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Gmcoún ojtcrel U* An^MUa Fuatar

Itaifraoones C*m «o Cardan*


Fotogrel'aportad* ScephanLcbel
O eg'em do&o: Alton so Vaga O
O iM to da eubwta: AHonM \to#a O
« Jacqu etr* B a ta ta
e E d ciw w t SM CMb S.A
Pocuro 2007. P rovdtncu. S m ago

ISBN B56-J64 263-1


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Im craM n: krp i» n u SaUsunos


O I Oana 14*6, Sam ugo

Nwaai'oa sincero* a g rtftC K n ionios • la Congtftgacion


Fram acana y 8 tu Padre provine**. RaU Admarm. y U
d rtc to ra OHMuseo CdOAM* M San Franoooo. ttfto ra Roaa
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M m ru M n de rwngLT*tom a o per cualqw * mado.
ya m «lacM fltoo. moe*r»eo. po> fotocopia. po<
r*g « iio u Qlroa método*. * n «l panm o pr»^o y
peí átenlo da loa bM aret dol ooc^nghi
Simón y el carro
de fuego
Jacqueline Balcells
o '

m
A mis nielas J

Mis agradecimientos a O
Echeverría Doctora en Hiuoria.
ayuda en la elaboració
6
Capítulo I

F.l, DbSCUBRIMIENTO

M I QUERIDO Simún.
Uteamos hace tres diat de Urna y mañana
paniremoi hacia Jai montañas. a un lugar donde
vivió hace milft de años un pueblo indígena.
Dejaremos las maletas con eí padre Modesto, un
franciscano que conocimos cuando visitamos el
«mvvnfo y dei i¡ue m a hemos hecho muy amigos.
De vuelta en La Serena te compraré las
papayas confitadas que me encargaste. También ifr
tengo un pequeño tesoro histórico que le va a
encamar
Pórtate bien con tus abuelos.
Be¿tu y otsos ae tus pap4Íi que te quieren
mucho.
Ana

7
Simón, recostado en su cama. volvía a leer la
caita que guarda*» en su velador y que ya era un
verdadero estropajo de papel en el que apenas se
distinguían la* letm . Cuantío era chico le gustaba
que su abuela se la leyera por lux nochcv y luego
venían la* mil preguntas acerca del tesoro que su
mamá le anunciaba y con el que soñaba después.
UiUk vcccs era el arco y las flechas de algún famtvo
gucncro indígena; otras, el manto del Inca tejido
con ptkn de murciélago. del que le habta contado
«i papá. Al pasar el tiempo, la cana quedo guardada
entre tas páginas de su libro preferido: Imj a\rnturui
de Ton SoH'yer. y no le gustaba ya acordarse de
ella porque le daba pena y se ponía a llorar. Y a
Simón no te gustaba llorar, ni siquiera cuando eslaba
soto. Unos días atrf*» luego de visitar con su cuno
una exposición de pintura en el Musco de San
Francisco, algo que vio en uno de los ciudfos y que
lo óc¡6 completamente sorprendido e ininjpdo. lo
había llevado a releerla.
—¿F.rfá» lisio, Simón?— escuchó la vo; de
su abuela— ¡Ya estamos atrasados'
—¡Voy. Pepa!— exclamó, levantándose de un
salto—. Acuérdate que me prometiste que hoy
iríamos a misa a San Francisco.
Simón vivía con sus abuelos desde que tenía
cinco atoa, cuando sus padres ponieron a un viaje
de trabajo Ambos eran arqueólogos y esa vez se
internaron en la cordillera, con un arriero. N mguno
de kM tres volvió y luego de varios días de búsqueda

0
los cnconiruroo niuenos. bajo up desprendimiento
de tiem y roca*. Ua tiempo después, desde el
convento franciscano de La Seremi llegó un paquete
con libros. una malcl* con topx, una curta de pésame
del Superior del convenio y un carro de matera del
pone de una nuno, que tenia fom u de dragón y
cataba lirado por <k» briosos caballitos blancos. Por
m u c h o tiempo ese había sido m í juguete preferido
con el que pasaba horas tendido de guata en el sucio,
haciendo galopar y soltar a ku caballo».
Para Simún. Pepa y Juan habían »»do sus
padres. Cuandoerumáschicoy s u compaAero# de
colegio le preguntaban por qué tenía unut papés
tan viejos, sentía algo así como un coaquillita en el
^ estómago que k> ponía triste, pero ripidanxnic se
5 consolaba pensando que tenia una abuela que hacía
v cosas extraordinarias. como manejar marcha atrás
s> cuando murria avanrar cooua el tránsito en una calle
de un solo sentido, experiencia aterradora que a
Simón le fascinaba porque la encontraba "límite".
Y un abuelo semi inválido, pero muy entusiasta,
que no se cansaba nunca de contar sus aventuras a
bordo de ta yate durante una travesía por el Pacifico
sin repetirse nunca, por k> que Simón sospechaba
que mucho* de sus peripecias eran inventadas. Clan»
que hacían cosos que de chico k daban vergúenz*.
como el día en «jue vinieron sus amigos y el abuelo
se quedó dormido en el sillón del living roncando
como helicóptero o la ve¿ que la abuela apareció
frente a sus compafteius de curso con una máscara

9
de puré de pollas en la cora, luego de haber leído
consejo» pira eliminar las amiga» en un suplemento
naturista del periódico.
Simón ahora calaba por cumplir doce «ftos.
Era un nido reflexivo y bastante maduro para tu
edad. Los ronquidos dd abuelo y tes extravagancias
de dgña Pepa le daban risa y ya no le importaban.
Su pequeha pena era otra: aunque se sentía muy
querido, umtxéa se sentía solo. Le habría gustado
lener mochos hermanos, como m i amigo Andrés, y
una casa llena de risa» y de música y de gente
entrando y saliendo. La abuela se complicaba con
I» vúius, el abuelo no soportaba la música fuerte,
a menos que fuera una ópera, y los do» se punían
lan nerviosos cuando él estaba invitado a alguna
parte, que lo atiborraban de consejos y lo despedían
como si se fuera a trasladar de comínente.
—Apúrate que no quiero llegar larde—
insistió la abuela.
Simón se anudó un polerón al cuello y en vez
de tomar el ascensor, bajó corriendo por las
escaleras. Iba silbando una música de moda, un
animado, que luego su abuela comentó.
—No te reconozco. Siempre refunfuñas
cuando te ptdo que me acocnpa&es a misa.
—Es que boy vamo»»S*n Francisca abuela,
y no a usa iglesia que tiene el mismo olor que esa*
bolitas de ñatísima que pones en tu doset para que
no lleguen polillas. Además, al cura ni se le entiende
k> que dice— le contestó Simón.

1A
—Reconozco que las prédicas de eje sacerdote
mxi un poco confusas Por ahí no anda su don.
—¿Su don?— lo interrumpió Simún.
—SC pues, iodos tienen un doo para algo, que
les otorga el Espíritu Santo...
—¿Y qué don me habrá dado a mi, Pepa?
—Seguramente mucho*.
Pao Simón ya no la ota y igitatea losbtazuv
saludando a una mujer colorína que caminaba por
la vereda dd (rente, seguida de tres gato*.
—¡Hola Miulina!— gritó.
—Esa mujeres rarísima— comentó la abuela.
—¿Qué tiene de rara?
—De partida. el nombre.
—Por ¿i no lo sabes, me dijo que era un
nombre medieval.
—Igual es raro. Yesos ira gatos que la siguen
/V

como si fueran perros...


—¿Y eso qué tiene? ¡Todo porque a ti le
cargan los galos'
—Basta ver como se viste— dota Pepa no
cejaba—: vestidos llenos de vuelos, zapatos
puntudos que ya nadie usa y una batería de pulseras
y collar» Además, habla sola.
—No habla sola, habla con sus gatos.
—Lo único que le falla decir es que los gatos
k conicslan, y además en inglíx, lo que no me
extrañaría. porque te has puesto meiuimo.
En realidad Simón se había puesto bastante
mentiroso, pero se justificaba diciéndose que era la

11
única maoeni (fe sobrevivir con unos abuelas uní
sühje pfcKectore». La primera vez fue cuando dijo
que iríj a estudiar cun un compuiWru de c u rs ó le
vivía cerca)- partió en cambio a vagar por «I Parque
ForeMal. El pasco »c convirtió en una experiencia
entretenidísima que decidió repetir. Asi. escapada
tras escapada, tome ruó a hacerse de una caninUd
de nuevo» amigos, como ItiUl Miulina, i|uc hablaba
cun accnio apuñol y lanzaba exclamaciones puco
usuales O palabras inventada» que le encartaba
escuchar, como "recórtholis" o "saMambocnha".
Consonaba a menudo con don Hernia el barrendero,
que recogía las hojas seca* y también monedas y una
cantidad increíble de objeten, como botonex, cucharas
de plástico o crcundedurcs vacíos que iba guardando
en una bolsa que ILevabucolgóla al cuello; y ci hijo de
étte. EJvis. que conocía el bom» mejor que nadie y
que insistía en que Miulina era una bruja poique
recotccuba boj*» y raíces para preparar brebajes.
—Pero es una braja buena- aclaraba —
porque me compra helados.
La abuela caminaba rápido, pero sin poder
seguir los pasos a mi nieto, <|uc a cada instante se 1c
perdía de vista. Cuando éste aparecía. se quejaba:
—Por lo menos en las esquinas podrios
esperarme
—¡Si no cs& vieja. Pepa! ,No necesita* qi
te ayuden a cruzar la calle! ¿Qué vieja manejaría
la velocidad que lu lo haces o se subiría a ev.
escalera enckoque que tienes, a limpiar vidrios?
Y dofta Ptfu sonreía encantada.

12
o¿ ‘" n / j

13
Capítulo II

EL CARRO DE FUliCO

L a M ISA la cckbró un succrdute flaco,


pálido y pelad» que a Simón le cayó muy bien
poique en la prédica dijo que do todo» se iban a
salvar por ir a misa, que era lo que él pensaba de
don Pelayo. el >«cülo de arriba, que no *e perdía un
domingo en la iglesia, pero que a la salida le pegaba
patada» a los perros vago» y trataba de flojo inmundo
a Juan, el mendigo del parque. Simón no lo
soponoba.
La abuela siempre contaba que había sido
soprano en el coro de su colegio y no había nada
que le gustara m is que cantar efl las ceremonias
religiosas. Simón esperó impaciente que entonara
los últimos acordes con los ojos cerrado* y voz de
gorsunu»; y luego del prolongado y musical amén

14
que se repitió tres veces, la tiró üe la manga
recordándote <{uc visitarían el Museo Colonial. que
estaba al lado de la iglesia. Lo que le interesaba era
la colección «le cuadros sobre la vida de San
Francisco, y especialmente uno de ellos, que no
podía aportar «le su mente.
Cogió a su abuela de la mana y la arrastró
casi, hasta el lugar donde se exponían los cuadros.
Las inmensa* pintura*, que ocupaban casi por
cúmplelo las paredes del lugar, formaban una serie
que representaba el nacimiento, vida, milagros y
muerte del santo. La serie haíjíji sido restaurada
hacía poco t>cmpu en Chile'y los cuadren grandes,
coloridos y llenos de personajes llamaban la
atención de los niños.
—¡Mira. aboelal-Simón se detuvo Trente a
una tela que mostraba a San Francisco en ua carro
o¿

de madera suspendido en el aire y tirado por dos


caballos blancos. El carro era una especie de barco
antiguo. que tenia en la proa, en la popa y a un
costado, una cabeu de niño. Entre sus ruedas
delanteras estaba posado un pájaro con cabeza de
perro, de cuyas Fauces salía un palo que sostenía
unos orases rojos atados a los caballos. El carro
estaba rodeado por un intenso halo de luz, que
parecía fuego. Siete monjes, arrodillados y de pie.
contemplaban al santo en lo alto.
—¡Qué bonito!
—Qué bonito, ¿y qué más, abuela?
—A ver...—dijo ella acercándose a la tela.

15
pues ya no tenía buena vina, pero como era
pretenciosa nunca se ponía anteojos cuando salía.
—¿No te das cuenta de que esc curro es igual
igual al que me mandó mi mamá?
—Si. parece...
—,No parece, Pepa, son ¡dénticx»!- se exaltó
Simón—.Mira bien: ¡Iüí mismas rueda*, las mismas
cabezas de los mftos. los mismos caballos Mancos..!
—¿Te gusta esa pintura, joveticito?
La voz ronca lo sobresalió. A su ludo, un
hombre fornido, de nariz aguilena y haita blanco,
sonreía amistoso. Tenia unos ojos azules de mirada
penetrante, rodeado* de amiguitas que con la risa
crecían. Vestía pantalones negros y una camisa
suelta que no alcanzaba a disimular su incipiente
huriga. Llevaba una cruz de madera oscura colgada
al pecho. Simón se fijó en que usaba sandalia*
—Dice b leyenda —comenzó, sin esperar
respuesta— que una oscura noche los frailes del
convento de Suí Francisco vieron aparecer en k>
alto un cano oue parecía hecho de fuego y que
resplandecía ctroo el sol, conviniendo lo noche en
día. Pnmcro Jos frailes se aterrorizaron y luego se
dieron cuenta de que no sólo se iluminaban sus
cuerpos, sino que también podían ver el alma de
sus hermano» jr leer sus pensamientos talonees
supieron que en ese carro iba el alma de San
Francisco, a qui m Dios había concedido esa gracia.
—¿Y el carro era igual a ese?—preguntó
Simón, muy impresionado.

16
—Los animas piolaron ese caao y esos
caballos basándose en la leyenda, pero
imaginándolos a .tu manera. En o la colección
pictórica la gente que aparece c o i vestida según la
costumbre y uso» de lu ¿poca de los pintores, el
siglo XVII, y no de la época en que vivió Sun
Francisco, que fue a coraiecuos del siglo XUI.
—¡Qué fascinante lo que nos cuenta!* se
cniu\uMW> doAo. Pepa.
Pero Simón volvió rápidamente a lo que le
internaba:
—Es que...¿sabe? ¡Yo lengo un carro con
caballos klémicx) a ese!
—¡No me digas! Te duí que respecto a ese
cairo hay una Larga historia.
—¿Si?—la respiración de Simón se aceleró—
¡Por c*o mi mamá decía que era un tesoro, por eso...!
—Simón. Simón, na te em pieces a
61

entusiasmar. ¡Este niño es muy imaginativo!—


explicó la abuela.
—¡No es imaginación, Pepa! ¡Mi mamá era
unjueóloga: por algo dijo...!
—¡Cálmate, hijo! Haremos lo siguiente: tu
me muestras el carro y yo le cuento la htoono. Ven
muAuna por la unte, a Us cinoo. Pregunta por mí
en la portería: soy c( pudre Gerónimo.

17
Capítulo III

EL C1-AÜS7HO

OIMÓN NO se podía quedar dormido de lo


nervioso y entusiasmado que cuaba. ¿No por nada
su mamá le había dicho que le enviaba un tesoro?
Quizás esc carrito de madera era algo increíble y él
lo podría venda y se haría míllonaiio y k compraría
una ickvisión bten grande a mi abuela, que estofo
un corta de vista, y una chaqueta nueva a mí abuelo,
porque la que usaba tenía los codos un poco raido*,
y doña IVpa había icmdo que mandarte a poner uikk
parche* de cuero. ¡Ah', y le compraría tamban un
auto nuevo a Pepo, con cambio automático para que
no los hiciera sonar laitto. y...
Üu noche soAó con su num i
Al díauguiente. a las cinco en punto, estaba

18
en la iglesia de sm Francisco. tocando co la portería.
En una bolita de gamuza café que k había dado su
abuela, llevaba el carro con lo» caballos.
Le abr»6 un hombre flaco, que e n casi de tu pone.
A Simón k pareció que era turnio, pero después ic
(Jk>cuenta de que %6k>tenia los ojos muy junios.
—¿A quién buscas?
—Al padre Gerónimo.
—El padre Gerónimo está ocupado.
—El me dijo que viniera.
—¿Te citó?
—Me dijo que viniera- repiuó Simón, hosco.
El tipo le había coido mal Tenía las comiuiras de
k» labios caídas, lo que k duba un aire de mal
humor. y no miraba a los ojos al hablar.
—Voy a ver si puede recibirte—. Y le cerró
ta puerta en la» narices.
Peni Simón no tuvo que esperar mucho,
ó¿

porque no había posado ni un minuto cuando ta


pueda se abrió de nuevo y apareció el padre
Gerónimo.
—Adelante, joven. Perdona que Hilario te
haya dejado afuera, pero se me olvidó avisarle que
vendrías y ¿1 cuida mucho nuestra privacidad: no
le olvide* rb* epK ¿ste es un claustro.
—¿Un claustro?
— Claro, ¿no sabes lo auc » mp claustro? El
higardonde babilonios religiosos guesc retiran del
mundo para orat.
Caminaban por uno de los espaciosos

19
corredores que se abría u un jardín ccnir.il Un
frondoso que casi parecía un bosque: un bosque de
robles aftosos, paulonias floridas. pulios m is alius
que una casa, jaim ines perfumados. naranjos
cargados de frutas, palmeras enhiestas, ciruelos de
hojas moradas. Y en el medio del jardín, custodiada
por los árboles y las plantas, una enorme pajarero
de lecho abombado habitaba a decenas de canarios
verdes y azules que trinaban a destajo. Un poci* m is
allá. una fuente de piedra acuyía a gorriones y
¿oréales, que aleteaban sacudiéndose y salpicando
agua. También había dos penw echado» al m>1 y
unos cuantos gato* durmiendo enroscados sobre
unos sillones de mimbre viejos. Era como estar en
el campo, pensó Simún, pues salvo el canUi de los
pájaros, el murmullo de las hojas mecidas por la
brisa y el ruido de los propios pasos, el silencio era
completo. Parecía increíble que esc jardín existiera
en el centro de Santiago y en medio de una avenida
tan ruidosa com o era U Alameda Bernardo
O'Higgins.
—¿Te gusta este lugar?—preguntó ct padre
Gerónimo.
—Hay muchos animales-
—Siguiendo el ejemplo de nuestro hemíono '
Francisco, que amaba a los anímale» y a los pájaro»,
hemos acogido a unos cuantos aquí- sonrió el
sacerdote.
—¿Es muy antigua esta construcción?—quiso
saber Simón, mirando las enormes arcadas blanca'

20
de los corredores, parecidas a la* que había en la
casa de campo ac sus tíos en Chimbáronlo, y que
tenían m is Je cien ¿titos. Claro que teus eran mucho
m is grandes.
—La iglesia y el clathirn de u n Francisco son
las construcciones más. antigua* que tay en Santiago
de Chile. Cuando Podro de VJdivia llegó a fundar
Santiago traía «m ¿I la imagen de la Virgen dei Socorro
y mandó a consiniir aquí una remita para ella. Aftos
después e»w lugar pasó a manos de nuestra orden, que
edificó una igleNia. la primera se derrumbó con un
terremoto, pero la inunda, construida en piedra, es la
que ve* hoy.
En esc momento se cm¿arun con un monje muy
vtejíU), que traía un «jsjcU» enuc sus manos. Pasó al
o¿ * * í / m

lado de ellos, como un íaniawna, taludándolos con un


leve parpadeo.
Caminando a la sombra de la* arcadas negaron
hasta una enorme puerta de madera que había al final
del pswl lo y por ella entraron al museo- No era día de
v&tas y estaba todo oscuro. R1 padre Gerónimo
encendió una luz.
—Sentémonos— dijo el t rancticano. indicando
un banco de madera que enfrentaba la pintura del santo
que iba en un cano suspendido en el aire.
En esc momento apareció Hilario con una
escoba, una pola y un plumero.
—Hilario, no es el momento de hacer el aseo—
lo reconvino suavemente el pudre Gerónimo. Luego
se diripó a Simón—: ¡veamrn: mwSinunc tu tesoro!

21
Mientra» Simón se estorbaba en «¿car el juguete
atorado en la boba demasiado estrecha que le había
dado su abuelo, Hilario pasó con energía el plumero
por la cabeza de yeso de un pálido y ojeroso San
Francisco, y luego en silencio abandonó el luga».
Ei padre Gerónimo examinó el carro y k»
caballos con extremo cuidado. Eran exactamente
iguales a lo» que tenían al frente: las mismas líneas
del carro, que lo hacían semejar a un dragón; la»
mismas rueda» con rayo»; los mismos «meses rojos
con broches negros jr dorado»; los mismos cabulla*
blancos con las patas delanteras dobladas en un
galope y las orejas puntudas, que parecían cocinas.
—Tenías tazón: es una copia exacta del carro
del cuadro. Me gustaría que me lo dejaras para
mostréeselo a un experto. ¡Qué curioso...1
Simón estaba impresionado por el inuaís del
franciscano y también por el silencio y lo imponente
del lugar. Las pinturas que los rodeaban parecían
estar vivas, tal eran los colores y la presencia de
sus personajes.
—En esa época las pinturas en las iglesias no
sólo eran adornos, sino una manera de enseftor a
los indígenas y a mucha gente de la época, que no
sabta leer, la vida de Jesús, de la Virgen y de los
santos —explicó el sacerdote.
—CY me va a contar la historia del carro?—
preguntó Simón, impaciente.

22
ru '" " W

23
Capítulo IV

DOÑA ENGRACIA

- E n EL ligio XVII. )ov franciscana* del


convenio de Santiago encargaron al Cuzco una ¡ave
de cincuenta y cuatro lienzos con la vkb de San
Francisco— comenzó el padre Gerónimo.
—¿Y por qué los encujaron tan lejos? ¿No
los podían pintar aquí?
—Entonces El Cuzco era una ciudad
importantísima, porque cuaba en el centro del
virreinato de) Peni, que era muy rico, pues los
cspafales habían descubierto allí minas de oro y
plata. Tenía el prestigio, además, de haber sido
capital del imperio inca. Se formó en esa ciudad
una escuela <k pintura que se lUmó “escudo
cuzqueAa'' y que se hizo famosa. Los franciscanos.

24
que habían estableado su sede central en Perú, ya
habían becfto pintar por ellos numerosos cuadros
religiosos pora m is iglesias. Los artistas, muchos
de k» cuales eran indígenas y poco sabían de la
vida de Jesús y de los sanios, se inspiraban ea
grabados traídos desde Europa,,que ellos
transformaban con su imaginación y catares.
—Les debe haber castado súper harta plata
mandar a piolar Unbn cuadros tan lejos* comentó
Simón, que e n muy pragmático.
—Los frailes, fieles a san Francisco, eran muy
frugales en su vida personal y diana, pero eran
espléndidos para decorar sus templos, con el fm de
alabar a Dios y enseftar a los indígenas —se apresuró
a explicar el sacerdote—. Algunos católicos ticas de
U época donaban grandes sumas de diocro a las
distintas órdenes rcligiwa*. y a cambio ta sacerdote*
rezaban por ellos y a vcocs les pcrnirtían construir sus
tumbas en las imuñas iglesias, como lo hacían los
antiguas reyes y nobles europeos.
—Resulta que una seAora s iuda. muy rica, sin
hijas —sigutóe! padre Gerónimo— dttád» legar una
buena cantidad de dinero a k» franciscanos <tt Cuzco,
ooo d compromiso de que asu ctweaecelebraren mil
misas en su nombre. Y aunque sus herederos
reclamaron mucho por esta decisión, ella se mantuvo
fume dáztendu que ta salvación de so alma e n más
importante que acrecentar la riqueza de sus parientes,
que por lu demás se iban a olvidar de ella en cuanto
cerraran el ataúd.

25
—Toda la tazón— comentó Simón.
Fray Gerónimo sonrióabiertamente y cwiimuó-
—ftroAWtoJa>fnincManc»<fcC^h4iúfl
mandado a pinta» b sene del unto, y dofta Engracia
de Lobo y Guerra»— asi se Humaba b wrfkra-, que
c&taba ol unto de la sacrificada labor misionera en el
vecino país donde b vida para los espartóle* era más
duia que en Pwú. quiso enviar umb>¿n una donación
al convenio de Santiago. Per» como gran pune de su
dinero ya lo había legado, sólo podía disponer <fcmb
joya* y ante» de que su íamilia Us raiamora o «m an
un nuevo escándalo, deexfeó mandarfst a Chile en
secreto.
—Doña Engracia e n una mujer imaginativa y
excéntrica, que escribía poema» y hablahablin. lo que
no era cómeme en la» mujeres de c u época Tenía ^
además un extrato sentido del humor. Se cuenta de N(
ella que durante una recepción en el Palacio de
Gobierno. al escuchar que el módico de cabcoera dd
virrey aconsejaba a una sefiora que no hiciera gibaras
en Pik í » ni *e cortara los cabellos en Libra, lo
intemimpió diciendo:
”£í mentir de tas euntllaí
es muy ¡eguro mentir
porque, ninguno fta de ir
o preguntártelo a ellas "
—Toda la razón—dijo otra vez Simón—. Mi
abuela dice que k» que creen en el horóscopo y en
los astros son un » tomos porque c> Dhjo el que
hizo toa «stro* y el que los ntanda.

26
—Tu abuela liene inucKa razón, pero (c
imaginarás que el médico de nuestra historia se
enfureció y dijo que a ¿I nudic lo trataba de
mentiroso. Los venoe 4c do6a Engracia se hkieroo
lan lamosos. que de ah».nació el dicho
"preguntárselo a las estrellas**, cuando alguien
piensa que algo no es cierto. *
—«.Y cV cario?—lo interrumpió Simón,
temiendo que el buen sacerdote, en su entusiasmo,
siguiera con lo» cuento» de doAa Engracia y se
olvidara del carro coa los caballo*.
—¡Paciencia1.— te dijo el sacerdote y «guió
can mucha calma— Doita Engracia decidtó mandar
su donación a Chile en el más estricto secreto y
paitó algún uempo planeando la mejor forma de
haccrio. Su regalo eta muy valioso: una gran número
de diamante» de buen tanuflo. que formaba parte
de un juego de aras, pulsera, broche y collar. En
ese tiempo el servicio de mensajeros entre Peni y
Chile era muy temo y nada de «piro. U * correos
se enviaban por barco desde H Callao o bien partían
dd Cuzco a lomo de muía por la rula del altiplano;
te imaginarás que demoraban meses en llegar a su
desuno, si es que lo hadan. ¿Cómo W>haría entonce»
dofla Engracia para asegurare de que m i donación
llegara intacta y de que nadie en El Cuzco o en Luna
—ni parientes ni ladrones— se ementa del envió?
Cocno mujer culta e intetcsada en el ane. había
visitado varias veces los talleres de los artistas que
trabajaban en la serie de San Francisco. Y dice la

27
leyenda que un día. mientra* contemplaba «I trabaja
de los pintores, se le ocurrió la idea que dio pie u
nuestra hisiona.
—¿Y es verdad lo que dice la leyenda?
—Las leyendas tienen algo de verdad y algo
de imaginación. E» imposible saber cuándo y cómo
se le ocurrió la idea a la señora. En este ca\o s(Mo
sabemos del resultado.
—Rosa Banderas —continuó—, una joven
sirvienta de doña Engracia, muy fiel y querida, se
había casado con un soldado español al que habían
enviado a Santiago de Otile y pronto viajaría por
barco hasta Valparaíso a juntarse con su marido.
DoAa Engracia decidió aprovechar la oportunidad
y envió con Rosa un pequeño baúl lleno de objetos
religiosos, como temarios, crucifijos, velas, mámele*
para el altar, figuras de sanios y mantillas para la
Virgen de regalo a los franciscano» de Santiago.
Todos estos objeto» estaban prolijamente trabajado»,
pero en materiales sin gran valor maderas, lana*
teñidas o fibras natural».
—Que nadie se ¡bu a íntcicsar en robat-
comentó Simón.
—Claro, y menos siendo objetos religiosos.
Por otra parte, y sin que Rosa lo supiera, dofta
Engracia envió con el capitán del barco una uirtu
sellada para el Superior del convento. Un esa carta
explicaba que con Rosa enviaba un pequeño baúl
con regalos para la iglesia y que entre los objetos
religiosos que allí iban, tres de ellos contenían una

28
vulto» donación. Para reconocíalos deberían buscar
en las pinturas encargadas a los artistas del C uíco.
— ¡¡¡El cairo!!!—exclamó Simón.
•Podría ser. No quedó muy claro cuáles eran
los objetos que contenían las piedras preciosas. Se
mencionó un peí de plata hueco y también unas
lalmatorias. pero nunca se supo si éstos existieron
1 m fue en alguno de ellos que venían los diamantes.
—¿Pero lo» encontraron?
—Algunos. Según el relato que conocemos,
¿saíto por el Provincial de ese entonces, cuando
recibieron Licum aún no llegaban inda» las pinturas,
y pasó algún tiempo antes de que se pusieran a
investigar. Luego dieron con quince piedras de gran
tamaño, con el dinero de su venta se reconstruyó
parte del claustro que se había derrumbado en un
ierremolo.
—Buena idea lo del pez —dijo Simón— .
especial pora esconder diamantes. Mi abuela tiene un...
r*¿

En ese momento crujió la puerta al abrirse y


apareció el sacristán.
—Padre, lo buscan.
—¿Quién es? ¿No dijiste que estaba ocupado,
hijo?
—Es la señora que arregla los cuadro».
—¡Ah. sí, b restauradora! Tendré que dejarte.
Si quieres puedes quedarte un rato aquí, mirando
las pinturas. Te avisaré cuando haya hecho examinar
lu tesoro y entonces seguiremos convcnando —el
podre Gerónimo levantó el carro en alto y guiñó un
ojo a Simón. Luego abandonó la sala.

29
Capítulo V

.SÁQUENMH DE AQUÍ!

SlM Ó N SE quedó coruemptando un cuadro

f* '
en el que estaba San Francisco subido a un púlpito,
alzando un crucifijo de madera, l-o rodeaban
algunas mujeres y mucho» hombres de tez oscura y
grandes turbantes. Uno de ellos tenia un pez rojo
en la mano. Por sobre la cabeza del saitto volaban
vario» pájaros y tras mis alas desplegadas se veían
cerros y castillos fortificado» sobre sus rocas.
¿Y si uno de los objetos que escondía
diamantes hubiera sido una cruz, como la que
sostenía el santo? ¿O un pez rojo, como el que tenía
en su mano el hombre moreno? O lalvez ios
diamantes venían ocultos en un cordón, igual a)
anudado a la cintura del hábito de San Francisco...

30
Un golpe y un ruido de llaves interrumpieron
mr elucubraciones. Al instante se apagó la luz.
—¡Hey! —gritó— ¡No cierren, estoy aquí!
ScMo respondió el silencio.
El lugar se había sumido en la más completa
oscuridad. Sin ninguna ventana. no había ni una
mínima rendija por la cual entrara algo de luz.
Comenzó a caminar a tientasiratando de recordar
el camino hacía la puena. De ponto tropezó con
algo duro y sintió que un género envolvía su rostro.
Quiso gritar, pero el miedo lo había paralizado y
permaneció uno» minuta», o quizás segundo» que
se le hicieron eterno*, completamente inmóvil.
Entonce» recordó que cerca de la puerta estaba la
imagen del santo. esa a la que el sacristán te había
pasado el plumero por la cabeza, vertido coa una
túnica de género. Respiró aliviado: ¡sólo había
tropeado con San Francisco!
"San Francisco: ¡ayúdame a salir de aquT.
pidió, y caminó lentamente hacia donde debía estar
la salida. Caminó con k» brazos estirados, temeroso
de volver a tropezar, hasta que sus manos dieron
coa una pared de madera ¡La puerta, al fin! Palpó
hasta encontrar la manilla y trató de abrir, pero era
imposible porque estaba con llave. Comenzó a
golpear con los puAos y a gritar: “¡Ábranme!
¡Ábranme' ¡Padre Gerónimo, estoy aquir Pero sus
gritos parecían rebotar en la puerta, más gruesa y
maciza que un árbol, para ahogarse entre los muros
forrados con lienzos y extinguirse en la noche del
lugar.

31
Dcspué» de unos minuto» golpeando con mis
putos hasta el dolor, desistió de su empello. Ahora
mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y le
parecía ver turm as difusas y fantasmales
diseminadas a lo largo del recinto. A lo lejo*. en el
otro extremo de la sala. percibid una pequeña
claridad hacia la que sedirigiócofl la lentitud de un
ciego. Cuando llegó al lugar se dio cuenta de que la
tenue lux provenía del brillo de una pintura dorada.
Abatido, se sentó en el sucio. "No hay que
perder la calma, hay cosas peores”, se dijo,
reflexionando como un hombre grande. Y se acordó
del día en que con su amigo Andrés decidieron
esconderle en el baflo para no dar la prueba de
biología y se encontraron a boca de jarro con el
director <kl cukgio: ¡eso sí que ta b ú sido peor*.
Pero al recordar que era lunes y que hasta el martes
no abrían el museo, su ánimo oo mejoró. ¡Se iba *
quedar ahí encerrado durante quince horas o mis
en la oscuridad, sin nada pora comer!
Un pequeño ruido interrumpió sus negros
pensamientos, lira como un rasquido por ahí, muy
cerca... ''¡Ratones!'', exclamó, y muerto de miedo
y asco se imaginó un ejército de ratas
encaramándose por mis piernas, como le sucedió al
conde de Montccriao cuando estuvo encerrado en
la celda de If. Un escalofrío recorrió su espalda y
se puso de pie de wt salvo.
6Qué hacer? Pensó en su abuela: seguro que
ya había preparado la comida —los lunes cocinaba

32
panqueques— y estaría esperándolo sentada en el
Mitón floreado, leyendo un libro o mirando la
televisión. ¿Qué diría cuando pasaran Us hora* y ¿I
no llegara? Se angustiaría mucho y (miaría de que no
sele notara pura no preocupar al abuelo, como siempre
lo hacía. ¿Se le ocurriría venir a buscarlo al claustro?
Conociéndola, era lo más probable, pero le dirían que
jaiehabl* ido. EJ padre Gerónimo no te iba a imaginar
que ¿I cuaba aN encerrado. ¿Y el samsiáo? Simún
habría jurado que éue escuchó cuando d sacerdote le
dijo que se podía quedar mirando lo» cuadros. ¡Pero
era absurdo! ¿Qué podría tener ese hombre contra 61
para hacer algo asi?
.Nuevamente el ratón! Ahora el mido era más
fuerte y parecía muy cercano, casi al lado. ¡Debía ser
unoenorme: un guarén! Se alujó del lugar tatamente,
pero golpeando el piso con fuera, para que d cuido
f>¿

subte las tablas ¡Mistara al mvtubie enemigo. Avanzaba


otra vez hacia la puerta; un poso y un golpe con d
taco del zapato, otro paso y otro golpe. De pronto, su
pie resbaló y se fue de broces al weki. Su cabeza quedó
enterrada enere unos pdos duros. Lanzó un alando.
¡¿Una aniña gigante?! ¿¿Una rata momtruosa?! ¡¿Un
pájaro inmenso?! Cateando con desesperación,
mientra* Ligrimas incontenible* rodaban por his
mejillas, se apunó del terrorífico bicho invisible, que
no era sino los pdos de un escobillón.
—¿Quién vive? ¿Quién anda ahf?— preguntó
de súbito una voz lejana.

33
Simón se incorporó de un sato y se puso a gntar
a lodo lo que daban sus pulmones:
—i Estoy encerrado* ¡Sáquenme de aquí!
—¿Quén vive,quien anda ahf?— repitió la voz.
Simón corrió o ciegas ha-sta palpar la puena
y. sin dejar de gritar, xe tacó ráptdamenie un ¿apato
y comenzó a golpear con todas sus fuerzas. Oyó
entonces unas palabras, ahogadas y unos minutos,
después un clic en el ojo de la Ib ve. Cuando la
puerta se abrió, la luz lo dejó ciego y por un instante
tuvoque bajar los párpado*. Al abrirlo* *e encontró
con el rostro enjuto y tosojilfcw ju m o s del sacristán.
A su lado eMaba el sacerdote viejo, con el que «
hubian cniudo en el claustro.
—¿Qué hacías allí adentro, niflo? ¡Válgame
Dio*!—«aclamó el anciano— ¿Suene tus tenido
de que yo pasara por aquí!
—¿Usted me cenó la puerta!— acusó Simón

6/
directamente al sacristán.
—(Yo no sabia, fray Leoncio, que este niño
estaba ahí! —se justificó Hilario, sin mirar al
muchacho.
En ese momento, atraído por las vocev llegó
el padre Gerónimo.
—¿Qué sucede?
—No me di cuenta de que el niño estaba aúnen
el Museo y ccrrtcon llave— «c disculpó d sacristán
moviendo la cabe/a con aire contrito.
—Fue una gran casualidad que además de posar
por aquí te escuchase —siguió fray Leoncio—, porque

34
a mi edad ya estoy bastante sonto.
—¿Te asustaste mucho, hijo? —preguntó el
padre Gerónimo— ¡Ese lugar queda en en la más
completa oscuridad!
—No tanto— dijo Simón. Y lanzó una mirada
de espadas al sacristán, que se hizo ei distraído.
Simón llegó a su casa sin aliento de lanío
correr. Su abuela, preocupada por su tardanza, había
llamado por teléfono al padre Gerónimo quien le
habfa explicado lo sucedido. Después de abrazar y
besar a su nieto con una efusión que éste recibió
con pucienciu pese a encontrarla exagerada, se
apresuró en ir a la cocina a calentar los panqueques
que esta vez eslabón rellenos con pollo.
—Te dejó uno con manjar para el postre.
—¿Y a mí no?— reclamó el abuelo.
—Por supuesto que sí. ¡gotoso!
Durante la cena Simón estuvo callado y
ausente. No podía dejar de pensar en la historia de
dofta Engracia y los cuadros de San Francisco. ¿Y
si resultab? gúq había por ahí dando vueltas un
objeto que contenta diamantes y.que nunca nadie
había encontrado? ¿Y si Rosa Banderas se hubiese
quedado con uno? ¿Y si..? No le costaba mucho
imaginarse une complicadísima trama que tendría
como final el descubrimiento, por Simón, de las
piedras restantes.
—Simón: come, no has tocado d plato. ¿Te
tientes mal?
—No. abuela, es que estaba pensando en todo

35
lo que me dijo d padre Gerónimo acerca de mi carro
con caballos...
Y a coAúnuacióo repitió toda la historia.
—Leyenda*, leycodai... —contenió Juan—.
Aunque bonitas, sólo «oo leyenda».
—Siempre un escéfúco —-dijo tu mujer.
—No es escepticiuno, mujer, « s e r realista.
. —El padre Gerónimo dice que Itus leyendas
tienen algo de verdad —intervino Simón; y
cambiando el tema, pregunté—: ¿te acuerdas,
abuela, de la pintura de San Francisco con los
pájaro*?
—Si. claro.
—¿Y sabe* cuál fue el milagro?
—Creo que sí— comenzó doña Pepa, que
cuando no se acordaba bko de algo decía "creo que
sí" y Juego inventaba 3a mitad.
—Quiero saber la verdadera historia— dijo
Simón, muy serio, y el abuelo se echó a reír.
Cuenta la leyenda—intervino Juan sin mirar
a su mujer, que había puesto cora de ofendida y
miraba un punto lejano en el tedio— que estaba
San Francisco en Alejandría...
—¿Dónde queda Alejandría, abuelo?
—Es un puerto de Africa, en Egipto.
—¡Ah, por eu>ca el cuadro aparecen hombres
de piel o»cura y con turbantes!
—Y estando allí- retomó el anciano—. uo día.
mientra» el santo predicaba la palabra de Dio», una
bandada de golondrinas se puso a piar en una forma

36
Uin estrepitosa. que no dejaba otr sus palabras.
Eninnccs Francisco le* dijo: ''Golondrina»,
hermana* mías, ¿por qué no me dejan hablar?
Escuchen la palabra de Dios y guanfcn silencio hasta
que yo termine". Los pájaros se callaron de
inmediato y permanecieron volando en silencio
sobre su cabeza y dándole sombra con sus ala», hatta
que terminó de predicar.
—¡Bendito, San Francisco! Hablaba con los
animales, los llamaba 'herm anos” y ellos le
obedecían —intervino la abuela—.¿Sabían que una
ve/ apaciguó a un lobo feroz?
—¿Y cómo fue eso. abuela?
—En una ciudad llamada Gubia, apareció un
gran lobo ferot, que devorubu animales y hombres
y tenia a lodos aterrorizados. San Francisco fue en
busca del lobo y acercándole a él hizo b señal de la
cruz y lo llamó diciéndote- "hermano lobo: yo te
mando de palle de Cristo que no me hagas daño a
m( oi a nadie". En ese mismo instante el lobo »c
echó a sus pies, como un cordero. Entonce» el santo
le empezó a hablar y a decirle que dejara en paz a
lo» hombres de esa ciudad y que ettos k>proveerían
de comida mieotrss viviera. Y le pidió que le
prometiera que iba a cambiar. El lobo levantó la
pata derecha y se la puso en la mano a San
Francisco. De ese día en adelante, el lobo vivió en
Gubio enlrando en todas las casas y los habitantes
se encariñaron con él y lo alimentaban.
—¿Y ustedes saben algo del peí?— siguió

37
Simón, cuyo interés era saber donde *e escondían
los diamantes.
—¡Sfii! —exclamó dota Pepa, antes de que
su marido le quitara la palabra— ¡De «m> me
acuerdo bien porque nunca me olvidé de la pota de
polio'
—Pepa: le estoy preguntando por un pez y
no por un pollo.
—Sí, mfto, si *é. Déjame seguir: m ulla que
cuando Francisco llegó a Alejandría, fue recibido
por un seAor muy piadoso, que le rogó aceptara su
hu&pUalidad. Lo invitó a comer con toda m i familia
y le sirvió un pollo muy rico. Estaban cenando
cuando apareció un pordiosero, que no era sino un
vecino maligno que se había disfrazado de mendigo
para pedir limosna a Francisco. El santo de
inmediato puso la presa de ave que seiba a comer '
en un pedazo de pan y se la entregó. Al día siguiente, ^
cuando Francisco predicaba ahí donde estaban los
pájaros, irrumpió el hombre gritando: "Ese hombre
que ahora predica frugalidad, anoche se estaba
dando un banquete. Miren: esta pala de pollo me la
regaló mientras comía". Pero cuando levantó la
presa del pollo que tenia en la mano, ésta se había
transformado en un pescado. El falso mendigo
quedó estupefacto con el milagro, y en presencia
de lodos pidió perdón y confesó su mala intención:
sólo quería desacreditar a Francisco.
—Tienes que explicar, Pepa, que en esc
tiempo la carne de ave era un lujo y mi asi et

38
pescado; por eso la acusación de estar dándose un
banquete.
—¿Por qué siempre me tienes que corregir?
—Ya, no discutan: ¡entendí todo!
En cuanto teinunaron de comer. Simón se fue
a su pieza sin aceptar La invitación de su abuelo a
ver una película de gánslen» en la televisión.
Tenía mucho en qué pensar.
Em noche sofVÓ con pájatv* y peces; y con
un gigante de dos cabezas: una era la del sacristán
y la otra de don Pelayo. su vecino odioso.

39
Capítulo VI

UN COMPAÑERO DE AVENTURAS

A l d Ia siguiente. Simón *c despenó muy


temprano. pero se quedó largo rato en la cama
mirando el techo. Luego abrió el velador cogió b
cana de su mamá y se puso a leerla otra vez. ¿De
dónde sacaría ella «se carro? ¿Serta un regalo del
franciscano del convenio de La Serena? ¿Y porqué
se lo habría dado? Buscó en el fondo del velador
un sobre verde, en el que guardaba las tres folos del
viaje que sus papás le hablan enviado. En una
estaban apoyados contra una muralla de piedra
altísima, los dos oon bous, jeaiw y unos chaleco»
gruesos. Otra era de su mamá en b playa, en traje
de balto. Y en b tercera aprecia su mamá sentada
bajo un árbol, rodeada de hojas, secas. Esa era la

40
o¿ " - " W
mí* linda de todjs. porque las hojas dorada eran
del mismo color que su pelo; ella miraba a lo lejos,
con una sonrisa muy dukc. esa sonrisa que parecía
iluminarlo todo y que Simón nunca podría olvidar.
¡Qué bonita era! Tenía unos ojos a/.ulos
transparentes y un cuello muy largo. Con ra/ón no
usaba adornos, ni siquiera oros; ¡no los necesitaba!,
pensó Simón. A nto de ponerle más triste. guardó
las fotos y la carta, y se levantó.
La última foto, la de las hoja» secas, lo había
hecho recordar al barrendero del parque Forestal,
porque el árbol era un plátano urienul y las hojas
las mismas que cubrían los suelos del parque en
otorVo. Y del barrendero pasó a Elvis. y se acordó
de cuando éste le contó que había asistido a una
clase de catecismo en la iglesia de San Francisco,
pero que no había vuelto a ir porque se uburnó y
porque ahí trabajaba el Ojo de Laucha, que k caía

ó '
mal. En ese momento Simón, aunque le había
causado gracia el nombre, no había querido
preguntar quién era el Ojo de Laucha, porque
Elvis se hacía el interesante cuando unu lo
interrogaba, simulando no haber escuchado para
que le repitieran la pregunta. ¿N o estaría
refiriéndose en esa oportunidad al sacristán, que
tenía los ojos juntos y más chico» que una laucha?
Sin siquiera pasar por el bato, se vistió en
un dos por tres, salió de su pieza comendo. y
gritó al pasar junto al abuelo, que dormitaba en
su sillón:

42
—¡Voy al parque! Dile a Pepa que vuelvo
luego.
Y sin dar liempu ¡i ninguna respuesta. abrió
la puerta y salió.
lira pleno otes «Je febrero y desde temprano
en la mañana se sentía «i calor. Bl barrendero, como
todos los dios, ya había comenzado su tarea de
lim piar el parque recogiendo latas, pañales
desechablcs, cáscaras de naranja, puchos, envases
de cartón, papeles y botellas que la gente insistía
en abandonar sobre los suelos, pese a ios numerosos
recipientes pura la buMiraquc había por tódas panes.
El día lunes era el peor, porque el lugar amanecía
convertido en un cem enterio de mugre. Los
domingo, familias enteras venían durante el día a
hacer picnic bajo los árboles y por las noches se
reunían los jóvenes a tocar música, lo que era muy
loable, salvo por la increíble suciedad que dejaban
atrás. "¡Qué gente más inculta!”, reclamaba dofta
Pepa, pero Simón le decía que por lo meno» eso
servía para dar trabajo a don Benito, porque éste le
había contado que a un compadre que trabajaba en
uo parque "modelo** en La Rema, lo habían echado
porque ya no había basura que limpiar. “No creas
todo lo que te dice esa gente", le respondía la abuela,
oreocupada por las amistades que hacía su nieto
turante sus vagabundeos por el parque.
—¡Hola, don Benito! ¿Y Blvis?
—Por ahí anda esc chiquillo, puro leseando.
Simón encontró a su amigu debajo de un árbol.

43
buscando restos de puchos y guardándole» en eJ
bolsillo.
— ¡Hola, Elvis!
Elvis se tomó su tiempo pan contestar.
—Oye, EIvíí; necesito información. ¿Quién
es e) Ojo de Laucha?
—¿Y por qué te interesa?
—Porque necesito saber...
—Me tienes que decir para qué. Yo no doy
información asi nomás.
—¿Es e) sacristán de los franciscanos o no?
Elvis recogió otro pucho, lo examinó con
cara de concentrado, y se lo metió al bolsillo.
Entonces respondió:
—Sí. Debe haber hecho pacto con el diablo
para que le dieron esc trabajo.
— 4, Por qué?
—Porque es más chueco que una culebra.
—¿Y de dónde lo conoces tanto?

ó¿
—Es de mi población. Se vino a trabajar
acá. junto con mi papá, pero después se pelearon
y el Ojo de Laucha a veces limpiaba vidrios y
hacía el aseo donde Caroca, el flaco pesado que
vende cosas viejas en la calle Monjitas. Despué-s
lo contrató una señora para que 1c encerara, y
parece que le robó y desapareció un tiempo del
barrio. Hasta que me lo encontré allá en (a iglesia
—Ayer me dejó encerrado en el museo.
— ¡¿Qoéee?!
—Me dejó encerrado con llave y apagó las
luces.

44
—¿Y por quí hiío es©?
— La verdad es que creo que no « dio cuenta.
Pero tam bién pienso que no.biso nada por
Asegurarse de que no había nadie adentro.
—¿Y qué hacías tú en el museo?
(isla vci fue Simón el que se tomó su tiempo piro
responder. Había pensado contarle a' su amigo
Andrés la historia del carro y los diamantes, porque
necesitaba compartirla con alguien, pero Andrés se
había ido de vacaciones al sur con su familia y no
regresaba hasta marzo. Elvis ubi» muchas cosas
de la gente y de la caite y era bien inteligente. Quizás
con él podría...
—EJvLv te voy a contar un secreto. Pero es
pora los dos nomás.
I xk ojos negras del Elvis se encendieron.
—Soy una tumba, amigo.
Los dos muchachos se sentaron en el suelo y
apoyaron u n espaldas contra el Uonco del árbol. Y
mientras EJvU chupaba la colilla de un cigarrillo
apagado, Simón comen/ó a hablar.
Al otro día. en cuanto abrieron el Museo
Colonial. k& dos amigos fueron los primeros en
entrar. Se dirigieron directo al cuadro de San
Francisco y los pájaros, y Elvis se quedó en muda
contemplación durante largo rato.
—El pescado me tinca, compadre— dijo, de
pronto.
—¿Has visto alguno parecido?
—Por ahí en algunas tiendas de cosas viejas.

45
Un la de Caroca, por ejemplo, aunque no igual a
ese.
—Es que han pasado muchas años. El vis —
dijo Simón, cun desaliento.
—¿Como cuántos?
—Como trescientos, creo.
—¿Como ucsciento»'.' ¡Entonces cuás locu
si cree» que vamos a encontrar algo!
—¿Y cómo mi mamá encontró el carro?
—Como decía mi tatita Eudowo: "Una vez
nomás se encuentra en el suelo una billetera
cargada". Por lo demás, lu carro parece que no
estaba cargado.
Simón se rió con el comentario y convidó a
su amigo a mirar los otros cuadros. Se detuvieron
frente a uno que mostraba a San Francisco tendido
en un rústico catre de madera, cubierto por una
frazada, muy pálidoy serio. Lo rodeaban tres frailes
y a los pies de la cama estaba echado un cordcnto.
En medio del cuarto, un joven de cabellos lajgcn
vestido con un complicadísimo traje bordado con
oro y lleno de encaje», tañía un iiutrumenlo parecido
u una guitarra. De sus espaldas, cubiertas con un
manto rojo, saltan dos alas tan grandes como las de
un pelícano. Representaba un ángel.
— Yo creo que los diam antes v;ní*n
escondidos en una guitarra como esa— di)» Elvis.
—Eran objetos pequeños, creo yo. Y esa no
es una guitarra.
—¿Ah, no? ¿Y qué es?

46
—lil prufcu*. vitando vinimos, dos explicó
esic cuadro. Esa es unavíhuela. Es como una
guitarra chica que usaban en esc tiempo,
—¿En el tiempo del santo?
—El samo vivió mucho tiempo antes, en el
siglo XHI. cuando no había vihuelas, sino que unos
instrumentos que se llamaban citaras! Pero los
artistas que hicieron estos cuadros pintaron los
objetos que ellos conocían y vistieron a la gente
con la ropa que se usaba en esc momento, que era
el siglo XVII.
—¡Ah!— volvió a decir Elvis. y con un
bostezo hi¿o notar que no k importaba mucho la
explicación de los siglos y que a fin de cuentas le
daba lo mismo si lo que tocaba el ángel era una
guitarra. una citara o una vihuela. Pero de pronto le
6¿ ' " ' W

brillaron los ojos—: mira: ¡podrían estar en una


palmatoria, como cwi que está ahí en la repiso, sobre
los rosarios colgados en la pared! En mi casa había
una parecida, que cuando se rompió vimos que era
hueca.
—Mmmm —asintió Simón.
—¿Y sabes por qué el sanio está en cama?
—Porque estaba muy enfermo. Y entoocc* le
pkbóa uno de los frailes que sabía tocarla vihuela...
—La cítara sería— precisó Elvis, que aunque
ao le interesaba el tema tenia muy buena memoria.
—Le dijo al Traite que consiguiera una citara
y k tocara música para olvidar sus terribles dolores.
Pero el fraile k respondió que no podía porque los
otros frailes iban a decu que él ve preocupaba de

47
tocar música y no de rezar. "Ah. bueno*', respondió
San Francisco, “no vayas a perder tu buena fama”.
—Bien poco solidario, el compadre, para ser
fraile.
—Si. Y escucha lo que pasó esa noche:
mientras Francisco rezaba, comenzó a oír una
maravillosa melodía que duró hu.ua la ma/lana
siguiente. Cuaodo el fraile entró a la pieza,
preguntándole cómo había pasado la noche, el santo
le dijo: “El Sefor que consuela a los afligidos no
me abandonó. Aunque no pude escuchar la citara
tocada por un hombre. Dios me concedió escucharla
locada por un ángel".
Simón notó que su amigo empezaba a
bostezar de nuevo.
—Ya, Elvis: ¡vámonos!
—¿Y entonces?
—¿Y entonces qué?
— ¡Los diamantes, pues! Hay que seguir
estudiando el asumo- ¿Te imaginas si k» encontramos
y nos hacemos millonarios? Elvis, entusiasmado,
levantó la voz.
—¡Cállate, Elvis. que alguien nos puede oír!
Además, si los encontramos, no son niKstn».
—¿Cómo que do? ¡Yo. si loscncucntro..!
—Elvis: esos diamantes son de los franetseam».
se los regalaron a ellos —dijo Simón, no muy
convenodo. acordándose de todas las cosas que le
gustaría hacer si tuviera dinero.
—¿Y paro qué quieren ellos más piala?¿No v »
que vivea en esia media ca^a y wn ricw?
—Ayudan a (os enfermo*— dijo Simón, y
xotdándMc de que d domingo anterior el sacurdole
en misa había pedido colaboración pan un hogar de
ancianos, agregó— y a k » vieja pobres.
Elví* se encogió de hombros, no muy
cunvuncuk).
Cuando salieron a la calle, divisaran a Hilario
que, varios mcinw más adelante. caminaba prcwiiwo.
—Oye. ¿dónde irá ese?
—¡Sigámoslo!— contotó Elvis.
Capítulo Vil

EL ANTICUARIO

SeGUÍAN A Hilario por la caite Sania Lucia


igual que dos esfias que no quieren ver descubiertas,
escondiéndose en Ion portales o detrás de oíros
Uun>cúntcs cada vez que ct sacrisUn miraba harta

f* ¿
atrá*. como « también fuera un apia. pero uno al
que perseguían. Este cam inaba bien rápido,
extendiendo tos codos hacia afuera y moviendo
mucho lo» brazos, por lo que no era difícil
mantenerlo « la vista. Al llegar a la esquina de (a
caite Monjitas, dobló rápidamente a U izquierda y
cuando Simón )' Elvis llegaron a la m»ma. Hilario
habrá desaparecido
—Ya sé dónde se metió —dijo Elv¡»
apurando el paso.
—¿Dónde? —*e admiró Simón.
—¡Oondc Caroca?

50
Los amigos avanzaros media cuadra y
llegaron frente a una tienda chica y oscura. En la
vitrina, sobre una lela munida y detfe&ida y entre
un desorden de cosas viejas, y polvorientas había
una antigua máquina de escribir L'nderwood; un
teléfono con auricular en forma de corneta que se
usaba en el tiempo de los tatarabuelos y que Simón
alguna vez había visto en unu foto amarillenta que
doAa Pepa conservaba en un álbum familiar, y un
ajedrez incompleto de madera y hueso. Sobre el
vidrio estaba pintada con letras góticas la palabra
Anticuan».
—¿Entramos? —preguntó Hlvis, y sin esperar
rctpuesu empujó la puerta que al abrirse hizo sonw
una campanilla.
A Simón le costó unos segundos
acostumbrarse a la oscuridad del lugar. Tras un
mostrador de madera estaba un hombre flaco y
pelado, vcsttdo con temo y una corbata de humita.
Tenia las mejillas hundidas y una tez verdosa.
Convenaba en voz baja con una mujer de sombrero
negro que les daba la espalda. El hombre, tenía las
dos manos empuñadas sobre el mesón y Simón se
fyó que eran huesudas y venosas, y que tenía un
anillo de oro con una piedra fucsia en el dedo oordial
derecho. 0 sacristán no se veía en ninguna paite,
aunque Simón vio que detrás del anticuara había
Óna cortina semi lapada por una puerta.
—¿Qué andas haciendo por aquí, Elvis?
¡Estoy atendiendo o la señora? —dijo el hombre con

S1
—Lo encontré botado.
—¿Elvisl No...
— ,t.o encontré botado, (c dije: no soy un
ladrón! — se te encendieron los ojos y apretó lo»
latuo*. respirando fuerte— . S i vas a pensar c a s
cosa* de nu*. hasta aquí nontis llegamos. ptjecilo-.
Y dando media vuelta, partió corriendo.
—¡Elvis, espérame. Elvis..’
Simón saltó disparado dclráv peto Elvis e n
m ucho m is rápido y atravesaba las calles
culebreando entre los autos y las m icros y
delirándose entre k» transeúntes como si fuera una
lagartija. Finalmente Simón, con un dotar agudo
en el costado tanto correr, desistió de su persecución.
Por lo demás, hacia rato que Elvis se (e había
perdido de vista.
Deshizo el camino andado con un peso en el
corazón. Eneí paseoAhuniadasc sentó en un banco
a desean»!*, entre un anciano que leía el diario y
una mujer que se comía un helado de barquillo,
sacando y cnunnóo una larguísima lengua con tal
rapidez que Simón se acordó de una serpiente cobra
que vio en un programa de animales en la televisión.
No quería llegar todavía a su casa porque nu estaba
de ánimo para conversar con nadie y se quedó ahí
largo rato mirando pasar a la gente iin verla, sum.do
en sus pensamientos.
Llegada la noche, no se podía dormir. Sentía
que había herido a Elvis en lo más profundo y no
sabía cómo remediarlo- Tenía que encontrarlo para

CA
decirte <|uc no había sospechado de él. aunque la
verdad era que sí habí» sospechado. ¡Pobre EJvis!
Nunca antes Simón había realizado lo fácil que era
mi vida: un buen colegio, un computador, una abuela
que se pieocupaba de cocinar las comidas que más
le gu*tsban. ¡Elvis le habla dicho que su mamá no
unía ni p«ra echarte un hueso a la ¿opa y eso ero lo
que más lo había impresionado! No volvería a
quejane otra vez por no tener una mejor raqueta de
tenis o et último modelo de personal «terco. Y S vis
era inteligente, m is inteligente que muchos de su
cunto, mucho más que el guatón Moraga y el flaco
Candaríllas juntos. ¡Y nunca podría ir a la
universidad! I.e molestaba cuando su abuela ponía
cara de limón id enterarte, por culpa del copuchento
h¿ " T t / j

de don Pe layo, que él andaba coa Elvis. Quería


mucho a su abuela y la encontraba súper bueno, pero
había cosas de ella que no entendía. ¿Porqué podía
imitar a almorzar a Andró», pero no a Elvis? Pepa
decia que se iba a sentir incómodo, porque no sabría
cómo comportarse en la mesa, pero Simón no estaba
seguro de que esa fuera la verdadera razón. ¿Elvis
era su amigo, casi su mejor amigo después de
Andrés'. Por «%o ahora sentía ese peso en el pecho
imaginóftdú»e cómo estaría de enojado y triste por
su culpa.
Cuando se quedó dormido «un ya las dos de
la mañana. Esa noche sofló con ua cano tirado por
cuatro peces enorw », coa ojos protuberantes y
vidriosos, que era conducido porun hocnbte igual a

55
Caroca, pero vellido coa una túnica roja y un
turbanle blanco en la cabeu. como lo» africano*
del cuadro (te San Fiancbco. Más oirás, y de p*e ol
centro del carro iba Elvn. talaban sobre el mar y
de pronto <te*ctndicrpn ho«u posarse subfe las ola».
Entonces km peces desaparecieron bajo las agua*
amstrandoel carro que comenzó a hundirse. Carnea
lanzó una carcajada unieura y k tacó d sombreo
que comenzó a inflar* hasta quedar transformado
en un (lobo gigantesco que te elevó muy alto,
llevándole a Caroca que se agarraba a ¿I coa un
mano» venosa*, que eran ahora las garra* de un
pájaro. Abajo, sobre el cano. Elvis. con el agua han»
la cintura, ¿rilaba que no se quería morir, y Simón,
que estaba mirando desde la playa sentado en una
roca, trataba de griiar "San Francisco. ayúdalo",
pero ningún sonido salía de m i boca.
Se despenó con uno» solta«» obogodc» y «I
pijama empopado «n sudor. Y «e premetió que no
pasarla un dú más sin que encontrara a mi amigo
para pedirte disculpas.
Capitulo VIH

EL KOBO Dfc LA PATENA DE ORO

I AA Ub ucbu lie la mañana. Simón estaba


lomando desayuno con mu abuelos, que como « r»
viejos y dormían menoi. te levantaban wempre
temprano
—¿Y este milagro? —ce extnto doña Pepa.
—Tengo que ir a buscar a Elvis para decirle
algo muy importante.
—í Ay. hijo! Tú* amistades itel panjue do me
gu>i*n &ada Por voene pronto catnrfe a ctaack y
tendrás menw tiempo para andar vagabundeando.
—Si té que no te gusufl, Pcp*. no neceuUB
repetírmelo. Pero Clvu es mi amigo y no hacemos
m *|«i (Mln

57
—¡Déjalo vivir, mujer! —intervino íuan—
Cuando yo e n chico, mi mejor amigo ctt el campo
e n hijo <ie un inquilino.
—El campo era otra c m a , Juan. Aquí en la
ciudád...
—¿Te piuj» películas. Pepa!— dijo Simón,
enftunitaóo, poniéndose «le pie.
—Dale un beso a lu abuela. Simón, y no te
eoojo Lo lugo porque te quiero, ya *abe*...—Y
mientra» ohccia m i mejilla al nielo. *c — :
¡mi memoria c*>li cad* día peor.' Se ine olvidaba
decirte que ayer te llamó el padre Gerónimo Quena
saber si podías pasar esta mafcuu por el convenio.
—¿Será pura devolverme el carro-.'
—No ii, op me «lijo nada. Sólo que lucra*
temprano, como * la* diez, porque a tav doce tiene
que celebra nrna
—Bueno, me voy.
—¡Ah. otra eos*'. —recordó dofia Pepa—
¿Podría* pasar por la farmacia y comprar una*
aspirinas para Juan? E*ia mañana amaneció con
dolor de garganta.
—¡Qulejugeradacnrs1¡Nosejepueócdeci
ruda! Sólo tengo carraspera y las aspirinas no...
Simón cogió el dtncto que le potó mi abucli
y mientra* seguían discutiendo, «lió del lugar.
Luego de pasar por la farmacia. Simón se
dirigió al pasque. En cuanto divisó a don Benito,
corrió hacia él.
— ¿HoU. don Benito! ¿Y m i hijo?

56
—Está enfermo.
—¿Enfermo? ¿Qu< uene?
—No vi qué tcndrj e*e chiquillo, pero no
quiso venir conmigo: dijo que le <lolia la cabeza. Y
tenia los ojo» bien colorado». asi a que dcfce yer
cierto.
—Don Benito: ¿usted me podría dar su
diteccsóo?
—¿Mi dirección?— el hombre se lo quedó
mirando,como sinoentcndten.
—Su dirección: donde ustedes viven.
—¿Y pura «fu¿ quiere* subct eso?
—Para ir a v«r a Elvis. pues. ¿No dke que
csti enleimo','
—Vivimos en La Pifltana. muy lejos de aquí.
TU no te puedes ir a roeler allá, es muy peligroso.
—O sea. que 00 me ia quiere dar.
—Nocs eso. Es mejor que te encuentres con
¿I aquí mañana.
—¿ Y si 00 viene?
•¿Atiende, chiquillo; nuestra casa « t i en el
te ñ o bravo. 7u no puede» llegar »i 00 eres del lujar.
Hay muchas, pandillas, muchu dro^a. Espera a que
él venga por acá.
—Bueno. Dígale que necesito decirle algo
Si no viene mytana. pciuó Simón, voy a ira
buscarlo nomi». Y dejando a don Benito se
encaminó lentamente h am <1 convenio de San
Francisco.
Mientras esperaba que el padre Gerónimo

fW
saliera de una reunión, Simón se fue a da* una vuelta
«1 Musco A esa tora no tabú v m tm c i)' se dedicó
por ctuna vez a recorrer, ahora a su» anchas, la
exposición «1c pinturas- Se detuvo frente al cuadra
«le San Francisco y los pájaras, examinando con
especia) aicoción el pez rojizo que cuaba en manos
de) hombre con el turbante blanco. También volvió
a contemplar a) santo enfermo, pan lo cual te sentó
laigo rato en el suelo, con las piemos cruzada». Se
preguntó qué serían esas cuerda» o cinturones que
colgaban junio a) ru»a»o de madera. en la pared al
lado de la cama. Y a la izquierda, arriba, le dio un
poco de risa ver a cuatro angelotes gordos. sentados
en una nube. Entonces miró la hora en su reloj y se
dio cuenta de que habían posado largamente lo»
quince minuto» acordado». Volvió rápidamente al
lugar de trabajo del sacerdote, que lo estaba
esperando. Era una habitación amplia, pintada de
Manco, con do» paredes cubiertas de arriba abajo
por estante» con libros. Kn una esquina del cuarto
había una mesa sobre la que se apilaba una gran
cantidad de papeles, junto a una Biblia y a un
crucifijo de meta) del que colgaba un rovtfio de
cuenta» negras.
—Aquí está tu cano, Simón. Se lo mwuú a
un historiador, especialista en ia Colonia, que
conocía muy bien la setni leyenda de dofla Engracia.
Mira: tieoe una pequeña hendidura aquí— setaló
con el dedo sobre la cubietu det carro— donde
estuvo alguna vez la figura del santo. Y también

60
descubrió un doble fondo, que se abre apretando
esta pie^i así — la cubierta se dividió en dos y dejó
ver un hueco de unos cinco centímetros de ancho
por diez <fc largo— donde es potable que estuvieran
h» diamante».
—¿Y cómo yo nunca me di cuenta de ese
dublé fonda?—se extruAó Simón.
—Porque no cía fácil descubrirlo: hay que
hacer presión justo en ese punto —mostró el
sacerdote—; además nunca se te ocurrió que podía
existir. Tambtén lo examinó un experto co muebles
antiguos, que confirmó la fecha de fabricación. Una
vez recuperados los diamantes, este cantío de
madera debe haber quedado abandonado por ahí y
de alguna manera llegó a manos de fray Modesto
tres siglos después: no se lo podemos preguntar ya
que muñó hace muchos aflos. Seguramente nada
sabia de su historia y se lo regaló u tu madre, que le
debe haber hablado de ti. para que te k> diera como
un juguete. Y tu mamá, que era arqueóloga. se dio
cuenta de que era un objeto muy antiguo, por eso le
dijo que "era un tesoro". ¡Lo increíble es que está
un bien conservado!
—¿Le gustaría que se lo dejan pora d Musco?.
te sintió obligado a decir Simón, muerto de susto
«1c que el franciscano aceptara mi ofrceimknio.
—No. hijo. Eres muy generoso y amable.
Guárdalo como el regalo de tu madre que es. La
verdad es que toda esta historia es casi una leyenda.
Lo que se sobe es que en algún momento llegó una

61
donación del Peni. en forma de diamantes. Puro no
s.e sube exactamente cuánto!» diamantes eran,
cuúnufe desaparecieron y si en verdad todo» c)kn
llegaron cun Rom Bandera. Qujaí» doto lin^rjciu
no qu<»o poner “todos tos hitevo» en el misino
canuto", como dice el dicho.
—¿Y mi cirro, entonces?
—Esc carro parece *er realmente pane Je la
hútoria.
Dos golpes en la puerta interrumpieron la
convervacióiú y luego de un vonoro “ackíanie" del
franciscano apareció el sacristán, que miró de reojo
a Simón y se quedó de pie frente a ello* con la
cabe/a gacha.
— Adn no he convenado del tema. Hilario.
Ya K lo hart saber.
El hombre asintió y se retiró del lujar.
Cuando quedaron otra vez solos, el sacerdote
cruzó las manos sobre su redonda barriga y respiró
hondo antes de hablar:
—Te llamé, Simón, porque quería devolverte
el carro, pero también por otro asumo- Ayer viniste
al Museo con un amigo...
—Sí, con Elvis.
— Me dijo Hilario que esc nifto era hijo de un
trabajador <4el parque.
— Si. de don Benito.
— Bueno, resulta que robaron del M uwo una
patena de oro muy antigua, con una filigrana en
forma de cruz que había sido usada en la Primera

62
Comunión de un famoso obispo t e Lama.
— N o v í lo que e s una patena y e so de
f i li m ué c u á m o lampoco — dijo Simón, poniéndose
nervioso, porque ya sccMuta imaginando por dónde
iba la c"*>a.
—La pulciw —cxplk'd el sacerdote—. ex el
platillo sobre el que se pone la hostia durante la
misa; y la filigrana es un trabajo de orfebrería muy
tino en que el oro o la plata formar) un encaje. Pero
tov)ue yo tjuiero saber...—el padre Gerónimo dejó
i ncondusa la ír* c y se movió en su villa, incómodo.
E\ un a.%unio «rio. pues la* cosas <Jel museo tom an
porte <ld patrimonio cultural del país. Y he querido
hablar contigo, pues «j-ún Hilario esc niño que te
acompañaba es conocido como...
— ¡N o. padre! ¿El no fu e! A dem ás sólo
miramos los cuadros no entramos a las o t r a salas
dei mu»co. iElvix no es un ladrón! —salid Simún,
con e l corazón agitado y gimiendo una rabia
uvmcnda contra Hilario.
— M e ginia que defienda*, a tu amigo, hijo,
pero no se puede defender una mala acción.
— ¡Pero, padre..! ¡S i le digo que fclvis no fue!
E stu vim o s todo el tiem po ju n tos, y no nos
acercamos a ninguna patena. ¡ Yo que no fue él!—
reafirmó Simún con cncrjiu- E l sacristán...
— Hi laño no es muy brillante. pero es un buen
bomhre y trabaja p a n nosotros hace m is de un ato.
Conoce a toda la gente del barrio y no tendría por
qu¿ mentirme le consta que esc nifto e s un lanza.

63
que vive cometiendo peque/tos robos. Dice que k>
lun detenido vari» veces.
Simón se quedó en silencio. Y* no sabía qué
pensar. Elvis te había dicho que Hilario e n un
chueco y un ladrón. Y aunque el sacrcstín noto había
encerrado intenaonaüncoic el el Musco, igual era
un estúpido por no haberte fijado; y de sólo ver
eso» ojillos juntos, que nunca miraban de frente,
sent/a fastidio contra ¿i. Por otro lado e«at» ei
episodio de Elvis y el reloj. ¿A quién creerte? Su
corazón estaba por su amigo, aunque las dudas
nuevamente lo atenuaban.
El padre Gerónimo, adivinando loque sentía,
le dijo;
—Me gustará conversar con esc niño. No lo
voy a acusar de nada, te lo prometo: sólo quiero
hablar con ¿i. ¿Podrías cocí"cocerlo de que viniera?
—No sé. ahora euá enfermo. Pero igual, no
creo que quiera venir. Además otamos peleados.
—«.Ah. sf? ¿Y porqué?
Simón se odaó por haberlo dicho.
—Por una tontería: ¡no me acuerdo!
—¿Tu abuela sabe con qué amigo» andas?
Fue tal la rabia que le dioaSimón al escuchar
esa pregunta, que se pu*o «ojo como una «india
madura y tuvo que hacer esfuerzos para Contener
las ligrimas.
No respondió.
El sacerdote permaneció también en silencio
y durante un largo rato sólo se escuchó el zumbido

64
de un moscardón que chocaba contra el eruto! de la
única v-eniana.
—En uinh días m is se reúne el directorio del
Mineo Colonial— habló finalmente el francitcona.
a) mismo tiempo que t>c ponía de pie-— y si pora
entonce» no aparece la patena, habrá que investigar
en «rio. porque ¿Me no es el primer robo que ocurre
este año. Quizás detengan a tu am igo para
interrogarlo—.
Se acercó a Simón, que seguía sin decir
palabra, y le puko su anchas mono* sobre los
hombros—. ¡Ánimo. Simón! No hay que temer a
la ventid, porque ella nos hace libre». Ya verás cono
todo sale bien. Talve* tu amigo no tkoe nada que
ver en esto, pero teneme* que estar seguros—. Y
ames de despedine. le pasó un pequeño libro—.
E¿ uotxc la vida de San Francisco: un regalo pora ü.

65
Capítulo IX

MIULINA

¡3IMÓN . ANTKS de irse, decidió visitar una


vez más tí Musco. Pera había quedado ton turbada
con lo que k había dicho el podre Gerónimo acerca
de Elvis. que por primen vez miraba sin mirar un

ft'
cuadro de San Francisco, el pensamiento puedo en
mi amigo del pirque
De pronto, una voz k> sobresaltó.
—tSapmti! ¡Qué sorpresa!
Era Miulina. Muy blanca y pálida, su»
cabellos rojizos brillaban bajo la lu/ artificial del
tu^or y estaba, como siempre, vestida con un traje
lleno de vuelos. Ha sus labios tinos jugaba una
sonrisa. Traía con ella un colorido canasto lleno de
frasco* de pintura y pinceles y un barquito de t
madera que colocó en el suelo frente a un cuadro.
Hurgó enuc to* frascos y exclamó: "¡Aquí estabas.

66
67
tunante!". Entonces cogió tilgo entre vu» dedos y se
llevó la mano al cuello. Un pequeño escarabajo
rojiverde, con tunare» rtegrov. comenzó a caminar
subiendo por su oreja y perdiéndose entre los
frondosos cabellos rojos.
Simón la miraba alucinado.
—Se llama Bons: me acompaña a todas panes
—explicó Miulina, como si nada—. Y ahora, ¡u
trabajar! —agregó al tiempo que x sentaba en el
pito y co^ia los pinceles.
—¿Tu trabaja»
—Pues si: soy restauradora.
—¿Y qué hace una restauradora1?—. La
preocupación de Simón por Klvis había quedado
instantáneamente olvidada ante la estrambótica
presencia de la mujer.
—Repara la* pintura» que están dañada*.
Acércate. ¿Ves sibre la sotana de este fraile esos
pumitas? En esc ’ugar estaba la pintura deteriorada,
pues entre otras <osas, se había roto la tela. ¡Ksoes
trabajo mío! —c «cluyó. orgullosa.
—¿Y por qj¿ la arreglaste oon esos puntitos?
¿Cuando uno se acerca, se nota!
—Exactamente para eso, chico. Un la
restauración no w; trata de pintar encima, sino de
conservar el trabijo del artista <jue lo hizo. Por eso
pintamn con un•: técnica que se llama puntillismo
y que de lejo& no « nota, pero que de cerca permite
ver lo que fue re» auiado.
—¿Y qu¿\ isa hacer ahora.1

68
—El padre Gerónimo me ha llamado, porque
olguiendaAóaquílatela— Y mostró una minúscula
raspadura Manca sobre la palmatoria. en el cuadro
de San Francisco enfermo que tenía al frente
—Esc es un buen escondite para los
diamante*. Elvú tiene buen ojo —murmuró Simón
entre diente», mientras dejaba el cano con lo»
caballos y el libio de San Francisco sobre el piso. y
se acercaba más a la pintura.
—¿Qué oí? ¿Diamantes? ¡Sapristófeles!
¿.Dónde hay diamante»?
Simón, concentrada toda su atención en el
cuadro, no respondió. Estaba tomando nou de todos
Uv> objetos que allí aparecían, susceptible» de sef
Jv portadores de joyas: la palmatoria, tas broches en
Í el venido del ángel, una cuenla con varias cuentos
v, que colgaba de la pared y que tenia en un extremo
•C la cabeza de una calavera, un rosario de madera...
—Chico: ¡despierta! ¿En qué estás pensando7
¿Kn lat diamantes?
—¿Cómo sabias?— saltó Simón.
—¡Yo no sé nada, carambambas! Tú los
mencionaue.
Miulina dejó las pintura» junto a la pared,
cruzó la» pierna», que eran muy flacas, y comenzó
a balancear un pie. Simún nunca había visto un
zapato con una hebilla mis {¡onde y una punta más
larga, i «v» i* majrr echó hacia atrás la cabeza y
sacudió su melena roja com o.xí quisiera
desprenderse de ella: después se quedó muy quieta

69
y en silencio, esperando una respuesta.
Simún dudó sólo un instante: confiado como
era. atraído por la penonalidid de la mujer y llevado
por su entusiasmo, le contó rápidamente hasta los
último* detalles de la legendaria historia de los
diamanie*. Cuando acabó su relato, Miulina dejó
de balancear su pierna y dijo:
—Habría que esiar en el Cuzco, con dota
Engracia, paia saber lo que realmente paió.
—Si. claro, pero como eso en ¡mpwoible...
—¿Imposible? Nada e» imposible, chico, y
meaos para tí que ere» un chaval despierto. Te he
tomado mucho cariño. ¿sabes?— Y poniéndose de
pie. accrcd a cita las piruurxv cogió un pincel y se
k> quedó mirando fijo.
Simón pensó que tenia ojos de Iccftura y se
preguntó si su abuela no tendría razón al decir que
ero loca.
—¿Cuál te guste mis?— preguntó de pronto
Miulina, señalando las telas con un amplio ademán.
—La de) carro de fuego.
Miulina le guiñó un ojo verde —en ese
momento Simón descubrió que el otro e n azul—.
cogió su banquito de madera y sus pinturas y se
acercó al cuadro señalado. Luego le dijo a Simón
que permaneciera frente a ella, un moverse.
Entonces emperó a pintar una pequeña
manchita negra en una esquina de la lela.
—(Lospicces!—entonó con voz de contralto
y ritmo de marcha.

70
Tra/ó una raya oscura y otra más débil.
—¡El caluoadooo!
Otra línea y aparecieron dos zapatilla* de
gimnasia iguales a las que usaba Stmón.
En un estruendoso "¡las calcecetaaas!"
brillaron dos calcetines amigado* y en ip suave y
dulce -¡panlalóooonr, los jeans ganado* en el
borde.
Simón la mimta boquiabierto, sorprendido,
admirado y también asustado por la soltura con que
se había lanzado a pintar «obre la tela de cwís
iiwdrw tan valtusos. la facilidad con que dibujaba
y lo cvacumcWc iguak* que ttun n o s pies a lo»
suyos:, maravillo»úntenle iguales! Para comparar,
miró mj» pie».
Y entonces lanzó un alarido.
¡Los pies de Simón, mis verdaderos pies,
habían desaparecido!
Trató de caminar, pero no podía.
—¡Miulina! —gritó, agitando las manos—
¡¿Qué hiciste?!
Pero ella, concentrada «n su tarea. no le hacía
caso y seguía pintando, ahora frenética, a una
velocidad increíble: las p«ema&. el tono, el cuello,
las manos, ios brazos; y cuando sólo quedaba en el
aire Notando la cabeza de Simón, detuvo su mano
y exclamó:
—¡Kecótcholis! ¡Casi se me olvida decirte lo
más importante! Cuando desees volver tendrás que
hacerlo por este mismo lugar: aquí, jalando el

71
cordón del Iralc que « arrastra por el tuelo —
mostró ¿Notlejeaderecordarlo,pue* no tiene» otra
manera de regresar!
Y en fciewpincelad*», Miulina dibujó el muro
de Simón que ahora extaba con lo» ojo» doubiudon
y la boca muy abierta.
—¡Tiumbalarilui-lai-lai! ¡Buena Muirle.
Simón, que el Sanio te acompase! —íue to último
que alcanzó a escuchar el muchacho antes de
desapareces por completo del Mosco de San
Francisco en Santiago de Chile.
73
Capítulo X

EN EL CUZCO

OIMÓN EN medio del pánico que «m ía.


hizo uo enorme esfuerzo paia atrancar de la tela
donde había quedado atrapado- Respiró hondo,
dobló las rodillas tomó impulso y te elevó por el
aire hasta caer con fren estruendo sobre un mesón
de madera lleno de franco* de pintura. Los frascos
se dieron vuelta y los espesos líquidos rojos, verdes,
negra*. amarilla» se esparcieron sobre las tablas y
siguieron su lento camino hacia el suelo.
—¡¡¿Imbécil!!!
El ¿rito aumentó »u alama.
Un hombre de baja estatura y tez oscura,
locado de un gorro de terciopelo rojo bajo el cual

74
aso<nahan uckk cabello*, negro* y tieso* como tusa
recién corlado, lo amenazaba blandiendo una
espátula
Simón, aterrorizado, miró a su alrededor.
Estaba en una amplia sala rectangular de
muros muy alto», de los cuales colgaban un
¿innúmero de bastidores con telas y decenas de
cuadros provistos de anchos marcos dorados.
Boceto* a carboncillo trazados sobre papeles
amarillentos &e apilaban sin orden alguno sobre
atóle* y bancos. Pincele*, brochas, fraseos con
bu/nicc- y óleo de todu» los entures se ¿lineaban
sobre grandes mesones de madera que se sucedían
a lo largo de la sala. Dos hombres, quede pie frente
a un bastidor sostenían pinceles en sus manos, se
habían vuelto a contemplar el desastre. Un
muchacho de su edad, vestido con una túnica ceñida
<>¿

« la cintura por una banda de género an d a y unos


pantalones tan ajustados que parecían medias,
depositó un pesado balde en el suelo y lo miró coa
sonrisa burlona. Y dus mujeres, una rubia y la otra
morena, se acercaron a él presurosas y con un leve
crujir de faldas. La rubia llevaba un vesúdo lugo
hasta los tobillos, hecho cun una tclaro>a y brillante,
bordada con lulos dorados. Kra muy ajustado en la
cintura y luego tan amplio y abultado hacia abajo,
que parecía una enorme campana. Su* brazos
estaban cubten» con unaa mangas englobadas un
pero tan anchas, que Simón, pese a lo confundido
que e*ubo. no dejó de preguntarse cómo lo haría

75
para comcf sin meterlas en el plato. Nunca había
visto nada igual, ni siquiera en la f>e»la <k disfraces
que había dado su tío Blas para el Año Nuevo y a la
que había asistido con sus primos. Le pareció que
incluso era m is repolludo y abultado que ios
enormes trajes que vestían algunas mujeres en los
cuadros de San Francisco. Ella usaba además un
unfin de joyas: aras, collares, pulseras y varíen
anillos en cada mano Su abuela habría dicho que
parecía árbol de pascua. Llevaba. colgado a su
mufteca. un abanico con muchas perlas que
manejaba con gran expedición: loabriade un golpe,
con ruido de naipes barajándose, se abanicaba unos
segundos y lo cerraba con un giro de la muñeca y
una voltereta en el aire. 1.a oirá mujer usaba un
vestido también largo, pero de color café y sin
adornos ni tanta anchura. Ambas llevaban una
mantilla sujeta por una peineta al pelo, que caía harta
la cintura. El de la primera era de una lela azul y
fina, que parecía flotar en el aire; el de la otra era
de un género más grueso y caía pesada a sus
espaldas.
—¡Sacad de aquí a este mfto maldito y dadle
cien azotes! —volvió a gritar el de las mechas
tiesas— ¿Quién, por las barbas del rey l'elipe. lo ha
dejado entrar? ¡Mirad mis pinturas volcadas? ¿Es
este lugar una feria, acaso? ¡Vamos. Julián, afuera
con él? ¡Y tú. Manolo, limpia aquí, rápido? —ordenó
primero a uno de turba y luego al muchacho de la
nsa burlona.

76
Al escuchar U palabra "azoies", Simón había
levantado la vista buscando una salida. La puerta
cuaba en el otro cxircmo de la enorme sala y no
alcanzó a dar un pavo antes de que el hombre de
barba lo agarrara por ko homDros con mano» de
tenaza.
—i Vamu's gaznápiro: andando! —le gritó en
la oreja y le dio un empujón y una palada, un
Tuerte», que Simún rodó por el sudo.
— ¡Por Dios, maestro Zapaca. tened
compasión de este muchacho! ¡Decid a Julián que
no sea tan rudo! ¿No ve» que aún & un niño?—
inicrv ino la mujer rvbia. dirigiéndose al hombre que
había dado orden de azotar a Simón.
—Yo creo que es un hechizado, por eso es
mejor no locarlo —intervino la otra mujer—: ¿no
ve usted. Juan Zapaca. que apareció del aire? ¡Y
mirad su atuendo: esos harapos no son de este
mundo! —concluyó señalando las zapatillas y los
jcans de Simón.
—¡Rosa: no comencé» con vuestra tonterías!
Sois más supersticiosa que el médico del Virrey.
Estábamos las dos embobadas contemplando
trafcojar al maevtro Zapaca. cuando este nifto tropezó
con la mesa.
—No irope/ó. señora: cayó de arriba, m lo
juro.
—Sólo por ser vos quien me lo pide, dofta
Engracia —intervino el pintor, sin atender a la mujer
morena—. me olvidaré de los azotes. Pero no se irá

77
cmc bandido ú n antes pagarme c i desaguisado—. Y
dirigiéndose a Simón, que aún continuaba en el
suelo, hecho un ovillo, exclamó—: ¡levántate,
perejil insolente.' Trabajarás iodo d día para mí y
no le moverá* de aquí hasu que yo le lo onfcne. ¡Y
que no diga doña Engracia, que el corazón de
Zapaca Inga oo es tan generoso como hátxl y diestra
es su mano!
Simón estaba lan alelado, además de dotando,
que no era capuz de reacciona». ¿No podía crca lo que
euaba escuchando'Esa mujer nibia era dcAa Engracia.
U de los diamantes, y la otra tenía que >ct Kuu
Bandera», la sirvienU que se t a llevó a Qiik. Y ese
Ul Zapuca Inga....era uno de k*>atauasque pintó los
cuadros de San Francisco!
—¡De pie. te digo! —volvió a interpelarlo el
ptntor— Y mejor ni me cuente», cómo es que llegaste
aquí. cipazwlo. porgue no quiero escuchar mentiras.
Coge d balde y el tripero y comieiua a limpiar lo que
ensuciaste. ¡rápido!
Súnóo se puso de pie con dificultad, porque aún
no se reponía de la feroz la potada que le había dado el
tal Jubán. En tantu Mando, ya había llegado con un
trapero y un balde, y fueteado una reverencia
exagerada je lo» pa\ó a Simón, como quien ofrece un
preciado tesoro. Loo ojos algo pioiuberaiucs de
Manido brillaban reidora bajo unas pesufas larga* y
tiesas En su rostro asomaban los pelos ralos de una
innpxnte babu.
—Ahora que él hará mi trabajo, ¿me permitiréis
pintar, maestro? —preguntó el joven dirigiéndote a
Zafutx

78
—¡A río revuelto, ganancia de pescadurc»! —
respondió d artola con una »cm¡ tonrua en sus labios
giucsuv
—Maestro, ;por favetf'—instítió Manolo.
—,Abogo por Manolo! —intervino doAa
Engrana— ¿no lleva acaso ya vara* meses, sobajando
pora ve»? ‘
—iVfeoquesoi* abogada de losjóvenes xeñora!
Y ante d placer <fctenento por aquí. no puedo negaros
nada. Manolo: coge lo» pínxlcs y termina de dar el
luno café a este ajt- le dijo iiklKando una tela donde
da> mujeioy un humbreotabun sentados aúna roes*
llena de vianda. De pie, al lado de la meso, un rúfio
de cabellos largo* y dorado*. extendía un plato de
comkb y un pun tenia un grupo de hombres pobres y
tullidos, cuyus harapo* y rostrot cetrino» coiurasubon
con la tez Manquísima y V» lujosos atavíos de los
comensales-
Simón recontó haber vixto esa pintura en ei
Museo de San Francisco.
—¿E»e niAo es d saotu? —preguntó Rom.
—Exactamente —respondió el pintor.
—¿Ate permití* haceros un alcance, maestro?
—intervino doto Engracia—. Me purece que co la
(poca en que vivió el santo no ¡te conocía el ají que
lub¿i» pintado sobre la m oa
—¿Efl un buen banquete no puede faltar el ají.
señora mía!— respondió el artista, sin inmutarse. Y
fijando su atención en las leves pinceladas de café que
Manotu trazaba cco extremo cuidado, exclamó—:
¡Muy bien? Un poquito más al entrono.., y ahora algo
de rojo en la punta...

79
DoAa Engracia sonrió, ¿¡venida, y caminó hacia
Simón, que se afanaba en limpiar la» pintura»
derramada* Sin acercarse demauado. para no
ensuciarse. lo cusninó durante unos minutos y luego
comentó:
—t Vaya atuendo cutíaiY> el de ote míki!
— ¿No 06 dije yo. setora? — sultó al insume
Rosa— ¿Si apareció de U nada! ¡Hay brujería en ¿I!
—¡Rom : <b prohíbo tablar de brujerías! M i'
aún a ve trata de un niAo.
—¿No sabéis, seflora. que hay niftosquc...
—¡Callad. R<«a! —<loiu Engracia fue tajante
y U mujer cerró la boca. pero siguió minindo a Simón
con desoinfian/a.
Dota Engracia no podía apuñar su vi>4a de
Simón. Use niño rubio y de ojo» azules parecía un
principilo europeo disfrazado de mendigo.
Evidentemente había cxiniV» en ¿I. per» no pur ?
las razones que aducía Rasa. *
—¿Cómo te llamas?— le preguntó. ^
—Simón.
—¿Quiénes ton tus padres?
—Mis padres muñeron.
—¿Y con quién vives?
—Ahora-..con nadie —respondió Simón,
cautelo».
—¿Y qué haces aquí?
Simón no sabía qué impender. Evidentemente
que no podía decir la verdad, porque tbon a cnxr que
mentía o que estaba embrujado, cumu decía Kuu
Bandera*. Entonces comenzó* invernar.
—Es que qube conocer estas ptwur» porque
leí...

80
—¡¿LriXe?!
—¡Escuchen: dice que leyó! —exclamó Julián,
ei barbudo, con una ritmada.
—¿Por qué míenles, Simón? ¡No tenga» miedo
y dimela verdad! —UbótiódoAa Engracia.
—Prometo que vi leer. señora. Lo puedo
demotnir. 1
—¡Dice que sabe leer! ¡Ja! ¡El pequeño infeliz
tfüKfle cvn»ctkxfflu\dc que ubc leer! ¡Ja. ja! —gritó
« voz en cuello Julián y varios corearon ai risa.,
—¿Qué e* lo que estoy oyer>do?¿Que este
mivvcto harapiento'ahe leer?—exclamó un hombre,
timbtén morona corpulento y de baja estatura. que
tubía otado pintando en d ouu extremo de b sala. Y
accrcándobc u) cuadro que coloreaban Zapaca y
Manolo, ¡rxlkó el texto que aparecía escrito en una
esquina y ordenó—: ¡loe aquí!
Tutkts callaron. mirando a Simón, que no te
movía.
—¿No escuchante acaso lo que te ordenó el
Manta»? ¡Anda, aléjate dd balde y camina! —ordenó
Zapocalnga—.Y abas mentido, «ata vez no le librarás
de los azotes
La&carcajadas de pintona y ayudantesestallaron
c or» otead» líe trueno.
Simón se acercó lentamente a) cuadro. Y
rogando al ciclo entender tes potabas alli escritas. en
castellano antiguo, cumenzó a leer
—"lijando bm od coge el pLdoy el pan ifcsu
sustento y Ve da a k*>pobres..
—¡Ea un brujo, yo b decía! —murmuró Rosa.
—¡Está inventando! —gritó Manolo, que a sus

8t
quince uAu» úpenos coimcía b t letras.
—¡Lo sabe de memoru'. —smóJuIkifl.
—Loe más atajo— ordenó Zapuca.
—“S«ei>tk>muy niAo tranciaco..."
De pronto Basilio Sanu Cruz, ei pintor bujo y
corpulenta que había ordenado a Simún loer y que
edabo examinando de cerca la tela. exclamó:
—¡El dedo de esta mujer que úene cogido a)
lufto e»iá muy tieso. Pedro!
—Aun trabajo en ¿i. MjcsUu
—Y tú. Maneto* más fruta sobre la mes».
—En h a a n p a modelo. Mjcsuo...
—.Cuántas veo» of> he dicho que no hay que
copiar, sino recrea! ¿Dónde se ha vnio una mesa de
banquete tantiúic y descotonda?,Van*». ftxlro! ¡U»
melocotonescon mis clandad: rosa y amarillo; b una
de chocolate, oscura; aumentad U t/rteraidad del color
en los ajíes’ En ese canesú falta el rojo; y al fondo a la
derecha el bkoco: ¿no « ú que c u escena del fundo
hay que ¡tumularia? ,Pw la pan serpiente. Mes un
«llenar!
—Sí. Maestro —rapondióel aludido, un pintor
mi»joven que Saüa Cnu y Zapas*. que hMa «tunees
había permanecido trabajando en silencio.
—Cada escena necesita su color: ¡la ki/, b luz!
¿Cómo esla plaza al mediodía, ¿ati? ¡Salid a mirar!
¡Contemplad la luz que el «si proyecta sobre techen,
paredes y gentes!
Simón había quedada completamente
olvidado.
Mientras tanto, doña Engracia tomaba uiu
importante decisión.

82
Capítulo XI

CH1MPU

— M A.ESTRO 7.APACA'. tengo que


pediros un gran favor— dofta Engracia se tabú
acercado al pintor, toda wcuútt. en el momento en
que ¿ste hacia un alto en mi irabajo )• bebfa de una
copa, a pMfucOcn. vorttov. un líquido «ota ámbar.
—j Ah. qué bueno este jerecilloque nos habéis
traído. dufta Engracia, con vuevin acostumbrada
generosidad! —el artista paladeó, cerrando los
ojo»— Decidme. seftora: ¿en qu¿ puedo wtvúos'?
—E* un capricho —sonrió la mujer—.
Necesito que ulgutcn dibuje paí* mí (re objeta»
que aparecen en km oiadru<- que van a Chile.
- *Twsfc*:M»'! t Los objetos aislados de su
contexto pierden iodo sentido. seAiml ,No irrngmo
cuál es vuestro propó&tto!

63
—No o& imaginéis nada. Maestro. Ya os lo
dije: es un capricho- Hacédme ft»e favor; os lo
retribuiré muy bien.
—Desgraciadamente, señora, la primera sene
de pmlurus pune por estos día> a Chile y aún nos
queda mucho trabajo. El proceso de embalaje es
lento y muy delicado. Enuc hoy y nuAana tiene
que estar iodo listo, pue> el Corroo está por salir.
—¿Acaso alguno de vucsIka ayudantes no
podría hacerlo? La verdad. Maestro Zapaca. es que
no necesito una obra de ano, sino una simple copia.
Y como no son figuras humanas la* que p*do. sino
tres objetos muy simples, cualquiera de ellos podrá
dibujarlos.
AI oír (o que decía doña Engrana, el cora/da
de Simún se puso a galopar. Y dejando de trapear,
permaneció inmóvil, para ik>penler palabra de la
convenactófl.
—No es poco loque ptdis, «ñora, creédme.
¡Si hubierais venido antes! V'ed que lengo a todos
mis ayudantes ocupodfsimos..
—¡Prestadme a Manoti .Maestro! Sí no fuera
por este nifto que cayó del ■iek>. lo tendríais a él
con el balde y el trapero. Os ->agaré doce pesos por
dibujo para el Talkr. y tres pesos para el muchacho.
Manolo, al oír la suma, abrí* grandes los ojos.
—Tendréis que hablaj con Basilio, señora, es
él quién decide estas cosas.
Basilio Sania Cru« t>aba en el otro extremo
de la sala, trabajando en un cuadro donde aparecía
Sun Francisco rodeado de (railes. A su lAfuicnJa.
sobre uji atril, un grabado mostraba la misma escena
que estaba pintando; pero el rostro moreno y de
rungos indígenas que Santa Cru¿ dibujaba en ese
momento era más parecido al suyo que al pálido y
de facciones afiladas del modelo europeo. Doña
Engracia se acercó con susurro de faldas y golpeteo
de abanico. El artista, concentrado en su tarea,
pareció no percatarse de la presencia de la mujer y
<5>ld tuvo que interpelado dos teces para llamar su
jtciKión. La escuchó con aire distraído, y sin dejar
de contemplar el rostro que pintaba respondió a
doña Engracia que se entendiera con Zapaca Inga,
en un tono que dejaba claro que no quería ser
interrumpido. Hila asintió y se alejó cenando el
abanico. Al hacerlo, algo blanco cayó ai sucio.
—¡Eh, muchacho! ¿Qué haces ahí. mirando
mosca» en vez de trabajar? Anda, muévete: ve a
buvcat un baúl que hay en ei zaguán y lo traes aquí.
Pide ayuda a Julián, si no lo puedes mover —ordenó
Zapaca Inca.
Súrón no «c hiw Je rogar, pues tenia gran
curiusidad por conocer el lujtar en que se
encontraba. Ya vería luego cuáles eran los objetos
que dote Engracia hacía dibujar. Camino a la puerta,
sin que nadie se diera cuenta, recogió el pañuelo
bordado que doña Engracia había dejado caer de su
manga y se lo echó al bolsillo. Era tan asombroso
lo que estaba viviendo, que para convencerse de
que no era un sueAo tenía que hacerse de algo
concreto: claro que su íntimo deseo era que todo
fuera un sueño, porque en ellos uno siempre acaba

85
por despertar. Qui2ás estoy soñando y en el sueño
sveflo que estoy despierto, te dyo. Y entonces llegó
a sentirse más tranquilo.
A medida de que transcurría el tiempo. e)
miedo d e Simún duminuía: dejaba de pensar en m i
vid*, allá en el Samtago de Chile del ligio XXI. y
comenzaba a habituarse a este nuevo presente en
una forma natural, domo ti fuera el protagonista de
unu obra de teatro en la que tuv iera que representar
un papel, olvidándote de »/ mismo hinu eJ fin de b
función.
La puerta daba a un amplio ¿aguja. casi
enteramente ocupado por un enorme baúl de
madera, ortllododc tachuelas de fierro. PeroSimún
no te detuvo ante él. como debía, sino que su
curiosidad k> llevó más allá, hacia otra puerta que
se abría al exterior.
Salid a una pequeña pía» rodeada por casa»
de dos pisos, pero con paredes muy alta»,
construida* no a ras de) suelo, sino que sotar
enorme* bloques de piedra. En kn piso* superiores
se alineaban balcones salientes de madera oscura y
labrada.
A la plaza confluían tres calleóla» muy
estrechas, cuyas casas también se levantaban sobre
inmensa* piedra», por lo que para acceder a ellas
había que subir una gran cantidad de peldaño*. L o
techos eran de arcilla roja y el alféizar de las
ventanas, que eran muy chicas, estaba casi siempre
poblado de maceteros con geranios.
Frente a la plaza había una gran casa
rectangular, cuyo froflús de piedra estaba cubierto

86
de u/vudu». Bajo b galería que éstas conformaban,
se sentaba una decena de mujeres indígenas de
pollerxs englobadas. Su» cabellos negros trenzados
bajo los. sombreros enmarcaban los rosl/os oscuros
que precian emerger de un enorme zapallo de
vuelos coloridos. Estaban rodeados, de «anastos con
porotos, choclos, papas, palias, mangos, papayas y
unas chirimoyas «pie * Simón <fe vctUs se le tuzo
agua la boca y se dio cuenta de que estaba muerto
de lumbre.
Mucha gente transitaba por el lugar. La
mayoría vcMíu pobremente, con largas túnicos
hechas con géneros toscos y calzaba sandalias.
Algunos bombees de le* blanco y barbos espesas,
que usaban capas de terciopelo, pantalones huta
lis rodillas y gruesas media* muy apretadas,
caminaban con paso rápido y se saludaban unos a
oíros levantando sus sombreros de ala ancha.
Compelían coadoAa Engracia, pensó Simón, en los
vuelos y la amplitud de las mangas. ¡Era increíble
como se vestían! Y bastante incómodo, además. £i
suelo empedrad» estaba muy sucio y se pascaban
por el lugar más perros que personas. Había tambtéa
gran cantidad de mendigos, que salían al paso de
los hombres ricamente ataviados; éstos laaiaban
monedas al aire, que tos miserables disputaban
como pertuUiambucntixv
De pronto, junio con un clap clap muy sonoro,
apareció una calesa lirada por dc& caballo», que a
Simón le recordó los coches que había en Vifta del
Mar. claro que mucho más elegante. Tenía una

07
cabina cerrada, que ve abría hacia afuera por una
puerta-ventana cubierta en mi interior p or una
coctina roja. La caksa tenia grabado un escudo de
anuas a los costados y el lecho CJUerior extaba
umbiln cubierto por un género rojo, corno» fuera
un bonete, con borla», durada* que colgaban en las
cuatro esquinas. En el pescante, a ambo» ladu» del
cochero, venían do* negritos de pie. vestidos con
k» mismos colores rojo y oro de k» adornos Al
paso de ¿su. unos se apodaban, otros se persignaban
y hasta haWa alguno* que »c ponto de nadillav El
cocbe se detuvo frente a la pucru del taller de tos
pintores y de él descendió un hombre con un
sombrero amarillo de ala ancha y una reluciente
capa blanca y dorada que a Simón k pareció más
lujosa que lodos los trajes que había visto hasta
entonces. Sobre ella brillaba una encime cru¿
bordada en oro c incrustaciones de piedras
coloradas. Lo seguía un fraile vestido con una túnica
café, que larmó a lo* mendigos que rodeaban el
camiaje una lluvia de monedas. Una de ella» se fue
rodando, rodando hasu detenerse a los pies de
Simón, que ai cono ni perezoso la cogió
rápidamente y corrió hacia las mujeres que vendían
chirimoyas.
Pero no resultó tan fútil: las indígena', que
hablaban una lengua que Simón desconocía. a la
vista de la moneda negaban con lu cabeza. Se acercó
a cada una de ellas, pero ninguna aceptó vender. La
última le indicó con gaia> que necesitaba tres
monedas para comprar una chirimoya.

88
Se alejó caminando por el conwJcr, sorteando
cjruüc*> ccmgranos (rulas)' pcJlcnü muhiooiorckque
extendían sus rueden sobre las piedras del suelo.
Miraba con ojos largo* las frutas apetitosas y cayó en
éxtasis ante una granada abierta y brillante que
prometía jugos y dulzores. Invistió con su moneda,
pero ninguna mujer w iixcrciócn tunderk ni siqi*era
una ciruela «eca.
FniMntoo en su tnteiKo. decidió volver al taller
y realtíar U taiea que k habían encontcndad». Si
trabajaba todo d dü. quizás al final le darían algunas
monedas de más valor o algo para comer. Bajó un»
gradas y caminó con poso rápido hacia el otro extremo
de lapUaAcu. Dt pionta. una inóteciu qpe toYiabSa
?AAm f V

venido siguiendo sin que ¿i lo notan, lo interpeló:


—Toma —le ofreció, extendiendo la poqudla
pulma de su mano en la que sostenía tres vainas de
maní.
tefcta tener su misma edad, pero e n más bajita
y delgada tumo un hilo. Sus pequeto* ojos eran tan
negros, que paralan boinas de azabache, y de elk*
caían, knux, unas lágrim» gruesas.
—t,Qué te pasa?— *c conmovió Simón.
Pero ella siguió con su mano extendida, sin
responder
—¿Por qué me das eso?
—Porque tu trabajas ahí: yo le vi salir por
esa puerta —dijo finalmente, en un pronunciado
castellano, indicando hacia el taller.
—¿Y eso qué impona?
La niña, como st nu entendiera la pregunta.

89
lo miraba fijo y con k» labios apretados, míenlos
su rostro seguía empapándose de lágrimas
silencios»
—¿Cómo te llamas? j.Qu¿ te...
Pero la indiecita no lo dejó terminar la frase
y cogiéndolo de un bra&J lo tironeó para que la
siguiera- Tenia una mano chiquitiu, dura y seca.
Simón sintió una gran ternura y también mucha
pena. Y *¿n probarlo dos vrets. se decidió a ir con
ella. Los pies desnudos de La niña. cortos y anchos,
parecían volar bajo la* 7 olleras que no alcanzaban
a cubrir sus tobillos; y sus dos trenzas, largas hasta
la cintura, se mecían al ritmo de sus pasos.
Se atenuaron en silencio por una de las
catlecits* estrechas, donde todas las casas estaban
pintadas de colores vivos y los techos rojos tenfan
unos alerones que sobresalían, proyectando sus
sombras. Luego pasaron frente a una enorme
construcción de piedra sobre la cual se erguía una
torre de adobe, que erael campanario de una iglesia
Simón nunca había estado en un lugar con untas
iglesias: en su recorrido llegó a contar once. La
mayoría había sido construida sobre extensos
bloques de piedra ensamblados y las puertas de
madera, gigantescas, estaban enteramente (aliadas
con inscripciones y figuras de cantos Parecían muy
lujosas y a Simón la habría gustado serlas por
dentro, pero la niña no soltaba su truno y a cada
intento de ¿I por aminorar et paso, ella le daba un
pequeAo tirón y lo miraba con unos ojos tan
suplicantes, que no le Quedaba más que stguiñu.
Se acercaron a una monumental edificación,
la mí* grande de (odas, con techos muy altos, <k»
torres, y un» puertas de piedra tallada que parecían
subir hasta el cielo. El muchacho se detuvo,
admirado.
—Botera el ccmpkxfcl biti —explicó la niña—
que antes estaba todo recubicrto de oro. £1 sol de
oro era m is grueso que las paredes y despedía
llamas y rajos de Fuego. ¡Pero yo nunca lo pude
ver? Ni tampoco mi madre, ni mi abuela...
Y la pequeña agachó la cabeza y se quedó en
silencio, con» los deudos que contemplan el pono
del ataúd que lleva al familiar muerto. Si ntón esperó,
también callado, a que ella decidiera seguir
caminando.
A medida de que avanzaban, la tierra
reemplazaba los suelos empedrados y tas
construcciones se hacían más escasas. Finalmente
llegaron a un descampado.
—¿A dónde me llevas?— quiso saber Simón.
—¿Allá!— indicó la cnuchik:hita.
Ahora caminaban por un sendero que subía,
pedregoso y seco. Al fondo se dibujaban las
montañas blanquizcas )' un reboto de guanacos que
de lejos Simón confundió con caballos, trotaba
levantandoel polvo. Al final del sendero se diróaba
un hilo de humo y alguno» árboles ralos. El humo
fue creciendo a medida de que ve «cercaban, hasta
que Simón pudo ver que éste provenía de una gran
hoguera encendida en medio de un poblado
constituido por una docena de chozas de piedra y

91
paja diseminadas sin ningún orden en medio del
pedregal. Una jauría de perro» flacos salió a
recibirlos, amenazóme: pero a una orden de la niña
se fueron tranquilizando, aunque algunos siguieron
husmeando y ladrando alrededor de ellos. En tomo
a la hoguera, mujeres y niños contemplaban cómo
los hombres asaban un animal. El olor a carne y a
grasa había tomado posesión del lugar y Simón
sintió que sus tripas se quejaban
—Es por el cumpleaños del Virrey —explicó
b niña—. Todos los años regala a nuestros poblados
un cordero paiu com erán su nombre
Simón se habría unido feliz al grupo de
mujeres y niños que con sus manos estirad a
t\peruban pacienta a que uno de los hombre*,
cuchillo en mano, terminara de corlar los trozos de
come ya cocidos para ofrecerlos a su alrededor. Pero
la niña lo alejó del tumulto y lo condujo a una de
las chozas.
El interior estaba oscuro y Simón se demoró
unos segundos en ver con mediana claridad. Era un
solo espacio rectangular, en cuyo centro había un
fogón, donde una mujer anciana revolvía una otla
de greda humeante, de la que emanaba un fuerte
olor a hierbas. Contra la* paredes se alineaban unos
montones de paja cubicaos con gruesas lanas de
colores. Y en uno de ellos, el m is alejado de la
puerta, yacía una mujer. Tenía los ojos cerrados y
su rostro oliváceo mostraba unas profundas ojeras.
Parecía muy enferma. Un muchacho indígena, algo
mayor que Simón, estaba de rodillas a su lado y le
tenía cogida una mano.

92
—¡Chimpu!. ¿dónde erabas? —exclamó e)
joven. Se puso de pie de un sallo y lanzó una larga
frase. en tono violento, que Simón no entendió
purgue era <n quechua.
Chimpu y el muchacho se pusieron a discutir
a grandes voces. La anciana se acercó a la mujer
acostada en el camastro y sosteniendo su cabeza
con una mano, con la otra traiódc darle de beber en
un cuenco de madera. Pero ella ni siquiera intentaba
abrir la boca. Por sus nances corrían los mocos f
su respiración entrecortada era un lapgo quejido.
1.a anciana miró al recién llegado y también habló
con frases golpeadas. Rívs de lágrimas afloraron
otra vez de ios ojos de Chimpu. que se volvió a
Simón y le dijo en castellano:
—tila dice que mi mamj se va a morir porque
o' " " W

tu éntrate a este lugar con el nu) de ojo.


—¿Con el mal de ojo?
—Si. porque cuando le miró le temblaron tos
párpados, y eso quiere decir que tú traes la muene.
—¡Eso t i supctuictón'. —se indignó Simón.
—Mi abuela sabe de esas cosas — siguió
Chimpu. muy seria—. Cuando mi madre miró de
frente el arco iris, ella le adv irtió que padecería de
fiebres y no se equivocó.,Ahora morítá mo saber
que te he traído! —acabó en un sollozo.
Simón entendía cada vez menos.
—¿Tu madn: te dijo que me trajeras?
—Mi madre quiere que Liviac trabaje en el
taller de los pintores, donde estaba*, tú. Eso le daría
tanta alegría, que sanaría de inmediato. Fcn) no
conocemos a nadie allí. Cuando te vi. supe que tú

no
podría» ayudarme' urui moneda rodó hasta tu» pie» y
cuando una tnwioda busca lo» ptes de un !*ombrc e*
que e*c hombre bene poder.
De pronto la mujer enferma tuvo un atxvso de
tos y la anciana se puso a ciullur como una gavuda.
indicando a Simún con ku dedo índice- bl muchacho
indígena, como movido por un revine. se abalanzó
sobre el recién llegado agarrándolo por los hombros y
lo empujó hacia la puerta:
—¡NVttc, vete de aquí. pájaro de la muerte'—.Y
cuando logró sacar lo afuera, m dirigió a Chimpu. que
los había seguido, y le ordenó— ¡llévatelo por el
mismo camino. ptKindo i» mismas piedra* y ¡un mirur
atrás!— - Luego vtariferó algunas palabras en quechua
y desapareció en d intenor de la choza.
A los gritos de Liviac. desde la fogata se habían
arca-ado algunos hombres y mujeres ccn cara de pocen
amibos. Los indios bebían una y otra vez de unav
pequeñas botijas de cuero, laucando exclamaciones y
rivotadas; otros cumian camc, y el jugo de la grasa
chorreaba por sus com auras. Todos ellos tenían los
ojos enrojecidos. Las mujeres miraban al muchacho
cnMJe»twy«>nJo»Lib¿o*apn.'iMÍm. Una de ella* te
adelantó, escupió en sus manm y luego las levantó al
aire, mientras entonatu una melopea, que parecía un
conjuro. Simón se puso muy nervioso y le empe/ó a
dar miedo. Peto Chimpu. rip*d.i como una lagartija.
ya lu había cogido de la mano y nuevamente lo
arrastraba wu> ello, ahora de vuelta a la ciudad.
Cuando se habían alejado to suficiente como
para no mh vimos ni molestados, Simón se detuvo y
oNigó a la niña a sentarse sobre una roca.

A4
Capítulo )¿II

PKISlONIiKO

E l SOL comenzaba a esconderse iras los


picadlos de las montaña!», ahora moradas. Una brisa
uave comenzó a soplar y las nubes apuraron su
pasu. Un lo alto planeaban dos jotes,
entrecruzándose en un vuelo plácido; cada cierto
tiempo se detenían en el aire moviendo apenas,
como &i fueran dedos, el borde de plumas de sus
alas; y luego de un rato de paciente observarán se
dejaban caer en picada sobre algún animal muerto.
Hacia el Nonc. donde acababa un sendero de (ierra,
se divisaba una mole de piedra que a Simón te
pareció un fuerte abandonado.
—¿Qué es eso. Chimpu?
—Era un palacio. Ahí vivía el abítelo de mi

95
abuelo, que era principe. Dke mi abuela que cuando
su padre miraba esas ruinas, « ponía a llorar. Y
dice también que cuando su padre caminaba por El
Cuzco y vela Jos temptas destrozados, su corazón
sangraba y se ponía a aullar como un lobo.
Las palabra» de Chimpu impresionaron a
Simón, que se quedó con la mirada fija en el
horizonte pedregoso. Pensaba en esos incas que
habían poseído un imperio Jan grande y que ahora
no tenían nada; en aquellos hombres que habían
levantado a pulso, sin grúas ni retro excavadora.-»,
esos gi|anievxis palacios y templos de ptedru. y
que los conquistadores en su guerra habían
destrozado; en esos príncipes que habían poseído
toneladas de oro y plata y cuyos descendientes,
como Chimpu. vivían de ta caridad de tos españoles
en sus chozas miserables.
¿Por qué tuvo que ser así?, pensó acongojado.
Chimpu permanecía en silencio. Quizás tenía
miedo, se dijo Simón, de que las palabras de su
abuela fueran ciertas y él un pájaro de mal agüero.
Al ver a la mujer enferma. Simón se había dado
cuenta de que tenía fiebre y tos. y también romadizo.
Y recordó entonces haber leído en un libro de
historia del colegio, que los españoles habían traído
los virus del resfrío a América y contagiado a los
indígenas que morían por ciemos, porque no tenían
defertMts contra esa enfermedad. Claro que eso había
pasado hacía mucho tiempo y ahora ya debían estar
más resistentes. También sabía que los indios.

96
aunque muy supersticiosos. tenían grandes
conocimientos acerca de los hierbas medicinales.
Mientras reflexionaba, súbitamente Simón se
acortó de las aspirinas que le había encargado doña
Pepa y que aun tenía en el bolsillo. Y en un dos por
lies, como si fuera un mago, hizo aparecer en su
mano una lira de grageas blancas, que agitó frente
a ia iitüiiX'ila:
—¡ts un remedio que sanará a lu nutün;!—
exclamó con entusiasmo.
Chimpu abrid mucho sus ojos de cervatillo
ajustado, y negó cun la cabc/a.
—No es vc-nc-no: es rc-me-dio —vocalizó
Simón—. Y para que te convenzas, yo me comeré
una—. Rompió el envase, se echó ostentosamente
una grajea a la boca y juntando saliva xc la tragó.
La niña lo seguía mirando en silencio, con
devconfiiBQA.
6 '

—Acu¿idale de que una monada rodó hasla


mis pies—se le ocunió entonces decir—: ¡yo tengo
poder!
Pero Chimpu continuaba ahí de pie, con el
ceño fruncido, sin decir nada.
—¡Créeme, me la tragué! —ii sistió Simón,
abriendo bten grande la boca y sacando la lengua.
Ella acercó su carita al rostro del muchacho y
examinó su boca. El levantó la len, ua y apartó
ambas mejillas con los dedos para n ostrarle que
nada ocultaba. Tan cómico dcbtó apa ecer, que la
niña se echó a reír. Luego extendió su mano;

97
—Dame esc remedio.
—Aquí' van nueve —contó Simón, indicando
cada grujen—. Hoy le darás a tu madre una. la oua
se la dará» mañana en la mañana. Debe tomar unu
en la mañana, otra al mediodía y otra en la noche.
Y deberi ti agár>eias onn agua, iAh. y que no le vean
tu abuela ni tu hermano! ¿Entendiste bien?
—Sí. una cuando valga el *o). otra cuando el
sol esté en lo alto, otra cuando el sol se acueste.
Ccm agua.
—Bien. ¿Seguro que se la» darás. Chimpu?
—desconfió Simón—. Te aseguro que en cuanto
tome la primera le bajará la fiebre y se sentirá mejor.
Rila asintió varias veces.
Entonces Simón preguntó:
—¿Po» qué tu mamá quiere que tu hermano
trabaje en el taller de pintura?
—Primero el remedio.
Simón se sorprendió con la exigencia, pero
al verla tan angustiada e indefensa. Ic entregó las
gragea* en silencia Total, qué le importaba lo que
pasara con ese quechua odioso.
Chimpu recibió la tirade aspirinas y la sujetó
entre k * dientes, mientras levantaba m i pollera y
cogía un pequeño rollo de cuero amarillento atad»
a su cintura entre las varias enagua».
—¡Toma!— dijo, y se lo quedó mirando.
Simón cogió el trozo de cuero, que no era más
grande que una hoja de oficio, y lo desenrolló
lentamente. Lo que vio entonce*, lo dejó asombrado

98
Tan sólo con grises y negros se dibujaba una escena
en la que un indio muy viejo, apoyado en un palo
que hacía de bastón, contemplaba cómo dos
soldad(k> barbudos, sentados a horcajadas sobre una
mesa de piedras parecida a un altar, brindaban
aliando unas grandes copas. Los rostros de los
ckpaiurtcs crun ¿legres y confiados. nucnirjs que
toda la tristeza del mundo brotaba de la mirada del
anciano. Unos pocos grisáceos babían
bastado para esbozar las ruinas del templo y para
dar una imagen viva de la sequedad de la tierra
circundante. Simón había visitado sólo una vez el
Musco de Bellas Artes para una exposición del
famoso pintor chileno Roberto Malta. Los otros
cuadros que conocía eran los de San Francisco y
los que hatera visto en kn. libro* de u le que lenta d
abuelo. Pero le bastó mirar el dibujo que le había
entregado Chimpu para darse cuenta de que había
sido hecho por un artista. ¿Si era como estar presente
en esa reunión y sentir la pena que el viejo indio
tenía!
Tan concentrado estaba contemplando la
escena que no los escuchó venir. Habían aparecido
de pronto, como surgidos de la nada. Las pisadas
silenciosas de sus pies desnudos ni siquiera
levantaban el polvo. Cuando Simón alzó la mirada,
uno. dis. tres indias jóvenes, un poco mayores que
él. lo rodeaban amenazantes. Dos de ellos se cubrían
con mantas y calzaban toscas sandalias de cuero.
El tercero llevaba una túnica sin mangas y varios

99
bra¿aletcs plateados en su brazo ¡¿quícrdo. Era
Uviac. el hermano de Chimpu.
—¡Dame «so. español maldito!— exclamó
arrebatándole el cucro pintado de un manotazo.
Luego, con los ojos encendidos y el rostro tenso de
fuña, lanzó contra su hermana una retahila de
palabras en quechua.
Chimpu. como si las palabras fueran golpes,
agachó la cabe/.a y la cubnó con sus dos manos: y
antes de que éstas acabarar. echó a correr en
dirección al poblado.
Mientras tanto tus otros dos jóvenes habían
cogido a Simón uno por cada brazo, y pese a los
puntapié* que este lanzaba hacia todos lados
lograron cogerla firme y aty on sus manos a la
espalda. Luego, como quien coloca un arnés a un
caballo n unu trailla a un perro, posaron un conlcl
por su cuello y a paladas lo obligaron u caminar.
—¿Aire, español! ¡Rápido!— ¿rilaban los
captores, al tiempo que íuM jaban las nalgas de
Simón con una varilla.
Simón no sentía Unto < dolor, como la furia
e impotencia que lo invadían. También tenia miedo.
¿Qué harían con ¿l?¿Ywk» mataban? Perú no creía
que fueran tan malos, o al menos eso deseaba.
Seguramente, se dijo. Livia: debe creer que yo
pensaba hacer daño a Chimpu. Sería imposible
hacerle entender que sólo quería ayudarla.
Pronto llegaron a la e>*>lanad¿ en medio de
la cual se levantaban las ruinas que Simón había

100
divisado. Y entre ella», una pequeña choza de
piedras con un lecho de rama», hacia la que se
dirigieron. Algunas rama\, aún verdes, colgaban
desde arriba como una cortina, ocultando la entrada.
Introdujeron a Simón a empujones, y lo obligaron a
echar» en el suelo. Entonces Liviac. a quien sus
comparten*, trataban como si fuera el’jefe. ócsa\6
un la¿oque llevaba a la cintura, amanó fuertemente
los pies del cautivo y una vez completada su tarca,
exclamó:
—Aquí te quedarás hasta que Viracocha lo
quiera. ¡Ojalá que el demonio \c lleve donde te
pudras!
—Chimpu quería ayudarte* yo te puedo
piocntarcn el taller de pinturas del Cuzco...
—¡Mientes, español! Tú sólo nos traes el mal,
como todos los tuyo». Cuando entraste a nuesua
cjsu kts perros aul la/on y C*a noche cantó la lechu/a.
Si mi madre muere, no alcanzarás a nvxir de hambre
y sed pues serán mis manos las que acabarán
contigo.
—Tu madre se va a m ejorar— respondió
Simón, tratando de mantener firma la vo7, mientra*
rogaba a Dios que las aspirinas dieraa resultado.
Pero Liviac y sus amigos ya no escuchaban:
como gatos silenciosos habían abandonado el lugar.
Se quedó solo. Trató de mover 1». manos, pero
los nudos eran tan firmes, que sólo conseguía que
el cordel se enterrara más en su camt Mover los
pies también era impoublc. El relincho de un caballo

101.
a lo lejos aumentó su angustia. y como mde segundu
en segando so situación se hiciera más critica, « i
ese momento recordó lo que nunca debió haber
olvidado: que el cuadro de San Francisco y e) carro
de fuego, esa pintura que según Miulina era la única
vía de regreso a su querido Santiago de Chite. estaba
a punto de ser embalada. ¿Y para cuando pudiera
volver al taller de pintura del Cuzco —si es que
topaba hacerlo— ya la te ta «ia rumbo al sur. a tomo
de nuila! Muriera o no. nunca conseguiría llegar a
nempo.
Nunca más regresaría a su mundo: ai colegio,
al Parque Forestal, al campo de susttos; nunca más
volvería a ver a sus abuelos, a su comparte fus de
curso, a sus primos, a Elvis. Las lágrimas se
agolparon en su garganta, en su nariz, en sus ojos.
Hasta que finalmente, cansado y dolorido, los
sollozm se fueron calmando. Y entonces se puso a
rezar:
—San Francisco, por favor no dejes que me
muera en este lugar. Si no hubiera sido por (i. no
estaría aquí, ¡tienes que ayudarme! A ti obedecían
los animales: por favor cuida que no se me acerquen
alacranes, o un lobo hambriento, o una serpiente...
Está oscureciendo y tengo mucho miedo. San
Francisco.
Juntocon el último rayo de luz. Simún cerró
los ojos y se quedó dormido.

102
Capítulo X lil

LA MAGIA BUKNA DF. SIMÓN

C u a n d o a b r ió kx <**. por un instante


creyóque habúoudo soñando y finteó un grao alivio.
Pero rápidamente volvió a la realidad y lanzó un
quejido. Le dotia todo el cuerpo: las ptcdrcciUs del
suelo se enterraban en su espalda y le e n imponible
moverse pora cambiar de posición. Sentía además,
muchísimo frió. Y teniahambre. ¿Cuántobempo>uh4a
donrúdo'5 ¿Qué hora seria? Una liu lenue se filtraba
a través de las rama» que cubrían la entrada y tuvo la
imprcstón de que otaba amaneciendo. ¿Era posible
que pese al dolor y al frío hubiera dormido toda la
noche? Hizo un gran eaíuer¿o para ponerse de lado,
pero sólo logró acentuar la presión de lo* guijarros
en mjs manos y espalda.
Las horas pasaron lenta». De cuando en
ccuttdo el silbido de algún pájaro ¡memimpíj el
silencio. que pesaba mis que cualquier ruido. Sentía
un nudo en el estómago. Mima de angustia y hambre.
Cada cieno tiempo trataba de forzar las ataduras de
sus manos, pero en un esfuerzo inútil. Sobre la tierra
reseca, a su alrededor, circulaban hormigas y
pequeños escarabajos. Cuando algún bicho subía
por su rostro debiu soplar con fuerza y hacer toda
clase <fc mueca» pora deshacerse de ¿I. rogando al
ciclo que no apareciera una anua peluda.
Recorrió con su mirada las paredes, milímetro
por milímetro, por si encontraba algo que pudiera
ayudarlo De pronto descubrió que en una de ellos,
a ras dd suelo, una piedra sobresalía con una punta
que le pareció afilada. Logró arrastrarse huta el
lugar, rodando como un saco de papas, hasta «|uc
sus manos quedaron a la altura de b piedra saliente
So supo si fueron minutos u hora» los que demoró
hasta hacer calzar el cordel que paralizaba sus
manos con el Tilode la ptedru. Y entonces comenzó,
lenta y esforzadamente, a restregarlo contra ella.
Aunque me demotc días, se dijo, al fuul lograré
romperio y podré salir de aquí. Hste pensamiento
lo animó, pero otabu tan débil por la falta de comida
y agua, que el esfuerzo lo agotaba.
Y asi pasó el día, tendido de lado, con la
espalda contra Us piedras, ora moviendo k» brazos
y frotando el cordel en la piedra, ora dormitando,
rendido por el cansancio.

104
Cuando el sol se escondió nuevamente más
allá de las montañas. junto con la oscuridad se abarió
sobre él la d&cspcmn/a, y b ccncza de que iba a
moñf aM abandonado afloró con nuevas lágnmas.
Ya no le importaban los bichos, ni sentfa el
cosquilleo de las hormigas sobre su picL El dolor
de sus mu/lec*s era más fuerte que todo eso. Tengo
que salir de aquí, tengo que lograrlo", Fue lo último
que musitó, luchando contra su desánimo, aiues de
que el cansancio cerrara sus ojos y cayera en un
suelto profundo.
Despertó con un ruido ligctoi como si alguien,
muy cerca de él. estuviese mascando un caramelo.
Ya e n nuevamente de día y b lu/ se I hraha como
un caleidoscopio entre las ramas, ü ruido era
o* '**n<

levísimo y poc< a poco se fue dando c tema de que


era un uiave roer a sus espaldas. ¿Qu bicho sería
esta ve/? Trató de mirar por encima leí hombro,
pero no alcanzaba a ver; nervioso, hizo un
movimiento brusco, y el causante del r.u£uido salió
corriendo, más asustado que él. ¡Eira >in cuye! Un
raión con un pom|)ón de pekw en la punta de la
cola, que en un dos por tres desapareci ó por la boca
de su guanda, un hoyo cavado en un i esquina del
suelo terroso.
Simún se incorporó como pudo, rusta quedar
sentado. Entonces se dk> cuenta de qt e sus manos
podían moverse uno*ceniimcum ;la* uerda estaba
cediendo! Con el «razón a mil. forcc có como un
loco con todas las fuerzas que le que taban. hasta

106
que de pronto ...;Uc! sonó el cordel que se partía en
do*. ¡Sus manos estaban libres! En un im unte
renacieron su esperanza y alegría: y al examinar la
cucrda se dio cuenta de que mi salvador habfa sido
el cuyc, que mientras ¿I doimía había estado «m
suma paciencia quizás cuánto tiempo, royendo y
royendo.
¡Nunca más despreciaría a un ratón!
Pero iodo no iba a Mr tan fácil. Los cordeles
con que Uviac habiu atudo su* pies estaban tan
apretados. que le ero imposible soltarlos. Estuvo
luchando con ellos casi una honi. pero débil como
estaba, s « manos ya no tenían facr/as para deshacer
esos nudos ciegos, que parecían haber sido hechos
por un Ulan.
Aunque se demorara un día entero, no le
quedaba sino arrastrarse con ayuda de tos brazo*
hasta encontrar a quien lo pudiera desalar. Avan/ó
hacia la salida, apoyándose en los codos igual que
un comando y ondulando las piernas como una
oruga. Cuando estaba a punto de atravesar b cortina
de romas, escuchó un jadeo. Se quedó muy quieto,
conteniendo la respiración. El jadeo aumentó. ¿Seria
algún perro lobo hambriento, en busca de comida?
¿O una serpiente sibilina? El miedo lo volvió a
poseer.
Las hojas pardas se sacudieron con violencia
y un huracán de pelos negros irrumpió en el lugar
abalanzándose sobre el muchacho tendido en el
sucio.

106
—¡Chaupituu!
La vo/ que venía del exterior acabó coa los
resoplido» y olfateos baboso» sobre la cabe» del
muchacho, y el perro se alejó. Casi de inmediato, y
como uiu visión celestial, apareció Chimpu.
La indieciu, en completo silencio, se arrodilló
junio a <1 y con dedos ágiles comenzó a dc u lar los
ñutios que inmovilizaban los ptes.
—Ya traté, peto no tenia faena...—«eadnúcó
Simón.
—Yo conozco csíos nudos y sé cómo hacerlo:
no se necesita fuerza.
Cuando la niña terminó m i trabajo. Simón se
puso de pie con cierta dificultad. Entonces ella se
0/ T i / i

desprendió de una pequeña botija de cuero, que trata


colgada al cuello, y se la pasó:
—E* leche de cabra y esto es para mascar
agregó— cMcndiindok una» hojas verdes y secas,
que a Simón le pareció eran de boklo. pero que en
realidad eran de coca.
—¿Cómo se llama tu perro?— preguntó el
muchacho, luego de unos tragos, haciéndose el
fuerte, pese a lo débil que se sentía.
• -C hw pttjtí quiere decir Medianoche.
—Gracias por cu ayuda. Chimpu.
—Ahora deberás mascar las ho¿as y te sentirá*
mc)or.
A Simón le dolía lodo el cuerpo y obediente
se sentó en el suelo a masticar.
—Mi madre ya comió varias de lux pastillas

107
y está mejor. Tu remedio es magia buena y te da la*
gracia*. ISJla te envía leche y las lujas.
—¿Cómo supiste que yo estaba aquí?
—Porque mi hermano y su* amigo» vienen
siempre a este lugar de nuestros antepasados.
—¡Me abandonó a la muerte!
—Liviac no es malo, creyó que tú tenias malas
intenciono y que nos traías la desgracia. El sólo te
dejó en mano» de Viracocha.
—¡Me dejó aquí para que muriera? —insistió
Simón.
—El sólo te dejó en manos de Viracocha—
repitió a su ver la nifta— Y como puedes ver.
Viracocha no ha querido que abandones este mundo.
Tienes que entender que mi hermano odta a los tuyo»
que nos arrebataron tas tierra*, destruyeron nuestros
templos y amainaron a nuestros reyes, hijos del sol.
—No todos los blancos son malos, así como
no iodos los indios son buenos —replicó ct

fU
muchacho.
—Eso to sé. por eso estoy aquí. Y quiero que
sepas que mi hermano es bueno: él adivinó que
venia a busca/te y no lo impidió.
Simón no respondió, listaba pensando en que
ya la lela de San Francisco con el carro de ruego
estaría kjo» del Cuzco, camino a las montañas ¿Que
iría a ser de su vida?
La muchacha interrumpió sus cavilaciones:
—Te traje nuevamente la pintuia de üviac.
—(.Y tú te imaginas que después de lu que

108
me hizo, me voy a m otesur en hacerte un favor?
—H ielo por mi y por mi m ulte, si mi
hermano consigue esc trabajo estará contento y
dejará de vagar y de juntar odio. Es lo que dice ella.
—¡Jama»! Liviac me dejó aquí para que me
murtera. ¡Y por su culpu ya nunca podré regresar a
mi casa! —exclamó Simón, rechazando con un
manota/o el dibujo que la niña k entregaba
—¡Liviac no le quiso matar: sólo te dejó en
manos de Viracocha! —los ojos de Chimpu se
llenaron de ligrimas— ; Yo creía que eras un espato!
bueno!—agregó. Y dando inedia vuelta, salió del
lugar.
Simón la siguió al exterior y miró cómo
Chimpu se alejaba, cabizbaja, con la pintura
enrollada en su mano. Se sentó en una roca,
sintiendo un peso en su estómago, una sensación
de angustia y confusión. No era sólo el miedo de
no poder regresar a ui mundo y la soledad en que
se encontraba lo que había desencadenado su
malestar: era otra cosa que no podía definir.
Mientra* fijaba sus ojos en la figura de la
muchachita. que cada vez se hacía más pequeña.
pcit%ó que estaba viviendo una pesadilla, que esto
no le podía estar sucediendo de verdad. Pero sí eran
realc* la» magulladura* en sus puños y tobillo», y
también la roca dura en que cúab.i sentado y los
nubarrones que comciuaban a formarse en el cielo,
amenazante».
Cuando ya Chimpu parecía perderse en el

109
horizonte. una bandada de pájaros blancos apareció
en el cielo y comenzó a haocr ordenadas piruetas
en el aire. En un impulso. Simón se puso de pie y
comen») a correr (ras la muchacha con lodas las
fuerzas que le quedaban.
Llegó a su lado, jadeando:
—Chimpu. ,dame el dibujo, lo llevaré al
Cuzco!
Ella se detuvo y lo miró en silencio,
desconfiada.
—Chimpu. do quise herirte, es que estoy muy
confundido. Pienso que Liviac pinta muy bien y
mostraré su dibujo al maestro Zapaca.
Los ojo* de la muchachíla brillaron y le pasó
el rollo de cuero, con una sonrisa de dientes
chiquititos y blancos. Cuando Simón extendió la
mano para rccibtrto. ella se la copó y le dio un suave
beso en la palma, l^iego depositó allí el dibujo y
sin pronunciar una sola palabra se alejó corriendo.
Simón dio media vuelta y lomó el sendero que
llevaba de regreso a) Cuzco. El peso en su estómago
había desaparecido y se sentía más ligero. Además, se
le habta quitado la rabia. ¡Fue una buena idea—
pensó— perdonar al agresi>o muchacho inca! Talvez
él en su lugar sería igual de violento y desconfiado.
Como bwn dijo Chimpu. a Liviac le cambiaría la vida
á lograba que lo tomaran como aprendiz.
El beso de la indieci tu en la palma de su nuno
lo había emocionado. Miró hacia atrás, por si aún
se perfilaba su silueta en la lejanía, pero ya había

110
desaparecido. Vto en cambio que la bandada de
pájaros Manco» ■veguia revoloteando bajo las nubes
y que ahora bajaba hacia él y se ponía a girar en
amplios círculos sobre m i cabeza. Recordó la pintura
de San Francisco y k» pájaros. ¿No había perdonado
también el santo en aquella oportunidad al hombre
que to había calumniado? Con Cite pensamiento y
una sonrisa en lo» labios siguió caminando de
regreso al Cuzco. Pese a lo desesperado de mi
situación, se sintió acompañado y en paz.
En la amplia p ía» empedrada, frente al taller
de los pintores cuzqucfios. reinaba unu gran
agitación. Una decena de mula& alineadas frente
al edificio de la gran galería, permanecía atada a
las barandas de madera. Dos indígenas de cabellos
hirsutos. cubiertos con amplios ponchos de lana,
amarraban con gruesos cordeles distintas bolsas de
cuero a ambos costados de! lomo de las bestias que
imposibles espantaban las moscas con su cola.
Varios niños indígenas y también sus madres
contemplaban la escena inmóviles, como si
estuvieran presenciando algo importante. Una
cartela cargada con baúles, que aún nu había sido
enganchada a los anim ales que la tirarían,
petmamxía sen» inclinada en la mitad de la plaza.
La elegante: calesa del obispo c&taba también allí y
sus doscaballoscomían tranquilamente hundiendo
sus hocicos en unos sacos de boca ancha. llenos de
pastos verdes, que colgaban de sus pescuezos. Del
taller de los pintores salían muchachos
iraupurtMulo enorme* bolsa* ilc cuero y aitones
de madera que iban depositando en el suelo, al lado
de te» muías o de la carreta. Simón reconoció til
barbudo Julián entre ellos, y con temor se acercó a
preguntarle, .ttüaJando la» bolsas:
—¿Qué contienen?
—¿¡Que qué contienen, que qué cuntiencn!?
—eaclamó Julián, tunoso— ¿Dónde estaba el
señorito, que cuando hay que trabajar desaparece?
¡Ve rápido al taller, holgazán, y ayuda a transportar
la carga, que csumov en retrato!
—¿Qué contienen esas bulus? —iiisislki
Simón.
—¿Pero que no me has oído? ¿Que nu
entiendes, gaznápiro? ¡Ve rápido, que se necesitan
más manos' ¡Corre ya y no preguntes tornería'».1
Con los dientes apretados por el miedo a io
que tendría que enfrentar. Simún caminó lentamente
hacia el taller. Aún quedaban en su boca algunos
irocitos de las hojas que le había dado Chimpu. que
si bien no habían disminuido su hambre, por lo
menos le habían devuelto parte de sus energías.
Cuando entró a la gran sala. k>primero que sus ojos
buscaron fue la lela del carro de fuego. Pero en tas
paredes sólo colgaban algunos bastidores vacíos y
dos o tres cuadros en obra, que no eran el que
esperaba caconttui. Las piernas de Sim óo.
indcpcndizimlosc de su voluntad, se pusieron a
temblar E n definitivo* ¡nunca más podría repesar*
El único camino posible de vuelta a su casa, ya no
estaba a su alcance. ¿Cómo pudo ser tan descuidado

112
y poiiir iras Chimpo Cw Lude. Ohf nomás, un pemar
que criaban a pumo de enviar las pinturas a Chile?
¡No debería de haberse apañado ni un metro de ese
cuadro! Su ira conua Uviac renació de golpe y
también furia contra ¿I mismo, sintiéndose un idkxa
por haber seguido a U indiocíta. ¿Qué le importaba
lo <|ue te pasara a <aa gente <|ue nada tenia que ver
con ¿I? (.Cómo se había dejado convencer así por
una nifta chica?
B lugar ero un caos de labias, arcone» y rollos
de tela fuertemente diadas, que se ordenaban sobre
t a moas donde unte* sólo tabú frascos de pintuni».
En vez del suave nudo del pincel acariciando las
tela», eran los martillos empujando clavos los que
retumbaban sobre la sala. Zapaea Inga se movía de
un lado a otro gritando órdenes y uuweantki cordeles,
en tanto el obispo, altura vestido con un hábito color
crema sobre cuya pechen se balanceaba una cadena
coa una refulgente cruz de plata, se paseaba
lentumeiue por el lugar con las manos tomadas tras
la espalda. Basilio Sama Cruz, en tanto, ajeno a todo
el estruendo, trabajaba sobre la única tela que había
quedado enmarcada en un bastidor y colgada a la
pared, en una esquina del taller. En ese momento
daba color a b capa rojiza de un sacerdote que estaba
sentado frente a una mesa, escribiendo.
De pronto Simón comenzó a darse cuenta de
que el obispo. Uw aniuas. Uu. cajas., loa paredes
comentaban a girar a su alrededor, mientras las
voces se hacían cada vez m is lejanas. Luego todo
se oscureció pura ¿I y cayó al suelo, con estruendo.

113
114
Capítulo XIV

EL CORDON DEL h'KAILE

L () DISPERTÓ un golpe de frío en la cora,


al tiempo que alguien «clamaba;
—¡Partee que está vivo!
Simón abrió lentamente los ojos. Julián, con
un vom>de *guu entre tas manos, lo miraba desde
lo alto, dispuesto a seguir mojándolo.
—¿Qué te sucedió, chaval? —Simón
reconoció la votz de Zapaca Inga, que « acercaba
con un jano con vino y un pon con una lonja de
tocino— . Toma: bebe y come; luego podrás
ayudarnos.
Se incorporó too dificultad hasta sentarse,
porque todavía se sentía mareado. ¿Qué k había

115
p¡»adu? Calculó que hacia más de dos días que no
probaba bocado, salvo unos maníes y el poco de
leche que Chimpu le había llevado. Recibid el pan
que el pintor le ofrecía y se lo zampó en unos
segundos, enterándose apenas de su sabor, tan
rápido ra n o un perro Iwmbncnit* al que k han dado
un jugoso biftec. Luego bebió un lugo trago de vino.
—¡Ya basta!, más te liaría mal—le dijo
Zapaca. arrebatándole el jarro.
Simún, que todavía no pronunciaba palabra,
se puso de pie y en ese momento quedó al
descubierto el trozo de cuero pintado por Liviac.
que había dejado caer al desmayarse.
—¿Qué es esto?— dijo el artista, cogiéndolo.
Y luego de estirarlo, se quedó larga rato
contemplando en silencio las figuras trazadas con
tierra de color.
—Parvee que el señorito se cree pintor— se
burló Julián.
—¿Es tuyo? —preguntó Zapaca.
—Es de Liviac —respondió Simón.
—¿Quién es Liviac?
—¿Liviac? Es un muchacho indio que
siempre torda por aquí en busca de problemas—
se apresuré en responder Julián.
— gustaría conocerlo, ¡este dibujo es
CMraordin vio!
—E- un indeseable, no os lo recomiendo—
insistió Ju í4tl
—'V>puedo... —come/uóa decir Simón, pero
fue sóbita nenie interrumpido por un gran estruendo
que veníf del utenot.

116
Gritos, relincho» de caballo y golpes
precedieron a uru mrtuque irrumpió en el tugar. Y
ame la sorpresa de Simón apareció el mismísimo
Liviac, cogido fuertemente por los brazos enire
Manolo y un iitdividuo corpulento, de espesas cejas
riegms. Liviac se debatía como un sato furioso, pero
el hombiCin m am o era mi* fuerte y lograba
connotarlo. Tras ellos venía una mullitud de ¿ente:
los indígenas t*je cubaban lov burros, el cochero
del obispo, lo* dos negritos. los muchachos que
ayudaban a transportar buhos y algunos ni tos.
Todos hablaban al mismo tiempo y sólo se
escuchaba un guirigay.
—¡¿Qué sucede?!—exclamó Zapaca.
/U " * 9 V f

—¡Qué significa esto? ¡¿lis que oo leñéis


(espeto a Monseñor? ¿Cómo osáis entrar aquí con
lal alborota? —los increpó Basilio Santa Cruz.
Pero tas paObras«kl artista cafcin en el vacío,
pues nadie parecía oirías. B) obispo, que hasta ese
momento había permanecido en siteocio. se
adelantó con pasos enérgicos, y con un vozarrón
que sooó a trueno, lan/ó:
—¡¡¡BASTAAAA'Ü
Como por arte de magia, todos callaron al
instante y quedaron como petrificados.
—¿Qué pasa aquí? ¡Decid!
Dopués <k luuov gritos. Ahora corrían U»
minuto* sin que nadie abriera la boca. Zapaca se
dirigió a Manolo:
— De una vez por todas, ¡explicad esta
batahola!

117
Liviac había comenzado otra ve?, un mucho
éxito, a forcejear miando de ttluuM- Manolo, que
junto al ftombrón cejudo seguía sujetándole. aclaró:
—Todo fue por culpa de este enloquecido.
Liviac se ireauS en una discusión con uno de lo»
muchachos que cargaba una de I» tela* y le dio un
empujón que lo hizo rodar por el suelo.
—¡Me insultó! —lo interrumpió Liviac,
retorciéndose entre su» captores.
Ei hombre fornido lo hizo callar con una
bofetada.
—Unronces, maestro —siguió Manolo—. la
lela rodó a su vez y quedó bajo lab potas de k»
caballo» que. asustados. la pitaron y rompieron el
saco.
Zapaca Inga y Basilio Santa Cruz, como si m
hubieran puesto de acuerdo, calieron disparados
hacia la calle, seguidos de todos k» que ahí estaban.
Comcron hasta el centro de la plaza y se arrodillaron
al unisono frente al largo soco de cueto encerado
que contenía la tela y que se veía rajado de un
extremo al otro. Y ahí mismo, sobre la¿ piedras del
sucio, retiraron la tela de m i averiada protección y
la extendieron para examinarla, con ía misma
urgencia y dedicación que un médico lo habría
hecho coaun accidentado. La recorrieron cun ojo»
y dedos durante largos minutos, y luego se miraron
y sonrieron aliviados: ,1a pintura estaba intacta!
Simón, forcejeando, logró abrinc paso entre
el tumulto que rodeaba a los pintores ha*u llegar al

116
ladode éstos. Vio a Zapata ponen* «Jepie y dirigirse
hacia Liviac. que también había llegado al lugar,
chollado por sus curioso» guardianes No alcanzó
a enterar* de más. porque lo que había ahí en el
vuelo frenle uél lo dejó boquiabierto. ¡Era U pintura
de Sao Francisco y el tarro de fuego! La rop¡ncíóa
del muchacho se aceleró, impulsada por la inmeoia
excitación que k> invadía. ¡Gracia» a Liviac y a su»
rabieta», podría al fin volver a casa!
Simón se reta de felicidad. A tan tóto tendría
que .. ¿Qué? ¿Qué tenia que hacer? Ahí estaba la
pintura dd curro de fuego, u. ¿pero cómo lo haría
pan volver a través de ella? ¡Qué horror, no podía
rccordui! Su alegría murió de golpe, dando pato a
una anguMiaque aumentó su confusión. Miulina lo
había dibujado sobre la tela y a*í. mientra» él
liesapnrecia en Samugo de Chile y aparecía en el
cuadro. \c trasladaba también en el tiempo
Entonces escuchó la orden de Btvilio Santa
Cruz:
—Muchachos, volved a embalar esta tela.
Traed de inmediato olio puño para enml verla y otro
saco de cuero Lo haremos aquí mismo. ¡Hipido!
Simón sintió que se le helaba el cuerpo y que
algo duro como ladrillo le presionaba el pecho.
¡Teníiifue uve, tcuUquc «ve afties.de que envelaran
la tela! K«uba seguro de que Miulina le había dicho
que debía volver por « a misma pintura y había
llegado el momento de hacerlo, ahora, ya, porque
uno sería larde. Era su última oportunidad para

119
regresar, no habría otra. perú... ¡¿cdmo.cdrno?! £ m>
oo se lo había dicho. ¿O sí w k> había dicho?. por
k» nervios no podia recordarlo
—¡Abrid paso a Monseftor! ¡Abrid paso a
Montctor! —la voe del fraile hizo que iodos
movieran dejando el paso libre al voluminoso
obispo. Simón luvo ijue retroceder uno» metros y
su visión de la pintura quedó velada por las sotanas
del obispo y el fraile que se habían puesto delante.
—¿Algún perjuicio grave, maestro Santa
Cruz? —preguntó el obispo. con su volantín.
—Gracias a Dios todo etfá bien. Monseñor.
Sólo se dañó el envoltorio protector comptobádlo
coo vuestros ojo*.
—Sois vos el experto, maestro. Sólo espero
que esto no cause mayor retraso que el que ya
tenemos: me comprometí con tos franciscanos de
Santiago de Chile a mandar las pinturas con este
correo. Lo que no alcance a salir esta vez, tendrá
que esperar hasta la próxima primaven, como bien
lo sabéis.
—Mirad: allí vienen los muchacho* con k»
nuevos c u c h is . Procederemos ahora mismo a su
rcembahje. Quedaos tranquilo. Monseñor.
—¿Y qué hay con el indio que provocó este
acciilenie?
—Zapaca se entenderá con él. Y ahora
peniooádme. Monseftor. pero debemos recoger ta
tela.
El obispo y el fraile retrocedieron unos pasos

120
y lo» evpectudores que allí estaban hicieron Los
mismo para dejar espacio a tos jóvenes ayudantes
que comenzaron por cubrir la lela con un nuevo
género, antes de proceder a cnrollasta.
Simón. <n el colmo de su desesperación por
no saber qué hacer, se había paralizado y permanecía
blanco e inmóvil como una estatua de yeso entre d
obispo y su ayudante- San Fraxicinco: ¿qué hago
ahora?, se escuchó a si mismo preguntar.
Entonces los acontecimientos se precipitaron.
Un perro flaco, amando y negro, se deslizó entre
las muchas piernas y de un tarascón cogió el cordón
que colgaba de la cintura de! fraile, que comenzó a
mascar como si fuera una chuleta.
Simón levantó los ojos y vio la carita sonriente
de Chimpu. que lo miraba desde el otro lado de la
extendida tela, mientras et obtvpo daba patadas al
perro para que soltara d cinturón del fraile, que
arrastraba por el suelo-
fin ese momento rccotdó. Recordó claramente
las palabras de Miulina: “cuando desees volver
tendrás que hacerlo por este mismo lugar aquí,
jalando el cordón del fraile que arrastra por el suelo."
Sin pensarlo un segundo. Simón se abrió paso
a wdaza» entre el fraile, el obispo y el peno, y más
rápido que una liebre asustada y sin escuchar el
alarido de horror que lanzó Basilio Santa Cruz al
verlo ptsar b tela, se agachó sobre el Ubi lo del fraile
pintado y tiró del cordón atado a su cintura que al
instante se hizo duro y grueso en su mano.
Capítulo XV

¿PUE UN SUEÑO’

OIMÓN TIRÓ del cordel con tanta fuera


que perdió el equilibrio y cayó de ctpukbrs al meló.
Pero esta ve* nadie se alarmó: quedó tendido sobre
las tablas del pito del Museo Colonial de San
Francisco co Santiago de Chile, y no habla nadie a
su alrededor
Se puso de pie lentamente y se palpó todo el
cuerpo, como para confirmar que e n un ver de carne
y hueso y no un fantasma. Miró hacia lodos lados
tratando de recordar si ese era exactamente el lugar
que había dejado ante* de emprender su increíble
viaje. Le pareció que todo estaba en su sitio, incluso
se sorprendió al comprobar que aún estaban ahí hi

122
nm > de madera con cubullo» y el libro que 1c había
regalado d pudre Gerónimo y que había dejado
sobre el piso mientra* Miulina le eoseftaba ta
rwtauración hecha en la tela. ¿Cómo era posiMe
que nadie, durante lodo el tiempo que había prado
en el Cuzco, los hubiese lomado? ¿Ni siquiera
Hilario, ut hacer el aseo? ¿Cuánto tiempo había
peludo entonces? Según mis cálculos. al menos tres
díu>. ¿Y si lodo hubiera sido de venJad un sueño?
¿Y si se hubiera caído. dando» un golpe en la
cabeza, y su aventura fuera efecto de la pura
imaginación? ¿Dónde estaría Miulina? Estaba
terriblemente confundido.
Simón excuchó voces y de inmediato
aparecieron varias personas, con facha de turistas,
con un guía que comentaba, con voz estentóreo, cada
uno de los cuadro».
O '

—Este es «l Eniierm de Son Francisco, que


fue pintado en 16)14 por Juan Zapaca Inga, uno de
lo» grandes pintores indígenas del taller cu/queüo.
Como pueden ustedes ver, su firma está aquí a la
derecha de la lela. Hl obispo que aparece a la
izquierda, es don Manuel de Mollincdo y Angulo,
que fue el gran roccenu que hizo posible que el
Cuíco se conviniera en la capital del anc cuzquefio
barroco y u quien el pintor rinde homenaje,
retratándolo en el cuadro. Verán ustedes que en la
mayoría de estas pinturas aparecen penonaje* u
objetos que nada tienen que ver con el momento
histórico co que vi vió el unto: mochen de k s rostros

123
allí pintados son de ¡ixiígcrm ametíc-^nos; y muchas
veces k& trajes que visten la» personas, las plazas o
los decorados de las habitaciones pertenecen a las
formas vigentes en ese momento en el Cuzco y no
a los modelos de los grabados enviados desde
Europa. También algunas frutas o verdura, como
los ajíes que aparecen sobre la mesa de los
comensales en la siguiente pintura que veremos, son
autóctonas de Aménca y no x conocían en Europa
en la época del samo.
Simón se había quedado boquiabierto
escuchando las explicaciones del gula, ¡di había
conocido a Juan Zapaca Inga, estaba seguro de eso.
Do podía haberlo sonado! Y también había
escuchado cómo el maestro Santa Cruz instaba a
Manolo a enfatizar el rojo de los aj ies: y había visto
asimismo cómo Santa Crue dibujaba un rostro
moreno y de rasgas indígenas y do uno pálido y de

0,
facciones afiladas como las del grabado en el que
se inspiraba. ¿O lodo eso era algo que había
escuchado ya contar a uno de k» guias, o talvez al
padre Gerónimo, y luego de un golpe en la cabeza
y perder el conocimiento creyó que lo había vivido?
Se acercó lentamente al grupo y cuando levantó los
0)0 $ hacia el cuadro que tenían al frente fue tal su
impresión que d»o un grito, sin importarle que todos
se lo quodaran mirando. ¡El obispo que estaba allí
dibujado sobre la tela era exactamente el mismo
que se pascaba entre los pintón» en el taller del
Cuzco, el mismo que había llegado en la calesa con

124
lo» dos negritos. el mismo que habí» dado una
patada al perro que mordía el cordón de! fraile!
JVro así y todo, lo que le tabú pasudo era demasiado
extraordinario como jura aceptarlo sin mis. Se
sintió observado por los dos hombres y cuatro
mujeres ijue integraban el grupo de visitantes y fie
alejó de ellos, adoptando un aíre indiferente, con
la* manos en ios bolsillos.
Entonces sus dedo» tocaron algo duro, y b
certeza que no quería aceptar se hizo auo mis
evidente: ahí. en el fondo del bobillo estaban las
ciscar.» del man! que le había dado Chimpu. ¿O
serian lis del domingo pasad», cuando su abuela le
había comprado un paquete de maní a la salida de
misa? Pero hab*a también en su bolsillo otra cosa,
algo suave...,el pañuelo de doAa Eogiacia!
—Hola. Simón: ¿todavía por aquí? ¿Y esa
cara de consternación? ¿Te ha sucedido algo? ¡Casi
te das de bniccs conmigo! —exclamó eJ padre
Gerónimo.
—Ehhh. ¿ha vi»to a Miulina, padre?— atinó
a decir Simón. Tenía que encontrar a esa bruja,
porque era la única que podría aclárale las cosas.
¡Nadie mi* le creería?
—¿Miulina. la restauradora?, hasta hace poco
CkUba aquí...
— Padre, ¿podría decirm e a qué fecha
estamos?
—Jueves 19 de febrero.
—¿Y qu£ hora es?

125
—Pues exactamente... —miró su icloj- las
diez y trcioia y cinco minutos.
—Y y« estuve cun usted a las...
—Alrededor de las diez llegaste pot aquí.
t Qué le pasa, Simón? ¿Te sucede algo1
—No, no, nada, padre...Ya me voy. Gracias
por todo, ¡udiás!—. Y cogiendo el carro y su litwuv
salió presuroso del lujjar.
El pudre Gerónimo se lo quedó mirando hasta
que desjpanxk* tras U pucriu.
Caminó hasta su cata como un sonámbulo,
sin ver ni oír nada 4 su ulrcdcdor. loijlmcnic
abstraído por la aventura que había vivido y que no
podría contar a nadie sin que lo creyeran un
mentiroso o un loco. Ni siquiera Elvis k creería.
Lo más extraño de lodo era que aquí en Santiago
de Chile no había pasado el tiempo, y su regreso
había sido a (a misma hora en que Miulina lo dibujó
en el cuadro. Eso era lo único que lo hacía dudar,
pese a todas las evidencia* que tenía de que su
estadía en El Cuzco había sido real. ¡Peo oslaba
seguro de poderlo comprobar’ Su mamá, de estar
viva, habría hecho lo mismo que ¿1: seguir U pista
a los objetos traídos a Chile por Rosa Banderas. Y
más ahora, que lenia la certc/a de que doria Engracia
había pedido dibujar tres objetos que aparecían en
loa cuadros de San Francisco. Aunque... ¿cuák»eran
esos tres objeiw?No había alcanzado a saberlo,
porque en ese momento Zapaca Inga lo había
enviado a entrar un baúl que lubía en el zaguán y

126
luego ¿I lu b ú jalid<* a la plan donde m había
encontrado con Oiimpu. ¡Qué rabia! ¿Cómo no
pcn»ó en «se momento en la importancia de
enterarse <k cuáles eran los objetos? Al no poder
idcnlificurtonera muy difícil, por no decir imposible,
llegar a encontrarlos.
¿Qué hacer? I.uego de su increíble y azaroso
viaje al pasado, ya nada volvería a »ef como artes.
Por algo suceden I» cosa*, pensó. Y sintió que su
inw'iiiu travesea en d tiempo había sido una aventura
que recién conieiuaba. un llamado a rescatar las
joyas, un punto de partida para seguir investigando.
Qnzás si le contara a Elvis que ..¡Elvis! ¡Se le había
olvidado completamente que a Elvis lo hablan
aculado de ladrón y que debía tratar de conveníalo
de que fuer» al convento a hablar con el pa*lre
Gerónimo! ¡Qué Icpon de sus pensamientos había
quedado su amigo! Le parecía que era mucho el
O'

tiempo transcurrido desde la última vez que estuvo


con ¿I. Pero resulta que había sido tan sólo el día
anterior.
Sin espera el ascensor, sub*ó de dos en dos
las escaleras hasta llegar al cuano piso. Su abuela
estaba co la cocina.
—¿.Simón? ¿Compraste las aspirinas para tu
abuelo? —fue lo primero que ésta dijo.
¡La» aspirina*! Buscó en sus bolsillos por
hacer algo, por si « producía ufl milagro, puesto
que sabía que allí no estaban. ¿Qué diría a su abuela?
—¿Tienes la» aspirinas. Simón? —insistió
dofla Pepa, cogiendo un vaso de agua.

127
—tyo. no las tengo.
—¿Se le olvidó posar por la farmacia?
—No.
—¿Entone»?
—Es que ya no las lengo.
—¿La» pcidiMc?
—Algo asi.
—¿Cómo, ulgo así? ¿Las dejaste en algún
lado?
—Si. es decir, no... ¡Ya m> las tengo, abuela!
—¡Era lo único que faltaba! Vas a cumplir
doce artos, te las das de hombre grande que puede
salir solo y Di siquiera se te puede encargar algo,
porque lo pierdes—. Y doña Pepa, muy enojada,
siguió con una retahila de reclamos que parecía no
terminar nunca.
—¿Ri tuyo este paitado. Pepa?— te mostró
Simón, para desviar su atención.
—¿A ver? No. no es mío... ¿de dónde lo
sacaste, hijo?— lo examinó, curiosa— ¡Es finísimo!
Ya no existen estos bordados a mano que requieren
lamo trabajo, ni estos encajes. Mi abuela tenía uno
parecido, que a su ve/ eia de su abuela, pero estaba
ya lodo roio. ¡Este parece nuevo!
—1.a encontró en el suelo.
—¡Qué increíble! Ahora los pañuelos s»*i
desechabas y tos bordados se hacen a máquina.
¡Este es una raicea! ¡Y una maravilla! ¿Me lo
regalas?
—No puedo. Pepa. Lo necesito como muestra
de algo. después le explico— Y guardándolo
nuevamente en el tobillo. laruó a su abuela un beso
en el aire y se fue a su píe«a.
Doña Pepa, ya olvidada de los aspirina*, dio
un suspiro ruidoso y se puso a lavar las laxas del
desayuno.
Una vw en su cuaflo. Smxxi dejó sobre la
repisa el carro de madera, en el velador el libro de
San Francisco. y se tendió en mi cama. ¿Cuál era su
próximo paso a seguir? &stuba muy cansado y se le
confundían las ideas. Ante iodo debía hablar coo
EJvis. ¿Habn'a robado ¿1 la patena? ¿Pero cuándo,
en qué momento? Y si era asi, ¿qué le ida a pasar?
Pobre Elvis. talvc* nadie le dijo nunca que no se
debe robot. pensó.
Le petaban los párpados. Luchando contra e)
sueño, cogió el librrto que le había regalado el pudre
Gerónimo y lo abrió al a/ar. "Bienaventurado el
hombre que sopona la fragilidad de su prójimo, así
como quisiera que k soportaran a él cuando en el
mismo caso Csluviere", leyó.
Pobre Eivic, volvió u pensar, tengo que hablar
conélydecirle..
No alcanzó a elucubrar mis, porque se quedó
profundamente doimido.

129
Capítulo XVI

UN BUSCA DB ELVIS

A i LA mañana siguiente. Simón paruó muy


temprano en busca de Elvis. Primero tenía que
¿oiuctonar k>de Ja patena y áapués se preocuparía
de las joyas. Encontró a «Ion Benito, que ya estaba
en el parque barriendo lo» vereda» salpicadas de
pápele» y pochos.
—¿Hola, don Benito! ¿Y su hijo?
—Llegó conmigo, ese chiquillo, pero ya
desapareció. ¡Y eso que venta para ayudarme!
Seguro que anda por las caite» del centro pidiendo
pbia. como si fuera un vago.
—Yo nunca lo he vi»to pedir limosna— lo
defendió Simón.

130
—¿De dónde saca entonce» los túlleles para
comprarse esas revistas de mono» feo* que se púa
leyendo*? Nunca me cuenta nada. Sé que ayuda a su
mamá, pero igual no me gustaría que un hijo mío
pasara como mendigo.
—A la mejor irubaja-
—Algún» vece» consigue algo por ahí.
—Necesito verlo. ¿Por dónde se iría?
—Siempre anda por la calle Monjiia», donde
tiene alguno* amigos.
Luego de la conversación con don Benito.
Simón painó en busca de Elvis con más dudas que
nunca. ¿Pediría limosna? ¿Haría algiln trabajo? ¿O
sería urna de esos lanzas que operan eti el ccnuo de
Santiago? Desechó este último pensamiento,
moteslo por haberlo tenido, y apuró el paso. Cuando
pasó frecie a la tanda del anticuario se quedó unos
instantes observando la vieja máquina de escribir y
el teléfono con auricular de cometa y se preguntó
si alguien los iría a compra/ alguna vez. De pronto,
siguiendo una intuición, abrió la puerta y entró ai
interior. Un hombre gordo, vestido con jeam y uiu
chaqueta raída examinaba una serie de objetos que
había sobre el mesón
—¿En cuámo me to&deja? ESúltimo precio...
—No puedo rebajar más —respondió el
óucío, que vestía el nusmo temo y la misma corbata
de humitaque la vez anterior—Son ik plata pura y
TUiy antiguos.
—Si es asi, tendré que consultarlo con mi
socio: volveré otro día. Y en cuantoa to otro...,hi/o
un gesto vago con la truno.
Simón se acercó al mostrador y fijó mi
atención en los objetos ahí expuesto*, que eran casi
todos plateados aunque varios mostraban mancha*
amarillas Había varias cajitas con incniMaciuoes
de piedra, das ceniceros en fomu de canasto. tina
bandeja ovalada y un pl^tilk>dor<Hk> y plano, calad»
al centro íonrando una cru/ como si fuera un encaje.
—¿Será esa la patena?, j í excitó Simón.
—¡Qué quieren nifto?—.a vnx del anticuario
lo sobresaltó.
—Ehhh... busco a lilvis. ¿no lo ha visto por
aquí?
—No. Y h viniera lo c.haría. No me gustan
k» fisgones.
Simón w disculpó y saIíó apresuradamente
del tugar, muy agitado por el descubrimiento que
creía haber hecho 1.a descripción de la patena que
te había hecho el sacerdote coincidía plenamente
con el objeto que había visto. Claro que podía
haberse equivocado, pero no creía. Tenía que
advertírselo cuanto ante al padre Gerónimo. ¿Quién
la habría robado? ¿Sería Hilario el ladrón? Porque
Hilario y el anticuario eran amigos. ¿O de verdad
el culpable era Elvis. que hc la vendió al anticuario
y éste, para disimular, dec-ia que no le ¿oslaban los
fisgones?
No sabia qué hacer si volver de inmediato al
convento o buscar pnmero a su amigo. Cuando

132
estatal apunto de decidirte por la primera opción,
vio a El vis. Venia en temido contrario a Simón, por
el borde de la calle, en una bicicleta que llevaba
adatad» al manubrio un canis-tó Uen» de bolsas 4c
supermercado.
—¡Elvis. Elvis!
Pera su amigo pa%ójunto a ¿I pedaleando con
mucha fucr/a. sin hacer amago de haberlo vúto ni
o*tk).
—¡Elvis, Elvis: itérenlo liablar contigo! —
volvió a pitar, lo mfe fuerte que pudo.
Elvis siguió su camino, impertérrito.
Simón se puso a correr y k> alcanzó en aun
^ lu/ roja.
—Oye. Elvis. escúchame: es muy importante
I lo que telendo que decir.
N/ Cuando dieron la luz vcnle y Elvis. que seguía
haciéndose el sordo, comentó a pedaleas, Simón k>
agarró por la polera y le dio un empujón. Una bolsa
blanca votó por k» aires y Elvis bitzó un garabato.
—Elvis: ¡yo nunca he pensado mal de ti!
—exclamó Simón, sintiéndose uo hipócrita,
mientras recogía una botella plástica de bebida y
dos tarros de duraznos al jugo que habían rodado
basta la cuneta—. Por favor, conversen*».
De mala gana, el muchacho se bajó de la
bicicleta y la empujó hasta subirla a la vereda.
—/.Qué quieres? Din>e. rápido, porque tengo
que enircgar esta mercadería—, Elvis se quedó
mirando a Simón, muy serio.

133
En un instante pasaron por la mcnic de Simún,
como sinopsis de una película, tos dirtinUi visees
que Elvis se lo había quedado mirando con eso*
ojos oscuros y vivaces, que reflejaban como un
espejo lo que «Mata pensando: admiración, cuando
Simón le traducía kn textos en inglfc» de una revista
de historíelas; dulzura, cuando hablaba Je su mamá
o de tus hermanos chicos: interés cuando 1c contó
lo det cano <fc fuego; alegre superioridad mientra*
encendía uno de sus puchos recogidos del suelo
frente a ¿I. que nunca había probado una: rabia y
Ufrimas contenidas cuando se «mió acusado. Ahora
k>miraba desafiante, pero sereno, oon un cieno «iré
de tmteui, coma diciendo que ya nada volvería a
ser como antes. Simón sintió pena y en ese momento
tuvo la ccffc/a de que EIvín nunca le habia mentido.
—Perdóname Klvn. Te <bjc que nunca había
dudado de ti. pero no es cieña no te quiero mentir,
fteo estoy arrepentíJo. porque ahora le creo y pienso
que...
—¡No teoemos nada más que hablar! —lo
interrumpió Elvb. tajante, al tiempo que üecnevarata
al asiento de la bicicleta.
—Elvis, ¡por favor! —Simón lo cogió de un
brazo—. Estoy teguro de que tú no rotante « e reloj:
¡nos¿cámopudípcnurk3’BvH.<ram¿RKÍcrttnH£<>
y pu* eso quise decirte la verdad. .Perdóname. por
favor* Me han pasado mucha* cows, tengo mucho
que contarte. Quiero que me ayude»*...
—Ciar»; ,que te ayude! Para « o me buic».

134
¿QimSle aw»'.' ¡Búscale a otro: y ulro que sea igual a
ti!
Y FJvi* partió, pedaleando con furia.
Simón *e quedó paralizado sintiendo el peso
de la angustia. ¡Elvis no k> iba perdonar nunca! ¿Y
todo por decirle la verdad) Pero igual prefería
haberlo hecho, ya no se sentía hipócrita. Quizás
algún día cuando...
—¡La boba!
En medio de sus cavilaciones, te dio cuenta
de que en el apuro por ine. Elvis había dejado en el
suelo la bolsa que tenia que entregar. La cogió y
partió corriendo en la misma dirección que había
tonudo su amigo. Zigzagueó entre la gente y cruzó
" '■ " W

tas calles como un perro persiguiendo a un gato,


sin fijarte en las luce» rops ni c «cuchar los gritos
de un taxista que estuvo a pumo de atropellarlo;
finalmente divisó b bicicleta amarilla, bloqueada
en aun esquina por una fila d t micros. Uegó huta
ella jadeando.
—No te ando buscando pora que me ayudes
—k dijo a Elvis al tiempo que le entregaba U
boba—. era para con venar contigo nomfe. Pero si
ya no quieres ser mi amigo, no te puedo oMigar—.
Y dando media vuelta se alejó caminando,
cabizbajo.

135
136
Capítulo XVII

FRANCESCA

L o QUE le había sucedido con Elvis


apesadumbraba a Simón y ix>sabia cómo baria para
convencer al padre Gerónimo de que m i amigo no
era el ladrón. Tampoco podía olvidar ni por un
minuto su sorprendente viaje al pasado. Si no fuera
por Lis vaina* de maní y el pañuelo bordado que
guardaba en su bolsillo podría haber llegado a
pensar que se estaba volviendo loco. Quizá» si le
mosiraba el paAuelo al padre Gerónimo...
—¿Simún!
La voz. a sus espalda», era de Elvis.
—Ya envegué ta mcrcuncía. Ahora tengo que
ir d devolver la Ncicleu al almacén. Si quieres me
ucompafta* y después hablamos.
Simón se animó de inmediato y un hacer
comentario». aceptó el ofrecimiento con una gran
sonrisa. Se imaginaba el esfum o que m i amigo
había tenido que hacer paro perdonarlo. pora dejar
atrás mi orgullo hendo: y nu «Mima por creció.
Elvis vi hubta baj*k> de la bicicleta y empujándola
con una muño, camiruha junio a Simón en un
silencio que ninguno de kn ik>v interrumpió hasta
llegar a La Estrella, que era un pequeAo almacén
de barrio.
111 duefe». un ruhto pco*.o y colorado que
alergia en la caja, le dijo a Elvis que dejara Ui
bicicleta en la bodega. Mwnira* lo operaba. Simón
se dirigió al mesón del fondo donde se alineaban
enormes frasco» de vidno llenos de chocolates,
calugas y dulces dediMinUv textura» y culona. Una
niña de su misma edad o quizás un poco mayor,
también rubia y pecosa, sacaba de un Irasco con un
cucharón de vidrio un montón de cátamelos que
iba introduciendo en una bolsa de papel. Al
acercarse. Simón se sintió envuelto en dulces
aromas y se dio cuenta de que no sólo los caramelos,
sino que el peto, la ropa, la ptcl de la ñifla estaban
impregnados de fragancias de anfs. menta,
chocolate, pistacho, almendros...
Quedó fulminantemente c&tasiado.
¿Se podni uno enamorar de algún:/) por el
olor?, se preguntó.
—¡Hola!. cquíerGs uno?
—¡Gracias!— se a¿oró Simón.

138
La muchachita extendió mj palnu con un
caramelo blanco con rayas rotada*, que al centro
leníu la figura de una flor. Sunón k> cogió como si
fuera un delicado tesoro y u lo puto en la boca con
«klK-wleza.
—jMmmn!. delicioso...
MI» sonrió y en m i s mejilla* aparecieron don
hoyuelo». Simón respiró hondo y paladeó el
caramelo seguro de que nunca antes había probado
una delicia igual: se sentía en el parata. Kn un
impulso, metió b mano en e) bolsillo y sacando el
blanquísimo paAuclu de duAu tngruciu. le dijo:
—Toma, te lo regalo.
fcn ese momento llegó Elvis.
—¡Hola Francisca!
—¡Me llamo Fraococa y no Francisca! Y k
pronuncia Frum fit.ua. por xi no lo sabe». ¿Por qué
no entiendes. Elvis? ¡Soy italiana!
o¿

—Pero yo soy chileno y lú también eres


chilena, porque naciste en Chile. Aquí te llamas
Francisca —porfió EJvis.
—No le dafli ni un caramelo sí no me llamas
por mi nombre.
—Tengo cm*s más imponentes qué haccr que
comer caramelos —rió FJvix. alejándose hacia la
puerta—. ¡Vamuv. Simón!
Fruncetca « quedó examinando d pañuelo
de encaje, con el ceflo fruncida y una sonnsa en los
labios.
Los dos amigos caminaron hacia el Parque

139
forestal y allí se sentaron en un banco, bajo un
frondoso plátano oriental. Simún estuvo hablando
durante largo uempo. mientra» mi compañero lo
escuchaba mordisqueando una paja teca que había
arrancado del pasto. Simón le contó del robo de la
patena, de lo con venado con el padre Gerónimo, y
por último de m increíble travesío. Elvis, fascinado
por el rtlato del viaje al Cuzco, quiso saber todo
tipo de detalles. Cuando terminó con las presumas,
dijo:
—Ese cuento sí que no te k> va a enser nadie,
amigo. ¿Y dónde c&ii el pañuelo de la vieja esa? A
lo mejor si se lo muestras al cun...
—Es que no lo tengo.
—¿No lo tiene»?
— Lo rcgilé,
—¿Lo regalaste? ¡No me digas que era « e
paAueloque..!
—Sí, era ese —confesó Simón, sintiéndose
como un tonto.
Pero Eivii, en m de burlarse, dijo:
—Bueno, no es lan grave, se lo puede» pedir
de vuelta.
Simón no respondió.
—¿Sabes? Te creo. Siempie pensé que
Miulina era medio bruja—. Elvtspuso cara de serio.
—¿Me vas a ayudar entonces?
—¿A qué?
—¿Cómo que a qué? ¡A buscar los diamantes?
—¡Vamos con calma, compaftero! Primen».

140
te quiero decir que no pienso en acervarme a eso*
curo» que piensan que soy un ladrón. Y dcspoc».
con el cuento de k» diamante»...¿cómo seria la
repartija?
—Elví»: ¡entiende! Primero que todo hay que
desenmascarar a Hilario, y pan eso hay que hablar
con el pudre Gerónimo. Te aseguro que no» va a
escuchar. Mucho peor sería que llamara a los
carabinero» o a la policía de Investigaciones, porque
ahí si que te irían a buscar a tu misma caía.
—Te repito que yo no piso otra vez esc
convenio. Porque voy pobre, noiná». lodos
sospechan de mí. ¿Y ti fuiste tú el ladrón, ah? ¿.Por
qué yo y no tú?
—Porque Hilario le acusó y dijo que muchas
v«cv tuibía» robado. ¡Es por eso que no nos
podemui. quedar así!
—Yo no vuelvo al convento.
—Mira. Elvis: te prometo que oo (e va a posar
nada. Tiene» que tener m i s orgullo: ¡ d o puedes
permitir que te traten de ladrón!
glvis se quedó en silencio, chuteando
pkdrecitas del suelo. Después de un ralo preguntó:
—¿Y tos diamantes?
—Los diamante» son de k» fnncucanos.
—¿Y pura qwi quien» descubrirlos, entonce»?
—Porque quiero saber sí sofií que fui al
Cuzco o fui de verdad. Porque tengo ganas. Porque
tos franciscanos hacen voto de pobreza y tvose van
a dejar los diamantes para clks, sino que los van a

141
vender pura hacer obra* buena*
—No euoy u n K |uro de e*o ultimo. La
Neniad, compadre, cí que no me dan jan*» de
buscar diamante» pura dártck» a 1o¡>cura^. Adema*,
para Cflconuariov tendría* que volver al Cuzco y
averiguar dónde los escondió la scfwnicsu.Tu vi^jc
no sirvió de mucho...
— Mira Elvis...
—No lígame» hablando de « lo , amigo. No
me interesa.
—Bueno, haxla aquí llegamos. entonce* —
dijo Simón, perdiendo la paciencia—. Tú te Ida
aneslas m>Io y yo también—. Y poniéndose de pie
se alejó del Elvii un despedir*. picado y tunoso,
comino al convento.

<42
Capítulo XVIII

EL OJO DE LAUCHA

~ B u e n o , s im ó n , ¿y <ju¿ pasó con iu


amigo? ¿No lo pudiste traer? —inició la
canvttMCkta el padre Gerónimo.
—Es que entremedio me pagaron muchas
CO>4&. padre —desvió la pregunta Simón—. lisia
mañana pasé por donde Caroca, un aniicuaiio de la
calle MonjiUs que amigo de Hilario, y resulta
que en ese momento estaba podiendo un objeto de
plata que ciloy seguro e n la patena desaparecida.
—A ver. a ver...¿cómo « eso? Vamos por
partes —dijo el sacerdote, juntando la» manov yobre
el escritorio y acomodándose en su sillón—. Uno:
¿qué hacías tu donde etc anticuario y cómo sabes

143
que es amigo de Hilario?, y dos: ¿por qué piensas
que era la patena robada, si lú nunca la vbte?
—Sé que es amigo de Hilario porque me to
dijo Elvis: y creo que es la patena porque era tal
como usted me la describió: redonda, plana y con
un dibujo calado en el metal en forma de cru/.
—¿Y cómo llegaste a esa tienda?
— La primera ver fue cuando íbamos
siguiendo a Hilario .
—¿La primera ve/?¿Siguiendoa Hilario? ¿Y
por qué lo iban siguiendo y con quién'*
—Con Llvii, poique...porque...
Simón se turbó y no supo qué contestar.
¿Cómo le iba a decir al padre Gerónimo que
sospechaba del Cora de Laucha porque desde el
primer día k lubía caído mal. porque tenia k*> ojos
juntos y nomiratu de frente, y pur todo lo que Uvis
le había contado?
El saocntac se quedó esperando la respuesta,
pero como Simón seguía mudo, le dijo:
—Lo que haremos será llamar a Hilario y
preguntarle directamente sobre esc anticuario.
Se puso de pie y se dirigió a la puerta. No te
costó mucho encontrar al sacristán, pues éste sacaba
brillo con un trapo a un viejo sillón de cuero que
estaba en la galería a pocos posos de all í
Hilario entró en la oficina del sacerdote sin
mirar a Simón, y se quedó de pie frente al escritorio.
Hilario —comenzó el franciscano—. ¿tú
conoces a un tal Caroca, que tiene una tienda de
antigüedades en la calle Monjitas?

144
El sacristán lanzó una furtiva mirada de reojo
a Simón y luego respondió, sonriendo displicente.
—Sí, lo conozco. Mucha» voces viene a oír
misa por acá. es muy piadoso. Usted no to debe
haber vixto porque se sicnia atrás. Un día cniní a
conversar con ¿I. Es buena perwona y seno en mi
trabajo. Mucha gciuc del barrio le vende objcuis
antiguos.
—¿Cuándo fue la última vez que lo viste7
—A ver... —Hilario puso cara de estar
pensando— acoque fue esa ver cuando k> visitó en
su lienta, hace unob cuantos día» atr.Lv Sí. clam, c u
vez fue. Y ahora que me acuenio, justamente t v dCt
apareció por allá esc amigo luyo— por primera vez
Hilario miiú de frente a Simún con sus ojilk» de
laucha—. □Kflor Caroca me contó entonce» que e»tf
Elvis siempre llegaba a ofrecerte mercaderil. pen> que
¿I nunca se la compraba per^ut no estaba muy «¡juro
de su procedencia
Simón sintió que una oteada de sangre le subía
a) rustro. ¡Makbio mentiroso! Y lo que ntís rabia k
daba eni que e»e infelit mentía tan bien, que lograba
sembrar ta duda.
—Simón dkc que el señor Caroca estaba
vendíanlo la patena que nos robaren.
—^.La patena? —el tono de Milano era de
sorpresa.
—,Si’—intcmimpió Simón—. ¡Pero no la
vendió. A lo mejor todavía la tiene...
—,No me diga que ese chiquillo...1 —Hilario
dejó la frase inconclusa, dio un suspiro y emitió una
risa codita.

146
Simún no ie pudo contcnef:
—¿Hasta cuándo aciaa y míenle? ¿No acaba
de decir que su «migo Caroca na le compra nada a
Eirá?
—¡Cálmate, Simón? —«I sacerdote se pu*o de
pie y habló s e o —. Lo que haremos de inmediato es
ir lo s tos* (kmdc C 'C anticuario. y hasta entonses no se
hable rrufc*. ¡Vamos. andando!
A Hilario se te había esfumado la sonñ*a y dijo
auupdladamenté:
—Padre: den* un minutiiu, por favor, para i/ a
sacarme este delantal sucio. No me «femoco nada. Y
sin esperar respuesta, corrió hacia la puerta y
desapareció.
Simón y el sacerdote se qualaroo en silencio
escuchando los pasos fKwurosos del sacristán, que
crujían swbrc el pi.*> de imdera. El podre Gerónimo
«e había \uelto a sentar, uenó los ojos y cruzó las monos
sobre su pocho, como si estuviera rezando. Luego de
un rato que a Simón le pareció excesivamente largo y
que llenó tratando de descifrar lo» títulos en latín <fc
algunos de los libre» onfcnadu* en la estantería adcnaih
a la pared. Hilario regresó y los tres salieron del
convenio.
El barbudo y macizo sacerdote caminaba a
grandes trancos y la cruz de madera saltababa sobre
ui pecho a cada /«wcaiki Llevaba el ceta fruncido
y su rostro de facciones pronunciadas, más que el
de un dukc seguidor de San Francisco, parecía
ahora el de un titán enfurecido. Lo seguía Hilano,

147
a pasitos coitos y rápidos; usaba unu amplia cainita
floteada, que revoloteaba sobre el pantalón;
respiraba fuerte e iba muy colorado. Simón, algo
mis atrás, se detenía en las «q uin » por si di visaba
a EJvLs, y luego (rulaba hasla alcanzarlos. Los tres,
en fíla india, formaban un curioso cortejo que
llamaba b atención de algunos transcdntes.
Cruzaron la Alameda, siguieron por la calle
José Victorino Lastania y doblaron a la ¡¿quierda
por Monjitas. Cuando pasaban frente a La Estrella
Simón lanzó una mirada hacia el interior, por si
distinguía entre los frascos con caramelos a
Franccsca, la niAa con olor a anís; peio era
imposible porque caminaban demasiado rápido.
Finalmente llegaron frente a la tienda del
anticuario. Anle la ejUniñe/a del padre Gerónimo
y la sorpresa de Simón, estaba cerrada con una
reja metálica; sobre el enrejad» sobresalía una
hoja de papel blanci. fijada con una tela adhesi va.
En ella, con letra- grande* v desordenadas, se
leía: CERRA&O ÍO R D 0£¿0.
—¿Ah! —d jo Hilario— ¡Se debe haber
muerto un tío qut vive en el Sur! Me había dicho
que extaba muy | rave.
—¡Curios» coincidencia! ¡Qué lástima!—
dijo el franciscano.
En esc m< mentó, un perro flaco, amarillo
y negro, se acer 6 a ellos, levantó la pata y lanzó
un chorro de f ipí sobre la reja, salpicando el
pantalón del sa .'fistin que. furioso, le lanzó una
patada.

14$
Capítulo XIX

liL VIVO DEL ELVIS


o¿ " W

•—E l v i s VINO a buscarte— dijo b ubucU.


entrando al cuarto de su nieto»a 1»djet Je U mañana,
y abnendo tos cortinas pan que errtrara d sol
—¿Hlvh? —se sorprendió Simón, aún medio
dormido— ¿Cuándo?
—No eran ni I» ocho. Por suene ya me había
levantado.
—¿Y porqué no nw despenaste?
—No qui»o. dijo que .indaba apurado. Es
curi<wo„.
—¿Que tiene de cuñota? ¡No empieces. Pepo*
—Ni siquiera me dejaste terminar U frase:
cnoootrt curioso to que me dijo.
—¿Yquíte dijo?

149
—Que tenia algo importarte que decirte.
—¿Y eioqué'1—respondió Simón,exasperado.
—¡Qué pesado te pones, por Dios! Dijo además,
que le aperaba en La EtiielU, donde éJ iba a estar
empaquetando, o algo asi. ¿Me pooics decir en qué
anda* metido. niño?
—Para tu tranquilidad, abuela, iodo en I» que
ando “trwúdo", como tú «bco. lien; que ver con el
padre Cerómmo.
—¿Con el padre Gerónimo? —se extrañó dufci
Pepa —Me gusurfa hablar con el padre Gerónimo.
Quisis d domingo, d^puís de misa. ¿Tú vibc» si...?
—Tengo que irme —la interrumpió Simún,
lanzando hacia atrás las sábanas y levantándote de un
sato.
—t C<imoque "inne'*? ¿Si K acabas de despenar,
no h » <ku)vnado todavía'
—Tengo que hacer algo muy impórtame.
—¿Y yo no podría saber qué es eso un
importante?
—No por el monsíiuo. abuela
—También llamó ui amigo Andnís. Acaba de
llega* de vacaciones y quería vate.
—Andrés tendrá que espera». Hoy no puedo.
Dofta Pepa dio un largo suspiro. Dejó a Simón
vistiéndote y se lúe a sentar al living. frente a) ventanal.
A veces no sabia hasta dfade tenia que oonuotar a mi
nieto sin convertirlo en ~un hijo de vieja”, acusucifa
que le hacia su marido cada vez que ella le negaba
algún permiso. Por uo lado, confiaba plenamente
en Simón, pero por otro lado era aún un niño. Sí.

150
hablaría con d padre Gerónimo y le pediría consejo,
se dijo. Y esbozó una sonrisa imaginando ta cara
que pondría su irtJfido, que ciu un poco cpfftr-cu/uj,
si supiera lo que eslaba pensando. Y mientras
contemplaba en silencio Ion techo» y antenas de lo»
odificiosque se prolongaban hada Ich faldeos de la
cordillera. Ic rc/ú a María y le pidió desde el foado
de m i corazón que protegiera a su nielo y lo aportara
de lodo peligm.
Elvis ordenaba cana&ios en la puerta «Sel
almacén cuando llegó Simón.
—Vamos al purqoe. ulli le coenio —fue su
taludo.
Simóiuque cMaba deseando ver a Francesca.
no sabia cómo hacerlo sin que se notara.
—¿No le impona que primero entre al
almacén? Mi abuela me encargó que le comprara
algo.
—¿Qué cosa?
—Lechugas —fue lo primero que se le
ocurrió.
—Aquí no tienen lechugas. Anda a la
verdulería, que e s l i un poco más allí
SimíénóoM un lomo por haber dicho lechugas
y no arroz o tallarines, no se atrevió a seguir
¡nsisiicndo-
—Bueno.no imporu.no era urgente. ¡'tonos'.
—¿Dónde van tan apurados que ni saludan?—
escuchó cniottt» Simón, y un aroma a naraii)as y
chocolates le llegó como una oleada. Sintió que el
calor le subía por todo el cuerpo.

151
Tras etica estaba Francod.
—Vjy a comprar entradas púa el ballet del
Tcatto Municipal -A » anunció, agitando un boLsiio
rajo, y alejándole en sentido contrario al que elk»
iban. Simón no alcanzó ni a abnr la boca y se quedó
alelado contemplando como ella se alejaba presurosa,
mientras su melena rubia oscilaba com o un péndulo.
—iYa, pues. Simón! ¿Qué espero.? ¡Vamos!
Simón despertó de su estupor y disimuló apurando d
pono.
—¿Sabes? Lo he estado pensando y n*e voy a
defender; si quiere me acompañas a convenar con d
cura —comenzó dtcw:ndo Elvi*—. Adema»...¡no
quiera pelear contigo!
—¿Qué piensas .lecirle?
—b verdad.
—¿Y si no iccr.'e?
—Ese es su problema, no el mió.
—Las cosas se han complicada, Elvis —dijo
Simón, muy uno. sn dejar trasliKir lo fdiz que l«
hjtoían puesto laspola nad e su amiga Y rápidamente
k>puso al tanto de la convcnaoón que había sostenido
con el padre Gerónimo y con Hilario, y ta (num áa
visiu al anticuario—. Si loe del Musco acuden a
Investigaciones^ seguramente van a ser ellos los que
le van a interrogar.
—¡Que me interroguen! ¡Me da lo mismo!
Toda' la» acusará»** del ojijunto ese son una sana
de mentiras.Y Elvis Limócon rabia un par d: garehaK»
que Simón t» tabfa escuchado /artife.
—Bueno, entonces quédate tranquilo

1S2
—¿Te cuento? Ayeretuba reponiendo o»as del
almacén, cuando vi a Caroca que saKa de ui tienda y
bapba la conin* metálica. Dcspud» sabó corriendo y
en la equina <Jdu>o «o i«vi, loque me parecid raro
poique es un viejo avaro y siempre anda en micro.
Pcnvé que dcbfa andar muy apurado. Ahora entienda..
—Lo probable toque te acabaran <fc avisar que
se había muerto su tío.
— vas a decir que ni crees en ese cuento?
¡Se cuaba arrancando del cun, compadre!
—¿Tú ere», que apañe de ser pesado, es
adivino?
—Seguro que Hitano le avisó.
—¿Pero cómo, u estaba con nosotros?
—¿No *c movió del telo de miedes?
—Sotamenle cuando se fue a sacar el delantal.
—íAhicstá.pue%t
—¿Ahiexláqué?
—iEJ«eléfono!CUank>fueasacaneel<leÜAlai,
llamó por teléfono a (« o c a pura avisarte. ¿No ves
que la hora coincide? ¿O no ube» que cuiten tot
teléfonos?
—Tienes nuón: ;no se me había ocumdo! Y
ahora que lo pican*. Hilario « denxró un buen poco
co TOlvcr. ¡Eres genial, Elvis!
Elvis se levantóde hombros, como diciendo “asi
es", y sacó un pucho del bolsillo, que puso entre los
dientes y empezó a moxduqucar.
—¿Quieres uno?— ofreció.
—No. gracias.
Los muchachos siguieron caminando hasta

153
llegar a) parque y ¡>c senlaron bajo el árbol de
siempre, que se había transformado en su lugar
habitual de reunión, yo que estaba alejado de)
sendero por donde transitaba la gente.
—Te quería decir dos cosos —comenzó
Elvis—. Una, que ya te dije, es que estoy dispuesto
a conversar con el padre Gerónimo; y la otra, que
te digo ahora, es que te voy a ayudar en lo de los
diamantes. Pero, para eso-
—¿Para eso. qué?
—Hay que volver id Ciuco.
—;¿Vblvw ul Cuíco?* ;¿Rstís, loco?!
—No veo por qué voy estar mái loco que tú.
¡Hay que averiguar cuáles fueron tos objetos que
mandó tadofta esa. con Ice. diamante*! ¿No ves que es
ta único manera que tenemos de poder encontrarlos.
s í es que todavía existen?
—¡Eso es imponible'
—¿Por qué imposible? De la misma ntañera
cunto fuiste una vez. se puede ir de nuevo.
—Pero o que...
—Pero es que nado. ¿Tienes miedo?
—¿Miedo? ¡Nunca be tenido miedo!— mintió
Simón
—¿Entonce*?
—¿Tu cree» es muy fácil volver al Cu/co?
¿Crees que es cosa de querério nontis?
—-Sí —respondió Elvis. displicente, sacándole
e) pucho de la boca y escupiendo unos ttliu» de tabaco.
—¡Genial! ¿Y me vas u decir cómo se luce?
—¡Busquemos a Miulina!

154
Capítulo XX

BUSCANDO A MIULINA

M lU L IN A VIVÍA en un edificio contiguo


al úe Simón, en el último piso. Subteron co un
/V

OMrensor antiguo, en el que los números ya ni se


leían, y iuvi«on que presionar el botón varias veces
para que se pusiera en marcha. Las paredes estaban
fornidas <fe espejos tan gastados, que uno se vtía
por panes, y la crujidera de fíenos al ponerse en
movimiento no auguraba en absoluto que sus
pasajeros llegaron sanos y salvos a »u destino.
Saliendo del ascensor »e enfrentaron a udo
puerto pintado de verde, «{tic ca el lugar del timbre
tenía un cordel dorado con un nudo en la puma.
Elvis le dio un fuerte tirón y de inmediato
escucharon una melodía de campaniles.

15S
Miulina les abrid la puerta vestida con una
bata negra, taiga taita el su d a y el pelo recogido
en un moto sobre la nuca, que parecía un zapallo
rojtfo. Tenía la can brillante de crema.
— ¡Chicos! ¡Qué sorpresa! ¡Pasen, pasen!
Hoy es m< «tía de embellecimiento, por evo me
habéis encontrado en casa. ¿Y a qué %e debe «sia
agradable visita?
Entraron a unu Amplia sala, cun enorme*
ventanales por los que entraba m udu lur Había
una gran cantidad de plantas distribuidas por todas
panes: un gomero en la esquina, un (fcus frente al
semanal, pequemos maceteros con ÍUxes sobre las
mesas y otros con planu» de larga* y delgados hoja*
verdes colgando del techo. Libros y revivías viejas
no sólo se ordenaban en estantes, sino que se
apilaban sobre las sillas, las pequeñas me-Mias
contigua* al tola, y también encima de la alfombra
Dos gatos dormían en sendos sillones de mimbre,
entenados en unco dc&teAidos cojines floreados; el
tercero estaba acurrucado amba de un armario. En
d fondo de la sala, contra la pared, había una mesa
rectangular, sobre la que se apilaban frascos,
papel», ai».emo» a medio co6er. hilos, espátulas,
cuchillos y t i artefacto de madera con fierros, que
mantenía aplastado un libro. En el sucio, bajo !u
mesa. hab(t un tazón con leche y dos ovillos de
lana enredados. Y desde lo alto de la pared,
dominando ;1 caóóco lugar, la pintura de una mujer
colorína rn.iy parecida a Miulina, pero de labios

156
delgado* y expresión dura, la» miraba coa fijeza.
Usaba un vestido negro de manga* largo** (conloado
en lo alio por un cuello de encaje Manco.
Con un vivo golpe a cada gato en el lomo.
Miulina lot> vacó de su modorra y los obligó a
despeja/ Ion sillones. Ahuecó rjpidajncote los
cojines llenos de pelos y ofreció asiento a sus
huéspedes- lilla lo hizo frente a ellos, sobre un alto
taburete giratorio, dejando al descubierto »u piernas
flaca» que ahora calzaba con unas abultadas
zapatillas de piel de conejo.
—¿Y bien? —preguntó sonriendo.
Simón tragó saliva, y fue al grano:
^ —Necesito volver al Cuzco.
^ Los ojos de Miuliiu— el verde y el azul—se
? agrandaron. \ luego parpadearon siete veces.
v Durante laigut minutos reinó el silencio.
^ Lus dus muchucbu» intcicambiaron miradas
y permanecieron rígidos como estatuas, como si
cualquier movimiento fuera a provocar una
hecatombe.
Entone la dueña de casa solió una carcajada.
— ¡Primero me lo cuentan todo!—invitó,
mientras cruzaba las piernas y balanceaba una
zapatilla en la punta de los dedos.
Conve 'saron largo y tendido, y el tiempo se
le\ pasó vól .nóo. Miulina lev sirvió un jugo cokv
azul que sabía a moras y el trozo de pastel de
chocolate tt I» dclictoso que habían comido nunca.
Cómodamc ite sentados, atentamente escuchados y

15?
servidos como si fueran príncipes, se podrían haber
quedado ahí el día «itero.
—Lo que me piden, me parece lógico.
¿Quieren viajar jutuos. esta vu ?
Simón asintió con b cabeza y W» ojo* de Elviv
llegaron a echar chispas, del entusiasmo
—Sólo tengo un problcmilta: he perdido
concentración. {Cuando una se enamora, no hay
magia que valga! Miulina dk> un intenso suspiro—
peto turemos d intento. ¡L^pcrjd tfuc iwc ¿rrvgV.:
un puco y vmitos!
—¿Y a dónde vamos.? —preguntó El»».
—¿Pues, al Muwo! ¿ftordónde quieren viajar,
si no es por ios cuadro»?
—¿Ahora? —preguntó Simón, que se hahú
puerto un poco nervioso con (o de (a falta de
concentración. Esa Miulina era ton impredecibtc.
pensó, que podía muy bien enviarlos ai encuentro
de Ckopatxa en Egipto y no de doña Engracia en et
Cuzco.
La mujer no respondió a la pregunta del
muchacho, pues ya había desaparecido por una
poma, que daba a su cuarto. Elvis y Simón se
miraron eo silencio, algo asustados, pero presos de
gran «¿citación. Paia disimular su nerviosismo,
Simón *e puso a hojear una revista que leiul Iü>
páginas de un Manco amarillento y las hojas se
quebraban de tocarlas. Un anuncio mostraba a un
nifto gordo como pelota, con una botellita en la
mano. Abaja decía: "pora que crezcas sanito como

158
yo, toma jarabe del doctor Salusio". Mientra* taoto
Elvis daba vucIlii por el mono contemplando a la
mujer del cuadro De pronto exclamó:
—¡Esa señora antipática. me persigue con mi
mirada!
—Es un efecto óptico. Elvis— respondió
riéndose Miulina. que yac4uba de vuelta» vestida cun
vuelos y lunares. tacunc» altuv. rojo en los btmK. aro»,
colgantes y el pelo como cascada de fuego sobre los
homhn*.- D*ccn que mi ijfcmiKicU Melania era unu
buena perdona, wihi que un poco tenia: nunca logró
hacur bkn un cunjunx ¿Hab& de o te t que una ve*
mandó de viaje u su marido y nunca más lo pudo traer
de vuelta?
V Simón y Elvn cmpulidecicrun al unítuoo.
—i No temáis, chicis! —Miulina les guiñó el
fU T v

ojo añil— Sólo son historias familiares... A mi. hasta


ahora, no me han fallado nunca ¡Vamos, andando!
Una vc¿ en el Musco, se fueron directo a la
sala de exposición de h» cuadros. Divisaron de lejos
a Hilario, que no hizo amago de acercarse ni dio
muestras de haberlos reconocido. Por suene no se
habían encontrado con el padre Gerónimo, pensó
Simón, porque habría sido un poco complicado
explicarle lo que bacán allí; aunque era seguro que
Miulina se la* habría arreglado pan decirle oigo.
Cuando tres gruesas señoras de pelo blanco
peto con shorts y zapatillas, cada una con una
cámara fotográfica colgada al cuello, salieron del
lugar. Miulina exclamó:

159
—¡Recóreholis! Olvidé mirar en mi» apuntes
los dato* de lo» cuadre». Hay que buscar una pintvn
quehayanmandadoaChilcenuntcgundocora»: ¡es
muy impártanle no equivocara*, puní asegurar techa
y lugar al que vais a llegar’
—¿'Y qué podemos hacer’.'— premunió Simón
—Tendré que volver a casa. Habrá que
postergare] viaje.
— ¿Postergario..? —la can de Elvis era ta
desilusión misma.
—¡Yo 4¿t ¡Yo —gntó entonces Simón—,
Cuando csuban embalando tas telas que partirían,
el Maestro Sama Cm/. trabajaba en un cuadro... ¡Ese
no lo pudieron mandar, porque noesiaba terminado!
—¿Te acuerdas cuál en ? .Tienes que criar
muy seguro! —dijo Miulina.
—No mocho...
—,T rau, trata! — lo urgió Elvis.
—Creo que eru un cuadro donde había varios
libros-Pero en realidad do estoy muy seguro. ¡En
esc momento no estaba para fijarme mucho!
—Seri mejor que lo dejemos pora mañana,
es más seguro— dijo Miulina. disponiéndose a
partir.
—¡Nooo! —exclamó E irá —. Mirtinos uxJo»
los cuadros que hay aquí, a lo mejor Simón se
acuerda.
—¡Nodispongo de todo el día. chicos!
—Lo haremos muy rápido —dijo Elvis.
mando de la manga a Simón, para que empezara el
recorrido.

160
—Les «Soy diez minuto» —dijo Miulina—,
porque tengo una tita—. Y volvió a pemer can de
sania cncxw»
Lo» niftai. comenzaran la observación de Las
pintora* en orden, ¡icgún estaban nuiwywUs En el
ciudrocincuenlay uno todavía Simón no recordaba,
y la can ik lilvis se ponía cada > « más larga.
—Quizás estaba pintando alguna donde no
estaba el santo —insinuó—, y por eso no te
acucnlav
—¡Ahí está! ifcc, ese era! —exclamó de
piorno Simón, frente a la pintura titulada San
tíuemivtnturu. biógrafo del santo.
tin el centro del cuadro aparecía un sacenJot*
de hábito blanco, con una capa corúa de cok* rosa
fuerte. sentado frente a una mesa sobre la cual había
fU " W

un cuaderno abierto. En su mano derecha, alzada,


sostenía una pluma pan escribir. Sobre la mesa
había una grancamidad «*cobjeto», cnue los cuales
uiu tijera, un crucifijo, un reloj de arena; y más
atrás un estante con vahos libros ricamente
encuadernados.
—¡Estoy seguro de <fue era ese: me acordé
poi lo» libros y poi la capa color melón cantaioup
de San Buenaventura!
— ¡Miulina. Miulina! —llamó Elvis.
«caidísimo—¡Se acordó!
Ella se acercó al cuadro y se quedó
observándolo en silencio, micnuas Elvis daba
paiaditas en el suelo, impaciente.

161
—¿Saben, chico»? Hay oUo problema: ¡he
olvidado mis pinturas! ¿No os dije que el amor me
ha entontecido?— Miulina cerní los ojos* echó la
cabe/a hacia atrás y agitó su cabellen. Luego sonrió
en forma beatifica y extendió k» brazos. al/ando
l*t manos con las palmas hacia arriba, como la»
santa* de las estampas, mientra* Simón y Eivis se
cujeaban, burlones aunque ex poetante»— ¡Pero no
os preocupéis, muchachos, estoy ideando otro
mcdtodc locomoción! Tened paciencia... —Miulina
abrió los ojos y respiró hondo— ¡Ah. ya sé! ¡Esta
vez se irán por la puerta!
En el estremú derecho superior dd cuadro
estaba San Francisco de pie sobre una nube, rodeado
de ángeles; y a la izquierda, a las espalda* del
escritor, había una puerta, iras la cual tres (railes
dominicos parecían esur cauchando lo que sucedía
al interior del cuarto; uno de ellos lenta una cadena
y un sol sobre su pecho. Simón leyó en la
explicación dibujada, que este último era Santo
Tomás de Aquieto.
—Primero, algunas recomendaciones* siguió
hablando Miulina—. Uno: no deberán estar más de
una hora por allá, que es el tiempo que podré
controlar esta vez. ¿Llevan reloj?
—Sí, claro —dijo Elvis. levantando su manga
y mostrando un increíble reloj, de esos a lo» que
sólo le» falta multiplicar y cantar debajo del agua.
Simón prefirió ni pensar de dónde lo habría
sacado esta vez, pero Elvis, intuyendo su
desconfianza. aiHaró:

162
—Me lo regaló mi lio Jirafa para mi
cumpleaños, que fue ayer. Me dijo que e n imitación
y-
—Dos —Aiguió ella, interrumpiéndolo—:
para volver deberán dar vueíia a l...
Simón no alcaiuó a escuchar el final de la
frase, porque eti ese nwmctuo Hvis e&uxntxió y
Miulina. sorpresivamente. k» cogió por la cintura
y los levantó a cada uno con un brazo, igual que si
fueran unas plumas o el)a más fuerte que Sansón.
Luego, con sus cabezas en nure, empujó la puena
que había en la pintura. Estate abrió de golpe y lo»
ni&os. como succionado» por un aire a presión,
salieron disparata y desaparecieron del museo en
(i¿ W l f »

las profundidades del cuadro. Simón alcanzó i


escuchar las últimas palabras de Miulina, débiles y
lejanas, como si yu estuviera a mucha distancu.
—¡Que d Saniu o» acompañeeee..!

163
Capítulo XXI

u v ia c s a b e a g r a d e c í *

E s t a VEZ Simón cayó w>bfe algo dum y


mojado que te le entercó en las nalgas y le produjo
un fueitc dolor. Se puso de pie cun dificultad. Su
jeans chorreaba de únu azul: habla caído sobie un
balde con pintura- ¡Estaba nuevamente en el ulter
de k» pintores cuzqucños! En ta pared, frente a él.
colgaba un bastidor con el cuadro a medio terminar
de San Buenaventura sentado escribiendo Se lijó
que aún no cataban coloreadas la» figuras de k»
sacerdotes deltá» de la pueru.
De pronto lo sobresaltó un csirv>ciKktoOgol pe
a su* espaldas y a la voz de Elvis, que lanzaba un
garabato, siguieron gritos ahogados. Al darse vuelta
vio que tres metros más allá, enuc las patas de k»
mesones y un hunco volcado. (rendido* en una lucha
feroz, estaban Elvis y Liviac.
Corrió hacia dio*, dispuesto» interceder por
su amigo, pues Liviac era mayor y muy fornido.
Per» tltvis, míis astuto que un zarco y ógi) como
gato, se las había arreglado pon hacer una zancadilla
a mi rival. que cataba Je evpaldas en el suelo; y en
esc momento, con la rapidez de un rayo había sacado
un complumas de su bolsillo y presionaba b punta
contra la garganta «Je Liviac.
—¡Elvis! ¡Aparta ese cuchillo! —gritó
Simón, aterrado de que fe enterrara la navaja y lo
matara.
—¡El cinpe/ó! ¡Yo no )e había hecho ruda!
—¡Suéltalo, Elvis! ¡No está armado! MirauJ
delantal: estaba pintando. Debe haber pensado que
éramos ladrones o qué sé yo qué...
—¡Casi me quiebra una costilla, del golpe que
me dio! ¿Qué se ha creído?
—Elvis. ¡déjalo, te digo! Yo lo conozco.
—¿Amigo o enemigo?
Elvis estaba sentado a horcajadas sobre et
pecíio del joven indio y al rededor de b punta de la
navaja habían comenzado a aparecer unas gotilas
de sangre. Ltviac, con los labios apretados, fijaba
«us ojos oscuros y brillantes en Simón.
—¡Es mi amigo: suéltalo!
Elvis aflojó la presión de su mano y
lentamente comenzó a ponerse de pie. Simón,
temiendo que Liviac volviera a reaccionar con
videncia, se interpuso entre losóos.

165
—¿Qué hacen aquí? —preguntó el inca,
conteniendo nu furia.
—¡NaXMUmo» tu ayuda! —exclamó Simón,
tomando por sorpresa, no sólo a Liviac. unu que a su
amigo Hlvis.
—¿Mi ayuda?—se desconcertó Liviac— ¡Soto
vienen a fastidiarme! K1 maestro Zapaca me dio
petmno pan quedarme pintando y ustedes Negaron a
interrumpir mi trabajo- Además, tú —añadió seflalando
a Elvis con la cabeza—, querías matarme
—Me defendí, hí atacóte primero—rvspondw
Elvis— . Ademó», nu pencaba matarte, ¡ m í Io asustarte
un poco! —concluyó, dándose importancia.
—Yo no te guardo rencor. Liviuc —interv ino
Simón—.¡Si fuera así. t» le habría mostrado uj dibujo
al maestro Z apan!
—Reccrxuco lo que hiciste, cspaVk. También
reconozco que impedí Me Rucóse—lanzó a Elvis una
mirada de lúelo— me enterrara el cuchillo.,Liviac
sabe agradecer!
—¿Y por qué estás »k>? —cambió el tema
Simón, incómodo con el agradcámieniú.
—>Todos fueron a las fiestas.
—¿A las fiestas? ¿A cuál» Tiestas?
—t Te quieres burlar de mí? ¿Quieres hacerme
creer que reconoces las fiesta»da tus santos?— Liviac
se había vuelto a poner a la defensiva y apretaba los
putos.
—Mira. Liviac: yo no soy de aquí. Sé que es
difícil de cica, pero es así. ¿No le das cuenta de qiK
hablo y me visto de una matera distinta a los
espartóles?

166
—¿Me quieres decir que no eres español?
—¡Soma* chilenos! —terció Elvis.
—¿Chilenos? ¿Qué o eso?
—Somos ile un lugar muy lejano. Es muy difícil
<fcexplicar, pero tienes que creemos. Por favor. Liviac.
¡ayúdanos!
—¿Aywiar?¿Aqué?
—Necesitamos entcninus de algo, ames de
volver a nucMni (tetra.
—No entiendo mucho eso de que no eres
español, pero quiero creerte. Sanaste a mi madre, ella
roe tu d>ju. Y %><hcs un brujo, síes un hrujo bueno.
Liviac sube agnidever —volvió o repetir.
Liviac escata muy distinto. Aunque se había
puesto funovo con Elvis —y coo justa razón—.algo
en ¿I había cambiado. Estaba más abierto a escuchar
y más calmado. Y su mirada no traducía odio ni
resentimiento.
—Necesito hablar con Manolo y preguntarte
cuáles mxi los dibujos que le encargó doAa Engracia.
—¿Eso es lodo? ¿Y porqué no se k>preguntas
maAaru. cuando venga a trabajar?
—No puedo esperar basta mañana: debo
regresar a mí tierra ante» de una hora.
—¿Antes de una boca? ¿Y porqué antes de una
ton? —Liviac achicó lo» ojos, como escudríbando a
alguien que no está en sus cabales.
—Tienes que creerme. Liviac. ¡Ayúdame, por
favor, a encontrar a Manolo!
—Está en las fiestas del santo. Será difícil
encontrarlo.
—¿ Dónde sun lo» licttas? ¿Cuál es el
—El sanio se llama Franca*»— Livbc %cguia
mirando a Simún con desconliaiua—. Lo llevan en
procesión han» d Jardín de Oro y de>dc allí. »te vuelta
a su iglesia.
—¿El Jani'n <fc Oro? —xM> Elvis, qiK haoa
d momento habla permanecido «n silencio —¿Qu¿
es eso?
—Es cí lugar dtmde mis antepagadas
construyeron un jardín con un maizal de oro un bten
hecbii. que sut cañas, hojas y mazorcas parerían ser
tic ventad —k» ojus dd inca relucían y mi vu/ era
trémula—, Sobre el suelo brillaban caracotes y
lagartijas; y mariposas de atas abiertas y pájaro* con
largas plumas calaban posados sobre espigas y hojas.
TambicVi había rrri» de veinte (tomos de uro. con nos
crías y pailón»; y muchas tinajas de oro. plata y
CMTXtJÚd**—
—¿Y todo eso e»u» todavía ahí? —Llvis
escuchaba con ta boca abana.
—¿Qué creo ni? ¡Lo* «spaftoics no dejarun ni
una pluma, ni una cuchara, ní una pepiu de oro! Ahora
eso es un gran boyo, donde sólo quedan I» paedras.
Por eso a mi no me gustan los festejo» en ese tugar.
—¿Nos puedes llevar hasta ese lugar? —
preguntó Elvis.
—No.
—¿Y a la tgfcsuadc San Frunáscu? A I» mej T
ya están de vucUa —dijo Simón.
—Loa llevaré ha.Ua la iglesia: Liviac «be
agradecer — dijo por tercera ve/.

168
Capítulo XXII

lltiSTA l;N EL CUZCO


/O

L lV l \C GUARDÓ de no muy buena gana


%js pinceles m un írveo coa agua, upó toa pote»
<)c pintura, s w 6 el largo delantal que cubría su
corta (única ile género y suJió del taller seguido de
Elvíi> y S¡nón. Caminaron un buen rato por
«trechas cali r\ empedrad» y muebo antes de llegar
ala iglesia d< San Francisco, escucharon el griterío.
Lo* cercanlí •>del icmpto eraban llenas de gente,
entre I s cwlex varios grupos de baile. Los trajes
<lc ton participante y los estandartes de cada grupo
eran de cotnw Fuertes y muchos de ellos bailaban
ol son de prftdcros y vihuelas, como las del cuadro

169
de Sun Francisco y el ángel que Simón y Elvis,
habían visto en el Musco Colonia) de Santiago.
Había un grupo en el que todos llevaban una suerte
de pasamoniaíUs con figura* de u n o y otro en el
que usaban máscara* negras. Había también un
enano, con la cabeza muy grande, que Hacía
piruetas, se daba vuclua de camero y decía algo
que hacía reír a la gente, peto que Simón noemendsa
bien porque hablaba muy rápido y había mucho
bullicio en el lugar.
—Ewo se parece a una fiesu de la Virgen que
vi en (a (cíe de Chile, Parece que e n en el norte, y
la gente bailaba con disfraces y máscaras bten
grandes —comentó Elvis a Simón—. ¿No
estaremos allá?
—No. Eirá. {¿sumos caeíCtUOP. I¿>quctú
viste debe haber sido la fiesta de la Virgen Uc La
Tirana.
Elvis se cocotpó de hombro*.
Kmrara) a la iglesia construida en piedra, que
tenía lies uaves y era muy osern. Sus pirales csuban
tapizadas de arriba aboyo P» heñios con occnas de
b vida del santo, panadas a las que Simón conocía,
pero mudio mis grandes: los enormes marón labrados
y rccubiertot de on> bnllabon bajo la lu¿ difusa de las
innumerables velas encendidas, y su reflejo ondulante
dubu mcivínucmoa las figuras,que paredar estar vivas.
Elvis miraba las pinliras de reojo, como lenuendo que
alguno de k*>personajes ¿Uí dibujadas se descolara
y le cayera encima. Al lado del ahar mayor había un

170
pedestal vacío, rccubierto por un género blanco entero
Ocalado co oro. que también brillaba a b luz de do»
gigantesco* candelabro* E « era el lugar donde se
aLeotu la estatua de San Francisco y que ahora habían
sacado pura Llevarla en andas per la ciudad. Por la
nave central varius devoto» avaluaban de rodillas y
iras ellos ingresaba una agrupación de baile pnxedida
de ti» mÚNK-oKque tañían sus instrumentos de viento.
—E*tá por volver el sanio —explicó Liviac—
y todos ennrin al templo, púa b raía*. Manoloíocroa
pane de un {rapo i^ie >xmr disfrazado, será difkil
encontrarlo.
1.a multitud seguía ingresando a la iglesia y
distribuyéndose por t» nave» laterales. Casi no se
podía caminar por b cantidad de gente y k» tas
ftftKtucto» queduron «rápidos entre una mujer que
iturehuba de rodillas y un grupode indw* con puncho»
de colores, que llevaba lo» rostnw cubierto» con
mÓKarasdccad».
En esc momento, el rostro pálido y estático
de San Francisco apareció en el umbral de la puerta
principal. El sanio iba de pie sobre una armazón de
madera cubierta de ramas verdes. Cuatro hombres
lo llevaban en andas, sujetando cada uno un
larguero. Se movían rítmicamente y cada cierto
tiempo se detenían pora que los fieles hablasen con
¿I. Tambtén se oían los gritos de un loro que venia
tras el cortejo y los ladridos de algunos, perros.
Cerraban la procesión mujeres y niftcwcon distintos
sa i males en los brizos: gatos, un cordento recién

171
lucido, conejos, pájuro» enjaulados. Los cuatro
hombres avastaron con lentitud has12 llegar cerca del
altar mayor y dejando el armazón en ci suelo,
levantaron al santo y k>cutocuoo en w sitio habitual.
Entonces entró d sacerdote a oficiar la mis* y
lodos m pusieron a cantar.
Liviac, empMándwe lomas que podía sobre li
punta de los pi» truLibu de mirar hacia atnls y hutía
los lados. buscando el pupo en que cuaba Manolo,
pero a a tal ci tumulto que no podía ver. Knumcex DJvis,
agachindcne. le dijo:
—Súbete a mis espuklas y yo le levanto.
—;Ahí eslin, en la puerta! ¡Son los que c>tán
vestido» de rojo con máscara» Mancas! —anunció
Liviac. bajándose de un salto de los hombros que lo
sostenían.
Los tres muchachos dieron media vuelta y
trataron de caminal hacia ta .salida. Pero el atrio estaba
lleno de gente y era imposible avanzar. Simón se dio
cuenta de que la gente e n más baja de porte que los
chilenos de su ¿poca, y que la mayoría de km adultos
era casi de su misma estatura, aunque mucho mis
Tonudos.
—¡Síganme a mi! —dijo Elvis. que latía una
técnica de abrirse paso con k* coda» que resultaba
bastante efectiva, Finalmente, erun: empujones y
gnu», lograron llegar hasta la puetu y respirar aire
puro.
La agrupación a la que pcncnccú Manolo había
retrocedido y estaban bailando en el frontis de la

172
iglesia. rodeado» Je espectadores. Cada vez que
alguien trataba de penetrar en el círculo de lo»
dan/antes, uno de dk n s¡cadelantaba con un látigo en
la mano, que agitaba en d aire, como u quisiera azotar
al intruso.
La danza era iM am iwbfc. S imóo miró su reloj:
¡yo habían pagado cuarenta minuto» y sólo quedaban
veinte piiru que se cumpliera ta hora! Sin penólo dos
vece» s»r introdujo en d ruedo de les bailarines. Al
ilutante, el alto de dios te abalaruó sofcrc ¿I.
bailando a «Unos. y dejó cicr su látigo con no
demasiada suavidad sobre su trasera Lo» espectadora
estallaron en risas y el dnfnm do hizo amago de
seguirle pegando si no se retiraba del lugar.
íVUw

—Necesito hablar con Manolo: ¿es urgente! —


gritó Simún.
Pero era tal ta batahola, entre la música, I» risa»
/O

y d gnierín en la calle, que nadie pareció escucharla


—¡Manolo! ¡Manotoooo! —volvióagritar.con
másfuenax.
El látigo volvió a caer sobre mi» nalgas, ahora
mis fuerte, y un segundo bailarín llegó a reforzar a su
comportero pan alejar al intruso.
—¡Manolo! ¡Manokxwt Manoooloooo!—alo»
grito* de Simón se aunaron lo» de Liviac y El vi*, hasta
que finalmente un enmascarado v: separó del grupo y
se acercó a las muchachos.
—¿Qué hacéis aquí, molestando? ¿Y tú.
Liviac. no estabas, trabajando? —ta voz (ron la
m&car¿ sonaba lejana.

173
— ¡Es Je vida o mucnc! —gritó Elvis, ch U
oreja de Manolo.
Al escuchar ésto. Manolo lev hiaoseftas. para
que se alejaran del tumulto y con dificultad se
abrieron paso hasta una «alleciu adyacente a la
plaza, donde lograron aislante sobre las escalinatas
de piedra que subían a una casa. Un vez allí, el joven
pintor retiró su máscara y tos enfrentó:
—¿Qué sucede? ¿Qué es de vida o muerte?
—¿Qué objetos dibujaste para doAa Engracia?
—preguntó Simón, sintiendo cómo corrían los
r» ñutos.
—¿Que qué objetos... pefo.„ me creéis kboia?
¿E&csode vida o muerte? ¿Qué os habéis imaginado?-
la fuña de Manolo crecía a medida de que hablaba, y
se iba poniendo cada vez más rojo.
—Aunque no lo aea.8Cftor.es de vida o muerte
saberlo— lanzó Elvis, y Simón se preguntó por qué lo
habría tratado de tetar.
—Yo no sé que os traéis entre mangan pero
pagaré»caracsubfumita—dijo Manolo, ptaiéndoic
nuevamente )a máscara y bajando k* peldsfc*.
Elvis lo atrapó por la manga, y sacándose
rápidamente d reloj, se lo ofreció:
—¡Tenga. seAor! Es a batería, tiene despertador
y cronómetro.
—Significa que no hay que darle cuerda —
explicó rápidamente Simón, para que no descccifuni
Liviac abrió muy grandes tos ojos y advirtió al
enmascarado:
—Ao¿ptak>. Elkn M>n brují» de magia bkutcj.
Y no son de este lugar.
Manolo vt había detenido. Copó d reloj que le
tendía Elvis, lo examinó por lodos lados. %c lo acercó
a la nariz, se lo puso un minuto en la oreja y dm m e
un largo nMo ofacivó como giraba el segundero.
Parecía sorprendido. 1
Simón veía como puaba el tiempo y se ponía
coda vez más nervioso:
—Por favor. Manolo..
Manolo seguía examinando el reloj, con aire
dubitativo.
—E» para usted, «ñor. está hecho en China —
volvió a hablar Elvis—. Pero díganos, por favor, qué
O ' "**•</»

objetos dibujó...
Como s la (moción de China hubiera sido un
trabalenguas mágico, sorpresivamente Manolo
comentó a enumerar
—El carro de hiegu, un crucifijo, un rosario de
naden—. Y apretando el reloj en su puño, se alejó
del lugv con rapidez.
—; Vamos. Elvis! —gritó Simón— . ¡Nos
quedan uMo trece minutos! —Y se puso a correr, sin
detenerse ni para tomar aliento, hasta que llegó de
vuelta al uller. Entonces miró hacia atrás y dio un
alarido:
—No me di cuenta cuando desapareció. Qui/ás
volvió ya a sus tierras —dijo Liviac, muy tranquilo.

175
Capítulo XXIll

¿Y ELVIS ?

S im ó n . DESESPERADO, miró m i reloj:


faltaban cuito minutos para que se cumpliera el plazo
fatal. ¿Qué podía hacer'?¿A dónde se había idoel ¡diuca
d* Ehi»? ¿Es-oueno«)b(aqucyaestabancnel limite
de la hora? ¿Dónde diablos se había meüdo?
\¿ bajó entonces una furia negra. Y
encaminándose hacia et cuadro de San
Buenaventura se dijo que no to iba a esperar, que
no pensaba quedarse a vivir para siempre en ese
lugar por culpa de un tomo, de un irresponsable.
Pero... ¿y si 1c había pasado algo? ¡No podia
abandonarlo! ¿Pero qué podría haber pasado? I.o
más seguro era que se hubiese quedado po< ahí.
curioseando. ¿Cómo, cóm o podía ser (un
inconsciente?
Liviac se había vuelto a poner mi delantal y
rctonvoixk) loo pinceles se disponía a continuar su
trabajo.
Simón volvió a mirar la hora y w dio cuerna
de que cada ve¿ que lo hacia, el muchacho indígena
fijaba sus ojos en su reloj, con curiosidad. Ahora
quedaban cuatro, no, tres minuto» y
mttiio..¡Maldito Elvis! ¿No. no lo esperaría! “¿Me
voy!", dijo en voz alta, y su propia voz le -sonó
horrible. ¡No'. ;No podía dejar allí a su amigo, e n
¿I quien k> había embarcado en esta aventura!
El tiempo seguía corriendo, ya sólo faltaban
tres minutos. Desesperado, se dejó caer al suelo y
escondió la cabe/a entre las mano».' ¿no sabía qué
hacer!
— ¡Simón, Simón, yo, vámonos!
Los gritos de Elvis y su cañera sobre el piso
de tablas, hicieron dar un sallo* Simón. que se puso
de pie. temblando de furia:
—¡¡¡Estúpido!'.! ¿Dónde te habías metido?
—Después te cuento, ¿qué hora es?
Simón, por enésima vez, volvió a consultar
su rcloj:
—¡Quedan dos minutos!
Lot dos amigos, con el corazón agitado, se
instalaron frente a la pintura del biógrafo de San
Francisco.
—i Ya, pues! —apuró Elvis.

170
—¿Ya. qué?
—¡Vámonos' ¡Tu sabes cómo!
En ese instante, como golpeado por un rayo,
Simón recordó que no había escuchado la última
frase de Miulina. cuando les indicó la manera de
regresar. ^
— ¡Dímc tú! Yo no pude escuchar cómo
volver, porque justo en esc momento tú
estornudaste.
—,Y yo cuaba estornudando! Tampoco la
«cuchí...
bl silencio que se produjo a continuación fue
igujl que si el sol. a mediodía, hubiera dejado de
alumbrar. Loa dos ntftos empalidecieron y se
quedaron contem plando la pintura de San
Buenaventura, como quien mira un barco que se
aleja en alta mar y ai que no volverán a wr.
Simón no volvió » consultar la hoiu. pero
quedaba sólo un minuto.
Bn ese preciso instante. Liviac. que se había
acercado a la tela con un íra.sco de pintura a Tin de
comparar un cok», exclamó, alarmado:
—¡Hormigas: la tela estí con hormigas!
Simón salió de su estupor y vio que una fila
de horm igas subía por las rodillas de San
Buenav'enturi. pasaba sobre las página* del libro
abierto, bajaba a la cubierta de la mesa, cruzaba
por ambo de las tijera*, trepaba por el reloj de
arena...
Súbitamente recordó k> último que había

179
estudiado dccir a Miulina: "Deberán dar vuelta
al..." ¿Sena al reloj de atena? ¿No había tiempo que
perder, había que iotcnurio^ Empujó a Elvis hacia
el cuadro, estiró la mano y tomó el reloj de arena
que se hizo áspero y frío en su palma. Pero antes de
darlo vuelta miró hacia atrás y sacándose su reloj
de pulsera, se lo lanzó a Liviac, que contemplaba la
escena con la boca abierta. Luego cojyó a Elvis con
una mano y con la otra dio vuelta al reloj de arena.
El reloj de Simón, ahora en monos de Liviac
que lo examinaba con cuidado y reverencia,
marcaba tu doce en punto.

180
Capítulo XXIV

EN BUSCA DEL TESORO


0¿

L o s AMIGOS aún eslabón lomados de la


mono cuando atcm uron en el Museo Colonial de
Santiago de Chile. Y se quedaron un rato así en eJ
suelo, mr moverte ni «muñe, co el tugar donde
habían caido, tembk>rOM« y exhaustos. La censido
nerviosa y el miedo a no poder regresar que habían
pasado los había dejado lacios y agotados.
—Oye —habló primero Simón—: ¿me
podrías dccir a dónde te fuixte. que cusí no»
quedamos en el Cuzco para siempre?
—¿Po* qué ~nos quedamos"? Tú igual te
podrías haber venido.

181
—Podría haberlo hecho, te lo merecías.
A donis esa t>o es una respuesta. Quiero saber qué
te quedaste haciendo: ¡eres un irresponsable!
—Prim ero, haciendo pipi: ¡no podía
aguantarme! Y comprenderás que tuve que buscar
un lugar donde esconderme, porque había mucha
gente por ahí; y después, porque me encontré con
una niña que me había visto contigo en la plaza y
que me detuvo para preguntarme por ti. ¡Tuve que
contestarle: no soy mal educado!
—¿Te preguntó por mi?
—S(. Me dijo que hacía tiempo que (c andaba
buscando pora danc las gracia* por su hctmwno.
—¡Chimpu! ¡Era Chimpu! —se emocionó
Simón.
—Es muy linda.
—¿Y qué m is te dijo?
—Conversamos harto..-¡es muy linda! —
volvió a decir Hlvis, pensativo.
—No e n el momento de conversar, ¿no crees?
—Pienso que tú. amigo, habrías hecho lo
mismo con Francisca.
—¡Qué sabes tú..-! —Simón se encendió de
v&gttenza y rabia.
En eso escucharon voces y se pusieron
ripidameme de pie.
—¿Qué hacemos ahora? —dijo Elvis.
—Ya que estamos aquí, vamos donde el padre
Gerónimo.
—Mejor vamos antes al museu y a la iglesia.

182
¿Cúiik> vabci mí nu encoiu/amos eJ rosu/io o la cnu
entre todos los cachivache* que hay poc ahí? Yo me
acucidu haber visio en I» vitrinas un montón de
cosas ant iguas.
A Simón k pareció buena Ja idea y así lo
hicieron. En el museo había poca gente e Hilario
no se divisaba, lo que los tranquilizó.
Primero entraron a una «da llena de pequeñas
estatua» de la Virgen y también del niño ksiis, <te
distintas edades y tamaAos. Elvis reparó co un niño
sin bta/w. y en otro con cara de viejo enojado y
comentó no entender por qué los tenían ahí si
estaban roto* o eran tan feos. Pero Simón no le
contestó porque estaba fascinado admirando una
enorme Biblia manuscrita del siglo XV que le había
mandado el Papa Juan Pablo 11de regalo a Patricio
f*£ " " " W

Alwyn, cuando era presidente de Chile. La página


abierta mostrabas unamujer sccuadaleyendo;más
abajo estaba el niño Jesús en el pcwbre. junto a
José. María y un burro. En las esquinas de la página
corrían ciervos y volaban palomas. Los textos
estaban rodeados de Dores multicolores y signos
con brillos dorados; y los rojos, verdes, azules y
amarillos de las ilustraciones llamaban la atención
por su intensidad.
—Mira, ¡todo este libro fue escrito y dibujado
a mano! —se admiró Simón hablando al aire, porque
Elvis ya había pasudo a la sala contigua donde
relicarios, copones y candelabros se alineaban trn
las vitrinas o sobre los mesones.

183
Simón lo uguió.
—¡Eso a una {Hiena! —cxctafnó señalando
un objeto de oro. plano y redoodo.
—¿Como U que robaron? —peguntó Elvis.
—Parecida.
—0V la robaron de euc mumo lugar?
—Me imagino que sí.
—¿Te da» cuenut de que aquí no hay ningún
guardia? ¡Yo también me podría robar ese
candelabro, por ejemplo! —dijo Elvis. haciendo
como si lo fuera a (ornar.
—¡Elvis! —k sobresaltó Simón.
—í No wai ionio, si oro una bruma! —se rió—
Sólo icngo una meta: ¡lo» diamantes!
En esc mohiento escucharon uo ruido a tu»
espalda». Los do-, voltearon la cabeza al mismo
tiempo. Pero no había nadie.
—Parece que estamos un poco nerviosos—
bromeó Simón.
Salieron a ta galena exterior, que estaba
desierta, y caminaron hasta un pequeño pasillo en
cuya paral CiUtw expuesta la nuxialfó del premio
Nobel que recibiera Gabriel* Mistral
—¿Y qui tiene que ver esa señora con San
francisco? —|<reguntó Elvis. mirando un relíalo,
tumbtén oolgaiio en la pared.
—¿Sabes quién es ella?
—Claro que sé —respondió Elvis. con aire
ofendido-^: es una profesora que ya se muñó y que
eteribió una pKsía que nos leyeron en la escuela y

164
que se llamaba Tojas iTwwtu a str ninas. ¡Típtco
«le las mujeres: toda* quieren ser remas!
—Es la poctisu más famcsui que tiene Chile.
Elvis. Mira. ah i dice que pertenecía a la orden
tercera de lo» franciscano*. ¡por ew está aci! Y
ahora que me acuerdo, escribió un libro de poemas
a San Francisco. Mi abuela k> liene.
—¡Ah! —dijo Elvis. sin mucho interés. Y
luego agregó— en este musco hay muchas cosas,
pero hasta ahora no hemos visto ni una sola cruz o
co\año ile madera, que e> lo que non inicie*».
Volvieron al lugar de las platerías y por un
pequeño corredor pasaron a la sacristía, una
espaciosa sala de lechos can vigas de madera, donde
0¿ » « t y p

había un enorme cuadro al óleo del alto de una de


los paredes, que era un árbol que tenía en cada una
de sus ruinas dibujado un rostro-
—«.Y ese árbol con cabe/as en vez de frotas?
—se sorprendió Elvis.
—E s un ártK>l genealógico. Esa» deben ser
las franciscanos m is importantes que hubo en la
antea- Los de m is arriba son Un m b antiguos.
—¡Qué grande? —Elvis desvió su atención
hada un gigantesco baúl de madera labrada— ■¡En
¿ste se pueden esconder diez hombres!
—En ellos traían entonces las cosas desde
España Como viajaban por barco, el peso no
importaba.
—En unos baúles asi deben haber llegado las
tetes de San Francisco.

1&S
—Algunos, ulvez. POcque las que venían a
lomo de muía no podían ser unos buhos un grandes
y pcsadon.
—¿Entremos * b iglesia? Aquí tampoco hay
nada de lo que buscamos —se impacientó Elvis.
—Ven, sígueme— Simón señaló una
destartalada puerta de madera al fondo «Se un
estrecho y oscuro pasillo—, creo que es por aquí
por donde pasamos una vvx que vine con mi curso.
¡Cuidado, no hagas ruido! Pw suene no está la
cuidadora...
Abrieron la desvencijada puerta y entraron al
templo por un costado del altar. A ambos ladut y
perpendicular a á te se alineaban dos corridas de
«siento* y por detrás se elevaba otro altor muy alto,
sobre el que se erguían dos estatuas de pone natural,
una de San Francisco y otra «le Sanio Domingo. Al
centro y un poco más amba. vestida con un traje
blanco, eslata una pequeta imagen de Marta.
—¡Esa es la Virgen del Socorro! —«ftaló
Simón— La trajo Pedro de Valdivia de Esparta.
—Lo debe haber socorrido de los indio», por
eso le puso así. Mi mantl dke que la Virgen la ha
socorrido a ella muchas veces —comcntó Elvis. y
añadió—: ¿Y esa Virgen es la misma misma misma
que trajo Pedro de Valdivia?
—Sí.
—¿Parece nueva!
—La deben haber restaurado.
—¿Arreglado?

186
—Algo así —dijo Simón, aburrido de
explicar.
El lugar estaba separado del resto de la nave
por una pequeña reja úe madera. Los niños la
abrieron y siguieron recorriendo la iglesia, cuyas
paredes de piedra estaban pintadas de blanco. En
una de las naves laterales se detuvieron un rato
leyendo las peticiones y agradecimiento» que la
gente escribía y dejaba junio a una imagen de) santo.
También había velitux encendidas.
—¿Mita, Elvis, lo que dice aquí! —exclamó
Simón al descubrir una caita escrita por un niAo.
En ella se leía:
Son FrunciM o:
Te doi la* graiias porque me escuckatte y no
dejaste que mi perra Zamonuto te muriera desptiíi
que lo atropeyaron. Quedó un poco cojo pem igual
juega a la pelota conmigo.
6¿

Otra vrí graiun um Francuco.


Te miada.
Bernardo AuVa
Pero Elvis. nuevamente ya no estaba junto a
Simón, sino que al otro lado de la nave, a los pies
de un pedestal sobre el cual se erguia una Virgen
rodeada de flores.
—¿Simón. Simón? ¡Yen. mira-..! ¿Apúrate'.—
Elvis exclamaba y gesticulaba con desesperación,
llamando a su amigo. Cuando Simón llegó a su lado
y miró hacia lo ulto. quedó mudo de la impresión:
entre sus largos dodox de yeso, la Virgen sostenía
un rosario de madera de cuentas redundas y gnuvfcv

187
Capítulo XXV

EL ROSARIO PELIGROSO

L o s NIÑOS contemplaron boquiabiertos la*


cuentu del ruuró que s o s te n ía la Virgen y q u e eran
exactamente iguale a tes que colgaban de b pared,
ju n io a ta cama, en la p in tu ra de San I t o c m c o
Elvis pegó a Simón unos cuantcn codazos de
contento y le dijo:
—¡Amigo: somos rieoí!
Ante la emoción del d&cubciiracniu, Simón no
« molesto en responde*, y de inmediato comenzó a
pentar en cómo ko haiían pura coger c) rocino, que
embaa loaafturadifcil de alcanzar únunacicaien.
Se le oc jnió entonces que lo mejor cía «xuultar a l
padre G íónimo. pero El vis na exuvo de acuerdo.
- -No va a quera sicario y menos romperlo.

186
?
Vi

189
¿Tú crea que u la» cm& pensaran que en esc rosario
hay diamantes, todavía estaría aitf?
—Es que dios no saben, pues, Bvts. Nosotros
sabernos porque estuvimos en el Cuzco.
—¿Y tú crees que d pudre Gerónimo va a creer
ese cuento del Cuzco? Aunque los curas crean en
algunas cosas de Dios que no se entienden, son
personas mayores. Y las personas mayores no creen
nunca nada que no «Hiendan.
A Simón el razonamiento le pareció bastante
lógíoa.
—¿Y qué hocemos, entonces?
—Lo sacamos de ahí y lo llevamos para
examinarlo.
—¿Y no habíamos venido para conven» con
el podre?
—Cambio de planes, amigo. No todavía —
dictaminó Elvis, muy seno, mientras observaba con
detenimiento d rosario.
—¿Y cómo lo vamos a sacar de Ai?
—Estoy pensando... —mu/rouró. sio quitar b
vitía de la imagen de la Virgen.
—Tenemos que apuramos antes de que venga
alguien.
Elvis se metió la mano en el bolsillo y sacó un
•peque60 rollo de alambre. Le torció b punía a la
manera de un gancho y lo fue desenrollando con
cuidado. Cuando quedó entendido un par de metros,
k>contempló con una sonrisa y dijo;
—Mi tío Jirafa me enseñó a llevar siempre un

190
alambre, porque presta muchos scrvic¡o«—. Y
alzándolo hasta la altura de la Virgen. con el extremo
doblado cogió con mucha delicadeza d rosario y
lentamente la fue retirandode entre los dedos de yew.
Simón k>nurabu hacer, admirado de su habilidad. Pero
de pronto una cuerna se atascó enued <todo metajue
y el anular, y la estatua de María se bamboleó
pcligrosammie.
—¡Virgcnclia, no te caigas, no ic caíga».!— rogó
Elvis, inmovilizando la mano.
En ese mismo momento sintieron crujir la 'leja
puerta, 3} fondo de la uve. Esperaron inmóviles un
minuto que se les húo tierno; pero como siguió un
silencio u&at, respiraron aliviado» y volvieron a su
tarca. La Virgen había detenido su vaivén y Elvis.
cambiando de posición el gancho, trató de levantar el
rosario por el otro lado.

Pero era imponible.


— Voy * empujar fuerte nomfe. Si la Virgen se
viene abajo, tú la sujetas.
—¿Estás loco? ¡Se va a romper!
—¿Y qué hacemos, entonces? «No hay otra
manera!
—Trata una vez mis, despaertu...
Mordiéndose la lengua con los dienten como
si eso lo ayudara a ser más hábil. Elvis comcozú
leniamentc. muy lentamente a empujar la cuenu
del rosario atascada hacia la punta de los dedos. En
ua momento la imagen volvió a «citar y «su vet
Simón ct'cyó que no se salvaba de la caída, pero luego

191
de ud par de movimiento» peligrosos la Virgen
v<rfv¿ó a equilibrarse batía quedar nuevamente
inmóvil. Elvis siguió en mi tarea, con suavidad y
paciencia, hasta que al fin un levísimo movimiento
te anunció que el rosario comeR/aba a soltarse.
—(VwnoK ramos! —lo animó Simón.
—¡BríllanUUis. hrillantitw a mí! - inunnunV
Elvi*.
Y üc prunlo. tpnaal!. la cuenta se despembó
de su prisión y d (osario cayó al sudo sin que Simó»
lo pudiera atrapar en el aire EM&. más rápido, se
agachó u cogcrV» y seloguiudóenel bolsillo
—.Vamos. Simón, ames de que alguien nw>
encuentre aquí!,Salgan*» hucu la cálle!
—¡Las puertas están cerradas!
—Si. por deMío. Ven. sígueme.
Elvis, cuitadísimo. corrió h*.iu los enormes
puerus de lacnifadu: pero una vc¿ allí, descubrió uon
tlcaltenUi, ífue estaban cerrada* onn candado.
—¿Qué hacemos? —se alarmó Simón.
Los ojot de K)vt» se movían de un lado a otro,
rápidos y aleñas, cono los <te un pájaro.
—¿Mira.' ahí en d lado hay una puena mfa chica
que tiene puesto el cerrojo, pero no el candado! ¡Por
ahí «aldrerio*! —Y accrcándosc a ésta. comentó a
empujar el cerrojo, que se resistía en correr.
—Oye. antes de salir, pásame el rosario —dijo
Simón—. Yo lo voy a guardar hasta que se to
entreguemos al pad e Gerónimo.
EKh detuvo marea:
—¿De veras | temas hacer eso?
—Ya (o había nos dejado claro: domantes
si es que cilio ahí, mx) de los franciscanos.
—No me convence la idea, amigo. Mi tío dice:
'Ojos que no ven, cowón que no xientc".
—Mira. Qvis:b idea fue mía. Yo decido lo que
hago —dijo Simón, seco.
—Bueno, bueno, no le enoje». Yo...
—¡Socorro! ¡üufronei!
Lea rcpcntinus grito»de una mujer, seguramente
la cuidadora, si tiempo que enmudecieron a Uvit,
pYcctcron activar un resorte en tus manos que en un
dos por ir», deslizaron d cerrojo y empujaron b puerta
harta abrirla por cúmplelo, y en menos <fc un segundo
d muchacho se tato» pcnMu de vista, conicndo más
rápidoque un conejo perseguido por un perro. Simón
siguió mi ejemplo al instante, pero tomó U dirección
coninna.hacudMcuu.ilocididoadc&apureccratd
subterráneo y cruzar por ahí ha»ia el otro bdo de b
Alameda.
Lfejó a su casa jadeando y tuvoque sentarse un
ralo en las. c*cu!nas pura retuperar el aliento ante* de
subir. para que su abuela ou « alarmara.
Ew nocfce no pecó un ojo. Los pensamientos
más ftcgn* Kudbn a su mente y la tcspoibaMklad
que scotb por los diamantes, si es que éstos existían,
no lo dejaba tranquilo. ¿Quí haría ENfeconel rosario?
¿No sería mejor, a esas alturas, poner en antecedentes
al podre Gerónimo de lo sucedido? ¿A quién podtfle
eoosejo? ¿Quién iha a creer b historia'* ¡Si su mamá y
papá estuvieran vivos. cIUk sabrían qué lucer!
Simén. esa noche, se sintió muy soto y muy
confundido.
Capítulo XXVI

CONFUSIÓN

I ASARON DOS. Ins. cuatro días y de


Klviv ni scAak». A Simón, de )a puta prcocupucHm.
se le habtan quitado ta» ganas de comer y no *
podía concentrar en » s tare». Es que ni siquiera
había podido encontrara don Benito. el barrendero,
y una setoru que siempre ptecaba a su perro por el
parque le dijo que hacia una semana que el hombre
ro m veía y que no había más que mirar Jos hojas )1
la suciedad de los sendero» para darse cuenta.
¿Y si Elvis había encontrado lo*, diamantes?
¿Y si se quedaba con eltos y no aparecía nunca más?
Quizás por eso don Benito ya no venía a trabajar
¡vs habían hecho rico»! ¡Y él era un tomo por confiar
en quien no debía? ¿Qué habría hecho su papa en
su lugar? ¿Y qué su mamá? ¿Y qué su abuelo, que

194
era tan cumiado? ¿Y qué ui abuela, que se asustaba
por lodo? ¿Y qué San Francisco..? ¿Y qué..?
De tanto preguntan* supo la respuesta: ante»
que nada lenta que buscar a Elvis y enfrentarse a él.
Ño podía acusarlo sin estar seguro. Entonces se
acordó de l a Enrelli, donde su amigo hacía de
repartidor, y también de Francisca: quizas ella o su
padre sabrían cómo ubicarlo. ¡Lo encontraría.
Maque tuviera que viajar a la Chinad. se dijo.
Partid hacía la calk Monjil** con el coñudo
dando tumbos, aunque no sabía distinguir si lalia
tanto por su apuro en enfrentar a Elvis o por la
expectativa de volvcracnconlrarsecon Francesca.
Pero lo supo en cuánto llegó al almacén, porque
junio con desilusionarse, su corazón se aquietó. Tras
el mesón de los dulces y las especies no estaba la
niAa perfumada de canela, jengibre y menta, sino
que una mujer voluminosa con oktf a tabaco.
—¿Francesca no está?
—EMoy yo —cometió ella. apagando el
cigarrillo en un cenicero. ¿Qué descu?
—¿Y ella no va a venir?
—Nv>tengo id a . ¿por qué no te preguntas a
don Vitorio?—dijo, señalando una puerta que decía
“Administración''.
Simón golpeó y un sonoro "adelante" lo
animó a entrar. Vitorio Scarctli. papá de Francesca
y dueño del almacén, era un hombre grueso,
colorado, con unos ojos a¿ules diminuios y una
sonrisa bonachona. Tenía un marcado acento
italiano.
—¿Buscas a Elvis? Me llamó por teléfono
hace un par de ilíxs diciéndome que había estado
enfermo. pero que hoy vendría. Lo estoy esperando.
¡Mira, ahí justamente llega!
La pvena. que había quedudo junta, se abrió
lentamente y asomaron primero unos dedo*,
después la nariz y luego el cuerpo de Elvis. Tenía
una magulladura m el pómulo y llevaba una mano
vendada. Al ver a Simón abnó mucho l<xs ojo*,
sorprendido de encontrarlo allí.
—¡Mama mía! ¿Qué te pasó, muchacho?
—Un accidente. Por atravesar una calle
corriendo y un mirar, me atropelló una moto. Peto
no me pasó nada grave: sólo me «guiñeé la muAeca.
—Pero ahí no puet es trabajar, hijo.
—Igualquise venir , para que no crea que soy
un flojo.
—¡Nunca he pensado ew de til —sonrió el
almacenero
El lunes me pued sacar la venda y entonces
podré manejar la tutélela, don Vitoria
—¡Bent. bent! No w preocupes. ¡Vayan en
p u . muchachos!
Los dos salieron del lugar. Era tanta la
excitación de Simón, que hasta se olvidó de
Fnnooca.
Lo primero que quiso saber Simóo fue u Elvis
aún tenía el rosano, a lo que ¿ue respondió “está
muy bien guardado, ik*te preocupes", en un tono
que dc>aba ver su m< lesna por ser esa y no su

196
accidente la m a y o r preocupación de m i a m ig o .
—¡Mira como quedé!— Elvis *e anemaagó
ti pantalón y mostró su rodilla hinchada y la pierna
con un moretón azul y amarillo hasta el tobillo.
—¿Y cuándo u potóe&o? —preguntó Simún,
dándole cuenta de mi torpeza.
—Cuando srraocamos de la iglesia.
—¿Y cómo no me avisaste?
—So tenía iu telefono, m moneda* para
llamarte. Además justo a mi papá le dio gripe, con
hada fiebre, y no pudo senir a trabajar. ¿Creiste
que me hubía desaparecido con V» diamantes?
—;Nooo! —respondió Simón. demasiado
enfático para sercrcíbic —Pero estaba preocupado.
¿Y dónde £uartlai>tc el rosario?
—En el mejor lugar.
—¿Cuélese»?
—Una vez vi una película eo la tete...
—(Córtala, fcilvis! ¡No cambtes de tema y
dime dónde está el rosario!
—¡Cálmate, gallo! Te digo lo de la lele porque
de ahí saqué la idea: era una película en la que se
habían robado una cana muy imponante y no la
podían encontrar. Y al fuul la caria cuaba en un
lugar al* vota de todcAy nadie U veta porqw todos
la b u s c a b a n en lugares escondidos.
—Yo también conozco e»a historia: la leí.
Pero entonces...¿y el rosario?
—Está «luodc a nadie se le ocurriría mirar,
porque está a la vista de lodos, igual que eti la
película.

197
—¡¿Pcrodóndcce'’ ! ¡Dintelo, de una v « por
todas!
—Se la regalé al cura párroco de mi hamo,
para que se k> purera a la Virgen que tiene en b
capilla. Le dije que e n un regalo «Je mi ubucliu.
—¡Peto. Elvis..!
—Pero ü*¡s. ¿qué?
—¿Porqué selo regalas*:? ¿Y cAron lo vamos
a recuperar? ¿Por qué no lo guanLntc en tu casa"'
—Porque era peligro*©
—¿Peligroso?
—Sí, peligroso. ¿Te cuento? 1.a tarde de!
mi imo día en que k>cocontramov, cuando no hahia
nadie en mi cata y yo habla ido al hospital porque
me dolía mucho la mano y la tenía hinchada como
un globo, alguien entró y dio vuelta cajones y
colchón» )’ revisó por toda» parle». Jmag/rtaic:
entrar a tobar a mi casa donde lo n ú valiowi que
leñemos es una olla a presión que nos trajo de regato
mi lio Jirafa. Dejaron et puro desorden nonti*,
porque no se llevaron nada, ni siquiera los cinco
mil pesos que mi vieja tenia guardados en una
alcancía.
—¿Tú erees que buscaban el rosario?
—¿Y qué sino, compadre?
—¿Y por qué iban a saber que lo tenias tú?
—No sé. pues. Alguien me hahri visto
echármelo al bolsillo.
—Peto, ¿quién iba a saber que ese rosario
lenla diamanto, si ni nosotros sabemos?

198
—Como dice mi tío Jirafa, “tos palos matos
huelen los billete».". Eso me confirma que en etc
rosario debe haber mucha pialo, amigo.
—¿Y tú ya se lo habías dado al párroco?
—No. Todavía lo tenía co el bolsillo, por
suene. Fue después de eso que decidí hacerlo.
U n ¿migo*, iban tan concentrados en su
conversación, que no ie dieron cuenta de que
alguien los iba siguiendo. Cuando llegaron a la
esquina, un auto azul lesee mi el poso y un hombre
que iba en el asiento de atnis abrió bruscamente la
puerta Irvnie a ellos. Entonces Alguien les dio un
empujón en la espalda y fueron lanzados de broces
denlio dei vehículo. Sucedió iodo lan rápido y los
lomó ion desprevenidos, que no alcanzaron a
reaccionar. El chofer, un bigotudo corpulento,
aceleró de inmediato: mientras Unto ei hombre
sentado atrás coa ellos, que cubría la mitad de m i
rostro con una barba espesa que era a indas luces
postiza, los ojos con unas enormes gafas de sol y el
pelu oon un viejo votnbrero de fieltro, apoyó un
revólver entre tes costillas de Simón al tiempo que
decía-
—Si cualquiera de lo» dos hace cualquier
movimiento, disputo.
Simón se fijó que la mano que sostenía el
revólver era huesuda y tenía las senas del dorso
gruesas e hinchadas. Y en su dedo cordial llevaba
un anillo de oro con una piedra fucsia.

199
Capítulo XXVII

EL FRACASO DE MIULINA

/>/ * * 9 V 4
dlM ÓN NO se atrev ía ni a rnpuar. El caAón
helado enterrado en sus costilla* lo teñid tan
aterrorizado. que sus pierna* lerribiabun un que tes
pudiera dominar, igual que ese día en el Cuzco cuando
se desmayó. Claro que e*a vez e n de hambre, ahora
cía de miedo. A mi lado. Hlvn permanecía quieto y
mudo, y sólo mi* ojos negro* se movían de un lado a
ouu observándolo todo. No pareeía asustado y Simún
lo envidió. El Mlentw < k r u u del auln c t j mal De
pruMo, en una Kiz roja, el vehículo quedó detenido al
lato de un pequeño auto azul conducido por una mujer
que llevaba d cabello recogido bajo un turbante a
tunar». Simón alcanzaba a ver ci turbante, pero no d
rastro. Ella les tocó la bocina y luego, bajando el

200
vidrio y amalando con su mano, gritó:
—¡Tensan cuidado, d neumático va pinchado!
El chofer lanzó un gantato horrible.
—¡No podemos detenemos, hay que seguir!—
dijo d bpo del revólver.
—Con un neumático pinchado no llegamov a
ninguna pane —respondió el que manejaba—. Hay
que cambiarlo— Y girando lentamente hacia la
dercetu se estaciono jumo a la cuneta
Curiosamente. la mujer del psAucI» a lunar»
*e había «klantada. detenido un cnebu mis adelante
y bajado del autaYanto. deque lo híráfae) bigotuda
ya eNtahn ella en b vereda, inclinada sobre b rueda
desinflado.
—Dnculpc que me acerque, pero vengo a ver
si le hun hedió lo mismo que a mí. ¿Me va usted *
creer que o>«. mientra» estaba estacionada, rajaron
uno de n ú neurótica» con un cuchillo? Hay una mafia
de Udronc?. que se dedica, en el mejor de t a cajos, a
desinflar uno rueda, y luego du* de clk» x acocan y
ofrecen mi ayuda para cambiarla. Y mientras el
conductor acepta confiad; y agradecida y ae hija del
coche dejando l» llaves puestas, una ve* cambiada la
rueda uno de lo» mafioms se mi be antes que d dueño
y pune cun el automóvil. Es par e»o que yo quise
prevenirlo, y* que...
—Gracias por su molestia, peni no necesito
ayuda- la interrumpid el chófer, de mala marasra.
El hombre abrió <1 porta maleta», saoó b gata,
b Ibve de cruz y la ruetí t de repuesto. Como la mujer

201
tcgufa ahí. le volvió a decir, seco:
—Gracia» veftonta por su advertencia. No
necesito ayuda. Se pwcdc ir.
—Pur tuerte yo CMatu avisada cvainlo iiic
tuccdió. ¡carambombus!, porque ha usted de saber
i(ue a mi priflU Julieta le habla pasado lo iiumiui-
siguió ella. impertérrita—. Y a iulteu. ¡la pobre'.
Ic mthjAin la canora con todos k>K documentos y
umbi¿n ..
lil hombre dejó de escucharla y no ifem ni ni
diez, minutos en la operación. Y mientra* volvía ¡i
guardar lavheirarnieMasy el ncumfcko desinflado
en U maleta del auto, ella se acachó y dk> tres
golpéenos cd el vidrio trasero del automóvil:
— ¡Qué niftoi Jan divino»! —« c la m ó —
¡Buen viaje. chieos*
Mientras todo esto sucedía. el hombre tentado
junto a Simón había cubierto la pistola con su
chaqueta. Los oiAos perm anecían m udos e
inmóviles, pero cuando la mujer k» taludó a traxh
del vidrio. Elvis dio una imperceptible patidita a
mi amigo en la canilla y la respiración de Simón se
aceleró de tal modo, que lemió delatarse. tE*a voz
y ese acento y ese pañuelo a lunares sólo podían
ser de una persona: ¡Miulina!
—;E.sa mujer era una loca! —comentó el
chofer, mientra» aceleraba con un chirriar de ruedav
Entonces Simón lo vio. Ero un trocito de papel
adherí do a ta espalda del chofer, bajo el cuello de la
chaqueta Estaba segurode no haberlo vhioantesy

202
tuvo la cerleu de que era Miulina la que lo habla
puedo ahí. Más aún. supo que efl « c papel había
un menaje pura dliw, un menuic que le* dría cómo
«cajur.
i.Pcro cómo suearlo y leerlo sin que los
vieran'' ¿Cómo, si no *e podía mover un que le
eiitcdufiin el caAón <Jcl revólver en las costillas'*
Era de esperar que el hurtado no reparara o no le
diera importancia. ¿Lo lutria visto Elvis? Giró
imperceptiblemente lu cabeza hacia su amigo y le
hizo una teña, levantando las rajas y fijando la
mirada en la espalda del chofer Pero Elvis, nada de
tonto, ya lo había visto porque asintió levemente
con la cabe/a y le hi/o presión con el píe. Ojalá se
le ocurriera cómo alcanzarlo, ya que c*ubu mis
cerca del popel y mis lejos de la puiola.
De pronto Elvis hizo un ruido (uro. como el
que hace una topupa al destapar una caAería.
0¿

—¿Qué le pasa cabrito? jNada de jugarretas


aquí1 —exclamó el del revólver. levaniind<4o al aire-
—lis que...me sieato mal. Creo que voy a
vomiur.
El hombre se desconcertó unos segundos, y
luego dijo:
—Afuinlaie. Y si no puedes, vomita en el
suelo.
Elvis se inclinó hacia adelante y levantó una
manu pura sujetarse en el atiento delantero mientras
hacía ruido de arcadas. Simón se d t o cuenta de m i
intención y pora desviar la atención del hombre u
su lado, exclamó, indicando la ventana:

203
—¡Cuidado! ¡Ese auto se no» viene encima!
Tanto el chofer como el barbudo miraron
hacia lu derecha, donde un señor de búllanle edad
conducía lentamente un enorme Buick, <|uc debía
tener lu» misinos arios que ¿I. Iba muy ücmj, con la
mirada fija al frente y las de» mano» fuertemente
aferradas al volante, sin desviarse ni un ápice de ui
vía. Lo sobrepasaron en un segundo, muñirás el
bigotudo, indignado, increpó a Simón:
—¡Córtala.chiquillo1 Teoqurvocas sí iccrcc>
muy vivo invernando esas tontera».
—Si vuelves a abrir la boca lo vas u pasar
mal —siguió el otro, dándole un golpe en el
estómago cun la cacha del revólver, que lo hizo
aullar de dolor.
Cuando Simón volvió a mirar la chaqueta del
que manejaba, el papel adherido había desaparecido
y l-lvit. recostado en el atiento y con los ojos
cenado», hacía un ruido como si le costara respirar.
¡Lo habían logrado! Simón dio un ligerisimo
codazo a su amigo y ¿ste respondió con otro.
Habían salido de la ciudad y ahora iban por
un camino de tierra. El calor dentro del aulo. con
todas las ventanas cerradas era sofocante y el
hombre de la pistola se secaba el sudor de la frente
con la manga de su camisa. Simón minó de reojo a
Elvis y vio que éste leía con disimulo el papelito
escondido en la cuenca de su mano. Hl barbudo
miraba hacia afuera, pero sin dejar de apoyar el
cartón en las costillas de Simón.

204
—¡TmmbalaUliihi’—exclamó Elvisde súbito.
—¿Qué le pasa? —saltó el barbudo.
—¡Trumbolalalatai! —volvió a decir Elvis,
ahora nvb fuerte.
—t Tc solviste loco?
—,Dik que se calle!— gritó el ctofer.
bl hombn: de ta ptdolu apuntó a Elvis:
—¡Nada de bromitas aquí! ¿Entendido?
Simón ya s« había dado cuenta de que
**injmbalala1alai'‘ era tu c*crito en el papel, ci
maravilktho conjuro de Miulina que ke iba a salvar
de sus captor», la palabra mágica que en un abrir y
ccmu de ojo* lo» ibu a traslato a otro lujar, y su
esperan/a renanó. lo extraño era que nada había
sucedido y que seguían ahí. sin variar un ápice la
situación, pmioncrm de cst» maleantes que quizá»
qué iban a hacer con ellos. En medio de su
desctpcnmóci se Ie ocurrió que la íalla podía estar en
que lu palabra no había sido «tocha tres veo», como en
cienos cuenta» de hadas, y que Elvi*. con ese revólver
apuntándolo, nu nt ftabfa atrevido a pronunciaría «ira
vez. timonees murmuró, con vur casi inaudible, un
tercer tnimbatalalalai. Y se quedó expectante un
minuto, dos minutos, tres minutos...
Nada sucedía, y el auto seguía avanzando
envuelto en una nube de polvo, por un camino
desconocido hacia un rcmolo lugar.
.Esta vez b magia de Miulina había fallado! ¿Y
si los mataban? Nadie los podría ya salvar.
Sintió un cosquilleo en b mano izquierda que
tenia apoyada sobre el asiento: era Elvis. que le otaba

205
pnaodod.papdiioeu:nK> por Miulina. Cerró d puA»
y se llevó la mano al p o to Su captor. molesto con el
Cukx. seguía limpiándole d sudor de la frente y mirabu
hacia afuera. Simón abrió rápidamente la mano y
alcanzó a loen
Pmmmcuhí TRVMBALAIAIMAI trrs iw «.
Si ito ai do multado, sólo tu queda prtiir ayuda ai
sanitt-
¡Si no os da resultado! Esa MiuIiiui si que era
loca. ¿Cómo había llegado h u u cita? ¿Y por qu¿ se
había hmiudo a detenerlut pira darles esa ñola que
no había servido Je rúala?
En quince minuto» llegamos —anunció el
conductor.
De puro miedo. Simón comenzó a sentir íno.
¿Qué cataría pensando Bwí? Parecía bkn asustado,
porque ni se movía y estaba con los ojo» fijos en la
ventana. Imajinó a su* abuelos, desesperados
buscándolo, y le dio tanta pena que sintió dolor en el
pecto y en d estómago, y también furiacontra Miuhna.
el absurdo episodio del neumático pinchado y mi
ineficaz mensaje. Cuando nadie « lo pedía, mandaba
con toda tranquilidad a la gente a otro Mgkx como
hizo con ¿lia primen vez. Pero cuando realmente se
necesitaba...¡nada! “Sólo os queda pedir ayuda al
Santo'', recordó con rabia.
Y mientras repetía las pulabras de Miulina en
su mente, supo que era lo único que les quedaba puf
hacer.
Tan abstraído y con lanía fuerza conten/ó a rezar, que
m siquiera se d*>cuenta de lo que eslaha sucediendo.

206
Capítulo XXVIII

¡BENDITOS ANIMALKS!

” iiiüiQ tíiE S E S T O ???!*!— vocifcróel


chofer, mtcntrus tocaba lu bocina como un loco
furio&o-
ü k garabatos. uno iras otro, y el abrupto
frenazo. sacaron a Simón de mi concentrada
plegaria. Abrió lo» ojos y vio que se habían detenido
porque en medio del camino frente a dio» estaban
echadas tres enorme» vacas y un ternero, que ni se
inmutaban con el estruendo.
—¡Asústalas, atropéllalas, idiota! —gritó d
barbudo.
Pero los animales parecían ser ciego» y
sordos, porque pe« o que el chofct aceten) y le dio
un topón en l u nalgas a una de las vacas. ío que

207
produjo un ruido de latas abollada», ésta siguió
masticando con po/Mmonta y sólo levantó un poco
ta <¡iibc£ii para mirar el vehículo oxi sin entume*
ojo» inexpresivos.
—¡Atropéllalas, mátalas; sigue adelante,
estúpido! —el hombre al ludo de Simón seguía
vociferando.
—¿No ves que no puedo? —el chofer sudaba
y las gotas corrían por su frente—¡Además, mira
cómo quedó el capó del auto!
—¡Bájale entonces, haz algo’
El conductor abrió la puerta y descendió del
vehículo. Se acercó a las rcsci y trató de espantarlas
gritando "¡Ahhh!")' “¡Fueniaaf'y ¡Ahhh. vacaaa!”.
pero ¿si» seguían impertérritas y sótoel novillo se
puso de pie de un sallo y trotó hacia el hombre, que
retrocedió asustado.
—.Además eres cobarde! —gritó el otro
desde el intersor del vehículo. Y descompuesto de
rabia, te b¡‘j ó del aulo al tiempo que gritaba a los
oiAos—; ¡un$o muy buena puntería! ¡Si Iratan de
arrancarse, juro tfu£ disparo y los malo!
Cerróla pueru con un golpe y se dirigió hacia
los animales. Su compa&cro. mientras unto, se tabú
sacado >a chaqueta y agitándola en el aire y dando
unos saltilos dignos de un payaso remedando a un
torero, ira aba de asustar a las vacas, sin ningún
resultado. El barbudo avanzó unos pasos, pisando
con Unía furia, que su pie tropezó en una ramo,
irastubilk yeayóalsuelocuánlargoerii. El revólver

206
saltó lejos y cuando el hombre iriió de incorporarse
lanzó un aullido de dolor y se Nevó amtxu mono»
al tobillo.
—¿Salgamos ahora!— gritó Elvis.
En un segundo los dos am igos ya estaban
sobre la tierra. Gatcaion un por de metros ante» de
ponen*: Je pte y echar a correr con todas mi* fuerza.
Corrieron y corrieron, sin mirar atrás, hasta que no
pudieron más. Y c u n d o Sittvóft. c*si desmayado
de fatiga, *e dejó caer sobre lo lienu, escucharon a
lo lejo» el ruido de un motor.
— ¡Vuelven. esircodimooos! —gritó Elvi*.
tironeando a Sim ón de la m anga para q u e se
levantara. A>an¿ajun hucía unos matorrales y «e
>v tendieron de guata bajo ellos, ocultándose del
*■* camino.
' Pero el vehículo que se acercaba no era el de
N los raptores, u n o una camioneta toda destartalada.
Con rap « k ¿ felina Elvis se puso de pie y corrió
hacia el camino haciendo vriias. La cam ioneta se
detuvo y el conductor, sin hacer preguntas. Ies dijo
que iba a Santiago y que se subieran atrás. Quedaron
sentados sobre varios sacos de papus-
—¡De la que nc*> salvamos! —dijo Simón— .
Quizás eran trancantes de niños.
— ¡No te poses películas amigo! ¿Es que no
reconociste ta voz del barbudo9
—L a v o i no, peto su& m anos me reco rd u o a
algo; esas venas hinchadas...
—Estoy casi seguro de q u e era la voz de
Caroca.

209
Simón dio un salto:
—¡Tienes razón! ¡Me acordé! ¡Esas manos
huesudas con venís hinchad» y un anilla con una
piedra fucsia eran las de Caroca! ¿Cómo iw nic di
cuenta antes?
—¡Para (oque hubieras sacado! El muy idiota
debió ponerse guantes, adema» de barí».
—¿Y por qué occs iú que nos raptó?
—¡No me digas que no te lo imaginas!
—¿Los brillante*?
—¡Obvio, pues!
—¿Pero, cómo sabía...?
—Hilario.
—IVro si Hilario...
—Mira. Simón, no puedes ser tan quedado.
¿Quién crees que entró a revisar mi casa? Después
de eso esluve peinando y me acordé que el día que
encontramos el rosario estuchamos el ruido de la
puerta, esa que está a un lado del aliar, y después
silencio. Estoy seguro de que ese día Hilario neo
espió y así se enteró de todo.
—¡Tenemos que ir a la Comisaría. Elvis. y
denunciarlos!
—¿Estás loco? ¿Cómo vamos a contar que
robamos el rosario?
—Bueno, eso no lo decimos, hablamos del
rapto nomás.
—Si quieres lo haces tú. yo nada con los
pocov
—Pero» ElvLv..

210
—Ya es mucho que te acompañe donde el
cura, no me p»d*s má».
—¿Entonce* me vas a acompafar donde el
paire Gerónimo?
—Si, pues. Lo mejor c» dejar ese rosario en
m mano* y que ¿I se entienda con el muklho Caroca
y con sus cómplices. ¡Yo no quiero saber más de
esos diamante»!
La camioneta k» dejó en la Alameda frenic a
la estación Ecuador del Metro. Convinieron en
acudir al sacerdotr. Elvis sugirió que primero lo
llamaran por teléfono para asegurarse de que estaba
en el convento.
Así. desde una cabina telefónica Simón logró
**9Vj

comunicar* con <1 y quedaron de cocontnme en


el tiempo que d Metro demoraba en llegar a la
X/ estación Sania Lucia y caminar dos cuadra» hacia
^ la iglesia.
A los veinte minutos e&octos. Elvis y Simón
estaban locando a la puerta

211
Capítulo XXIX

AL RESCATE DEL ROSARIO

ÜrL PADRE Gerónimo, con la» manos


entrecruzada», sobre su prominente barriga y ta
inmovilidad de una momia, escuchó con lea ojo»
«irados el completo reíalo de Simón, desde el viaje
en el tiempo al Cuzco lu n a el rapto y el
reconocimiento de lu mano de Caroca. Una v u que
el muchacho terminó su historia, abrió tas ojos,
suspiró, y se quedó callado um» minutos que a los
muchachos se le* hicieron más luidas que una tuna.
—I^a verdad, jovetK'itos, cj. que me Ci muy
difícil creer vuestra historia. Me pregunto si no
habrán sotado lo del ráje al Cuzco, despoís de
mirar las pinturas. Recuerdo que cuando yo e n
chico...
—Yo lambicn lu padre. ¡Pero tengo
prueba» de no haber soñado! —lo inierrumpió
Simón.
—¡Cuando vea los diamante* va a creer! —
añadió Elvis.
—Temo iksituwonarlos. pero (feo que en ese
rosario... 1
—¿Y nuestro rapio, padre, lampoco lo cree?
—lo interrumpió Elvis, desafiante.
—¿Piensa que estamos mintiendo cuando le
decimos que no* subieron a un aulo y que no»
amenazaron con un revólver?
—No dudo de que la violencia y la maldad
existen...
—¿Pero, padre! ¿Cree que si no fuera por k»
diamantes alguien *e molestaría en raptar a dos
“iodoceote»” como nosotros? —Elvis coofuadía las
palabras, de lo excitado que estaba.
líl sacerdote sonrió abiertamente.
—Bueno, tan inocente* no creo que sean:
¡miren en lo que andan! De k>que sí estoy cierto es
deque licncn una imaginación fabuhxsa.
—¿No cree nada, piensa que inventamos! —
se exasperó Elvis—. ¡No s¿para qué vinimos!
Luego de un instante de pesado silencio, el
padre Gerónimo preguntó:
—¿Y cuál es vueura idea, ahora?
—Nuestra idea era —Simón enfatizó el
"era’’—que nos acompañara a la parroquia de la
población de Elvis y que usted le pidiera de vuelta

213
el rovario al párroco para comprobar si tiene •>mi
lo» diamantes.
—Porque ya no queremos saber mi» de
diamante» —siguió Elvis—. A Laotra non matan, y
no habrá bruja desinfla neumático» ni samo que no»
salve —concluyó muy »eno.
—¡Sí. padre! Por favor, acompáñenos —rogó
Simón, con renovada esperanra.
—¡Le prometen»» que después no sabrá mis
de nosotros! ¡No volveremos a molestarlo! ¡No
volveremos ni a mua! —exclamó Elvts.
Ame esta última acotación, el sacerdote rió
abiertamente y poniéndose de pie, tes dijo;
—Usted» ganan: ¡vamos!
La camioneta de los franciscanos e m casi tan

o¿ * * & .»
destartalada como las que los había traído de vuelta
a Somiago con los socos de popas; y el ¡sacerdote
manejaba como si el suyo fuera el único vehículo
en la calle. Una vez cruzó con luz roja y ot» recibió
uisulto» con voces, mano* y dedos desde un autu
que ertuvo a punto de chocado porque se cambió
de pista sin avisar.
—¡Qué gente más neurótica! —comentó,
impertérrito. Y lo* ni tas supieron que ese viaje seria
una nueva y peligrosa aventura.
Tuvieron que atravesar medio Santiago para
llegara la poMacióa de Elvis. en La Pintana; y una
vez allá recorrer un laberinto de calles y calicatas
sin pavimentar antes de llegar a la pequeña capilla,
que encontraron cerrada.

214
Tampoco lubía nadie en la habitación de)
cura, que extaba u un cavuido de la parroquia.
—Vamos a mi casa que está do» cuadras mis
allú —propuso Elvis—. Mi mamá debe saber donde
encontrar a esta hora al padre Amonio.
Los tres caminaron hasta una cu ita de
madera, que ae levantaba en medio de un palio de
tierra. en e) que lo único verde eran las ramos de un
escuálido pimiento. Des lufa» chicos sentados en
el «icio hacían tortita* de barro con el agua que
vertían sobre la (ierra desde un balde plástico.
Cuando v*won a Elvis. se pusieron de pie y corrieron
hacia él para abrazarlo. Lo dejaron entero
embarrado.
—¡Elvis, Elvis: mira lu que hice!
—Elvis: ¿juguemos a la pelou. como ayer?
Elvis k» besó con entusiasmo, sin importarte
lo sucias <|uc estaban
—Ahora no puedo, venpo con uno» amigos.
¿Está mi mamá? —dijo al liempo que se desprendía
de los efusivos abnuas y se dirigía a la cata. Los
lutos no respondieron y se quedaron bien quietas
observando a Simón y al sacerdote con mucha
atención.
—¡Vieja! ¡Vengo con amigos!
Una mujer aun joven y sonriente apareció en
el umbral. Tenía el pelo largo, cogido en ta nuca
por una cola de caballo y sobre su vestido azul
llevaba un delantal florr*do. Sus ojos eran los
mismos que ios de su hijo. Elvis la presentó. con
orgullo no disimulado:

215
—¡Esta Ci nu mamá!
Ella los hizo entrar y posaron a una pequeña
estancia qoe lucia de living. cocina y comedor; en
el suelo no había nada salvo la tierra. En una
esquina, sobre un entarimado hecho con cajones,
estaba un aparato de televisión encendido. A su
izquierda, sobre una repisa, brillaban un jarro con
flores de género, un reloj de estera fluorescente con
un paisaje marino co *u interior y uno bailarina de
plástico. Lo me>a del comedor, redonda y cubierta
por un mantel de hule, cslaba rodeada por cuatro
sillas de madera. Una cocina con don iucgw y una
enorme palangana de metal ocupaban el texto de la
ptea.
La mujer apagó rápidamente la televisión y
les olreció una taza de lí.
—No se moleste, señora —le dijo el
sacerdote—. Buscamos al padre Amonio y Elvis
nos dijo que uued sabría donde encontrarlo.
—A esta hora el padre Antonio se reúne con
los jóvenes, en el local de lu Escuela.
— 0N 0 le s d e c ía yo q u e ella ib a s a b e r? — d ijo
Elvis. a b ra c á n d o la por la C intura.
Su madre lo miró con ternura y sonrió:
—Esie nifto crte que yo siempre lo sé lodo.
Cuando salieron del lugar, Simón iba muy
callado. No sabía si lo que tenía era pena o
envidia. Envidia de tener una mamá, como Elvis.
y de tener hermanos que se notaba que lo querían
mucho y él también a ellos. Y pena de ver la

216
pobreza «n que vivían. ¿Dormirían lodos en una
sola pieza. esa que había divisado atris de la cata?
Volvió a «entine mal por haber dudado tanta»
vcccb de mi amigo y también por haberse sentido
que ero mejor que ¿I. ¿Qué iría a ser. mis
adelante, de la vtda de Elvis?
Lkgvon a la escuela y el sacerdote se bajó
u busca/ al párroco, acompañado de Elvis. Simóo
no quiso ir y los esperó en la camioneta. Estaba
pensando que en unos pocos días mis entraría al
colegio y que todo volvería a tomar el ritmo de
siempre. Ys¡ resultaba que además las cuentas <kI
totano eran <tcpura madera, loque cta posible, toda
su aventura se esfumaría junto coa el venno Lo
único que esperaba era que desenmascararan a
" V i/?

Caroca: no se iba a quedar tranquilo hasta que eso


sucediera.
El sacerdote y su amigo volvieron con el
párroco y regresaron a la capilla. Una vez allá, el
padre Antonio devolvió el rosario al franciscano.
—Siento mucho este mal entendido— dijo
el padrr Oerónimo.
—Discúlpeme, padre Amonto— dijo Elvis,
muy serio.
—¡No se preocupen!; Entre Virgen y Virgen
se entienden! —bromeó el cura párroco, antes de
despedirse.
Luego de casi una hora de bocinazos,
frenazo* y saltos, el arriesgado chofer volvió con
su carga humana intacta al conver.to de San
Francisco.

217
—Este cura manejando es m is peligroso
que lodos le» secuestradores juntos — mimiiú
Elvis al oído de Simón.
Los tres caminaron presumo* huía la oficina
del ijeenJote, sin cmun>e con nadie. Una vez allí,
el padre Gerónimo cerró la pucru cun llave, m sentó
iras su escritorio y k s dijo:
—Bueno, niños, haré algo que ni yo me lo
creo. Debo estar loco, y muy luego subní si los tres
CfttUIIHIS loco*.
El sacerdote puso el rosario en la cubicru de
escritorio, se persignó, cogió un enurme
pisapapeles de mármol de b ac cuadrada sobre lu
cual se erguían la iglesia y cúpula de San Pedro de
Roma, lo «Izó medio metro y dijo:
—¡En el nombre de Dio»!
Y tajó la mano con fuerza sobre el rosar».

218
Capítulo XXX

¿DIAMANTES?

E l . GOLPE retumbó en toda la pieza, tanto


aȒ que a tos pocos segundos unos golpes en la
puerta, seguidos de “Padre, padre, ¿sucede olgoT
se dejaron oír fuerte». Pero nadie respondió a la
llamada porque el sacerdote y los chico» estaban
mudos d« nom bro contemplando las astillas
molidas como cáscaras de avellana y los frutos más
duros de la tierra aparecidos sobre la mesa cuando
el sacerdote levantó la pcmla Basílica de San Pedro
de Roma.
Cinco mentas trituradas habían liberado a sus
cinco prisioneros y cinco diamantes cónicos del
tamaAo de un gaibaa¿o. o qui/át más grandes, aún

219
se mecían con el impacto.
—¡Sanio Dios! —exclamó el franciscano.
—¿Puedo verlos de cerca? —preguntó Elvis.
alargando la mano.
—¡Y son como cincuenta! —calculó Simón.
—Más los padrenuestro y las tres avemaria
finales, son cincuenta y cuatro —dijo el sacerdote,
todas ia sin reponerte de la sorpresa.
—¿Y eso es mucho dinero? —preguntó Elvis.
—Si lea diamantes son tan boenun como creo,
es mucho dinero—retpondióel podre— Tumo que
habrá que ponerlos rápidamente bajo resguardo-
agregó levantando el auricular y marcando un
número que buscó en la Guía Telefónica—. Y
también habrá que protegerlos a ustedes: la historia
del secuestro me está pareciendo muy seria.
Simón y Elvis caminaron cabizbajos por la
calle José Victorino Lastima, como si vinieran
«aliento de una larga fiesta que hubiera durado toda
la noche y ya no les quedara ánimo, sino para
dormir.
—Hilario y sus compinches se quedaron sin
ni uno. ¿Qué crees tú que hará el podre con esos
diamantes?—preguntó BJvis.
—Me imagino que los venderá y utará la plata
para hacer cosos.
—¿Como qu¿ cotas?
—Reparar iglesias, ayudar a los pobres...qué
sé yo*.
—Mmmmm...

220
0¿

221
—Bueno. Elvis, te dejo aquí, mu voy a la casa
porque mi abuela debe esiar preocupada.
—¿Nos vemos el lunes?
—No creo, porque yo entro a clases. ¿Y tú ,
cuando empícus?
—No tengo idea.
—Pero. Elvis...
—Ya. no te pongas pesado. No estoy para
hablar de esas cosa*...¡chao!
Y Elvis se alejó al trole hacia el Parque
Forestal.
Simón pasó un fin de semana bastante
decaído. Encontraba que su aventura había
culminado sin pena ni gloría, a pesar de que habían
encontrado los diamantes. El padre Gerónimo ni
k s había agradecido lo que habían hecho, con
pcligru incluso de sus vidas. Por suene la abuela
no se había enterado, porque de saber k> del rapto
habría armado un escándalo apotcósico y no lo
hubiese dejado poner un pie en la calle nunca más.
Pero la tarde de) domingo, cuando estaban mirando
las noticias en la televisión, estuvo a punto de
confesarte todo, tal fue la sorpresa que se llevó y
las ganas de comentar con alguien to sucedido. La
nota era sobre un suceso qucel periodista calificaba
como curioso: la mañana del viernes, dos
carabineros que hacían ronda a caballa en un sector
rural en las afueras de Santiago habían encontrado
un automóvil en pana, con el capó completamente
abollado y a su chófer enloquecido dando patadas

222
a un halo de vacas echada* en medio del camino.
Había otro hombre con ¿I. que se había fracturado
un pie. al parecer tratando también de ahuyentar a
los anímale»- El hombre del píe lesionado, tenía en
mi mano un revólver con el que había disparado
vatios tiros al aire; como no tenia permiso para
portar armas, quedó detenido y a disposición de la
justicia.
Simón venció la tentación de hablar y se
quedó pensando si Elvis habría visto la mxkia..
Pasaron lo» días. Simón entró a clases y I»
vacaciones quedaron lejos. Hacía mucho que no
sabía de ElvU, porque no había tenido tiempo ni de
bajar al parque, entre las mucha» tarcas y los
entrenamiento* deportivos de su colegio. Una
mañana en que contenió a contarte del viaje al
Cu/co a su amigo AndiiK. éste puso tal cara de no
creerle nada, que a medio camino desistió y se quedó
callado; y luego tuvo que escuchar por segunda vez
las peripecias de la bajada en bote de éste por los
rápidos del Trancura y de las inmensas olas que
había tenido que sortear en la desembocadura del
lago Villarríca. De vez en cuando, mientras leía o
estudiaba en su pieza, sus ojos se desviaban hacia
el carrito de madera lindo por los caballos blancos
y las imágenes de dofta Engracia, de los pintón»
cuzijueAos, de Chimpu y de Liviac volvían con
fuerza a su memoria; pero luego de un Ínstame las
abandonaba con melancolía, como si fueran parte
de un sueAo que era mejor ulv ¡dar.

223
Por esos días llegó de visita el (to Blas con
una chaqueta nueva de regalo para el abuelo, pero
éste no la quiso usar aduciendo que no tenía “esiíkT.
"Eres un viejo matoso*'. reclamó enojada dofla
Pepa jr su marido le contestó que no era mañoso
sino elegante y que prefería mi chaqueta comprada
en Londres, aunque fuese vieja. "Tiene mejor
caída", concluyó.
Una tarde en que Simón eMaba lindo sobre
t su cama sin hacer nada y pensando en qué estaría
1 haciendo en ese momento Elvis, su abuela golpeó
la puerta y sin esperar respuesta entró con un sobre
en la mano.
—Es para ti. la acabu de subirel porteril. ¡Las
estam pillas son mexicanas! Pero no tiene
remitente... —Y doña Pepo se qjedó esperando, con
ojos de pregunta.
—Oye, abuela: ¿me podrías dejar solo?
Doña Pepa salió de la pifia, de no muy buena
gana, y en cuanto cerró la puerta, Simón se
incorporó de uo sallo y abrió la carta.

224
Capítulo XXXI

LA CARTA

Querido Simón:
Tehabrá atraAudo no recibirnoticia*mías. pero
a! día siguiente del dttcubnnúento de los diamantet,
iwvfque partir a una importante rruntán de Prmmctatet
franciscanos en Ciudad de México. Por (U no que
aproveché la oftKtin pura comcmarcon mis Atonam»
de la ordrn del insólito hallazgo y uno de ellos, un
peruano aficwnadoQ la historia, estaba muya! tanto de
esa curiosadontn nin de doña Engrana y agregó muchos
dato* a mi saber.
Temniart-fucpuseUiidiamanstttnciuiotíiatn
ti Banco y los hice tasar. Rtsuita que san muy pums y
de tres quilates cada ano, lo que <n dinero significa
mucho. Gradar a etíot podretrtM ampliar rute.vtrvasilo
paro ancianos indigentes, reforzar el servicia de
tnfermeriu y muc'hai virus vosas mccmuíus partí que
las vujitos vivan sus últimos ahos de vida ¡o más
dignamentepoo ble.'
f\>r (/ira, arte te quiemtvmentar el giro policial

225
del cato, ñiru ello me atendrá al relato drl tor
Jefedetuve*tigacunet aquien. elm¿trr*r><fcjqurofmY
con iotedes, puur td tanto det ha¡tazt¡o y M teruettnt
tM que fueron víctimas. Ai inspector no U fue dfici!
llegarhasta eiantitwrio Jaime Carnea. que ese mismo
día había tidü detenido por citar «i poteuón deunanilo
no autoriüMÍíi y también porque en el auto te enconitd
unpaquea- con marihuana. Canica, que traficabadn>na
yitnJcacoiarfíjiuJi/i. nadentaeiiitmcbom ctm few
Tal como uuedrtpewaban Hitara* que te había he<fui
amigo de Carnea y lo piwcia de «m omAu- twrw
nuestra patena de un) y tunui cosas más—, fue el que
la puta « i antecedente de loa betliuntes. loe#) de alguna
cotrventxión que euuchó tras ta puerta. El día que
ustedes temeranainenie entraron a la iglesia. Hilario
¡Oítigtéásin que to rtniarwty vi»cuando Ehi*se erhuha ^
ei roxano of bobillo; y hiego de la frusinuia utcttniiío a N
la cata de itte. planeó con Canica el muestro que N
terminó en tan muta forma pa n ctha. groóos a lat <s-
benditas >uc<u Ui verdad es que eran m ot ladnxtes
mu)- poro prof«súmalet. aunque no por eso menot
peligrosa!. En unta dias m ú, cuaido el procesa eaé
m¿t amasada. Uu llamarán puna que rremtetxM a mu
captores: Jaime Carnea y ti chofer.
Pan tm urstr quieto decirte que hemos decidida
poner en una atenta de ahorro parte drí dinero que
obtengamos con la •tema de los diamanier, y pagaran'
tos estudios secundan#!, y ojalá univenaarios. de tu
amigo klvit. Creaque ei unchkosanov bien dispuesto,
y tienta mucho haber dado crédito a lat faltas
acuiacúinet de Hilario. No me otiido det fervor ion

226
que lo defendía*-y le pido perdón par ei mal rulo que te
hice pasar. Estoy cieno de que ion una educación
adecuada ese niño dejan/ atrú» ta extrema pobrtüt en
que vire y todo to que ella contleM. Por et momento
ayudarenku también a tu familia. He conversado ctvi
el recto# dei Colegio Saiesiano, que me hadado todai
tasfacilidades para recibirla en tu eaabtecimienio.
Ka ti. querido Simón, quiero dañe tai gracias
porque debido a tu descubrimiento muchos ancianos
enfermos tendrán un lugar donde ser acogidos y otros
tantos mejorarán sus condiciones de iwáti Aum/W no
puedo decirte que erro a pie juntilías tuuvenluru en et
Cuzok nunca dejar*de admirarlu curiosidad, intuición
y coraje, como también tu tediad.
Me despido encomendándote a ntusim santo
henuuno Fruncuca pura que él li/co guando U vida
en el camino de ta caridad.
Esperú i'oJwr a Santiago el próximo mei y
entonces nmversarrmia nuil lar¿o.
Bien y paz
G etóm m oAidana. O.F.M

Simón icrminó de leer por-segunda vez la


caita, reftcnionó uní» muanie» y la guardó dentro
del caito de madera, fuente de todas su» aventura*.
Dcspu¿* abrió el velador, cogió la foto en que
estaban su pupa y mj inamá y %e U quedó trucando un
ralo üMabavegurodequexi estuvieran vivotsc
sentirían ofgulkw de ¿I.Y umNén felices pur Elvü.

227
ui gran compañera en esta aventura, sia d cual nunca
batuü sacado el rosario • la Virgen ni escondido
después en un lugar tan scguru. Lo que más k»ak graba
era perewren la csru de & vi» cuandole diera ta nutx'ij.
Salió de mi citarlo, besó a sus abuelos ntts
efusivamente que nunca y prometió a dota Pepa qu¿
le» contará grandes novedades a su vuelta. Luego
partió al parque, a etKonirar a Eh«.
Camuuba feliz y se -temía lívianto.
—¡Simón! ¡Hol»!
tsia vez k>envolvió una fragancia de nueces y
almcndftb. Do torbellino ¡e desaló en mí pecho y »c
sintió enrojecer.
francescae>«abam& linda que nunca. La saludó
oon un uxpe beso en la mejilla llena de pee», que ella
ofreció con .soltura- P»ia su desgracia, en esc
mismísimo tfoianie escuchó una voz inconfundible,
que exclamaba:
—¡Bravo. c Nk o ! ¡Otro más* ¡Viva el amor!
El tojoáe) mstmtie Simón svb*óAe»c»laiay*c unió
morir. En la '«teda del frente, entre las much»
persona» que epenfan la Kiz vade pan cruzar la calle,
(os vuelos de un vestido alunares, una cabellera roja y
dos brazos llenos de puUenu se agitaban haciendo
furiosas serta».
—Oye: ¿qutfn es esa? —preguntó Rancesc-a.
divertido.
—¿Tú erres en las bruja*? —respondió Simón,
muy seno.
La muchacha laiuó una cmajada y te ofreció
un caramelo de anís.

228
EPÍLOGO

[Xa* de^pk», Sunún y u it abuelos. Elvis y


m i familia —incluido d tío J¡raía— y tres «cerdotcs
franciscanos compartían una la u de té, dulce*
chítenos y tostada» con mantequilla y mermelada
de mora* en una larga mesa de madera instalada en
^ el jardín del convento. También estaba Miulina, que
5^ eoire carcajada» y sacudidas de pelo, tenía
| completamente cMasiado al tío Jirafa, que la
^ observaba con arrobo. DoAa Pepa, eufórica, hablaba
,> baxta por to» codos, mientras Juan. su nurxk>.
miraba a »u nieto en silencio y coa una sonrisa en
ios labio». La mamá de Elvii tenía kn ojo» húmedo*,
lo» hermanos chicos comían pasteles a desujo y
don Benito se veía radíame.
—¡Un bnndi» por estos do» muchachos,
gracias a quienes podremos ampliar nuestro Hogar
de Ancianos' —dijo el padre Gerónimo, levantando
un vaso coojuyo <te narinp— ¡Y sin olvidar a doria
Engracia. que en ptu descanse’—agregó sonriendo.
—¡Yo brindo por d futuro aviador! —se púso
de pie el hermano mayor de Elvis, alzando el suyo.
—,Y yo por Miulina. que fue m edra agente

229
230
de viajes! —exclamó Elvis, cerrándole un ojo, sin
importarle que todos u quodaraa coa cara de
pregunta.
—Por iiu papá y mi n u m l que me regalan»
el Caito de Fuego— dijo Simón, muy serio, y doña
Pcpu cogió b mano xic su nurido.
—¡Yo. por d padre Gerónimo, que al fina),
algo nos creyó! —siguió Elvis, entre rúas
En cíe mismísimo instante una bandada de
jilgueros posada sobre las ramas de un fronduso ulo
se puso a trinar a destajo.
—,Lo> bcmuuMM pájaros! —exclamó fray
Leoncio, el franciscano más viejo—.¡Ellos nos
dicen que Umbiín hay que agradecer al Santo!
Todos aplaudieron con ganas y lanzaron vivas
a San Francisco Entonces Boru, el escarabajo
rojiverde de Miuliru, como si se hubiera asustado
con la algarabía o quisiera participar de ella, salió
de entre lo» cabellos cotor fuego y salló a la mesa;
luego se elevó, dio una voltereta en el aire y cayó
de bruces sobre la mermelada de mora.
ir
>•1
PARA SABER MÁS SOBRE
LOS TEMAS CfTADOS EN
SIMÓN Y EL CARRO DE FUEGO.

¿Quién era San Fraocfeco?


San Francisco (1181-1226), hijo de un rico
comerciante de Asi*, abandonó lodo para seguir el
camino de Cristo, tan sólo cubierto por b túnica de un
pordiosero. A San Francisco se le considera el más
grande de lo» sancos y el hombre que más cerca ha
e»tado de parecerse a Cristo. lJevó su abnegaáón.
caridad y pobreza hada un extremo tal, que también
se le conoce como “el loco de amor’'.
Francisco tenía ta raracuabdad de hacerse quera-
de los animales. Las golondrinas lo seguían en
bondad», y formaban una cruz por sobre su cabeza
mientras predicaba. Cuando dormía solo en el monte,
un mirto venía a despenarlo con su canto a la hora de
ta oración de la medianoche; pero si el santo estaba
enfermo, el pd¿an> no lo despenaba. Un conejito lo
siguió por algún tiempo, con gran cando Y dicen qOc
un lobo feroz le obedeció cuando francisco le pidió
que dejara de atacar a la gente.

233
Hoy lo franciscano se entiende como una
minera <lc ser, una modalidad de vida sencilla e
ingenua. «jue vt tanto en kn hombres como en ta*
animales. en lai flore* o en las ptedruv la man»
amorosa «fc Dio*.
¿Cuáles son lis irvs órdenes franciscanas?
San Francisco obtuvo dc( Papa Inocencio HI
permiso para fundar una orden de frailes menores, que
Kkkt« bu palabra* Je CriMo a sus apfaiuba.
“no posean oro ni ptala. no lleven dinero en sus Tajas
o cintos, no se provean de alíucj*' pura el camino ni
asen dos túnica.%. ni calcado, ni báculo en que
apoyarse"'.
Lo» frailes marchaban de a dot> a lo largo de)
pocs vestkkKconuru íok'j túnwa.cantando alabanza»
al Señor Socorrían a kn leprosos y a lodos los
neccMUdüv También predicaban. Dormían echados
eti el suelo bajo los pórticos Je las iglesias, como
cualquier merxfago.
Orden Primera: to orden franciscana de frailes
meñoras (O.F.M.).
Orden Segunda: lat C lam as, religiosas
franciscanas. San Francisco fue d gran ¡aspirador y
apoyo de su amiga Clara, que umbtén se convertiría
enunia.cn la fundación de esta orden.
Onlcn T<?n»ra.' orden «juc pcnntu; uxupurtir lu
espiritualidad franrisesna sin abandonar la vida del
mundo. Han pertenecido a ella grandes figuras de ia
humanidad como Dante: San Luí*, rey <k Francia;
Galvani. el padre de la electricidad; y en Chile.
Gabriela Mistral.

234
¿Cómo w vestía San Francisco?
San Francisco y sus discípulo* caminaban
descalzos y vestían unu túnica de lana grU» que
ataban en la cintura con un cinturón de cuerda». La
túnica tenía un capuchón grande y áspero.
El gru. fue «I color oficia) de W» franciscano»
hasta el s¡gk> XVIII. Sun Francisco caminó siempre
descalco. peronvi\ tarde se impusieron las sandalias
pura los frailes.
San Francisco docía que entre las ave» pretería
u la alondra porque "unía un capucho, como el de
los religue», y era un pájaro humilde".
¿Cuándo Uegiiron ton franciscanas a Chile?
bn octubre de 1553 llegaron a Chile los
prime m* franciscanos. Eran cinco (ra«lcs.
'•enían con el propósito de fundar un convento. Es
la segunda orden religiosa que llegó a nuestro país,
porque antas lo habían hcchn los mercedafios.
En abril de 1554. lus franciscanos se
instalaron en las riberas del rio Mapocho. donde se
encontraba la ermita de la Virgen del Socorro, cuya
imagen había traído a Chile Pedro de Valdivia, ya
muerto en la batalla de Tucapcl. Los franciscanos
construyeron en el lugar una iglesia de adobe, que
se derrumbó en el terremoto de 1583. lüHOAcex,
sobre sus ruinas, decicieron levantar una nueva
iglesia. Así. tres aftas después, con el aporte de mil
pesos donados por el rey Felipe II. comenzaron la
construcción en piedra de la iglesia, cuya nave
central ha permanecido en pie hasta hoy resistiendo
terremotos c incendios
Ademis de la iglesia, levantaron el convenio,
un colepo >■gn hospital, Bl convento >-la iglesia fueron
durante kn siglo* XVII y XV||| centro de muchas
actis idades, como procesiones* fiestas religiosas. mis*
solemnes y desfiles de cofradías con bandas de música
y fuegos artificiales.
¿Por qué los pm on ig n de la sida de San
Francisco aparecen con ropas dd siglo XVII?
Los personajes de kMcuadros de San Francisco
afKirvccn con topa* del siglo XVII, época en que fueron
pintados, para que todos aquellos que vieran los
evadios se sintieran identificados con lo que vetan
Era una forma de hacer que las. escena.% fueran más
creíbles y cercana* al pueblo.
¿Por qué bar Untas jgfesún en el centro de
Santiago?
Esto se debe a que en la época de la conquista y
cotonía de Chile, muchas órdenes religiosas —
franciscanos, meroedarios, capuchinos, agustinos,
dominicos—, llegaron a Chile para ayudar a la
evangelizacidn de tos indios que no conocían U
religión católica: y cada orden oomtruyó una iglesia
pora celebrar sus misas y recibir a sus fieles. Aunque
muchas de bs iglesias originales, ya no existen porque
fueron derrumbadas por los tenvmoKs, las órdenes
religiosas siempre las reconstruían y restauraban.

236
¿Por qué k» cuadro» ttmertcanos son dlíereale*
a los españoks de la misma época?
Esto se debe a que el arte americano es un
anc mestizo. No solamente las diferentes m as se
mezclaron en el terríiono americano, sino también
sus manifestaciones culturales. Por esta razón,
muchas veces k» cuadros eran confeccionados por
indios, que utilizaban u « tis de coto* locales. Eran
cuadros sin perspectiva, porque los indios no la
conocían, y en ellos dibujaban personajes con
facciones indias o con pluma* de colores, y también
frutas y plantas que sólo se daban en América. co:no
el maíz o las chirimoyas. Todo esto permitió que se
fuera consolidando un arle americano, un arle
propio.
¿Por qué casi todo rl arte de ta colonia es
religioso?
Ptx que en la época, tos europeos petuaben que
los hombres que no conocían ni profesaba* la religión
católica no se iban a salvar. y por esia razón Balaban
de esangolizar a los indios americanos. Como los
indígenas no sabían leer, al buscar una manera de
CflscAartei los españoles se dieron cuenta de k>
poderosas que podían ser las imágenes para darles a
conocer la vida de Cristo, de la Virgen y de luvuntcs.
Así. los cuadros y las esculturas se convirtieron en
una herramienta que podía ser “leída," tamo por los
indios como por mestizo* y espartóle*.

237
¿Por qué « u n Importante la « rie de pinturas
de la vida de Sao Francisco de Santiago de
Chik?
impórtame porque c¡>un cumplo de lo que
mcllama el humeo americano. Y. xgún k*>
m» las piniuni» cokwiulo má%valiou» que h*y un
Chile y de los máfc valiosa* que hay «n AnWriva.
¿Qué es la finta de la Tirana?
La Tirana e* un pequeñísimo pueblo ubicado
en la pampa det Tonurugat. donde cada afk> se
celebra 4 la Virgen del Carmen con una grandiosa
fic*ta que auac c mite* de visiiante*. Allí, entre kn
dia» 12 y 17 de julio, ciento» de imjMCOSy bailarines
ofrecen a ta Virgen »u arte.
l.t>% grupo» de baile de La Tirana, que
provienen de la» ciudades cercanas, emayan iodo
el ato mk coreografía» y elaboran uajet bordado»
y máscaras. que wn inierptetacionei de las. máwara»
del carnaval chino, introducido* en la reptén por
tos numerows chinos que fueron traído* por las
salitrera* inglesas a trabajar en ta pompa.
Los bailarines «in acompañado» de bombos
y irwnpria».

238
INÜJCt

OpUtul « . DtSOJBfclMlKHTO 1
C ip iH ik ill H . C A R R O f) t K JE G O U

m .c lau stro i»

Cjprtuki IV DONA IX G R A O A 24

CgpM uV .SAQM-.NME D E AQUÍ' JO

C jp lu lo VI U N t'O M PA’ÜERO Dfc AVENTURAS 40

Gjpii*> VII EL ANTICUARIO SO

C«»t«k>VIII E L ROBO D€ L A PATfcJM D E ORO 57

Ci(Hlu)olX M IULINA 66
c**»v> x e n e i. c u ¿ c o n
CtpfluloXI CHIMPU ¡Ü

C«piiuk>XII PRISIONERO 95

CtpUuluXItl L A M AGIA B U tN A D E SIMÓN 10)

Cdpttulo X IV EL CORDÓN D ELH tA ILfc lis


C^M oXV ¿FUE UNSUtüsO? 172

C jphuk.XV I C M K IS T A IM : tLV IS 1)0

C « M o X V II ITÍANCESCA |f7

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