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La furia ciega del berserker

(o de cómo el futuro está en manos de licántropos)

Nicolás Lavagnino
(CONICET-UBA)

Discursos y narrativas sobre el futuro

No quiero incomodarlos, pero el futuro no está al alcance de la mano. No porque no


podamos aprehenderlo o montarnos en él. El tema es que se nos viene encima, como un rascacielos
mal calculado. Mientras cae, no obstante, no podemos dejar de pensar que se parece demasiado al
pasado lejano, aunque el polvo del estruendo tendrá que asentarse en el después, para que podamos
darnos cuenta.

I- De la exuberancia irracional y los animal spirits a la destrucción creativa

En 2018 Alan Greenspan, titular de la Reserva Federal durante casi dos décadas, y Adrian
Wooldridge, editor de esa suerte de tribuna de doctrina global que es The Economist, publicaron
Capitalism in América: A history (Greenspan y Wooldridge 2018), un blockbuster bibliográfico de
más de 400 páginas, destinado a pontificar sobre las dolencias y penurias del capitalismo
contemporáneo. Desde el púlpito, lo que el padre de la “exuberancia irracional” financiera de la
década del 90 observa es “el dinamismo evanescente” del espíritu emprendedor, un ánimo
colapsado en su propio vigor por tendencias de signo contrario que desde ambos extremos del
espectro ideológico atentan contra el saludable y creativo juego de las fuerzas libres del mercado.
En este punto, según Greenspan et al., de Trump hacia la derecha y de Bernie Sanders hacia la
izquierda, todo es más o menos lo mismo: el delicado equilibrio que se tiende entre los que
incomprenden la potencia desestabilizadora y creativa del capital, y quienes estúpidamente -aunque
quizás con buenas intenciones- se proponen regular y mitigar el demasiado punzante filo de la
creación de valor, culmina por ahogar los animal spirits de los emprendedores.
Greenspan sabe instalar agenda: en los 90' un comentario casual suyo en torno a la
exuberancia irracional de los mercados -exuberancia que su política de expansión financiera había
prohijado, como titular de la Reserva Federal, acaso el puesto más importante en el comando de las
tendencias de mediano plazo de la economía global- alcanzó para ubicar la discusión en torno a la
eficiencia de los mercados en un nuevo nivel (Greenspan 1996). De hecho el Nobel de Economía
Robert Shiller -que venía tímidamente desafiando la así denominada efficient-market hypothesis sin
mucha repercusión- tituló así a su opus magnum (Shiller 2000), cuatro años después del comentario,
lo que no impidió que el premio se lo dieran a él, en vez de al bueno de Alan, que para ese momento
ya estaba cosechando las glorias de una Casandra vernácula luego del crash bursatil de las dotcom.
Bueno, se podrá preguntar, ¿y qué agenda es la que hay que instalar ahora? En mi opinión,
no otra cosa que la agenda de un Greenspan enfrentándose en tiempo presente a su propio futuro.
Lo que Capitalism in America presenta es el lamento no solo por el fading dinamism de los
emprendedores a la vuelta del siglo XXI, sino también una oda postrera en celebración de los
gigantes que en su era hicieron grande a la nación que a su vez hizo grande al capitalismo moderno.
John Pierpoint Morgan, John D. Rockefeller, Andrew Carnegie, y criaturas de talante similar
representan, en esta narrativa prefabricada, los arquetipos que estructuran una trama a escala
planetaria. Lo que en otro momento denominé filosofía especulativa hayekiana de la historia (de
aquí en más FEHH; Lavagnino 2016) es una suerte de precipitado que, detrás de su recurso al
formalismo y la jerga, incorpora los elementos dispares que, desde la misma tradición discursiva de
la teoría económica disciplinar, le permiten concebir su propio dinamismo a partir de una simiente
mayormente trágica (cfr. Aglietta-Orlean 1990; cfr. Frye 1977).
En esa simiente se recuperan, afirmo aquí, y resultan fundamentales, dos conceptos clave
que enmarcan esta exuberancia irracional que aparentemente nadie puede domeñar. La matriz de
pensamiento de Greenspan-Shiller se apoya, por un lado, en la teoría de los animal spirits,
expresión de compleja articulación que encuentra su primera expresión notable como concepto
económico en la teoría keynesiana. Por el otro, intenta usufructuar un concepto caro a la moderna
teoría de la empresa y a la gestión de lo social de la FEHH, que es el de destrucción creativa. La
fuerza de esta narrativa reside en su talante abarcador, omnicomprensivo, pero también en su
capacidad de interpelar subjetividades muy distintas. Su escenificación es visionaria, su tono
asertórico y apodíctico. Pero una debilidad fatal tracciona esta narrativa hacia su propio vacío.
Desde Aristóteles en adelante lo mejor de la teoría de la narrativa (Bal 1990; Frye 1977;
Kellner 1989) ha apuntado reiteradas veces que una historia (como la tragedia que aquí Greenspan
quiere contar, en la forma de una pedagogía política y cultural) implica una trama (un mythos,
trágico en este caso), un tema (el tópico del fading dinamism), una escenificación o espectáculo (en
forma de disposición por medio del recurso al género escriturario de la prosa econométrica y
disciplinar, la jerga de los economistas, con sus rituales de deferencia, su ritmo, sus motivos y sus
cadencias compositivas). Mythos, dianoia, opsis, melos, lexis. Hasta aquí, elementos de
composición poética básicos.
Pero un sexto elemento se pliega a esta escenificación: el ethos, la construcción de
personajes y la presentación de una sociabilidad que puede interpelar a aquellos a los que se dirige
la historia (Frye 1977: 484). La debilidad del ethos, afirmo, de este ethos en particular es lo que
quiero recorrer aquí, en esta presentación.
Este ethos no tiene futuro alguno, porque no lo propone y no puede proponerlo, porque se
trata de un modo de concebir la temporalidad social para el cual no hay sociedad alguna, ahora
que tampoco hay tiempo. Ya que no puede haber ningún tiempo social narrado si la escenificación
que se presenta está fuera del tiempo, y fuera de toda sociedad.
Claro que esto hay que mostrarlo, más que anunciarlo dogmáticamente, así que podemos
avanzar tentativamente por la primera pata de apoyo de la irracional y exuberante narrativa, la
cuestión de los animal spirits. En su Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero (Keynes
2001 [1936]) Keynes afirma que junto con la inestabilidad propia de la especulación que subtiende
la vida económica, hay otra, que proviene de la naturaleza humana. Antropólogo improvisado al fin,
asegura que
la mayor parte de nuestras decisiones de hacer algo positivo, cuyas consecuencias completas se
irán presentando en muchos días por venir, sólo pueden considerarse como el resultado de los
espíritus animales —de un resorte espontáneo que impulsa a la acción de preferencia a la quietud,
y no como consecuencia de un promedio ponderado de los beneficios cuantitativos multiplicados
por las probabilidades cuantitativas- (Keynes 2001: 141).

Lejos de las teorías del equilibrio general o del orden espontáneo (tan en boga entonces y
ahora), Keynes se percataba de la triple incoherencia de nuestros deseos entre sí, de nuestros deseos
frente a los de los demás, y de nuestros deseos presentes frente a nuestros deseos en el futuro
(Robinson 1962: 80). Ese triple desborde tematizaba el hecho de que la voluntad humana está
surcada por la imprevisión, la incapacidad para anticiparse a las consecuencias de los propios actos,
un hecho que Keynes, y con él la mayoría de los economistas hasta el día de hoy, locan nada menos
que en la naturaleza humana.
Sin embargo el origen de esta expresión reside menos en la antropología casera de Keynes
que en la prosapia de la idea que, a través de Hume y su “motivación espontánea” o de Hobbes y las
emociones pasivas y los instintos, se retrotrae a la medicina antigua, donde hallamos el término de
spiritus animales, un líquido o humor al que se le atribuía control sobre las actividades sensorias y
las terminaciones nerviosas del cerebro. Esos “espíritus” se correspondían de alguna manera con el
vigor o temple que manifestaba el sujeto en cuestión, en particular en estados de coraje y arrojo
físico, jovialidad y exuberancia (Safire 2009).
Por regla general esta aproximación clásica de los espíritus intentaba dar cuenta del rol de
las pasiones y de los comportamientos que exceden todo decoro y (diríamos hoy en términos
contemporáneos) calculabilidad. En la literatura moderna se percibe su hálito en las novelas de Jane
Austen y Daniel Defoe, siguiendo un modelo ya establecido en forma clásica por Bartholomew
Traheron circa de 1550, en la que se distinguía entre el espíritu animal, el vital y el natural. El
espíritu animal estaba locado, según Traheron, en el cerebro, constituyéndose así en “el primer
instrumento del alma”. Para fortuna de Keynes y otros neófitos, a comienzos del siglo XVIII en la
obra de William Wood se asiste a una primera extensión del término a la economía, en el sentido de
postular que la “liberación” de los impulsos libidinales propios de los animal spirits redundarían en
una mayor riqueza a través del comercio (Safire, ibíd.). Primer input: animal spirits como ruptura
del decoro y la norma, saturación de la calculabilidad, proyección exuberante del yo.
Pero hay una hipótesis más vernácula y menos eminente para el origen de la creatividad de
fin de semana de Keynes: la literatura victoriana y eduardiana, a fines del siglo XIX y comienzos
del siguiente, apeló a esta figura del lenguaje, en un contexto muy distinto por cierto. La
encontramos en “The silver hatchet” de Conan Doyle, por ejemplo (1883), pero el autor
paradigmático aquí es P. G. Wodehouse, narrador contemporáneo de Keynes, que en historias como
The Pothunters (1902), Mike (1909) y a través de personajes como Psmith tematizó como pocos un
conjunto de características que se volverían recurrentes (por no decir prácticamente inevitables) en
la literatura posterior (Green 1981).
Los personajes de Wodehouse describían un arco narrativo que se iniciaba con una serie de
desafíos y burlas a las regulaciones establecidas (por ejemplo en una escuela o universidad), por
parte de personajes casi adolescentes, bravucones locales que se empeñaban en maximizar la
disrupción en el corto plazo. Se los conocía como ordinary raggers, caracteres más bien libres de
cerebro, musculosos y rellenos de “sustancia espiritual”, animal spirits, la cual ciertamente
utilizaban para romper toda calculabilidad institucional.
Por supuesto en la prosa eduardiana de Wodehouse esta acción disruptiva servía como
catalizadora de un movimiento nemético-compensatorio de tipo trágico (Frye 1977: 271-275), en la
cual sucedía un vértigo de retorno al equilibrio alterado por la acción del ragger. Estos mecanismos
de burla-reprensión severa culminaban con una tematización de las características de las normas y
un llamado a la modificación de las asfixiantes regulaciones que tapizaban la vida cotidiana, lo cual
no estaba nada mal si de decoro victoriano y moral eduardiana estamos hablando. Segundo input: la
tragedia del bravucón requiere una acción de ruptura. No extraordinary lives without ordinary
raggers. De lo que se trataba entonces era de mostrar la creatividad del bravucón y los problemas
sociales que traen sus excesos.
Vía Keynes el término se disciplinarizó, para alcanzar una nueva dignidad en los estudios de
la psicología conductista y la teoría de la administración. Un clásico, en ese sentido, es el libro de
George Akerlof y (otra vez) Robert Shiller Animal Spirits: How Human Psychology Drives the
Economy and Why it matters for Global Capitalism (Shiller y Akerlof 2009). Hasta cierto punto
casi toda esta literatura se basa en una analogía por extensión, que extrapola el conflictivo vínculo
entre bravucones escolares y preceptores a la relación entre mercado y estado, y en la que la figura
de base es la maximización de los valores añadidos en el corto plazo por la conducta disruptiva,
todo lo cual se sintetiza en la idea de que solo los bravucones y raggers rompen lo suficiente como
para inventar cosas y cobrar patentes y regalías por ello.
Sin embargo esta dialéctica entre norma y bravata, entre reprensión y burla, cobraba otro
sentido en una economía y una vida social tapizada de reglas y presiones institucionales (“decoro”)
por doquier. Por contra, la recuperación contemporánea de los animal spirits en la jerga de la FEHH
a lo Greenspan corre por cuenta de un diseño en el que, cual Vico en la Ciencia Nueva, y ya sin
dioses, a una era de gigantes creativos le sucede una asfixiante época de hombres reguladores que
todo lo aplastan y lo desvanecen.
Pero esta sintaxis social para bravucones está incompleta. De esta ordinariez de los raggers
no se extrae una lección de orientación política. A lo sumo, como en Wodehouse, se puede obtener
una precaria visión del tinglado institucional que aplasta la incoherencia de nuestros deseos de tener
una personalidad. Y para peor, a la luz de lo que hay para ver, en no pocos casos la audiencia puede
terminar poniéndose del lado de los preceptores.
Para que esta narrativa, con este mythos y esta opsis, funcione, es necesario algo más. Ese
algo, sostengo, es el concepto de destrucción creativa, y acto seguido veremos qué rol cumple en la
argamasa de la narrativa del presente sin futuro que hoy eligen contarnos.

II- La alegría de la creación dolorosa: Schumpeter, Sombart, Nietzsche

La idea misma de que hay una exuberancia implica que hay que ajustarla a un diseño
racional. La pregunta, no obstante, es ¿por qué diseñamos tan mal? Si hay que andar ajustando,
nuevamente el responsable parece ser la escasa dotación de la especie en cuanto a capacidad de
previsión. Este desajuste espontáneo, no obstante, requiere una profundización en los abismos de la
dotación antropológica de la especie, en particular en aquello que conduce a las fallas por
imprevisión.
El concepto de destrucción creativa, afirmo en este punto, es el que nos provee un hilo
perdurable que nos permite conectar la superficie del discurso disciplinar con la tradición de
pensamiento a la que elige filiarse. El discurso sobre el ajuste no es otra cosa que la mención de un
torrente de destrucción creativa que debería liberar los animal spirits. A estas alturas ya ni
sorprende esta conexión semántica. Y sin embargo, agrego, esa filiación permanece mayormente
desatendida por los propios críos, que prefieren creer que una ontología de la historia y del tiempo
social se puede amañar con unos pocos elementos afirmados de manera despareja y a voluntad. En
este punto, añado, creo que nuestro problema es todo lo que permanece como significado en lo que
ni siquiera se sabe que se está diciendo, esto es, lo que subyace en la premisa trunca y elidida que da
sostén a todo el argumento que a los Greenspan les gustaría poder hilvanar. Pero para comprender
qué estoy queriendo decir con esto, es necesario una retrogradación por etapas, para trazar una
genealogía plausible del concepto que nos interesa.
El gran introductor en la economía contemporánea del concepto de destrucción creativa fue,
indudablemente, Joseph Schumpeter. Padre de la moderna teoría de la empresa, economista
austríaco atípico (en un difuso panorama intelectual donde no reportaba ni a von Mises, ni a
Menger, ni a Schmoller ni a von Hayek), Schumpeter era lo suficientemente arrogante como para
proclamar que sus objetivos eran ser el mejor amante de Viena, el mejor jinete de Austria y el mejor
economista del mundo. Con modestia, añadimos, reconocía al final de su vida que quizás en el largo
plazo había fracasado con los caballos.
Esa arrogancia fue la que lo condujo a borrar de un plumazo el rico sustrato intelectual del
que se nutrió a comienzos del siglo XX, borradura que impidió conectar sus diversos desarrollos
teóricos con el horizonte de ideas en el que se formó, y en el cual cobraban otra pregnancia. Hoy en
día Schumpeter es considerado el padre de la teoría de los ciclos de negocios, idea que ya estaba
plenamente desarrollada en Business Cycles (1939). Adicionalmente su Capitalismo, socialismo y
democracia (1942) y su Historia del análisis económico (1954) son hitos capitales del pensamiento
económico del siglo XX. Pero antes que eso, antes de sentar las bases de un modelo de análisis
peculiar, fue el hijo de una época, en la que todavía la economía no se había profesionalizado al
punto de olvidar su propia historia. En el que la economía como saber afirmaba, en vez de negar,
sus relaciones con otros sustratos de ideas en los que las nociones económicas se entrelazaban con
otros filones figurativos.
Ese sustrato se perdió cuando Schumpeter dejó de ser el mejor amante de Viena y se
transformó en el mejor profesor de economía de Harvard, luego de 1932. Desde entonces ha sido
habitual leer su temprano Teoría del desarrollo económico (Schumpeter 1912) como una
prefiguración de sus textos más maduros, pero una lectura distinta puede y debe hacerse.
Habitualmente se considera que Schumpeter combina dos grandes teorías: por un lado la
idea de un desarrollo cíclico e irregular del capitalismo, signado por contradicciones que lo harán
caer presa de su propio éxito (Santarelli y Pesciarelli 1990). Por el otro una concepción de la
innovación y la creatividad humana en la que lo que cuenta es el Unternehmergeist (espíritu
emprendedor). Ambas consideraciones se aúnan en un mismo espectáculo de creación social: la
innovación técnológica y financiera por parte de los emprendedores en un medio competitivo
supone riesgos y trae beneficios decrecientes en el tiempo. Las curvas de innovación, competencia y
decrecimiento se superponen en un horizonte de fluctuaciones ciclicas.
La fama de Schumpeter en Estados Unidos se debe, indudablemente, a que logró
empaquetar todas estas consideraciones y pasar por economista serio sin hablar de Nietzsche, de
Spengler, de Sombart y de Goethe -que es de donde por cierto provienen todas aquellas
consideraciones-, en la convicción de que se trataba de inconvenientes germanismos en una era en
la que Alemania invadía medio mundo y se enfrentaba a las democracias liberales de Occidente. En
ningún lado es esto tan evidente como en el borramiento de las relaciones entre todas estas ideas
schumpeterianas y las ideas de Werner Sombart, quizás el más nietzscheano de los economistas
(Reinert 2002).
Sombart formaba parte de una escuela teórica luego caída en desgracia, la escuela de historia
económica alemana. Ya era una estrella en el firmamento académico en el momento en que
Schumpeter anotaba sus primeros garabatos. Había escrito El capitalismo moderno (1902-1916) y
había ganado considerable fama como profesor de la Universidad de Berlín hasta entrados los años
30, como parte de una aproximación humanística y comprensiva al estudio de la economía.
Contrario a la cientifización de las Geisteswissenchaften, era partidario de una metodología de
análisis de los fenómenos económicos basada en la captación reflexivo-interpretativa de las
necesidades objetivas plasmadas en la vida social (Reinert y Reinert 2006, 61). En este punto su
aproximación era muy similar a las consideraciones propias del ámbito de la hermenéutica
(Gadamer 2007). Por contra, su ambivalencia hacia el nazismo contribuyó a su relativo olvido en la
segunda mitad del siglo XX.
El concepto de destrucción creativa entra en la obra de Sombart a propósito de la figura de
la contradicción entre los destinos excepcionales y el sentido de decadencia cultural. Era éste un
tema que se había asentado sólidamente en la alta cultura alemana ya con el romanticismo y el
nacionalismo wagneriano, pero la modulación del tema, para toda una generación posterior, la dio
Nietzsche en su Así hablo Zaratustra (1883-1885). Junto con Sombart puede verse que esta misma
idea estaba presente en La decadencia de Occidente de Oswald Spengler (1918), y que en conjunto
ambas obras tributan a un intento comprensivo de secuenciar abarcativamente la evolución de la
cultura occidental.
Lo que se vuelve visible en Sombart, que se encuentra oculto en el disciplinado Schumpeter,
es su remisión a un trasfondo especulativo de ideas que se había venido macerando en el horizonte
cultural alemán de largo plazo. Y sin embargo el patrón común es evidente. Lo que ambos estaban
incorporando era la especulación histórica de una metafísica de la creación, en la que a la voluntad
de poder se le impone una necesidad de afirmación por medio de la auto-destrucción o aniquilación
(Reinert y Reinert 2006: 60-62). Consumarse en el consumirse, realizarse en el agotamiento, es una
figura propia de la realización romántica (Gadamer 2007), y en ese sentido la secuencia
nietzscheano-zoroástrica no es sino una proyección de la vía romántica hacia la apropiación del
mundo. Por supuesto tampoco Nietzsche inventó esto. Vía Schopenhauer podemos retrotraernos un
siglo, hasta la obra de Johann Gottfried Herder, quizás el más importante y olvidado filósofo
especulativo de la historia. En Herder, así como en su discípulo Goethe y los Sturmer und Dranger
que le resultaban afines, como Johann Hamann, encontramos esta figura del discurso que, a su vez,
denotaba la influencia de hilos de sentido cada vez más remotos (ibíd, 59).
Pero ¿qué se encuentra detrás de esta idea de la creación por medio de la auto-destrucción?
En primer lugar, la revitalización del legado cíclico en la consideración especulativa del tiempo, por
obra de una triple influencia: primero, en virtud de la acción del rastro del orientalismo y de la obra
de Christian Wolff, quien había re-introducido en el medio alemán la idea de destrucción cíclica y
creación como regeneración en los cultos hinduistas de Brahma, Vishnú y Shiva (ibidem). En
segundo lugar la nueva pregnancia y eficacia asociada a la obra de Giambattista Vico y sus ciclos de
creación y pérdida (con sus corsi e ricorsi entre dioses, gigantes y hombres). En tercer lugar la
incrustación en esta ciclicidad destructiva de una matriz incremental tomada de la idea de progreso
de Jean Bodin (ibíd, 61). Nos encontramos así con los basamentos apropiados para un tipo de
construcción intelectual absolutamente inédita: progreso, destrucción, ciclo.
Con estas coordenadas básicas puede armarse un paradigma económico para la intervención
individual: lo que cuenta aquí es la capacidad humana para crear, objetivar, apropiarse de un
entorno extraño, que por obra de esa actuación se vuelve propio. A la vez esa creación lo que hace
es mostrarnos, frente a ese objeto producido, una capacidad de objetivación-como-labor y
realización por cuenta de la subjetividad agente. El hombre se encuentra en lo que hace, porque
puede reconocerlo, y al reconocerlo se reconoce a sí mismo (Reinert 1995; Gadamer 2007; Reinert
y Reinert 2006). El deseo de creación (Schöpfungslust) se manifiesta en una capacidad o poder de
producir o crear. Ciertamente no es menor notar que Produktion en este paradigma tiene un matiz
creativo y personal que se pierde en nuestro contemporáneo término “producción”, matiz en el que
resuena mucho más que una cuerda meramente economicista (Ricoeur 2008: 88-89). El artesano y
el artista “producen” como creadores, en esta mirada romántica del deseo de creación. Y en su obra
se reconocen como sujetos, haciéndose a sí mismos, formándose, mientras forman-construyen-
modelan el mundo (Gadamer 2007: 37).
Ese poder creativo (Schöpfungskraft) tiene por objeto volver a la realidad como entorno
acorde a la idealidad entrevista por los agentes. El ciclo de la producción como apropiación a partir
de la creación y objetivación de lo deseado, se consuma cuando los sujetos creadores perciben que
ninguna actuación puede superar el hiato entre realidad e idealidad, conduciendo a un desengaño
ante el mundo (Weltschmerz). Ese sentido doloroso de frustración ante una brecha siempre presente
es el combustible que desatará la ignición del próximo deseo (Reinert y Reinert 2006: 64; cfr.
Gadamer 2000: 64). Nada como un obrar objetivante para descubrir que el mundo es un vendaval
de escoria decrépita que se apelmaza como limo sobre rostros cansados. La economía era, entonces,
el estudio de estos profundos y oscuros devaneos espirituales en torno a la creación, la producción,
la apropiación y el desengaño.
Este excurso por las ideas germanas en torno a la creación tiene por propósito recapitular el
basamento romántico del pensamiento económico moderno. La economía nacional de Friedrich
List, así como la obra de Sombart (por ejemplo su Die Drei Nationalökonomien), representan
intentos de construir una metodología de estudio para el análisis del hombre como creador, en el
que Nietzsche y Bacon se oponen a la metafísica kantiana (Reinert y Reinert 2006: 63).
Ciertamente es claro que el género literario “teoría económica nietzscheana” nunca pudo
afirmarse en la jungla disciplinar. Pero los cimientos de la creación como deseo y como poder, la
dialéctica entre realidad e idealidad y la fuente de frustraciones que llevan al mundo
institucionalizado en la dirección del desengaño y la inautenticidad que oprime a los auténticos
creadores, todos esos cimientos, digo, están allí, como bloques básicos de ideas para aquellos que
quieran apropiarse de ellos para construir nuevos rascacielos hacia la nada. Que la creación
presupone destrucción, que aquello a lo que más debemos temer es al estancamiento, que la vida
como espontaneidad se impone por sobre todas las cosas, que el conflicto es una forma de terapia
que nos cura de las peores patologías, todos estos tópicos romántico-nietzscheanos, digo, quedaron
como residuos de conceptualidad aguardando el momento en que se los intentara funcionalizar al
interior de una nueva formación discursiva.
Pero en el contexto actual no queda nada de la alegría de la creación, nada del regocijo del
que se reconoce en lo que hace, mientras se consuma agotándose de realización. Podado de sus
alquimias espirituales, el concepto de destrucción creativa no es más que el subsuelo argumental de
una pedagogía para el ajuste a cargo de capataces insensibles a todo desengaño. Ahora el dolor es
tan solo la muesca que queda en la memoria de los sujetos que pedalean las calles hasta alcanzar el
pasado, mientras los oprime un tormento de futuro que los culpabiliza por todo aquello que
supuestamente no supieron imaginar, todo lo que no se atrevieron a desear.

III- La noche de los licántropos: el ethos del barco embriagado

El sueño errante del Báltico fue expropiado por decadentistas académicos que transformaron
una ética de la apropiación creativa de un mundo misterioso en un programa de reajuste
organizacional. De la antropología del hombre creador pasamos a una sombartiana visión telúrica
de los fundamentos de la economía nacional, y de ahí a la teoría de los ciclos de negocios. Estas
sucesivas expropiaciones figurativas han privado de todo trasfondo especulativo a la visión de la
destrucción creativa. Pero en sus presuntamente inexplicables resurgimientos puede encontrarse
algo más que una pieza curiosa de la historia intelectual.
Habíamos visto la insuficiencia de la hipótesis de los animal spirits para construir un ethos
interesante y viable para sentar un drama en torno a gamberros impertinentes y normas caducas. Por
contra el recorrido por la destrucción creativa nos deja siempre al alcance un Weltschmerz de
dimensiones fáusticas. Voraz de totalidades, la economía como auto-creación requería, todavía para
el Schumpeter que publicaba en alemán su Teoría del desarrollo económico, una aproximación
igualmente holista, omni-abarcativa, de proporciones cósmicas. El capítulo séptimo de esa obra, en
su edición alemana, se llamaba “La economía como totalidad” (Schumpeter 1912). Fue amputado
íntegramente de la edición inglesa en 1926 (Reinert y Reinert 2006: 60).
Como totalidad trunca ¿qué queda de la celebración de la destrucción creativa en manos de
trovadores como Greenspan o Wooldridge? Según ambos, hombres como Rockefeller o J.P. Morgan
“ejercieron más poder del que nadie antes hubiera ejercido antes”. Como “héroes de la destrucción
creativa ayudaron a mejorar los estándares de vida para todos”. Por supuesto, también generaron
grandes disturbios y conmociones, movilizando las vidas de miles en direcciones no queridas por
nadie. Pero hay que entenderlos; “rara vez se logra algo como no sea teniendo la voluntad de
pasarle por encima a los que se oponen”. Cabría preguntarse por qué si la vida mejoraba para todos
era necesario “pasarle por encima” a alguien. Pero por lo pronto, notan nuestros bardos
contemporáneos, atrajeron la hostilidad de las masas y, luego, para peor, de los gobernantes.
Teddy Roosevelt culminó llamándolos “malefactores de gran riqueza”, desatando una oleada
impositiva y una marejada de leyes anti-trust. Durante casi un siglo “corporación” fue casi una mala
palabra. Así, según Greenspan, fueron aplastados los últimos grandes creativos, aquellos que, a
fuerza de cabalgatas por sobre la sociedad, habían sido capaces de transformar la estepa de lo social
en una laboriosa tierra de labranza.
Fueron, y esta es la figura que interesa a Greenspan y Wooldridge, presas de su propio éxito.
Lograron producir y crear un mundo, pero “no eran los héroes más sencillos, ni los más
agradables”. Ahora, en esta época de extremos, en la que el poder creativo se encuentra saturado de
regulaciones, en la que bravucones como Trump o Putin se han vuelto los celadores y controlan las
instituciones, más que ordinary raggers estamos en necesidad de una figura más extrema, si es que
el torrente libidinal de los espíritus animales habrá de agitar las estancas aguas de lo social. We are
in need of extraordinary raggers.
Para ello, y este es el punto álgido de la trama que los autores de Capitalism in America
quieren contar, el momento que justifica tantos meniscos gastados de subir y bajar por los púlpitos
de la vida corporativa, apelan a la recuperación de la figura del guerrero ebrio, en el encomio de la
locura del gran hombre, remitiendo explícitamente al Stormannsgalskap nórdico, que es aquel que
según cuentas las sagas y ponderan los himnos, puede sacudir sin calculabilidad alguna la sustancia
eufórica que puebla de humores el recinto de nuestras terminales nerviosas.
Antes habíamos dicho que esta narrativa diseñaba un espectáculo tramado que tematizaba el
adormecimiento por saturación de normativas, pero que ese relato era débil en personificaciones
que pudieran interpelar a quien lee, a quienes escuchan, a quienes padecen el ritmo lento del mundo
estancado. El ethos de aquella trama no resultaba vinculante. En mi opinión nada resulta más
revelador que la analogía que, en este punto cenital de la historia que se narra en el canon
greenspaniano, intenta establecerse entre el Gran Hombre que parió el capitalismo nacional
americano a fines del siglo XIX -como arquetipo de lo que debería dejarse germinar hoy- y aquel
guerrero enloquecido que era propenso a una exuberancia emocional ajena a toda racionalidad.
En la literatura especializada
este perfil tiene un nombre: el
berserker. Se trataba de un guerrero
vikingo propenso al consumo de
alucinógenos y que desarrollaba un
perfil orientado a atemorizar a propios
y extraños en la marejada del combate.
Entraban en batalla en trance
psicótico, semidesnudos y saqueaban y
mataban indiscriminadamente, ciegosEl problema de la autopercepción
de furia. En su locura eran insensibles al dolor, porque solo así podían acometer actos imprevisibles,
“sobrehumanos”. Tan excitados iban que no era raro que se lanzaran antes de sus drakkars y se
ahogaran sin remedio. Su presencia atemorizaba a los enemigos, pero también a sus compañeros de
batalla, ya que en su furia asesina no podían distinguir ni discernir apropiadamente (Sommerville y
McDonald 2010: 162-163).
El origen del término se remonta a la animalización, ya que iban ataviados con pieles de
lobos y aullaban hasta entrada la noche (berr- es la expresión nórdica para desnudez, en tanto otra
teoría asegura que la parte prefija del término viene del germánico ber-, “oso”). No era raro que se
perdieran por los bosques, ejercitando el don de la licantropía como personificación lobuna en
beneficio de las sombras. En las sagas nórdicas, a fin de cuentas, los berserkers se comportaban
como los brutos escolares de P. G. Wodehouse, pero no había celadores que bastaran para traerlos
de vuelta a la calculabilidad generalizada. Tal vez por ello, en una secuencia afín a la poética de los
animal spirits, fueron declarados fuera de la ley en Islandia y posteriormente exterminados por los
reyes de Noruega.
Desde otro léxico y otra ontología, podríamos quizás agregar que la Asociación Americana
de Psiquiatría cataloga a la literatura sobre episodios berserker como manifestación del Síndrome
Amok, un tipo de síndrome cultural en el que a una explosión de rabia salvaje le sigue un raid
homicida que culmina en suicidio (que es algo así como un Weltschmerz pero extremo y
caracterizado por la nulificación de todo deseo). O bien, en caso de no conducir al auto-
aniquilamiento, el comportamiento destructor de tipo Amok suele continuarse en cuadros de
amnesia y agotamiento extremo. Como puede apreciarse, no hay tiempo para el berserker, ni antes
ni después de su furia. Las huellas del tiempo se borran en la amnesia. Las sombras del futuro
oscurecen todo cuanto puede prever mientras se ahoga al lado del drakkar al lanzarse antes de llegar
a tierra. La muerte o la amnesia, como epílogo de la insensibilidad al dolor. ¿Querían futuro? Ahí
tienen. Input tras input de animal spirit. Exuberancia irracional de un yo que ya no calcula. Ruptura
extraordinaria de toda vida ordinaria.
Ahora bien, la sociabilidad del drakkar que se aproxima al pueblo en la penumbra en la
preparación del saqueo no es una que vaya a durar por demasiado tiempo. En ese espacio la
geografía humana se subdivide en dos facciones: aquellos que le aúllan como enajenados a la luna y
empiezan a revolear a ciegas mazazos y filos, por un lado, y los que tienen miedo y desean que
pronto amanezca, por el otro.
Por supuesto que Greenspan y Wooldridge, y los especuladores de fondos de inversión y los
editores de The Economist no quieren todo esto, quizás porque a fin de cuentas no piensan en todo
esto. Ellos simplemente están lanzados a su secuencia ciega de mazazos a ciegas, golpes
indiferenciados, mientras aúllan por las noches que vienen y las vidas que se van. En este contexto
todo se crea, nada se produce, en la forma de inasibles apropiaciones. Sencillamente se trata de un
yo exuberante, saturando toda calculabilidad en su fondo de especulación en torno a derivados y
futuros. Porque hoy, bueno es verlo, hay un mercado de futuros, así como hay un mercado para
cualquier cosa, para cualquier bien o servicio que pueda disponerse o consumirse en el presente.
Lo importante de ese futuro, como derivado, es que nunca llegue del todo para tener que
cancelar y conciliar las cuentas. Ya no hay riqueza en este mundo que pueda emparejarse al futuro
derivado que se multiplica, mientras nada se produce, mientras nada se crea, mientras nada se
apropia. Nada se percibe de la brecha que ya no hay entre una realidad que no existe y una idealidad
que no puede concebirse1.
El asunto es que, como suele ocurrir con las narrativas que configuran la vida social, quienes
hablan están significando mucho más de lo que están diciendo. El rechazo bravucón de las normas
que regulan la vida en común, una reacción victoriano-eduardiana que tomó prestadas ancestrales
figuras de una fisiología de los humores que recorren el cuerpo, se complementa ahora, como
basamento del homo œconomicus, con una vocinglería licantrópica que emplea las imágenes de las
sagas de gigantes y furias asesinas, con la única finalidad de cantar una oda a la insensibilidad
programada ante el dolor de los demás.
Ahora bien, es probable que ya hayan notado que los vikingos no tenían una percepción de

1 Ver imagen “Todo el dinero del mundo”.


fondo del campo histórico, lo cual vuelve inapta a esta narrativa para postularse como un ethos
viable en el contexto actual. Para ellos solo había el presente en el que se maximizaba la disrupción
de corto plazo de la vida en común. En mi opinión la furia de los berserkers como paradigma de la
intervención creativa en el canon elegíaco del capitalismo global representa maravillosamente,
como nada en este momento en el que el horizonte cultural se desfonda hacia su propio vacío, la
tesis de Northrop Frye en torno a la evolución de largo plazo del horizonte de lo narrable (Frye
1977: 94).
En esa tesis la sátira situada e irónica del mandato realista (aquello en lo que se congratulaba
la crítica de costumbres basada en los animal spirits) en algún momento tiene que volver a postular,
contra toda satura y agotamiento, contra toda quietud y aniquilación, un nuevo catálogo de
intensidades. Pero no hay intensidades relevantes, ahora que ya no sabemos imaginar.
El tiempo de lo sobrehumano se reinicia, una vez que nos cansamos de ser irónicos, criaturas
kafkianas humanas, demasiado humanas. Lo sobrehumano vuelve a presentarse, cuando nos
agotamos de detallar nuestra infrahumanidad. La plenitud metafórica de un sueño loco de
licántropos que pueden destruir el mundo calculado hasta el hartazgo es una deriva previsible en el
horizonte de lo concebible, diría Frye, acaso porque llegados al punto de la satura irónica, no hay
tantas cosas interesantes que podamos hacer. El tema son los costos sociales, en términos de
significaciones vinculadas a la vida en común. Y en términos de agenciamiento y pasividad de cara
a las realidades que forjamos a pulso.
Y así, al final del camino, en las teorías espontáneas de una economía libidinal arrojada
hacia un horizonte espiralado de acumulación financiera, una economía como la que Greenspan
ayudó a prohijar, encontramos una contestación curiosa a las preguntas kantianas que constelaron la
Modernidad como proyecto ilustrado. ¿Qué puedo saber?, preguntaba el moderno. Pues, aquí se
dice, en esta amnesia que precede a la auto-aniquilación no podemos saber lo que hemos hecho,
porque los dispositivos sociales que hemos creado exceden en complejidad lo que podemos
aprehender. Como en la paradoja de von Neumann, la creación, lo creado, escapa al creador, y el
autómata se vuelve una entidad más compleja que aquello que la forjó. De allí la “fatal arrogancia”
del intervencionismo económico (Hayek 1967 y 1988; Dupuy, 1998; Lavagnino 2016). ¿Qué debo
hacer? Abonar, diríamos a bordo del barco embriagado, la reversión de la moral hacia un estado de
locura megalómana basada en la disrupción de corto plazo, la insensibilidad al dolor, el aullido
nocturno de los que visten la piel del lobo. ¿Qué me cabe esperar? Sin nada que me religue a los
otros, la muerte por ahogamiento al lado del drakkar, el suicidio, la amnesia, el aniquilamiento
virtuoso del que creando su propia sombra eterna se apropia de una vez y para siempre del
desengaño que trae el mundo. ¿Qué es el hombre? Un malefactor repleto de humores, deseos y
capacidades, que se asombra sísmicamente ante la densidad de su ilusión, y su vanidad,
consumándose al consumirse, agotándose en su realización, amnésico y deseoso de futuros que solo
puede comerciar.
Pero este kantianismo invertido ni siquiera puede recibir el nombre de un mal
nietzscheanismo. En esta saga, como en el resto de las sagas, ya no hay tiempo, porque lo que
ocurre revierte en el tiempo de los dioses y los que no son como nosotros (Frye 1977; 53). Rota esa
sensación de continuidad entre los que narran y los que son narrados, de lo que se habla es de un
mundo que ya no es el nuestro.

Yo no quiero incomodarlos, repito, pero el futuro ya no está al alcance de la mano, no


porque estemos repitiendo el mantra punk del no future, sino porque somos horribles imaginando,
en la disparidad de las autopercepciones. Tan disciplinados estamos creyendo en la bravuconería de
nuestra propia falta de disciplina, a la hora de percibir el torrente secreto que alimenta las sombras
que se nos vienen encima. Al revés de la apuesta punk: nuestro problema es que hay demasiados
futuros en el mercado, a punto tal que ninguno de ellos vale nada.
El tema que nos convocaba era el del futuro. Si me preguntan yo creo que el futuro es un
drakkar lleno de solos lampiños, jugando a que son lunáticos aulladores que usan el lazo social para
asfixiarse recíprocamente. El curso de las cosas en el tiempo es un oleaje que no se alcanza a
entender, y acaso no importa, si no hay puntos cardinales en el centro de la furia ciega. En su auto-
percepción, el lampiño y mesurando agente de fondos de inversión puede verse a sí mismo en su
Stormannsgalkap como un agente de cambio revulsivo, que mediante la destrucción creativa puede
insuflar nueva vida al adormecido cuerpo social, mientras aúlla en la soledad de las lunas,
insensible al dolor de los demás.

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