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El punto ciego (Javier Cercas)

La novela no es el género de las respuestas, sino el de las preguntas

La idea del punto ciego puede formularse en pocas palabras. En el centro de ciertas novelas
capitales en el canon occidental hay un punto ciego; es decir: un punto a través del cual, en
teoría, no se ve nada. Ahora bien, es precisamente ese punto ciego a través del cual, en la
práctica, ve la novela; es precisamente a través de esa oscuridad a través de la cual la novela
ilumina; es precisamente a través de ese silencio a través del cual la novela se torna elocuente. Esta
paradoja es esencial a la novela, o al menos a la novela moderna o a cierto tipo de novela moderna.

Por supuesto, al principio fue el Quijote: don Quijote, no hay duda, está como una cabra, es un
tarado de sanatorio, un chiflado sin remedio; pero al mismo tiempo es un hombre lleno de
discreción y sensatez, es el hombre más cuerdo del mundo. Eso es un punto ciego; o, mejor dicho,
esa perfecta indeterminación es el punto ciego del Quijote: la mezcla imposible pero real de
sabiduría y locura que cuantos se cruzan con él reconocen en el héroe de Cervantes.

Tomemos Moby Dick. ¿Quién es Moby Dick? ¿Qué es la ballena blanca? ¿Por qué está obsesionado
Ahab con ella? ¿Por qué la persigue de forma obsesiva? ¿Es para él el bien? ¿Es el mal? ¿Es Dios?
¿Es el Diablo? No lo sabemos, o no lo sabemos con precisión y sin equívocos ni ambigüedad
(Moby Dick es a la vez el bien y el mal, Dios y el Diablo): lo que sí sabemos es que todo lo que
tiene que decirnos Melville en su novela nos lo dice a través de ese no saber, a través de ese
interrogante, a través de ese punto ciego.

Más claro aún es lo que ocurre en las novelas de Kafka: en las primeras líneas de El proceso, unos
funcionarios de policía irrumpen al amanecer en el dormitorio de Josef K. asegurándole que se le
acusa de un delito, y el resto de la novela consiste en las pesquisas que lleva a cabo el protagonista
para averiguar de qué se le acusa, hasta que en el último capítulo muere sin haber conseguido
averiguarlo; El castillo funciona de manera parecida: la novela narra las vicisitudes de K, el
protagonista, en su intento de descubrir para qué le han hecho llamar del castillo, pero al final K no
descubre nada, ni siquiera consigue entrar en el castillo.

Todas mis novelas funcionan así. Soldados de Salamina: ¿por qué el soldado salvó la vida de
Sánchez Mazas? La novela es esa búsqueda y al final no hay una respuesta clara, taxativa. Esa es la
pregunta de la novela. A partir de determinado momento, la novela es una indagación sobre esa
pregunta, y al final no hay respuesta. Es una ambigüedad central. En Teoría de la novela Lukács
habla de la ironía como rasgo definitorio de la novela. La ironía no es más que una forma de la
ambigüedad, y el punto ciego coloca en el mismísimo centro de la novela la ambigüedad. La
ambigüedad es fundamental porque los libros no existen sin lectores. Un libro sin lector es un
montón de letra impresa. El libro no cobra vida hasta que aparece el lector, y la ambigüedad es el
espacio que da el autor al lector para que haga suyo el libro. Sin ella no hay literatura. Esto lo decía
Valéry maravillosamente: “Las obras maestras no las hace el escritor, las hace el lector.” Lectores
empecinados, desvelados, fanáticos, capaces de encontrar en el libro cosas que ni siquiera el autor
era del todo consciente de haber metido en él.

Las obras maestras comparten un mecanismo narrativo semejante. En el corazón de todas ellas
late una pregunta; ésta puede ser clínica (“¿Está loco don Quijote”?), metafísica (“¿Qué es la
ballena blanca?”) o jurídica (“¿De qué acusan a Josef K?”), pero en el fondo su idiosincrasia es lo
de menos; lo importante es que tales novelas consisten en el intento de responder a esa pregunta
múltiple y que, sea cual sea ella, al final la respuesta es siempre la misma: la respuesta es que no
hay respuesta, es decir, la respuesta es la propia búsqueda de una respuesta, la propia
pregunta, el propio libro. O dicho de otro modo: al final no hay una respuesta nítida, clara,
unívoca, taxativa; sólo una respuesta ambigua, equívoca, contradictoria, esencialmente
irónica, que ni siquiera parece una respuesta.

Esas son sin embargo, a mi juicio, las únicas respuestas que están autorizadas a dar las novelas. La
novela no es el género de las respuestas, sino el de las preguntas: escribir una novela consiste en
plantearse una pregunta compleja para formularla de la manera más compleja posible, no para
contestarla; consiste en sumergirse en un enigma para volverlo irresoluble, no para descifrarlo. Ese
enigma es el punto ciego, y todo lo que tienen que decir muchas grandes novelas (y relatos) lo dicen
a través de él: a través de ese silencio pletórico de significado, de esa ceguera visionaria, de esa
oscuridad radiante, de esa ambigüedad sin solución. Ese punto ciego es lo que somos.

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