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TEXTOS NARRATIVA XIX. ANÁLISIS.

TEXTO 1
En el último capítulo de la segunda parte de la novela,
Fortunata sale del convento y se casa con Maxi Rubín, un
muchacho débil y enfermizo. Después de la boda, recuperado
su marido de una de sus crisis, la protagonista sale a pasear.
Iba [Fortunata] despacio por la calle de Santa Engracia y se
detuvo un instante en una tienda a comprar dátiles, que le
gustaban mucho. Siguiendo luego su vagabundo camino,
saboreaba el placer íntimo de la libertad, de estar sola y
suelta siquiera poco tiempo. La idea de poder ir a donde
gustase la excitaba, haciendo circular su sangre con más
viveza. Tradújose esta disposición de ánimo en un sentimiento filantrópico, pues toda
la calderilla que tenía la iba dando a los pobres que encontraba, que no eran pocos... Y
anda que andarás, vino a hacerse la consideración de que no sentía malditas ganas de
meterse en casa. ¿Qué iba a hacer en su casa? Nada. Convenía sacudirse, tomar el aire.
Bastante esclavitud había tenido dentro de las Micaelas'. ¡Qué gusto poder coger de
punta a punta una calle tan larga como la de Santa Engracia! El principal goce del
paseo era ir solita, libre. Ni Maxi, ni doña Lupe, ni Patricia, ni nadie podían contarle los
pasos, ni vigilarla, ni detenerla. Se hubiera ido así... sabe Dios hasta dónde. Miraba
todo con la curiosidad, alborozada que las cosas más insignificantes inspiran a la
persona salida de un largo cautiverio. Su pensamiento se gallardeaba en aquella dulce
libertad, recreándose con sus propias ideas. ¡Qué bonita, verbigracia, era la vida sin
cuidados, al lado de personas que la quieran a una y a quien una quiere!... Fijose en las
casas del barrio de las Virtudes, pues las habitaciones de los pobres le inspiraban
siempre cariñoso interés. Las mujeres mal vestidas que salían a las puertas y los chicos
derrotados y sucios que jugaban en la calle atraían sus miradas, porque la existencia
tranquila, aunque fuese oscura y con estrecheces, le causaba envidia. Semejante vida
no podía ser para ella, porque estaba fuera de su centro natural. Había nacido para
menestrala; no le importaba trabajar «como el obispo» con tal de poseer lo que por
suyo tenía. Pero alguien la sacó de aquel su primer molde para lanzarla a vida distinta;
después la trajeron y la llevaron diferentes manos.
Benito Pérez Galdós, Fortunata y Jacinta.

TEXTO 2
(En el capítulo veinticinco de la novela, Ana Ozones descubre que el
Magistral la ama, y a su vez, es consciente de su amor por Álvaro
Mesía. Desengañada y angustiada, decide huir de ambos, pero se
siente sola y triste y busca ayuda en el auxilio de la fe)
La lluvia, el aburrimiento, la piedad, la costumbre, tra-
jeron su contingente respectivo al templo, que estaba
todas las tardes de bote en bote. No cabía ni un
vetustense más.
Los jóvenes laicos de la ciudad, estudiantes los más, no se
distinguían ni por su excesiva devoción, ni por su impie-
dad prematura; no pensaban en ciertas cosas; los había
carlistas y liberales, pero casi todos iban a misa a ver las muchachas. A la novena no
faltaban; se desparramaban por las capillas y rincones de San Isidro, y terciando la ca-
pa, el rostro con un tinte romántico o picaresco, según el carácter, «se timaban», como

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TEXTOS NARRATIVA XIX. ANÁLISIS.

decían ellos, con las niñas casaderas, más recatadas, mejores cristianas, pero no
menos ganosas de tener lo que ellas llamaban “relaciones”. Mientras el padre
Martínez repetía por centésima vez -y ya llevaba ganados unos cinco mil reales- que
como el dolor de una madre no hay otro, y echaba sin pizca de dolor propio, sobre la
imagen enlutada del altar, toda la retórica averiada de su oratoria de un barroquismo
mustio y sobado, el amor sacrílego iba y venía volando invisible por naves y capillas,
como una mariposa que la primavera manda desde el campo al pueblo para anunciar
la alegría nueva.
Ana Ozones, cerca del presbiterio, arrodillada, recogiendo el espíritu para sumirlo en
acendrada piedad, oía el runrún lastimero del púlpito, como el rumor lejano de un
aguacero acompañado por ayes del viento cogido entre puertas. No oía al jesuita, oía
la elocuencia de aquel hecho patente, repetido siglos y siglos en millares de pueblos: la
piedad colectiva, la devoción común, aquella elevación casi milagrosa de un pueblo
entero prosaico, empequeñecido por la pobreza y la ignorancia, a las regiones de lo
ideal, a la adoración del absoluto por abstracción religiosa. En esto pensaba a su modo
la Regenta, y quería que aquella ola de piedad la arrastrase, quería ser molécula de
aquella espuma, partícula de aquel polvo, que una fuerza desconocida arrastraba por
el desierto de la vida, camino de un ideal vagamente comprendido.
Leopoldo Alas “Clarín”, La Regenta.
TEXTO 3
Forzoso es reconocer, no obstante, que en la
época de la revolución, la exaltación política, la
fe en las teorías llevada al fanatismo, lograba
infiltrarse doquiera, saneando con ráfagas de
huracán el mefítico' ambiente de las intrigas coti-
dianas en las aldeas. Vivía entonces España
pendiente de tina discusión de Cortes, de un
grito que se daba aquí o acullá, en los talleres de
un arsenal o en los vericuetos de la montaña; y
cada quince días o cada mes se agitaban, se debatían, se querían resolver
definitivamente cuestiones hondas, problemas que el legislador, el estadista y el soció-
logo necesitan madurar lentamente, meditar quizá años enteros antes de descifrarlos.
[...]Gobernaban a la sazón el país [Galicia] los dos formidables caciques, abogado el
uno y secretario el otro del Ayuntamiento de Cebre; esta villita y su región comarcana
temblaban bajo el poder de entrambos. Antagonistas perpetuos, su lucha, como la de
los dictadores romanos, no debía terminarse sino con la pérdida y la muerte del uno.
Escribir la crónica de sus hazañas, de sus venganzas, de sus trapisondas', fuera cuento
de nunca acabar. Para que nadie piense que sus proezas eran cosa de risa, importa
advertir que algunas de las cruces que encontraba el viajante de los senderos, algún
techo carbonizado, algún hombre sepultado en presidio para toda su vida, podían dar
razón de tan encarnizado- antagonismo. Conviene saber que ninguno de los
adversarios tenía ideas políticas, dándoseles un bledo de cuanto entonces se debatía
en España.
Emilia Pardo Bazán, Los pazos de Ulloa.

1. Reconoce en los textos aquellas características tanto temáticas, técnicas como


estilísticas que te permitan adscribirlos a una determinada estética literaria.

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