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pequeño pero incitador libro encaminado a la aclaración de conceptos e ideas, tan necesaria para el
desarrollo del conocimiento y pensamiento humano, pero que en nuestro medio adolece de serias
carencias. Su propósito se inscribe perfectamente en nuestra colección Elementos, cuyo fin es
poner a disposición de los lectores libros breves pero de gran valor para desvelar temas de interés
general en alguna especialidad.
Marco Aurelio Denegri
Normalidad y Anormalidad & El Asesino
Desorganizado
Elementos - 4
ePub r1.0
DHa-41 27.11.2017
Título original: Normalidad y Anormalidad & El Asesino Desorganizado
Marco Aurelio Denegri, 2012
• b. Las distintas culturas imparten aprendizajes distintos. Por lo tanto, los comportamientos
que se aprenden varían de acuerdo con la variación observable en las culturas que los
inculcan. O lo que es lo mismo, sólo que con otras palabras: Las diferentes culturas varían
con respecto a los comportamientos más distintivamente humanos. El lenguaje, el
matrimonio, el uso de herramientas, los productos facticios (lo que en inglés se llama
artifacts), la religión, el intercambio económico, la moral, los patrones de comportamiento
sexual y otras muchas formas de actividad típicamente humana, son precisamente las que
difieren entre la rica variedad de culturas que existen en el mundo. Inversamente, aquello
que es menos distintivo del ser humano y que éste comparte con los demás animales —la
evacuación, por ejemplo—, es precisamente lo más uniforme en todas las sociedades.
De modo, pues, que el aspecto conductual de lo humano está sometido a un neto principio de
relatividad.
Esto nos lleva a considerar inmediatamente lo que en antropología se entiende por relatividad
cultural.
La expresión relatividad cultural designa la idea de que cualquier unidad de comportamiento
debe juzgarse, primeramente, en relación con el lugar que tiene en la estructura única de la cultura
en la que ocurre, y en función del particular sistema valorativo de esa cultura. De suerte, pues, que
encierra un principio de contextualismo. Porque, en efecto, cualquier aspecto de la cultura —los
sonidos del lenguaje, una determinada forma matrimonial o un cierto tipo de actividad sexual—
debe considerarse y apreciarse en el contexto total en el que ocurre y se desenvuelve. Esto es
esencial en la doctrina del relativismo cultural.
El principio del relativismo cultural, brevemente expuesto, es como sigue: Los juicios están
basados en la experiencia, y la experiencia la interpreta cada individuo, como dice muy bien
Herskovits, en función de su propia endoculturación, es decir, de aquel proceso de
condicionamiento, consciente o inconsciente, que tiene lugar dentro de los límites sancionados por
determinado conjunto de costumbres de una determinada cultura, y que permite la consiguiente
adaptación social del individuo.
Las valoraciones, son, pues, relativas al fondo cultural del cual surgen.
Acerca de esta relatividad cultural, hay en los libros de antropología ejemplos numerosísimos.
Para hacer una sola parificación, veamos el caso del pudor.
I. La relatividad cultural y el pudor
El pudor no es innato, se enseña; y es un sentimiento exclusivamente humano, porque como dice
Wundt, de todos los animales el hombre es el único que trata de ocultar una parte de su cuerpo, aun
cuando descubra las restantes. Entre nosotros, el pudor se localiza en los órganos genitales;
muchos pueblos, en cambio, lo sitúan en lugar distinto. Las mujeres maoríes, por ejemplo, ante la
vista de un extraño, se levantan el traje y se tapan la cara, mostrando así lo que una mujer occidental
cree propio ocultar. Es que las occidentales localizan el pudor a la inversa, y con tal fuerza y
pertinacia, que muchas veces harían cualquier cosa antes de quebrantar el tabú que les veda
revelar sus genitales. Refiere a este respecto el Padre Feijoo, benedictino y humanista español de la
primera mitad del siglo
XVIII
, que un verdugo le contaba que cuando iba a torturar a las mujeres, el momento terrible para ellas
no era el del dolor físico, sino el del trámite previo y obligado de desnudarlas, y prácticamente todas
confesaban el delito en ese trance, y no cuando sufrían el tormento físico, porque luego del
quebrantamiento de su pudor, resistían la tortura, y mejor que los hombres.
En la tradición cristiana, la preeminencia de lo púdico tiene antigua data. Pío
XII
, en una alocución dirigida a los jóvenes de la Acción Católica, en octubre de 1940, encomia el
recato de la mujer cristiana, siempre más pronta a preservar su modestia desatendiendo ofensas y
daños corporales más directos.
¿Y el pudor de las chinas dónde residía, en la cara o en los órganos genitales? Pues ni en la cara
ni en los órganos genitales: en los pies. En efecto, los pies eran el centro de localización del pudor
femenino. La mujer no los mostraba jamás, salvo en la intimidad del tálamo conyugal; y esto en
virtud ciertamente del interdicto de revelar su desnudez. Entre las representaciones eróticas del
período Sung, y entre las posteriores a éste, es imposible hallar una en la que se puedan ver
desnudos los pies de la mujer, que por lo demás se muestra completamente descubierta,
publicando sin reparo el resto de su cuerpo. Fue en los pies donde las chinas fijaron su pudor; y
hubiera sido impúdica la mujer que no se pusiera las prendas que salvaguardaban su recato, o sea
el calzado y las polainas. Y cuando alguna, según ha referido Matignon, por tener excoriaciones,
solicitaba a un médico que se las curara, le permitía tan sólo que le viera la parte afectada,
resistiéndose con obstinación a desnudarse todo el pie.
Ahora bien: lo que el criterio cultural, aplicado al concepto de normalidad o anormalidad, nos
enseña, es que lo normal o lo anormal de una conducta se relaciona con el marco cultural de
referencia, es decir, con un determinado ámbito en el que dicha conducta acontece y se
desenvuelve.
O sea: Lo normal y lo anormal de una cierta conducta varía de acuerdo con variación que
presenta determinada cultura. Lo que es normal o anormal para una cultura, puede no serlo para
otra.
II. El fenómeno de la posesión como ejemplificativo de la variación mencionada respecto a lo
normal y anormal
Nos puede servir para ejemplificar este asunto el fenómeno de la posesión que encontramos entre
los negros africanos y los del Nuevo Mundo. «La suprema expresión de su experiencia religiosa, la
posesión —dice Herskovits—, es un estado psicológico en el cual ocurre desplazamiento de la
personalidad cuando el dios, por así decirlo, “viene a la cabeza” del adorador. Se considera
entonces que el individuo es divinidad misma. A menudo se produce una completa transformación
de la personalidad: la expresión facial, la conducta motora, la voz, la fuerza física y el carácter de sus
manifestaciones verbales son enteramente diferentes de lo que suelen cuando el protagonista es
“él mismo”.
«Este fenómeno ha sido descrito en términos patológicos por muchos investigadores cuya
disciplina no es la antropología; y ello a causa de su parecido superficial con tantos casos
registrados por médicos y psiquiatras. No es difícil equiparar los trances de tipo histérico, en los que
la persona tiene los ojos fuertemente cerrados, se mueve con excitación y presumiblemente sin
propósito alguno, o se revuelca por el suelo, profiriendo sílabas sin sentido, o entra en estado de
rigidez, no es difícil equipar esto, digo, con las manifestaciones neuróticas y hasta psicopáticas que
se encuentran en la sociedad euroamericana.
«Sin embargo, si pasamos de la conducta a su sentido, y colocamos esos actos aparentemente
arbitrarios y desarticulados, dentro de su marco de referencia, la equiparación resulta falsa. Porque,
en relación con la situación en que estas experiencias de posesión se producen, no pueden
considerarse en absoluto anormales, y mucho menos psicopáticas. Es que están modeladas y
configuradas culturalmente; y comportamiento así está inducido por el aprendizaje, por la
disciplina, por las mismas instituciones».
Hay que agregar, por otra parte, respecto al caso que nos ocupa, que la experiencia de posesión
no se restringe a personas emotivamente inestables. Según las investigaciones realizadas, los que
reciben al dios recorren la gama de todos los tipos de personalidad que se encuentran en el grupo.
Pero hállase tan disciplinada esta experiencia, que solamente puede sucederle a un determinado
devoto en circunstancias particulares. En África Occidental y en el Brasil, los dioses sólo descienden
a quienes han sido designados antes por el sacerdote de su grupo, quien impone sus manos sobre
la cabeza de aquéllos. En Haití, el que un iniciado, que no es miembro del grupo familiar que
celebra el rito, entre en trance, se considera grave incorrección social y signo de debilidad espiritual,
pues se considera prueba de que el dios no ha sido propiciado debidamente, razón por la cual no
está bajo el control de sus adoradores.
«Se ha aplicado la terminología de la psicoterapia a estos estados posesión: y esto se ha hecho
indiscriminadamente. Designaciones como histerismo, autohipnosis, psicopatía, neurosis y
compulsión, están a pedir de boca. Ahora bien: si los empleamos únicamente como términos
descriptivos, entonces su uso puede ser útil en el análisis técnico del fenómeno de posesión. Pero
la connotación que esos términos implican —inestabilidad psíquica, desequilibrio emotivo,
alejamiento más o menos leve de la normalidad, o alejamiento resuelto y definitivo de ella—, todos
los matices connotativos del vocablo, aconsejan emplear otros términos que no sugieran semejante
deformación de realidad cultural. Porque en las sociedades donde acontece el fenómeno
posesivo, la conducta del poseso y el sentido que ella tiene para el pueblo, están totalmente
incluidos en el campo de la conducta comprensible, predecible y normal. Esa conducta es
conocida y admitida por todos los miembros como algo que puede sucederles a ellos mismos: pero
no como una maldición o como una desgracia, no; pues ellos más bien la estiman merecedora de
una cálida bienvenida, no sólo por la seguridad psicológica derivada del hecho de la unión con las
fuerzas del universo, sino también por el status, la ganancia económica, la expresión estética, el
prestigio y la liberación emotiva que proporciona al devoto». (Herskovits, El Hombre y sus Obras,
81).
III. Los kwakiutlenses de la isla de Vancouver
Otro caso pertinente es el de los kwakiutlenses de la isla de Vancouver, en la Columbia Británica, en
la costa nororiental de Norteamérica. Ruth Benedict, en su famosa obra Patterns of Culture, estudia
e interpreta las costumbres de este pueblo y dice que la conducta de sus miembros corresponde a lo
que aproximadamente se consideraría en nuestra sociedad como una conducta anormal.
Lo característico de la cultura kwakiutlense, el núcleo de la vida y de las relaciones de sus
miembros, es la rivalidad intensa y sostenida que hay entre ellos. Benedict dice que pudiera
considerarse como paranoide el comportamiento de la colectividad kwakiutlense. Sus miembros,
en efecto, muestran megalomanía o delirio de grandezas, se autoglorifican desmedidamente
durante las arengas pronunciadas en el potlatch, y tienen también una manía de referencia, ya que
todos los accidentes y acontecimientos casuales los interpretan como insultos que el universo les
ha dirigido a ellos deliberadamente. Lo más importante para el kwakiutlense es la acumulación de
nombres honoríficos, de títulos, de distinciones, así como de prerrogativas ceremoniales que luego
hereda el hijo primogénito. Se obtiene prestigio cuando se logra, principalmente, aplastar a un rival.
Y para aplastar al rival, para humillarlo, para hacerle morder el polvo, se celebra la ceremonia del
potlatch, en la que la propiedad se distribuye o se regala o bien se destruye con largueza a fin de
adquirir un determinado status social, o mantenerlo, o bien mejorarlo. El potlatch es una verdadera
fiesta de ostentación; el que no se luce, el que no ostenta, queda derrotado. Pero la ostentación
tiene que ser colosal, abrumadora, fantástica, porque no de otra manera podría quedar humillado el
rival. El rival tiene que quedar humillado, pisado; y para eso la ostentación tiene que asumir
contornos increíbles, tiene que ser realmente tremenda, para que así sea tremenda también la
derrota del contendiente.
Lo que cada kwakiutlense desea es destacarse, lo que quiere es figurar; lo que desea
fervientemente es obtener posición y lograr prestigio. Tan intensamente desean esto los
kwakiutlenses, que la propiedad no se acumula para ser utilizada, sino para aplastar al rival; y la
religión y las ceremonias se explotan también para ese fin; y cuando este deseo de figuración y
prestigio se frustra, el kwakiutlense está pronto a cometer un asesinato o está dispuesto a suicidarse.
Ahora bien: los kwakiutlenses son así, no por una suerte de predestinación biológica, sino porque
las costumbres de su sociedad son tales, que cada individuo, si quiere satisfacer sus necesidades,
debe aprender a percibir las situaciones sociales en función de las oportunidades de prestigio. Esto
encaja perfectamente en la dinámica de su cultura, y, por lo tanto, para ellos es perfectamente
normal, aunque a nosotros, que hemos recibido un tipo distinto de condicionamiento, nos parezca
una conducta compulsiva, paranoide o francamente patológica.
IV. Los saoras de Orissa
Veamos ahora otro ejemplo. Los saoras de Orissa, en el centro de la India Oriental, son montañeses
que se consideran muy inferiores a los indostanos. Creen que después de la muerte irán a un lugar
impreciso donde la vida es muy parecida a la de los terrícolas, aunque la calidad del vino de
palmera no sea tan buena. A los indostanos, en cambio, les espera una vida de ultratumba
espléndida: vivirán en palacios y volarán en aeroplanos. A veces sucede, no obstante, que un
indostano del otro mundo se enamora de una muchacha saora que aún permanece en este
mundo; y se le aparece y le pide que se case con él. Verrier Elwin, el excelente etnógrafo que
investigó la vida del pueblo saora, y cuyas investigaciones pueden verse en un libro publicado en
1955 por la Universidad de Oxford con el título de The Religion of an Indian Tribe, Elwin, digo,
recogió muchos relatos autobiográficos de esos enamoramientos en los que se refieren excitantes
viajes aéreos con los pretendientes indostanos, a caballo o en aeroplano, y otros episodios
dramáticos.
Tal vez, manifiesta Bamouw, podamos descartar esos relatos como sueños eróticos y fantasías
de muchachas tímidas. Pero lo importante de estas fantasías es que entre los saoras tienen
permanente vigencia, rigen siempre. Si la muchacha, por ejemplo, sigue negándose a casarse con
su pretendiente, se enferma. Sus padres, en consecuencia, arreglan la boda con el novio invisible.
Esto convierte a la muchacha en chamana. En adelante se halla en contacto con el otro mundo por
medio de su marido. Puede convertirse en posesa, y entonces el marido y otros espíritus hablan por
su intermedio. Lo mismo les sucede a los hombres que por decirlo así se chamanizan o convierten
en chamanes casándose con mujeres indostanas del otro mundo. (El término chamán designa, en
general, al individuo que en sí reúne el doble oficio de mago y curandero). El chamán y la chamana
pueden casarse con saoras vivos y tener hijos; pero igualmente los tienen de sus cónyuges del otro
mundo. Las saoras los amamantan por la noche. Están enteradas de lo que hacen sus hijos en el
otro mundo a medida que crecen y relatan cuentos acerca de ellos.
Sería fácil tildar de anormal esa fantasía que dura toda la vida y que se complica
extraordinariamente, según lo atestiguan las páginas de Elwin. Sin embargo, ni los saoras ni Elwin,
que con tanto detenimiento los ha estudiado, consideran anormales a los chamanes.
Según Elwin, los saoras son, lato sensu, personas felices que se dedican a sus hijos. Rara vez
se oye gritar en una aldea saora. La gente canta mientras trabaja. Tienen pocas represiones o
inhibiciones y sus actitudes respecto al sexo son francas y sencillas. En cuanto a los chamanes, son,
dice textualmente Elwin, «casi siempre personas muy buenas, en todos sus aspectos: bondadosos
y afectuosos, trabajadores y desinteresados». Las muchachas chamanas son muy serenas, dignas
y actúan impulsadas por ideales de caridad.
A propósito del chamán, véase lo que dice Mircea Eliade al desarrollar el punto concerniente al
chamanismo y la psicopatología:
«Los chamanes, tan parecidos, aparentemente, a los epilépticos y a los histéricos, dan prueba
de una constitución nerviosa superior a la normal, por cuanto logran concentrarse con una
intensidad inaccesible a los profanos, resisten esfuerzos agotadores, dominan sus movimientos
extáticos, etc.
«Según los informes de Bjeljavskij y otros, recogidos por Karjalainen, el chamán vogul posee
una inteligencia viva, un cuerpo perfectamente ágil y una energía al parecer sin límites. […] Según
los Yakutes, el chamán perfecto [y lo que sigue consta en la obra de Sieroszewski sobre el
chamanismo y los Yakutes], el chamán perfecto “debe ser serio, tener tacto, saber convencer a los
que lo rodean y sobre todo no debe parecer nunca presumido, orgulloso ni violento. Debe sentirse
en él una fuerza interior que no ofenda, pero que tenga conciencia de su poder”.
«Difícilmente se reconocería en este retrato al epileptoide que uno se imagina de acuerdo con
otras descripciones».
«En cuanto a las tribus sudanesas estudiadas por Nadel, “no existe ningún chamán que sea en
su vida cotidiana un anormal, un neurasténico o un paranoico; si lo fuese, entonces se le colocaría
entre los locos, no se le respetaría como sacerdote. En fin de cuentas, el chamanismo no puede
relacionarse con una anormalidad naciente o latente; yo no me acuerdo de un solo chamán cuya
histeria profesional haya degenerado en un desorden mental grave”». (Mircea Eliade, El
Chamanismo y las Técnicas Arcaicas del Éxtasis, 39-40, 41).
V. La cultura y las enfermedades mentales
La cultura, por otra parte, puede originar trastornos mentales específicos, lo cual es una prueba más
de su gran influjo. Ahí tenemos el caso de la psicosis llamada
WINDIGO
, propia de ciertos indios canadienses y caracterizada por impulsos y alucinaciones de carácter
antropofágico. El
WINDIGO
es juntamente un gigante mitológico de hielo y un caníbal insaciable. La psicosis se expresa en la
creencia de haberse transformado uno en
WINDIGO
. La causa inmediata es generalmente la amenaza de morirse de hambre, y la enfermedad
comienza con una melancolía que puede dar paso a la violencia y al canibalismo compulsivo. En
esta última etapa, el enfermo puede ser capaz de matar y de comerse a los miembros de su propia
familia.
Luego tenemos, entre las enfermedades culturalmente inducidas:
• a. En el Japón: el IMU.
• c. En Kenya: la SAKA.
¿Qué hacer?
Vistas y consideradas así las cosas, preguntémonos, juntamente con Lenin, ¿qué hacer? Lenin
publicó en 1902 un libro cuyo título es ¿Qué hacer? César Vallejo, en su poema «Los nueve
monstruos», dirigiéndose al ministro le pregunta: «Señor Ministro de Salud: ¿qué hacer?» Ese qué
hacer de Vallejo es desde luego leniniano.
Las personas que quieren realmente cambiar son conscientes de que este querer lleva consigo
el poder correspondiente que habrá de posibilitarlo. Ahora bien: para averiguar si podré cambiar,
deberé averiguar primero qué es lo que no podré cambiar. Y en tal sentido ha sido muy significativa
la contribución de la Escuela Etológica Contemporánea respecto al asunto de que se trata. Aludo a
lo innato en el ser humano; es decir, me refiero a lo que nos es consubstancial, inherente y
connatural. Las manifestaciones innatas son de fábrica y naturalmente no son aprendidas. A veces
lo innato se confunde con lo aprendido. Casi todo el mundo cree que el parpadeo es innato.
Creencia infundada porque el parpadeo es aprendido. Lo que pasa es que la criatura lo aprende a
los tres o cuatro meses de nacida y por eso se supone que es una reacción innata.
XI. Ejemplario de lo innato en el ser humano
1 Las expresiones básicas del rostro humano son innatas. Aludo a las expresiones de alegría,
tristeza, temor, enojo, rechazo, incomodidad, perplejidad, desconcierto y admiración.
2
El temor al extraño, el recelo ante el desconocido y el rechazo del forastero, todo esto es innato.
La alienofobia es anterior a cualquier agresión, agravio o amenaza del extraño; éste,
sencillamente, es rechazado por el solo hecho de ser extraño.
La alienofobia, que es general entre los niños normales, lo es también entre los niños sordos y
ciegos, que advierten por el olfato la presencia del extraño y manifiestan consiguientemente su
incomodidad, temor y rechazo.
Hay, pues, según parece, y enhoramala, base biológica para justificar el espíritu tribual o tribal
(mejor lo primero), el nacionalismo, el patriotismo, el chauvinismo o chovinismo y el racismo.
La alienofobia se conexiona, evidentemente, con la territorialidad y la creación de espacios
propios.
6
La predisposición a la obediencia y a la sumisión es innata. Y lo mismo la predisposición al
mando, a la jefatura o al liderazgo. Es decir, mandar nos es connatural, pero también nos es
connatural obedecer y someternos. Sentirnos iguales a los demás no nos es connatural. Por eso
la democracia nunca ha podido imponerse, porque la democracia es igualitaria, pero el hombre
no.
Es interesante observar, de pasada, que Erich Fromm, en su conocido libro El Miedo a la
Libertad, en las páginas 30 y 31, se pregunta, entre otras cosas, y con mucha perspicacia, si no
existirá «un anhelo instintivo de sumisión». Esto lo decía en 1941. Unos treinta años después lo
confirmaron los etólogos.
Y Curzio Malaparte, en su famosa obra titulada La Piel, dice en la página 210 lo siguiente:
«Sabía que la libertad no es un hecho humano, que los hombres no pueden, o quizá no saben,
ser libres, que la libertad, en Italia, en Europa, apesta tanto como la esclavitud».
Y finalmente, Mario Vargas Llosa, en la página 92 de La Verdad de las Mentiras, se refiere a lo
que él llama «la fascinación por la servidumbre».
8 La agresividad es innata.
13 El paladeo es innato.
14 Son innatos, así mismo, los reflejos de succión, deglución o tragamiento, y prensión. (Dícese
reflejo del movimiento, o secreción, o sentimiento, etcétera, que se produce
involuntariamente como respuesta a un estímulo.)
17 El reflejo de Moro es innato. El pediatra alemán Ernst Moro (1874-1951) descubrió el reflejo
que lleva su nombre. Puesto un niño de pecho en decúbito supino sobre una mesa, un golpe
fuerte dado sobre ésta provoca en el niño movimientos de abrazo.
19 La reacción a los sabores es innata. El recién nacido (doce horas de nacido), que aún no ha
probado leche materna, reacciona con satisfacción si se le pone una gota de agua azucarada
en la lengua, pero hace una mueca de disgusto si se le pone una gota de jugo de limón.
20 La reacción a los olores es innata. Los recién nacidos gustan de la esencia de plátano, pero
desde luego no les gusta el olor que despide un huevo podrido. Les satisface, así mismo, el
olor de la vainilla, pero no el del camarón.