajo de la noche ante-
rior.
Pasan los años. La cabeza del oficinista se llena de canas. ¿Ha
sido este hombre feliz? ¿Tantas madrugadas, y tantos trabajos noc-
turnos se han visto compensados? iTiene hijos el oficinista?
Sí, tiene un hijo. Una mañana el oficinista enseña un telegrama
al jefe. Es del hijo que ha ingresado en Infantería. El jefe se ale-
gra. El hombre de su confianza se alegra de ver la alegrfa del jefe.
Y entonces piensa que sus años de trabajo, de afanes, de esfuer-
zos, de piruetas oficinescas, han tenido su premio. Y por primera
vez en su vida hace un error tremendo, fantástico, infernal, en los
libros. El oficinista se asusta como im niño pero el jefe sonrfe per-
donador y dice:
-iPobre Rodriguez, está loco con lo del chico!
Lector: si eres oficinista y algo inteligente, verás que se pueden
decir más cosas del oficinista...
w.1

EL HOMBRE DE LA CASETA
Un mediodía furioso de sol, llegáis al muelle a recoger una
cajita o un paquete.
¿Quién nos dará la cajita? -Nos preguntamos
aterrados; porque
tenemos una vaga idea de que es un hombre
tostado de sol, misterioso, caballstico,xon unos zapatos descosidos
y empolvados y un traje de hilo muy tieso, el que nos ha de dar esa
cajita. Y nos detenemos junto a un desembarcadero, a mirar el

150
mar, cautivos del miedo, indecisos... iCuál será la caseta que guar-
da nuestro ‘paquete ? iSerá aquélla, donde está aquel hombre fu-
mando en pipa? ~0 será la otra, la que oculta un etiorme carro
lleno de huacales? iNos atrevkremos a penetrar en la caseta? iC6-
mo entraremos? ¿De qué modo colocaremos nuestra sonrisa en los
labios? ¿Qué entonación halagará al hombre que guarda la cajita,
como el dragón del Mito?. . . ¿Nos hallará antipaticos el hombre de
la caseta? Nosotros no tenemos un resguardo, un papel que nos
manifieste poseedores del paquete. $510 tenemos una carta donde
nos dicen que en la caseta nos’ entregarán una cajita dirigida a noso-
tros.
¿Y nos .conocerá el hombre? ¿Y si nos conoce y nos odia, con
ese odio vulgar de muelle, y dice que no nos conoce, que él no ;
entrega nada, sin papel? E
He aquí un tremendo conflicto. No entrega nada el hombre sin 8
un papel. El papel es un papel impreso que debe rezar: Entr&uese d
a Don Fulano de Tal. . . i
iPero si en la carta nos.comunican que en la caseta nos entre-
garán la cajita, y no nos hablan de papel ninguno, qué hacemos, i
eStupefactos, mikido el mar, el cielo, sin dirigirnos a la caseta m
fatal y probar nuestra suerte?... Caminemos. t
5
Y caminamos hacia el lugar donde se guarda el paquete, silen- 5
ciosos. No sabemos qué’nos mandan en el paquete. Vamos a sufrir
una derrota por un paquete desconocido. Es seguro.
Llegamos a la caseta. Nuekro corazón sc hace pequeñito y se s
i
pone a temblar en un rinc68. Nuestros qjos se abren suplicantes, d
sinceros.. . nuestro cuerpo se inclina, con una sumisión cortesana, E
con humillación de mendigo. La caseta está ‘rodeada de peones; z
!
dentro de ella, echado sobre un sofá viejo de, mimbre, está 51 hom- d
bre del traje de hilo y de los zapatos empolvados. g
Nuestra voz sale al principio.temblorosa, queda: -Buenas tar- E
50
des, seiior. iCómo est8 usted? iParece que se descansa? No hay
duda de que ha trabajado usted mucho.. Este trabajo de ustedes es
el más rudo, pero noble al mismo tiempo.
Esto decimos, matizando suavemente, dulcemente, con.nue&a
voz que adquiere clara sonoridad artfstica. Pero el hombre sólo
abre un ojo y apenas responde. Nosotros continuatios: iTiene us-
ted por casualidad (decimos por ca.&lid¿zd pues nos parece menos
molesta para el hombre esta frase. Estos hombres se encolerizan
de nada) un paquetito para nosotros. -Un paquete -dice él,
siempre con un ojo cerrado. -Ahí hay uno. ¿Cbmo se llama us-
tcd -Decimos nuestro nomblc y 61 nus responde; -iTiene el
papel?...
iOh, perdemos irremediablemente el paquete! El papel es nece-
sario iEl hombre ha nombrado el papel!. icómo nuestro amigo nos
151
manda un paquete sin su correspondiente papel? -No, no tene-
mos nada -respondemos. -Pues no se lo puedo dar -contesta y
cierra el ojo el hombre de la caseta...
Un momento de silencio. Cae la tarde. Nosotros regresamos a
nuestro hogar, melancólicamente. No nos dan el paquete y pensa-
mos que la vida seria trágica, complicada, en manos del hombre de
la caseta.
Pasan los años. Seis años. Otro dia, el destino nos conduce de
nuevo a la caseta. Nuestro paquete está alli todavia. ¿Qué habrá
sido en tanto del papel de nuestro paquete?.. .
El hombre no nos conoce. El ve todos los días muchas caras. El
conoce más a un cajón que a un semejante. El hombre tiene la
cabeza llena de fantasias. No nos conoce y al revolvkr en la mesa
donde SC halla cl paquete exclama;
-«@ué jeringado me trae este paquete. Todavía no han veni-
do por 61. Hace más de seis años que lo estoy viendo ahí, Cualquier
día lo tiro al mar!. ..»
Es un hombre irascible este hombre. ¿Por qué lo traerá jeringa-
do nuestro paquete? Lo va a tirar al mar...
Temblamos. No nos atrevernos a pedirlo, sin’embargo, $are-
cemos del papel! Pero lanzamos una mirada furtiva, triste, senti-
mental al paquete. IJna mirada comn esas que dirigimos a la novia
de nuestros años mozos, cuando pasa, recién casada a nuestro lado
del brazo de su capitán o de su médico...

;
B
z
!
d
EL ENFADO ;
E
El lector es amigo de Pedro. Pedro es un ciudadano como .el
lector: labora, pasa y mañana muere. Todos nos acordamos de él.
En las poblaciones pequeñas todo el mundo es inmortal. Así,
pues, no os afanéis nunca por descollar sobre los otros; por dejar
un nombre glorioso entre vuestros paisanos. Aunque no hagáis li-
bros, ni pintéis cuadros, ni compongáis música, seréis famosos.
Mañana dirán vuestros amigos: «iMe acuerdo yo...! En este sitio
pasé yo una tarde con Fulano... Ya se murió el pobre... Tenía
mucha gracia. Era hombre de grandes caídas.» Y cuando vuestros
contemporáneos desaparezcan quedarán los hijos diciendo: «Yo le
oí con& un día a Ai abuclo.;.n
Pero volvamos a Pedro. Pedro es hombre corriente. Trabaja en
un empleo, va al Casino, lee los diarios, fuma... Transcurre su
vida, como la de una casa, o la de un banco de la plaza. Pedro es

152
un modesto y no aspira sino a ser vocal, o Presidente de Recreo
de algún drculo. Y uno de esos días extraordinarios de las provin-
cias, cuando un señnt tiene iniciativa, o se le ocurre un proyecto,
para salir del marasmo, Pedro recibe una sorpresa. Han pensado
en él para formar una sociedad.
Pedro acepta y se echa a la calle en busca de socios. Y la socic-
dad se forma y Pedro es Tesorero, Secretario o Contador. El lleva
la voz cantante del coro de la Junta. Pedro es uno de esos hombres
con condiciones a los cuales se les puede fiar todo. Los compañe-
ros le dicen: «Oiga usted Pedro, iesto le parece a usted? ¿Le pa-
rece a usted bien lo otro, Pedro?»
Pedro da su opinión y todo el mundo acepta la opinión de Pe-
dro. Cuando surgen dudas, siempre hay alguno que dice: -«Esto
se lo encargaremos a Pedro.»
Y Pedro es el hombre. Una noche, una noche fatídica, Pedro
propone una cosa rara para los demás. Se discute acaloradamente;
la mayoría no opina como Pedro. Y se desecha la proposición. Y
entonces Pedro se enfada. ¿Sabéis lo que significa este terrible en-
fado de Pedro? Pedro se enfada, y renuncia su cargo... Los compa-
ñeros suplican, ruegan, pero Pedro es inflexible. Y se marcha enfa-
dado.. .
iCreéis que Pedro se mete en su casa a vivir su vida sin mortifi-
caciones, sin inquietudes? No, no. Pedro esta nervioso por el tre-
mendo desaire que le han hecho; está enfadado, está furioso. Y
cita a varios amigos y les propone formar otra sociedad en la cual
pueda tener cabida su rara proposición.
La sociedad se forma porque resulta al fin que los amigos de
Pedro también están enfadados . ¿Y por qué están enfadados los
amigos de Pedro? Nadie lo sabe. Quizás porque se ha sentado otro
en la silla en que ellos acostumbraban sentarse, acaso porque al
pedir un Vaso de agua, en plena junta, el conscrjc llevó el vaso a
otro que lo pidió después. iQuién puede penetrar en la razón mis-
teriosa del enfado de un ciudadano de estos?...
Pedro y sus amigos furrnan la nueva sociedad. Y mientras la
están formando no ocultan el enfado. Y dicen: -Hemos formado
esta sociedad porque no había Dios que pudiera con aquellos seño-
res. ¿Qué se habían creído ? iAhora verán lo que es bueno...!
Lector: guárdate bien del ciudadano que se enfada. Aquí la
gente se está enfadando siempre. Verás: Pedro se enfadó porque
la silla del Casino estaba coja; y se retiró para siempre del Casino.
Antonio se enfadó porque fue a comprar el N.” 2452 a un lotero y
éste lo tenía reservado a otro señor: Cayetano se enfad6 pnrque al
subir al tranvía, un amigo le quitó el puesto distraídamente. Y este
amigo se preguntó después: -¿Qué tendrá Cayetano conmigo que
no me saluda?...

153
Y finalmente, Rómulo, Evaristo y Bernardo se han enfadado
porque al salir de su casa estaba lloviendo.
Rómulo era partidario de la lluvia; Evaristo no lo era. Rernar-
do se mostró neutral en esta trascendental discusión. Evaristo y
Rómulo discutieron ardorosamente mientras Bernardo callaba.
La disputa estaba ya en el límite de la violencia, cuando Rómulo y
Evaristo se percataron de la neutralidad de Bernardo. Y se unie-
ron, prescindiendo de sus respectivas opiniones, para enfadarse
con Bernardo, a quien llamaron sin piedad pastelero. . .
Y continúan enfadados. . .
ic.1

LOS FORROS DE LOS MUEBLES


La familia de González acaba de tapizar los muebles de la sala.
Los muebles son de caoba con mucho modelado; Gutiérrez, un
amigo de la casa, dice que son estilo Luis XV. Nosotros sabemos
que en estos muebles no ha intervenido más Luis que el carpinte-
ro, Maestro Luis. Pero respetamos la opinión de GutiCrrez, no sea
que nos suprima el saludo y nos llame «chinchosos». Quedamos,
pues, en que los muebles de la casa Je González. son estilo Luis XV.
El tapiz antiguo de estos muebles era azul con dibujos dorados;
as‘í, al menos, lo aseguraron sus dueños. Nadie lo vio jamás. Cuan-
do llevaron a la sala los muebles, inmediatamente se les puso un
luengo forro de hilo. Después, el tapiz se rompió debajo del forro
sin. que nadie, ni aun la propia doméstica lo viera. Hoy los han
vuelto a tapizar. El tapiz según nos dijo González es rojo con di-
bujos plateados. El inevitable forro cubre este tapiz, que se rom-
perá también como el anterior azul, sin que las visitas puedan cele-
brar el gusto de los dueños. iPor qué González y Rodríguez, y
Pérez, forran los muebles de sus salas? Estos amigos quieren sin
duda preservar cl tapiz, pero el tapiz se rompe igualmcntc con cl
forro puesto. ¿No sería mejor, no poner tapiz, si ha de pasar, el
tapiz, toda su vida bajo el forro? El tapiz es como un genio malo-
grado en una provincia; como uno de esos médicos o abogados,
que pudieran ser grandes e ilustres en la corte, y que nadie conoce,
a pesar de su,dorado y de su azul, porque el forro maldito de la
provincia los cubre y bajo él transcurren sus vidas hasta la muerte.
Cuando se mueren dicen la gente y los amigos: -iQué lástima!
$o que hubiera lucido ese hombre, si no llega a tener el forro
puesto encima!
Nosotros no hemos comprendido nunca la razón de estos fo-
rros. Los dueños de estos muebles elegantes no han adivinado to-

154
davfa, a pesar,de los años transcurridos desde la civilización a aca,
que los forros son para preservar del polvo a los muebles cuando la
casa está deshabitada. Es tan terrible ese afán del forro, que Gon-
zález cuida más de él que del tapiz: -«El forro de los muebles
está sucio. El forro de los muebles está descosido».
No hemos podido convencer a González de la inutilidad del
forro. González se sonrfe ante nuestras razones. Se sonríe y suelta
el humo de su cigarro de un modo desdeñoso. El es un hombre de
convicciones. Ha puesto el forro y sabe por qué lo ha puesto. Las
teorías ajenas sobre este punto no le interesan.
González, con esta teorfa tan peculiar, comprará un día unas
zapatillas de baile y entrará en el baile en calcetines, con las zapati-
llas en el bolsillo del frac, muy bien envueltas.
[G. A.]

i
CRONICA DE LA NOCHE
En la puerta de nuestra casa aparece, apenas la luz de la calle
se apaga, un gato negro, escuálido, agonizante... Nos mira toda la
noche; sus ojos luminosos, no se alejan de nuestra mesa. Es un
gato despechado y orgulloso que ha venido de lejos, como un pere-
grino.. . Viene a acompañarnos. Pero no acepta nada; le hemos
arrojado pan, que no se ha dignado recogerlo del suelo. iQué
busca, pues?. . .
¿De qué tierras ha venido este gato? $erá un gato cronista?
¿El nos miraba suplicando algo que no sea comida? El orgullo del
gato, es un orgullo imperial. Es en vano que le azotéis; no maya;
se alejará de la puerta y volverá a clavar sus ojos en nosotros...
¿Fue un gato principesco, bello y mimado, o siempre ha tenido E
50
esta figura desolada y trágica? Acaso las finas manos que le acari-
ciaron un dfa han muerto ya; quizás al perder el blando regazo de
una duena perfumada echó a andar por la tierra como un amante
loco... Este gato ha vivido una vida divina y sufre ahora el dolor,
con un silencio y una altivez de caballero honorable.. . El no busca-
rá otros gatos; él tampoco comerá ratones. Un día aparecerá
muerto de hambre y de frío en una esquina. Mientras, vagará en la
noche, errante, esquivo... Paul Verlaine andaba asi como este ga-
to, por las calles de París...
El gato, nuestro amigo, tiene una historia incomprensible. No
lo conmueven ni nuestras caricias, ni nuestros azotes. Todas las

noches volverá a la puerta. ¿De dónde ha venido? iTrae algún


secreto?.. . iQuizás!. . .
En el cerebro de Carlos Baudelaire habitó un dia un gato bello,

155
del hortera y del señor. Son amigos el señor y el dueño, y se hacen
la correspondiente zalema. --iQué hay, don Cristóbal? -Pues ya
usted ve; comprando esta chucheria, un gasto de cuatro perras...
-iCómo -pregunta el dueño- cuatro perras? Esto vale una pe-
seta. El muchacho se ha equivocado. Cuesta una peseta y no gana-
mos nada.
El señor frunce el ceño y dando un pequeño puñetazo en el
mostrador dice: -No, esto es caro por una peseta. Es extraño
-añade con tono irónice que se equivoque el chico. -Pues no
puede ser menos, don Cristóbal -replica el dueño.
Y entonces, a don Cristóbal le llamean los ojos, por sus labios
sale espuma y sus manos se crispan furiosas. Y lanza un grito tre-
mebundo. jiNo-lo-le-ro,, que se me tome el pelo!! No puedo tole-
rar, que nadie se chunguee de mí. -Pero, don Cristóbal... -Na-
ba, nada, que no to-le-ro. . .
Y don Cristóbal intolerante, se sale de la tienda dando basto-
nazos, con furia, en el suelo...
¿Por qud se habrá enfurecido don Cristóbal? Don Cristóbal des-
de hoy no saludará más a su amigo el de la tienda y cuando le pre-
gunte algún amigo extranjero por un establecimiento, le dirá: -To-
das las tiendas son buenas menos la de &e. Ese es un bandido, un
granuja, un canalla, un ladrón. Y aquí don Cristóbal volverá a en-
furecerse .
Y pasarán los años y el rencor de don Cristóbal será tan profun-
do que cuando su ex amigo el de la tienda este enfermo de grave-
dad y se comente en la botica el estado de su pulmón o de su
hígado. Don Cristóbal dará un bastonazo en el suelo y exclamará
despectivamente, a gritos -iiQue se muera!!

CRONICA DE LA NOCHE
Ha muerto un amigo nuestro. Y esta noche sus deudus y ami-
gos no han querido dejar solo el cadáver y han hecho velada en la
casa mortuoria.
Varias mujeres, llorosas y suspirantes, están sentadas en la ha-
bitación en que manos cariñosas han levantado la capilla. Hay una
vieja que refiere quedamente historias de difuntos. En otros cuar-
tos de la casa los amigos acompañamos a los hijos del muerto.
Han pasado va las horas de las visitas y se han quedado ~610los
que permanecer6n allí hasta el amanecer. Un reloj ha dado la una,
las dos, las tres.. . Cada vez que ha sonado una hora, algunos seño-
res de la velada han mirado sus relojes de bolsillo. ¿Por que harán,
esto? Seguramente les han parecido tardías las altas horas.

158
Las conversaciones han ido languideciendo, hsin casi cesado.
Algunos señores están medio dormidos.
Cuando el silencio se ha hecho más profundo, el aullido largo,
insistente, dolorido, de un perro ha estremecido a todos. Un vago
terror ha puesto los rostros lividos y se han cruzado miradas de
pánico.
Han llamado a la puerta. Es un hombre que ha pasado. El
sabía de la gravedad del enfermo, tiene un presentimiento y ha
entrado a preguntar:
-¿Cómo sigue don Fulano?
El perro, sin preguntar nada, seguía aullando a la muerte.
F.1 o

CRONICA DE LA NOCHE
Apáganse las luces.. . El café de la esquina se cierra; el hombre
de la panaderfa sale, aprovechando la oscuridad, en camisilla su-
cia, y se sienta en la acera a silbar.
La calle se queda silenciosa; 610 se oye el sonido de las pesetas
de una ruleta o un monte cercanos.. . ‘La tartana de siempre, corre
por la calle de Triana; el municipal pasea de una acera a otra; y
desaparece para siempre esta noche... Y cuando viene, en medio
$e;e silencio, la inevitable pausa, aparece la mujer vestida de
Esta noche, es una noche, lluviosa, un poco fría; pero la mujer
no hace caso. Ella sale de su casa con traje y zapatos blancos y
descubierta la cabeza. Llega a la esquina, acecha, se esconde, tor-,
na a asomarse... El hombre de la panadería la inquieta: no va a
poder-atravesar la calle. Y espera un minuto, dos minutos, tres
minutos. Si la lluvia no acaba la mujer pasea de prisa para no
mojarse; ella supone que caminando así se moja menos. iEs posi-
ble! Cuando calme la lluvia volverá a la esquina.
Unos señoritos que pasan al lado de la mujer le dicen alguna
cosa terrible. Ella contesta con un gesto rural, ordinario: dice una
palabra dura, nada femenina. Esta mujer es una mujer cualquiera;
pero así, a media noche, vestida de blanco, descubierta la cabeza,
acechando en una esquina, tiene un aspecto misterioso, sutil...
~Qué busca? LES una enamorada?. . .
El hombre de la panaderfa, espía. Este hombre es también algo
afkinnadn a lns giiiros y nada importará que el pan se tueste dema-
siado en el horno; el hombre no se levantará de la acera hasta no
averiguàr la ruta de esta blanca mujer. El hombre se hace el dor-
mido pero tiene un ojo abierto oculto entre los brazos donde repo-
159
sa su cabeza. Y la mujer no se atreve; el hombre de la panadería es
un obstáculo.
Y pasan los minutos y la lluvia menuda vuelve a correr. La
mujer tiene el traje completamente mojado. iPobres zapatos blan-
cos! Ella contempla los zapatos mucho tiempo, con una angustia
infinita.. . Pero más, puede el amor. Porque esto es amor; esta
mujer llena de paciencia debe estar enamorada y loca. No es po-
sible que sacrifique unos zapatos blancos tan desinteresadamente.
Nosotros la contemplamos desde nuestro balcón a oscuras,
donde ella no nos ve. Y no se mueve de la esquina y el hombre
maldito de la panadería, a pesar de la lluvia -ioh el poder del güi-
ro!- sigue durmiendo su falso sueño. La mujer se llena de ira: sus
ojos despiden un fulgor de furia y de odio; si pudiera destilar el
más terrible veneno estos ojos, el hombre de la panadería sería
cadáver antes del amanecer.
iPor qué este hombre, que amasa el pan nuestro de cada día, el
blanco pan de nuestra casa, es tan cruel con ese ojo abierto? ¿Por
qué no deja pasar a esta mujercita?
La moza no podrá acudir a la cita esta noche; ella quiere guar-
dar el secreto de su amante y no pasará mientras el hombre no se
aparte. ¿Quién será el amante de esta mujer? LQuién es el hombre
desconocido y respetable que la espera? iDónde vive este hom-
bre?...
iAh! Esto es lo que quiere saber el ojo abierto del hombre de
la panadería; el hombre que esperará hasta el límite de la espera,
el hombre que dejará esta noche tostar el pan hasta el límite del
tueste.. .

LA MURALLA’ DEL PARQUE


Esta muralla es el nuevo horizonte de la ciudad, la última in-
quietud metafísica del ciudadano kleño. El ciudadano sale de su
trabajo y se marcha al Parque a contemplar la muralla. El ciudada-
no calcula con sus amigos, todas las tardes, la cantidad de relleno
que ha de llevar el ensanche. Todos los días vacian dos, tres pe-
queños carros con tierra; pero el hueco es tan grande, que el ciuda-
dano dice: -«A este paso, esto estará relleno dentro de mil dos
años,» El ciudadano ha hecho una operación matemática: «Tantos
carros al día, rellenan’tanto; para rellenar cuanto, hacen falta tal
número de carros; como ~610vienen tres diariamente, serán tantos
millares de días, que divididos por años suman tales años... Y ved:

160
son mil dos años... Esto no se rellena nunca». El ciudadano está
convencido de que lo que él dice es verdad. Y todas las tardes,
aparece en el Parque con un amigo nuevo y a este amigo le explica
la operación.
¿Y será cierto lo que el ciudadano piensa? iTardará esta mura-
lla mil dos aiios en terminarse? Este ciudadano, es un ciudadano
hiperbólico. No, no es posible que una sencilla muralla estC mil
dos años construyéndose. ¿Cómo iban a verla construida entonces
los contratistas? ~0 es que estos contratistas son hombres capaces
de vivir mil dos años? Es mucha vida para un contratista. Sin em-
bargo, en la Biblia, hallamos algunos precedentes extraordinarios
de longevidad.. . Pero no; hoy día no se dan estos casos...
La muralla se terminará pronto. El ciudadano calculador es un
materialista. Un día vendrán más carros, se inundarán de carros
los alrededores y se rellenará en pocos meses aquel enorme espa-
cio: y el ciudadano podrá verlo sin que necesite vivir mil dos años.
Pero él, a pesar de todo, todas las tardes insistirá porque tiene
a su lado una importante mayoría. Todos van a calcular; todos
calculan diariamente. El alma ciudadana está puesta en el horizon-
te de esta muralla. Esta muralla es toda la inquietud metafísica,
hoy Por hoy, del ciudadano isleño.
LC.1

LA MULA DEL CARRO


Junto a la acera de la calle mayor, está un carro enorme, uno
de esos carros donde envían sus inquietudes metafísicas al ex-
tranjero los exportadores de Arucas. Este carro tiene seis mulas,
todas iguales, del mismo color; no sería posible distinguirlas;a-
caso el propio carretero sufrirla un error si las hallara solas en el
cammo.
Estas mulas están aburridas de ir de Arucas al Puerto todos los
días, aunque aparenten resignación cristiana. Ya sabemos que la
mula tiene también su pasado glorioso. Las mulas del carro no tie-
nen ideas pojfticas; qui@ no hayan oido hablar nunca del Sr. Ro-
manones ni del Sr. Bergamin, ni aún de Delgado Barreto que es
más accesible al odio de una mula, pero estas mulas, excepto una
que es liberal, son conservadores.
;Cuál es la mula liberal’? La mula liberal es la que está sobre la
acera, Esta mula ocupa todo el lugar de la acera, impávida, y es en
vano que protestéis: ella os dará una coz, o el carretero os dir8 una
palabra dura y violenta. Será preciso siempre, marchar por el
161
arroyo; la mula ha tomado posesión de su acera y aunque la azo-
téis el lomo con los versos de la hoja germana, o con el artículo
episcopal de Batllori. -iOh, las duras, las amargas disciplinas!-
no cambiará de sitio. El ciudadano protesta, el ciudadano está har-
to del abuso de la mula, pero nosotros amamos a la pobre bruta
con esa scntimcntalidad humilde del santo de Asís.
La mula ocupa un lugar logico. Ella ha leído, acaso un día in-
trincado y misterioso, un programa. Este programa ha orientado el
sentido polftico .de la mula; la mula reclama sus derechos.
El mínimo y dulce santo de Asís, como le llamaba Darío, la
defiende tenazmente en la eternidad. Ella oye la voz del Santito
-Hermana mula, hermana mula.. .
Y ella ocupa la acera con igual derecho que el exportador in-
sensato que la envía al Puerto diariamente... iPobre amiga! El
Santo te llamaba hermana, cruzaste el desierto resignada, heroica,
llevando en tu lomo al niño sagrado, y ahora un ciudadano que
tiene cédula quiere arrojarte al arroyo. Sigue en la acera; eres la i
hermana mula.. . ¿No decimos también, hermano cronista, herma-
no comerciante, hermano sportsman?. . . i
[C.] j
5

CRONICA DE LA NOCHE
Ha sonado un largo pitazo, luego ha sonado otro y otro al mo-
mento. Estos tres pitazos de una sirena municipal caen con algara-
bía y rompen el silencio. Los trasnochadores se dirigen al lugar en
donde se supone sonado el instrumento de alarma. Otros serenos
corren en socorro del compañero. Las guías del alumbrado están
rodeadas de un halo de luz que las melancoliza.
¿QuC habrá pasado en el augusto silencio de la noche? Se oye
el rumor del mar atrás como un hada protectora que canta para
que la ciudad no cobre miedo al hondo silencio cn estas largas
noches y más largas privadas que hablan de presura. Luego, na-
da...
Todo ha vuelto a quedar en reposo, menos el mar, que sigue
adurmiéndonos con su secular cantinela. A la puerta hemos espera-
do el paso de algún amigo con noticia del sucedido. La calle ha
permanecido quieta, callada, y cuando ya íbamos a sosegar en la
calma nuestra inquietud, acertó a pasar un guardia. Solicitamos su
información: iNada, un raterillo que quiso penetrar en una casa!
iSe escapó! Ya le digo que no fue nada.
No fue nada.... pero el raterillo se escapó.
PI
162
CRONICA DE LA NOCHE
. Esta noche, el vecino,que es un hombre furioso, ha olvidado la
llave de la puerta de su casa. Llega tranquilamente; mete la mano
en el bolsillo, sin sospechar que el destino le reserva una sorpresa
tremenda. La llave no esta en aquel bolsillo; busca en otro bolsillo
y tampoco está allí. Y busca en todos los bolsillos. Nada. Entonces
hace un gesto de ópera seria, y lanza un gruñido, que es una maldi-
ción. iA quién maldice este hombre? ¿A las estrellas? iA la luna?
Los puños de este hombre se cierran como los de un ser trágico.
Este hombre parece que está en un drama que se titula «La sangre
del inocente», o «El puñal de la venganza». El hombre pasea agita-
damente delante de su casa. El momento es inefable, es uno de
.csos momentos que vemos en las óperas, anks JE:los concertantes.
El hombre no se decide a marcharse. El quiere entrar a la fuer-
za en SUcasa. Por su cabeza cruzan las más incendiarias ideas, los’
más furibundos anatemas. ¿Cómo es posible que se olvidara de la
llave? iEl; él que no se ha olvidado nunca! Y se hunde en el chale-
co, 1~s dedos de las manos, como si quisiera rasgarse el corazón.
La frase definitiva no surge, sin embargo. Hace falta una frase,
que viene apocalíptica en la noche, para coronar este gesto del
homhre que ha olvidado su llave.
Se detiene otra vez en la puerta. Mira por el ojo de la cerradu-
ra. iQué quiere ver este hombre por este ojo? ¿QuC raz6n hay
para que mire si no verá nada? Estos detalles absurdos, injustifica-
dos, son características de los hombres furiosos. Un hombre furio-
so que olvide su llave, es capaz de meter por la cerradura un pa-
ñuelo para abrir la puerta.
El hombre torna a pasearse, y escupe, y murmura unas pala-
bras ordinarias de mozo de cordel. Y patea en la acera y empuja la
puerta; y vuelve a mirar por el ojo de la cerradura. Y por fin saca
el reloj y ve que son las cuatro de la madrugada.
La mujer duerme, los niños duermen... El hombre, por un ins-
tante, duda si dar un aldabonazo o no. Si golpea la puerta se des-
pertarán los niños, ipero qué culpa tiene él de que se le olvide la
llave? iPuede disponer de su memoria como si fuera de su maleta?
No, no. Si los niños se despiertan... ique se despierten! El toca.
Y con todo el brío de un guerrero la emprende a puñetazos y
puntapiés con la puerta. Pero todos en la casa siguen durmiendo
tranquilamente.. . Y entonces se pone a dar gritos y cuando ya está
ronco y fatigado dice: -iIdiotas! iIdiotas!
La señora SC:asuma. Y el hombre la emprende agresivamente
con la señora. -iOyes tú, pedazo de babieca, «que.estás durmien-
do» . . .? iSiempre estás durmiendo!. . .
K.1
163
ES UNA GRAN PERSONA
¿Quien es una gran persona ? Todos son grandes personas.
Nosotros estamos sentados delante de un mostrador, o delante
de una mesa de café y llega un amigo. Este amigo está contrariado
porque otro amigo no le ha hecho un favor y nos dice: -iCaray!
Este hombre es un punto.. .- Y nosotros respondemos: -Sí, sí es
un punto. Y el amigo atíade: -Es una gran persona... pero es un
punto. Y nosotros seguimos creyendo lo mismo que nuestro ami-
go: -Sí, es un punto pero una gran persona.
¿Cómo es posible que este hombre pueda ser una gran persona
y un gran punto?
Todos los ciudadanos aquí, son de esta metafísica manera. De
pronto oís: -jEste don Juan, este don Juan,. . las cosas de este don
Juan! iEs una gran persona, pero es una ficha! Y entonces os que-
dais estupefactos, como ante un abismo, como ante un arcano... El
misterio psíquico de aquel hombre os desconcierta. Le veis la cara:
está compungido. Pero compungido por fuera. Ese hombre finge.
Mas está compungido también por dentro. Primero es una ficha,
después es una gran persona. . .
Le volvéis a mirar la cara. El gesto es de ladino, mas no creáis
que este hombre es ladino. Es una gran persona. Por dentro es una
gran persona, aunque su faz revele maldad. Sin embargo, puede
no fingir el gesto, puede ese gesto ser sincero, y entonces el hom-
bre, a juzgar por su gesto es ladino. Pero, como es una gran perso-
.na, no es ladino, no lo es.
Don Juan, es este hombre complicado. Hoy ha hecho un nego-
cio, un negocio de esos que llaman bonitos. Don Juan ha llegado a
ver al señor que le ha proporcionado ‘ese negocio. Llega y le-tiqe.
-iHombre, hay una pequeña diferencia! -Y el señor le respon-
de: -No lo creo. Y don Juan insiste. Por fin, no muy convencido
el socio, acepta la diferencia de don Juan. Y cuando don Juan se
marcha el señor se queda con su socio sonriendo:
-Este don Juan es un punto. El socio contesta: -Un punto
filipino.. . Pero es una gran persona. . .
F-1

166
CRONICA DE LA NOCHE
Vamos cn una taltana camino del puerto. Es algo tarde. Vamos
a despedir a’un amigo y tememos no llegar a tiempo. Durante el
trayecto nos acompaña, nos adormece un confuso diálogo del tar-
tanero con el caballo. ¿De que hablarán’? Por el tono de la conver-
sación parecen que están enfadados. Por lo menos el del pescante.
Oímos.
-iCaballo! iNo tropieces, no seas animal!
Esto último lo encontramos injusto. iCómo quiere que sea un
caballo y no sea un animal? Seguimos oyendo.
-iCaballo! iV&e derecho, no mires las personas que pasan!
icaballo! El diálogo continúa en estos términos. Nosotros miramos
disimuladamente la cara del tartanero. La expresión es plácida,
amical. No comprende que el caballo mire a los transeúntes, ni
siquiera a los conocidos. El saluda, en cambio, a todos los serenos
de la carretera.
-iCaballo! iQue te voy a dar un latigazo!
Y se lo da, iHombre, no! Se lo da usted cuando le avisa. El
caballo así lo com rende y golpea la madera con el rabo. Las casas
de la carretera se Ean cerrado ya. De vez en cuando, alguna tienda
abierta envuelve en luz un charco, un trozo de acera.
-iCaballo! iNo te pares! iQuieres ron?
El caballo no quiere ron. Quiere pararse solamente, pues está
cansado.
-iCaballo! iQue te pego!
Y le vuelve a pegar. iYa es demasiado! Le ha engañado usted
por segunda vez.
-Tartanero, pare usted. Dt usted la vuelta y no vuelva a diri-
girse al caballo. No despedir4 a mi amigo. . .
iC6mo vuela el caballo camino de la cuadra!
õ
PI

EL NEGOCIO DE CEBOLLAS
Este hombre nervioso, agitado, que atraviesa a grandes pasos
la calle de Triana, es un hombre terrible. El os llamará y os’.lanzará
unas palabras llenas de emoción y de esperanza. Este hombre lleva
en la mano un diminuto lápiz, y el sombrero echado hacia atrás,
como indicando que suda su cabeza por prcocupacioncs y cblculos.
Este hombre muestra la planicie de su frente con gentil arrogancia;
de cuando en vez se da una palmada en la expresada frente, como
si volviera un recuerdo interesante o hallara la clave de un negocio

167
das y pacientes guías. Esta sencilla reducción de los gastos munici-
pales ha obligado a alterar el metódico plan de vida de estos graves
caballeros de la orden del percal. El misterio sonoroso de la noche
los ha replegado a sus posesiones una hora antes de la acostumbra-
da -hora que ganamos los que, de cuando en vez, paseamos nues-
tras inquietudes, como una custodia espiritual, bajo el terso palio
de estas noches de la tierra canaria.
‘Cl

CRONICA DE LA NOCHE
Esra es la calle del grillo. Existe la calle del pilar, la del sereno,
la del novio, la de la taberna. Esta, nuestra calle, es la del grillo. Y
nuestro grillo no es un grillo vulgar. Vive en una alcantarilla, de-
bajo de los barrotes de hierro húmedos y mohosos. Por debajo co-
rre el agua, los desperdicios, mucho papel y mucho trapo, pero
sobre todo, agua y más agua. Nuestro grillo debe padecer de reú-
ma.
En las noches de verano, el lirismo de ese grillo entretiene a las
cucarachas insnmnes.
Nuestro grillo es un sentimental. No tiene novia y las cucara-
chas, la verdad, son un poco plebeyas. Caminan arrastrándose, sin
flexibilidad y para eolmo de desgracia, no cantan nada, no gritan
bajo la luna. El grillo con la cucaracha no podría formar dueto.
Serla un matrimonio sin armonía musical.’
El grillo lo sabe. Ej grillo está triste. Busca su grilla y no la
encuentra.
Esta noche de invierno hemos sorprendido un canto, sin liris-
mo, despreciativo. ¿Que sucedió a nuestro amigo? Lo de siempre.
Encontró la grilla y ioh, decepción! la grilla carecía de oído musi-
cal.
Bajo la luna, bajo los hierros húmedos y mohosos, el agua si-
gue corriendo.
EC.

170
LA BODA
Hoy hemos visto desfilar una boda. La novia estaba emociona-
da; el novio tenfa un aire de presunción ridiculo. Parecía que era el
primer hombre que se casaba en el mundo. El nos miraba sonrien-
do con suficiencia, como diciéndonos: -«Ved, yo acabo de hacer
una cosa única, nadie ha sido capaz de hacer esta cosa».
La novia marchaba convencida de que aquel hombre que iba a
su lado era su ideal. El hombre creía que la mujer estaba enamora-
da de sus ojos, de su figura. «Esta mujer no ha podido enamorarse
de otro hombre. Yo he sido el sueño de esta mujer. Soy un hom-
bre feliz. »
La madre de la novia, que ha sido la madrina, está también
satisfecha. Este hombre es un gran partido. Su hija no ha podido
hallar un hombre más a propósito. Todas estas mujeres, todos es-
tos hombres, todas estas madres, creen siempre, el mismo dia de la
boda, que sus anhelos están cumplidos, que no hay nadie en el
mundo que haya acertado como ellos.
Los amigos, los invitados a la boda, creen asimismo que es una
suerte la. boda: la mujer es una buena muchacha, el novio es un
excelente muchacho -harán una gran pareja-, y la madre y el
padre merecen que su hija sea feliz, porque generalmente, es una
buena familia.
Por eso, los amigos dan enhorabuenas. Cuando la pareja esta
bendecida por el presbítero, todo el mundo estrecha las manos de
la novia y golpea suavemente el omóplato del contrayente. -«Sea
enhorabuena, sea enhorabuena.»
iPor qué estos hombres dan la enhorabuena a una pareja que
se une si no saben qué grado de felicidad o de desdicha va a caber-
les? Nosotros tenemos una amiga bella, resignada y piadosa; esta
amiga está casada hace diez años; tiene unos gentiles hijos. Noso-
tros, cuando esta amiga contrajo nupcias, le hemos estrechado su
mano y le hemos dich?: *Maria, María sea enhorabuena, le felici-
tamos a usted.» Y esta amiga ha sido golpeada durante los diez años
por su esposo. El esposo es un cocodrilo miserable. Cuando se
ca& sonrela satisfecho, también crey que él ~610 hada aquella
cosa de casarse, pero después maltrató a la amable muchacha que
no habrá olvidado nuestra irónica felicitación. -Estas enhorabue-
nas son inoportunas. Las enhorabuenas deben darse cuando los
esposos hayan pasado su vida tranquilamente, felizmente, cuando
tengan las cabezas blancas, plateadas.
Esta muchacha ue hoy se casa, lia casado en un automóvil por
nuestra calle. Nos x a amenazado con su felicidàd; ha clavado su
dicha sobre nosotros, mientras ha cogido fuertemente, apasionada;

171
La noche es cada vez más silenciosa. El burrito duerme en pie.
$oñará como Platero? ~NO conocéis los sueños y las andanzas
del burrillo andaluz que 11~6 itantas veces! a Juan Ramdn sobre el
lomo?. . .
Cuanta gente transita por la acera se enfurece porque el burro
no se aparta de la puerta. La gente dirá que es un abuso què uti
burrillo ocupe, impávido, el lugar que a ellas les corresponde. Pero
él no hará caso y mañana, cuando amanezca, les devolver6 el odio
con un pan caliente y blanco, el pan nuestro de cada día, que no
han merecido comer nunca.
[F. C.]

EL SEÑOR QUE LLEGA


Estáis una tarde en la terraza del Casino. Hay junto a vosotros
varios’amigos, silenciosos. De pronto uno de ellos rompe el silen-
cio. Y dice: -«Hombre , ¿cuándo viene Gregorio?» -Gregorio es
un señor insignificante, anodino, pero es amigo de aquellos seño-
res que están en la terraza. Todos lo conocen mucho. El se sienta,
con ellos, algunas veces en la terraza.
Gregorio está en Madrid. Gregorio ha dado un viaje. Y dar un
viaje es para los amigus de la terrea suprema, la única idealidad.
En la insula, el hombre que da un viaje es un hombre interesante,
aunque sea anodino. El retorno es glorioso siempre. Los periódi-
cos dicen que ha llegado nuestro querido y particular amigo; en los
paseos se comenta la llegada de este hombre que no trae más que
hongos y alguna pitillera moderna... El viajero apenas salta, se
hace el distrafdo. Cuando él se vio enmedio de gente distinguida,
allá, en Madrid, pensó que era demasiado demócrata y condescen-
diente, cn saludar a tanto señor insignificante...
El hombre llega y espera en &ú casa uno, dos, tres dias las visi-
tas y después va al Casino. -Hola Gregorio. ¿Ya vino? ¿Cómo le
va? ¿Cómo dejó usted a esos Madriles? -le preguntan, encantados,
sus compañeros de butaca. Gregorio sonrle y se sienta. -iQué vio
Gregorio? -continúan preguntando los amigos-. Y Gregorio di-
ce que vio a un tenor celebre y el Museo de Artillería. Añade que
en Madrid cuesta cinco céntimos el tranvía y que en los almacenes
de «El Aguila» cuestan dos pesetas los sombreros de paja.
Los compañeros se quedan estupefactos con esta declaracibn
de los sombreros de paja. iQué bien se vive, lejos de aquí! Grego-
rio, saca entonces su pitillera y todos a un tiempo quieren verla.
,¿D6nde la compró, Gregorio? Y Gregorio dice que en Madrid,
174
junto a la Puerta del Sol, en una tienda que está en la esquina de la
calle Mayor.
Los amigos se asombran de que Gregorio haya podido comprar
una pitillera cerca de la Puerta del Sol, pero el asombro aumentará
más tarde, cuando le oigan decir a Gregorio que aquellos calceti-
nes violeta, que 61 luce, los compró en la Carrera de San Jerónimo,
en una tienda que está más acá del Congreso de los .,Diputados.
Gregorio es.un hombre dichoso, piensan los amigos. El se ha
comprado unos calcetines en la Carrera, y un sombrero en la calle
del Arenal. ¿Cómo podrían hacer ellos una cosa por el estilo?...
El hombre que llega, en este caso Gregorio, es un hombre estú-
pido, pero él se cree un hombre inteligente. No vuelve a hacer un
viaje en su vida pero este viaje le servirá para contar siempre la
compra de su pitillera. Y cuando se hable de un tenor posterior a
su viaje, él dirá que le oyó en Madrid cuando empezaba.
Anoche hemos visto a Gregorio. Gregorio hace veinte años que’
estuvo en Madrid: él cada vez que a su viaje se refiere, rebaja un
año. Ayer cuando hemos hablado con él nos habló de su viaje
último, el que hizo hace dos anos. Nos enseñó nuevos calcetines, y
una nueva pitillera y nos contó cómo cantaba un tenorcete celebre,
que estuvo para venir a la ínsula.
En el Casino admiran al hombre que llega. El hombre que llega
es un héroe y un tonto. En k ímula admiran profundamente al
hombre que viaja aunque sea exportador y el viaje lo haga entre
las islas.. .
[F. C.]

LA ALPARGATA COLGANTE
Nosotros tenemos un amigo alpargatero. Este amigo hznc. su
establecimiento nutrido de alpargatas. Las alpargatas en la estan-
cia, alineadas, puestas, parecen, vistas desde la acera de la calle,
libros de pergamino. Nuestro amigo, el alpargatero, tiene todo el
aire de un ciudadano del cuerpo de archiveros.
Esta tienda está junto a la casa donde nosotros vivimos. Abrese
al público a las siete de la mañana, casi siempre cuando nosotros
atravesamos el umbral de nuestra puerta para dirigirnos al trabajo.
Nuestro amigo lo primero que hace despu& de abrir la tienda y
sacudir un poquito el polvo de la estantería y el mostrador, es
colocar, en una percha que está sobre la puerta, una enorme alpar-
gata rellena de paja. Esta alpargata, que está todo el día meneán-

175
dose, como un péndulo, por el aire, quiere decir a los transeúntes,
que allí en aquel sitio hay una tienda de alpargatas. Si no fuera esta
alpargata máxima, el transeúnte no podria saber qué artículos se
venderfan en la tienda. Ya’hemos dicho que las alpargatas en los
estantes se asemejan a una colección de infolios.
La alpargata es un calzado sentimental. Hay unas lindas mu-
chachitas, amigas nuestras, que llevan alpargatas blancas: Las me-
dias negras y las alpargatas limpias, cuidadas, dan a la pierna de
estas muchachitas una suavidad sensual encantadora. Los pies de
estas amigas perderían, todo su encanto, con unos zapatos de ter-
ciopelo negro o con unas botas de charol ,burguCs...
Estas amigas, cultivan su alpargata como exig~~üb~n que cul-
tivemos nuestro artista. Ellas se deslizan por las calles como si lle-
varan unas chinelas de seda y de plata. Han puesto todo su espíritu
en acariciar el andar de sus piececitos, y la blandura de sus pisadas
parece que está sobre nuestras manos. Las manos sienten una fu-
riosa nostalgia de dormir sobre los pies limpios, humildes, sanos...
Nuestro amigo el alpargatero, sólo por el hecho de vender alparga-
tas para estas muchachitas, merece una cruz, un diploma áureo. La
enorme alpargata anunciadora es un elogio hiperbólico de estos
calzos sencillos que llevan las obreras amigas. Es el horizonte de la
calle.
¿Lc placería al lector que hicicramos una loa poética de esta
alpargata colosal, antes de concluir estas líneas? Sí, el lector estará
conforme. Vamos a hacer esta loa:
-jOh, desmesurada alpargata rellena de paja o de trapos, que
aún no hemos podido penetrar en el fondo! Nosotros te amamos,
porque tú eres la solución de 10s pobrecitos pies descalzos; tú...
eres la resignación, el blando pudor de las muchachitas humildes.
Tú nos anuncias que dentro de la tienda hay más alpargatas para
todos los pies y lo gustos. Eres el comentario ingenioso del alpar-
gatero.. . PCndulo pintoresco. . . Hay quien sueña, de lejos, que eres
un jamón enfundado.
F- C.1

176
CRONICA DE LA NOCHE
Hay un lugar dc esparcimiento nocturno y económico; cl mue-
lle de San Telmo. Sus bancos son de día de un tipo ordinario y
municipal. Nos llenarían, sin embargo, de más comodidad unas bu-
tacas en estas noches y en este lugar. Es en estos bancos donde
nuestra horterfa desenvuelve torpemente la página de sus ritos.
Muchas noches se ven desfilar unos torpes bultos bajo una mez-
quina luz; son los báquicos consumidores del castizo ron. Ahora se
pone al ron «bitter», que es amargo, en alemán, para mayor clari-
dad. Las jumeras no han amenguado, como pudiera creerse. Son las,
mismas de que nos hablara en lentos compases el maestro Tejera.
Hay un adelanto, aunque literario, en la manera de verificar
estas zarabandas. Se cantan cuplés alusivos a la luna; se elevan los
horteras las manos a sus pechos y dicen: E-ra un cla-ro de lu-na. ..
Ven luna acá y otras menudencias.
Claro que la buena señora queda impávida, sefialándonos con
sus cuernecillos, mientra azota nuestras carnes un viento que muge
como un toro.
[R. R.]

CRONICA DE LA NOCHE s
Hay cerca de nuestra calle una ventana sentimental. Nosotros
la llamamos así, porque está iluminada, y una ventana iluminada
siempre será una cosa poetica a pesar del álgebra y mientras existan
esos espíritus delicados y horteriles que llaman vates.
Nosotros, a fuerza de silencio y de soledad, nos hemos tornado
también un poco alados y contemplamos esta ventana iluminada y 50
solitaria con arrobamiento casi místico. La ventana está iluminada
toda la noche. Eu la ln.&itaG5n debe trabajar alguien en trabajos
intelectuales. A veces sentimos un rumor ligero, como de pluma
sobre cuartillas. La ventana es la interrogación de nuestra alma
después que se corrigen las pruebas. ¿Quién velará en este cuarto?
¿Quién es el artista que labora todas las noches en silencio en esta
habitación iluminada? Nosotros hemos visto salir de la casa a un
hombre pequeñito que parece un taburete. iSerá este hombre, el
artista? LMúsico? ¿Poeta?
Es un hombre de cuarenta anos: apenas en su rostro se adivina
esa mentalidad, que la luz de la habitación hace sospechar. $erá
éste el que labora ? ~0 será acaso el padre? No sabemos nada. Mas
la ventana iluminada aumenta cada instante nuestra fantasía. ¿Por

177
qué estará abierta la ventana toda la noche, y la habitacibn con luz
siempre, y con una luz estridente, abundante, cien bujías, lo me-
nos?
Todas estas pequeñas reflexiones nos hacíamos días pasados,
La ventana, la luz, y ese posible artista habían constituido nuestra
nhsesi6n. Y anoche .hemos descubierto la verdad, que aparecía en-
vuelta entre tanto misterio.
Hemos subido a la azotea, hemos saltado varias azoteas veci-
nas, y por fin hemos llegado frente a la ventana. Desde nuestro
mirador se divisaba toda la habitación. Era un dormitorio. Allí no
trabajaba nadie; ningún artista laboraba en dramas o poemas. Sólo
un señor gordo, ventrudo, dormía reposadamente, beatíficamente
en su lecho.
¿Por qué dormía este señor tan tranquilo con la luz encendida?
Es un señor pobre, el mobiliario de su dormitorio nos dice que es
pobre. ¿Y cómo él no piensa que es demasiada luz la de su cuarto
y que esta luz le va a costar mucho dinero?
iAh! Este señor ha hecho una trampa en el contador. Este se-
ñor, aunque tenga encendida la luz toda la noche, no pagará más
que muy poco dinero:El duerme tan sereno, sin acordarse de apa-
gar la luz porque el contador no camina. Nosotros hemos soñado
con un artista, y la cosa de la ventana iluminada era una cosa de
prosa.
Vosotros, jóvenes sentimentales que veis en la noche las venta-
nas iluminadas, sabed esta verdad terrible. Todas las ventanas que
enseñen la luz de las habitaciones hasta las altas horas, son una
pura mentira. No hay mujeres románticas que èsperan, no hay
artistas que laboran. Es que, como hay trampa en la luz, los due-
ños isleños, frescos como no hay otros, se quedan dormidos sin
cuidarse de disimular la trampa cerrando las hojas o apagando la
luz a tiempo.
[G. A.]

CRONTCA DE LA NOCHE
Cuando ya no quedaba luz en la ciudad, hemos visto una proce-
sión diminuta, con unos santos pequeñitos. Una procesión inusita-
da, pues hoy no marcaba el calendario ningún santo de relieve,
para estas procesiones.
La ciudad estaba a oscuras. Las luces que alumbraban la proce-
sión iban en la misma procesión. Poco después se encendieron las
lamparillas eléctricas de las esquinas.
178
Nosotros, maquinalmente, echamos a andar detrás de estos tro-
nos rameados y dimos al fin con una iglesia tan pequeña como los
santos. Era una ernita celebre. Allf or6 Cristóbal Colón un día.
cuando fue en busca del Nuevo Mundo.
En aquella ermita se celebraba una novena a un santo: San
Rafael. San Rafael que fue un amable pescador. Vosotros podkis
verlo con un pescadito de plata en la mano. Este pescadito se lo ha
puesto el escultor para que los fieles no olviden el humilde oficio
del Arcángel.
En la ermita peroraba un cura. Este cura hablara seguramente
-pensamos nosotros en la calle- del Santo. Todos los nueve cu-
ras hablarán del Santo. ¿Y qué van a decir de este pobre pescador
nueve hombres, todas las noches? Si el primero cuenta la historia
de aquel pescado de plata ¿qué dejará para los otros? -No, no
-dice a nuestro lado un amigo- estos curas no hablan del Santo.
Ellos hablan de otras cosas. Por ejemplo, uno hablará de la virtud,
otro hablará del vicio, otro dirá que los revolucionarios son unos
hombres terribles. Citarán a Lutero, mas no dirán que fue alemán,
sino frances. Sí, dirán esto, pues los fieles no estarán muy católi-
cos, a pesar de su catolicismo, en historia. Y otro cura dirá que la
educación de la mujer es un problema. El problema de la educa-
ción. ¿Habéis oído vosotros nada más tremendo que esto del pro-
blema de la educación? El novenario al Santo del pescadito es un
pretexto. En el público no se contará la suave, la sentimental histo-
ria del pescador sagrado. Los curas hablarán de los vicios de los
hombres y del abismo de la incredulidad; y del pobrecito santo,
que iluminado profusamente en su trono ofrece aquel pez de pla-
ta más grande que su figura, nadie se acordará...
Nosotros, desde la calle, vemos brillar el modesto pescadito de
plata, y oímos la terrible, la atronadora, la apocalíptica voz del
clérigo que dice:
-Hermanos, en la conciencia de los hombres se ha metido el
diablo.. .
[M. M.]

CRONICA DE LA NOCHE
El campanero de una iglesia se ha despertado súbitamente. iEs
asi? Hemos oído que una campana da un sonido de repente y se
calla. Son las dos de la madrugada. Nosotros sospechamos que
este campanero duerme, quizas, con la mano en la cuerda de la
campana, y que este sonido súbito ha obedecido a un movimiento
de la mano dormida.

179
Pero... ¿No será una seña? Anoche sonó tambiCn la campana,
anteanoche sonó. Acáso suena todas las noches. ¿Tendrá el cam-
panero una cita amorosa, y llamará, de este modo al amor, o será
una bruja la que ha hecho sonar la campana?
En todas estas iglesias modestas de provincia, a media noche,
suena una campana, que parece no tocar nadie. Es el sonido mis
emocional de la noche.
Nosotros andamos silenciosamente; hay luna en el cielo, el
viento está dormido. De pronto nos paramos. Una sombra atravie-
sa enfrente nuestro. Y en la iglesia cercana la campana suena dé-
bilmente, como un suspiro.. . iQuién ha hecho sonar esta campa-
na? El campanero no duerme con la mano en la cuerda, el campa-
nero no tiene citas de amor. LEsta campana la ha hecho sonar esta
sombra que ha pasado cerca de nosotros?
Un murciélago cruza entonces y se pierde por los ojos del cam-
panario. Al poco rato la campana vuelve a sonar. . .
[M. M.]

;
CkONICA DE LA NOCHE m
La ooblación se va a auedar a oscuras dentro de unos días,
porque’no hay carbón -diCe un amigo del Parque.- iCalcule us-
ted cómo va a quedar esto!
Y otro amigo lc responde: -Estoy deseando que no haya luz
para salir desde las ocho de la noche y pasearme tranquilamente.
No sabe usted el mal efecto que me hace encontrarme por ahí
acabado de cenar con un significado aliadófilo. Y esto le extrañará a
usted, siendo yo aliadófilo también, pero es que yo no creo más que
en mi aliadofilia. Todos los que se titulan así son germanófilos sin
saberlo. Como Mr. Jourdain hablaba su prosa.
Crea usted amigo mío. No hay mal que por bien no venga. La
población a oscuras ser8 una delicia. La gente tiene terror a la
oscuridad pero es que necesitan las luces de fuera para alumbrarse
por dentro. Debe ser para ellos espantoso encontrarse sin luz en
mitad de la calle de Triana. La sensación debe ser la misma del
,que se muere, que ve que se le apagan a un tiempo mismo todas las
luces: las de los ojos y las del alma.
Cuando no haya luz, irá usted serenamente, pacíficamente; le
parecerá a usted todas las horas, madrugada. Una madrugada inter-
minable. Esa hora infinita y pura, de hondo silencio, cuando pue-
de usted acordar cl ritmo de su corazón con el de las estrellas. ¿No
ha oído el rumor sideral en la alta noche? Un amigo mío, gran
aficionado a la imagen, me contaba una vez que él oía a las estre-

180
llas, y que el sonido era igual al de los relojes de una relojería a
media noche. ¿No ha pasado usted por una relojería a estas horas?
Usted acerca el oído a la puerta y oirá dentro un rumor sordo, miste-
rioso, el rumor de los relojes que andan matemáticamente, porque
una mano los acordó antes de cerrar. Yo no he oído jamás sonar
así a las estrellas; pero sí sé que suenan, y a veces parece que
suenan dentro de mi propio pecho. . .
Pero no digamos palabras literarias. Volvamos al carbón. ¿De
veras cree usted que es una desdicha la falta de luz? Este amigo
hotentote que usted no puede evitar, por la ausencia de trenes y la
separación del continente, no pasará a su lado, y si pasa, será de
un modo completamente anónimo, menos que si pasara por sus
mientes. Y es inevitable el paisanaje. La población es reducida, el
patio de vecindad demasiado estrecho. Aunque usted viva en la
buhardilla, como un sabio o un mixtificador no podrá evitar la
ordinariez gramatical de las porteras del patio. Créame usted. La
reorganización del partido liberal, los secretos y las sorpresas que
don Juan Melián traiga para estos hombres, los cuplets de Ursula
López, no valen nada, absolutamente nada, en comparación al in-
finito bienestar, o la deliciosa ventura que nos traerá pronto la
falta de carbón. Si yo fuera un hombre literario, un pequeño hom-
bre culto, le dirfa a usted: «Amigo mío: iRecuerda, lo que dijo Juan
Wnlfgang Goethe, cuando moría? El dijo: -iLuz, más luz! Noso-
tros, si fuéramos todavía discretos, torceríamos esta noble exclama-
ción del gentil poeta y diríamos: -iQue apaguen todas las luces
pronto! 1Que apaguen m6s luces todavía! 1Un momento.. .! Quere-
mos pasear tranquilamente.. . !»
[M. M.]

CRONICA DE LA NOCHE
Nosotros hemos ido al Trompo. El Trompo es un haiie. Mejor
dicho un conjunto de bailes. Es un almacén enorme y abierto co-
mo un templo pagano, donde se baila exquisitamente. La gente le
llama Trompo, y en verdad que es acertado el mote, Trompo, que
da vueltas de una vertiginosa manera. Es un lugar apacible y mo-
desto: un local para que las costureritas sentimentales bailen con
los jóvenes estudiantes. Con un poco de imaginación, nos pone-
mos en la brasserie del Palace. El Trompo es el único refugio de la
ciudad en el Invierno. Veamos, cómo es el sal6n del Trompo. Diji-
mos que era un almau%. Un almac& de placanos. Enorme, am-
plio, dividido en dos partes. En un lugar se ponen las mesas para
las bebidas y en otro se baila. Una murga de tziganes toca desde el

181
cuplet de Ursula hasta el foxtrot. Predomina el metal. Claro, es
una murga.
Cuando nosotros hemos llegado. las lindas obreritas daban vuel-
tas silenciosas. Don Felipe, el hombre de la cantina, sonríe amable-
mente. Don Felipe es un hombre agradable que contempla el espec-
táculo con cierta elegante filosofla del Segundo Imperio. El despa-
cha SUS copas sin conmoverse, con una precisión algebraica. No
pierde la cuenta, jamás.
En el Trompo hay un letrero, suplicando al bailarín que deje el
bastón en el guardarropa. El bastón y el abrigo. El bailarín deja
todo eso, que lo recoge una señora morena y sevillana; que tam-
bién sonríe como nuestro amigo don Felipe. La murga toca y un
joven dependiente invita a una dama a bailar. Apenas este joven
da una vuelta todos los demás jóvenes dependientes surgen con su ;
pareja, Las parejas dkzestos distinguidos pollos ostentan unos pei- E
6
nados prerrafaélicos. Unas peinetas goyescas sujetan estos peina- d
dos. ¿Qui& ha peinado a estas muchachas sencillas, de tan apara- i
tosa manera? ¿Por qué estas jóvenes obreras han acordado sus
cabellos tan pintorescamente? Don Felipe nos dice que hay un con- i
curso de peinados, con tres premios estupendos. Y nos enseña los m
premios: una caja de sándalo, seis pares de medias de seda y un t
jamón. No es broma. Y un jamón. Nosotros vamos a ser los jura- 5
5
dos. Nosotros, los compañeros de La Crdnica. Y nos sentamos, Y
extendemos un acta. Y cometemos el más inaudito de los atrope-
llos. Los premios son adjudicados a tres lindas muchachas que s
querían sacárselos. Y nosotros saltamos por encima de la Ley y de i
los peinados que son bastante altos, para premiar parcialmente a d
las peinadas. La joven del jamón lo parte y nos invita. Hay,.un E
z
pequeño revuelo republicano en las demás bailarinas, pero nos im- ;
ponemos como Sánchez Guerra. El movimiento es sofocado ense- ;
guida: E
-iPuede el baile continuar! 50
Todos los miércoles, todos los sábados y los domingos ha
Trompo. El barrio latino de la Portada (Quartier latin) se descueY-
ga en peso en el salón del Trompo. A las dos de la mañana el salón
es m8s Trompo, a las cuatro más Trompo todavía, un trompo de
colores -las faldas y las blusas- que a las seis de la mañana se
extiende hasta la churrería de la Plaza del Mercado.
Todo el mundo se divierte menos don Felipe que sonríe. Don
Felipe es como el destino inexorable en medio de aquel turbulento
danzar. Y la señora morena y sevillana del guardarropa, sobre el
mostrador de un departamento con los brdrus cxuzados CWIO si
estuviera en un balcón asomada, contempla con desconsuelo infini-
to a un ciudadano que no se ha quitado el abrigo, y bebe en una

182
mesa, silencioso, una copa de Kumel, al mismo tiempo queazota
con su bastoncillo de junco una columna del salón.
[M. M.]

LAS BARBERIAS
En esta pobre ínsula, tan falta de centros artísticos, y tan nutri-
da de tabernas y timbas mas o menos aristocráticas, los únicos lu-
gares donde se rinde culto a las bellas manifestaciones del Arte y *
se discuten apasionadamente los altos problemas de la patria, son
las barberfas. Las barberfas, en la insula, son una especie de Ate-
neos populares, donde se discute de política y estetica a la par que
se os pela y afeita como en cualquier peluquería de la Corte.
Al entrar en uno de estos centros, lo primero que acaricia vues-
tra mirada son los retratos de los caudillos democráticos o monár-
quicos pegados de la pared, como estampas devotas, entre algunos
lindos cromos de las bailarinas más afamadas. Y en un rincón,
descansando tristemente de un fuerte ataque de rasgueos y puntea-
dos, la guitarra, la imprescindible compañera del maestro que ame-
niza sus ocios con los sentimentales acordes que de ella arranca.
Para muchos el afeitarse y cortarse el pelo es una molestia
inaguantable, insoportable; para mí, el entrar en una barbería a
cumplir tan altos menesteres es un encanto, un puro deleite. En
ellas siento pasar las horas ligeramente, lamentando lo efímero de
sus giros, porque en ningún lado como en ellas, encuentro tantos
atractivos, tantas pintorescas distracciones.
Cuántas veces he tenido que aguardar ei turno tres o cuatro
horas para ser restaurado, y jamás he proferido la más insignifican-
te frase de protesta y enfado. Soy un ferviente y entusiasta devoto
dc estos atcncos, aunque crea lo contrario algún malicioso lector..
Y no digo nada de los arenekas, los Fígaros ilustres. El maestro
es de una sapiencia suma, y los mancebos... algo menos, aunque
con más cabellera rizada. Desde que os descuidéis, mantienen en
alto la navaja, escupen ruidosamente en el tablado, y os lanzan
una perorata que las de Castelar, en sus tiempos, y las de Mella,
en la actualidad, son vagos susurros líricos comparadas con ella.
Os nombran todos los varones célebres del mundo, acontecimien-
tos más ruidosos. las grandes solemnidades artísticas de la locali-
dad, cuando el teatro viejo y la Filarmónica; os hablan de Víctor
Hugo y Robespierre, de Danton y Melquíades Alvarez, de la Cali-
gari y María Barrientos; y no tiene nada de particular, que antes

183
de terminar nuestro afeitado, suelten la navaja y empuñen la
vihuela para recordar cierto pasaje de Puccini o Donizetti.
Yo quisiera que cualquier europeo desapasionado, un ciudada-
no que no estuviera influido por la aletargante maleficencia del
ambiente, se percatase de ello; él me daría la razón y veria que en
esta tierra, a pesar de don Agustín y de don Juan y dc todas las
calamidades que en ella nacen y medran, hay algo digno de elogio,
algo que no es del todo vulgar y prosaico. Y este algo, son las
barberías, los ateneos insulares, donde se os dan lecciones de ciu-
dadanía y de arte, y se os afeita y toma el pelo por media peseta.
[M. M.]

DIALOGOS VULGARES
Tienda de ultramarinos en una de las principales calles de nues-
tra ciudad. Don Bernabé, el dueño, sentado detrás del mostrador
deletrea pacientemente los telegramas de una hojilla germanófila
que se publica en la localidad, comentando sus informes con don
Policarpo que le escucha atentamente. Dos o tres críos de don
Bernabé se arrastran por el suelo y se encaraman sobre los sacos
de cereales amontonados en el centro de la tienda.
Al empezar el diálogo la radiación. solar intenta inundar la tien-
da de don Bernabé, el cual, discretamente, ha entornado un poco
las puertas para evitar que el calor le merme los embutidos que
cuelgan del techo.
Don Bernabd, profético. -Le digo a usted, mi amigo, que cuan-
do Gindemburgo se propone en una cosa, es tremendo. iUsted
cree que haya alguien capaz de resistir una embestida preparada
por este hombre? Acuérdese, que cuando acabe con todos los sol-
dados de los frentes ha de empezar con nosotros, los españoliilos
desgraciados, que no nos hemos querido convencer de que Alema-
nia es la primera nación del mundo, y. el Kaiser el hombre de m6s
bemoles, y el Kronsprinz el de más estrategia.. . Y crea usted que
me alegraría, para que se fastidiaran esos aliadillos bobos que se
fían de los Lerrouces y demás zurriburris que andan por ahí. . .
Don Policarpo, asintiendo. -Tiene usted razón, don Bernabé.
La culpa de nuestras desgracias futuras la vamos a tener nosotros
mismos.
Don Bernabé. -iPues ya lo creo, hombre!.. .
En la tienda entra un rapaz sucio y descalzo que grita, mientras
golpea el mostrador: iA despachar! Don Bernabé, sin moverse.
iVoy! (A don Policarpo). Si yo fuera Gobierno haría con los que
escriben y peroran en contra de los alemanes tan fuerte escarmien-

184
to, que se hablan de acordar de mi hasta más al16 del Juicio Fi-
nal.. . Y luego dicen y critican de Sánchez Guerra, jel mejor gober-
nante que tenemos!, porque quiso meter en collera a los revnltonon
que pretendían descoronar al rey para irse a favor de Inglaterra y
Francia.. .
El rapaz, golpeando de nuevo sobre el mostrador: -iA despa-
char!
Don Bernabé, colérico -iVoy, reconcio!... ¿Que tienes prisa?
El rapaz. -Me dijo mi madre que me despachara pronto y que
fuera enseguida.
Don BernabC. -Pues a tu madre que se aguarde. iPues no
faltaba más!. . . Y dígame, don Policarpo, icree usted que los in-
gleses y franceses podrían resistir esta nueva embestida que se les
prepara?. . . ;
Don Policarpo, moviendo la testa filosóficamente. -No sé, E
6
don Bernabé.. . Aquello de Verdún es cosa para hacer dudar del d
éxito de esta nueva empresa. i
Don Bernabé. -Pues yo apostaría una corrida y la cena para
cuatro amigos, a que desde que los alemanes hagan tantito así pu i
lame, los anglo-franceses se salen escafiriendo. m
Don Policarpo. -Puede ser. .. t
El rapaz, impaciente. -Cristiano, ¿que no me despacha?... 5
Don Bernabé, por fin, se levanta, se hurga una oreja con el 5
dedo meñique y despacha al muchacho que sale corriendo. Des-
pués vuelve ceremoniosamente a ocupar su silla gestatoria. Cuando s
va a proseguir el dialogo entra en la tienda un nuevo personaje, un i
señor enjuto y amarillo, cuya vida es casi un misterio en la pobla- d
ción para las personas que se acuestan temprano y no frecuentan E
z
los casinos y demás sitios de recreo. Dicho personaje entra precipi- !
tadamente y con el rostro henchido de una singular alegría. d
;
El señor amarillo -iNo sahen ustedes 10 que pasa?... E
Don Bernabé y don Policarpo, simultáneamente: 50
-iQué?
El señor amarillo. -Que los rusos piden la paz.. . que los italia-
nos dicen que ya no seguirán luchando porque se les acabó el car-
bón, y que en España se está preparando la gorda para echar a los
ingleses de Gibraltar!. . .
Don Bernabé. -¿Pero es cierto?. . .
El señor amarillo. -iPues ya lo creo! iComo que me lo acaban
de decir ahora mismito en la Plazuela!
Don Bernabé, asombrado y radiante de júbilo:
-i iHia contra!!
El señor amarillo. -iNo se lo decía yo a ustedes? iSi tenía
que ser!...
Don Bernabé. -Sí, hombre. Si no podía ser de otra manera...

185
Aquf le hablaba yo a don Policarpo de la próxima ofensiva de los
alemanes en Francia y de todas las cosas que tienen que suceder.
iClaro!... ;Qué se le encapar5 a uno que hà pasado el charco más
de cuatro veces!
El señor amarillo: Ya era tiempo de que esta llegara... iCómo
la van a pagar tod& juntas!.. .
Don Policarpo, incrédulo. -Pero sin embargo... yo dudo. Esas
noticias lanzadas así, a la buena de Dios, generalmente no suelen
ser ciertas. Ya que que la hojilla no dice nada...
El señor amarillo. -iPero si esto es un telegrama secreto que
ha recibido la colonia alemana, y no la saben sino unas cuantas
personas!
Don Policarpo. Siendo así, como usted dice...
Don Bernabé. -Pues yo lo creo. . .
[M. M.]

IDEALES INSULARES
Cuando un ciudadano de la ínsula siente deseos de significarse
públicamente, de hacer patente su personalidad en las altas esferas
pollticas o sociales, o se hace cantante de meladlas italianas, si sus
condiciones físicas se lo permiten, o se hace periodista. Estos son
los dos derroteros que los insulares creen más oportunos y fáciles
para obtener la realización de sus deseos.
Si hechos los consabidos gorgoritos la voz surge y el oído no
falla, ya es seguro que el dfa menos pensado vemos en un progra-
mita de la velada que la sociedad tal celebrará en sus salones el dfa
cual, con motivo de la festividad del patrono del barrio, un alar-
mante debut del joven tenor señor X, que la noche del sacrificio se
presenta a la distinguida concurrencia, estrenando un frac presta-
do, para cosechar popularidad y aplausos con un «Vorrei ,morire>P
lleno de calderones interminables y temblorosos, como unos malos
deseos duramente reprimidos.
Y si por el contrario, la voz falta y el oído no aparece, como
ocurre generalmente, entonces... no hay remedio: la decisión es
rápida y terminante, el insular se hace periodista. Y ya se sabe,
para ser periodista en la ínsula, no se requiere condiciones especia-
les, ni casi sentido común. Basta un poco de voluntad y algo de
habilidad para aparentar lo que en absoluto no existe: talento.
Un insular periodista (que no es lo mismo que un periodista
insular) es lo más original y divertido que produce la Barataria,
aparte de los germanófilos. Es algo así como un paquidermo ha-
ciendo juegos malabares o un obelisco razonando. El insular im-
186
provisado periodista es perito en todo y de todo escribe y comenta.
No hay asunto diffcil ni problema complicado, que Cl no solvente,
o pretenda solventar, con la lógica de su pluma y la excelsitud de
su claro intelecto.
Porque una de las cosas que el improvisado periodista ha de
hacer saber a sus innúmeros lectores, desde que entra en estas li-
des, es su excepcional criterio para tratar de todos los asuntos y la
admirable precisión con que vierte sus conceptos.
Y además de todo esto, sus espléndidas crónicas de football,
sus acertadas reseñas de los teatros y circos, sus críticas lapidarias
de arte, y sus inefables decires a la chica de sus agrados, al dar
cuenta de su salud o al describir la reunión en la casa de la señora
potentada que celebra su fiesta onomástica.
Esto en lo que se refiere al periodista moderado, al consccucn-
te con el partido del orden y la tradición. Del otro, del que ingresa
en los papeles de la oposición, del que sale a la palestra a desfacer
entuertos o a aquilatar voluntades en las grandes y sagradas con-
tiendas de la civilización y el progreso, de ése... vale más no decir
nada. Nuestra crónica se haría interminable y el tiempo apremia.
Estos son, a nuestro entender, los principales ideales de los
insulares que anhelan la popularidad y significación en la vida so-
cial: cantar melodías de Tosti en las veladas y conciertos, si las,
.condiciones responden, o hacerse periodista. De todas maneras,.
tenores o periodistas, todos ellos cuentan con nuestra simpatía,
con nuestra benévola amistad. Ellos contribuyen indistintamente a.
suavizarnos las horas ásperas de irritabilidad gástrica con sus pinto-
rescos modos, y a despojarnos, a veces, de esta aplastante melan-
colía que nos da el aislamiento.
[M. M.]

CRONICA DE LA NOCHE
De pronto, esta calle silenciosa se llena de rumores de gentes
que pasan. Acaba de oscurecer. La gente es la que sale de un
juicio por jurados. Cincuenta o sesenta Maestros Fulanos, que
ahora no tienen trabajo, y que se vienen a pasar las horas en los
juicios, vestidos con la limpia ropa de los domingos.
La gente de los juicios es la mas característica de la ciudad. Son
individuos que aman las cosas truculentas, que admiran a los abo-
gados dcfcnsorcs y que dieen euhl dc cllos cs cl mejor, sicmprc que
oyen a alguno. Un juicio, trae a la memoria varios juicios anterio-
res. Hay ciudadanos de éstos que coleccionan juicios, como sellos
o monedas antiguas. Hay el inteligente en juicios, o sea el más
187
juicioso. Maestro Fulano se gozó el juicio ,Tal, y por eso él tendrá
que opinar mas acertadamente que otro cualquiera. Estos sencillos
y pcrczosos maestros dc la ínsula, serán los únicos que sabrSn prc-
sentarse bien en el Juicio Final. La otra tarde observamos a uno en
su banco. Estaba con las piernas cruzadas y sentado sobre ellas;
la boca abierta en asombro, recogiendo, como si fueran moscas,
las palabras del Defensor. Era Maestro Fulano el zapatero. Toda
su ambición se estrellaba en la vana oratoria de aquel venerable
Letrado que decía cosas, cosas, cosas;;. solamente para Maestro
Fulano. Y nosotros pensábamos, mientras veíamos a nuestro ami-
go el zapatero: ¿si este hombre, tal como está construido psíquica-
mente lo trasladaran al Sill6n del Ministerio público, podrfa sobre-
poner la justicia a la admiración.que este Defensor le inspira? 1Oh
Maestro Fulano hubiera querido ser Defensor, como don Ramón
del Valle Inclán quería ser Fundador!
Pero Maestro Fulano se quedará en zapatero, y sólo asistirá a
los jui{ios como un modesto dilettanti.
En el grupo que esta noche ha revuelto nuestra pacífica calle,
iba, en primer término, presidiendo la manifestación, Maestro Fu--
lano. Los demás oirán, atentos. Maestro Fulano decía: «He sacado
la convicción.. . Tengo la convicción.. . Yo a ser el Fiscal. ..»
[M. M.]

EL HOMBRE ACTIVO
¿Quién que haya transitado con alguna frecuencia por las calles
de nuestra ciudad, no ha tropezado algún día treinta veces con un
hombre jadeante, que con unos papeles bajo el brazo y un cigarri-
llo entre los dedos recorrc las calles en todas direcciones, como si
cumpliera algún designio fatal, o buscara las huellas de un crimen
misterioso y oculto?’
Este hombre’ es- el hombre activo, el hombre diligente, todo
temperamento y energía, que en una hora oportuna serla capaz de
remontarse al sol para arrancarle sus llamas y convertirlas en puña-
do de oro.
Siempre le encontraréis apurado, sudoroso, anhelante; su ener-
gfa dinámica no le deja gustar el reposo de los divanes, ni la char-
la, en los bancos de los paseos, con los pacificos ciudadanos, que
se distraen hablando mal del prójimo o comentando graciosamente
las últimas noticias de la guerra. Este hombre no se detiene nunca
en la calle, ni. sabe lo que es quietud improductiva.
El, desde que se levanta, traza su plan del dfa y necesariamente
ha de cumplirlo. Desde las ocho de la mañana echa a andar el

188
motor de su actividad y no ha de pararlo hasta las diez, o las once
de la noche, hora en que se deja caer en el lecho, completamente
rendido, como un cuerpo muerto. Y al día siguiente, lo mismu que
el anterior, siempre el mismo ajetreo e idéntica actividad, para
rendirse a la noche en los brazos de Morfeo y levantarse después
con mas expansiõn de energias vitales.
Y así dias y meses y años, y el hombre sin detenerse nunca ni
cesar nunca en sus constantes correrías callejeras.
Hombres como esos -dirCis- son los que necesita España pa-
ra reorganización, para su completo resurgimiento. Es verdad; pe-
ro... --en la ínsula todo tiene pero... Nosotros no creemos en la
actividad del ciudadano insular, nosotros conocemos el intríngulis
del ciudadano de acción en la ínsula. El hombre enérgico, en apa-
riencias, el hombre diligente, el hombre activo en la ínsula, suele
ser, generalmente, el hombre sin inteligencia, el hombre sin aptitu-
des mentales para el trabajo.
Este hombre se da cuenta un día de su desgracia, de su comple-
ta nulidad, y siente vergüenza de sí mismo. Y adoptando un siste-
ma de disimulo y engaño, se hace comisionista, que es lo más a
propósito para aparentar diligencia y desarrollar actividades. Y de-
cide echarse a la calle, con una lista de precios bajo el brazo, a
visitar establecimientos y recorrer los barrios y callejones de la ín-
sula, más que con el interés del lucro pecuniario, con el afán de
convencerse a sí mismo de que es un hombre activo, un hombre
diligente y productivo.
Y así le verCis, siempre, apurado, fatigado, con un constante ir
y venir en codas direcciones, temiendo ser comprendido, si se de-
tiene, de que él no sirve para nada, y que la actividad que aparenta
es ~610 miedo al definitivo fracaso.
Creemos, sí, que hombres activos, hombres diligentes, hom-
bres dc acción, son los qur; necesita Espafia, y aún mãs nuestra
ciudad, pero -siempre el mismo per- con inteligencia, con ab-
soluta claridad mental. Así seriamos grandes y libres y no nos ve-
riamos en el peligro de ser otrecidos cualquier día en los insacia-
bles mercad extranjeros, por algún gobernante comisionista, co-
mo produy 7os de farmacia o como objetos de bisuterfa.
[M. M.]

189
CRONICA DE LA NOCHE
De repente, a la una de la noche, suena en esta calle de Vegue-
ta un aplauso cerrado. Y luego un rumor de voces humanas y unos
vivas sueltos a no sabemos qué héroe desconocido. Nos asomamos
a la ventana. Es una turba enorme que sale de la Audiencia. Pre-
guntamos. Ha sido todo porque a una mujer condenada, la ha ab-
suelto el Tribunal.
La mujer mató a un hombre, pero lo mató defendiendo su ho-
nor. Por el honor se puede hacer todo en la vida. Hay una frase
célebre que dice: Todo se ha perdido menos el honor. Luego este
honor no hay que perderlo nunca, y defenderlo con los dientes si
es preciso.
Esta mujer defendió con un cuchillo su honor. Y el Jurado po-
pular la absuelve. El Jurado atiende también a su honor ciudada-
no.
Estos días han sido días de muchos juicios. De todos estos jui-
cios han salido los procesados absueltos. Parece que todos han de-
fendido su honor o su vida. La gente es buena. Todo el mundo es
bueno. No obstante, nos dice Carlyle, si el mundo fuera bueno
sería absolutamente inútil... El mundo parecerá malo a todo espí-
ritu juvenil y lleno de fuego que entre txl 61 CUII un glan objetivo a
la vista y una visión clara de la existencia. Pero es bueno, a pesar
de todo. El Jurado como nosotros lo comprende así. Esto, hace
honor al Jurado y a nosotros, quizas.
El honor. Es lo más barato. Toda la gente tiene honor menos
Don Pío Coronado. Don Pío se vio en un gran aprieto cuando don
Rodrigo de Arista Potestad le preguntó por el honor. Don Pío
creía que el honor son las condecoraciones:o alguna cosa del cam-
po. Del campo del honor, a donde van los mentecatos a hacer unas
cuantas piruetas teatrales.
El honor es una cosa interesante. Se necesita no tener honor,
para aceptar tal cosa -dicen los hombres sin honor de otros que
tampoco lo tienen. El honor es algo así como el obispado de Sión.
Una cosa sin diócesis fija. Existen muchas inscripciones relativas al
honor, <<Todo por el honor». 4 todo honor%. «Presidentes de ho-
nor». «Gloria y honor»... Esta última, si no recordamos mal, lo
cantan en el concertante de Hernani. Pero en fin, el honor es y
será siempre, cl como si dijéramos caballo de batalla de la socic-
dad.
Nos satisface que la gente no sea culpable de nada y que todos
los que vayan a la cãrcel, vayan por cosas de honor. Estos aplausus
de la turba tienen un alto sentido honorífico. Aplausos que hacen
también honor a los dueños de las ardorosas manos.
190
Cuando la manifestación se disuelve nosotros nos retiramos de
la ventana...
iY lo que son las cosas del honor! Entra un amigo con un señor
desconocido que resulta ser del gremio de alcoholes y ultramarinos
y al hacer la presentación, todos dicen:
-iTanto honor!
[M. M.]

CRONICA DE LA NOCHE
Esta noche, de pronto, un vaho húmedo ha penetrado por la
ventana abierta, como una ráfaga violenta, como si entrara toda la
oscuridad y el silencio de la noche envuelto en ella. En la calle ha
empezado a sonar un ruido sordo y persistente, pesado, como un
mosconeo. Es la primera lluvia que ha llegado sin avisar y sin que
se la esperara. Nos asomamos a darle la bienvenida y advertimos a
la ciudad como medrosa y acurrucada bajo el manto espeso. La
lluvia la sorprende aún en una pose veraniega; no ha tenido tiempo
de prepararse a pensar que puede llover y el suceso descompasa,
desbaiata y trastorna toda la vida en esta hora trágica. Mientras
recogemos las primeras gotas, como una bendición, sobre la cara,
nos acordamos de los amables amigos que reciben la sorpresa: el
perro sarnoso y vagabundo que lavará las lanas esta noche y se
espulgará mañana al sol voluptuosamente; el novio de la silla y la
ventana alta, que hallábamos siempre estirando el cuello para oír a
la amada, y que ve cortado el idilio inesperadamente; el deleitante
de las reuniones del Parque que tiene que buscar la fronda protec-
tora de un árbol, abandonando las sabrosas aproximaciones de la
oscuridad.
Una tartana pasa despacio, resbalando sobre los adoquines; el
caballejo adelanta prudentemente y acompasadamente las patas,.
en un sabio paso militar. Las tartanas tau valicutes COII la lluvia,
tan decididas, tan desafiantes y tan locas, saltando los charcos y
salpicando el lodo, parecen ahora amedrentadas. No han tenido
tiempo de darse cuenta. El toldo de una tartana, como el cerebro
de un peninsular, necesita tiempo para enterarse de las cosas.
Mañana ya estarán en actitud de desafiar la lluvia de todo el invier-
no.
La lluvia primeriza cae sobre la población como sobre una piza-
rra emborronada. Viene a dejarla como nueva y ha estado ace-
chando el momento para lavarla por la fuerza. Mañana, cuando los
ciudadanos precavidos esten bien enterados de que empieza a llo-
ver, sacarán sus impermeables y sus paraguas, y entonces será inú-
ti1 el esfuerzo del agua salvadora. Pero este momento es de ella,
que los perseguirá implacable, por todos los rincones, debajo de
todos los árboles y dentro de todos los zaguanes, y les moiará la
ropa, aunque pretendiendo en vano entrarles en el cuerpo para
anegarles el alma con agua del cielo. La lluvia cae como sobre un
terrón de azúcar que desaparezca con una lluvia de dos horas.
Bienvenida sea la lluvia que desnuda a la ciudad y limpia las
calles de gente y beneficia al perro sarnoso y vagabundo.
[R. R.]

EL *PROYECTO DEL PUENTE


Cada uno de ustedes tendrá seguramente el proyecto de su puen-
te. Hoy, el insular que no tenga un puente en proyecto, tio podrá
ser patriota ni llegar mañana a las altas cumbres donde moran los
patricios como don Fernando León. Tanto el ilustre como el modes-
to insular, el pr6cer como el plebeyo, han hecho a estas horas su
pequeño proyecto de puente. Este puente es el nuevo puente de
piedra que une la calle de Muro con la de Obispo Codina.
Primero hemos derrumbado la casa de la esquina. Cada día
empujábamos un poquito de la casa con nuestro buen deseo. Y ya
en el suelo la casa, hemos empezado a construir el puente.
Uno dice: «Es preciso que se haga este puente enseguida».
Otro añade: «El puente viejo está pidiendo a gritos el ensanche».
Un tercero aduce: «Como quedaría estupendamente sería así; re-
llenando este lado, haciendo desaparecer la cuesta...» El cuarto
interrumpe: «Quedaría mejor de esta manera. Entonces resultará
un puente ideal».
Ayer hemos visto a un señor algo corvado, que caminaba des-
pacio frente a la Catedral. Tenía cara de llevar un proyecto enci-
ma. Acaso por eso, la curva de su espalda.
Más tarde, vimos a otro señor,. adormecido en la Plazuela. Este
señor sonreía. Estaba, sin duda, soñandq, como Jacob, mas viendo
un puente en su sueño.
Un tercer señor se paró en mitad del puente y hacía como que
estudiaba el ensanche. Otro señor vino entonces; del mismo modo
pensativo con dirección contraria y juntos platicaron largo rato del
Puente. El Puente es hoy por hoy, una especie de División de la
Provincia.
¿Cuál es el ideal canario, el ideal que todos sabemos defender
con el alma entera? -preguntaría el Diario en un artículo de fon-

192
do contra Tenerife, por ejemplo. Y nosotros habrfamos de respon-
derle enseguida: i iE puente!!
[F. C.]

ASOCIACION DE CRIADAS
Después de las costureras, las tabaqueras y ahora las domésti-
cas, las distinguidas y poco limpias criadas de la ínsula también se
agremian, para pedir más sueldo. Las cocineras pedirdn encima del
sueldo un jamón. Nos parece bien. Generalmente la criada, aun-
que rompa un vaso, suele servir para otros menesteres que aunque
sean propios de su sexo, nada tienen que ver con su trabajo de
cocina o limpieza. Nosotros hemos tenido siemp= cierta predilec-
ci6n por las domésticas. Si estas domésticas son guapas la predilec-
ción se gradúa con relación a la gracia de la chica. El gremio que
tratan de formar tiene, pues, todas nuestras simpatías. Es para
conmover a cualquiera.. .
Hay lo que llaman criadas de dentro, las hay de dentro y de
cocina, fundidas en una; de 7,50, de 15 pesetas, hasta de ocho
duros. Estas son las viejas cocinerasque fueron de las casas gran-
des, cuando estas casas tenían fama y no comían potajes como
comen hoy sus aristocr&icos descendientes. Todas estas muj-eres,
pues, se agremian. Las subsistencias suben y el siseo se hace cada
vez más difkil. Es necesario prestarles nuestro apoyo, que segura-
mente ellas han de agradecer.
¿Qué pedirán estas bellas ciudadanas? Antes pedían que las
dejaran hablar con los novios en las puertas de las casas. Y enton-
ces no necesitaron gremios. Cuando no las dejaban, se iban a otra
casa, y luego a otra, hasta que encontraran una más liberal. Sin
gremio, las amas estaban sufriendo las consectiencias de un gremio
imaginario. No había criadas en plaza y había que darles a las po-
cas de existencia todo lo que pedían. Las amas eran las verdaderas
esclavas. ¿Por qué se agremian hoy ? ¿No estaban mejor sin gre-
mio?
Una criada guapa no puede asociarse bien, sino después de ser
criada. Nosotros no conocemos a muchas ex-criadas, en distintas
asociaciones, que si por un lado les va bien, por el otro lado’tiene
que sufrir muchas consecuencias. Estas asociaciones de criadas a
posteriori tienen tantos inconvenientes como el ser animal anfibio.
Ni el número las salva. Una mujer que se asocia en una asociación
tiene que ser socia a la fuerza. Una criada al agremiarse necesitará
de cierta cultura espiritual que no se adquiere platicando con un

193
cabo. Y si ellas hacen lo que les da la gana pese a las dueñas, ipara
qué asociarse?
A nnantrn~ nns parece bien que ne asocien. 1 Jn ejércitn de
mujeres ebúrneas siempre es agradable, pero mucho tememos
que 10 que hoy puede hacer cada una en particular, la asociación se
lo prohiba maiíana. Si una alcanza alguna mejora en secreto, la
asociación se le echará encima, implacable.
Antes que nada; disciplina y unión.
[F. C.]

EL SEÑOR DEL AGUA AGRIA

Todas las noches un señor se toma en el café, un vaso de agua


mineral. Paga sus diez centimos y se marcha. Junto a la mesa de
este señor hay otra mesa donde otros señores toman sus chocolates
y sus patatas fritas y sus helados. El señor, mientras bebe su agua,
contempla, encantado, a los otros señores que comen. Nuestro se-
ñor, parece como que se alimenta de las comidas de los otros.
Posiblemente hace de solitaria idea1 y esta agua que se bebe será
para apagar la sed que el chocolate y las patatas de los otros le
produce. Es indudable que este señor come de los otros y se aho-
rra el importe. Porque no bebe más que agua, y no aparenta dolor
por no poder hacer otra cosa. Acaso este señor sea pobre y no
tenga dinero, pensamos un día. Pero a un hombre que no tiene
dinero para comerse un bistec que apetece claramente, se le cono-
ce en la cara. Y ya hemos dicho que este señor está contento con
su vaso de agua y las viandas de los vecinos de mesa.
iSerá este señor, un pequeño filósofo? iDirá este señor: si vo-
sotros creéis que estáis comicndo,sufrís un error. Quien come soy
yo? .$erá este señor un espíritu tremendo, disfrazado de setior,
que va al café con fines ultraterrenales?
Nada podemos saber. Pero el señor no falta ninguna noche a
beberse su agua y a sonreír. iSerá que desprecia a aquellos señores
que comen? $erá este señor un señor. de espíritu religioso que
desdeña las vanidades de la patata y el orgullo del chocolate?
Anoche el señor, después de tomarse su agua ha fumado un
cigarro y ha pedido recado de escribir. Luego mandó con un mozo
del café la carta y aguardó la respuesta. Mientras, el señor fumaba.
Y cuando la respuesta lleg6, en un sobre, el señor lo abrió y sacó
un billete de cinco duros. Entonces el señor empezó a pedir cosas

194
comestibles: una tortilla, un bistec, un chocolate, queso, bizco-
chos. Y se lo comió todo desaforadamente.
La carta del señor era un sablazo a algún amigo del casino. La
sonrisa del señor viendo comer a los otros, no era porque él a su
vez comiera de lo de ellos, sino que sonreía concibiendo este sabla-
zo, que tanto trabajo le ha costado dar. El señor decía con su
sonrisa: ustedes comen ¿y yo por qué no hago más que beber agua
agria? No hay derecho. Yo tengo que comer como ustedes. No fal-
taba más. Y he aquí, que el señor desesperado de no cenar como
aquellos otros señores, se echa fuera de su vaso y se mete en cinco
platos abundantes y sustanciosos.
Pero mañana se le acabarán a este señor sus cinco duros. Y
entonces necesitará diez para rivalizar de nuevo con sus vecinos.
El señor, sin duda, es un hombre de apetito, pero tambitn tie-
ne un espíritu revolucionario y protestador, a pesar de su aspecto
de cenobita con su vaso de agua y la soledad de su mesa.
[F. C.].

NADIE LO SABE
Galindo se muere y nadie sabe de qué muere. Acaso ni el mé-
dico mismo. Cuando un isleño se entera de esta muerte de Galin-
do, dice: «¿De qué ha muerto?» Y otro isleño responde: «iSi lo vi
yo hasta el otro día rebosando salud!»
Cuando se nos ve rebosando salud, ya sabemos que nuestra
vida está al caer. De algo, que nadie sabe y que a todos interesa,
hemos de morirnos a los dos o tres días.
El isleño está siempre preocupado por la enfermedad de que se
ha muerto otro isleño. Y es en balde que se le diga: «Hace tiempo
que venía enfermo*; cl isleño no lo creerá. Habrá visto al del trln-
sito, rebosando salud.
Un día el isleño ve que las tiendas de la calle de Triana tienen
una hoja de la puerta cerrada y se dice: Alguien ha muerto en
esta calle. iQuién se habrá muerto? Y entra en una tienda y pre-
gunta: Hombre, ¿Por que tienen cerrado? -Por don Fulano que
muric+ Caramba, ¿murib? ¿Y de que ha muerto? -Pues no se.
No sabe aquél a quien se lo pregunta y el isleño tuerce su
ruta y se acerca a otra tienda. -Hombre, ahora me he enterado de
la muerte de don Fulano, icaray, no sabía nada! ¿Y se sabe de que
ha muerto?
Este otro, también ignora la’enfermedad de que ha muerto don
195
Fulano. Y el isleño, defraudado, no ceja, sin embargo. Y se va a
otra tienda v a todas las tiendas. Y no puede averiguarlo en ningu-
na.
Llega tarde a almorzar. Su .esposa le espera y él le dirá: -@a-
bes que se murió don Fulano? Y la esposa responderá entonces:
$í? ¿Y de qué ha muerto?
Y aquí viene el verdadero conflicto de este hombre, su fracaso
más rotundo. El no puede contestar a su señora. iCómo es posible
que este hombre que viene de la calle no sepa de qué ha muerto
don Fulano?
El almuerzo transcurre en medio de un silencio glacial. La se-
ñora piensa de qué puede haber muerto don Fulano, que estaba
rebosando salud , el marido tiembla, desolado por no haber podi-
do traer esta grata nueva a su señ&a. Esta señora no es feliz por
culpa de este hombre terrible.
El amigo isleño va al entierro de don Fulano y tampoco allí
sabe de que cosa don Fulano ha muerto. EI isleño no dormirá esa
noche. Mientras él está en el entierro, su esposa recibirá visitas y
se hablará de la enfermedad de don Fulano y como ninguna de las
amigas sabe de quC ha muerto don Fulano, la señora dir& Este
hombre, niña, es inútil, nunca viene con nada.
Pero el hombre, en su afán por saber qué enfermedad ha guilla-
do a don Fulano, buscará al día siguiente el Registro Civil de un
periódico y se quedará más estupefacto que la víspera. Don Fulano
ha muerto de una que se llama .mal de Wasedofl.
¿Cómo era posible, pensaría entonces el amigo isleño, cómo
era posible que alguien no supiera de qué había muerto don Fula-
no? iClaro está, nadie podía saherlo!
Y respira satisfecho.
[ F. C.]

NO SE DEBE ESTAR AQUI


Si el lector se ha manifestado por alguna cosa intelectual o ar-
tística, oir& enseguida una frase encantadora, una frase que-es Csta
sobre poco más o menos: «Usted no debe estar aqui mettdo. Vá-
yase usted a buscar más campo».
Es un amigo, un conocido el que pronuncia esta frase. A noso-
tros nos la han pronunciado, porque hay algunas personas que es-
tán satisfechas con las ligeras, aladas crónicas de la ciudad. Estas
personas, por nuestro bien o nuestro porvenir no les importa ceder
su rato de deleite cuando nos leen, que otra cosa no significaría
nuestra ausencia de la Insula. i.Pues como ibamos a escribir coti-
196
dianamente para el ciudadano insular, desde otro campo, más an-
cho?
Nos dicen: «Váyase usted a otro campon. Este campo segura-
mente no sirve para nosotros. Es un campo de Agramante, siti
duda. Nuestro amigo quiere otro campo mejor para nosotros, pues
de este modo, el campo suyo se anchada también e irla mejorando
sus condiciones. El ideal de este amigo que tiene tienda y negocio
amontonado, sería que todos sus amigos se fueran a otro campo.
El desearía verlos célebres, ricos, pero en otro campo. Este campo
es muy pequeño. Muy pequeño para nuestro amigo.
Si nosotros nos diéramos cuenta de que era pequeño el campo
y nos fuéramos, el campo crecería. Mas nuestro amigo lo seguirá
hallando pequeño para él, y diciéndole a otro amigo que se fuera
asimismo que nosotros a otro campo más ancho.
Este amigo, no le importa nuestro ingenio, ni nuestra fortuna.
Nosotros, con este ingenio inofensivo, no podemos hacerle compe-
tencia a nuestro amigo, porque él no necesita ingenio para inge-
niárselas con su saco de harina o su huacal de bananas. ¿Cómo
entonces, el amigo, quiere que nos vayamos a otro campo, a lucir-
nos? Es que nuestro amigo no quiere que en la ínsula tengan luci-
miento más que sus artículos, que aunque son coloniales, no dejan
de ser artículos. Y el amigo no podrá tolerar nunca que los artículnn
que nosotros escribimos sean mejores o mas celebrados, por la‘
honesta’burguesia, que los artículos que él expende en su tienda,
aunque los suyos le den plata y los nuestros una gloria iayl local y
efímera, de terraza de casino.
[F. C.]

A VER SI ME HACE UN FAVORCITO


¿Cómo se pide un favorcito en la insula? iUn favor pequefio,
para poder decir después «muchas, muchas gracias mi amigo»?
Veamos. Buscaremos el asunto, mercantil. El lector en la insula,
salvo alguno que otro, es comerciante. Entenderá mejor. Le hará
más gracia nuestra pequeña glosa de hoy, si la tratamos en su pla-
.no.
Es una oficina, una oficina que cierra su caja a las tres. Un
ciudadano tiene que cobrar una cuenta, hacer una remesa, pagar
un giro. Y dice: iA qué horas cierra la caja la oficina tal? iA las
tres? Y consulta su reloj, que marca las tres y media. El ciudadano
añade: iA las tres cierran y son las tres y media? -Tengo todatia
media hora de tiempo. Falta,media hora para laâ cuatro. Llegaré,
llegaré oportunamente.

197
Y se dirige a la oficina. En la oficina están haciendo un balan-
ce. La puerta de la calle está cerrada. El ciudadano ante la puerta’
se queda estupefacto. -¿ No dicen que a las tres cierran y son las
cuatro y ya han cerrado ? iCómo puede ser esta anomalía?
Y con los nudillos de sus dedos da unos golpecitos en la puerta.
Dentro responden; -¿Qui&t es? -Y ~1 ciudadano contesta; -Ne-
cesitaba hacer un pago. -Son las cuatro ; hemos cerrado a las
tres, como siempre. -Caramba: añade el ciudadano -yo creí
que faltaba una hora. -Pasa una hora, senor. Mire usted el reloj.
El ciudadano mira el reloj y comprende que son las cuatro, pero
no que esté cerrada a las cuatro una caja que se cierra a las tres.
-~Cómo puede ser esto- piensa que a las tres se cierre y a las
cuatro se cierre? iPor qué no dicen que se cierra a las cuatro y no
que a las tres para venir a las tres? -Es absurdo no mentar para
nada las cuatro y hacer venir a uno a esta hora para hallárselo todo
cerrado.
Y entonces el ciudadano piensa que pidiendo el favor de un
modo sentimental le despacharán su negocio. Y vuelve a tocar con
los nudillos en la puerta. Y se mete en la oficina y suplica. -«Es
un favor grande cl que usted me hace. Tengo que irme al campo.
Me cuesta volver mañana y mañana empieza la zafra».
En la oficina se conmueven y vuelven a abrir la caja, a sacar los
libros, a dejar los sombreros en la percha, a ponerse las america-
nas blancas, a empezar de nuevo el trabajo. Y pasan, diez, quince,
veinte minutos. El señor es atendido. El señor se marcha lleno de
agradecimiento. «Muchas, muchas gracias, mi amigo. Ya se que se
cierra a las tres. Volveré a las tres otro día».
Y efectivamente a las tres, cuando se está cerrando la oficina
aparece el señor. Y si en la oficina no se le despacha esta vez,
fuera de horas, el señor dirLi que estos negociantes son incapaces
de hacer un favorcillo y cuando necesiten recomendar a otro amigo
dirán:
-No vaya usted a esa oficina. Es una oficina antipática y explo-
tadora. Tienen puesto un letrero enorme diciendo que cierran a las
tres en punto y llega uno a las cuatro y se la encuentra
cerrada... (1).
[F. C.]

(1) VCase aEl favorcillo~, pAg. 328.


198
SE OPONE
Robaina es novio de Pinito, pefo su papa se opone. Cuando un
papá se opone, no quiere decir que haya registros o notarfas vacan-
tes. El papá no se opone más que a que Pinito hable con Robaina.
Robaina es un tarambana y el papá de Pinito es un hombre que
ha hecho sus buenos dineros con el fraude y no es cosa que lo que
a él tanto trabajo le costó lo dilapide Robaina. Porque Robaina le
ha dicho al sastre que 4 .pagará cuando se case. Y esto, que
demuestra el que Robaina cuenta de antemano con la fortuna del
fraudista, lo oyó decir, a voz en grito, cl papá de Pinito, en una
barberfa.
Lo primero que hace el papá de Pinito es no saludar a Robaina,
para que Robaina se amule y le diga a su novia: «Tu padre es un
envase.» Y como el padre se entera de esta frgse despectiva dirá
luego en la casa: «No me itiportaría que hablase con ese hombre,
pero como dijo que yo era un envase no lo puedo permitir».
La mamá de Pinito, que es otro envase, apoya a su marido en
esto de la oposición. Y mientras papá y mamá se oponen, Pinito se
enamora más de Robaina.
En esto, las familias amigas, comentan en visita esta actitud de
los padres de Pinito, diciendo: -El señor Camejo se opone a que
Pinito hable con Robaina . $e opone? ¿Y por qué se opone?
iVaya! iCo&o si Robaina fuera menos! -Niña, es un chiribís.
-Un poco desqucsado cs, poro estos muchachos así, cn cuanto SC
casan sientan la cabeza.
Robaiha, por otro lado, se dedica a desvergonzarse en barbe-
rlas y plazuelas, contra su suegro: -Es un zarandajo; ladrón que
todo lo que tiene lo ha robado. Y la madre una tarasca.
Y el papá de Pinito a su vez dialoga con algún compañero de
los buenos tiempos de consumos: Me trae saltando vivo el Robai-
nilla ése. La chica niía se le ha metido en la cabeza ese esparaván y
no hay quien se lo quite. Pero a poder que yo pueda, ése, no se
casa con Pinito.
La mamá también se descompone y le dice a su niña: Me traes
relajada, así como súena re-la-ja-da. En la boca del estiimagn ten-
go sentado al Robaina.
Pero nada hace mella en Pinito. Y como no en balde el tiempo
pasa, resulta, al fin, que una noche se casan Pinito y Robaina en la
capilla de las Dominicas, que es donde Pinito estudió geografía,
religión y bordado. Y los amigos del padre de Pinito van a la boda
y felicitan a Camejo, que radiante y en completa posesión de su
espíritu insular exclama, abrazando al señor Robaina (père) -
Amigo Robaina usted me manda -Y Robaina contesta: Lo mis-
mo Ic digo, amigo Camejo.

199
Y efectivamente antes de los nueves meses ya ha tenido Ca-
mejo que firmarle una letra a su consuegro Robaina.
[F. C.]

EL TABARDILLO
¿Cuántos muchachos habrán cogido estos cuatro dfas que han
pasado, un tabardillo, cada uno? Estos días insulares de sol tonan-
te son para coger tabardillos. No se puede salir a la calle sin preve-
nirse del tabardillo. Un ciudadano que ponga los pies fuera de su
zaguán ya sabe que ha de coger un tabardillo y si no lo sabe, habrá
siempre una persona que asomándose a la ventana o apostada en
otro zaguán le diga a uno: «Vaya por la sombra si no quiere coger
un tabardillo,»
Si vamos en el tranvía nos hallaremos a un amigo que nos pre-
guntará: «¿Va usted a las Canteras? Yo no voy. Cualquiera se com-
promete a coger un tabardillo .» Si en la playa están tres niños
tumbados al sol, siempre habrá una persona piadosa que desde la
puerta de su casa, diga al verlos: «Me está dando una angustia
terrible ver a aquellos niños destocados en la playa. Van a coger
un tabardillo del demonio.» Porque hay tabardillos de Dios y de
Lucifer. Estos de Lucifer o del demonio son, como podrán obser-
var las personas verdaderamente católicas, los peores tabardillos.
Estos días de tabardillos presuntos, no se pueden regar las flo-
res de la azotea, La azotea está como un horno. Las señoras meti-
das en el comedor SC lamentan de la suerte de las flores. Pero ante
la amenaza del tabardillo, se sacrifican las vidas de estas flores,
que después de todo no han de vivir muchos días y lo mismo les es
morirse tres dfas antes que tres días después. Oíd a estas señoras
lamentarse:
-Aquí donde ustedes me ven no hago sino pensar en las pobres
flores que estarán sequitas. Pero niña, cualquiera sube a coger un
tabardillo.
-Ponte una pamela.
-Con estos días qué pamelas ni qué ocho cuartos.
Y la señora no sube a regar las flores, y como que se da cuenta
de que Pepito no está en la casa, añadirá, mientras piensa en las
flores:
-¿Dónde estará metido ese niño? ¿A que está en la calle ma-
taperreando con los chiquillos? Cualquier dia me lo suben con un
tabardillo.
La isla tiene muchas cosas pintorescas y terribles. Pero nada
como un tabardillo.
Y ocurre muchas veces que Fabelo, por ejemplo, está descu-’
bierto, recibiendo el sol de la.ventana de su casa, cuando acierta a
pasar por la calle. descubierto también. el sefior Umpiérrez. Y .en-
tonces Fabelo piensa en que Umpiérrez va a coger un tabardillo,
mientras este Umpiérrez a su vez, se alarma ante el tabardillo que
amenaza a Fabelo. Pe.ro.6olamente uno de los dos se atreve a ex-
clamar: -Mire que va a coger un tabardillo.
Como si el suyo no le importara nada.
[F. C.]

DOBLE MISTERIOSO
Doblan en la Catedral y los vecinos se asoman a la ventana
como para oír mejor el doble: iquien ha muerto?
Y se repasa en la memoria la lista de los enfermos de Is locali-
dad, para ver cuál es el muerto más probable. Debe ser Mujica,
Mujica tenía un tifus. No es Mujica. Es-.Galindo, Galindo estaba
anoche muy mal. ¿Quikn se habrá muerto?
Unos desean que fuera Mujica, pues Galindo es amigo. -iY
luego, niña, una visita de luto ahora! ;Y luego las consideraciones
que hay que guardar a la familia! No vamos a poder ir a la retreta
del «Nuevo Clubu. -iQue no sea Galindo!
iPero quién será? La Catedral sigue doblando. Las señoras no
pueden saber si es mujer u hombre el muerto, no pudieron oír la
señal. Desoladas se ponen a coser. De pronto una se vuelve a aso-
mar y ve un ataúd de lujo que lleva un hombre en una tartana.
«Mujica no puede ser, ni Galindo. El muerto vive cerca.» Pausa. Y
a hacer memoria. «iQuiCn puede ser niña? -iAh, es la mujer de
Robaina! Estaba muy mala la mujer de Robaina.»
Ahora Robaina habrá descansado. El no se llevaba con la
mujer, Robaina es una mala persona.
Las señoras, conformes ya, siguen cosiendo. Pero a una le asalta
la idea de que la mujer de Robaina estaba ya fuera de peligro.
-¿Y no puede haber recaído? -dice otra, «Sí, si. Puede haber
recaído.» «No sé -añade unti tercera-, pero me da a mí que es
Galindo el muerto.» «iJesús, hija, no lo digas ni en broma! Deja
que venga Pancho para mandarlo a la Catedral.»
Y mientras llega Pancho, las señoras suspiran por ninguno de
los muertos.
Pancho aparece. «Oye, Pancho, ipor quk no te das un salto y le
preguntas al campanero? iAve Marla, y qué noveleras son! No,
hombre, no es novelería, no sea que sea Galindo y suponte unas
familias tan unidas como son las nuestras.»
Pancho convencido sale y vuelve con la aterradora noticia de
que es Galindo el desaparecido. Las señoras se amulan y protestan
a pesar de la unión con la familia del muerto. «iFíjate tú ahora, ni
al te del club puede uno ir!»
-¿Y tu traje negro sirve, niña?
-No sé. Deja ver. Mira tú que era lo que nos faltaba.
Dirfgense al ropero, sacan los trajes negros: los sacuden, le dan
vueltas. Y como encuentran la falda ancha dicen: «Habrá que es-
trechar la falda». «Hay que ir a casa de esa gente. Ya ves que
cuando murió papá ellas fueron las primeras en venir.»
-Sí, sí. Hay que ir. Hay que tener consideraciones... (1)
[F. C.]

MUJICA VA A HACER UNA VISITA


DE LUTO
A Mujica se le ha muerto un amigo. Mujica recibe la noticia, y
su imaginación va de golpe al ropero. Se mete por las rendijas y
acaricia el traje negro del Viernes Santo, que huele a naftalina y
tiene ya un poco de brillo estelar. Mujica tiene que hacer tres visi-
tas de luto en tres casas distintas: a los tres hijos del muerto. Es
lunes, Mujica dice nE domingo estarán todavia sin salir. El do-
mingo iré». Y se marcha por lo pronto al. Casino.
En el Casino está Galindo. Galindo dice a Mujica: «iHombre!,
iUsted piensa hacer la visita de luto a los Robainas?» «Sí, pensaba
ir el domingo, que aún no hace los nueve días.» -«Yo tengo que ir,
porque ellos fueron cuando mi desgracia».
Mujica se rema en la butaca y exclama: *Yo no debía de ir
porque ellos no fueron cuando la mía.» Galindo le dice a Mujica:
«Es que entonces estaban ellos en Tenerife y no pudieron ir» «Sí.
Sí -responde Mujica- yo lo comprendo y voy. Pero ni en la calle
me dieron el pésame» «-Pues a mi, prefiero que no me den el
pésame en la calle. No hay cosa que más me reviente que esa».
Mujica y Galindo, al ver llegar a Camejo le preguntan a! uníso-
no: «Oiga usted Camejo, justed va a ver a los Robaina?» -«Hom-
bre -responde Camej6 todavía no lo he decidido. Ellos me
mandaron una tarjeta cuando mi desgracia. Pero no sé qué hacer
porque no tengo tarjetas negras».

(1) Vhse «¿Por quibn doblan, niñas?», p&g. 331.

202
En esto llegan Umpiérrez y Trujillo y exclama el primero:
«Pues cuando mi desgracia tampoco fueron, pero yo iré para que
no digan.» Trujillo añade: «Yo si iré porque a la mfa fueron los
primeros.>p A todas éstas Mujica medtta indeciso para exclamar.
«Pues yo no sé, no sé si ir. De aquí al domingo tengo tiempo.»
Mujica sale del Casino y llega al Parque. En el Parque están
algunos de sus amigos y Mujica les pregunta: «iUstedes piensan.
ir a ver a los Robaina?» Y un amigo responde: «Hombre, si. Ellos
fueron muy cumplidos cuando mi desgracia.»
Mujica sigue meditando toda la semana y el domingo, estando
ya para ir a casa de los Robaina, se halla otro amigo que v(ene de
esta casa. -«iViene usted de casa de los Robaina?» -«Sí, de
allí vengo» «iHay mucha gente?» «Galindo nada más y el cuña-
do.» -«Pues aquí me tiene usted sin saber si ir o no.»
-Hombre, vaya, que ellos se fijan mucho en estas cosas. -Pues
si no ,hay más que ésos que usted dice, iré.
Y Mujica llega a las casas de los Robaináy en todas’tres casas
dice lo mismo: «iCaramba, y parecía que no estaba muy mal!* Y
en las tres casas mismas oye las mismas respuestas: «-No,,61 venia
ya malillo desde hace algún tiempo. Lo que es que como era tan
callado no se quejaba nunca.» Mujica añade: «iVaya!» Y se va.
Cuando se marcha, cada Robaina se dirige a su mesa respectiva
y apuntan en un papel, que dice: «Los que me visitan. -Los que
mandan tarjeta.» -Debajo del primer título, donde se ven varios
nombres escriben los Robaina: «Santiago Mujica -diez minutos
estuvo.. .-n
[F. C.]

d
;

TIENE UNA NOVIA E


5
0
Generalmente, cuando un joven insular tiene una novia, esta
novia suele vivir Fuera la Portada. Basta oir a los amigos del jo-
ven: «Pepito tiene una novia Fuera la Portada.»
-uDicen que ha conseguido ahora una novia Fuera la Porta-
da.- *Ahora no se le ve sino en Fuera la Portada, donde tiene
una n0via.w Y Pepito, con esta novia Fuera la Portada y unos pan-
talones blancos, es un joven feliz.
La felicidad no.existe, dijeron los antiguos y se viene repitiendo
hasta nuestros dfas. ‘La literatura universal está llena de cuentos
alegóricos sobre esta felicidad que no se alcanza. Pero la felicidad,
que como todo, es cuestiõn de perspectiva, existe y cada dos pasos
se la encuentra uno. Por eso no vale la pena la felicidad en esta
203
vida. He aquf a un joven insular que puede ser feliz con unos pan-
talones blancos y una novia Fuera la Portada.
Pepito coge el tranvfa y al sentarse se sube cuidadosamente los
ya~~talones blanws. Un amigo está en el tranvla con 61. El amigo Ic
dice: «Dónde demonios vienes todos los dfas para Fuera la Porta-
da? iTienes alguna novia por aquí?» -Pepito responde: «SI, tengo
una novia.» Y de este modo Pepito pasa a ser popular. Antes na-
die se ocupaba de Pepito. Pepito iba y venía sin que a nadie le
interesara nada de la vida de Pepito. Pero en cuanto Pepito tiene
novia, se hace célebre y todo el mundo dira de él, emocionado:
«Pepito tiene una novia Fuera de la Portada».
Y es entonces cuando Pepito se compra un bastón y un pañuelo
ocre. ¿Cómo puede tener Pepito una novia Fuera la Portada y no
usar bastón, pantalón blanco y pañuelo ocre? -iQue van a decir
en Fuera la Portada si Pepito no se presenta de esta manera?
La gente de este barrio lo mirará mal. La novia misma, que al
tener un novio de otro barrio se da cierta importancia, sufrirá una
decepciún con Pepito. ¿Cúmo, Pepito no tiene bastón, si ella una
vez que fue a la calle de Triana vio que todos los j6venes como
Pepito tenían bastón?
Pepito cogerá el tranvía de las once y cuarto. Lo esperará en la
casa de los ladrillos; hará un señal al conductor, con la mano que
empuñe el bastón, y subirá al fin al tranvía mirando con los ojos
cuajados y raspando su gaznate.
Pepito se recostará un poco sobre los bancos, se quitara el som-
brero y se hará el desentendido mientras juega u-m su bastón. En
esta postura Pepito, es el verdadero joven, el clásico joven que
tiene novia ,Fuera la Portada y del cual dicen sus madres:
-¿Pepito? Pepito ahora se ha echado una novia Fuera la
Portada. (1)
[F. C.]

AL PINO
Todos los jóvenes horteras van a la fiesta del Pino. Todos los
jóvenes oficinistas van a la fiesta del Pino. «iTú vas a la fiesta del
Pino?N Ir a la fiesta del Pino, significa tener un pañuelo de seda
color ocre, y un tartanero amigo a quien se le pregunta: a¿Cuánto
nos llevas por llevarnos el dfa del Pino a Teror?p Y que el tartane-
ro conteste: «Ese,dfa, don Juan, son seis duros, pero por ser a us-

(1) Vbase, *Tengo una novia,, phg. 340.

204
ted lo llevaremos en cinco. Pero dígame si van para no comprome-
terme y preparar otro caballo.»
Hay jóvenes que van hacia el porvenir, otros que van hacia el
bienestar y otros que van al Pino. Ir al Pino es mas facil y desde
luego más barato, aunque sea un día de los llamados caros.
Toda persona se supone que ha estado en el Pino el año pasado.
-«LUsted fue al Pino?» -«Este año, no; pero el año pasado
sí estuve.» «Pues este año había más gente.»
--«No lo creo. Si usted llega a ir el año pasado.»
No se puede contar con ninguna persona la víspera del Pino.
-<Conmigo no cuenten mañana, que voy al Pino con unos ami-
gos.» -Todo se hace pasado el Pino. Las vacaciones de los chicos
terminan con este día; y si hay algo en proyecto estos días, se
tendrá que dejar para después del Pino. -«Cuando pase el Pino
nos ocuparemos de eso.»
El Pino debiera ser el 31 de Diciembre, para los insulares. Des-
pues del Pino empezar el nuevo año, y decir. -«Año nuevo, vida
nueva.> Después del Pino la vida suele tomar otro rumbo en la
isla. Después del Pino se vislumbra la luna nueva, que es esperada
con gran ansiedad. Cuando acaba el Pino, la gente se pone conten-
ta para trabajar y volver a la vida ordinaria. Es el Pino para los
insulares como una especie de Ramadan mahometano con un buen
sentido católico: El Pino es tan inevitable como una casa que están
terminando en la plaza de Santa Ana. Es preciso que pase el Pino
para’ poder equilibrar nuestro corazón y nuestro pensamiento.
Nosotros no hemos ido nunca al Pino. Todos los años hacemos
el propósito de ir. Pero decimos todos los años: -«Y a mí que me
gustaría ir al Pino.» Y no vamos sin embargo, pues si llegamos a ir,
¿cómo podremos decir esta frase tan hermosa, tan isleña, tan inva-
riable: UY a mí que me gustaría ir al Pino?»
[F. C.]

NO FUIMOS ESTE AÑO


Ya se acabó la temporada de las Canteras. Lo interesante de
esta temporada es la gente que no puede ir. Siempre hay unas
cuantas familias que no van, habiendo ido antes, en otros dfas, para
decir: «No fuimos este año.»
¿Por qué este arío no fueron? Casi siempre hay un pequen0
inconveniente. Es Pancho que ha tenido mucho que hacer; es que
hubo yuc dejar la casa que tenla alquilada y luego cuando pensa-
ron ir de nuevo no encontraron otra. Pero es más importante no ir.
Ir va cualquiera; no ir, son pocos. Puestas a ser elegantes las fami-

205
lias, más chic es decir: «No fuimos este año», que no exclamar:
«Estamos en las Canteras.»
Estar en las Canteras representa utilizar ese remedio de som-
brillas cursis que las jovencitas de la localidad han dado en llevar;
es ponerse unas cintas anchas en la cabeza con lazos grandes como
si estuvieran de recepci6n en alguna embajada: es llevar un pollo
ridículo que diga gansadas a la vera. Es decir esto que todo el
mundo dice y que todo el mundo hace: «Nosotros nos pasamos el
verano en las Canteras.» Como si fuera más verano estar en la
calle de Triana, que no bajo el sol tonante de la playa, un sol que
se oculta a las ocho, que puede tragarse el color de las sombrillas
teñidas.
«No fuimos a las Canteras este año.» Así nos ha dicho la señora
de Fleitas, con cierto dolor. Pero la señora de Mujica que es más
distinguida nos dice: «Hemos estado en el Hotel. Pero nos hemos
venido tan pronto, porque a Chano le resulta una incomodidad
bajar y subir, y ahora tiene muchos vapores.”
Familia que se forme este año, escucha: «El próximo no vayas
a las Canteras». Si hogaño es cursi decir: «Estamos en las Cante-
ras» y distinguido exclamar: «No fuimos este año», mañana la gen-
te verdaderamente cortesana dira: «¿Las Canteras? Es una ordina-
riez; no va más que gente ordinaria.»
Lo elegante es ir al Parque de Cervantes, sin duda. Pero hay
otro sitio más elegante todavía: San Cristóbal. Y otro: Agüimes.
Pero lo realmente exquisito es ir a Arucas, alquilar una casa en
la propia plaza, y entretenerse uno en ver desfilar exportadores de
juanetes. . .
[F. C.]

EL SEÑOR DE LA ESQUINA ESPERA


EL MEDICO
Siempre que el coche de un galeno está parado delante de una
casa, hay, un poco más arriba, en la esquina de la misma calle, un
señor que mira de semblante angustiado al coche y que de rato en
rato se dirige al cochero, preguntándole: -«¿Tardará mucho don
Fulano? iHace mucho que entró?»
El cochero responde: «Pues no le digo», y el señor de la esqui-
na se vuelve a la esquina, nervioso. Róese las uñas, métese las
manos en el bolsillo, ráscase la pierna. El sefior de la esquina tiene
un niño que ha ensuciado de color de cemento y no sabe qué pue-
de ser aquello.

206
El médico tarda. El señor de la esquina, vuelve al coche: «¿Y
después de aquí, don Fulano va a su casa?» El cochero responde lo
mismo: uPues no le digo.»
El señor de la esquina se pasea, se pasea de un lado a otro, más
inquieto cada vez. Pero el médico no sale.
Y el señor de la esquina piensa que aquello del niño es una
cosa terrible y rjue’si el médico no va a su casa en seguida el niño o
se le muere 0 se le vuelve estanque.
El médico tarda diez, quince minutos, media hora. Pasada esta
media hora sale y el señor de la esquina acude a él, agresivamente:
«Don Fulano, tengo el niño en esta y en la otra forma» Y Don
Fulano le pregunta: «iTiene fiebre?» Pero el señor de la esquina
no lo sabe y el médico le promete ir a ver a su niño.
-«iA qué hora?» -El médico responde: -Ahora voy a Fue-
ra ia Portada, después cuando venga.* -«Vaya enseguida don Fu-
lano.»
Pero don Fulano no va sino al día siguiente por la mañana,
cuando ya el cemento del niño se ha convertido en tabique.
El hombre de la esquina es otro de nuestros’típicos amigos. Un
médico que cuando esté de visita no tenga en la esquina una perso-
na que le espere inquieta, no podrá ser nunca un perfecto médico
insular, ni tener la suficiente clientela que da prestigio. (1)
[F. C.]

¿HA VISTO USTED?


Mujica nos encontró hoy y nos dijo: -iHa visto usted?- No-
sotros, al principio, no veíamos lo que Mujica nos indicaba y que
resultó ser el tiempo. Mujica nos decía que miráramos el tiempo.
Este tiempo húmedo, pegajoso. Mujica está molesto con el tiem-
po, como si el tiempo fuera su jefe. A nosotros ni nos da ni nos
quita el tiempo pero para Mujica lo es todo.
Mujica dijo en Julio, uno de los dfas más calurosos de Julio,
que por Septiembre llovía. Y ahora, al ver confirmado su vaticinio,
Mujica nos lo repite: «¿Se acuerda usted que yo dije en Julio que
en Septiembre llovía? Es matemátiCo>p Mujica llama matemáticas a
todas las cosas. Si le duele una muela a un amigo dirá: ~Eso es de
reuma. Tómese un sello: si .no tiene usted picada la muela eso es
de reuma. Es matemático.» Si uno se va para La Habana a trabajar,
Mujica dice: «Antes de seis meses he vuelve. Es matem6tico.u Y

(1) Vtase q,QuC espera?», pág. 305.

207
si por casualidad no vuelve, es matemático también. Matemático
que se queda.
-«i,Ve usted cómo hallovido? -dice Mujica- Ahora estará el
tiempo unos dfas asf y después volverá el calor. Es matemático.»
Nosotros esperamos que la profecfa de Mujica se cumpla.
Mujica es un vidente; Pero Galindo, Fleitas, Camejo, Chirino, Ro-
baina y Umpiérrez tambien son videntes. Todos ellos han dicho
hoy: -«iHa visto usted?» Y luego han añadido: «Por supuesto, el
tiempo no mejora. Pasaran estos días y volveremos a tener más
calor. Esta lluvia es para más calor.»
Mujica y Galindo se encontrarán y como ambos están de acuer-
do en lo matemático del tiempo, el uno le dirá al otro: «No me
diga nada. Ya he visto cbmo está el tiempo.» Pero el otro respon-
derá indefectiblemente: -¿Ha visto usted?- por no perder su pa-
labra cabalística.
[F. C.]

NO HE RECIBIDO LA MERCANCIA
Acaso para ser buen comerciante insular se necesita no recibir t
5
mercancías. Un comerciante de éstos, casi siempre dice: «No he
recibido la mercancía.» Cuando se tiene que hacer un pago de esta
mercancía o satisfacer la letra que esta mercancía motiva, no se ha
recibido. El comerciante lo dice: aNo puedo pagar por no haber
recibido la mercancía.»
Y es que el comerciante calcula que la mercancía ha de llegar el
24, para pagarla el 30. Y si la mercancía llega el 16 y el 24 es el día
del pago, el comerciante no la recibe, aunque la haya recibido
efectivamente. La cabeza de uno de estos comerciantes, obedece a
un plan mecánico como cualquiera de esas máquinas que dan cho-
colatitos o una báscula automática. El comerciante mete en su ca-
beza un 24 y un 30 y nada podrá desbaratarle este cálculo a no ser
que la cabeza se desbarate por sí propia y salten los muelles, pro-
duciendo el consiguiente desbarajuste. Pero entonces la mercan-
cía no ~610 no la ha recibido en aquella fecha sino que no la recibe
jamás.
Un comerciante que siempre tiene recibida la mercancía no es
buen comerciante en la ínsula. Se supone que no recibe ninguna.
Pues Fulano y Mengano no la han recibido, cuando estos esperan
recibirla. Es más importante recibirla después. Entonces, cuando
se ha recibido primero para que cl comerciante pueda decir: aNo
he recibido la mercancía», es cuando uno sabe que el comerciante
está, probablemente, en condiciones de tener su mercancía más tar-

208
de. El mismo se infla, esperándola. Todos la esperamos también, y
aunque el comerciante no la pague por no haberla recibido, sabe-
mos que ha de recibirla y pagarla. El comerciante isleño que nno
ha recibido la mercanda» es el que hace dinero. Casi todas las
casas que estos comerciantes han fabricado lo han sido por «no
haber recibido la mercancían.
Ahora Fleitas se quiere meter a comerciante. Y nosotros le he-
mos dicho: -«Fleitas: si quiere usted tener muchas mercancías
en su establecimiento, si quiere usted ser rico pronto, no reciba
usted las mercancías. » (1).
P&l

NIÑA, iSABES QUIEN SE HA


CASAD-O?
Pinito, Juanita, Lolita y Antoñita están juntas. De pronto Pini-
to dice: «Una cosa tenía que decirles a ustedes, niñas y no me
acuerdo...» Y hace una pausa, Pinito, mientras rebusca en su me-
moria. Pinito recuerda al fin y exclama: «iA que no saben quién se
cas6?>pLas demás no saben. iSi llegan a saber no tiene gracia que
se enteren! -«Pues.. . continúa diciendo Pinito -Robaina!»
-«¿Robaina, niña?» -exclaman las otras. UY con quién?» -
«Pues hija no sé, me dijeron que con una de Telde.» -«Tendrá
cuartos.» -«No, cuartos creo que no tiene.» -«Será guapa.» -
«Guapa creo que no es.» --«iJesús, hija!, y entonces, ipara qué se
casó?»
Y Pinito, Juanita, Lolita y Antoñifa, se quedan un poco des-,
concertadas. La figura de Robaina surge en sus imaginaciones y
todas SC ponen a mirarlo como para buscar la raz6n de su boda.
Buscan en los ojos de Robaina, en la boca de Robaina y en el
gesto general de la cara de Robaina. iPor qué se habrá casado
Robaina con una de .leldeï iCómo Kobaina que iba al Club, ha
caído en Telde? iCómo Robaina que era tan simpático, se fue a
Telde a casarse? Parece como si Robaina estuviera obligado aún al
Club y no pudiera casarse con una de Telde, que seguramente. no
podrá llevarla a los tés.
Es seguro que la mujer de Robaina no sabrá tomar el té. iY
cómo Robaina que también lo toma ha podido resignarse a una
mujer antitetista? Por eso Antoñita pregunta, preocupada con el té
de la mujer de Robaina: -u¿Y de qué familia es, niña?» «No sé

(1) Vease «No ha recibido nada». Pág. 344.

209
-responde Pinito» «Te digo que no sé quién es. Nadie sabe quién
es.»
Efectivamente nadie conoce a la mujer de Robaina. Es inexpli-
cable cómo Robaina se puede casar con una mujer que nadie cono-
ce. Pinito, Juanita, Lolita y Antoñita están desconcertadas. Ellas
se han separado, y al llegar’cada una a su casa dir6 a sus respecti-
vas mamás:
-Oyes, mãmá: -¿Sabes quién se ha casado? iRobaina!
-¿Robaina, niña? -responderá la mamá- ¿y con quién, con
quién niña?
-Con una de Telde que nadie conoce.
Y la mamá se enfadará y hará un gesto desagradable exclaman-
do:
-Jesús, hija. iCon una de Telde!...
[F. C.]

MONAGAS, ENROÑADO
Esta mañana nos hemos encontrado con nuestro amigo Mona-
gas. Monagas estaba enfadado porque ya habían salido los periódi-
cos. Para Monagas esta vuelta a la información pública, significa
seis pesetas y dos docenas de fósforos lo menos. Tómese aquí el
fósforo, por mimen, no por cerilla para encender.
Monagas estaba acostumbrado ya a no leer peribdicos. Es seguro
que si la huelga dura quince dfas más todos los Monagas de la
localidad en número de 70.000, no vuelven a leer un periódico, en
toda su vida. Este mes, sin periódicos, ha sido un paraíso terrenal.
Un paraíso, pues en él no hubo más periódicos que las hojas de
parra, si las consideramos al mismo tiempo como hojas de infor-
mación. Por lo demás, tan en Jauja como nuestro padre Adán.
Los Monagas han hecho un descubrimiento: «Para lo que
traen. __!» Todos los Monagas han exclamado: «No se nota que no
hay periódicos. » «Ahora es cuando se convence uno de que no
hacen falta periódicos.»
Y aunque este descubrimiento de los Monagas o de los Robai-
nas sea justo y razonable, ya el periodista discreto, parapetado
detrás de las columnas, desde donde otea el caletre de los Mona-
gas, lo habla hecho antes: «Efectivamente, no hacía falta periódi-
cos, para tanto abundamiento de Monagas.* En vez de periódicos
deben existir.. . lazos.
-«Ayuf no pueden vivir lus peIibcticus» -r;nclaman los Calci-
nes y los Fleitas; y para que sea cierta esta verdad; no los dejan
vivir. Todo el servicio que Fleitas le presta a los periódicos es éste:

210
«Se encuentra ligeramente enfermo el Sr. Fleitas.» Claro es que
Calcines también presta igual servicio, muriéndose a una hora en
que el periódico no está todavía confeccionado y puede caber en la
edición la esquela mortuoria.
Todo insular paga 1,50 al mes por una gacetilla todos los invier-
nos, cuando se encuentra resfriado. Es la suscripción de un peri&
dico como un seguro de «indisposiciones ligeras.» Y para esto, ra-
zón tienen los Monagas: «No hacen falta periódicos.»
Porque lo nacional no les interesa y de lo internacional sólo
conocen la célebre marcha, que oyeron en una zarzuela revolucio-
naria.
Ya sabemos los escritores que no hacen falta periódicos, pero
convengamos que en estos mares del mundo no hace tampoco falta
la isla.

TIEMPO SUR
El insular que se preocupa de las cosechas sentado en la Pla-
zuela, suele decir: -¿Ha visto usted qué tiempo?» Y el otro insular
que lo oye, y no se preocupa tanto, responde: «Sur». Y un tercer
insular exclama: -uY eso que llovió el otro día#.
Y entonces los tres se callan hasta que llega un cuarto insular
diciendo: +qHan visto ustedes yur: tiempito Sur?» Mientras, el.
cielo está azul y el mar sereno. Es decir, nosotros creemos, sentados
en la Plaza de Santa Ana, que está sereno el mar, pero un amigo
nos dice: «Hav reboso. En las Canteras estos días hav reboso»
Pero otro nos’asegura que en el muelle no hay reboso. Y si lo
queremos ver tenemos que esperar unos días.
Acércase otro amigo que viene del parque y le preguntamos:
-«¿Hay reboso? », pero el amigo no se ha fijado. Estaba sentado
en un hanco m& acá, de espalclas al muelle.
Y he aquí, cómo a.dos pasos de todas estas cosas no podemos
saber nosotros si hay reboso o no hay reboso. Pero el tiempo, es
Sur.
En una tienda de la calle de Triana están sentados unos señores
y nosotros al pasar les oímos decir: «iVaya un tiempo Sur!» -«Sur
ñò es» -No me diga usted que no es Sur» --«iCómo que no’es
Sur? ¿Me viene usted a enseñar a mí lo que es tiempo Sur? Mire
que ya me salieron las muelas,. ;
Verdaderamente debe haber una Intima relación entre el tiem-
po Sur y las muelas de este pequeño orador de tienda. El lo asegu-
ra. Entre sus muelas y sus callos porque añade:

211
-«Siempre que el tiempo se va a volver Sur me duelen los ca-
llos. Hace tres días que estoy perdido de los callos. Es indudable
que el tiempo es Sur.»
Zerpa cuando empezú a llover se quirb los zapatos blancos pero
apenas apuntó el tiempo Sur hubo de volverselos a poner. Y así le
vemos tan elegante y albo como en los espléndidos días de las
Canteras. No hay más que mirar para los zapatos de Zerpa y con-
vencerse uno de que el tiempo es Sur.
-«Las cosechas se van a perder también este año» -dice un
señor que no tiene que cosechar nada. Si el tiempo Sur persiste no
se va a poder estar.
Y persiste. Persiste en las muelas de un señor, en los callos del
mismo señor y en los zapatos blancos de Zerpa.
Para todos, el tiempo Sur es una maldición terrible; para todos,
menos para Zerpa. Zerpa se puede poner sus zapatos blancos y
ocultar discretamente la raja que tienen sus otros zapatos negros,
con este tiempo Sur.
Vimos a Zerpa, y nos parecib que miraba languidamente hacia
el Sur suplicándole al tiempo que no se fuera. . .

EL ESTOMAGO FLOJO
La mayoría de las señoras de la localidad tienen estos días de
Sur, lo que’ellas llaman el estómago flojo. Las señoras, y los mari-
dos de las señoras. Oídlas: -Niña, Pancho está con una flojedad
de estómago, que yo no se.. .»- «Niña, mi marido está lo mismo.»
-«Pues, en casa, yo soy la de la flojedad.»
Y las señoras hacen un pequeño gesto con la boca para demos-
trar cbmo es la flojedad referida.
Verdaderamente, este tiempo afloja el estómago mejor sujeto.
Robaina tiene tambien el estbmago flojo y toma pepsina. Pero en
cambio Galindo se atraca de entullo, porque dice, y acaso tenga
razón, que lo mejor es tenerlo bien lleno, para que por mucha
flojedad que haya, quede algo.
En las reboticas se ha notado estas noches escasez de conter-
tulios. Es por la flojedad de estómago. El señor Mujica tiene el
estómago flojo, y en cuanto el señor Zerpa da la noticia en la
rebotica, nos enteramos por Fabelo que Chirino anda con flojedad
también.
Y entonces el boticario convencido dice: MESO onda.»
Cuando las señoras se reúnen en el parque y se nota que Pinito
no ha ido esa noche, se le pregunta a la mamá qué es lo que tiene

212
la niña. Y la mamá responde que flojedad de est6mago, mientras
la esposa de Camejo interrumpe manifestando que todo el mundo
está igual que Pinito.
-«Hija, a algunas les da tonturas». -«Tonturas y calambres.
A Pepe tuve que acostarlo anoche con frfo en los huesos» -«Es de
eso que anda, señora. A mí me dio un poco pero me lo quite con
hierbaluisa».
El insular que sea un poco penetrativo podrá observar si va por
Triana, cómo la gente camina más despacio y como parece que
llevan el estómago cual si llevaran con cuidado por temor a un
golpe una bandeja de copas llenas. No hay uno que deje de tener
estos días de Sur el estómago flojo.
Debe estar apuntado, pues, este pequeño detalle sindicalista.
Para que se sepa que en algo habíamos de andar unánimes en estos
tiempos de igualdad, fraternidad y Sur.
Algunos inteligentes tienen también el estómago flojo, pero es-
to es sólo en calidad de símbolo. Son los escépticos de la localidad.
[F. C.]

GALINDO, ANTIBOLCHEVIQUE
Nosotros no sabemos quién le ha dicho a Galindo que España
esta llena de bolcheviques y que en Tafira está uno escondido,
Galindo es uno de esos insulares que aquf dicen que están bien.
Bien de intereses. Hombre de fincas, de juanetes y de lunar de
pelos.
Galindo está asustado con el bolchevique de Tafira. Robaina
asegura que tiene un chirgo que da miedo. Galindo teme que se
queden con sus fincas y Robaina, que no tiene ninguna, está rego-
cijado con ver a Galindo desposefdo.
Para Galindo el bolchevismo es una cosa así como aquel señor
Camejo que robaba en los montes de Fuerteventura y pregunta:
«iSerá tanto?» Nosotros le contestamos que son los bolcheviques
muchos Camejos juntos y más sanguinarios y que encima cuentan
con cierto apoyo oficial que no contaba Camejo.
Y he ahí por qué Galindo va por la acera con la cabeza baja
apuntalada por la soga peluda de su lunar, mientras ve surgir bol-
cheviques ‘de cada arquilla.
-«¿Qué le pasa, Galindo?» Y Galindo alza los ojos vitreos y
no contesta. Robaina se somíe y exclama: «Un dolorcillo reumáti-
co que tiene.» Galindo entonces, afirma, y sin encomendarse a
uadie nos pleguuta: -«justecl ha venido de Tafira estos dfas? Lo
pregunto, por si ha ofdo usted decir allí algo» -iAlgo de qué? De
nada. Si ha llovido.
211
Robaina nos descubre, luego que Galindo se despide, el panico
bolcheviquero de este amigo, y aunque a nosotros nos parece exa-
gerada la cosa, Robaina lo jura por su madre, la distinguida señora
doña Ursula Chirino.
Y efectivamente es así. Todos los Galindos de la localidad es-
tán espantados con el bolchevismo. Algunos dicen con cierto tem-
blor: «iBah, aquí no viene nada de eso!» pensando en que todas
las cosas van a todos los lados menos a éste. Pero pudiera ocurrir
que ésta viniera, ya que no las otras. Es una probabilidad el que
venga por no haber venido ninguna.
Ellos confían en sus medianeros, sus compadres, gente sencilla
que no sabe nada, y aún en los obreros del Puerto que no tienen
quién los dirija, pero... si se mete uno de la Península.. . ¿Y ese de
Tafira? LHabrá otro en Telde? ¿Y en Arucas?
En Arucas no, Galindo. En Arucas no son capaces de entrar ni
los bolcheviques.
[F. C.]

CUALQUIERITA
El insular cs hombre modesto. Cuando se refiere a sí mismo no
sólo no se conforma con creerse poca cosa, sino que alambicando
la expresión se llama cualquierita. Y si ha de meterse en algo y no
quiere meterse lo dice, claramente; -«Cualquierita se mete».
Cualquierita es él. El, y algunos cualquieritas más. Es como si dije-
ra que en aquel asunto no se deben meter los cualquieritas.
Y sin embargo, al llamarse modestamente cualquierita nos cabe
la sospecha de que se da pisto de hombre listo, con esta despista-
dora palabra. «iCualquierita se mete! icualquier hombre listo que
ve de lejos, como yo, es capaz de aventurarse a tal cosa!» Luego
puede ser el cualquierita un inteligente. ‘$ualquierita no se mete!
Se mete el bobo, el zopenco pern el cualquierita, no. Y así, a poco
que profundicemos, resultará el cualquierita un título casi Univer-
sitario.
Nuestro amigo Robaina, estuvo una vez a punto de embarcarse
para La Habana, pero el barco se fue a pique y Robaina se salvó
porque no se había embarcado. Y no se embarcó nunca más. Des-
de ese día, Robaina que era tenedor de libros, y hombre estimado
en la localidad, se doctor6 por sí mismo cualquierita. Perteneció
desde entonces a esta avispada askiación. -«Robaina, le dijimos
-Q’Io se va usted a La Habana?» -«~ualquierita SC embarca,
-nos respondió sonriendo y guiñándonos el ojo.
Robaina no se embarcó y cuando se encontró con Galindo en la
214
ca116 notó que éste también era socio de la Asociacibn, pues del
misino modo que Robaina, Galindo no se habia embarcado por-
que Cualquierita no se embarca como están los barcos.
Cuando veamos por las aceras a esos señores graves, ventrudos
oriundos de la Gran Canaria, con aspecto de magistrados, pode-
mos asegurar que son unos cualquicritas. Cualquieritas a toda ho-
ra, en todo minuto. Si hay un carro junto a la acera y la mula sobre
la acera, estos seÍíores se ir8n por medio del arroyo, porque icual-
quierita se elipone a una coz!
Cualquierita es letrado, es mCdico, es cura. Pero nunca, nunca
es un cualquiera...
[F. C.]

YA ENTRA
Monagas va a contraer matrimonio. El no ha dicho nada, pero
todo el mundo se ha enterado. Pinito Fleitas lo vio entrar en la
casa.. Y asl, cuando hoy ha pasado Monagas por casa de Chiri-
no, las niñas de éste, en el bah&, han dicho: «Monagas se casa»
-«¿Quién te lo dijo, niña?» -«Pues, sí, se casa a fin de año. Ya.
Ya entra.»
Monagas entra. Y se casa a fin de año. Todos los insulares se
casan a fin de año. Por la tarde los suegros de Monagas estaban
asomados a la ventana. Parecían personas vulgares, sin preocupa-
ciones ningunas. Nadie podía sospechar al verlos tan tranquilos,
que por la noche entrada Monagas. Monagas habfa pedido permi-
so para entrar. Y como no había entrado nunca, la suegra de Mo-
nagas le dijo a su hija: «Pon la colcha de crochet. Y saca la bacini-
lla de debajo de la cama y ponla en la despensa. Pero no te vayas a
olvidar después que él se vaya, de volverla a poner en su sitio»;
Y la niña de Galindo, que es la novia de Monagas, limpia la
alwba, le 1331 ta la nmxha al ve161i y saca UI] encaje Jc; purrtu irlgk
empezado por la mam8 el año 40, para que mientras «los cuiden»
tenga la señora en qué entretenerse.
Y cuando Monagas entre espiado por Pinito Fleitas, la mamá
hace una cortesía y el papá dice: «Hola pollo». Y Monagas se sien-
ta en una silla para decir: «iQué hay?», y que la niña entusiasmada
responde: «Ya tú ves».
La mamá labora punto inglCs y Monagas como no está acos-
tumbrado a entrar «dentro» se palpa las rodillas y vuelve a pregun-
tar: «¿Qué hay ?» Y la niña a responderle: «Ya tú ves». Y así se.
pasan dos horas. Y la mamá, como seña de que ya es bastante
conversación,‘Suspende el punto. Y Monagas se levanta.
215
Y cuando la casa se queda sin Monagas, la mamá desaparece
precipitadamente diciendo incomodada: «iJesús, hija, parecen-co-
sas del enemigo! No hizo el hombre más que sentarse y tener ganas
de levantarme enseguida.. .»
[M. M.]

LOS VIAJES A LONDRES


Por esta época del año, los Robainas de la ínsula, oriundos de
Tafira o Telde o Arucas suelen darse un viaje a Inglaterra. Los
Robainas toman un paquete y.con la inocente intención de desro:
bainarse se meten en el bolsillo una porreada de duros y se van.
Pero al mes regresan tan Robainas como se fueron, aunque en
Covent Garden los hayan llamado por unos días mister Robeine., .
Los Galindos también se embarcan y vuelven diciéndonos que
el jefe de la casa de Elder o de Yeoward en Liverppol,los denomi-
naban Gueleind. Llegan y aparecen en el muelle diciendo: «Aque-
llo si son calles, caracho. Por supuesto, cualquiera se aburre.»
Estos viajes los hacen los Robainas o los Galindos para que los
scñorcs Eldcr o los señores Yeoward los conozcan. Acaso estos
señores recibiendo tanto plátano, igual hayan sentido deseos de
conocer a los tenaces hombres que los envían. Y los Robainas o
Galindos se plantan en los Privates ingleses, a menear la cabeza
diciendo: Yes.
-¿Cómo está, Mr.? ¿Ha venido usted de Canarias?
-Yes.
-La última partida de sus bananas extra resultó a altos precios
en el mercado.
-Yes.
-¿Y, cómo están las cosechas en Canarias?
-Yes.
El inglés sonreirá y Galindo o Robaina, le dirán en pleno es
pañol de Camejo:
-iTrabajando, too el día, eh? Así es como se hacen perras,
yes, gurbai.. . .
El inglés continuará sonriendo y entonces los Galindos y los
Robainas se tocarán la cachorra, y saldrán del despacho diciendo,
al atardecer:
-Gur moni, yes.
Y se meteran en el bar a pedir un cacho de queso.
Todos estos Robainas de los plátanos han estado en Londres.
Luego, en la ínsula, hablan de su viaje a Londres y de las dos o

216
tres palabrillas que allí aprendieron, y cuando sus hijos crecen los
mandan también a Londres, a estudiar el trote.
Los hijos vuelven con los pies holgados y con un yes mas que
los padres pero traduciendo home rule, por hombre sin educación,
hombre de rudas maneras.
Un barco inglés con estos Robainas sobre cubierta, camino de
Inglaterra, confirma la creencia insular de que la banana es,eterna
como la gloria e infinita como la mar.
[F. C.]

LA BALLENA DEL CORSE


Ocurre que a las señoras de la ínsula que son un poco obesas,
se les suele salir la ballena del corsé. Se les sale siempre en un
momento en que volver para su casa representa mayor sacrificio
que ir con la ballena salida.
Si las señoras van al Puerto a ver a una amiga que aún está de
veraneo, a la mitad del viaje, en pleno tranvía se les sale la ballena
y entonces la señora dice: «Se me ha salido la ballena. Este corsé
es una consumicidn. H Una consumición y una antigualla. La señora
compró el corsé en la primera época de Toby y ha venido timo-
neándoselas con un hilito acarreto.
El corsé ha ido al baile con la señora para que la señora pueda
decir a una amiga: «Usted ha visto, niña, el confisquido corsé. Se
me ha vuelto a salir la ballena.»
El corsé ha estado en la tribuna de una batalla de flores, con la
ballena, en filo, sobre el cuadril de su propietaria, y en los tés del
Club y en misa de 12 y en el Parque por la noche, y en todos sitios
la ballena fuera de su lugar, clavándose sobre las nutridas carnes
de ‘la señora.
A veces se encuentran dos sefioras gordas a las cuales se les ha
salido la ballena del corsé, y las amigas hablan de su ballena como
si fuera la ballena, de la misma familia cetácea, y tuvieran esta
costumbre de salirse de su sitio, como las que salen fuera del plato
0 las que se salen por peteneras.
-No me diga nada, señora. No ha quedado cosa que no le
haya hecho a la ballena y siempre se me sale.»
-«Yo le he puesto hasta algodón en rama y nada. Apenas ha-
go un movimiento se me sale que es un gusto.»
Y las vemos cruzar a nuestro lado con dos amplias caderas,
una cadera en movimiento y la otra apuntalada por la ballena del,
corsé.
Generalmente este corsé al que se le sale la ballena, va a parar

217
a la cintura de la criada, y entonces, la criada la saca del todo y se
pone el corsé sin la ballena testaruda.
Pero la señora vuelve a comprar otro corsé y siempre habrfi una
ballena que se sale, porque no dependen estas salidas de la mejor
o peor cualidad del aparato, sino porque así conviene a la Infinita
sabiduría del Supremo Hacedor, autor de todos los hombres que
hacen corsés.
[F. C.]

FLEITAS EN EL MUNICIPIO
Esta mañana, Fleitas, todavía con una miga de pan del desayu-
no en la boca, cogió el peri6dico y se puso a leer. Y ley6: «Con-
cejales que salen». Y Fleitas, sintió cómo la miga se le atragantaba
y una pequeña idea le brotaba en su caletre.
Salib Pleitas a la calle y tomõ el tranvía del Puerto. Fleitas
trabajaba en el Puerto; es uno de esos insulares que llaman hom-
bres de confianza del jefe.
La miga de pan se deshizo en la boca de Fleitas, a medida que
se acercaba al Puerto, pero la idea tomó unas proporciones tales,
como jamás pudo Fleitas soñar. A Fleitas se le había ocurrido ser
concejal. ~NO podía serlo? ~NO era Galindo? ¿No lo fue Chirino?
¿No tenía 61 todo lo que se necesita para ser concejal, un juanete,
una mujer sin corsé y la «casa» que le apoyaha?
Fleitas quería ser concejal por la «casa». La “casa” era la ofici-
na. Todas las «casas» en la ínsula tienen su concejal. Un concejal
de «casa», es una cosa así como mayordomo mayor de Palacio con
menos categorfa. Y Fleitas que había procurado servir como un
pequeño can bimano los intereses de la «casa», esperaba que la
*casan lo cmpujara al Municipio.
Y cuando a la hora del almuerzo Fleitas le dijo a su mujer:
«Pino quizas me nombren concejal», la mujer le contestó: «Tú no
te metas en laberintos, Pancho. ,~,Quenecesidad tienes de que es-
tén hablando de ti ‘los periódicos?» Pero Fleitas alegó que la ucasa»
se empeñaba y Pino tuvo que callarse.
Y desde la mañana que a Fleitas le brotó la idea cfvica, donde
quiera que se sienta pregunta entre inocente y cuco: «iHombre!
¿Y quiénes van a ser concejales este año?» Y cuando un compañero
de rebotica le dice: «Pues por ahí anda diciendo la gente que usted
es uno de los propuestos», Fleitas responde que Cl no se mete en
eso, que tendría que ser un compromiso enorme con «la casa» para
él aceptar.
Pero Fleitas será edil. Es un hombre tenaz que consigue cuanta
cosa se propone.
218
Una vez se propuso meterle un contrabando a la casa y lo me-
tió; otra vez se metió él en un lío pero se propuso salir y salió con
bien y con unos cuank~s sacos de wúcar a su favor. Fleitas será
consejero municipal pese a Robaina que quiere también serlo, y
hará mucho bien a la patria y su señora resignada al fin le dirá un
día que Fleitas salga para una sesión: «Oyes, Pancho, mira a ver si
hay un hombre de esos del Ayuntamiento y mándamelo para que
le dé agua a la bomba, que la criada se resiste...»
[F. C.]

LA IDEA POLITICA
La idea política es una botella de ron. Esta botella o idea políti-
ca, se destapa y se distribuye en diez o doce fragmentos de ideas
polfticas. Se llenan las copas, y el Galindo que se bebe una se
sentirá inmediatamente inoculado de polftica local. Esta idea, no
es concreta nunca. S610 es idea en abstracto, puede servir para un
partido o para otro partido según de quién sea la mano que la
vuelque.
Estupinán, cuando las elecciones llegan, ya tiene la idea políti-
ca muy relajada porque ha abusado de ella en tiempos no electora-
les, pero se siente atraído y hace un esfuerzo de voluntad para que
con un pequeño golpito, todas las ideas políticas reunidas durante
el año, despierten gloriosas de una vez.
Estupiñán es el insular de las idéas políticas. Está sentado en
un Casino y dice: «No ganan, yo se seguro que no ganan». Y no
ganan porque el hquido político que él recibe para esta propagan-
da, se lo suministran los contrarios, los que en realidad no van a-
ganar.
Estupiñán, adquiere su idea y pide varias ideas más que va re-
partiendo dc colegio en colegio. Las ideas se siembran y quedan
después de las elecciones, como los confetis húmedos y polvorien-
tos, sobre las calles, el miércoles de ceniza. Son estas ideas tan
inservibles, que el transeúnte las ve al pasar y no las recoge.
Las elecciones se acercan. Estupiñán, está ya de acuerdo para
repartir las ideas del partido, que son las mismas de siempre, y las
del otro partido.
Son las ideas idénticas, que aparecen distintas, como hermanas
de la misma familia y desiguales afectos.!que se enemistan y se
echan en cara los vicios comunes. EstupiñBn y Galindo militan en
dos partidos diferentes, pero ambos beben en las mismas ideas...
[F. C.]

219
M.E.M 0 R, ,D A

(1920)
EL AVION SE FUE

Anteayer se marchó el avión y la ciudad se quedó sin este pe-


queño detalle. Ahora parece como que le falta una cosa. Tiene la
ciudad el mismo aire desairado que una bota a la que le falta el
botón de arriba.
Hay un señor que necesitaba tener el avión en puerto. Este
senor habla cambiado su cotidiana parla por una nueva en que
barajeaba el avión de Mr. Lefranc y los aviones de «Nuevo Mun-
do». Y ahora, sin el avión, tendrá que decir por una sola vez: *El
avión se ha ido». Antes decía, diariamente: «iHombre, dicen que
hoy sale el avión!» «No ha salido hoy». «No salió ayern. El señor
que necesitaba tener el avión se ha quedado silencioso en su buta-
ca sin saber qué decir. Ya dijo: «El avión salib» y después ¿qué
nueva cosa dirá?
Pero si el avih se ha ido hay en puertas un aeroplano. En
cuanto el señor que necesitaba el aviõn se entere, podrá volver a
reanudar su conversación.
MGDicen que va a venir un aeroplano7
Y he aquf cómo desde Francia se puede dirigir el camino inte-
lectual de este señor y hacerle decir unas cuantas palabras. Acaso
el nuevo aviador no pueda sospecharlo.,
Nada tan interesante como el señor local que le precisa una
cosa para poner en ejercicio sus palabras. El señor que necesita
tener una mesa delante dc los ojos para dtcir; -Tengo una mesa
ante mi vista.»
¿No sería más importante tener una mesa delante de los ojos y
decir: *Tengo una silla, alta, muy bien torneada?»
La imaginación del señor que dijera esta cosa, al parecer arbi-
traria, sería una imaginación ilustre.
223
LA EXISTENCIA EN UN HILO
Sin duda que nunca ha sido la vida tan corta como ahora. Cada
año es más corta. Se van las vidas con la misma indiferencia que
las hojas de un almanaque de pared. LES que la gente uo quiert:
vivir y la enfermedad es un producto psicológico inconsciente?
iHacemos un secreto y desconocido esfuerzo para librarnos de la
vida? ~0 es una dulce liberación del Hacedor para que no pague-
mos tanto dinero por comer?
Posiblemente a alguien soluciona la gripe el problema de las
subsistencias. No hay que olvidar, querido lector, el precio de una
cebolla pequeña. Esta cebolla cuesta un real. Cuatro cebollas cues-
tan cuatr? reales: una peseta. iVale, efectivamente, vivir para pa-
gar un real por una cebolla? Querido lector, el azúcar cuesta unti
sesenta y nada dan por una perra gorda. Ni los fósforos. Una caja
de fósforos y limpiarse las botas cuesta lo mismo. Los únicos que
no han subido su cuota son los betuneros. En realidad no podían
subirla, sin cometer un atentado al sentido común. IA bajo del
precio tenía que estar en armonía con lo bajo del oficio.
¿Qué es la muerte? Darío, por boca de sus centauros, nos dijo
que no es demacrada mujer, sino virgen blanca y casta como Dia-
na. Ramón Gómez de la Serna se dolía de la muerte porque era un
estado donde no se podía fumar un cigarrillo. Pero nosotros, en un
plano m&humilde, diremos que la muerte es el abaratamiento de
la cebolla. No’es posible pagar tan cara una cebolla, como en la
vida. El comerciante de cebollas se estrella ante la tumba del com-
prador.
Una honda melancolía invade hoy nuestro natural espíritu salu-
dable. Quisiéramos jugar con la Muerte, aunque’ fuera al ajedrez,
juego sensato y distinguido. Pero pasa un ataúd blanco, lleno de
flores, frente a la ventana de nuestro cuarto. Esta muchacha muer-
ta -pensamos- hubiera quizá pagado, a cambio de su vida, mil
reales por una cebolla. Y luego decimos: «Acaso nosotros, enemi-
gos de la cebolla y jugadores de palabras alegres, también fuera-
mos capaces de pagar el mismo dinero.»
@J se yucdc: pensar fijamente, seriamente en la mucrtc, to-
mando como pretexto una cebolla? iEs natural que un día la cebo-
lla se abarate, y entonces querramos volver ,a la vida? $ería facti-
ble morirse uno una temporada, mientras la cebolla tuviera UII PI<;-
cio tan elevado y soberbio?
Todo es hoy inquietud melancólica, vaguedad medrosa para
el cronista. El es un hombre pobre, y piensa en sus colegas de
suerte. Y aunque aparentemente, sea liviana su filosofía, no puede
menos de asegurar con gravedad de filósofo provinciano:

224
La cebolla es la génesis de este dolor. EI amor, un día, estaba
simbolizado por esta planta de sabor acre y picante. Antes, con
una cebolla, era todo felicidad y sueños. Cebolla y pan. ¿Quién no
decidió un día liarse la manta a la cabeza y ofrecerse al amor con
pan y cebolla nada más? Si no importaba la vida dura y amarga
teniendo por todo porvenir pan y cebolla, ahora que la cebolla es
casi inaccesible, ¿quien se compromete a cantar las excelencias de
la vida?
iQue horizonte nos queda a nosotros los hombres del trabajo
cotidiano, con la cebolla tan cara, sin el dulce consuelo de la áspe-
ra cebolla, tan compañera del pan?

NOS MOKIMOS MENOS


Un compañero nuestro nos acaba de decir un poco asombrado,
con su nuevo aire liberal demócrata: «Hoy he visto pasar por la
plazuela ocho entierros». Quiere decir el asombro del compañero
que la gente sigue muriéndose más cada día. Pero nosotros -
después que la campanilla del Viático no suena -tenemos la segu-
ridad de que la gente ya no se muere. Esos ocho entierros que ha
visto el amigo son unos entierros hiporericos. Quizás haya visto
pasar uno grande y le ha parecido ocho. 0, acaso, sea el mismo
entierro que con arreglo a las órdenes de la Junta de Sanidad ha
pasado ocho veces por la plazuela para que no sea una sola la
persona que lo vea sino siete más.
La gente ya no se muere. Podemos respirar con más tranquili-
dad. El microbio ha pasado. Seguramente estará en Tenerife, para
que nuestros vecinos no nos achaquen un nuevo despojo.
Ayer hemos visto a un nuestro amigo insular paseándose medi-
tabundo en una acera. «iQué espera usted amigo?» -le hemos
preguntado-. Y el amigo ha dicho: «iHa visto usted cómo se está
muriendo la gente!» Indudablemente el amigo esperaba la gripe.
El la veía en la esquina de enfrente y como el avestruz, esconderá
los ojos para no vérsela entrar.
‘Luego, el amigo se ha marchado cuu lus hombros encogidos,
como queriendo cerrar todas las puertas que van a sus pulmones.
Pero la gripe se alejaba, cansada, hacia Tenerife.
La gente se muere menos. Es seguro. El desfile termina. Los
que se fueron delante dirán, desconsolados, desde su tumba: «Si
hubiéramos ido más atrás», como aquel que pasó por la fábrica y
después de pasar se cayó un andamio . $i pasa cinco minutos antes
pierde la cabeza!
Ya no quedan muertos. Pero la ciudad ha visto desaparecer a

225
algunos amigos queridos. Cuando la tranquilidad y la alema se
renueven d.ebemos tener este recuerdo sentimental para los que no
puedan alegrarse por la salud que vuelve.

UN PEQUEÑO’ GENIO
Nosotros los españoles, hasta anteayer decadentes, tenemos pa-
ra usarlo ante el Extranjero inculto, un pequeño genio llamado
Gabriel, como el poeta italiano y el ángel anunciador. Este Ga-
briel es hijo de.aquel otro genio más grande que se llama Antonio
y que preside ese jardín florido y espiritual que llaman Academia
de la Lengua. Ambos, padre e hijo, son mauristas: mauristas para
serlo más que ellos mismos que son los propios Mauras. Como el
conocido y aventurado señor papista.
Pues bien: el pequeno genio Gabriel ha sido nombrado Acadé-
mico en atención a unos libros de historia que publicófy creemos
que publica todavía. Está perfectamente nombrado. Para eso Mau-
ra cs Maura y él mismo su profeta.
El pequeño genio, al presentarse todo lo Mortera que es con su
discurso de recepción en la Academia, ha dicho que en Espafia no
hay tal decadencia, que si hay dos o rres decadentes esos wn los
enemigos de ese otro genio cívico-militar que titulan Cierva. Pero
que la decadencia consiste en no acatar los disparates que coleccio-
na la Academia que preside el papá, y no creer en el destino me-
siánico del supradicho engendrador.
Un tal Marqués o Márquez de Figueroa contestó este discurso
antidecadente con otro más antidecadente todavía. Un público an-
tidecadente tambiCn, aplaudió a pesar de las barbas blancas y aca-
démicas, con todo el ardor de esos jóvenes mauristas que llevan
bisagras en las caderas y pantalón de organilleros. Y gritó: +Viva
la antidecadencia!
Con lo cual, si quedaba algún caso aislado de decadentismo,
fue extirpado en el acto, con la Mortera maurista donde se molió
el marquesado del tal Figueroa, novelista, exministro y antideca-
dente inmunizado.
Consuela ver aún hoy paladines de estas pildoras Ross de la
antidecadencia, paladines que serán nuestra salvación politica y
gramatical, mañana.

226
MEJOR Y PEOR
Ayer empeorb el tiempo. Al tiempo tambien le dio la gripe.
Pero fue una gripe muy ligera porque hoy ha vuelto a respirar bien
con ese espléndido pulmón solar.
’ Cuando llovió, y el tiempo luchaba con su respiración, la gente
acorralada, tembló en los zaguanes. Pero hubo quien ‘dijo: «Esta
lluvia limpiará la atmósfera de bacilos.» La lluvia arrastró al amigo
que nos trae la gripe. Nuestro alcalde, que también hizo correr el
agua, se ha visto ayudado generosamente por el Supremo Hace-
dor. Desde luego, a nosotros, algo apegados a las cosas terrenas,
nos parece más practico este procedimiento de Bernardino Valle y
de Dios, que-no la profilaxis celestial que recomendaba desde Re-
novación Su Excelencia el otro día.
Hoy tenemos sol. Un sol sin gripe. La lluvia fue para que este
sol pudiera llegar hasta las almas y los pulmones humanos sin obs-
táculo alguno. Es de suponer que todos hayan de recibir al sol
como si se tratara del propio señor Luengo, que nos viniera a arre-
glar las cuestiones con buena voluntad y un abrazo amical de que-
ridísimos e ilustrísimos compañeros.

UNO SOLO
Ayer no hemos visto cruzar la ciudad sino un solo muerto. Ya
no hay epidemia. Posiblemente, este muerto se ha marchado por
causa de otra enfermedad. El ataúd tiene un aire más conforme,
más resignado que los que llevan víctimas de la gripe. Hemos pen-
sado que cuando ya no hay temor a morirse de gripe este enfermo,
que esperaba que el chubasco pasase, se ha muerto tranquilamen-
te. Mucha gente estaba para morirse de otra enfermedad, pero
aguardaba a que la gripe se fuera, para no morirse de gripe. Es
menos trágico morirse del hlgado, de un cáncer. Si tenemos un
cáncer, cuando hay epidemia gripal, es mejor esperar que la epide-
mia pase. iC6mo podemos justificar nuestra muerte, independien-
temente de la gripe? Es quizás poco elegante ya. Con la gripe pue-
de ocurrir lo que ocurrió con los jerseys. Hoy es mejor no tener
un jersey.
Pero el muerto que hemos visto cruzar por la calle estará triste.
Si no ha muerto de gripe dirá: «iHaber gripe y morirse uno de otra
cosa! iSi no llego a tener esta cosa no hubiera muerto de gripe! Es
tener mala estrella 0 mala pata, esta mala pata que ya no es mala
ni buena, porque la he estirado para siempre.»
227
Y el muerto tendrá razón. Es seguro que habiendo gripe grave
que a todos se lleva, el muerto de hoy sin otra enfermedad pasa
por entre la gripe, como ha pasado entre las frías miradas de los
ciudadanos, encerrado en su ataúd.
LEra un hombre bueno el muerto? Sí. Al morirse de otra cosa
ha querido dejar un margen de esperanza al ciudadano medroso.
Ha querido decirle: -«No tenga usted miedo. Si no tiene usted
otra cosa, hay probabilidades de que no se muera usted. Yo hubie-
ra querido morirme más de la gripe, porque al fin era m& incvita-
ble o m8s fatal. iPero habiendo esta terrible amenaza, morirse uno
de otra enfermedad corriente.. .?»
Sí, señor muerto. Es defraudar nuestro miedo.

NUEVO SILENCIO
Hay ahora, en las calles de la ciudad, por la noche, un nuevo
silencio. Oyense más claro los ladridos de los perros del Risco y el
adelantado canto de algún galio insular.
El silencio histórico de estas calles desde que cierra la noche se
forja más intenso y más negro. Es un nuevo silencio que hace pre-
sión sobre el silencio antiguo. Lo sentimos más cerca de nosotros,
con todo el ardiente calor de su modernidad. Es el silencio del
miedo.
La gente ticnc miedo. Apenas acaba el tiabajo, la geutt: se
abriga y se esconde en su casa. Bien es verdad que hay un aire
afilado como el acero, que corta las ropas, atraviesa el pellejo y
roza el importante pulmón. Frío, frío extraño en un país de eterna
primavera. Cada año hace más frío y el miedo de estos pobres
amigos desacostumbrados, tiembla y se congela al fin. Para que no
se congele el miedo, el amigo insular se esconde entre mantas efu-
sivas.
Nadie cruza las calles. Algún audaz, Las ventanas de las casas
cerradas dan la impresión de que también tienen miedo. Pero pa-
rece que hay detrás de los cristales unos ojos profundos que ace-
chan y van detrás del miedo, siguiéndolo por la ciudad. ¿Dónde
estará ahora el miedo? El miedo pasó por nuestra casa. ¿Se ha
metido por una rendija de nuestra puerta o siguió al zaguán del
vecino? iSeñOr, que siga al z-iguán del vecino!
Y no se desea que no siga a ningún zaguán, porque así, ya
dentro de uno, no hay temores de que se venga al nuestro o nos
esté amenazando toda la noche con acercarse.
¿Por quC tienen miedo estos amigos a la noche fría? Es algo
importante perder un empleo de cincuenta duros y este pantalón

228
eternamente zurcido por las manos de la triste mujer que nos
acompaña el hambre?

LOS DOS VAPORES IGUALES


En la bahía estaban fondeados ayer dos trasatlánticos, el «Bue-
nos Aires» y el *Montevideo». Esto era importante, sin duda. Pero
había otra cosa más importante. Los dos barcos son gemelos, aun-
que uno tenga un palo más que el otro. El palo de más puede ser
defecto del hermano que salió después. Lo que quedaba del COI-
don. Pero en la totalidad los dos son idénticos.
En el tranvía hemos advertido esta semejanza, mas no de nues-
tra natural observacion, sino por la de un viajero entusiasmado.
Este viajero lo ha dicho diez veces. Los dos vapores son hermanos
y si uno tiene un palo de más fue porque se lo quitaron al otro.
Pero son iguales. El viajero ha insistido y toda la gente del tren
miraba a los barcos y al señor, convencidos de esta primordial se-
mejanza.
Todo el tranvía estaba pendiente de las palabras de\ señor que
hablaba de los barcos y se satisfacía de saber una cosa que antes no
supo y que probablemente sin la ayuda de este sefior, no hubiera
sabido jamás.
Es muy posible que el señor del tranvía no supiera otra cosa.
Quizás todos sus conocimientos se redujeran a saber que el 43ue-
nos Aires» y el «Montevideo» eran barcos iguales. El quería de-
mostrar esta noticia y habla en alta voz para que todos lo oyéra-
mos. Y el seiior, cuando la gente le miraba con cierta admiración,
por la cosa tan importante de que era dueño, adquiría un aire de
catedrático pedante, así como don Adolfo Bonilla, a quien por
otra parte se parecía algo físicamente.
El griego dijo que no debiéramos jamás dejar pasar un día sin
haber aprendido alguna cosa más. El señor de los barcos no cono-
ció al griego, pero él siempre que se acuesta sabe, porque lo apren-
di6 de buena tinta, que el «Montevideo» y el «Buenos Aires» son
idénticos. Y se duerme feliz.

EL APOSTOL PABLO
Cuando nosotros, perdidos en las tinieblas de nuestra memoria,
creímos que Pablo López, el cómico, era un recuerdo milenario,
he aquí que surge como un delicioso presente. Aparece en Teneri-

229
fe y al verlo tan de cerca preguntamos aterrados: --iSerá Edmun-
do Dantes? iQuién lo creyera!
Pablo López, sin años ya, porque ha prescindido de ellos dejan-
dolos en su camino, forma otra vez su compafíía de zarzuela, y
debuta. iCuántos debuts habrá hecho la compañía de Pablo M-
pez, desde comienzos del siglo pasado al, presente año?
Pero Pablo viene esta vez sin más López que un hijo. Y toda su
compañía pierde con esto el tono peculiar que la sostuvo tantos
años fragante. Pablo López es el mismo. Su compañía también lo
es. Sin embargo, nadie conoce a los actores. Y ésta era la caracte-
rística -aparte de la que cantaba- de la invencible compañía de
zarzuela. Pablo López recogía cantantes y los metía de sopeton en,
«La Tempestad», para debutar enseguida. El debut de Pablo M-
pez era siempre un debut a prisa, un debut en el cual se nos decía
siempre: «Estamos esperando a tal tenor o cual tiple.»- Mientras,
se las componía con «La Tempestad» donde el barítono sólo canta-
ba bien «la lluvia ha cesado».
La compañía de Pablo López no puede terminarse nunca.
Cuando los mas viejos se van haciendo inservibles, ya Pablo López
ha puesto en la cola unos rozagantes puntales, que aprenden el
tono de sus romanzas para cantarlas como los anteriores. Y así la
compañfa se hace sucesiva y eterna. Pablo López es un apóstol de
la zarzuela grande. Los años de Pablo López han pasado a la histo-
ria, pero su compañía crece y se sostiene con los años como la alba
camisa del Redentor.

LLAMAR LA ATENCION
Hemos leído una pequeña interviú que el joven amigo Brun-
me11 ha celebrado con el genio español Sr. Linares. A nosotros nos
interesa el Sr. Linares, como suele interesarnos una esquina. Nos
dicen un día: «He visto a Fulano en una esquinan. Y en seguida
ponemos un pequeño interés en esa esquina donde Fulano se
apoya por razones misteriosas.
El Sr. Linares llego a Las Palmas desputs de La Garra y de
Cobardíus. Es posible que si hubiera venido antes no uos hubiera
hecho tanta gracia. Pasarnos dos horas ante Cobardías bien mere-
ce un rencor, aunque el Sr. Linares sea Académico. No podemos
jamás olvidar la voz áspera y terrosa del Sr. Llanos diciéndonos
aquellas cosas shakesperianas del Sr. Linares.
El Sr. Linares es sordo. No sabemos quien dijo que era una
ventaja porque así no se enteraba de las tonterías que dedan sus
personajes. Seguramente, es ventaja también para no enterarse de

230
las cosas que le dicen las personas no catetas. Porque tenemos la
evidencia de que el Sr. Linares es sordo por fuera y por dentro.
Al amigo Brunmell le dijo el Sr. Linares unas cuantas cosas
nutridas de sapiencia. La más importante fue, sin duda, aquella de
que al escribir La Garra ~610 se propuso llamar la atención de la
Iglesia y el Estado sobre lo que a diario lamentamos.
El Sr. Linares, aunque hizo una comedia literaria, no ha queri-
do decir más que «iEh, amiga Iglesia! iEh, compaiiero Estado!
Abrid el ojo.» Pero la Iglesia y el Estado, que no suelen concurrir
a los teatros, se han quedado con el ojo cerrado. Y es Uistima,
porque el Sr. Linares, en pago de este abrir el ojo al Estado y a la
Iglesia, confiaba cn que el poder de los dos le abriera a él el oído!
El Sr. Linares dice que le han combatido mucho. Siempre la
impedimenta auricular. No es que le hayan combatido sino que ha
hecho mucha gracia a toda persona que haya visto antes una come-
dia de Benavente. El Sr. Linares, en su afán de ser feliz, confunde
el combate con la chunga.
Pero en fin. A nosotros nos ha emocionado las sutiles cosas que
le ha dicho a nuestro joven amigo Brunmell el Sr. Linares. Y como
hubo champagne y gira a la Vega, podemos permitirle, una vez
más, al Sr. Linares que haga un diálogo encantador.

TODOS MENOS UNO


El cronista puede decir hoy que es la única persona insular que
no ha sido proclamada edil. Todos los ciudadanos entusiastas quie-
ren ser votados en las urnas. El cargo de concejal de la mayoria
está ya tan a mano como el de Ministro de Espafia. Más fácil que
ser buena persona es ser Ministro. Concejal y Ministro es una cosa
igual. Será preciso poner pues en nuestra tarjeta: «No he sido. Mi-
nistro», n un botoncito en el ojal de la americana: «No crea usted,.
señor transeúnte que yo tengo otra cartera que la de piel de Rusia
que, adornada con iniciales de oro enlazadas, guardo en mi bolsi-
llo. No soy concejal, ni soy Ministro».
El concejal de la mayoría es el eterno concejal. El hombre que
siempre se proclama y del cual no sabemos nunca qué pequeño se-
crcto crcmatistiw lo incita n este cargo. Pero el hombre insultar
que aspira a la concejalfa piensa casi siempre en la muerte. En-
vuelve esta aspiración una intención macabra. El hombre quiere
morir de concejal. Y el sencillo ciudadano que no 10 ha sido nunca,
se le ocurrirá- serlo, leyendo la esquela de algún concejal muerto
donde ponen que es concejal y que el Excelentisimo Ayuntamien-

231
to invita a la procesión fúnebre. Camino del suicidio puede ser el
que a este cargo lleve. Suicidio inconsciente, fatal.
El concejal de la mayoria no pide jamAs el voto. IIay otra
mayoría que se 10 da tranquilamente, como él mismo, sin quebra-
dero de cabeza o de espíritu, lo.entrega ante el primer negocio de
la primera sesión. Todos estos electores son eI propio concejal dis-
gregados. Sale este concejal por un solo voto. El voto de gracia. Y
los dos se sienten a la vez concejales de la mayoría, que es mejor,
porque así están más acompañados los células; y cuando el elegido
sale, salen todos y todos dicen que sí, cuando el otro 10 dice. De
este modo, el concejal es siempre el mismo. Por eso al proclamarse
ahora tanta gente no viene .a ser sino una pequeña redundancia
política.
El cargo de concejal de la mayoría es como un dije. Todos
tienen su cadena de reloj, gorda y cubana, donde luce un dije de
esa pintoresca piedra gris.
La única materia gris que llevan encima, acaso...

LLUVIA POLITICA
La lluvia de ayer, el tiempo rebelde de ayer, fueron una signifi-
cada alegoría política. Todo -ni el tiempc+ nos iba a ser ya man-
so en epoca electoral. Si los ciudadanos hablan de agitarse, ¿por
qué no los elementos celestes? Un tradicionalista diría: «El cielo
estaba con nosotros» Un señor del poder -que es también tradi-
cionalista a su modo, al mejor modo -exclamarfa: -«El cielo nos
anunció que no tolera renovaciones.» Y yo, hombre inexperto, in-
crédulo hasta el límite, sólo podria decir en un tono mefintnf6licn
de drama clásico: -«¿Con quién estaría el cielo?»
Pero el cielo estuvo con alguien. La lluvia fue como un barrido
y el viento se llev6 amenazas y promesas. Los hombres temerosos
del tiempo se acobardaron y los votos cayeron como la Iluvia, un
poco irritados y otro poco decididos. Cuando escribimos estas lí-
neas no sabemos aún si la lluvia de los votos ha sido más eficaz que
la del cielo.
En los colegios, los apoderados y los candidatos sonreían.
Aguarccidos dc la lluvia poco pudieron moverse. Y en este ine-
vitable encierro se dedicaron a pasarlo buenamente.
Los ojos caían sobre la papeleta del votante que entraba y que
ya tenía su papeleta en la mano. Lluvia de miradas, rayos de luz que
porfiaban por atravesar el papel doblado.
Nosotros, que hemos venido observando este pequeño detalle

232
de los interventores insulares, confeccionamos nuestra papeleta de
antemano para dejarlos en la duda cruel de nuestro voto.
Y he aqui como este amigo no puede creer que votamos su
candidatura, habiéndola votado, y aquel otro enemigo, piensa que
fue para él nuestro voto, no siéndolo. Y esta incertidumbre, con el
gris de domingo, dio a la votación el tono sentimental que nos
convenfa.
Votar es una cosa melancólica. Votar, es elevar a otra persona,
que no somos nosotros. La verdadera votación serfa la propia.
Nuestro incólume individualismo, no se aviene a estas liberahda-
des.
Por eso quisieramos saber con quién estuvo el cielo. iEstarf.a
con nosotros, displicentes y grises, malhumorados y aburridos?
¿Con nosotros, que pasamos delante de los colegios, sin emoción y
sin interés?
No. El cielo no pudo estar tampoco con nosotros, porque noso-
tros, al fin y al cabo -almas disconformes, espíritus inadaptados-
hemos tenido que votar en contra.

UN MARINERO
Jamás habíamos visto votar a un marinero. Parecía posible que
a un marinero no le interesaran los concejales de la tierra. Hombre
de cielo y mar, sin más ley que la dulcísima y sencilla del timón,
nada terreno, ni militar ni civil, le pudiera importar. Pero el mari-
nero es hombre que vota. Por lo menos un marinero que nosotros
vimos. Y que después resultó que no era marinero.
Un marinero que no lo es y quiere serlo para votar, es aún más
extraordinario. Parecía lógico que siendo marinero disimulara su
oficio con otro terrestre justificativo de su interés ciudadano, pero
no ser marinero y hacerse, como una gran razdn electoral, toca los
límites de lo absurdo.
Pues nuestro popular amigo Juan, hombre que no ha solido ver
el’ agua ni en la palangana y cuya profesión es andar continuamen-
te por las aceras -todo tierra- ha querido votar el domingo por
marinero.
-¿Y cómo podía este hombre aceptar un cargo tan arriesgado
y peligroso siquiera sea eventual ? ¿Cómo nuestro amigo, que pudo
haber sido guardamontes o lego de Paules, prefirió ser marinero,
afición tan apartada de su alma, llena de tierra, repleta de polvo?
Nuestro amigo Juan porfiaba en su oficio. El era marinero. En
vano, otros amigos -Iris apnderados de la mesa, los candidatos

233
contrarios- luchaban por demostrarle a Juan que no tocara por
ningún lado la marina. Juan persistfa. El era el propio pirata de la
canción que iba viento en popa y a toda vela con diez cañones por
banda...
-iEse señor no es marino!- gritaba un energúmen-. Y
Juan, no salla de su asombro. ¿No era marino pues? ¿Y aquellos
cinco duros plateados como la mar que sonaban en sus bolsillos,
qué significaban entonces?. . .

EL CIELITO INFERNAL
M6s parecía la ciudad en estos Carnavales el patio de un mani,
comio, una casa de salud, llena de degenerados que padecieran
una igual manía. Un cantar idiota que desde Pascuas nos venía
amenazando con la relajación de su ritmo fue todo el Carnaval.
Desde el señoritingo de pantalones de odalisca hasta el último
jayán, se pasaron los tres días cantando ese cielito repugnante, con
una crueldad de infierno. Ni un rasgo de gracia, ni un gesto espiri-
tual. Las voces desentonadas, las voces roncas de aguardiente emi-
tiendo el cielito con una plebeyez espeluznante y desesperada. En
el tranvía, en las esquinas, en las calles, en los rincones más ocul-
tos y absurdos no se oyó otro cantar y otra gracia que el cielito,
cuya casa solía estar a un paso del hombre cantador. Hubiera sido
justo buscar otra casa que se hallara veinte millones de pasos de la
ciudad, para meterse uno en el sótano de ella. Cogerlos a todos y
meterlos de cabeza en el barranco lleno hubiera sidn poco: una
broma de salón. No hayopalabras con que expresar la incomodidad
del ciudadano discreto ante la estólida diversión. Tres días desde el
amanecer, sin cesar, cl canto se oía y siempre, para mayor gloria,
desentonado. Todavía ayer, Miércoles de Ceniza, quedaban cieli-
tos de la gente resonando por ahí.
¿Qut2 descubre esto? Nu descubre nada, claro. No es m6s que
una triste confirmación de la absoluta desgracia insular. En otros
lugares el pueblo es ordinario y brutal muchas veces, pero es pue-
blo y suele tener gracia y sobre todo personalidad.
Pero esta gente agorilada no hace sino imitar las cosas tontas de
los otros con mayor plenitud de tontería. Después de los momen-
tos de indignación viene la tristeza, el desconsuelo de no encontrar
ningún resquicio espiritual con que poder uno solazarse.
Fue en verdad edificante el espectáculo carnavalesco. Quere-
mos apuntarlo en este pequeño volante de recuerdos, con unas
sencillas palabras.
Decididamente,’ estk pueblo es estúpido.

234
NOROESTE
Hay un viento terIiblc: y un señor de la ciudad dice: «ES NO-
roeste». El señor sabe de vientos. Además de gallos. Es gallista
furibundo. Pero la importancia de su viento es mayor que la de
sus gallos.
«Mientras no se quite este noroeste, no podremos estar» -dice
el señor. Y añade que hace frío. «Sí, sí, en realidad hace mucho
frío.»
Y empieza a recordar y a preguntar a los amigos si ha habido
antes tanto frío. El frio lo trae el noroeste. El noroeste es, por
estos días, un cacique máximo. Nada se puede hacer con el noroes-
te. Es como un huésped que tenemos en casa y hay que supeditar
todas las cosas a la atención del hutsped.
Cuando se vaya el noroeste entonces podremos salir a la calle.
Si el noroeste continúa hospedado en la isla no podremos ir el
domingo a la Pifiata.
El señor de la ciudad ha dejado de visitar el puerto porque el
noroeste se dedica a juguetear con las cortinas del tranvía. El no-
roeste trae algunos catarros de recuerdo y le precipita a los tran-
seúntes sus pequeñas necesidades acuáticas. El noroeste da estam-
pidos en las ventanas para que el señor no duerma y pueda decir
que no ha dormido. Un señor que no duerme, es un hombre de
cierta categoría. Generalmente se admira a esta clase de señores
que se pasan la noche en vela por culpa de alguien. Señores que se
preocupan, señores delicados. Una ciudad puede ser civilizada te-
niendo dos o tres docenas de señores así.
El noroeste hace tres días que pulula. Cuando se vaya, el señor
de la isla dormirá. Y su importancia, aunque parezca raro o con-
tradictorio, aumentará. Pues dirá satisfecho: -«Gracias a Dios
que he podido dormir tranquilo despues de cuatro noches en ve-
la.»
Y a todos nos parecerá este sueño del señor distinguido como
un pequeño homenaje de la naturaleza, un banquete de doscientos
cubiertos donde hablan elogiosamente los amigos y admiradores
del señor.
El noroeste parecerá al primer zumbido una cosa trágica pero
en sus invisibles fauces trae muchos nombramientos importantes.

235
31ÑATA
El domingo de Piñata es como un honesto,, timido y esclavizado
oficinista. Un pobre diablo de oficinista que aguanta el musculoso
gesto del patrón extranjero, ese patrón colonizador y hecho de
descortesía, tejido de descortesía, y todo él con la descortesfa enla-
zada, como un serón de paja o una complicada cesta de mimbre.
El domingo de Piñata sale en medio de la Cuaresma, como un día
oficinista, que harto de simplezas numéricas fingiera un mal y se
libertara a escondidas del trabajo de un dfa. El domingo de Piñata
es tan triste como aquel M. Lerás de Maupassant, tenedor de li-
bros de Labure y Cia. que se ahorcó con sus propios tirantes en eI
Bosque de Boulogne. El domingo de Piñata tiene alma suicida, un
alma tenaz de suicida, y si fuera algo material, algo corporizado,
ya hubiera finalizado su existencia. No habria domingo de Piñata
hace muchos años.
Este domingo no tiene nunca sino tres mascaras, las mascaras
que más se aburrieron en los tres días de Carnaval, y que apuran
un día más para libertarse aprisa del aburrimiento. El domingo de
Piñata tiene el alma distraída y fría; parece como un día que se
encoge de hombros y pasara entre los días sin verlos, y despre-
cihlnlns por reflejo del desprecio de sí mismo. Es como esas per-
sonas insignificantes, de las cuales se echa mano siempre, a última
hora, para que desempeñen un cargo o para que hablen en una
velada, porque no hay nadie que preste este pequeño servicio que
todo el mundo ha prestado ya. Gris, ‘pero no con el gris que ven
los ojos, el gris de la pintura, sino con ese otro gris que se siente y
que se oye en los lentos paseos del alma harta de vagar por las
calles de una ciudad, idiota y extranjerizada.
Llegó el domingo de Piñata con sus tres únicas máscaras, que
recogieron las sobras de la alegtia carnavalesca, y que las cuntinua-
ron esparciendo como serpentinas deshechas sobre los hombres se-
rios que transitaban. Era el eco débil, enfermo, de una falsa alegría
que este domingo se descubre todo; se descubre porque sólo que-
dan los menos expertos en fingir alegría, y éstos nos ensenan, con
su torpísimo arte, que nada fue cierto, que sólo hubo una careta
enorme que cobijaba bajo su risa de cartón los espíritus enarena-
dos de una turba inconsciente y esciava.

236
NADA
Pasado el temporal berberisco, pasado el temporal del Notoes-
te, pasado el temporal de la alegría se ha quedado la ciudad como
una acera ancha y limpia. Parece que está brillante, como si la
hubieran fregado de toda cosa bulliciosa. La gente cruza con suavi-
dad de magistrados que van al parque y hay un ambiente de casa
nueva y barrida, cuyas puertas se abren al mar para que entre el
rumor de las olas y el oro del distinguido astro solar.
¿Qué ha pasado? El pequeño insular no lo sabe. Tiene como
un vago recuerdo en su mente. Los dos temporales y el Carnaval
se juntan, se amontonan en su memoria. ¿Cuál fue el primero?
iVino el polvo del Sáhara antes que las máscaras o fue después?
En las islas las cosas no tienen actualidad nunca. Son del mis-
mo modo y pasan como continuación de un ovillo que empezo a
devanarse el día que los católicos señores se adjudicaron los siete
peñoncitos. La vida insular puede ser aquella nada biblica de que
se valió el Señor para construir este mundo. Más recta que sus
aceras, la vida de la ciudad empieza en un llano y en otro llano
igual termina. No es un sueño. Un sueño casi siempre es una esca:
la de Jacob. No es una muerte. La muerte tiene una revelación
detrás de su puerta y si uno no es Dios al morir será raíz de otros
frutos. ¿Qué es, pues? Es esa nada de que hablamos.
La nada, pudiendo ser una cosa natural, habría de tener este
aspecto. Un comerciante, un médico, un ahogado, un sobrestante,
silenciosos, bajo una inmensa y azulada campana neumática.
Pero no podríamos hacer de esta nada ni una estrella siquiera.

SIN DUDA
Anoche al regresar del puerto, oímos pregonar cn las paradas
del tranvía a los chicos que venden el Diario: «iEl Diario, con el
discurso de Maura!» -Esto nos exaltó. ¿QuC habrá dicho de la
crisis este himalaya oratorio?- Pero no era de la crisis. Era de
Galdós la opinión del ex Mesfas.
El Sr. Maura, como sabe cada maurista. preside esa salchiche-,
lía Jel lexico que se llama Academia Espanola. Esta Academia ce-
lebró, claro está, una velada necrológica en honor de Galdds y
como el señor Maura es Presidente, pues hubo de glosar la labor
del novelista en un discurso que al Diario le parece admirable y a
La Provincia le parecerá colosal.
El señor Maura, padre de Ia patria y de Gabriel, que si no es

237
tan himalaya como su padre es un pequeño Moncayo zarzuelero,
dijo entre otras vulgaridades de mayor cuantía, que no se explica-
ba cómo Gald6s tenía tanto talento. Y aquí el señor Maura, con-
fundido, anonadado ante la semana trágica del intelecto galdosia-
no, se preguntó: iCómo demonios pudo atesorar Galdós tantas
cosas? ¿Cómo, metido en una garita, pudu saber u escudriñar
aquel numeroso cúmulo de observaciones? Y el señor Maura viene
a consecuencia de que sin duda era potente y fértil su imaginación
creadora.
iPero quién dio a Galdós tales atributos? No puede ser sino
que Dios -prosigue el señor Maura- le dotara de aptitudes ex-
traordinarias. Don adivinatorio. Y el señor Maura, a quien Dios
no ha dotado sino de barba, de Goicoechea y de Delgado Barreto,
continúa enumerando las dotes, a las cuales es familiarmente muy
aficionado, con que el Supremo Hacedor adornó a don Benito.
Bello discurso. El gran político español es un gran Académico.
Nada se dijo de Galdós tan nutrido. La observación del maestro lo
escudriñó todo, pero se le escapó este portento de sobreusada psi-
cológica.

CORREO DE MARTE
El pequeño mercader isleño recibirá posiblemente dentro de
poco tiempo correo y mercancías de Marte. Desde Marte parece
que quieren comunicarse con nosotros. Según Marconi se vienen
observando señales extrañas que interrumpen periódicamente las
funciones de la radiotelegrafía. Estas interrupciones se observan a
la altura de New York y de Londres, los dos lugares donde mhs
relaciones tiene el comerciate insular,
¿El planeta Marte o el Planeta Mercurio, es el interpelador? Si
se tratara de un asunto isleao seria Mercurio; si es el asunto nada
más que español, Marte. Pero nosotros nos aventuramos a creer
que es Mercurio y que desde este planeta están interesados en
comprar unos platanitos. Es un negocio ultraterrestre que se nos
viene encima y que sería tonto ,desperdiciar.
Un negocio interplanetario podría ser para nosotros una solu-
ción admirable. Lqs .canales de Marte es un segundo negocio de
<guas y en los cráteres de la Luna se podlan plantar unas tabaibas
‘que bordeãrian las fincas ~platan’ales.
El comerciante insular recibirá una carta del comerciante mar-
ciano y dirá: -«Mi corresponsal de Marte me propone precipitado
rojo.» El comerciante adquirirá cierto prestigio y el letrero de su

238
tienda se extenderá hacia todos los confines planetarios. Si no pue-
de venir todavfa un Yeoward de Marte, vendrá un Paquete de la
Luna. Azafrán de Saturno o velas de Venus hemos de ver pronto
en los escaparates de la calle de Triana. Y asf como el señor Ro-
baina, según dice Centeno, iba a Londres a saludar a Mr. Hope,
ahora ir-fa a Júpiter en busca de unos pequeños rayos cou que par-
tir al cliente.
El señor Marconi tiene razón. Esas señales son para comunicar
con los tenderos insulares. Hace tiempo que los articulos que se
expenden en la ciudad andan por las nubes.

¿PSICOLOGIA POPULAR?
0 individual. Pues puede ser uno solo el distinguido espíritu
que se escribe y se contesta en una sesión que con el apodo de
Menestra se publica en La Provincia. Como don Jesús Delgado, el
delicioso hombre que construyd Galdós para El Docfor Centeno.
Menos delicioso es éste de aquí, claro es; y desde luego menos
modesto. Pasar los ojos or esta sección es adquirir de golpe un
profundo conocimiento l! el alma humana. El periódico matinal,
gran servidor de psicologías menestrales, nos descubre ahora este
pequeño mediterráneo espiritual para alegría y regocijo de las musas.
No podemos entender, sin embargo, cómo el insular abandona su
perenne siesta anímica para cooperar en la venezolana labor de los
señores de La Provincia. Por eso apuntamos la sospecha de que.
puede ser uno ~610 el sutil narrador de la Menesrru, cuyo genuino
nombre es Potaje.
No es perder el tiempo, que el tiempo no suele ofrecerse a estos
espíritus. El tiempo pasa renovando las almas y los caletres, sin
hacer jornada en quienes la infancia hincó sus prestigios para toda
la vida. El tiempo no se puede perder, porque es él quien nos
pierde, y todo esto, que la gente tolerante llama boberías, no es
por haberse salido del tiempo, perdiéndolo, sino por no haber en-
trado jamás en él y hacerlo todo a su imagen. El tiempo, desfila
incólume, sin entremezclarse en nosotros; mas arrastrándonos a los
que por mayor seriedad nos acercamos a la orilla. .Perder el tiempo
es haberlo tenido, como perder la cabeza es supuesto de poseer
antes una. No puede perder la cabeza quien está de ella desprovis-
to. S610 podrá perder el sombrero. Lo mismo, el tiempo, aunque
sea moneda, según el dicho inglés, y la moneda tenga más incenti-
vo que el tiempo.
Pero esparciendo la mirada y conjurando voluntad sobre la Me-
239
nestru, podemos dolernos de nuestro desengaiio. Y en las nebulo-
sas contrariedades de nuestra modesta filosofía, pensamos si es
que ~1 tiempo no pasa ,para ninguno. Que ~610 hubo un tiempo,
aquel del cual se dice en las narraciones: «En un tiempo había un
Rey..-.», y que se quedó petrificado en la historia, para no hacer-
nos hondos daños mentales. Que pasar, cada vez más cerca y más
austero, es rectificarnos nuestro regocijo y machacarnos nuestra
infantilidad.
Indudablemente no hay más que un tiempo: «Aquel tiempo».
Un tiempo de verdad. Los demás tiempos no daiiinos, mentirosos,
son juguetes para el espíritu, y así como el tiempo nuestro puede
ser el hacer uno para morirnos y alejarnos presto de la tontería, el
tiempo de La Provincia, el de ahora y el de siempre, es un indiscu-
tible tiempo de vals.

FRIO
Hace frío, sin duda. Gratísimo hielo que nos hace un poco lon-
dinenses. Empezamos con los letreros en inglés y hemos acabado
con el frío y la bruma británicos. Para un hombre profundamente
patriota, con patriotismo atorcuatado, ésta seria una señal alar-
mante. Penetración pacífica de los ingleses. Primero con su carbón
y sus gabarras y después con su frío. Es indudable ,-que este frío ha
venido en el último Yeoward. Mercancía, sin reembolso, con co-
nocimiento libre.El flete lo pagarán después los pulmones.
Pero la gente, así como no está acostumbrada a las duchas espi-
rituales, tampoco puede arregostarse al frío. La civilización bien
sea filosófica 0 meteorológica no eutra cómodamente en el isleñu.
El isleño va por la calle asombrado, tiritando de miedo. Como iría
más asombrado aún y temblando de espanto, si le obligaran a leer
la Crítica de la razón pura. Este trío es algo así como una teoría
Kantiana que no podemos tolerar o comprender nosotros, los
hombres elocuentes y ardorosos.
Da pena ver al insular enfriado. El insular que siempre ha sido
caluroso y gritador y fanfarrón y sabihondo. En las esquinas, acu-
rrucado dentro de su propia americana tartamudea «No nos jerin-
guen con este frío».,
Pero el frío es cultural después de todo. Salir. tan concienzuda-’
mente del frío, como de teoremas matemáticos es de una igual
importancia. Y un hombre que sienta el frío se puede dar tanto
pisto como el que siente la barcarola de Gioconda.
Recibamos el frío, como un mensajero de otros países más cul-
240
tos. Preparémonos las casas con sus tejados, construyamos para el
futuro invierno la dulce y literaria chimenea. Cerca del Mar,‘viendo
arder la llama, nos sentiremos más hogareños y más cuentistas. Un
cuento al calor de la llama, un cuento de navidad es una cosa ex-
clusivamente británica. Y ya que nosotros enviamos nuestras bana-
nas a Inglaterra, que Inglaterra nos envíe su frío, como intercam-
bio espiritual.

EL ALMANAQUE NO SE HA
EQUIVOCADO
Este pequeñito almanaque de color amarillo que circula por ahí,
un almanaque de Obispado, puramente local, se ha portado como
todo lo contrario a un almanaque. Es decir, seriamente. El alma-
naque nos ha marcado un tiempo terrible, y el tiempo se va cum-
pliendo como un anatema. Dijo tormenta y tormenta hubo, dijo
lluvias y llovió con cantidad de cuarenta días y cuarenta noches.
Dijo: «Os helaréis señores casi meridionales», y helándonos esta-
mos. No se ha equivocado y esto trae Ai modesto insular con un
poco de sorimba.
Este almanaque, como hecho en un despacho antimeteoroló-
gico, no dice nunca una verdad. Suele traer unos versos al princi-
pio como juicio del año y no del autor que los escribe, y es todo lo
único que tiene alguna relación con el termómetro. Siempre se
ponen al capricho, en los alrededores de la luna nueva, unas cuan-
tas lluvias y algún que otro viento. La luna agradece esta atención
y como correspondencia atraviesa el celeste prado, serena y tem-
plada.
Pero este año parece que el almanaque sintióse iracundo y echó
tantos vientos y tantas lluvias que la luna no tuvo tiempo de reco-
ger el presente. Y enfriada la amistad lunar con la amistad almana-
quense venimos a pagar el aire que se cuela por los vidrios rotos,
los insulares honestos que no tenemos abrigo.
¿Quién se iba a comprar un abrigo, con un almanaque resguar-
dador? iQuién podía pensar en la sinceridad de un almanaque de
papel, si a un hombre de carne y hueso se le suele decir por me-
noscabo almanaqueador? El frío es como un dedo rígido, helado
de la Providencia, que señala inflexible un escaparate sartorial.
¿Por qué confiamos en la Primavera, para ser ella. al fin, noso-
tros mismos? ¿Qué importa buscar el fiado de un abrigo, si Wilde
nos aseguró que era mejor ser señalado por el dedo de un sastre
acreedor, que al fin es un dedo sólo, que por muchos dedos que

241
indiquen nuestra penuria y el temblor ridículo que llevamos al ca-
minar?
Compremos el abrigo y no lo paguemos. Este frío durará hasta
Junio, porque el almanaque señala el final para Abril.

A LA MULA NO LE IMPORTA
Corre el tranvía. De pronto se detiene. Hay un carro atravesa-
do en la mitad de la carretera. Un carro lleno de barriles de ce-
mento, carga pesada, que hace presumir media hora de espera. Los
carreteros sudan, maldicen, gritan; algunos empleados del tranvfa
acuden a ayudar al carretero; otro carretero que pasa ayuda tam-
bién. Y mientras carreteros, empleados del tranvía y pasajeros del
tranvía se desesperan, y hasta los barriles del cemento crujen ner-
viosos, la mula del carro, en pie, contempla indiferente el espectá-
culo, recibiendo el aire del mar que la refresca de la jornada.
Esta mula tiene toda la seriedad, toda la serenidad del hombre
de ciencia. La mula es inteligente. Y además, se burla. Francis
Jammes, el gran poeta francés, dice que él es un asno humilde y
sencillo. Al ver a esta mula, incólume y enérgica, pensamos en el
divino elogio que el poeta hace de sí mismo.
El carretero, irritado, maldice; los viajeros, desesperados, lle-
nos de puntualidad oficinesca, de esa puntualidad de las almas li-
mitadas, protestan del mal estado de la carretera, del bache que
encalló al carro y del exceso del cemento, con el cual el carro no
puede andar. Pero la mula, que no ha de llegar a ninguna hora de
jefes, y le tiene sin cuidado el cemento del amo, menea el rabo
como si fuera hombre, y bosteza en una irremediable actitud supe-
rior. Y los minutos pasan. Y los gritos se suceden, y hasta hay
latigazos sobre el lomo de la mula, pero la mula ni se sonríe y
parece exclamar cnmo Carducci: «Es iníhl que gritéis. T,a natura-
leza me ha distinguido».
Decididamente, la mula es un gran elemento como dicen aquí
en los partidos políticos refiriéndose al que les puede prestar un
servicio bueno.

242
EL VAGON- CERRADO
Ya no hay mucho fríb, Por eso el vagón cerrado ha empezado a
funcionar. Podemos, si no abrigarnos efectivamente, recordar los
frfos anteriores y todo se compensará. Dentro del vagón podemos
decir: cE1 frio de hace quince dlas no se nota ahora cun este vagón
cerrado». 0 más explícitamente: «Con el vagón cerrado no se pue-
de uno acordar del frío de hace un mes». Al vagón aunque haya
venido tarde es preciso disculparlo. Acaso el vagón tenía también
frio y no podía abrigar a nadie tiritando él. Es lógico suponerlo así.
Un vagón descubierto no tiene frío porque si no irla cerrado, y
puede abrigar mejor. En cambio, por muy cerrado que esté otro
vagón, si está a la vez helado, la gente se helará también. Ahora
que el tiempo se templó, el vag6n puede abrigarnos más certera-
mente. Habrá una secreta raz6n patol6gica para que este vag6n
permaneciera ausente.
La gente que va en este vagón, aunque es la misma aparece
distinta. Es una gente azorada, como la que viene tiritando de la
calle. Nos mira y tuerce la vista; no se-atreve a estirar los pies. El
vagón cerrado nos hace más corteses, más cobardes. Ninguna per-
sona que vaya en este vagón podrá jamás saber ,quiénes son las
otras personas que le acompañan. Nadie sabe tampoco quiCn es la
otra. El vagón cerrado nos aparta de la observacibn y nos nutre de
hostilidad.
Con las cabezas bajas, mirándonos nuestros zapatos, odiamos
al vecino que hace lo mismo que nosotros, odiándonos también.
Ese rencor plebeyo, ese rencor natural en todo insular, se exa-
cerba dentro de este caliente y cordial vagón, que debiera unirnos
más íntimamente por su cariñoso cobijo. Pero es que cada uno
quiere ir solo abrigado. Parece como si el calor se lo llevara uno
sólo, el que está enfrente, y nos dejara a los demás unas platafor-
mas descubiertas donde azota el viento.
Cuando el vagón cerrado viene a evitar gripes, nos recrudece el
odio y, aunque nos hagamos correctos, finos, tímidos dentro de
este vagón, nos sentimos dispuestos a saitar sobre el vecino y aco-
gotarlo.

243
EL ROSARIO DE LA AURORA EN EL
OCASO
El jueves a la tarde, en el edificio del Cabildo Insular repartié-
ronse a un lado y a otro sendos mojicones. El pueblo enardecido
gritó y dio palos. No hubo más herido que la consabida dignidad
ciudadana.
Apuntemos en el Dietario el espectáculo. Bien o mal, es un
síntoma de preocupación. Antes, todo discurría sobre la serenidad
de una laguna cristalina. Ahora, hombres o ,sapos se agitan en la
charca. ¿Nos consolaremos?
El insular está preocupado con la política. Ya no es posible
conformarse. Y la voz o el palo ha de decirlo justamente: sobre la
conciencia o sobre la caparazón del meollo. Los ciudadanos se
echan a la calle, pero son los ciudadanos vulgares. Hay otros de
más representación y fama que hurtan el cuerpo y no se meten en
la contienda. Alguien aseguraba que ahora, sacudidos de indigna-
ción, entrarían a luchar con sus prestigios y sus votos. Podemos
asegurar, sin embargo, que ahora se esconderán con más cautela.
Este tipo de insular es casi el culpable de los desbarajustes.
Tipo característico, de un egoísmo manso y frío, inventa un cómo-
do desengaiio para ejercitar la vaselina. -«Esto no tiene remedio.
Lo mejor es meterse uno en su casa.»
No es lo mejor. Hasta el rincón más escondido del hogar llega
el desasosiego. Hasta el fondo del baúl se sienk el clamor y aún
tapiados en nichos, no podremos evitar .el rumor de los gritos: el
grito escandaloso del cinismo y el aullido del pueblo que hiere el
vergajo caciquil. El atardecer del jueves acabó como el rosario de la
aurora. Y esto es más terrible. Ahora son dos rosarios, el rosario
del orto y el del ocaso. Maríana tendremos un rosario a mediodía.
¿Quién queda por salir al campo? Esa gente escondida, cuya
fuerza moral sería el triunfo definitivo. No es posible dejar los
respetos atropellados en mitad del arrnyn.
La indignación no es suficiente. Es necesario en esa gente alu-
dida dar el pecho con más lealtad y ayudar a defender al pueblo
que es, al fin y al cabo, el puntal de su propia defensa.

244
SOL
Ya hay sol. iHacía frío ‘! No se lo podemos preguntar a las
americanas negras ni a los hongos que estaban encantados con el
discreto tono gris de estos días. Sólo nos lo podrán decir ia arena
de la playa y el árbol solitario del camino torcido por el viento.
Nosotros tampoco lo podemos decir porque tenemos unos pantalo-
nes antiguos. El sol, sobre el mar, no sobre los hombres provincia-
nos. Las ropas se avergüenzan de que se les descubra el recóndito.
verdor de sus negros y los sombreros de paja, estirados hasta el
invierno, sacuden el polvo atrasado y triste. No, el sol no hace mal
tan pronto. Es preciso aguardar hasta otros días más leves, cuando
se puedan soltar las ropas de lana y florezcan en las sombrererías
los nuevos sombreros blancos.
Pero saludémosle como el distinguido y querido amigo que ale-
gra las oficinas y las redacciones y hace la calle de Triana menos
áspera y estúpida; y cuando el espíritu se encuentre solo de amis-
tad, y acosado de políticos o de jefaturas y de mandatos, con sólo
meter las manos en los rayos de oro, liberta de rencor y de odio el
pensamiento pequeño.
A pesar de las ropas y de los hongos, el sol es un alivio. Está en
un banco del Parque aguardándonos y nos deja el lugar cuando nos
sentamos. Es un amigo pero no hay que saludarlo heroicamente.
Es indiscreto decirle que se pare a oírnos como pretendió Espron-
ceda, sino que pase, que pase siempre para verlo volver.

ACABASE LA LUZ Y LA LUZ...


Están sonando las diez de la noche en la Catedral. Pero noso-
tros no podemos saber que son las diez. La luz del reloj se ha
apagado. Y aunque dé mil campanadas el reloj, no es posible creer
que marca hora alguna. Nuestros amigos los canbnigos pusieron la
luz porque el reloj era inútil. La gente oía campanas y no sabía
dónde. Era preciso, pues, poner luces para que se supiera que se
trataba de un reloj y que ese reloj marcaba una hora fija. Pues
aunque leyéramos en la prensa que en la Catedral había un reloj,
este reloj necesitaba expresar su vida más claramente: ¿Camo un
reloj da siete campanadas y nosotros podemos saber que han sona-
do las siete sin verlas? La escolástica canongil llega hasta este exa-
gerado limite: ver para creer, dijo el santo filósofo. Si era el filõso-
fo y no son dos distintos los santos, porque no estamos muy segu-
ros.

245
Pero esta noche, sin luz a las diez, nadie podrá saber que esta
hora existe. Hay una probabilidad, sin embargo: que han sonado
diez golpes. Pero esto no es suficiente. Pucdcn ser las dica dc la
mañana y no de la noche. Para saber, a punto fijo, que son estas
diez últimas necesitamos la luz. Si la hora se alumbra es porque
son las nocturnas. Si permanece sin encender la luz, no es vano
creer que la hora sonada es la matinal. Esta triste luz, descompues-
ta, siembra de tinieblas el horizonte de nuestras horas. Los canóni-
gos, que no salen de noche, no se han enterado de que la luz que
ellos han colocado en la torre se ha burlado cruelmente o se ha
sentido demasiado humilde no queriendo que haya más luz en el
sagrado edificio que las naturales que producen los sermones.
Han dado diez campanadas sin luz, esta noche. $erán las nue-
ve o las dos y media de la madrugada?

A LA HABANA ME VOY
Sin ser sargentos de la guardia civil, como es preciso para irse
uno a La Habana, unos amigos nuestros de «Fomento y Turismo»
emprenderán el camino de Cuba cubiertos de encajes. La Habana
recibirá entusiasmada tan amables y casi íntimos adornos y pondrá
a una de sus vías ohulevares el nombre de «Los encajes». Por este
pequeño y urbano éxito vale la pena de emprender un viaje largo.
Nuestros amigos, tan certeros siempre en sus organizaciones,
han inaugurado una exposición de labores. Gratísimo lugar es
aquél donde las sutiles prendas nos rodean, con un presentido per-
fume de íntima limpieza. Pero el viaje a La Habana tiene todo el
aire de una emigración sentimental. Generalmente, el isleño va a
La Habana a labrar la tierra y a asegurar la vejez en el nido, a la
vuelta del trabajo.
Doblones ãureos, ropas azules, de atiil, jipis sin cinta y gordas
cadenas de maroma traen, con la satisfacción de su bienestar gua-
chindango, los indianos de Cuba.
Bien cubierto el riñón, retornan, pero con el riñón averia-
do. No obstante, este regreso es al fin la casa de la calle de Triana
y la finca que le compran al antiguo amo que la hipotecó. Riqueza
pintoresca y acomodo de hamaca. Pero, al fin, un regreso feliz.
En cambio, nuestros amigos los de los encajes volverán a la tie-
rra sin camisas. Se llevan las prendan interiores y las dejan en Lã
Habana, país cálido, bochornoso, donde hay que andar ligeros de
ropa. Cuando, mañana, estos amigos regresen sin’sus prendas, com-
prenderán sin embargo que La Habana es un país glorioso.
246
Y que aunque algunos seiíores crean que las camisas tienen
once varas, son once varas en las cuales se puede uno meter con
confianza y Cxito.

CUANDO RESUCITAN.. .
En estos finales dfas santos suelen salir en todos los periódicos
provincianos unos articulitos pequeños y líricos titulados Resurre-
xit. Después de veinte siglos sigue Cristo resucitando literariamen-
te. Hay escritores que no escriben más que este articulo. Y, asi
como el distinguido joven de la localidad se pasa el alío confeccio-
nando su traje de Pierrot para febrero, el escritor de los Resurrexit
emplea la voluntad de doce meses en ayuntar las palabras resucita-
doras para el Sáhado Santo. Diez admiraciones y unos puntos sus-
pensivos. Esto es el Resurrexit anual.
Nosotrtis tenemos un conocido que estrena traje oscuro todos
los años por la Semana de Pasión. Es otro resurrexit. Traje que no
es negro del todo para que sirva para los domingos venideros.
Nuestro conocido resucita desde su traje, que es como el artículo,
que tiene el corte del artíwlu y el aire sentimental y repetido del
artículo. Cuando vemos en los periódicos este pequeño desahogo
literario nos acordamos del traje. La columnita tersa, brillante,
compuesta con cursiva, como un traje oscuro planchado que tiene
forros nuevos y huele a ese olor de sastrería, olor de planchas abu-
rridas y de muchac,has pobres los sábados al anochecer. Y aunque
diga Resurrexit, como por primera vez, pasa tan desapercibido
como el traje nueve entre otros trajes nuevos que como son nue-
vos todos los años han perdido su novedad primitiva.
’ Han pasado muchos años. El primer periódico que se publicó
en el mundo trajo ya este artículo. Y después todos los hombres
que ticncn este artículo embuchado, estrenan un traje oscuro. Pa-
rece como que le hacen un pequeño homenaje al artículo esperan-
do que los adoradores de,la localidad lo señalen como inteligente.
Y no es posible recibir el dedo de la señal con un traje raído.

247
UN JAPONES BEBIDO
Jamás habla visto un nipón ebrio. Ahora tenemos, de no se que
barco, unas docenas de nipones que van y vienen en el tranvía.
Ayer, uno de estos áureos medio-semejantes cogió su borrachera
para tornarse rojo, pero no lo pudo conseguir. El vino bebido de-
bió ser del blanco.
El japonés discutía con un árbol del Parque. El árbol estaba
lleno de raíces; era un árbol dentado, una palmera local. Y el ni-
p6n se indignaba porque no era un arbolito enano como los suyos,
liso y casi esmerilado. ¿A qué vino él a esta tierra remota, de casas
enyesadas, donde no hay terremotos ni chozas de bambú,ni biom-
bos de laca? Ha bebido su vino, porque era bueno como el poeta
italiano, pero lo que el vino -gran evocador y gran consejere le
hiio ver luego fue malo. Transportado en el sueño a un camino de
árboles geomCtricos, cuando sus manos quisieron tocar, halkonse
unas ramas cercenadas y un tronco duro y ancho como la cinta de
una patrona hispana. -El nip6n no podía ajustar sus manos con
aquellos obstáculos y quería discutirles su existencia inaudita. Al-
ma de héroe, se daba de cabezazos en el tronco y la sangre corrió
como en una batalla de orgía. Chorro del vino rojo’que no bebió
salía por las sienes. La cara del japonés -ioh, tiempos simbólicos
de Maura y Montaner!- era una bandera española. El árbol,
brusco e ineducado, sin sutileza alguna, se chupaba lentamente la
sangre, que regó las raíces.
Hemos meditado después sobre el porvenir. de esta palmera:
mañana será un bambú legítimo con la adornada gracia de un nenú-
far en la coP;ã.

DIAS DE LUTO
Nuestros iridiscentes amigos los palmeros han dimitido. Pare-
ce que han empleado con ellos -tiernísimos lirios- procedimien-
tos’de fuerza. No querían dejar entrar la gripe y la gripe se ha ido
a quejar a los altos poderes. Pero los palmeros se han indignado y
han puesto banderas de luto y le han telegrafiado al Diario la acti-
tud de la isla entera. «A los demás periódicos no les telegrafían
porque no han guardado respeto a la actitud.» Quedamos nosotros
aludidos. .
La dimisión del pueblo palmero tiene una importancia mitoló-
gica, las banderas negras, una protesta romántica. La Palma es
ahora, y siempre ha sido, una actitud, una postura. Nosotros la ve-
248
mos extenderse como un discurso florido de certamen: Es una voz
engolada sobre el Atlántico, un gesto de mano en forma de moli-
nete llrico. La gripe no podía de ningfin mndn acabar con este
prestigio literario. Y el pueblo palmero, poniendo un valladar en
la costa, aleja la gripe, que venia en primera, llena de maletas
neumónicas la cámara. Y ahora, estos procedimientos de fuerzas
porque no se dejaron debilitar el pecho, les hace arder en santa
indignación, y apropincuarse todos los cacharros del «Urceolo
obrero>o para defenderse.
El telegrama del Diario es la página más dramática de la histo-
ria insular, despuks de la muerte de Doramas. Esas banderas ne-
crológicas y esa dimisión, tienen un aire dionisíaco, turbulento. Para
dimitir de sus cargos los palmeros, hechos no más que para cargos,
algo muy trágico debe pasar en el alma indígena. El salón Terpsí-
core ha cerrado sus puertas al baile y en el circo de Marte ya no
.hay gallos que canten su propia muerte, como el cisne. Todos los
socios, incluyendo muchas mujeres, han dimitido.
Dimiti6 el Alcalde y dimitió el baile, el Cabildo Insular, el ele-
mentp civil en peso. La isla, tendida sobre la planicie azul del
Atlántico, no es’a esta hora más que una dimisión marchita, una
bandera mustia y negra sobre un asta, como en los bochornosos
días sin viento...

EL SEÑORITO ANUNCIA EL VERANO


a
Un señorito de la localidad se ha comprado un sombrero de
paja, se ha montado en el tranvía y se ha ido a pasear a la playa de
las Canteras. Otro señorito ha hecho lo mismo, y los dos se encon-
traron frente al mar. Una sola familia se había trasladado a su casa
de la playa. Los dos señoritos han comentado esta coincidencia
mientras cl verano cmpicza tímidamcntc.
Una señora dice: -«Ya está yendo la gente para las Cante-
ras»- Un joven distinguido ha pre untado-en el Club a otros jóve-
nes: -i<¿Cuándo se marchan uste d es a las Canteras?» Y los jóve-
nes han respondido: -«Este año vamos a Tafira.»
Hay un perfumado deseo de veranear. El sol mismo, dice a
mediados de Abril: «Aquí estoy, a las órdenes de las pamelas y
de los zapatos blancos.» Y a la gente le entra calor, un calor ele-
gante de paseos sin sombrero pero con unas sombrillas de colores
vivos. Y el dueño de todas estas familias se dedica ti preparar su
veraneo en el ómnibus autom6vil. Veraneo de aire agradable, ve-
raneo fresco aunque un poco apretado.

249
Tener a la familia en el campo, es hacer una frase consoladora:
-«Tengo a mi gente en el Monte». Y aunque el señor apenas
veranee, la frase le alivia el calor, es como un pay pay gramatical,
que ensancha el alma oficinista.
Los dos señoritos que han ido hoy a las Canteras, y se han
encontrado a la primera familia de la temporada, han gnzadn la
sensación de un espléndido futuro veraniego. ¿Abril, y ya la gente
de temporada? La vida es admirable.
Nosotros quisiéramos tener un pequeño verano, aunque fuera
el veranillo que tienen las nueces. Hay un sentimiento dulcísimo
que no hemos podido experimentar nunca: el llevar un queso de
bola, en el tranvía de las ocho, a la familia que está en las Cante-
ras.
Esta familia que aguarda diciendo: «Pancho, has tardado hoy».
Y luego Pancho llega llenando el espacio de su tardanza con el
esférico queso, alegría postril de nuestra clase media.

m
LOS BIOMBOS AMBULANTES ca
Hay en la bahía fondeado un buque fantasma. No el de los
mastiles negros y las velas de sangre. Nadie ha visto este barco
nuestro. No es un barco inglés, no es un barco español, parece que
no esta fondeado y que si lo presentimos, es de tan lejana nacibn o
de tan extraña catadura, que no es posible uno imaginárselo bien.
No es un barco de los que vemos fondeados, con nuestros o,jos. Está’
detrás de todos los barcos, casi al ras del agua. iPues de dónde
salen tantos japoneses chiquitos? Hay una epidemia de japoneses.
Montamos en el tranvía y de pronto, surgen frente a nosotros,
diez, veinte, japoneses cubiertos con todos los sombreros de antes
de la guerra, esos sombreros que se quedan en las sombrererías
rezagados, en unas cajas que no son las de ellos. Los restos de las
estaciones, los hongos de excesiva medida, esos que no compraba
sino el tal señor que se mudo de provincia o se murió antes de que
llegara su sombrero.
Los japoneses se extienden por toda la ciudad, en grupos, para-
dos en una esquina, parecen las figuras de los biombos de laca que
se han salido de allí,. ahífos de kimonos y ansiosos de hongos.
ingleses.
Todos, con unos ojos rayados, de igual estatura todos, cuando
se colocan juntos, con los ojos pequenos y recónditos parecen una
sola línea trazada a pluma, con una regleta comercial.
¿Por qué han dejado las sedas y las sandalias de rosa, por estos

250
hongos y estas americanas, anchas tambien como los kimonos? -
Los hongos tropiezan con el aire del tranvía, y los japoneses al
reírse parece que se están riendo a escondidas de sus propios som-
breros, vitndose reflejados en el fondo de un lago sagrado, cubier-
to de nenúfares.
Uno ha cogido con las manos ayer, en el tranvfa, su hongo. El
hongo era una barca donde el japonés se hubiera metido para re-
mar en otro biombo caricaturizado. El ha dicho algo a sus amigos
del hongo, porque todos se han puesto serios y han contemplado el
sombrero con cierta religiosidad confusa. El hongo ha dado vueltas
en las manos del japonés. ¿Qué pensaban? ¿Qué era, en realidad,
aquella cosa que ellos se ponían en la cabeza sin percatarse bien
del oficio?
El hongo podía ser un ídolo interesante. Un talismán misterio-
so. Desde nuestro asiento, un poco ciegos de polvo y de velocidad,
nos pareció que el hongo era un diminuto Buda hidrópico.

POR QUE DESAPARECE EL LAUREL


Porque sobresale. El laurel no puede continuar en alto. Y en-
frente del Casino, menos. Es la perenne historia insular. El rodillo
nivelador de que nos habló en memorable fecha don Luis Millares.
Hemos pasado junto al laurel herido. Durante muchos años se
irguió gallardo, superior, espléndido. Pero los hombres pequeñitos
diéronse cuenta de que el laurel les venda en estatura y han acor-
dado suprimirlo. Es un caso de envidia provinciana,
Era lo más ilustre de la ciudad. Tenía un prestigio antiguo y
simbólico. No pudo ofrecer sus ramas para conocer a los hombres
locales y él mismo se servía.de ellas sobre su testa gloriosa, porque
era el mejor de los nacidos. Hoy, medio derrumbado, no abate sin
embargo su gesto de desdén orgulloso. Ccrcenar6n sus ramas, ma-
chacarán sus hojas. ‘Quedará el laurel incólume, altivo. Las raíces
se extienden largamente; cuando el tronco esté astillado, las raíces
perdurarán escondidas, asqueadas bajo la tierra.
Estos hombres pasan junto al laurel indiferentes. Nadie se ha
conmovido. Era la sombra ilustre de los profesionales, de los hom-
bres que pretenden ser inteligentes. Nada ha. perdurado tan firme-
mente como el laurel amigo. Y no era posible tolerarlo más. Aho-
ra hay mucha gente que quiere ser más alta que él y que era mucha
la sombra que proyectaba.
Se nos va. No han sabido amarlo ni comprenderlo. Pasó sobre
los años respetado por los espíritus de ayer. Tenía la altura desme-

251
surada y las ramas famosas para la alegoría genial. Pero, ipara qué
había de quedar ahora, en un lugar donde los hombres se coronan
tilo de usura, él que es puro, amplio, infinito?
Despidamos al viejo amigo. Lloremos en silencio y a escondi-
de la muerte [..,]* daces de la ínsula. [m**]* todos iguales.
Ya no habrá nadie más alto.

LAS HOJAS DE ROSA


Después de diez años hemos vuelto a la Catedral. Era día de la
Ascensión. Nos habíamos levantado temprano, vacíos de recuer-
dos. Ni el recuerdo de la noche anterior. Todo el espiritu solo.
Caminábamos en silencio, en medio de los hombres mañaneros,
cuando llegamos a la Catedral. Y de pronto, la imaginación fatiga-
da del ocio da un salto de veinte años. Un salto a la niñez.
¿No era aquí, en la Catedral, donde caían por unos agujeros de
la bóveda las hojas de las rosas? ¿De dónde venían esas hojas
queridas? iHabía un ángel escondido que sembraba hojas de rosas
sobre los canónigos y sobre los beneficiados?
Y llegó el día del colegio y el día del traje nuevo estrenado en
Semana Santa, resucitado hoy, día de la Ascensión. Y un olor de
rosas frescas en el alma -olor de niñez y de alegría- y los ojos se
iluminaron y volvieron a ver las rosas deshojadas descender al al-
tar. Y el Obispo Cueto, tan pequeño y tan dulce y tan limpio,
pisando los montones de rosas. Y luego, las campanas, que tenían
el sonido y el aroma de las hojas que caían, en una lluvia constan-
te, infantil. Las capas pluviales eran luminosas, el órgano sonaba
más claro. Toda la iglesia era Mayo, un Mayo único, que se agol-
paba todo en este día tan bueno.
Hoy estaba la ciudad llena de holandeses y de británicos. Unas
mujeres rosas. claras. tambien de Mayo. La Catedral se llenó de
estas mujeres. Y nosotros, fuera, pensamos que estas mujeres nue-
vas traían a la lluvia de rosas una nueva cordialidad. Y el recuerdo
de ayer se precisaba más amplio. Era necesario recordar otra vez.
Y entramos. ¿Dónde estaba el ángel? -No era un ángel. Era
un sacristán, el sembrador de rosas. Pero tampoco estaba el sacris-
tán. No había hojas. Las hojas se perdieron en las bóvedas. La
lluvia había caído. Al menos, cuando entramos, no llovió más.
Desde la puerta, nuestros ojos lloraron la antelación de la lluvia o
el letraso dc nuestra curiosidad.

Faltan algunas palabras.

252
Pero en nuestro espíritu, las hojas estaban ya secas y eran dos o
tres nada más que se llevaba el viento. Un viento frío que venía de
un cielo gris sin emoción.

EL RECUERDO OLOROSO
Habíamos permanecido alejados en este día solemne de Corpus.
Día en que comenzaban las vacacioneszdel colegio y por eso doble-
mente recordable.
Habíamos huido al Puerto. La gente encapotada y biliante, es
para los treinta años de una vida poco feliz,.intolerable. El Corpus
tiene el prestigio retumbante de los zapatos de charol y los trajes
de seda que se estrenan. El Corpus, para este grupo de seres que
forman lo que’se llama sociedad, es una fecha de figuraciones. Los
cuerpos bien sociables no se hallan confortados este día si no estre-
nan el traje, como los cuerpos limpios no se avienen a dejar el
baño matinal. Corpus nuevos. En las plazas, en las calles se di-
luyen en trapos los sueldos oficinescos.
Pero nosotros ya no adivinamos estos debutsanuales. No pode-
mos ver espectadores, y algún malicioso acaso diga que por no
poder ser actores a la vez. No somos espectadores y habíamos ya
olvidado el solemne y amado espectáculo de nuestra niñez.
Por la mañana, al pasar, pensamos: «Aquí había un arco». uY
aquí unos obispos». «Unos retratos de obispos. ¿Por qué ponían
estos retratos?» Y la memoria confusa no recordaba bien.
Unas plumas, unas ramas. Este año parecía la preparación más
esplendorosa.
Nos pasamos la tarde frente al mar, que estaba gris, aburrido y
solitario. Llegó la noche y retornamos a la ciudad, cuando la gente
pasaba con sus trajes nuevos que parecían tan mustios como las
pisadas alfombras de flores. No quedaba nada. Sólo el recuerdo
del olor de la tarde.
La ciudad olía a nuestros días pasados. El aroma, lleno de pu-
reza y de alegría entró en el espíritu, despertándole una primera
juventud olvidada.
Y al entrar en nuestra casa, detrás de nosotros, venía la sombra
del ayer, acariciándonos en las espaldas, con tan sutil y punzante
caricia, que lleg6 a arañarnos el corazón angustiado e incrédulo.

253
N U E V A S C R.c ‘C A S

(1921-1924)
LAS AZADAS DE AGUA Y EL AMOR

Ciertamente, el comentador no ha podido entender todavía es-


te importante asunto de las azadas de agua. Al principio creyó que
la azada de agua, era una azada tal, una de esas azadas agrícolas,
las cuales igual se metían en la tierra que en el agua, sacando agua
y tierra por el mismo procedimiento. No es extraña esta creencia.
Don Pío Baroja, que es un hombre ilustre, no supo hasta los treinta
años el significado de «pretérito». El comentador es un hombre de
menor cultura que el Sr. Baroja.
Pero de tanto oír mentar estas azadas, ha venido en descubrir,
que son de tal magnitud y nobleza, y que a mayor abundamiento
de azadas mayor consideración social en los propietarios de ellas, y
mayor número de pretendientes a las hijas de ellos o hermanas de
leche de las azadas.
En los buenos y bicarbonatados tiempos de don Ramón de Cam-
poamor se tenía del amor un concepto de aleluya; asl podemos
recordar cómo el poeta decía: «Mientras él, pregunta: iEs bella?
LES bella?, ella indaga: iEs bueno? iEs bueno?» Hoy, singular-
mente en la ciudad isleña, en tanto a ella nada le importa, el pre-
gunta: «¿Cuántas azadas de agua tiene el papá?»
He aquí un desconocido aspecto del problema del agua. Pare-
cía que el amor estaba ya desprovisto de aquella antigua limpieza
romántica, antañón encanto de los abuelos del lector. Pero el agua
en azadas, finge todas las fuentes sonoras y es gran simuladora de
arroyos sutiles. Antes se decía desdeñosamente: «Todo lo demás
es agua». Y hasta papel mojado, como indicando que el agua tor-
cía las huenar intenciones del papel. Pero ahora el papel señala la
misteriosa cantidad del agua y ya la gente no va por agua a la
fuente como en las églogas, sino que va por ella al altar.
Las azadas de agua insular lavaron todo el viejo pecado que el

257
interks matrimonial tenía. Y tras el arduo trabajo o el fatigoso y
polvoriento camino que el mozo enamorado emprende, ha de ha-
llar quien lc mitigue la sed con,. azadas bien rebosantes.
Amor actual de la isla: sesenta azadas de agua por hora. El
hombre, que en un parque hubo de lamentar con el comentador,
esta afición a las azadas, debe apear su orgullo y volver al cauce de
las tolerantes reflexiones. Que al fin y al cabo, nuestras vidas no
vienen a ser más que los ríos que van a dar en la mar.
Que en este caso, es la mar, solamente.
Y no el morir, sino el vivir coleando.
[Gd

LA RECAIDA DE ZERPA
El Sr. Zerpa ha vuelto a salir a la calle después de unas peque-’
ñas gástricas. Han pasado seis días y cuando el Sr. Zerpa tiene el
apetito abierto del todo y está más grueso que antes de las fiebres,
se encuentra a un amigo que le dice: «iCaray. Se está usted que-
dando como un fideo!»
En el acto el Sr. Zerpa siente como si le entraran en el estóma-
go un fideo largo y frío. -i Pues no estaba ya mejor? iCómo le
dice aquel amign que está más flaco?- ¿Tx, estará realmente? ¿No
volverá a engordar nunca?
Y el Sr. Zerpa siente un tembloroso miedo y hasta nota que los
brazos se le mueven dentro de las mangas como badajos, y en el
botón del vientre una seca presión de vacío. -El Sr. Zerpa atra-
viesa en aquel instante por la conocida crisis del buen hombre
aprensivo que se cuida. Se le abre un abismo de flaccidez ante sus
ojos y se ve diluido en una nube lejana...
Y así, con una palpitación amarilla ante los ojos, se echa a
andar el Sr. Zerpa, buscando una solución a su frágil vida de con-
valeciente.
Andado buen trecho de su camino, topa con otro camarada que
le saluda cordial y le dice: «iCaray, ahora sí que estás gordo! Pare-
ces un cochino.»
Y súbitamente, Zerpa vuklvese a sentir la ropa pegada al cuer-
po y cómo el vientre se le infla repleto de salud. ¿En qué queda-
mos? -piensa Zerpa-. iEstoy de verdad mas gordo? iEs este
amigo el razonable, o aquCl? Y echa a andar de nuevo, envuelto
en una desconcertada ansiedad de pobre hombre.
Y engorda y desengorda por el camino, inflándose y desinflán-
dose como un acordeón.. . Y al pasar por un escaparate se mira de

258
soslayo y al detenerse en una esquina agita los hombros para ver si
tiene encajado el esqueleto.
De esta suerte llega Zerpa n su casa y su esposa doña Pino lc
pregunta asombrada: «¿Qué tienes, Zerpa? Estás pálido. Parece
que tienes fiebre.»
Y lo palpa y le foma el pulso y ve que Zerpa esta ardoroso. Y
entonces lo mete en la cama, donde Zerpa tiembla de frío, de
fatiga y de miedo, viéndose gordo y flaco, alto, bajo y «curvo»,
como en uno de esos espejos que transforman los cuerpos huma-
nos. Y oye una voz que le grita: «iGordo!» y otra que chilla: «iFla-
co!» Y el Zerpa gordo palpa al delgado y el delgado se escurre
entre las manos del grueso.
En su delirio Zerpa adivina que en su país no se puede vivir
tranquilo y que la salud de los hombres esta a merced de la curiosi-
dad de los compatriotas. Zerpa no logra dormir aquella noche, y al
siguiente día, ve, con 39 grados de calentura, cómo se le asoma el
tifus por los pies de la cama.
Es una recaída completamente metafísica, pero con todas las
reglas fisiológicas.
Z&pa morirá.
[G-l

EL DESTINO DE ROBAINA
La señora de Robaina se ha nombrado a sí misma madrina de
un soldado. El Sr. Robaina, ajeno a toda cosa vehemente, estaba
en su rebotica, en tanto la señora se extendía su nombramiento.
-El Sr. Robaina es un hombre humilde, que no tiene ahijados.
Una vez, el peón de su oficina le ofreció un hijo para bautizarlo y
el,Sr. Robaina lo rechazó. El sabía que un bautizo de esa naturaleza
va acompañado siempre de bizcochos lustrados, de tazas de choco-
late, de «sopaigenio» y otros alimentos más o menos onerosos. Y
el sueldo del Sr. Robaina, antaño como hogaño, fue limitado. Tan
limitado, como la entidad donde $1 presta sus conocimientos.
El Sr. Robaina hablaba en la rebotica del tiempo y de su cata-
rró que habia cogido en la Placetilla de los Reyes, con ocasión de
un entierro. Sacaba tabaco de su borrega y liaba, modestamente,
un cigarrillo. El cigarrillo que tiene después de hecho un curvo
aspecto de hignte nipón, que hay que apretarlo mucho con los dos
dedos para que no se vaya el tabaco, pues el papel no tiene goma.
El Sr. Robaina es de ia Liga de los enemigos de la goma en el
papel de fumar.

259
El Sr. Robaina fumaba su cigarro y le sacudía la ceniza que le
caía en la solapa. Hubo un instante en que se detuvo con el cigarri-
llo en alto para contemplarse üna mancha que vio en el chaleco.
Mancha que después se frotd largamente, con la manga de la ame-
ricana, sosteniéndola tirante, como el paño de sacar brillo a las
botas.
Con su cigarro desengomado, su pequeña mancha y el catarro
de la Placetilla, el Sr. Robaina no podía imaginar que le estaba
creciendo, lejos, un título consorte. Igual le hubiera ocurrido con el
cáncer. Las cosas terribles se fraguan en silencio.
Por otro lado, la Sra. de Robaina no pudo evitar el madrinaz-
go. Es una señora que vive en sociedad. Y como la señora de
Galindo es también madrina, ella no podía quedarse por debajo.
Después de todo, un ahijado en la guerra cuesta poco dinero. La
de Camejo le dijo que de 15 a 20 duros al mes, entre cartas, rega-
los y ex-votos. Pero el Sr. Robaina ignorará esto, desconocerá este
importe. Su señora, seguramente, no mentaría más que las cartas;
cuatro cartas al mes, que suman ochenta céntimos. Pongamos uqa
peseta para una carta imprevista. Lo de los regalos es facultativo.. .
Cuando el Sr. Robaina llegó a su casa y cató su puchero tampo-
co pudo notar que su señora era madrina de un soldado. El cocido
estaba con el chorizo de siempre, la pera de costumbre y la piña
consuetudinaria. Pero estas tres cosas estaban, sin embargo, ame-
nazadas de muerte.
Desde que la madrina empezara a funcionar el Sr. Robaina se
quedará sin pera, sin piña y sin chorizo.
[M. M.]

LA ROZADURA
El Sr. Fabelo camina un poco cojo, por la calk. Sc: encuentra a
un amigo que le pregunta: -¿Qué le pasa, hombre?- Y Fabelo
pliega el rostro confusamente y contesta: «No me diga nada. Yo no
sé qué caray es eso. Una condenada rozadurilla en el pie que me
trae fastidiado.» -«Eso no es nada -añade el amigo-, póngase
un poco de vaselina y corte el zapato por el lado del dedo».
Pero Fabelo no rompe el zapato. Todos los tenderos de comes-
tibles que tienen un dedo malo también se cortan el zapato, y así
vemos un dedo gordo envuelto en un calcetín que parece un sobre-
todo, asomado a la ventana del zapato. Fabelo piensa, razonable-
mente, que ese dedo asomado es poco distinguido.
Y se mete en la rebotica, apoyando todo su pie en el tacón, y

260
en la boca un pequeño gesto de amargura. En la rebotica, Robaina
y Camejo, que ya habían tenido antaño rozaduras en el pie, le.
nconscjan diferentes remedios; ungüento, polvos, una frauelila.
Pero Fabelo empieza a sentir el escal’ofrio de una rara preocupa-
ción. Y se pasa la tarde con los ojos y el pensamiento en la punta
del pie, hasta que llega Gamejo y le dice:
-íTenga cuidado! Más vale que se quede en su casa hasta que
se le quite eso, porque a lo mejor, de nada se le hace a usted ahí
alguna cosa grave. -i A usted le suda el pie? Pues si le suda el pie,
lo mejor es que no salga hasta que se le cure la rozadura...
Aquella tarde la conversacidn gira lentamente alrededor de la
rozadura de Fabelo. Salen a relucir rozaduras cklebres en la isla.
Fulanito, el de la Vega, de una rozadura le salió un cáncer; a Men-
ganito eti cambio se le infectó otra y .nada. Eso es cuestión dc
«temperamento».
La rozadura en un pie insular tiene una singular trascendencia.
La ciudad entera sabe cuándo un señor tiene esa rozadura y cuan-
do la tiene un’ segundo se comenta: «Fabelo también tiene otra
rozadura. Por ahí anda el hombre andando con dificultad.»
Y se pregunta entonces c6mo se le quitó la rozadura y hasta se
da el caso de que uno que ya en su tiempo tuvo su correspondiente
rozadura, se vea de pronto visitado por un señor desconocido que
le acomete preguntándole:
-Hombre, me dijo Camejo queusted había tenido una rozadu-
ra en un pie y que se le había curado en una noche con no sé qué
cosa.
Y uno tiene que responder:
-Efectivamente. En casa de Espinosa hay un líquido america-
no muy barato para rozaduras...
La rozadura de Fabelo, se ha prolongado una semana. En esta
semana Fabelo, que es tenedor de libros, no ha podido balancear
sus diarios, pero se ha resignado pensando que los balanceará
cuando la rozadura desaparezca.
Una tarde sale caminando derecho y el iìmigo de siempre le in-
terroga:
-iQué! ¿Se le quitó al fin eso?
-Sí, caray me ha dado mucho que hacer. Pero no se me quitó
con el líquido.
-¿Pues con qué se le quitó?
-Con una cosa que a mí me pareció un disparate, pero tanto
insistió un curandero que me lo puse y listo.
-¿Con qué?
-Con corcova de camello. Es una cosa de primera.
[M. M.]

261
TRABAJAR POR SU CUENTA
Robaina se ha decidido a trabajar por su cuenta. Cuando un
señor de la familia de Robaina toma esta decisión grave suelen
decirle las mujeres de la casa: «Pepito, tú mira lo que haces. No
vayas a dejar una cosa segura como es el empleíto para meterte en
negocios». Y luego, añade de un modo sentencioso, aquello del
pájaro en la mano y ciento volando.
Pero Robaina es un carácter. Trabajará por su cuenta. Ya ha
escrito a Nueva York y de Nueva York le han enviado un paquete
postal con baratijas, collares y un reloj, uno de esos relojes que en
la isla llaman cebollas. Robaina recibió el paquete y un giro para
aceptar a 90 días. Aceptó el giro y vendió las baratijas. Con el
producto de estas baratijas fue al Cine, comió en el Merendero de
Galán y se tomó un chocolate en la Plazuela. Cuando venció el
giro, Robaina no pudo pagarlo. Pero había trabajado por su cuen-
ta y sin cesar.
Siguió trabajando. Puso un pequeño escritorio y los amigos,que
le veían abrir la puerta con una llave pequeñita que colgaba de una
cadena enorme se quedaban estupefactos. Robaina tiraba de la ca-
dena como si tuviera un cubo en el extremo y fuese un pozo el
bolsillo, retrocedía ante la puerta con cierta gallardía de propieta-
rio de casas y embutía la llave, como un florete, en la cerradura.
Después desaparecía detrás de una mampara misteriosa donde se
veía un anuncio de fábrica de conservas, española. Aquello era el
laboratorio donde Robaina trabajaba por su cuenta.
Robaina empezó a escribir cartas porque así trabajaba por su
cuenta, pero no recibió sino unos metros de latón anunciando las
conservas. Todos los amigos de Robaina tienen una de estas mues-
tras en sus casas, y la mamá de Robaina ha puesto otra en la pared
del patio, sobre una pequeña repisa de yeso. Así se va extendiendo
poco a poco la pequeña fama local de Robaina.
Pero Robaino, aunque trabaja por su cuenta, la cuenta no quie-
re trabajar, y el trabajo sólo lo hace Robaina, y como en la ciudad
todos los amables Robainas trabajan también por su cuenta, he
aquí que suelen aparecer al final de la jornada más cuentas que
trabajo.
El sacrificio de Robaina por su cuenta es inútil. Cuando el
hombre se decide otra vez a buscar el pájaro, que antes tenía en la
mano, aparece de Nueva York el viajante de la casa de las bara-
tijas a reclamarle a Robaina las baratijas, los collares y el reloj de
cebolla.. .
Entonces el trabajo de la cuenta adquiere para Robaina carac-
teres de rascacielo.. .
[M. M.]

262
EL CALOR DEL SR. CAMEJO
El Sr. Camejo acaba de sentir, un instante, mas calor que en
Cuba.
El Sr. Camejo llegó de la isla americana, con unos duros zapa-
tos de azafrán y una ropa azul turquí. Toda esta indumentaria ve-
nía a ser como un cristal de aumento, donde el sol isleño se agran-
daba y enfurecía más. El Sr. Camejo no lo ha sabido y cree, since-
ramente, que, por lo menos, al mediodía, hay en Las Palmas más
calor que en Cuba.
La cadena del reloj del Sr. Camejo, más que cadena, Maroma,
es también inculto contribuyente al calor de ese apreciable india-
no.
Una letra de diez mil pesetas que traía para cobrar y que no ha
cobrado aún porque «no ha llegado el aviso», aumenta asimismo
las calorías que le vienen al Sr. Camejo del exterior.
El zapato, el traje, la cadena y la letra, actuando extranamente
sobre el inmigrante patriótico, le han hecho creer que en la isla hay
más calor que en Cuba.
Cuando él se fue -hace diez anos- había más fresco. Cree
que el sol ha vuelto a sus días juveniles.
El Sr. Camejo va por la calle. Todos los señores Camejos que
vienen de Cuba, no hacen más que estar en la calle. Y los amigos
del Sr. Camejo, se lo encuentran y le estrechan la mano sin apre-
társela porque en Cuba, la mano del Sr. Camejo, aumentando de
callosidad, aleja toda cordial expresión de la mano sin callo.
El Sr. Camejo dice que Cuba está mal. Y el amigo dice des-
pues: «Camejo dice que Cuba está mal».
Y el otro al otro repite igual palabra y el final ya no es Cuba,
sino aquello. «Aquello está mal».
Nosotros, quisieranros ser unos peyueíios scñorcs Camcjos pa-
ra ir a Cuba y sentir después a la vuelta mas calor. Una cadena en
el vientre y un cheque de diez mil pesetas es cosa para hacer hervir
a cualquiera.
El Sr. Camejo, cuando se afeita en la barberfa, se afloja los
pantalones, el chaleco y se «ahueca» dentro de todo su traje para
exonerar ese calor tan terrible que ya quisiera, para su ardiente
sol, la isla hermosa...

263
SE HA VUELTO A ARREGLAR
Mariquita Mujica se ha vuelto a arreglar con su novio. Noso-
tros hemos pasado por la Plazuela y hemos oído una frase llena de
alegría: «-Niñas, jno saben ustedes la noticia? Mariquita del Car-
men ,que se ha vuelto a arreglar con Oropesa».
. Entonces suenan varias voces más, exclamando: «Niña, no me
lo digas.»
Mariquita Mujica había sido novia de Oropesa, unos dos años.
Un día Oropesa se entusiasmó con una peninsular y Mariquita
Mujica se puso como una culebra. Oropesa peleó con Mariquita,
pero no llego a arreglarse con la peninsular.
Llegaron unos días de regatas, unos días de baile de Yeoward,
de «té danzant», y Mariquita Mujica asistió a todos estos actos,
alegremente. Oropesa también’ asistía. Y mientras ellos ni se mira-
ban, todas las demis Mariquitas y los restantes Oropesas de la
sociedad, les acosaban a observaciones silenciosas.. .
Pasaron los meses. Y una noche, sin saber cómo, Mariquita y
Oropesa se volvieron a arreglar.
Cuando una señorita de Mujica se arregla de nuevo con un
Oropesa ingrato se nota en la ciudad como un oloroso ambiente de
San Pedro Mártir o de Jura de Bandera, una novelera alegría con-
fortadora. Es más importante, tiene una trascendencia más ideal
uno de estos reprises amorosos que todo arreglo de primera vez.
La boda esfumada vuelve a corporizarse y ya no cabe duda para la
familia.
Todas las mamás insulares prefieren siempre la que pudiéramos
llamar remonta del noviazgo, al noviazgo simple y prolongado, sin
claros horizontes. Por eso la mamá de Mariquita Mujica, cuando la
señora de Estupiñán le pregunta: «-LES verdad, señora, que su
hija se ha vuelto (L arreglar con Pnnchito Oropesa, según me dije-
ron?», responde abanicándose con un abanico negro de flores pla-
teadas: -«Sí, señora, es verdad». Y luego añade como contraria-
da; -«Por ciclto que me lclajan estos arlc;glos. Yo, ya se lo 1~
dicho. Si ese pipirimbao viene otra vez a reírse de ti, se equivoca».
Y la señora de Estupiñán intentará disuadir a la señora de
Mujica explicándole: «No, señora. Cuando él ha vuelto es que trae
buenas intenciones.»
El abanico negro de las flores plateadas, rubrica entonces sobre
el parapeto lácteo de la Sra. de Mujrca, todo un pensamiento sue-
gril .
Y en tanto la Sra. de Mujica y la Sra. de Estupiñán encarrilan
su diálogo por la vía de las subsistencias encarecidas, Mariquita del
Carmen y Oropesa resucitan los muertos amores de antaño, de un
modo original y casi guanche:

264
-Tú fuiste, tú fuiste.
-No, que fuiste tú.
-Tú, tú y tú. Ni sé c6mo te pudo gustar esa nifia de Pérez-
Cacho. Por supuesto. Todo fue porque el padre era Teniente Fis-
cal y decían que de buena familia. De relajón que te pusiste.
[M. M.]

ESTOY ABURRIDILLO
En la ciudad hay un sujeto que siempre está aburridillo. Este
sujeto se llama el Sr. Camejo.
El Sr. Camejo sale a dar un paseo al parque y se encuentrà a
un amigo y después de saludarlo con un ihola!, lento, le dice:
-Pues, nada. Estaba aburridillo en casa y me eché a dar una
vuelta.
El Sr. Camejo está aburridillo siempre que lo encontramos en
cualquier lugar. Si va a la rebotica, exclama: q,Qué hay, seBores?
Aquí vengo a distraerme un rato. Estaba un poco aburridillo».
Todas las sensaciones de la vida del Sr. Camejo, se reducen a
este menguado aburrimiento. Todo lo traduce de esa manera: abu-
rridillo. Si tiene un dolor en el costado, dirá que lo trae aburridillo
el dolor, si el grifo del cuarto de baño no funciona, exclamará:
«iQué aburridillo me trae la dichosa llave ésta!»
Estará aburridillo, cuando la bombilla eléctrica se funda, cuan-
‘do se le introduzca un catarro en la nariz: «iCaray, qué aburridillo
me atrae este catarro!»
Este aburrimiento se convierte siempre en el diminutivo gracio-
so con que lo llama el Sr. Camejo, porque ,el Sr. Camejo ama al
aburrimiento con un placer de miniaturista. El Sr. Camejo siente
en su cuerpo el hormigueo de su aburrimiento y lo coge en las
manos, como una bolita de pan, y lo perfila graciosamente. «Estoy
aburridillo.» Y le da vueltas y más vueltas al aburrimiento, como
esos señores que adorando tanto las flemas de su catarro, tosen y
se las tragan y hacen como una gárgara placentera dentro del pe-
cho.
El Sr. Camejo se levanta y va a dar sus paseos. El no trabaja
porque posee un pequeño cortijo que le permite holgar. Sale por la
mañana, al mediodía, por la tarde y de noche. A todas horas nos
lo encontramos y siempre nos afirma que está aburridillo.
Por la mañana dice: -«iNada! No sabía que hacer. Estaba me-
dio aburridillo y me eché a la calle». Al mediodía añade: «Después
de almorzar empecé a sentirme aburridillo y dije, ¿quC mejor que

265
dar una vuelta?»- A la tarde nos repite la misma palabra y por la
noche rubrica solemnemente:
-«De verdad que sentia ganas dc acostarme, pero, icaray!,
estaba aburridilio y me decidí a dar una vuelta.»
iPero a qut horas est8 aburridillo el Sr. Camejo, si todas las
horas lo vemos con el aburrimiento quitado? iPues no sale él a la
calle porque antes estaba aburridillo? ¿Y no está en la calle todo el
día?
Es que el Sr. Camejo de quien está aburridillo es de él mismo,
y solo en su casa, siente el silencio de su propia desabridez y no
puede resistirla. En la calle, alzando la voz y oyendo el ruido de
los carros se le quita al Sr. Camejo su aburrimiento.
La vida del Sr. Camejo necesita el crujir de una rueda. Este
crujir viene a ser para la raíz del Sr; Camejo como un sonoro
sulfato de amoníaco que le abona.
[M. M.]

EL EQUILIBRIO DE LAS LETRAS


En la ciudad hay un señor característico que necesita tener una
pequeña letra descontada en un Banco. Este señor es Fabelo.
Fabelo, un dfa nota que no tiene letras, como los demás, y le
entra el hormigueo de tenerla y se va a visitar a Carne-jo y le dice:
-«Querido amigo, necesito darme los baños de Agaete, para lo
cual me precisa descontar una pequeña letra. LUsted quiere fir-
márme!a? No tiene usted más que darme la firmita...»
Y Camijo que tiene a honor firmar letras, porque así su firma
se acredita, le contesta a Fabelo:
--«Con mucho gusto. Pero yo firmo el segundo.»
Fabelo entonces calcula que con 500 pesetas tiene bastante y se
decide a hacer la letra por 525,OO. Es necesario aumentar 25 pese-
tas para poder cobrar las 500. Fabelo, recuerda en el instante cn
que va a extender la letra, que los intereses se pagan en el acto y
que si no descuenta 525,00 no podrStn cobrar 500, sino cuatrocien-
tas y tantas.
Fabelo hace su letra y no va a darse los baños de Agaete, sino
separa veinte duros y se da un paseíto al campo. Coge un automó-
vil qut: lo lleva por la carretera del Centro, lo introduce en la ca-
rretera de la Atalaya y lo saca por Telde. De este viaje ahorra
Fabelo unos duros que se los gasta comiendo en el Retiro.
Camejo le ha hecho un gran favor. Uno de esos favores que no
se pagan nunca. Así se lo ha dicho Fabelo.
La letra, poco a poco, ‘se va extendiendo, navega los noventa

266
dlas reglamentarios sin percance, hasta que llega el dla del venci-
miento y tropieza en un escollo terrible. Fabelo se ha gastado las
quinientas pesetas y necesita ciento y pico para amortizar el primer
plazo.
Entonces la cabeza de Fabelo empezó a girar por primera vez
en su vida. -¿Dónde podrC encontrar cien pesetas?- Y recuerda
que el amigo EstupiñBn le puede firmar otra letra. Y lo visita y le
dice: «Me han recetado los baños de Agaete. Necesito treinta du-
ros. ¿Quiere usted firmarme una letrilla por 175 pesetas? No tiene
usted más que darme la firmilla ». Y Estupiñán se la firma y Fabelo
descuenta el tanto por ciento de la primera y aún le sobran diez
duros que utiliza en comprar un queso de bola, una caja de galletas
.de Marla y unas botellas de vino dulce, cosas gratas que lleva a su
esposa y entre los dos se las comen y se las beben. Y de este modo
entra la segunda letra de Fabelo en el sereno mar de los plazos.
Hasta que pasan otros tres meses. Y Fabelo se encuentra con
las dos letras que se hacen guiños desde las carteras bancarias. Y
Fabelo, que de esta vez tampoco tiene con qd amortizar sus deu-
das, necesita acudir al amigo Robaina para que le garantice una
tercera letra. Y la letra se hace por 200 pesetas, porque Fabelo
tiene que darse otra vez los baños de Agaete.
Pero un día, las tres letras, cansadas de dar tumbos de venci-
miento en vencimientu, sin un Icsultado satisfactorio, SC cncucn-
tran y se saludan las tres, melancólicamente, en casa del Notario.
Y el Sr. Estupiñán, el Sr. Camejo y el Sr. Robaina, tienen que
sacar las letras de casa del Notario como quien saca del cuartel,
rebajándolo de pan y rancho, al hijo de un amigo, porque el Sr.
Fabelo ha ido de esta vez a darse los baños de La Habana...
[M. M.]

EL BARATILLO
El Sr. Camejo acaba de abrir un baratillo. Las niñas de Estu-
piñán han pasado por la tienda y han visto un letrero enorme que
decía: «Gran realización, sólo por una semana».
Las niñas han sentido un pequeño temblor de ahorro en el
cuerpo, y han acudido presurosas a su casa por dineros.
Pero, cuando vuclvcn a la tienda dc Camcjo, la tienda está
llena de bote en bote. La ciudad entera ha desfilado ya por el
baratillo, a comprar todo lo que no le hace falta, y probablemente
no le hará nunca.
El baratillo insular es uno de los acontecimientos ciudadanos
más caracterfsticos. Nosotros hemos conocido personas que se han

267
arruinado en los baratillos y que han tenido que hacer, más tarde
otro baratillo en sus propias casas, de cosas del baratillo.
En un baratillo, el isleño compra las cosas más absurdas que
nos podemos imaginar. El Sr. Robaina que no usa bastón y no le
gusta usarlo, si en un baratillo se venden bastones baratos, el Sr.
Robaina, compra uno y lo guarda. Y si le preguntamos, al ver la
bastonera de su casa llena de bastones inútiles: «iCómo, amigo
Robaina? iPara qué quiere usted tantos bastones, si no los usa?»
«iPsch! -contestará el Sr. Robaina-, los hc comprado cn un ba-
ratillo.»
Y es que a los señores Robainas les da pena ver las cosas bara-
tas y no poder comprarlas. -Siempre les ocurrirã así. Si el Sr.
Robaina es abogado y pasa por un baratillo de fórceps, entrará y
comprará una docena, y si es médico y le ofrecen un Alcubilla por
cincuenta pesetas, lo comprará, asimismo, diciendo: i,Pero,
ihombre!, cómo no voy a comprar una ganga como esa? $abe us-
ted lo que es un Alcubilla por diez duros?
Las niíías de Galindo también son diletantas de los baratillos. Y
compran zarazas, zarazas que no utilizan; collares, zapatos, de un
número más pequeño que el que ellas usan, y aunque son solteras
y no tienen varón en casa, compran tambikn calcetines para hom-
bres y un hongo si es necesario.
Y si’ alguien les pregunta;
-Niñas, ipara qué compran ustedes ese hongo si no les hace
falta? Contéstarán en seguida:
-Pero. puede hacernos algún día.
Y, efectivamente, un día de carnaval el marido de la criada les
pide el hongo, y las niñas de Galindo, regocijadas evocan el día del
baratillo y exclaman:
-;Ya ven ustedes! $i no se nos ocurre comprar el mediobollo d
en\cl baratillo de Camejo! Es lo que dice una. Hay que aprovechar g
5
todas las ganguitas... 5
[M. M.] ’

ME LO ESPERABA
Hay en la ciudad un seÍíor llamado Fabelo, que siempre espera
las cosas más extraordinarias. A cualquier acontecimiento dice:
«Me lo esperaba.» Y sqnrie, y hasta suele hacer un gracioso gesto
con la boca. Es el gesto que corporiza el clásico íbah! de la gente
desdeñosa.
El Sr. Fabelo, cuando una mujer huye con su novio, exclama:
268
«Me lo esperaba.» Cuando desaparece de la ciudad un comisionis-
ta después de haber cobrado varios importes ilegalmente, el Sr.
Fabelo sonrfe con el labio superior y rubrica: «Me lo esperaba.*
¿Por qué esperaba el Sr. Fabelo todas estas cosas que nadie
puede presumir, quizás ni los ropios interesados?
Es &e el Sr. Fabelo ha siBo confeccionado en los ratos de
ocio del Supremo Hacedor y tiene una condición extraña de hom-
bre vago y husmeador. Realmente, él no espera nada, sino que en
el momento de suceder la cosa, siente una rápida comprensión y ve
que todo aquello era posible, si la niña tenía cierta libertad y el
comisionista se habrá metido en demasiados negocios.
Este señor Fabelo se sienta a la puerta de su establecimiento de
tejidos a esperar todas las cosas inusitadas. Y así ve que el tranvía
tropieza con un carro y exclama: «Me lo estaba esperando desde ;
que se inauguró el tranvía.» E
El Sr, Fabelo desde su tienda sonríe a todas horas. Frente a su 6
d
tienda, dos chiquillos se dan de trompetazos. El Sr. Fabelo se pone i
en pie, regocijado, y contempla como un estoico la riña callejera.
En un momento el chiquillo menor, que es betunero, rabioso alza i
la caja de los utensilios del oficio y la descarga iracundo sobre la a
cabeza del enemigo. Entonces el Sr. Fabelo, grita, riéndose con
una alegría de descubridor de la pólvora: «iMe lo estaba esperan- 5
do!» 5
Otro día el Sr. Fabelo va en un automóvil al campo. El auto-
móvil es nuevo; pero el Sr. Fabelo sonríe, mientras da vueltas por s
las curvas. Dc: pronlo cl automóvil se para en seco. Se ha roto el i
motor. Nadie se lo explica siendo el coche excelente. d
Se hacen cálculos, el chófer se sorprende, los viajeros se santi-
guan sin comprender: Y el Sr. Fabelo, sin alterarse y sin variar su
sonrisa espectadora, lanza solamente la frase terrible: «Me lo esta- d
ba esperando.» ;
E
5
[M. M.] o

TODOS LOS DIAS LO VEO


Nosotros estamos sentados en un lugar propicio: la Plazuela, el
Parque. Estamos tomando una pequeña copa o diciendo alguna
vulgaridad social. Y de pronto aparece el amigo Calderín, deprisa,
y como buscando anheloso a alguien. Se acerca y nos pregunta:
-«¿Han visto ustedes por casualidad a Perdomo?» -Y uno de
‘nosotros contesta:

269
-«iHombre, hoy no! Pero todos los días lo veo. Por aquí pasa
a las once.»
Efectivamente; el Sr. Perdomo pasa a las once todos los días,
menos el dfa en que lo busca el amigo Calderín. Porque Calderín
se sienta a esperar dos horas -hasta la una- y Perdomo no apare-
ce.
Y es que el amigo Perdomo es el hombre que pasa por un mis-
mo sitio siempre y el que no pasa también. Porque si estuviera
pasando un mes, dejará de pasar en cuanto el amigo Calderín em-
piece a buscarlo.
Todos estos sefíores que pasan a las once por un sitio determi-
nado son aquellos que no vemos pasar nunca, los que acaso no
hayan jamás pasado. -Hay un pequeño recuerdo de muchos años
atrás en cada amigo, de haber visto pasar otros días muy lejanos a ;
una persona por un sitio, recuerdo que al avivarse, acerca la dis- E
6
tancia. Así si hace un lustro veíamos pasar a Perdomo a las once d
por la Plazuela, nos parecía haberlo visto el día anterior. Y nadie i
podrá convencerse de la lejanía de este recuerdo. La vida en la
ciudad es de un solo día, estirado, vulgar y gris. Hace cinco años, i
es esta mañana. Y el amigo Perdomo no cambiará su costumbre. m
El amigo Perdomo tiene su casa como cada amigo, pero aun-
que la gente diga: «Perdomo está, seguro, a las doce en su casa», 5t
5
Calderín se pondrá a esperar en el sitio por el que la misma gente
dice que pasa Perdomo.
Y más: si otro amigo viene de casa de Perdomo y confirma que s
Perdomo está en aquel momento allí, Calderín dirá tozudamente: i
«Pues ahora, aquí lo espero, si tiene que pasar.» d
Y espera. Mas Perdomo se ve obligado a retroceder cuando ya E
z
está cerca de la Plazuela, porque recuerda que ha de ir por el !
Ayuntamiento. Y si algún día llegara a encontrarlo Calderfn y alu- d
:
de a ese instante, Perdomo contestará: -«Sí, sí, aquel día me E
acordé de que tenía que ir’ al Ayuntamiento.» 50
Siempre ocurrirá así.
Caldcrín y Pcrdomo encontrados, no hablarbn, sin embargo,
del asunto, sino que perderán los minutos explicándose como el
uno pasa y no pasa y al otro le dijeron que pasaba y no paso.
-Yo le espere porque me dijeron que pasaba.
-Sí, siempre tengo la costumbre de pasar.
-Sí, me lo dijo Robaina.
-Fue una casualidad que no pasara, porque el dfa anterior
pasé.
Y así continuarán Perdomo y Calderfn dialogando, sin entrar
en materia, y se alejarán por una calle desacostumbrada de tran-
seúntes; mientras, lejos, en el Parque, estará el Sr. Camejo senta-
do, aguardando también al amigo Perdomo, porque Galindo le

270
aseguró que Perdomo tiene la costumbre de pasar por allí a las
once.
[M. M.]

EL RICO Y SU REGOCIJO
El señor Chirino es lo que en la isla se llama un hombre rico.
Ser hombre rico es tener un pequeño vientre, con un chaleco de
hoyo y una pequeña mancha de grasa en este hoyo, que suele de-
corar la guirnalda de una cadena gorda. Leontina se llama más
bien. -El rico es, pues, un hombre de leontina y de chaleco
ahoyado.
Este hombre rico se hace el que no lo es, procurando no gas-
tar nada delante de la gente. Ni detrás. Pero le gusta que le llamen
rico, y cuando se lo llaman, lo desmiente con cierta fingida modes-
tia que le hace más hoyo el chaleco. Así, el amigo Fabelo, cuando
habla con Chirino en la puerta de su tienda, le da un golpe en el
hombro y le dice: «iLos hombres ricos como usted! iY luego se
está llorando siempre!»
Chirino oye esto que él cree elogio a su inteligencia y sonríe.
Pero sonrfe de un modo especial que yo voy a intentar explicar a
ustedes. Cierra los ojos y coge su mirada -una mirada ratonil-, y
la lanza hacia dentro, como si [kara una piedrecilla al’inicrior del
vientre. Y así se está un rato breve, con los ojos entornados, mi-
rando hacia dentro y haciéndose con la mirada cosquillas interiores
en el intestino. Después abre los ojos y las cosquillas salen a flor
de mirada, corren por la faz y se «estereotipan» en los labios. Al
poco rato el amigo Chirino exclama protestando: «iQué rico ni qué
ocho cuartos! Toda la fortuna se la vendo por diez céntimos.»
El amigo Fabelo le da ocho golpes al amigo Chirino y lo aco-
mete gracinsamente: «iVaya, no sea llorón!»
Cuando Fabelo se marcha, Chirino se queda con un regocijo
vanidoso, que le hace titilar el guardapelo de la leontina.
Chirino cree que esto de ser rico es una cosa inteligente; y de
hombre modesto negar la riqueza. Como si él hubiera inventado
un aparato, escrito un libro o pintado un cuadro, se queda Chirino
ante la lisonja. Y aunque Cl, realmente es rico, cree que no debe
demostrarlo. Además le conviene, para los efectos de las suscrip-
ciones que abren con una consecuencia terrible los amigos de «La
Provincia».
Cuando estas suscripciones se inauguran, todos pasan por casa
de Chirino y le dicen: «Usted que es hombre pudiente». Y Chirino

271
contesta: «Ustedes se creen que yo no tengo obligaciones. Me traen
esquilmado». Pero da un duro, después de varias discusiones y de
sentirse halagado el oído con la palabra rico. Sin embargo, esta vez
no se cosquillea el vientre; de esta vez frunce el cefio, malhumora-
do como si tuviera el duro extendido en espiral sobre la cara. Chi-
rino es un hombre pobre. Aquí no le hace gracia el elogio. Es
como si le hubieran puesto algún defecto al libro o al cuadro que él
había confeccionado.. .
[M. M.]

EL SEÑOR DE LA ACEDIA
Este señor se llama Mujica. Siempre habla de su acedía, como
esos hombres sencillos que hicieron en su juventud un viaje y ha-
blan de él continuamente. «Madrid, cuando yo estuve, no tenía
entonces tal cosa. Ahora me han dicho que la tiene.» Y han pasa-
do treinta años.
Pues así es el seriar de la acedía. l+ la casa la mujer necesita, al
confeccionar el almuerzo, tener en cuenta la acedía de Pancho. A
Pancho le dan acedía los pimientos dulces cn ensalada, el arroz con
chorizo, los tollos asados, los casones y el vino. Y la señora de
Pancho Mujica se devana el seso con la comida.
--«Muchacha, no sé que traer. .¿Traere casones? No, casones
no, que le dari ‘sedia’ a don Pancho». -Y la criadale indica: -«Se-
ñorita, traiga brecas»-. «¿Y cómo las compongo, hija? No hay
que pensar en entomatadas porque la ‘sedía’ de don Pancho es ine-
vitable...»
Y en tanto la señora y la doméstica dialogan en la cocina, Pan-
cho se despierta y grita: «iPino, Pino! Traéme un poco de bicarbo-
nato que he amanecida con la acedía».
Luego, en la calle, Pancho va haciendo unos raros movimientos
con el pescuezo, se pone la mano en ,el pecho y se esfuerza por
expeler la acedía que se le ha atravesado como un trabador de
ropa tendida en mitad del pecho. Como no consigue nada se mete
en un cafk y pide bicarbonato, después de decir melodramática-
mente: «Es una cosa tremenda esto de la acedía».
A la mitad de una película suele darle también a Pancho la
acedía y tiene que salir y darse unos paseos por los patios del Cir-
co. La señora se queda sola en su silla y cuando una amiga le
pregunta por el esposo, contestará, melancolica, resignada como
con un tono de fatalidad familiar: «Pues, Pancho. ahí fuera anda.
Le dio la acedía».

272
La acedfa de Pancho es como un hijo revoltoso que de cuando
en cuando da disgustos gruesos y al cual se le tiene un poco de
miadn y de piedad.
Pancho con su acedía necesita pasear por la ciudad algo azara-
do y temeroso de que aquello tan terrible pueda parecerle ridículo
a la gente. Y si se topa a un amigo le dice: «¿Hombre, usted no
padece de acedía?»
Los domingos, la acedía de Pancho se exacerba. Es una fatali-
dad, porque esc día Pancho, sin oficina y sin jefe, está contento.
Pero hay algo misterioso en esta agudización de la acedía. Pancho
llega a sospechar si es el ambiente de su oficina lo que se le ha me-
tido dentro, si es la humedad del trabajo la que le cosquillea agria-
mente el garguero.
Los señores que padecen acedía son los que asisten a todos los
entierros, a todas las visitas de luto, porque parece que en estos
instantes la acedía se alivia remojándola en el fúnebre sopor de
tales actos.
Cuando vosotrck vayáis a una visita de luto y observéis en el
rincón de la sala a un señor silencioso con cara de pariente dolori-
do haciendo callados buches con la boca y empinándose tímida-
mente en su silla, podéis asegurar que ese señor es Pancho Mujica,
el señor de la acedía crónica, aquel que al acostarse toma bicarbo-
nato todas las noches y a quien la señora le dice constantemente:
-iJesús, hijo! iVaya un relajo de acedía!
[M. M.]

LA SUERTE 0 EL PARTIDO
Un día el propietario Sr. Estupiñán decide contraer matrimo-
nio. El Sr. Estupiñán es hombre que se acerca a los cuarenta; un
poco bruto, pero buena persona. Ya dijimos cn otra ocasión lo que
es ser buena persona en la ciudad: abrir las piernas, soltándolas
como escupitinas para los lados y rascarse en misa y en el teatro la
parte de atrás de los pantalones.
Pues bien, con todas estas cosas y algunas azadas de agua y
sesenta almacenes de plátanos, el Sr. Estupiñan se halla apto para
contraer matrimonio.
Suele ocurrir que los Sres. Estupiñán que contraen nupcias,
buscan siempre una señora más Estupiñán que ellos en lo de los
dineros y así se juntan las fortunas como dos brazos de mar que
separados por un istmo se unen de pronto sepultando el istmo en
el fondo.

273
Pero ocurre también que el Sr. Estupiñán ve a una mocita sin
posibles, bien redondeada con piernas de mesa Luis XV y se le
salta la banana sentimental del lado izquierdo del pecho. Y enton-
ces concibe la ambiciosa idea de hacerla partícipede sus cuentas de
venta.
La ciudad, cuandn ocurre estn, se emociona y empieza a bus-
carle líneas a Estupiñan que es un hombre de juanete tan prolon-
gado que todo él parece el propio juanete.
La familia favorecida con el lazo de Estupiñán se desazona. El
papá se come los palillos de dientes despub del cafe dándole vuel-
tas a su idea; y la mamá de nerviosa que se pone agujerea el zapa-
to de tela que usa porque es señora que sufre de los pies. Y así los
días en que Estupiñán acomete, rondando la casa o hablando con
las amistades de la niña, la familia de la niña no sabe qué hacer
con los flecos de las cubiertas, con las borlas de los portiers y con
la coronilla de sus cabezas, porque todos le dan en utilizar los de-
dos nerviosamente sobre todas estas inocentes cosas.
Y un día..., Estupiñán llega y suelta la dote y los diamantes
montados en platino, mientras el papá le da golpecitos en la espal-
da y lo llama «amigo Estupiñán» y la señora, Perico, porque es
Pedro el nombre de tan enjoyado Mastodonte.
Y entonces aparece lo del buen partido. Estupiñán es un buen
partido. Las amigas de la casa se reúnen en visita y exclaman;
«Pues hija, ha sido una suerte. Es un gran partido». Los amigos en
la rebotica dicen también: «Amigo Fabelo le doy la enhorabuena.
Es un buen partido el de su chica».
Y la propia chica va viendo el gran partido que es su futuro
esposo y así se consuela dulcemente, porque a primera vista le
pareció aquel hombre demasiado entero.
[M. M.]

EL SERVICIO DOMESTICO
La familia del Sr. Galindo se ha quedado por sexta vez, duran-
te esta temporada, sin doméstica. iUn escándalo! La primera se
quedaba en casa de la madre y les robaba el azúcar, la segunda se
bebfa el vino y el Saiz de Carlos del Sr. Galindo, y la última de
todas les metía un cuñado por la noche en la casa.
La señora de Gahndo ha perdido con estos sucesos erbticos y
crematfsticos, varios kilos de su propiedad. De manera que perdie-
ron el azúcar, el vino, el Saiz de Carlos, parte de las caderas y casi

274
el honor. La señora de Galindo, pues, se ha desencadenado contra
el servicio.
-No se pueden encontrar criadas. Todas prefieren vender sal
por las puertas o trabajar en el bacalao.
-No me diga nada señora -responde su amiga la de Devora-.
Ni criadas ni chiquillas. Todas son unas palanquinas llenas de en-
fermedades. La última que tuvimos en casa bebía en el cazo de la
pila por más que se lo teníamos prohibido, y le pegó unas boqueras
a mi esposo.
-iY borrachas! Nosotros tuvimos otra que lleg6 hasta a beber-
se el «marrubio» que hacíamos para mi hija la mayorcita que como
usted sabe está un poco débil.
-Es un peligro, señora..‘. No puede una vivir tranquila. Y no
hay que descuidarse si tiene unas hijas grandes. El otro día me
contó la de Fleitas que en plena mesa, almorzando, les dijo la
criada dando un suspiro:
-iAy. qué ganas tengo de ser ama cría; así al menos se gana
más y come una mejor! iUsted ha visto qué descarada? Por supues-
to, ‘yo no sé cómo Fleitas no le partió un palo en las costillas.
-iSeñora, tiene uno que aguantarles todo! Siempre están bus-
cando pretextos para irse y luego desacreditan la casa...
Y las señoras de Galindo y de Devora se abanican, dan un
suspiro y SC dedican a observar la gente del Parque. Porque el
diálogo tiene lugar en el Parque, una noche de verano.
-Fíjese. Ahora los trajes se usan más bajos y las de Robaina
no se han enterado.
-Es que no les conviene. iVaya!
-Por supuesto, la juventud de ahora es muy escachada.
-iY luego quieren casarse!
-$eñora! No se casan sino los ricos, y usted cree ¿qué hombre
es capaz de cargar con una niña de éstas? Yo me acuerdo ir a los
bailes del Casino, y si se veía la punta del pie era un acontecimien-
to entre los muchachos. Por supuesto, todo muy decente.
-Yo me he bailado en mis tiempos con pantalones, ropón y un
impermeable y de noche, por la peña del colegial. Pero ahora,
ivaya usted a verlas!
Las señoras vuelven a abanicarse y a sonreír a la señora de
Fleitas que se acerca. Se besan los dos carrillos, le hacen un hueco
en el banco a la recién llegada, y sin esperar a que se siente, las
dos a la vez, le acosan:
-¿Ya encontró criada?
-No me diga nada. Hoy estuvo una, con una de requilorios
que qué sé yo. Primero, que no lavaba pisos porque padecía de
reuma, despds que si el cuarto de dormir era de losa, no dormía
en él, y últimamente, parecía avenirse, pero se salió diciendo que

275
teníamos que dejar entrar todos los días a un sobrino, para que no
le perdiera el respeto.
-iJesús, señora! Qué abuso! ¿Y usted qué le dijo?
-Yo, hija creí que era un niño y le dije que qué edad tenía,
pero jseñora!...
-¿Qué edad tenía?
-iFigúrese quC sobrino! Veinticuatro años.. .
-i Jesús, qué descaro!
[M. M.]

EL SR. UMPIERREZ Y EL CAMBIO


Nuestro amigo el Sr. Umpiérrez es el verdadero hombre sensi-
ble a los cambios. Como si dijéramos el termómetro de los cam-
bios. Los cambios para el Sr. Umpiérrez tienen cierta condición
arrítmica que producen en el estado general del Sr. Umpiérrez los
altos y bajos de humor correspondiente.
El Sr. Umpiérrez es comerciante. Primero estuvo empleado en
el Puerto y aún, sin dejar el empleo, trabajaba por su cuenta a
escondidas. Después, puso su tienda de comestibles y diose a pe&
sar en el cambio.
Desde la puerta de su tienda, colocada sobre sus narices lo que
aqui llaman cachorra, el Sr. Umpierrez cree ver en cada ciudadano
que pasa un céntimo de los cambios.
-Amigo Chirino: ¿sabe usted a cómo está el cambio?
Y còmo el amigo Chirino no lo sabe, el Sr. Umpiérrez se vuel-
ve hacia el interior de su tienda y le grita a un mancebo asustado,
que archiva cartas con una lentitud de tranvía:
-iTú, muchacho! Pregunta por teléfono a cómo están los cam-
bios.
Y luego, dirigiéndose al amigo Chirino continúa:
-Tengo ahí una letrilla de libras, de unas velas que compré y
estoy viendo a ver si baja el cambio. Ayer estaba a 28,60. ¿Cree
usted que suba amigo Chirino?
Pero el amigo Chirino, es un hombre que no siente ni el cambio
de la temperatura. Es uno de esos hombres del Parque; de los que
se sientan todo el año detrãs de San Telmo, y sólo han dicho en su
vida:
-iVaya por Dios!
Mas aunque el amigo Chirino no comprenda las alternativas
bursátiles, Umpiérrez necesita deslastrarse de su inquietud del
cambio y le sigue diciendo:

276
-No sabe uno a qué atenerse con esto de los cambios. Si baja
cinco céntimos me conviene pagar hoy, sino tendré que esperar
unos días.
En esto, el mancebo archivador, vuelve diciendo gue los cam-
bios han bajado y Umpiérrez se estremece; y sin despedir a Chiri-
no se mete en la garita de su oficina y a’duras penas, con unos
números grandes y pesados y con una aritmética procedimiento
esquimal, va haciendo su operación. De ayer a hoy ha ganado Um-
piérrez seis duros en los cambios.
Pero cuando se dirige al Banco a pagar la letra, apresurada-
mente no sea que pueda subir el cambio el mismo día, le asalta una
duda de cariz casi hamletiano:
-$eguirán bajando?
iBajarán mañana otros cinco céntimos?
El Sr. Umpierrez llega al Banco. No son cinco cemimos lo que
han bajado. Son diez. El chico entendió mal. La emoción de Um-
piérrez acrece entonces. Pregunta tembloroso:
-LES verdad que ha bajado? iDiez céntimos?
Y saca, triunfal sus dineros. Mas en el mismo instante se arre-
piente guardándose sus pesetas otra vez y diciendo convencido:
-Me voy a esperar hasta mañana a ver si baja otro poquito...
[M. M.]

EL SEÑOR DE LA TARTANA
Hay en la ciudad atlántica un señor que todo lo soluciona con
una tartana. Este es el señor que está enviciado con la tartana y lo
mismo la toma al amanecer que al mediodía, en ese instante inde-
ciso en que uno se asoma a la puerta de una tienda y ve que el
reloj alemán marca una hora que no esperábamos. El señor de la
tartana se asoma, como todos, a la puerta de la tienda, pero ya
dispuesto a que la hora se adelante, y si no estuviera realmente
adelantado, él lo imaginaría.
Así, para justificar su traslado en tartana. Este señor, si fuera
diletante del ron, haría una cosa semejante a la que hace con la
tartana: se imaginaría sin apetito, en un momento en que ,lo tuvie-
ra fuerte, para aprovechar su aperitivo. El señor de la tartana no
podrá nunca curarse de este vicio que él cree importante.
Importante, porque cuando’toma la tartana se pone en un ex-
tremo de ella un poco agachado, con ciertq aire displicente, agitan-
do entre sus dedos un pequeño paquete. Este pequeño paquete
está formado por un cepillo de dientes, una lata de polvos dentífri-
cos y quizá por un cosmético. El señor agita, sin embargo, el pa-

277
quete, como si encerrara alguna joya montada en platino. Y la
gente que lo ve siente la curiosidad de saber lo que hay en el pa-
quete y dice comentando: «Hoy he visto a Arencibia en tartana.
Llevaba un paquetito en la mano. Deben ser cosas para la mujer. ’
Dicen que se porta bien con ella.»
Arencibia, mientras, sigue su viaje, seriamente en tartana, y
cuando pasa por un círculo oirá, si aguza el oído, decir a los socios
que se refocilan en sus butacas: «iCaray! Arencibia se gasta el di-
nero en tartana».
Arencibia «siente» la tartana como un buen tenor sentirá los
lamentos de Tosca. Y así como el tenor se diluye en la voluptuosi-
dad de su garganta y de su oído, Arencibia se entrega a la suavidad
de terciopelo que adquieren sus riñones, al sentirse transportados
en tartana.
Arencibia sale de su casa, toma una tartana en la calle de Mu-
ro, para detenerse en la calle de General Bravo. Alli paga su óbolo
al tartanero, y vuelve a tomar luego otra tartana en la calle del
Cano. El ha venido al mundo para cumplir esa misión de montarse
en tartana. El día que nadie monte en tartana, montar8 Arencibia
y se quedará anacrónico en sus usos, como esos señores que toda-
vía salen de hongo a la calle.
Sigamos diciendo que el señor que monta en tartana, ese hom-
bre que siempre mira de acera en acera un poco desorientado y al
cual contemplan los tartaneros desde sus tartanas estirando sus res-
pectivos pescuezos para ver quién es el preferido, ese hombre que
escucha a cada instante: u<¿Quiereuna tartana, Don Pancho?», co-
mo si oyera una ovación o un elogio, es el hombre que trabaja por
su cuenta, el hombre que es representante, el que suele llevar un
viajante consigo alguna vez.. . Es el hombre que se llama Arenci-
bia, Chirino, Fabelo o Robaina, el hombre amable que nos suele
encontrar meditabundo por la acera y nos dice pomposamente, co-
mo si nos ofreciera el Edén celestial en la mano:
«Si va para arriba lo llevo en tartana.»
[M. M.]

HE TENIDO QUE HACER


Nuestro amigo el.&. Galindo ha tenido que hacer. Ha llegado
tarde a una junta; se, ha sentado con un poco de agitaci6n y ha
dicho: «Señores, no. he’ podido venir antes porque he tenido que
hacer.»
El Sr. Galindo-no ha tenido que hacer nada. En este nada estri-

278
ba precisamente el quehacer de este amigo. Los Sres. Galindo que
tienen que hacer siempre cogen este «nada», se lo meten en la
cabeza y se echan a andar con él, buscando un sitio, que no apare-
ce nunca, donde soltar su carga de vacío. Y dan vueltas y revueltas
y pierden los principios de las juntas y a veces las juntas enteras,
para buscarle ocupación a este nada que los atosiga.
El Sr. Galindo tiene que hacer cuando uno le dice: «Hombre,
Galindo, mañana voy a ir por su tienda con el viajanteti. Y Galin-
do extiende el brazo de un modo dramdtico diciendo: «Mañana no
venga porque tengo que hacer»., Luego ve uno que Galindo está
sentado en la puerta de su tienda, contemplando las moscas que
revolotean alrededor de su nada; el quehacer.
Galindo corre por la calle de Triana otro día y uno lo invita a
tomar una cerveza, pero Galindo responde: «Ahora no puedo;
tengo que hacer». Mas tarde observamos que está hablando acalo-
radamente con un señor que él no esperaba encontrar.
i,Y cómo Galindo -decimos- pierde el tiempo dialogando
con este señor, si no ha aceptado nuestra cerveza porque tenía que
hacer?
Es que éste es otro quehacer de Galindo. Galindo pien& ten-
go que hacer y toda cosa que va encontrando por la calle la .va
haciendo calurosamente. El tiene que hacer siempre, esa cosa que
no se sabe que se va a hacer. Todo el trabajo de Galindo consiste,
pues, en aplicar su esfuerzo a esa cosa inesperada como es discutir
en la calle de un asunto que no entendemos con un señor que no
estimamos. Por eso las juntas se celebran casi siempre sin Galindo
y Galindo es el hombre más trabajador de la ciudad.
Muchos amigos Galindos vemos cruzar a nuestro lado. Cada
instante puede otr el transeúnte pacifico, de una acera a otra, c6-
mo se gritan desde sus tiendas los amigos Galindos:
-Mañana, no cuenten conmigo porque tengo que hacer.
-Yo también tengo que hacer y, sin embargo, voy.
-¿Tienes que hacer esta noche?
-iHombre! Como tener que hacer tengo siempre, pero si es
para hacer algo cuente conmigo.
¿Dónde está el trabajo de estos pequeños Galindos? ¿Dónde se
ve el esfuerzo de estns trabajos?
El trabajo no se ve porque no ha sido hecho todavía. Es lo que
va a hacer el amigo Galindo cuando nos dice egregio: tengo que
hacer.
[M. M.]

279
EL QUE ARREGLO EL AMBIGU
En la ciudad nadie sabe arreglar la mesa de un ambigú tan bien
como Galindo. Una vez que estaba Galindo en Tenerife y hubo
que dar un baile a unos marinos ingleses fue un lío el arreglo del
ambigú. Llegaron a ponerse telegramas a Tenerife para que Galin-
do adelantara su regreso; se le pagaba el viaje y hasta se le regala-
rfa un objeto artístico, pero Galindo que fue a Tcncrifc a conseguir
seguros de vida, no pudo complacer a los amigos que 10 solicitaban
con tanta vehemencia.
Yo IKJ sé dbnde Galindo aprendió a arreglar con gusto los am-
bigús, pues nadie sabe que haya hecho más viajes que a Tenerife.
Esta exquisita condición le vino a Galindo sin ver ningún otro am-
bigú, como a Luján su aficion a hacer imágenes. Hay gente en la
ciudad que cree que si Galindo hubiese estado en Londres o en
París, había hecho un nuevo arte de arreglar ambigús. Pero hoy
por hoy, Galindo se reduce a poner unas «culebritas» de flores entre
los platos y un centro de mesa enorme propiedad de la familia de
Estupiñán. Este centro de mesa, muy popular en la isla, ha presidi-
do todos los,ambigús, desde aquellos que se arreglaban cuando los
marinos españoles iban a Cuba, hasta los últimos que se ofrecen a
los transportes uruguayos.
Los de Estupiñán tienen este centro de mesa, como si se tratara
del pendón de la conquista. Y si se habla de un baile que se dará o
no se dará, ellos exclaman siempre; «No, hija. Se conow qut: han
desistido de darlo porque a casa no han ido por el centro de me-
sa.»
Galindo, por otro lado, lo primero que pide para arreglar su
ambigú es el centro de mesa de las de Estupiñán. Centro de mesa,
que, claro, les vale a las de Estupifíán la invitación para todos los
bailes.
Galindo para arreglar sus ambigús se pone en mangas de cami-
sa rodeado de mozos de café que cargan el centro de mesa como si
fuera uno de esos barquitos de vela que ponían de exvoto los
marineros insulares en la iglesia de San Telmo, y, va diciendo:
«Cuidado. Tengan mucho cui,dadn. __ Pongalo aquí.. , ruCdenlo un
poquito más allá... Así, está bien.»
Cuando Galindo acierta a colocar el centro de mesa, es como si
hubiera dado en el blanco. Nadie halla ni es capaz de hallar el
diminuto punto justo donde queda bien el centro de mesa sino
Galindo. Por eso, cuando por ausencia de Galindo en Tenerife,
otro amigo tiene que arreglar el ambigú, los de Estupiñán, que
desde que llegan al baile, lo primero que hacen es echarle una
mirada al centro de mesa, exclaman:

280
«iQué mal colocado está hija! Cómo se conoce que Pepito Ga-
lindo está- en Tenerife. Los ambigús pierden mucho sin el.*
[M. M.]

DE PACOTILLA
El distinguido comerciante en menores señor Fleitas le oyó
decir a un amigo que acababa de realizar un buen negocio man,
dando pacotilla a La Habana. Este amigo tiene un cuñado en Lai
Habana. Generalmente los que mandan pacotillas tienen siempre.
un cuñado en La Habana que se las vende. Este cuñado en Cuba
dice: «Estoy esperando una remesa de bordados que me ha de
mandar mi cuñado de Las Palmas». Y aquí dice el propietario de la
pacotilla: nIIombre, hágame cl favor de esperarme este mes para
abonar esa facturilla, pues estoy esperando que me liquide mi,
cuñado el de La Habana, los bordadillos que le mandé.»
El señor de la pacotilla se conoce por el aire, como el semina-
rista. Un seminarista, aunque dejara de serlo se le conocerá siem-
pre, por la huella del cuello que se abrocha or detrás, ese cuello
que le da un triste aspecto de guillotinado. 8 uando el seminarista
ya no lo es se le descubrirá que ha sido por la marca de este
cuello que deja en su cabeza una inmovilidad de cabeza superpues-
ta, pegada de prisa sobre los hombros.
Y el hombre de la pacotilla, tiene un ralo aspecto de calado, un
modo de mirar blanco y tirante como si tuviera los ojos en un telar
y le fueran calando la mirada. Además el alma de este hombre es
un alma de pacotilla, una de esas almas que se embarcan para La
Habana y que retornan después forradas en un traje azul añil y con
unos zapatos de pico de mirlo. Estos hombres que vuelven de La
Habana, son calados que no han podido venderse y que el cuñado
clásico reembarca a su punto de origen.
Fleitas es como estos hombres; en el fondo de su alma él se
sentía pacotillero, pero no lo había conocido. El amigo despertó su
condición, como el arpa de Bécquer, que olvidada de todos se dor-
mía llena de polvo en el ángulo oscuro del salón, hasta que la voz
amiga le dijo: «Levántate y anda.»
Fleitas, al oír la historia del cuñado y de la pacotilla, sintió en
su espíritu un frescor de colcha calada, y un ímpetu irresistible de
mandar pacotilla a La Habana.
Pero él no tenía cuñados en La Habana. ¿Cómo hacerse? -
iAh! Siempre habrá un buen paisano que se preste al negocio. Y le
recomendaron uno: hombre serio, empleado en un ingenio, hom-

281
bre de prestigio en la colonia. Ese señor del cual se dice en la
ciudad: *Está muy bien en La Habana. Muy considerado».
Fleitas le mandó a este hombre considerado un cajón de pacoti-
lla que comprõ en Telde. Y el hombre considerado le acusó recibo
y lo llenó de primera. iSería un negocio!
Fleitas ponía su imaginación sobre los calados que 61 suponía
vendiéndose en un amplio almacén cubano. Y cuando le presenta-
ban cuentas respondía invariable: «Espere amigo a que me contes-
ten de La Habana».
Pero pasó un día y otro día y los «Pinillos» se sucedieron en el
Puerto con una frecuencia terriblemente semanal. Fleitas veía «pi-
nillos» cada semana y cuando ya no esperaba nada de los «pini-
llos», lo esperó en los Idega. Y un día harto de no saber de los
calados empezó a escribir cartas, que no le contestaban.
Al año, vino de Cuba un amigo de Fleitas, y Fleitas le preguntó
por el de los calados: -«Hombre, iy Chirino que tal está?» «Chi-
rino está muy bien, muy bien. Ahora se ha trasladado a Sagua la
Grande»-. «Está muy considerado.»
Y Fleitas no se atrevía a hablar de los bordados, pero insistiaj,
-«Vaya. iCon que está rico?» -«Riquísimo»- contestaba el
otro. Y Fleitas se desazonaba, con esa tímida desazón isleña que
no se sabe ciertamente si es desazón, envidia o deleite. Esa desa-
zón que se condensa en un «jvaya, hombre!» significativo. -«¿Con
que riquísimo?» -Y su imaginación veía à Sagua la Grande entol-
dada con los bordados de su pacotilla y todas las camas «cameras»
de Sagua la Grande con colchas bordadas y las cunas vestidas con
trajes calados, y hasta a Chirino mismo sentado en un tronco con
un jaique hecho de calados del país. Pero no se atrevió a mentar su
negocio. El «indiano», prosiguió la loa de Chirino:
«$hirino! Ese ya no vuelve por acá.»
«Tiene una gran posición. Posee uno dc los ingenios mejores dc
La Habana.»
Y Fleitas pensó entonces despechado y corrido, que para que-
darse con un cargamento de bordados ajenos no era preciso tener
ingenio ninguno.
[M. M.]

EL DILETANTE INTELIGENTE
Nuestro distinguido amigo Oropesa es un señor que estuvo en
Buenos Aires y oy a la Patti. Este amigo recuerda emocionado
todavfa la voz de este finiquitado ruiseñor humano. Oropesa, no
ha podido oír tranquilamente, después de la Patti, a ningún ruise-

282
fiar más. Así dice: --«iSi ustedes llegan a oír a aquella mujer! Por
supuesto. Aquello no era mujer, era una cosa divina. Me acuerdo
que cuando cantó el rondó de “Lucía”, que como saben ustedes es
obligado a flauta, el público, llegó un momento en que no supo
quién era la flauta ni quién la artista. iQué garganta de mujer!»-
Y Oropesa cierra los ojos arrullado por aquel lejano casar de flau-
tas que oyó en Buenos Aires. Oropesa no tolera discusiones sobre
el arte lírico de Patti y si al recalcar el flautismo de aquella señora
diciendo: «iQué mérito!», alguien se atreve a decirle: «Señor Oro-
pesa: el mérito es el de la flauta que no ha perdido su condición de
flauta. Si la señora Patti se parecía a una flauta, aviados estamos»,
Oropesa lanza una mirada wagneriana y emprende la consabida
discusión insular que empieza: «iMire, no diga boberías! Para ha-
blar de arte, es precio haber oído a buenos artistas como los he
oído yo.»
Oropesa es una institución en la ciudad. En todas las compa-
ñias de canto Oropesa se abona y en los entreactos se levanta y se
sienta en. el espaldar de la silla que tiene delante de la suya,
mientras el público lo mira agradecido. Si Oropesa va tres noches
seguidas al teatro la compañía es buena. Si deja de ir una, la gente,
aunque le guste el cantante, empieza a dudar de la excelencia del
artista y se pregunta: «¿Qué le habrá pasado a Oropesa que no ha
venido esta noche? ¿No le gustará la compañía?» -Y si hay algu-
no que no le gusta realmente, contestará: «Claro, es lo que digo
yo. La compañía es mala. ;Creen ustedes que si fuera buena Oro-
pesa faltaba una noche?»
Todo el mundo pone su entendimiento en manos de Oropesa.
Y llega a ser tal su influencia, que el mismo Oropesa se siente a
veces conmovido y va sin gustarle todas las noches a un teatro para
no perjudicar a la empresa: «Si yo no voy al teatro se empezará a
vaciar.»
Y va. Y en tanto canta la tiple, todo el público mira a Oropesa,
que reparte durante el canto, unas cuantas sonrisas sobre sus la
bios. Y en el momento culminante de la nota de prueba, en el mo-
mento terrible el público abre los ojos y agudiza la mirada hasta la
propia boca de Oropesa, que va abriendo poco a poco los labios,
suavemente arrullados, por el canto. Y cuando la nota llega y aun-
que no llegue, porque el artista se «pasa» como en los juegos de
baraja, Oropesa «trinca» los labios «enguruña» los ojos y dice a
media voz: «iAjo! La dio, iajo!»
La ovación estalla. el artista se queda asombrado y Oropesa se
va a los pasillos a lanzar exclamaciones:
-Hubo un momento en que la tiple me recordó mis buenos
tiempos de América.

283
-Pero, señor Oropesa -se atrever6 a insinuar un oyente-, a
la Patti, no llega, jverdad?
Oropesa sonríe y se remonta n la lejano noche de *Lucía»:
-iHombre, no tanto, no tanto! Aquélla era una voz «sui gene-
ris». Pero esta muchacha llegará a cantar... muy bien.
[M. M.]

EL QUE NO ES SOCIO
Hay un señor en la ciudad, un señor que llamaremos Robaina
para darle un nombre desconocido o poco usado por nosotros, que
no es socio de la sociedad que va a dar una fiesta. Hay en la ciudad
también otro señor que es socio y que se empeña en hacer socio al
que no lo es.
-Amigo; ¿no va esla noche: al concierto yur. da «La suerte
loca»?
-Hombre. No soy socio.
-Hágase socio.
-iHombre!- ¿Y para qué?
El señor que no es socio no puede ir a la fiesta porque no es
socio y, sin embargo, ipara quC se hace socio?
El que lo es tiene exacerbado ese afán de ser socio hondamen-
te, y de que todo el mundo lo sea asimismo. Y así se da en pregon-
tar a todos los no socios instándoles para que lo sean.
Alguno que no es socio cae y se hace socio, pero de un modo
displicente y dice a todo. el mundo, como si se avergonzara de
pagar una pequeña cuota mensual: «Hombre, yo me hice socio por
Umpiérrez que se empeñó en hacerme socio». Y si alguna vez ocu-
rriera una protesta en la sociedad que rebajara el número de su-
cios, este amigo Robaina diría: «Sí, la Junta ha obrado mal. Yo no
me doy de baja porque Umpiérrez me hizo socio.»
Este hombre que no ha sido SOCIO y no quiso serlo y si lo fue es
gracias a Umpiérrez, resulta luego el m8s socio de todos, estara
todo el día en la sociedad y jugará a todos los juegos, pero siempre
escudará su rimato rubor de ser socio con la consabida frase:
«Hombre, yo realmente no tenía interés, pero Umpiérrez se empe-
ñó en hacerme socio y no era cosa de decirle que no.»
De este modo se llenan las sociedades de socios. Hay un peque-
ño Umpiérrez aficionado que caza socios y al cual todo el mundo
agradece la cacería. Porque, en el fondo, estos amigos de la ciudad
quieren siempre ser socios, pero necesitan que alguien les pida el
favor de serlo, para luego enorgullecerse con el servicio.
Cuando no se puede ser inventor, artista o parlamentario, se es

284
socio, pero se es socio porque merecemos serlo, porque la gente
necesita que lo seamos. Nos han llamado a ser socio. Luego somos
unns hnmhren imprescindibles.
El amigo Robaina lleva ya doce años de socio en la sociedad
«El porvenir del Callejón de los Majoreros», y se hizo socio ~610
porque el difunto amigo Galindo se lo rogó. Pero todavfa, cuando
se suscita alguna cuestión grave en la sociedad y el hombre cree
que está mal ser socio del susodicho «Porvenir», justifica solemne-
mente su calidad de socio diciendo:
«Por supuesto. Yo soy socio por hacerle un favor a Galindo
que me dijo: -Hágase socio. Si no ya verían...»
[M. M.]

EL VIAJE DE CHIRINO
Chirino va a dar un viaje a Londres. Es un viaje de negocios.
Desde que Chirino piensa en este viaje hasta que se embarca, todo
supedita al viaje. Y dice: «Ahora no me hable nada hasta que no
venga del viaje». «Cuando regrese del viaje arreglaremos eso».
Para este amable insular que se llama Chirino, hacer un viaje es
una cosa tan trascendental como meterse dentro de una escafan-
dra. El se cree que el viaje es una cosa que se tiene en la mano y
que se puede guardar después en la caja de caudales.
¿Y qué hace Chirino cuando se mete en el Yeoward? Se pone a
mirar al mar, se queda desconcertado al ver que no hay boticas por
ningún sitio ni calle de Triana. No ve sino mar; mar y una niebla
en el fondo que él supone la de Londres que se acerca para guiar al
barco. No está Pancho Robaina, ni Pepito Carballo, ni Antoñito
Cerpa... Chirino no contaba con que un viaje era una cosa vacía de
espacio azul, gris.. . Y él icaray! de sus horas de almacén se le va
atragantando en el garguero. y lo hace tambolear sobre la cubier-
ta... Chirino siente de planto uu ruido ds plataneras secas que se
le mete por el oído, y un estampido en todo el cuerpo, como si
estuviera dentro de un huacal. Se cae al fin sobre un banco y la
niebla que él sospechaba británica le empapa los ojos... Y así que-
da Chirino durante cinco o seis días hasta que va notando dentro
de la niebla unos puntitos de oro, como luces, y un cosquilleo en la
nariz, como catarro.. Chirino atraviesa por un «barranco» con
agua y salta después en unos muelles oscuros llenos de niebla de
donde surgen unos tejados fantásticos y unas chimeneas que le ha-
cen decir abriendo sus ojos de Tamaraceite: «iIah... concio!
iIaaaah . ..!» Chirino se mete por uno de aquellos «estrits» como
dijo a la vuelta, y se instala en un «use» relajón donde una señora

285
de lentes lo hizo desayunar con «gurmoni», que era una especie de
café con leche y manteca amarilla... El, dijo, luego, en la tienda de
Estupiñán. que los ingleses llamaban al desayuno «gurmoni»
iFuertes brutos estaban los ingleses! iDecirle «gurmoni» al café!
Chirino hace unas cuantas cosas en Londres, tales como ver
buenas jembras y hablar con ula casau de sus plátanos. Después se
vuelve a su tierra y se trae el viaje en el bolsillo. Y es entonces
cuando empieza el verdadero viaje de Chirino.
Se sienta en un saco de habas y cogiendo unas cuantas entre sus
manos dice: «@5mo le dicen en Londres a esto caray! iFuertes
calles amigo Estupiñán ! iPor supuesto ellos le dicen «strits», pero
aquello son carreteras con una de tranvías! Yo he observado una
cosa en Londres. Allí el negocio debe estar en los alrededores por-
que a mí me parece que en las tiendas no hay tiempo de fijarse.
Luego no puede haber clientela. Yo lo que le digo es que la tienda
que veía hoy no volvía a verla más. A mí me hacía el efecto de que
las tiendas no duraban más que un día... Hay una cosa que le
llaman allí Picadillo no sé por que..., será por el barullo..., iqué
caray!, se vuelve loco cualquierita.. . Y luego las mujeres.. . Usted le
pica el ojo a una y zas se van con usted a un «use» de aquéllos.. . Por
supuesto, aquí no hay mujeres.. . iY vaya usted a picarles el ojo.. .!»
Chirino relata su viaje un día y otro día y Estupiñán siente el
deseo de hacer otro viaje para probar aquel «gurmoni» que le die-
ron a Chirino en cuanto saltó, y otro día se va Estupiñan a Londres
y Robaina lo sigue y Galindo los imita... tambien. Y la abadía de
Westminster, al despertarse una,mañana se encuentra delante con
una colección de exploradores de cachorra en espiral que dicen
entre sí contemplando las torres...
-Y esto , iqué es? ¿El Congreso?
--iSale! Eso es una catedral.
-Una catedral no puede ser. Será una iglesia. -Aquel rincón
de allá parece la torre de la iglesia de Antúnez...
[M. M.]

LAS NIÑAS DESBARAJUSTADAS


La familia de Zerpa es una familia desbarajustada. Ser desba-
rajustada es dejar, por ejemplo, de noche colgados en un balcón
de la calle de Triana los calzoncillos del padre para que se aireen y
no recogerlos hasta las diez de la mañana, después que ha pasado
toda la gente. También es ser desbarajustado llevar el tacón torci-
do y ponerse a comer pan en la ventana. Las niñas de Zerpa son
más desbarajustadas. El niño más pequeño de la casa juega con el

286
velón del comedor a los soldados y la mamá desde su silla de costu-
ra sólo le grita débilmente:
-iPepito, niño, deja el velón que vas a romper el tubo! Me
traes consumida.
Pepito como es tambikn un desbarajustado en miniatura no ha-
ce caso y sigue poniendo en fila sobre lá mesa del comedor el depósi-
to del velón, el tubo y el pie del velón, diciendo: «Un... dos... un
dos...»- La mamá baja la cabeza hacia los calcetines que zurce y
exclama: «Rómpelo y tú verás la calda que te espera.»
Pepito se acuesta a las cinco de la tarde y como es el más pe-
queño duerme en la alcoba del matrimonio y todas las noches,
terminado su sueño -de tres a cuatro de la madrugada- se le
antoja levantarse y ponerse a hacer tropas. La mamã lo deja y
aunque cl pap6 proteste, la mamá dice disculpando al niño: #ero
tú no ves que se acuesta a las cinco. iQué va uno a hacer! La casa
es un desbarajuste.»
Porque una de las buenas condiciones de estas desbarajustadas
es reconocer su propio desbarajuste. Siempre se los puede oír ex-
clamando: «Hija, mi casa, con tanto niño es un desbarajuste del
demonio. No tiene una tiempo para nada. Que si el niño se orina
y que como la criada no viene tiene una que levantarse y traer un
paño para limpiar la gracia del niño.. . Que si Pancho le toca vapor
y no aparece hasta las tantas; que si los mayores llegan del colegio
y piden el almuerzo; que la criada rompe un plato, que tiene una
que bajar a recoger la Icchc del lechero porque a lo mejor Ia criada
se ha ido a la esquina a hablar con el de la tienda..., iqué s6 yo! Ni
sabe una cómo tiene tranquilidad. El domingo no pude ir ni a misa
de doce. Sin peinarme siquiera me tuve que sentar a la mesa. Des-
pués, Pancho se puso de mal humor porque la cocinera había deja-
do pegar la ropavieja... Les digo que la mitad de los días no me.
dan ganas ni de levantarme siquiera.. . Mire usted, seriora, el día de,
las misas de Juanita Robaina, ni sé cómo pude alcanzar la de Re-
quiem.. . Vestida ya, Pancho se levantó con unas prisas porque te-
nía vapor y con los guantes puestos tuve que freirle unos huevos...
Corriendo llegué a San Francisco Cuando acababan de poner el
Evangelio... Así tiene una perdidn el enth&gn.»
La familia desbarajustada se traba deprisa con hilo acarreto la
enagua para no perder el baile del Yeoward, se limpia el polvo de
las botas, cuando ya van a salir, con los flecos de la colcha de la
cama, toman agua precipitadamente antes de echarse a la calle y se
van secando escaleras abajo, con los guantes, el agua que les que-
da en los labios. .
Y todo esto 10 justifican despds en la plazuela o en el parque,
dando resoplidos y exclamando: «Mi casa es un desbarajuste, se-

287
ñora. Yo quisiera conocer una casa tan desbarajustada como la
mía.»
‘Lo cual no obsta para que escuchen estupefactos que la seiiora
a quien ellos dirigen estas confidencias contesta impertubable, co-
mo con cierto orgullo de ser más desbarajustada. -«Señora, eso
no es desbarajuste.‘Para desbarajuste el mío. Usted ve la hora que
es, las once de la noche, pues todavía no ‘he podido hacer las ca-
mas.»
[M. M.]

EL AJUAR ;
E
En la casa modelo del Sr. UmpiCrrez se está metiendo en un
baúl el ajuar de la niña que va a contraer matrimonio.
«Con que Pinito se va a casar.»
«El dicen que es un buen muchacho.» «Que tiene un buen suel-
dito y es muy querido en la casa donde está.»
«Ella es monilla.» «Jesús, hija, yo no la encuentro mona.»
«Pues mujer no es fea.» «La madre era mejor.»
«iY se quedan en la casa?»
«No; van a vivir por lo pronto al Monte, hasta que encuentren
casa.» «No hay casas por ninguna parte.»
«¿Y han tenido regalos? «Dicen que un tío que está en Buenos
Aires le mandó un pendantif que llama la atención...» Ya estos
días han trascurrido. La niña está guardando la ropa que se ha de
llevar al Monte. Pone en el baúl, entre otros, los tres trajes que se
hacen invariablemente las jóvenes de la localidad que contraen
nupcias: el traje blanco, el rosado y el celeste. Sin embargo, la
mamá le dice:,
-Hija, no metas el traje rosa. A lo mejor te llueve.
No mamó. El traje rosn lo llevo. Mira; mc lo puedo poner
con la pamela blanca y los zapatos blancos. Tambien con los zapa-
tos negros y el sombrero de las uvitas.
-Hija, haz lo que quieras. Pero a mí me parece mal que va-
yas a estar paseándote en la carretera para arriba y para abajo.
Siempre me han relajado esos matrimonios jóvenes en las carrete-
ras. Si vieras, hija, qué mal efecto hacen cuando uno va en el
coche de hora.
-iJesús mama! Ni sé qué de particular tiene.
-Hija, tú todavía no entiendes de estas cosas. Pero haz lo que
quieras.. . ¿y tambien llevas el traje celeste?
-Sí mamá. Me lo puedo poner’con el gorrillo de franela blanca

288
y también con el sombrero de las uvas. Además, como es un traje
túnica, me lo puedo poner sin sombrero...
-Los zapatos de charol no los lleves.
-Mamá, ¿y por que?
-Hija, te quedas sin zapatos en dos días con las piedras de la
Carrelera.. .
-Pues mamá, lo mejor es no llevar nada...
-Lleva los amarillos.
-iLos amarillos remontados? iPor cuánto!
Y la señora de Umpierrez tiene que resignarse ante los deseos
de la niña, pues la niña mete en el baúl hasta el traje de boda con
su velo correspondiente.
Cuando está todo metido y ya el baúl cerrado, se acuerda la
niña que el traje blanco no está y vuelve a abrir el baúl diciendo: ;
-Estoy tan nerviosa que me había olvidado del traje blanco. E
6
La mamá se contraría y le responde: d
-Pero, hija, ya eso son muchas exageraciones... ¿También te i
vas a poner el traje blanco? iPara que tengas que lavarlo desde que
te lo quites! i
-Pues lo llevo mamá, lo llevo... Mira: me lo puedo poner con m
la pamela, con el gorrillo de franela y con el sombrero de las uvi- t
tas... 5
5
[M*M.1 i
b

;
LA PEQUEÑA GLORIA zB
!
El señor.Fabelo es un hombre modesto, insignificante. Ha vivi-
do de un modo sencillo, sentado en su parque, .con un bastón de
puño de galleta entre sus manos, tomando el sol y diciendo cosas 50
amables como éstas: «iVaya, por Dios! iNo me lo diga! iPero, eso
es cierto? iEso son cosas de las malas lenguas!» Pero un día se
sorprende el señor Fabelo, porque resulta que es nada menos que
un distinguido y particular amigo. Para esta sorpresa ha necesitado
el Sr. Fabelo tener un catarro.
El Sr. Fabelo ha estado dos días metido en cama. Cuando sale
a la calle, le pregunta un amigo: iEstá usted bueno? Y Fabelo se
queda estupefacto: -Sí, sí... estoy ya bien. ¿Y usted cómo sabe
que yo he estado malo? -Por el periódicw ¿Por el periódico- Y
Fabelo en medio de una nnrprena, siente el cosquillen prnfundn de
una satisfacción desconocida.
¿El periódico? -iEsos periódicos!- Fabelo continúa preocu-
pado su camino pensando en que ha sido nombrado por un perió-

289
dico cariñosamente. El que no ha inventado nada, que no ha pintado
nada, que nada ha escrito, isale elogiado en un periódico! ¿No
podría entonces pintar, inventar o escribir? ¿Por qué no? El pcrió-
dico lo llamará sin duda.. ., ¿cómo lo llamará el periódico?
Y Fabelo se mete en la barbería. Y revuelve los periódicos de
la mesa centro, esa mesa de los prospectos del Circo y del «Mundo
Gráfico» que uno lee cien veces, aburrido, de un correo a otro
correo, dándole vuelta a las hojas y arrojándolos después, desde
lejos antes de abrocharnos el cuello y mientras el chico nos sacude
el polvo. Fabelo, rebusca y aunque no lee periódicos nunca, ese
día los relee buscando entre las infinitas líneas impresas su nombre
querido.
Por fin encuentra su nombre. La noticia de su catarro, mezcla-
da entre otros de señores que van y vienen de Tenerife cada tercer
día. Fabelo lee, con precisión: «Hállase ligeramente enfermo nues-
tro distinguido y particular amigo don Florencio Fabelo y Robaina.
Le Jestxim~us una pronta mejoría.»
Fabelo, tembloroso de emoción, le dice al barbero: «Maestro:
¿Usted no necesita este periódico? Es de hace tres días.» Y el barbe-
ro le responde: «No señor, puede llevárselo». Y cuando Fabelo
está ya en la puerta el barbero le grita: «iPor cierto!: ¿está usted
ya bien?»
Fabelo sonríe. -iEl barbero también ha leído su nombre! -«Sí,
sí, ya estoy bien.» -El barbero añade: «Como leí que estaba us-
ted ligeramente enfermo.,. .» -Y Faheln entonces, piensa, que es
poco importante haber estado ligeramente acatarrado, y así para
dar mayor realce a su éxito responde: «No tan ligeramente. El
primer día creí que tenía una puntada de pulmonía.»
Fabelo se aleja con su periódico. Lo guarda justo al lado del
corazón y se va a pasear por todos los sitios populares. En todos
los sitios han sabido que Fab& ha estado enfermo. Fabelo pasea
su popularidad sonriente por la ciudad, como un pequeño Blasco
Ibáñez local que regresa de una Nueva York quimérica.
babelo es ya un hombre conocido. El se puede sentar en las
plazas públicas como un hombre notable. El ha conseguido con un
pequeño catarro, una gloria que no hubiera alcanzado nunca com-
poniendo un pasodoble, por ejemplo...
[M. M.]

290
LOS QUE SE LLEVAN BIEN
Como en la pequeña ciudad atlántica la mayorfa de las mujeres
casadas se amulan .con los maridos, cuando hay un matrimonio
bien avenido y la gente lo sabe, resulta un relajo general. Así, si la
señora de Carballo tiene un granito en el pescuezo y le dice en el
Club o en el Casino, delante de la gente a su esposo: «Mira, queri-
do a ver qué tengo ahí», y el esposo le toca el grano con el dedo,
suavemente, todos los que lo notan vuelven la cabeza diciendo:
«Fíjate qué relajo.»
La señora de Carballo es la mujer más feliz de la ciudad. Cuan-
do su esposo pasa por la calle de Triana con un paquetito, la gente
se acuerda de su mujer y dice: «Allá va Carballo con algo para la
mujer. Es una locura con ella.»
Y cuando salen juntos, por la noche, cogidos del brazo, todo el
mundo exclama al verlos: «Ni de casualidad se les ve a uno por un
lado y a otro por otro. Carballo no deja a su mujer ni a rastro-u
Carballo es ese hombre que se ata despacio las cintas de los
calzoncillos; que va de veraneo a Tafira o a las Canteras y después
de comer se sienta en la acera a tomar el fresco con su mujer y a
quien le dan conversación los vecinos; es ese hombre relativamen-
te obeso que todavía habla mal de los yankees por causa de Filipi-
nas y que dice estas frases siempre: «Bajo el punto de vista», «Dime
con quién andas», «El hilo del discurso», «Eso son habas conta-
das», «Dentro de la gravedad ha reconocido mejoría», «Hay que
tener un ten con ten». . . Carballo es un hombre que no toma nada
entre horas; es, no sólo el que no toma, sino el que dice: «Yo
tengo la costumbre de no tomar nada entre horas.»
Por todas estas cosas Carballo guarda una locura por su mujer.
Tiene además un hijo que estudia abogado y del cual dice siempre:
«Me escribe ‘mi chico de Barcelona que...» <<Tengo, por cierto, una
carta de mi chico...» -Es Carballo el hombre a quien se le pre-
gunta por su chico, cuando uno se acuerda de repente: «Hombre,
uy su chico qué dice?» , y Cl, que Icc regocijado su propia gacetilla
dando cuenta de los exámenes de su chico, ese chico aprovechado
de los brillantes exámenes cuyo padre, querido y particular amigo
de los periódicos, debe estar siempre dispuesto a recibir la más
sincera enhorabuena.
Carballo es un hombre feliz que le da buena vida a su mujer
porque realmente no puede darle otra cosa. Carballo se levanta y
se toma su café, luego se aprieta el callo y dice: «He notado que
cortándose uno los callos le crecen más pronto.» Su mujer le con-
testa entonces: «Ponte un callicida.»
Después sigue Carballo diciendo varias cosas más en un tono
bien avenido, colocando de rato en rato el ten con ten o la mejoría

291
dentro de la gravedad. Y así va transcurriendo el día frente a la
sonrisa de su esposa que tiene también su ten con ten. Hablan del
arreglo del Parque, de que el agua de San Roque ya no lesiona
como antes, de que.va a haber levante y de que a la noche hay que
ir a casa de las cuñadas que tienen un niño con fiebre...
Así SC desliza la vida de Carballo y su mujer. Y, la ciudad creí:
que son felices y lo son realmente. Es el matrimonio mejor aveni-
do de la ciudad.
Tan bien avenidos, como esas dos butacas austríacas que colo-
can simétricamente a cada lado del sillón que está pegado a la pared
de la sala las honestas familias de la clase media insular.
Carballo y su señora son esas dos butacas que se balancean
suavemente frente al incómodo canapé austríaco que es la vida...
[M. M.]

ESTA SOFOCADA
La señora de Mujica está sofocada. Al pasar, por la calle, he-
mos visto que esta señora y sus tres hijas se dirigen al Parque. La
señora de Mujica daba unos pequeños resoplidos que ponían ner-
viosas a las niñas:
-iJesús, mamá! ¿Qué es lo que tienes?
-No sé, niñas . . . . una sofocación...
-¿No te lo.dije? Es la manteleta. ¿No te dije que te la quita-
ras? A cualquiera se le ocurre ponerse esa manteleta con el calor
que hace.
-Es el estómago, niñas.
Es la manteleta, mamá. iNo seas majadera! Yo no sé cómo
aguantas con ese peso de pasamanería sobre el vientre...
La señora de Mujica rezonga malhumorada por las observacio-
ncs de sus hijas y todas prosiguen al Parque; repartiendo saludos a
derecha e izquierda:
-Adiós, Carballo... iOiga, Carballo? Ya se sabe todo...
Adiós, Galindo. LOiga, Galindo? iYa nos hemos enterado!...
En el Parque, la señora de Mujica y sus niñas se sientan en un
banco. La mamá retorna a sus resoplidos.
-Yo no sé si será la pimienta que le echó Pino a la sopa. iPero
es un ardor hijas!...
-Es la manteleta. mamá. iOué cabezuda eres!
-iHija, si sabré yo lo que tengo!
-Pero mamá, no nos pongas nerviosas. No te quitas la mante-
leta ni un segundo...

292
-iY qué me pongo, caramba ! ¿La bata desteñida de por las
mañanas? iVaya! iTambién son ganas de molestar a una!
La señora de Galindo y sus hijas se callan y se ponen a mirar
desaforadas a todos los lugares del Parque. De pronto observan
con alegrfa que se acerca a ellas la señora de Estupiñán con su
marido. Se saludan con los correspondientes: iVaya! ¿Y cómo les
va?, pero la señora de Mujica x510 lamenta su sofocación:
-Pues yo, hija, con una sofocación rara que no he sentido
nunca. Lo atribuyo a unas pimientas, pero las niñas dicen que es el
calor.
-Sí, señora -responde la de Estupiñán-. Pancho ha estado
todo el día con otra sofocación tremenda. Es del tiempo Sur.
Y pancho, terciando en la conversación, dice:
-¿Usted siente así como si le estuvieran llenando de aire el es-
tómago?
-Sí, sí, señor...
-¿Un agrior que le sube y le baja por la garganta?
-Lo mismito.. .
-¿Y luego, un malestar en las piernas?
-sí, sí... Eso mismito.. .
-¿Y luego, unas ganas terribles de darle palos a todo el mun-
do?
-iJesús, Panchito! Si está copiando todo lo que yo me sien-
to...!
-iPues esto, señora, es acedía! Sofocación de acedía.
Y la señora de Mujica dando el tercer resoplido de la noche se
vuelve hacia sus niñas y las acomete triunfalmente:
-iUstedes ven, niñas, como no es la manteleta?

HASTA LA CORONILLA
La señora de Fleitas esta de su marido hasta la coronilla. Flei-
tas es un hombre imposible; no le gustan los macarrones, y como
su señora se los pone casi todos los días, para molestarlo, la otra
mañana cogió el plato y lo tiró al suelo iracundo, delante de la
cuñada y de los niños. Su mujer, descompuesta y completamente
bananítica, se desbocó:
-Mejor te diera vergüenza... Dando malos ejemplos a tus
hijos.
-¿Y para qué pones esos macarrones que ya te he dicho cien
mil veces que no me gustan?
293
-Pues tú antes te los comías.
-Es que ya me han relajado.
~~ -Pues dame m6s dinero. En lugar de gastarte el dinero en abo-
nos y en cambios, debieras mejorar la comida de tu casa.
Y luego, la señora de Fleitas, que es una temible señora de
amplios cuadriles, añade engarrotando el hocico;
-Hasta la coronilla me traes.
-La que me trae hasta la coronilla eres tú -contesta Fleitas
levantándose de la mesa y limpiándose sonoramente con la lengua
los intersticios de los dientes.
La mesa se queda tranquila y la señora de Fleitas se dirige en-
tonces a sus hijos:
-iAy, hijos! Vuestro padre me trae hasta la coronilla.
Y he aquí de qué modo Fleitas se pone en la coronilla de su
señora, él que no vive sino sentado cómodamente en una butaca
del Círculo.
Generalmente, los matrimonios insulares están hasta la coroni-
lla. Desde, que la señora abandona el corsé y se le afloja el cuerpo
y no se abrocha la parte de arriba de las botas, empiezan los mari-
dos a’meterse en el Casino, a asistir a las sesiones del Ayuntamien-
to, a dar paseos de ida y vuelta, sin bajarse del tranvía, al Puerto;
a ir de tertulia al «cuarto» de don Antonio Robaina, que tiene
«tertulia heterogenea»; a tomar bicarbonato y «darse un salto al
muelle» para hacer la digestión; a hacer alguna excursión con co-
milona a la Laja, y a veces a tener relaciones con una buena
mujer, una de esas mujeres que llaman «buenas mujeres», y que
son unas cuarentonas limpias, que tienen su tiendita y una pulsera
de medias libras esterlinas. . .
Cuando el marido hace estas cosas, cuando ya se oye decir del
marido: «Está con la Fulana hace tiempo», es porque ya llegó el
momento de estar hasta la coronilla de su esposa.
Y cuando a la esposa le tira el cuerpillo y se le salta un botón
que no se lo pega más, cuando se pone un zapato de glasé con la
puula LIC Aalo y no lo limpia, zapato que lc sirve para ir a la misa
de los padritos y para andar en la cocina; cuando se pone una bata
de tela simpática desteñida y el peinillo del moño le luce despren-
dido y no se depila con las tijeras de las uñas los diminutos pelos
de la barba, cuando de esta guisa se asoma a la ventana, con su
paño de polvo en las manos y apuntalando con los brazos el para-
peto del sexo y después se «mete pa dentro», diciéndole a la cuña-
da: «Por ahí pasó Galindo con una cara de estragado y la corbata a
medio hacer; se conoce que se hizo tarde y no tuvo tiempo de
hacerse el lazo...», cuando ocurre todo esto, podemos asegurar ya,
que la esposa está hasta la coronilla del marido.
Nosotros, desde nuestro silencioso mirador vemos pasar a estos

294
seres que alguna vez, en visita de luto, suelen salir juntos, y bajo el
hongo de él y el velo de ella vemos brillar como dos luces imperti-
ncntes, esas dos coronillas clásicas hasta donde ambos se estãn mu-
tuamente.. .
[M. M.]

FIN DE VERANEO
La familia del Sr. Carballo va a regresar de su veraneo dentro
de unos días. Ya lo ha dicho un periódico: «Dentro de breves dfas
regresara de las Canteras don Francisco María Carballo y familia.»
El Sr. Carballo está harto del tranvía. El dice; q<Hombre, si no
fuera la incomodidad del tranvfa estarfa en las Canteras hasta di-
ciembre.» Por otro lado, la familia agrega: « Nos venimos antes
que nos echen las lluvias. Ademas, “aquello” esta ya muy aburri-
do.» Y si algún sentimental de las playas se aventura a decir: «El
mejor tiempo en las Canteras es noviembre y diciembre. Hay unas
puestas de sol muy bonitas», la familia de Carballo responde: «iJe-
sús, hijo! No me diga que es bonito aquello con el viento que
hace.»
La familia de Carballo y todas las demás familias veraneantes,
al reposar de su temporada repetirán las mismas palabras del pasa-
do ario:
-Las Canteras, por la tardecita y por la noche.
-Sí, es verdad. Durante el día está dando el sol.
-Pues a mí me gusta mucho el Puerto.
-El Puerto, hija. Se puede estar en la playa, porque siempre
se reúne una en la acera con los vecinos.
-Nosotros no estamos sino un par de meses, porque Pancho
no puede con el ajetreo del tranvía.
Y sobre este variadísimo tema, suele apegarse parte de este
otro:
-Allí puede salir una «aflojadaB, es lo cómodo que tiene el
Puerto.
-Si, hija. Yo me paso de bata las temporadas. Las niñas sl se
arreglan para dar sus paseitos, pero una no está ya para eso.
-Pancho reniega, pero claro, yo le encuentro razón; el dfa que
más temprano viene es a las ocho de la noche.. .
El veraneo insular es una cosa lenta, aburrida. Veraneo de ace-
ra. En Tafira, la gente se pone en lo acera para ver pasar los auto-
móviles. En «las Canteras*, para ver a gente que pasea en la playa.
Doña Rosa Galindo dice: «Hija, y si no se pone una a ver, qué
saca del verano. Meterse en el zurr6n de la casa...»

295
A nadie le gusta la temporada. Todas tienen ganas de venir a
Las Palmas. Sí están en el Puerto, cada tres días buscan un pretex-
to para montarse en el tranvía y si se meten en los intrincados
rincones del campo, se pasan el día esperando a que los Panchos
respectivos lleguen de la ciudad para preguntarles a quema ropa:
-¿Cúmo está eso por Las Palmas? ¿Ya están rcgrcsando de las
temporadas.. .?
[M. M.-J

LA GLORIA INFIMA
Hay un señor en la ciudad que es el señor valiente en el tranvía
porque siempre espera a que este carro eléctrico empiece a andar
para montarse orgullosamente.
El señor valiente del tranvía está esperando en una parada. El
tranvía se detiene y suben a, él todas las mujeres gordas de los
cestos y las canastas, que son las que mejor y más montan en el
tranvía, las que parece que son dueñas del tranvía. Y el señor, en
tanto, se dedica a contemplar el pasaje, como acechando el lugar
donde él se ha de meter. El conductor del tranvía lo mira y como
nada definitivo hay en el seilor que le descubra el Jesw de man-
tar, el cobrador pone en movimiento el motor y el tranvía prosigue
su marcha. Entonces, el señor valiente avanza unos pasos y se aga-
rra a los barrotes del tranvía, y de un salto se coloca en el sitio que
ya se había dispuesto de antemano.
Todo el mundo ignora que este señor se ha montado después
que el tranvía echó a andar. El señor valiente que sin duda ha
querido significarse con esta pequeña y loca gloria, ha perdido su
tiempo. I*a gente del tranvía no se apercibe de su habilidad. El
señor, en su asiento, piensa, sin embargo, que todos han tenido
para él un pequeño aplauso interior.
Este señor, cuando se baja emplea un igual procedimiento. 1.a
mujer de la cesta, o de la canasta hace sonar el trímbre del tranvía
y el tranvía se para un largo rato. Mientras, el señor valiente se
detiene en cl estribo sonriendo, y cuando el tranvía empieza a ca-
minar, el señor se extiende «en el aire» «hacia atrás» agarrado a
los barrotes y se deja caer como un habilidoso acróbata. Así baja y
sube el señor valiente; del tranvía que de tanto vivir cn cl Puerto ha
logrado tener una amplia cultura tranviaria.
El señor no sabe hacer otra cosa en su vida. El nació con este
pequefio destino de subirse y bajarse del tranvía mejo!- que los
demás. Cada uno ha nacido para su correspondiente cosa. El señor
valiente para su tranvía, y el señor Sanabria, un amigo nuestro que

296
se ha hecho un retrato en una Fotografía del Puerto, para adminis-
trar sus bigotes, unos bigotes largos y como embreados, en los
cuales aparece su boca como agarrada fuertemente a una marnma.
Dediquemos una pequeña sonrisa sentimental a estos señores
que nacen para las pequeñas y graciosas cosas de la vida y envidie-
mos un poco las facilidades de que disponen para conseguir sus
glorias respectivas.
[M. M.]

LA LAVADERA
La .familia del Sr. Mujica ha dejado abierta la ventana de la
alcoba. La casa del Sr. Mujica es una casa terrera. El la ha cons- i
truido con sus ahorritos y la vive muy contento. Es la clásica casa
del patio que se moja, de las dos habitaciones a la calle -la alcoba i
y la sala del velón- y la del retrete que se ve desde la puerta de la m
calle. t
Nosotros hemos pasado por la casa del Sr. Mujica y hemos 5
5
observado su alcoba. Una cama wn colcha de crochet, un retrato
de la ampliación sevillana, cubierto de tul rosado y en un rincón
una lavadera incólume, una lavadera muy bonita wn su jabonera y s
su portacepillos. ¿En esta lavadera tan lujosa se lava la familia del i
Sr. Mujica?, hemos preguntado. Pero al pasar por la puerta de la d
casa vemos que en el fondo se enjabona su cráneo dentro de un E
z
lebrillo el Sr. Mujica. !
La lavadera, pues, es solamente una cosa decorativa. Es la lava- d
g
dera de las bodas. Esa lavadera de la cual se dice cuando se hace la E
lista de los muebles: «No olvides la lavadera. En casa de Peñate 50
hay lavaderas muy bonitas.»
Lo que m6s vive en la ínsula es esta lavadera. Yu ht; wnucidu
lavaderas del tiempo de la revolución y otra que supo de la derrota
de Napoleón III. Esta lavadera es más considerada en la ciudad
que una persona. Mientras a la persona se la calumnia e injuria
generalmente en los Círculos y en los Casinos, a la lavadera nadie
la toca.
Y cuando es preciso utilizarla, cuando la lavadera puede pres-
tar algún limpio servicio, se coge el lebrillo de la loza, se pone en
la pileta del patio y se enjabona la cabeza en kl.
Nosotros hemos sentido siempre una pequeña envidia por la
lavadera. Cada vez que nuestros sencillos deseos han sido trunca-
dos, cuantas ocasiones hemos servido de lebrillos de la loza a nues-

297
tros coetáneos, nuestro corazón voló hacia la lavadera,de la alcoba
del Sr. Mujica.
La lavadera es el símbolo de la tranquilidad i&iia. Para vivir
bien, reposado y feliz, sin intervención ajena en la isla, es preciso
ser una lavadera.
[M. M.]

LA FIGURACION
Hay un señor en la ciudad que siempre está medio incómodo.
¿Cómo llamaremos a este señor? Lo llamaremos Robaina para
variar el familiaje.
Este señor es el señor de él mismo, el señor que dice: Yo no sé
lo que se habrán creido. Yo no. sé a dónde van a parar con esas
cosas.
El señor Robaina es él solo. Todo lo que cree es lo que piensa
él. Así si el hijo llega a su casa después de las diez de la noche, el
señor Robaina suspende la lectura del diario y mirando gravemen-
te al hijo le dice: Yo no sé qué es lo que tú te has figurado.
El sciior Robaina es un hombre sin imaginación. Nunca sabe lo
que los demás se figuran. Si en el Ayuntamiento hay un lío el
señor Robaina exclama en la rebotica con este retintln insulario en
que se aprietan los dientes: Yo-no-d-lo-que se habrán-figurado es-
tos señores-.
El señor Robaina sufre lo indecible con las figuraciones ajenas.
Camina por una calle que tiene las aceras rotas y el seiíor Robaina
tropieza. Se pone iracundo y le dice al amigo que lo acompaña:
iUsted me quiere decir qué es lo que se han figurado?
Cuando un abogado mete en cuestiones al señor Robaina, el
señor Robaina se queda tembloroso mirando con ojos gachos al
que esté a su lado: Veremos, veremos. Ya no sé qué es lo que se
figuran estos abogadillos..
Y si tiene Una enfermedad algún amigo y el amigo se muere, el
señor Robaina no llega a comprender todavía y siempre está como
en acecho de la idea del medico: Yo no s6 qué idea tienen estos
médicos.
El señor Robaina sc enfada con un cliente, se calienta, como él
dice, y todo lo que se le ocurre es exclamar:
-¿Pero hombre, qué es lo que se ha figurado usted?
Ninguno sabe en la ciudad lo que otro se figura. Realmente
ninguno se figura nada. Este es el mal mayor. Galindo dice en el
Casino, hablando de Chirino: Yo no se lo que se figura este Chiri-
298
no. Y Chirino en el Cfrculo Mercantil dice hablando de Galindo:
iPero qué es lo que se ha figurado este Galindo?
La figura interior de nuestros amigos es una cosa tan profunda
y desconocida como un diamante pequeño en el fondo del mar:
Toda la irritación, todo el odio de estos amigos está en no po-
der saber lo que se figuran los otros. Y éstos a su vez sienten el
rencor de no poder saber asimismo cuáles son las figuraciones de
los demás.. .
¿Qué es lo que se habr8n figurado?
[M. M.]

NO ESPERO A NADIE
Esta mañana me he levantado muy temprano. El día presenta-
ba un aspecto alegre, luminoso. Era una mañana para dar un pe-
queño paseo por el muelle. Y. he dado ese paseo.
Unos carros, unos trabajadores, todos esparcidos y como deso-
rientados, medio dormidos aún, como si al despertarse no com-
prendieran que aquello era la mañana siguiente a la noche en que
ellos se hablan acustado.
Yo pasee por el muelle. Un Yeoward acababa de atracar. El
Yeoward es el barco conocido, ese barco sin interés que todo el
mundo conoce, como esos senores que van siempre al parque y se
sientan a hacer tertulia en las administraciones de lotertas. Sefiores
amigos de todo el mundo, a quienes hay que decirles iadiós! a
fuerza de verlos, de tenerlos en nuestra visión constantemente.
‘Yo he pasado cerca del Yeoward como por el lado de uno de
estos señores, y he visto salir de a bordo unos ingleses, los incon-
fundibles ingleses del Yeoward, todos iguales, dando la sensación
de que son los últimos ingleses que quedan en el mundo y buscan
un rincón donde guarecerse. Estos ingleses del Yeoward tienen
todos un «smoking» arrugado y las inglesas unos zapatos de lona
que quieren hacer pasar de noche, como de piel, con esa ingenui-
dad única que ticncn los inglcscs del Ycoward porque cl Ycoward
los desprovee de todo rastro de Picadilly y de Byde-Park, dándoles
una pequeña alma de impermeable gris cubierto de un resto de
gotitas de lluvia.. .
YO he observado temeroso estas cosas pequeñas y he medita-
do sobre ellas mientras daba mi paseo.
El muelle estaba libre de saludos y de amistades, tenía cierta
independencia de mar y mi alma sintió esa cómoda alegría que
siente el cuerpo cuando se quita los zapatos, el cuello y se pone un
pijama de seda para cubrirlo. Y así, tranquilamente, iba mi paseo
desarrollándose.
Pero, de pronto, apareció don Florencio Robaina y Fabelo, se-
ñor comerciante que tuvo carros y ahora ha comprado un camión.
Este Sr. Robaina viome satisfecho y acudió a mí. El no había pen-
sado en la mañana.
-Buenos días, señor Manso. LEspera a alguien?
El Sr. Robaina creía que yo esperaba a un viajero. El Sr. Ro-
baina cree que los muelles solamente sirven para esperar viajeros.
Y contesté que no esperaba a nadie, pero el Sr. Robaina no apa-
rentó creerme.
Y yo sé, además, que esta noche el Sr. Robaina, dirá en la
administración de loterías donde él pasa la velada:
-Esta mañana me encontré en el muelle al Sr. Manso. Debía
esperar a alguien de la Península.
[M. M.]

¿QUIERE TOMAR ALGO?


Ayer tarde he penetrado en un café del Puerto. Claro que un
poco desconcertado, porque no hay nada que desconcierte más
que ver desconcertados a unos señores que se desconciertan al ser
sorprendidos tomándose una copita.
En una mesa de este café, libaban sus correspondientes copas
mis queridos amigos Pepe Estupiñán, Juan Robaina y Perico Fabe-
10. Yo me dirigí, azarado;al mostrador para comprar una caja de
f6sforos. Quería pasar desapercibido. Sin embargo, hube de oír la
voz de Juan Robaina que gritaba: «Diga adiós y guarde el dinero».
Y cuando yo me guardé el dinero acatando con toda la ironía posi-
ble la recomendación de Robaina, Estupiñán añadió: «iQuiere to-
mar olgo?~
-No, no, muchas gracias- les dije,
-Sí, hombrX Alguna cosilla.
-Nada, nada.
-Sí, hombre, un café.
Y aquí hicieron punto, como si con este deseo, me limitaran el
precio de mi probable consumición. Otro más generoso añadió:
-0 un tabaquillo.. . Sí. -Y llam6 al mozo: -iOiga, tráigale el
tabaco que él quiera a ‘este señor!
Yo hube de tomar el tabaquillo. Los amigos como Estupinan se
ofenden si uno no acepta los regalos que nos hacen en ese fraternal
momento en que ellos se toman su «mañanita».Yo tomé’mi taba-

300
quillo y me marché lleno de temores. Después me puse a observar
desde la calle y vi cómo iban entrando en el café varios, amigos y
saliendo después todos con su tabaquillo en la mano, que se me-
tían luego en uno de 10s bolsillos altos del chaleco.
El ciudadano Robaina siempre ofrece, cuando nos ve entrar en
un cafe, y claro, se nota que uno está en situación inferior respecto
a su robainismo. <cLQuiere tomar algo? Sí, hombre. Un café. Un
tabaquillo. Un caruncho.» Y me obliga a aceptar este obsequio, no
con intención de agradarnos, sino de preterirnos, de ultrajarnos.
Porque si un día vemos al Sr. Robaina por la calle y nos hace-
mos los desentendidos exclamará: «Miré usted el idiota éste. Le di
un tabaquillo el domingo y ya no me saluda,>.
El Sr. Robaina quiere, por medio de su tabaco, ponerse un
escalón más arriba que nosotros. en la escalera de los insulares.
[M. M.]

FABELO COMPRA UN SOMBRERO


En el momento de ponerse el sombrero nuestro amigo Fabelo,
su esposa le dice:
-Pepe: ¿tú has visto cómo tienes el sombrero?
Fabelo está en la meseta de la escalera de su casa; la luz del
patio cae de lleno sobre su sombrero.
-Hijo, no te lo había visto a la luz -continúa su esposa-, es
un sombrero «rucio».
Fabelo, desconcertado, se quita el sombrero y juntando el índi-
ce y el pulgar de su mano derecha hace unos pequeños disparos
sobre la copa. Un polvo antiguo y débil surge de los pliegues del
sombrero. La esposa, añade:
-Tendrás que comprarte uno nuevo.
Y Fabelo sale a la calle. Realmente él creía que el sombrero
estaba bien. Un sombrero nunca se nota que está mal. Casi siem-
pre parece mejor cuanto más tiempo corre sobre 61. En algunas
cabezas, el sombrero nuevo hace como que las hincha, dándoles
otra novedad extraña, de cabezas recién alijadas. Fabelo, en cuan-
to ha sabido la antigüedad de su sombrero ya no puede justificar la
armonía de sus pasos. Nola en ludo el cuerpo curuu UII blaudo~ de
sombrero rucio y engrasado y hasta el sudor que en la badana del
sombrero se mantiene siempre caliente como en un termo, va en-
friándosele y metiéndosele por el tubito de su columna vertebral.
Decididamente, hay que comprarse un sombrero’ nuevo.
Y Fabelo se mete en una sombrerería. Le enseñan los som-

301
breros de moda y Fabelo les va dando a todos un blando puñetazo
en la copa. Se los pone, se los quita y se los vuelve a poner, mien-
tras el sombrerero va diciéndole detrás:
-Ese le queda encajado.
-Ese le queda un poco angosto, pero se le puede estirar...
Fabelo compra, dcsputs de una larga batalla .espiritual, el som-
brero que peor le sienta, y aunque el sombrerero le dice que deje
el viejo y se lleve el comprado, Fabelo se marcha con el viejo. El
sombrerero le empaqueta el nuevo y Fabelo se asusta.
-No, no. Envuélvalo bien, no sea que se note que es un som-
brero .
Fabelo piensa, lógicamente, que si él sale a la calle con el pa-
quete y la gente descubre que es un sombrero lo empaquetado, se
sonreirá al veilo pasar y 10s Robaihas lbcalès le grítarán desde las
esquinas:
-Fabelo, de sombrerito nuevo, ¿eh?
[M. M.]

COMO UN ANIMAL
El señor Oropesa es una persona distinguida. Socio de todas las
sociedades, suscriptor de todos los periódicos y de las Siervas de
Maria; hombre que tose bien, que tiene en.la cadena de su reloj
ese dije cuadrado hecho ,de una piedra algo violada que fue de su
abuelo, hombre de sombrero liviano los domingos, ese sombrero
nuevo que se ve todos los domingos en el Parque sin que el hilván
de la cinta se le haya ‘quitado.. . El señor Oropesa, es el hombre
que habla de los tiempos de don Domingo J. Navarro y don Eufe-
miano Jurado, dándose un golpecito sobre un chaleco de piquet
contemporáneo de aquellos dos patricios. Hombre distinguido,
muy considerado en la ciudad, aunque dice: «No hay cosa que más
me jeringue que se la eche».
El Sr. Oropesa a pesar de todas estas cosas aristocráticas come
como un animal. El llega a la botica, alegre, con su chaleco blanco
y dice: «Caray, scííorcs. Iloy he comido como un animal.» Y cl
sebor Umpiérrez, al verlo tan satisfecho le contesta: «Pues yo,
amigo don Francisco estoy ahora comiendo apenas». -Oropesa
aftade: «Yo generalmente como poco, pero en cuanro salgo a co-
mer fuera, soy una bestia. Hoy me invitó el capitán de ese barco
que está atracado, caray, y me ha puesto un banquete».
El Sr. Oropesa come en su casa comida de un mediano pasar.
Su esposa se descalabra pensando qué ponerle a don Francisco,
pues no le gusta ni los macarrones, ni tortitas de batata, ni tollos...
302
Generalmente, el Sr. Oropesa no come nada y toma bicarbonato.
Pero cuando lo invitan y hay croquetas o pastelón, ya está don
Francisco embutiéndose todo ese suculento yantar y dando resopli-
dos y regocijándose despu porque ha logrado hartarse como un
animal. Hay entre este animal y don Francisco una historia de en-
canto.
Casi todos los señores Oropesas de la ciudad comen como ani-
males. Hay cierta gala en comer así. Cuando en su casa le sirven la
comida pobre, surge el espíritu aristocrático y delicado para decir:
«Estoy un poco dispépsico. Tengo una acedía horrible». Mas salen
de su casa y se ponen frente a unos manjares gratis y ubérrimos y
matan la acedía a pedradas. Luego, como pequeños hombres ilus-
tres que tienen sus flores célebres en la hora de la muerte gritan:
«He comido como un animal». Contentos, no de comer, sino de
haber ascendido tan brillantemente en la escala zoológica.
[M. M.]

A VER SI ESTA
Calcines, Estupiñán y Fleitas tienen una pequeña importancia
ancial que les da la criada de los tres duros, pues cuando llegan a
su casa y al poco rato tocan a la puerta preguntando por ellos, la
dicha ciudadana que sabe que Calcines, Estupiñán y Fleitas están
en el comedor, dice al que toca y pregunta;
-«Voy a ver si está».
Esto es una cosa enorme. iEstá el señor? -Un señor impor-
tante no suele estar nunca. Calcines está realmente, pero para ser
ilustre necesita no estar.
La criada, pues, ensayada de antemano, grita, sin cerrar la
puerta del paso:
-iSeñorita Pino! ¿Está don Pancho? -Y luego suena una voz,
la de la señorita Pino que grita a su ve7: «;Pinitn! $3~ padre está?u
Y PinitQ empuja más adentro el grito que la doméstica lanzó
primeramente: «iJuan! iMaría, a ver si papá está!»
Hay una pausa desput% para que Juan responda al fin: «No
está». Y Pinito traspasa: «Dice que no está*. Y doña Pino prosi-
gue: «Dile que:no ha llegado todavía*. Y la criada, como remate,
le coloca al que espera, la terrible noticia: «No está».
Pero como el visitante necesita ver a don Pancho, no se resigna
y continúa indagando:
-¿Y a qué hura vendrã?
La criada vuelve a dar otro grito: «iSeñorita Pino, que a qué
hora está!»

303
El silencio es tácito. Pero,al poco rato se oyen unos pasos preci-
pitados por la galerfa. Es doña Pino que va corriendo al comedor a
preguntarle a Pancho a qué hora estará.
Pancho, en mangas de camisa, lee un periódico junto a la ven-
tana del comedor, Allí han llegado las voces de sus familiares. Pan-
cho siente ya desazón por saber quién es el que le busca. Y cuando
doña Pino aparece le pregunta anheloso:
-¿Quién es? iQué quiere? Si es el de la botica, que no sabes.
Doña Pino, que no conoce al de la botica, corre a la puerta otra
vez, y dulcificando el rpstro que ladea lentamente exclama melosa
dejando escurrir su pregunta sobre la papada:
-Vaya.. . ¿Y usted quién es. ..? ¿Y lo necesita.. .?
El de la puerta, que aunque no es el de la botica, pero sí eI del
Cementerio que viene a cobrar el nicho, responde:
-Yo traía una cuentita...
La papada de doña Pino se endurece y la cabeza se yergue
diplomática.
-Pues no le se decir. . . Unas veces viene a las siete, otras viene
a las ocho. . . Pero seguro, «seguro», no está...
[M. M.]
5

;Y
MUCHO QUE ME GUSTA
.La señora de Jinorio ha visto a un joven bien parecido paseán-
dose con, su niña en el Parque. Una amiga de esta señora le ha
preguntado quién es, pero la señora de Jinorio no lo conoce. $erá
un peninsular? La niña habla con él muy cntusinsmada. Es posible,
pues, que sea un peninsular.
La amiga de la señora de Jinorio, que es Pinito Umpiérrez, se
deleita contemplando a la joven hija de Jinorio y exclama: «Mucho
que me gusta ese muchacho.» -Al poco rato el muchacho se
aleja, y entonces las señoras llaman a la joven que se paseaba con
él para interrogarla.
-¿Quién era ese muchacho?
La niña dice que es telegrafista y la señora de Umpiérrez repite
encantada: «Mucho que me gusta ese muchacho.»
El que llega a ser en la ciudad atlántica un muchacho de esos
que le gustan mucho a la señora de Umpiérrez, es un hombre pre-
destinado. De él se hablará en todas las reuniones donde van otros
muchachos que también gustan mucho y en cuanto la frase de
«mucho que me gusta ese muchacho» se pronuncia, ya sabe la gen-
te que se trata de un hombre modosito, que no fuma, que no bebe
y que no visita lugares deshonestos.

304
Estos muchachos que gustan mucho tienen por lo general un
patiuelo limpio y bien planchado para arrodillarse en misa de doce
o una boca bonita, la boca de una tía que fue una preciosidad en su
tiempo. La señora de Umpiérrez lleva un registro de todos los mu-
chachos que le gustan mucho.
Si el muchacho es abogado y se pasea en el Parque con el
Presidente de Sala, a la señora de Umpikrrez le gusta mucho, si
sabe pilotar una yola, le gusta mucho y si lo nombran vocal de un
Casino también le gusta mucho. Nunca le gusta umásu. Siempre
mucho. Podríamos colocar a estos jóvenes, en fila, sobre una con-
sola y la señora de Umpiérrez exclamará invariable: «Son unos
muchachos que me gustan much0.n Ninguno le gustará particular-
mente.
Para contraer matrimonio en la ciudad de acuerdo con las seño-
ras dt: Umpiérrez es preciso que estas sefloras digan antes: «Mucho
que me gusta ese muchacho.»
Así se puede uno casar tranquilo.
Estos muchachos que gustan mucho son todos aquellos señores
que al cabo de los años se mueren repletos de bicarbonato y a
quienes los hijos y la esposa, amigos de la señora de Umpikrrez, le
ponen en ‘el cementerio, sobre un’ nicho una lápida con un sauce
llorón en relieve y esta inscripción: «Aquí yace don Bartolo Estu-
pifián, recuerdo de su innlvidahle espnsa e.. hijos.»
[M. M.]

¿QUE ESPERA?
El coche de un galeno está parado delante de una casa. Un
poco más arriba, en la esquina que da a la misma calle, hay un
señor que mira angustiado el coche y que de rato en rato se dirige
al cochero pregunt&ndole: c<iTardará mucho don Fulano? ¿Hace
mucho que entró? ¿Después de aquí a dónde va?»
El cochero responde: «Pues no le digo»; y el señor de la esqui-
na se vuelve a la esquina nervinnn. Se rne las uñas, sc?mete las
manos en el bolsillo, se rasca la pierna. El señor de la esquina es
Florencio Estupiñán que tiene un niño enfermo. El niño le ha en-
suciado color gris y él no sabe si es la conocida masa qye se le ha
ido por el curso.
El médico tarda, Florencio vuelve al coche: -«iDon Fulano
va a su casa después?» -El cochero imperturbable responde:
«Pues no le digo».
Florencio torna a pasearse desesperado, mientras piensa que

305
aquello del niño debe ser una cosa terrible y que si el médico no va
en seguida el niño se le muere. . .
El médico tarda diez, quince minutos, media hora. Pasada esta
media hora sale y Florencio acude a él y lo agrede: «Don Fulano
tengo al niño en ésta y en la otra forma». -Y don Fulano pregun-
ta en ese tono importante de gabinete, que emplean los médicos
cuando alguien los está viendo: «iTiene fiebre? iCuántas pulsacio-
nes? ¿Ha obrado?» -Florencio no sabe sino que ha obrado gris y el
médico entonces después de fruncir el ceño, como si oliera algo
invisible exclama: «Iré en seguida»: -«iA qué hora?» -dice Flo-
renciw El médico responde: «Ahora voy a Fuera la Portada;
después, cuando venga; ir&.
Florencio como. última súplica contesta como lloroso: “iVaya
en seguida don Fulano!» -
Pero don Fulano no va sino al día si&cnte. Es más importante
ir así sobre que si el niño se muere durante la noche, la responsabi-
lidad se salva un poquito.
Florencio aguarda toda la carde y toda la nochecohtemplando
de vez en vez el gris de su niño. Nosotros amamos mucho a este
isleño paternal. Es el hombre de todas las esquinas, el que espera a
todos los médicos delante del coche, el que les da el verdadero
prestigio.
Un medico que cuando este de visita no tenga en la esquina
una persona que lo espere inquieta, no podrá ser nunca un perfec-
to médico insular, ni aspirar a ningún puesto honorario. (1)
[M. M.]

ELCAÑON
En la ciudad hay un cañón terrible. Nadie se ha fijado en este
cañón sino el amigo Ginorio. El cañón viene a ser el callejón de
Losero.
Nosotros vamos una noche con Ginorio por la calle de Triana y
al llegar al callejón de Losero. Ginorio se sube el cuello de la
americana, da un salto a la acera de enfrente y me grita: «Esa
dichosa calle es un cañón».
Nosotrns nos quedamos sorprendidos. ¿Cómo, sin pertenecer
esta modesta callecita al fuero de guerra, hay en ella un cañón? Y
aunque la ciudad verdaderamente nos parece de interior de ca-
ñón, metemos la cabeza, nos adentrarnos todos y vamos tocando

(1) Vease aEl señor de la esquina espera el m6dico», pág. 2C6.

306
en la sombra para cerciorarnos si efectivamente hay o no un cañón
allí.
Pero Ginorio nos saca de dudas. Es un cañón alegórico. Un
cañón de viento. Ginorio ha cogido en la bocacalle citada diez cos-
tipados. El llama por eso cañón al callejón.
~ES un cañónu. Y ya pasada la boca del cañón, Ginorio nos
explica:
-Todas estas calles que dan a la Marina son unos cañones. Yo
no sé cómo no hay más pulmonías. Es un milagro que la gcntc no
se enferme con más frecuencia.
Nosotros sonreímos. Ya hemos comprendido por qué llama ca-
ñón Ginorio a las calles de la Marina. Ginorio cree que los costipa-
dos se pueden coger en las bocas de los cañones.
Pero el cañón se ha popularizado. Ya, a la vuelta de nuestro
paseo, nos encontramos con que hay más cañones que la calle de
la Marina. En la terraza del Casino está hablando el pollo Robaina
de otro cañón; la calle de los Remedios, y Galindo de un tercer
cañón, la trasera de la Catedral, pero estos cañones se quedan
cortos con el 42, que es la placetilla de los Reyes. Don Antonio
Mujica habla en seguida de este cañón, en ejercicio durante los
entierros de noche. Allí se iniciaban las muertes de muchos acom-
pañantes de duelo, si se destocan del todo: El Sr. Mujica no reci-
bió ningún cañonazo, porque él no se quitaba cl sombrero sino un
poquito por delante.
-Aquello sí es un cañón...
Efectivamente, los contertulios afirman que es un cañón supe-
rior y todos están conformes en que el cañonazo verdaderamente
mortal es el de la Placetilla.- -
Pero entonces salta Chirino que tambien ha descubierto su ca-
ñón y como él vive frente a su cañón necesita el pisto de dar infor-
mes sobre el mismo.
-iPara cañón la calle del Diablito!...
Y como nadie cree que la calle del Diablito cerrada por dos
calles estrechas pueda ser cañón, Chirino es abucheado desconsi-
deradamente.
-iQué va a ser cañón! Una pistola si acaso.
Pero, aunque queda corrido, Chirino insiste, defendiendo su
teoría:
-iPues vayan a la salida del Casino y pónganse en la esquina
para que vean si es cañón 0 no.. .!

[M. M.]

307
PARA ARRIBA
UArribaN, es el lugar donde va siempre el chdadann de la hsu-
la. Si el lector pasa por la calle de Triana a la hora de las doce oirá
unas voces que gritan en las puertas de los almacenes: «iVa para
arriba?* -Son los amigos insulares que invitan a sus otros amigos
a ir juntos para sus casas.
Todas las cosas insulares están «arriba». Lo mismo es «arriba»
Vegueta que Triana. Alguna vez, cuando no hay otro remedio van
para «abajo». Este caso se da solamente en las calles con cuesta y
cuando sin poder evitarlo el insular se encuentra en la parte más
alta. Entonces dirá: «¿Va para abajo?»
Por otro lado, el insular que vive «arriba* no puede ir solo,
tiene pena de ir solo. Siempre llamará a un compañero para que lo
acompañe.
Fabelo está en la puerta de su almacén con tres botones del
chaleco desabrochados, y una llave atada a una cinta sucia en la
mano. Por la acera de enfrente pasa Palenzuela de prisa y Fabelo
que lo ve le grita:
-Amigo Palenzuela, si va para arriba, espérese...
Galindo está hablando de cebollas con Arencibia en una esqui-
na, y Arencibia no comprende por qué le da Galindo tanta lata. Es
que Galindo esta, hábilmente entreteniendo a Arcncibia para ver
si pasa Robaina que suele ir a esa hora para «arriba». Y cuando
Robaina cruza, Galindo, aunque esté en el período álgido de su
diálogo deja a Arencibia con la palabra en la boca y le dice a
Robaina tocándole el hombro:
-Aguarde, amigo Robaina, que yo voy para arriba...
Los amigos insulares van siempre acompañados para «arriba»,
siempre que este «arriba» sea gratis y sin participaci6n en el nego-
cio. Porque entonces, si alguno pregunta:
-LVa para arriba?, contestará el otro hipócritamente:
-Hoy no. . . Hoy como en casa de mi suegro. . .
Y SC va solo, negocio arriba aunque tenga que comerse un cacho
de queso solamente.
[M. M.]

308
SE LA SONSACARON
Las familias de Galindo y de Monagas, tan bien unidas siem-
pre, acaban de pelearse furiosamente. Se han sacado los muertos
respectivos que ambas se amortajaron, las licoreras de cristal y
plata que SC regalaron en las bodas y el pedazo de cabrito que
compartieron cuando a Monagas le regalaron uno. Todo este plei-
to que ha asombrado a todas las relaciones, ha sido por culpa de
Pino.
Pino es la criada de dentro. Una mujer formal. Una de esas
criadas que de tan formales tienen unas caderas acumuladas y un
peto que les ciñe el pescuezo. Esta Pino era una gran criada. Ga-
naba cinco duros en casa de las de Galindo y no sólo limpiaba la casa
sino que el día de Galindo padre hacía los huevos moles y el licor
de leche. Por esto, Pino era una alhaja.
Tanto se la habían celebrado las de Galindo a las de Monagas,
que en cuanto a Monagas le subieron el sueldo en la oficina deci-
di6, en secreto su familia, sonsacarle la criada a las de Galindo. Y
un dfa que Pino fue a devolverles una banda que para ir a un baile
de marineros le prestaron a las de Galindo las de Monagas,.éstas
hicieron pasar hasta el comedor a la criada y le dijeron hipócrita-
mente:
-Mire:, Pino, si sabe de alguna muchacha para dentro. Noso-
tros le darfamos hasta siete duros.
Y Pino sintió cómo su corazón se le volcaba, aunque procuró
disimularlo, diciendo:
-Bueno, señorita, yo veré a ver si hay alguna...
-Pero una muchacha que sea formal...
Las de Galindo no se enteraron de la emboscada sino cuando
vieron a Pino una noche, que tenían sed, en casa de Monagas, pues
les llevó el vaso del agua.
Las de Galindo se tragaron el agua y la píldora, pero al día
siguiente se encuentran en misa a las amigas de siempre, y les vol-
vieron la cara...
-Hija, amistades de tantos años se rompen de nada. Nosotras
no podemos perdonarle nunca a esas cursis de Monagas que nos
sonsacaran la criada. Por supuesto, si tiesto cra la criada, tau tiesto
son ellas.
[M. M.]

309
LA NALGA Y EL NEGOCIO
¿Uue relación puede haber entre la nalga de Camejo y su nego-
cio? Veamos. Camejo está en la esquina de una calle, hablando en
alto con Palenzuela: -«Pues nada amigo Palenzuela, eso está cla-
ro. Tengo el pedido firmado ». Y Palenzuela le contesta: «;Ah, pues
si tiene firmado el pedido?» -Y Camejo añade: -«Pues, Lusted
cree que yo soy bobo?»
Y en el acto, Camejo, se echa matio a su nalga y empieza a
rascarse con el índice y el pulgar.
Asi está un rato, en tanto se aleja Palenzuela que sigue hablan-
do con Camejo, parándose a tres metros de distancia. Y nosotros
vemos este espectáculo:
Camejo en la esquina, rascándose la nalga y Palenzuela dando
manotazos a tres metros. Y oímos: «iClaro! La R.O. lo dice termi-
nante» -«Hay una rectificación posterior»»- «Mire que está
equivocado». Y cuando ya Palenzuela se retira, Camejo, sin dejar-
se de rascar le grita: -«No deje de ir esta noche por la botica
para contarle».
Todos los ciudadanos de la isla que saben R.O. y tienen algún
negocio ventilándose en la Audiencia sufren su pequería picazón
en la nalga. Cuando uno oye en una esquina una voz atronadora
que dice: «]Ah claro! Es una cosa legal», ya sabemos que hay un
señor pesado, con cierto vientre hacia adelante, la americana desa-
brochada y una manga del pantalón replegada, viéndosele el tiran-
te de la bota, por la presión que sobre la nalga hacen sus dedos.
Estos amigos de la nalga picada suelen ir a misa a la Catedral y
ponerse de espalda en una puerta del coro, para rascarse la nalga
de un modo disimulado. Por la noche estos amigos salen con un
bastón y también podemos verlos rascándose en las esquinas, pero
con el puño del bastón apretado. Con este puño llegan a pegarse
furiosamente y hay momentos, pasadas las diez de la noche, en
que meten la mano por la boca del pantalón y se doblan todo para
poder alcanzar con la mano la nalga que han de rascarse.
La ciudad podrá adquirir un tono elegante, las gentes podrán
saber además de leyes, Filosofía, pero el hombre que se rasca la
nalga, se la seguirá rascando toda la vida. Y si está en pleno baile
de etiqueta, que es un lugar de los menos fáciles para rascarse una
nalga, se sentará en un sillón y se frotará disimuladamente en el
tapiz del mueble, o en los brazos de los portiers se dedicará a hacer
puntería.
[M. M.]

310
SE REUNEN LAS MUCHACHAS
Al asar por una calle observo que la señora de Mujica está
asoma 8 a a la ventana hablando con Pepito Ginorio. Le dice: Pepi-
to, ipor qué no viene a casa donde se reúnen todas las noches las
muchachas?» Pepito contesta: «Sí. señora, vendré esta noche.» Y la
señora añade rascándose la cabeza con una aguja de tejer estam-
bre: «Tráigase a algún amigo».
Reunirse las muchachas en la ciudad es ir a casa de una señora
que tiene por lo menos dos hijas que casar y que quiere casarlas
a toda prisa.
En estas reuriiones se juega a una cosa que llaman de las pren-
das. Cuando estas prendas salen de un hongo o de una gorrilla de
joven de cuota, los niños bien y Fleitas, que es el gracioso del
cbnclave, dicen una ingeniosidad galante. Cuando se han perdido to-
das las prendas una niña, dice: «Yo ya no tengo sino esta peineta».
«Pues pon esa peineta» -le responden sus amigas-. Y después,
la niña durante el juego se pone a rezar en baja voz para que no
salga su peineta.
-«Venga, hombre, que en casa se reúnen las muchachas», di-
cen las mamás. Y uno va, las ve reunidas y luego dice en el Casino:
«En casa de Mujica se reúnen las muchachas».
Las muchachas, por otro lado: «Venga, hombre, que en casa de
Mujica nos reunimos». Y todos los jóvenes Camejos, todos los Ga-.
lindos, todos los Monagas salen después de casa de Mujica dicien-
do: nAquí donde no hay nada, pasa uno entretenido la noche en
casa de Mujica».
Y las reuniones siguen hasta que la mamá de Mujica consigue
casar a sus dos niñas. En cuanto tienen novio las niñas, las reunio-
nes se suspenden y la mamá de Mujica dice: «Niña: tuvimos que
suspender las reuniones porque era ‘un relajo. Una las dio para
que las muchachas se “entretuvieran” y no hacían más que echarse
novios. Y yo no querfa relajos en casa».
A lo cual contesta la señora de Fabelo, que la oye:
-iQuita, señora! Ahora todos son novios. Desde que una mu-
chacha se reúne, novio. Por eso mis hijas no tienen ninguno. Yo
no doy reuniones por eso. Las niñas con su madre. No me gusta
que vayan solas a ningún lado: los niños de hoy están muy safados.1

[M. M.]

311
EL GRAMOFONO
La familia de Estupiñán. ha comprado un gramófono malo. La
familia sabe que es malo, pero la compra ha sido una ganga: cinco
duros con diez discos dobles.
La noche que se estrena el gramófono vienen a casa de Estupi-
ñán la hermana del marido con sus dos hijas y Juanita Ginorio,
una amiga muy simpática que vive al lado.
Los de Estupiñán comen de prisa y luego se ponen a arreglar la
sala para cuando vengan los invitados. Toman agua dos o tres ve-
ces, cada vez que pasan por la pila, se arreglan el pelo y dicen
dando brinquitos: «iQué ganas tengo que vengan las niñas!»
El Sr. Estupiñán limpia los discos sacuditndolos con un pañue-
lo de hilo, y «encaja» el aparato en dos o tres sitios a ver cómo
queda mejor. Todavía no ha terminado de colocarlo, cuando apa-
rece su hermana, las sobrinas y la amiga.
-iEse es? LEse es? -exclaman las niñas tocando el cajón del
aparato iPues es muy bonito. 1 ¿Y cuánto te costó, titi Pancho?
Me dijo Antoñita que cinco duros.
-iCinco duros, hija!, una ganga. Fijate tú; por cinco duros
pasa uno el invierno entretenido.
-Mira, mujer -dice la señora de Estupiñán-. Y además es
un mueble bonito. Parece una repisa. Mientras no se utilice se
pueden poner unos floreros encima.
-Pues sí, mujer. Me parece buena idea.
Los de Estupiñán y su familia se disponen a tragarse las veinte
piezas del gramófono, pero en esto tocan a la puerta y preguntan
por el marido. Es Mujica que viene a buscarlo para dar un paseo.
Estupiñán le da un abrazo emocionado a Mujica y le dice: «Esta
noche, no; esta noche se queda usted aquí a oír lo bueno».
Cuando Mujica sabe que es un gramófono lo que va a oír reci-
be gran contentamiento, pues él fue timbalero de una orquesta y
además cantó habaneras en los tiempos del teatro viejo.
Eatupiñán pone el primer disco: El monólogo de «La tempes-
tad», por Pérez del Pulgar, tenor poco conocido aún, pero que
promete.
El disco hace: rurururu grrgrrr... Y el barítono tambikn.
La señora de Estupiñán exclama:
-Pues mira mujer, es bonito.
Estupiñán pone después todos los discos: «iOh Mari!*, «La Fa-
vorita», «Adiós Granada», unas folías y un cuento gracioso canta-
do por el Sr. Ontiveros... ’
Todos están conformes y sr~autados con el gramófono, pero
Mujica dice que es una lástima que el disco de «La Tempestad»
tenga .un poco de garraspera, pero que los demás son magníficos.

312
Y la señora de Estupiñán cruzando las manos sobre el vientre,
sonríe y exclama:
-Pon las guajiras Panchn.. Mira, mujer, yo tenía unas ganas
enormes de tener un gramófono. En éste no se oye mucho, hija,
pero se hace uno cargo...
[M. M.]

EL METIDO
El metido es nuestro amigo Juan Galindo. Hemos observado
que cada vez que pasa por la tienda de Oropesa y se para a hablar
con él, Oropesa le dice; «íHombre, dónde demonios se mete usted!»
Galindo no se mete en ningún lado, pero es el eterno metido.
En el Círculo oímos a cada rato decir: «iDónde estará metido Ga-
lindo?»
Pero Galindo pasa todos los dlas por la calle de Triana, cuando
va y viene a almorzar, por la noche, al ir a comer compra una caja
de fósforos en casa de Bravito, y después que cena sale a dar su
honesto paseo. Más o menos lo mismo que hace Oropesa. Y, sin
embargo, Oropesa, cuando ve a Galindo se queda asombrado y le
dice: «¿Dónde está usted metido?»
Todos los sencillos amigos insulares suelen estar metidos en al-
gún sitio, para los otros amigos que también están metidos, pues
cuzlndo se encuentran Robaina y Camejo o Camejo y Robaina éste
le dice a aquél o aquél le dice a éste -iCualquiera le ve a usted!
iDónde se está metiendo...?
Nadie sabe dónde estan metidos. Acaso estén donde no les im-
porta, porque la pregunta misma encierra ya de por sí esta razón.
Nuestro pequeño amigo el insular se incomoda cuando no está
metido en ese sitio que él no puede saber. Piensa que al meternos,
es porque desdeñamos su compañía y supone, desde luego, que uno
tiene otros amigos más gratos que él.
El hombre que se casa en la ciudad es el primer metido. Chiri-
no se ha casado y ya nadie lo ve. Por eso cuando tropieza con
algún antiguo compañero tendrá que adelantarse y preguntarle:
«iDónde te has metido que no se te ve por ninguna parte?»
Es la única manera de salirse uno de ese lugar misterioso a
donde quieren meterlo nuestros queridos insulares.
Realmente el único sitio donde uno está de verdad bien metido
es la isla.
[M. M.]

313
LA CONFERENCIA DE LAS HORAS
Nuestro antiguo amigo el gran reloj de la calle de Triana acaba
de perder su prestigio: todas las horas que este amigo nos ha ido
ofreciendo han rodado por tierra. Otro reloj negro y agresivo, se le
ha puesto delante para marcar otras horas más oficiales. ¿Cuál se-
rá ahora la verdadera?
Si el antiguo reloj marca las seis, el reloj nuevo marcará las seis
y cinco, rectificándole. El reloj de ayer era blanco, claro y distin-
guido; el reloj de hoy es negro, con un lívido minutero ominoso.
Cuando el señor Chirino desemboque en la calle de Triana para ir
a su oficina se qddará perplejo ante los dos grandes relojes. Estos
relojes son ya dos enemigos terribles. No podrán marcar una hora
misma, so pena dc sobrar uno dc ellos.
iPues qué falta harán dos relojes tan juntos marcando las seis
en punto al mismo tiempo, cuando son las seis?
Los relojes, para tener sus vidas propias, necesitarán marcar
una hora diferente. Ya no son los establecimientos los que se ha-
cen competencia en la calle de Triana; ahora son estos dos relojes
que se afanarán por señalar antes la hora, de modo que el cliente o
el transeúnte le pueda ver primero.
Si al sèñor Calcines le precisa llegar a su oficina a las ocho, y al
encontrarse en la calle de Triana son las ocho menos diez por un
reloj, el otro habrá de marcar las ocho en punto para que quede
servido el Sr. Calcines. De cata actividad n precisiCln dependerA el
triunfo de uno de los relojes. Veremos cuál de ellos será el más
adelantado.
El reloj viejó, era desde luego un honesto amigo; hacía siempre
lo que le daba la gana, dentro de los estrechos límites de su esfera.
Habíamos de atenemos a su hora. Si este reloj marcaba las nueve,
fuera vana toda sóspecha que nos aproximara a las diez. Pero
ahora, ha venido otro reloj a vigilarlo. Este reloj nuevo, es como
el «policeman» de aquel otro reloj. -
Se mirarán mutuamente con rencor y desconfianza; llegará un
momento en que por ganar horas nos señalen la de la muerte. Se
entablará una lucha de carreras entre estos dos amigos. ¿Cuál lle-
gará primero?
Ya no podrá decir el señor Monagas: «Por el reloj de la calle de
Triana son las diez», porque Galindo le responderá: «¿Por cuál de
elJos?» Y como si el blanco marca las nueve el negro para ser más
marcará las diez, Monagas no sabra en qué hora está viviendo.
Si el reloj blanco nos grita desde su esfera: «iTranseúnte, son
las once!», el reloj negro rectificaráFon otro grito: «iSon las once y
media transeúnte!».
Y cuando a media noche, en el silencio de la media noche, los

314
dos relojes se miren cabizbajos, buscando en el silencio la hora
verdadera, que ninguno posee, tendrán que reconciliarse y conve-
nir que si camelo es la hora del uno la hora del otro es más cameln
todavfa., .
[M. M.]

LA INCOMODIDAD
Hemos visto ayer noche al amigo Mujica incomodado. (<¿Por
qué está incomodado Mujica?», le preguntamos. Y Mujica nos res-
ponde. -«No me diga nada hombre, que tengo encima una inco-
modidad que no veo. ¿Usted se acuerda de aquel alfiler chiquito
que llevaba en la corbata? Pues nada, se lo presté a Robaina para
que se sacara un poco de pescado que tenía en la muela, y como
aquel Robaina es tan estúpido se ha tragado el alfiler. iUsted ha
visto? Es cosa para romperle la cabeza...»
Nadie puede imaginarse por qué Mujica estaba incomodado. El
es el amigo isleño que se incomoda siempre por cualquier cosa, por
el leve roce de un hálito en el pelo más diminuto de su nuca.
Mujica dira siempre: «Tengo encima una incomodidad».,. Y
nadie sabe por que puede incomodarse.
Generalmente un amigo que espera a otro, lo ve llegar con el
ceño fruncido y antes de que le pregunte el amigo, dice: «iTengo
una incomodidad encima! No me diga nada».
Y esa incomodidad misteriosa y única se va extendiendo duran-
te el paseo que da uno con ese amigo: «No se incomode, hombre»,
pero el propio amigo se incomodará también otro dfa, para que no
comprenda Mujica a su vez.
La incomodidad es la verdadera situación espiritual del ciuda-
dano isleño. Si estamos en un café y no ha llegado nuestro camara-
da Galindo pregunknnos; ¿Por qué no ha venido Galindo? Y en-
tonces nos responderán: «Habrá cogido una incomodidad.»
En la isla se coge la incomodidad como se coge un aire entre
puertas.
Pero jamás podemos ver la justa razón de esta incomodidad de
antemano. Un señor dice: «No me vengas con incomodidades». Y
una mamá exclama ante su inocente niño: «Pepito, tú no me vayas
a hacer coger una incomodidad».
Aquí hay señores que se incomodan hasta porque nn se les
nombran alcaldes.
De pronto uno que es, por ejemplo, del comité de un partido,
nota que Galindo se hace el desentendido al vernos en la calle y no

315
podemos explicamos la razón de este desaire. Galindo estfi inc&
modado con nosotros, no hay duda. Pero no sabemos nunca que la
incomodidad de Galindo es porque nosotros no hemos pensado en
él para hacerlo alcalde o teniente. Y a lo mejor Galindo renun-,
ciaría, pero es necesario pensar en él, por lo menos para que no se
incomode.
[M. M.]

EL SEÑOR DEL TEATRO


Hay un señor en la ciudad que se pasa la vida viendo construir
el teatro. Ora está asomado por uno de los huecos que han de
servir de puerta a los palcos, ora está en el escenario imaginándose .
la ópera que se va a cantar allf, ora se pasea en el vestíbulo como
un abonado honorario.
Este señor es que no ha de ir al teatro, cuando el teatro esté
construido. El no fue nunca al anterior teatro incendiado, ni pien-
sa asistir a éste porque se acuesta temprano, pero ama el teatro y
quiere verlo terminado para cuando trabajen compañías alli, poder
decir: «¿Fue mucha gente anoche al teatro?»
A este señor sólo le interesan la realización de las cosas ciuda-
danas para preguntar, únicamente. Es el señor que cuando hay un
entierro interroga: NiFue mucha gente al entierro?» Es el señor
que el Lunes Santo se interesa por saber si a la procesión del Señoi
del Huerto fue mucha gente, y así pregunta: «iHabía gente en la
procesi6n?»
A este señor le preocupan todas las cosas de un modo sencillo,
breve, honesto. El no se mueve de su botica y posiblemente se
enojaría de que hubiese muchos señores cn la rebotica, pero se
alegra, si lejos de el, en los espectáculos que se celebran lejanos,
hay mucha gente.
Al siguiente día de la Naval, va a su rebotica para enterarse si
había mucha gente en el Puerto. Cuando se inaugura un nuevo
salón-cine ‘también indaga curioso: -«iHombre? i Anoche se inau-,
guró tal cine! ¿Y había gente?» -
El señor tiene una aglomeración ,de gente en su retina. Parece
como que esta gente que va a esos sitios lo deslastrara a él de
muchedumbre, y pregunta e inquiere para cerciorarse de que toda
esa gente está fuera de él y no lo agobia.
Mucha gente. Y el señor ve un haz de personas bien apretado
que se trasladan -10s mismos-, como una Itromba, de un lado
para otro, ocupando y rellenando los lugares públicos. Mucha gen-
te había en el Parque y al mismo tiempo había también mucha

316
gente en el Circo... iQué misterioso problema, entonces, para el
señor!
Por eso él, ahora en la fábrica del teatro, se devana los sesos
colocando en aquel enorme hueco abierto, toda la gente que conci-
be su imaginación -la gente que cabe en un almacén, la gente que
va a una procesión o a un entierro, ese haz que el señor traslada de
sitio en sitio tímidamente- y se pregunta desorientado: u¿No será
muy grande esto?»
I’cro llegará un día en que cl señor preguntará en su rebotica,
agachando la cabeza, como si la gente se le fuera a caer encima:
«Anoche se inauguró el teatro. ¿Y había mucha gente? Pues aquí
hay gente, aunque parezca que no.»

EL SEÑOR QUE RONCA


Este señor ronca a las once de la mañana cn la biblioteca de
una sociedad. Nosotros hemos visto a este señor delante del «El
Sol» dando unas pequeñas cabezadas. Nosotros lo hemos oído ron-
car más tarde delante del mismo periodico. Este senor -hemos
dicho- está empardelado. Duerme bajo el sol. Posiblemente va a
coger un tabardillo.
Cerca del seiior hay otro señor que lee «La Voz»; este señor se
inquieta con el ronquido del otro señor. La voz durmiente le impi-
de oír esta otra voz. El señor dirá, sin duda: «Con estos gritos
sordos no es posible oír voz ninguna.»
Más allá de los dos señores hay un tercer señor hojeando el
«Blanco y Negro» y otros señores más en diferentes sitios, devo-
rando los «Nuevos Mundos», «Las Esferas» y los «Mundos Gráfi-
cow, tan encantadores. En el silencio de la biblioteca suena, em-
pingorotada y pedante, la irrespetuosa opinión literaria del primer
señor mencionado.
iCómo este señor viene a dormir a una biblioteca habiendo
otros lugares dc m6s cómodos asientos pala este gratu ejercicio del
sueño? iSi este señor no lee sino duerme, por qué hace posada en
una biblioteca donde están el *Nuevo Mundo», «La Esfera»,
«Mundo Gráficos y «Blanco y Negro» tan vivos de colores y tan
jubilosos, despertando con su interés nacional todos los posibles
sueños?
El senor no ha querido dormirse. Desde luego hay que suponer
que Cl ha pasado despabilado por todas las revistas y ha hojeado
los tomos de los libros que brillan bajo los cristales de los arma-

317
rios. El señor se ha dormido, únicamente cuando ha cogido .«El
Sol» en sus manos.
La mañana es ardorosa, una enervante mañana del Africa. El
señor es comerciante, seguramente trabaja de un modo excesivo.
El se ha levantado con intención de dar una vuelta y tomar el sol y
hacer tiempo para ir a misa de doce. Toma el sol en el muelle, la
calle de Triana está llena de sol, el señor se va amodorrando poco
a poco y se mete en su Sociedad. Busca un refugio de sombra. Las
bibliotecas de la Sociedad son los más sombríos dcpartamcntos. El
señor lo sabe y se sienta, acariciado por el sutil fresco del salón.
Pero de pronto siente en sus lentes un reflejo dorado, un reflejo
que le viene de la mesa donde 4 lee. Es «El Sol» que estaba de-
bajo de «El Defensor de Canarias», que hacía de nube gris o panza
de burro, ocultándolo. El señor siente de nuevo «El Sol», y la
pequeña modorra que había empezado a coger en el parque se
desenvuelve ahora plena en la biblioteca.
El señor. se queda dormido. «El Sol» lo acaricia. El señor em-
pieza a soplar suavemente. «El Sol» sigue hiriendo la cabeza del’
señor. *El señor da un ronquido rápido como un salto de ronquido
que va a coger a otro ronquido que se escapa y que cnge al fin para
que se vaya desenvolviendo con arreglo a todas las leyes inmuta-
bles del ronquido.. .
El señor ronca. Si cstc señor se despierto y pide como todos los
demás señores de las sociedades un vaso de agua gratis, se ha de
volver antes de la noche hermano de San Lázaro.
[M. M.]

LAS DOS PERSONALIDADES‘


El señor Galindo ,quiere ser concejal; pero el señor Robaina
que pertenece a un partido político y es hombre brillante dentro de
ese partido, se opone. Veamos por qué.
El señor Robaina es amigo particular del señor Galindo. Es
muy amigo, pero no deja de reconocer que Galindn es un granuja
como político y, por lo tanto, su actuación en el municipio sería
nefasta. El señor Robaina dice:
-Galindo, como persona particular es un hombre honrado;
pero como político es un sinvergüenza.
Nosotros nos hemos quedado absortos. ¿De manera que Galin-
Jo, si va de visita dc luto, por ejemplo, no será capaz de robar un
bibelot de una sala y metérselo en el bolsillo; pero si va al Ayunta-
miento se quedará con la Plaza del Mercado y con la Pescadería?
318
Realmente: como persona particular es honorable, como concejal,
un ladrón. El señor Robaina es un hombre justo en las clasificacio-
nes. El señor Galindo no puede ser concejal.
Pero entonces tampoco podrá serlo el señor Robaina. El señor
Robaina es una persona-decente como particular. Debe&, pues,
un sinvergüenza como polftico.
Porque el señor Ginorio, que es un granuja, ha resultado otras
veces un concejal modelo. El señor Robaina lo sabe y añade: -+Yai
ven ustedes. Ginorio que es un zarandajo, es en cambio un gran .<..I
concejalN.
Por lo tanto, hay aquí una extraña psicología que ni el propio
señor Robaina sabe explicarse.
El señor Robaina, como buen insular, cree que hay dos perso-
nalidades; que dehaja de IOS señores Galindos particulares, hay
otros Galindos particularfsimos, y así como no son capaces de ro-
bar un bibelot, se apoderan de todos los puestos de la Plaza, tran-
quilamente, en cuanto tienen un cargo en el Ayuntamiento. Esta
teoría del señor Robaina puede condenarse en esta frase alegórica:
«La distinguida horizontal señora Camelia, como persona, es una
Santa Casilda dulcísima, pero como dueña de prostíbulo una maca-
ca. La señora Camelia puede asistir a un baile elegante, pero no
puede dirigir una casa de prostitución». He aquí la más clara ex-
presibn de las dos diferentes personalidades. Casi siempre todas
las personas que son honradas particularmente resultan después,
en público, verdaderas indecencias.
Nosotros vamos por una calle y vemos al amigo Camejo reco-
giendo un alfiler en el suelo! ¿Por qué recoge usted ese alfiler?
-le decimos-. Y Camejo nos responde:
«Voy a llevárselo a aquella señora que lo ha perdido.»
Y nosotros, que somos directores de Política, exclamamos: «He
aquí, el hombre honrado que nos conviene. Un hombre que no es
capaz de robar un alfiler, es el hombre que hace falta. Y cogemos
a Camejo y lo llevamos a los comicios como una garantía. Pero de
pronto, un municipal SC queja dc que lc han robado cl casco. Na-
die puede adivinar quién fue el ladrón, hasta que se averigua secre-
tamente que el que sustrajo el casco es Camejo. «iCómo es posi-
ble? LCúmo, si Cameju es la honradez corporizada? -gritamos-.
Y el señor Robaina, inflexible, nos contesta: -UY lo es; pero co-
mo persona particular. Como político aprovecha hasta los repiques
de San Pedro Mártir.»
[M. M.]

319
TODITO
Mariquita Chirino es la joven que se lo hace todo en la ciudad,
Hacérselo todo, es ser modista y comechosa. Es forrar con merto
un zapato que se le ha rajado y hacer un marco con escamas secas
de cabrilla. Cuando la mamá de una niña que se lo hace todo pro-
nuncia esta frase terrible: «Esta niña se lo hace todo, todo.» Ya
sabemos que hay un cojín pintado con una golondrina, sobre el
sofá de la sala, una cesta de rafia en el despacho del papá, y brazo
gitano en el almuerzo el día de Reyes.
Son muchos los mozos ciudadanos que se lo hacen todo. Un
zapatero, una modista, no tienen razón de existir en una ínsula
donde las mujeres se lo hacen. En cambio, las mamás son las que
no se hacen nada, pero hemos de advertir que fueron antaño las
que se lo hicieron tam,bien todo.
Hoy la mamá no se hace nada para que pueda hadrselo la
niña. Todos los novios primerizos son los que se lo hacen todo. La
mamá le dice a los Umpiérrez enamorados, cuántas y cuáles cosas
sabe hacer la niña.
Mariquita Chirino es la más perfécta de las niñas que se lo
hacen todo. Cuando uno llega a la casa del señor Chirino y tropie-
za con un perchero de cartón forrado de raso rosa y festoneado de
cordoncillo celeste, oye la voz de Chirino que nos coloca en el
perchero el hongo, diciendo: -«Cpsas de la muchacha... Esa Ma-
riquilla es un lince. Todo lo hace...»
En estas casas donde las niñas lo hacen todo, observamos siem-
pre un marco de peluche y una jardinera de bambú, a la entrada
de’la galería, y a los papás luciendo unas babuchas con dos inicia-
les bordadas y un gorro de borla.
Es la cosa feliz de la ciudad. Con una niña que se lo hace todo,
puede uno hasta comer albóndigas todos los días.
Las mamás de, estas niñas no hacen sino pregonar estas peque-
ñas virtudes caseras para ver el modo de colocarnos en ese solucio-
nable sirio de la vida que llaman matrimouio.
Pero nosotros pensamos que si las niñas se lo hacen todo, ipara
qué quieren casarlas sus poco avispadas madres?

[M. M.]

320
ENTRETENIDAS
La familia de Estupiñán no sale los domingos a paseo, porque
se pasa la tarde entretenida en el balcón. La mamá lo dice: «Noso-
tras, hijas, nos pasamos la tarde viendo a la gente y asf se nos
viene la noche encimaa.
La familia de Estupiñán, desde su balcón otea minuciosamente.
Pasa un matrimonio y la mamá dice:
-Niña , ¿quiénes son?
--Mamá, no los conozco.
-Hija, ahora hay mucha gente desconocida.
-Deben ser de algo de la Audiencia.
-¿Y en qué lo conoces?
-En que él tiene aire de magistrado... Oye, oye... iAquellas
que van en automóvil son las de Chirino?
-Las mismas.
-Hija, se conoce que están bien.
-Cualquiera tiene hoy automóvil. iSabes, mama, quién tiene
otro también? ¿Te acuerdas de Pancho, aquél de Moya, que fue
asistente de papá? Pues el otro día me lo encontré, camino del,
Puerto en automóvil.
-iVaya! Y dentro de nada lo tienes en el Club.
-Todyía no se atreven.
-Pues yo lo vi en el Círculo Mercantil cuando estuvo ese poeta
ahí.. .
-Sí, pero al Club no irán todavía. Pero cualquier día te lo
encuentras.
-iQué relajo!
-Oye: ¿aquél es el hijo de Pepita Robaina? Jesús, el mucha-
cho, parece un alcaraván!
-Dicen que es un extravagante. . .
-Por supuesto, estos niños no llegan a tener fundamento nun-
ca. No hay autoridades...
-Y los padres son los que tienen la culpa. Como ellos son
otros extravagantes.. .
-Saluda, mamá, saluda.
-iA quién, niña?
-A don Bernabé, el cura de San Antonio.
-Buenas tardes don Bernabé. ¿De paseíto a los poyos del
Obispo? iDicen que el novenario este año lo predica don José
Marrero? Usted no sabe lo que me he alegrado. Eran ustedes mu-
chos adritos
-Lama, mama.. .
-¿Qué quieres, niña?
-Saluda.
321
-iA quién, niña?
-Al muchacho que nos presentaron-en el Club la otra noche.
-Adiós, joven. Parece que gusta de...
-iJesús, mamá! Ya nadie puedc: saludar amable...
-Mira, ahí viene Juan Umpiérrez. No pasan años por él. Oye:
¿con quién está hablando?
-No lo conozco.
-Hija, la mitad de la población es desconocida.
-Escucha: parece que han doblado.. .
-Mamá, yo no he oído doblar...
-Se habrá muerto Rosarito Galindo. Decían que no pasaría de
la noche.
-No lo creo, porque allí en la botica está sentado el cuñado...
-Mira, allá va deprisa en tartana el de Sanabria.. . Dicen que la
mujer estaba de parto. Irá a dar a luz.
-No SC... Quien tuvo un niño fue Juanita Santana.
-cNiño o niña?
-Niña.
-iY cómo le van a poner?
La noche va acercandose.
Suena la oración. La señora de Estupiñán se santigua. Cuando
termina de cenar cae encima del balcón la noche. La familia de
Estupiñán penetra en el interior de la casa. La señora, rascándose
con un peinillo en la frente, exclama:
-No me puedo quitar de la cabeza al hijo de Pepita. iJesús, el
muchacho!
[M. M.]

YO CREIA...
El señor Monagas se ha tropezado con nosotros en la calle y
‘nos ha dicho: «Hombre, yo creía que estaba usted en el Monte»...
Después ha añadido: «Yo creía que usted no era hombre de Pas-
cuas...» Y más tarde: «Yo creía que usted pasaría esta fiesta en
el campo.. .»
Luego se ha separado de nosotros dejándonos el pequeño ras-
tro de un comentario.
Monagas es el amigo insular que cree. Si estamos sanos nos
parará en la calle para decirnos: «Yo creía que estaba usted malo»
Si nos sentamos en la Plazuela, exclamarái «Yo creía que estaba
usted dc viajen Y si venimos de viaje creerS. qU8 no habíamos sali-
do de la Plazuela.
Todos los mismos asuntos locales los enfoca el amigo Monagas

322
con esta creencia. Un dfa ocurre un suceso polftico y el Sr. Mona-
gas no se ha enterado. Este asunto se desarrolla un poco oscura-
mente y Monagas comenta furioso hasta que un amigo le aclara el
concepto. Entonces Monagas, sorprendido exclama: UY yo que
creía...»
Realmente, él no cree nada hasta después. Pues, si una persona
es ladrón, en tanto que no lo es oficialmente Monagas no se ente-
ra. Cuando el ladr6n es cogido, sin sorpresa de nadie, Monagas
explica: «Hombre, yo creía *que don Fulano era una persona for-
mal». :
Monagas ha nacido para tener esta pequeña personalidad de
creyente. A él no le interesa nada en la vida más que creer, en un
momento dado, cosas pasadas y que nadie cree. Así, si se muere
Robaina, exclamará Monagas: «iHombre, y yo creía que Robaina
era un hombre fuerte!»
Monagas cree que el criminal es honrado y que el ladrón no
roba, para poder decir luego que él creía en la honradez de dichos
personajes y de este ‘modo justifica su existencia.
Monagas ha inventado para sí, sin él saberlo, muchas leyes,
muchos reglamentos, muchas costumbres... «iHombre, yo creía
que la ley era terminante en esto!», dirá desconcertado. «iHombre,,
el reglamento debe tener tal cosa!», y cuando ve que no la tiene
rectifica impávido; «Yo creía...» Y si al señalar una especie, se
habla de que en Pernambuco la gente tiene un pie saliéndole de la
coronilla, Monagas se resignará tranquilamente y dirá: «Pues hom-
bre, la verdad, yo creía que allí era como aquí...»
Un día se morirá Monagas y entonces le sustituirá Galindo,
empezando a decir en la Placetilla de los Reyes delante del ataúd
de Monagas.
--iYa ustedes ven. Yo no sé por qué yo creía que este hombre,
no se iba a morir nunca!
Y no sabe Galindo que ciertamente no ha muerto Monagas,
que se repite infinitamente como los patitos del anuncio de «foie-
grás».

[M. M.]

VAMOS A VERLAS
Cuando las niñas de Calcines les dicen a las de Robaina: «Esta
noche, niñas, vamos a verlas», las de Robaina repiten, alegres, en
su casa: «Esta noche vienen a vernos las niñas de Calcines». Y,
claro, llega la noche y se ven.

323
Y cuando están juntas exclaman: «iVaya! Tantas ganas como
teníamos de verlas. Yo se lo decfa a mamá: ‘Hay que ir a ver a las
niñas de Calcines que hace un siglo que no las vemos’. Pero hija,
que si venimos un dfa, que si venimos otro día. En casa es un jaleo
con los niños. Y menos mal que ahora están empleados los dos
mayores ___u
Y una de las de Calcines responde: «iPor fin los colocastes,
mujer! ¿Y cuánto ganan?» -«Pues, hija todavía nada, pero el jefe
dice que les dará un poquito de sueldo... Hija, para empezar.. . Yo
ya se lo he dicho: Ustedes déjense!de;boberías y,káptense;las’sjm-
patías del jefe y déjense de gremios y de ocho cuartos y no sean
bobos.. . En fin, hija, veremos... Ellos no son de mala índole.»
Y las de Calcines y las de Robaina hacen una pausa y suspiran
mirándose y sonriéndose. Y al fin dicen: «Vaya, mujer». Y des-
pués de otra pausa exclaman: «iY ustedes no tienen calor?» -«Hi-
jas no me digan nada». Y se callan de nuevo para volver a re-
petir: «Pues sí hace calor. Y humedad. Cuando nosotros venía-.
mos las calles estaban mojadas» «¿Mojadas, niñas? Será una taro-
sada». «Eso era.. .»
Las de Calcines y las de Robaina se callan otra vez y repiten:
«iVaya!» -Y se miran. No hacen más que mirarse. Después de
todo para eso han venido: a verse...
Pasa un rato y las dc Calcines se levantan: -*Pues, niñas, nos
vamos» -«iYa se van? iTan pronto?» -preguntan somnolientas
las de Robaina . ..- «Sí, hija, tenemos mañana que ir a los funerales
de Panchito Fleitas» «iPues es verdad! ¿Y a que horas son?» «A
las ocho es la cantada.. .» -Y una de las Robaina se vuelve para la
otra y dice: «Tenemos que ir» Y la otra responde: «Mañana no sé
si podré porque me toca hacer las camas».
Todo esto ocurre ya en la meseta de la escalera. Las de Calci-
nes se despiden otra vez:
-Bueno, niñas, nos vamos.
-Bueno, adiós.
-Recuerdos a Panchn.
-Gracias, niñas. Y que lo de los muchachos prospere.
Y ya, en la’mitad de la escalera, las de Calcines gritan:
-iDéjense ver!
[M. M.]

324
LA PARIENTA
Con este alegre motivo de las Pascuas, la familia de Galindn ha
invitado a pasar unos días en su casa a una prima segunda que vive
en Tafira. Esta prima se llama Pinito, claro. Es mujer de esas que
llaman animadas. La animación de esta señora consiste en decir:
«iNiña, vamos al Parque! iNiña vamos a coger el tranvía e ir y
volver sin levantarnos!» Y cuando van al Puerto se meten todas en
un vagón cerrado, y se ríen cuando los muelles saltan, y gritan y
refocilan sus respectivos años a medida que el tranvía ‘seva paran-
do. Y cuando el trole se sale, cosa que ocurre con bastante fre-
cuencia, el escándalo de las de Galindo llega a los límites del entu-
siasmo: «iJesús, niña! iNiñas, se apagó la luz!» «iY como vamos a
ver!& «Lo mejor es acostarnos» Y unas cuantas sutilezas por el es-
tilo.
Pero para .estas diversiones necesitan a Pinito. Pinito llega an-
tes de las Pascuas, diciendo en Tafira: «No hay cosa que más me
guste que ir a Las Palmas. iHay tanta gente allí! Yo, abro la parte
de abajo de la ventana de casa de mis primas, y como es piso bajo
me pongo detrás a oscuras y me paso la tarde viendo pasar gente».
Luego Pinito viene, hace lo que dice, come cabrito que trae «de
los vapores» el tío Pepe, va a misa del gallo para tomar un aperiti-
vo de olor, dc ese olor a ginebra falsificada que se nota en todas
las misas del gallo isleñas, y los días que se queda de más se los
pasa en el Parque y montando en el tranvía. Con esto se va otra
vez a Tafira a ordeñar las vacas del padre, para que el padre diga:
«Mi hija Pino es un hombre, diablo». Y como Pinito estudió en el
Sacré-Coeur, y aprendió allí cuatro noticias geográficas, añade:
«iMi hija Pino? Sabiendo es una librepensadora».
Cuando Pinito aparece en la ciudad, los distinguidos Peritos
señores Chirino y Robaina le pasean la calle, emocionados con las
ubres de las vacas y las azadas de agua del padre. Y la emplazan
para el Carnaval.
Siempre, en Pascuas, empieza el idilio hacendado para coronar
se en Carnestolendas. La ciudad suele llenarse de Pinitos estos
días, que vienen a ser como aguinaldos a seis meses fecha, para
estos distinguidos Peritos honorarios que se llaman Robainas, Fa-
belos y Ginorios.
[M. M.]

325
LA TOS
En cuanto uno de nuestros amigos hace un pequeño negocio
o reúne unas pesetas por ese conocido y oscuro procedimiento in-
sular, desaparece como por ensalmo el catarro de todas las perso-
nas de ia isla. En este momento oímos decir: uAhora no hay quién
le tosa a Mujica.»
LRazón por qué no se le tose a este señor? Porque Mujica ha
hecho acopio de sesenta duros por primera vez en su vida y los que
ya antes habían reunido sesenta mil se enfadan y creen que Mujica
es una especie de pastilla del Dr. Andreu y nadie podrá toser con
él.
Un señor que no haya hecho negocio nunca y un día lo hace de
chiripa será mortificado por el que lo hizo antes y no quiere que los.
demás lo hagan. Robaina, negociante antiguo, ve á Mujica, nego-
ciante de hogafio, y le dice en ese tonito, que aquí llaman gráfica-
mente de rascado: «Mi amigo, ahora no hay quién le tosa».
Robaina pasará, sin toseo, por la tienda de Mujica y Gtrañado
de que éste venda corbatas exclamará: «Hombre, parece que Muji-.
ca está vendiendo corbatas», y luego repetirá para su fuero interno:
«A lo mejor se hace rico». Y cuando Mujica reúna su capital ador-
nando todos los juveniles pecheros empezará a curar los catarros
de los ciudadanos fronteros. ¿QuiCn tose a Mujica?
Sin embargo, Calcines, aunque no tosa, no comprenderá cómo
Mujica ha podido hacerse rico vendiendo corbatas. Y con voz lim-
pia, sin garraspera, dirá: «A mí no me digan que vendiendo corba-
tas se pueden comprar casas en Tafira y hacer casas en la calle de
Triana».
Calcines ya se habrá enriquecido antes vendiendo cordones y
también hizo casas en Telde y compró una finca en Montaña Car-
dones. Todo para que a su vez Mujica tampoco entienda este encum-
bramiento crematístico. «A mí no me vengan con músicas, justed
cree que vendiendo cordones se puede hacer nadie rico?»
Lo cierto es que Mujica, Calcines y Ginorio han reunido su
capital y que en la ciudad ya son pocos los hombres que no tienen
su fortunita amasada.
Ventaja para nosotros los desheredados, que a la postre nos
ahorramos los catarros y sus toses correspondientes.
[M. M.]

326
DESCONSIDERACION
La gente bailable está desconsolada, con ¡a poca energla que ha
tenido el baile del Casino este año. Aquella perfecci6n de las doce
mil pesetas de ambigú se ha disipado como el humo del caldo que
en los susodichos ambigús se sirve a la del alba.
Nosotros crefamos que eso del ambigú para un legítimo aficio-
nado al baile carecía de importancia. Pero hemos descubierto que
hay más diletantes al ambigú que a la danza. Es así -entendemos-
- que la danza es una especie de vermouth coreográfico para abrir
el apetito del jambn en dulce. Revela esto cierta predisposición al
orden, que no habremos jamás sospechado en personas que abren
los pies y dan brincos como locos. Nos alegra ver confirmado el
gran aforismo moral que habla de encender dos velas, una al.señor
San Miguel y otra al señor diablo. Aunque aquí la vela más grande
es para el vientre, en tanto que la otra sólo tiene,la dimensión de
una de esas cerillas que vienen en cajas de quinientas «nominali».
Pues, sí señor. La juventud murmura de la poca consistencia
que ha tenido el ambigú del Casino. Se habla de que solamente
hubo chocolate y esto parece poco para el duro que se paga men-
sualmente, cuando se paga.
Acaso tenga razón la juventud protestadora. Con cinco pesetas
hay derecho a que le den a uno teatro hecho, casa hecha, y luego
un jamón por.barba. iPues qué se habrán creído que es un duro
mensual? En otros tiempos un duro ni existía. En Grecia no había
duros, ni en la Palestina tampoco. Un duro es hoy como uno de
esos señores que dan puñetazos, escupen por el colmillo y se tiran
cada segundo por la pretina del pantalón sacudiendo la pierna de-
recha. Un duro se llama hoy don Florencio Robaina y a don Flo-’
rencio Robaina no hay quién le tosa. . .
Creemos que el Casino no ha tenido en cuenta la importancia
del duro. Pero nosotros que vamos todas las mañanas a comer
churros a la Plaza, nos hemos alegrado de que el ambigú del Casi-
no haya sido reducido a las m6s mínima expresiún...
[M. M.]

LAS PASCUAS DE FABELO


El señor Fabelo ha recibido un aguinaldo: diez duros. Aunque
la cantidad es una miseria, como el señor Fabelo tiene condicibn
de ternera, ha dicho: «Diez durillos para Pascuas». Y la familia ha
repetido: *Pepito está desnudo».

327
El señor Fabelo coge el billete entre sus manos’y le da vueltas
vertiginosas. ¿QuC va a hacer con los diez duros? El señor Fabelo
ha citado para este dfa al cobrador del inquilinato, al del nicho del
Cementerio, al conserje del Circulo, al de la botica; y además, ha
prometido llevar al Circo a su familia, comprar pasteles y una bo-
tella de vino del Monte... Todas estas cosas bullían en el cerebro
del señor Fabelo desde el día uno. Y ahora se encuentra con cin-
cuenta pesetas y un hijo desnudo que es como si el billete pudiera
servir de hoja de parra...
En la puerta del piso del Sr. Fabelo toca el del inquilinato y la
familia dice que el Sr. Fabelo no está. Más tarde toca el de la
botica y el señor Fabelo no ha llegado. Ultimamente, con aspecto
de omjnoso enterrador, aparece el del Cementerio. Todo, mien-
tras Pepito atraviesa por la casa con ropón y chancletas...
El señor Fabelo va de la sala al comedor y del comedor a la
cocina con los diez duros en el bolsillo. Su esposa le dice: «iVas a
pagar el nicho? Déjalo para otro día, hombre». Pero el Sr. Fabelo
contesta: «Tengo que pagar el inquilinato». Y la esposa añade:
«¿El inquilinato? Déjalo para otro día». «¿Y si viene el de la boti-
ca?» responde Fabelo. «Hijo díle que venga el día primero...»
Y la esposa añade secretamente al oír el arrastre de la chancle-
ta de Pepito: «Pepito está que es un Adán».
Peio en el cerebro del Sr. Fabelo se libra la más descomunal ba-
talla metafísica’que oyeron los humanos. El señor Fabelo salta del
Ayuntamiento a la necrópolis, de la necrópolis al desnudo ombligo
de Pepito y de este ombligo a la botica, pasando por el Círculo a la
necrópolis otra vez.. . Los diez duros se repliegan erizados en el
bolsillo del chaleco del Sr. Fabelo... Hasta que, de pronto, una
idea luminosa inunda el encachivacheado meollo del Sr. Fabelo...
Sale de su casa rápidamente y se va a cenar solo a un reservado del
Retiro.. .
[M. M.]

.EL FAVORCILLO
¿Cómo se pide un favorcillo en la ciudad? Veamos cómo se
pide. Escojamos para nuestro comentario un asunto comercial,
pues la mayoría de los lectores serán sin duda comerciantes.
Nosotros tenemos una oficina, una oficina que cierra sus puer-
tas a las tres. Un ciudadano tiene que cobrar una cuenta, hacer
urra remesa, pagar quizás un giro. Y pensando en nuestra oficina
dice: ULA qué.hora cierra la oficina tal?» A las tres. Consulta en-
tonces el reloj que marca las tres y ,media. Y dice otra vez:

328
«iA las tres cierran y son ya las tres y media? Tengo todavía
media hora de tiempo. Falta media hora para las cuatro. Llegaré,
llegaré oportunamente.»
Y se dirige a nuestra oficina. En nuestra oficina están haciendo
un balance, y el ciudadano ante la puerta cerrada se queda estupe-
facto.
-«¿Cómo? ¿No dicen que a las tres cierran y son las cuatro y
ya han cerrado ? iCómo puede ser esta anomalía?»
Y con los anillos de sus dedos da unos golpecitos en la puerta,
diciendo por el agujero de la llave: «Necesitaba hacer un pago*.
Dentro respondemos que son las cuatro y que ya hemos cerrado
desde las tres según costumbre. Pero el ciudadano insiste: «$a-
ramba! Yo creí que faltaba una hora». «Pasa una hora -reS-’
pondemos. Mire usted el reloj».
El ciudadano mira el reloj y comprueba que son las cuatro,
pero no comprende que este cerrada a las cuatro una caja que se
cierra a las tres. ¿(3ómn puede ser esto -piensa el ciudadanh,
que a las tres se cierre y a las cuatro se cierre? ¿Por qué no dicen
que se cierra a las cuatro y no a las tres para venir a las tres? Es
absurdo no mentar para nada las cuatro y hacer venir a uno a esta
hora para hallarlo todo cerrado.
Y entonces el ciudadano piensa en el favorcillo, en pedir el
favorcillo de un modo sentimental, compasivo.
Y vuelve a tocar con los anillos y empuja la puerta y se mete en
la oficina a suplicar: «Es un favorcillo grande que me hace, Tengo
que irme al campo y si no me despacha ahora me cuesta volver
mañana.»
En nuestra oficina nos convencemos y abrimos de nuevo la
caja, los libros; dejamos nuestros sombreros en sus perchas, nos
volvemos a poner nuestras americanas de trabajo. Y pasan diez,
quince, treinta minutos. El señor se marcha al cabo lleno de grati-
tud: «Muchas gracias mi amigo. Ya sé que se cierra a las tres. Otro
día volveré a las tres.»
Y, efectivamente a las tres, cuando se está cerrando la oficina,
vuelve otro día el señor. Y si no queremos despacharle esta vez, el
señor se marchará amulado murmurando de nosotros que somos
para él comerciantes egoístas incapaces de hacer un pequeño fa-
vorcillo.
Y cuando sea preciso recomendar a otro negociante una ofici-
na, dirá:
«No vaya usted a esa oficina antipática y explotadora. Tienen
puesto un letrero enorme diciendo que cierra la puerta a las tres en
punto y llega uno a las cuatro y se la encuentra cerrada». (1)
[M. M.]
(1) VCase rA ver si me hace un favorcitow, pág. 197.

329
LA RODILLERA
El señor Ginorio es el hombre que tiene las rodilleras más
grandes de la ciudad en el pantalón. El señor Oropesa es el, que no
tiene rodillera ninguna.
tiinorio se sienta en su oficina y da con las rodillas en la mesa;
la rodillera natural que se le forma con el tiempo de uso, se afirma
con la presión de la mesa; se plancha, diríamos más concretamen-
te. Ginorio ha logrado tener dos rodilleras que son como dos cuen-
cos de barro para el agua. Es posible que Ginorio, si va de excur-
si6n a Moya y visita los Tilos. pueda ofrecer a sus amigos las dos
rodilleras de sus pantalones para beber agua de las fuentes de
aquel lindo bosquecillo. Ginorio ha dejado en sus calzones tal hue-
lla que aún con los pantalones quitados se pasa la mano por las
rodilleras y pueda hacerse la ilusión que acaricia sus rodillas... Los
pantalones de Ginorio tienen la oquedad y la sensibilidad de un
vaciado de cartón piedra. La única persona que no tolera las rodi-
lleras de Ginorio es su esposa. Y así le dice:
-Pepito, quítate esos pantalones para plancharte las rodilleras.
Pero aunque se las plancha, las rodilleras han dejado ya una
excesiva huella de historia de oficina y de sello de tresillo que la
plancha nada remedia, más bien le da a las rodilleras’un aspecto de
cachucha prensada. Ginorio, además, ama sus rodilleras porque
ellas, al fin y al cabo, vienen a ser los amos de sus rodillas fatiga-
das.
En cambio Oropesa siente horror de todas las rodilleras en ge-
neral. Oropesa se sienta en un muro del muelle y tira hacia arriba
de un modo amenazador por sus pantalnnes, cogiéndolos por la
parte de la rodilla con los índices y pulgares de sus manqs y reple-
gándolos sobre sus muslos hasta que se vea el arranque de los cal-
zoncillos. De este modo Oropesa evita la rodillera en su lugar co-
rriente, pero la traslada a un lugar más abajo. La rodillera de Oro-
pesa, es esa rodillera que se nota en las vueltas del pantalón y que
consuela a Oropesa dr: la existencia de una rodillera vulgar.
Oropesa siempre lleva consigo y con los cuatro dedos de SU
mano, precitados, la preocupación de las rodilleras. Y como es
hombre de poco peculio y no tiene por consiguiente dinero sobran-
te para lujos caprichosos, en lugar de esas cosas que prensan los
pantalones, ha encontrado una solución estupenda, para que sus
pantalones no sufran por la noche ese menoscabo clásico de todos
los pantalones que se cuelgan de las perchas y de las cuales parece
que va tirando la rodillera clásica, mientras duerme tranquilo el
amo.
Oropesa coge sus pantalones; levanta el colchón, los extiende
con cuidado en la tabla de la cama; pone sobre ellos cinco tomos

330
de la geografía de Reclus, vuelve a dejar el colchón y se mete entre
sábanas satisfecho. De esta manera, Oropesa ahoga todas las ma-
las intenciones de la rodillera.
Y en tanto Ginorio luce los dos escudos de sus rodilleras en el
tresillo, Oropesa ostenta una afilada raya en los pantalones, que
parece una plegadera.
Esta afilada raya es la que ha de convocar un día la curva de
las rodilleras de Ginorio. Caerá esta raya como una gelatina sobre
el redondel de los pantalones de Ginorio y dejará abiertas, al infi-
nito de la vergüenza, las dos rodilleras de Ginorio.
[M. M.]

iPOR QUIEN DOBLAN, NIÑAS?


En la Catedral están driblando y iris vecinns se asoman a la
ventana como para sentir la voluptuosidad del doble: La señora de
Ginorio se asoma con la mano metida en un calcetín que está zur-
ciendo.
Todas las personas que estAn asomadas repasan en sus memo-
rias la lista de los últimos enfermos graves de la localidad, para ver
cuál CS el muerto m8s probable. «Debe ser Mujica». Mujica estaba
con un tabardillo. «iSerá Galindo? Quizá... Porque Galindo esta-
ba anoche muy mal». ¿Quién se habrá muerto?
Unos desean que Mujica, porque Galindo es amigo. «iY luego,
niñas, una visita de luto ahora! iluego las consideraciones que
guardar a la familia! No vamos a poder ir a los bailes del ‘Nuevo
Club’. iSeñor, señor! iQué no sea Galindo!»
iPero, quikn será? En la Catedral continúa el doble. Las seño-
ras se retornan a sus galerías, desoladas. De pronto una se vuelve a
asomar y ve un ataúd de lujo que lleva un hombre en una tartana.
«Mujica no puede ser, ni Galindo. El muerto vive cerca. ¿QuiCn
podrá ser, entonces, niño?» Por fin se recuerda. «iEs lo mujer de
Robaina! iEstaba muy mal esta mujer!»
-Ahora Robaina habrá descansado -murmuran las señoras.
Creo que no se llevaban.. .
Las señoras se conforman con esta certeza, pero después de
una pausa, una de las niñas más viejas recuerda que la mujer de
Robaina había mejorado. Pero como lo conveniente es que la
muerta sea esta señora, exclaman las demás abandonando el zurci-
do: «¿Y no puede haber recaído?» «Sí, sí puede haber recaido».
«No sé -añade una-, pero me da a mí que es Galindo el muer-
to». «iJesús, hija, no lo digas ni en broma». La mamá exclama mis
prudente:

331
-«iDeja que venga Pancho para mandarlo a la Catedral!»
Y en tanto Pancho llega, las señoras suspiran por ninguno de
los muertos.
Pacho aparece. *Oye, Pancho, ipor qué no te das un salto y
le preguntas al Campanero?» -«iAve Marfa;qué noveleras son!»
-responde Pancho- «No, hombre, nn son novelerfas, es, no sea
que sea Galindo y isuponte! unas familias tan unidas como las
nuestras...».
Pancho, convencido, sale y vuelve con la aterradora noticia de
que es Galindo el desaparecido: Las señoras se amulan y protestan
a pesar de la unión. «iFíjate tú ahora, ni a los días de confianza del
Casino puede ir uno!»
-Y tú traje negro #r-ve, niña?
Las señoras se dirigen al ropero, sacan los trapos negros, los
sacuden, le dan vueltas. Y como encuentran que la falda está ya
demasiado estrecha ‘dicen:
-Habra que anchar la falda.
-No hay mas remedio que ir a casa de esa gente. Ya ves que
cuando muri6 tití ellos fueron los primeros en venir
-sí, sí... Hay que ir.
-No sé. Deja ver. Mira tú que era. 10 que faltaba.
Hay que tener consideraciones. (1)
[M. M.]

VOTOS A M1
Nuestro querido amigo el señor Ginorio se quiere presentar
concejal; lo mismo el señor Robaina, igualmente el señor Calcines.
Los tres han comisionado al señor Oropesa para que les busque
votos. Y el señor Oropesa se avista con el señor Chirino y con el
señor Fabelo, los cuales a su vez encargan a otros amigos. Todos
se reúnen en un cuarto pequeño, delante de una lista electora1 y se
ponen a leer nombres.
Fabelo dice: «Aníbal Palenzuela».
Y Chirino contesta: «Ese, apúntemelo a míu.
¿Por qué Chirino quiere que le apunten a Palenzuela? Pues por-
que Palenzuela le debe un. gran favor.
Hace muchos años Chirino fue al entierro de la madre de Pa-
lenzuela y le hizo una visita de’luto despu&. Palenzuelo quedó

(1) Véase «Doble misterioso,, pag. 201.

332
muy agradecido con esta deferencia y le dijo: «Amigo Chirino,
crea usted que le agradezco profundamente este favor.»
Chirino, ante la lista electoral, se acuerda de aquel luto y pien-
sa que Palenzuela no ha de negarle el favor de su voto. Se lo apun-
ta, y a los dos o tres dfas al encontrarse a Palenzuela, exclama:
«Amigo Palenzueia, ha llegado la hora de pagarme la visita de luto
que le hice.» -«¿Cómo, amigo Chirino?» -«Necesito su voto»
-«Cuente con él. Mándeme la papeleta, porque yo de eso no en-
tiendo...»
Al mismo tiempo que Chirino y Oropesa se apuntan votos en
un comité, Galindo y Fleitas, en otro comité se apuntan a sí mismos
votos. Y Fleitas. lee: Aníbal Palenzueia. Y Galindo añade: «Ese
apúntemelo a mí».
Galindo recuerda, como Chirino, que hace muchos años fue al
entierro de la madre de Palenzuela, y emocionado tuvo a bien de-
cirle: «Amigo Galindo, no olvidaré nunca este favor».
Galindo se echa a la calle detrás de Palenzuela y lo halla poco
despues que lo hall6 Chirino. «Amigo Palenzuela, cuento con su
voto. Ha llegado la hora de devolverme el pésame.»
Y Palenzuela, que no entiende de estas cosas, le pide también
la papeleta a Galindo.
Y llega el día de las elecciones y Chirino y Galindo en un mis-
mo Colegio de adjunto no hacen más que mirar a la puerta por si
ven entrar a Palenzuela.
Y corren las horas y Palenzuela no aparece. Cuando ya han
votado todos los correspondientes al Colegio, Chirino y Galindo
preguntan en secreto a los correligionarios respectivos:
-iHombre! ¿Ha visto usted a Palenzuela?
Y el correligionario responde:
-Esta mañana a las siete iba con la familia en una tartana para
San Cristóbal.
[M. M.]

FLEITAS INFLUYENTE
Fleitas es el pequeño hombre que en la ciudad consigue cosas.
Si uno no quiere pagar el inquilinato, verbigracia, Fleitas se las
arregla para hacernos este favor. Fleitas es hombre que habla
bien. Su léxico se reduce a un «Yah... Yah», que es como decir
iEureka! en guanche. Fleitas estuvo una vez en Londres. Londres
eslá estupendamente descrito en una frase de Pleitas, concreta,
sobria, esquemática, firme como una ofervencia algebraica de Mr.
Newton:

333
-¿Qué tal Londres, Fleitas?
-&ondres?... iYah!...
Este «Yah», tan bien administrado es lo que le ha valido a
Fleitas su pequefia influencia. Fleitas tiene varios puestos y es
hombre de los que aquí llaman *desahogados», no por su frescura,
sino por su bienestar econ6mico. Pero siempre anda a caza de nue-
vos destinos... Fleitas alterna el «Yah» con un «Sale concio» cer-
vantino y un «no me jeringue compadre» completamente de Lope
de Vega.
Si uno quiere comprar cera, incluso poner un restaurant en el
cementerio, Fleitas lo consigue. Una vez se le ocurrió a Fleitas
hacer dama de honor a la Cachupandita y si no llegó a conseguirlo
fue porque la propia interesada dijo .que eso del honor era una
cosa pesada.. . Pero Fleitas logra los casos más inverosímiles por su
influencia. ¿Y que influencia es la de Fleitas? LEShombre de votos,.
de azadas de aguas, de frase hecha autorizada? Nada de eso. Flei-
tas no es nada, sino un simple hombre influyente. Nadie se lo ex-
plica, nadie lo comprende... Pero nosotros sabemos que la razón
de todo este misterio es el «iYah!» prodigioso.
Fleitas se le antojó una vez ser Nuncio y movió todas sus in-
fluencias para serlo. Y aunque en todos los sitios le contestaban
estupefactos, Fleitas insistió.
-iPero Fleitas, cbmo puede usted ser Nuncio si no es siquiera
presbítero?
Y Fleitas contestaba:
-¿Y para eso he sido consecucntc?
-Pero hombre, es necesario ser Cardenal, por lo menos.
-Pues, concio, me hacen Cardenal... ¿Y no han hecho a don
Jose Azofra, Maestrescuela?
-Pero hombre, don José Azofra es canónigo y esta dentro del
cargo.
-jPues a mí me hacen, o se acordarán de mí, jinojo!...
Y como Fleitas se vuelve medio político y telegrafía dos veces a
Madrid no nos sorprende el día que vemos la siguiente gacetilla en
un periódico:
«NOMBRAMIENTO ACERTADO

Nuestro querido y consecuente amigo don Juan Fleitas ha sido


nombrado Nuncio de Su Santidad con residencia en Canarias. Este
nombramiento ha sido recibido en Las Palmas con gran compla-
cencia, aunque para evitarlo, se movieron varios resortes de la po-
lítica tinerfeña.
Los compañeros de rebotica del señor Fleitas han acordado re-
galarle, por suscripción, el hongo cardenalicio.

334
Felicitamos a tan distinguido amigo y nos felicitamos de esta
nueva mejora concedida a Gran Canaria.»
[M. M.1

EL ESFUERZO
Calcines se ha metido a comisionista y ha sacudido su alma
para entrar en su nuevo oficio limpio y sano. Calcines siente el
oficio, tiene preocupación de comisionista y su meollo está como
un muestrario. Por eso Cl está dispuesto a hacer todo el esfuerzo
imaginable. Apretará sin condiciones encogiéndose, como cuando
le da el último golpe a la prensa de copiar.
Calcines nos dice: «No puede usted imaginarse el esfuerzo que
tiene que hacer uno para convencer a los clientes». Y al esforzarse
de este modo, Calcines se sube de .hombros y trinca los dientes.
Nosotros nos lo hemos encontrado despues de su instalación
preocupado en saber qué eran «fórceps». En un catálogo de ferre-
tería habfa visto el hombre el singular aparato y pensó en un ins-
tante que aquello, que «no se había traído nunca», podía constituir
una novedad.
Cierto que el comercio es demasiado reacio. Calcines pensó
que los «fórcepsi podían ser excelentes palas para recoger dátiles
de las cajas y ha ido a proponersela a uno de esos energúmenos,
que de cachorra y lunar de pelos, acometen al ciudadano con un
queso de bola, detrás del mostrador.
Y así Calcines es como hace su esfuerzo... El energúmeno coge
los «fórceps» e intenta sacar dátiles.
-Señor Calcines -dice-, esto tiene la punta roma. Si fuera
picona podía servir.
Pero Calcines explica:
-Señor Chirino, se puede hacer con punta como usted la quie-
re. Supongo que la casa accederá.
-Pos si trae punta afilada le compro una.. . Aunque esto es una
jeringa pa manejarlo.
Y el señor Chirino coge los «forcepw como si se tratara de unas
tijeras de barbería y como no acierta a hacerlos funcionar, excla-
ma:
-Mire, señor Calcines, vuélvase por aquí otro día y veremos.. .
El esfuerzo de Calcines, consiste realmente en volver otro ‘dfa.
Y ese dfa Chirino se decide a comprar los «fórceps» que cuando
llegan no utiliza, arrinconándolos debajo del mostrador. Y si Cal-
cines vuelve por su tienda, Chirino le dirá un poco enojado:

335
-Valiente jeringada me dio usted con la paiita aquella de los
dátiles.
[M. M.]

LAS PIERNAS DEL CANDIDATO


Una de las cosas que el amigo Estupiñán tiene para conseguir
fácilmente votos, son sus piernas. No porque vote con ellas, que
vota, ni porque corra con ellas, que corre con su tartana a cuestas,
sino porque las utiliza como mérito o prenda personal. El señor
Estupiñán es hombre que presta servicios y para demostrar su
campechanería? se sienta abriendo las piernas, en señal o demos-
tración de confianza. El cree que los votos van pasando por el arco
que sus piernas forman, como el ejército de los enanos por el de
Gulliver.
El señor Estupiñán se «vela» cada día. El lunes el señor Estupi-
ñán es conservador del señor Bravo, el martes socialista y el resto
de la semana adquiere un ideal tornasolado hasta que llega el mo-
mento de hacer la enorme A de sus piernas. En este instante ‘el
señor Estupiñán se vuelve en contra. «En contra» es otro partido
bastante numeroso, aunque con muchas deserciones, que se forma
en vísperas electorales.. .
-Usted, amigo Estupiñin, que es conservador.., -le dice uno.
-Yo no soy conservador, caray.
-Pues , LquC es usted? ’
-Yo estoy «en contra».
Desde que el señor Estupiñán hace estas sensacionales declara-
ciones, todo el tinglado político se estremece. Y de un lado y otro
empiezan a echarle lazos a Estupiñán, para aprovecharse de aquel
inesperado ingreso en el partido de «En contra». Pero como nadie
sabe, no dónde está ese partido, sino el contrincante de ese parti-
do, es preciso una profunda labor psíquica *para descubrirlo.
Y de-ahí comienzan los cabildos. «Estupiñán está ‘En contra’.»
«iCaray!, pues si está ‘en contra’ es cosa de aprovechar la oportu-
nidad.»
Y se empiezan todos a poner frente a Estupiñán a ver si‘alguno
es el de «En contra» y así averiguar el «contra» verdadero. Pero
Estupiñán prosigue con sus piernas abiertas, aguardando el mo-
mento de descubrir su verdadera posición contraria.
Nadie sabe sino que está «en contra», y hay mucha gente que
para aprovechar los votos de Estupinán se pone tambien «en con-
tra» sin saberlo, hasta que el día de las elecciones Estupiñán cierra
las piernas, con los votos en cepo y descubre su partido enemigo.

336
Todos se quedan estupefactos. &Pues no estaba «en contra»? Y le
increpan a Estupiñán. Pero Estupiñán no ha traicionado a sus
ideales. El se limita a estar «en contra», y allí se sostiene gracias a
su desvergüenza contra viento y marea.
[M. M.]

PASEOS DE ROBAINA, 1
Ayer mañana, don Florencio Robaina se echó a la calle en bus-
ca de un limpiabotas. Robaina había tenido que ir la noche ante-
rior a la Fábrica elktrica pnrque. le habían cortado hrutalmemte la
acometida de la luz de su casa. Robaina dice que fue un atropello,
pero Camejo asegura que tenía trampa.
Lo cierto es que Robaina hubo de atravesar la calle de León y
Castillo dos veces y que llego a su casa con los zapatos embarra-
dos. Unos zapatos con lodo isleño son indomables. No hay criada
que se avenga a pemuadir la suela. Por eso Robaina al quitarse los
zapatos con ayuda de un periódico viejo, acordó con su esposa que
el domingo se encargaría de hacerlos brillar de nuevo el limpia-
botas.
Robaina buscó el limpiabotas. En la Plaza de Santa Ana se
detuvo y llamo a uno que pasaba: -«No puedo, señor», le respon-
dieron. Robaina se quedó estupefacto. iCómo? $i otros dom@-
gos son cuarenta a mi alrededor!
Pasó un segundo betunero y a la llamada de Robaina contestó
lo mismo que el otro, que no podía. Y así hasta los cuarenta de los
otros domingos. Robaina no salía de su sorpresa ni del lodo de sus
zapatos.
Vio pasar betuneros y betuneros, un ejército de betuneros
emancipados. Robaina no podía comprender. Por fin uno le aclaró
las sospechas. ~NO era del distrito! Los betuneros habían amaneci-
do con un distrito cada uno.
Robaina sintió entonces por primera vez la tiranía del distrito,
la melancolia del distrito. Su pensamiento corrid en busca del au-
tor de estos nuevos distritos. iQué revolución había estallado du-
rante la noche, que había cambiado todo el cómodo ambiente in-
sular?
Robaina siguio su camino buscando al limpiabotas del distrito y
ya iba abrumado y tembloroso cerca del Puente, cuando acertó a
pasar a su lado el señor Camejo, su amigo. El señor Camejo no le’
saludó. Robaina sintió en su alma como un derrame de negro be-
tún. iPor qué aquel hombre le negaba el saludo?
337
Recordó. iAh! Camejo estaba a la puerta de un colegio electo-
ral el día de elecciones. Y él, Robaina, lleg6 a ese colegio en el
automóvil del contrincante de un amigo de Camejo. El amigo de
Camejo se presentaba concejal por aquel distrito, y triunfo..
Don Florencio Robaina se marchó convencido entonces a su
casa de que todos los limpiabotas pcrtcnccían al distrito del amigo
del señor Camejo.
[M. M.]

PASEOS DE ROBAINA, II
b
Robaina, después que se limpió los zapatos en su casa, se salió
a la calle a ver los turistas. Robaina creía que eso de los turistas
era una cosa rara, algo así como circo de titiriteros. Y con el mis-
mo tono que adquiere cuando va a los gallos, caminó puente abajo
hasta llegar a la Plaza de la Democracia, donde se juntó a la fila.
Don Florencio Robaina sintió la sirena de un auto y le dio el
corazón un pequeño vuelco. Lo mismo le ocurrfa, cuando sonaba
el tercer toque de timbre‘en el teatro. El seiior Robaina, SC encajó
en su puesto y se dispuso a ver los turistas. Pasó el auto y dentro
de él iban unos señores ancianos: Robaina dijo: «Estos no deben
ser». Y esperó a otro auto que ya sonaba tambien su bocina.
En este auto venían otros señores ancianos y Robaina tampoco
pudo ver a los turistas. Pensó que aquellos señores debían ser los
padres de los turistas. Siguieron los autos. La gente miraba emocio-
nada. Los señores ancianos hacían cortesías leves, aplicaban sus
pequeños kodaka. Y don Florencio Robaina abría desmesurada-
mente los ojos.
iDónde estaban los turistas? Como buen insular no quería des-,
cubrir su ignorancia. Los turistas debían ir escondidos en los auto-
móviles. Si él le preguntaba a Camejo, que estaba al lado, Camejo
empezaría a explicarle de un modo pedante algo sobre el turismo.
Mejor sería callar y observar. Ya aparecerían los turistas.
Pasaron más automóviles. Unas señoras viejas con unos som-
breros de esos que aquí llaman «enrabiscados», cruzaron delante
de Robaina. Robaina sintió un momento que el duende de la duda
le hormigueaba el espíritu.
¿Aquello podría ser? Pero no, no eran tampoco. La gente pasa-
ba sin extradeza. Los turistas debían tener alguna cosa diferente.
La ciudad se había conmovido con los turistas. iAcaso, si el se
hubiese levantado temprano y hubiese acechado desde el ,muelle
338
no se le escapan los turistas! Pero así, a las doce del día, en medio
de tanta gente, con tantos automóviles corriendo ¿quién podía ver
a los turistas?
[M. M.]

PASEOS DE’XOBAINA, III


Robaina es el hombre del Fuego. En una tpoca más culta y
clásica se hubiese llamado Prometeo, en lugar de Florencio.
Es el hombre que va a los fuegos y vive de los fuegos. Desde el
inofensivo del barrio de San Nicolás, la víspera del Patrono, hasta
el de un edificio. Robaina va a su casa tranquilo, con sueño, acaso
con un dolor de reuma en una pierna, y si sabe que el fuego es-
talla. la tranquilidad se torna bulliciosa, el sueño, despabiladera
y el reuma, fuerza muscular atlética.
Antes, cuando Robaina empezó a ser consciente, tocaban los
serenos pitos, la Catedral, campanas. Con estos preparativos Ro-
baina se volvía loco. Ahora necesita Robaina un resplandor en las
nubes para convencerse.
Por eso hace dos noches, cuando vio el cielo rojo y supo que
ardía un almacén de gasolina, dijo: iCaray!, casi con la misma tras-
cendencia del iEureka! clásico.
Corrio por Triana, bus& un carruaje y se fue a los Arenales.
Allí se encontró con Galindo y con Estupiñán que contemplaban el
fuego asombrados. Robaina se metió las manos en el bolsillo y
empezó a decir sus palabras de los fuegos:
-iSi no llega a estar aislado arde toda la manzana!
-Por supuesto, si el Ayuntamiento no se decide a poner bom-
beros.. .
-Es un peligro tener un almacén de petróleo.
-EI petróleo es inflamable.
-iY no se sabe a qué ha obedecido el fuego?
Y así se está Robaina hasta que ya no queda fuego ninguno. Y
acabado el espectáculo se vuelve a su casa a la madrugada, ento-
nando la frase que ha de contestarle a su mujer, cuando lo sienta
entrar.
-¿Has tenido vapor, Florencio?
-No, fui a ver un fuego.
[M. M.]

339
TENGO UNA NOVIA
Calcines tiene una novia. Generalmente, cuando un pequeño
insular tiene una novia, esta novia suele vivir en Fuera la Portada.
Basta oír a los amigos del joven: «Panchito tiene su novia Fuera la
Portada». Y Panchito con esta novia Fuera la Portada y unos pan-
talones blancos es un joven feliz.
Calcines coge el tranvía y al sentarse sube cuidadosamente los
pantalones blancos. Un amigo está con él en el tranvía y le pregun-
ta: «iDónde demonios vienes todos los dfas para Fuera la Porta-
da? iTienes alguna novia por aquí?» Y Panchito responde: «Sí,
tengo una novia».
De este modo Panchito, sin ser hombre público pasó a ser po-
pular. Antes nadie se, ocupaba de Panchito. Panchito iba y venía
sin que a nadie le interesara nada su vida. Pero en cuanto tiene
novia se hace célebre y ya todo el mundo dirá de él emocionado:
«Panchito tiene una novia. en Fuera la Portada».
Y es entonces cuando Panchito se compra un bastón y un pa-
ñuelo tornasolado. Panchito es socio del «Porvenir de las Cante-
ras». Este pañuelo le sirve de introductor. ¿Qué puede hacer él en
este «Porvenir» sin ese pañuelo? ¿Qué van a decir en Fuera la Por-
tada si no se presenta-así?
La gente del barrio lo mirará mal. La novia misma que al tener
un novio de otro barrio se da cierta importancia sufrirá una decep-
ción con Panchito si no lleva este pañuelo de Presidente de Recreo
o de vocal de turno. Panchito necesitará el panuelo y el bastón. La
novia que suele ir a la calle de Triana a buscar medias marrón ha
visto muchos Panchitos con bastón y pañuelo tornasolado. ¿Cómo
Panchito no tiene también bastón?
Panchito es de San José. Para tener una novia en Fuera la Por-
tada necesítase ser de San José; como para tener en San José otra
novia es preciso vivir cn Fuera la Portada. En San José nadie sabe
que Panchito tiene una novia cerca’de Lugo, y el mismo Panchito
procurará ocultarlo. Las niñas de San José exclamarían entonces
regañadas: «iMire usted a dónde fue a echarse una novia!»
Pero Panchito desafiando todos los prejuicios irá a Lugo y al,
volver de Lugo aguardará el tranvía en la casa de los «ladrillow,
hará una seña al conductor del tranvía con la mano que empuña el
bastón y subirá, mirando con los ojos cuajados y «raspando» su
gaznate. Se recostará un poco sobre el banco, se quitará el sombre-
ro y se hará el desentendido mientras juega con su bastón. En esta
postura, Panchito es el verdadero joven, el clásico joven que tiene
novia Fuera la Portada y del cual dicen sus madres:

340
-iPanchito? Panchito se ha «echado» ahora una novia Fuera
la Portada. (1)
[M. M.]

NO TRAE NADA
Muchas veces hemos oído lamentar al señor Camejo .de que
una cosa no trae nada. Esta cosa ora puede ser un caballero de La
Habana o un periódico. El señor Camejo, sentado en el sillón de la
plazuela, dice a cada instante: «No trae nadan. El señor Camejo
está esperando siempre en cada cosa que llega un pequeño Mesías
para su uso.
-¿Ha leído usted el periódico? -le pregunta el amigo Galin-
de. Y cl señor Camcjo rcspondc &spcctivamcntc: «No trae na-
da».
-¿Ha visto usted a Robaina que ha llegado de Cuba? -
pregunta Pulid-. Y Camejo contesta encogiéndose de hombros:
«No lo he visto, pero dicen que no trae nada».
El señor Camejo siente la voluptuosidad de que todo el mundo
y todas las cosas traigan algo. Si no traen nada, las desprecia el
señor Camejo. Y no es esto lo peor, sino que aunque en realidad
traigan algo, para el señor Camejo son nada. Ahora, con motivo
de los carnavales, los periódicos han venido repletos de telegra-
mas. El señor Camejo los ha visto y ha exclamado, sin embargo,
que no traían nada. No se puede adivinar justamente lo que el
señor Camejo quiere que traigan los periódicos, las personas y los
telegramas.
¿Y esta cosa que el señor Camejo desea, para qut la desea?
¿El señor Camejo es un hombre práctico que conoce la banalidad
de las cosas líricas, y no puede tolerar el que se traiga mi sueño,
por ejemplo, de La Habana, y un periódico ponga un artículo so-
bre el origen de las especies o la crítica de la razón pura? iPara
qué quiere el señor Camejo esa cosa?
En el fondo el señor Camejo la quiere para el. Al decir que el
amigo Robaina no trae nada, ~610 da a entender que no le ha
traído ni un cigarro puro y habla por despecho o como «rascado»,
según hace observar Calcines. Y cuando el periódico dice el amigo
Camejo que tampoco trae nada, es ciertamente porque no ha di-
cho una palabra el periódico ni aún en elogio de alguna enferme-
dad que el amigo Camejo ha tenido.
(1) Véase <<Tiene una novia*. pág. 203.

341
No trae nada. iAh! La población está llena de Camejos que son
portavoces de este nada., Cada uno, en el distrito de su esquina, se
pasa la vida asegurando que nadie trae nada, ni el periódico, ni los
hombres, ni las cosas... Y aunque este periódico, estas cosas y
estos hombres traigan algo modesto, aunque sea un dije debajo de
la americana, no podrán sacar ni el reloj delante de los amigos
Camejos.
[M. M.]

DIVERSIONES
Las niñas de Chirino se han divertido el Domingo de Piñata
más que los tres días de Carnaval juntos. Nosotros creemos que la
diversión ha sido la misma, ahora que como fue la última a ellas les
ha parecido la mayor.
Las niñas de Chirino son las que se divierten siempre, las que
todo les divierte, bien sea el sermón, bien sea ese fantástico entie-
rro de la sardina a Lugo. Muchas veces las niñas de Chirino se
pasan la tarde con los brazos cruzados sobre un cojín en la venta- 5t
na y asi se divierten. Van a la Plaza algunos domingos por la mafia-
na, después de misa, compran unas morcillas y se divierten. Luego
se dan un paseo por la calle de Triana y continúan divirtiéndose.
-¿Quién es aquel matrimonio joven que viene por la acera de
enfrente?
-Niña. Fabelo y la mujer.
-Hija no los había visto después de casados. A ella no la co-
nazco .
-Cualquier cosa, niña.
-El sombrero que lleva parece que está colgado del pescuezo.
-Yo no sé cómo se pueden poner sombrero por la mañana
para ir a misa. ..
-iOh!, y el zaguán de las de Estupiñán está cerrado. $e habrá
muerto el tío?
-No lo creo. Debe ser la criada que está lavando las baldosas.
Y las niñas de Chirino completamente divertidas prosiguen el
paseo. De pronto pasa el tranvía y todas se vuelven hacia el tran-
vía.
-¿QuiCn iba? Me pareció Galindo.
-Sí, era Galindo. Yo lo vi.
-¿Y él te vio?
-Creo que no.
-¿Y te saludó?

342
-No me saludó. No nos verfa, pero me pareció que sí.
Después se meten en la fotografía alemana, para no dejar de
divertirse.
-Niña, esta es Pinito.
-iJesús, qué mona está!
-Hacen muy buenas fotografías..
-A mí me gustarfa hacerme una de ellas de negro en que no se
ve uno sino como recortada.
-Mira, mujer este cuadro del ovalito no está feo.
-iY éste quién es?. . . iAh!, es Perdomo. icualquiera lo cono-
ce con ese libro delante! Es de mucho gusto la ‘fotografía.
Y salen de la fotografía alemana y se meten en otra fotografía y
después van subiendo lentamente el Puente de Piedra, con los ve-
los como ensopados, a fuerza de hacérselos para atrás con cl libro
de misa que empuñan las manos como una pistola.
Se paran en los escaparates, se detienen en las esquinas miran-
do para atrás y oteando las calles cercanas. Y por fin se meten en
sus casas a hacer el desayuno.
La diversión tiene un entreacto. Desde las cuatro ya vuelven las
niñas de Chirino a divertirse... Algunas veces hasta con las flores.
-Hija, ayer domingo me entretuve en arreglar las flores. iMe
divertí tanto con las flores!
[M. M.]

EL SERVICIAL MUJICA
Pepe Mujica es el hombre m8s servicial de la isla. Ha nacido
para prestar servicios. Es lo que aquí llaman un hombre de prime-
ra, que siempre está haciendo favores, sin saber por qué. Aunque
la gente murmura: «El que los hace, su cuenta se tendrA.»
Para hacer estos favores Mujica necesita tener influencia. Y en
cuanto la tiene, si no encuentra de golpe a quien favorecer, se
pone en la esquina de una calle a buscar al individuo a quien ha-
cerle el favor. Y cuando el individuo aparece, Mujica para no aco-
meterlo de repente con el favor, le habla con ciertos rodeos, que él
llama políticos: «iQué hay Panchito?» Y Panchito responde:
SHombre, ahora tengo un expedientillo:..» Y Mujica que no espe-
raba oír otra cosa prorrumpe alegremente: «iBah! Eso se arregla
cn seguida. D6jclo dc mi cuenta.*
Y Mujica se planta donde le están haciendo obstrucción a la
finca de Panchito, y por mediación de Galindo que es amigo de
Calcines, primo hermano de Chirino que es el hombre más Intimo

343
de Estupiñán, el que obstruye, consigue arreglar el expediente de
Panchito, de una manera razonable.
Pero entonces resulta perjudicada la finca de Zerpa, y Umpit-
rrez que es otro hombre servicial del bando enemigo, le estropea la
influencia y el favor a Mujica. Mas como Mujica es más servicial
todavía y quiere servir a todo trance a Panchito porque así se lo
prometió en la esquina, se dirige en busca del maestro Olegario
Perdomo que tiene en medio de las dos fincas unos cochinos que
perjudican de igual modo a Panchito y a Zerpa. Y Zerpa por un
lado y Panchito, en manos de Mujica, por otro, acuerdan al fin
comprarle los cochinos al maestro Olegario para el señor Robaina
que necesita hacer un negocio de cochinos y a quien también quie-
re servir Mujica.
Pero de todas estas cosas quien pierde cs Pcrdomo que pierde
los cochinos teniendo que pagar luego uno que le roba a Robaina
el propio Mujica y que éste le vende para que vuelva a perjudicar-
se Zerpa y conseguir con esto servir a Panchito.. .
Transcurren los días y llega uno en que Mujica le dice a Panchi-
to en la esquina histórica: «Ya está arreglado eso.»
Pero se vuelve a desarreglar pronto, pues Mujica le pide el voto
a Panchito y como éste ya está comprometido, se lo niega y enton-
ces Mujica se enrolla y busca a Zerpa para traspasarle el favor que
en un principio le hizo a Panchito.
Y así se pasa la vida Mujica mientras la gente dice de él:
-uEs una ficha sinvergüenza, pero es amigo de los amigos.»
[M. M.]

NO HE RECIBIDO NADA
Quizá, para ser buen comerciante isleño se necesita no recibir
mercancfa. Un comerciante perfecto casi siempre dice: «Hombre,
no he recibido la mercancía.» Cuando se tiene que hacer un pago
de esta mercancía o satisfacer la letra que esta mercancía motiva,
no se ha recibido. El comerciante Monagas lo asegura: «No puedo
pagar por no haber recibido la mercancía.»
Y es que el comerciante calcula que la mercancía ha de llegar el
24, para pagarla el 30. Y si la mercancía llega el 16 y el 24 es el día
de pago el comerciante aunque la haya recibido no puede recibirla.
La cabeza de uno de estos comerciantes está sujeta a un mecánico
plan entrapéutico que es imposible quebrantar. El comerciante
mete en su cabeza un 24 y un 30 y nada podrá tomarle este cálculo
mientras la cabeza no sufra su correspondiente panne. En caso de

344
ocurrir esto la mercancfa no sc510no la ha recibido entonces, sino
que no la recibe nunca.
Un comerciante que en cualquier momento tiene la mercancía
recibida no es buen comerciante. Se supone uno que no recibe
ninguna. Pues Monagas y Ravelo no la han recibido cuando todos
esperan recibirla. Es más importante recibirla despds. Así, cuan-
do no se ha recibido primero para que el comerciante pueda decir:
«No he recibido la mercancía», es cuando sabe uno que el comer-
ciante está probablemente en condiciones de tener su mercancía
más tarde. El mismo comerciante se infla esperándola. Todos la
esperamos también, y aunque el comerciante no la pague por no
haberla recibido, sabemos que ha de recibirla en el instante en que
no se ha de pagar. El comerciante isleño que «no ha recibido la
mercancía» es el que hace dinero. Casi todas las casas que estos
~omercìantes han fabricado lo han sido por «no haber recibido la
mercancía».
Ahora Fleitas se quiere meter a comerciante. Y nosotros le he-
mos dicho: «Fleitas, si quiere usted tener muchas mercancías en su
establecimiento, si quiere usted ser rico pronto, no reciba usted
fas mercancias. » (1).
[M. M.]

MUSIU ILUSTRE
¿Quién es Musiú ilustre? Un grupo de amigos que está en una
esquina nos lo va a decir. Musiú ilustre es el hombre que tarda más
de lo conveniente cuando se le espera y a quien suelen aguardar
impacientes varios amigos. Musiú ilustre viene por la calle lejos
aún, pero uno de los jóvenes del grupo lo ha visto, y exclama: «Ya
viene Musiú ilustre».
Estos amigos tienen preparada una excursión al campo. Se han
dado cita en la esquina, pero ninguno ha cnntadn cm MusiR ib-
tre. Ni el mismo Musiú ilustre sabe que lo es ni que va en calidad
de Musiú ilustre. Este Musiú se ha retardado. Su verdadero nom-
bre es Fleitas. Los amigos han contado con Fleitas, pero como
Fleitas tarda, he aqui que se convierte de pronto, desde que se le
ve aparecer retrasado, en Musiú ilustre.
-iQué hay, Musiú ilustre?» Y Musiú ilustre sonrie. Antes de
venir suele ser tambien un poco Musiú ilustre, puesto que dicen los
amigos: «iQué estará haciendo el Musiú ilustre ese!» Realmente
no llega a ser toda la personalidad de Musiú ilustre, hasta que no
(1) VCase *No he recibido la mercandas, pAg. 208.

345
llega. Entonces sí es un verdadero, un perfecto Musiú ilustre.
¿Y qué hace este joven para ser, además de Musiú, ilustre? No
tiene más que un pañuelito verde que le asoma en el bolsillo de la
americana y unos zapatos con bajorrelieves. Existe un profundo
misterio acerca de este Musiú ilustre, pues Musiú ilustre son varios
aunque no puede hacer de Musiú ilustre más que uno y de una vez.
Y no se es Musiú ilustre porque Cl se lo haga o lo herede. Necesita
que haya lejos de él otros amigos, para ser Musiú ilustre. A veces
no es Musiú ilustre, sino de repente, cuando nadie lo espera; gene-
ralmente, después de una pausa. Veamos.
Llega el predestinado y se sienta en la Plazuela. Cambia frases,
se sonríe. De pronto se hace un silencio y el presunto Musiú ilustre
comienza a sentir una cosa rara, extraña, que le sube de los pies,
una cosa parecida a vahído, y entonces Musiú ilustre en ciernes,
mira lánguido a otro amigo que en el acto le da un golpe en el
muslo mientras le grita jovial:
-¿Oué dice Musiú ilustre?
Musiú ilustre respira. Aquel hormigueo que sentía subírsele de
los pies hasta su cabeza era el temperamento de Musiú ilustre que
lo estaba inundando.
Musiú ilustre es inmortal. Se es Musiú ilustre, como se puede
ser Pero Grullo o distinguido orador. Ahora que ser Pero Grullo
cs facultativo como quiz8 distinguido orador. Pero para esperar a
ser Musiú ilustre se necesita hacer un esfuerzo para no querer ser-
10.

[M. M.]

LA ESQUINA DE CAMEJQ
Camejo es el hombre de la esquina. El hombre que está en una
esquina con ceño adusto, irritado con la política; el que dice par-
tiendo la boca como una granada: MiEsa manada de sinvergüen-
zas!»
Camejo tiene la obsesión de los sinvergüenzas. Los sinvergüen-
zas para Camejo son como unos fantasmas que le cercan y le aco-
san sus teorfas. Camejo está oyendo hablar de los cuáqueros, por
ejemplo, o de los budistas, y en el acto dice que son una manada
de sinvergüenzas. Va por una calle y ve a un grupo que se dirige en
comisión a cualquier sitio, y Camejo los califica en el acto de ma-
nada de sinvergüenzas. No vive de nada, sino de este procedimien-
to de su esquina. Los demás lo escuchan indiferentes, pero luego
repiten en cualquier sitio: NAlgo tiene que haber, porque Camejo
estaba hoy desbocado.»

346
Camejo es un receptor de psicología insular. Toda cosa que
siente es venida de afuera misteriosamente. Una mañana lee un
artículo en un peri6dico, y como se halla revuelto en las plebeyeces
de él grita: «iEstos periodistas son una manada de sinvergüenzas!»
Realmente, la manada está dentro del alma de Camejo; y las cosas
y palabras de los demás, al caer en su fondo, prodúcenle efecto de
reactivo. Así, en un artículo se dice: tiLa conciencia popular está
adormecida», Camejo siente la suya despertarse de sus atavismos y
de que la manada de sinvergüenzas le empiezan a dar vueltas alre-
dedor de su corazón, que él cree ajeno, extraño, y exclama furio-
so: UNO hay quien me pueda demostrar que todos esos no son sino
una manada de sinvergüenzas».
Camejo está en su esquina, pero la ciudad de Camejo es inter-
na. Por las calles de esa ciudad caminan sus rudimentarias pasin-
nes, y él, desde la esquina de su mentalidad ve desfilar la manada.
[M. M.]

LIGAS, NIÑAS.. .
Es en una tienda insular, la escena. El dependiente, un pollo
rosadito, de esos que vienen del campo, atiende con el pescuezo
rfgido a dos pizpiretas.. . Las niñas compran vuela. El joven rosadi-
to exclama:
-Esta vuela se vende mucho.
Y una de las niñas pregunta:
-¿Y no se pondrá ranciosa?
Y el diálogo sigue sutilísimo:
-Puede usted llevarla con seguridad. Es de la que yo uso.
-Bueno . .,, pues . . . . póngame.. . CCon cuántas varas tendré, ni-
ña?
-Cómprate tres varas y cuarta.
-¿Y si luego me queda chico?
-Pues cómprate tres varas y media.’
-Pues deme tres varas y media. Pero démelas bien medidas...
El joven rosadito mide y da dos dedos de gracia. La niña refis-
tolea y dice;
-iJesús, Galindo! Ponga cuatro dedos, hombre.
Galindo sonriendo, como un griego, añade:
-Está bien medida con dos dedos, Pinito.
-Jesús, hombre, no sea jilmero.
-Vaya le pondré cuatro dedos para que no alegue...
El pollo de la tienda envuelve la vuela y luego pregunta son-
riendo:

347
-¿Qué otra cosita?
Pero las niñas no recuerdan de pronto y se dirigen a la puerta.
Antes de llegar una grita volviéndose:
-iQuC. cabeza la mia! Me iba a olvidar de las ligas. ¿Tiene
ligas, Galindo?
-iLas quiert: de esas de brochitu plateado? -pregunta Galin-
do más afectuoso-. Las niñas responden:
-No. iAy!, de ésas no.
-Niña, mejor es de elástico, x510.,
-¿Tiene elásticos, Galindo?
-Las hay de todas clases.
+áquelas a ver!
Galindo saca un elástico verde. Una de las niñas se horroriza:
-iJesús, este verde ñamera!
Galindo entonces saca uno azul.
-iJesús, este azul de hisopo!
Galindo saca uno amarillo.
-iJesús parece un picarraño!
Galindo, fracasado tantas veces, opta por el blanco. Y saca un
elástico blanco.
-Mire, Pinito, para las medias negras es el más indicado.
-iBlanco, Galindo? iQuite p’allá! Enseguidita se ensucia, se
le quedan a uno los dedQs marcados. Búsqueme un color sufrido.. .
Galindo saca un elktico de relieve azul, rosa y crema. Y hace
loa de este elástico; las niñas le dan vueltas, lo ponen a la luz, tiran
de él, una se lo pone en la muñeca, en forma de pulsera, y al fin
dice:
-No es feo. Deme de éste...
Le envuelve el elástico. Galindo vuelve a sonreir y las niñas se
alejan calle arriba. En la esquina tropiezan con otra joven que
tambikn va de tiendas. Saludos, preguntas:
-Hola, niñas, jcómo les va?
-Bien.
-¿Quc vuelta?
-Mujer, pues a comprar unas ligas. Me hacían tanta falta. Su-
ponte. Me estaba atando las medias con hilo acarreto.
-¿Y son bonitas?
-Míralas.
Salen del paquete las ligas. La recién llegada hace un hocicón:
-iJesús, mujer, qué llamativas son! ¿Por qué no te las com-
praste negras?
-iNegras? Tú tienes ganas. Ouita p’allá tristezas, niña. Pa
tristezas bastante tengo conmigo.
[M. M.]

348
BAZAR
Un señor se ha parado frente al escaparate de un bazar. Son las
ocho de la noche, la calle está solitaha. En el escaparate se exhi-
ben un montón de paneras de diversos tamaños. El señor es ancia-
no, soltero. Tiene un aspecto de rebotica, aburrido. Parece como
espolvoreado de esa luz turbia que hay en las reboticas y que Ile-
van sobre sus americanas todos los contertulios de esos estableci-
mientos.
El señor contempla las paneras. Pasa algún transeúnte rezaga-
do y el señor no se percata. Sigue sonriendo hacia el escaparate.
¿Qué le interesará a este hombre la colección de las paneras?
;
* * * s
E
R
El señor entra en una botica y dice: «He visto unas paneras de
diferentes tamaños» -Y un amigo le responde, sí, en el escaparate
tal- «Efectivamente -añade el señor-. Son muy bonitas.» Eso
debe ser muy barato. Y un tercer señor exclama: «DOS pesetas las
mayores». -Pues vale la pena- contesta entusiasmado el señor,
Luego hay una pausa y todos dicen: q,Qu6 hay de nuevo?» Y se
responden a sí mismos: «Pues, nada». Frotan crin la palma de la
mano la galleta de sus bastones y van desfilando poco a poco mor-
tecinos, alicaídos, hacia la calle.
El señor nuestro va con otro amigo. Al alejarse de la botica,
dice: «Vamos a darnos un salto al escaparate para que usted vea
las paneras».
Y van al escaparate. Y se detienen diciendo; «Pues, sí señor.
Son excelentes». Y el amigo pregunta: «Esto de las paneras es para
poner pan, ino?>, -Cierto, para poner pan.

* * *

A la mañana siguiente el señor nuestro ya al Casino y requiere


a un botones: «Mira, toma estas dos pesetas. Vas al bazar tal y
compras una panera dc dos pcsctas.r*
Cuando el muchacho regresa con la panera, el señor la enseña
a todos los amigos del Casino. «iHombre!u Qué barata panera.
Voy a comprar yo tarnbi6n una.»
Y el botones torna al Bazar y vuelve con tres, cuatro paneras.
Y* los compradores de las paneras, con ellas bajo el brazo, se diri-
gen a sus casas.
-Yo realmente -dice nuestro señor- no necesito paneras.
He comprado ésta porque parece un cestito y me sirve para poner

349
los puños postizos cuando me los quito. Dejando los puños sobre
la mesa se ensucian con frecuencia.
-Pues yo -añade otro señor que ha comprado su panera- no
sé todavía la aplicación que darle a la mía...
Y así se alejan, con sus paneras, unos señores que no han necesi-
tado paneras.
* * *

El Bazar tiene esta gran simpatía. Las cosas del Bazar sirven
para no necesitarlas. He aquí el problema de la abundancia resuel-
to , tan graciosamente.
Las paneras tienen esa vulgar alegría de los muchachitos hones-. ;
tos, que llegan a nuestro lado a pedirnos unas perras para la proce- E
sión del barrio, Y a quienes nosotros, descreídos, les damos un 6
real satisfechos. d
[H- M-1 iE
i
TIENDAS
-Buenas tardes, señor. -El señor es un dependiente que está
apoyado sobre el mostrador de su tienda, y golpea su zapato con la
vara de medir. -Buenas tardes, señor. Pero el señor no responde.
Alza los ojos no más, clávalos en el rostro del que saluda, y espe-
ra.
-iTiene usted cuellos de pajarita? El señor responde: LDe pa-
jarita? No, no hay. -iY de seda? -iDe seda? Tampoco hay.
iEntonces, de qué cuellos hay?
El sefior del mostrador se queda estupefacto. ¿Qué clase de
cuellos? Su tienda es de cuellos. iCómo averiguar, qu6 clase de
cuellos precisa el fino cliente, existiendo tantos cuellos en su esta-
blecimiento? -Y ante esta duda, contesta malhumoradu:
-Pues, cuellos hay de todas clases.
El cliente de un modo tímido se atreve a murmurar: Busque
usted los de pajarita. ¿Pajarita? -vuelve a replicar el señor del mos-
trador. -De pajarita no hay. Pues entonces, de seda -repite el
cliente-. c*De seda? -torna a responder el señor del mostrador
echando una ojeada sobre los estantes repletos de cajas de cuellos.
-De seda ‘tampoco hay.
Y el cliente, desconcertado, tembloroso, murmura:
-iEntonces, qué clase de cuellos tiene usted?
Y el .admirable señor del mostrador da su nueva respuesta so-
lemne, austera, imponente:

350
-Pues, cuellos hay de todas clases.
Se hace un vacío en la cabeza del cliente. Sus ojos se detiene
en un punto negro y luminoso. Desaparece el mostrador y la tien
da de su vista. Y de pronto se encuentra en la tienda de enfrente,
que vende asimismo cuellos.
-i.Tiene usted cuellos?
-De qué clase -responde el otro señor del mostrador, muy
amable.
-Pues... pues. . de pajarita.
Y este nuevo señor, que también se sacude los zapatos, pero
con el zorro, le contesta lleno de sonrisas.
-De pajarita, no hay. Donde encuentra usted los de pajarita,
es en aquella tienda de enfrente.
Y el señor que a causa de estos diálogos arbitrarios, ha perdido
la memoria, vuelve a la tienda doude primero estuvo. Pero alll,
recuerda su conversación pasada, y se echa a temblar, sin pasar de
la puerta.
-¿Cómo podre comprar el cuello de pajarita que necesito?
¿Qué hacer? -Duda, vacila, y de repente se da un golpe en la
. frente. Y penetra rápido en el establecimiento.
-iTiene usted cuellos que no sean de pajarita?
El señor del mostrador inicia una sonrisa amarga, trágica, y
lkntamente le contesta, desengañado.
-iAh, señor! Los únicos cuellos que tenemos son de pajarita.
Y antes que el señor del mostrador pueda recoger la sorpresa
que le prepara añade el cliente con vehemencia.
-Pues deme uno del número 36.
De este modo ha podido comprar su cuello nuestro amigo.
[H. M.]

BARATILLO
Nuestro amigo X, lee un anuncio: REALIZACION. Y excla-
ma: iCaray! ¿Qué realizarfin? -Y echándose a la calle se va a la
tienda.
TODO A MITAD DE PRECIO. X se encuentra delante de
una colección de felpudos, iA c6mo cuestan los felpudos? -pre-
gunta al tendero. Y .el tendero exclama: A cincuenta céntimos
cada uno. iCielos! -di& interiormente nuestro amigo X.- Antes
estaban los felpudos a cuatro pesetas. Me ahorro tres pesetas y
medía.
Y luego, en alta voz, dirigikndose al tendero le grita: LCuBntos
hay? -Me quedan veinte responde el tendero. Pues demelos usted,

351
añade X. -Y se va con el mozo de la tienda, que lleva los felpudos
a cuestas, camino de su casa.
La señora de X le aguarda emocionada en la meseta de la esca-
lera. -iQue has comprado X? -Felpudos, -dice X-. LFelpu-
dos? -exclama estupefacta la señora. iPero si tenemos dos! -Aho-
rs tendremos veinte más ,-replica X arrugando el entrecejo.
-iPero, hombre, por que has comprado veinte felpudos? Hay
para un siglo -repite angustiada la señora.- Pero X enfadado,
dice con cierta energía: Me han costado a cincuenta céntimos cada
uno. Era una estupidez no aprovechar la ocasión-. iTan baratos?
-exclama ahora alegre la señora. -iLuego hay un baratillo? -Sí,
hay un baratillo en la callc de Triana.
Y la esposa, entusiasmada, se pone el velo, coge veinte duros
del cajón y corre a la tienda del baratillo.
Entra. La tienda esta llena. La señora se detiene mirando cu-
riosa los estantes. De pronto, ve un aparato de hierro pequeño y
fuerte. -¿Qué es ésto? pregunta al tendero. -Y el tendero, solí-
cito responde: -iAh! Eso son aparatos para partir nueces.
-¿Cuánto valen? ilice la señora..
-Una peseta cada uno. -Luna peseta? -Y la señora medita
y recuerda: -Antes valían tres pesetas. -Después, añade en alto.
iCuántos les queda? Unos cien, exclama el tendero. -Pues deme-
los todos.
Y la señora saca de su bolso los veinte duros y paga el ciento de
aparatos para las nueces.
Cuando entra en su casa, el marido la recrimina, pero cuando
descubre el hombre lo barato que son baila locamente en el pasi-
110, con un felpudo y un aparato en cada mano.
En esto suena el timbre. Es el cobrador de la luz. Hay que
pagar tres duros de luz. iDónde están los tres duros? ¿Tú tienes
X? -inquiere la señora. No tengo, responde X. Y ella añade. Los
veinte duros que tenía, los gaste en los aparatos.
-Pues venga el mes que viene- le dicen al de la luz.
Y se quedan los esposos cabizbajos, mohinos, pensativos mi-
rando los felpudos y los cascanueces.
Al día siguiente le piden la firma a un amigo, para seguir com-
prando en el baratillo.
El baratillo no es una solución de la pobreza. Nosotros hemos
conocido mucha gente que se ha arruinado en los baratillos.
[H. M.]

352
VIOLINES.. .
Suenan, cn cl silencio de esta calle un poco absurda, por lo
retirada y oscura, dos violines. ¿Dos violines? -¿Qué tocan estos
violines? Nada. Solamente están afinándose.
Hay una funcibn religiosa en perspectiva, sin duda. iPor qué
nos intriga esta sencilla historia de los dos violines? ¿Qué tienen de
extraño? Acaso ninguna cosa. Y sin embargo...
Cierto será 10 de la función religiosa. Ya no hay conciertos; no
aparece, cercano, ningún baile. iY los violines afinan sus cuerdas
en la noche!
¿Quiénes son estos hombres de los violines? Nosotros conoce-
mos a todos los violinistas de la localidad. En la pequeña ciudad no
es posible que nadie oculte su afición. Pero en esta calle, no viven
esos violinistas conocidos. Son dos violinistas nuevos, bizarros,
porque en tanto afinan, rozan de paso, fragmentos de música po-
pular. Uno ha tocado NBanderita tú eres roja» iQué sensación m6s
profunda hemos sentido al oír esta pieza! Nos acaricia un recuerdo
madrileño. La pieza no es salida del numen de Mozart, pero tiene
una emoción entrañable, rara. iQuién será este violinista escogi-
do?
El otro violinista, toca al pasar también el «Relicario». El «Re-
licario», es un cuplé sentimental, dulce, que afloja las extremida-
des inferiores. ~NO habéis sentido nunca esta emoción descuajan-
te, esta emoción de las piernas que tiemblan, impotentes de soste-
ner la sacudida emocional del alma? -El «Relicario», nos trae el
recuerdo de Raquel Meiler, la más grande artista que’vieron las
ciudades. Esta Raquel Meller, es genial en su gesto, en sus actitu-
des. Una vez se retrató trepidante en un periódico: «Nuevo Mun-
do». El violinista, con este rasgo de preludiar el «Relicario», ha
servido nuestra emoción musical de lo noche. Raquel Meller trae
asimismo memorias madrileñas.. .
Raque1 es una de nuestras debilidades. La recordamos una tar-
de en el Louvre ante la Venus de Milo. Raquel presenciaba emo-
cionada la clásica belleza. Nosotros, desde un rincón oscuro de la
sala, la contemplábamos satisfechos. Raque1 se rascaba una rodilla
por sobre el traje. El traje se le plegaba, como el paño que cubre
las piernas de la Venus. Raque1 tarareaba ante la helenica escultu-
ra, su canción favorita: *EI Relicario». Era como el homenaje sen-
cillo del «jongleur de Notre Dame». Al sentir el violín y el «Relica-
rio», nuestro espíritu, un poco rebelde, ha caído en la cuenta de su
terrible, pasado error...
Violines de esta calle absurda y oscura, violines tan profunda-
mente entrañables, violines sutiles, que no podéis afinar, sin rozar
las bellezas líricas... No sé si mañana váis a tocar un Tedeum, o el

353
Ave Marta de Gounod; quizás entonces tendréis más excelsitud
litúrgica, pero esta noche, habéis acertado con nuestra situación
anímica. con la situaci6n anímica de todos...
Si todos los violinistas nacionales fueran tan comprensivos...
[H. M.]

UN SEÑOR CON DOS BOTELLAS


Aún quedan hombres heroicos. Es de noche, y la calle solitaria
está propicia, pero, en la esquina por donde fatalmente se ha de
pasar, hay una luz delatora.
Las tiendas están cerradas. Ninguna persona puede beber, ni
comer ostras si no las ha preparado con antelación el sábado. La
perspectiva para el ciudadano insular este día es realmente sofo-
cante.
Sin embargo, bajo la luz de la esquina surge un hombre. Va
deprisa, casi huyendo; de lejos; su silueta parece la de un soldado
que llevara una carabina en cada mano. El hombre corre y se co-
bija en la sombra de la calle. En el lugar más oscuro estamos noso-
tros. El hombre se acerca. ¿Que lleva? iAh, una botella negra en
la diestra y en la siniestra una botella blanca!
¿Qué botellas son ? illeva aguardiente la botella oscura, la cla-
ra anisete? -El hombre avanza: nosotros retrocedemos y le segui-
mos de cerca. Nuestros ojos taladran un agujero claro en la som-
bra. Descubren al fin que las botellas que lleva el hombre son de
agua de Firgas...
Este hombre, indudablemente, juega a la brisca con unos ami-
gas en la accesoria de su casa. Los amigos han sentido sed, pero el
hombre, más sed que ninguno. Por eso él se ha decidido a salir en
busca de las botellas. Una botella será, sin duda, para su exclusivo
uso; la otra para los demás compañeros.
Todos los hombres honestos que se pasan el domingo jugando
a la brisca se toman dos botellas de agua de Firgas. Cuando pasa-
mos por estas accesorias, iluminadas turbiamente, podemos ver,
como junto a las patas de una mesa de pino, donde unos hombres
juegan a la baraja, hay unas botellas de agua agria medio va-
cías. Algunas veces al pasar, sorprendemos al bebedor que mantie-
ne las cartas con la mano izquierda y empina, con la derecha, la
botella. Despues, este hombre hace un ruido con la garganta y
escupe hacia la pared.
Las botellas de agua de Firgas tienen un alma sencilla, de acce-
soria modesta; ellas se pasan calentándose en unos estantes toda la

354
semana, para que el domingo, estos jugadores de brisca, las sa-
quen de su cautiverio.
Por otro lado, no puede haber brisca sin botella de agua agria.
Y este hombre cabizbajo que llevaba esta noche dos botellas, es el
hombre predestinado a esa desagradable sed que se. siente en las
accesorias, los domingos, y que la botella de Firgas no podrá saciar
nunca.. .
Apuntemos en nuestro carnet, con elogio sentimental este re-
cuerdo; sonriamos dulcemente, ante la estrecha relación que existe
entre la brisca y las botellas de agua agria.
[H. M.]

FIEREZA FRACASADA
iQué tiene esta tienda? ¿No había en esta puerta un prospecto’
agradable esta tarde ? ¿.Y cómo dos horas después, el prospecto ha
desaparecido? -Nos acercamos: las huellas del prospecto existen;
en un clavo diminuto queda todavla un pedazo de cartulina. Este
prospecto ha sido arrancado violentamente.
iQuién lo arrancó? Un muchacho no ha podido ser; estaba el
prospecto demasiado alto. Ha sido, sin duda, un hombre de bas-
tón; un señorito.
Nosotros vemos a estos señoritos a quienes el bastón les es ex-
traño, divagar por las calles, dando golpes en las paredes con el
bastón; golpeando el muro del puente, arrastrando la contera de
un modo estrepitoso. TambiCn hemos visto a estos señoritos cómo
van metiendo la punta del bastón en los anuncios de las carteleras,
en los pequeños prospectos que están sobre las puertas de las tien-
das. Con una saña significativa destruyen todas estas cosas débiles.
simpáticas, alegres. iPor qué los señoritos odian estos anuncios
artísticos, estos reclamos de colores brillantes? Quizás el señorito
sienta celo de clase; ciertamente, un señorito engomado, plancha-
do, oloroso, no es más que un cartel anunciador.
iPero cómo es posible que estos señoritos no comprendan
la necesidad de la vida de estos anuncios, si entienden la raz6n
pueril de su existencia ? A veces la desaparición de un señorito
puede tener menor importancia que la del cartel. El cartel suele
ser poseedor de una gracia original, artística, que este señorito uni-
formado de figutín no podrá lograr nunca.
En todos los lugares civilizados los carteles se respetan; hay
además el culto del cartel. Ellos alegran las calles durante la no-
che, cuando las tiendas han cerrado sus bocas.
¿Qué instinto extraño es éste de romper carteles con el bastón?

355
¿De qué remota conciencia viene este instinto? -Es, sin duda, un
caso de fiereza fracasada. Este señorito, probablemente naci6 con
otro destino: la vida casera, el ambiente gris, adormeció su Animo,
pero de vez en vez, el recóndito impulso cuaternario le brota y
rompe, rechinando los dientes de odio, los inofensivos prospectos
de las droguerías y de las tiendas de coloniales...
[H. M.]

UN PEQUEÑO PROBLEMA
¿Qué ha visto en nosotros este muchacho de la calle? -
Nosotros vamos con una mala cara de facinerosos. Cualquier cosa
nos ha producido este esplín. Pero el muchacho no se percata y se
dirige a nosotros. Y nos pregunta: iQuién juega mañana?
¿Qué es esto? ;OuiCn juega mañana? Se mete el problema
dentro y nos desazona. No podemos entender.
¿Por qué este muchacho no nos ha pedido candela? -Nosotros
hubiéramos podido complacerle. ¿Por qué no nos pidió un ciga-
rro? -Tenemos nuestra petaca repleta, ¿Por qué no solicitó una
limosna? Es un muchacho andrajoso,, un poco triste. Todo esto
podíamos habcrlc dado. Pero ¿qu6 kx:er antc: su pregunta?
El muchacho aguarda. Nosotros, casi siempre sentimentales,
sentimos una infinita zozobra. ¿Quién juega? iQué juego?
jOh, es el foor-ball! El muchacho recuerda que mañana es do-
mingo. Necesita saber quién juega. Y aunque no nos conoce, sos-
pecha que debemos ser deportistas.
No, queremos desengañarle. ¿Qué sería de nuestro prestigio si
el muchacho sabe que no nos interesa el foot-bah? -Cuando nos
vea pasar otro día, dirá: «Ese señor es un babieca». Nosotros para
evitar este adjetivo, terrible, queremos contestar al muchacho.
Y buscamos en nuestro meollo una respuesta ambigua, una res-
puesta que no nos haga claudicar de nuestra idea, pero que al mis-
mo tiempo deje satisfecho al muchacho.
iQuién juega mañana? Espera a ver -respondemos. Y fingi-
mos recordar.. . Hoy he visto anunciado... Me parece que es el
Marino y el Santa Catalina...
El muchacho nos mira. El sabe que mañana no juegan estos
dos. Y como al decir «Marino» nosotros involuntariamente hemos
sonreído, el muchacho sospecha que somos marinistas y como él es
del Santa Catalina, se aleja mirándonos con desprecio.
Los golfos han perdido su simpatía. Antes pedían diez céntimos
que les faltaban para el cine; hoy, son deportistas y se engallan con
el transeúnte que es contrario

356
Nosotros hemos sentido un enorme vado espiritual ante este
muchacho. Nunca podremos aspirar a un puesto público. Siempre
que intentemns snlicitar el voto del pueblo no encontraremos si no
antipatfa, rencor en las clases populares.
[H. M.]

EL MAL GUSTO
Nuestro amigo X es un aficionado a escaparates. El es un hom-
bre rentista y como no ha tenido nunca qué hacer se dedica a ob-
servar escaparates. Posiblemente si el arreglar escaparates fuera
una carrera de esas llamadas cortas, como Correos y Telégrafos, el
amigo X la hubiera estudiado. Cada vez que se para ante un esca-
parate, lo desarregla con su imaginación, y lo confecciona a su
gusto. De la misma manera mental que esos hombres indecorosos
desvisten a una dama arrogante en la calle.
Nuestro amigo X no encuentra en la ciudad sino un solo esca-
parate arreglado con gusto. Es un escaparate luminoso que tiene
siempre bellas telas, suaves y maravillosas telas, que estando de
tan gentil manera colocadas en el fondo, parecen cubrir algunas
formas femeninas de las llamadas helénicas. Todos los demás esca-
parates los halla desastrosos nuestro amigo X.
Hay siempre en las poblaciones pequeñas un señor «entendi-
do». Bien en arreglar ambigús, bien en colocar arcos, bien en pe-
gar abanicos de marfil. Cuando una dama tiene uno de estos abani-
cos rotos se queda desolada. iYa me quedé sin abanico! -piensa
la señora. Pero otra señora le indica que hay en la ciudad un solo
hombre capaz de componer ese abanico. Este hombre vive en una
calle que nadie conoce. Y así suelen darse las señas: aLUsted sabe
dónde está la calle aquella que pasa por el barranquillo que está
junto al Parque? Pues toma usted la mano derecha, y al llegar a la
primera boca callc, tucrcc usted hacia la izquierda. En la cuarta o
quinta casa hay una panadería... No sé si al lado, o frente por
frente a esa panadería vive el hombre que arregla el abanico.»
Este mirlo blanco es un hombre misterioso. Poco a poco va
adquiriendo clientela. El nunca sospechó que arreglar abanicos
fuera negocio. Y un día se encuentra la casa llena de damas con
abanicos rotos, sin haber sabido ninguna donde él vivía.
Un hombre, con el alma así, es nuestro amigo X. Pero en vez
de dedicar su afición a los abanicos, la dedica a los escaparates. Y
si en lugar de ser rentista fuera pobre, no podría de ninguna mane-
ra poner en ejercicio económico su afición. Ha de quedarse en
diletante. Nadie llama a nadie para que le arregle su escaparate.

357
Por eso nuestro amigo va por las noches al Parque, y contempla
curioso los escaparates de Triana, como un simple coleccionista de
sellos. Y no halla ningún escaparate bello. iPor qué será esta cosa
tan amarga?
Unos escaparates con alfombras feas, parecen viejos catarrosos
envueltos en bufandas; otros, con trajes de niños ridículos, como
para alquilarlos en el día de la Naval; otros, con unos zapatos des-
teñidos, demostrando la inestabilidad del tinte en el becerro;
otros, con esas polveras de cristal y plata, con un cristal empolvado
y una plata sin baño, roñosa... iOh, no es posible! Nuestro amigo
X, si tuviera cierto valor espiritual, si pudiera tener osadía en un
ambiente rutinario, pondría una academia para arreglar escapara-
tes.
Sí, sí -nos dice- tres cursos, tres cursos son precisos. Y en el
último, en el del doctorado habría que probar una extremada sen-
sibilidad en el tacto. Esas telas estupendas que parecen de oro fino
necesitan, de una mano experta y voluptuosa para ser colocadas
con decoro.
[H. M.]

CON LA MUSICA A OTRA PARTE


Hace 50 años, un periódico local anunció que la banda militar
de entonces amenizaría la temporada de invierno en la Alameda, y
otro periódico se extraña de que esta banda vaya a tocar piezas de
música en un lugar desierto. Así, nos lo recuerda hoy, nuestro
amable y retrospectivo colega «La Provincia».
La gente de aquel tiempo no tenía otro espectáculo que esa
música y alguna velada teatral donde se representaba un drama
terrible y gracioso, «De potencia a potencia». Pero casi todo era en
verano. En invierno, antaño, como hogaño, la gente se metía en
sus casas. Pero siempre había un extraño innovador de cosas raras.
iQuién fue el insular que se le ocurrió esas tocatas en invierno?
Nosotros alcanzamos más, pero eran al mediodía, si el tiempo es-
taba por permitirlo.
Un hombre patriota, sencillo, buscaba algo con qué amenizar
la vida. Querfa sin duda civilizar a la ciudad medio salvaje, a la
ciudad huraña que no tenía valor para dar cara al invierno. ¿Qué
hacer? -se dijo este hombre ingenios-. En las grandes ciudades
hay óperas. La gente no se asusta del invierno. Aquí no hay nada.
Hay que buscar algo. Y en un arranque de entusiasmo pensd en
esa música. Y en otro arranque patriótico logró del Gobernador
Militar que la banda del batallón amenizara unos paseos de invier-

358
no. La banda estaba conforme porque tenla un kiosko en el que se
guarecía, y no sabemos si lo estaba la gente. Pero otro periódico
--cl funesto periódico dc la oposición- protestó dc esa música
invernal. ¿Y qué dijo? Las cosas absurdas que dicen siempre los
periódicos de las oposiciones. -Que si llovía, la gente se mojaba,
que el caracolillode la Alameda era fatal para el reuma, que pro-
babtemente las tocatas serfan a los bancos.
Y como el enemigo es el que vence, he aquí que nadie va al
paseo; que la banda tocó un día el preludio del «Anillo de Hierro»
y que nadie lo oye. Y así pasan los días hasta que la banda se cansa
de tocar. Y el hombre patriota que logró un éxito espontáneo, se
ve perseguido en su idea, y tiene que decir en el Casino la consabi-
da frase que aún no ha variado. -En este país no se puede nacer
nada...
[H. M.]

ESPECTACULO NATURAL m
f
Uno de los espectáculos más conmovedores para
mañaneros
nuestro regocijo es la aparición de los municipales, Plaza de Santa
Ana abajo. Estos municipales hablan aprisa todos juntos, como si
quisieran atiborrarse de conversación para el día, para cuando es-
tan solos después, en sus esquinas correspondientes. Las palabras
se las envían unos a otros por almudes, la recogen con viático y las
guardan. Luego, nos explicamos la incomprensible sonrisa del mu-
nicipal, durante el día, parado ante una esquina inexpresiva, mu-
da.
No sé por qué, al ver a estos municipales en bandadas nos los E
imaginamos húmedos, como si salieran a secarse con el sol del 50
mediodía. Ese casco -degeneración del antiguo hongo- parece
que ha recibido durante la noche un bano de sereno, pero el sere-
no celeste, que hay otro sereno por la noche que se pone el casco y
no lo humedece tanto.
Caminan sin ritmo, los municipales en la mañana; el sable, po-
co marcial, da unos saltos en el aire como cualquier bastón civil
manejado por una señoril mano. Las rodilleras de los pantalones
se ven más claras, como si en lugar de poner los pantalones en uno
de esos aparatos que los estiran, les colocasen unas rodillas de ma-
dera, unas hormas de rodilla, que sostuviesen la integridad de ia
rodillera, durante la noche.
Los zapatos de reglamento también lucen de un modo diferen-
te. El polvo del dfa anterior se conserva, sin despertarse, sobre el

359
becerro flamante. Es un polvo dormilón y perezoso, para el cual
no puede haber ni la salvación de una ducha.
Pero los municipales van contentos. Ciertamcntc cs un %ran
oficio el de municipal. El ideal de hombre es una esquina, y el
espectáculo cinematogrlfico de la calle, va infantilizando el ánima
de tal manera que el municipal no podrá nunca evitar una penden-
cia. El municipal es tierno y amoroso como el hombre que es due-
ño de la esquina. La esquina tiene un leve ambiente de novio: el
novio de la esquina es la personificación de la ternura.
El municipal, sin quererlo, recoge esta ternura que lo hace po-
co enérgico, y así vemos que pasan los años y el municipal se vuel-
ve viejo sin una herida. El no ha visto una riña, no ha sentido
jamás un pito de socorro.
Elogiemos a estos guardadores de un orden que jamás se alte-
ra, de un orden compasivo y generoso con el municipal, de un
.orden que como no ignora en el aprieto que pondría a estos fieles
padres de familia, se pasa el día incólume, inalterable...
[H. M.]

LA MUJER DE LAS 365 MISAS


Todas las mañanas nos encontramos a esta mujer bonita. En el
mismo sitio, con el mismo libro de misa bajo el brazo, aparece.
Hace un año que es nuestra amiga silenciosa. Nosotros le contem-
plamos sus lindos zapatos brillantes y ella baja los ojos. Luego
volvemos la cabeza, y la vemos entrar en la iglesia.
Esta muchacha oye una misa diaria; es la de las 365 misas anua-
les. Nosotros vamos a nuestra oficina; somos los de los 365 expe-
dientes al año. Pero ella va con un regocijo interno a su misa y
nosotros algo desencantados. @!mtas veces, en medio de nuestra
pütcsta interiül , hemos pensado cn la eficacia culinaria dc estas
misas! ¿Pudiéramos nosotros alimentar nuestra vida corporal asis-
tiendo todos los días a una misa?
Algunas veces nuestro natural incrédulo se olvida y penetramos
en la iglesia y nos sentamos en un banco. Hay aquí una grata paz
que habíamos olvidado; el espíritu siente un frescor de suave pri-
mavera. El sonido de un órgano, el aroma del incienso, hasta los
sigilosos pasos del visitante son los más íntimos motivos de armo-
nía para el alma. i.Es esto lo que lleva todos los días a la muchacha
linda a la iglesia?
Por un vitral entra la luz de mil colores.. iEsto es un sueño
juvenil? El sol de las mañanas atlánticas atraviesa las piedras y da

360
a las iglesias el tono divino de los jardines umbrosos. ¿La mucha-
cha linda, percibe estas sensaciones misteriosas?
Al verla pasar meditamos ligeramente. Es injusto, acaso, creer
en que las feas son las que sólo tienen fe, Nuestra maldita indiferen-
cia no concibe ya la pura sensación mística...
Sin embargo.. . , nosotros quisiéramos hacer una iglesia en la
Plaza de Santa Ana, una iglesia sin órgano, sin luces discretas, a
pleno viento, donde no se pudiera recatar la delicadeza del alma.
iIría entonces todos los días esta muchacha a misa?
No, no iría nunca. La hemos visto ayer dentro de la Iglesia: era
más bonita que nunca. El sitio que elige es el más tenue de luz; la
luz la acaricia y le da una ternura que probablemente ella no ha
sospechado.
Pero se ve retratada en los metales que cierran el libro de misa.
Se ve pequeñita, como una miniatura de porcelana, y cuando nos
parece en éxtasis, meditativa sobre el devocionario, es cuando más
humana está.
La muchacha linda va todos los días a contemplarse media hora
sobre el metal de su libro. Ella comprende la belleza que el silen-
cio, el aroma y el sonido místico da a su rostro rosado e infantil.
[H. M.]

LIMPIEZA INAUDITA
Ayer ha sido sorprendida la cotidiana paz de esta villa con un
rumor estrepitoso de mangueras. El barrio de Vegueta silencioso y
pacífico estaba ayer erizado y frío. ¿Qué ocurrfa? Pues que nues-
tros amigos los can6nigos fregaban por primera vez en su vida la
falda de la Catedral.
Decimos la falda porque la manguera no alcanzaba más alla de
la cornisa de los arcos centrales. Hoy ha amanecida esta falda lim-
pia y el resto m6s sucio, porque el brillar de lo limpio hacía resaltar
lo sucio. A la ciudad le ha gustado esta limpieza, pero los canóni-
gos están regocijados. El polvo venía a ser para ellos como un re-
mordimiento.
¿Qué razón ha habido para esta limpieza enérgica? LDentrose
habrá limpiado también la Basllica? ¿Y los roquetes de los mona-
guillos se habrán sustituido? -Esta actividad de nuestros amigos
es una cosa extraordinaria. iA qué obedece?
A un señor Obispo. Ese señor Obispo va a llegar. Los canónigos
quieren despistar al señor Obispo. Cuando tengan que adornar la
basílica, ya el señor Obispo estará acostumbrado a los señores ca-
nónigos y no le extrañará las cosas cicateras. Si el señor Obispo

361
llega a venir la vfspera de San Pedro Mártir, hubiera sido un con-
flicto tremendo para los señores canónigos. ¿Qub iban a hacer con
los cabos de vela que sobran del año pasado?
La limpieza de la Catedral es un acontecimiento. Por eso que-
remos nosotros dejarla anotada en este dietario nuestro, Hoy, al
ver tan brillante la canterfa hemos dirigido la vista a los ventanales
verdes de la torre del ascensor. Estaban tupidos de polvo. ¿Serán
lavados también estos cristales o el señor Obispo no podrá verlos?
Probablemente, el señor Obispo, como corresponde a todo buen
Obispo, dirigirá su mirada a lo alto y se encontrará con estos cris-
tales. ¿QuC dirán los canónigos entonces?
¿Qué más cosas han limpiado. 3 iEntrarán en este orden de lim-
pieza las sotanas verdosas, de algunos beneficiados? ¿QuC hará el
señor Obispo ante este prado ameno que son estas sotanas por la
parte del cogote? ¿Creerá el señor Obispo que los corderos de su
grey pastan sobre estas sotanas?
iOh, amigos canónigos! iOh, limpieza inusitada! ¿Cuánto tiem-
po estará rigiendo esta Diócesis el señor Obispo? ¿Diez años?
iQuince años? iVeinte años?
La Catedral volverá a ser limpiada dentro de veinte años.
Cuando venga un nuevo señor Obispo.
[M. M.]

UN PAPEL SUCIO
Esta mañana, al pasar por la Catedral, hemos distinguido un
pequeño envoltorio de ‘papel sucio, escondido en el hueco que al
abrirse hace una de las verjas de entrada. Dirigidos por un señor
canónigo, unos pintores y unos barrenderos daban los últimos to-
ques al atrio. Pero ninguno vio el papel, y nosotros regocijados nos
callamos. Ese papel presenciará desde su rincón la llegada del se-
ñor Obispo.
No es posible en un segundo acostumbrar a la Catedral a la
limpieza. Es como uno de esos señores que han sido sucios toda la
vida, y un día se compra ropa y se la ponen, sin advertirlo, con un
cuello de borde oscuro. La Catedral, anos y años desidiosa, no
sabe ciertamente que hay, para ser limpio del todo, que pasarse
una puntillita por las uñas de luto. La gente sale flamante siempre,
pero apenas uno se fije un poco la verá con un cerco negro dentro
de las uñas. La Catedral no va a ser mejor.
Ese papel, que se esconde como un gato, permanecerá todo el
dfa allf, y como aquellas escobas famosas que estuvieron años en
362
los ventanales traseros, continuará hasta la llegada de un nuevo
Obispo, si entonces lo advierten, que puede ocurrir que no.
Ese papel es nuestro más regocijado amigo de hoy. Tiene toda
la pillerfa de un ratón y el humorismo de un conejo que salta y se
escurre. No sabemos nunca hasta qué punto de gracia puede llegar
una cosa que parece no tenerla.
Por si era error nuestro, pasadas dos horas, hemos vuelto a
pasar or la basflica y alli estaba el papelito. Los automóviles se
acerca ! an, las campanas, limpias tambien, se regocijaban en la al-
tura agitando su buena lengua; la muchedumbre agolpábase en la
Catedral. Todo el mundo estaba contento. Los amigos canbnigos,
descargada su conciencia higiénica, miraban radiantes la tersura de
la basflica; pero el envoltorio del papel, detrás de la verja, hacía
guiños y se sonreía largamente.
No, no es posible prever el destino. Desde el más antiguo día
escribió Kalam en el libro de la creación que esta basílica no podía
ser aseada. Y cuando todos creyeron que sí podía serlo, la fatali-
dad en forma de envoltorio sucio de papelito aparece implacable.
Resignémonos. El claro emperador Marco Aurelio ya hubo de
advertirlo. Calma. Deja que la Parca urda tu destino como sea. La
Catedral es, como todos nosotros; juguete de la referida Parca.
[H. M.]

POST-FESTEJOS
Nos gustaron mucho las banderas sobre la Plaza de Santa Ana;
nos gustaron más los gallardetes. No los habíamos visto nunca.
Nos gustó la iluminación. iPor qué siempre se ilumina lo mismo?
¿Por quk la Catedral y el Ayuntamiento tienen igual alegría?
La torre del ascensor se alegro por primera vez; llena de luz se
erguía sonriente en la noche; pero iluminada sin velas, sin esas
velas que se pegaban al cristal, como presidiarios detrás de unas
rejas. La luz de la torre venía de abajo, como si fuera un soplo, y
era ademas una luz delatora porque nos descubrfa el forzado esme-
ril dt: lus cristales.
Nuestros amigos los canónigos se esfuerzan en iluminarlo todo;
cuánto mejor fuera evitar esa luz y dejar las cosas entre la suave
penumbra que hasta hace pardos los gatos. La Catedral, que coti-
dianamente es parda, estaba el domingo mas parda aún.
Pero celebremos la desaparición de las velitas, aunque las veli-
tas tenían un encanto ingenuo de hospicianas en una procesión.
Esas velas nos contemplaban absortas detrás de los cristales, y no-
sotros, al pasar decíamos: excelentes muchachas, pobres mucha-

363
chas. Eran como unas velas sin padres; parecían compradas en
esas remotas tiendas de San José o de San Roque, donde las velas
adquieren un color amarillo seco, donde parecen enflaquecer, aso-
madas al paquete, bajo un medio racimo de plátanos y entre unos
botes de cristal azul llenos de madejas de estambre, de sopladeras
y de raspaduras.
Nuestros amigos los canónigos, han protegido siempre a estas
velitas. Nosotros llegamos a sospechar un día si era la intención de
nuestros amigos hacer del solar famoso un asilo para recoger a
estas velitas huérfanas. Pero, esta vez, hemos quedado sorprendi-
dos. ¿Dónde habrán ido a parar las velitas de los can6nigos?
Hay en la sacristía de estos canónigos una enorme vela, así
como un Abraham de las bujías, una vela bíblica y paternal. ¿Ha-
brá decidido esta vela recoger a las velitas de la torre? Sí, sí; las
velitas han ido a cobijarse cerca de la vela grande, buscando otra
vez el calor de su pequeña llama, esta pequeña llama que nuestros
amigos los canónigos no han querido volver a dejar arder.
[H. M.]

NUESTRO AMIGO BARRANCO


Hace 50 afios también anunciaban los modestos periódicos lo-
cales la llegada del barranco; las lluvias que habían por la noche
cuando todo el mundo descansaba, et viento que arrancó una rama
del laurel de la Alameda. Así la hemos visto estos dfas en una de
las revistas que «La Provincia» reproduce. Y es que entonces, co-
mo ahora, la única cosa conmovedora eran estas rápidas variacio-
nes de la naturaleza. Aquellos periódicos, como los nuestros hoga-
ño, nada tenían que decir. Y se agarraban de una rama desgajada
para llenar un hueco. Nosotros, ante un igual caso hoy, nos pren-
deremos del amigo barranco para llenar las cuartillas de siempre.
«El barranco Guiniguada corrió anoche. Seguramente las llu-
vias en el campo deben haber sido copiosas.» Sí. El barranco no
tiene personalidad. Necesita para su vida que en las cumbres lo
enfogueten. iEstá mal dicho así? -Ha llovido. El barranco discu-
rre;
. .
si alguno de nuestros amigos tuviera también esta virtud en el
mvlerno... Hemos contemplado el barranco, con los admiradores
del barranco, desde el puente. Con este motivo, mientras mirába-
mos el enorme desayuno que parece ser el agua de este barranco
se ha hablado de la necesidad de ensanchar el puente.
-Esta es la reforma más urgente. -Y los admiradores del ba-
rranco, que son generalmente señores que viven en las Alcarava-

364
neras o en el Puerto, cabeceaban gravemente, en tanto el agua
corría.
iQué raro, este barranco! Apenas llovió aquí y no podía uno
sosoechar que hubiera barranco, Estas frases las pronunciaban en
el puente, pero al llegar a sus casas, en el momento en que se
trahan la punta de la servilleta en el cuello de la camisa o acercan
con solemnidad la silla dicen: El barranco vino.
-iVino el barranco? -repite la esposa-. Y como la criada
que fue a la Plaza nada había dicho, la señora exclama: «pino,
viste que vino el barranco y nada has contado».
En otro lugar del mundo aparece de pronto una nueva corrien-
te filosófica, política; otros hombres dc otros lugares se estremecen
con una idea: nosotros tenemos como única agitación psíquica, la
llegada del barranco. El barranco llega, y lo vemos, desde el puen-
te, desenvolver su corriente, como si ante una cátedra sorbónica
escucháramos el rumor de una cabeza ilustre, y víeramos cómo se
metía en nuestro espíritu una onda luminosa de ideas.
El barranco es mejor, más fácil y más bello. Ademas parece
una cosa alimenticia, y esto siempre es un consuelo.

LAS NATILLAS SIMULTANEAS


En esta esquina hay una enorme natilla de lodo; después toda
la calle está limpia y tersa. En aquella otra esquina vuelve a apare-
cer otra natilla entre dos trozos de calle brillantes. Todo se puede
limpiar menos estas natillas de las esquinas. ¿Por quC es esto así?
La persona aseada tiene una camisa limpia, pero otra prenda
de vestir, no tan limpia. No es aseado, pues, pero lo aparenta. Y lo
extraiio es que no puede tener sucia la camisa y tolere menos lim-
pieza en la otra prenda. Rarezas de la sensibilidad. Un señor se
limpia las uñas con un cuidado extremoso y en cambio goza de su
lengua con pasearla voluptuosa por sobre los dientes grasosos. Así
muchas cosas humanas.
La ciudad también tiene este deseo. Está limpia por un lado,
mas necesita las pocilgas de sus esquinas para refocilar su deseo
misterioso de porquería. La ciudad tiene el alma de sus habitantes
y hace una esputualidad más dilatada. Con estas natillas nos pasa-
mos el invierno, aunque sólo llueva un día. Las calles se van secan-
do, pero las natillas no. Y cuando el verano llega, siempre quedan
las natillas, mas endurecidas, como esos mazapanes de las tiendas
de comestibles que se quedan sin vender por Pascuas.
Desde nuestra infancia somos amigos de estas natillas. Han pa-

365
sado algunos años; han recorrido los municipios nuestros ediles
llenos de proposiciones y ninguno se ha acordado de estas natillak
que son como aquellas escobas que tenían los canbnigos en los
ventanales de la Catedral, son parientas de las banderas de San
Pedro Mártir, primas hermanas de las alpargatas de aquellos hom-
bres que se ponen debajo de los tronos de Semana Santa.
Forman parte integrante de la ciudad, como un parque, como
una estatua. Estas natillas deben ser consignadas en una guía como
los pantanos de Africa, y las arenas movedizas de aquella ciudad
francesa cuyo nombre no recordamos ahora.
Cuando la ciudad entera esté asfaltada habrá que hacer unos
pequeños estanques en las esquinas de las calles y confeccionar en
ellas estas natillas, para que la ciudad no pierda nunca su carácter
histórico.
[H. M.]

INFLUENCIA
Ahora empieza el catarro oficial. Ya un periódico ha dicho: «Se
encuentra ligeramente enfermo don Fulano». «Ligeramente», es el
catarro, y este don Fulano es el sujeto más feliz, porque cuando
Jleguen las pascuas y el año nuevo ya no tiene catarro ninguno.
La gente, que no puede evitar el catarro, desea tener el catarro
pronto. Algunos oficinistas desean empezar un lunes. Nada más
terrible para este hombre amigo que sentirse la *puntada» un vier-
nes a la noche. Esto representa un goteo nasal durante el sábado y
el malestar del cuerpo todo el domingo.
Nosotros vemos a nuestros amigos cruzar la ciudad con abrigos
y bufandas para evitar el catarro, pero el catarro es pérfido como
la rubia AlbMn, enrra y se refocila en esos pechos lan wnfor lablcs.
El catarro, como el hombre, necesita que lo echen a fuerza de
desaires. Habrá observado el lector que en los pechos más abriga-
dos dura el catarro más tiempo.
Llegó la oficial influencia. Se vende, por esta época, tanta aspi-
rina como mazapán de Toledo. El hombre se incomoda, cuando el
catarro no le viene antes de la Concepción, porque casi siempre la
Concepción cae en un día de trabajo, y este año pegada a un do-
mingo.
¿Cbmo no va a desesperarse nuestro amigo el tenedor de libros
si el catarro entra la víspera de la Concepción, y tiene que pasarse
esos dos días de fiesta en cama?
Sí. Los días feriados no se debe hacer nada: ni sentirse uno
acatarrado. Los catarros deben tener su comienzo los lunes para
366
que allá el viernes ya la flema sarrosa haga su aparicibn y nos
consuele.
Los periódicos han empezado a anunciar los catarros. Nosotros
llevamos también una pequeña estadística. Nuestro amigo Juan no
está acatarrado aún. Lo vemos muy fuerte. Posiblemente no podrá
correr la nochebuena.
En cambio, nuestro amigo Pedro, que acabamos de saludar sin
afeitarse, todo encorvado, con los ojos lacrimosos, lleno de queji-
dos, se va a divertir de lo lindo el día último del año.
[H. M.]

YA SE QUEMAN LAS CHOZAS


Hace mil afios oímos hablar del peligro de las chozas de la Isle-
ta. Siempre habla un señor, que en el tranvía o pegado a un farol
exclamaba como si Cl fuera propietario de una idea común: «Lo
que yo he dicho es que debieran prenderle fuego a todas esas casas
de la Isleta».- Y no faltaba un ingenuo admirador que añadiera:
«Don Fulano dice que debían arder las chozas». Y un tercero asen-
tia solemne: «Claro ; tiene raz6n don Fulano. Aquello no tiene
otra solución». .
Cada año hemos oído estas cosas. Los vecinos de la Isleta han
estado amenazados de un fuego como el de Sodoma, pero no ha
sido posible quemarlos. Nadie se atrevió jamás. Ellos han vivido
con su propio fuego, y si cada año arden es de otra cosa mhs pelia-
guda.
Aquí han existido tres proyectos o cuatro, que han ayudado a
la vida verbal de tanto congrio. Probablemente,.sin la carretera del
Puerto, sin las chozas de la Isleta, sin la calle de la Marina y sin los
«detritus» que se arrojan al Barranco, mucha gente no hubiese
aprendido a hablar en la vida. ¿No vemos de pronto un señor en el
tranvía con una inexpresiva cara, borrosa como un pan grande,
que no despliega los labios, pero que mira asombrado de un lado a
otro? Este señor está rumiando lo de la carretera. En cuanto sube
al tranvía otro señor abre aquel los labios y le suelta el terrible
pensamiento: «Esta carretera es una vergüenza».
Así se desliza la. vida tradicional nuestra. Estamos en vispcras
de perder nuestros motivos de conversación porque la carretera ha
de arreglarse pronto y las chozas van a desaparecer.
Nuestros amigos deberán ir buscando otros motivos. Nosotros
podemos facilitarles uno para que se vayan entreteniendo, aunque
la cosa no tiene novedad ninguna: los zapatos automáticos de los
sacristanes de la Catedral.
[H. M.]

367
UN SEÑOR FURIOSO
i.Por qué está incomodado nuestro amigo don Ismael? Oigá-
mosle: «Aquí no se puede vivir; éste es un país indecente». -iPe-
ro hombre, por qué ? ~Qué le pasa a usted?- «Nada, nada, que
tengo un catarro que me trae frito>>.
Hay señores a quienes les gusta tener catarro; se acuestan en su
cama, se toman sudores, comen pa$illas del Dr. Andreu y después
salen a la semana, a la calle, con un chaleco de estambre y la mano
compungida sobre el pecho. Este señor considera el catarro como
una cosa heráldica, y si llegara el invierno y no tuviera catarro
sería como un desaire aristocrático.
En cambio hay otros señores que apenas les duele el lugar del
entrecejo, ya están empujando sillas y renegando del país. Don
Ismael lo resiste todo: letras descontadas, facturas de comestibles,
recibos atrasados de sociedades.. . , lo que no puede aguantar es el
catarro.
Y se echa a la calle abrigado, y a la mitad del paseo se desabri-
ga furioso, diciendo: «No es posible resistir este calor.. .»
El hombre naturalmente resiste todos los grandes dolores mo-
rales, lo que no puede soportar es el propio dolor físico. Es ésta la t
más pura manifestación de su egoísmo. A veces es más molesto 5
para él un dolor de barriga que la pkrdida de su mujer.
Por eso, cuando vemos a esos hombres furiosos, porque les
duele un pie o un codo, pensamos en la pobre compañera, que
probablemerlte estará emplazada, allá en el fondo de las concien-
cias de sus esposos. iCuánto mejor no sería sufrir el dolor de esta
muerte que no se siente, después de todo, que no.este golpito de
reuma en un lugar tan’amable como el dedo gordo!
[H. M.]

GRIPE INDECOROSA
Hemos salido de una gripe. Es decir, no hemos salido aún.
Estamos en la puerta del zaguán, como esos señores que al retor-
nar a su oficina se encuentran un entierro frente a su casa y necesi-
tan aguardar a que el acompañamiento pase. Estamos, pues, toda-
vía en la puerta de la gripe, pero lo suficientemente entonados
para despotricar un poco contra este mal absurdo.
Comprendemos que es una cnfermcdad solcmnc, sin gran pcli-
gro, pero lo naturalmente engolada, para un señor grave que tenga
afición al chaleco de estambre y cierto método mental en su vida.

368
Acaso un abogado está muy bien unos días con la gripe: la gripe es
para estar abrigado uno como bajo un dosel, con una gorrita sobre
la frente. El abogado no se sentiría extraño con esta’postura que
casi es la suya cottdtana, pero un hombre nervioso y vivo, como el
infrascrito, no sabe qué hacer con una gripe. Es una enfermedad
blasonada, algo así como la Sociedad Económica de las enferme-
dades. Un señor grave, sin gripe, cada año, es poco distinguido. Y
algunos hay que, frente a otros que ya’han tenido la gripe, parecen
lamentar no haberla logrado todavía: -«Hola, don Santiago, ¿dón-
de se ha metido usted? -«He estado en casa con gripe». -«Pues a
mí este año no me ha dado ninguna».- Y el tono de la voz es igual a
la del señor que no lo han invitado a un sitio esperando él que lo
invitaran, y que exclama al averiguar los casos de invitación: «Pues
a mí no me han invitado.» La gripe es un pretexto para toser. Y
hay gentes que se pirran Por toser en ciertos momentos de su vida.
Generalmente el hombre metódico es el que tiene la gripe. Ese
hombre que después de comer va a una droguería o al «cuarto» de
un amigo. Al salir de estos sitios dicen siempre: «Quiera Dios que
no coja una gripe.» Y al decir esto, es tan pérfido, como el isleño
rico que se queja de su mala suerte.
Si estos hombres no tuvieran gripe Lqué sería de sus recuerdos?
Cuando no aparecen en la reunión exclaman sus amigos: «Debe
estar acatarrado.» De este modo se prolongan un poco los hom-
bres anodinos, vulgares, provincianos.
Además, la gripe en la gente solemne es amor; el hombre se
torna tierno con la gripe; se toca el pecho dulcemente; se coloca
una cariñosa bufanda en torno a su cuello. El zapato de elástico de
este hombre agripado adquiere también una suavidad de piel de
libro de misa; al no recibir polvo, ni betún, se va quedando el
cuero mate, como si una mano religiosa lo catara todo el día. El
hombre y su indumentaria toman una pátina tibia de cosa vieja,
conservada, cuando la gripe va por el tercer día de desarrollo.
Todo esto está bien para el hombre austero, con cierta repre-
sentación; este hombre que siempre en los días de gripe lee un
libro de Eusebio Blasco, y se sonríe con la misma sonrisa siempre.
Pero para un hombre como nosotros, liberal, suelto y descreí-
do, venir la gripe a acompañarle es un caso de impudor que quere-
mos sacar a luz,. para vergüenza de las gripes que quedan todavía
por venir este ario. Nuestra gripe ha sido como una vieja libidinosa
y maquillada que pierde el pizco de chaveta que le queda.
[H. M.]

369
CAMBIANDO IMPRESIONES
Hay siempre en estas ciudades pequeñas un hombre que cam-
bia impresiones. Cuando pequeños, recordamos los que cambia-
ban sellos, y después los que cambiaban la peseta. En todas las
tiendas se ve entrar con frecuencia a un criado diciendo: ¿Tienes
para cambiarme un billete de cien duros?
Pero el hombre que cambia impresiones es el más terrible. Na-
turalmente el que tiene una impresión que casi siempre es desagra-
dable, debe quitarsela, mas no entendemos cómo desea cambiarla
con otra impresión. Pues así es. Escuchemos a este hombre: «Ven-
go de cambiar impresiones con Fulano». ¿Con Fulano? -
pensamos nosotros-. ¿Pero Fulano puede tener otras impresiones
que las de una ducha, por ejemplo? -Sí, sí. Tiene su impresión, y
su impresión cambiable.
Nosotros, cuando hemos tenido impresiones, nos ha sido difícil
quitárnosla de encima, y cambiarlas mucho menos.
Sin embargo, hay señores que creen en este cambio; más aún,
que viven creyendo que cambian impresiones.
El hombre que cambia impresiones, es el que no tiene impre-
siones ningunas, y que llama impresion a cualquier cosa. Si ocurre
un suceso que a él no le atañe busca a un amigo que tampoco le
atañe, y se ponen en una esquina a cambiar unas impresiones que
no tienen, después se retiran y al encontrarse con unos terceros
señores dicen solemnemente: «Ahora mismo he estado cambiando
impresiones con Zutan0.n Y aprovechan el encuentro con el terce-
ro para seguir haciendo el cambio. -A veces llegan a casa, con el
bolsillo espiritual repleto de calderilla sensible, de tanto cambio de
impresiones.’
La ciudad está llena de estos amigos. Ved como son: un poco
duros de fisonomía, pero con desinterés optimista en los labios.
Derechos de cuerpo, muy amables con todos los demás semejan-
tes, a quienes necesitan tener propicios para este negocio del cam-
bio. Nunca creen en la desdicha ni en el momento catastrófico
porque como no cambian las impresiones sino entre sí, cuando al-
gún pesimista anuncia el doloroso resultado de cualquier cosa,
ellos exclaman: «Pues hombre, no lo creo; yo acabo de cambiar
impresiones con Perencejo, y no estoy conforme con usted...»
[H. ti.]

370
AGUINALDOS
¿Qut? comisibn es esa que pasa? ¿Ha muerto un hombre nula-
ble y esta comisión va de casa en casa para que todos cerremos las
puertas en señal de duelo? ¿Ha llegado un Obispo y la comisión
visita a los ciudadanos para que éstos engalanen sus balcones?
iQué ocurre? Esta comisión está compuesta por cinco, seis seño-
res. No es comisi6n fúnebre por ue sonrie alegre; tampoco se rela-
ciona con la llegada de ningún 8 bispo porque la akgn’a es extre-
mada, y, por lo tanto, impropia para una autoridad episcopal.
No hay fiestas de barrio ahora. San Roque pasó, San José no
ha llegado, la Naval ha pasado asimismo. Esta comisión no puede
ser tampoco de ésas que sc forman en los barrios y corren la ciu-
dad con un niño regordete de escayola en los brazos. Esa comi-
sión terrible, son empleados que se echaron a la calle a pedir un
aguinaldo de Pascuas.
Estos hombres hacen todos los años unas tarjetitas deseando
felicidades a otros señores que probablemente son antipáticos, pe-
ro que tienen unas cajas de hierro y al recoger la tarjetita y guar-
darla en esas cajas entregan en cambio un billete de cinco duros. Si
no entregan este billete, sino dos duros o tres, los empleados recti-
fican de palabra los deseos impresos en la tarjetita. Salen diciendo:
*Mal rayo te parta hijo de perro».
.¿Y cómo deseando tantas felicidades en un momento, puedes
trocarse estas ansias delicadas por deseos de una muerte fulminan-
te? iEs que realmente no desean esas felicidades o las están de-
seando hasta tanto no se compruebe si es digno de felicidad el
hombre que da los dineros ? iY por qué se ha de desear más felici-
dad al hombre que da veinticinco pesetas que no al que dé diez?
¿No es justo que éste como más pobre debe ser acreedor a más
felicidades?
iAh! Nosotros vemos esta comisión por las calles y sentimos
una vaga melancolía. No, no es posible encauzar a estos hombres
que no sienten el pequeño pudor de pedir aguinaldo a personas
extrañas. Todos estos hombres viven de la Providencia, del azar.
Ellos’no podrían nunca hacer nada serio en la vida, si desaparecie-
ra este consuelo del aguinaldo. Comprendemos que los jefes de
estos hombres remuneren sus servicios con un extraordinario cada
año, pero no entendemos que los hombres de la calle estén obliga-
bes a soltar sus duros en beneficio de estos seres de la tarjetita.
Este año, sin embargo, las comisiones parecieron menos. Aca-
so la gente comprende, al fin, que la felicidad no es de este mun-
do.
[H. M.]

371
SIGUEN LOS AGUINALDOS
Ayer hemos tenido que ir al Juzgado a declarar. Utf señor, al
parecer portero, nos ha visto por primera vez y nos ha dicho: «Que
tenga usted muy felices Pascuas».
¿Por qué este hombre nos dcsca estas felicidades? Nosotros nos
hemos encontrado estos días con muchos amigos, con amigos de
infancia. Ninguno nos ha’ deseado felicidades. iEs que nuestros
amigos. nos aman menos que aquel señor del Juzgado? Esto es
espantoso.
Porque luego hemos llegado de visita por primera vez a otra
casa y el criado que tampoco nos había visto nunca nos ha deseado
también felices Pascuas. Nosotros, invoiuntariamente, hemos lle-.
vado la mano al bolsillo; pero no hubo tiempo de sacar ninguna ;
moneda. El dueño de la casa llegaba en aquel instante. Y después, E
8
al salir, ya no nos encontramos con valor para pagar aquellas felici- d
dades. Ciertamente las felicidades no se pueden pagar con nada en
la vida.
Mas no para aquí nuestra dicha. Nosotros recibimos un periódi-
co. Es casi natural que el que lo lleva nos desee todas las bienaven-
turanzas posibles. Pero el que allá, en el fondo de un sótano le da a
la máquina, es absurdo que se acerque a nuestra casa a felicitarnos.
Toda nuestra vida ha sido un pequeño tejido de amarguras, de
sinsabores, de contrariedades.. . Cada año hacemos un balance po-
co agradable. En el borde del año nuevo oteamos el porvenir.
Nunca lo vemos risueño. Pero desde la fila del otro año miles de
voces nos gritan: «Felicidades para el nuevo año.» Y corre el año y
a su fin vemos que han perdido su buena voluntad los felicitadores.
Somos como esos matrimonios que festejan estrepitosamente sus ;
bodas y a los que sus amigos dan miles de enhorabuenas... y des- g
pu& se tiran los trastos a la cabeza con enhorabuenas y todo. Las E
felicidades y las enhorabuenas deben darse cuando uno ha sido
feliz en la vida.
Pero nadie dcsca nada bueno. El hombre está desean& que el
semejante reviente. Finge que lo ama para darle más certero el
puntillazo.
Estos deseos de Pascuas y de alegrías de hoteleros son para los
prestamistas y los negociantes. Ellos se alimentan de la vanidad de
los demás, que completamente convencidos de que se divierten
gastan duros y duros en honor de una felicidad cursi y reglamenta-
ria.
Deseemos otra cosa. Salud. Fraternidad. Procuremos rebajar
los huevos y demás artículos y no seamos tan mentecatos.
[H. M.l

372
NUEVO AÑO
Probablcmcntc, a estas fechas SC habrán escrito por lo menos
49 artículos líricos en toda España, sobre este tránsito del año 1923
y el advenimiento de 1924. Todo el mundo cree, realmente, que
hay cambio de años y lo que es peor que se divierte mucho en el
instante en que el año viejo roza con su manto los bordes de su
tumba inmensa. La gente llama «divertirse», a meterse en unos
salones de bailes calurosos y llenos de luz violenta, a dar en esos
salones unos cuantos estúpidos brincos, y a cambiar frases ingenio-
sas por el estilo: «Un horror, los chicos y las chicas, ¿quC plan
tienen?» «Fulano y Fulana se han cambiado anillos», etc., etc. Al
día siguiente de este espectáculo tan virgiliano, los «chicos» y las
achicas-, con las caras pálidas del ajetreo nocturno, lns pies moli-
dos de los brincos de tití que han estado dando toda la noche, y el
estómago ardiente de las porquerías hoteleras, exclaman en un
lánguido suspiro, prerrafatlico: NiBien me divertí anoche!»
La gente ‘no se divierte nunca. No existe más que esta palabra
de un concepto abstracto que han hecho lugar común unos pisaver-
des de caderas helénicas. La palabra trae siempre de arrastré, al
concepto. La gente piensa en la palabra y la colocan al acto, sin
sentir, en lo verdaderamente profundo del espíritu, la verdad de
esta diversión. Porque no es divertirse, claro, esforzar la naturale-
za a un artificio perjudicial y desagradable.
La gente cree que hablar entre sí en un salón es divertido. Na-
da menos divertido que el diálogo humano. Nada más absurdo que
una diversión repetida, con iguales síntomas todos los años. La
diversión, como la alegría y el dolor, nacen del fondo espiritual, no
regularmente, como un almanaque, sino cuando al corazón, al hí-
gado o a cualquier otra porquería interior les da la gana. Esperar a
un año nuevo para divertirse, es como creer que las tres de la tarde
de un domingo es más divertida que las tres menos cuarto. Supo-
ner, además, que diversión, es eso del Marie Brizard, del Piper-
mint y del fox frof con jamón planchado, es como si nosotros Ila-
máramos dolor inconsolable, para nuestra vida, a la muerte de una
emperatriz mandinga.
Y en una ciudad donde los tíos vivos han muerto, donde todo
tiene ese color ocre de las malas digestiones, donde no hay más
que sombra de Caín por cualquier lado, donde la gente, bajo esas
luces de los círculos se dedica a desollarse mutuamente y a desollar
a la parentela, la diversión es una cosa tan anacrónica y tan lejana
como un meriñaque.
Llenos de rencores, de envidias frívolas, de ansias de espectá-
culo, toda esa gente se revuelve a fin de año. Husmeándose los
trajes, sonriéndose de los demás que bailan menos o que se pusie-

373
ron un color cursi encima, esperando a que los conviden al restau-
rante y alardeando los anfitriones de su convite, retorcidos, malhu-
morados, dkbiles y tontos de las volteretas, se pasan la noche final
del año. Y cuando hacen recuento de todas estas sensaciones men-
guadas, dicen: iBien nos divertimos!
iDivertirse es odiar?
[H. M.]

REYES.. .
Seguiremos con las crónicas ocasionales. Ya vimos como ayer
la prensa local daba la noticia telegráfica, que nosotros presumía-
mos. Todos los periódicos celebraban con artículos líricos el nuevo
año.
Vamos hoy a continuar la parranda porque ya no queda sino un
día que conmemorar: Reyes.
Los &íos salvan este día y el ser magos los reyes que se conme-
moran. Por otro lado, es tan vana esta fiesta como sus otras dos
hermanas pascuales.
El juguete es algo gentil, pero el juguete que se rompe y es
gracioso, no ese juguete pretencioso y serio del piano grande, de la
muñeca lujosa, que los niños no pueden coger nunca y que al fin va
a parar al rincón cursi de una sala de visita. Y como de los niños
nada que no sea canto y ritmo se puede decir digamos algo agresi-
VO de estos juguetes estúpidos.
Hemos pasado por la calle mayor. Los escaparates estAn llenos
de juguetes. Hay lugares con los juguetes de lujo. Y he aquí, que
vemos una tienda de juguetes, grande, mayor que un niño. Cl niño
se aterra ante esta tienda; los papás que por estridencia de nuevos
ricos compran esta tienda asústanse también y no pueden tolerar
que el niño toque esa rienda. La alegrfa del día se trueca en asom-
bro; el niño se queda estupefacto ante esta tienda, tendiendo los
brazos como para coger una luna remota.
El día de Reyes es un día generalmente triste por falta de espi-
ritualidad de los padres. Ninguno sabe en qué juguete se oculta la
alegría y la gracia infantil.
Esa otra muñeca grande de pisa y de encajes ricos, con cara de
guayaba y expresión de imbecilidad, es casi siempre como la hija
de esos hombres brutos que la escogen para.regalo de reyes. Y ese
piano enorme que no se puede romper de un puñetazo, es como la
negación de toda música, ridícula parodia burlesca de los bellos
pianos austeros. Anematicemos estos juguetes pedantes, fríos y

374
cantemos una pequeña canción al juguete libre, gracioso, liberal.
iOh, esos osos rubios con cara de amigos de la infancia, y esas
muñecas japonesas de trapo, que saltan como pelotas y tienen una
eternidad de dos meses! Todos estos juguetes que el niño aprieta
entre sus manos, sin dejar de sentir la blandura y el calor de sus
manos, deben ser condecorados con una cruz nueva, cruz que per-
petúe la verdadera y simple alegrfa de este dla maravilloso.
Abramos las ventanas de nuestros hijos y que en ellas se en-
cuentren estos juguetes que se cogen todos juntos en los brazos
infantiles, juguetes sin peso como la alegría, y el azul de la mañana
de Reyes inolvidable.
[H. M.]

YA NO QUEDA NADA...
m
Ya no queda nada que comentar de cosa lírica; pasado mañana t
s610 quedará en la ciudad un lunes gris, un poco derrotado como 5
esos Mitrcolcs de Ceniza, a los cuales se arroja, como a un patio
viejo todos los papeles sucios y el polvo del Martes de Carnaval.
Nada más triste que este día de después de Reyes; los juguetes
han perdido ese rayo de sol que tienen oculto el dfa famoso y hasta
los niños parecen ya un poco desilusionados ante los juguetes. To-
da cosa lograda tiene después el mismo color. Acaso la muerte,
pasadas las 24 horas terribles, adquiera una indiferencia y un olvi-
do igual.
La alegrfa es un instante breve. Y nunca tiene recuerdo. Incier-
ta es esa verdad que corre de recordar alegre los dias felices. Leo-
pardi que no los tuvo nunca, hubo de cantar este recuerdo, sin
embargo. Y era que lo anhelaba.
El recuerdo de la alegria es triste, porque recordarla es ya no
estar alegre. El niño pierde este recuerdo y aquí está su mayor
alegría. Nosotros, un poco niños todas las horas, en el sentimiento
no podemos, empero, olvidar. Pasan hoy los días libres ante nues-
tros ojos y sentimos la nostalgia del pasado. He aquí cbmo pode-
mos asegurar la tristeza del Miércoles de Ceniza y lo que es terri-
ble, la tristeza de ese alegre y blanco Sábado Santo. ¿Por qué para
nosotros aquel jueves y aquel viernes de dolor humano tienen
siempre un recuerdo de dulce alegría?
Alegria es libertad, y hoy para nosotros los días tienen un pro-
longado y melancólico cariz.

375
Antes de que llegue el lunes de despues de Reyes, preparemo-
nos a recibir su amargura. Quizás dejando los juguetes para este
día logremos atenuar la amargura, porque ya el martes tendra sola-
mente un débil reflejo del lunes y se perderá su recuerdo más
pronto. Matemos siempre el día amargo. No derrochemos todo
nuestro humor el día alegre; guardemos un poco de alegría, como
se guarda un poco de turrón y algunos pasteles.
Nada más rico que este turrón fresco fuera de rito.
[H. M.J

EL 13
Al fin hemos podido comprobar la tragedia de este número.
Silverio Lanza lo había asegurado seriamente así, hace muchos
años: el 13 es fatal; puedo probarlo -decía- como son fatales
desde el 1 al 31 del mes.
Este 13 de Enero fue para nosotros espantoso: un amigo aplas-
tado; un tartanero con varias costillas fracturadas; un señor que
muere repentinamente en la calle; tres hombres jóvenes que pier-
den la vida de un modo absurdo, casi estúpido.
La gente no pensaba sino en el 13. iTuvo algo que ver este día
con las tragedias?
La superstición es una cosa respetable. Para mí un hombre su-
persticioso es un vidente, casi. Y siempre que este hombre teme el
misterio, el misterio aparece. El misterio es como la luna y ese
raro cambio de tiempo que en medio de la calle nos deja descon-
certados. ¿No habéis salido sanos, contentos de vuestras casas y de
pronto antes de llegar a una esquina cualquiera no sentfs como una
cosa extraña que se entra en vuestro cuerpo? Es un catarro, es el
amago de un colico porque el tiempo imperceptiblemente ha cam-
biado. ¿No ha de haber para el espíritu un cambio semejante?
¿Por qué.la fatalidad no ha de ser como esa luna estúpida y desa-
creditada que trastorna todas las cnsas fiskas?
El hombre supersticioso es Un hombre aprensivo. Nos reímos
de los hombres aprensivos y siempre estos hombres tienen razón
en sus aprensiones. Ellos se sienten un desorden físico que al fin es
una amarga realidad.. . . El hombre supersticioso siente rodar el
misterio en su torno y a veces por esta aprensión logra evitarlo. El
despreocupado de alma es como el despreocupado de salud. Este,
paga duramente un dfa su descuido; el otro es aplastado de impro-
viso por la sombra.
376
No nos sentemos en una mesa donde sean 13 los comensales;
apaguemos la tercera luz, en el lugar donde haya tres luces encen-
didas; no hagamos jamás bailar en una pata una silla; no nos case-
mos ni nos embarquemos los martes y cuando llegue el día 13, ese
terrible día 13, escondámonos en una cueva huyendo del destino,
sintamos pasar sobre nuestras cabezas el día, preparados para el
tránsito. Si rebasamos estas horas malditas del 13 hagamos lo mis-
mo el 14 y el 15. Porque es cierto, sí, lo que dijo ese amable amigo
don Silverio, que ya no puede temer a los días; todos los días son
fatales: desde el 1 al 30.
[H. M.]

EL CONVALECIENTE URBANO
El ciudadano P. ha estado enfermo unos dlas más de los debi-
dos. La prensa dice tres o cuatro veces que el ciudadano está
mejorando. Y el ciudadano está mejorando. Y el ciudadano, sale
al fin a la calle con la mejor buena fe del mundo a reponerse.
El ciudadano se repone en el parque, en el muelle; da un pe-
queño paseo al Puerto, y vuelve a su casa, con una nueva, extraña,’
abrumadora enfermedad.
En la plazuela observa que los zánganos de costumbre lo miran
insistentemente. Y el ciudadano se dice: «iCaray! debo tener toda-
vfa’mala cara!»- Al dar la vuelta a una esquina se topa con el
señor Pérez 9 con el señor Garcia que no sabía nada de su enfer-
medad. -iHola señor P.! ¿Ha estado usted enfermo?» Y el ciuda-
dano se aleja caviloso: «Sin duda, se me debe conocer la enferme-
dad en la cara».
Y entonces siente que los pantalones se le aflojan y que los
hombros se le meten más todavía debajo de la americana. Mírase.
el ciudadano las manos y ve, con unos ojos turbios, cómo las ma-
nos se le afilan, manos de cinco estiletes de marfil largas, largas.
El ciudadano prosigue su camino; se pasa la mano por la cara
como para disimular la delgadez natural de su rostro; entierra el
pescuezo en los hombros, para que la cara adquiera cierta gordura
artificial, momentánea. Pero aún así, oye a una mujer ordinaria
que al cruzar a su lado dice: «iJesús, c6mo está ese pobre!»
El ciudadano siente que su sensibilidad ie afina, que sus oídos se
dilatan, y oye, cómo un amigo lejano le dice a otro: tiHombre, he
visto a P. No me gusta nada.»
El ciudadano, va a casa del médico. a ver cómo sigue su salud.

377
Entonces el médico está ocupado. El ciudadano espera en un de-
partamento lleno de mujeres gordas, saludables que esperan tam-
bién al médico. El ciudadano SC sienta tembloroso, asaeteado por
los ojos de aquellas mujeres terribles, que parecen alegrarse de
verlo menos saludable que ellas. siSi este señor está así -dirán-
tan pálido, y anda, nosotros no tenemos nadaN. Cuando le toca el
turno al ciudadano y éste entra en el despacho del médico oye una
voz tras de sí que exclama: «iEl pobre!»
La convalecencia es más amarga que la enfermedad. Nosotros
hemos visto en la cama muchos señores que estaban más gordos
que cuando salieron a la calle. La convalecencia urbana es una
enfermedad nueva, terrible que el ciudadano no quiere compren-
der. ;
El hombre es naturalmente feroz, y cuando ve a un prójimo g
debilitado saca a relucir su compasión que es una de las formas 6
más crueles de la perfidia. La convalecencia en la calle es una re- d
caída. El ciudadano P. ha vuelto a su casa, a pesar de su muelle y
de su parque, en un estado lastimoso.
Su mujer le dice agobiándolo: «Estás peor. Tú has fumado; tú
te has puesto a discutir en la calle; tú has tomado café. A mí no me
lo digas. iSi estas lívido!» 5
Y el ciudadano cae de nuevo en su cama, hasta que la convale- 5
cencia pase. Todo el mundo cree que es una recafda: el médico
mismo le receta desinfectantes y antisépticos y vuelve a poner a
dieta al ciudadano. Y ninguno sabe que es la convalecencia que no s
debió el enfermo, por ningún concepto, pasear por las calles entre i
d
tanta gente estúpida. E
El convaleciente que no tenga dinero para irse a Los Frailes o a z
Moya debe alquilar una tartana, cerrar las cortinas, dejando un
pequeño ventilador para que el aire del mar penetre y le fortifique,
y a medida que los colores vuelvan, cuando el cachete derecho esle E
rosado, correr la cortina correspondiente al cachete derecho, y 50
cuando el cachete izquierdo se sonrose, abrir la cortina que corres-
ponde a este cachete. Pero es conveniente continuar en la tartana
hasta que los goznes de las piernas puedan permitirnos bajar y
subir de la tartana con la ligereza de un pariente encargado de
arreglar los menesteres de un entierro.
[H. M.]

378
RECETAS AMBULANTES
Don Juan ha estado indispuesto unos días y al salir de su casa,
se encuentra con don Pedro, y aunque don Juan hace como que se
suena la nariz, para que don Pedro no se percate de su palidez,
éste le dice: «Ya me he enterad6 de que estuvo ustéd con tal cosa».
Y como don Juan, para atajarlo contesta: «Sí, pero fue casi na-
da», don Pedro le suelta a boca de jarro este discurso:
«-Meterse en manos de médicos es no ponerse uno bueno.
Los médicos no saben una palabra. Usted se podía haber curado en
tres días.»
-«Pero -interrumpe don Juan- pero si no he estado enfer-
mo más que tres días.»
-«No importa -contesta el amige hubiera usted estado día y
medio., .» Y en una terrible transición afiade: -¿Usted ha comido
tunos colorados? Para eso no hay cosa mejor. Vino aquí un señor
de Gomera muriéndose de eso mismo. El hombre, desesperado de
andar entre los médicos del grupo occidental, decidióse a consultar
los del oriental. Pero no fue nunca a consultarlos. Antoñito el de
los caballos le dio la receta. Veinticuatro tunos colorados en ayu-
nas. El gomero se comió los tunos y cuando volvió a la Gomera,
toda la gente se quedó asombrada. Pruebe usted a tomarlos»Y don
Juan contesta: «Pero si estoy bien sin tunos» -Y don Pedro aña-
de: «Le parece a usted que está bien; cualquier día le sale la cosa
de nuevo...»
Don Juan se aleja, cabizbajo, dudoso. El hombre poriograr la
salud es capaz hasta de comprar un chalet en las Alcaravaneras.
«iQué hacer?» -dice don Juan. «¿Tendrá razón este hombre?» Y
cuando tropieza con otro amigo le pregunta: «Hombre, me han
dicho que para eso que yo tuve son buenos los tunos colorados?»
-Y el amigo responde: «Yo lo he oído decir.»
Y tan emocionado va don Juan con esta medicina de los tunos,
que sin él saberlo siente un recóndito deseo de recaer en su enfer-
medad para utilizar los tunos.
Y recae. Pero, por si acaso, llama al médico y aunque el médi-
co lo quiere disuadir recetándole otra cosa, luego que el médico se
va, empieza en la casa de don Juan un familiar lío por la historia
de los tunos. Y la mujer dice: «iPues ya tú ves como Fulanita ‘con
los tunos se curó!» Y la hija añade: «Una niña que está en mi
colegio tomó tambibn tun0s.B Y el hijo aduce: «Don Fulano, el
tenedor de libros de la oficina, no comió otra cosa y ya tú ves,
como no le ha repetido.»
Y cuan& la nock~~lk~a y las vis& aparecen no se oye en la
conversación más que la loa de los tunos colorados: «No hay nada

379
como eso». «Yo no quiero otra cosa que tunos colorados» «Juani-
to, usted no sea majadero y cotia los tunos«
Y he aquí, entonces, cómo don Juan se va poniendo rojo y
picudo como si en vez de comer los tales tunitos, fuera él un pro-
pio tuno, colorado.
MORALEJA.-No hagáis caso de los galenos. Para tal enfer-
medad, tunos colorados y para las almorranas, basta con ponerse
uno un pedazo de lacre en el bolsillo del pantalón.
[H. M.]

EL CHALET
He aquí a nuestro distinguido amigo eI señor Calcines, per-
plejo. ¿Quk le pasa al señor Calcines? Pues que ha comprado un
solar en las Alcaravaneras.
Sin embargo, no es motivo éste de perplejidad ninguna. Lo
fuera, y muy agudo, si el señor Calcines no tuviera en la Ciudad
Jardín, solar alguno.
El señor Calcines ha comprado un solar, porque ha querido
tener un rasgo de compañerismo. Aquí, la competencia no es más
que compañerismo. Ocúrresele a un indígena pontx establecimiento
de manises, y el coterráneo, que lo ve prosperar, sentirá en el acto el
compañerismo. Es como un sindicalismö al revés, que la gente ca-
lifica malamente sin advertir la frescura mental que estas imitacio-
nes representan.
El sefior Calcines ha visto cruzar la ciudad a muchos señores
con sti solar en las Alcaravaneras a cuestas y ha pensado: es preci-
so solidarizarse con estos amigos. Y así va y compra un solar y
luego dice, alargando la boca solemnemente, que a tanto elmetro.
El ideal de la señora de Calcines era un piso principal en la
calle de Triana, pero ya la calle de Triana no es distinguido ni
acomodado: ahora son las Alcnravanerns. Un solar cn las Abra-
vaneras es como un venerable tío en La Habana. El solar, sin mo-
verse va subiendo, subiendo de precio, y si por cualquier eventua-
lidad el señor Calcines no puede fabricar su chalet, puede vender
el solar al doble de lo que le ha costado. Este es el propósito indus-
trial.
Pero la señora quiere chalet: propósito chic. Ella quiere trasla-
dar los duros cojines de seda pintada que tiene en su sala, en esa
sala, donde al pie de unas consolas modernistas vemos lucir las
rosadas caparazones de unos caracoles, quiere trasladar sus cojines
a un clima más saludable. Probablemente con el deseo de ablan-
darlos.

380
La señora de Calcines, quiere lucir el tapiz de la golondrina en
un ambiente más elegante y quiere que la ampliacibn de la Sevilla-
na, que tiene de su marido -bigotes largos, y por el crayon endu-
recidos- se vea desde uno de los caminos ingleses. Ella piensa que
su marido es casi británico porque le lleva los libros a Mr. John o a
Mr. James, asimismo de Alcaravancras. Y como estos deseos son
expresados de un modo vehemente, el señor Calcines tiene que ir
dejando en su propósito industrial un hueco al propósito chic de su
señora.
Y fabrica su chalet y todos se quedan tan contentos menos el
pobre Ford, que ha de levantarse desde las siete a empezar sus
funciones de trasladar a la ciudad a Mr. Calcines, a su señora y.a
sus niños -oficina, martes de San Jose y colegio.
Hagamos todos como el señor Calcines un chalet en las Alcara-
vaneras. Procuremos que los señores Calcines, Robainas, Chirinos
y Fleitas de la industria local se vayan a vivir a las Alcaravaneras,
porque ya se nos estaba haciendo un poco pesado ir a pasear allí, y
como no hay otro sitio de paseo, solo nos faltaba el pretexto para
decidirnos.
[H. M.]

VANIDAD INFANTIL
Hemos leído que estos días de Carnaval se celebrarán bailes
infantiles. Habrán premios para los mejores disfraces y juguetes
ínfimos para los que no hayan logrado el laurel.
¿Qué es esto? ¿Por qué no hemos de acabar con tan perniciosa
costumbre? El baile de sociedad es desde luego una estupidez: co-
sa únicamente apreciada por unas señoritas tontas y unos cuantos
botarates de calcetín blanco. Celebrar un baile de niños es propa-
gar la estupidez, y dar premios por los mejores disfraces, fomentar
esa vanidad terrible que no nace del valor íntimo del hombre, sino
del aparatoso figurar en sociedades: cosa femenina, pero de una
feminidad la más vana o hueca.
Pobres niños. Generalmente las mamás de los niños de disfraz
son unas personas de modesto gusto. Y así vemos cómo les ponen
unos tricornios de peluche, unas casacas verdes y unos sables da-
masquinados. 0 bien los visten de Felipe II o de Luis XVI. Los
pobres niños tiesos, rígidos, avanzan por un salón sin saber concre-
tamente qué significa aquello. En tanto cada mamá disputa su dis-
fraz por el más glorioso. Y cuando llega la hora de los premios
unos señores de igual gusto que las referidas mamás van colocando
diplomas sobre los niños más engomados. Y los niños, sienten en
381
el fondo de sus espíritus como un pequeño y regocijante hormi-
gueo: es la vanidad que luego se hincha en magnificencia ante unas
matriculas de honor: premios también de otros disfraces menos
gentiles.
Sí, sí. Nada hay más grotesco, más cursi que estos bailes infan-
tiles donde no bailan los niños. Acabemos con esa gran tontería.
Pongamos otra alegría más elástica en los niños y no les demos
gusto a esas mamás aficionadas a disfrazar en Carnaval sus niños.
Y como nunca hay disfraces verdaderamente infantiles, hasta la
gracia ingenua que pudiera el baile tener desaparece. Las caras
rubias de los niños se entristecen y se angustian bajo estos sombre-
ros de tres picos que son adornados con el resto de un corpiño
maternal o con la antigua manteleta que las mamás se ponían de
salida de teatro en los tiempos de la Droz.
¿Por que es Felipe II ese niño rubio, luminoso? iPor qué esta
otra niña dorada y fina, luminosa también, es napolitana? ¿Y
aquel niño Cupido que aún está en mantillas, por qué va vestido de
monigote? ¿Qué gracia tiene aquel bárbaro Rey? iDónde está la
napolitana de marfil y oro ? ¿Y qué gentileza es la de un monagui-
llo?
Protestemos de los bailes infantiles, de las mamás que aceptan
estos bailes infantiles y de las sociedades que aún no se han entera-
do...

ROBAINA DE PIERROT
El primer ciudadano que se viste de disfraz en los Carnavales,
es Robaina. Robaina es el disfrazado indiferente que va de tienda
en tienda sin beber, entretenido con las tartanas que pasan... Su
traje es un Pierrot verde con botones rosados; su máscara medio
antifaz amarilln.
¿Por qué Robaina se viste así, si no ha de divertirse? ¿Por qué
va solo? Robaina es el más respetuoso hombre de la sociedad. El
cumple con la sociedad como con la iglesia. Todos los años se viste
de Pierrot y todos los años comulga en el seminario. Si pasara un
Carnaval sin disfrazarse, Robaina sentiría la terrible superstición
del hombre ca’ólico que no confiesa un año. Robaina sale por las
calles cumpliendo un rito. Si no existieran estos Robainas, los Car-
navales perdería? las únicas notas de color de que disponen.
Robaina acqmpafia B una familia amiga al baile de «Arte y De-
porte», de «Fraternidad, y se sienta en un rincón con un pedazo de
serpentina enlazada a un dedo. Allí se está hasta que la familia

382
amiga del barrio le dice: «Panchito, cuando usted quiera nos va-
mos.»
Y asi Robaina retorna al otro barrio, porque: si 61 es de San
Roque, va a los bailes de Fuera la Portada y si vive en Lugo, a los
bailes que dan en San Roque. Siempre los bailes de las sociedades
lejanas son más interesantes y divertidos que los de nuestra socie-
dad vecina.
Robaina enrollando un pedacito de serpentina tira hasta San
Roque con sus amigas, y cuando ya están cerca del Hospital, cuan-
do ya nadie lo ve, se permite hacer una gracia de Carnaval: hace
como que está templado, va dando traspiés como un maestro de
bebidas y en tanto las amigas ríen esta gracia pajiza Robaina grita:
iVivan los Carnavales!
tCuá1 es realmente el que se divierte los Carnavales?, Nosotros
creemos que es Robaina el único, porque es el que sabe imponerse
esta misión seriamente. Hasta para divertirse es preciso poseer
cierta seriedad. El Pierrot de Robaina es lo más Lrascendental de
los Carnavales. El pasa por las calles y nadie se percata de que la
verdadera emoción está oculta debajo de aquel Pierrot verde.
El domingo de Piñata vuelve a salir Robaina con su Pierrot, de
despedida. Entonces le falta un botón, el último de los pantalones,
el que va a ras del zapato.
Las serpentinas se han enredado en este botón y él ha ido des-
prendiéndose poco a poco. Un pisotón de algún Fleitas bailarín ha
terminado con la existencia del botón.
Ya no queda nada del Pierrot de Robaina. Estamos en el ocaso
del domingo de Piñata. La tela del Pierrot que es de esa «encala-
da», ha ido transparentándose; el peso de los botones contribuye a
este desmoronamiento; a la madrugada, retornará hacia Lugo o
hacia San Roque el gentil Robaina destrozando entre sus dedos
como si fuera una flor el solideo de su traje.
Cuando ya no existan Carnavales y no haya memoria de ellos,
Robaina seguirá vistikndose de Pierrot, envolviendo su pequeño
espíritu con ese traje verde de platanera adornado con unas bolas
de rosa pálido.
Saludemos desde estas columnas el Pierrot de Robaina, mante-
nedor invariable de estas fiestas incomprensibles y estridentes.
[H. M.]

383
FLEITAS ROBA UN LIBRO
Fleitas nació en la pequeña isla y una vez puesto en circulación
empezó el hombre a escucharse sus inclinaciones. Pero no se oyó
ninguna. En cuanta cosa quería insinuarse fracasaba. Metiósc a
comisionista y tuvo que vender el muestrario porque lo engaña-
ban, dejándole de cuenta las mercancías otros Fleitas más viejos y
más duchos que él. Luego puso una tienda y como no sabía valori-
zar facturas perdió el capital que puso en el negocio. Y así pasó de
comisionista a tendero y de tendero a procurador.
Hasta que un día hallóse en un establecimiento de libros y
mientras el dueño volvía la espalda al mostrador, Fleitas sintió que
alguien invisible le agitaba la mano hacia un estante donde lucían
apiladas una buena colección de obras. Fleitas, alargó la mano y
sin poderlo evitar cogió del estante un libro y se lo metió en el
bolsillo sin saber cuál libro era.
En la calle ya, sintió, por fin, un pequeño ruido interior, algo
así como cuando tiene uno algunas flemas paseando en los bron-
quios, y Fleitas pensó si aquello eran las consabidas inclinaciones.
$91 misión en la vida consistía en robar libros? ¿Y qué iba él a
hacer con aquellos libros si jamás fue aficionado a lecturas? -En
casa ya, sacó del bolsillo cl libro robado: era un segundo tomo. Lo
arrimó en el cuarto. Después, fuese a la calle, como aligerado de
una honda y casi atávica preocupación. iHabía encontrado su ca-
mino?
Y volvió otro día al establecimiento y repitiendo la operación
llevóse otro libro: era un tercer tomo. No importaba. El placer era
llevarse el libro; los cogía a tientas, en tanto el dueño le buscaba
un tintero o un lápiz. Llegó a llevarse veinte libros y nunca acertó
con un tomo suelto, independiente: siempre eran continuaciones
de una obra que él, después de todo, no había de leer jamás. Los
robaba con fruición y aunque ni de pasto espiritual le servían, des-
pabilóse el ánima hasta el límite, y ‘así fue como Fleitas llegó a
descubrir las inclinaciones que habían de hacerle todo un hombre.
La gente pareció distinguirle más. Al menos Fleitas notaba co-
mo una sonrisa admirativa en la gente, como una atracción maravi-
llosa de casta idéntica: tal el arranque de un blanco, hacia otro
blanco que descubriera entre una tribu de mandingos.
Fleitas sentía su cabeza liviana, sin pesadumbre; engordó su
cuerpo hasta una proporción propia para cadena gorda de reloj;
los amigos le saludaban como a un igual y hasta se percató de
todas las cosas que le habían hecho cuando tuvo que vender el
muestrario.
¿Qué razón misteriosa había para este cambio de Fleitas? ¿Qué

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cosa lo hizo, listo? ¿Vue cosa le sacudió la mollera tan radicalmen-
te?
Fleitas era como un niño inexperto; miró la ciudad y no vio
sino el color de la ciudad. Sentía en sus manos un hormigueo ex-
traño, inverosímil, pero un día, instintivamente como el niño se
agarra a un barandal por miedo a caerse, Fleitas se agarró a un
libro ajeno. Y esta fue su tabla de salvación.
Su cuarto hoy está adornado con segundos y terceros tomos
encuadernados, él tiene establecimiento de sedas y está rico, pero
al dulce, al amable libro que le enseñó por el forro la ciencia de la
vida isleña, no se digna echarle una ojeada.
[H. M.]

BIS
Esta fiesta del domingo de Piñata, es una fiesta cansada. El día
adquiere un color de disfraz desteñido o de copa turbia que no se
ha lavado, que conserva aún el resto del vino y el vaho de la boca
carnavalesca que la cató.
Es el día que tenemos para comprender cuán aburridos y absur-
dos son estas carnestolendas. En domingo de Piííata entendemos
mejor la fatiga y el ridículo de los tres días pasados, porque como
es un día frío, sin el calor de la locura, pero con la pretensión de un’
Carnaval rezagado, nos vemos en relieve Ia estupidez, una estupi-
dez casi desusada a ftierza de caCrsenos al suelo el tardío afán de
volver a divertirnos.
Ya no hay-caretas el domingo de Piñata, es como un Día de
Difuntos de los Carnavales: todo el mundo parece que retorna a su.
casa con el antifaz en la mano como si fuera la corona de trapo del
día lúgubre.
Es un día sin cascabeles, la diversión parece dormir en los por-
tales de las casas, beoda, como los golfos del aguardiente. Nunca
se hacen planes para el domingo de Piñata y hasta el consabido
baile de la víspera es un baile de remordimiento.
Casi sería una profanación divertirse este segundo Carnaval,
seco, en medio de unos dias de cuaresma, esos días que son como
de alivio de luto, medio sonrientes, medio graves, pero nada es-
candalosos. Y hasta la piñata, esa bobería de romper una piñata
con los ojos cerrados, es de una gracia trasnochada, antigua.
¿Por qué se rompe’ esta piñata? &)ué razón gentil existe +àra’
un espectáculo tan impropio? -La gente ciega da palos en el aire:
alguna vez acierta y sale un premio. iEs que quiere esta fiesta
representar la vida ? ¿La vida es un continuo dar palos en el aire,
385
sin premio? ¿Y el hombre que acierta, es el merecedor al premio
‘de la piñata?
Veamos. El hombre que acierta y gana el premio es un idiota.
Ningún hombre sensato da en la vida palos en el aire; ningún hom-
bre prudente comete la tontería de ponerse a romper una piñata en
medio de un salón. Son los elegantes, los pisaverdes, los que cogen
el palito, los mismos que en la vida aciertan, porque para acertar
nada como tener los ojos cerrados. En tanto más los abrimos más
se nos pierde el horizonte deseado.
Cerremos los ojos, cerremos la mollera; cojamos un palo; ejer-
citémonos en sacudir el aire. No perdamos la esperanza de en-
contrar una piñata que estalle al impulso de nuestro golpe.
Así nos haremos discretos, acaudalados y así podremos des-
pués, llevar con cierta tranquilidad nuestras hijas a los bailes para
que rompan la piñata de juguete.
Pero no amemos el domingo de Piñata, este «bis» fatigante, do-
mingo gangoso y como traído a rastro por los últimos trasnochado-
res del Martes de Carnaval.
[H. M.]

COSAS DE INDIOS
Cuando nosotros vemos a un señor que cabizbajo mira un esca-
parate cualquiera, decimos: este señor terminará por comprar una
cosa de los indios. Y si compra una cosa de los indios es que tiene
un amigo que se va a casar.-Las cosas de los indios son corno unas
indulgencias plenarias al hombre, que religiosamente, busca un re-
galo en otra tienda y no lo halla. Todo el mundo sabe, que al fin
de la jornada, los indios solucionarán el conflicto.
Una señora piensa comprar una vacija de cristal para una serío-
rita que contrae nupcias; pero la vacija no le hace tilín; lo que le
hace tilín es la vacija de metal de los indios; por lo menos un tilin
sin temor a rajaduras. Y desput% de catar todas las vacijas cristali-
nas acaba por adquirir la de metal, que siempre es un cubremace-
tas hiperbólico. Todas las demás señoras, compran asimismo esta
vacija para el regalo y así la sefiorita obsequiada puede decir encan-
tada y jovial: iMe regalaron tantas cosas de los indios!
Toda la gente dice siempre estas palabras: cosas de los indios.
Todos hemos hecho alguna vez un regalo de casa de los indios, y a
nosotros también nos han hecho un regalo de los indios.
Una tarde usted estl sentado en el Club y de pronto oye a su
lado decir: los indios han traído preciosidades. Y al día siguiente se
encuentra usted un amigo que le dice: Acompáñeme a casa de los

386
indios que han traído cosas preciosas. Tengo que hacer un regalo.
Otro día lee usted la lista de regalos de una boda y en ella
encontrará usted profusión de cosas de los indios, y si oyera usted
a la familia de la desposada después: las cosas de los indios resuel-
ven todas las cosas. Así se ve uno libre de polveras de cristal y
plata.
iQué regalar a este médico! -exclama usted otro día-. Y su
mujer le dice: cómprale una cosa de los indios. Y he aquí como de
pronto ve usted en el despacho de un médico un extrarío buda de
marfil. Las cosas de los indios son como exvotos de toda la religio-
sa gente de la sociedad. -Me regaló aquel collar de los indios por
el que estaba loca- exclama una amiga vuestra refiriéndose a su
novio. -Ya son tantas y tan variadas las cosas de los indios que
hasta hay boquines de Calcuta o de Bombay, en esas bocas insula-
res de por ahí.
El regalo de los indios siempre deja bien a uno. No hace falta
tener gusto. Los indios lo tienen de antemano por usted. Los no-
vios y los médicos que nos curan gratis pueden dormir tranquilos.
Ya se acabaron los centros de mesa de bronce, representando la
primavera y las mantequeras de cristal con soporte de plata esterli-
na y los cojines pintados de golondrinas. Los novios y los médicos
ya saben que tendrán su regalo de casa de los indios si aquellos han
de casarse y los otros abren un vicntrt: gratis.
Saludemos a estos amables hombres del rostro cobrizo que han
venido a resolver un problema social terrible. Saludemos a las va-
sijas de metal y a los cofres de sándalo que con su gracia exótica
saben fingir el precio necesario para un regalo importante.
[H. M.]

LUCES CADAVERES
Pasamos. Son las diez de’la noche. Una ventana está entorna-
da. Viene de dentro una luz turbia, mortecina. Nuestros ojos se
meten husmeando por la ventana entreabierta. Vemos a una mujer
que hace vainica.
Seguimos pasando. Otra ventana entornada. Volvemos a bus-
car curiosos. Dentro, un hombre echado sobre un sofá lee un pe-
riódico.
Nuestro paseo continúa. Y así en una, dos, tres, cuatro, en
todas las casas, curioseamos. Y en todas las casas hay una luz col-
gando del techo, una luz lánguida y triste que alumbra a un hom-
bre o a una mujer silenciosos. ¿No se habla en estos cuartos deso-

387
ladores? Esos hombres y esas mujeres se encierran en ellos huyen-
do del diálogo natural. ¿Qué se hace en esas casas taciturnas des-
pués de comer?
Las luces penden muertas de los techos; bajo la presión tétrica
de estas luces los habitantes quedan como sorprendidos en la no-
che. Comen y se tienden o hacen labor mínima. La sensibilidad
queda atrofiada. Las palabras cuelgan fuera del alma de los habi-
tantes, como mariposas, en derredor de la luz. iHay un encanta-
miento de estupidez a esta hora?
Nosotros cruzamos la ciudad. La ciudad está sola, pero las ven-
tanas entornadas, parecen ojos bizcos que nos miran atravesados.
Por todas estas ventanas asoma la luz y se nota que en las habita-
ciones hay una gente callada, amulada sobre un sillón o sobre un
canapé. iDuermen? ¿Y si duermen por qué no se acuestan en sus
camas? Estos hombres son como sombras que se arrastran. Su
aburrimiento sale, como im vaho denso, pernicioso por las venta-
nas entreabiertas y se extiende por la ciudad. Esas luces de las
calles también turbias están así, por el vaho de estos hombres meti-
dos-en esos cuartos de luz tenebrosa.
Para estudiar el alma de la ciudad es la noche el momento más
propicio. Sobre otras ciudades tristes, lejanas, hay un pasado emo-
cionante y largo. En el silencio de estas ciudades, el ánima navega
dulcemente. Pero en esta ciudad cuadrada ¿quc5pasado existe?
Sí, sí. Existe un pasado sin pasado. La ciudad entera es un
pasado hueco, obscuro, alumbrado.débilmente por esos fuegos fa-
tuos ekktricos.. . *,Oh, estas ventanas de luz amarilla y estos zagua-
nes melodramáticos, como capillas sepulcrales!. . .
Así los hombres,, después, miran a plena luz con una mirada
pesarosa, degollada. El baño tétrico de la noche les da después
para la vida un aspecto espiritual rancioso...
[H. M.]

VIEJA OPERETA
El ánima acaba de salir contristada de un lugar de espectáculo.
¿Por qué todas las cosas van ya pareciéndonos viejas? Una opereta
suena a lejanía, a una lejanía, sin gracia y de equivocadas emocio-
nes. Estas operetas que imitan a las otras operetas, son como esos
perfumes catalanes que dicen pomposamente en su etiqueta: fór-
mula de la casa tal de Londres.
Hay unas princesas americanas, unos pobres millonarios que
cantan dúos, una sentimental historia en un salón vien&: frivoli-
dad anacrónica, música empalagosa y turbia...

388
Salimos. iEsto no era una cosa desaparecida? &a guerra no
habfa sepultado con las coronas austriacas estas operetas saltonas
de una vida ezrwarada? No. A veces creemos que la guerra fue una
enorme losa de porvenir; pero la losa no ha encajado en el hoyo,
por los resquicios del hoyo, todas las cosas ligeras, mínimas han
escapado. ¿Cómo no iban a salir estas ondulantes cursilerfas de 10s
valses vieneses?
Y sin embargo decimos: ¿Cómo estos valses han podido enca-
rarse con los fox trot de hogaño ? iCómo este público de opereta.
-señoritos en traje de recepción y pisaverdes esmaltados- ha lo-
grado avenirse con una languidez musical empolvada? Si el vals
tuviera rostro, pudiéramos verle asombrado, estupefacto, tapando:
se los oídos ante el descoyuntado ejercicio de baile actual... íViejo
vals, pero no tan viejo que tenga una pequeña emoción de recuer-
do! Viejo vals moderno, como esas ilustraciones de «La Moda Ele-
gante» del año 95, que no sirven ni para disfraz todavía...
Nuestra ánima salió reseca, dnlida. Fuimos porque ya vamos
necesitando recuerdos: los recuerdos son para el alma como unos
.parches porosos que la alivian. Y no vimos recuerdos, vimos ~610
una sensibilidad detenida y absurda. ¿Qué es lo cursi? LES cursi el
vals de la opereta por sí o somos los cursis sus oyentes?
LAquell era una cosa vieja o somos los viejos nosotros, que ya
nos cansa la luz excesiva, las ojeras pintadas, las perlas Kepta, y
las sillas de teatro?
No sabemos nada. Pero cuando aquellas tonterías con acompa-
ñamiento iban desfilando ante nuestros ojos, nos sentimos como si
nos metieran en un baúl de ropas viejas: nuestro olfato percibía
fuertemente ese crecido olor de trapos apretados en un baúl, peda-
zos de faldas, trozos de encajes mareados, pasamanerfas brillantes,
capotas escachifolladas.. . Nuestros oídos llevaron largo rato el rui-
do desesperante de un eczema, de una herida en la trompa del
conocido amigo Eustaquio.. .
Y la calle descendía sobre nosotros, las casas se unían por las
azoteas; cl horizonte urbano se prolongaba infinitamente... Y lejos
veíamos nuestra casa, como a la boca de un enorme tubo estre-
cho...
Todo es viejo; la gente no puede resistir lo nuevo decoroso.
Esto nuevo de hoy solo podrá interesarles cuando sea viejo. Acaso
un día, el primer día de estos valses, la gente no debió soportarlos.
Y sin embargo, desde el primer día eran viejos.
Pero la gente era más vieja todavía.
[Ix M.]

389
SENTIMENTAL
Tengo ganas de ser un poco sentimental. Voy a ponerme un
poco sentimental. Escojamos un rincón sentimental: esta vieja Pla-
za de Santo Domingo.
iPor qué esta plaza es más sentimental que otra plaza? ~NO es
más humana la de Santa Ana? ¿No tiene unos perritos que la ha-
cen más viva? ¿Y la Alameda de CoMu? ¿No pasean de noche en
esta Alameda, dos, tres, cuatro señores sombríos que al dar las
diez desaparecen?
Alguien dira que la Plaza de Santo Uomingo es más vieja. Pero
no es por vieja por lo que nos parece sentimental.
¿Y cómo va a ser una cosa evocadora esta plaza con esa terrible
casucha de electricidad, y esos golfos que la atruenan con sus gri-
tos? Hay, lejos, en un rinconcito, una luz. Esta luz alumbra un
cuarto; en este cuarto se reúnen unos amables amigos a platicar
de las cosas locales. Todos son hombres de ideas diferentes; unos
son clérigos, otros liberales. Pero allí no son sino amigos que dialo-
gan para matar la noche.
Nosotros pasamos por este rinconcito de la plaza y saludamos a
los amigos; ellos nos contestan con una gran cortesía. Nosotros nos
internamos cn la plaza y notamos que cl calor cordial de la plaza
~610 lo mantienen estos amigos, reservadamente.
Antes en los bancos de la plaza se sentaban unos hombres gra-
tos y sencillos; la noche los acogia cariñosamenre. No habían sol-
fas, ni estaba el terrible armatoste de la electricidad. La plaza pa-
recía siempre como despu& de la procesión del Miércoles Santo,
tenía todas las noches del año, ese dulce y tibio silencio, que se
nota, cuando la procesión ya ha entrado, el cura ha dicho su dis-
curso, y el sacristán ha cerrado la puerta de la iglesia. Muchas no-
ches, de niños hemos ido a esta plaza a ver la procesión famosa y
modesta. Luego nos hemos quedado en mitad de la plaza envuel-
tns en un imperreptihle arrima de incienso Este es el verdadern
ambiente de la plaza, que el torreón y los chicos escandalosos han
matado. Por eso, quizás, los antiguos amigos de la plaza que no
pueden vivir sin la plaza, se han recogido en un cuarto pequeño,
para sentir el aroma de incienso de la plaza.
Viejo rincón que desaparece con la estridencia actual; lugar tí-
mido y sencillo que ha sido abandonado ingratamente. Sólo estos
hombres del cuarto y nosotros, hemos sabido conservar el verda-
dero culto de esta plaza. No hay lugar en la ciudad como lo pasa-
do, nada se puede evocar ante estas casas ocres del balcón y las
dos ventanas y del letrero comercial. El hombre sentimental ha de
refugiarse en la Plaza de Santo Domingo, sentarse en aquellos

390
bancos de piedra tan graciosos, contemplar, en la noche, la puerta
enorme de la iglesia, como acaba de cerrar cada segundo.
Pero este refugio desaparece también. Los hombres que han
debido mantener el prestigio de la plaza, se alejan un poco y la
abandonan. Nosotros no tenemos carácterpara arrojar a latigazos a
los estridentes, ni valor para demoler aquel desesperante cachirulo
de cemento, que cubre el rinc6n de la sacristía y oculta la gracia de
una palmera que luce al final del callejón...
Conformémonos con la elegía a esta plaza y vayamos después a
pasear con nuestro bastón, al Parque de San Telmo.
[F. C.]

;
TERREMOTO E
6
Nuestro perfecto amigo el señor Calcines acaba de ker un tele-
grama de Granada: La tierra, avanza, como el bosque de Birnan, y
amenaza cubrir pueblos y ciudades.. . El amigo Calcines se ha que-
dado meditabundo y después presa de una repentina y misteriosa
epilepsia ha tomado un automóvil y ha volado hacia su finca. Lle-
86, aún dentro del automóvil, jadeante, con la lengua fuera. Se
bajó del coche, y se metió en su finca. Empez6 a dar vueltas, como
un loco, bajo las plataneras, sacaba de rato en rato la cabeza por
entre las hojas y contemplaba el cielo. El cielo estaba radiante,
infinitamente azul. Un día de primavera maravilloso.
El señor Calcines se fue serenando. Cogió otra vez su automó-
vil y regresó a la ciudad más tranquilo, pero siempre con un ceño
preocupado. Se metió en un casino, y se empezó a remar en una
butaca.
De pronto, da un brinco. Un señor ha dicho: iHombre!, ¿han
visto ustedes ese fenómeno de Granada? -Sí, sí -responden dos
o tres señores más. iQué cosa más rara! -Y un cuarto señor excla-
ma: iComo no nos venga a nosotros una por el estilo!
Cuando el señor Calcines oye esta frase terrible, alarga su buta-
ca al barandal de la terraza y se pone a mirar al cielo otra vez. El
cielo sigue impertérrito, indiferente... El señor Calcines no habla.
Pero un socio le dice: iMire que si la tierra de ahí de Arucas o de
los Barrancos se echa a caminar, no queda ni un plátano para
muestra!
Calcines un poco tembloroso sonríe sin ganas y contesta: iBah,
aquí no hay nada de eso.1 -Déjese de boberías, le grita Chirino
des& un e~trcmo de la terraza. -D¿jcsc dc boberías que esto cs
tan tierra corno aquélla.
Calcines se rema nervioso. Poco después sè levanta y se va a
dar un paseo por la ciudad. Mira las caras de los transeúntes alter-
nativamente, lanza alguna visual hacia el cielo y cuando al llegar al
muelle ve en el horizonte una nube sucia, negra, siente un temblor
de resortes en sus pies. ¿Que sera aquella nube negra? ¿Será Lan:
zarote que avanza como un pontón? -El señor Calcines regresa a
la calle de Triana; tropieza con un tablón del alcantarillado y se le
paraliza el corazón. iEs la tierra que se ha movido? -No, no pue-
de ser la tierra. Todo el mundo va tranquilo. Las tiendas de los
indios están llenas de gente, las tartanas y las guaguas cruzan por
las bocas calles perfectamente equilibradas. -El señor Calcines
piensa que es un bobo al temblar, y se tira de los puños con ener-
gía. Luego avanza decidido por la acera, pero pAlido hasta la livi-
dez. El no dice a nadie sus temores, camina y nota que la gente lo
ve con curiosidad. Y al llegar de nuevo al Casino, oye que le dicen:
Amigo Calcines ¿está usted malo del estómago?» Pero él rcponi&-
dose contesta: «Sí, me duele algo, deben ser unos tollos que almor-
cé hoy. Vengo de dar un paseo para ayudar la digestión...»
Mas nadie adivina que el señor Calcines está temblando de
miedo por algo extraño, quizás quimérico.
Llega la noche. Calcines se acuesta y no puede dormir. El so-
mier solivitintale el miedo que Calcines ha querido sepultar en la
noche entre las sábanas de su lecho. Se levanta varias veces y mira
el cielo desde la ventana: hay estrellas; Calcines logra al fin llamar
el sueño. Pero cuando los párpados se le van a cerrar, en los crista-
les de la ventana, empieza a rebotar la lluvia, una lluvia terrible,
torrencial. Calcines se sienta en su cama, enciende la luz y se que-
da mirando como un alucinado, los..cuadros de su alcoba, toda la
noche...

EL AUTOMOVIL DE ROBAINA
Ayer hemos visto un nuevo automóvil. ¿De quitn es este auto-
móvil? De nuestro amigo Robaina. Robaina no es más que socio.
del Circulo Mercantil. Todo el mundo lo ve siempre sentado en
una silla, mirando distraido el deambular de la gente. Nunca ha
hecho ningún mal ni ningún bien. Casi creímos que era rico, al
verle tan desatendido de negocios. Pero Robaina. es pobre. Fijan-,
dose uno con detenimiento en el filo de su cuello, verá la entretela
replanchada y brillante, asomar. ¿Y cómo siendo pobre ha com-
prado un automóvil? ¿Qué objeto persigue con este artefacto?
LAcaso prolongar su sillón del Círculo? iEs que ya pasa poca gen-
te por la Plaza de San Bernardo?

392
Todo es un misterio. Sr510hay cierto el automóvil. Robaina va
tocando la bocina por las calles como si hubiera tenido un éxito.
¿Y no será un éxtto comprar un automóvil sin tener dinero?
El ciudadano insular padece el mal del automóvil. Todos los
insulares tienen a su familia en el campo. Y así como el que se casa
es para defenderse de los sablazos sociales, con la terrible frase de
“soy un padre de familia», del mismo modo lleva el insular a su
familia al campo, para quejarse de la carestía del ir y venir. De
esta manera, se va preparando el insular la compra del automóvil.
«Es un saca cuartos esto de los ómnibus. Estoy loco además de lo
incómodo de las horas.» Y el amigo que lo oye, dice incautamente:
«¿Por qué no se compra usted un auto pequeño? Así podrá ir a la
hora que a usted le sea cómoda».
Y el aspirante al auto que no espera otra cosa exclama, fingien-
do contrariedad: «Eso es para la gente de dinero... Uno no tiene
para eso».
Pero a los’ pocos días aparece con su auto el amigo y el otro
amigo al verlo se sonríe diciendo: «iPor fin se decidib usted!» «Sí,
sí. Me convencieron y además me dieron facilidades.»
Este es tambien el secreto de Robaina. Las facilidades. Posi-
blemente, llegará un día en que uno pueda pagar los autos como le
paga al sastre llevándose el coche y bespués, cuanta cosa necesite
uno de accesorios.
Sí. Cada día aparecerá un nuevo automóvil particular. Galindo,
Calcines, Chirino, Fleitas y Monagas están ahora en turno. Todos
comprarán sus pequeños autos y todos llevarán entonces a su fami-
lia al campo, para justificar ante los amigos este gasto excesivo.
-Chico, no he tenido otro remedio. Me salía más barato así,
que no el abono de los ómnibus.
Pero nosotros, nos quedaremos con las tartanas. Las tartanas
son viejas confidentes. Ellas nos han llevado resignadamente a
nuestras casas, cuando ya alboreaba. Ellas son los únicos vehículos
a quienes se les puede echar un fiado con toda confianza.
[H. M.]

iQUE PIENSAN ESAS CABEZAS?


Unos pequeñoss amigos de cabeza de cartón decidieron bailar
una polka en una plaza. Querfan aprovechar la libertad de un fes-
tejo. Además un programa anunciaba la aparicibn de estos amigos.
Y ellos decidieron su baile.
Llegó la noche: los amigos asomaron sus enormes cabezas por
una puerta; lejos se divisaba una multitud con las cabezas diminu-
393
tas. Y los amigos penetraron en la plaza convencidos de sus supe-
rioridades encefálicas. Sí, sí. Para pensar cosas amplias, nada co-
mo una cabeza grande. Dentro de una cabeza grande cabe mayor
cantidad de raciocinio. Para decidirse a bailar en una plaza, de
noche, hace falta un amplio criterio. iA que esos otros amigos de
las cabezas pequeñas no se ponen a bailar? -pensaron las cabezas
grandes. Y efectivamente, las cabezas pequeñas no bailaron, pero
esperaban satisfechos el baile de las cabezas grandes. Reconocían
su inferioridad; aceptaban conformes y casi contentos la altura de
las cabezas grandes. Arcano. Lo cierto es que las cabezas grandes
confiadas comenzaron a bailar.
Las cabezas pequeñas se amoscaron entonces. LDe manera que
era un baile antiguo? se dijeron. Ellos, posiblemente querían un
baile más chic. Y las cabezas cmpczaron a azorarse, a temblar cn
los goznes del pescuezo y a desentonar el baile. ¿Las cabezas pe-
queñas, que parecían tan satisfechas, estaban defraudadas? iA qué
se debía un cambio tan súbito? ¿Es que no eran demasiado grotes-
cas las cabezas grandes.7 ¿No tenían soltura, cinismo?
No. Las cabezas grandes eran excelentes. Pertenecían a una
troupe pantomímica que no se pudo completar; las cabezas gran-
des hacían un papel de relieve entre la multitud; las cabezas gran-
des iban, sin duda, a salir citadas en un periódico; acaso les darían
unas cuantas y ardorosas copas de ron. Las cabezas pequeñas es-
pectadoras no podían resignarse con un abandono. Aquellas cabe-
zas grandes, duras, acartonadas, grotescas, eran más interesantes
que las pequeñas. ¿QuC iban a hacer estas cabezas cuando pasaron
desapercibidas en la sociedad ? ¿Cómo les iba a resquemar el áni-
mo, cuando al siguiente día, un periódico celebrara la gentileza de
las cabezas grandes?
Por eso estas cabezas dieron sólo unas pequeñas vueltas en la-
plaza, y se retiraron despu& en medio de la indiferencia general.
Así nadie las ha mentado, ningún periódico señaló como notable el
baile gentil. La envidia, como siempre, habrá deslucido los presti-
gios.
Nosotros queremos salir contra los envidiosos y saludar aque-
llas cuatro cabezas grandes. Quede escrito en este dietario la haza-
ña de las cuatro cabezas, que contra la ignorancia y la envidia de
todos, tuvieron el valor de hacer alguna cosa perdurable en la his-
toria.
[H. M.]

394
CASA EN EL CAMPO
Todavía está la familia del señor Fleitas buscando casa en el
campo. A todas sus amistades le hacen el mismo encargo: «Niñas,
miren a ver si saben de alguna casa en el campo».
¿Y este campo es un campo cualquiera? No. Este campo es
Tafira o el Monte. Si uno le dijera a la señora de.Fleitas: «Sé de
una casa muy barata en Arucas», la señora de Fleitas regañaba sus
labios y nos contestaba: «Eso no es campo». Campo para la señora
de Fleitas es una carretera movida con una hilera de casas a cada
lado y unas butacas sobre las aceras donde se habla y murmura en
el conocido ordinario tono insular. La casa que busca la señora de
Fleitas es ésta, pegada a la carretera y donde pueda hablarse con
alguien.
Desde que comienza junio, el señor Fleitas se dedica a averi-
guar si hay casa en el campo. Hay casas, pero de treinta duros, y
sólo se alquilan por años. ti6*Cuántas habitaciones tendrá?» -pre-
gunta la señora de Fleitas, aunque supone desde luego que el ma-
rido no alquijará semejante finca. Y si le cuentan las habitacio-
nes y le hablan de un terrado con vistas, exclamará: «iJesús, qué
pena! ¿Y no la alquilarán por tres meses?»
La señora de Fleitas está agobiada con esta casa del campo.
Llega a visitarla la de Calcines, y como esta seflora también busca
casa en el campo, todos son lamentaciones mutuas: «iQué cares-
tía!» «iY luego, fíjese usted, por años! De modo que usted tieneque
estar nueve meses pagando la casa en balde» «Pero, hija, necesita-
mos ir y estamos desesperadas. Ya se va acercando agosto y cual-
quierita encuentra ahora casa». -uA nosotros -dice la de Calci-
nes- nos hablaron de una casa en el Monte, no en la carretera,
sino un poco dentro. Pero, hija, no tenía excusado». --«Eso es lo
de menosu -añade la de Fleitas. 4¿Y ya la alquilaron?» -Sí, se
la alquilaron a uno de Fuerteventura».
Magno problema Cste de la casa de campo, para las señoras que
no ncccsitan el campo. Las conversaciones de estos meses se redu-
cen tan ~610 a estas palabras: «iHabrá casa en el campo?» -
«Niña, la de Fleitas está loca buscando una desde hace seis me-
ses».
Y como los días corren como los alquileres, he aquí que media
agosto, y entonces la señora de Fleitas exclama resignada y casi
contenta:
-Después de todo más vale no ir ya. En seguida empezará a
bajar la gente...
[H. M.]

395
«DISTRACCIONES»
Nuestro amigo EstupiÍiBn se dejó olvidado su sombrero sobre
la butaca de un Círculo. Cuando se percató de este olvido fuese al
lugar donde habla dejado el sombrero y no lo hall& Habíaselo
llevado algún compañero. Estupiñán incomodado, empezó a des-
potricar contra los ladrones. Los demás socios que le oyeron, son-
reían.. .
Y así pasaron los meses hasta que Robaina tuvo que quitarse
los zapatos, también en ese Círculo, porque le dolían los callos, y
habiéndose echado sobre un diván, para descansar, quedóse dor-
mido. Cuando despertó los zapatos habían volado. Juntáronse en-
tonces Estupifián’ y Robaina y’ todo fue pitar y protestar sobre la
escandalosa inmoralidad de aquel Círculo donde se robaba tan im-
punemente.
Mas nada sacaron en limpio sino que necesitando otro día Cal-
cines aflojarse el chaleco para una necesidad, hubo de dejar colga-
do en la percha su reloj de oro, recuerdo familiar, y como era
Calcines distraído como los otros, olvidóse del reloj, para acordar-
se de él cuando ya no era tiempo: el reloj había desaparecido como
los zapatos y el sombrero de Estupiñán y Robaina.
Y así fueron desapareciendo algunas otras cosas, en medio de
los comentarios de los ciudadanos que probablemente eran los la-
drones.
Y como el lugar de los sucesos era una ciudad graciosa, todos
los ciudadanos se reían anotando lo pintoresco del caso y celebran-
do allá en el fondo de sus conciencias la habilidad que representa-
ba el quedarse con unos zapatos de un modo tan facil.
Y como las semanas eran cortas, pues cogían un Ford los do-
mingos y se daban un paseo a Santa Brígida con el sombrero de
Estupiñán, los zapatos de Robaina y el reloj de Calcines.
Al sombrero de Estupiñán para dejarlo incógnito le daban una
pedrada diferente; los zapatos de Robaina los tiñeron, y cada vez
que quería ver la hora con el reloj dc Calcines, se agachabarr, dcn-
tro del auto, y sacaban el cronómetro poniéndolo en el fondo del
coche.. .
Y A.M.D.G.
[H. M.]

396
EL ADMIRADOR DEL LIMPIABOTAS
Nosotros pasamos por una plata y oimos una YOZ que nos dice:
ilimpiamos? -Nos quedamos indecisos mirándonos los zapatos,
pero al fin nos decidimos a aceptar la invitación. Nos sentamos en
un banco y entregamos el pie al betunero. En el acto, un mucha-
cho que estaba lejos, melancólicamente apoyado en un muro corre
hacia nosotros y se sienta también en el banco. Nos mira tímido y
como nosotros sonreímos, el chico se afianza más en el asiento.
Luego pone su atención en el trabajo del betunero y cuando la
labor acaba se torna a su muro esperando una nueva operación.
Este chico es el que quisiera ser betunero y no lo será nunca
porque pasará el tiempo y cuando ya el hombre esté emancipado
se habrá acomodado más al muro y será su vida ese arrimarse per-
petuo esperando.. .
El chico admira: él desearía ser limpiabotas, pero llegará un día
en que por no haber podido ser lo que Ic nació en su alma se
tornará en un escéptico. Un escéptico es un vago. El muchacho, ya
hombre, no cree en nada. Torciéronle su destino y se.abandona a
las olas que lo llevan y lo traen dulcemente, sin desprenderlo del
muro.
Hemos pensado tantas veces en esos hombres arrimados que
suelen llevarnos la maleta por casualidad y siempre les hemos dis-
culpado su silencio y su inmovilidad. El niño miraba el zapato y
toda su emoción se concretaba en ver brillar el cuero. iCuánto
hubiera dado él por sacar el brillo! Pero la vida es otra cosa dife-
rente a nosotros; va contra nosotros, y el niño, poco a poco vase
tornando áspero, indiferente. Y así acaba en la esquina.
Todos esos hombres arrimados a la esquina, son hombres que
de niños no pudieron tener un oficio que fuera como un juego para
sus almas.
[H. M.]

PELEAS DE CARNEROS
Me han invitado a unas peleas de carneros. El excelente amigo
que ha hecho la invitación está interesado en que yo no deje de
asistir. No hay sangre -me ha dicho; solamente se topan y uno, al
fin huye vencido.
Iré a esas peleas de carneros. Yo no he ido nunca a ninguna
pelea espectacular, pero uno de los carneros de la contienda es un
ejemplar maravilloso. Además el ambiente no está cierto, para
otra cosa, que no sea una pelea de carneros.

397
Ya no sé si evoluciono o involuciono. Yo he estado leyendo
estos días las glosas teológicas al Cántico Espiritual, de Juan de la
Cruz, y cada momento había de suspender la lectura porque el
recuerdo de las peleas de carnkros me sugestionaba. Como el día
de este terrible campeonato se acerca, yo no vivo sino deseando
aún PUmás próxima llegada.. LES que vuelvo a mi estado troglodíti-
co o es que no he salido de él sino más bien hice escapatorias con
un disfraz de literatura carmelística?
Todos los días voy a ver al carnero. El st cjelcita topaoJo eu el
muro, como cualquier futbolista se entrena en su casa. El carnero
tiene la seguridad de ganar. Casi me parece inteligente. No es muy
aventurado afirmar en nuestra tierra, que tiene inteligencia un car-
nero; negársela sería ofender a alguien y a que después dijera:
«iQué habré hecho yo a ese tipo para que se meta conmigo!» Sin
embargo, este no topa.
Aquel gris de la pelea es inteligente y topa. Yo, me confieso sin
rubor desde ahora partidario ‘acérrimo de este deporte de las pe-
leas de carneros -fútbol de pelota sujeta- y al darle las gracias a
mi amigo le aconsejo la formación de una sociedad para las peleas
de carnerns.
Yo no tendría inconveniente ninguno en ser vocal de la direc-
tiva.
[H. M.]

DON SALUSTIANO, NO HA LLEGADO...


.** Y por eso no puede salir todavía el automóvil de San Mateo,
el de Arucas o el de Telde. El reloj marca la hora, pero los cobra-
dores, el chófer y algún amigo tiene siempre cinco minutos a su
disposición, minutos que colocan antes de la hora, colgándoselos
como una medalla, para inspirar fe a los demás viajeros.
El coche está ya atestado; hay cinco pasajeros en cada banco;
cuatrocientos bultos bajo los asientos y quince minutos corridos.
Pern nsdx Los pasajeros hacen sonar la bocina y los cobradores
repiten: *iSi aún faltan cinco minutos!» Y en el acto surge junto al
auto un Señor obeso, de cierto tono adinerado, que se monta y
exclama como si fuera el dueño del ómnibus: «Cuando gusten...»
Es don Salustiano que ha venido del campo a hacer compras
importantes y dejó la orden siguiente al cobrador, despues de dar-
le diez ckntimos: 43 no, he llegado a las tres cn punto no se vayan
a ir sin mí».
Todos los ciudadanos insulares que han tenido que subir por

398
una temporada al campo, habrán observado esta terrible espera de
don Salustiano Robaina.
Empieza uno por sentirse los riñones en compota, después se le
enduerme una pierna; luego le entran ganas de orinar y uno no
orina, porque tiene que dar un salto sobre tres mujeres gordas para
salir del coche y encima está uno expuesto a quedarse sin asiento a
la vuelta. Así observaréis la precipitación con que se bajan de los
automóviles todos los ciudadanos cuando llegan a su destino.. . Pasa
el tiempo y uno saca con dificultad un cigarro que no puede encen-
der, si logra sacarlo. Y cuando ya ha perdido el recuerdo de la
hora, suele uno con temblorosa timidez preguntarle al cobrador
que se llama Juan o Bartoio: Bartolito, ¿ya vamos a salir? -Faltan
cinco minutos.‘
Cinco minutos que se extienden hasta que don Salustiano Ro-
baina aparece con su cocinilla de petróleo nueva y un espejo de
marco dorado para la sala.
¿Y por qué disfruta de estas preeminencias el Sr. Robaina? iEs
más rico que uno? Más que uno sí, pero no más que don Bartolo,
otro pasajero que aguarda, como nosotros a don Salustiano. -iEn-
tonces, qué misterio hay en esto? $‘uede uno hacer lo mismo
que el Sr. Robaina?
No, no. Nosotros somos unos hombres comedidos, correctos.
Si estamos en la calle de Buenos Aires a la hora de salir un auto
del Centro, nosotros no nos atreveremos a decir: el auto me espe-
rará. EI señor Robaina, sí lo dice porque es lo que aquí llaman tan
gráficamente: un fresco malcriado.
Si al Sr. Robaina no lo esperara un día el ómnibus, no montaría
más en él y se iría a otro y luego despotricaría durante un año o
dos contra la empresa del auto que no le esperó. !
d
W. M.1 ;M
g
0
DENTRO DEL OMNIBUS
Ya sale el ómnibus. Apenas anda unos metros se detiene ante
cinco señores yuc quieren sitio. PCIU no hay sitio. El coche está
atestado. Un viajero dice que no cabe más gente. Nosotros exclama-
mos: «Estos cinco no; pero antes- de llegar al hospital nos meten
siete, uno a uno». Y asi es. La gente poco a poco parece que se va
embebiendo con el vaivén del coche. Al llegar a San Roque hay
puesto para uno más después de los siete.
Y estos siete que han entrado casi de favor son los exigentes
verdaderos. En la primera casa del camino obligan a parar el ómni-
bus para recoger un cacharro de leche; en la segunda parada dejan
un paquete enorme: «iPare. 1 iPare!» Y así vamos todo el camino.
En otra tienda se toman los siete su correspondiente estampido
mientras el pasaje aguarda resignado. ¿Y protestamos de don Sa-
lustiano porque llegaba tarde ? iPara! Suena otra voz, y ahora es
una mujer llena de vientre y de paquetes que va entregando a los
viajeros de su banco para que se los mantengan cn tanto ella se
vaya y reparte besos entre varias mujeres que la esperan. Y uno
con los paquetes en la mano. -
Al fin soltamos los paquetes y el coche se vuelve a poner en
marcha, pero a los diez metros, un ciudadano lo detiene. Quiere
subir y a pesar de que aún no hay sitio, sube y se acomoda en el
mejor. El ciudadano es gordo; nos cae al lado y nos mira despecti-
vamente. Abre las piernas, extiende los brazos, se acomoda; noso-
tros nos replegamos hacia un rincón; el, hombre se sigue extendien-
do, como un abreguantes; nosotros estamos ya al borde del coche:
un empujón más y vamos al suelo.
Lanzamos una mirada tímida al hombre gordo. Si le decimos
algo a este monstruo -pensamos- nos da un purietazo y nos des-
hace. Aguantemos; ya queda poco.
El auto sigue su camino; el cobrador entrega por el aire una
lechera, arroja un paquete a una casa del camino donde una mujer
espera.. , Y de pronto, un hotentote de cara frondosa grita estentó-
reamente; «Pare un momento, pare un momento».
Y luego casi al oído del cobrador, le ,dice:
-Aguarden un pizco que voy aquí a ver la cabra de Panchito
que parió ayer.
[H. M.]

;
EL BARBAR0 DEL OMNIBUS E
5
0
Así como en un tiempo hubo el coloso de Rodas, ahora hay el
bárbaro del ómnibus. Es csc hotentote patudo del zapato sucio por
la presión de la suela del compañero, pues para distraerse el bárba-
ro se «barrena» un zapato con otro zapato, al estilo de esos señores
que van haciendo un hoyito en la tierra con su bastón.
Este bárbaro es el amigo del chófer y de los cobradores; es el
que para mostrar su confianza en el ómnibus, se sienta en el banco
delantero y extiende sus pies sobre un neumático que cuelga sobre
el motor.
Antes de salir el coche ya ha ocupado todos los puestos; poco a
poco el cobrador lo ha ido empujando hacia adelante para cumplir
sus compromisos. Fulanito, ponte más allá. Y el bbrbaro. riéndo-
se cede puestos y puestos hasta que se queda en el borde del co-

400
che. Y algunas veces; cuando hace falta este último puesto el bár-
baro lo cede y se pone en la tablilla y cuando la tablilla se hace al
fin necesaria el bárbaro se queda en tierra y sigue su viaje a pie.
¿Y puede ser un bárbaro hombre tan condescendiente en ceder
puestos? iPor qué es bárbaro y al mismo tiempo galante?
Es que el barbaro no paga. Lo llevan gratis, con la condición de
que vaya haciendo ocurrir vacantes. Es, sin duda, una combina-
ción. Siempre hay un compromiso, con un señor que espera en,el
hospital, que se les escapó la hora: ese trágico don Fulano del
bigote hirsuto y el sombrero de pedrada. El bárbaro está para
guardar el puesto a este señor que puede aparecer de improviso.
Cuando el bárbaro logra salvar su penúltimo asiento, el de jun-
to al chófer y llega en él hasta Santa Brígida, nos tupe las narices
con un cigarro virginio y una colección de ajos verbales. que nos
hace desear al señor improvisado y a todos los señores que nos
quieran poner sobre la falda.
El bárbaro no se sabe dónde vive ni a qué va y viene en el
ómnibus. Es una de las cosas fatales de estos coches amables que
nos alejan de la pesadez de la ciudad... y de otros bárbaros de a
pie.
[H. M.]

LOS RICOS SON LOS PRIMEROS


MADRUGADORES
¿Y nosotros que estábamos deseando poseer una fortunita, pa-
ra levantarnos a las diez de la mañana? ¿Cómo estos ricos madru-
gan de modo tan magnífico y vienen de sus fincas carretera abajo.
con los ojos muy abiertos como si estuvieran mirando el cajón de
sus ingresos?
Nosotros esperamos humildcmentc en un banco de una tienda,
la aparición de nuestro amigo el ómnibus: pero en tanto llega el
ómnibus, desfilan por la carretera los autos de todos los comer-
ciantes ricos. Nosorros pensamos tristes. ¿Qué hura de su1 tienen
estos hombres? ¿Aún les parece poco el dinero que van entrando
en sus cajones? LES que por la mañana temprano se vende más?
No, no hay tal cosa.
Estos comerciantes son como los ómnibus y las guaguas. Echan
sus regatas a ver quién abre primero. Si usted aguarda un ómnibus
y viene una guagua le dirá un conocido del pueblõ donde usted esté:
«Detrás de esa ‘guagua viene el amarillo, porque la guagua está
acechando a que salga para venir antes».
401
Y así los comerciantes ricos. Nosotros nos levantamos a las seis
y el automóvil del rico que vimos ayer a las siete, ya baja triunfan-
te por haberse adelantado el comerciante que el día anterior tuvo a
las seis por hora.. . Y si otro día nos levarkamos a las cuatro, ya
el comerciante estaría dispuesto para pasar en seguida. Lo impor-
tante cs abrir la tienda primero que ninguno. ¿No los habéis visto
muchas veces a las ocho y media, a la puerta de sus tiendas espe-
rando al dependiente, vestidos aún con el cubrepolvo y el sombre-
ro encasquetado?
iY entonces para qué van al campo si el regreso lo hacen a la
noche después de cerciorarse muchas veces que la caja de caudales
está cerrada, y después de emparejar la puerta de la calle, con el
hombro?
iAh! Es la familia. Todos estos ricos tienen fu familia. Si no
fuera por la familia ellos no se tomaban la incomodidad de ir de
veraneo. De este modo seguirán hasta la vejez, ahorrando, y cuan-
do ya no sirvan para nada, repetirán los hijos la misma historia
distribuidos en nuevas familias.
No los envidiemos, pero no les tengamos tampoco compasión.
[H. M.]
5Y
;
LA TRAGEDIA DEL OMNIBUS
i
El bmnibus tiene tambien su tragedia de diez o doce muertos; y
no es que ocurra dentro del ómnibus, sino que se refiere todos los
días en la terrible media hora de la espera.
Las protagonistas de la tragedia son esas mujeres de caras de
idiotas que llenan dos bancos y que se conocen porque todas son
del mismo lugar chismoso.
Las del banco de delante se vuelven hacia las del banco de atras
y empiezan unas y otras a decirse: «$abe que se murió Fulanita la
del Fondillo?m -HNO me diga. La que está muriéndose es Juanita»
-«¿QuC Juanita?» -«Sí, mujer, aquélla que estuvo viviendo en
Lomo Blanco» -«iY de qué se muere?» -c<Pues tis, querida».
~~ «Jesús, hijo, no gano una ni para estar tranqui1a.m
Y así continúa el desfile de las enfermedades y las muertes:
hemorragias, malospartos, tumores, y el pacífico viajero sientecaer
sobre sí aquel «gelo di paura», que Caía sobre Roma el dla de la
muerte del almirante Saint Bon, según cantaba D’Anunzzio en su
magnifica elegía. Una oscura amenaza se nos mete en el ómnibus y
cuando ya todo parece conjurarse se oye la voz de otra mujer que
está tres bancos más atrás: «A Juanita la de la Cruz del Inglés
tuvieron que sacarle anoche al chico a pedazos». -«Jesús, queri-
402
da» -i Jesús querida! -Y corre el Jesus por todo el ómnibus y
nosotros miramos aterrados en el reloj que aún quedan quince mi-
nutos para salir.
Nos duele la cintura; la cabeza se nos hincha; un pie se nos
duerme. Dirigimos nuestras miradas hacia el rostro de aquellas
idiotas; unas han metido compungidas la barba, dentro de la man-
tilla; otras revelan satisfacciön y como un empache, de catar tanta
enfermedad grata; otras nos estan observando como enojadas por-
que nos hemos movido mil veces en nuestro asiento durante la
plática. Nosotros sentimos una ola de sangre en nuestra testa, un
impulso asesino y cerramos los ojos, como en una catástrofe irre-
mediable.. . Quedan cinco minutos para salir... Ansiosos nos colo-
camos en el asiento, sacamos un cigarro, y de pronto, a un Robai-
na de bigotes le preguntan desaforadas: «Panchito ipor qué tiene
luto? -Por mi mujer, ¿no lo sabían? -iPor Catalinita:’ ¿Y de que
se murió? -No me lo nombre; de un cáncer, la pobre.»
El pasaje civilizado cae de cabeza al suelo. Y el ómnibus no
puede salir.
[H. M.]

MALDITO CLIMA
Calcines, Robaina, Chirino, Monagas y Fleitas avanzan por el
puente metiendo la Cabeza en el cuello; todos tienen la nariz colo-
rada y unos ojos de desenterrados. -iQué le pasa Calcines? Un
estado gripal. iQué le pasa Robaina? -Un estado gripal. ¿QuC
tiene usted Chirino? -Un estado gripal. -Pero amigo Monagas,
iquién le ha puesto a usted esa nariz de tomate? -Un estado
gripal.. .
Y allá van los cinco indígenas jeringados con el estado gripal,
pero acaso contentos por tener algún estado.
Porque, claro, esto del estado gripal se lo oyeron al médico.
Para ellos, lo que han tenido es un catarro de todos los demonios;
pero como les subió la fiebre tuvieron que ir al médico y el médico
diagnosticó solemnemente. -Esto es un estado gripal. Y aunque a,
Calcines le dolía el vientre, a Robaina las anginas, a Chirino la
cintura, a Monagas la cabeza y a Fleitas la espalda y cada uno en
su casa se puso su enfermedad propia, en cuanto el médico dijo lo
del estado gripal, se quedaron todos tan contentos con el titulejo.
Al llegar al Casino vuelven a soltar lo del estado, y aun cuando
pasan los dias y se habla dc unos nuevos Kgripadoss, Calcines,
Robaina, Chirino, Monagas y Fleitas exclaman en sus respectivas
tertulias: «-Nada peor que estos estados gripales. El mes pasado
403
estuve yo metido en uno que creí que no salía. Llegué a preocupar-
me seriamente. Si el medico no me dice que era un estado gripal
me muero».
Y entonces, un indígena furioso a quien no le ha dado nunca un
catarro, empieza a despotricar con lo que él llama frivolidades at-
morfkicas del clima.
«Esto no es clima ni es nada... Mire usted que en pleno agosto.
la población Ilena de pulmonías. Esto es un asco. Aquí no se puede
vivir. Cst6 uno como metido cn UII Lubu de esus de los velones
antiguos, en un tubo empañado. +tá uno ahí, aburrido y asfixia-
do. Dando vuelta de punta a punta del tubo y de pronto le desta-
pan a usted las dos bocasdel cubo, le viene un soplo frío; le vuelven
a tapar las bocas y se queda usted dentro con’&0 que Calcinesllama
estado gripal y que no es sino un demonio que se nos mete para no
dejarnos llegar a los 65 años... Esto es un clima para ingleses fla-
cos. Y todavía siguen diciendo los periódicos bobos, que ‘los visi-
tantes.quedaron encantados de las bellezas del clima’. Lo que se
quedan es asombrados de ver gente viva».
* En este momento culminante de la perorata, Estupiñán se pone
las man& en la barriga y regañando el labio se levanta. Calcines,
acude solícito:
-¿Qué le pasa, amigo Estupiñán?
-Nada, un escalofrío en cl estómago.
-Váyase, y acuéstese que eso debe ser un estado gripal.
[H. M.]

EL SEÑOR PAQUETE
Este es otro pasajero del ómnibus. Pero ustedes dirán: «iOtro
golpito al ómnibus?» Sí, señores, otro golpito. Siempre resültará
más variado que esas pláticas de la sociedad donde una señora
dice: G%ia , jno sabes?», y otra repite: «No me lo digas niña»,
claro que después de haberlo dicho.
Sí. Otro golpe al ómnibus. Nos quedaba este último personaje
desconocido y poderoso: el señor Paquete.
Nosotros llegamos al coche media horaantes de lasalida: busca-
mos nuestro habitual asiento, pero ioh sorpresa!, sobre nuestro
asiento ha puesto una mano policíaca un terrible Paquete. Nos ate-
rramos.
Este pequeño bulto ligero y débil, que de un manotazo podía-
mos arrojar al barranco nos inspira un supersticioso respeto. El
señor Paquete guarda el asiento de otro señor que no ha de venir
sino en el preciso momento de la partida del ómnibus. ¿Y esto es
404
legal? No, no es legal; un paquete no tiene cedula ni nalgas. No es
posible que ocupe este asiento. iEs tolerable? $a! No es tolerable
tampoco; el paquete pertenece a un hombre antipático. El solo
hecho de colocar ese paquete revela una pedantería insoportable.
Entonces, si la presencia del paquete nos irrita de tal modo, ipor
qué no lc damos un puñetazo? ~Por qué no llamamos al cobrador y
consignamos nuestra protesta?
No sabemos que profundo y misterioso secreto nos obliga a
callar agoblados. Nos vamos separar& poco a poco del paquete.
Parece un paquete explosivo,. iQuién se atreverá a tocarlo?
Nerviosos, febriles nos vamos encogiendo, como si el banco se
llenara excesivamente de pasajeros. Estamos ya en un extremo31
paquete desde su lugar, con una especie de ojo invisible y maldito
nos va empujando. Sí. Es inútil nuestro viaje de esta tarde. El
paquete acabará por ocupar todo el asiento.
Y así es. Cuando el coche se pone en marcha aparece el dueño
del paquete, que es otro paquete, pero un paquete de esos de la
casa de Elder. Queremos decir, que es un hombre desmesurado,
con unos brazos enormes y unas caderas terráqueas. Este hombre
se sienta. Y así como su paquete nos iba oprimiendo de un modo
hipotético, el hombre nos oprime de un modo efectivo.
Cuando veáis estos paquetes solitarios en los ómnibus, huid ha-
cia el bawu fllontcro. Es prcferiblc liarse uno a trompadas con otrcs
viajero que no con el paquete. El paquete colocado allí, tan rotun-
damente, es un gesto del matón indígena. Es como si el indígena
alzara el pescuezo y se pusiera en jarras: iA ver quién me tose!
[H. M.]

FRUTA PROHIBIDA
Algunas veces nos vamos de excursión por los pequeños pue-
blos de la isla. No son de una gran belleza panorámica, mas hien
monótonos y llenos de casas ridfculas donde unos propietarios ven-
trudos suelen refocilarse los veranos. Pero tienen el misterioso en-
canto geológico, esa magnifica soledad de las montañas muertas y
esa perspectiva del infinito, que sóJo se sospecha sobre los montes
pelados y solitarios. Si queréis, algún dla, fortificar el espíritu para
la eternidad, venid a estas montañas, reposad frente al horizonte,
que está abajo, surgiendo del mar en reposo. Ninguna cosa en la
vida da la sensación de la Nada, como este supremo silencio de
piedras.
Pues bien; divagamos por estos pueblos; la gente nos mira co-
mo a orates. Al pasar, algunos, suelen concedernos un saludo te-

405
meroso, y si nos internamos en una finca, el perro del rico nos
ladra furioso. Mas siempre hay una voz que dice: «No muerde,
señorN.
En uno de estos paseos bordeamos una quinta espléndida; los
árboles frutales se erguían excelsos sobre los muros. Sentimos la
curiosidad de ver y nos asomamos. Y nuestros ojos vieron con
sorpresa inaudita que el pie de aquellos árboles estaba cubierto de
fruta podrida, que toda la fruta iba cayendo al pie del árbo\ y allí
moría abandonada. Preguntamos a un hombre: «Es la fruta que
sobra, señor» ¿La que sobra?
iCómo puede sobrar fruta de esta manera? ¿Esa pobre mujer
que va por el camino ha comido fruta? ¿Y esos pequefíos descal-
zos, la han comido tal vez?
No. Nadie ha comido fruta. Nosotros tampoco. Y, sin embar-
60, sobra la frUta.
Pensamos: esto es una revelación. Todos los próceres ricos son
de esta manera avara. Ellos prefieren dejar pudrir la fruta a que se
la lleven los pobres aldeanos.
Pobre fruta prohibida. Estos árboles en un jardín liberal y ale-
gre darían un producto más fuerte. Acaso, se caen los frutos al pie
del árbol, anemicos, descoloridos, llenos de tristeza, de esa tierra
donde los plantan, tierra sombría y jesuítica, torpe e hipkrita don-
de los pies de esos ricos pisan como en una iglesia o en una galería
oscura. La raíz del árbol no siente nunca el rumor humano en la
tierra, ese rumor que necesitan para darle al hombre el fruto sano,
alegre y generoso.
[H. M.]

FIESTAS DE AYER
Estos días hemos sentido una pequeña alegrfa. La alegrfa nos la
ha proporcionado una tómbõia. La tómbola es el comienzo de
unas fiestas. Las fiestas renuevan nuestra niñez.
Hace muchos años, la Plaza de Santo Domingo tenía una grata
alegría de viejo. Era como un viejo sano que tomara el sol y cnnta-
ra historias a los niños. Después, esta plaza se fue aplebeyando,
con un armatoste y con los gritos y las ordinarieces de los chicos
vecinos del barrio.
La plaza estaba como un enfermo crónico que no sale de su
cueva. Nadie sabía de esta Plaza, sino algunos tradicionalistas que
el Miércoles Santo van a ver entrar la procesibn.
Pero aquellos días del Rosario estaban ya tan lejos que casi
sospechábamos que podían ser una quimera. Mas no son una qui-

406
mera. Este año volverá la fiesta con más ahinco y esplendor que
nunca. La tómbola está anunciándolo ya.
La tbmbola ha sido aquí madre de todas las fiestas. Hubo un
tiempo en que todo se solucionaba con tómbolas. Todo el mundo
compraba motes en esas tómbolas, con la ilusión de sacarse una
bastonera o un portacepillos, de esos de cartón forrados de raso,
habilidosa obra de Pinito o de Mariquita.
La tómbola es el lugar donde se refugian todas las cosas cursis
que guardamos en casa. Recordamos que una vez nuestra madre,
queriendo deshacerse de una ridicula pantalla de velón que nos
habían regalado, la envió a la tómbola. Luego, nosotros, compra-
mos un billete y nos tocó en suerte la pantalla. Era el destino que
también se mete en las tómbolas.
Pero hemos de convenir en que nada más que por lo que anun-
cia, la t6mbola es un símbolo de alegría.
Esta tómbola de ahora, es para preparar las fiestas del Rosario.
Las fiestas del Rosario tienen todo un encanto de niñez.
Volveremos a ver los cohetes en la vieja plaza y a aquel santo
tan amable que llevaba una casita de plata en la mano.
[H. ‘M.]

YO ME ARRIME A UN PINO. . .
Acércanse las fiestas del Pino en Teror. También se acercan las
de las Alcaravaneras, pues han de saber ustedes que en las Alcara-
vaneras además de hoteles, hay una iglesia consagrada al Pino, que
es la misma de Teror porque no puede haber dos Pinos celestiales.
Este es un terrible conflicto para los fieles del Pino lejano, que se
rompen los pies en la carretera, pudiendo solucionar la peregrina-
ción con menos tiempo y un trozo de camino de arena.
Pinito Robaina venía todos los años haciendo su promesa al
Pino de Teror, pero ya el pasado año lo vimos en el Pino de las
Alcaravaneras. El resultado votivo es sin duda igual, pero los ven-
torrillos y el ron son diferentes. Por eso la gente aún está reacia en
decidirse plenamente por la Sucursal del Pino.
Lo mismo ocurría, cuando colocaron los buzones en las esqui-
nas. La gente seguía echando las cartas en el buzón de la central.
Todo el mundo estaba convencido de que las cartas no llegaban en
aquellos buzones. Pero hoy las pequeñas sucursales postales suelen
estar más nutridas que el buz6n paternal.
Así ocurrirá mañana con el Pino. Como Pino Robaina hizo,
harã igual Pinito Pleitas, y si después se ponen unos cuantos atrac-
tivos alrededor de la iglesia, el fracaso del Pino de Teror será un

407
hecho. Nosotros lo sentimos porque nada más grato que esa fiesta
teroretense donde no se huele más que el sudor de tanto peregrino
sucio. .
La Virgen está en todas partes. Es ubicua, como su hijo Jesús.
Si en Teror tiende su mano milagrosa ¿por qué no ha de tenderla
también en las Alcaravaneras, teniendo la iglesia de este barrio un
cura -intérprete celeste- como en la iglesia de arriba?
Comprendemos, sin embargo, que en Teror se enojen con la
competencia; mas todo sería cosa de ponerse de acuerdo cura y
cura, y dejar el Pino de la Sucursal para los peregrinos que no
tengan automóviles y para los que hayan tenido la, ligereza de ha-
cer una promesa a pie.
Perdónenos el lector esta crónica algo irreverente, y como la
cuestión en la vida es arrimarse a un pino verde, arrímese a uno o
a otro, que puede que se rejuvenezca.
[H. M.]

PEQUEÑA HISTORIA DE LA
CACHUCHA
iQué hace, en este pueblecito, bajo un carro enorme esta ca-
chucha? Esta cachucha abandonada nos hace recordar la historia
de desgracia y desdén que ha tenido aqul siempre la cachucha.
Todo el mundo odia la cachucha y es un pequeño artefacto humil-
de y c6modo; todo el mundo lo odia, menos estos mentecatos de
caída de ojos que las buscan de visera larga y sombrosa para colo-
carsela de un modo candongo y romper con la humanidad de sus
ojos esa cosa tan inútil como es el corazón de las mujeres. Enton-
ces la cachucha se hace repugnante colocada en la percha esférica
de los mamelucos, y es, quizá por esto su karma terrible.
uiPonte la cachucha!.- -nos decía nuestra madre cuando íba-
mos a la calle-. Y nosotros, al salir, cogíamos la cachucha y nos la
escondíamos en el seno de la blusa.
Después, cuando hicimos el primer -viaje, la cachucha no se
separaba de nuestra mano. En algún instante de frfo solíamos en-
terrarla en la cabeza y confundirla con el cuello del abrigo, pero
jamás podiamos tcncrla puesta serenamente. Q?or quC esta miste-
riosa hostilidad? iEs que la suavidad de la xachucha, como una
mano de terciopelo, nos va dando un pequeño masaje en la testa, y
las ideas serenadas en sus correspondientes células se alborotan?
~0 es que el vacío resuena demasiado al contacto y el eco nos
recorre como una serpiente toda la escultura? -No sabemos nada.

408
El señorito ama la cachucha y al amarla la hace -odiosa, el hombre
sencillo se azara con una cachucha puesta; el artesano, no le puede
dar la pedrada gentil que en la cachorra es toda el alma. Y así, de
este modo, vemos pasar la vida de la cachucha, siempre flamante,
porque nunca se usa.
iMas. esta vieja estropeada y sucia que estamos viendo bajo el
carro? iEs una cachucha de chófer? No, porque el chófer es el que
más odia la cachucha.
Esta cachucha debió pertenecer al señor que duerme las siestas
bajo el carro, ese zángano pintoresco que se tiende en el suelo
boca arriba y luego se tapa la cara con una cachucha.
Ni esta cachucha esta desterrada, pues, ni ha dejado de prestar
sus servicios. Es quizá cuando la cachucha está viviendo, lejos del
mundanal ruido, su mejor vida.
[H. M.]

EL CIUDADANO DEL PURO


Nada hay tan elegante como este ciudadano que lleva su puro
entre los labios. El hombre del puro parece que siempre acaba de
tomar posesión de alguna cosa; parece como si llevara detrás su
oficio en el que se ha escrito: «Con esta fecha he tomado posesi6n
del cargo que me ha eonferido, etc...». Ningún hombre, que no
haya tomado posesión o esté deseando tomarla se fuma un puro de
un modo tan enfático. Ved a esos otros ciudadanos que llevan su
purito a escondidas, fumándoselo como en un domingo tranquilo.
Estos ciudadanos no son casi nunca visibles; se fuman el puro en
las transversales, por la Marina o en la Plaza de Santa Ana, senta-
dos en aquellos bancos de arriba, que nadie ve. Pero el ciudadano
verdadero del puro, ése sale empingorotando el vientre y saludan-
do entre el puro con un adiós lleno de toxinas.
No me digáis que este hombre no ha tomado posesión de un
cargo, aunque sea un cargo hipotético, un cargo imaginado por él
mismo.
Si el hombre del puro se acaba de levantar de un sillón, acaba
de recibir ese pequeño homenaje de la mano que señala los silleros
invitando a sentar; el hombre del puro acaba de recibir un «Re-
gium execuatorw centroamericano, el hombre del puro tiene las
manos un poco barnizadas de estar ocupando un sillón de edil,
uuu~os que nu despej6 de los brazos del sillón para no perder la
envergadura de hombre de puro. El hombre del puro acaba de
cerrar enérgico a las diez de la noche su oficina de comisionista, y

409
ese gesto de darle vueltas a la llave lo prepara para el puro que ha
de comprar en el primer estanco abierto.
No importa nada que el puro sea legítimo o de esos llamados
cartabones que parecen pedazos de la para de una silla de Viena.
Nb. No es el aroma, ni la embriaguez de la marca lo que hace que
el hombre se envitole tan pedantemente. Es la perspectiva del pla-
no que forma el puro; es ver más alla de las narices a las cuãIes el
puro deja atrás con una rapidez de guagua. Es ver un pequeño
horizonte no visto, que al final se esfuma con los últimos humos
del puro.
[H. M.]

LOS CARRERISTAS
Siempre hay algo por descubrir en el ómnibus. Nosotros hemos
descubierto a los carreristas.
Va a salir nuestro ómnibus, pero el de otra compañía se adelan-
ta un segundo y nos pasa. Luego, frente al Hospital, volvemos a
encontrarlo. Aquí el auto enemigo está parado y como nosotros no
tenemos quC hacer en aquel sitio avanzamos dejando atrás el otro
ómnibus.
Refuérzase la máquina, algunos hombres discretos empezamos
a sentir zozobra. iApretará el ómnibus contrario también su motor
y tendremos el peligroso espectáculo de una carrerita? Nos enco-
mendamos al cielo, que es hundir la cabeza en el tronco y escurrir-
nos en el banco. El auto corre y nuestra inquietkd aumenta.
Pero en un momento ‘que esparcimos la mirada por todo el
ómnibus descubrimos a los carreristas, a los aficionados a estas
regatas de autom6viles.
Van en los extremos, tienen unas perfectas caras de chimpan-
cés; llevan la boca abierta con ese gesto sucio del estúpido y no
paran ni un segundo de alargar sus testas hacia fuera del auto para
ver si el otro viene y nos alcanza.
-«No viene» -dice uno milagrosamente hablando el castella-
no.- «Ya verás tú cómo lo coge» -responde el otro por virtud
del mismo milagro. «Si va por gallos ingleses. Cualquierita nos co-
ge>p. -«Es que no quiere; si quisiera verías tú».
Y con la misma, sonrisa estólida continúan todo el viaje, alar-
gando el melonar hacia atrás y sintiendo la emoción de una regata
p@abk: .___- . . ..’ -..
Pero el auto enemigo no llega. Nosotros somos dueños del ca-
mino. Los carreristas están defraudados. Ignoran, sin duda, de que
hay órdenes gubernativas suprimiendo estos espectáculos de man-

410
dingos. Los carreristas han perdido su peseta. Ellos pagaron con la
esperanza de esta función.
Y nosotros pensamos que no es ciertamente el chófer el culpa-
ble de las regatas, sino estos zánganos que lo azuzan; zánganos que
a veces son señoritos de aparente cultura y a veces extranjeros
aclimatados en estupidez isleña, sobre la suya propia que suele ser
más perfecta.
¿Quedará algo mas que descubrir en el ómnibus? Estos dos
hombres carreristas no se habían destapado como esta tarde. Espe-
ramos, pues, en descubrir mañana algún otro peregrino señor.
[H. M.]

;
EL MALCRIADO DEL OMNIBUS E
6
Ciertamente, la mayoria de los habitantes del ómnibus son mal-
criados, pero hay uno que es como si fuera el licenciado en mala
educación, el Cónsul en la malacrianza. Este malcriado es el que
dispone y opina y casi manda en el ómnibus.
Primero manda el paquete a que le guarde el puesto y si uno,
atrevido, se lo retira del sitio, cuando el malcriado llega, la em-
prende con el cobrador que tiene que buscarle un sitio semejante o
más cómodo que le guste al malcriado porque ya se le había me-
tido en el meollo ocupar el sitio donde colocó su paquete. Y así
abre las piernas y cruza los brazos, molestando al vecino mientras
dice: «Esto es un desbarajuste. Aquí no hay orden, ni educación,
ni nada».
Porque el malcriado siempre está protestando de la mala edu-
cación de los demás. Mala educación que consiste en no tolerarle
al malcriado que haga lo que le de la gana.
El malcriado del ómnibus llega tarde; todo el mundo lo espera
resignado porque sospecha que ha de venir diciendo: *Si el auto se
ha marchado sin mí los voy a jeringar. Les voy a contar un cucn-
to». Y uno, avasallado por el mirar de florete que tienen los ojos
de semejante hotentote, espera arrinconadito hasta que el destino
disponga, de acuerdo con el malcriado, la marcha del automóvil.
El malcriado del ómnibus, aunque todo dios aguarda resignado
por él, y le reservan los mejores sitios, está siempre furioso con las
cosas del ómnibus; no hace sino despotricar contra la incomodidad
de los asientos, la molestia de los paquetes que van debajo de los
bancos, paquetes cuya mayoría son de el. Su condici6n de malcria-
do no le permite, ni aun fuera del ómnibus, sentirse prudente o
tolerante.
-Por supuesto, yo no sé qué se habrán creído esos mamarra-

411
chos. Eso es un abuso -dice el malcriado lejos del ómnibus, refi-
riéndose a los del ómnibus.
Y dentro del ómnibus se le nota cierta incomndidad de eros
que aquí llaman señores calentones. Y todo esto gratis, sin saberse
por qué, pues es el más considerado y más temido.
Siente el malcriado que el motor resuena m& de lo normal y ya
‘está contoneándose en el banco exclamando:
-Si es lo que yo digo. Esto es un desbarajuste.
El automóvil da una vuelta rápida y gracias a la serenidad del
chófer no nos vamos al abismo, y el malcriado dice:
-Me hubiera alegrado caer para que vieran éstos si se jeringa-
‘ban o no.
Y así vamos con el malcriado a cuestas todas las tardes y todas
las marianas; refunfuñando el hombre por cualquier cosa: por un
pasajero que sube o que baja, acompañándolo todo de sus corres-
pondientes ajos:
-Pero iajo!. todavía van a meter más gente.
Y un día que al malcriado se le hizo tarde, y tuvo que ir a
tomar el ómnibus al hospital, no podía dársele asiento; el auto
estaba hasta los topes. Pero fueron tales los gritos y los gestos de
ira, que el cobrador hubo de rogarle a un compadre que le cediera
el asiento al malcriado. El malcriado se acomodó protestando y
nosotros hubimos de recogernos al brazo de madera del auto yz
clavar allí nuestro traste, harto magro para sentarse en filo.
[H. M.]

EL RESIGNADO DEL OMNIBUS


He aquí el hombre que morirá en un accidente automovilista,
porque su resignación lo pega tanto a los bancos del ómnibus que
parece que no ha salido nunca de allí.‘
Es el hombre que va más incómodo y a quien, sin embargo,
tiene que decirle siempre el cobrador: «Don Fulano, hemos llega-
do», pues él está absorto en el cielo número cinco.
Llega Don Fulano media hora antes para buscar un asiento có-
modo; y lo encuentra y se sienta descuidado, pero antes de salir el
cobrador le ha puesto debajo de su banco una caja de bencina, dos
cestos y tres paquetes. Don Fulano va subiendo sus piernas poco a
poco, y refugiándose en el brazo del banco. Luego, cuando el au-
tomóvil echa a andar y aparece un viajero rezagado, es en el banco
de Don Fulano donde lo colocan, y como Don Fulano es delgado
a causa de su práctica resignada, el cobrador le dice: «Don Fula-
no, usted que es delgado, córrase un poquito».

412
Don Fulano, se sienta en su ómnibus y si éste sale media hora
después de la señalada, Don Fulano, sin darse cuenta exclama sor-
prendido: MiAh, caramba, con que ya es la hora?.- Y se pone con-
tento porque va a llegar pronto.
A Don Fulano lo trituran los demás viajeros; le ponen bastones
encima y cestos y don Fulano sonríe como diciéndoles: -Pueden
ustedes traer mañana una c6moda o un bidet que a mí no me mo-
lesta».
Cuenta las paradas del automóvil y si tiene prisa le pregunta
con timidez al ch6fer: «¿Tardaremos mucho?» -Nunca lleva pa-
quetes, pero si un día necesita llevar alguno, lo coloca en su falda
como un niño, para no molestar al vecino, y aún así, suele pregun-
tar: «¿Molesto?» Y lleva sus piernas en alto a causa de la gasolina,
de los cestos y de los paquetes que le pusieron bajo sus pies.
Un día el resignado sintió que sobre su sombrero caían gotas de
algo; el auto iba por el llano de las brujas a todo correr. Don
Fulano, sacó su cabeza y miró el cielo; el cielo estaba azul clarísi-
mo. No eran gotas del cielo. Don Fulano, a pesar de su resignación
llegó a alarmarse. ¿De qué eran aquellas gotas? Preguntó al chó-
fer: «iDe qué son estas gotas?» Le respondieron: «Es que hoy se
lavó el coche y eso debe ser el resto».
Don Fulano sonrió y dijo: «Caray creí que era una cosa de fe-.
n6meno atmosferico». -Y se resignb aguantando la gota en el som-
brero hasta Santa Brígida.
El resignado del ómnibus es el pasajero que más le produce a
las compañías de ómnibus. El paga su asiento y luego lo deja, sin
irse, para que lo ocupe otra persona. Es como una garantía de las
empresas. Así como el malcriado del ómnibus se desboca, éste
convierte en loa todas las desvergüenzas del otro: «Se viene muy
bien, muy bien. Es un auto tan conocido que, ustedes no lo que-
rían creer, hoy venía a mi lado un hombre con una cama de matri-
monio armada y apenas sentí el roce de la cabecera en mis piernas
que eran donde la descansaban».
[H. M.]

EL ODIO EN EL OMNIBUS
Todos los pasajeros se odian en el ómnibus, como se odian en
la sala de espera de un médico todos los clientes.
Llega un viajero al ómnibus y se pone en el asiento de delante;
llega otro que soñaba con este asiento, después, y asf queda ya
establecido el odio terrible. Los que llegan más tarde odian a los

413
previsores que se adelantan, y estos, al sentirse odiados, exclaman
mirando a aquellos: iQué tipo más repugnante!
Todos son repugnantes. Cada viajero desea hallarse a su
lado a un amigo; si la suerte np le concede esta merced ya califica
de repugnante al ciudadano que le toca, quien, a su vez, halla a su
vecino asimismo repugnante. Aquí todo lo que no nos conviene a
nuestro feroz egoísmo es repugnante. La novena sinfonía o el Ham-,
let también son cosas repugnantes. Repugnante la cosa y el ho’irii
bre. Y cuando más se acentúa es en estas pequeñas congregaciones
donde es forzoso establecer un turno.
Un isleño llega a la sala de espera de un doctor y cuenta el
número de espectadores: diez. i Jesús!, exclama para sí, y sin verles
las caras a los infelices dolientes: «De aquí que despachen a estos
diez repugnantes son las seis de la tarde.»
En el coche, la repugnancia va más compartida y unos y otros,
entre sí, se pagan con la misma moneda. El pobre diablo que se
sienta en un banco donde hay cuatro ya sentados, es un repugnan-
te. «Miren a este repugnante que no viene sino a jeringar.» Y los
cuatro sentados son también lo mismo, porque a este quinto, cuan-
do llega a su San Mateo o Santa Brígida y le pregunta la familia:
«¿Como viniste?» «iViniste bien?», él responde: «Metido allí con
cuatro repugnantes».
Si el ciudadano se resigna es repugnante, y rcpugnantc si protcs-
ta. Y si sube y baja todos los días a la misma hora se encontrará con
otro que hace lo mismo, pero que le irá mirando con hostilidad
hasta hundirle la mirada furiosa en las entrañas. Y ambos a dos, al
verse bajar y subir cotidianamente exclamarán para sí rencorosos y
malignos: «iQué tipo más repugnante! Me está cargando verlo to-
dos los días.»
Cuando uno se baja en su punto de destino, los que quedan en
el coche rabian sordamente: «Miren ustedes dónde se le ocurrió
bajar al repugnante ese». Pero si uno deja de subir unos días, ya
estará el isleño desasosegado, buscándonos por el ómnibus, acaso
con cierto desconsuelo, por no poder utilizar la virtud de su odio
magnífico: «iCaray, el repugnante ese hace días que no sube!.. .»
[H. M.]

YO LE DOY CUARENTA DUROS


Este señor Robaina que da cuarenta duros los da por el alquiler
de una casa oscura, malsana, en una callè corriente. Probablemente
el Sr. Robaina no tiene más que esos cuarenta duros, pero como lo
importante es la casa, él sacrifica su estómago con tal de no perder

414
el postín de que sus niñas se asomen a la ventana. Pero tampoco
puede lograr este deseo porque el dueño de la finca, ogro guanche,
le dice: «Hasta cincuenta me han venido a ofrecer».
¿Quien puede ofrecer cincuenta duros de alquiler por esta ca-
sa? Fleitas, el señor Fleitas que también tiene niñas y nada más
que los cincuenta duros. Fleitas ofrece esta suma, pero el casero
aguarda a un señor Monagas que le ofrezca sesenta o a un Mujica
vesánico que se venga con ochenta duros contantes y sonantes.
Y así es, llega Mujica y el casero terrible alquila su baúl en 400
pesetas mensuales y una vez alquilado todavía aparece el melón de
un Calcines que le puja al inquilino el alquiler: cien duros. Y he
aquí todo el intríngulis de la carestía de las casas. Si la gente per-
diera su cursilería y se fuera a vivir a los barrios extremos, acaso se
remediaba un poco esta insensatez de los caseros. Ellos, de condi-
ciones leoninas, están resultando ahora casi unos ángeles. El públi-
co idiota y vanidoso es el culpable de la situación. iCómo puede
irse a vivir a San Jose, una familia distinguida de esas que regalan
en las bodas una mantequera de cristal y plata? Aquí el temor no
es venir a menos, sino que la gente diga que se vino a menos. Un
potajito bien recalentado para todo el mes, pero una casa con sala
donde quepa el gramófono, cueste lo que cueste. La cuestión es
que desde la calle se vean unos visillos de esos que tapan un peda-
zo de ventana y se sostienen con una barrita de metal amarillo.
Todo el mundo se queja de la carestía de las casas, pero todos
pagan cuanto el ogro guanche les pide. No estaría de más una
cruzada de inquilinos contra los caseros. Un pequeño sindicato
bien organizado tendría a raya a estos bárbaros ambiciosos.
«Me han venido a ofrecer hasta cien duros -dice el ogro con
una fruición diabólica-, pero yo por ser a usted se la dejo en 99».
Cierto, en el Monte hay casas que cuestan 19 duros y medio, como
favor al inquilino del dueño a quien le ofrecen 20. «En veinte du-
ros ese cajbn de velas lo tengo alquilado desde que me de la gana».
En este Monte cursi de veraneantes es donde se ha batido el
récord de los alquileres. Lar as aceras de casas, donde el chisme y
el comentario se comunica a‘i atardecer, todas dan una renta fabu-
losa. El veraneante isleño paga por tener gente al lado con quien
hablar mal del prójimo todos los cuentos que le pidan.
Y luego dicen los señores que a Fulano -el mando- le ha
sentado la temporada muy bien.
Y lo que sienta a Fulano es estar solo en Las Palmas almorzan-
do en la fonda. Los niños vuelven al colegio esmirriados, la señora
con dolor de reuma por la humedad del Monte. Sólo Fulano es el
rozagante.
II-I. M.] ,

415
LA MUJER DEL PIE
Sigamos con las historias del ómnibus. Hay una mujer en el
ómnibus que va todo el viaje apoyando su pie en el asiento que
tiene delante. Algunas veces ocurre que con el movimiento del
auto el pie se corre y hace una pequeña preaii>n sobre las nalgas de
un viajero, pero la mujer continúa impertérrita. El viajero hace un
pequeño gesto de contrariado y si la mujer lo nota dice: «iPues no
faltaba más!»
Estas mujeres son las que van en los coches de las cestas y los
paquetes que salen a la una y a las tres. A esta hora, todo el perso-
nal del ómnibus se reduce a mujeres que huelen a pescado viejo y
que comen manises y churros fríos. Cuando algún viajero higiénico
tiene la desgracia de caer a esta hora en los ómnibus, necesita
darse un baño al llegar a su destino. La ropa tambien necesita
limpiarla de ese confeti de los manises que la mujer arroja sobre el
viajero implacablemente.
Pero lo más característico del viaje a estas horas es el pie de la
mujer gorda. Esta mujer lleva debajo de su asiento toda la casa;
hasta un perol con chocolate líquido, y no puede colocar los pies en
el piso; sólo uno, con gran dificultad, dentro de un cesto que con-
tiene zapatos. El otro lò apoya en el banco de delante entre las
nalgas de los viajeros, pero termina por colocárselo al viajero so-
bre su redondel. El viajero que protesta, recibirá las imprecaciones
de la dama y el que no protesta recibirá las imprecaciones del za-
pato. Imprecación por imprecación vale más las del zapato, que al
fin son silenciosas y se remedian con un cepillo, en tanto que para
acallar a las de la dama, sería necesario romperle la cabeza.
‘Ayer una señora hubo de levantarse indignada. La dama del
pie se incomod6 como si la molestada fuera ella: «Vaya con la
señora, pues no es.poco orgullosa. Si no le gusta, bájese.» Y así
sucesivamente hasta que la señora tuvo que abandonar el coche.
Luego quedó flotando el comentario: «Es una loca». La dama del
pie se volvía para todos los del coche repitiendo: «Está loca ¿no
ven ustedes que está loca?»
Y siguió con su pie, que a la postre hubo de tocarme a mí,
sustituto de la señora indignada.
Yo llevé el pie hasta mi destino. La vieja apretaba que era un
gusto. Yo estaba desesperado. La única esperanza que me quedó
fue la de haberle hecho, algún agujero en la planta del zapato.
[H. M.]

416
A FIN DE MES
iconocéis a ese amigo Fleitas. que con una carterita en la ma-
no recorre la ciudad un poco desorientado? ~0 a aquel amigo Ro-’
baina, tambitn con su carterita, que está sentado sobre el saco de
judías de la tienda de un amigo?
Pues éstos son los hombres para los cuales no hay más que un
fin de mes... que nunca llega. Ellos tienen frente a su pequetio
horizonte de cielo de clase media, estas palabras terribles: «A fin
de mes». Palabras confortantes para los enemigos de Fleitas y de
Robaina, pero desoladoras para ellos: Estos enemigos no tienen en
su estrecha vida otra defensa que el fin de mes matador para los
dos ciudadanos de las carteritas.
Fleitas se acerca a una tienda y ve al dependiente que lo mira
asustado y le dice: «A fin de mes». Robaina se acerca a una oficina
y entrega un papelito sutil al ordenanza; el ordenanza desaparece
detrás de las mamparas para volver al poco rato y decir: «A fin de
mes».
¿Qué cosas hacen estos hombres para recibir estas respuestas
sin sentido? Estos hombres son cobradores, y lo que llevan en sus
carteritas son unas cuentas mugrientas, rotas por el doblez, unas
cuentas que han estado oyendo durante tres, cuatro años, las pala-
bras fatídicas; UA fin de mes».
¿Qué sería de nosotros sin este día treinta ideal, a donde remite
uno a los cancerberos de la cobranza, todos los meses del año?
Y ellos, aunque sonríen, creen en la posible eficacia de ese fin
de mes casi boreal. El pobre hortera, y el oficinista del «smoking»
a plazos no podrfan existir sin este fin de mes que les descarga la
bronquitis de la «trampa». El momento este de decir: «A fin de
mes» y ver que el cobrador se aleja, es el momento más propicio a
los médicos para auscultar a sus enfermos. iCuántas veces el gale-
no ha creído notar un roce en el vertice del pulmón o una palpita-
ción cardiaca en un cliente y es que aún no ha podido soltar el
pobre su UA fin de mesu, que recorre el pecho de un lado para
otro, como un boliche engomado!
El dia que los amigos Fleitas y Robaina se decidan a suprimir
de un tajo el uA fin de mes», tendrá que cerrar el comercio sus
puertas o se notará en la venta un gran baj6n.
[H. M.]

417
TODOS SON SIMPATICOS
Y MONADAS
Después de estas visitas de extranjeros marinos, que se cele-
bran con bailes, verbenas y recepciones a bordo, suele quedar en
la ciudad como una sonrisa flotante de simpatía.
La ciudad parece una cara de esas sonrientes que hacen corte-
sías entornando los ojos, todo con una línea melódica, que embria-
ga vagamente.
Todos los marinos son simpáticos. He aquí a la señorita de Flei-
tas que está diciendo: «Hija, me tocó un marino simpatiquísimo».
Y he allí a la Srta. de Calcines que a’su vez exclama: «Bailé con un
muchacho que era una monada de simpático.» Y estas distinguidas
jovenes que cuando algún pollo de la localidad las requiebra, pien-
san en la renta posible, al llegar el marinero, se desentienden de su
cálculo, para enamorarse de la monada desinteresadamente.
Las mamás también participan de las monadas. Acostumbradas
a la pelambre del cónyuge, en cuanto ven a su hija bailando con
alguno de estos bombones humanos, todo es hacerse sonrisa y me-
nearse en el asiento, movimientos de desesperación, aunque parez-
can lo contrario, por tener puesta su hija junto a sí para preguntar-
le: «Oye, ¿y qué te dijo? Desde aquí parecía muy simpático». «Y 5
es simpatiquísimo» -contesta la niña-. «¿Pero qué te dijo?»
-insiste la .madre-. «Decirme casi no me dijo nada, porque no i
sabía bien cl español, pero es listísimo y muy gracioso.» i
Y de este modo que habla esta niña, habla la niña de más allá, y d
llega el momento del pugilato por ver, entre todas, cuál era más E
simpatiquísimo y cuál es mayor monada.
Y aunque fuera de edad madura el joven marino, si es soltero,
también resultará simpático y si no monada, hombre serio que
conviene.
¿Qué es la simpatía? Una estupidez. Antes tenía cierto presti-
pio. Hoy es una terrible frase hecha que la frivolidad perfumada y
pintada ha acabado por adulterar. Ya no va a ser posible salir a la
calle, por el exceso de gente inteligente -decía Wilde-. Cierto
que en estos días de simpatía extraordinaria nos ocurre algo pare-
cido. No es posible salir a la calle, hasta que la simpatía y la mona-
da no se disipe..
Simpático es ya, lo frívolo y lo tonto. Esa divina virtud del
alma se ha transformado en una falsa sonrisa de retablo. Para ser
simpático basta con ser monada o tener una sonrisa estólida con un
poco de música. La mujer, mcjoi la señorita, ha matado la simpa-
tía.
Y acaso no sean ellas solamente, pues Robaina y Monagas.que

418
cenan en Los Frailes con estos marinos, también regresan diciendo
cuánto es el valor de esa simpatía. Nosotros entre sí somos repug-
nantes. a matar, pero cuando llega el ajeno la simpatía surge lumi-
nosa.
El país se aburre entre gentes desagradables, grises. Nos hace
falta un barco diario con simpáticos. ¿No podía ser esto un negocio
como la patata de semilla.7 ¿No se le ha ocurrido pensar en ello a
alguno de nuestros pequeños amigos los exportadores?
Sí, sí. Importemos la simpatía. Si al fin no resulta gran negocio,
nos quedaremos tranquilos por haber sido al menos galantes con
las seiioritas.
Y puede que entonces seamos simpáticos.
Y monadas.

LOS POBRES ALDEANOS


Este es un pequeño caserfo. Nosotros hacemos de él un dibujo
sentimental. Unas casitas blancas, unos pájaros ligeros, una brisa
dulce y unos pobres aldeanos, resignados y humildes, que caminan
sin esperanza, pero también sin ambiciones.
LES esto un paisaje bíblico ? ¿Un paisaje primitivo? ¿Un paisaje
cursi? No, no. Es un paisaje mentiroso.
El pobre aldeano, viene a servirnos. Nos sirve remolbn y anti-
pático; en un momento de ira nos responde: «Si no le conviene a
usted ya sabe lo que tiene que hacer».
Después llega la aldeana y observamos que nos ha robado dine-
ro en la compra, y la hija de la aldeana, que también llega, nos
deja sucias todas la cosas que le damos para lavar. Y uno les regala
ropas viejas, camisas que nos quedan estrechas, zapatos nuevos
aún, pero que han perdido su elegancia. Todo, todo es para el
pobre aldeano, pero el pobre aldeano nos contesta siempre con un
ardor sovietista: «Si no le conviene a usted...»
¿Qué sentimos nosotros ante este pequeño descubrimiento?
Nuestro impulso egoísta nos delata un instante; después caemos en
la reflexión y decimos: «Cierto que es amargo vivir en esta pobre-
za. Justo que el espfritu harto de sufrir se rebelew Y añadimos:
«Este pequeño pafs progresa, la clase pobre no se somete ya, fácil-
mente. Nosotros alcanzaremos también la libertad: iAleluya!»
Pero una tarde cruzamos por la finca de un prócer isleño; estos
próceres que dejan pudrir sus frutas al pie de los arboles y no las
dan a los pobres. El prócer y su familia están en el jardín. Noso-
tros algo inquietos huimos por entre los árboles de la finca. Nos

419
detenemos al oir una voz conocida. ¿De quién es esta voz? -La
voz es la de la aldeana rebelde que nos sirve. La voz debe estar
castigando a los próceres decimos-. Pero -ioh, asombro de los
mundos!- la voz insinúa dulce, cariñosa estas palabras: «Sí, seño-
rita, lo que su merced quiera. Si le parece caro seis pesetas por el
lavado, yo se lo dejo en cinco por ser usted».
¿Cómo? LEsta mujer tan rica paga dos pesetas menos que no-
sotros? ¿QuC es eso de su merced? ~NO están las frutas podridas al
pie del árbol desmintiendo la ninguna merced de los próceres?
iDónde están mis zapatos viejos? ¿Y aquel pequeiío sueño sovie-
tista que tuvimos al ver a estos pobres aldeanos iracundos? ¿Con-
tra quién van estos hombres?
Un día díjome el aldeano: «Hay que acabar con los ricos». Y
me miraba, casi fulminante. Después vi a la aldeana dulzona y
repugnante como una chirimoya ante los próceres. ¿Cuáles, pues,
son los ricos? $n dónde está la verdad? Y, como un galán de
drama, nos mesamos los cabellos, recorremos a grandes pasos la
habitación, y terminamos por fumarnos un cigarro tranquilamente.
LLibertad? Espíritus gregarios, borregos indecorosos, que aún
sienten el ruido del látigo del mayorazgo, y la ira que al fin por ser
borregos potreados sienten alguna vez, la utilizan con el pobre des-
graciado que tiene menos dineros que ellos y sienten por ellos un
amor y una piedad, de las que son incapaces esos próceres a quie-
nes les lamen la mano con tanta perrería.

UNA’ CASA EN LA CALLE DE TRIANA


Nos hemos encontrado con un amigo que regresó de Buenos
Aires. Este amigo hacía veinte años que estaba ausente de esta
ciudad. El ha trabajado como un negro y ha logrado reunir una
fortuna importante. La Argentina es un gran país -dice- y se le
nota en los ojos la añoranza, pero ha decidido establecerse en Las
Palmas, porque a pesar de los veinte años de civilización, no ha
podido olvidar la calle de Triana.
Sí. El amigo quiere vivir en la calle de Triana y está desespera-
do porque nadie quiere desprenderse de las casas que posee en
Triana. ¿QuC va a hacer, entonces, este amigo, si no puede reali-
zar su sueño?
Acaso él dijo en la Argentina: ‘-Cuando tenga dinero, me
voy a mi tierra y mt compro una casa en la calle de Triana»-.
¿Qué extraño deseo es el de este hombre que ha cruzado durante
veinte años por la Avenida de Mayo? $e acuerda aún de la Naval,

420
y su deseo es asomarse este día a la ventana para ver pasar los
tranvfas llenos de gente? ¿Y para satisfacer este pequeño capricho
ha trabajado como un chino durante veinte añnn? ¿C?k5rno se verá
la calle de Triana desde la República Argentina?
Este amigo es un vanidoso. Era empleado antes de partir. Par-
ti6, sin duda, para volver y jeringar con sus dineros a los contem-
poráneos. Hoy tiene cuarenta y cinco años; todos sus amigos de
entonces no han podido evitar las rodilleras de los pantalones; to-
dos viven en Perojo y Canalejas, en pisos bajos, caros y oscuros,
algunos tienen letras para ir descontándolas. Pero el amigo gringo
trae cien mil duros para comprar una casa en Triana.
¿Pasó la Argentina por el alma de este amigo? No. El amigo
trabajaba, trabajaba para adquirir esa casa terrible. La casa, sin
embargo, fue subiendo de precio, y el amigo, como hubo de perca-
tarse, trabajó más. Y comparó el valor de una casa en Buenos
Aires con el de otra casa en Canarias. Y dijo:
«Si aquí cuesta tanto, allá costará cuanto.» Y reanud<í el esfuer-
zo y completado el capital vínose a realizar .su sueño.
Pero los propietarios de Triana no quieren comprender a este
amigo. Si el amigo sofí6 en la Plata con la calle de Triana, estos
propietarios soñaron asimismo, desde la calle de la Peregrina o
desde la calle de la Carnicería. La distancia del sueño es distinta,
pero el sueño es idéntico. Lo que ocurre es que nuestro amigo a
pesar de sus veinte años de Argentina no ha salido aún de la calle
de la Carnicerfa. Trabajar veinte años dejando en el trabajo el
pellejo para no tener otro ideal que el de la calle de Triana es cosa
harto menguada.
Porque no es consabido amor al terruño lo que demuestra este
deseo, Es la’vanidad de espantar al vecino con la estridencia de
una casa grande y céntrica.
¿Por qué este buen amigo isleño no se quedó’en Buenos Aires?
¿No comprende que esta calle es diminuta si la compara? ¿Por qué
no compr6 en la famosa avenida la finca y allí asomado a su balcón
dedicõse a ver esos tranvías y esos autos que aquí cruzan en menor
escala?
iAh!, pero es que en la avenida los Robainas que cruzan no se
fijan, y aquí los Robainas que transitan la calle de Triana van co-
mo bobos mirando balcones y leyendo letreros. Si sobre uno de
estos letreros puede colocarse el amigo argentino, seguro es que lo
verá el Robaina y dirá: «Fulano se gastó en esa casa tanto. Y cuan-
do estaba en la oficina conmigo hace veinte años era idiota perdi-
do.»
[H. M.]

421
UN ESCRITORIO.. .
Nuestro amigo el Sr. Fleitas tiene su escritorio para no estar en
Cl. Desde que tuviera que estar lo cerrarfa inmediatamente. ¿Por
qut5 esta extraña conducta? -Es que el amigo Reitas sale de su
casa y va despachando las cosas por la calle. «iEh! -dice a un
cliente- ya llegaron esas cosas.» Y se para y está hablando dos
horas apoyado en una esquina, dando manotazos al aire y encor-
vándose exageradamente cuando el asunto requiere cierto secreto.
«¿Entonces?» -dice al final de su diálogo. Todos estos amigos
Fleitas terminan con esta palabra terrible: «Entonces? -«Pues en-
tonces -responde el cliente- quedamos ‘en eso» -«Ni una pala-
bra más- Y el cliente añade, con perfidia inconsciente: -«LA
qué hora está usted en su despacho?»
Y aquí llega el momento de la respuesta única para la cual ha
hecho su escritorio el amigo Fledas. UNO tengo hora fijas.
No tiene hora fija. Esta hora volante es la que persiguen los
amigos del Sr. Fleitas. El no tener hora fija para estar en el trabajo
representa cierto bienestar econ6mico y desde luego una cantidad
de labor enorme. El hombre que no tiene hora fija para estar en su
escritorio es que ha hecho de cada trozo de calle un escritorio-
garita, donde despacha sus asuntos con comodidad, y brisa. En
tanto, el escritorio solo, como una pobre mujer casada, abre sus
puertas mostrando la indecorosa palanca de la prensa de copiar y
la melancolia de un pobre adolescente, que est8 allí para respon-
der una sola frase: «No tiene hora fija». Y allá, al oscurecer, los
amigos Fleitas hacen sonar el timbre del teléfono para decirle al
chico melancólico: «iHa venido alguien preguntando por mí? Pues
cierra y deja la llave en casa».
Entonces el escritorio se cierra, pero como si en vez de cerrarse
se retirara del sitio, con parsimonia religiosa; igual que esas seño-
ras de las petitorias del Jueves Santo, que se levantan aburridas de
no haber reunido m8s que dos pcsctas. Estos escritorios tienen
realmente, el aspecto estático y misterioso de estas damas.
Pero nuestros amigos Fleitas n6 podrían vivir sin sus escritorios.
Las esposas necesitan decir: «Dile al chico del escritorio que pase
por aquí antes de irse a la casa.» Y ellos mismos añadir: *No te
preocupes. Manda al chico del escritorio.»
Y es el chico del escritorio el único que tiene personalidad. Y
acaso sea esa hora no fija que la necesita el señor Fleitas para no
estar en su escritorio.
Aquí hay muchos amigos que tienen caras de escritorio de esta
clase. De repente el señor Monagas, se pone a buscar una acceso-
ria para su escritorio y si uno le dice: «¿Qué busca, amigo Mona-

422
gas?B Nos responde: «Hombre, un despachito»; QY qué va usted
a despachar en él?» «iHombre, siempre hace falta un despacho!
Luego le quita al día esa hora y como todas las horas, terriblemen-
te, son fijas, la que el señor Monagas coge para sí la hace no fija y
de este modo no tiene hora fija para estar en su despacho.
Todos estos escritorios abiertos en un bostezo interminable,
sueñan con la hora no fija como en la dulce región del Nirvana.
[H. M.]

LA VENTANA TERRIBLE
Al fin, la señora de Monagas, después de haber estado dando
tumbos por toda la ciudad en casas de pisos bajos, ha encontrado
una de piso alto con una ventana estrategica. Esa ventana tan ca-
racterfsticamente isleña, donde sólo se ve la cabeza de la asomada
y un pedazo de brazo que sirve de trinchera.
La señora de Monagas ha reducido su cocido, quitándole los
extras de la piña y la pera, para sufragar el plus de su piso porque
si París bien valía una misa, la ventana vale el sacrificio que de su
vientre hace la señora de Monagas. Desde la ventana verá las pro-
cesiones y si han engordado o no los ciudadanos que pasan. nPor
aquí pasó Robaina, hija, y qué delgado está. Debe estar padecien-
do».
Con una ventana tan confortadora, la Sra. de Monagas no po-
dra quejarse de la falta de visitas. Siempre tendrá dos o tres ami-
gos que le ayudarán al belingo verbal todas las tardes.
-«Hija, qué viejo está Calcines» -dirán cuando Calcines pase
por frente la ventana-. «Dicen que está diabético» -dirá otra-.
Y una tercera añadirá, que ella sabe que no es diabetes sino úlce-
ras en el estómago lo que tiene Calcines.
Esta ventana terrible descubrirá que el zagalejo de la señora de
Robaina le asoma un dedo bajo el traje y si esta demasiada ceñida
la falda de Pinito Ravelo. Y será en balde que la señora de Robai-
na volviéndo la cabeza hacia atrás, como para verse la falda, le di--
ga a su hija en casa: «Pinito , ¿me asoma el zagalejo? Fíjate bien*:
-«No mamá, no te asoma nada». «Pues, hija, me da la impresión
que sí.» «Pues no te asoma».
Y sí le asoma, porque desde su atalaya la señora de Monagas
exclama: «Jesús, hija, a aquélla le han dado un tirón por el zaga-
lejo o se le rompió la cinta y se lo trabó con un imperdible».
No podrá ocultarse nada ante esa ventana ominosa. Los panta-
lones rotos por detrás, los zapatos que tengan la suela agujereada
serán descubiertos desde la ventana, y la señora de Monagas ten-

423
dra hecha, con estos pequeños detalles, su conversación cotidiana.
Las amigas por otro lado celebrarán,las excelencias del prodigioso
mira-h y dirán: «Hija, en la ventana de la de Monagas se pasa un
buen rato».
-iQuién es aquélla del meneo que viene por la acera?
-iJesús, cómo se ha quedado Fulanitol
-Allá viene la tarasca de Mengana. Ahora se ha comprado un
Ford.
-Y no tiene dos cuartos.
-Adiós, Tarajano, ya se sabe todo.
Y todo 10 de Tarajano es que se arregló el otro día.
-Qué callado se lo tenía.
Y, bajo la ventana, Tarajano sonríe azorado sin saber qué ha-
cer con el sombrero que tiene medio quitado de la cabeza. Pero la
ventana es acosadora. No pierde un minuto. Tarajano se va y la
ventana se queda murmurando:
-iPobre muchacha!
-¿Pobre? ¿Y ella qué tiene que echarle en cara a él?
-Dicen que es un hombre enfermo.
-Habladurfas de la gente.
-Habladurfas no. Parece que el médico que lo trata se lo dijo
en secreto a Panchito Chirino.
-iJesús! A la media hora 10 sabría toda la población.
En esto, aparece frente a la ventana un presbítero. Es benefi-
ciado de la Catedral y le asoman, por debajo de la sotana, las
cintas de los calzoncillos.
¿Qué efecto producen estas cintas en la ventana? La señora de
Monagas es del Apostolado de la Oración y de no SCqué Ropero.
Las cintas, pues, pasan desapercibidas frente a la ventana porque
meterse con ellas es como ultrajar un ala del ángel de la guarda.
[H. M.]

EL BAILE DESOLADO
Nos hemos encontrado al Sr. Robaina algo cariacontecido...
«¿Qué le pasa, amigo Robaina?» «Pues nada, que éste es un país
de zarandajos. iUsted querrá creer que no fue nadie al baile del
Casino la otra noche?» Y nosotros contestamos al Sr. Robaina, que
dado nuestro punto. de vista social, no consideramos zarandajos a
los que no van a un baile, sino mas bien ciudadanos cuerdos que
no pierden el tiempo en boberías.
Pero el Sr. Robaina sigue indignado porque no ~610dejaron de
ir los hombres, sino que no hubo damas para emparejar las danzas.
424
-iEntonces el llamado ambigú -preguntamos nosotros- se
quedarfa intacto? «iCa!» -responde Robaina-, tuvimos que co-
mknosio entre unos cuantos para que no SC echara a perder.
Y así, incomodado y triste, el Sr. Robaina va de grupo en gru-
po protestando de un país donde todos son zarandajos porque no
van a un baile con el cu.al pensó divertirse de lo lindo el amigo
Robaina.
¿Qué hacer, entonces? Si vamos al baile, el propio Robaina
dirá que hemos bailado indecorosamente como zarandajos. Y si no
vamos asimismo somos zarandajos por no ir. Si decimos que los
dulces del ambigú no nos gustan, Robaina comentará exclamando:
«Es un estúpido; todo eso de no comer es para echársela, pues a mí
me consta que en la casa no come sino potajes y los dulces sc510los
prueba el día de Reyes, de los que les ponen en el balcbn a los
niños.» Y si comiéramos con apetito los «sandwichs» ya Robaina
nos atisbará con mirada de cancerbero para decir: «Cómo se está
poniendo aquél. Mire si es hambre atrasada. Pero debiera tener un
poco de discreción y no comer así.»
Triste cosa es ésta de ir y de no ir a un baile que le interesa a
Robaina. Triste cosa de comer o no comer del ambigú. Y si uno no
bebe, también Robaina se indigna, porque uno lo hace de pedante
para no igualarse con los que cogen sus gatas de champagne. «Por
supuesto -dirá- ese mentecato no bebe para molestar.» Y aun-
que uno crea que del único modo que molesta es bebiendo, tiene
que apurar la copa que al fin, atrevido. le viene a ofrecer Robaina:
«Si no bebes estás perdido. Estás hecho un carcamal.»
icarcamal de no beber? Robaina es, sin duda, un gran tipo.
Bebamos estas copas porque terminará nuestro amigo templado y
nos dirá alguna impertinencia de los dias pasados en John Bu11 o
en el Retiro., Hay que seguir bebiendo para no sobresalir, para
que Robaina y los suyos no crean que uno se las da de superior.
Porque aquí, desdichadamente, hasta el ser formal, es para echár-
sela.
Vayamos a los bailes y bebamos. Y si el baile ha estado tan
desolado como el último, indignémonos con Robaina y acentue-
mos el caiificativo.
iFuerte país de ladrones donde se da un baile y no va nadie!
[H. M.]

425
ENCOCHINADO
Si a nuestro dulce amigo Monagas se le ocurre irse una larga
temporada al campo y engordar en esta temporada, ya puede tem-
hlar a su regreso, pues por muy aseado que se haya ido volver8 en
calidad de cerdo a la ciudad. Porque se tropezará con Calcines o
con Fleitas que a boca de jarro le disparará estas galanterías: «Ca:
ray, Monagas, ha engordado usted como un cochino. Monagas
está más gordo que un cochino. iVaya un modo de enckhinarse,
amigo Monagas!»
Y es que en la ínsula no se puede engördar de otro modo. Por
eso es casi preferible ser siempre magro, como nosotros. En la
ciudad insular un señor no puede nunca estar grueso, sino gordo
como un cochino.
Una vez el amigo Robaina se puso malo del hígado y quedóse
transparente. El doctor le recomendó una pequeña temporada de
campo y cuando Robaina regresó, ya estaba como un cochino.
Mujica, en cambio, no se fue al campo en su convalecencia, pero
tomó leche de burra y también se puso gordo como un cochino y
eso que ya antes era cochino por naturaleza.
Nuestro amigo Galindo hizo una vez un viaje a Paris. Allí se
saturó de civilización; contempló los cuadros célebres, lns edificios
celebres, aprendió el francés y el argentino y ley6 muchos libros
famosos. Tornóse, pues, en un hombre educado, espiritual, culto.
Pero como las comidas que disfrutó eran sanas, abundantes y ex-
quisitas, sin mezcla de tollo alguno, engordó demasiado. Y al vol-
ver a su isla todo el mundo le dijo: «Pareces un cochino, Galindo,
has engordado como un cochino.» Y ti pesar de todas las sutilezas
de Francia, Galindo no pudo pasar de cochino entre sus paisanos
los insulares.
Cochino los gordos y alcaraván los flacos. He aquí la distribu-
ción que nos corresponde. Porque si uno es gordo y enflaquece, el
mismo isleño malcriado que nos llamó antes cochino nos llamará
ahora alcaraván. Aumente uno o mengüe, hay que huir del acome-
tedor isleño que tiene a gala ser indiscreto y sin educación. Para eso
esti la salvadora tartana; ella nos libra del asedio de la terrible
acera y aunque siempre suele haber algún melón que desde la ace-
ra misma le diga a uno Cochino por señas, puede uno hacerse el
distraído y dejarlo parado haciendo piruetas crin los brazos.
No es conveniente engordar. Nosotros preferimos la pérfida
conmiseración de nuestro amigo..cuando nos dice: «Qué flaco está
ustedn, que esa fruición con que nos llama cochinos.
Parece que nos quiere comer. Y aunque esto es extraordinario,
el insular legítimo es capaz de todo.
[H. M.]
426
FINADOS
Los senores de Galindo han celebrado sus finados. ¿Cbmo?
icelebran sus muertos? No, no. Los muertos de ellos solos, no.
Han celebrado los muertos en general. Se han sentado alrededor
de una mesa y con dos o tres amigos se han puesto a comer casta-
ñas guisadas y ponche.
Lo mismo han hecho los señores de Tarajano y los de Robaina.
En lugar de escribir articulos conmemorativos, estos excelentes
ciudadanos han intentado huir de la muerte nutriéndose con casta-
ñas y fortaleciéndose con ponche. Después al acostarse rezarán la
oración por los suyos, pero antes quieren ponerse a salvo de toda
funeral eventualidad.
¿Qué locura es ésta de las conmemoraciones? Unos meditan,
otros van con coronas de trapo y pebetes al Cementerio y otros
comen castañas guisadas; y todo en honor de los muertos. ¿Cual
ofrenda agradeceran mas? Probablemente estos traidores senores
de Galindo, muertos, les gustaría el pebete y acaso sentir-tan ren-
cor contra los vivos de su familia que comieran castañas en su ani-
versario. Mas no por amor, sino por vanidad, que nada hay más
gentil que un pebete ardiendo delante de un nicho emocionante
que diga: «iPadre mío!» Por otro lado, una castaña guisada es una
ordinariez, y casi siempre el que las come se toca constantemente
la nariz por ese pelillo misterioso de la castaña que se pega sin
saber cómo. El muerto, por pobre que sea, no merece que le den
la castaña con tanta profusión.
Estos finados que celebran nuestros amigos más bien parecen
nacidos, tal es el contento que ponen en guisar la castaña. Y como
el último muerto familiar fue hace cinco años, el natural dolor que
pudiera haber habido ya se disipo con los postreros trapos del me-
dio luto. Pero si otro año, el mismo día de finados, muriera algún
Galindo, ya verfamos al pariente velando el cadáver con cara com-
pungida y masticando una castaña de las que trajo en el bolsillo un
amigo de la casa: «Ni sé cómo tengo ganas de meterme esto en la
boca».
Y seguirá haciendo sus finados ocultamente. Porque hasta la
copa del ponche se tomará.
«Me tomo esto para poder pasar la noche. El café me hace
mucho daño. »
[H. M.]

427
LA PKr’A TIESA
Con estos absurdos días húmedos el amigo Galindo está que
trina, cosa que en verdad es grata porque.4 suele rebuznar coti-
dianamente.
El amigo Galindo es artrítico. IIacc unbs días amaneció con la
pierna derecha tiesa y hasta ahora no la mueve bien, está renegan-
do desde la cama. A verle fue el señor Pérez, viajante y amigo de
la Plazuela, y Galindo, apenas salud6 a Pérez, empezó a despotri-
car contra el indecente clima de panza de burro: «Este es un país
repugnante, amigo Perez, aquí se trabaja como negros para llegar
a los cincuenta años con una diabetes o con el hígado destrozado.
Fíjese usted. Yo soy un hombre relativamente fuerte y aquí me
tiene usted con la pata tiesa por culpa del reuma.»
-No diga usted eso, amigo Galindo -le responde Pérez-, si
este es un país ideal. Si usted estuviera en Río de Janeiro vería lo
‘que es bukno. Y Galindo escamado con lo de Río de Janeiro, mira
fijamente al seríor Ptrez, y como para cogerlo en una mentira lo
acomete con rapidez: u¿Y dónde queda eso?» -Pues hombre -con-
testa el señor Perez-, Río de Janeiro está en Brasil.
Pero esto es para Galindo mayor complicación, e insiste en
que este país es desastroso. Pérez, mientras tanto, loa las excelen-
cias del clima, la amabilidad de sus habitantes y la baratura de las
cosas. Y sus argumentos son siempre trasladar a Galindo a distin-
tos lugares del mundo, donde el reuma es tan intenso que hasta se
ve cómo entra en el cuerpo humano.
Mas la pata de Galindo no se mueve y su propietario irritado
tartamudea buscando palabras agresivas que dedicarle al país.
Hasta que en un momento de mayor calor, Galindo se incorpora y
observa, con asombro, que ya no le duele la pierna.
Y se levanta y se echa a la calle fingiendo dolor para seguir
despotricando. Y topa con Robaina y con Calcines que nunca han
sabido lo que es eso. .
-Pues amigo Galindo, ,en mi vida he sentido yo lo que cs cso
del reuma.
-Ya 10 sabrá -amenaza Galindo-. Aquí no hay un títere que
se escape de él. Los médicos dicen que son las carnes; claro, aquí
las vacas cuando no sirven las sacrifican..., luego el mar... Le digo
a usted que éste es un país cochino.
-Pues amigo Galindo -repite Calcines-. En buena hora lo
diga: a mí las carnes no me hacen daño.
Esto desconcierta a nuestro amigo,.incomodado con su enfer-
medad y furioso porque Calcines no sabe 10 que es eso. Y así,
cuando durante el curso de los días, se encuentran los dos amigos,
Galindo siempre le pregunta escamado, envidioso:

428
-¿Todavía no se ha sentido usted el dolor?
-No señor, a pesar de que anoche me comí un bistec que no
era muy, muy blando.. .
-Pues por ahf se empieza: por los bistecs. Se come usted uno y
luego se da unas vueltas en el muelle y llega usted a su casa balda-
do...
Y esto es lo terrible: que el baldado sólo es Galindo con régi-
men vegetariano. El bárbaro de su amigo ahíto de bistec se mueve
mejor que una bailarina.
[H. M.]

LA HUMEDAD UE LOS OMNIBUS


Ahora en las fronteras ya del invierno, el ómnibus parece encogi-
do y tieso a la vez, como esos impermeables de mala calidad. Toda
la gente que sube a ellos, es desconocida y de aspecto húmedo.
Hombres con los negros trajes de venir a Las Palmas, arrugadas las
mangas, dan esa sensación del hombre ensopado que acaba de
secarse con el pañuelo de la nariz.
Ya no van caballeros en el ómnibus. Aquí llaman caballeros a
los que tienen dos pesetas; los demás somos hombres. ¿No rccor-
dáis a vuestra criada, cuando tocan en nuestra puerta? «iQuién
es?» --de&-. Y la criada responde: «Un hombre». Y es luego el
peón del almacen. «iQuien es?», repetís otro día. *No se. Un ca-
balleron, responde la criada. Y aparece vuestro amigo Galindo, «el
del Ford».’ Pues bien, ya no van caballeros en el ómnibus. El ómni-
bus en el invierno se compone de hombres y de mujeres que espar-
cen con mayor intensidad los olores del verano. Así, de este modo,
hallaréis puesto seguro, donde quiera que esperéis. Ya no hay el
peón del amigo Calcines guardandole el puesto; ni paquetes susti-
tutos, ni gabardinas amenazadoras colocadas en el espaldar del
banco. Todos los caballeros han terminado su verano y ~610 los
hombres viajan con algún paquetito sencillo- en la mano.
Bajan los ómnibus al mediodía casi vacíos; parecen viajeros del
verano que han perdido el ómnibus y vienen a pie por la carretera.
Tal impresión de cachorra torcida, nos dan. Ha llegado el instante
de vengarnos. Ha llegado el momento de mirar desdeñosos, las
invitaciones del personal, lisonjero ahora: iVamos para arriba,
don Fulano? -Nosotros buscamos entonces otro ómnibus para
que éste se fastidie. No olvidamos el desdén del verano cuando el
ómnibus vacío, al parecer, estaba ya lleno de caballeros, represen-
tados por sus abrigos, sus peones y. sus latas de petróleo vacías.
Esa lata que siempre se olvida la señora de llevar en el carro, y que

429
después tiene que cargarla, a los dos o tres días, el paciente caba-
llero.
Preparémonos a la batalla con los ómnibus húmedos, anote-
mos cotidianamente la pequeña vida invernal de estos pasajeros de
ómnibus. Y después digamos adi&, para siempre, a estas historias.
[H. M.]

EL ZAPATO HUMEDO
Este viajero ha montado en el ómnibus con cierta dificultad;
parece por la construcción de su bigote nacido en el interior de la
da. Va regularmente vestido, pero lleva unos zapatos deteriora-
dos; uno de ellos tiene un ventanal junto al dedo meñique, un
ventanal con su persiana, que es el mismo cuero que se levanta y
se baja fácilmente. Por la ventana asoma un pedazo de calcetín
color sepia. iPor qué este hombre que viene del campo tan acicala-
do a verte ha traído este zapato enfermo? ~NO es costumbre en los
amigos del campo que visitan la ciudad vestirse como para un en-
tierro? ¿A qué ese zapato disonante?
Posiblemente la mujer Ic ha dicho; -Pancho, ponte los zapatos
viejos. Mira que hay nubes». Y Pancho se ha puesto esos zapatos
después de alzar al cielo los ojos, como cualquier suplicante.
¿Qué raz6n hay entre unas nubes y un zapato viejo? iAh!, Pan-
cho, en verano no hubiera cometido la ignominia de ponerse estos
zapatos. Pero es el invierno y esas nubes de la señora amenazan
lluvia. Pancho, para coger el auto, tiene que atravesar un cercado,
y luego, cuando regresa lo vuelve a atrávesar. ¿Qué sería de los
.elásticos del zapato nuevo, tiesitos aún, si la.Iluvia los mojara? Es
mejor el zapato viejo.
Pero a Pancho, ¿no le importa la salud? ¿Por esa ventana de su
zapato no se le meterá la corriente y le empapará el calcetín y
Pancho puede coger un enfriamiento? No. Porque el zapato es un
zapato de invierno; es el zapato que ya está húmedo de por sí y
recoge las humedades que pudiéramos llamar ulteriores sin menos-
cabo de la salud. El zapato ya a prop6sito no hace caso del agua;
es como si oyera llover. Además, el calcetín también es de invier-
no, impermeable porque es un calcetín del verano, intacto. Cuan-
do el agua pueda llegar a la planta del pie de Pancho, ya Pancho
ha atravesado el cercado y ya su mujer le habrá dicho: «Pancho,
ponte los zapatrllos de dentro de casa».
Pancho, sin embargo, esconde, con cierto rubor, los pies bajo
el banco. Y nosotros le vimos en un momento sofocado porque no

430
podía tirar de su pierna para moverse. Era que se le había trabado
la persiana en una lata de gasolina.
Cuando estos hombres de los zapatos húmedos llenan el auto es
como si uno estuviera dentro de un invernadero cerrado, nos da
frío en los pies, como en los cuartos con baldosas, y nos viene a las
narices un olor a verano disecado, que es lo más terrible.
Nosotros jamás hemos conservado los zapatos viejos del invier-
no, siempre se los llevo a la lavandera para su uso, pero ahora que
estamos viviendo un poco lejos de la ciudad, comprendemos su
rara utilidad y acaso pensemos en su nuevo destino. Pero no servi-
rán sino para nuestros amigos los Panchos. Ellos se contentan
cuando atraviesan por el lodo pensando en que son los zapatos
viejos. Y si no llueve, ya se van entreteniendo en soplar con ellos,
mnviendo el pie a manera de fuelle, y así se dan el gusto de imagi-
narse que se fuman un cigarro inglés.
[H. M.]

EL ABRIGO DE CABRA
¿Quién es este seíior? Es un pasajero de invierno. Este hombre
no ha viajado en los dfas del veraneo. Ahora viene a vender alguna
cosa que en el verano cultivó. Y trae un abrigo enorme, gordo
como de piel de cabra. Y al subir a su banco del ómnibus es como
si ‘subieran dos personas.«Hay seis pasajeros en este banco»
-decimos al cobrador-. «Cinco>, nos responde. asombrad-.
«Seis, amigo. Yo cuento por el tacto. Estoy tan estrecho como si
fueran seis».
Pero nadie nota que es el abrigo de cabra. Todos los viajeros
nos miran estupefactos. *Este señor -acaso piensan- está &-
Zlao. A fuerza de subir y bajar en el ómnibus ha perdido la sensa-
ción de las cosas».
Lo cierto es que el señor del abrigo se refucila, y cuando llega-
mos a Barranco Seco, hemos de increpar de nuevo al cobrador:
«Cobrador, van siete pasajeros en este banco».
El gabán huele además a cabra. El hombre, todo él parece co-
mo acartonado, como -esas ropas que se quedan tiesas después de
un remojón importante. Esto contribuye a que uno no pueda des-
cansar sobre él cuando el vaivén del coche va estirando el acor-
deón de los bancos. Esta uno Siempre en un filo agudo expuesto a
una cortada del abrigo.
Pero el hombre no se percata de nada. Considera su abrigo
como algo trascendental. Es un abrigo antiguo, quizás heredado,
un abrigo para dormir con él las siestas bajo la higuera amparado-
ra. En verano ha servido de almohada en estas siestas y en invier-
no, de almohada, colchón y manta. Así ha adquirido esa imper-
meahilidad nfilnlir?, que puede servir de arma inofensiva. Una
manga de este abrigo suelta es como una tubería de acero y el
cuello tiene toda la dura flexibilidad de un bastón de manati.
¿Qué fin tendrá este abrigo terrible? ~Qué hará su dueiío cuan-
do ya no pueda servirle para arropar su frío de San Mateo? Quizás
un día visitemos el cercado de este hombre; posiblemente nos ha-
llaremos ante un gallinero con techo de zinc y un poco asombrados
de ver sobre el zinc una rara manta, preguntemos al hombre:
«¿Quk es eso?» Y el hombre nos dirá que es su abrigo que lo ha
puesto allí para evitar que la lluvia cale el gallinero.
Acaso después veamos en otro lugar del cercado unas plantas
extrañas surgir de dos macetas exóticas, y el hombre nos sacará de
dudas explicándonos, cómo con un fondito de cemento ha podido
utilizar de macetas las dos mangas del famoso abrigo.
rH. M.]

LO TENGO A MENOS
Cuando un insular arrogante dice de alguna persona: «Lo tengo
a menos», ya sabemos que esta persona le rompió un día las nari-
ces o le ganó una partida de billar. Un isleño siempre tiene a me-
nos a otro isleño que es más que él. Así, si dos isleños juegan al
tresillo y uno le da al otro 10 que vulgarmente se dice una paliza, el
vencido se enfurece y no vuelve a celebrar jamás amistades con el
vencedor, porque desde el mismo instante en que éste se tiene a
más, el vencido lo tiene a menos. No es, pues, menos, sino más. Y
puede asegurarse siempre que cuando el paisano nos tiene a me-
nos, es porque vamos ascendiendo por grados. Si tresillistas, gran-
des tresillistas; si abogados, muchos pleitos; si médicos, más do-
Gentes.
Un insular tiene un amigõ. Siempre- se le ve con éste a todas
horas, en todo momento. De pronto sepáranse y no se vuelven a
saludar. Uno dice al otro: «Dejé su amistad porque lo tenía a me-
nos».
Puede ocurrir que ambos digan la misma cosa y en este caso ya
el menos no es más. El un menos que tiene el uno se junta con el
menos del otro y así hacen un total crecido,de menos. El más, ~610
tiene intervención en caso parcial, cuando este más no haga del
otro menos. Pero si hace caso y a su vez 10 tiene a menos, menos
serán los dos toda la vida, aunque viniera un tercero con un peque-
ño más a remediarlo.

432
He aqul algunas causas por qué un insular tiene a menos a otro
insular.
Porque ha recibido un bofetdn, porque ha ganado un pleito y el
otro no ha podido ganarlo; porque ha hecho una operación quirúr-
gica estupenda y el otro la ha hecho desastrosa; porque el uno no
ha robado dinero y el otro robó mucho. El que ha robado, claro,
es el que tiene a menos, al que no ha robado, pero hemos de adver-
tir que en este especial caso el menos suele ser a veces el ladrón no
por ladrón, sino por hotentote, y ser hotentote aquí es ser oficial-
mente más.
Descollar en fuerza, en espíritu, en inteligencia es ir a menos.
Mientras más, menos. Y si uno fuera por casualidad M. Anatole
France o Fray Lope de Vega, mfls o menos todavía. El colmo del
menos sería don Miguel de Cervantes.
En la ínsula ir hacia adelante es ir hacia atrás. Mientras no se
trate, claro, del dinero, porque ya así es mucho más.
Nada menos que un señor contrabandista.
[H. M.]

TERPSICORE SURGE
Con motivo de empezar los tés danzant, y los bailes de pascua,
la venta de hortalizas ha disminuido en el Mercado. Todas las fa-
milias Robainas de la localidad han reducido los potajes para com-
prarse los trapos. Lo que no asimilen en casa lo asimilarán des-
pu&, en el buîfèr de los buenos sandwich. La palidez de la anemia
se tapa con un carmín magnífico que ha trafdo ahora la droguería
Tal y el natural desvanecimiento que una papa sola produce bai-
lando en el vientre se puede achacar al estado de nerviosidad que
produce el entusiasmo por estos tés tan elegantes y tan trascenden-
tales donde suelen oírse espirituales por este estilo, con traje de
tutankamen;
-Niña, quita p’allá. Chiquilla más repugnante. A qué vendrá
ka aquí.
-Hija, iqué monada! Era una monada el muchacho.
-Es una cursi. Fljate qué colores. La enagua verde y el saco
carmin, no tiene gusto ninguno. Yo no la saludo cuando viene con
esa vestimenta.
Y así un año y otro año. El mismo danzan6 y el mismo té. La
vida es una cosa encantadora. Y cuando le pasen la cuenta al papá
éste se incomodará diciendo: «iQué pesadez de hombre!»
Ahora lo elegante es lo inglés, pero lo inglés de aqui es como
si dijéramos lo chino o lo malayo. Ya las sociedades van de capa
433
caída y aunque en otro lado cuesta el comer y en las sociedades no,
prefieren el otro lado. La cuestión es ir eliminando papas y supri-
mir radicalmente la piña. La mamá se ata el corsé con hilo acarreto
y el papá se compra pechos sueltos para el smoking que son los
que después viene a cobrarle aquel hombre tan pesado.
El afóin de lujo, de In estúpida figuración ha llegado al límite.
Hasta las sencillas artesanas que antes veíamos pasar tan sencillas ’
y preciosas con su mantilla blanca, por el puente, van ahora de
velo y blusas caras y aunque la sociedad del barrio no da tes dan-
zants, da valses con ponche y el resultado gástrico es igual para
unas como para otras.
Ahora, que nosotros, los que tenemos el deseo de comer, nos
salvamos. Suponemos que hasta después de Carnavales se podrán
comprar las patatas con alguna rebaja.
[H. M.]

PONTE EL TERMOMETRO
La señora de Tarajano se encuentra con un ataque de eso anda
en el vientre. Se ha tomado varias gaseosas a sorbitos que es como
sientan y ha reducido a leche de cacharro su alimentación, que es
como si se comiera un bkec. Han ido a visitarla las de Galindo, las
de Mujica y las de Monagas. Todas le han llevado una’ receta que
la señora de Tarajano se ha hecho aplicar.
-El año pasado estuvo ésta -dice la de Galindo señalando a
su hermana- a la muerte. Llegamos a creer que no se levantaba
más de la cama, a pesar de que se levantaba cada cinco minutos.
No se puede usted imaginar. Gastamos en papel de armenia más
que en medicina. ¿Y sabe usted con qué. se le quitó? Con lavativas
de agua caliente y limón.
La señora de Tarajano utilizó las lavativas, pero el eso seguía
andando tan campante.
La de Monagas le habló de cataplasmas en el vientre y la de
Mujica de unos sellos que no pudo tomar la señora de Tarajano
porque su amiga no se acordaba a punto fijo de qué eran.
Hasta que en medio de todos estos líos al Sr. Trajano se le ocu-
rrió comprar un termómetro y llevárselo a su dama:
-Ponte el termómetro.
Y aquf fue la tragedia. La señora de Tarajano tenía fiebre: cer-
ca de cuarenta. Y por esta causa ya se decidieron a llamar al medi-
co.
El médico vino con otro termómetro y hall6 efectivamente fie-
bre y recetó unas cosas que a la señora de Tarajano no le apetecie-
434
ron mucho. Bajó la fiebre un poco y el médico se extrañó, pero es
que no sabfa que el Sr. Tarajano había comprado un termómetro.
Y en la casa que hay termómetro la fiebre no desaparece nunca.
-Tengo un dolorcillo en la espalda.
-Ponte el termómetro. iCuánto tienes?
-Tengo dos grados.
-El niño tose mucho.
-Ponle el termómetro a ver si tiene fiebre.
-iQué colorado estás esta noche! ¿Tendrás fiebre?
-iOh, pues ponte el termómetro!
Y así en todas las casas donde hay ese termómetro terrible. El
ciudadano que padece esta obsesión del termómetro terminará ardi-
do y es como aquel otro que se pesa todas las semanas y si la
última pesó menos que la anterior ya está perdido. La preocupa-
cibn le hará perder cada semana dos kilos de peso.
En casa de Tarajano se han vuelto locos con el termómetro. La
señora mejora de su diarrea, pero siempre tiene fiebre. El médico,
desesperado, la mandó a la playa. La familia arrancó con toda la
casa y cuando ya estaban montados en la tartana se le ocurrió decir
a Tarajano: «iHan traído el termómetro?»
Fatal pregunta, porque el termómetro olvidado iba a acabar
con la fiebre. Volvióse Tarajano a la casa y aparece de nuevo
triunfante llevando en el botito de metal, la fiebre pcrcnne de su
señora.
[H. M.]

435
INDICE
9 NOTA
PREHISTORIA DE LAS CRONICAS. (16)07/1915)
:3 Yo no bailo bellas. (L.C.) 23-l-1907
14 Cómo se habla en Canarias, 1 (L.C.) 9-5-1908.
Cómo se habla en Canarias, II (L.C.) 8-g-191)8.
:; Como se habla en Canarias, III (L.C.) 13-8-1908.
22 Como se habla en Canarias, IV (L.C.) 28-8-1908.
23 Cómo se habla en Canarias, V (L.C.) 3-9-1908.
26 Cómo se habla en Canarias, VI (L.C.). 24-11-1908.
28 Cómo se habla en Canarias, VII (L.C.). 20-10-1908.
Cómo se habla en Canarias, VIII.
3: Escenas aplastantes del verano. (E.) 26-6-1915; 10-7-1915
38 Escenas isleñas. (E.) 14-7-1915

CRONICAS DE LA CIUDAD Y DE LA NOCHE


(1916/1919)

41 CRONICAS DE LA CIUDAD
Crónica del libro o Prólogo de las Crónicas.
z Dedicatoria.
49 La Alameda está vacia.
50 Tengo un escritorio y basta.
51 Don Antonio va a un entierro.
52 iQuién ha saludado, niñas?
53 Robaina está molido.
¿Ya vino?
Está en estado.
Yo no leo periódicos.
Don Francisco está de purgante.
Tengo viajante.
El señor chinchoso.
No me han invitado.
A coger la puerta.
Tengo que terminar un trabajillo.
El rellenador del parque.
Ese es un sinvergüenza.

439
66 Llámame por teléfono.
67 El negocio de la tartana.
68 Una gran persona.
69 La rajita del zapato.
70 Lo voy a jeringar.
71 ¿De quiCn es ese entierro?
72 No tengo ganas de moverme.
73 Me voy a acostar temprano.
74 No he sacado cigarros.
75 El isleño del callo.
76 El hombre de las cuatro frescas.
78 El señor que no existe.
79 Ya sabe que lo aprecio.
80 Las criadas de Vegueta.
81 El señor que sesva al campo.
83 La inquietud de los amanuenses.
84 D. Leopoldo Fleitas tiene un divieso.
85 El señor del tranvía.
86 El «güiro».
87 La careta desdeñada.
88 El domingo en Vegueta.
89 ¿Quiere un aperitivo?
91 El señor que wrne fuera.
91 El sol de Vegueta.
92 Ya se declaró.
93 Dialogo femenino en un baile.
94 El señor Robaina pide explicaciones.
96 El hijo isleño.
97 La caricatura.
98 Niña, no me relajes.
100 Habrá más calor.
101 Don Anselmo está apurado.
102 La facturilla.
103 El isleño saluda y no saluda.
104 No hay que creerlo.
105 La carta mágica.
106 Levante.
107 Las conversaciones de ayer.
108 Ya corre fresquito.
109 La seguridad del isleño.
110 El isleño se aburre emancipado.
CRONICAS DE LA NOCHE
115 Civilización.
116 En el tinglado amanece.
117 El farol de los escombros.
440
118 Nieve en la cumbre.
118 La cerilla de D. Gregorio.
119 Los novios dc noche.
120 Un niño ha muerto.
121 Un niño llora.
122 Nos mudamos.
123 La noche de Don Antonio.
123 El tranvía se escapa.
125 La tartana de la esquina.
126 iQué noche, caray!
127 Los emigrantes en la noche.
128 Un entierro en la madrugada.
129 Bendito perro.
129 Un bistec.
130 El señor Tal nos felicita.
131 La casa del Risco. *
132 La luz encarece.
133 Un aldabonazo en la noche.
134 El isleño furioso.
135 Un isleño en la carretera.
136 Beethoven en la noche.
137 Un abrigo en verano.
138 El cronista viene de la Opera.
139 Las coristas de medianoche.
140 Ensueño.
141 La última noche.

CRONICAS DE LA CIUDAD Y DE LA NOCHE


Apéndice. (1916-1919)
145 Los pianos. (E.) 13-g-1916
146 El conquistador. (E.) 20-9-1916
147 La ventana iluminada. (E.) 21-9;1916
148 El oficinista. (E.) 22-9-1916
150 El hombre de la caseta. (E.) 26-9-1916
152 El enfado. (E.) 27-9-1919
154 Los forros. de los muebles. (E.) 3-10-1916
155 Crónica de la noche. (E.) 25-10-1916
156 Crónica de la noche. (E.): 3-11-1916
157 El hombre que se calienta. (E.) 4-11-1916
158 Crónica de la noche. (E.) 6-11-1916
lS9 Crónica de la noche. CE.) 7-11-1916
160 La muralla del parque. (E.) 15-11-1916
161 La mula del carro. (E.) 17-11-1916
162.. Crónica de la noche. (E.) 28-11-1916
441
163 Crónica de la noche. (E.) 1-12-1916
164 Crónica de la noche. (E.) 2-12-1916
165 Los niños holandeses. (E.) 2-12-1916
166 Es una gran persona. (E.) 9-12-1916
167 Crónica de la noche. (E.) 14-12-1916
167 El negocio. de cébollas. (E.) 18-12-1916.
169 Crónica de la noche. (E.) 18-K-1916.
170 Crónica de la noche. (Ei) 22-12-1916
171 La boda. (E.) 23-12-1916
172 Crónica de la’ noche. (E.) 23-12-1916
173 Crónica de la noche. (E.) 27-12-1916
174 El Señor que llega. (E.) 28-12-1916
175 La alpargata colgante. (E.) 12-l-1917
177 Crónica de la noche. (E.) 30-12-1916
177 Crónica de la noche. (E.) 16-10-1917
178 Crónica de la noche. (E.) 22-10-1917
179 Crónica de la noche. (E.) 26-10-1917
180 Crónica de la noche. (E.) 27-10-1917
181 Crónica de la noche. (E.) 27-11-1917
183 Las barberías. (E.) 29-11-1917 f
184 Diálogos vulgares. ‘(E.) 1-12-1917
186 Ideas insulares. (E.) 5-12-1917 t
187 Crónicas de la noche. (E.) 7-12-1917 5
388 El hombre activo. (E.) 10-12-1917
190 Crónica ,de la noche. (E.) 19-12-1917
191 C’rónica. de la noche. (E.) 19-9-1918
192 El proyecto del puenk. (E.C.) 20-6-1919
193 Asociación de criadas. (E.C.) 28-6-1919
194 El señor del agua agria. (E.C.) 30-6-1919
195 Nadie lo sabe. (E.C.) 8-8-1919
196 No se debe estar aquí. (E.C.) 19-8-1919
197 A ver si me hace un favorcito. (E.C.) 20-8-1919
199 Se opone. (E.C.) 21-8-1919
200 El tabardillo. (E.C.) 25-8-1919
201 Doble misterioso. (E.C.) 30-S-1919
202 Mujica va a hacer una visita de luto, (E.C.) 2-9-1919
203 Tiene una novia. (E.C.) 4-9-1919
Al Pino. (E.C.) g-9-1919
2: No fuimos este año. (E.C.) 13-9-1919
206 El señor de la esquina espera el médico. (E.C.) 16-9-1919
207 LHa visto usted? (E.C.) 18-9-1919
208 No he recibido la mercancía. (E.C.) 19-9-1919
209 Niña, isabes quién se ha casado? (E.C.) 20-g-1919 ’
210 Monagas, enroñado. (E.C.) 31-10-1919
211 Tiempo sur. (E.C.) 5-11-1919
212 El estómago flojo. (E.C.) 6-11-1919
442
213 Galindo, antibolchevique. (E.C.) 8-11-1919
214 Cualquierita. (E.C.) 7-11-1919
215 Ya entra. (E.C.) l-12-1919
216 Los viajes a Londres. (E.C.) 11-11-1919
217 1-a ballena del corsé. (E.C.) 12-11-1919
218 Fleitas en el municipio. (R.) 15-12-1919
219 La idea política. (R.) 28-l-1920

MEMORANDA (1920)
223 El avión se fue.
224 La existencia en un hilo.
225 Nos morimos menos.
226 Un pequeiio genio.
227 Mejor y peor.
227 Uno ~610.
228 Nuevo silencio.
229 Los dos vapores iguales.
229 El Apbstol Pablo.
230 Llamar la atención.
231 Todos menos uno.
232 Lluvia polftica.
233 Un marinero.
234 El cielito infernal.
235 Noroeste.
236 Piñata.
237 Nada.
237 Sin duda.
238 Correo de marte.
Bi iF+$cologla
I popular?
.
241 El almanaque no se ha equivocado.
242 A la mula no le importa.
243 El vagón cerrado.
244 El Rosario de la Aurora en el ocaso.
245 Sol.
245 Acábase la luz y la luz...
246 A La Habana me voy.
247 CuanJu resucitan.. .
248 Un japones bebido.
248 DLas de luto.
249 El señorito anuncia el verano.
250 Los biombos ambulantes.
251 Por qué desaparece el laurel.
443
252 Las hojas de rosa.
253 El recuerdo oloroso.

NUEVAS CRONICAS. (1921-1924)


257 Las azadas de agua y el amor. (E.L.) 5-9-191
258 La recaída de Zerpa. (E.L.) 13-9-1921
259 El destino de Robaina. (E.L.) 14-9-1921
260 La rozadur+ (E.L.) 15-g-1921
262 Trabajar por su cuenta. (E.L.) M-9:1921
263 El calor del Sr. Camejo. (E.L.) 16-9-1921
264 Se ha vuelto a arreglar. (E.L.) 20-9-1921
265 Estoy aburridillo. (E.L.) 21-9-1921
266 El equilibrio de las letras. (E.L.) 22-9-1921
267 El baratillo. (E.L.) 23-9-1921
268 Me 10 esperaba. (E.L.) 24-9-1921
269 Todos los días lo veo. (E.L.) 26-9-1921
271 El rico y su regocijo. (E.L.) 27-9-1921
272 El señor de la acedía. (E.L.) 28-9-1921
273 La suerte o el partido. (E.L.) l-10-1921
274 El servicio doméstico. (E.L.) 4-10-1921
276 El Sr. Umpiérrez y el cambio. (E-L.) 5-10-1921
277 El señor de la tartana. (E.L.) 7-10-1921
278 He tenido que hacer. (E.L.) g-10-1921
280 El que arregló el ambigú. (E.L.) 12-10-1921
281 DC pacotilla. (E.L.) 13-10-1921
282 El diletante inteligente. (E.L.) 17-10-1921
284 El que no es socio. (E.L.) 19-10-1921
285 El viaje de Chirino. (E.L.) 20-10-1921
286 Las niñas desbarajustadas. (E.L.) 21-10-1921
288 El ajuar. (E.L.) 22-10-1921
Z8Y La pequeña gloria. (E.L.) 24-10-1921
291 Los que se llevan bien. (EL.) 24-10-1921
292 Está sofocada. (E.L.) 25-10-1921
293 Hasta la coronilla. (E.L.) 26-10-1921
295 Fin de verano. (E.L.) 27-10-1921
296 La gloria ínfima. (E.L.) 29-10-1921
297 La lavadera. (E.L.) 4-11-1921
298 La figuración. (E.L.) 5-11-1921
299 No espero a nadie. (E.L.) 7-11-1921
300 iQuiere tomar algo? (E.L.) 8-11-1921
301 Fabelo compra un sombrero. (E.L.) g-ll-1921
302 Como un animal. (E.L.) 11-11-1921
303 A ver si está. (E.L.) 12-11-1921
304 Mucho que me gusta. (E.L.) 14-11-1921
444
305 iQué espera? (E.L.) 17-11-1921
306 El cañón. (E.L.) 22-11-1921
308 Para arriba. (E.L.) 23-11-1921
309 Se la sonsacaron. (E.L.) 25-11-1921
310 La nalga y el negocio. (E.L.) 26-11-1921
311 Se reúnen las muchachas. (E.L.) 28-11-1921
312 El gramófono. (E.L.) 30-11-1921
313 EI metido. (E.L.) 2-12-1921
314 La conferencia de las horas. (E.L.) 7-12-1921
315 La incomodidad. (E.L.) 12-12-1921
316 El señor del Teatro. (E.L.) 14-12-1921
317 El senor que ronca. (E.L.) 1612-1YZl
318 Las dos personalidades. (E.L.) 17-12-1921
320 Todito. (E.L.) 20-12-1921
321 Entretenidas. (E.L.) 21-12-1921
322 Yo creía.. . (E.L.) 27-12-1921
323 Vamos a verlas. (E.L.) 28-12-1921
325’ La parienta. (E.L.) 30-12-1921
326 La tos. (E.L.) 31-12-1921
327 Desconsideración. (E.L.) 3-l-1922
321 Las Pascuas de Fabelo. (E.L.) 3-l-1922
328 El favorcillo. (E.L.) 4-1-1922
330 La rodillera. (E.L.) 9-1-1922
331 ¿Por quién doblan, niñas? (E.L.) 13-1-1922
332 Votos a mí. (E.L.) 25-1-1922
333 Pleitas influyente. (E.L.) 26-l-1922
335 El esfuerzo. (E.L.) 27-1-1922
336 Las piernas del candidato. (E.L.) 31-i-1922
337 Paseos de Robaina, 1 (E.L.) 22-2-1922
338 Paseos de Robaina, II (E.L.) 22-2-1922
339 Paseos de Robaina, III (E.L.) 23-2-1922
340 Tengo una novia. (E.L.) 2-3-1922
341 No trae nada. (E.L.) 4-3-1922
342 Diversiones (E.L.) 7-3-1922
343 El servicial Mujica. (E.L.) 9-3-1922
344 No he recibido nada. (E.L.) 13-3-1922
345 Muriú ilustre. (E.L.) 14-3-1922
346 La esquina de Camejo. (E.L.) 22-3-1922
347 Ligas, niñas.. . (EL.) 28-3-1922
349 Bazar. (E.L.), 3-10-1923
350 Tiendas, (E.L.) 4-10-1923
351 Baratillo. (E.L.) 5-10-1923
353 Violines.. . (E.L.) ll-lo-1923
354 Un señor con dos botellas. (E.L.) 23-10-1923
355 Fiereza fracasada. (E.L.) 24-10-1923
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356 Un pequeño problema. (E.L.) 27-10-1923
357 El mal gusto. (E.L.) 29-10-1923
358 Con la mrísíca a otra parte. (E.L.) 30-10-1923
359 Espectáculo natural. (E.L.) 5-11-1923
La mujer de las 365 misas. (E.L.) 7-11-1923
3” Limpieza inaudita. (E.L.) 21-H-1923
362 Un papel sucio. (E.L.) 23-11-1923
363 Post-festejos. (E.L.) 27-11-1923
364 Nuestro amigo Barranco. (E.L.) 29-11’1923
365 Las natillas simultáneas. (E.L.) 1-12-1923
366 Influencia. (E.L.) 5-12-1923
367 Ya se queman las chozas. (E.L.) 6-12-1923
368 Un señor furioso. (E.L.) 10-12-1923
368 Gripe indecorosa. (E.L.) 14-12-1923
370 Cambiando impresiones. (E.L.) 22-12-1923
371 Aguinaldos. (E.L.) 28-12-1923
372 Siguen los aguinaldos. (E.L.) 29-12-1923
373 Nuevo año. (E.L.) 2-1-1924
374 Reyes... (E.L.) 3-l-1924
375 Ya no queda nada... (E.L.) 5-1-1924
376 El 13. (E.L.) 15-1-1924
377 El convaleciente urbano. (E.L.) 9-2-1924
378 Regetas ambulantes. (E.L:) 20-i-1924
380 El chalet. (E.L.) 27-2-1924
381 Vanidad iniantil: (E.L.) 29-2-1924
Robaína dc Picrrot. (E.L.) 7-3-1924
E -Fleitas roba un libro. (E.L.) 8-3-1924
385 Bis. (E.L.) 10-3-1924
386 Cosas de indick. (E.L.) H-3-1924
387 Luces cadáveres. (E.L.) 13-3-1924
388 Vieja opereta.
3YO Sentimental. (E.L.) 17-3-lY24
391 Terremoto. (E.L.) 8-4-1924
392 El automõvil de Robaina.
393 ¿Qué piensan esas cabezas? (E.L.) 5-5-1924
395 Casa en el campo. (E.L.) 21-7-1924
396 «Distracciones». (E.L.) 26-7~1924
397 El admirador del limpiabotas. (E.L.) 29-7-1924
397 Peleas de carneros.
398 Don Salustiano. no ha llegado.... (E.L.) 31-7-1924
399 Dentro del ómnibus. (E.L.) 4-8-1924
400 El bárbaro del ómnibus. (E.L.) 11-8-1924
401, Los ricos son los primeros madrugadores. (E.L.) 13-8-1924
402 La tragedia del. ómnibus. (E.L.) 18-8-1924
403 Maldito clima. (E.L.) 19-8-1924
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404 El seiror Paquete. (E.L.) 23-8-1924
405 Fruta prohibida. (E.L.) 27-8-1924
406 Fiestas de Ayer. (E.L.) 29-8-1924
407 Yo me arrimé a un pino... (EL.) l-Y-lY24
408 Pequeña historia de la cachucha. (E.L.) 4-9-1924
409 El ciudadano del puro. (E.L.) 5-9-1924
410 Los carreristas. (E.L.) 9-9-1924
411 El malcriado del ómnibus (E.L.) 12-9-1924
412 El resignado del ómnibus. (E.L.) 16-9-1924
413 El odio del ómnibus. (E.L.) 22-9-1924
414 Yo le doy cuarenta duros. (E.L.) 24-9-1924
416 La mujer del pie. (E.L.) 26-9-1924
417 A fin de mes. (E.L.) 30-g-1924
418 Todos son simpáticos y monadas. (E.L.) g-lo-1924
419 Lus Pobres aldeanos. (EL.) 14-10-1924
420 Una casa en la calle Triana. (E.L.) 16-10-1924
422 Un escritorio.. . (E.L.) 21-10-1924
423 La ventana terrible. (E.L.) 28-10-1924
424 El baile desolado. (E.L.) 31-10-1924
426 ’ Encochinado. (E.L.) 2-11-1924
427 Finados. (E.L.) 5-11-1924
428 La pata tiesa.
429 La humedad del bmnibus. (E.L.) 12-11-1924
430 El zapato húmedo; (E.L.) 14-11-1924
431. El abrigo de cabra. (E.L.) 18-11-1924
432 Lo tengo a menos. (E-L.) 10-12-1924
433 Terpsícore surge. (E.L.) 15-12-1924
434 Ponte el termómetro. (E.L.) 17-12-1924

{$.ELO, CIUDAD.

(E:c.) EL CIUDADANO.
(R.) RENOVACION.
(E.L.) EL LIBERAL.

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