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Roberto Merino

Domingo 04 de Enero de
2009
Dos o tres consejos
Muchos de los 99 consejos
para escritores, de Chéjov,
pueden ser todavía útiles, a
pesar de los cambios que han
venido de su tiempo hasta
hoy. Son consejos, en todo
caso, que Chéjov dirigió por
carta a personas específicas
sobre casos narrativos
específicos. No los pensó
como colección ni como parte
de un manual.
A veces creo que este libro
sería una lectura ideal para los
jóvenes que empiezan a
escribir, pero me equivoco.
Los jóvenes son inflexibles en
sus búsquedas y no ven nada
en el mundo que no se hayan
propuesto ver previamente.
“Cuando el discípulo esté
preparado, aparecerá el
maestro”, dice un enigma
budista. Si reviso mi tránsito
por la vida me doy cuenta de
que con los años he perdido
en ímpetu lo que he ganado
en tolerancia y visión general.
A los 17 años no estaba en
condiciones de resistir la
imagen de mi ignorancia.
Escuchar una conversación
sobre escritores que
desconocía no suscitaba mi
curiosidad, sino más bien una
sensación de derrota. Una vez
fallé en público con un dato
—la época en que habría
vivido el Cid Campeador— y
le di la oportunidad a un cura
sin votos ni sotana de
restregarme el error en la
cara.
Debo decir que aún en el
recuerdo odio el conjunto de
la cara de ese individuo —su
calva incipiente, sus anteojos
pasados de moda, su boca de
escualo— y el tono de
suficiencia que usó para
decirme: “No estás tan mal,
viejo, te equivocaste como
con cinco siglos, pero no
estás tan mal”. Días después
lo vi llevando la voz cantante
de una procesión en el centro
y lo seguí entre el gentío con
la delectación de un
psicópata. Consideraba que la
ridiculez de su atuendo —una
especie de mantel bordado
sobre los hombros— era para
mí una reparación.
Pero me voy del tema. Entre
las observaciones literarias de
Chéjov hay una que parece
especialmente apropiada para
nuestros tiempos. Chéjov dice
que un psicólogo (esto es, un
escritor, un conocedor de la
estofa humana) no debe tratar
de explicar lo que no
entiende, y que, sobre todo,
no debe dar la impresión de
que entiende lo que los demás
no entienden. La atención a
esta simple sugerencia nos
hubiera librado de medio
siglo de pesadez por escrito,
de conceptos equívocos sobre
el poder, de cambuchos
filosóficos con moraleja y del
tonto aspaviento de las falsas
seguridades.
Creo que Borges, que
aconseja escribir como si no
se tuviera total conocimiento
del tema, hubiera estado de
acuerdo con la afirmación de
Chéjov. Los materiales más
duros —el énfasis, la
suficiencia— son los que
primero se trizan con el paso
del tiempo. Ese factor es lo
que vuelve insoportables a los
manifiestos literarios, que no
pueden ser disfrutados más
que por lectores
predispuestos, pero que el
común de las personas sólo
percibe como una carga de
ruido en una batalla exenta de
interés.
Lytton Strachey, otro notable
sintetizador de la escritura,
expresó lo mismo con otra
fórmula: iluminar antes que
explicar.

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