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Análisis crítico de textos visuales
Mirar lo que nos mira
PROYECTO EDITORIAL:

La mirada cualitativa

Director:
José Miguel Marinas

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en la ley, cualquier forma de reproducción,
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con autorización de tos titulares de la pro-
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GONZALO ABRIL

Análisis crítico de textos visuales


Mirar lo que nos mira

EDITORIAL
SÍNTESIS
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© Gonzalo Abril

© EDITORIAL SÍNTESIS, S. A.
Vallehermoso, 34.28015 Madrid
Teléfono: 91 593 20 98
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ISBN: 978-84-975647-9-0
Depósito legal: M. 28.658-2007

Impreso en España - Printed in Spain

Reservados todos los derechos. Está prohibido, bajo las sanciones


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de Editorial Síntesis, S. A.
Lo visible tiene un armazón de invisible, y lo invisi-
ble es la contrapartida secreta de lo visible.
M. Merleau-Ponty

El hombre es el único ser que se interesa por las imá-


genes en sí mismas. Los animales se interesan, pero sólo
cuando éstas los engañan [...]. Cuando el animal se da
cuenta de que se trata de una imagen, se desinteresa por
completo [...]. El hombre es el animal que va al cine.
Giorgio Agamben

Era el acto de mirar lo que le hacía darse cuenta [a


Giacometti] de que se encontraba constantemente sus-
pendido entre la existencia y la verdad.
John Berger
ÍNDICE

Introducción 11

17
CAPÍTULO I Abriendo los ojos

1
•! • Desde dónde miramos 17
1.1.1. Por una perspectiva crítica, sociosemiótica y cultural 19
112
- Algunos presupuestos metodológicos 23
113
- El signo y el interpretante 28
1-1.4. Iconos, índices y símbolos 31

l-2- Lo visual, la mirada y la imagen 34


121
- La visualidady sus metáforas 36
12 2
-- Z¿ mirada 42
1.2.3. ¿ ¿ imagen 47
1-2.4. Conceptos de la imagen 50
1-2-5. ZOÍ imaginarios 59
13
- Textos verbovisuales: integración sinóptica y alegoría 63
1.3.1. Más allá del cuadrángulo: la multidimensionalización
del espacio verbovisual 64
1.3.2. Interacción cognitiva: conceptos y entimemas
verbovisuales 67
1.3.3. Integración conceptual-sinestésica 69
1.3.4. Alegoría: imágenes de conceptos 73

81
CAPÍTULO 2 Un mapa teórico para el texto verbovisual
21
- Las dimensiones textuales 81
211
- El concepto de texto 82
2 12
- - La dimensión pragmática 87
2.1.3. La dimensión semántica 92
21
-4. La inmanentización textual 94
2 2
- - Exoinmanentismo 96
2.2.1. La indicación factorial 97
2.2.2. Ecologías y genealogías del texto verbovisual 100
2 3
- - Praxis y eficacia simbólica 104
2-3.1. La performatividad textual 107
2.3.2. La eficacia simbólica: polarización y condensación 112
2.3.3. Estos patucos no son para caminar 116

CAPÍTULO 3 / choose: cómo leer un texto verbovisual 125

31
- Primera aproximación: la trama visual 125
3
-2. Iconografía y secularización de la imagen 130
3.2.1. Pose y corte 131
3.2.2. El test óptico 135
3-3. El análisis narratológico 136
3.3.1. Entre el mito y la ficción 138
3-3.2. La relevancia narrativa 143
3.3.3. Elpunto de vista de los géneros 147
3.3.4. Los modos de discurso: diégesis, descripción,
argumentación 148
3.3.5. La narratividad 154
3.3.6. Tiempo y espacio de la fábula 156
3.3.7. Cronotopos 160
3.3.8. Los sujetos de la fábula 168
3.3.9. Trama y cualificación temporal 175

3-4. Plano narrativo y plano conceptual: la integración semiótica 180


34.1. Elplano narrativo-figurativo 181
3.4.2. Elplano alegórico-conceptual 182
3.4.3. Pliegues y charnelas 183

3-5. Interpelación y captura de la mirada.


El simulacro interlocutivo 188
3-5.1. Enunciación y discurso visual 189
3-5.2. Identificación primaria y secundaria 194
3-5i.3. La alegoría enunciativa 201
3.5.4. Hacer ver y hacer no ver 203

CAPÍTULO 4 El texto visual como multitexto:


transculturas visuales 211

41- Introducción a la interculturalidad: Borges y la traducción 211

4-2. Para una crítica del colonialismo visual 218

4-3. Multitextualidad, transculturalidad, neoculturalidad 223


4
-4- El texto visual mestizo: dialogismo y antagonismo 227
4.4.1. El Mono y la Centauresa: para una crítica
del multiculturalismo visual 229
4.4.2. Guarnan Poma o la policulturalidad 232
4.4.3. Epilogo en el umbral 240

Bibliografía 245

10
INTRODUCCIÓN

No pretende ser éste un libro más de análisis de la imagen, ni menos


aún de una clase de imágenes. Hay excelentes semióticas regionales
del cine, de la publicidad, de la fotografía o del arte. Aquí intenta-
mos una exploración transversal, que concilie la mirada sociosemió-
tica con el análisis de los procesos culturales para abordar el "texto
visual" como un objeto de estudio por derecho propio. Antecedentes
de esa mirada se pueden encontrar en un Análisis semiótico del dis-
curso (Abril, 1994) que fue publicado por esta misma editorial en un
libro coral sobre metodología de la investigación cualitativa. Pero
entonces primaba el "paradigma lingüístico", y aun toda referencia
a textos o discursos hacía pensar casi automáticamente en textos
literarios, periodísticos, verbales. No sabemos si Mitchel, en 1994,
acertó al dictaminar la nueva vigencia de un "giro de la imagen"
(pictorial turn) que vendría a relevar al anterior "giro lingüístico" del
pensamiento, porque ya éste se había producido en el seno de una
cultura verbovisual. En todo caso hoy se extiende la creencia de
que cierta forma de indagar la comunicación y los textos visuales
desempeña un papel estratégico en el proyecto del análisis y la críti-
ca sociocultural contemporáneos.
A partir del supuesto incuestionable de que la visualidad y las ope-
raciones visuales están culturalmente construidas, algunos autores como
Brea ([ed.], 2005) proponen hoy un campo de "estudios cultural-visua-
les críticos" que parece tratar de reinsertar la dispersión y hasta el des-
concierto de los estudios culturales (que tan exigua significación han
tenido en el campo académico español) en la experiencia estética, cul-
tural y política de la visualidad. Bienvenido sea, y ojalá que no se ago-
te en la mera reterritorialización académica de un conjunto de perspec-
tivas largamente desarrolladas con denominadores tan diversos como:
semiótica visual, estética, iconología, antropología de la imagen, teoría
crítica de la cultura de masas, etc.
Este ensayo metodológico, si es que no hay oxímoron en semejante
denominación, se dirige también a un destinatario colectivo muy diver-
sificado: los textos visuales, en un ecosistema comunicativo y discursi-
vo como el que hoy habitamos, interesan a un gran número de estu-
diosos, especialistas académicos, agentes socioculturales, a sujetos curiosos
y deseantes de toda condición. Pues, parafraseando el enunciado del
severo jorismós platónico, cualquier ámbito del saber sociocultural de
nuestros días parece conminar: nadie entre aquí sin saber leer textos
visuales. Y, la verdad sea dicha, no es tan complicado: las competencias
de lectura que movilizan la mayoría de nuestros textos visuales son ya
parte de un general intellect que, como el viejo Marx pronosticó, se abri-
ría camino con el apogeo de las máquinas inteligentes, hoy en gran medi-
da dotadas de una interfaz visual. Aun así, no estará de más darle un
nuevo hervor a lo ya sabido, buscarle las vueltas, mirar al sesgo lo pre-
supuesto. La investigación social se suele ceñir demasiado al análisis
de textos verbales, incluidas las transcripciones de entrevistas, grupos de
discusión o relatos biográficos. Y cuando se las tiene que ver con textos
visuales (en investigaciones orientadas al marketing, a la publicidad, a
la comunicación política, por ejemplo) frecuentemente recurre a herra-
mientas contenidistas poco precisas y poco sensibles al contexto de pro-
ducción/consumo de tales textos. Incluso en la investigación histórica,
autores tan justamente respetados como Burke (2005), están revalori-
zando el recurso a la imagen como documento. Y sobra decir que al con-
junto de los investigadores e investigadoras de la comunicación les ven-
drá bien considerar la apertura a determinados problemas socioan-
tropológicos que esta pequeña obra quiere ofrecer.
El capítulo 1 pretende avisar al lector de las intenciones y los sesgos
de la perspectiva. Es introductorio y hasta impertinentemente ensayís-
tico en algunas partes, por si puede desalentar cualquier expectativa de
"recetario" metódico, incluso abriendo problemas y preguntas para las
que no hay respuesta posible en el marco de este libro.
Para compensar la dispersión y la prolijidad de los temas sugeridos
en el capítulo 1, en el 2 se propone un "mapa teórico", que por supues-
to no recupera sino una parte de los problemas previamente anuncia-
dos. Quizá la decisión de exponer una aproximación teórica, por más
que se trate efectivamente de un modesto dibujo cartográfico para ma-
rear textos visuales y no de un marco conceptual riguroso y exhaustivo,
precise alguna aclaración. Es obvio que ninguna realidad existe como
algo indiferente a la teoría que trata de articularla. El sujeto cognoscente
tiene acceso a la realidad sólo a través de sus preconceptos y esquemas
(pre)teóricos, y a través del lenguaje en el que unos y otros se deposi-
tan. Si esto se puede afirmar en general, en el caso del análisis de textos
visuales las observaciones del analista están específicamente cargadas
(incluso pretextualizadas) por los presupuestos de una cultura visual, de
un imaginario, de modos históricos de mirar: tres condiciones a las que
ya hemos aludido en el capítulo 1. Los textos visuales siempre se leen
activamente: ni siquiera la mirada incidental del paseante que se encuen-
tra con una valla publicitaria o con un periódico arrojado a una pape-
lera es puramente aleatoria o pasiva. Incluso cuando la voluntad
que rige esa mirada procede de ese fondo ciego, siempre mal conocido,
que escapa al control del sujeto consciente y racional. Quien lee a tra-
vés de los propios ojos es un yo, pero también la instancia impersonal
o transpersonal de un "se" (de "se lee") determinado por pautas aprió-
ricas, normativas, a menudo ideológicas, de atención, selección y aco-
tación de la realidad visible de que se trate.
Sin olvidar que las estructuras lingüísticas, y no sólo la facultad y las
predisposiciones de la percepción, median nuestra relación visual con
el mundo, al menos en la medida en que las representaciones visuales
han de ser sometidas, traducidas -inferencialmente, diría Peirce- lin-
güísticamente cuando tratamos de comunicarlas: "He visto unas aza-
leas en la ventana", que quiere expresar un juicio perceptivo, no es otra
cosa que un enunciado lingüístico. El recurso a la ékfrasis, la traducción
verbal de una experiencia visual, es un expediente común en la vida coti-
diana de los videntes, no una rareza retórica inventada por Homero para
describir el escudo de Aquiles.
Hablar de lenguaje, respecto a la mediación de la percepción vi-
sual, como hacerlo respecto a la exposición misma del marco teórico y
de los presupuestos metodológicos en este libro, supone reconocer el
papel de las taxonomías conceptuales, culturalmente variables, que los
lenguajes contienen y articulan. Se podría creer que la función taxo-
nómico-categorial del lenguaje arraiga exclusivamente en la estructura
léxica de la lengua. Sin embargo las estructuras sintácticas mismas, en
la medida en que no hay en los lenguajes naturales una sintaxis clíni-
camente pura, libre de implicaciones protosemánticas, contienen ya
discriminaciones categoriales fundamentales; por ejemplo, la distin-
ción entre "relación atributiva" y "predicativa" implica una distinción
taxonómica básica: la que se da entre "estado" y "acción", entre "cua-
lidad" y "agencia", etc. Damos así razón a la hipótesis de la "narrativi-
dad" a que aludimos en el capítulo 3: a cierto nivel de análisis cual-
quier texto, lingüístico o verbal, responde a una matriz narrativa, de
„ "actores y acción", como decía Nietzsche. En el texto visual, incluso al
"§ nivel aparentemente más irreductible de los contrastes plásticos (de
> contornos, colores, escalas) puede reconocerse un sentido protonarra-
•g tivo que el lector es capaz de parafrasear en términos como éstos: "Pare-
.g ce que el amarillo pugna por imponerse al negro" o "la forma delgada
.8 parece aplastada por la triangular que se le superpone". La pintura, figu-
" rativa o abstracta, pero también el cine, no han dejado de aprovechar
= y desarrollar esos significados tan imprecisos como eficaces para pro-
< ducir efectos dramáticos complejos.
14
Un ejemplo central, un anuncio de cigarrillos, va siendo visitado a
modo de leitmotiv en el capítulo 3, aun cuando otros muchos motivos
aparezcan incidentalmente para ejemplificar tal o cual fenómeno tex-
tual particular. En el 2, sobre el mapa teórico, hemos afirmado la nece-
sidad de estudiar el texto visual en sus contextos prácticos, tanto micro
como macrosociológico. De los métodos y estrategias tendentes a es-
clarecer estas dimensiones no podemos ocuparnos, como es obvio, en
el capítulo 3. De algún modo venimos a sugerir lo indispensable de la
pluri y transdisciplinariedad: a la hora de analizar, como aquí reclama-
remos, un texto publicitario, o didáctico, o judicial, o propagandístico,
habrá que atender al marco institucional, económico, político, etc. en
que tal texto se produce y se interpreta. También a las condiciones "etno-
metodológicas" del contexto más inmediato en que el texto se efectúa
como discurso social: cuáles son las actividades reales, situadas e inter-
dependientes de los sujetos que hacen e interpretan esos textos, cuáles
las racionalizaciones que dan de él en el proceso comunicativo, etc. Reco-
nocer la necesidad de la pluridisciplinariedad es, pues, dar por supues-
to, con merecida humildad, lo limitado de nuestra perspectiva. Ham-
burger (1986: 40), ha denominado cesura a esta forma de discontinuidad,
que impide al investigador "unificar totalmente los resultados que obtie-
ne sobre el mismo objeto, en escalas y con métodos diferentes". Recono-
cemos esas cesuras, y precisamente por ello no dejamos de invitar a cru-
zar los puentes de estos archipiélagos metodológicos que son las llamadas
ciencias sociales y humanas.
El capítulo 4, por fin, se propone abrir la problemática de la inter-
culturalidad en el texto visual: invitando a una lectura de los discursos
visuales mestizos de la época colonial, pretende activar, una vez más, la
inteligibilidad del presente y su conmoción crítica, en una era en que
la diversidad cultural puede servir de alimento a los mejores sueños y a
las peores pesadillas.
Enseguida se verá que hemos renunciado a una exposición indefec-
tiblemente cientifista, y aún más a expender recetas que desconocemos.
Pero, aun cuando la exposición tenga en muchos momentos un tono
ensayístico y hasta rapsódico, hemos tratado de que a lo largo de todo
su recorrido broten los manaderos de tres corrientes subterráneas: la de
los contextos teóricos (los conceptos que nos parecen más determinan-
tes se han señalado en cursiva); la de la metodología, orientando hasta
donde nos es posible algunas perspectivas de investigación, la justifica-
ción de la selección de los fenómenos y de sus correspondientes criterios;
y la del aparato más estrictamente analítico, los métodos propios de
nuestra perspectiva transdisciplinaria, que son en general oriundos
de la semiótica, de la antropología cultural y de la sociología.
A quienes nuestra empecinada autoidentificación semiológica les
resulte inconsistente con tanto culturalismo y tanto sociologismo, hemos
de decirles que no aceptamos otra lealtad semiótica que la que sobre-
viva a una infidelidad tan reiterada como indispensable al inmanen-
tismo textual: a este respecto hablamos de "exoinmanentismo" en el
capítulo 2. Si somos de profesión peirceana o greimasiana, es más fácil
de responder: como los buenos vinos tintos y los buenos vinos blancos,
cada encuadre semiótico debe encontrar su lugar y su momento, y hemos
tratado de distribuirlos razonablemente (los enfoques, no los caldos) en
este trabajo.
La abundancia de citas y de referencias bibliográficas nos preocupa:
hemos querido abrir muchas ventanas a lo largo del corredor, construir
este texto como un hipertexto que no se cierre demasiado internamen-
te. Pero el lector puede sentir estorbada la continuidad de su lectura por
tantas referencias. Ojalá que la incomodidad se vea compensada por el
potencial informativo de la bibliografía.
Muchos ejemplos reproducen imágenes multicolores. La traducción
al blanco y negro obligará a hacer ciertas inferencias cromáticas al lec-
tor. Pero tenga presente que en general leer textos visuales, mirar lo que
nos mira, no consiste sino en hacer inferencias.
CAPÍTULO 1
ABRIENDO LOS OJOS

i-i- Desde dónde miramos

Nuestra perspectiva sobre el texto visual quiere ser interdisciplina-


ria; un desiderátum que, casi provocador hace unos cuantos años,
hoy constituye una premisa trivial en la presentación de la mayoría
de los estudios de ciencias sociales. La colaboración entre disciplinas
ha de venir guiada por algún principio de jerarquía epistemológica
y a la vez por una cierta audacia metodológica que salga a la bús-
queda de las supuestas homologías y correspondencias interdiscipli-
narias. Como no es éste el lugar para un debate epistemológico y
metodológico suficientemente riguroso, proponemos sin más que el
análisis del texto visual se sustente en "una teoría de la sociedad plan-
teada en términos de teoría de la comunicación y nucleada en tor-
no a la problemática del sentido", conforme a una propuesta de
Habermas (1989: 19), que aún nos parece válida para el conjun-
to de las llamadas —con cierta imprudencia en el sustantivo- cien-
cias de la comunicación.
Es la problemática del sentido la que permite hallar los espacios de
correspondencia entre distintas disciplinas, a partir de algunos presu-
puestos teóricos generales que también son invocados por Habermas
(1989: 20-26): la interpretación del comportamiento como intencio-
nal, dirigido u orientado por normas que rigen "en virtud de un signi-
ficado intersubjetivamente reconocido" y la opción, frente al mero con-
vencionalismo, por un esencialismo que Habermas quiere encontrar no
en las estructuras de una "realidad objetivada", al estilo del viejo obje-
tivismo, sino en las estructuras del "saber implícito de sujetos que juz-
gan competentemente". Por eso la mirada semiótica que propugnamos
en estas páginas no apunta tanto a saber "qué significan" los textos visua-
les cuanto a investigar los modos y los medios por los que llegamos a
atribuirles tales significados, o lo que es lo mismo, los procesos de senti-
do en que intervienen.
Cierto es que al hablar de significado, de saber y de competencia,
Habermas presupone un paradigma lingüístico. Nosotros tratamos de
remitir a un marco semiótico más amplio, en el que:

a) Lo visual no es sólo cierta "sustancia de la expresión", sino en sí


mismo un ámbito de sentido intersubjetivamente construido y
un espacio de pensamiento.
b) La extensión de lo visual no alcanza sólo a los objetos textuales
explorados tradicionalmente por la semiótica de la imagen, sobre
todo en el contexto de la comunicación de masas, o por la ico-
nología, en el de la historia del arte, sino también a la experien-
„ cia visual en cualquiera de sus formas antiguas y modernas, excep-
§ dónales o cotidianas.
> c) Las categorías de texto y discurso (generalmente sinónimas, aun
•£ cuando conviene a veces reservar la primera a una definición for-
.g mal del discurso, y la segunda al proceso de enunciación, de actúa-
.8 lización de las estructuras textuales) sustentan hoy la posibilidad
" de desarrollar homologías y correspondencias interdisciplina-
= rías, de levantar puentes interteóricos en el archipiélago de los
< conocimientos múltiples sobre la experiencia cultural de lo
18
visual. Nuestra opción por el análisis del "texto visual" (y no de
"la imagen", los "signos" o las "representaciones" visuales) parte
de esta premisa.
d) Si en la perspectiva de la semiosis ilimitada peirceana, a la que
enseguida nos referiremos, la interpretación es un momento o
una fase en el desplazamiento de una red interpretativa en que
el intérprete interviene, los textos visuales han de verse también
como formas fluyentes, dinámicas, nunca plenamente determi-
nadas, en redes textuales movedizas en el tiempo de la historia y
en los espacios de la cultura.

1- '• '• Por una perspectiva crítica, sociosemiótica y cultural

Benveniste (1977), siempre magistral, aunque también restringido al


paradigma lingüístico, trazó en "Semiología de la lengua" una célebre
distinción teórica entre el "modo semiótico y el modo semántico de la
significancia". El primero es el dominio del signo, entendido confor-
me a los supuestos funcionalistas, y por ello la semiótica se ha de limi-
tar a identificar unidades, marcas distintivas y criterios de distinción.
El "modo semántico", empero, concierne al proceso comunicativo, a
la enunciación, al universo discursivo. Su propósito final es justamen-
te "superar el signo". En gran medida la perspectiva que aquí propug-
namos como "sociosemiótica" coincide con el modo "semántico" ben-
venisteano.
La nuestra quiere ser también una "metodología visual crítica" en el
sentido en que la propone Rose (2001: 3), como una estrategia orien-
tada a analizar el texto visual en términos de su significación cultural,
las prácticas sociales y las relaciones de poder en que está involucrado.
Esto supone pensar en las formas de ver e imaginar desde el punto de
vista de "las relaciones de poder que producen, son articuladas por ellas,
y también por ellas desafiadas".
Una perspectiva sociosemiótica, cultural y crítica, en negativo,
supone reconocer las limitaciones de un análisis formal y puramente
"inmanentista" del texto visual (cuestión metodológica que abordare-
mos con más detalle en el capítulo 2). Pues podemos, por ejemplo, ana-
lizar un retrato fotográfico atendiendo a sus propiedades plásticas: su
composición, luminosidad, color, etc. (e inferir de ellas, secundaria-
mente, y saliendo del marco metódico de la semiótica, la tecnología
fotográfica de que se sirvió el autor o la fecha aproximada en que reali-
zó la toma). Podemos también analizar el contenido icónico de la foto:
qué sujetos y objetos reconocibles se representan en ella; y hasta algu-
nos elementos retóricos interesantes: el plano de la toma, la relación del
personaje con el escenario, etc. Pero sin algunas preguntas y conoci-
mientos suplementarios en torno a las concepciones espaciales de la épo-
ca, a las disciplinas gestuales y faciales que se inculcaban a los miembros
de según qué clase social, edad o género, a los usos sociales del retrato,
al papel del decoro en la representación pública de la persona, etc. nues-
tra interpretación resultará muy limitada: su contenido de conocimiento
histórico y cultural será tan bajo que probablemente tendría el mismo
valor - o la misma invalidez- aplicándose a contextos socioculturales y
temporales muy diversos.
Así pues, las características observadas en el retrato pueden y deben
cotejarse, por ejemplo (y tal como propone Bourdieu, 1991), con los
modos de inculcación de la cultura en el porte y las maneras corporales,
con la conformación moral de la representación personal propia
de una época y de una cultura de clase, con la posible reivindicación de
prestigio asociada a cierta práctica histórica de la fotografía, etc. Aún
más, el texto fotográfico puede adquirir un valor no sólo documental
sino también heurístico, de producción de conocimiento, para indagar
precisamente esa clase de significados, si se construye un contexto inter-
pretativo adecuado. Así, en su hermoso análisis de una foto de Sander
que muestra a tres campesinos trajeados camino del baile, Berger (1987:
35-43) acierta a reconocer la representación de la "hegemonía de clase",
del pacto o la aceptación que a principios del siglo XX llevó a las clases
trabajadoras a hacer suyos determinados modelos y valores de la bur-
guesía, aun resistiéndose y negociándolos al mismo tiempo de forma sutil
en el terreno mismo del gesto, de la performance corporal y expresiva.
Ortiz García (2005: 194) observa que a mediados del siglo XX las
madres comienzan a ejercer de fotógrafas de sus hijos, como parte de
una ampliación de las tradicionales atribuciones sociales de las mujeres
en relación con el mantenimiento de las relaciones familiares. Proba-
blemente, añadimos por nuestra cuenta, ese ejercicio supuso también
una oportunidad de reapropiación y modificación de la cultura visual
moderna para muchas de ellas. La misma autora advierte que los álbu-
mes familiares excluyen las representaciones fotográficas relativas al dolor,
la miseria, la disputa, la enfermedad, la muerte o el sexo. Por eso el bebé
suele ser fotografiado en el momento del baño, no en el del cambio de
pañales (Ortiz García, 2005: 198). Ejemplos como estos dos últimos
remiten a otro compromiso fundamental: el que el análisis debe adqui-
rir con lo que no se ve porque pertenece al "punto ciego" de la enun-
ciación (como ef espacio y Ja identidad de ía fbtdgrafa) o porque forma
parte de lo excluido, inarchivable, invisibilizable para un orden socio-
cultural dado. Aun así, y del mismo modo que el silencio de lo no dicho
actúa siempre sobre el sentido de lo que se dice, lo no visto y lo invisi-
bilizado determinan el sentido de lo que el texto visual da a ver.
A lo largo de toda su obra Bajtin mostró que la palabra es deposi-
tarla de voces socioculturales en las que quedan traducidas y representa-
das las formas múltiples de la memoria y la experiencia social. Algo aná-
logo puede decirse de las actividades y creaciones de la visión,
considerando al ojo humano, no menos que al lenguaje, como un órga-
no social y colectivo (Caro Baroja, 1990). Franz Boas podría haber dicho
que el ojo es un órgano de la tradición (Price, 1993: 41), pero esta afir-
mación tendría que matizarse en dos sentidos:

a) Primero, reconociendo una pluralidad de las tradiciones que, al


menos en las sociedades contemporáneas, remite a diversas cul-
turas visuales y/o culturas de la mirada yuxtapuestas, superpues-
tas y también alternativas. Taléns (1998), ha llamado la atención
sobre la multiplicidad de las culturas cinematográficas que nos
autoriza a hablar legítimamente de, por ejemplo, un cine nor-
teamericano frente a uno europeo como modos alternativos de
la representación y el discurso cinematográfico. Otro ejemplo:
hoy se discute, incluso apasionadamente, sobre culturas visuales
generacionales no menos diferenciadas y en plena disputa sim-
bólica: la de los jóvenes videojugadores impregnados de cultura
audiovisual digital y la de los adultos educados en la recepción
cinematográfica y televisiva clásicas.
b) En segundo lugar, las tradiciones que domestican el ojo están
indisolublemente ligadas a tecnologías históricamente determi-
nadas de la visión, y por tanto a procedimientos ópticos y audio-
visuales que conforman modalidades también históricas del sen-
sorio-, modos de ver, percibir y sentir. Así que Boas podría haber
afirmado que el ojo es un órgano de la tradición, pero Walter
Benjamín, y tras él otros muchos críticos posteriores, añadirían
que el ojo contemporáneo ha sido adiestrado por la tecnología,
primero la de la fotografía y el cine, luego por el vídeo, después
por la imagen digital y la realidad virtual, con efectos tales que
ha devenido también en un órgano epistémico, estético y moral
de la modernidad.

Benjamin (1982-1936) advirtió lúcidamente que la modernización


tecnológica de la visión propiciada por la reproducción industrial abría
nuevas perspectivas democráticas y emancipadoras a las "masas" con-
temporáneas, pero también denunció que los proyectos estético-polí-
ticos del fascismo de aquellos años traicionaban in nuce tales posibili-
dades, devolviendo el dispositivo cinematográfico al servicio de un
ritual político degradado. En un sentido análogo, el retrato fotográfi-
co de las nuevas élites económicas en la segunda mitad del siglo XIX
había permitido su legitimación, en una modalidad reaccionaria de pre-
servación en la memoria que trataba de heredar el prestigio del retrato
pintado, y con él el aura de las viejas élites aristocráticas. Como anali-
zan Chicharro y Rueda (2005: 110), esa forma de fotografía fijó "una
representación individual capaz de ser interpretada en términos de capi-
-<0
tal simbólico, igual que lo hiciera la imagen pictórica naturalista antes
< de la revolución liberal".
22
Así que los efectos inducidos por la extensión tecnológica de la visión
y de las facultadas sensoriales en general, no son lineales ni unilaterales,
sino extraordinariamente complejos, y siempre mediados por los cam-
bios económicos, políticos e institucionales de las sociedades. Para em-
pezar es incluso dudoso que existan medios exclusivamente visuales.
Mitchel (2005: 17) recuerda que ya Aristóteles anticipó la idea de
que los medios son siempre mixtos, siempre multimedios, al entender
el drama como combinación de lexis, melosy opsis (palabra, música y
espectáculo).
Jameson (1989: 184-185) retomando la afirmación marxiana de la
historicidad de los sentidos, ha llegado a conjeturar alteraciones percep-
tivas y cognitivas de nivel macroscópico en la cultura de la modernidad:
los procesos de estetización del siglo XIX fueron en alguna medida tras-
tornos de la economía libidinal vinculados a la mercantilización-cosifi-
cación capitalista. Con el proceso industrial de división del trabajo las
funciones racionales y cuantificadoras de la mente se vieron extraordi-
nariamente favorecidas, en detrimento de ciertos "poderes mentales
arcaicos". Ello supuso la represión de la experiencia estética durante
la industrialización, por ejemplo, la coerción del sentido culinario, de
la "libido gastrómica", en Gran Bretaña y en Estados Unidos. La "des-
perceptualización" operada en las ciencias, prosigue Jameson, condujo
a cierta relajación de las energías perceptivas. Pero la "inusitada capaci-
dad excedente de percepción sensorial" se reorganizó necesariamente en
una actividad nueva y autónoma, que produjo sus propios objetos espe-
cíficos. Así emergieron géneros como el paisaje pictórico, en que la visión
de un objeto tradicionalmente insignificante sin la presencia humana
adquirió valor por sí misma. Ejemplarmente el impresionismo ofreció
el ejercicio de la percepción y de la recombinación perceptual de los
datos sensoriales como un fin en sí mismo.

l,
-2 Algunos presupuestos metodológicos

De la metodología semiótica que aquí propugnamos se puede decir lo


•asmo que Velasco y Díaz de Rada proponen respecto a la lógica de la
investigación etnográfica: la operación de interpretar no es alternativa
a la de explicar, según la vieja dicotomía de Dilthey (1986) entre la
erklaren, propia de las ciencias naturales, y la verstehen de las ciencias
del espíritu, sino que se trata de una actividad de relación, de enmarca-
miento en conjuntos de reglas, de reconstrucción, siempre parcial, de
estructuras simbólicas subyacentes. La interpretación no procede, según
señalaba Geertz (1988) (haciendo referencias indirectas al funcionalis-
mo, a la escuela de "cultura y personalidad" y al estructuralismo), como
la taxidermia de un organismo, el diagnóstico de un síntoma o el des-
cifrado de un código, sino del mismo modo en que "se penetra un tex-
to" (Velasco y Díaz de Rada, 1997: 41-72).
Es de particular importancia para nuestra metodología el desmen-
tir que la interpretación semiótica tenga algo que ver con "descodificar
mensajes". Para la concepción de los procesos comunicativos a que invi-
taba el viejo modelo E—>M—>R (emisor—»mensaje—>receptor), la fun-
ción receptiva consiste en un reconocimiento por parte del receptor de
los signos codificados por el emisor, conforme a una especie de refe-
réndum semántico. Contrariamente, aquí entendemos que las activi-
dades emisiva y receptiva son interdependientes, se condicionan entre
sí: el sujeto que produce un texto normalmente ha de anticipar estraté-
gicamente la interpretación-respuesta de su destinatario; al interpretar-
lo, éste propone ciertas hipótesis sobre los propósitos del sujeto pro-
ductor, sobre la forma textual y el contexto, etc. La imagen de un juego
de estrategia proporciona una representación más adecuada de esas rela-
ciones que la metáfora de la transmisión telegráfica, sugerida por el
modelo E—>M—»R. Como explicamos en otro lugar (Abril, 2005: 22),
el emisor y el receptor, según la "ilusión telegráfica", son instancias va-
cías que realizan funciones meramente operativas y formalmente rever-
sibles: codificar y descodificar. Los códigos, lógicamente anteriores a los
mensajes y a la naturaleza específica de cada escenario comunicativo,
garantizan que la comunicación se lleve a cabo como una simple trans-
ferencia de información.
Más que de emisor y receptor (dos conceptos que arrastran la con-
notación mecánica del contexto original en el que fueron propuestos:
una teoría de la ingeniería de las comunicaciones), habría que hablar
de los sujetos de la comunicación como coenunciadores, que llevan a
cabo una acción conjunta de producción de sentido, de cuyo proceso y
consecuencias (en términos de relación social, de resultados cognitivos,
afectivos, etc.) son indistintamente responsables. Desde luego los suje-
tos comunicativos recurren a códigos, gramáticas, reglas o convencio-
nes muy variadas, pero los aplican con un sentido contextual, es decir,
flexiblemente orientado a las características de la situación y de la rela-
ción comunicativa en la que intervienen. Los agentes sociales de la comu-
nicación no son, pues, operadores vacíos que codifican y decodifican,
sino sujetos comunicativamente competentes.
Desde el célebre trabajo de Hymes (1974) se llama competencia comu-
nicativa a esa capacidad de producir/interpretar expresiones lingüísticas
de forma razonable y contextualizada, que supone el conocimiento implí-
cito de normas psicológicas, culturales y sociales. Obviamente, el con-
cepto puede y debe extrapolarse a cualquier forma de comunicación y
respecto a cualquier clase de textos. Ahora bien: la interpretación siem-
pre se hace en los términos de o por referencia a una práctica discursiva
y social determinada, como más adelante explicaremos. No es lo mismo
realizar, o analizar, una fotografía de tamaño carné para el pasaporte
que una fotografía "artística" destinada a una correspondencia amoro-
sa o a una exposición pública. Nuestra competencia comunicativa se
aplica, precisamente, a producir las interpretaciones diferenciadas que
dictan y a la vez definen esas prácticas.
Así pues, volvemos a hacer nuestros tres principios semiótico-dis-
cursivos de Eco y Fabbri (1978: 570):

a) los destinatarios no reciben mensajes particulares recono-


cibles, sino conjuntos textuales;
b) los destinatarios no comparan los mensajes con códigos
reconocibles como tales, sino con conjuntos de prácticas
textuales (...) (en el interior o en la base de las cuales es
posible sin duda reconocer sistemas gramaticales de reglas,
pero sólo a un ulterior nivel de abstracción metalingüís-
tica);
c) los destinatarios no reciben nunca un único mensaje: reci-
ben muchos, tanto en sentido sincrónico como en sentido
diacrónico.

Tomando prestadas algunas reflexiones de Langer (1998: 43) se


puede decir también que como método analítico, y ya no sólo como
una metodología que orienta estrategias de investigación, la semióti-
ca supone que el texto es "multiacentuado" y nunca definitivamente
fijado. El sentido es fluido, y aunque algunos discursos parecen cerrar
regularmente sus posibilidades, el texto normalmente funciona como
un sistema de significación multiestructurado, que se mueve de nivel
en nivel, de forma que sus denotaciones se hacen connotaciones en
progresión infinita. Así nunca se llega a una lectura final. La lectura
de una semiótica crítica nunca llega a ser repleta ni cumplida, ni pre-
tende descubrir sentidos ocultos y sacarlos a la superficie. Más bien
trata de actuar con cierto grado de rigor y complejidad, comprender
la configuración y estructura de los textos y mantener la atención res-
pecto a las relaciones de poder involucradas en ellos, lo que podría-
mos denominar, usando la expresión de Jameson (1989) su "incons-
ciente político". Con frecuencia, por cierto, la propia apariencia cerrada
y definitiva del texto es un síntoma político de primer orden: de algu-
na operación de poder que trata de blindarlo como doctrina, canon o
texto de autoridad.
Hemos de refrendar, pues, los supuestos metodológicos que expu-
simos en otro lugar (Abril, 2005): hay que tomar en consideración las
condiciones histórico-culturales de producción, distribución y consumo-
recepción de los textos visuales, lo cual supone:

a) En primer lugar, leerlos contextualmente, es decir, interpretarlos


en el marco de las instituciones, prácticas, modelos textuales y
entornos técnicos en que son objetivados e intercambiados. En
ese mismo sentido propugna Thompson (2002: 203) la pers-
pectiva del que denomina "análisis cultural": el estudio de las for-
mas simbólicas, que son acciones, objetos y expresiones de muy
diversos tipos, "en relación con los contextos y procesos históri-

26
camente específicos y estructurados socialmente en los cuales, y
por medio de los cuales, se producen, transmiten y reciben tales
formas simbólicas".
b) En segundo lugar, interpretarlos reflexivamente, es decir, por refe-
rencia a los efectos que, en tanto que prácticas textuales, produ-
cen sobre su propio contexto. Y aún más, teniendo presente que,
sea cual fuere nuestra perspectiva, también ella tendrá un carác-
ter contextual y reflexivo, y por tanto histórico-culturalmente
determinado.
Para una perspectiva semiótica lo más importante no es saber
qué significa determinado texto, sino a través de qué medios,
procesos interpretativos, recursos semióticos y extrasemióticos
llegamos a atribuir tal o cual sentido a ese texto; cómo forman
parte de ese proceso nuestra memoria semiótica, nuestra "enci-
clopedia" y nuestros presupuestos ideológicos. Cómo esa inter-
pretación varía según el campo de interacción y el contexto insti-
tucional en que tiene lugar. El discurso interpretativo adquiere
sentido, como todo discurso, en un determinado marco de rela-
ciones interlocutivas, y éstas aparecen siempre determinadas por
un marco institucional. Es, pues, importante tratar de justificar
nuestras interpretaciones en relación a las prácticas interpretati-
vas en que las llevamos a cabo.
c) En tercer lugar, interpretar el texto discursivamente, como pro-
ducido por un sujeto (individual o colectivo, autorreferente o
no, mejor o peor identificado) que en él actúa y a la vez se cons-
tituye como agencia enunciativa en unas determinadas coorde-
nadas espaciotemporales y en relación a reales o virtuales agen-
cias enunciatarias (destinatarios). Thompson (2002: 206) reconoce
esta intervención subjetiva y la estructura comunicativa en que
se produce como un presupuesto de toda forma simbólica: "La
constitución de los objetos como formas simbólicas presupone
que sean producidos, construidos o empleados por un sujeto para
dirigirlos a un sujeto o sujetos".
;. 1.3. El signo y el interpretante

La semiótica de Peirce, algunos de cuyos conceptos fundamentales trae-


remos a la memoria en este y el siguiente apartado, se sustenta sobre una
teoría de las categorías, en la misma tradición filosófica que, desde Aris-
tóteles a Kant, había tratado de catalogar ios modos fundamentales de
presentarse algo a la conciencia, o dicho de otro modo, los conceptos
más generales desde los que se pueden subsumir los fenómenos. Peirce
propone su breve repertorio de sólo tres "categorías faneroscópicas" (es
decir, fenoménicas): primeridad, segundidad y terceridad, conforme al
"arte de hacer divisiones triádicas" al que el filósofo norteamericano lla-
mó "tricotomía".
Pues bien, "una cosa considerada en sí misma es una unidad. Una
cosa considerada como correlato o dependiente, o como un efecto,
es segunda con respecto a algo. Una cosa que de algún modo pone
en relación una cosa con otra es un tercero o medio entre las dos"
(Peirce, 1999 [1888]). Tal como se expone en el cuadro 1.1, la catego-
ría de la primeridad corresponde a la cualidad y a lo posible; la segun-
didad, a la existencia, el mundo fáctico, lo individual; y la terceridad es
la categoría de la ley (la convención), la mediación y la representación.
Si pensamos en el color verde, o lo verde, como una cualidad por sí mis-
ma, tomada abstractamente, no dada como una propiedad de un obje-
to o en una experiencia actual, tenemos un ejemplo de verde según la
primeridad. Si atendemos ahora a este verde, el de tal chaqueta o cual
hoja de árbol (y por tanto relacionamos ya la cualidad con una segun-
da cosa, sustancia, acontecimiento, etc.), tenemos un verde según
la segundidad. Si pensamos, por fin, en el verde como color de los
símbolos ecologistas, estamos ante el verde como terceridad. La terce-
ridad es la categoría propia del signo, lo cual significa que el signo es
antes que nada convención, mediación y representación.
Como concepto más bien cardinal que ordinal, la terceridad presu-
pone o incluye la segundidad, y ésta la primeridad. Pero la terceridad
no puede ser reducida a una conjunción de segundidades. Tal como
explica Deledalle (1978: 209-210) comentando un ejemplo de Peirce,
"A da B a C" (acción triádica) no es reductible a "A arroja B y C recoge
B" (doble acción diádica). El propio Peirce decía que en la terceridad se
trata de una "especie de ley" y de una "especie de don", anticipando, sor-
prendentemente, con su concepción de la mediación semiótica, la teo-
ría del intercambio simbólico que sería expuesta por Marcel Mauss (1971)
en los años veinte. La acción de detenerse delante de un semáforo en
rojo no es reductible, según esta formulación, a la doble acción de "ver
una luz roja" más "detener el paso": hay un momento de mediación que
viene dado por el reconocimiento de un mandato convencional que cifra
en la luz roja la prohibición de seguir adelante.
El signo supone por ende un momento de primeridad: una cualidad
o signo posible, al que se denomina representamen; uno de segundidad:
la asociación a otra cosa, el objeto; y la mediación que permite relacio-
nar los dos anteriores, el interpretante. La célebre formulación de Peir-
ce (1974: 22) dice:

[...] el representamen es algo que para alguien representa o se refiere


a algo en algún aspecto o carácter. Se dirige a alguien, esto es, crea
en la mente de esa persona un signo equivalente, o tal vez, un sig-
no más desarrollado. Este signo creado es lo que yo llamo el inter-
pretante del primer signo. El signo está en lugar de algo, su objeto.
Está en lugar de ese objeto no en todos los aspectos, sino sólo en
referencia a una suerte de idea, que a veces he llamado fundamento
(ground) del representamen.

Conforme a tales operaciones, se produce un proceso recurrente que


acaso constituye el aspecto más popular de la semiótica peirceana: la
semiosis ilimitada a la que el propio filósofo caracteriza así: el signo es
"cualquier cosa que determina a otra cosa (su interpretante) a referirse
a un objeto al cual ella también se refiere (su objeto) de la misma mane-
ra, deviniendo el interpretante a su vez un signo, y así sucesivamente ad
btfinitum" (Peirce, 1974: 59).
El objeto es, en la acepción más amplia, cualquier cosa que puede
• r representada; pero en un sentido más restringido, el objeto inmedia-
•», es algo tal como es representado por el signo mismo, y así plena-
mente determinado por su representación en el signo: por ejemplo, ade-
más del personaje Rembrandt, objetivado por el conjunto de los suce-
sivos autorretratos del pintor, podemos reconocer cada Rembrandt depen-
diente de la fisionomía, expresión, edad, atuendo y faceta del rostro,
según el ángulo, la luz, etc. con que es captado como objeto inmediato
en los sucesivos autorretratos particulares (el de 1640, el de 1661, el de
1669, etc.).
También el interpretante puede ser analizado según sus tres moda-
lidades: inmediato, dinámico y final, de las cuales la primera viene a equi-
valer a un significado, la segunda a un efecto y la tercera a un hábito, el
que se produciría si el interpretante pudiera ejercerse plenamente. En
el nivel del interpretante final se apunta el momento de la plena absor-
ción institucionales, los signos, aquel en el que vienen a replegarse refle-
xivamente sobre el propio proceso de significación para constituir un
universo simbólico (véase el apartado 2.1.3) o un "tercero simbolizan-
te" capaz de determinar el comportamiento como actividad o práctica
institucionalizada.
Pero retengamos, sobre todo, la idea de que un interpretante es otro
signo que traduce al anterior engranándolo en un proceso de sentido.
En el chiste de El Roto (figura 1.1), los personajes pueden ser identifi-
cados como "trabajadores" o "sindicalistas" en virtud de la movilización
de diversos interpretantes: los rasgos fisonómicos y vestimentarios, su
actividad conjunta de cargar, la referencia lingüística a una huelga, el
escenario industrial. Pero cada uno de estos signos puede ser nueva-
mente traducido por otros interpretantes en una red semiótica más
amplia: por ejemplo, la gorra con visera remite a una iconografía que
echa raíces en la épica del movimiento obrero del siglo XIX, etc.
Este proceso de traducción o interpretación que necesariamente res-
ponde a una lógica no deductiva, puesto que permite la creación y se
abre a la conjetura y a la extrapolación, fue profundamente trabajado
por Peirce bajo la categoría de la abducción (remitimos para una expo-
sición con mayor pormenor y autoridad a Castañares (1994: 152-155),
que no sólo se aplica en los procesos de la creación científica, por ejem-
plo, en la formulación de hipótesis, sino también en el ejercicio común
Figura 1.1. Chiste de El Roto.

de la racionalidad cotidiana y, por supuesto, de la creación artística. Si


el razonamiento según la terceridad, la deducción, responde a la forma
modal del debe ser, la necesidad, el que corresponde a la segundidad es
la inducción, que atiende al es, la facticidad, mientras que la abducción,
primera, expresa el puede ser o posibilidad (Genova, 1997). Se trata,
según las propias palabras de Peirce (citadas por Deledalle, 1987: 78),
de un método de predicción general sin seguridad positiva de éxito ni
en un caso particular ni en general, pero que se justifica por suminis-
trar la única esperanza que tenemos de dirigir racionalmente nuestra
conducta.
Es esta racionalidad, por cierto, la que nos permite servirnos de
códigos, pero yendo siempre más allá de una pura operación de codi-
ficación/descodificación, es decir, llevando a cabo inferencias y razo-
namientos o argumentaciones probables.

,
- ' * Iconos, índices y símbolos

Aunque la tipología de los signos de Peirce es más rica y compleja, aquí


sólo tendremos en cuenta los tres tipos de los que suelen ocuparse los
teóricos de la imagen, y cuya definición se establece, aplicando las tres
categorías peirceanas, según la relación que el representamen entabla
con el objeto (cuadro 1.1).

a) Un icono es un signo que mantiene con su objeto una relación


de semejanza, entendiendo ésta en el sentido más laxo. Y sin olvi-
dar que, puesto que la terceridad media necesariamente toda ope-
ración sígnica, no hay relación de semejanza que no presente
algún grado de convencionalidad. De tal modo que habitual-
mente las representaciones por semejanza son más bien hipoico-
nos, según la terminología de Peirce. Quien también diferenció,
como subclases de los iconos, las imágenes en sentido estricto, los
diagramas, que representan relaciones, y las metáforas.
b) A diferencia de los iconos, que no tienen por qué darse en pro-
ximidad a sus objetos, ni en un sentido espacial ni temporal ni
en ningún otro, los índices mantienen con sus objetos una cone-
xión real. Un índice, como el humo respecto al fuego, la huella
en la arena respecto al pie que la imprimió o la foto respecto a la
luz del momento en que se captó, dirige la atención hacia un
objeto particular sin describirlo, dice Peirce. La particularidad y

Cuadro i.i. Categorías faneroscópicas y tres tipos de signos,


según Ch. S. Peirce
CATEGORÍAS PRIMERIDAD SEGUNDIDAD TERCERIDAD

Cualidad Relación Mediación


Posibilidad Existencia Ley
Afecto Acción Representación
Sentimiento Experiencia Hábito

Tipos de signos Icono índice Símbolo


según la relación
entre el Relación de Relación Relación
representamen semejanza real convencional
y el objeto
la necesaria relación a un contexto espaciotemporal determina-
do son propiedades definidoras del índice.
c) Los símbolos, por fin, no mantienen con su objeto otra relación
que la establecida por una convención.

Es importante observar que a), b) y c) no son categorías excluyen-


tes. Puesto que los signos no son cosas, sino relaciones o funciones, y
puesto que todo signo contiene elementos de primeridad, segundidad
y terceridad, cada signo es en alguna medida icónico, indicial y simbó-
lico. Sólo en un contexto determinado y por relación a la práctica semió-
tica de que se trate, se podrá establecer el predominio de una de esas
funciones.
Así, el cuadro Los fusilamientos de la Moncloa de Goya es un
icono si, por ejemplo, nos interesa la mimesis respecto a un escenario
y un acontecimiento determinado: los ejecutados del 3 de mayo debie-
ron de alzar los brazos de esa forma y luego quedar tendidos sobre un
charco de sangre, más o menos como muestra la pintura. El estudio-
so de los uniformes militares que estime la verosimilitud de la vesti-
menta de los soldados franceses representados por Goya, estará consi-
derando el cuadro como icono. Pero cualquier historiadora que lo
tome, por ello mismo, como un documento, es decir, como un texto
cuyo valor procede de haber sido producido en relación directa con
un contexto circunstancial determinado, lo leerá sobre todo como un
índice. Y, en fin, el diseñador gráfico que lo reproduzca como ilustra-
ción de portada de un libro pacifista, lo adoptará prioritariamente
como símbolo.
El subrayado debajo de esta palabra es un símbolo, una convención
gráfica, pero en la medida en que sirve para señalar ese término par-
ticular, para atraer la atención sobre él, es un índice. Y es un icono al
menos en el sentido de que se asemeja al trazo y al gesto que lo prece-
dieron en la escritura quirográfica. Y también lo es en tanto que lo toma-
mos como ejemplo, considerando que por su modo de señalar una pala-
bra (como índice) resulta análogo (como icono) al dedo que señala un
objeto.
Los discursos informativos suelen primar la función indicial, pues-
to que, como es obvio, tratan de remitir a alguna realidad pública, aun
para constituirla. Esto es patente en el caso de la fototografía periodís-
tica, sobre la que volveremos ulteriormente, pero también en el de un
género "menor", aunque muy revelador de los mecanismos del discur-
so informativo, como es el chiste de humor político. Como explica Peña-
marín (1998) en esta clase de textos resplandece la relación crítica con
la realidad pública, y hablar de relación con la realidad es, en términos
peirceanos, hablar de función indicial; por eso en este género de texto
visual tienen tanta importancia distintos tipos de índices: los nombres
propios, o las caricaturas de personajes, lasflechas,rótulos y otras diver-
sas inscripciones. Peñamarín acierta a señalar que esa relación no es
inmediata: la enciclopedia de conocimientos prácticos que se requieren
para asignar una referencia a un índice viene dada también, e incluso
fundamentalmente en la cultura mediática contemporánea, por esa expe-
riencia ampliada que es la de los medios audiovisuales, la del ecosiste-
ma mediático del entretenimiento, la ficción y el juego.
El repertorio de referencias identificativas y de tipificaciones posi-
bles viene suministrado muy prolijamente por un imaginario mediáti-
co en el que, por ejemplo, los indumentos a lo Rambo bastan para defi-
nir un machismo agresivo y estúpido, o donde la referencia al director
cinematográfico Ken Loach (figura 1.1) por oposición a un emblemá-
tico televisor, indica la actitud crítica y favorable a la causa obrera.

12
- - Lo visual, la mirada y la imagen

El texto visual puede entenderse como ocasión o posibilidad de una


determinada experiencia para un sujeto productor y/o intérprete.
Y, extrapolando el análisis de la "experiencia fotográfica" que propone
R. Durand (1998: 115), al ámbito de cualesquiera discursos visuales,
pensamos la experiencia visual como una síntesis de tres dimensiones: la
propiamente visual, la de la mirada y la de la imagen.
El nivel visual corresponde obviamente al acto perceptivo y, por
ende, al encuentro constructivo con un objeto. Pero también a la esté-
tica, entendida como esfera de la experiencia sensible y de las operacio-
nes de la sensibilidad (aisthesis), según propugna Buck-Morss (1993)
siguiendo una importante tradición filosófica.
Si la visión es ya intencional, pues ver significa necesariamente "ver
algo" y no sólo una función o facultad abstracta, el nivel de la mirada
sobredetermina esa intencionalidad cargándola de modalizaciones sub-
jetivas: las del deseo y el afecto (por eso se habla de una pasión escoplea
característica de la mirada compulsiva o anhelante), pero también las
del hábito o el comportamiento institucionalizado. La imagen, en fin,
remite a la representación, a la cargazón epistémica, estética y simbóli-
ca de la experiencia visual, al orden del Imaginario.
Los tres niveles conciernen a la producción del poder, los tres son
ámbitos de ejercicio, reproducción y confrontación de poderes:

a) El de lo visual cuando menos porque la determinación de lo visi-


ble/invisible concierne a la integración/exclusión en el espacio
público: las luchas por la visibilización tanto como los intentos
de invisibilizar (al adversario, al subalterno, al disidente) consti-
tuyen una parte fundamental del conflicto político en las socie-
dades mediáticas modernas.
b) El de la mirada, por cuanto concierne a la subjetivación, a los
regímenes de derechos y deberes, a modos de apropiación sim-
bólica y a modalidades de ejercicio que van del imperialismo
panóptico (el de poder mirarlo todo sin ser mirado, por ejem-
plo, en los espectáculos porno del peep show o del reality show
televisivo) a la mirada sometida al recato por efecto de algún
monopolio político del mirar. No hay detentación de la mirada
que no imponga reglas de miramiento. Los procedimientos
panópticos de vigilancia, según el célebre proyecto de Bentham
analizado por Foucault (2000) no sólo hacen posible un exhaus-
tivo control visual desde un lugar central, sino también que quie-
nes están sometidos a vigilancia y a un "campo de visibilidad"
asuman su propia autovigilancía. En la tradición de cierta críti-
ca feminista, Berger (1975) observa cómo en el arte occidental
el desnudo femenino se conforma a las querencias de la mirada
masculina, y cómo este género pictórico propone a la vez
una representación de la feminidad como espectáculo y de la
masculinidad como poder escrutador y sancionador. Así, en el
grabado de Durero Artista dibujando un desnudo, de 1525, el
dibujante aparece exactamente tratando de convertir en "obje-
to" el cuerpo femenino, de objetivarlo con la ayuda de herra-
mientas como la ventana perspectiva y un pequeño obelisco fáli-
co, aun cuando la mujer parece resistirse cubriendo su sexo
(Batchen, 2004: 108-113).
c) Por último, en la dimensión de la imagen se dirime gran par-
te de la representación y la autorrepresentación colectiva, y por
tanto los conflictos por la conquista o la transformación de los
imaginarios.

1.2. i La visualidad y sus metáforas

Si es dudoso que existan medios exclusivamente visuales, no es menos


incierta la unicidad de la percepción visual en cuanto se trasciende el ám-
bito puramente fisiológico. Como dicen Walker y Chaplin (2002: 37)
una vez que las señales traspasan la retina deja de tener sentido hablar
de "lo visual" aisladamente, pues no existen ojos en la mente que vean
imágenes visuales sin relación con la información dimanada de los otros
sentidos, ni con el conjunto de los conocimientos y la memoria del suje-
to. El campo perceptivo de la visión se organiza sinópticamente, como
se dirá en el apartado 1.3, pero también la experiencia visual se integra
sinestésicamente con otras experiencias sensoriales. El cine es una expre-
sión cultural basada en la integración sinestésica de percepciones visua-
les y auditivas, incluso antes del sonoro, cuando, siguiendo distintas tra-
diciones del espectáculo, la proyección se acompañaba de música en
directo y explicaciones orales.
La experiencia visual está sometida por lo demás a condiciones espa-
ciotemporales muy variables: el hecho de que un objeto visual pueda
ser experimentado de una vez como un espacio delimitado y en una per-
cepción simultánea, tal como ocurre cuando se examina un cartel o una
página web, o que, por el contrario, el objeto visual requiera de un des-
plazamiento espaciotemporal, como sucede en los entornos arquitectó-
nicos o en las instalaciones artísticas, da lugar a efectos de sentido dife-
renciados: por ejemplo, de control y apropiación en el primer caso, de
inmersión en el objeto e inacabamiento en el segundo.
En el cine, el plano actual remite siempre a un exterior "imagina-
rio", no estrictamente visual: el de las imágenes precedentes y ulterio-
res, a las que el plano remite endofóricamente (por anáfora o catáfora,
como se dice en teoría del texto) para poder adquirir sentido. Ésta no
es una propiedad exclusiva del cine, sino de todo sistema semiótico que,
como el mismo lenguaje verbal, se desarrolla de forma diacrónica, a tra-
vés de una sucesión de acontecimientos semióticos en el tiempo (en el
caso del lenguaje, la "cadena hablada" de Saussure, 1985/1911). Pero
además, en la dimensión espacial, el plano cinematográfico remite tam-
bién a una imagen no vista, el fuera de plano o fuera de campo. En el
cine, la dimensión visual permanece así en una interacción permanen-
te, constitutiva, con la dimensión de la imagen y, por ende, con la acti-
vidad de la imaginación.
Los entornos visuales digitales han acentuado el carácter hdptico o
táctil de visión. Es claro que la tecnología de la realidad virtual propo-
ne una exploración multisensorial: la vista, el oído, el tacto y el sentido
propioceptivo se ven implicados en una experiencia que ya no es estric-
tamente visual, y que se deja describir más bien con metáforas como
"inmersión" o "navegación". Así que la representación icónica, que supo-
ne una imitación exterior, desde fuera del objeto, es sustituida por una
representación exploratoria del objeto desde su interior virtual. Enton-
ces, la dimensión visual y la dimensión de la imagen, entendiendo esta
última como icono y mimesis, aparecen claramente separadas. Garassi-
ni y Gasparini (en Bettetini y Colombo, 1995: 89) afirman que la lógi-
ca de la representación queda así definitivamente superada, y el objeto
ya no es "representado", sino más bien "recreado", después de que han
sido desveladas sus características íntimas y sus reglas de comportamiento
(Abril, 2005: 126-127):

[...] un programa de diseño asistido por ordenador [...] permite


visualizar las estructuras desde los puntos de vista virtuales de un
sujeto que se desplaza entre ellas. La dimensión accional y posicio-
nal queda valorizada por los nuevos dispositivos de representación.
O lo que es lo mismo, pasa a ser central el análisis de la experiencia
y del comportamiento del sujeto: la nueva forma de mimesis tiene
el carácter de una "simulación comportamental" y no ya de una
simulación representativa [...]. Así, la experiencia perceptiva se car-
ga con el peso de lo accional, de lo performativo.

El visionado es una forma de experiencia visual específica de los con-


textos de la imagen electrónica, un modo de inspección visual plena-
mente despojado del carácter aurático de la contemplación (en el senti-
do benjaminiano de una visión aún cualificada por la distancia sacral),
que más bien cualifica el ejercicio de la visión como información. Fren-
te a la contemplación clásica de la obra de arte o la visión cinematográ-
fica, el visionado que se ejerce emblemáticamente ante la pantalla de
vídeo o la consola de edición supone una visualidad rápida y analítica
que por lo general trata de restituir selectivamente sólo algún nivel del
sentido: el cromatismo de una secuencia, la aparición de tal o cual tema
o personaje, el esquema general de la trama, etc.
Peirce (1974: 24) desde un planteamiento que trasciende la pro-
blemática de la percepción visual, afirma que, por disparatado que pue-
da parecer, todo signo debe relacionarse con un objeto ya conocido. Para
que se produzca sentido, incluso al nivel más simple de la percepción,
es indispensable que el signo remita a algo que en alguna medida haya
sido experimentado, aprendido, asimilado previamente. Para Peirce el
acto perceptivo es un proceso semejante a la inferencia abductiva, y por
ello mismo falible: hay un elemento de carácter singular al que es nece-
sario aplicar un concepto previo, pero éste no ha podido obtenerse sino
a partir de experiencias anteriores, pues para Peirce no hay categorías o
conceptos puros del entendimiento como los kantianos (Abril y Casta-
ñares, 2006: 197). Separar un fenómeno visual "puramente" percepti-
vo, incontaminado de semiosis y de cultura, es iluso, porque el campo
de la experiencia visual posible está determinado por un campo mucho
más extenso de experiencia previa, individual y colectiva.
Por eso puede adoptarse el concepto de visualidadpara referirse a la
visión en tanto que socializada: la relación visual entre sujeto y mundo
aparece mediada por un conjunto de discursos, de redes significantes, de
intereses y deseos y relaciones sociales del observador (Walker y Chaplin,
2002: 41-42), sin omitir las que se dan en las situaciones contingentes
de la vida diaria. Recordemos un aforismo de Kafka (2005 [1918]: 28)
que no puede dejar de evocar el pensamiento de Wittgenstein (1988
[1953]), en sus Investigacionesfilosóficas,cuando establece una relación
esencial del sentido con los contextos del mundo práctico:

La diversidad de perspectivas que se pueden tener por ejemplo,


de una manzana: la perspectiva del niño pequeño, que tiene que
estirar el cuello para alcanzar a verla apenas sobre la mesa y la pers-
pectiva del dueño de la casa, que toma la manzana y se la ofrece
libremente al comensal.

La visualidad siempre aparece modulada por factores como la aten-


ción, la estructura de la situación, el carácter compartido o no de la
práctica visual, etc. Cuando se habla, por ejemplo, de una "visión del
turista" supuestamente masificada, filtrada por la cámara fotográfica
o de vídeo, sometida a rutas y observatorios museizados y estereoti-
pados, y en general a unas prácticas visuales gestionadas por el
mercado, se parte de una hipótesis fuerte sobre la construcción so-
cial de la visión y la visualidad, que llega a identificarla con una pura
domesticación.
Las funciones de la visión se ordenan cultural y políticamente, para
dar fundamento a sentidos como lo legítimo/ilegítimo (coextensivo
a visible/invisible), pero también lo profano/sagrado o incluso lo visual/
visionario, en que el segundo término alude a un exceso de la función
y el campo de visión identificables con el desbordamiento de los
límites epistémicos y morales del orden social. Nancy (2000: 66) teori-
za sobre el modo en que la visión concierne a la economía simbólica de
lo religioso, más precisamente en la distinción fundamental entre reli-
gión monoteísta y politeísta: el monoteísmo se caracteriza menos
por la unicidad del dios que por la propiedad esencial que la funda, a
saber, la invisibilidad. Así, mientras el arte del politeísmo hace visibles
a los dioses, el del monoteísmo "llama a la invisibilidad del dios retira-
do en su unicidad".
En la intersección entre la problemática religiosa y la política, Bar-
riles (1971) imputaba a Ignacio de Loyola una "vista estrictamente vi-
sual" opuesta a la "imprecisa y errática" de los místicos: en los Ejercicios
espirituales del santo vasco se propone una visión interior de tipo esce-
nográfico ("composición viendo el lugar"), obsesivamente gramatica-liza-
dora e instrumental, orientada a dirigir la imaginación del sujeto y some-
terla a un adoctrinamiento que, como hemos mostrado en Abril (2003a)
anticipa las estrategias psicotécnicas de la publicidad y la propaganda
modernas. La visualidad no es un espacio de control y de contienda sim-
bólica que nazca con la modernidad tecnológica del siglo XX, por supues-
to; uno de sus precedentes más destacables fueron las estrategias de "edi-
ficación espiritual" y de conquista del imaginario que desarrolló la
evangelización contrarreformista.
Sí es, empero, propia de la modernidad mediática la identificación
entre el espacio público y la visibilidad y sobre todo determinada mane-
ra de gestionar esa identificación, construyendo simultáneamente la
política como visibilidad y la visibilidad como política. La visibilidad es
una expresión metafórica para la presencia en la arena pública, pero al
mismo tiempo designa muy directamente una forma de praxis política
que pasa por la representación efectiva en imágenes visuales. Los parti-
dos, los líderes, las instituciones, los movimientos sociales buscan en los
medios, sobre todo en la televisión, su espacio preferente de difusión,
reconocimiento e influencia y juegan en el terreno de la espectaculari-
zación y de la ritualización propia de sus formatos. La exclusión de los
grandes medios audiovisuales, la "invisibilización", suele ser interpreta-
da como equivalente al ostracismo político.
Thompson (1998: 197) habla del "escrutinio global" como un régi-
men de visibilidad creado con el sistema de la globalización, en el que
la televisión desempeña un papel central. Permite a los receptores una
visión ubicua, panóptica y virtualmente simultánea de cuanto acaece en
el mundo, aun cuando no poseen un verdadero control de ese campo
de visión global, ejercido más bien por las grandes corporaciones mediá-
ticas. Con los procesos de concentración mediática de los años noven-
ta y la política de guerra global iniciada tras el 11 de septiembre de 2001,
ese régimen de escrutinio no ha dejado de subordinarse a políticas de
invisibilización (de acontecimientos, problemas y hasta regiones ente-
ras del mundo), bajo el dictado de los poderes políticos y económicos
centrales.
A medio camino entre las formas de la visualidad, la visión como
función social y las de la visibilidad, de presencia en el espacio público,
vale la pena observar los dos modos básicos de acceso visual que ha con-
sagrado, por el momento, la televisión:

a) El modo televisivo o televisual, el propio de la experiencia visual


vernacular de la televisión que, sobre todo a partir de la emer-
gencia de la llamada neotelevisión, desde finales de los ochenta,
con los nuevos géneros del reality-, el talk- y el psycho-show, rede-
fine su función como simulacro y penetración de la intimidad,
como activación también del vínculo en relación al medio y a las
constantes representaciones de comunidad que propone, desde
los géneros hiperrealistas a la sitcom. Abolir la distancia entre los
dos lados de la pantalla, en una especie de efecto de inmersión
en una gran familia de voyeurs, es quizá el efecto y el propósito
discursivo dominante. A este modo visual se refiere Ranciére
(2005: 60) -aun con una denominación que nosotros reserva-
mos, precisamente, para el modo segundo: el télé-visé: una "lite-
ralización del 'cara a cara' que introduce al periodista en todos
los hogares" y que es "una figura retórica que invierte el sentido
mismo de la palabra 'televisión'. Lo televisado ya no es, en efec-
to, lo que vemos en el televisor, sino lo que el televisor ve".
b) El modo televisado, relativo a lo que se "televisa", se "retransmi-
te" desde un supuesto exterior: el debate parlamentario, el even-
to deportivo, el mensaje del Rey, la misa del domingo. En octu-
bre de 2004, con ocasión de la entrega de los premios Príncipes
de Asturias, distintos telediarios recuerdan que el año anterior
doña Letizia Ortiz, que ahora forma parte del evento en cali-
dad de princesa, estuvo transmitiéndolo como periodista. Nin-
guna de las cadenas ofreció imágenes de archivo de la Letizia
periodista, pese a un "interés humano" habitualmente codicia-
do por la televisión. De un año a otro el personaje había cam-
biado de escena, atravesando una invisible e irreversible barrera
simbólica: la periodista de hace un año se encontraba en el espa-
cio de lo "televisivo"; ahora, en la entrega de los galardones, la
Princesa se hallaba en el "televisado". Una diferencia que parece
preservarse como todo un esquema estratégico. La custodia de
esa cesura es, por ende, el efecto y el propósito discursivo domi-
nante del televisado.
Para el televisado parece haber un exterior, por precario que
sea, ausente en lo televisual. Mejor dicho: quizá la función del
televisar sea apuntalar ese efecto de exterioridad, de inmunidad
de ciertos espacios y prácticas a la regurgitación comunitarista
e intimista de lo televisivo. La misma expresión "visar" alude a
ello: a un cambio de jurisdicción, que encuentra su expresión
común en el visado para el paso de fronteras.

12.2. La mirada

La mirada, que es visión modalizada (por un querer ver, o un querer


saber/poder a través de la visión) es también un hecho cultural. Aún
con mayor evidencia que en el caso del ver, el ejercicio del mirar se
ejerce desde conocimientos, presupuestos, esquemas previos: no sólo
involucra condiciones perceptivas y sensomotrices (frecuentemente la
mirada exige movimiento corporal: alzar o bajas los ojos, girarse, etc.),
también condiciones técnicas y estructuras simbólicas determinadas.
Articulada con ciertas posiciones y desplazamientos del cuerpo en el
espacio, la mirada proporciona algunas de las más fundamentales
configuraciones metafóricas (en el sentido de Lakoff y Johnson, 1986)
que conforman nuestras categorías epistémicas, morales y afectivas;
"mirar cíe írence" axucfe a una disposición decidida frente a la. verdad
o frente a la amenaza (contraria a "mirar hacia otro lado"), "mirar
por encima del hombro", a una actitud de desprecio hacia los otros,
"clavar la mirada" a un límite amenazante de la atención o la vigi-
lancia, "sospechar" procede de suspectare, "mirar hacia abajo", como
actitud cognitiva y afectiva relacionada con la desconfianza o el mie-
do, etc.
En cada contexto sociocultural la mirada recibe determinaciones par-
ticulares. En uno de sus penetrantes asertos sobre las condiciones de la expe-
riencia moderna dadas en la vida urbana, Walter Benjamin (2001: 166)
escribió: "Los ojos del hombre de la gran ciudad están sobrecargados cotí
funciones de seguridad". La mirada vigilante, o cautelosa, o cortésmen-
te desatenta, y sobre todo el juego de interacción entre esas y otras for-
mas de mirar eti los contextos cotidianos, son una parte fundamental de
la cultura contemporánea, porque a través de ellas pasan las estructuras
de la reciprocidad, del reconocimiento mutuo, de la jerarquía y de la
lucha por el espacio y el dominio. Experiencias que hoy se combinan
con la de ser mirados por los sistemas panópticos expertos de la video-
vigilancia estatal y privada.
En la llamada sociedad posmoderna se acentúa una profunda pre-
textualizoción de la mirada: miramos objetos que han sido ya largamente
acondicionados por códigos y gramáticas, y que han sido técnicamen-
te elaborados para atraer, dirigir o conservar la mirada sobre sí. A la vez,
nuestra mirada sale al encuentro de sus objetos igualmente sobredeter-
minada de esquemas, expectativas y modos de ver, provista de una lar-
ga experiencia visual mediatizada. Es tan cierto que el texto visual con-
dene la mirada de su espectador (lo hacía ya ejemplarmente la pintura
perspectiva del clasicismo europeo) como que la mirada del espectador
anticipa, pre-vé el texto visual.
Si esto es fácil de explicar en un contexto de intenso consumo domés-
tico de textos visuales, en la era de los espectadores supuestamente entre-
nados e hipercompetentes que se benefician del sistema DVD, de la tele-
visión por cable y del intercambio de archivos de vídeo digital, no lo es
menos en relación con los textos visuales que constituyen el entorno
urbano y "natural": la experiencia de la mirada turística vuelve a ser
ejemplar respecto a la que podríamos llamar una inflación del interpre-
tante. El urbanismo posmoderno sobreactúa los signos de identidad,
incluso hasta el casticismo hiperrealista, para compensar la funcionali-
zación homogeneizadora de los "no lugares": la franquicia de estilo taber-
na tradicional en la última planta del centro comercial es un ejemplo.
La pequeña población rural disneyzada como parque temático medie-
val, también. No menos que los espacios naturales (como se ve, radi-
calmente culturales) perfectamente urbanizados y ofrecidos a la legibi-
lidad a través de los audiovisuales dispensados en un centro de
interpretación. Panópticos nostálgicos, los observatorios de pájaros en
espacios protegidos responden a estándares estéticos y técnicos que
comúnmente citan la arquitectura rústica tradicional o la cabana. Sus
paneles informativos proponen las categorías de observación posible
(especies de aves, de mamíferos, de plantas...) ofreciendo a la mirada
del espectador un pretexto, el texto que servirá de interpretante a su pro-
pia mirada, y a la vez un metadiscurso que le permitirá transformarla en
relato. Exactamente igual que las cartelas y paneles explicativos en los
museos y galerías de arte.
El problema de la mirada concierne, pues, a lo que se hace al/para
representar, produciendo o leyendo imágenes, o mejor, textos visuales.
Hablar de mirada supone, en el ámbito de una semiótica del texto vi-
sual, hablar de discurso y proceso de enunciación (que nos ocupará mono-
gráficamente en el apartado 3.1).
Hay que afirmar al mismo tiempo la inextricable interdependencia
entre el dominio de la mirada, el de la imagen y el de la visión; del mirar,
el imaginar y el ver (y no ver). La actividad de enunciación no se entien-
de como un proceso exterior al texto visual, sino inferible a partir de
marcas textuales, de huellas de la enunciación en los enunciados: la sub-
jetividad de la mirada, a saber, la presencia de un sujeto intencional,
pero también la del lugar o lugares asignados al espectador como con-
traparte, están en el texto mismo representados y prescritos (es decir,
escritos anteriormente y a la vez exigidos). Siempre miramos una mane-
ra de mirar, que además nos mira. Estas observaciones son aplicables a
textos visuales tan diversos como el interior del edificio Guggenheim, de
Frank O. Gehry, en Bilbao, o a una película de intriga.
De Psicosis, de Alfred Hitchcock (1960), seleccionamos una breve
secuencia ejemplar: Norman, que ha asesinado a Marión y ha introdu-
cido su cadáver en el maletero, escruta con aparente indiferencia, sin
dejar de masticar, el lento y borboteante hundimiento del coche en la
ciénaga, donde quiere hacerlo desaparecer. De todo esto narran las imá-
genes. La mirada sobre la escena es doble: por una parte está la nuestra
sobre el rostro de Norman; por otra parte, como en contraplano, la de
Norman sobre la ciénaga, pero ya desde la inquietante identificación
que nos sitúa en el lugar de su mirada, según el efecto de "cámara sub-
jetiva" (sobre esto volveremos en el apartado 3.5.3, al hilo de los comen-
tarios de Zizek, 1994). Una y otra mirada conforman el espacio visual
(el rostro, el coche hundiéndose en la ciénaga, la penumbra de la noche
alrededor), que a su vez remite a un fuera de campo, un espacio imagi-
nario presupuesto que determina el de lo visible y además conmueve
nuestra mirada: cuando el coche se detiene unos momentos, Norman
mira hacia los lados y nos hace imaginar, no ver, otras posibles presen-
cias. La extraña coherencia de este texto visual parece tramarse, antes
que nada, por una exacta congruencia entre las incertidumbres que pro-
pone: la incertidumbre cognitiva de los límites de la visión (¿dónde ter-
mina lo que vemos?) se acompaña de la incertidumbre afectiva de la m
imagen (¿lo que imaginamos nos amenaza?, ¿por qué a nosotros?) y de '°
la incertidumbre moral de la mirada (¿por qué y adonde miramos con -^
los ojos de un asesino psicópata?). g
Este mismo ejemplo ilustra también que el problema de la mirada ¿g
no sólo remite a una subjetividad definida desde los presupuestos de la -¿
intencionalidad y de la unicidad de la conciencia consigo misma (el suje- s
to racionalista de una antropología liberal, que diría Burgelin, 1974) o
sino también a una subjetividad, la de los espectadores tanto como la
del personaje, atravesada por la pulsión (según el lenguaje psicoanalíti-
co) y por la pasión (según la tradición filosófica), más precisamente la
pasión escoplea, el deseo de mirar.
En la tradición del pensamiento feminista, las funciones de la mira-
da y el deseo escópico se han relacionado con la diferencia sexual, con
el género. Ya hemos mencionado la crítica de Berger (1975) a la repre-
sentación de la mujer en beneficio de la mirada y del placer masculino.
En un trabajo ya clásico de inspiración psicoanalítica y orientado a estu-
diar el disciplinamiento de la subjetividad hacia formas particulares de
la diferencia sexual, Mulvey (1989) contrapone a un sujeto masculino
mirón, "mantenedor de la mirada", y a la mujer como imagen y objeto
de la expectación masculina. Las formas de mirada y visualidad cons-
truidas en torno a la diferencia de género son ínterdependíentes, pero
según un patrón falocéntrico subyacente, la representación de la mujer
se acomoda a la figura negativa de un "no varón castrado". En los ejem-
plos que Mulvey analiza (tomados del cine de Hitchcock), la imagen de
la mujer se estructura según dos modelos: el voyeurista, tanto en la rela-
ción de los personajes masculinos cuanto del conjunto de la audiencia
con los personajes femeninos; y el propio de una escopofilia fetichista,
que a través de los procedimientos de tratamiento de la imagen (ilumi-
nación con efecto de halo o de sofl-focus, ciertos encuadres y movimiento
de cámara, etc.) representa a la mujer como un objeto espectaculariza-
do, que se ofrece en una especie de plano superficial único. Contraria-
mente, la figura masculina interviene en un espacio "tridimensional" de
acción, en que el sujeto a la vez actúa y mira.
Es posible que en algunos aspectos las tesis de Mulvey merezcan una
revisión, de ser cierto que, aun contra el telón de fondo del falocen-
trismo, se han producido y se producen otros regímenes de la mirada
cinematográfica, con formas de representación de la actividad femeni-
na y su mirar imposibles de encontrar en cinematografías como la de
Hitchcock. Es también probable que el voyeurismo y la escopofilia no
se ejerzan hoy sólo sobre los personajes femeninos, o sobre la feminidad
subrepticia de algún (no)varón castrado. G. Turner (1993: 81) afirma
que en la película Thelmay Louise de Ridley Scott (1991) el cuerpo de
Brad Pitt parece explícitamente tratado como objeto de deseo, confor-
me a un paradigma de la mirada semejante al que Mulvey describe como
dispuesto a la representación de la mujer.
Con razones no menores que en el caso de la imagen y la visión, la
mirada ha de verse como aigo cuituraímente instituido; Lacan (1977)
la representa bajo la figura de una "pantalla de signos", en principio opa-
ca y visualmente inaccesible al sujeto, al que de todos modos constitu-
ye) que, aunque de manera diferenciada, impone sus determinaciones
a los efectivos modos de mirar masculino y femenino, y sin que nece-
sariamente el primero revista los atributos de la omnipotencia ni el segun-
do los de una subordinación impotente. Frente a las estructuras y los
procesos de la dominación que atraviesan el ejercicio diferenciado de la
mirada en cualquier ámbito de la vida social, no sólo en el de las repre-
sentaciones artísticas, Silverman (1992) propone una "ética del campo
de visión" que someta a crítica las formas culturales de la mirada y la
visualidad a través de las cuales se efectúan las jerarquías discriminado-
ras de las identidades. Hoy como ayer, es posible responder a esas jerar-
quías a través de estrategias de transgresión de la mirada y la visibiliza-
ción de la identidad, de los roles sexuales, de la subordinación de clase
o de raza. Colón (2003: 175-182) evoca a este respecto estrategias de
teatraJizacídn como k del Cbevalier D'Eón, en el siglo XVIII francés, o
las de las fotografías sadomasoquistas de Artfiur Munby y Hannah Cull-
wick en plena era victoriana, que subvierten los sistemas normativos y
clasificatorios de los géneros y las sexualidades, y que desafiando a la
razón occidental ofrecen a la mirada y a la reflexión política la irracio-
nalidad, el éxtasis o la alienación del cuerpo.

í-23- La imagen

La noción de imagen es demasiado general e imprecisa. Próxima a "esque-


ma" y a "símbolo" en algunas acepciones de los respectivos términos,
y desde luego en las que le dio Kant, ha tenido un uso más bien vago y
puramente denotativo, sin la densidad conceptual que adquirió "esque-
ma" en la teoría del arte a partir de la obra de Warburg, para referirse a
fórmulas culturales y perceptivas, como los gestos que expresan emo-
ciones, o en estudios literarios como los de Curtius cuando se refiere a
la "perdurable relevancia de los topoi o lugares comunes retóricos, tales
como el paisaje idílico, el mundo al revés o la metáfora del 'libro de la
naturaleza'" (Burke, 2006: 25). Y sobre todo en Gombrich (1982) al
tratar del esquema como procedimiento de producción artística (Abril
y Castañares, 2006: 189 y ss.).
En el uso más habitual referido a representaciones visuales, la ima-
gen es una clase de icono, de signo relacionado con su objeto por seme-
janza, según la perspectiva de Peirce, quien subrayó la importancia de
estos signos en la creación y en la comunicación. Ya hemos advertido
que la relación icónica nunca es inmediata, en tanto que la semejanza
se atribuye siempre desde alguna convención, desde los criterios y patro-
nes de similitud propios de una cultura. Además, la historia y la memo-
ria semiótica sobredeterminan el sentido de las imágenes con significa-
dos derivados de narrativas y repertorios simbólicos a veces muy amplios
y perdurables, los llamados significados iconográficos: la imagen de un
hombre disparando unaflecha,en el contexto de la cultura religiosa hin-
dú, no representa sin más a un arquero, sino privilegiadamente a Rama,
el avatar de Vishnú que protagoniza el Ramayana. La botella de Coca-
Cola puede hoy ser iconográficamente interpretada, en cualquier lugar
del mundo, como símbolo del imperialismo norteamericano.
La distinción entre imagen fija e imagen en movimiento tiene
importantes consecuencias semióticas: aquí nos limitaremos a obser-
var que la primera, ofreciéndose sincrónicamente a la mirada del espec-
tador, ha de recurrir a procedimientos de traducción espacial del tiem-
po cuando trata de representar secuencias o acontecimientos narrativos,
mientras la segunda ha de vérselas con el desafío de temporalizar el espa-
cio, produciendo en su caso los efectos de continuidad de escenario y
de sujetos que puede requerir un relato. Desde sus orígenes el cine ha
tratado de mostrar espacios verosímiles y consistentes a pesar de, y gra-
cias a, las alteraciones de plano, ángulo y posición espacial determina-
das por la cámara. Y la imagen fija ha experimentado un deseo "nos-
tálgico de volver a encontrar algo de un devenir, de una verdadera exis-
tencia en el tiempo". R. Durand (1998: 64-65) halla expresión de esa
nostalgia en el efecto del "movido" fotográfico, que introduce un ter-
cer término entre la fotografía como un "arte de la presencia" y un arte
de la fijación de la ausencia, y que propone a la vez un peculiar senti-
do de drama.
Y es que en el núcleo mismo del problema de la imagen (es decir,
de la imagen como objeto de pensamiento pero a la vez como opera-
ción del pensamiento) se inscribe el de la ausencia, por así decir signi-
ficativa, incluso locuaz, de aquello que la imagen representa: es por eso
que la imagen, como producto del trabajo de la imaginación, responde
a un vacío y nombra una falta. Siempre testifica, en suma, las maqui-
naciones más o menos explícitas del deseo. El tema aparece ya hermo-
samente tematizado por Plinio, 1998, cuando en el libro trigésimo-
quinto de su Historia natural narra el supuesto origen del modelado en
barro: una muchacha de Corinto traza en la pared la silueta del joven
amado que va a partir a tierras lejanas, y su padre, el primer alfarero, se
encargará de construir una figura que se le asemeje, para que pueda
sobrellevar su ausencia.
Al hablar de representación tanto en el nivel semiótico cuanto en
el político (la "representación del pueblo", la "democracia representa-
tiva", etc.), pensamos en una función sustitutoria: lo "representante"
está en lugar de lo "representado", siendo el primero un término pre-
sente y el segundo, ausente. No menos que en el dominio semiótico, en
el político la representación habla también de la carencia de lo repre-
sentado. Quizá se trata siempre de esa "ficción simbólica" fundamental
a la que sirven las imágenes: la de sostener la trama misma de la rela-
ción social, de la "realidad" como un espacio de referencias y acciones
colectivamente comparables y de manifestación/negación del deseo. En
el caso de la muchacha de Corinto, como en el de las imágenes institu-
cionales de la política "representativa", la apariencia es esencial: las cos-
tumbres, las subrogaciones, las atribuciones de valor pueden ser "meras
apariencias", pero si las perturbamos se desintegra la realidad social
(Zizek, 2001: 214). En términos peirceanos ya no estamos hablando,
obviamente, de la imagen como icono, primeridad, forma sensible, sino
como símbolo, terceridad y mediación.
Porque la imagen es, volvemos a repetirlo, una noción vaga y por
ello mismo, multívoca.

1.2.4. Conceptos de la imagen

Entre los teóricos hay una gran disparidad respecto a qué se ha de


entender por imagen y cuáles sean, por ende, sus funciones presen-
tes, históricas o posibles. Revisaremos sumariamente algunas de esas
perspectivas.
Aumont (1992: 84-85) habla de tres Junciones según el tipo de rela-
ción que las imágenes han mantenido con el mundo:

a) Simbólica: las imágenes han servido como símbolos religiosos,


pero esa función ha sobrevivido en alguna medida a la laiciza-
ción moderna de las sociedades, transformándose o adaptándo-
se como una simbolización civil: en las imágenes simbólicas de
la democracia, el progreso, la nación, etc. pueden hallarse hue-
llas de esa genealogía.
b) Epistémica: la imagen aporta información sobre el mundo. Esta
función se ha ido ampliando desde los orígenes de la era moder-
na con la aparición de los géneros documentales como el paisa-
je o el retrato. Aunque el retrato desempeña también, e incluso
principalmente, funciones simbólicas.
c) Estética: la imagen ha sido y es destinada a proporcionar sensa-
ciones específicas, generalmente placenteras.

Es también Aumont (1992: 209-219) quien en relación con el aná-


lisis de la función icónica (en sus términos, la analogía) de la imagen, cita
de Gombrich la distinción de dos aspectos, que vale la pena comentar
brevemente:
a) El "aspecto espejo": la analogía duplica en la imagen algunas pro-
piedades de la experiencia visual natural, de tal modo que en
alguna medida la imagen figurativa tiene que ver con las imáge-
nes especulares.
b) El "aspecto mapa": la imitación propia de las representacio-
nes visuales es mediada por esquemas de distintos tipos: unos,
cognitivos o mentales, otros artísticos (culturales, históricos,
etc.).

Aumont propone la ecuación siguiente: la propiedad de analogía se


relaciona con el aspecto espejo del mismo modo que la propiedad del
realismo con el aspecto mapa: la analogía se refiere a "lo visual, las apa-
riencias, la realidad visible", en tanto que el realismo se refiere a la inte-
lección, a la información pertinente transmitida por la imagen. Según
este planteamiento, ciertas formas de representación visual escasamen-
te análogas, como las perspectivas invertidas medievales, en que los obje-
tos más próximos aparecen en tamaño menor que los más lejanos, pue-
den ser consideradas realistas, entendiendo que el efecto de realismo está
mediado por unas convenciones y por un sistema de representaciones
subyacente. Así que, como es evidente para los historiadores del arte,
no existe sino un realismo en plural, formas de realismo diversas histó-
rica y sincrónicamente.
Podemos también considerar los esquemas del aspecto mapa como
"funciones escópicas", es decir, propias de la mirada ejercida por un
sujeto perceptivo intencional pero a la vez, indisociablemente, función
cultural, que actualiza disposiciones colectivas de naturaleza epistémi-
ca (modos de percibir, entender y razonar), estética (formas de sensibi-
lidad) y moral (formas de enjuiciar y valorar los objetos sometidos a
imagen).
Analicemos brevemente el cuadro La condición humana de Magritte
(figura 1.2). Desde el punto de vista del aspecto espejo podríamos cali-
ficar esta pintura de "figurativa": nos ofrece la representación de una
parte de una habitación, una ventana con cortinas, al otro lado un pai-
saje y en primer plano un cuadro sobre un caballete, con suficiente
Figura 1.2. ¿ a condición humana, de R. Magritte.

grado de exactitud como para permitirnos afirmar que un espejo ubi-


cado ante el escenario virtual de esa estancia lo representaría de un modo
muy semejante (aun con la salvedad no desdeñable de la inversión late-
« ral, naturalmente).
| Según citábamos en Abril (1988) Magritte decía de esta obra lo
¡j¡ siguiente: el cuadro representado en el interior de una habitación repre-
|$ senta a su vez la parte del paisaje mismo que oculta, que "enmascara";
.g así, el paisaje está a la vez en el interior de la habitación, representado
.« en el cuadro, y en el exterior, en el paisaje real. Es así como vemos el
£ mundo, en el exterior de nosotros mismos, y sin embargo no tenemos
= de él sino una representación interior. Podemos ir más allá de las obser-
< vaciones de Magritte: pues el paisaje "real" del que habla el pintor, no
52
es tal, sino una representación "en el interior" del cuadro de Magritte,
y la relación entre el cuadro representado sobre la ventana y el paisaje
representado tras la ventana puede interpretarse como una metáfora res-
pecto a la relación que el cuadro La condición humana, y por extensión
cualquier cuadro figurativo, tiene con el mundo "exterior", una relación
que es mimética, pero a la vez "enmascaradora", ilusoria.
Magritte intentaba que su pintura supusiera ya por sí misma un tra-
bajo de pensamiento, la producción de "imágenes que piensan" y que
indagan la experiencia radical de lo misterioso, pero además las refle-
xiones filosóficas del pintor belga sobre su propia obra proporcionan
valiosas aportaciones a la heurística y a la epistemología de la imagen:
por ejemplo, respecto a la experiencia del déja-vu o "falso reconoci-
miento", que acaece cuando un momento idéntico existe a la vez en el
pasado y en el presente, y que algunos cuadros como La condición huma-
na traducen espacialmente en tanto que presencia simultánea de una
representación en dos planos diferentes, aunque no del todo disconti-
nuos (Abril y Castañares, 2006: 206).
Todas estas interpretaciones, y otras muchas posibles, se refieren al
contenido epistémico de la obra de Magritte, pero el aspecto mapa no
se agota en él. Se relaciona también con un valor estético, con la pro-
ducción de una imagen grata, que "se ame mirar", que manifieste una
"'belleza que no tiene para defenderse ni imponerse nada más que su
fuerza y su encanto", de nuevo según las palabras del propio pintor
(Abril, 1988). Y con un valor moral: no sólo el que va implícito en esa
alusión al enmascaramiento, al engaño como un ingrediente constitu-
tivo de la representación. También en los propios procedimientos de
representación y de "enunciación pictórica" a que recurre el pintor, como
el punto de vista asignado al espectador, que le permite llegar a conclu-
siones como las que aquí se exponen, y sobre todo esa imagen del bor-
de blanco del lienzo (una "charnela", como la llamaremos en el aparta-
do 3.4.3, entre dos dimensiones de la representación), que delata la
orientación ética hacia un deslindamiento honesto, y por ello mismo
paradójico, entre el orden de los signos, o de los significantes, y el orden
de las cosas: una actitud moral que resplandece en muchas obras de
Magritte pero paradigmáticamente en Esto no es una pipa, donde ese
rótulo aparece bajo la imagen pictórica de una pipa (y por tanto no
bajo una verdadera pipa), y que mereció la atención de un ensayo de
Foucault (1981).
Numerosos teóricos de la imagen se han planteado su conceptuali-
zación desde otro punto de vista: el de la historicidad de la imagen mis-
ma. Un pensador de la talla de Heidegger situó el problema en el cen-
tro mismo de la modernidad, al afirmar que la tendencia del mundo a
ser captado como imagen culmina en la completa conversión moderna
del mundo en imagen (Müller-Brockmann, 1998), tesis fuerte que cono-
ce versiones menos rotundas según las cuales lo propio de la moderni-
dad es que toda representación resulte mediada de una u otra forma por
imágenes.
El planteamiento más común consiste en reconocer que a lo largo
de la historia, o bien a lo ancho de las culturas, se han constituido dis-
tintos regímenes de la imagen o de la comunicación visual. Por ejemplo
(Mirzoeff, 2003: 26) distingue tres fases históricas:

a) En el Antiguo Régimen, del siglo XVI al XIX, rigió una "lógica


formal" de la imagen cuya expresión más importante es la pers-
pectiva, basada en el recurso a reglas de representación in-
dependientes del mundo exterior. Su modo visual básico es la
pintura.
b) En la Época Moderna, desde principios del XK a finales del XX,
prevaleció una "lógica dialéctica", basada en una aceptación de
la "realidad" de lo que se ve y en el establecimiento de una rela-
ción activa entre el observador y el momento espaciotemporal,
pasado y presente, representado. Con la fotografía, su modo vi-
sual emblemático, se ofreció también un mapa visual del mun-
do más democrático que los anteriores.
c) En los últimos años (los correspondientes a la era cultural
que otros autores denominan "posmodernidad") rige una ló-
gica "paradójica o virtual", en la que la realidad queda exclui-
da de la imagen, que puede ser manipulada en cuanto a sus
efectos representativos. El modo visual dominante es la rea-
lidad virtual.

Santaella y Nóth (2001: 157-186) han recurrido a los tipos


peirceanos del icono, el índice y el símbolo, para caracterizar tam-
bién tres paradigmas históricos de la imagen, a los que denominan,
respectivamente, prefotográfico, fotográfico y posfotográfico, y cuyos
modos visuales dominantes (pintura, fotografía e imagen digital) coin-
ciden básicamente con los de Mirzoeff (cuadro 1.2).

Cuadro 1.2. j r e s paradigmas de la imagen según Santaella y Nóth

PARADIGMAS PREFOTOGRÁFICO FOTOGRÁFICO POSFOTOGRÁFICO

Imagen y mundo Símbolo índice Icono


Naturaleza de Figurar lo visible Registrar Visualizarlo
la imagen y lo invisible. lo visible. modelizable.
Figuración por Capturar Simular por
imitación. por conexión. variaciones
Imagen espejo Imagen de parámetro
documento Imagen matriz
Medios de Expresión de la Autonomía de Derivación de la
producción visión a través la visión a través visión a través
de la mano de prótesis de una matriz
numérica
Medios de Soporte único Negativo y cintas Memoria de
almacenamiento magnéticas ordenador
Medios de Único. Reproductible. Disponible.
transmisión Templos, museos. Periódicos, Redes
galerías... revistas,
espectáculos
Papel del agente Imaginación para Percepción y Cálculo y
la figuración prontitud modelización
Papel del receptor Contemplación Observación Interacción
A partir de una síntesis probablemente aventurada de las observa-
ciones de varios autores (Castells, 1997-1998; Debray, 1991 y 1994;
Poster, 1990; Williams, ed., 1992, y Abril, 2005) proponemos, por fin,
un cuadro (1.3) que agrupa, bajo los epígrafes de tres "semiosferas" o
regímenes semióticos fundamentales, tres modos dominantes de la ima-
gen: ídolo, icono y simulacro, según las denominaciones de Debray, y
otro conjunto de condiciones culturales (formas históricas de semiosis,
de conocimiento, de constitución de la subjetividad y de instituciones-
prácticas políticas) que pueden merecer, leídas en columnas, el título de
"paradigmas históricos". Pero a condición de no entenderlos desde una
linealidad mecánica: hay, como siempre, superposiciones, contamina-
ciones y contemporaneidades no contemporáneas entre ellos, y no se
pretende, por tanto, bosquejar una especie de teoría de los tres estadios
en versión comunicológica.
Se trata, sobre todo, de un cuadro heurístico que trata de invitar al
lector a la ampliación, la rectificación o simplemente a la reflexión.

1.2.5. Los imaginarios

En la tradición psicoanalítica lo imaginario representa uno de los mo-


dos de funcionamiento del aparato psíquico, el "proceso primario"
cuya expresión fundamental es el sueño. Mientras el proceso pri-
mario caracteriza al sistema inconsciente, el proceso secundario abarca
la actividad preconsciente-consciente y, por tanto, el pensamiento vigil,
la atención, el juicio, el razonamiento, la acción controlada. La lógi-
ca de lo imaginario, que se superpone a la del pensamiento analógico,
la identificación especular, el juego y las representaciones icónicas, se
contrapondrá en el pensamiento de Lacan a la de lo simbólico, carac-
terizada por la afirmación/negación (el principio de contradicción), la
discontinuidad, el análisis, la conceptualización. La actividad imagi-
naria permite obtener satisfacciones vicarias, sustitutorias, a deseos
negados o reprimidos. Por ejemplo, gracias a la actuación del imagi-
nario el niño podrá representar en un juego la renuncia a la madre,
Cuadro 1.3. j r e s semiosferas
SEMIOSFERAS PREMODERNIDAD MODERNIDAD POSMODERNIDAD
(LOGOSFERA) (GRAFOSFERA) (VlDEOSFERA)

Modo dominante ídolo/presencia transcendente/ Icono/re-presentación/ Simulacro/virtual/


de la imagen. Imagen vidente Imagen vista Imagen visionada
Autoridad Invisible (revelación) Legible (ilustración) Visible (visualización)
simbólico-
imaginaria
Medios de Oralidad. Escritura Imprenta Periódico Audiovisuales Electrónicos
Comunicación Cuerpo Libro Comunicación masiva
(multisensorial)
Formas centrales Saber narrativo Conocimiento representativo Información
de conocimiento
Modos Simbólica (sentido local, Sígnica (representación, Señalética (operativización,
de semiosis condensación, ritual) traducción, inscripción) normalización, digitalización)
Técnicas Narración Oratoria Visualización, categorización, Psicotécnicas (percepción,
discursivas clasificación... atención, espacialización...)
Tipos 0 Texto-objeto Hipertexto
textuales (Discurso narrativo, (soporte material, formatos, (flujo, inmaterialidad,
transmisión sintética, genericidad, multitextualidad) no linealidad, interactividad)
mnemotecnia)
Tiempo y Cíclico, arqueocentrado Lineal-histórico, futurocentrado Atemporal-instantáneo,
espacio Local-territorial Nacional-transterritorial autocentrado (presentismo)
Local-global

Capítulo 1. Abriendo los ojos [...*' \ .


^g Análisis crítico de textos visuales

Cuadro 1.3. (continuación)


SEMIOSFERAS PREMODERNIDAD MODERNIDAD POSMODERNIDAD
(LOGOSFERA) (GRAFOSFERA) (VlDEOSFERA)

SUJETO
Centro de Ánima (alma/cuerpo) Animus (individuo, conciencia) Sensoríum (cuerpo)
gravedad Consciencia/inconsciente Integración socio-bio-técnica
Individuo/sociedad
Identidad Yo = posición de enunciación Yo = ego autónomo y central Yo = posicional, conectado.
semiótica en comunidad interlocutiva disperso
Identidad Comunidad narrativa. Mediadores profesionales Autoría dispersa y colectiva
comunicativa mediadores (autores)Aeceptores-lectores Lectores-autores
Subjetividad Comunidad social Comunidad hermenéutica Comunidad virtual
política Multitud
Estatuto político Miembro de un grupo (familiar, Ciudadano Consumidor
socio, cliente, compadre...)

IDEAL POLÍTICO Uno Todos Cada uno


e institución Aldea Tribu Ciudad Imperio Nación Pueblo Estado Sociedad Masa Ciudadanía Clientela
Paradigma Muthos Logos Imago
político- (misterios, dogmas, (utopías, sistemas, (afectos, afinidades,
discursivo profecías...) programas...) imaginarios...)
[.../...I
Cuadro 1.3. (continuación)
SEMIOSFERAS PREMODERNIDAD MODERNIDAD POSMODERNIDAD
(LOGOSFERA) (GRAFOSFERA) (VLDEOSFERA)

Instancia Autoridad tradicional Iglesia Inteligentsia-Sociedad civil Los media


socio-simbólica
dominante Muertos Viejos Profetas Clérigos Intelectuales Periodistas Técnicos psicosociales

Fundamento Confianza Creencia Fe Ley Opinión Fiabilidad


de la
obediencia Fanatismo Dogmatismo Relativismo

Referencia Lo sagrado Lo sobrenatural Lo ideal Lo performativo


legítima (es intangible y necesario) (es posible y verosímil) (es eficaz, funciona)

Control de Directo-religioso Indirecto-político Indirecto-económico


los flujos (sobre los emisores) (sobre los medios) (sobre los mensajes)
comunicativos

Medio central El ritual La predicación La publicación La aparición La presentación


de influencia

Capítulo 1. Abriendo los ojos


soportar su desaparición (Selva y Sola, 2004: 133), como analizaba
Freud, 1974, en relación con las famosas exclamaciones (¡fort!-¡da!)
reiteradas durante el juego por un niño de dieciocho meses. También
desde una lectura sociologizante de la perspectiva psicoanalítica es
fácil relacionar lo imaginario con lo ideológico, en tanto que repre-
sentación sustitutoria, incluso fraudulenta, en la que "lo antagónico"
y/o "lo reprimido" se encubren y a la vez se expresan sintomática-
mente.
El imaginario -se lee en Selva y Sola (2004: 131)- "es el mundo de
la imaginación, constituido por objetos creados por 'la conciencia ima-
ginante'", que es capaz de representar como presente lo ausente, pero
también de producir mundos irreales, pues según enseñó Bachelard, la
imaginación, más que de formar imágenes, es la facultad de deformar-
las y cambiarlas, incluso de tornarlas aberrantes. A esta perspectiva que
asocia el imaginario con la creación y el ejercicio de la libertad, incluso
con las prácticas emancipatorias, se aproximan también algunos textos
de la Escuela de Francfort, de Castoriadis o de Appadurai.
Castoriadis (1975 y 2001) ha defendido vigorosamente que toda
sociedad es una constitución de su propio mundo y de su propia iden-
tidad, y en esa construcción tiene un papel fundamental el imaginario
social: los imaginarios son, pues, expresiones de la creatividad y del sen-
tido innovador de las sociedades, sobre todo en lo referido a la génesis
de nuevas instituciones. Para Appadurai (2003) la imaginación, por opo-
sición a la fantasía, que es individualista y está separada de la acción,
posee un sentido proyectivo, utópico. Este autor se pregunta cómo pue-
den producirse nexos entre lo global y la modernidad en el contexto de
los movimientos migratorios contemporáneos y del ecosistema de imá-
genes promovidas por las nuevas tecnologías comunicativas, y percibe
un giro reciente de la imaginación tal que ésta "ha pasado a ser un hecho
social y colectivo". En todas las sociedades humanas la imaginación ha
desempeñado un papel y se han dado complejos diálogos entre la ima-
ginación y el ritual. Lo nuevo, en el mundo "pos-electrónico", es que la
imaginación se ha desprendido de los espacios expresivos tradiciona-
les, como el arte, el mito o los rituales, para formar parte "del trabajo
mental cotidiano de la gente común y corriente". Appadurai valora sobre
todo las imaginaciones migratorias, la creatividad imaginaria de las nue-
vas poblaciones transfronterizas, en el terreno estético y en el de los pro-
yectos sociales e institucionales (los "imaginarios fundacionales"). Cla-
ro está que el imaginario que crea estos proyectos tiene en gran medida
un sustento mediático: las camisetas estampadas, los carteles publicita-
rios y los graffiti, el rap, el baile callejero o las viviendas autoconstrui-
das en los barrios pobres, enumera Appadurai, muestran que los ima-
ginarios massmediáticos son "reinstalables en los repertorios locales de la
ironía, el enojo, el humor o la resistencia". Y hasta el mismo consumo
contemporáneo, como parte de las prácticas del capitalismo, es trabajo
y obligación, pero también espacio de placer, y en cuanto tal, de agen-
cia. Es fácil leer en esta perspectiva la apuesta por una democratización
de los ideales de la vanguardia, de una imaginación emancipatoria que
permanecía restringida a una élite y, quizá también, como decía Benja-
mín (1982 [1936]) respecto a las prácticas del shock dadaísta, constre-
ñida por un engorroso embalaje moral.
Así pues, a la hora de enjuiciar el papel de los lenguajes y discursos
audiovisuales contemporáneos será necesario atender a estas posibilida-
des creativas, al menos al hecho de que suministran cuando menos la
mayor parte de las materias (las imágenes mismas) sobre las que los ima-
ginarios producen sus formas inventivas y transformadoras.
Pero el imaginario remite también a la comunicación mediatizada por
la que Lourau llama una "hipercomunicación entre el ser humano y el
'mundo', el 'inconsciente', 'los dioses'". No los dioses de las arcaicas reli-
giones animistas, sino más bien los fantasmas colectivos que también nos-
otros creamos y entre nosotros habitan y actúan. Hay que recordar que
en su trabajo decisivo sobre las estructuras antropológicas de lo imagina-
rio, G. Durand (1981) analizó el proceder y los variadísimos productos
de una facultad de simbolización común al conjunto de la raza humana.
Para Lourau, como para tantos otros autores contemporáneos, el imagi-
nario supone la pervivencia perfectamente activa en las sociedades moder-
nas de formas simbólicas que el etnocentrismo de la metrópoli europea
había adjudicado en exclusiva a las sociedades "primitivas" colonizadas.
Así que "estos dioses existen muy requetebién fuera de las mitologías ani-
mistas. Para 'nosotros', revisten la forma de la memoria histórica fuerte-
mente legendaria y trucada", un modelo de drama (román) familiar "que
baña en el fantasma nuestra identidad individual", las imágenes de la
muerte y del gozo, de la temporalidad, de los lugares que habitamos, los
que hemos abandonado o con los que soñamos, enumera Lourau (1993).
Aquí, como también puede percibirse, el imaginario está más cerca de
una función reproductiva de la conciencia imaginante, de las tendencias
inerciales y conservadoras de la representación colectiva, de lo "ideológi-
co" en un amplio sentido, que de la invención y la crítica.
Entendiendo "imagen" en todo su espesor cognitivo, experiencial y
práctico, un imaginario es, en fin, un abigarrado repertorio de imáge-
nes compartido por una sociedad o por un grupo social, el espacio de
las objetivaciones de la imaginación colectiva. El imaginario compren-
de representaciones, evidencias y presupuestos normativos implícitos
que configuran un modo de "imaginarse" el mundo, las relaciones socia-
les, el propio grupo, las identidades sociales, los fines y aspiraciones
colectivas, etc. Es el ámbito de la imaginación reproductiva y creativa
de una comunidad o de un grupo social.
De todo lo anterior puede inferirse que el imaginario es contradic-
torio: remite por una parte a la innovación, la potencia autoinstitutiva
y la capacidad crítica de las sociedades, y por otra a la parcialidad, inclu-
so el sectarismo, la autorreferencia reproductiva y la "distorsión siste-
mática" del estereotipo. Puede concluirse también que los medios y los
discursos mediáticos, agentes fundamentales de la producción y la difu-
sión simbólica en la sociedad capitalista contemporánea, son hoy el espa-
cio privilegiado de mediación y gestión de los imaginarios.
En el contexto de un estudio sobre los melodramas televisivos, y por
ello en la perspectiva de la massmediación de los procesos simbólicos,
Martín-Barbero (Martín-Barbero y Muñoz, 1992: 35) presenta los
siguientes posibles ingredientes de la "estructura del imaginario":

a) Los espacios y objetos que "puestos en imágenes" producen atmós-


feras y climas dramáticos identificadores o proyectores,
b) Los tiempos referidos o eludidos en la producción de diferentes
verosímiles: el del pasado "remoto", el "sin tiempo", el "actual".
c) Las oposiciones simbolizadoras entre lo noble y lo vulgar,
lo moderno y lo tradicional, lo rural y lo urbano, lo masculino
y lo femenino, etc.

A este catálogo de espacios-escenarios, tiempos y cualidades agregába-


mos (Abril, 2005: 157) otro componente:

d) Las fábulas y tramas narrativas de los relatos mediáticos (épicos,


familiares, deportivos, fantásticos, etc.) y los dramatis personae
que forman parte de ellos: héroes solitarios, superhéroes, muje-
res fatales, padres y madres ejemplares, "famosos", muertos vivien-
tes, psicópatas, etc. Personajes predispuestos para la identifica-
ción del espectador y que podrían ser acaso reducidos a un
catálogo de arquetipos o roles míticos de nuestra cultura (el jus-
ticiero solitario, el extraño, la víctima, el redentor, el triunfador
y el perdedor, el superviviente, etc.). Repertorios todos que han
de ser permanentemente revisados y actualizados, y para cuya
consideración metodológica remitimos al apartado 3.3.

1
-3 Textos verbovisuales: integración sinóptica y alegoría

En 1897 se publicó Un golpe de dados jamás abolirá el azar de Mallar-


mé. Este poema, con su innovadora sucesión de versos irregulares,
desigualmente repartidos en el espacio de la página, sugería irónica-
mente, al modo de un caligrama, el acontecimiento al que alude su títu-
lo, la caída y el rebote azaroso de unos dados. Como acierta a analizar
Ong (1987) al hilo de los propios comentarios de Mallarmé, el poeta
trataba de sustituir el verso como unidad poemática por el espacio bidi-
mensional de la página, espacializando la lectura y dejando atrás, de paso,
el viejo débito de la forma versal con la narración: según las tesis de Mil-
man Parry, 1971, que comparó las formas poemáticas de Homero con
cantos populares épicos de Yugoslavia en los años veinte, el verso homé-
rico, ocho siglos antes de Cristo, respondía todavía a las necesidades
mnemotécnicas e improvisatorias de la narración oral. Sólo a partir del
desarrollo de una genuina literatura escrita y/o de una cultura literaria,
el verso y sus cualidades sonoras (metro, rima, acento...) adquirirán un
carácter propiamente artístico.
Intentando pues dejar atrás una matriz oral a la que de tan antiguo
se debía la forma versal clásica, el poema mallarmeano se promovió,
hace ya más de un siglo, como texto visual. Gran parte de la creación
poética moderna, no sólo el género de la poesía distintivamente califi-
cada de visual o concreta, ha impulsado la interacción entre la palabra
escrita y el espacio tipográfico. Al tornarse visual, el espacio lingüístico
de la poesía permite y fomenta que otros elementos no lingüísticos ven-
gan a complementarlo, interdeterminándose, para producir textos pro-
piamente verbovisuales.
Hemos llamado espacio sinóptico (Abril, 2003a) a la forma cultural,
textual y cognitiva del espacio tipográfico. Con el adjetivo "sinóptico"
-derivado de synopsis: examen de conjunto, ver a la vez de una ojeada-
tratamos de aludir con mayor precisión a una forma de experiencia visual,
la visión simultánea e integradora del conjunto de esos componentes
heterogéneos (iconos, índices y símbolos; signos escritúrales, fotográfi-
cos, pictóricos y gráficos, etc.) que se relacionan funcionalmente, y que
necesariamente han de ponerse en interacción para dar sentido al texto
verbovisual.

W
CL)
1 3
1 - -1- Más allá del cuadrángulo: la multidimensionalización
'5 del espacio verbovisual
o
«
cu

.g Se puede conjeturar a qué condiciones históricas respondía la propues-


.2 ta de Mallarmé, y en qué sentido su poesía resultaba coherentemente
" "moderna": al adscribir visualmente el poema a la página, Mallarmé
= había buscado un escenario más adecuado para las necesidades con-
< temporáneas de manejar dinámicamente el tiempo y el espacio, car-
64
gando la experiencia y la representación espaciotemporal de movimientos,
velocidades, intensidades, ritmos y rupturas. Un espacio-tiempo que
aparecerá mucho más desarrollado, pocos años después, en los trabajos
tipográficos de los futuristas italianos, como Marinetti (figura 1.3).

F. T. MAWHE"1 un»*!* .g"'-*sjffr

v
ADRIAHOPOLI OTTBBRE 1912

Figura 1.3. yn texto visual de Marinetti.

Al igual que el conjunto de los artistas de vanguardia desde fina-


les del siglo XDC hasta los años treinta del siglo XX, Mallarmé y Mari-
netti daban una réplica artística a la experiencia estética común que
había derivado del desarrollo del capitalismo industrial, que tan radi-
calmente modificó los espacios de producción y de consumo, las nue-
vas configuraciones urbanas y las maneras de experimentarlas (que tan
lúcidamente exploró Benjamin (2005), los medios de transporte y de
comunicación, el uso y el control del tiempo cotidiano; en suma, el con-
junto de las condiciones que conforman la atención, la experiencia, el
sentido del mundo social, los sentimientos y las afinidades, los modos
de agruparse.
Todo ello reclamaba ser representado de alguna manera en el espa-
cio cuadrangular propio de la cultura tipográfica, que venía dictado por
el formato de la página, y que era también el espacio bidimensional del
sistema cartesiano de coordenadas, el cuadrado delimitador del prosce-
nio del teatro italiano, y luego el cuadrángulo de la pantalla de cine, de
la televisión y de la consola y el escritorio informáticos. Y también, como
recinto privilegiado de la representación visual occidental, el rectángu-
lo pictórico, el lienzo de la pintura clásica, desde el Renacimiento has-
ta Picasso o Bacon.
Del todo ajeno a la visión natural, aunque tan naturalizado por la
historia cultural, este rectángulo se desarrolló en Occidente a partir del
siglo XIV. Gauthier (1982: 15) observa que debe su forma al cercado,
en tanto que operación de cierre, y a la ventana como procedimiento
de organización del campo visual. No hay que olvidar que la ventana es
una metáfora básica del sistema de la perspectiva; y que, como sugiere
Berger (1975) el enmarcado pictórico puede verse como un trasunto
simbólico de la delimitación y la apropiación territorial que fue exacer-
bada por el desarrollo del capitalismo.
Ahora bien, el formato cuadrangular, como ámbito privilegiado de las
inscripciones culturales del humanismo y de la era Gutenberg, también
fue resultando demasiado constrictivo para las demandas expresivas de la
modernidad. Los alardes tipográficos de los futuristas demuestran en cier-
to modo que las costuras virtuales que cerraban el cuadrángulo y la bidi-
mensionalidad cartesiana habían reventado ya con el cambio de siglo.
La nueva experiencia posaurática del arte, refractaria a la contempla-
ción y al estatismo, emparentaba la fruición de las imágenes, y sobre todo
las cinematográficas, con la experiencia del espacio arquitectónico, seña-
ló Benjamín (1982 [1936]) en los decenios sucesivos del siglo XX, junto
al espacio cuadrangular, a veces en contra de él, se desarrollaron diversos
espacios poliédricos de representación. En los albores del siglo XXI, en la
era del grafismo digital, la realidad virtual, las performances y las instala-
ciones artísticas, el espacio sinóptico recibió tres dimensiones espaciales,
y además las dimensiones estéticas adicionales del tiempo, el movimien-
to y el sonido, en suma, la multidimensionalidad del multimedia.
Frente a la pintura el espectador ocupaba una posición preferente y
estática, predeterminada por el simulacro de la perspectiva. El nuevo
espectador, el de nuestros días, es llamado a la movilidad: a la de las
retransmisiones deportivas, de la realidad virtual o de las instalaciones,
aunque sean movilidades distintas; y lo que es más importante, no se tra-
ta ya muchas veces de un espectador en el sentido habitual de la noción.
Aun en el caso de que la "sociedad del espectáculo" de Debord (1976)
hubiera coincidido con el apogeo de la modernidad o de la posmoder-
nidad, cosa nada segura, ese modelo hoy ya no está vigente. Más que de
un espectador seducido pasiva o pasionalmente por un espectáculo, se
trata de un agente, o de un objeto para otros actores, o de una entidad
híbrida entre sujeto y objeto, en todo caso un punto afectivo, percepti-
vo e intelectual móvil, descentrado, múltiple, no cuadrangulado.
Por ejemplo, en las instalaciones de Jenny Holzer, aún deudoras de
la cultura tipográfica, enunciados poéticos próximos al eslogan publi-
citario, pero rebosantes de sentido dramático y metafísico, se mueven,
caen, rebotan, parpadean como los anuncios luminosos de la ciudad
nocturna, son vehículos, cascadas, flujos que envuelven al, así llamado
aún, espectador que las recorre en un recinto múltiple y cargado a veces
de voces y emociones silenciosas.

1.3.2. Interacción cognitiva: conceptos y entimemas verbovisuales

La imprenta hizo posible la utilización de imágenes para demostrar visual-


mente las afirmaciones expresadas en el discurso escrito. Incluso "fue una
contribución revolucionaria del siglo XVI el tratar de compensar las inade-
cuaciones de la descripción verbal mediante el uso de dibujos descripti-
vos", afirma Eisenstein (1994: 184-185). Y en efecto, a diferencia de la
función ilustradora que habían desempeñado las representaciones iróni-
cas en el libro medieval, dando un correlato estética y simbólicamente
relevante pero de escaso valor informativo, la participación de lo visual en
el texto sinóptico no aporta simplemente un suplemento de significados
figurativos a los asertos verbales, sino que progresivamente las imágenes
se dedican a la expresión conceptual y propositiva en interacción con ellos.
El discurso científico que floreció entre el Renacimiento y la era
barroca, y que se prolongó en el enciclopedismo, harán que la repre-
sentación gráfica y visual de los conceptos no sea ya algo independien-
te o extrínseco al proceso del saber. La expresión, la representación y la
comunicación de los conceptos estarán determinadas por las posibili-
dades mismas de su visualización.
Con la cultura tipográfica la logosfera deviene "grafosfera" y el logos,
razón lingüística, se ve infiltrado por la que R. de la Flor (2002) ha deno-
minado "razón gráfica". El libro mismo no es, como suele pretender el
canon logocéntrico, un artefacto lingüístico, sino una compleja máqui-
na visual. Y del mismo modo que el sentido de la palabra oral viene
determinado por una situación existencial total que involucra la copre-
sencia y la interacción corporal de los interlocutores, en el contexto
de la comunicación impresa el significado lingüístico está atravesado
por las condiciones de la experiencia visual y de la interacción entre sus
diversos registros semióticos.
Con frecuencia lo visual participa por derecho propio, junto a lo ver-
bal, de los procesos del pensamiento y ello porque el espacio, "antes inclu-
so de toda verbalización, podría ser la forma misma del pensamiento, es
decir, serviría de lugar al concepto" y al razonamiento, toda una forma a
priori de la razón y no sólo, como propuso Kant, de la sensibilidad
(Wunenburger, 2005: 19). Este autor ilustra eficazmente tal hipótesis con
la imagen del círculo, que en tanto símbolo visual alberga el problema
filosófico de lo uno frente a lo múltiple: el punto central contiene vir-
tualmente la infinitud de puntos de una circunferencia de radio infinito,
y por ende los puntos de las circunferencias resultantes de la prolonga-
ción o disminución de la longitud del radio. En realidad esta visión del
espacio visual como espacio de pensamiento, y de profunda relación entre
formas eidéticas y formas visuales, está arraigada en tradiciones filosófi-
cas tan prominentes como la que procede de Platón y los neoplatónicos
y atraviesa el pensamiento racionalista protomoderno.
En el espacio sinóptico, los elementos visuales no verbales pueden
funcionar argumentativamente, como premisas o conclusiones de un
entimema. El lenguaje verbovisual moderno, desde los libros didácticos
o los manuales de instrucciones a los anuncios publicitarios, pone de
manifiesto que, a diferencia de los estudiados por la retórica clásica, los
argumentos contemporáneos no tienen por qué ser puramente lingüís-
ticos, sino que combinan enunciados icónicos, gráficos y escritúrales
(véase la figura 3.8, y el comentario correspondiente).

1.3.3. Integración conceptual-sinestésica

Pero la interacción e integración verbovisual no concierne sólo a la dimen-


sión conceptual y argumentativa, sino también a la expresión sinestésica
y sinquinésica. Como hemos defendido en otro lugar, el desarrollo histó-
rico del espacio sinóptico abrió paso a espacios sinestésicos y allanó el cami-
no de las correspondientes competencias lectoras, relativas a interaccio-
nes entre imágenes sensoriales diversas. El cine y los lenguajes audiovisuales
modernos suministran espacios discursivos de esa clase. Las experiencias
sinestésicas se integran a su vez en nuevas prácticas lecto-escritoras (como
el videojuego) dentro de una actividad sinquinésica, que es al mismo tiem-
po interpretación y acción, lectura-producción de un texto audiovisual y
actividad psicomotriz (Abril, 2003a: 123). Los estudiosos del videojuego
señalan que la efectuación de las acciones narrativas de correr, saltar, dete-
nerse, etc. presenta cierta analogía con destrezas instrumentales como las
que comporta conducir un coche, y acaso una gratificación semejante
derivada del sentimiento de control de la acción. Darley (2002: 247-248),
considera que en los videojuegos, tan importante como la "ilusión de pre-
sencia" o inmersión en la acción narrativa, es para el jugador la experien-
cia de una "sinestesia vicaria" en virtud de la cual tiene la impresión viva
de controlar los acontecimientos en tiempo real.
Pero podemos retroceder nuevamente a los formatos de la repre-
sentación sinóptica bidimensional, porque ya en ellos se anticipaban
estas formas de experiencia que habrían de ser desarrolladas por las tec-
noestéticas digitales. Así, en el poema visual Like attracts like de Emmett
Williams (figura 1.4), el contenido conceptual es indicado visualmen-
te por una sucesiva aproximación de las letras, diríamos "autorreferen-
cial", que sugiere un efecto de movimiento y a la vez visualiza la atrac-
ción a la que se refiere el enunciado verbal.
like attracts like
like attracts like
like attracts like
like attracts like
like attracts like
like attracts like
like attracts Üke
Hkeattractdike
likattractüke
lifetftratfke
IÍMftra4*e
lUttraUke
méitós

Figura 1.4. "L 0 semejante atrae a lo


semejante", de E. Williams.

Thinkingofyou, de Barbara Kruger (figura 1.5), propone directa-


mente un efecto sinestésico: el "pensamiento" de la frase verbal viene al
tacto, a los dedos, que son el instrumento de la caricia, pero para expre-
sar la ausencia como una punzada; por la acción de una pequeña herra-
mienta de costura que connota la feminidad y, en su estado punzante,
abierto, la separación de las piezas a cuya unión sirve el imperdible en
„ su estado de cierre.
1 Un anuncio televisivo de los primeros años noventa (figura 1.6) mos-
> traba en su secuencia final la imagen de la puerta trasera de un vehículo
£ cerrándose bruscamente, con un estruendoso sonido de fondo. Como si
.g se tratara del efecto de esa acción, las palabras que componen un texto
,S escrito, a saber, la "vieja" definición del diccionario de la palabra "coche",
" parecen violentamente sacudidas, se desprenden y caen sobre el tras-
Ir fondo claro de la escena. Un trasfondo extraordinariamente equívo-
< co desde el punto de vista semiótico y perceptivo: a la vezfigurade una

70
Figura 1.5. "Pensando en ti", de B. Kruger.

"página en blanco" del diccionario, fondo perceptivo para la figura de las


letras, y dimensión no-fondo/no-figura para una acción "física" de des-
prendimiento y de caída en un espacio imaginario, no equivalente, claro
está, al tipográfico, aunque éste aparece citado e incluido en él.
En la teoría del arte, Krauss (1998) ha dado una gran importancia
a esa dimensión no-fondo/no-figura, previa a la objetivación perceptiva
propiamente dicha, como ámbito de la creación artística contemporá-
nea: en la puesta en abismo de Matisse, los collages de Picasso o los cua-
drángulos múltiples de Frank Stella, con sus característicos efectos de OT
"cuadro dentro del cuadro", la figura ingresa en el campo pictórico a "°"
condición de negarlo simultáneamente. En el anuncio de Renault ocu- ~¿
rre algo semejante: el fondo gris forma parte de la representación de un §
espacio tridimensional en el que se mueven un automóvil y unas letras <
"cosificadas", y a la vez de un plano tipográfico; se trata de una paradoja ^
genuinamente ilusionística, si se entiende que aquí "ilusión" no sólo ¿
designa un fenómeno óptico, sino también un trampantojo conceptual. o

71
Análisis crítico de textos visuales
a

:- .If-
Y sin embargo, pese a lo retorcido de la propuesta, seguramente los
espectadores interpretamos con una gran naturalidad las relaciones entre
los componentes del texto. Éstas no son estrictamente "figurativas", sino
que se estructuran conforme a un esquema sinestésico-inferencial como
éste (choque entre cuerpos [ruido e imagen visual de la puerta cerrándo-
se bruscamente] —> inferencia de una imaginaria "onda expansiva" —> des-
prendimiento físico de objetos [imagen visual de las letras]). Los acon-
tecimientos se dan en espacios representativos inconmensurables: el
físico y el tipográfico, y combinan dos tipos de asociaciones: las sines-
tésicas, que conforman una imagen multisensorial y dinámica, y las con-
ceptuales, que sustentándose en aquéllas, elaboran un argumento favo-
rable al objeto publicitado (vehículo innovador, sólido, etc.).

1.3.4. Alegoría: imágenes de conceptos

Aun asumiendo tradiciones medievales de la praxis de la imagen, duran-


te el Renacimiento y con particular intensidad en el siglo XVII, en la era
barroca, se desarrollaron las condiciones (y entre ellas, destacadamente,
la tecnología de la imprenta) de una cultura visual propicia al trata-
miento analítico y paraláctico del texto, es decir, a producir el texto como
un conjunto de piezas o fragmentos funcionales que, dándose a un mis-
mo nivel de significatividad, se relacionan a través de un experiencia
visual sinóptica.
Para restablecer una genealogía del texto verbovisual moderno hay
que prestar atención a los jeroglíficos, emblemas, loci mnemotécnicos,
empresas, lemas, caligramas y otros muchos textos alegóricos que con-
formaron la cultura verbovisual del Barroco. También los jeroglíficos,
que propiciaron una profunda interpenetración y mutua traducción de
los códigos visuales y los códigos lingüísticos. No es sorprendente que
el discurso de la publicidad, que tanto ha heredado de esta cultura ver-
bovisual, recurra a los mismos procedimientos semióticos (figura 1.7).
El conjunto de las formas textuales alegóricas del Barroco favore-
cieron la contaminación entre los elementos icónicos y los del discurso
AM *XMU*l$ceKDI. t.

Do»eibftg|íoccÍú,<U ferea*£»m*
Dellíiuwo t U e m >fieimorofo «Jpetto,
Doíft I* m u charo*,onll bel pecto »
Ch'appenfiuni hor w Surte mi trxj&rmí*

Figura 1.7. Jeroglíficos de ayer y de hoy.

escrito. Las imágenes visuales funcionaban como "ideogramas" o como


elementos de una escritura jeroglífica, en tanto que los textos escritos
podían servir a una función icónica, como las frases que en la imagen
de la figura 1.8 dibujan las líneas de la mano.

Figura 1.8. Diagrama para los pasos de la


meditación (finales del siglo xvi).
La escritura se iconizó, desarrollando cualidadesfigurativasque encon-
trarán continuidad en el grafismo moderno del cómic, de los títulos de
crédito cinematográficos, de los graffiti, de la animación infográfica, del
arte visual experimental y, nuevamente, de la publicidad (figura 1.9).
Tal como afirmó Goethe (1993) y ratificó gran parte del pensa-
miento romántico, el "símbolo poético" expresa sólo lo particular, y así
se mantiene vivo, abierto a las fulguraciones de lo concreto y de los sen-
tidos subjetivos. Por el contrario, en el texto alegórico las representa-
ciones de lo particular solamente se valoran como ejemplos de lo gene-
ral, o en otros términos, la imagen sirve sólo a la expresión circunscrita,
cerrada y completa de un concepto; no es sino una imagen conceptual
cuyo significado ha sido blindado por una convención perfectamente
gramaticalizada. Recordemos que obras como Iconología de Cesare Ripa
(1987 [1593]) una especie de enciclopedia de alegorías, tuvo multitud
de ediciones en varios idiomas, y fue consultada por artistas y literatos

Figura 1.9. iconización de la escritura en


"Poema" de Joan Brossa
en un anuncio publicitario.
durante más de un siglo. Éstos podían leer en ella que, por ejemplo, el
"alma racional y feliz" se representa mediante una figura femenina ala-
da y tocada con capucha transparente, y de ninguna otra manera.
Las imágenes conceptuales, vehículos de ideas abstractas, deben qui-
zá una parte de su fuerza cultural al ars memoriae, que para apoyar la
memoria de manera lógica se sirvió desde la Antigüedad de la técnica
de montaje de imágenes, asociándolas y organizándolas espacialmente
(Wunenburger, 2005: 18). Así la imagen conceptual, no menos que el
verso narrativo, se desarrolló históricamente al servicio de prestaciones
mnemotécnicas. Una vez consolidada, la alegoría visual servirá a la repro-
ducción de aquellos imaginarios y sistemas de organización del saber
que la han producido, ya se trate de la economía simbólica del poder
político barroco o de los signos publicitarios contemporáneos.
En un anuncio de finales del siglo XX, la imagen de la serpiente
aparece como una alegoría de la tentación, o del peligro tentador, y es
de suponer que ningún espectador contemporáneo la tomaría por un
símbolo de la regeneración del universo, como podía ocurrir en el con-
texto de la mitología hindú, o de la prudencia, o de la medicina, como
acaecería en otros contextos culturales (figura 1.10).
En una de las Empresas políticas de Diego Saavedra Fajardo (1640),
la serpiente desempeña también una función alegórica y, por tanto, pro-
pone un significado conceptual igualmente cerrado (figura 1.11): es la
representación de una prudencia política extrema, la de quien no quie-
re deber nada a otro ni deberse a él ("nec a quo nec ad quem") y se mues-
tra replegado sobre su propia fuerza y sus propios intereses, conforme
al sistema de valores políticos barrocos que analiza R. de la Flor (2005).
Ya se trate, pues, del arte del pasado o del texto verbovisual masivo
contemporáneo,
[...] la alegoría no encuentra un sentido pleno más que en la
proposición que le entrega su clave. Sin la equivalencia valori-
zante del discurso con su imagen no descifraríamos, en esa mujer
con el pecho al aire en medio de una riña, los rasgos resplan-
decientes de la libertad conduciendo al pueblo a las barricadas.
Del mismo modo, las patatas fritas que vuelan sólo existen gra-
cias a la liviandad de la Végetaline.
I N S P I R A C I Ó N

Figura i.io. Tentación y otras alegorías bíblicas


en la publicidad de un güisqui.

I
Figura 1.11. La serpiente, en una alegoría barroca de Saavedra Fajardo.

77
Así coteja Lagneau (2003: 251) el sentido alegórico del célebre cua-
dro de Delacroix con el de un anuncio de margarina. También Barthes
(2000) alude al carácter alegórico de la fotografía periodística cuando
habla de que sus objetos son inductores de asociaciones fijas entre
ideas (biblioteca = intelectual, por ejemplo, en ciertos retratos de pren-
sa) y que en este sentido componen un auténtico léxico estable, inclu-
so formalizable en una sintaxis. Pero una alegoresis semejante a la de los
discursos visuales masivos está presente también en las prácticas priva-
das de la fotografía familiar. Es muy típica la fotografía en la que se adi-
vina al turista, "punto minúsculo agitando el brazo, ante el Sagrado
Corazón y que, como sucede frecuentemente, ha sido hecha de lejos
porque se quería captar el monumento entero y al personaje". Ejemplo
que ratifica sin más que la foto de viaje "se convierta en una especie de
ideograma o de alegoría" (Bourdieu, 2003: 76).
Vale la pena observar la morfología de aquellos lúgubres textos barro-
cos, empresas y emblemas, ya que no es ajena a la sintaxis verbovisual
de muchos textos de nuestros días (figura 1.12). Incluían paradigmáti-
camente una inscñptio o lema breve y una subscriptio, un texto verbal
algo más extenso y frecuentemente explicativo. Y, claro está, una repre-
sentación icónica que sólo tiene sentido en función de la proclama pro-
puesta por el lema: se partía del principio de una "idea-imagen cuya
concepción interior (intus concipere) es al dibujo expresivo lo que el alma
es al cuerpo" (Wunenburger, 2005: 20).
Esta subordinación conceptual de la imagen al significado lingüís-
tico recuerda, inevitablemente, la relación que Barthes (2000) denomi-
nó anclaje: el pie verbal de la foto de prensa interpreta selectivamente
O)
g los significados posibles de la imagen fotográfica, reduce su indetermi-
C/S

> nación, aun cuando el discurso lingüístico y el icónico permanezcan


t< diferenciables y relativamente a u t ó n o m o s . Pero Barthes habla d e otra
.g posible relación, el relevo, e n q u e la escritura y la imagen se c o m p l e -
.S mentan, pues "son fragmentos d e u n sintagma más general y la unidad
" del mensaje se realiza en u n nivel más avanzado". Estos fragmentos fun-
= dónales recibirán la denominación más precisa de lexias en S/Z, una
< obra en que Barthes (1980b) se distingue, entre otros méritos, como
78
Figura 1.12. Morfología de un emblema barroco.

precursor de la teoría del hipertexto (Landow, 1995), por haber antici-


pado esa concepción del texto como un conjunto de "bloques" que se
interrelacionan mediante enlaces. Ciertamente, las formas textuales que
en el apartado anterior hemos caracterizado como sinópticas no supo-
nen sino una generalización de las relaciones de relevo en el desarrollo
del texto verbovisual.
El lenguaje aparentemente pintoresco de empresas y emblemas fue
retomado por artistas de vanguardia como John Heartfield, el fotógra-
fo militante que en los años treinta, en Berlín, publicaba sus fotomon-
tajes antifascistas, como el de la figura 1.13, según el modelo barroco
de las "imágenes para leer" (Lesebilder) en el que las convenciones de la
inscriptio y la subscriptio eran perfectamente reconocibles.
Como lo son en la forma textual dominante del anuncio publici-
tario contemporáneo, en que los segmentos de que consta el eslogan
(el "gancho" y la "frase de asiento" según la nomenclatura de Adam y
Bonhomme, 2000) desempeñan funciones semejantes, y en las que la
Figura 1.13. "Historia Natural Alemana",
de J.Heartfield.

relación entre el eslogan y el enunciado icónico es análoga a la que


vinculaba el "alma" y el "cuerpo" de los emblemas. En los anuncios
actuales también se componen sinópticamente escenas que describen
episodios ejemplares, imágenes alegóricas del producto, las formas
modernas del lema (el eslogan mismo, la marca) e índices o llamadas
internas que reclaman recorridos de lectura similares.
o
a>
CAPÍTULO 2
U N MAPA TEÓRICO PARA
EL TEXTO VERBOVISUAL

¿i- Las dimensiones textuales

El sentido de cualquier texto, y por ende del texto verbovisual, remite


a un espacio de prácticas sociodiscursivas: ésta es su dimensión pragmá-
tica, ampliamente entendida, es decir, más allá del marco de la "prag-
mática" disciplinaria estándar, que suele restringir su objeto al uso y la
comunicación de las expresiones lingüísticas y que suele explicar éstos
exclusivamente por sus condiciones lógicas.
Pero el texto remite al mismo tiempo a un universo semántico-sim-
bólico igualmente complejo, y que también desborda el marco estanda-
rizado de la lingüística textual: además de significados de nivel prepo-
sicional o macroestructural, la pregunta por el sentido del texto
verbovisual nos ha de llevar a un marco de presupuestos culturales y de
formas colectivas de organización del sentido que obligan a interrogar
los límites y el estatuto de objetividad del texto mismo.
Nuestro mapa teórico (y hay una intencionada humildad en la
denominación de este propósito, que no es el de construir tanto como
un "marco" ni un "sistema") responde, pues, a una "concepción estruc-
tural" en el sentido de Thompson (2002) que entiende por tal la que
trata de abordar las relaciones entre formas simbólicas y contextos
sociales.

*•'•'• El concepto de texto

Una larga tradición de teoría literaria, de semiótica textual, de análi-


sis hermenéutico, en que late la matriz cultural iluminista del libro, y
a su través la matriz teológica del Libro, nos enfrentaba al texto como
una entidad homogénea y bien definida, con una considerable auto-
nomía formal y semántica. La crítica bajtiniana problematizó esa homo-
geneidad y esos confines: no por casualidad Bajtin es un contempo-
ráneo de la vanguardia artística y de sus estéticas, que trataron de
desestabilizar los límites de la obra de arte. La teoría posbajtiniana ha
traducido el problema de los límites del texto como problema de fron-
teras y traspasos entre los textos, como cuestión de intertextualidad. El
texto debe dejar de ser concebido según la metáfora de la isla para
entenderse según la metáfora del archipiélago. O aún mejor, según la
de la red textual.
En el pensamiento de Bajtin el texto no es una entidad estable en
una encrucijada de relaciones intertextuales, sino un proceso, un deve-
nir de solapamientos, hibridaciones y osmosis entre fragmentos textua-
les previos, lenguajes y perspectivas sociosemióticas, de tal modo que la
m problemática intertextual y la intratextual vienen en gran medida a super-
"S ponerse. En la "translingüística" bajtiniana la voz enunciativa (el "autor")
"> del texto no es única, indivisa, sino más bien un lugar de encuentro de
13 "voces", en virtud de cuya pluralidad el texto se abre inexcusablemente
j¡> a la relación con otros textos.
.8 La multiplicidad de voces, dentro de un entramado dialógico, hace
" patente la confluencia de "estilos de lenguajes sociales, dialectales,
~ etc. [...] percibidos como posiciones interpretativas, como especies
< de ideologías lingüísticas" (Bajtin, 1970: 242). Tal como ponen de
82
manifiesto los análisis bajtinianos del discurso citacional, la polifonía
textual no es necesariamente una apacible coexistencia de aquellos esti-
los, posiciones e ideologías: la palabra del enunciador busca unas veces
la "convergencia" valorativa con la voz citada (en la estilización, el recur-
so al "dicho", etc.), pero otras veces establece una distancia "divergen-
te" y pole'mica (ironía, parodia, etc.). La novela moderna—aun cuando
la concepción bajtiniana se dilata más allá de los objetos novela y moder-
nidad- ilustra privilegiadamente esta lujosa y contradictoria dialéctica
de la alteridad en el discurso, plagada de consecuencias de orden meto-
dológico y ético-filosófico.
Nada de lo dicho niega la "objetividad" del texto, sino que, por el
contrario, la afirma de un modo nuevo: la objetividad y la identidad del
texto es sostenida por las prácticas textuales que lo actualizan y dina-
mizan, es el resultado de una actividad histórica e intersubjetivamente
mediada más que de la persistencia de ciertas constantes formales. Es el
resultado siempre provisional del trabajo de sus múltiples "interpretan-
tes", por decirlo en términos de Peirce.
No entendemos por "red textual" cualquier entramado reticular de
textos, ni mucho menos una configuración aleatoria, sino una estruc-
tura relacional en permanente reconstitución. Y entonces:

a) La red en su totalidad otorga sentido a los nodulos textuales


que la constituyen. Pensemos, por ejemplo, en la red textual a la
que se suele llamar "literatura" o "textos literarios": la "literatu-
ridad" aparece como una propiedad de cada texto determinada
por la red textual, y también viceversa.
b) Hofstadter (1987: 415) habla de "atributos locales frente a glo-
bales", determinados por la posición y/o distancia del observa-
dor respecto al objeto: en el caso de una telaraña, la forma gene-
ral es un atributo global, en tanto que la cantidad de líneas que
se reúnen en un vértice, sólo accesible a un "observador muy
miope", es un atributo local. Siempre es un problema, para deter-
minar si dos redes son isomórficas, la selección de una u otra
clase de atributos. Pues bien, como toda red, una red textual
presenta propiedades globales y locales no conmensurables entre
sí, de tal modo que el sentido "local" del texto no es reductible
a su sentido relaciona! o global en la red, y viceversa. Por ejem-
plo, "La casa de Asterión", un cuento de Borges (1971) inclui-
do en la recopilación ElAleph, adquiere un sentido diferenciado
según se lea aisladamente o en relación con los demás cuentos
del libro. El autor invita sutilmente a una lectura transversal de
los cuentos, pues hace alguna referencia cruzada entre ellos, y si
se lleva a cabo esa lectura se puede concluir, por ejemplo, que en
el conjunto de los cuentos subyacen una teoría y una poética del
laberinto sólo parcialmente inferibles de cada relato particular
en que el tema del laberinto aparece.
c) Es en función de las prácticas sociales del leer y de las condicio-
nes particulares de la lectura, más que de propiedades formales
permanentes de los textos, como se pueden determinar en un
momento dado los límites de un texto y de una red textual. Pen-
semos, por ejemplo, en los efectos que produce la normalización
de los textos clásicos a través del cotejo crítico de versiones, en
el establecimiento de los corpora literarios del tipo de "literatura
romántica" o "novela negra"; históricamente, una red textual que
servía de "metatexto" puede devenir texto, etc.

La posibilidad de establecer las relaciones que hemos sugerido: todo-


parte a), global-local b), texto-metatexto c), se debe a operaciones indi-
cíales en y entre procesos textuales, y pone en evidencia las inconve-
niencias metodológicas del inmanentismo, es decir, de la pretensión de
evitar que el análisis aborde elementos extratextuales.
El texto en tanto que parte de una red textual es una "muestra" o un
"factor" de ese todo y lo representa; o bien remite a otras partes (meto-
nímicamente, se podría decir) otorgándoles sentido y recibiéndolo de
ellas, etc. Se puede así afirmar que cualquier generalización en teoría tex-
tual (literaria, cinematográfica, etc.) o en teoría de la cultura, de los "tex-
tos culturales", requiere de procesos interpretativos sustentados por una
semiosis indicialáú tipo de la que presentamos en el apartado 2.2.1.
En este sentido puede ser tomada la afirmación de Frye (1977) de
que todo comentario de la crítica literaria es una interpretación "ale-
górica", en tanto que atribuye ideas generales a las estructuras par-
ticulares de las imágenes poéticas, por ejemplo: "Hamlet parece retra-
tar la tragedia de la irresolución"; o también, añadimos, en cuanto que
señala lo particular como expresión de un sentido o de un universo de
significación que por su propia generalidad no puede estar compren-
dido en el contenido textual en modo alguno, por ejemplo: "Mari-
netti representa la irrupción de la modernidad en el espacio tipográ-
fico", pensando en el ejemplo de la figura 1.3. En síntesis, parece difícil
que cualquier observación crítica o analítica pueda prescindir del seña-
lamiento de algún "exterior" del texto, ya sea metatextual, intertextual
o transtextual.
Ahora bien: los textos no son sólo "objetos culturales" mediados,
sino también dispositivos de mediación de otros procesos culturales.
Esta observación permite afirmar que no todo proceso, comportamiento
o práctica cultural es un texto, por más que, como Bajtin afirmó, todo
comportamiento pueda interpretarse como un "texto potencial".
Por ejemplo, el trabajo etnográfico produce determinados textos que
median entre una experiencia de observación e interacción y una expe-
riencia de lectura (y registro, archivo, control, etc.) en otro contexto cul-
tural: el medio académico, la comunidad hermenéutica de los científi-
cos sociales, etc. El "texto etnográfico" no precede, obviamente, a la
etnografía, sino que es su producto: un relato oral no es un texto antes
de haber sido transcrito/traducido/inscrito como "relato nativo", "cuen-
to popular", "mito", etc.
Los textos, la producción textual, vienen a mediar, pues, otras prác-
ticas sociales: la diferencia entre los comportamientos a los que se deno-
mina "apareamiento", "cópula", "coito" y "follar" está determinada por
una diferencia, ésta sí, de tipos textuales, por ejemplo, los pertenecien-
tes, respectivamente, a los dominios discursivos y/o redes textuales de
la biología, la antropología cultural, la sexología y la conversación infor-
mal. El comportamiento al que remiten sólo es textual en tanto que sub-
sumido en alguna de esas categorías propias de los respectivos géneros
de discurso, de esos géneros en tanto que interpretantes de las prácticas
sociales.
Muchas prácticas sociales, como los rituales, incorporan prácticas
textuales constitutivas, por ejemplo, la lectura de textos evangélicos en
la misa; o se ejecutan siguiendo pautas textuales, como las prescrip-
ciones litúrgicas del tipo de "haréis esto en memoria mía", que esta-
blecen una relación reflexiva entre el texto y el comportamiento en
cuestión, una especie de activación del texto que supone a la vez una
textualización de la acción. El texto, en estos casos, manifiesta de un
modo especialmente claro la "eficacia simbólica" sobre la que volvere-
mos en el apartado 2.3.2. El carácter performativo de estos textos ritua-
les es inseparable de su función indicial, pues instituyen el valor sacro
del objeto o del comportamiento señalándolo: "tomó el pan, lo partió
y se lo dio a sus discípulos diciendo...", afirma el oficiante católico de
la consagración eucarística a la vez que toma el pan entre sus manos y
lo ofrece a los feligreses. En casos como éste, el fragmento textual es a
la vez un "designador" de un acto extratextual y un "factor" de la tota-
lidad metatextual constituida por el conjunto de las palabras y gestos
que integran el rito sacramental.
Algo análogo ocurre en textos laicos, y no sólo porque en ocasiones
han heredado virtudes carismáticas de los rituales religiosos. En el tele-
diario frecuentemente se señala un particular o un sucedáneo de
una experiencia posible de la audiencia, y mediante ese mecanismo se
crean los temas, problemas y eventos públicos: el náufrago africano recién
capturado en la costa meridional española es a la vez designado como un
singular y construido simbólicamente como prototipo del conjunto de
los inmigrantes; la señora entrevistada en la cola de la pescadería repre-
senta "la opinión de los consumidores", etc. Tal como analiza Zizek, "toda
noción ideológica universal siempre está hegemonizada por algún con-
tenido particular que tifie esa universalidad y explica su eficacia [...]. El
Universal adquiere existencia concreta cuando algún contenido particu-
lar comienza a funcionar como su sustituto". Por ejemplo, en Estados
Unidos la madre soltera afroamericana aparece como el caso "típico" del
Estado de Bienestar y de sus males, para la derecha (Zizek, 1998: 139).
La tipificación parece también producirse, al menos en parte, como un
proceso indicial.
El texto puede y debe ser entendido como una entidad "sintáctica",
pero siempre en la intercepción de determinaciones semánticas y prag-
máticas. Pues la sintaxis no representa un mero conjunto de reglas com-
binatorias ni tampoco un modo particular de orden derivado de su apli-
cación. El étimo taxis remite a organización, disposición táctica -en su
acepción militar— y sin-taxis puede presuponer así arreglo táctico, con-
junción, distribución y disyunción de las disposiciones de los sujetos
que co-enuncian (parte autorial/parte lectora; remitente/destinatario,
etc.), agenciamientos y no sólo regularidades formales. Ni solamente
combinación, sino articulación.
El cuadro 2.1 quiere representar la conjunción textual del nivel
semántico, en los cuadrados superiores, y el pragmático, en los inferio-
res, así como aludir a la actividad de enunciación que está presupuesta
por el texto en tanto que acto o resultado de ella. Pero como es inevi-
table en un diagrama cartesiano, no se expresan en modo alguno los
procesos de hibridación, diálogo y conflicto que atraviesan todos
los subniveles, según la perspectiva bajtiniana que más arriba reclamá-
bamos y que querría trascender una interpretación meramente funcio-
nalista de las categorías y las relaciones indicadas.

2.1.2. la dimensión pragmática

Las categorías tradicionales de la pragmática, a saber, la relación inter-


locutiva, la situación de interacción y los tipos de actos discursivos que
realizan los interlocutores, suelen ser analizadas, como hemos dicho, en
el marco demasiado restringido de las condiciones lógicas de su ejerci-
cio. Por ejemplo, según la teoría de la conversación de Grice (1979)
los hablantes tratan de comunicarse "cooperativamente" aplicando reglas
pragmáticas como, entre otras, una "máxima de cantidad" que prescri-
be suministrar una cierta cantidad de información a nuestro interlocu-
tor. Si a la pregunta "¿Tiene hora?", alguien responde "Sí", nada más,
Cuadro 2.1. Mapa general de las dimensiones textuales

MATRIZ DE SIGNIFICACIÓN

UNIVERSO
SIMBÓLICO

UNIVERSO
DESBNHCABO NIVEL SEMÁNTICO

ENUNCIACIÓN TEXTO

PRÁCTICA
OSCURSIVA

Producción NIVEL PRAGMÁTICO


Distribución
Consumo

Emisión
Difusión
Récapoón

PRACTICA SOCIAL

la respuesta será reputada de no cooperativa, por más que formalmente


adecuada. Lo que Grice no explica -y, la verdad sea dicha, tampoco tiene
por qué hacerlo en el marco de pertinencia de su teoría- es que la canti-
dad requerida de información puede variar en función de, por ejemplo,
preceptos institucionales que se imponen en los contextos comunicativos
concretos: generalmente no es obligatorio responder a la pregunta "¿dón-
de estabas ayer a las ocho?" en una conversación amistosa, pero puede ser-
lo, e incluso bajo la amenaza de gravísimas consecuencias, en la vista de
un proceso penal. Las determinaciones del comportamiento semiótico no
< son de carácter exclusivamente lógico en ninguno de los dos casos. Aún

88
más: la obligación de responder a una pregunta, en el contexto más "infor-
mal" que quiera imaginarse, puede venir determinada por multitud de
condiciones micropolíticas (interés, deuda, correspondencia, chantaje afec-
tivo...) irreductibles a una formulación lógico-formal.
La regulación pragmática de la comunicación ingresa, así, en el cam-
po amplio de las que podemos llamar prácticas sociodiscursivas.
Adoptando el término de Foucault, Mainqueneau (1984: 154) defi-
ne una práctica discursiva como el "sistema de relaciones que para un
discurso dado regula los emplazamientos institucionales de las diversas
posiciones que puede ocupar el sujeto de enunciación". En la perspec-
tiva de lo que otro analista del discurso, Fairclough (2001) asume como
"concepción tridimensional del discurso", cualquier evento discursivo
puede ser tomado simultáneamente como texto, como ejemplo de prác-
tica discursiva y como ejemplo de práctica social. El texto es, pues, indi-
sociable de las prácticas, si bien en nuestra perspectiva (como se puede
apreciar en el cuadro 2.1) se entienden las prácticas sociales como un
marco que incluye las prácticas discursivas. Precisaremos un poco más
este punto de vista:

a) Una práctica discursiva se define por momentos/contextos de


emisión, circulación y recepción, que especifican como activi-
dad comunicativa las categorías más extensas de Fairdough: pro-
ducción, distribución, consumo. Se trata, en todo caso, de
procesos íntimamente relacionados.
Por referirnos a una aplicación más próxima a los problemas
del texto visual, en su análisis de los "enclaves (sites) y modali-
dades" de la cultura visual, Rose (2001: 16-17) distingue un espa-
cio de producción de la imagen, un espacio de la imagen misma
y un espacio de la audiencia, aquel en que la imagen es recibi-
da y percibida. Añade a ellos una instancia tecnológica, otra com-
positiva, referente a las estrategias formales según las cuales se
construye (de las que aquí trataremos más detalladamente en el
capítulo 3) y una última social, que abarca el conjunto de las rela-
ciones económicas, políticas, institucionales en que la imagen
puede verse implicada (y que nosotros preferimos aproximar al
nivel de las prácticas sociales, al que nos referiremos enseguida).
Aunque el marco establecido por Rose resulte demasiado exten-
so, tiene la virtud de recordarnos las interacciones que acae-
cen entre los distintos enclaves de las prácticas discursivas. Recor-
demos, a este respecto, un ejemplo suministrado por Müller-
Brockmann (1998: 66-67) en los siglos XVI-XVII, en los carteles
que reproducían textos informativos, la tipografía era de pequeño
tamaño, pues "no tenía todavía en cuenta la legibilidad del texto a
distancia". El análisis de este dato lleva mucho más allá de la anéc-
dota: se trata de que aún no se ha constituido un espacio público
moderno (enclave social), ni en el espacio de la audiencia parecen
bien delimitadas jurisdicciones de lectura como la del ámbito ínti-
mo de la lectura literaria y el no íntimo de la calle, ni en el espacio
compositivo o formal del texto se han introducido recursos, como
las propias convenciones tipográficas, ordenados a diferenciar psi-
cotécnicamente distintos espacios y efectos receptivos. En otras
palabras, una práctica discursiva supone la conjunción de una mul-
titud de condiciones, en distintos niveles de la actividad social, cuyo
desarrollo histórico no es necesariamente uniforme.
Examinemos ahora el ejemplo central al que recurriremos en
este apartado: un texto escolar de enseñanza de la Historia. Ana-
lizado como práctica discursiva, esta forma de texto remite al
marco más amplio de los discursos didácticos, con sus caracte-
rísticos géneros, reglas, estrategias y juegos de roles institucio-
nales y comunicativos entre profesor y alumno, las formas de
distribución de la autoridad textual, etc. Los emplazamientos
institucional-enunciativos de que habla Mainquenau pueden
reconocerse a través de propiedades como las siguientes: el enun-
ciador docente habla desde una determinada autoatribución de
competencia y desde la presunción de determinadas ignorancias
del enunciatario discente; el primero se arroga el derecho de deter-
minar el saber pertinente, e imputa al enunciatario la corres-
pondiente obligación de aceptarlo.
Pueden incluirse en la definición de las prácticas discursivas
los géneros discursivos, concepto con el que Bajtin (1982) se refe-
ría a la multiplicidad que adquieren las formas comunicativas
según la esfera de interacción en que se producen, y según sus
características de tema, de composición o de estilo: el diálogo
informal, la carta, la arenga, el decreto, etc. En general los dis-
cursos orales son "primarios" y los escritos o verbovisuales son
"secundarios", es decir, modelizados por los primeros, pero hoy
podemos advertir la abigarrada contaminación e interdepen-
dencia de géneros primarios y secundarios que constituyen el
espacio textual de la cultura de masas y, más en general, de las
culturas modernas: por ejemplo, los dramatizados televisivos
recrean la oralidad del mundo familiar, pero a su vez el discurso
cotidiano de la gente pone en circulación y recrea motivos, expre-
siones y relatos enteros del discurso mediático.
Interesa advertir, con Fairclough, que el nivel de las prácti-
cas discursivas es microsociológico: se trata de procesos situados
de enunciación, interpretación y acción reflexiva. Así, las prác-
ticas docentes acaecen en marcos de interacción en los que, como
es de notoria actualidad, ciertos presupuestos de autoridad dis-
cursiva se someten a negociación, contestación o franca impug-
nación. En las fotos familiares (segundo ejemplo) hallamos una
práctica discursiva propia de ciertos encuentros, como fiestas de
cumpleaños, conmemoraciones, etc., en los que han de actuali-
zarse muchas propiedades del discurso: de modo "informal" se
negocian el escenario, los personajes (quiénes aparecerán y cómo),
incluso la autoría (quién hace la foto).
b) Por el contrario, el nivel de la práctica social es macrosociológi-
co y concierne, en el caso de los textos escolares, a hechos tales
como el sistema de enseñanza en tanto que institución sociali-
zadora, de reproducción y de control social. O a la edición de
libros y la industria cultural. En fin, a una trama compleja de
actividades y esferas institucionales: económicas, políticas, tec-
nológicas y culturales.
Si pensamos en el segundo ejemplo, la foto familiar, ha-
bremos de coincidir con Bourdieu (2003: 57) en que, en tanto
que la práctica social supone "un rito del culto doméstico, en
el que la familia es a la vez sujeto y objeto" y en que la interiori-
zación de la función social de esa práctica se siente más vivamente
cuanto mayor es la integración del grupo.
Si la foto familiar detecta y celebra por encima de todo una
forma de moralidad y unos determinados valores, la práctica de
la foto policial remite a un método de control estatal que alcan-
zó a las identidades y organizó mediante archivos visuales una
parte de la vigilancia panóptica en las sociedades/estados moder-
nos. Podríamos continuar con observaciones análogas relativas
a los usos de la foto periodística, turística, etc. para llegar a con-
cluir que, más que la fotografía existen las fotografías, "tecnolo-
gías institucionales" que, como explica Rose (2001: 166-167)
alcanzan alguna forma de coherencia y de verdad sólo en el inte-
rior de determinados contextos institucionales.
En tanto que índice, la fotografía apunta a una realidad y al
espacio-tiempo irreductible de una situación singular. Pero en
tanto que práctica social, la fotografía remite también a un régi-
men, histórico, cultural y político, de verdad.

2-Í-3. La dimensión semántica

Si continuamos comentando nuestro ejemplo a la luz del cuadro 2.1


podemos decir que:

a) Un texto escolar de Historia remite a un determinado universo


de significado, es decir, a un conjunto de representaciones de la
historia, de lo "nacional" y del mundo social como conjuntos de
categorías (universo conceptual), imágenes (universo perceptual
e imaginario), contenidos de las memorias colectivas y un buen
número de tipificaciones.
b) Los universos de significado se articulan a un nivel más profun-
do, el simbólico, que implica ya no sólo la producción y circu-
lación de significados, sino también relación, vínculo y media-
ción (Ardévol y Muntañola, coords., 2004: 31). Es sabido que
la voz "símbolo", del verbo griego sum-balein, "arrojar conjun-
tamente", designaba la vasija o la moneda que los amigos o con-
tratantes rompían en partes complementarias, en complementos
aptos para representar su lazo de sujetos por medio de la inte-
gración imaginariamente compartida del objeto.
Un universo simbólico desempeña la función de una estruc-
tura profunda para los universos de significado de una sociedad:
es el nivel que sustenta sus cosmologías y mitologías, las repre-
sentaciones compartidas del tiempo y el espacio, los marcos cate-
goriales básicos, los símbolos de la identidad colectiva que rigen
las asignaciones del sentido de lo propio/ajeno. Tal como lo defi-
nieron Berger y Luckmann (2003: 123-124) se trata del nivel en
que la "legitimación reflexiva de los distintos procesos institu-
cionales alcanza su realización última", en la forma efectiva de
"todo un mundo". El universo simbólico es "la matriz de todos
los significados objetivados socialmente y subjetivamente reales".
Desde la memoria colectiva hasta la biografía de un individuo,
desde el sentido de lo histórico hasta los sueños, las fantasías y
las experiencias marginales "se ven como hechos que ocurren den-
tro de ese universo". Es también el nivel del Gran Otro simbóli-
co en Lacan, la red que estructura la realidad y el sentido de la
realidad subjetivo, por más que escape, por definición, al con-
trol y a la comprensión del sujeto, puesto que "el lenguaje sirve
tanto para fundarnos en el Otro como para impedirnos radical-
mente comprenderlo" (Lacan, 1983: 367).
c) Con la denominación de matriz de significación se puede intro-
ducir un matiz adicional: se trata de que en un contexto de sig-
nificación particular los presupuestos semántico-simbólicos se
aplican a la vez que ciertas expectativas de carácter práctico, es
decir, relativas a las prácticas sociodiscursivas de un contexto cul-
tural determinado. Ésa es la razón por la que en el cuadro 2.1 tal
matriz aparece representada como un marco que incluye las
dimensiones semánticas y pragmáticas.
Propondremos un ejemplo: Wole Soyinka hacía un relato
periodístico (resumido aquí con las inevitables distorsiones de la
memoria) de la primera vez que un jefe tradicional nigeriano pre-
senció un partido de fútbol. A su término, ofreció generosamente
a las autoridades coloniales británicas 23 esferas de cuero, para
que aquellos jóvenes blancos no tuvieran que seguir disputando
y fatigándose por la posesión de una de ellas. En esta anécdota,
que Soyinka contrastaba con el apasionamiento futbolístico de
los nigerianos de hoy, está implícita la idea de colisión de dos
matrices, derivada de una disparidad práctica y a la vez simbóli-
ca: respecto a la definición de la actividad de jugar al fútbol, y
juntamente con ello, respecto al marco de categorías que permi-
ten representar esa actividad, por ejemplo la disparidad entre
"juego" frente a "competencia por la apropiación", o entre el
balón como "medio" frente a "fin" del juego. El conocimiento
de los comportamientos y del sentido de los textos de otra socie-
dad requiere que asimilemos esa clase de matrices. Sin ellas no
es posible llegar a la que Geertz (1988) llama "descripción den-
sa" (thick description), es decir, una representación que hace suyos
los puntos de vista, las categorías y las asignaciones de significa-
do de los miembros de esa sociedad.

jg 2.1.4. La inmanentización textual


<o
«
jj En la figura 2.1. se muestran dos páginas de textos escolares de enseñanza
£ de la Historia. La primera de ellas procede de hace medio siglo, la segun-
.g da de un libro de nuestros días. La comparación de ambos modelos tex-
.y males, narrativo el primero, hipertextual el segundo, evoca inmediata-
« mente la de las reglas del discurso didáctico, los lenguajes y las relaciones
= pedagógicas históricamente diversas en que están implicados. Por ejem-
< pío, y acaso como propiedad distintiva más evidente, se advierte una muy
94
Figura 2.1. a)página de la Enciclopedia Álvarez, ed. de 1962, Miñón, Valladolid (ori-
ginal en B/N). ^Página de García Sebastián, M. etal., 2003: LIMES, Cien-
cias Sociales, Historia, 4 (4.° de ESO), Barcelona, Vicens Vives (original
en color).

diferenciada incitación al placer visual del destinatario: el primer mode-


lo parece orientado modalmente a un hacer-saber logocéntrico, mien-
tras el segundo parece más bien regido por un hacer-querer-saber, por
un intento de movilizar o intensificar el deseo escópico.
Ahora bien, desde el punto de vista de la relación de los textos con
las prácticas sociales, lo más notable es que en el texto/formato didácti-
co del segundo tipo se han inmanentizado algunas de las funciones didác-
ticas que anteriormente ejercitaba el maestro o maestra, según el mode-
lo de magisterio paternal, ilustrado y productivista del capitalismo
industrial. Ese sujeto docente explicaba y aplicaba el texto narrativo
poniendo en juego muy diversas competencias, algunas de las cuales pro-
bablemente han sido desplazadas por la presión creciente del conoci-
miento visual sobre las prácticas escolares. Aparecen, pues, formalizadas
y codificadas textualmente algunas de las prácticas semióticas que carac-
terizaron la actividad del magisterio: el dictado, el análisis categorial, las
preguntas de control, la ampliación, la descripción, la diagramación y
visualización por medio de gráficas y dibujos. Todo un conjunto de for-
mas textuales que son a la vez actividades o dispositivos de enunciación,
es decir, estructuras dialógicas y actos ilocutivos (véase el apartado 2.3.1).
En suma, los actuales libros didácticos de estructura hipertextual
han sustituido a los antiguos manuales narrativos de modo tal que en
el formato mismo se visualizan aquellas funciones que antes los maes-
tros habían de desarrollar en su práctica docente cara a cara gracias
a determinadas competencias retóricas, narrativas y dramáticas. Se pue-
de conjeturar que muchas particularidades culturales cifradas en aque-
llas operaciones sociodiscursivas ("cada maestrillo tenía su librillo") han
cedido ante la potencia transcultural, o neocultural, de los formatos
visuales actuales.
Esto también supone que pueden leerse en el propio texto, hasta un
cierto punto, las marcas o indicaciones de una modificación histórica
de los menesteres magistrales y de la autoridad didáctica, hechos even-
tualmente cotejables con otros no textuales, como la atribución de pres-
tigio social, el grado de influencia pública, el salario o los modos de
reclutamiento profesional de los enseñantes.

22
Exoinmanentismo

En su Diccionario, que es un texto canónico de la semiótica estructura-


lista, Greimas y Courtés (1982) eluden cualquier alegato ontológico,
pero afirman, en supuesta continuidad con Hjelmslev, un principio de
inmanencia según el cual debe excluirse todo recurso a hechos extralin-
güísticos para no perjudicar la "homogeneidad de la descripción".
Está claro que, aun aprovechando algunas de sus categorías y de su
aparato analítico, nuestro enfoque metodológico no es concorde con el
inmanentismo estricto de esta tradición; por el contrario, tratamos de
mostrar que el sentido de los textos está siempre interceptado por un
afuera. Como los de los estados, los asuntos exteriores del texto reper-
cuten siempre en sus estructuras y procesos internos. Para empezar,
por las operaciones de producción y de interpretación sociocultural-
mente determinadas que los hacen efectivos, además de aparecer repre-
sentados en ellos bajo las formas enunciativas de los puntos de vista, las
focalizaciones, los modos de cualificar acciones, tiempos y espacios, etc.
Para continuar, por la actualización de categorías, representaciones y
relaciones simbólicas que cada texto particular lleva a cabo, remitiendo
reflexivamente al andamiaje simbólico de la sociedad, pero sin agotar
nunca las posibilidades de expresarlo en su (ni como una) totalidad.
Nuestra posición puede denominarse un exoinmanentismo crítico,
para el que las prácticas sociales, y por ende las discursivas, representan
a la vez un interior y un exterior del texto.

2-2.1 La indicación factorial

Una práctica forma parte de una red de relaciones con otras prácticas,
no sólo textuales, pero a la vez se inscribe en el texto, se expresa en sus
modos de acción ilocutiva y perlocutiva, en su ethos y su pathos, en el
conjunto de las modalidades de la enunciación, e indirectamente tam-
bién en sus estructuras tópicas y categoriales (para mayores precisiones
sobre conceptos del análisis textual, remitimos a Lozano, Peñamarín y
Abril, 1999).
Correlativamente, el texto y los conjuntos textuales, los tipos, géne-
ros y redes de discursos, definen las prácticas sociodiscursivas y los ras-
gos específicos de cada una de ellas. Por seguir con nuestro ejemplo: las
prácticas pedagógicas y los textos didácticos se definen recíprocamen-
te, porque una práctica pedagógica se caracteriza, entre otras cosas, por
la aplicación de determinados textos didácticos y éstos no son tales sino
por el hecho de mediar determinadas prácticas de enseñanza.
Nada, pues, de un "reflejo" objetivista de las prácticas sociales en el
texto. Se trata más bien de entenderlo, y de entender los procesos tex-
tuales, desde un supuesto sociosemiótico que puede formularse así: los
textos y los procesos textuales son "índices factoriales".
El concepto de índice factorial ha sido propuesto desde la tradi-
ción de la semiótica de Peirce y denota la relación que una acción,
acontecimiento o hábito particular mantiene con la totalidad o con-
junto de que forma parte. Sonesson, 1989, aclara que el índice pue-
de operar por contigüidad (la huella de un pie, una reacción quími-
ca) o por factorialidad, y recuerda el famoso ejemplo de Peirce: cierta
manera de balancearse un hombre que camina nos indica que se tra-
ta de un marinero. El modo de caminar no es un hecho que se da
"en proximidad" al hecho de ser un marinero, sino una parte del tipo
de personalidad, habitus corporal y forma de vida que reconocemos
como propios de un marinero, del rol de marinero. No está lejos de
esta perspectiva el concepto de habitus de Bourdieu (1988) entendi-
do como un sistema de disposiciones prácticas que interviene tanto
en el momento de la producción cuanto en el de la percepción de las
actividades.
También un síntoma médico es un índice factorial de la enferme-
dad, un signo intrínseco que forma parte de ella: entre la ictericia y cier-
ta alteración de las funciones hepáticas se da una homogeneidad onto-
lógica, de tal modo que pueden interpretarse, respectivamente, como la
parte y el todo de una misma realidad. Vemos así que mientras el índi-
ce por contigüidad se emparenta con la transformación semántica por
metonimia, el índice factorial es análogo a la sinécdoque, según las cate-
gorías de la retórica clásica.
Para el análisis de los textos y las prácticas sociales es de gran impor-
tancia atender a estos procesos de significación que no son en modo
alguno representaciones de otra cosa, como cuando se dice que un sig-
no "es algo que está en lugar de otra cosa", citando la versión más resu-
mida (y pedestre) de la definición peirceana. Porque en el caso de los
índices factoriales lo que se representa es, en rigor, la misma cosa-, a una
escala de observación diferente, si se quiere. Pues bien, las prácticas socio-
discursivas, los textos e incluso los comportamientos individuales son
índices por factorialidad de la totalidad virtual de una cultura. Contar
chistes racistas no es sólo una práctica que denota racismo, sino parte
constitutiva de la realidad político-cultural a la que se denomina racis-
mo. La imagen del Che Guevara (según la foto umversalmente célebre
de Alberto Korda) es, conforme al mismo tipo de relación factorial, par-
te del imaginario de la cultura de masas del siglo XX. En cualquiera de
estos casos, la indicación todo-parte es reversible: el racismo o el ima-
ginario del siglo XX son totalidades virtuales de las que se pueden infe-
rir deductivamente un conjunto de prácticas o textos. Pero cada uno de
ellos remite inductivamente a esa totalidad virtual, participando en su
constitución.
Volviendo a nuestro ejemplo central: un texto como el primero de
la figura 2.1 indica factorialmente los universos de sentido y las prácti-
cas escolares de la posguerra franquista. Enunciado tan obvio como que
desde unos y otras se producían, distribuían y administraban herme-
néuticamente esa clase de textos didácticos.
En un artículo específicamente referido a la música popular, pero
cuyas observaciones metodológicas pueden ser extrapoladas a los textos
visuales, Willis (1974) hablaba de las relaciones entre el objeto cultural
y el conjunto de un "estilo de vida" dado. A un cierto nivel de análisis
("homológico") es posible estudiar cómo en su estructura y contenido
el objeto cultural representa valores y sentimientos significativos del gru-
po social concernido; Willis sugiere que las significaciones sociales de
los objetos se pueden relacionar con ciertos parámetros formales. A un
nivel aún más profundo ("integral") la relación entre el objeto cultural
y el estilo de vida puede verse como interacción, incluso en una pers-
pectiva potencialmente diacrónica: ahora el estilo de vida, las prácticas
grupales y los textos se examinan como si formaran un todo, como par-
tes de un sistema unitario.
La hipótesis de Willis, coincidente con la que aquí hemos denomi-
nado relación factorial, es que los textos/productos culturales ejercen
una influencia creativa en el estilo de vida, no son sin más un reflejo de
actitudes, valores y actividades ya dados, sino determinantes de esas mis-
mas realidades sociosemióticas.
2.2.2. Ecologías y genealogías del texto verbovisual

Si rescatamos al texto visual del triste aislamiento anaerobio que le asig-


na el inmanentismo, lo podemos contextualizar en dos ejes: el de la eco-
logía textual (sincrónico) y el de la genealogía textual (diacrónico). En
ambos ejes, la relación del texto con otros textos/prácticas textuales pue-
de establecerse a varios niveles:

a) El de las formas y formatos. Tomemos la segunda página de la


figura 2.1, a la que nos hemos referido como "hipertextual". Si
pensamos ecológicamente, esa forma de texto habremos de rela-
cionarla con las páginas web, los catálogos comerciales o las pági-
nas de periódico. No sólo pertenece como ellos a un determina-
do ecosistema cultural, definido por ciertos usos públicos de la
imagen, por la combinación de la tecnología tipográfica y la digi-
tal, etc.; sino también, más estrictamente, a un ecosistema textual
que se conforma a ciertos formatos psicotécnicos, en este caso carac-
terizados por la fragmentación funcional y modular, la estructu-
ra no lineal y la anticipación de las prácticas y los hábitos recep-
tivos en la propia estructuración de los contenidos visuales. En
este ecosistema textual el control de la atención del lector, el mane-
jo de la eficacia perceptiva y estética y el suministro de placer visual
priman sobre otras posibles reglas de puesta en discurso.
En el eje genealógico, relacionaremos el texto con las formas
y formatos históricos en los que esas reglas de puesta en discur-
so se fueron desarrollando: desde los textos visuales científicos
y piadosos posrenacentistas, pasando por los textos periodís-
ticos y publicitarios del siglo XIX en que se comenzó a confor-
mar un lenguaje visual masivo, hasta los textos vanguardistas del
siglo XX en que se investigaron las formas modernas del dina-
mismo y el impacto visual.
b) En el nivel de las relaciones intertextuales no sólo cuentan los
criterios formales y psicotécnicos recién señalados: también hay
que considerar las funciones epistémicas, rituales y morales de los
textos. La página representada a la derecha de lafigura2.1 pue-
de analizarse ecológica y genealógicamente desde una perspecti-
va más amplia: la que se refiere a su modo de citar, expandir e
incluirse en una red de textos de conocimiento. Así que sincró-
nicamente pueden reconocerse en él referencias a los procedi-
mientos, categorías, reglas de validez y modos de enunciación
del discurso científico moderno. Desde un punto de vista dia-
crónico se podrían también rastrear los textos científicos y didác-
ticos que han ido desarrollando estos procedimientos de saber y
hacer saber.
Latour diría que nuestro ejemplo lo es de una inscripción:
mapas, registros numéricos, herbarios, imágenes anatómicas,
toda clase de tablas y diagramas científicos pertenecen a este tipo
de representaciones, desde el Atlas de Mercator hasta los más
recientes registros digitales e infográficos. Latour cifra las ven-
tajas de las inscripciones para los sistemas de poder/saber de la
modernidad en que son móviles y a la vez inmutables, su escala
es modificable, son reproductibles a bajo coste, admiten la recons-
trucción y la recombinación y son también superponibles ("unir
la geología con la economía parece una tarea imposible, pero
superponer un mapa geológico con una copia impresa de mer-
cados en el New York Stock Exchange precisa buena documenta-
ción y ocupa unas pulgadas"); son reductibles a un texto escrito;
y pueden, por fin, fundirse con la geometría: el resultado "es que
podemos trabajar en el papel con reglas y números y no obs-
tante manipular objetos tridimensionales que están 'ahí fuera"'
(Latour, 1998: 108-109). No se trata pues, solamente, de un
formato psicotécnico del texto, sino de todo un procedimiento
de producción de conocimiento que incorpora los recursos y las
ventajas de la representación visual bidimensional. Nuestra pági-
na del libro escolar participa de la mayoría de esas propiedades,
y es, por ende, un texto de conocimiento intertextualmente vin-
culado a la red textual del conocimiento científico moderno que
se sostiene sobre inscripciones.
Desde el punto de vista de las formas de enunciación tam-
bién podemos advertir relaciones intertextuales interesantes: el
texto sobre "Mahoma" (página izquierda de la figura 2.1) pre-
senta una forma narrativa congruente con una amplia tradición
de relatos ilustrados. Los hechos se narran categóricamente, con
insertos en estilo directo ("¡Predica!") orientados a un efecto de
dramatización. El enunciador no se señala a sí mismo en el tex-
to escrito bajo forma pronominal alguna, no comparece como
un narrador explícito. Y por otro lado manifiesta una interesan-
te ambigüedad credencial: comparte la creencia del Profeta en el
arcángel san Gabriel, pero al mismo tiempo evita una identifi-
cación demasiado comprometida y parece obligado a tachar al
personaje de "alucinado", aun sin dejar de reconocerlo al tiem-
po como caritativo, austero y ejemplar. La ilustración, consis-
tente en un inverosímil retrato de Mahoma, es también intere-
sante: responde a una pauta ancestral de personificación simbólica,
que exige poner un rostro a los grandes personajes del pasado
(¿qué habría sido, si no, de la pintura histórica y de su papel en
la simbolización nacionalista?) y a la vez pretende, quizá, tender
un puente intertextual y pedagógico con el lenguaje visual del
cómic de la época.
c) En la propia transformación prácticas <-> textos a que nos he-
mos referido en el apartado 2.1.4: en la página derecha de la figu-
ra 2.1 sobre la Revolución industrial, se evita toda modalización
valorativa, según el modelo de enunciación impersonal propio
de la ciencia positivista. Las imágenes y diagramas "dan a ver"
determinadas informaciones sin preámbulos interpretativos ni
invitaciones a la lectura. Y sin embargo se adoptan las formas
dialógicas de la interrogación y el imperativo de segunda perso-
na ("explica", "describe"), precisamente como expresión de una
inmanentización del diálogo oral tal como supuestamente se pro-
ducía en el contexto de las prácticas de aula en que se impartían
textos narrativos, y no dialógicos, como el de Mahoma. La mis-
ma forma textual en que se delata la supresión de modalidades
de autoridad y de inteligencia discursivas históricamente pre-
cedentes, las ha incorporado a su propia arquitectura formal y a
su dispositivo de enunciación.

La lectura genealógica invita a la hipótesis de que todo texto es un


palimpsesto, y de que es teóricamente posible leer en él algunas huellas
o índices de escrituras, prácticas textuales, autoridades discursivas y uni-
versos de significación históricamente anteriores. Leer, por tanto, tem-
poralidades heterogéneas, estratos de sentido no contemporáneos, aun-
que se activen simultáneamente en el momento de la enunciación. Los
textos expresan a la vez modos emergentes de experiencia semiótica y
otros, remanentes o residuales, marcados por una explícita consunción.
Todo texto puede ser leído, en este sentido, como índice de su propia
historicidad.
También las tecnologías comunicativas aparecen como palimpsestos,
cuando un orden cultural material y simbólico ha entrado en crisis y la
emergencia de nuevas técnicas viene reclamada a la vez por demandas
económicas, políticas y epistémicas. Por ejemplo, Batchen (2004: 187)
encuadra los orígenes de la fotografía en un momento en que

[...] las epistemes clásica y moderna se superponían y se entremez-


claban [...]. La mejor forma de describir el surgimiento histórico
de la fotografía sería, por tanto, como un palimpsesto, como un
acontecimiento que se inscribe en el espacio a la vez marcado y deja-
do en blanco por el repentino hundimiento de la filosofía natural y
de su visión del mundo característica de la ilustración.

El efecto palimpsesto es a veces palmario en la dimensión semánti-


co-simbólica de los textos masivos. Por ejemplo, muchos textos publi-
citarios representan contenidos iconográficos de tradiciones espiritua-
les y religiosas populares resemantizadas y funcionalizadas al servicio de
la persuasión comercial. Ya hemos insinuado esa persistencia del imagi-
nario cristiano de la culpa, la tentación y el pecado de la carne junto
a las figuras mitológicas de Eva, el ángel o el demonio en el anuncio de
la figura 1.10. Pero con seguridad la vigencia de este imaginario no ha
de verse sólo como un hecho semántico, sino como correlato del pro-
ceso histórico que establece la continuidad entre ciertas prácticas de pre-
dicación y de evangelización y las estrategias de la comunicación publi-
citaria y política modernas, como hemos defendido en Abril (2003a).
Las iconografías masivas pueden aparecer a esta luz como índices de
un pasado cultural aún activo, a través de la traducción o la reescritura,
en el presente: en ese terreno recobra vigor la categoría de imagen dia-
léctica de Walter Benjamín (2005), en la que el pasado y el presente "des-
tellan en una constelación", no para revelar significados arcaicos, sino
para cargar el presente de sentido "imaginista" y de historicidad, inclu-
so para ofrecer a veces promesas mesiánícas de emancipación.

2-3- Praxis y eficacia simbólica

El diagrama representado en el cuadro 2.1 puede inducir a un excesivo


consensualismo. En cada nivel de análisis del texto y/o de las prácticas
textuales es posible hallar, junto a expresiones de dialogismo, como su
contraparte negativa, expresiones de antagonismo. En el interior de un
universo simbólico dado, tanto como en la contraposición de dos matri-
ces de significación diferentes, se hallan elementos de incompatibilidad,
irreductibles a un tejido de racionalidad o de objetividad más profun-
da que los explique conjuntamente. Si esto ocurre en lo que llamamos
un universo simbólico es porque no existe, de hecho, unicidad simbó-
lica que no se afirme a la postre sino sobre una exclusión o sustracción
oo al menos parcial de la multiplicidad de que está constituida cualquier
5 supuesta entidad cultural. Que toda lengua es de hecho una multilen-
'% gua, que la unidad de cada lengua es antes un fenómeno político que
|< lingüístico, son cosas sabidas desde Bajtin a Bourdieu. Pero además, nin-
.g gún sistema semiótico podría asegurar un cierre completo de lo simbó-
£ lico sin certificar con ello su propia consunción tautológica: no por
£ casualidad Peirce habló de un objeto dinámico siempre trascendente a la
= objetividad inmediata captada en el acto semiósico; y de éste como un
< momento siempre provisional de la semiosis ilimitada. Ninguna socie-

104
dad puede llegar tampoco a ser plenamente constituida por el hecho de
que va a topar siempre con un límite, un desgarro, un momento inexo-
rable de desarticulación interna de lo simbólico (la tan manida instan-
cia de lo "real" en Lacan).
El momento antagónico de los textos/prácticas, que en el cuadro 2.2
aparece representado como un vector en intersección con el momento
dialógico, y ambos atravesando todas las dimensiones del diagrama, no
es en modo alguno ajeno a los conflictos de poder y a la incompletitud
de las perspectivas sociales, que nunca se inscriben igualitariamente en
lo simbólico: lo masculino, por ejemplo, se inscribe como mayoritario
y lo femenino, como minoritario; la heterosexualidad como normal y
la homosexualidad como anómala o excepcional. Así que, tras las ope-
raciones de comunicación y los juegos dialógicos de la cooperación dis-
cursiva y del consenso político democrático habría que escudriñar el
antagonismo como un "meollo traumático" de las relaciones sociales
que impide a cualquier comunidad su estabilización definitiva en un
conjunto armónico (Zizek, 2004).
El cuadro 2.1 puede inducir también a una errónea disociación entre
la dimensión práctica y la semántico-simbólica. Y sin embargo no ha de
vérselos como dos dominios independientes, sino siempre activamente
coimplicados. A esta cuestión se dedicará el presente apartado.
Los dos grandes vectores del cuadro 2.2 representan el proceso de
retroalimentación que se ejerce entre los niveles superiores, semánticos,
y los inferiores, pragmáticos, por efecto también de la propia acción y
mediación textual. En cuanto "última instancia de legitimación reflexi-
va" (Berger y Luckmann, 2003), el universo simbólico sustenta el ejer-
cicio de ciertas prácticas socioculturales; por su parte éstas confirman o
alteran la vigencia del orden semántico-simbólico. Pensemos en la rela-
ción de retroalimentación que se produce entre un mito fundante y una
práctica ritual, como, por ejemplo, el relato evangélico de la Santa Cena
y el sacramento eucarístico cristiano: mientras los símbolos míticos y
mistéricos, articulados por el texto, prescriben los elementos y pasos del
ritual, éste, correspondientemente, actualiza el mito y activa su vigen-
cia entre la comunidad de fieles.
Cuadro 2.2. ¿ a s dimensiones textuales y sus interacciones

PODER

UNIVERSO
SIMBÓLICO

jjFACTORIALIDAD^

PRAXIS EFICACIA
SIMBÓLICA

DIALOGISMO ANTAGONISMO

Aquí el concepto de praxis está tomado de su acepción aristotélica:


en el primer capítulo de la Etica a Nicómaco, Aristóteles, 1972, define
la praxis como aquella forma de acción en que "los fines son simple-
mente los actos mismos que se producen", por oposición a \z.poiesis, en
que los fines de la acción trascienden a los actos. La acción práxica no
produce objetos ajenos o externos al propio agente o a su actividad:
106
concierne, pues, al campo de la ética (acción sobre uno mismo), al de
la economía (sobre el oikos, el mundo doméstico), y al de la política
(acción sobre la polis). En la teoría aristotélica se entiende que la praxis
tiene un carácter anticipativo: el acto da origen a la facultad misma que
lo ejerce, del mismo en que la virtud se adquiere ejercitándola o las artes
se aprenden practicándolas. Por eso, dice Aristóteles (1972: 60) los legis-
ladores hacen buenos a los ciudadanos alentándoles, por su propia prác-
tica legislativa, a adquirir buenas costumbres

2.3.1. La performatividad textual

La performatividady la acción ilocutiva, conceptos propuestos en la filo-


sofía moderna por Austin (1971) para referirse a la realización de accio-
nes mediante palabras, pertenecen a esa esfera de la praxis: prometer,
condenar o desafiar son acciones enunciativas que adquieren sentido y
eficacia en el propio ámbito de la interacción discursiva que regulan
y que a la vez pone las condiciones de su ejercicio. Los grandes rasgos de
la teoría de "actos de habla" de Austin son extrapolables a dominios no
lingüísticos: también un texto visual efectúa performativos tan diversos
como celebrar el poder de un jerarca, prohibir una conducta en públi-
co, advertir o informar sobre un acontecimiento. Más allá de los textos
individuales, una red o un ecosistema textual conforma ámbitos de sig-
nificación, construye las realidades sociosemióticas de las representacio-
nes colectivas en el sentido que hemos apuntado en el apartado 2.2.1.
En el cuadro 2.2, el vector izquierdo no quiere representar otra cosa
que la inscripción y la repercusión de las prácticas sodicodiscursivas en
las formas simbólicas. La praxis de la imagen, del texto visual, se efec-
túa en dominios muy diversos, el de las representaciones, imaginarios y
creencias, sin duda, pero también de manera más inmediata en las prác-
ticas de coalición (foto corporativa o estamental), de alianza (foto amo-
rosa y familiar, foto de viaje), y en general de activación simbólica del
nexo. Pero también de la desvinculación: la fotografía corporativa puede
servir, al tiempo que para exaltar a los coaligados, para representar
negativamente el déficit de representación de los no coaligados; la foto
turística, mediante la estereotipificación del exotismo, desvía la aten-
ción de posibles nexos experienciales e interpersonales no mediados por
la industria turística, y asi sucesivamente.
Nuevamente la mirada aparece como problema fundamental del
texto visual, por cuanto concierne a lo que se hace al/para representar
(como decíamos en el apartado 1.2.2), en el acto de producir-enunciar
o leer imágenes: ejemplos como la foto de alianza o la foto exótica
hablan de. prácticas de Lt mirada tanto como de géneros y contextos del
texto fotográfico.
Leppert (1993: 3-4) hace observaciones muy interesantes sobre la
performatividad del texto visual, y subraya, aristotélicamente, el carác-
ter anticipativo de la praxis (que él analiza específicamente en la pintu-
ra del siglo XVIil inglés): la representación, incluso la de épocas pasadas,
siempre versa sobre el futuro, y posee por ello una significación políti-
ca. Las convenciones representativas desconocen la inocencia, siempre
son producto de un intento de naturalizar o de sustraer a la problema-
tización la hegemonía de ciertas formas de acción o de comportamien-
to, y por tanto de ciertos grupos o clases:

Aquello que se expone visualmente no se ha propuesto sólo


como el espejo de lo que es, sino como el indicador de lo que es y va
a ser. Es decir, la representación visual es el producto de un acto cuyo
propósito consciente o inconsciente era perpetuar un modo de vida
particular [...]. [Las convenciones] son principios operativos de
orden, igual que el orden mismo es expresión del poder. En un con-
texto social las convenciones son expresiones de la ideología que se
han vuelto inconscientes (y, por cierto, una condensación visual de
la praxis social).

En los comentarios a la figura 2.2 podremos observar un ejemplo


de praxis de la imagen mediática que se orienta a producir y reforzar
cierta forma de representación de las instituciones y en general del mun-
do de lo público. La pertinencia del ejemplo viene dada por el hecho
de que, también antes de la emergencia de la videopolítica (según la
MUNDO 0B.S8L0VEW1U
MADRID, JU6WS 30 CS SEPTIEMBRE 0 6 ti

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Patucos para di capitán general


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Figura 2.2. Q e | a portada de un diario (original en color).

terminología de Sartori, 1998) y de la gestión mediática de las repre-


sentaciones y las prácticas políticas, la figura del rey, de la institución
monárquica, se presta a una excelente ejemplificación de la performa-
tividad como proceso sociosemiótico fundamental.
En efecto, la mediación de los discursos de masas confiere una par-
ticularidad "moderna" al fenómeno: hoy la acción textual (momento de
segundidad que corresponde a la discursivización, puesta en escena y
difusión televisiva, por ejemplo) hace posible que ciertos afectos, senti-
mientos y vínculos (momento primero) de la audiencia sean reinter-
pretados por medio de la representación (terceridad) del mundo públi-
co-político e institucional. Un ejemplo telegráficamente expuesto: la
televisión activa la jovialidad y la llaneza de (la persona de) el rey y con-
tribuye con ello a construir la legitimidad de la institución monárquica.
Videopolitización, publicación de lo privado y privatización de lo públi-
co, estetización de la política y politización de lo sensible, son algunos
de los efectos de estos procesos a los que podemos incluir por derecho
propio indistintamente en el dominio de la praxis política y en el de la
praxis de la imagen contemporánea.
Pero se trata, también, de un fenómeno premediático y premo-
derno. Zizek (2004: 20-21) recuerda el precepto performativo de Pas-
cal: aunque no seas creyente, actúa como si creyeras, ora, arrodíllate,
y creerás, la fe vendrá después por sí sola. En él se presupone que "el
ritual 'externo' genera performativamente su propio fundamento
ideológico". O lo que es lo mismo, encontramos buenas razones para
creer porque ya creemos, y no al revés. La aplicación de este proceso
performativo a la institución monárquica es argumentada en otro lugar
por el propio Zizek (2000):

Los subditos creen que tratan a una cierta persona como rey
porque ya es un rey en sí mismo, pero en realidad esa persona sólo
es rey porque los subditos lo tratan como tal. Desde luego, la inver-
sión básica de Pascal y Marx reside en que ellos no definen el cans-
ina del rey como una propiedad inmediata de la persona-rey, sino
como una "determinación refleja" del comportamiento de sus sub-
ditos, o (para emplear la terminología de la teoría del acto de habla)
como un efecto performativo del ritual simbólico. Pero lo esencial
es que una condición positiva necesaria para que tenga lugar este
efecto performativo es que el carisma del rey sea experimentado pre-
cisamente como una propiedad inmediata de la persona-rey.

La fórmula austiniana de la performatividad, "decir es hacer", pue-


de extrapolarse como "mostrar" o "dar a ver es hacer". Y todavía más:
"hacer es llegar a ser". De la performatividad monárquica (mostrar —»
hacer —» devenir = un rey) a la performatividad de la santidad hay por
lo menos un paso. Aquí, didácticamente animados, lo transitamos con
un ejemplo relatado ya en otro lugar (Abril, 2003b: 20-21): la sorpren-
dente conversión de san Ginés, en que la performance inicialmente des-
creída y simulatoria del bautismo acaba produciendo la creencia y la
identidad del cristiano, según el relato del Santoral extravagante de Mar-
tínez Arancón (1978):

San Ginés, patrón de los actores, siendo todavía un actor paga-


no, y a lo que parece bastante arribista, quiso halagar al emperador
Diocleciano representando ante él una parodia del bautismo.
Y durante la representación, por el efecto combinado de la per-
formatividad litúrgica, de la inesperada gracia divina y de la con-
siguiente contrición, se hizo cristiano. Así lo narra el santo en el
relato hagiográfico [...]: "mas al tiempo que yo pedí el bautismo,
dentro de mí mismo sentí un remordimiento de conciencia acerca
de mi vida, gastada toda en maldades; [...] y al tiempo que desnu-
do me quisieron echar el agua sobre mi cabeza, y me preguntaron,
si creía lo que los cristianos creen, levantando los ojos a lo alto, vi
una mano, que bajaba del cielo sobre mí...". En el momento cen-
tral del drama el actor debió de encontrarse en el umbral entre la
impostura del histrión y la fe incondicional del converso. Y el empe-
rador impío le recompensó con la ingratitud milenaria de los pode-
rosos para con los artistas: convirtiendo en mártir a tan conspicuo
precursor del método stanislawskiano.

En efecto, nada menos que de teatro se trata: Schaeffer (2002) habla


de tres grados de mimesis, que aquí pueden tomarse como tres formas
posibles de eficacia performativa: el "teatro actuado", el "teatro vivido"
y la "posesión", momentos de intensidad creciente en un comporta-
miento performativo en el que decir es hacer y en el que hacer es llegar
a ser. El actor Ginés había estudiado meticulosamente los rituales de los
cristianos en las catacumbas para reproducirlos de forma verosímil (tea-
tro actuado). Su propio proceso de mimesis actoral lo arrastró al teatro
vivido, y la gracia sacramental, performativamente eficaz al menos para
la comunidad de creencia de la que procede el relato (momento de la
posesión), le permitió acceder al estatuto identitario del cristiano.

2.3.2. la eficacia simbólica: polarización y condensación

El vector derecho del cuadro 2.2 representa lo que es no más que una
prolongación complementaria de la praxis: la retroacción de la dimen-
sión semántico-simbólica sobre la práctica. Hay una teorización funda-
mental de la eficacia simbólica en la Antropología estructural, cuando, ana-
lizando una cura chamanística ejercida sobre una parturienta de la etnia
Cuna, Lévi-Strauss (1987 [1958]: 211 y ss.) atribuye a esa práctica la
capacidad de dar coherencia al discurso, permitiendo que puedan expre-
sarse estados informulados e informulables de otra manera, y la capaci-
dad de afectar más ampliamente a la experiencia, hasta el punto de pro-
piciar incluso efectosfisiológicos.En esas páginas, Lévi-Strauss aproxima,
hasta identificarlos, la función simbólica y el inconsciente psicoanalítico:
este último es vacío, "tan extraño a las imágenes como lo es el estómago
a los alimentos que lo atraviesan", su función es la de imponer leyes estruc-
turales a elementos inarticulados que vienen de otra parte: emociones,
pulsiones, representaciones. En el apartado 3.5 trataremos de hacer jus-
ticia a esa perpectiva justamente para proponer que la mirada se entien-
da también dentro de una "estructura sin preferencias" hecha de posi-
ciones interactivas y de lugares ideológicos de identificación.
Pero para el desarrollo de nuestro mapa teórico del texto visual nos
interesa sobre todo la teoría de la eficiencia simbólica que desarrolla
V. Turner (1980) en La selva de los símbolos, respecto al funcionamiento
de los "símbolos rituales" en la sociedad ndembu. Su ejemplo paradig-
mático es el proceso de simbolización del mudyi, "árbol de la leche", que
debido a su látex lechoso aparece, en primer lugar, como significante
de la leche materna. Siguiendo un proceso de sucesiva asociación y
"condensación", va adquiriendo significados cada vez más complejos y
abstractos: el amamantamiento, la relación materno-filial, la matrilinia-
lidad, el conjunto de la organización y de la continuidad social ndembu
y, finalmente, la identidad misma de este pueblo centroafricano. Rein-
terpretando a Turner en términos de la semiótica de Peirce, este proce-
so podría entenderse también como una sucesiva complejización de la
semiosis, que partiendo de la ¡conicidad (semejanza de cualidades per-
ceptivas entre el látex y la leche), y mediante la indicialidad (la función
maternal como índice factorial de las estructuras sociales) culmina en
un nivel de representación simbólica: el mudyi, en palabras de un nati-
vo, es como la "bandera" de los ndembu.
Junto a esta "condensación de muchos significados en una forma
única", Turner habla de la "polarización del sentido" que los mismos
adquieren: en un polo del proceso simbólico ritual (el polo sensorial) se
hallan significados que remiten a fenómenos naturales y fisiológicos, o
más bien cualidades sensoriales, elementos figurativos y/o comporta-
mientos dramáticos, estrechamente relacionados con la forma externa
del símbolo. En el otro extremo (polo ideológico) se encuentran ideas,
valores y normas que atañen a la organización social y moral. Estas rela-
ciones semánticas hacen posible también la interconsexión analógica de
los significados, en términos de traslaciones metafóricas; por ejemplo,
la nutrición del lactante puede metaforizar el aprendizaje y la acultura-
ción: "el miembro de la tribu bebe de los pechos de la costumbre tri-
bal" (véase cuadro 2.3).
Desde una mayor cercanía cultural que la que podemos mantener
con los símbolos ndembu, y por ampliar el campo cultural de validez
de la teoría, pensemos en el ritual católico del sacramento eucarístico:
el pan, el vino y los comportamientos dramáticos de la ingestión (polo
sensorial) se correlacionan, en el polo ideológico, con ideas teológicas
como la transubstanciación o el sacrificio fundacional, y sobre todo con
la actualización de la propia comunidad creyente ("comunión") como
identidad normativa.
Los usos alegóricos de la imagen, tan profusos en la cultura moder-
na, desde la fotografía familiar a la publicitaria, pueden ser interpretados
a la luz de estos mecanismos simbólicos, más allá del marco de una abs-
tracta (aunque por lo demás muy útil) retórica de la imagen. Las formas
retóricas de la alegoría son, antes que trasuntos de las figuras literarias
Cuadro 2.3. £/ funcionamiento de los símbolos rituales ndembu,
según V. Turner

interconexión polarización de sentido


de significados
sociedad ndembu "polo ideológico"
aprendizaje (unidad,
(ndernbu*-»costumbre) continuidad, normas, valores, principios.
identidad) relaciones estructurales,
organización social

relación H matrilinealidad

X
analógica, H
metafórica 1
vínculo social
matemo-fllial
nutrición
(niño «-«madre)
lactancia
"polo sensorial"
fenómenos fisiológicos,
leche, pechos sensoriales, actividades
dramáticas

mudyi (árbol
de la leche)

literarias, expresiones de procesos simbólicos que acaecen en prácticas


sociales diversas, desde los rituales religiosos a la enseñanza escolar, des-
de la construcción privada de una identidad personal a la construcción
pública de las imágenes de los políticos.
Los mecanismos de la eficacia simbólica resultan de una aplicación
especialmente interesante a la descripción y la explicación de las repre-
sentaciones políticas en la modernidad, y más precisamente en la era de
la cultura política masiva y de la mediación audiovisual de las prácticas
políticas. Ya en los años treinta del siglo XX, y vinculada entonces al des-
arrollo de la cultura política totalitaria, la construcción cinematográfica
del ritual político supuso un anticipo de la que llegaría a constituirse
como forma canónica de apolítica mediática contemporánea. Como
exponíamos en Abril (2005: 276) el documental El triunfo de la volun-
tad (1935), de la cineasta Leni Riefenstahl, sobre el congreso del parti-
do nacionalsocialista alemán de 1934 en Nuremberg, supuso un hito
histórico para el proceso de puesta en escena y redefinición mediática
del acontecimiento político: la película efectuaba una condensación y
una polarización simbólicas extraordinariamente poderosas al convertir
en imagen visible y espectáculo una concepción normativa central de la
doctrina nacionalsocialista hideriana: la unidad del "cuerpo social" ale-
mán. En aquellas panorámicas de multitudes alineadas con la regularidad
geométrica de los sembrados, el espectador podía captar sensorialmente,
como percepto y ya no sólo como concepto abstracto, como experiencia
estética y ya no sólo como representación intelectual, la supuesta unani-
midad y homogenidad (social, racial e ideológica) de un pueblo que, según
Benjamín (1982 [1936]) denunció, estaba siendo "estéticamente" pre-
dispuesto para la guerra.
Benjamín diagnosticó también la capacidad de "autorreprentación"
colectiva que los modernos medios visuales prestaban a las grandes con-
centraciones políticas o deportivas, y a la vez la reactivación de un poder
aurático, sacralizador, al servicio del caudillaje totalitario, perversamente
interpuesta frente a la potencia emancipadora que tales medios alber-
gaban. Puede decirse que, desde entonces, los rituales cívico-políticos
no son ya acontecimientos a los que los medios audiovisuales tienen
acceso, sino propiamente acontecimientos mediáticos.
Para desmentir la coartada objetivista de la propia Riefenstahl y de
otros miles de artistas, periodistas y comunicadores modernos ("yo sólo
filmé/expuse la realidad"), casi todo el filme El triunfo de la voluntad,
no sólo las imágenes de las masas alineadas/alienadas en la explanada
donde se homenajea al soldado caído, puede leerse desde las claves del
simbolismo ritual. Por ejemplo, el concepto autoritario del liderazgo, a
la vez teológico, militar y paternal, se "polariza" simbólicamente en los
contrapicados que sitúan al espectador en un lugar espacialmente infe-
rior frente a Hitler, en el eje simbólico alto/bajo, pero también en el
espacio enunciatario virtual de quien mira una estatua, un retablo, un
descendimiento milagroso. No por casualidad Hider desciende a Nurem-
berg en un avión, y en un momento cinematográficamente extraordi-
nario la sombra del aeroplano, como una cruz, avanza sobre una ave-
nida de la ciudad. El reencantamiento religioso o carismático de la
autoridad política moderna no ha encontrado, probablemente, mejor
representación.
En la era de la videopolítica, sedicentemente democrática, el texto
visual informativo se ha descargado de la violencia simbólica de la mar-
cialidad y la épica fascista, pero no ha dejado de inclinarse hacia la esté-
tica y el espectáculo de la destrucción: es evidente que los poderosos
recursos de visualización de que hoy disponen los grandes medios de
información audiovisual se emplean a fondo para visualizar, por ejem-
plo, el escenario de devastación resultante de la explosión de una bom-
ba, pero jamás para tratar de esclarecer los porqués de las bombas, los
antecedentes históricos, los contextos sociopolíticos y las claves estruc-
turales de los acontecimientos. Los medios contemporáneos de visuali-
zación permiten relacionar diferentes tipos de saber desde una misma
perspectiva y hacer perceptible lo complejo (Peñamarín, 2001), pero en
su uso masivo y comercial contemporáneo se aplican casi exclusivamente
a la ritualización y la espectacularización del acontecer.
Queda por investigar hasta qué punto la estetización de la política
y los dispositivos de reencantamiento del poder que hoy se administran
desde la lógica de una mercadotecnia política "despolitizada" (a la que
se llama "comunicación política" y no "propaganda") mantienen o no
continuidad, y de qué clase, con aquellos viejos métodos del discurso
propagandístico totalitario.

2.3.3. Estos patucos no son para caminar

El texto verbovisual que reproduce la figura 2.2 puede servir para


ilustrar de manera conjunta las nociones de praxis y eficacia sim-
bólica en -una representación promovida por el discurso de prensa
contemporáneo.
El 30 de septiembre de 1999 apareció en la portada de muchos dia-
rios una foto del rey de España relacionada con el reciente nacimiento
de su segundo nieto. En el diario madrileño El Mundo el pie de foto lle-
vaba por título: "Patucos para el capitán general". El texto explicaba que
durante un acto en un cuartel madrileño, el coronel de la Unidad le
había regalado a D. Juan Carlos I unos patucos para el pequeño. La foto
muestra al rey en uniforme de campaña, con expresión jovial, soste-
niendo en su mano izquierda los patucos; su mano derecha aparece abier-
ta, ligeramente adelantada, con gesto de amabilidad y de acercamiento.
Detrás del rey se ve la bandera española. La corona que da cima al escu-
do emblemático, en el centro de la bandera, aparece justo a la altura de
su rostro, por detrás del hombro izquierdo. Sobre las manchas de camu-
flaje de la pechera de su uniforme, se puede leer el marbete de identifi-
cación con el apellido "Borbón".
Siguiendo la pauta de la "condensación simbólica" propuesta por
Turner y que sintetizábamos en el cuadro 2.3, la representación del rey
puede leerse como un conjunto de varias identidades superpuestas:

a) La persona, Juan Carlos, un hombre mayor (ya abuelo), con expre-


sión sonriente y aire campechano, afable y hasta tierno. El ros-
tro, la mano sosteniendo los patucos, el gesto de disposición
abierta a la interlocución y el contacto, todo este conjunto de
significados expresivos de la imagen, dispersos en ella de un modo
que podríamos llamar "molecular", sostienen una representación
de esa identidad tan eficaz como/por esperable.
b) ^.jefe militan pero no en uniforme de gala, sino en traje de cam-
paña: tratándose del comandante supremo del Ejército, es a la
vez "democrático" y se pone en pie de igualdad con sus compa-
ñeros ("Borbón"), y en el traje de faena supuestamente apropia-
do a los quehaceres profesionales diarios de un soldado. Hay que
advertir que esta identidad viene acentuada por el enunciado
titular del pie de foto ("Patucos para el capitán general"), según
el mecanismo de anclaje propuesto por Barthes (al que nos refe-
rimos en el apartado 1.3.4).
La relación visual y conceptual del uniforme de campaña
con los patucos podría leerse retóricamente como un oxímo-
ron, con una larga serie asociativa de significados contrapuestos:
extrema fuerza/extrema debilidad; vestido para matar/vestido
para iniciar la vida; violencia masculina/cuidado femenino,
etc. Y sin embargo, estas contrariedades semánticas han per-
dido su carácter anómalo, perturbador: leída la foto en el
contexto del imaginario mediático de finales del siglo XX, el
efecto de oxímoron se debilita; es la época de los "ejércitos
humanitarios", cuando una operación simbólica quizá de
alcance global redefinía la imagen de los ejércitos y de las inter-
venciones militares asociándolas a tareas de asistencia a la
población civil y salvaguardia de los derechos humanos, como
las de las organizaciones no gubernamentales. Estas imágenes,
promovidas en la época de la intervención de la OTAN en la
antigua Yugoslavia, se han tornado inverosímiles en el nuevo
siglo, tras las invasiones de Afganistán y de Iraq y la doctrina
de la guerra preventiva; pero en los días de la foto, la iden-
tidad militar del rey, o del rey en tanto que militar, se ofre-
cía sin estorbos a la personalización alegórica de un ejército
benigno.
El jefe de Estado: por si no bastaran los otros indicadores, la
bandera ratifica el rango institucional del rey. Incluso con el
símbolo de la corona, que la foto representa en proximidad a
la testa real, como un emblema. Así que la metonimia, la aso-
ciación semántica por contigüidad, no sólo relaciona los patu-
cos con el uniforme de campaña, descargándolo de su conno-
tación sombría; se aplica también al doble símbolo del Estado:
la figura del rey y la bandera-corona, para catalizar la imagen
hasta producir un espeso precipitado simbólico, en el que los
signos de los personal-privado y de lo público, de los afectos
y del mundo de las instituciones, se interactivan y contami-
nan. Pero sobre ésta, que es la conclusión fundamental del aná-
lisis, volveremos.
Prestemos atención a la figura 2.3: en su primer recuadro hemos
destacado tres espacios que la imagen propone como vértices de un trián-
gulo imaginario.
Usando el nombre de Peirce en vano, es decir, abusando del poder
descriptivo de su teoría, podrían leerse esos tres espacios como una tema-
tización de las categorías fenoménicas:

1. Los patucos remiten al orden de la primeridad, en la medida en


que se trata de la categoría de las sensaciones, los sentimientos,
el afecto.
2. La mano derecha del personaje representa la segundidad, cate-
goría de la acción, de la instrumentalidad y de la relación.
3. El complejo cabeza-corona-bandera remite a la terceridad, que
es el ámbito de la representación, la ley, la institución.

El lector puede advertir también una triangulación del simbolismo


corporal en estos tres espacios:

1. La jurisdicción simbólica de los pies establece la relación del movi-


miento y de la vida con su fundamento terrestre y con el mun-
do materno.

Figura 2.3. T r e s lugares simbólicos. Cuatro interpretantes del marbete.


2. La mano derecha, en el contexto cultural del predominio dies-
tro, remite a la actividad, tanto en el horizonte del trabajo: la
mano hábil y productiva, la mano de la escritura, cuanto en el
de la interacción: la mano del saludo y del abrazo, la mano "que
se tiende", la mano con que se señala y amenaza a otro.
Al sostener los patucos en la mano izquierda, el gesto del rey
connota también la supremacía simbólica masculina: la mano
derecha, la que actúa instrumentalmente y realiza los gestos de
autoridad, queda exenta. Una madre, una abuela (diestras), ten-
derían a sostener los patucos con la mano hábil y preferente, la
mano simbólicamente dominante, o con ambas manos a la
vez, como sustentando unos piecitos imaginarios en el suelo de
la palma izquierda.
3. La cabeza, por fin, simboliza las funciones superiores del ser
humano, también el control, la ley, el mundo paterno (incluida
la "patria").

En el segundo recuadro de la figura 2.3 representamos cuatro vec-


tores de sentido, cuatro interpretantes que permiten leer diferenciada-
mente el rótulo "Borbón" inscrito en el marbete del uniforme:

1. Borbón es un nombre, un "designador rígido" en términos lógi-


cos, que, referido a un rostro, permite reconocerlo, identificarlo
como el sujeto personal que lleva ese nombre. Esa es la función
onomástica común y también la prevista y prescrita, cabe supo-
ner, para el uso del marbete por la institución militar.
2. En relación a los patucos, Borbón remite a la filiación, a la con-
tinuidad familiar y, en el límite, a la reproducción social misma.
Borbón significa, en suma, "el abuelo de la familia Borbón".
3. Interpretado por la mano derecha exenta, activa, libre del nexo
familiar al que sirve la izquierda, el marbete remite al Borbón
profesional, al que supuestamente actúa en un mundo del hacer
social práctico y electivo, no en el de la filiación, sino el de la
afiliación. En este caso la mano es interpr^íftte del "capitán
general" que "tiende la mano" a sus compañeros de armas. En
otra ocasión, claro está, podría tratarse de la mano dispuesta a
saludar al común de los ciudadanos, en algún evento público.
En suma, Borbón significa en este contexto el "compañero de
armas Borbón", una figura cuyo rendimiento político en la his-
toria del posfranquismo no es necesario subrayar.
4. Respecto a los símbolos del estado, bandera y corona, la relación
es la dinastía, o si se quiere, la fusión simbólica de la relación de
linaje con la continuidad del Estado. Borbón designa, en suma,
al "rey de la dinastía borbónica".

El cuadro 2.4 quiere mostrar que la foto del rey puede ser leída en
términos de una polarización simbólica que finalmente traduce a sig-
nificados abstractos, normativos e institucionales (privado y público),
un conjunto de interpretantes moleculares, dispersos en la imagen, de
carácter estético, afectivo y dramático. Pero sobre todo que, al ponerlos
en relación, al hacerlos simultáneos sensorial y conceptualmente, como
atributos visibles y como propiedades inteligibles, la imagen permite
una traducción reversible, en el doble sentido de lo privado a lo públi-
co y viceversa, de lo personal a lo institucional y viceversa. Estas opera-
ciones ilustran tanto el tipo de praxis de la imagen que efectúa la foto
de prensa, cuanto la eficacia simbólica de sus procedimientos.

Cuadro 2.4. Los apellidos del rey


MARBETE INDICACIONES CUALIFICACIÓN IDENTIDAD/ ESFERA
SIMBÓLICA PAPEL SOCIAL SOCIAL

Á Rostro Identidad Personal


Privado
I J Patucos Afecto Familiar
/ Mano Acción- Profesión
"Borbón" £• Derecha- Trabajo Militar
y Uniforme
Pílhlirn
H Bandera- Autoridad Dinástica
Corona
Entendemos que fue de una extraordinaria importancia histórica la
intervención de la televisión y del conjunto de los medios visuales en el
proceso de legitimación de la forma monárquica del Estado, de la natu-
ralización de la monarquía y de sus símbolos, a través de la estetización
y afectivación de la figura personal del rey. Precisamente a través de estra-
tegias que se han descrito después como videopolíticas, y que la televi-
sión franquista dirigida por Adolfo Suárez en el tránsito de los años
sesenta a los setenta puso en marcha con una efectividad a la que el pro-
pio rey Juan Carlos parece haber dado mucha mayor importancia que
los historiadores de la transición, si leemos, por ejemplo, lo que decla-
ra en su entrevista autorizada a Vilallonga (1993: 99) respecto de los
motivos que le llevaron a designar a Adolfo Suárez como presidente:
"Había sido secretario general del Movimiento, porque yo lo pedí, y
director general de Televisión, desde donde trabajó mucho por mi ima-
gen como príncipe".
En otro lugar (Abril, 2003b: 118-122) hemos tratado de subrayar
la importancia que los significados expresivos adquieren en el contexto
de la cultura de masas precisamente para producir un tipo de informa-
ción expresiva, que da predominio a la entonación y a la modalización
afectiva y valorativa:

"Información expresiva" significa, pues, una práctica discursiva


que [...] permite reconstruir como ingredientes del discurso público
algunas propiedades básicas del vínculo y de la interacción personal.
El consenso temático contruido por las agendas de los medios y el
consenso ideológico trabajado por la naturalización de las represen-
taciones del mundo social se encuentran así reforzados, en una épo-
ca de crisis de la representación, por los mecanismos más primarios
del consenso, que tienen su arraigo en la interacción personal fami-
liar y comunitaria [...]. Esta operación es inversa y complementaria
a la [...] privatización de los significados del mundo público median-
te su traducción a significantes afectivos y estético-expresivos.

Pero la eficacia de estos significantes afectivos, estéticos y expresivos


no se explica suficientemente bien si no se tiene en cuenta, de nuevo,
la enunciación, el modo en que el texto prevé y organiza la mirada del
destinatario en/para la representación.
La mirada, la expresión facial, el ademán de brazos y manos del per-
sonaje apuntan a un interlocutor que no es inicialmente el lector del
periódico: el rey mira de medio lado, presumiblemente a la concurren-
cia de compañeros de armas, como afirma el texto escrito, pero también
de forma más general está orientado frontalmente, al lugar virtual de
los espectadores que somos los lectores, haciéndonos participar, como
una especie de "interlocutores virtuales", de su simpatía, de su franqueza,
de su complacencia patriarcal, etc.
Pero, por supuesto, quien nos hace participar de todo ello es la
enunciación periodística, las operaciones del discurso fotográfico que
han seleccionado el momento, el plano, el ángulo, acaso ese medio per-
fil más fotogénico del personaje, y ese marco, en el que, muy perti-
nentemente, no se ha recogido la imagen del auditorio presente en el
acto, sino por una leve insinuación de otro personaje uniformado detrás
y a la derecha del rey. Esa omisión, ese "no hacer ver" a los personajes
de la escena relatada refuerza la posición interlocutiva, de partícipes
directos, que el simulacro enunciativo del texto asigna a sus destinata-
rios discursivos.
CAPÍTULO 3
/ CHOOSE: CÓMO LEER
UN TEXTO YERBOYISUAL

31
• Primera aproximación: la trama visual

En otro lugar (Abril y Castañares, 2006: 221) hemos citado el anuncio


publicitario de la figura 3.1 como ejemplo de un poder creativo de las
"imágenes para leer", propias de la cultura de masas, que desafia a veces
al de las "imágenes para ver" del gran arte visual autónomo, pictórico o
mural. Desde luego no celebramos del anuncio / choose (desde ahora,
abreviadamente, ICh) su enésima recreación del estereotipo de la mujer
fatal, de la escena de amor lesbiano para regocijo del voyeur masculino,
el enquistamiento de la mirada en el erotismo perverso de la domina-
ción viril, o de su nostalgia. Pero reconocemos, pese a todo, esa creati-
vidad e incluso la paradoja afirmada por Ranciére (2005: 29) según la
cual el arte y el pensamiento de las imágenes no dejan de alimentarse
de aquello que les contraría.
Se trata, en todo caso, de un texto interesante porque permite refle-
xionar sobre el modo en que la ideología atraviesa los mecanismos de
la enunciación y/o de una mirada que implica al espectador. Aún más:
Las Autoridades Sanitarias advienen c,ue el tabaco
perjudica senarr.ei'te 'a salud
Nic 0,9 mg. A l d - ^ m g .

Figura 3.1. Anuncio al que llamamos ICh y que es


el texto de referencia en este capítulo.

invita a conjeturar que en los textos visuales la ideología consiste sobre


todo en esos mecanismos y esas modalidades de la mirada.
En ICh pueden apreciarse algunas de las complejas relaciones sintác-
ticas que traman el espacio sinóptico y alegórico de la publicidad visual, la
« construcción de una "pantalla" legible que integra un conjunto de frág-
il mentos visuales heterogéneos en un mismo plano de consistencia óptica,
% con la consiguiente contaminación semiótica entre elementos icónicos,
^ simbólicos e indiciales a que ya hemos aludido en el apartado 1.3. Como
-g la mayoría de los anuncios publicitarios, éste propone una especie de
.£ enunciado jeroglífico, también un breve relato y, en fin, una excusa a la
JÜ fantasía y a la lectura múltiple. Aun cuando el texto mismo instruya una
= interpretación monosémica en lo referente a su objetivo instrumental:
< invitar a un exclusivo comportamiento consumidor, fumar y elegir esa

126
marca de tabaco, y ninguna otra; y aun cuando busque una lectura pre-
ferida (preferred reading, la que acepta el "código hegemónico" de que
habla S. Hall, 2004 [1973]), conforme con un orden simbólico domi-
nante y con los valores que, al tiempo que inspiran cierta predilección
consumidora, dictan la reproducción de un determinado sistema de
dominación y de sus jerarquías.
Llamamos "trama visual" al conjunto de significantes visuales que
conforman el plano de la expresión textual, construyen su coherencia y
preparan el conjunto de sus efectos semióticos. Es fácil de advertir que
se trata de elementos heterogéneos y que incluso la clásica diferencia-
ción metodológica entre un nivel plástico o estético de cualidades sen-
sibles (color, forma, composición, textura) y un nivel icónico de
representración por semejanza (distinción que afirma enérgicamente el
Groupe [i, 1993, al tratar del signo visual) resulta en cierta medida inade-
cuada. La representación icónica lo es de cualidades, y no tenemos otro
modo de determinar la similitud entre un signo y su objeto que el cote-
jo de cualidades. Siendo la iconicidad una función semiótica y no una
propiedad esencial de algún fenómeno, es fácil de advertir en ICh, por
ejemplo, la iconicidad (la semejanza) entre la forma de los ojos de la
muchacha morena, de las dos cabezas yuxtapuestas, de la doble letra
/OO/ incluida en el sintagma verbal del eslogan, de los círculos con-
céntricos del logosímbolo y del arete que cuelga de la oreja de la more-
na. Esa especie de rima icónica reiterada construye una isotopía plásti-
ca, un nivel de coherencia aún no semántica sino de la pura forma visual,
que sin embargo permite ya una inicial integración estética o sensorial
del texto.
Tampoco la significación icónica es fácilmente separable del senti-
do iconográfico, o simbólico, que sobreinterpreta a los iconos en el inte-
rior de un universo cultural determinado. La representación de la noche
mediante el icono de la penumbra no es separable del sentido icono-
gráfico que asocia penumbra y noche con intimidad y seducción. Aná-
logamente, el doble círculo reiterado visualmente remite a la represen-
tación iconográfica, dos aros enlazados, de la alianza conyugal o la mera
unión sexual. Así, el proceso interpretativo puede engranar el nivel
plástico con el nivel icónico-figurativo y con el nivel simbólico sin solu-
ción de continuidad.
El cromatismo de ICh es muy atenuado, se trata de una imagen pró-
xima al blanco y negro. Mirzoeff (2003: 89-97) entre otros autores, ana-
liza los sentidos que nuestra cultura visual asigna al tratamiento en blan-
co y negro: desde el prestigio del clasicismo a la simbolización de la
superioridad colonialista pasando por la connotación homoerótica. Aquí
percibimos más bien la referencia intertextual a la foto de prensa o al
cine de intriga. En otro anuncio de la misma marca, el de la figura 3.12,
parece citarse el marco intertextual del cine negro, sus personajes bohe-
mios y su estilo retro.
El monocromatismo de la escena se ve contradicho por el círculo
rojo del logosímbolo y la circunferencia verde concéntrica que lo envuel-
ve (rojo y verde, que se aproximan a complementarios, se intensifican
mutuamente). Rojas son también algunas rotulaciones del paquete y la
línea que prolonga el filete inferior de la cajetilla bajo las palabras del
eslogan. Es verde la banda sutil, de color poco saturado, que recorre su
lado derecho. Resaltan la fuerte luminosidad de los rostros, del eslogan
y de la imagen de la cajetilla. De este modo el tratamiento de la ilumi-
nación tiende a acentuar la composición triangular a que enseguida nos
referiremos. Y a combinar un efecto de intimidad con el de una intru-
sión de luz sorpresiva sobre la escena.
La figura 3.2 destaca el esquema compositivo de ICh: un triángu-
lo rectángulo que componen las imágenes de los dos personajes y la
línea tipográfica del eslogan, más el acento visual en las áreas de los tres
vértices: el superior al que se aproximan los dos rostros, el inferior dere-
cho correspondiente a la imagen del producto, cuya forma cuadran-
gular ratifica el ángulo recto, y el inferior izquierdo que coincide con
la letra mayúscula del pronombre inglés ///, que se inclina, rimando
con el cuerpo de la chica morena, sobre la hipotenusa. En una figura
regular y estable se establecen así tres ejes de tensión y de sentido que
organizan la imagen en torno a sus elementos semánticamente más
determinantes (para más precisiones sobre los valores compositivos,
véase Dondis, 1976: 33-52).
Figura 3.2. Esquema compositivo de ICh.

Nuevamente hay que advertir cómo la estructura compositiva real-


za el sentido de los temas y figuras representados, superponiendo inter-
pretantes plásticos a interpretantes más propiamente iconográficos: la
cenefa roja que enlaza el eslogan y el icono del producto, y que da base
al triángulo, coincide también con la recta imaginaria que enlaza el sexo
de ambos personajes. Al mismo tiempo los tres vértices señalan cabezas
y manos, las partes corporales desnudas. El brazo derecho de la rubia,
parcialmente descubierto, atraviesa el triángulo paralelamente al eslo-
gan, recuadrándolo y delimitando un segundo triángulo homólogo al
primero y que refuerza su sentido ascendente.
También la forma triangular interpreta iconográficamente la dis-
posición espacial de los elementos: puede verse como una "alegoría enun-
ciativa" (véase apartado 3.5.3) de la relación triangular a que remite el
relato del anuncio y de la propia triangulación de la enunciación que,
como también después observaremos, implica al espectador en el discur-
so. En general puede diferenciarse, como hace Rose (2001: 40) una orga-
nización espacial "interna" de la imagen y una organización espacial exter-
na en que la imagen atribuye una posición virtual al espectador en el
espacio mismo de la espectación, como la que le asigna la perspectiva.
Pero el texto visual puede proponer también una participación ima-
ginaria en el nivel diegético: desde la posición de un testigo supuesta-
mente "neutral" del relato, hasta la de un actor implicado en la escena
y en su trama narrativa. De esto trataremos en el apartado 3.5.

3¿ Iconografía y secularización de la imagen

La representación icónica procede, hemos dicho, por semejanza, mien-


tras la iconográfica reinterpreta los iconos desde las convenciones vigen-
tes en un determinado marco cultural. N o desarrollaremos aquí la más
compleja distinción de Panofsky (1971 y 1980) entre los niveles ico-
nográfico e iconológico de las representaciones artísticas, y denomina-
remos iconográficas a aquellas configuraciones que, según la ya antigua
formulación de Eco (1972: 299),

[...] remiten a significados convencionales (desde la aureola que


indica santidad hasta una configuración determinada que sugiere la
idea de maternidad, a la venda de un ojo que connota pirata o aven-
turero, etc.) [...] [o, en el caso de la publicidad, donde] la modelo
está connotada por una manera particular de estar de pie con las
« piernas cruzadas.
lo
v>

* Ya se trate de las convenciones legadas por una memoria semiótico-


£ cultural muy extensa, como en el ejemplo de la aureola, o reducida al ámbi-
-g to de la cultura masiva contemporánea, como en el ejemplo de
.£ la postura de la modelo, los iconogramas son "enunciados" presupuestos o
" connotados por las representaciones icónicas. En el caso de la pintura clá-
= sica, aparecen como vehículos de motivos, conceptos y temas cuyo cono-
< cimiento no puede dimanar de una experiencia directa del espectador, sino
del conocimiento de unas determinadas fuentes literarias u orales (Zun-
zunegui, 1989: 116). Por ejemplo, en la figura 3.9 el tema y los perso-
najes del cuadro de Ingres: Paoloy Francesca, proceden de un relato del
Dante en La Divina Comedia y el espectador no podrá identificarlos ni,
por tanto, alcanzar el sentido iconográfico de la representación sin cono-
cer directa o indirectamente ese relato. Y, así, de nuevo respecto a ICh,
sólo un cierto conocimiento del cine norteamericano y de algunos de
sus géneros más populares (como el thriller y/o el cine negro) permite
reconocer en el estilo gestual, el peinado, la mirada y la expresión de la
boca de la muchacha morena los indicadores iconográficos de l&femme
fatale (Sánchez Leyva, 2005) y el motivo de la seducción a la vez irre-
sistible y peligrosa que ese estereotipo narrativo representa. Este meca-
nismo de "personificación" (la encarnación de valores en un personaje
o en una performance dramática), así como la representación icónica o
sensorial de motivos y conceptos que los iconogramas suponen, apro-
xima el proceso del sentido iconográfico, nuevamente, al mecanismo de
la alegoría (veáse apartado 1.3.4) y lo incluye dentro del más general de
la polarización simbólica (veáse apartado 2.3.2).

3.2.1. Pose y corte

Las funciones simbólicas de la imagen se vieron claramente desestabiliza-


das en la era "fotográfica" o del "índice" (según la tipología de Santaella
y Noth, 2001, que hemos presentado sumariamente en el apartado 1.2.4).
Con el desarrollo de los procedimientos modernistas de experimentación
en fotografía y movimiento, como las cronofotografías de Muybridge y
Marey o la fotografía instantánea, las series de imágenes pasan a repre-
sentar los que Deleuze (1984: 17) denomina momentos cualesquiera, o
cortes, en oposición a los instantes privilegiados, o poses:

La revolución científica moderna consistió en referir el movi-


miento no ya a instantes privilegiados sino al instante cualquiera.
Aun si se ha de recomponer el movimiento, ya no será a partir de
elementosformalestrascendentes (poses), sino a partir de elementos mate-
riales inmanentes (cortes).
El "instante privilegiado" había sido denominado "instante más
pregnante" por Lessing, en su tratado estético Laocoonte (1766), para
referirse al momento "más favorable" desde el punto de vista de la repre-
sentación de una acción. No se trata, como señala Aumont, de un ins-
tante que goce de algún raro privilegiofisiológicoo perceptivo, sino que
remite a una codificación retórica, como, por ejemplo, los cinco esta-
dos de ánimo de la Virgen durante el episodio de la Anunciación, algu-
no(s) de los cuales son seleccionados por los pintores como más rele-
vante^) (Aumont, 1992: 245). El Greco, por ejemplo, muestra en una
de sus Anunciaciones los anteojos de la Virgen resbalando por su falda,
para subrayar probablemente el momento afectivo de la sorpresa.
Ahora bien, esos momentos retóricos son entendidos aquí, y como
sugiere la categoría de "pose" de Deleuze, como momentos simbólicos,
o más precisamente momentos que condensan la significación de una
escena o acontecimiento en relación a ciertas representaciones prototí-
picas o arquetípicas en un contexto cultural determinado. Es por ello
por lo que los motivos figurativos, en la representación de tipo pose,
adquieren un espesor de sentido particular, por lo general emblemáti-
co o alegórico: en la pintura histórica, el puñal, en el momento de cer-
nerse sobre la víctima, no sólo designa el acontecimiento de una ame-
naza particular sino que puede simbolizar la solemnidad ritual
y transhistórica del magnicidio; en la ilustración moral de finales del
siglo XIX, el instante espasmódico del proletario borracho simboliza la
amenaza colectiva del vicio.
El retrato ecuestre (en la figura 3.3 tomamos el ejemplo magistral
del Conde-duque de Olivares, pintado por Velázquez hacia 1634), no
muestra la práctica de la equitación según una pauta "costumbrista":
sería un anacronismo pensar que el retrato representa al valido de Feli-
pe IV en el momento en que disfruta de un pasatiempo deportivo. La
equitación es antes que nada una alegoría del arte del gobierno, según
la analogía que establece: dominar un caballo es como dirigir un Esta-
do, el príncipe es como un jinete. En ese mismo horizonte simbólico,
la postura del equino, "en corveta", no es una figura estética que pre-
tenda captar deleitablemente el dinamismo del movimiento hípico, sino
cíe Olivares, de Velázquez.

sobre todo una expresión conceptual del control sobre sí mismo y sobre
cuanto queda bajo el dominio del príncipe (Sancho, 2000), pues no por
casualidad el valido pretende competir con la majestad de los mismos
reyes. Incluso como posición rampante, codificada por la heráldica, la
postura del caballo podría venir a connotar esta competición simbóli-
ca. En fin, el campo de batalla que aparece como escenario representa
su gran poder militar y la supremacía imperial de la España de los Aus-
tria, y no alguna de las batallas reales que el valido impulsó, y en nin-
guna de las cuales estuvo presente.
Nada semejante se podría decir de los cronofotogramas de caba-
llos que Muybridge y Marey realizaron a finales del siglo XIX. El ins-
tante cualquiera puede verse como una expresión de la secularización
artística moderna, precisamente la que deriva de los procedimientos
de mediación tecnológica entre cuyos efectos Benjamin (1982 [1936])
percibió la pérdida del "aura" de la obra y la emancipación respecto a
los antiguos ritos. No sólo religiosos, por cierto. Retratos como el del
conde-duque ponen de manifiesto que el ritual político mantuvo vigen-
te la dependencia del arte respecto a una simbolización trascendente
a sus funciones icónicas e indicíales. Por el contrario, la instantánea
fotográfica que se presenta como arrancada de un continuo accional,
no posee en principio una significación trascendente al movimiento
mismo del que se sustrae: la noción de corte espacio-temporal aplica-
da a la fotografía es inseparable de su carácter de índice, de la lógica
de la huella, del contacto y de la contigüidad metonímica, espacial y
temporal, con el objeto representado que rige la semiosis fotográfica
(R. Durand, 1998: 52-53).
Ahora bien, ciertas prácticas estéticas o estilos del arte visual moder-
no han otorgado a esta clase de imágenes una nueva función de reen-
cantamiento simbólico. Es el caso del impresionismo pictórico, bus-
cando \a "autenticidad" sensorial, más exactamente referida a una
experiencia poética del instante, que se hizo posible a partir de la cul-
tura visual fotográfica. O también de algunas formas de fotorreportaje,
tratando de capturar en lo efímero, casual o espontáneo una nueva moda-
lidad de lo social o moralmente emblemático. En contrapartida, el arte
prefotográfico, en casos tan excepcionales como el de Velázquez o El
Greco, había anticipado una forma de imagen no aurática, en que la
representación, ejemplarmente la de las grandes personalidades políti-
cas por medio del retrato, antes que servir a un ritual de exaltación, de
sacralización de la autoridad, venía a insinuar una subrepticia seculari-
zación: la célebre protesta atribuida al papa Inocencio X ante el retrato
de Velázquez (troppo vero) pone de manifiesto esa prevalencia de la sig-
nificación psicológica, mundana, incluso documental de la pintura, que
Velázquez presagiaba, al menos según el privilegiado intérprete con-
temporáneo que fue el propio retratado.
Pero hay también una retórica de la pose que consiste justamente
en simular el corte, el momento cualquiera: J. Corujeira, en un trabajo
inédito sobre editoriales de revistas de moda, observa que en esa clase
de textos las fotos tratan frecuentemente de producir el efecto de espon-
taneidad, de mirada casual. La instantánea puede conseguir su dosis
de aura y, por su misma operación de naturalizar la pose, de borrar su
huella en el texto visual, un efecto netamente ideológico: lo emblemá-
tico, privilegiado, prototípico, se presenta a la mirada del espectador
como casual e involuntario. Esto ocurre en ICh: la imagen responde,
como veremos, al estereotipo visual de la foto robada, parece haber sido
tomada en el momento narrativamente más favorable de la peripecia
amorosa, el que todos lospaparazzi desean. Pero por otro lado, y segu-
ramente ningún lector del anuncio opondría una hipótesis contraria,
las actrices de la escena han posado concienzuda y artificiosamente, jus-
tamente para producir un efecto de naturalidad y de "no pose". Para
señalar sutilmente el instante de la sorpresa y del dilema emotivo.

3 2 2
- - - El test óptico

Como acertó a desvelar Benjamín (1982 [1936]), el lenguaje posaurá-


tico del cine sustituyó la contemplación reverente de la obra de arte por
una forma de exploración analítica y laica, experta y dispersa a la vez,
que el pensador alemán denomina "test óptico". La mirada cinemato-
gráfica recorta y une momentos cualesquiera, mediante procedimien-
tos de exploración del objeto (variando planos, ángulos, iluminación y
los demás parámetros ópticos) que inauguran una nueva forma de cono-
cimiento visual. Así, la actuación del actor cinematográfico o la mos-
tración de un objeto o escenario es sometida al test óptico por las pro-
pias operaciones tecnológicas de la filmación cinematográfica, y el
espectador es llevado mediante su identificación con el ojo de la cáma-
ra la posición de un experto que dictamina, compenetrándose con el
mecanismo mediador (enunciador), y haciendo igualmente tests.
Hemos podido observar un uso peculiar de estos procedimientos
cinematográficos en el que llamamos test óptico emocional, a través del
que los reportajes y los comentaristas de los géneros "rosas" exploran el
significado emotivo de los rostros y los ademanes, y que presumiblemen-
te las lectoras, más que los lectores, de este género de prensa han ejer-
citado intensamente durante muchos años (Abril, 2003b: 126). Se tra-
ta, en efecto, de una aplicación del lenguaje visual y de los dispositivos
enunciativos de la mirada al reconocimiento y la inspección de las "gra-
máticas de la intimidad", a la expresión emotiva, al cuidado de la expo-
sición y el decoro corporal, sobre todo en las circunstancias difíciles, en
los momentos narrativamente más dramáticos: muertes, separaciones
amorosas, enfermedades y fracasos de toda índole.
Bajo la categoría de test óptico emocional podemos englobar algu-
nos aspectos del fenómeno que observa Mirzoeff (2003: 330-331): el
seguimiento masivo de las peripecias existenciales y la trágica muerte
de Lady Diana Spencer. Es difícil no apreciar una intensificación par-
ticular del deseo escópico en la multiplicación masiva de la imagen de
Lady Di, pero con seguridad se trataba de un deseo más relacionado
con la identificación femenina que con el deseo sexual masculino. Mir-
zoeflf estima que la capacidad de Lady Di para comunicar sus proble-
mas a través de la imagen visual se vio correspondido puntualmente
por la capacidad del público femenino de analizar y dar sentido a sus
cambios de apariencia y a sus representaciones fragmentarias, pues "esta
capacidad para fragmentar la mirada se aprende en las mismas revistas
dedicadas a la mujer en que tan frecuentemente aparecía la imagen de
Diana". Pero la competencia femenina con las imágenes del cuerpo se
ha ejercido, mucho antes, en las fotos de moda, y más en general en
una experiencia de construcción de la propia imagen como construc-
ción de una subjetividad incierta, en que eí sujeto se ve obligado a veri-
ficarse interminablemente (de nuevo, añadimos, haciendo test ópticos)
para identificar y explorar todas las partes de su cuerpo y lograr una
imago integradora.

3-3- El análisis narratológico

En la comunicación oral y en muchas formas de relato mediante imá-


genes visuales, antiguas y modernas, la narración es una actividad lddi-
ca y placentera: se cuentan historias por el deleite de contarlas y de co-
nocerlas. Pero la actividad de narrar sirve a la vez para organizar y
dotar de sentido a la experiencia personal y colectiva. Walter Benjamín
(1991 [1936]) aun testificando la supuesta decadencia que le infligía el
advenimiento de la modernidad, propuso entender la narración como
medio para comunicar una experiencia que se actualiza en el acto mis-
mo de la narración en cuanto experiencia de quienes la reciben. Cuan-
do quiero presentarme a mí mismo, o hacer(me) inteligibles mis pro-
blemas personales, suelo devanar un relato autobiográfico más o menos
extenso, ya sea en el diván del psicoanalista o en la barra del bar. Prác-
ticas discursivas como el diario o el vídeo familiar y doméstico se desti-
nan en distintos contextos sociohistóricos a la función de registrar, orde-
nar y compartir la experiencia personal o grupal.
En las pequeñas comunidades, lo mismo que en los grandes esta-
dos, se da forma normativa a la memoria, y a la subordinación de los
individuos al orden colectivo, por ejemplo mediante relatos conmemo-
rativos, desde los monumentos públicos erigidos a los héroes del pasa-
do hasta los relatos de los manuales de historia, pasando por las ficcio-
nes épicas de la literatura, la pintura o el cine. Contar, aquí, no es sólo
recordar en común los orígenes, sino también restituir simbólicamen-
te, como en un contradón de largo alcance temporal, los bienes fre-
cuentemente intangibles de la identidad heredados de los "padres fun-
dadores", y reforzar el lazo de la procedencia común. Se trata, pues, de
una enunciación retributiva que implica, necesariamente, un sentido
moral. Tómese el ejemplo de la serie televisiva sobre La transición diri-
gida por Victoria Prego y emitida por TVE en 1995, verdadero relato
de refundación mítica que ratificará, en una época de profunda crisis
política, las figuras oficiales de los destinadores de la democracia (muy
especialmente el rey Juan Carlos I y el presidente Adolfo Suárez) y la
supuesta deuda colectiva de los españoles para con ellos. Claro está,
dejando en la sombra, por efecto mismo de esa focalización, a un sin-
número de actores individuales y colectivos de aquella peripecia.
También implican un sentido moral, aunque con el significado inver-
so del "ejemplo negativo", las historias truculentas que se decían, can-
taban e ilustraban en plazas y mercados, y que hoy se actualizan en
muchos relatos policiales cinematográficos y televisivos.
3.3.1. Entre el mito y la ficción

Los mitos, relatos extraordinarias que acaecen en un tiempo externo a


la historia y que se actualizan a través de procedimientos rituales, sirven
para construir y reproducir representaciones, imágenes y sentimientos
comunes, y son ingredientes fundamentales de los universos simbólicos
propios de las sociedades humanas.
Barthes (1980) propuso una acepción suigéneris de mito, algo dife-
rente de las definiciones canónicas en la antropología cultural y refe-
rida específicamente a los discursos de masas contemporáneos: el mito
es un nivel de significación secundario, adherido a la significación más
inmediata de los relatos masivos (anuncios, imágenes de prensa, espec-
táculos deportivos, etc.) y orientado a producir una representación
"ideológica", es decir, a naturalizar las visiones del mundo históricas,
convencionales e interesadas de las clases dominantes. En tanto que
"sistema semiológico segundo" o "ampliado", el mito presenta la estruc-
tura siguiente: un signo 3, constituido por la relación entre un signi-
ficante 1 y un significado 2, opera a su vez como significante (I) para
un nuevo significado (II) y un signo (III), según muestra el
cuadro 3.1.

Cuadro 3.1. ¿a lengua y el mito según ñ. Barthes

1. SIGNIFICANTE 2. SIGNIFICADO

LENGUA J
3. SIGNO

I . SIGNIFICANTE I I . SIGNIFICADO
MITO

I I I . SIGNO

Como ocurre en la interpretación psicoanalítica del sueño, del acto


fallido, del comportamiento neurótico, prosigue Barthes, el segundo
nivel del sistema (el signo III) es un sentido latente, y a la vez el "senti-
do propio" al que apunta ese mito. Barthes (1980a: 207-208) analiza
una portada de la revista París-Match, en la que un joven negro, con el
uniforme militar francés, saluda a la bandera de la República. Y el lec-
tor puede entender:

[...] que Francia es un gran imperio, que todos sus hijos, sin dis-
tinción de color, sirven fielmente bajo su bandera y que no hay mejor
respuesta a los detractores de un pretendido colonialismo que el celo
de ese negro en servir a sus pretendidos opresores. Me encuentro,
una vez mas, ante un sistema semiológico amplificado: existe un sig-
nificante formado a su vez, previamente, de un sistema (un soldado
negro hace la venia); hay un significado (en este caso una mezcla
intencionada de francesidad y militaridad) y finalmente una pre-
sencia del significado a través del significante.

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Figura 3.4. La portada de París-Match que comenta R. Barthes. o

139
Consideremos, desde la inspiración barthesiana, un ejemplo más
próximo a nosotros en el tiempo y en la geopolítica, el de la figura 3.5.
Una foto de prensa (de J. Delay) mostraba a legionarios españoles
custodiando la bandera rojigualda en el islote de Laila-Perejil, "recon-
quistado" a las tropas marroquíes el 17 de julio de 2002, bajo el gobier-
no de Aznar. La evocación intertextual del izamiento de Iwo Jima de 1945,
una imagen ya mitológica en la cultura visual del siglo XX, tifie el
significado de la primera de significaciones secundarias que rebasan
incluso la exaltación militarista y nacionalista: la "gesta" española se car-
ga de sentido imperial, de aspaviento de gran potencia, por supuesto
victoriosa, frente a las "fuerzas del mal". Esta connotación mitológica,
como la hubiera llamado Barthes, es tan trivial que incluso cabe supo-
ner intención irónica en la propia mirada fotográfica.
Probablemente el análisis barthesiano ha de ser corregido en algu-
nos aspectos fundamentales. A lo largo de las últimas décadas las repre-
sentaciones supuestamente informativas del discurso mediático han sido
crecientemente colonizadas por el imaginario de la ficción: desde la gue-

Figura 3.5. Laila-Perejil (2002); Iwo Jima (1945).


rra del Golfo de 1991, pasando por el derribo de las Torres Gemelas
en 2001 o por las imágenes de las torturas a los prisioneros de Abu
Graib, difundidas por la red en 2004, las representaciones de la guerra
global parecen desplazar el sentido de los acontecimientos informati-
vos hacia un marco interpretativo intensamente modelado por las fic-
ciones audiovisuales contemporáneas. Así que frente al sentido de la
"naturalización" ideológica al que remitía el análisis de los mitos con-
temporáneos de Barthes, o a su crítica de la producción de un insidio-
so "efecto de realidad" por parte de los medios, Zizek (2005) llega a
proponer que hoy la verdad más bien "tiene la estructura de una fic-
ción". Una interpretación, inspirada en el psicoanálisis de Lacan, que
lee en la obscenidad de aquellas imágenes no sólo una vía de escape a
lo insoportable, a la experiencia traumática del abuso y del horror extre-
mos, sino una especie de propaganda perversa del modo de vida ame-
ricano. Las torturas a los presos iraquíes recuerdan

[...] la escenificación teatral, una suerte de tableau vivant que por


fuerza nos trae a la memoria el arte de la performance norteameri-
cana en toda su amplitud y el «teatro de la crueldad», las fotogra-
fías de Mapplethorpe, las extrañas escenas que aparecen en las pe-
lículas de David Lynch [...]. En contraste con el barthesiano effet
du réel, en el que el texto nos lleva a aceptar como "real" su producto
ficticio, aquí, lo real mismo, con el fin de sustentarse, ha de perci-
birse como un espectro irreal y pesadillesco. Por lo común, decimos
que no conviene confundir la ficción con la realidad; recuérdese la
doxa posmoderna de acuerdo con la cual "realidad" es un produc-
to discursivo, una ficción simbólica que mal percibimos como enti-
dad sustancial autónoma. La lección que aquí aporta el psicoanáli-
sis es justo la contraria: no conviene malinterpretar la realidad como
si fuera ficción; es preciso discernir, en lo que experimentamos como
ficción, el meollo duro e irreductible de lo real, que sólo seremos
capaces de sustentar si lo ficcionalizamos. En dos palabras, hay que
discernir qué parte de la realidad se "transfuncionaliza" mediante
la fantasía, de modo que, aun siendo parte de la realidad, se perci-
be bajo el modo de la ficción. Mucho más difícil que denunciar-
desenmascarar (lo que aparece como) la realidad travestida de
ficción es reconocer en la realidad "real" el ingrediente de ficción
que comporta. (Lo cual, cómo no, nos retrotrae a la antigua idea
lacaniana de que, así como los animales pueden engañar mediante
la presentación de lo que es falso como si fuera verdadero, sólo el
ser humano, entidad habitante del espacio simbólico, puede enga-
ñar mediante la presentación de lo verdadero como si fuera falso.)

Las identidades colectivas, ya sean nacionales, étnicas, urbanas, de


clase o de grupo, se constituyen siempre en torno a una praxis y a un
patrimonio narrativos. Éstos constan de leyendas, chistes, refranes y
otros relatos orales, pero también, modernamente, de textos publicita-
rios, cinematográficos y por supuesto literarios: las literaturas y cine-
matografías nacionales han adquirido gran importancia como sustento
de la identidad nacional y soporte de una lengua y de una cultura com-
partidas. También la prensa escrita: los periódicos contribuyeron a con-
formar a sus públicos como comunidades hermenéuticas de rango nacio-
nal, haciéndoles partícipes de relatos que sostenían - y sostienen- un
sentido de lo propio y de lo próximo en gran medida circunscrito a un
territorio estatal. Puede, pues, afirmarse que no es el hecho de repre-
sentar un mundo y unos hechos determinados "sino sustentar ciertas
modalidades de orden social lo que caracteriza a las narraciones que uti-
lizamos" (Cabruja et al, 2000: 69).
Ya sea en el sentido de Barthes, en el de Zizek, o en el de cualquiera
de las perspectivas de la crítica cultural contemporánea, hay que reco-
nocer que los relatos de los grandes medios masivos sirven al control
social y a la reproducción de las relaciones de poder vigentes. Relatos
como los que acometen a los lectores de casi todos los diarios y tele-
diarios españoles con la alarma por las "avalanchas" de inmigrantes
(figura 3.6) alimentan determinadas narraciones y redes socionarrati-
vas (como ocurría en siglos pasados con los rumores antisemitas o con
las acusaciones de brujería que analiza Delumeau, 1989) y promueven
otros efectos públicos muy importantes: la conversión del extranjero
en chivo expiatorio, la desatención a las desigualdades estructurales que
provocan las migraciones, un miedo difuso que favorece a las políticas
autoritarias y populistas, etc.
B.WÍS,mttreofa4cfciicnib1tiie20ro ESPAÑA 17

La Guardia Ovil detiene a 445 inmigrantes js^ssst^tt


en la mayor avalancha registrada en el Estrecho 5£--¡¡(gjttS|
Figura 3.6. Bajo el signo de la "avalancha".

No es menos cierto que algunos relatos informativos desempeñan


también una importante función de crítica del poder, de desvelamien-
to de la corrupción y del embuste político (como ocurrió en las elec-
ciones generales españolas tras los atentados del 11 de marzo de 2004),
y más en general de la activación de la Offentlichkeit, la esfera del hacer
público y de la controversia política (Habermas, 1994). Por supuesto,
las imágenes visuales de la prensa, de la televisión y más recientemente
de la red son elementos fundamentales de estos procesos.

3.3.2. la relevancia narrativa

El papel que desempeña la narración en la organización de la expe-


riencia ha sido subrayado por Bruner (1991): las narraciones, incluso
con independencia de que se refieran a eventos reales o imaginarios, de
que sean, en el sentido aristotélico, narraciones "históricas" o "poéti-
cas", permiten relacionar lo excepcional y lo corriente, mediar entre el
mundo de las normas culturales y el de los deseos, dar un sentido his-
tórico y moral a la sucesión temporal de los acontecimientos. Las reglas
de la narración son, antes que procedimientos literarios, pautas que
rigen también la conversación común y la racionalidad del mundo coti-
diano. Así lo sugiere Ricoeur (1987) cuando señala que algunos supues-
tos pragmáticos se incorporan a la narración para dar forma a determi-
nadas disposiciones de género. Por ejemplo, en las expresiones
lingüisticas comunes solemos interpretar como causal o motivada la
relación entre dos acontecimientos que se exponen sucesivamente, según
el principio posthoc ergopropter hoc: "El motorista pasó a 190. La poli-
cía lo persiguió", se interpreta normalmente como si la acción descri-
ta en la segunda proposición fuese consecuencia de la descrita en la pri-
mera, sin necesidad de decir entre ambas "y por esa razón" o algo
semejante. Lo mismo sucede en nuestra cultura visual con las secuen-
cias de imágenes dispuestas y leídas de izquierda a derecha. Y, lo que
es más interesante, en el nivel macroestructural de ciertos relatos de
género, como el melodrama o las narraciones épicas, la desgracia (un
implícito castigo moral) parece seguirse "naturalmente" de la secuen-
cia de malas acciones reiteradas del personaje malvado. Tal ocurre, por
ejemplo, en Thelmay Louise, que finaliza típicamente con la muerte
violenta de las fugitivas homicidas.
Y sin embargo, como sugiere G. Turner (1993: 78-79) el significa-
do "profundo" de las estructuras narrativas, de la "fábula", puede verse
contradicho en el nivel del discurso, del modo de contar y representan
en el caso de la película de Scott, las protagonistas son moralmente
absueltas del castigo que pareciera imponerles el género narrativo mis-
mo, precisamente por motivos morales vinculados a su condición de
género, más precisamente, por ser mujeres víctimas del abuso masculi-
no que finalmente devienen heroínas trágicas.
Según Bruner (1997) no cualquier secuencia de acontecimientos es
digna de ser relatada, ni constituye una verdadera narración. Para ser
reputada de narrativa una sucesión de acontecimientos ha de incluir una
cierta ruptura de la regularidad, la quiebra de alguna expectativa: la
narración informa sobre algo que el oyente desconocía, o sobre algún
acontecimiento anómalo, imprevisible o capaz de suscitar incertidum-
bre: "Arrojó una piedra. Esta cayó", difícilmente puede considerarse un
enunciado narrativo. Sí lo son: "y ésta le dio al vecino" o "y ésta quedó
flotando en el aire". En ambas situaciones inesperadas se advierte la con-
travención de una ley (de carácter social en el primer caso, natural en el
segundo) y a la vez la irrupción mas o menos explícita de un nuevo agen-
te, un antagonista: el vecino en el primer caso, alguna instancia sobre o
contranatural en el segundo, que entra en conflicto con el actor inicial.
Como consecuencia, tras estos acontecimientos algo más tiene que ocu-
rrir. La transgresión es el motor de la progresión narrativa.
La quiebra de la normalidad narrativa es también derivable de una
regla pragmática: la que nos aconseja en el mundo de la comunicación
cotidiana no informar sobre lo consabido y lo obvio ni dictaminar sobre
lo que se considera comúnmente normal: "Por favor, no te tires por la
ventana" sólo se dice seriamente cuando el hablante piensa que su inter-
locutor se halla inclinado a actuar de esa manera anómala. La ruptura
narrativa de la normalidad tiene que ver, pues, con la relevancia tal
como la definen Sperber y Wilson (1986: 122): "Una asunción es rele-
vante en un contexto si y sólo si tiene algún efecto contextual en ese
contexto", teniendo en cuenta que un "efecto contextual" se da cuan-
do una nueva asunción desplaza a otra que era previamente aceptada
en el contexto presente. En una película de acción, la imagen de una
pistola en el cinto de un policía no contraviene ninguna expectativa ni
abre ningún interrogante narrativo; es, por así decir, lo normal. Si el
arma aparece en posesión de una muchacha de aspecto inocente, per-
turbando precisamente la suposición de su carácter inofensivo, sa-
bemos que tarde o temprano esa arma será utilizada, que jugará un
papel en el desarrollo posterior de la historia. Tal ocurre, de nuevo, en
Thelmay Louise, cuando Thelma, en una temprana secuencia de la pe-
lícula, guarda una pistola con la prevención gestual de quien sostiene
un animal repugnante.
En ICh es una connotación de anomalía (por descontado, "ideoló-
gica"), de comportamiento irregular de los personajes por su beso
lésbico, lo que da su mayor o menor interés al relato presentado, y en
todo caso lo que permite asociar la posible atracción morbosa de la situa-
ción con la acción de fumar.
La relevancia narrativa concierne a la "economía" de la narración, a
una administración ponderada de los acontecimientos y las situaciones
que suele ser decisiva a la hora de lograr el interés del destinatario y la
aprobación de la calidad estética del relato: cuando en su cuento "La
debutante", Leonora Carrington (1996) da voz a una joven burguesa
que se ha hecho amiga de una hiena del zoo, no alude al olor repug-
nante del animal -circunstancia presuntamente conocida por cualquier
lector—, pero nos sorprende en seguida con la siguiente noticia: "Le ense-
ñé a hablar francés y, a cambio, ella me enseñó su lenguaje", aconteci-
miento extraordinario que abre una sucesión de hechos cada vez más
inquietantes.
La condición de la quiebra de la normalidad no es aceptada por
todas las teorías de la narración. Algunos especialistas defienden que hay
historia desde que se presenta cualquier acto o suceso, por trivial o inin-
teresante que resulte: "Ando" o "Pedro ha venido" serían ya "relatos míni-
mos" (Genette, 1998: 16-17). Pero, claro está, el interés y el grado de
predecibilidad están sujetos a las circunstancias de la propia narración,
al escenario enunciativo y a la actividad inferencial del intérprete, ya
que no son propiedades inherentes a las proposiciones narrativas mis-
mas. Así, "Pedro ha venido" y "Ando" podrían ser enunciados narrati-
vos "interesantes" en contextos en los que se diera por supuesto, res-
pectivamente, que Pedro ha muerto hace veinte años y que el narrador
es una persona tullida.
La ruptura de la normalidad, de alguna clase de regla, es la que da
su sentido particular al principio y al final de las narraciones. Pues en
efecto, el estado inicial de un relato presenta un determinado orden que,
tras las peripecias y las crisis derivadas de la transgresión, se verá susti-
tuido por un orden final semejante o diverso del primero. La secuencia
canónica de un relato es, por ende, la que representa el cuadro 3.2:
Cuadro 3.2. ¿a secuencia básica del relato

Restablecimiento del orden (restauración)


Orden inicial • Transgresión
< Instauración de un nuevo orden (regeneración)

Así por ejemplo, según el análisis de Frye (1977) mientras el género


de comedia plantea un conflicto entre el deseo y la represión social en
cuyo desenlace se establece una nueva y mejor forma de sociedad, en
muchos relatos deficción(los de tipo "romancesco") la lucha entre el héroe
y las fuerzas del mal conduce a la restauración de un pasado enaltecido.

3.3.3. El punto de vista de los géneros

Podemos adoptar tres puntos de vista sobre los fenómenos narrativos:


el de considerar la narración como un género, o como un modo de dis-
curso que se entreteje con otros, o bien el de abordar la narmtividad, es
decir, un nivel de organización sintáctico-semántica de cualquier texto,
con independencia de que sea admitida o no la pertenencia de ese tex-
to a un género narrativo determinado. Comenzaremos por el primero
de ellos.
Cuando se habla de narración se suele pensar en géneros narrativos,
ya sea en el sentido de los géneros literarios tradicionales (epopeya, fábu-
la, novela, cuento...), en el de los géneros historiográficos (anales, cró-
nicas, casos, frescos históricos...), en el de los géneros informativos del
discurso periodístico (titular, noticia, crónica, reportaje...) o en el de la
ficción mediática contemporánea: historias de intriga, de acción, come-
dias, melodramas, clips, spots publicitarios, videojuegos, etc.
Escrito en el siglo IV a. O , el más influyente estudio sobre los géne-
ros literarios, la Poética de Aristóteles, tomó en cuenta la distinción de
las modalidades predicativas: lo fáctico, lo necesario, lo posible y lo pro-
bable, pero también el carácter singular o universal de los predicados,
así como los valores de lo verdadero opuesto a lo verosímil. Conforme
a esas categorías teóricas, Aristóteles (2002: 53-54) diferenció dos géne-
ros narrativos fundamentales: la historia, que trata de algo singular y que
ha ocurrido realmente (como sucede en los relatos periodísticos o en la
fotografía de reportaje, y no sólo en los de la historiografía académica),
y la narración poética (hoy diríamos, deficción)que se orienta más bien
hacia lo universal, lo necesario o lo posible, y que se rige no por la veraci-
dad o fidelidad a los hechos, sino por su verosimilitud.
Los criterios de estas distinciones, y de otras muchas que se han de-
rivado de ellas a lo largo de la historia, resultan problemáticos en su
aplicación al análisis de la imagen visual: por ejemplo, la imagen foto-
gráfica siempre remite a contenidos singulares y a realidades efectivas
(es lo propio de su carácter indicial, subrayado por Peirce y por Barthes),
lo cual no hace imposible que apunten a significar tipos generales (es lo
que ocurre con la imagen del "hombre de la calle", representado por un
individuo particular en los reportajes televisivos, según procedimientos
de estereotipificación bien conocidos) o que se abran a lo posible e inclu-
so a lo inverosímil, como ocurre en la fotografía "poética".
Junto a los géneros más o menos clásicos cabe considerar también
las que se han llamado formas simples de la narración: leyenda, gesta,
adivinanza, anécdota, cuento, etc., es decir, formas narrativas que se rei-
teran en literaturas y tradiciones culturales de lo más diversas, antiguas
y modernas; por ejemplo, la "leyenda" aparece en las odas triunfales de
la antigüedad, en la vida de los santos medievales y en las crónicas depor-
tivas actuales (Ducrot y Schaeffer, 1995: 635). Por analogía, puede reco-
nocerse aquí el papel de formas narrativas simples que desempeñan las
ilustraciones icónicas en muchas prácticas textuales de la historia, desde
los beatos medievales hasta los relatos periodísticos y didácticos de nues-
tros días.

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-o

g 3.3.4. tos modos de discurso: diégesis, descripción, argumentación


o
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:= La narración puede ser analizada, además de como género, como un
< modo de discurso que se combina con otros modos de discurso: en nume-
rosas clases de textos didácticos, técnicos, judiciales, científicos, propa-
gandísticos, etc., pueden identificarse segmentos narrativos al mismo
nivel que segmentos argumentativos o descriptivos.
La retórica clásica entendía que la narración puede ser una "parte
del discurso" junto al exordio, la demostración, la refutación, etc. en el
interior de una explicación demostrativa (Perelman y Olbrechts-Tyteca,
1989: 747). La característica de esa forma narrativa de comunicación
es que presenta "el detalle de un proceso del acontecer", por ejemplo el
curso de una acción ifactum) (Lausberg, 1975: 34). Platón y Aristóte-
les habían distinguido la diégesis, o modo narrativo del discurso, de la
mimesis, o modo dramático (Ducrot y SchaefFer, 1995: 228); esta últi-
ma implica no sólo ficción y analogía, sino también fingimiento, recur-
so al analogon en las acciones tanto como en las palabras, como acaece
en las prácticas teatrales.
Hablaremos, pues, de modo diegético para referirnos al modo de dis-
curso propiamente narrativo, aquel por medio del que se representa una
sucesión temporal de acontecimientos que involucra la intervención de
varios sujetos interactuantes. Y encontraremos segmentos de carácter
diegético, más o menos extensos, en textos cuyo sentido global no es
propiamente narrativo. Por ejemplo, muchos anuncios publicitarios
insertan dentro de un texto complejo episodios narrativos que ilustran
los usos o los beneficios imaginariamente derivados del producto/mar-
ca anunciado, o los deseos de los posibles compradores, etc. En el caso
de nuestro ejemplo ICh, como veremos, hay un relato condensado de
seducción y predación visual en el que la historia interpela al especta-
dor "según su deseo", por decirlo en términos vagamente psicoanalíti-
cos. Otros relatos bien distintos, de carácter científico o filosófico, pue-
den subordinar del mismo modo un conjunto de enunciados diegéticos
a un propósito general de carácter argumentativo o conceptual.
Inversamente, el modo de discurso comúnmente conocido como des-
cripción tiene un papel importante en los géneros narrativos. En el caso
de los textos visuales figurativos, la función descriptiva se confunde con
la propia producción semiótica de nivel plástico y de nivel icónico: com-
posición, distribución cromática y lumínica, representación de figuras y
profundidades, presentación de sujetos y escenarios, son las operaciones
mismas que la descripción literaria trata en su caso de reproducir por
medios lingüísticos. De ahí que una parte fundamental en la reputación
de las descripciones literarias provenga de su capacidad para suscitar "imá-
genes" en el lector, para incitar su imaginación visual, es decir, icónica y
plástica. Tómese un ejemplo tan sobresaliente como la escritura descrip-
tiva de G. K. Chesterton (1985) en su cuento "Los tres jinetes del
Apocalipsis" (según la traducción, muy notable, de Borges y Bioy Casa-
res) el mariscal Grock examina el cadáver de un húsar muerto. Las reite-
radas referencias al color, a los matices de la luminosidad y de las textu-
ras, a la representación pictórica misma, convierten este breve fragmento
en un ejemplo inimitable de evidentia o ékfrasis (Lausberg, 1975: 180),
es decir, de traducción por medios verbales de una representación visual:

Se había levantado la luna sobre los pantanos y su esplendor


magnificaba las aguas oscuras y la escoria verdosa; y en un cañave-
ral, al pie del terraplén, yacía, en una especie de luminosa y radian-
te ruina, todo lo que quedaba de uno de los soberbios caballos blan-
cos y jinetes blancos de su antiguo regimiento [...]. Grock se había
sacado el yelmo; y aunque ese gesto era tal vez la vaga sombra de un
sentimiento funeral de respeto, su efecto visible fue que el enorme
cráneo rapado y el pescuezo de paquidermo resplandecieron pé-
treamente bajo la luna como los de un monstruo antediluviano.
Rops, o algún grabador de las negras escuelas alemanas, podría haber
dibujado ese cuadro: una enorme bestia, inhumana como un esca-
rabajo, mirando las alas rosas y la armadura blanca y de oro de algún
derrotado campeón de los querubines.

Mientras que el modo diegético supone operaciones de temporali-


zarían, es decir, de organización de los contenidos según la sucesión"
temporal, el modo descriptivo consiste sobre todo en operaciones de
espacialización, disposición de objetos o imágenes en un escenario. La
descripción representa precisamente el resultado de una actividad per-
KO
ceptiva (Ducrot y Schaeffer, 1995: 714) que necesariamente remite a un
< agente enunciativo del discurso: personaje, narrador o sujeto de la enun-

150
dación que se manifiesta en tanto que parece ver (u oír, oler o tocar, en
según qué discursos) los objetos en cierto orden y según los movimien-
tos virtuales de su atención, de su imaginación y de sus inclinaciones
subjetivas. Que también, por ende, selecciona cognitiva, afectiva y valo-
rativamente. La descripción no puede ser analizada sólo como el resul-
tado de una observación empírica y neutral: por un lado, remite al pun-
to de vista y a la focalización de quien describe; por otro, suele proponer
significados alegóricos o simbólicos y no meramente empíricos.
En algunos casos, la alegoría descriptiva versa sobre sentimientos o
estados de ánimo que cualificarán afectiva o pasionalmente el relato: en
la primera secuencia de la película Rebecca, de A. Hitchcock (1940), tras
un plano de la luna en un firmamento nuboso, y con el discurso en off
del personaje femenino ("Anoche soñé que volvía a Manderley..."), la
cámara, muestra el portón exterior y luego se adentra por el camino sur-
cado de sombras que conduce hasta la mansión en ruinas, proponien-
do una descricpción onírica que colorea de nostalgia y misterio el ini-
cio de la historia.
En otros casos, la descripción adquiere el valor de un dictamen polí-
tico y moral, como ocurre con la lectura que hace Berger de la foto de
los campesinos de Sander (a que nos referimos en el apartado 1.1.1).
Los enunciados con función diegética y descriptiva son comple-
mentarios en el discurso narrativo, hasta llegar a una completa interpe-
netración que se produce a veces en el interior de un único enunciado.
Por ejemplo, en el discurso literario esto puede ocurrir gracias al uso de
ciertas formas verbales. Como señala Dorra ([s. f.]: 7) citando un ejem-
plo de Borges: "Le escupió una injuria soez; el otro, atónito, balbuceó
una disculpa", los verbos no sólo designan acciones (en este caso, más
precisamente, actos performativos: insultar, disculparse), sino que a la
vez desempeñan una función adjetival y proporcionan imágenes des-
criptivas, o descripciones expresivas de la realización de tales acciones.
En el discurso visual narrativo esta conjunción es aún más eviden-
te: la mera presentación de un escenario cuenta como síntesis de un rela-
to (por ejemplo, los escenarios de aventura o de mundo doméstico en
la publicidad).
En el dibujo de Sempé (figura 3.7) la descripción visual del escena-
rio y de los personajes, rígidos, graves y rancios, contrasta irónicamen-
te con las palabras de uno de ellos, y es la condición que da sentido al
relato humorístico implícito.
Por lo que se refiere al modo argumentativo cabe destacar que en el
texto verbovisual los segmentos visuales y escritúrales pueden funcionar
e interactuar demostrativamente, como premisas o conclusiones de un
argumento, de tal modo que, a diferencia de lo que ocurre en las for-
mas de discurso analizadas por la retórica clásica, los entimemas, razo-
namientos argumentativos, no son puramente lingüísticos, sino que tra-
man relaciones complejas entre signos verbales, plásticos, tipográficos e
icónicos.

Figura 3.7. Una descripción visual de Sempé.


El anuncio de Coca-Cola (figura 3.8) propone visualmente la es-
tructura trimembre de un razonamiento silogístico, y el icono de la lata
desempeña a la vez la función de una premisa y de una conclusión: el
producto ayuda a tener un "buen cuerpo" y por tanto conviene consu-
mirlo. El lexema light, en una posición central, vertical y gráficamente
enlazado al icono del vaso (un genuino sintagma verbo-visual) podría
leerse como un interpretante argumentativo, un argument en el sentido
de Peirce, o si se quiere, como un argumento condensado. Aún más: la
alternancia cromática en las premisas verbales (en letras rojas la supe-
rior, en negras la inferiror) encuentra una síntesis visual y a la vez una
ecuación conceptual (rojo/negro = mente/cuerpo = marca/cualidad light)
en el rótulo de la lata. En este ejemplo de entimema verbovisual apenas
si se produce el entrelazamiento entre argumentación y modo diegéti-
co, como no se refiera este último al boceto de un relato de "gestión die-
tética" regida por el viejo dualismo que divorcia cuerpo y alma.

La mente es

mucho nñás

importante

que el cuerpo

¿En qu4 c u » r p o
p l a n e a s t i « v s r eso
tan importante?

Figura 3.8. Un sólido argumento visual.


3.3.5. ia narratividad

El tercer punto de vista aborda la "narratividad" como un nivel de la


organización sintáctico-semántica de cualesquiera textos. Greimas y
Courtés (1982) la definen como "principio mismo de la organización
de todo discurso", narrativo o no narrativo. Esto supone ni más ni menos
que la significación no concierne tanto a la representación de "cosas"
cuanto a la de procesos o transformaciones, modificaciones de actores,
espacios y tiempos, nexos entre acciones y pasiones (Fabbri, 1999: 62).
Pero ya Nietzsche, 2002, había dictaminado que "el lenguaje ve por
todas partes actores y acción".
Así por ejemplo, en una receta de cocina, tanto como en un texto
jurídico o en un informe sobre la bolsa, pueden reconocerse determi-
nados programas narrativos cuyo desarrollo supone que un sujeto de acción
Sj actúa de modo tal que atribuye un objeto de valor O a otro sujeto S2,
o por el contrario se lo niega o retira. En expresión formularia:

PN = S , - > ( S 2 n O ) / ( S 2 u O )
Los PN pueden ser principales o secundarios, también más o me-
nos complejos, y a lo largo de los recorridos narrativos los objetos van
circulando y los sujetos van siendo modalizados según el querer y el
deber, y adquiriendo, o perdiendo, poder y saber que determinarán su
hacer o padecer. Las interacciones aparecen entonces como pérdidas y
ganancias, y como transformaciones en el estado de los sujetos intervi-
nientes. El siguiente cuadro (3.3) analiza el PN principal en algunos
ejemplos sumariamente examinados.
Como puede inferirse de estos casos, la idea de narratividad remite
a una especie de gramática o de guión canónico de las transformaciones
representadas en el texto. Ahora bien, es claro que esta representación
abstracta supone de hecho una cierta destemporalización, pues "sólo
pone de relieve la lógica de la narración que subyace al tiempo narrativo"
(Ricoeur, 1999: 72), o por recuperar tres viejas categorías, sólo pone de
manifiesto la estructura general de una fábula desencarnada del acto de
contar, es decir, no traducida a las condiciones espaciotemporales y sub-
jetivas de una trama y de un discurso narrativo determinados.
Cuadro 3.3. Programas narrativos
EJEMPLO S¡ S2 0 ESTADO FINAL DEL PN

Una película de ficción: Indiana Jones Los nazis El Arca de la S2 u 0


En busca del arca Alianza (Disyunción)
perdida, de S.
Spielberg (1981)
Una receta de El cocinero Los comensales La satisfacción S2 n 0
cocina gastronómica (Conjunción)
Una ley de Los "buenos La "seguridad" S2 n 0
endurecimiento El legislador ciudadanos"
penal Los "delincuentes" La "libertad" S2 u 0
Un informe sobre el Los expertos El inversor El beneficio S2 n 0
estado de la bolsa en bolsa

^ Capítulo 3. / choose: cómo leer un texto verbovisual


3-3.fi. Tiempo y espacio de la fábula

Volvemos, pues, sobre una antigua distinción teórica al diferenciar ana-


líticamente: a) la fábula, o material básico del relato; b) la trama o rela-
to organizado según el orden y el modo en el que el receptor (narrata-
rió) llega a conocerlo; y c) el discurso o actualización del relato en un
acto de enunciación narrativa determinado.
La palabra "fábula" traduce el muthos tematizado por Aristóteles
(2002) en su Poética, y que no se deja traducir, claro está, por "mito"
según la acepción común de este término, sino más bien por "argu-
mento", relación entre un conjunto de acciones, sustenta ton pragma-
ton, conforme a la propia definición aristotélica, o bien "serie de acon-
tecimientos lógica y cronológicamente relacionados" que unos agentes,
no necesariamente humanos, causan o experimentan, según la de Bal
(2001: 13).
Recordaremos con Eco (1997: 45) que la triple categoría puede
ser interpretada según un esquema funcional al estilo de Hjelmslev
(cuadro 3.4):

Cuadro 3.4. ¡_os niveles de la narración según U. Eco

Fábula
Contenido
Texto Trama
Expresión Discurso

La estructura cronológica de la fábula, y por tanto la sucesión de sus


escenarios espaciales y el orden de aparición de sus personajes, no coin-
cide sino raramente con la secuencia efectiva de los acontecimientos en
la trama. Según el célebre comentario de Horacio en su Epístola a los Piso-
nes (González, ed., 1987), Homero proporcionó un ejemplo magistral al
iniciar el relato de La Odisea "en el punto más vivo de la acción", arras-
trando al oyente "al centro de los hechos como si le fueran conocidos",
no al comienzo de la historia, cuando Odiseo abandona Troya, sino
cuando, después de varias peripecias que serán posteriormente recor-
dadas, se encuentra entre los feacios. Este inicio in media res obliga,
pues, a operaciones de analepsis (retrospección en el curso del relato,
como ocurre en el llamado flashback cinematográfico) y deprolepsis o
anticipación.
En cuanto sucesión temporal la fábula no es, así, una estructura
manifiesta de la narración sino un orden lineal que ha de ser recons-
truido por el intérprete mediante un proceso de injerencia según se des-
arrolla la trama, con el objeto de que los acontecimientos adquieran un
sentido cronológico.
La película Pulp Fiction de Q. Tarantino (1994), que también se ini-
cia in media res, proporciona un tortuoso ejemplo de relación entre
ambos niveles: en el siguiente cuadro 3.5 la serie alfabética (A.. .P) repre-
senta las 17 secuencias de la trama temporal, el orden de los aconteci-
mientos según le van siendo presentados al narratario; la serie de núme-
ros indica el orden cronológico de la fábula presupuesta. Puede así
advertirse que Vincent, el personaje encarnado por John Travolta, que
muere en el episodio K-15, reaparece vivo en el N-4, cronológicamen-
te anterior; la primera secuencia, el atraco en el bar, A-6, continúa en
la última, P-7, en la que por cierto Vincent aún no ha muerto, etc.
En los textos narrativos sincrónicos, como aquéllos que tienen por
soporte la imagen fija, es posible hacer la misma distinción: en el cua-
dro Paoloy Francesca de J.-A. Ingres (1819) la trama de la figuración
pictórica nos presenta simultáneamente los datos narrativos de una fábu-
la que por medio de una inferencia temporal hemos de organizar suce-
sivamente: inflamado por la lectura de la historia de Lancelot, Paolo
besa a la no menos enardecida Francesca, lo que da lugar a que el libro
caiga de sus manos y se deslice por su falda. En ese momento aparece
el esposo de Francesca, sorprende a los enamorados y desenvaina su espa-
da (véase la figura 3.9 y el análisis de Fresnault-Deruelle, 1983: 45-52).
Elementos que se presentan en obligada sincronía, como el beso, el
libro o el gesto del marido esgrimiendo su arma, han de ser imaginaria-
mente secuenciados, pero además su selección responde a la lógica del
vi Análisis crítico de textos visuales
00

Cuadro as. Trama y fábula temporal en Pulp Fiction de Q. Tarantino

A B C D E F G H I J K L M N Ñ 0 P
1
2
3 4 5
6
7
8 9 10 11 12
13 14 15 16 17
Figura 3.9. pao¡0 y Fmncesca, de Ingres, 1819.

"instante privilegiado" a que ya nos hemos referido en el apartado 3.2.1.


De forma más rudimentaria esta superposición sincrónica de escenas
que han de ser temporalizadas mediante una inferencia narrativa apare-
ce en un sinnúmero de textos visuales del pasado.
Si en los textos narrativos sincrónicos la inferencia temporal organiza
los elementos atribuyéndoles una sucesión diacrónica imaginaria, confor-
me a la estructura de una fábula presupuesta, en los textos narrativos dia-
crónicos las inferencias temporales permiten organizar los recorridos ana-
lépticos y prolépticos de la lectura: los contenidos del relato son
inferencialmente relacionados bien con contenidos que se han dado ante-
riormente, bien con los que (se supone que) han de darse ulteriormente,
como en el ejemplo de la pistola de Thelmay Louise que propusimos en
el apartado 3.3.2. Ambas modalidades de inferencia son complementa-
rias, y sin ellas no podría establecerse la coherencia narrativa del texto.
Junto a las interacciones entre los personajes y la sucesión cronológi-
ca de los acontecimientos, hay que incluir en la fábula los espacios de la
acción. En el cuadro de Ingres recién presentado resulta, por ejemplo,
muy relevante la configuración escenográfica de la situación, con una dis-
posición característica de teatro italiano, y con el fondo de una cortina
que señala un espacio narrativo estereotipado para el acecho y la apari-
ción sorpresiva. Cómo no recordar aquí el acto III de Hamlet, cuando el
príncipe de Dinamarca mata a Polonio oculto tras una cortina.

3.3.7. Cronotopos

Para analizar conjuntamente esos elementos: tiempo, espacio y agen-


tes del relato, es apropiado el concepto de cronotopo que Bajtin (1989)
aplicó inicialmente a la narración literaria pero que puede ser extra-
polado, siguiendo su propia definición, a toda "conexión esencial de
relaciones temporales y espaciales asimiladas artísticamente". El cro-
notopo desempeña un papel importante en la determinación de los
géneros y los subgéneros narrativos, pero también en la conforma-
ción de la "imagen humana" en la literatura: una configuración cro-
notópica adquiere siempre un significado emotivo-valorativo, que es
centro de la organización temática del relato, y tiene valor figurati-
vo, al dar al tiempo-espacio un carácter concreto y sensible, el carác-
ter de una imagen, de un enunciado icónico, o, como antes apunta-
mos, de una descripción. Bajtin identifica algunos cronotopos históricos:
en la novela antigua, el camino y los encuentros que en él se pro-
ducen; en la novela gótica, el castillo; en las novelas de Stendhal y
Balzac, el salón-recibidor; en otras novelas del siglo XIX (como Mada-
me Bovary de Flaubert, o La Regenta de Clarín) la ciudad provincia-
na; en Dostoievski, el umbral.
Nuevas versiones de algunos de estos viejos cronotopos pueden
reconocerse fácilmente en los relatos masivos contemporáneos: el cami-
no y sus azarosos encuentros, en las road movies, pero también en
muchos videojuegos, en los cuales el seguimiento de un itinerario y las
confrontaciones del héroe con amigos y adversarios siguen siendo el
eje medular de la fábula; el salón-recibidor burgués es sustituido por
el tresillo en el espacio centrípeto del salón de estar en gran parte de
las telecomedias familiares y sitcoms (como Friends o Siete vidas), etc. La
honda vigencia de esta clase de cronotopos y de las peripecias que se les
asocian típicamente hacen pensar en su importante papel como recep-
táculos o matrices de los imaginarios socioculturales.
Numerosos rasgos cronotópicos de la literatura antigua y moder-
na, no sólo los escenográficos, reaparecen en las narraciones de la cul-
tura de masas: por ejemplo, en las novelas arcaicas de aventuras, como
observa Bajtin, el paso del tiempo no afecta a la edad de los héroes; de
igual manera muchos personajes de la ficción contemporánea: Pope-
ye, Tintín o Astérix, permanecen detenidos en una edad típica, sin enve-
jecer a lo largo de sus aventuras, como si cada episodio estuviese des-
provisto de memoria respecto al conjunto de la serie de que forma parte.
Ello pone de manifiesto que una lógica narrativa peculiar rige los rela-
tos seriales, ya que la relación entre los episodios (continuidad tempo-
ral representada o no, estructuras de final con o sin suspense-, etc.) supo-
ne un nivel de articulación narrativa diferente del que acaece en los
relatos únicos.
Hay cronotopos que tienen la función de "marcos intertextuales",
ya que sirven para trasladar escenarios y tipos dramáticos reconoci-
bles entre distintos géneros/discursos de la cultura de masas. Por ejem-
plo, en cierto anuncio de Lucky la imagen parece copiada de un foto-
grama típico del género roadmovie (figura 3.10): el escenario, los rasgos
del atrezzo, la situación y la identidad de los personajes pueden leerse
en términos de ese marco. Sobra decir que la "imagen humana" pro-
yectada cronotópicamente satisface las presuntas fantasías y deseos del
destinatario, proporcionando una especie de retrato psicológico robot
del target al que remite. No por casualidad el rostro del hombre que-
da fuera de campo, señalándose su identidad como unos brazos vesti-
dos de cuero y como una imaginaria mirada a los encantos del perso-
naje femenino: esa ausencia es el espacio que queda disponible para la
posible identificación, según su deseo escópico, del supuesto especta-
dor masculino (por lo demás, la ubicación de la imagen del paquete
de cigarrillos establece un vértice para el encuentro igualmente ima-
ginario de los cuerpos).
Figura 3.io. |jn fotograma de roadmovie.

Como hemos expuesto en otro lugar (Abril, 2005), numerosos rela-


tos de la comunicación de masas muestran la muy amplia vigencia de
cuatro cronotopos que pueden ser inscritos en un doble cuadro semió-
tico, cuyos ejes superior e inferior definen las dimensiones semánticas
que denominamos, respectivamente: "sublimidad" y "trivialidad", y
cuyas debas definen las dimensiones de "realidad" y "deseo" (cuadro 3.6).
Estas configuraciones remiten a formas culturales básicas de las repre-
sentaciones espaciotemporales, que según conjeturamos desempeñan
una importante función en la conformación de los imaginarios masivos
contemporáneos:

1. La forma cíclica del tiempo, que por excelencia corresponde a la


narración mítica, suele asociarse a la representación de un ámbi-
to local o territorial, y con ello al señalamiento de una relación
Cuadro 3.6. Cronotopías contemporáneas
SUBLIMIDAD

TEMPORALIDAD

1 Tiempo cHico 3 UconB

ESPACIALIDAD

1 Localidad (territorial) 3 UtopH

~~~^ ,*''
~~^ ^^''

2 Espacio abstracto (transterritorial) 4 Sitio

2 Historicidad (lineal) 4 Momento (instante)

TRIVIALIDAD

identitaria o de pertenecía: el hogar, la patria chica o grande son


algunos de los lugares correspondientes a esta configuración. La
célebre campaña publicitaria: "A casa vuelve por Navidad", ilus-
tra bien la "conexión esencial" entre un tiempo de la regenera-
ción cíclica y un espacio local revalorizado y sublimado por los
afectos primordiales. Como es fácil de advertir, por ejemplo, en
la publicidad turística institucional, el espacio territorial es
idealizado y transfigurado a través de la recurrencia, del retorno
perenne que señalan el veraneo, el regreso a la naturaleza o la visi-
ta a los grandes tesoros culturales del pasado. Las conmemora-
ciones religiosas y políticas, las "temporadas" de la moda y la mer-
cadotecnia también están regidas por la rotación de rituales y
eventos cíclicos, que parecen actuar como exorcismos contra el
sentimiento de caducidad que frecuentemente amenaza la expe-
riencia cotidiana.
2. La temporalidad lineal de la cultura moderna encuentra corres-
pondencia en formas de espacialidad translocal o abstracta. Este
espacio-tiempo es el propio de los discursos históricos y también
el del vector de progreso que parece regir tanto los imaginarios
de la innovación tecnológica y comercial cuanto el de las iden-
tidades políticas de raíz ilustrada. Es igualmente propio de la
información periodística en su definición clásica: las jurisdic-
ciones informativas de tipo nacional/internacional, así como las
regiones geopolíticas, pueden adscribirse a esta esfera simbólica.
3. Una gran variedad de formas utópico-ucrónicas, ajenas por igual
a la recurrencia del mito, al tiempo y a las geografías históricas,
atraviesa muchos relatos modernistas y posmodernistas, desde la
literatura fantástica y de ciencia-ficción hasta la short story del
anuncio televisivo. Esta cronotopía suele estar afectivamente
modalizada por la euforia, pues representa una esfera trascen-
dente a las condiciones de una cotídianeidad supuestamente gris
y anodina, mediante la "elevación" a un espacio-tiempo del sue-
ño, la exaltación o el éxtasis. Si el capitalismo contemporáneo
redefine el imaginario del futuro por medio de las figuras de la
inversión, el planeamiento y el seguro, como un modo de comer-
cializar y "colonizar lo desconocido", y de conjurar la fuerza nece-
sariamente disruptiva e incierta de la utopía (Jameson, 2005:
228-229), frecuentemente el discurso de la publicidad (ejem-
plarmente la referida al consumo turístico) se las ingenia para
conciliar el sentido del cálculo previsor e inversionista con las
representaciones utópicas (de una utopía reducida y doméstica,
si se quiere) de la abundancia, la convivialidad y la alegría sin
límite. Para mediar así entre las exigencias reproductivas del orden
socioeconómico y unos deseos nunca enteramente sojuzgados,
aunque hegemonizados, por ellas.
4. Y, en fin, hay expresiones de lo momentáneo o instantáneo que
encuentran correspondencia en una especialidad posiáonal (sitio)
característica de los procesos comunicativos contemporáneos (sir-
va de ejemplo central la telefonía móvil, que relativiza el senti-
do del espacio territorial y modifica el de lo próximo y lo lejano,
de tal modo que el sujeto ha de gestionar de forma continua
entornos contingentes de socialidad). Esta cronotopía es la pro-
pia de los acontecimientos efímeros cuya espectacularización ocu-
pa hoy gran parte de los discursos de la "actualidad" neotelevi-
sual, desde el reporterismo de cámara oculta a la exclusiva del
videoaficionado, pasando por los altercados de los talk shows.
Y también la propia de las experiencias fugaces e intensas que
tan asiduamente promueven los anuncios publicitarios. No es
difícil reconocer en el relato visual de ICh la referencia al encuen-
tro efímero y ocasional, en el tiempo fugaz de la diversión y en
el espacio indeterminado de cualquier sitio nocturno de una ciu-
dad contemporánea.

Más allá del valor tipológico que estas configuraciones pudieran


tener en el marco de una semiótica de la cultura, aquí interesa ponerlas
en relación con determinados efectos de sentido a los que podemos deno-
minar: mitificación (—>1), historización (—>2), ficcionalización (—>3) y
presentización (—> 4). Sin olvidar que estos cronotopos pueden también
combinarse de formas diversas: un poco más atrás hemos indicado que
el marco "histórico" de los grandes eventos contemporáneos tratados
por la información audiovisual parece cada vez más teñido de un efec-
to "ficcional", intertextualmente determinado por los relatos masivos:
es ya un lugar común la afirmación de que los atentados contra el World
Trade Center de 2001 fueron vaticinados, antes que por cualquier pre-
visión estratégica del Estado, por las fantasías apocalípticas de una ame-
naza que el "otro radical" (alienígena, terrorista, musulmán, antes comu-
nista) venía cometiendo obsesivamente en el cine de Hollywood.
Los escenarios de los relatos publicitarios se reparten por lo general
entre formas cronotópicas duales: espacios diurnos/nocturnos, mundo
urbano/campestre, ámbitos de trabajo/de ocio. Desde luego los signifi-
cados que se expresan a través de esas oposiciones son múltiples e in-
cluso contradictorios; por ejemplo, el espacio abierto puede expresar
libertad frente a la opresión del mundo cerrado, pero en otros contex-
tos lo cerrado se asociará a la protección frente Apeligro del espacio abier-
to (Sánchez Corral, 1997: 295). El escenario nocturno representa el
ámbito de la seducción y de la transgresión de las normas, como ocu-
rre en ICh, pero en otros tipos de discurso (como los relatos de terror)
designa preferentemente el espacio de la muerte, de la amenaza y del
miedo. En todos los casos se trata de significaciones iconográficas o ale-
góricas fuertemente estereotipadas.
Una categoría muy general opone el espacio regulado (la calle, la ofi-
cina, la autopista, el hogar...) al espacio salvaje (el mar, la selva, la mon-
taña, el desierto...), en el que se simboliza la huida de las constriccio-
nes, la libertad, el ámbito del deseo. Con mucha frecuencia el anuncio
publicitario presenta un derrotero narrativo desde la primera clase de
cronotopos a la segunda, y también a menudo los segundos irrumpen
en los primeros o se sobreponen a ellos, como ocurre en el anuncio de
la figura 3.11.
La cirugía de la identidad que corta/ensambla la figura del per-
sonaje distribuyéndola entre una parte superior, racional, y una parte

CAMPERPSi
Figura 3.11. Cronotopos e identidades múltiples.
inferior, libidinal, la supuestamente equiparable al "Yo latino" del eslo-
gan, distribuye simultáneamente el espacio gris y rectilíneo del mundo
urbano-laboral frente al dorado, luminoso e indefinido del ocio, la pla-
ya, el deporte veraniego y, claro está, la ebriedad. La misma indefini-
ción formal de ese espacio del placer remite a la categoría 3 del anterior
cuadro semiótico, a la utopía-ucronía.
En el anuncio de la figura 1.10, la irrupción de lo sobrenatural (una
atmósfera mítica con referencias intertextuales al Génesis: la serpiente,
Eva, el ángel, que podría remitir tanto a la categoría 1 como a la 3 del
cuadro 3.6) se ratifica en la metamorfosis del producto (botella-ser-
piente), que además alegoriza la tentación. Aquí la indefinición del cro-
notopo superior (un cielo-desierto) enmarca la del personaje, a la vez
alegórico de la mujer tentada y del ángel-demonio tentador, personaje
equívoco, que mira y se ofrece a la mirada, pasivo y activo, procaz e ino-
cente, que consigna la ambigüedad misma de una seducción tutelada
por la "inspiración" de la bebida.
Con frecuencia el producto-marca se representa como mediador
entre dos mundos y/o cronotopos: el "acá" de una realidad trivial o nega-
tiva es transmutado por la oferta publicitaria en "otro mundo" de ilu-
sión, placer o euforia. En el anuncio de Ballantine's el halo brillante
de la botella, y no sólo su forma vipérea, hace que el producto partici-
pe de la atmósfera onírica o fantástica propuesta en la cronotopía de la TB
parte superior, elevándolo a esa sobrenaturaleza o superrealidad que de >
forma tan habitual transfigura los objetos de la publicidad. El anuncio %
propone, así, como escribe Peñamarín (2000): S

c
[...] u n espacio-tiempo metamórfico, u n lugar de transformación •-
en el que pueden simultanearse diferentes espacio-tiempos en el —
ámbito de una experiencia de tránsito visual, que es conforme con >o
su estrategia orientada a transformar el m u n d o de los destinatarios. <¡j
El anuncio debe, pues, vincular espacios y realidades empíricos con _g
otros no empíricos, mostrando su capacidad de transfigurar lo banal —
e impuesto en lo deseable y dotado de un aura de atractivo de la que _o
se apropiaría el destinatario por la adquisición del producto o ser- *¿
vicio anunciado. °
En el siguiente anuncio de cigarrillos Lucky (figura 3.12) se propo-
ne un doble espacio narrativo: el de un cronotopo que define la esfera
personal de un escritor bohemio (presentado en "visión subjetiva", es
decir, desde el lugar virtual de enunciación del personaje) y el co-rela-
to en la hoja de su máquina de escribir, que versa sobre un encuentro
amoroso: el humo, metáfora de la imaginación literaria, vincula la mano
activa del escritor, la mano derecha, con el cigarrillo, y también media
visualmente entre ambos relatos. El producto-marca (fuente ultima del
humo) aparece como mediador en la transición entre ambos niveles, a
la vez que representa la objetivación visual de ese "algo diferente" que
se menciona en el texto mecanografiado.

33.8. Los sujetos de la fábula

A la vez que presenta determinados marcos espaciotemporales, la


fábula expone las actividades que en ellos desarrollan los sujetos de la

Figura 3.12. (jna atmósfera de cine negro.


acción. En un estudio clásico de los años veinte, Propp (1981) que ana-
lizó un extenso corpus de cuentos maravillosos rusos, reconoció trein-
taiún "funciones", es decir, formas de acción típicas y recurrentes como
prohibición, transgresión, fechoría, venganza... que pueden agruparse
en una secuencia de bloques narrativos: preparación, complicación,
transferencia, lucha, regreso y reconocimiento. También identificó sie-
te "esferas de acción" correspondientes a los personajes básicos. El siguien-
te cuadro (3.7) los ejemplifica en el relato de La Guerra de las Galaxias,
de George Lucas (1977), siguiendo la lectura de G. Turner (1993: 71):

Cuadro 3.7. (jn ejemplo de las esferas de acción, de V. Propp

PERSONAJES
ESFERAS DE ACCIÓN
DE STAR WAHS

El agresor Darth Vader


El donante Obi-Wan Kenobi
El ayudante Han Solo
La princesa Princesa Leia
El mensajero R2D2
El héroe Luke Skywalker
El falso héroe Darth Vader

La propuesta de Propp tuvo una gran influencia en ulteriores inves-


tigaciones narratológicas, y sin duda en la semántica estructural de Grei-
mas (1973) que propuso un modelo actancial según el cual el conjunto
de las actividades narrativas se puede articular en torno a tres ejes: el del
deseo, que define la relación entre sujeto y objeto, el de la comunicación,
entre destinador y destinatario, y el ¿.el poder, que determina el enfren-
tamiento entre ayudante y oponente (cuadro 3.8).
El destinador, por ejemplo, el rey que ofrece la mano de su hija a
quien venza al dragón, para conseguir la tranquilidad del reino (desti-
natario), presenta inicialmente ante el sujeto aquel que será su objeto
de deseo y de posterior búsqueda: la princesa y/o la herencia del trono.
Cuadro 3.8. £/ mocfe/o actancial de A. J. Greimas

Eje del saber o de la comunicación

Destinador Objeto Destinatario



Eje del deseo

Ayudante Sujeto Oponente

Eje del poder

Una vez consumada la peripecia, al remitente le corresponderá tam-


bién sancionarla, acción del sujeto (premiándolo, castigándolo, recono-
ciendo sus éxitos, etc.). A lo largo de su empresa éste habrá de contar
con el auxilio del ayudante (por ejemplo, el mago que le entregue una
espada mágica) y con el antagonismo del oponente (por ejemplo, el mago
maléfico que trata de restarle poder, o el propio dragón). El modelo actan-
cial es propuesto por Greimas como una estructura de narratividodSub-
yacente a cualesquiera discursos, no sólo a los narrativos (como se recor-
dó en el apartado 3.3.5), de tal modo que, según su famoso ejemplo
(cuadro 3.9), podría aplicarse incluso a los sistemasfilosóficose ideoló-
gicos (Greimas, 1973: 277).

Cuadro 3.9. Ejemplos de actantes, según A. J. Greimas

ACTANTES FILOSOFÍA CLÁSICA IDEOLOGÍA MARXISTA

Sujeto Filósofo Hombre


Objeto Mundo Sociedad sin clases
Destinador Dios Historia
Destinatario Humanidad Humanidad
Oponente Materia Clase burguesa
Ayudante Espíritu Clase obrera
Hay que destacar que el actante no es un personaje, sino una agen-
cia, una instancia abstracta y no antropomórfica de la acción. Ricoeur
(1999: 72-73) lo explica del siguiente modo: el actante no es un suje-
to psicológico, sino el papel que corresponde a una serie de acciones
formalizadas. El actante se define por relación a los predicados de ac-
ción: es aquel que..., para quien..., con quien..., etc. se desarrolla la
acción. De tal modo que a lo largo del relato un mismo actante puede
ser desempeñado por distintos personajes, o bien un solo personaje pue-
de asumir diversos actantes (con frecuencia, por ejemplo, a la vez el de
sujeto y el de destinatario).
De modo análogo a como los nombres gramaticales son cualifica-
dos por los adjetivos, a lo largo del relato los actantes, instancias nomi-
nales de la narratividad, son modalizados según el querer, el saber y el
poder. El resultado de estas modalizaciones son los roles actanciales
reconocibles en un momento o episodio dado del recorrido narrativo,
por ejemplo: "El sujeto que quiere obtener el objeto pero (todavía) no
sabe cómo". Courtés (1976: 94-95) diferencia también ciertos roles
temáticos de carácter social (por ejemplo, la madre, la madrastra o la
madrina, en los cuentos de hadas), afectivo y moral (el miedoso, el
enamorado, el generoso, el avaro...), y aun aquí añadiremos los de
carácter cognitivo, que pueden modular de forma más matizada los
saberes básicos del recorrido narrativo: no sólo, por ejemplo, el papel
del que no sabe, sino del que no sabiendo actúa como si supiera, o
viceversa. ¿Cómo no hacer justicia, dentro de esta última categoría, al
papel fundamental del "tonto" en los cuentos populares del mundo
entero: el Jaimito español, el Srulek polaco, Goha el Simple, Muía
Nasrudín en el Oriente Medio, y tantos otros de los que da delecta-
ble y variada noticia Carriére (2000)? Benjamin (1991 [1936]: 128)
rindió homenaje a esa figura a través de la cual se representa la huma-
nidad misma "haciéndose la tonta" ante el apremio trascendente y la
opresión del mito, y que supone por ende una figura secularizadora y
afín al "hombre libre".
Los personajes narrativos -a los que Greimas y Courtés denominan
"actores"- se distribuyen las funciones fundamentales definidas en la
estructura del relato (los roles actanciales) y a la vez incorporan valores
semánticos más determinados (los roles temáticos). En tal sentido un
actor puede ser entendido como la instancia de intersección de ambas
clases de papeles (cuadro 3.10).
En ICh, la muchacha rubia se orienta a la morena como su objeto
de deseo: claramente cualificada según el querer, desempeña un rol actan-
cial contrapuesto al de la morena, que parece actuar movida por un
repentino saber, el descubrimiento de un objeto que eventualmente pue-
de llegar a serlo de deseo (el mismo sobre el que versa el acto de elec-
ción formulado en el eslogan). Si ambas comparten un rol social de
amantes, sus roles afectivos se contraponen: entregada la rubia, distraí-
da de ese nexo y a la vez sorprendida, la morena.
La peripecia narrativa de los actores pasa por una serie más o menos
compleja de programas narrativos, pero diversos autores han reconoci-
do también secuencias básicas de acción que representan las fases o
momentos más relevantes de un relato. Así, Frye (1977: 246-247) dis-
tinguía en los relatos romancescos: el agón o conflicto, elpathos o com-
bate mortal y la anagnorisis o reconocimiento del héroe. Greimas (1973)
de modo análogo, y simplificando la sucesión de funciones de Propp,
reconocía una sucesión de tres pruebas: la cualificante, correspondiente
a la fase en la que el héroe adquiere las competencias (poder y saber)
que lo harán capaz de actuar; la decisiva, en que acaece el enfrentamiento
fundamental y la liquidación de una transgresión inicial, y la glorificante,

Cuadro 3.10. Personajes y roles narrativos

"ROL ACTANCIAL"
-:} r querer/deber//saber//poder [^ hacer]

"ACTOR" */
(Personaje) ^

social: padre, madrastra, madrina, jefe..

{
"ROL TEMÁTICO" J co 9nitivo: ingenioso, desmemoriado,
cognitivo: desmemoriad tonto, listo...
"i afectivo: enamorado, miedoso, avaro...
ava
moral: avaro, generoso, justiciero..
en la que el destinador sanciona el hacer del héore y es reconocida su
peripecia.
Al interactuar, los sujetos narrativos se afectan mutuamente, lo cual
significa que inducen unos en otros determinados afectos, estados de
ánimo, pasiones. No basta, pues, con tener en cuenta sólo los momen-
tos activos de la narración, hay que atender también a sus momentos
pasivos y/o pasionales, pues como ya hemos indicado, la narratividad
nos sitúa siempre ante concatenaciones de acciones y pasiones.
Los componentes pasionales se incorporan a la sintaxis de la narra-
ción como disposiciones o competencias para la acción (por ejemplo,
la curiosidad es un querer saber sobre el ser o el hacer de otro sujeto) que
son al mismo tiempo resultado de inter-acciones precedentes. La pale-
ta de las figuras pasionales posibles es muy extensa: se tratará en unos
casos de lexemas-pasión (cólera, ambición, estima...), determinados en
general por las interacciones narrativas; en otros de estados afectivos indu-
cidos específicamente por la sanción de un destinador (gloria, vergüen-
za. ..); o bien de los propios afectos del destinador (consideración, des-
precio. ..); hay comportamientos reiterados que remiten a roles pasionales
estereotipados (el sádico, el amargado, el altruista...), etc.
El despliegue narrativo de las pasiones lleva consigo operaciones cog-
nitivas y pragmáticas específicas. Por ejemplo, en el caso de la envidia,
el estado insatisfactorio del sujeto puede dar lugar "al desarrollo de dos
programas narrativos diferentes: de emulación (tendente a obtener la
misma competencia del sujeto envidiado) o de denigración (tendente a
abolir toda sanción social positiva del sujeto envidiado)", como explica
Quezada Macchiavello (1991: 219-224).
La determinación de los roles temáticos y de su valor semántico
(social, moral, cognitivo o pasional) pasa por la presentación en el tex-
to visual de un conjunto a veces muy complejo de relaciones icónicas e
indiciarlas. Las convenciones o códigos relativos a la imagen fenotípi-
ca, al gesto, a la expresión del rostro, a las disposiciones posturales o
a la indumentaria son parte fundamental de esa red semiótica a través
de la cual se confiere a los roles temáticos su contenido figurativo. Pero
también su singularidad como personajes.
Recordemos la paradoja de la representación pública a que nos refe-
rimos en el apartado 2.1.1: en las imágenes visuales los mismos signos
que sirven para identificar a un personaje como tal persona singular
permiten también subsumirlo en un prototipo o en un estereotipo: se
tratará por ejemplo, de este joven determinado (la función indicial de
"este" consiste precisamente, en términos de Peirce, en señalar a un
individuo), pero a la vez de proponer al joven prototípico (es decir, un
símbolo en el sentido peirceano), por ejemplo al que en una campaña
publicitaria va a representar mejor al colectivo de consumidores al que
se apunta. A este proceso de predicación figurativa y de singulariza-
ción/tipificación del personaje se puede llamar actorialización. La repre-
sentación icónico-indicial de tipos sociales, la que llevan a cabo los
anuncios, las entrevistas callejeras de los informativos televisivos, o los
castings para seleccionar personajes de ficción, son, como hemos insis-
tido, formas de actorialización inconfundiblemente ideológicas. Pero
en un sentido más amplio la representación actorial expresa el funcio-
namiento de los procesos de condensación/polarización simbólica a que
nos hemos referido en en el apartado 2.3.2.
El contraste de fenotipos y de vestimentas es suficiente para que en
nuestro ejemplo ICh los personajes aparezcan estereotipados como lati-
na/anglosajona: una tipificación que condensa un amplio catálogo de
atributos secundarios (morales, conductales, etc.). Y también, lo que
es muy significativo desde el punto de vista de la definición de un des-
tinatario {targei) masculino, al menos la chica morena no respon-
de al estereotipo de la lesbiana; lo que hará plausible la acepción de
"I choose" como aserto referido a la elección homo/heterosexual del
objeto erótico.
En relación a los roles pasionales, la muchacha morena, con su mano
en el bolsillo y la mirada girada al espectador, expresa una menor con-
centración o entrega al beso, mientras la rubia tiende su brazo derecho
en gesto de abrazo, abre la mano izquierda hacia su partenaire, cierra los
ojos e inclina ligeramente su cabeza hacia atrás. Los estados afectivos
contrapuestos de "sorprendida" y "entregada" definen una inflexión
doblemente incoativa de la peripecia narrada: el cruce entre una acción
a punto de suspenderse, la del beso furtivo, que remite a un recorrido
narrativo anterior, y una acción a punto de desencadenarse: despren-
derse del beso, orientarse a otro posible objeto.
Bourdieu (1991: 118) ha subrayado la densidad de las significacio-
nes normativas que atraviesan la semiosis corporal:

Podríamos, parafraseando a Proust, decir que las piernas, los


brazos están llenos de imperativos adormecidos. Y no acabaríamos
nunca de enunciar los valores hechos cuerpo, mediante la tran-
substancialización que efectúa la persuasión clandestina de una peda-
gogía implícita, capaz de inculcar toda una cosmología, una ética,
una metafísica, una política..., y de inscribir en los detalles en apa-
riencia más anodinos del porte, del mantenimiento o de las mane-
ras corporales y verbales los principios fundamentales del arbitrio
cultural.

En este mismo sentido, la simbolización somática puede llegar a


adquirir un carácter iconográfico muy complejo en las representaciones
artísticas, como muestran los comentarios de Leppert (1993: 41-42)
con relación al retrato de Ann Ford, de Gainsborough: la forma sinuo-
sa, serpentinata, del cuerpo femenino en la pintura clásica, más allá de
los efectos estéticos y eróticos fácilmente reconocibles, remite a una sim-
bolización más oscura: puede insinuar acción y libertad, pero también
la sospecha masculina respecto a la astucia femenina y a su voluptuosi-
dad, a la vez deseada y condenada por los hombres.
La atención al modo en que tales mediaciones atraviesan las in-
teracciones dramáticas representadas es un aspecto fundamental del
análisis de los textos visuales narrativos.

3-3.9. Trama y cualificación temporal

La trama traduce la sucesión temporal presupuesta de la fábula median-


te operaciones de prolepsis y analepsis, de tal modo que el orden lineal
del relato frecuentemente no coincide con la secuencia cronológica de
los acontecimientos relatados. Ricoeur (1987) da una gran importan-
cia a la trama en tanto que esquema que organiza y da senado a los acon-
tecimientos particulares. Para ser captado como tal, el acontecimiento
ha de ser susceptible de integrarse en una trama, y ésta resulta ser al fin
la condición misma para que el acontecer adquiera sentido histórico o
constituya simplemente una experiencia temporalizada.
Pero la eficacia de la trama narrativa no se restringe a las operacio-
nes que organizan los eventos en el tiempo, traduciendo la fábula a un
curso de sucesión temporal, sino que supone también modos de cuali-
ficación y valoración del tiempo mismo.
Es sabido que la cultura de la Grecia clásica diferenciaba el erónos,
tiempo cronológico, del kairós, tiempo de la oportunidad, de la ocasión
particular y significativa; de ahí que prácticas como la medicina, el dere-
cho o la navegación fueran consideradas por Aristóteles pros ton kairón,
es decir, reguladas por el sentido del momento propicio y conveniente
para la decisión y la acción. Pues bien, las estructuras de la trama narra-
tiva, sobre todo en lo que concierne a su sentido dramático, tienen tan-
to o más que ver con esta segunda temporalidad que con el desarrollo
del tiempo cronológico. Por ejemplo, en la versión oral de Caperucita
Roja, la escena de la entrevista entre Caperucita y el lobo disfrazado de
abuela requiere la aparición y la intensificación de un tiempo tenso, a la
expectativa, hasta un momento de climax cifrado en el "¡para comerte
mejor!" que el oyente infantil suele temer y desear a la vez.
Corresponde al discurso narrativo (véase el cuadro 3.4) actualizar en
un marco enunciativo particular el tiempo regulado y cualificado por
la trama. Es en ese nivel en el que, por continuar con el mismo ejem-
plo, el enunciador, para obtener un determinado efecto de intensidad
dramática, podrá optar por poner el enunciado del lobo en la voz de un
narrador que lo transmite con cierta distancia a su narratario o bien por
adoptar la voz enunciativa del lobo y situar a su enunciatario en la posi-
ción interlocutiva de Caperucita; podrá optar, también, por un tiempo
regular o por un ritardando que propicie el efecto de suspense, etc.
Entre las condiciones que determinan las cualidades de la trama narra-
tiva hay que destacar el aspecto, a saber, el carácter de la temporalidad
según corresponda a un momento puntual o durativo de la acción; según
indique el inicio (incoativo) o el final de un proceso (terminativo) o la
reiteración de un acto (iterativo). Calabrese (1999: 70-71) ha hecho
observaciones muy pertinentes sobre la representación de la aspectuali-
dad en la pintura figurativa:

La duratividad, o es neutra [...], como en la naturaleza


muerta (que de hecho será entendida como una condición de
estado), o está implicada por su contrario, la puntualidad. Cada
segmento de una acción en curso será entendida como puntual,
pero también como portador de una memoria (su propio ante-
cedente) y de una promesa (su propio consecuente) [...]. Duran-
te un determinado período, por ejemplo, entre el cinquecento
y el seicento, asistiremos a la cada vez mayor aproximación a la
puntualidad entendida como instante temporal, como un ver-
dadero punto cronológico en que convergen el estar a punto de
hacer y el acabar de hacer.

Exactamente como ocurre en ICh, según hemos analizado: prome-


sa y memoria, ir a hacer y acabar de hacer, son las encrucijadas de esa
puntualidad narrativa del anuncio que carga así con el sentido de la
expectativa tanto como con el de la evocación, y que parece querer pul-
sar en un solo acorde varias cualidades afectivas del tiempo y diversas Ü
cualidades temporales del afecto, desde el anhelo a la nostalgia. §
El aspecto ofrece frecuentemente el punto de vista de un observa- g
dor sobre la acción, ya se trate del propio actor que la efectúa o de un §
virtual testigo externo. Es por esta razón por la que, como defiende Fab- =
bri (1999: 66), la aspectualidad determina frecuentemente el carácter |
de los estados pasionales de un sujeto: la diferencia semántica entre mié- f
do y terror viene dada por el aspecto durativo implicado en el primero ^
y por el puntual implicado en el segundo. De la misma forma, al afir- §
mar: "Por fin se cerró la instrucción del sumario", el titular de prensa ¿
e i
representa el momento terminativo de un proceso y a la vez, en la expre- *
sión adverbial, la expectativa impaciente del enunciador ante el hecho ¿
relatado. o

177
En el anuncio de la figura 3.13, la actitud del personaje frente al
vehículo, en una postura corporal que remite intertextualmente a la ico-
nografía de El Pensador de Rodin, y que connota por ello actitud refle-
xiva o dubitativa, es presentada según la aspectualidad incoativa de "estar
a punto de" iniciar la acción (¿subir al vehículo?, ¿comprarlo?). Tanto su
posición acuclillada ante la puerta del conductor, cuanto la acusada pers-
pectiva que indica un punto de fuga frente al coche, como el eslogan que
encabeza el anuncio ("El futuro no es aquello que está por venir. Es aque-
llo que vamos a buscar") son interpretantes que promueven ese sentido.

QGOD

El futuro no *» «ouetio qtí*-**t* p&r venlf.

'..;. •

tfjfUr^T^""*j¿**
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físmm»
^ ^ ^ ^ ^ ^ • j ^ S l ^ BB li^^ r^I:í.k.J t'S^iiikís

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—» • -—
Figura 3.13. La actitud incoativa.
El vehículo es, pues, presentado a la vez como objeto de preferencia para
un cálculo racional —también sugerido por la sobriedad y la frialdad del
espacio- y para un deseo, cuya intersección se expresa en el estado pasio-
nal de la duda y en la aspectualidad incoativa del tiempo representado.
Menos fácil de analizar que la aspectualidad, pero no menos pertinente
para la conformación de la trama, es el ritmo, que no afecta a la regulari-
dad de un curso temporal determinado sino más bien a una relación entre
varios tiempos a la que puede darse el nombre de tempo narrativo.
Bal (2001: 78-84) toma de la teoría de Genette cinco tempi narra-
tivos según la extensión relativa del tiempo de la fábula y de los frag-
mentos temporales relatados (o tiempo "de la historia"), a saber:

• Elipsis (TF>°°TH): El tiempo transcurrido entre dos aconteci-


mientos de la fábula es indeterminado.
• Resumen (TF>TH): En el ejemplo de Bal: "Pasaron dos años de
amarga pobreza, en los que perdió dos hijos, se quedó sin traba-
jo, y fue arrojada de su hogar..." esa contracción de los aconte-
cimientos precede frecuentemente a la presentación de un acon-
tecimiento clave y al que se dedicará un tiempo más moroso.
• Escena (TF=TH): En este tipo de secuencias el tiempo parece
coincidir con el de la fábula, sin elipsis, anticipaciones, retros-
pecciones ni dilaciones notorias.
• Deceleración (TF<TH): En ejemplos como el de Bal (el breve
período entre el sonar del timbre y la apertura de la puerta) el
actor se puede ver largamente demorado en sus pensamientos y
reacciones... Las situaciones de "suspense" cinematográfico fre-
cuentemente transcurren en este ritmo decelerante.
• Pausa (TF<°°TH): Acaece en secciones narrativas en las que "no
se implica ningún movimiento del tiempo de la fábula".

Tanto o más interesante que el reconocimiento de estos tempi, lo es


el análisis de sus diversas distribuciones según las situaciones narrativas,
y de los efectos de sentido que de ellas pueden derivarse. Por ejemplo,
Eco (1997: 77) observa que en las novelas de la serie Agente 007, de lan
Fleming, se desacelera sobre lo superfluo (una partida de cartas, una
cena...) mientras se acelera sobre lo esencial, quizá porque así se logra
"la función erótica de la delectatio morosa". Aunque Eco no lo señale
expresamente, este tempo narrativo estaría emparentado con el del cine
porno, en el que los acontecimientos narrativos (citas, coincidencias o
viajes) son breves y sumarios, mientras que los encuentros sexuales, fil-
mados en tiempo real, buscan un efecto de deceleración presumible-
mente sincrónico, en tanto que tiempo discursivo, al de la excitación
del espectador.
Con seguridad las modalidades del tempo que propone Bal, dema-
siado ceñidas a las narrativas realistas, no agotan las posibilidades de
construcción rítmica de la trama. Cabe añadir, por ejemplo, un tempo
onírico caracterizado por modos de enlace semejantes a los saltos espa-
ciotemporales que se experimentan en los sueños. Por ejemplo, en la
película Un perro andaluz, de L. Buñuel (1929), un acontecimiento noc-
turno puede proseguir, en el plano inmediatamente posterior, en un
ambiente diurno. En el relato Un médico rural, de E Kafka (2000), se
anuncia un inminente y penoso viaje en medio de una tormenta de nie-
ve; sin embargo, el médico lo realiza de forma instantánea: "como si
ante la puerta de mi patio se abriese inmediatamente el patio de mi
enfermo, ya me encuentro allí". En estos bruscos encadenamientos narra-
tivos el efecto de aceleración en la trama subraya un efecto de irrealidad
en el orden de la fábula.

34
<¡> - - Plano narrativo y plano conceptual: la integración semiótica
"5
* Aun dando por bueno el postulado de que la estructura profunda de
•g todo texto puede ser analizada según categorías de narratividad (apar-
.g tado 3.3.5), no todo discurso, en tanto que actualización "de superfi-
.£ cié" que expresa un conjunto de enunciados, puede considerarse perte-
£> nenciente a un género narrativo. Aquí interesa diferenciar, en un primer
= movimiento analítico, dos planos semióticos: los llamaremos narrativo-
< figurativo y alegórico-conceptual. Hablamos de "planos" en el sentido de
180
dimensiones analíticamente diferenciables del proceso semiótico, en
efecto, pero también como contextos visibles en el interior del texto
visual. En la figura 3.14 hemos diferenciado el contenido visual de
esos planos en ICh: advertiremos cómo en la lectura común les damos
sentido en tanto que contextos visuales diferenciados, y cuáles son las
propiedades semióticas que los definen; después observaremos cuan
profundamente pueden llegar a interrelacionarse.

Figura 3.14. [) o s pianos semióticos en ICh.

3.4.1. El plano narrativo-figurativo

En este primer contexto visual se cuenta una historia. El lector de ICh,


valiéndose como todo lector de una competencia semiótica particular
y del recurso a unos determinados conocimientos "enciclopédicos", que
comprenden determinados repertorios iconográficos y otras tipificaciones
propias de su universo simbólico, puede reconstruir con mayor o menor
exhaustividad los datos de una fábula y las operaciones de una trama. Si
se trata efectivamente de un plano narrativo el lector podría también para-
frasear su contenido mediante un relato verbal (hablaríamos a este respecto
de un test de ékfrasis) del tipo de: "Son dos chicas, una morena y una rubia,
vestidas así y asá, que se están besando, quizá al lado de una discoteca don-
de han entablado relación esa misma noche, cuando de pronto...".
De forma que este plano contiene necesariamente alguna cronotopía
(un escenario urbano, nocturno, dos jóvenes), uno o varios acontecimientos
que implican a los personajes y se suceden diegéticamente (se besan, algo
atrae la atención y la mirada de la morena) y un amplio repertorio de recur-
sosfigurativo-descriptivosque dan contenido perceptivo al relato.
Pero, como después precisaremos, el espacio narrativo visible es tam-
bién una pantalla de inscripción de índices que remiten a lo invisible
de significados ausentes, que es preciso inferir. Por ejemplo, que esta-
mos a la puerta de una discoteca o de un bar de copas es uno de esos
significados inferidos o inferibles. Y también lo es la presencia activa de
un personaje-testigo: la mirada sorprendida de la morena, la ilumina-
ción deslumbrante y contrastada, propia del flash de un night shot, y la
banda (de color verde en la imagen original) que recorre el lado dere-
cho de la imagen por encima del brazo y el pelo de la rubia (y cuya inter-
pretación probable es la de un índice-símbolo de la película fotográfi-
ca, o- más bien de la iluminación de revelado de una emulsión
pancromática) remiten a la situación imaginaria en que un tercer per-
sonaje, un fotógrafo furtivo, fuera del campo visible del relato, está obte-
niendo una foto robada del beso de las muchachas.

3.4.2. El plano alegóríco-conceptual

El segundo plano semiótico es verbovisual, consta de un conjunto de ins-


cripciones escritúrales y gráficas y además del icono de un paquete de
cigarrillos Lucky ligeramente arrugado. Lo denominamos alegórico por
su filiación respecto a las alegorías históricas a que nos hemos referido en
el apartado 1.3.4. En este caso podemos hablar incluso de un enunciado
de forma jeroglífica. Y conceptual porque ha de leerse como un conjun-
to de contenidos y relaciones conceptuales, no de representaciones narra-
tivas. Por ejemplo: "I choose + icono de una cajetilla de Lucky" puede leer-
se como "acto predicativo de elección por parte de la instancia pronominal
'Yo' cuyo objeto es, junto, a otros probables, ese producto/marca".
La línea (de color rojo en la imagen original) de la banda del paque-
te, que se prolonga debajo del enunciado del eslogan, es también un cla-
ro objeto conceptual: icónica en tanto que forma parte de la imagen de la
cajetilla, se transforma en índice metalingüístico en tanto que subrayado,
pero es sobre todo el índice visual de la función predicativa que hemos
descrito en el párrafo precedente.
Cátala Doménech hace valiosísimas observaciones sobre esta clase
de espacios semióticos enraizados en la alegoría barroca y que descri-
be como "espacios mentales que las fuerzas conceptuales materializadas
en las figuras producen a través de la relación entre ellas" y que se han
reactivado en la época del capitalismo monopolista, principalmente en
el discurso publicitario (Cátala Doménech, 1993: 200). Hay que leer
esta clase de ámbito visual como un "marco mental analítico", como
una red de nexos conceptuales posibles, un plano semiótico cuya uni-
dad de sentido no viene dada por la iconicidad (no es, o no es sino par-
cialmente, un espacio "figurativo") ni por alguna función narrativa, pues
tampoco es un escenario, un cronotopo o cualquiera otra clase de mar-
co para representar contenidos diegéticos.

3.4.3. Pliegues y charnelas

Si examinamos una extraordinaria obra pictórica posrenacentista, Los


embajadores de Holbein, de 1533 (figura 3.15), hallamos una repre-
sentación de doble plano como la de ICh: en un espacio narrativo que
aparece como escena de fondo, dos embajadores, Jean de Dinteville
y Georges de Selve, se muestran de pie frente al espectador, acodados
Figura 3.15. ¿ o s embajadores, de H. Holbein el Joven.

sobre una doble mesa repleta de libros, objetos científicos y musica-


les, sobre un pavimento que se parece al de Westminster y con el fondo
de un cortinaje semejante a un telón teatral. Un conjunto de indicacio-
nes (analizadas en un sugestivo ensayo de Calabrese, 1999) nos hacen
suponer que han ido a la corte de Enrique VIII con una misión secreta.
Pero en el primer plano del cuadro, en su tercio inferior, aparece
una imagen que en modo alguno forma parte de esa escena narrativa:
superpuesta como un cuerpo extraño, como una mancha flotante, sólo
puede ser leída abandonando el eje perpendicular al que invitan la pers-
pectiva y la composición del conjunto de la escena, desde un forzado
ángulo lateral. Si adoptamos este punto de vista reconocemos una cala-
vera de tamaño proporcionado a las dos figuras humanas del cuadro. Se
trata de una anamorfosis, un juego visual muy del gusto manierista, pero
lo que nos interesa subrayar aquí es que no cabe interpretarlo como un
objeto integrado en el cronotopo narrativo de la escena, sino mas bien
como el vehículo de varios probables significados alegórico-conceptua-
les: la calavera propia del género vanitas, en que se recuerda la caduci-
dad de la vida y del mundo terrenal; la idea de la muerte que sobrepa-
sa también el engaño y la apariencia de la pintura; una suntuosa firma
encubierta {Hol-bein = "hueso hueco"); una alusión al peligro de gue-
rra y mortandad que amenaza a Europa; una cita literaria de la Utopía
de Tomás Moro: "Nosotros presentamos la muerte y creemos en ella
desde muy lejos, y sin embargo está oculta en lo más secreto de nues-
tros órganos". Y aun otro, y quizá el más sugerente: un indicador del
género vexierbilder (pintura de enigma, de jeroglífico), que invita al lec-
tor, a modo de índice metadiscursivo, a interpretar el cuadro de forma
sesgada. La regla de interpretación que sugiere la calavera anamórfica
podría formularse así: "Para reconocer esta figura has de mirar desde un
ángulo oblicuo. Pues bien, interpreta también oblicuamente (en sentido
indirecto, figurado, alegórico) el conjunto del cuadro".
Si esta conjetura sobre el significado de la anamorfosis nos satisfa-
ce, entonces nuestras hipótesis respecto al doble plano de la represen-
tación han de entrar en crisis, porque no se trata ya de dos planos des-
conectados e inconmensurables: primero, porque parte del sentido
alegórico-conceptual vendría, justamente, de remitir al plano narrativo,
de funcionar como una especie de instrucción de lectura ofrecida para
el relato del fondo, no como un nivel plenamente independiente de sig-
nificado. Segundo, porque tampoco los elementos de ese trasfondo son
única y exclusivamente narrativos.
En efecto, y de nuevo según las indicaciones de Calabrese (199?) los
objetos de la escena remiten de una manera profusa a significaciones ale-
górico-conceptuales discretas pero muy determinadas: el cuadro expone
una perspectiva política y moral próxima a Erasmo, a Moro, al punto de
vista de una tolerancia humanista que ve con preocupación la amenaza
de conflicto político-religioso en Europa. Por ejemplo, el laúd muestra
una cuerda rota, y su estuche yace invertido bajo la mesa: alegorías de la
"pérdida de armonía" política en Europa, pero también de una obliga-
da "constricción al silencio" para quienes creen en la armonía universal.
Un silencio que es el de la pintura misma, cerrada en este caso por un
cortinaje que ciega la visión de un más allá de la representación, si se
exceptúa el pequeño crucifijo plateado que asoma en la esquina supe-
rior izquierda (Calabrese, 1999: 56).
Así pues, muchos de los elementos que componen el plano narrati-
vo son a la vez alegórico-conceptuales: el laúd es un instrumento musi-
cal que forma parte del mobiliario palaciego, pero a la vez, con su cuer-
da rota, una alegoría de la armonía amenazada. Lo mismo puede decirse
de la cortina: un elemento del cronotopo de una antecámara diplomá-
tica, pero también una alusión a la obstrucción política y a la clausura
de la representación misma.
Diríamos, pues, que estos elementos son lugares de pliegue del sen-
tido entre ambos planos semióticos, de tal forma que, a la vez disconti-
nuos y continuos (como en la famosa cinta de Moebius), según la lec-
tura va recorriendo uno de esos planos, de pronto se encuentra ya en el
otro. A estos enclaves semióticos que actúan como dobles interpretantes,
remitiendo el significado de la imagen por un lado a un relato, a un con-
texto narrativo, y por otra parte a un marco conceptual, los llama-
mos charnelas (una metáfora que remite a la juntura entre las conchas
de los bivalvos): son los signos a través de los cuales los dos planos semió-
ticos entran en intersección y establecen interacciones.
Tras el noble ejemplo de Holbein, de regreso al plebeyo de ICh obser-
vamos la misma fluidez entre ambos planos y el rendimiento funcional
de las charnelas. Comentaremos algunas de ellas:

a) Desde el plano narrativo al conceptual, los elementos descripti-


vos expresan aspectos particulares de un relato, como hemos
observado, pero a la vez significan alegóricamente valores o con-
ceptos generales:
- La penumbra, la hora nocturna, representan el tiempo del
placer y de lo prohibido; el pelo suelto y la ropa unisex desig-
nan las actitudes liberadas; incluso el beso mismo alude por
sinécdoque al completo acto sexual, según una convención
largamente elaborada por el cine clásico.
- El relato de un beso entre dos mujeres viene a representar
alegóricamente el concepto de la "libertad de elegir", y éste
es sin duda el engranaje semiótico fundamental, estratégico,
del anuncio.
b) Yendo de lo conceptual a lo narrativo, se puede advertir el fun-
cionamiento de otras charnelas:
- El paquete de tabaco, "superpuesto" al plano narrativo (como
la calavera de Holbein), describe arrugas paralelas a las cur-
vas de la rubia, proponiendo una metáfora plástica, pero tam-
bién se superpone metonímicamente al espacio figurativo del
bolso (donde se guarda el tabaco) y sobre todo remite al "se
ha fumado" de un tiempo cualificado de la seducción.
- "I" por la composición oblicua y paralela al cuerpo de la chi-
ca morena se asocia con ese personaje, y es así atraído al uni-
verso del relato, tanto metafóricamente, por la posición cor-
poral, cuanto metonímicamente, por la proximidad espacial.
Por el carácter "caligráfico" de su tipografía el pronombre de
primera persona aparece como indicador de expresión o iden-
tidad personal (un efecto de "firma"), y sugiere la atribución
de esa función autoafirmativa del yo al personaje mismo (y,
por cierto, también el uso del inglés en el eslogan tiene una
función alegórica). _
- La línea roja ha de leerse conceptualmente como subrayado, .§
pero a la vez, en el nivel plástico de la composición, es la línea £
que une los cuerpos (a la altura del sexo) de las muchachas, *
éstos sí representados ¡cónicamente en el plano diegético. Hay, »
pues, una nueva intersección entre los dos planos de sentido. =
<D
<D

En la articulación de este conjunto de charnelas, puede leerse un ~Z


enunciado jeroglífico que acumula pero deja en la indeterminación varios "8
posibles objetos predicativos del eslogan: las posibilidades (iv) y (v) de g
relación predicativa suponen obviamente charnelas, interpretantes que -g
traspasan de nuevo los dos planos: ^
/ choose: 1. Lucky Strike a.
co
2. An American Original
187
3. Lucky Strike, an American Original
4. [Un objeto representado no verbal, sino ¡cónicamen-
te] La muchacha rubia, metonímicamente identificada
con el paquete de cigarrillos
5. [Un objeto no presentado, sino presupuesto por la
interpelación de la mirada] El destinatario a quien se
emplaza como sujeto deseante

El conjunto de objetos queda necesariamente abierto desde el


momento en que la ambigüedad inherente a la función deíctica de "/",
yo, no permite determinar si efectivamente el pronombre de primera
persona representa al personaje de la morena, acaso, ¿por qué no?, al de
la rubia, o más bien, por vía de identificación, al enunciatario que supues-
tamente asumiría como propio el enunciado del eslogan. Pero esta últi-
ma posibilidad nos lleva a examinar algunos problemas de la enuncia-
ción en el texto visual.

3-5. Interpelación y captura de la mirada.


El simulacro interlocutivo

En este nivel enunciativo o de "discurso" (según se denominaba en el


cuadro 3.4) no nos interesamos ya por lo que el texto visual "represen-
ta" narrativa o conceptualmente, sino por el modo en que se nos "pre-
senta" como simulacro interlocutivo, como expresión de unas determi-
nadas instancias de subjetividad y de sus diligencias: fundamentalmente
el enunciador o sujeto de la enunciación, que el propio texto presupone
como agencia productiva, y el enunciatario al que supuestamente se diri-
ge: una posición virtual sostenida por procedimientos discursivos, no el
espectador individual ni el target colectivo determinado por operacio-
nes de segmentación sociológica externos al ámbito del discurso. Como
señalábamos en Lozano, Peñamarín y Abril (1999: 113) el enunciata-
rio, al igual que el enunciador, no es

[...] una presencia explícita en el texto, como puede ser el I tul


de la conversación, o la segunda persona de la interpelación
al lector, sino el destinatario presupuesto también a todos los
niveles, como los temas tratados que seleccionan un tipo de
receptores supuestamente interesados..., pero más claramente
en el nivel de la inteligibilidad, en el juego de implícitos y expli-
citaciones que diseñan un saber caracterizante [...]. Esta rela-
ción entre destinador y destinatario [•••] establece una suerte
de contrato enunciativo.

3.5. i Enunciación y discurso visual

Casetti (1983) que analiza la estructura de la enunciación en el cine,


adoptando el criterio del punto de vista como mirada, como acto per-
ceptivo, diferencia las dos instancias de subjetividad básicas: el enun-
ciador (función yo), el enunciatario (tú), y además, el personaje even-
tualmente presentado en la escena (él).
El esquema originario de esta propuesta está en Benveniste (1974: 117)
cuyo "cuadro figurativo" de la enunciación se conforma con una doble rela-
ción: la correlación de subjetividad que opone yo a tú, las figuras de los inter-
locutores, y una correlación de personalidadque opone conjuntamente
yo-tú a él, la "no persona", la representación de aquel de quien se habla.
También Casetti (1983: 88) subraya el carácter netamente semióti-
co de estas instancias, o lo que es lo mismo, que no se trata de sujetos
empíricos de la visión, sino de funciones textuales: el tú, por ejemplo,
"no se refiere a nadie en particular, sino más bien al hecho de que el film
se da a ver. Son marcas que remiten a mecanismos constitutivos del tex-
to fílmico". Como "no hay mirada sin una escena ni escena sin mira-
da", el punto de vista viene determinado por la confluencia de el pun-
to desde donde virtualmente se observa, que corresponde a la función
tú, a la mirada asignada al espectador; el punto a través del cual se mues-
tra, la función yo, la que frecuentemente se identifica con la metáfora
del "ojo de la cámara"; y el punto que se mira, un objeto de la mirada,
eventualmente el personaje a quien miramos, él.
A partir de la combinación de estas categorías Casetti (1983: 90-91)
propone cuatro configuraciones canónicas de la enunciación cinemato-
gráfica, identificables por la actitud que en cada una de ellas le corres-
ponde asumir al enunciatario, tú:

a) La de testigo, cuando un tú es afirmado frente a un yo afirmado.


Corresponde a la que se suele denominar "visión objetiva", en la
que, de haber un personaje, "yo y tú lo miramos".
b) La del aparte, cuando tú se instala frente a u n p combinado con un
él: "yo y él te miramos". Es el caso de la interpelación directa, como
la que acaece al comienzo de Al final de la escapada de Jean-Luc
Godard (1959): Michel (Jean-Paul Belmondo), que va conducien-
do un coche, gira su rostro en primer plano hacia el espectador para
dedicarle, en segunda persona, un pequeño comentario insolente.
c) La de personaje, cuando tú se combina con ¿/frente a un yo, corres-
ponde al procedimiento conocido comúnmente como "visión
subjetiva", que también se deja parafrasear como "yo hago mirar
a ti y a él".
d) La de cámara, en fin, cuando un tú combina con un yo, en una
"visión objetiva irreal" como la que puede asignarse al especta-
dor mediante movimientos de cámara, cambios de ángulo u
otros procedimientos que, no correspondiendo al punto de vis-
ta de un personaje, tampoco serían posibles como puntos de
vista de la mirada natural.

¿Cuál de estas configuraciones describe mejor la escena de ICh? Ini-


cialmente parecería que b), la interpelación: "yo y ella (la morena) te
miramos". Pero la estructura enunciativa es ambigua: cabe interpretar
también que el interpelado (tú) ocupa en la escena el lugar vitual de un
personaje (él), y en este caso la configuración se corresponde con c).
Enseguida volveremos sobre ello para replantearnos el análisis enuncia-
tivo en términos de identificación.
El criterio de la mirada como mero acto perceptivo, al que se atiene
Casetti en su tipología, resulta algo restringente. Habría que diferenciar
también, junto a la perceptiva, laicalización cognitiva, no siempre coin-
cidente con aquélla.
Cuevas (2001: 132) que hace esta y otras distinciones al hilo de las
teorías de la. focalizarían de Jost y Genette, recuerda un célebre ejem-
plo de focalizarían interna, es decir, de punto de vista sobre el relato
que se identifica con el del personaje: en la película Rashomon, de Akira
Kurosawa (1950), la peripecia de una violación es contada desde el pun-
to de vista de varios personajes, y tenemos la impresión de conocer el con-
tenido cognitivo de las diferentes fábulas (en el sentido del apartado 3.3.6),
pero no necesariamente de compartir las respectivas miradas. Los puntos
de vista sobre la acción no son, o no son solamente, representaciones per-
ceptivas. Pero cabe también una focalizarían externa en la que, simple y
llanamente, nuestro punto de vista no es el de los personajes del relato
sino el de un observador externo, un testigo, un espectador que no se
encuentra incluido en el mundo narrado.
La observación de ICh nos lleva a recordar otros dos elementos for-
males que juegan un papel importante en la interpelación al enunciata-
rio, además de la representación frontal de la mirada del personaje: uno
es la distancia respecto a la escena propuesta a través de la elección del
plano, pues éste simula una mayor o menor cercanía proxémica (en el
sentido de Hall, 1973), es decir, de cercanía interpersonal socioafectiva:
desde el efecto de mayor intimidad de un primer plano del rostro hasta
el de "distancia pública" de un plano general, pasando por la escala inter-
media de las distancias "privadas". El plano americano que se ha elegi-
do en el caso de ICh nos sitúa como es obvio en una gran cercanía, en
la que la relación visual simula un acceso próximo al encuentro táctil.
Junto al simulacro proxémico del plano, es también pertinente el
ángulo de visión, cuyo significado ha sido subrayada por Kress y van
Leuwen (1996: 143): mientras el ángulo oblicuo a la escena nos la pre-
senta como algo exterior a nosotros, el ángulo frontal involucra al espec-
tador, supone que lo que vemos es parte de nuestro mundo, algo de lo
que formamos parte.
Así, si acumulamos los efectos de sentido propuestos por la plani-
ficación de la escena, la representación de la mirada de los personajes y
el ángulo, nos hallamos ante una determinada esfera de participación ima-
ginaria en que el enunciatario es más o menos incluido (desde luego
hemos omitido hacer referencia a los correspondientes efectos sonoros,
fónicos, musicales, de reproducción del sonido ambiente o en general
de uso del espacio sonoro, en los lenguajes audiovisuales, tan pertinen-
tes como los que aquí señalamos).
De vuelta al ejemplo ICh, hemos de considerar un pequeño expe-
rimento visual, el que se representa en la figura 3.16.
Ya hemos interpretado la escena de ICh como un relato de foto fur-
tiva: la muchacha morena estaría mirando a un personaje presente en el
espacio fuera de campo, invisible para nosotros, los enunciatarios; ese per-
sonaje está fotografiando la situación y de su acción sabemos por dos índi-
ces narrativos: la iluminación de la escena y la respuesta corporal y emo-
cional de la morena. También por un símbolo visual extraño y anacrónico

Figura 3.16. pos posibles situaciones enunciativas para ICh.


a esos dos interpretantes: la banda (de color verde en la imagen original)
que connota la representación como imagen foto o cinematográfica, es
decir, como un fotograma en proceso de revelado (según la conjetura que
apuntamos en el apartado 3.4.1).
Si la configuración enunciativa de esta escena hubiera sido la que se
presenta en la parte izquierda de la figura 3.16, el enunciatario, en un
punto virtual situado lateralmente detrás de la espalda del personaje
MP3 (lo bautizamos con ese nombre supuesto y poco honroso: "macho-
paparazzo" o "macho-personaje-3.°") tendría acceso visual a MP3 y a
las dos muchachas. Pero según los parámetros que acabamos de comen-
tar: eje de la mirada, plano y ángulo, la configuración enunciativa se
corresponde más bien con el supuesto representado a la derecha, de tal
forma que el locus del enunciador y el lugar de MP3 coinciden, y a la
vez se hacen necesariamente coextensivos el espacio del relato y el espa-
cio del discurso o de la enunciación. En este supuesto, en suma, se pro-
duce la confusión de las configuraciones enunciativas b) y c) de la tipo-
logía de Casetti, y con ellas un máximo efecto de participación imagina-
ria del destinatario. Y por cierto: la misma identificación enunciativa
E = MP3 (se me ubica en el lugar del mirón, del que sorprende porno-
gráficamente una relación entre mujeres) se sostiene en la conjetura
narrativa sugerida por la banda: la de estar examinando una imagen
fotográfica en proceso de revelado.
Es evidente, pero desde luego merecería un análisis ulterior, que
el plano alegórico-conceptual del texto (en la parte inferior de la
figura 3.14) ha de ser analizado desde supuestos enunciativos algo dife-
rentes: aun cuando sus "charnelas" (el pronombre "I" o el paquete arru-
gado) imponen una lectura consistente con el esquema diegético de la
enunciación, otros aspectos remiten a condiciones perceptivas antes
que (o a la vez que) socioafectivas o proxémicas: por ejemplo, el tama-
ño del paquete, que en tanto que objeto conceptual no forma parte del
plano diegético ni está perspectivamente integrado en la representación
icónica, responde a exigencias más bien psicotécnicas, como la de des-
tacar del conjunto del texto. Igual que el tamaño de las letras y los sig-
nos gráficos.
Por otro lado, y tal como apuntábamos en el apartado 2.1.2, la selec-
ción de tamaños tipográficos perceptibles a cierta distancia habla ya de
la apelación a un enunciatario peculiar, el lector del espacio público moder-
no, que, ora confundido con el ciudadano político, ora con el consu-
midor supuestamente activo, encarna también al sujeto intelectual e
imaginario de una lectura "modernizada", entre otras por esas prácticas
de consumo y de gestión liberal de la voluntad y la decisión política.
Si en el plano diegético del texto visual cabe leer las conformaciones
del imaginario, las tipificaciones, los modos de producir y reproducir
las tramas narrativas de la experiencia colectiva, en el plano alegórico-
conceptual deberían poder reconocerse también algunas de las moder-
nas conformaciones de las facultades humanas, desde el razonamiento
al sensorio, pasando por las funciones categoriales, de la atención y de
la ordenación espaciotemporal de la lectura.
Y en su trasfondo, en el de ambas problemáticas, las formas de iden-
tidad mediadas por las actuales relaciones con los textos, los objetos,
marcas y metamarcas, y supuestamente integradas por un individualis-
mo sistémico e ideológico y otras diversas formas de fusión y regresión,
como analiza Marinas (2001: 26-27) respecto a la contemporánea cul-
tura del consumo.

3.5.2. Identificación primaría y secundaria

Un tema teórico estelar en la tradición de la crítica psicoanalítica del


cine es el de la identificación. Se trata, en una primera acepción, de esa
forma de participación imaginaria que, según explica Burgelin (1974:
105-108) tiene un carácter mimético: el sujeto capta y adopta un ras-
go ajeno característico. Frente a los relatos de la cultura de masas, la
identificación se expresaría tanto por el "vivir imaginariamente en con-
junción con el héroe", por ejemplo, mientras se ve una película, cuan-
to por el hecho de imitar sus gestos o su vestimenta fuera del cine. En
todo caso, Burgelin habla de la identificación secundaria, es decir, del
espectador con el personaje. Pues los teóricos reconocen también una
identificación cinematográfica primaria, constitutiva de la propia mira-
da cinematográfica, y que es por ende condición de la posibilidad de la
identificación secundaria. Se trata, según la caracterización de Aumont
y otros (1996: 263-264), de la

[...] capacidad del espectador para identificarse con el sujeto de


la visión, con el ojo de la cámara que ha visto antes que él [...].
La identificación primaria, en el cine, es aquella por la que el
espectador se identifica con su propia mirada y se experimenta
como foco de representación, como sujeto privilegiado, central
y trascendental de la visión [...]. Este lugar privilegiado, siem-
pre único y central, adquirido ademas sin ningún esfuerzo de
movilidad, es el lugar de Dios, del sujeto que todo lo percibe,
dotado de ubicuidad, y constituye el sujeto-espectador sobre el
modelo ideológico y filosófico del idealismo.

Así descrita, la identificación primaria se asemeja a la asunción por


parte del lector del punto de vista privilegiado y en gran medida irreflexi-
vo que se denomina en el análisis del realismo literario "omnisciencia narra-
tiva"; pero no conviene restringir la identificación primaria a un modo o
estilo particular de enunciación, puesto que se trata más bien de la expre-
sión de una especie de subjetividad trascendental ác toda enunciación visual.
Tal como nosotros la entendemos, la perspectiva de la identificación pri-
maria presupone una teoría de la representación en la que el sujeto es un
lugar estructural o formal (como dice Jameson, 2004, sobre la reinterpre-
tación que hace Heidegger del cogito cartesiano). Hablando específica-
mente de la representación fotográfica y cinematográfica, quien abre for-
malmente el lugar estructural del sujeto es la cámara, es decir, una mediación
tecnológica de la experiencia visual tú que ésta sólo se ejerce desde las con-
diciones espaciotemporales y/o de movimiento impuestas por aquélla. El
supuesto idealismo del que habla Aumont no derivaría, en todo caso, de
la determinación inevitable de la experiencia visual por la tecnología, sino
más bien del olvido o la ignorancia de esa mediación y de sus efectos.
La visión de un paisaje desde el lugar visualmente más abarcador, el
seguimiento del recorrido de un caballo al galope mediante un travelling
que nos ahorra desplazamiento físico y giro de la cabeza, la observación
de una relación sexual sin que el desarrollo de ésta se vea perturbado por
la presencia intrusa de nuestra mirada en la escena del relato, son algu-
nos de los efectos que pueden expresar ese lugar formal inmune a lo
observado y habitualmente a la propia autoconciencia del observador,
y que da sustento al mecanismo de la identificación primaria.
Éste, es, en fin, el modo de la identificación según la enunciación,
puesto que la secundaria, por tener su objeto en un personaje del uni-
verso narrado, es una identificación según el enunciado. Quienes intro-
dujeron la problemática de la identificación primaria en el estudio de
la enunciación visual fueron Baudry (1970), que en un influyente ar-
tículo habló del "aparato de base" del cine metaforizado por la cámara
y de la identificación con el sujeto de la visión, y Metz (1979), quien
extrapoló la noción psicoanalítica de identificación primaria: en el con-
texto psicoanalítico, se trata de una formación imaginaria del yo que
corresponde a la indiferenciación preedípica entre sujeto/objeto, yo/otro,
niño/madre. En el pensamiento de Metz, que se cuida de adjetivar su
teoría de identificación "cinematográfica" primaria, se trata obviamen-
te de una formación posedípica, adulta, y referida específicamente a la
experiencia semiótica del espectador de cine (Aumont etal., 1996: 262-
263). En fin, para Metz el núcleo del asunto está en la identificación
con el punto de vista de la cámara, que por lo demás tiene su precedente
cultural en el mecanismo de la visión en perspectiva desarrollado por la
pintura del Quattrocento. Metz (1979: 50) afirma que "al identificarse
a sí mismo como mirada, el espectador no puede hacer más que iden-
tificarse también con la cámara, que ya ha mirado antes que él lo que él
está mirando ahora", y oxf o puesto, idéntico al encuadre, determina el pun-
to de fuga.
El espectador se identifica, pues, consigo mismo como pura mira-
da, con ese locus abstracto y formal desde el que se mira. Baudry, y tras
él todos los analistas de la identificación primaria, insiste en el carác-
ter ideológico del "aparato de base", para el cual los contenidos impor-
tan menos que el efecto de la identificación misma. En ella reside, pro-
bablemente, el mecanismo ideológico más específico del cine: el de
"llegar a constituir al sujeto" por la delimitación ilusoria de un lugar
central, sea teológico, como decía Metz (el lugar de un Dios con ma-
yúscula), o posteológico. Aumont y otros (1996: 266) concluyen que
como un "aparato destinado a obtener un efecto ideológico preciso
y necesario para la ideología dominante, al crear una fantasmatización
del sujeto, el cine colabora con gran eficacia en el mantenimiento del
idealismo". Y por cierto, tanto en la noción de "aparato", como en el
entendimiento de la ideología como proceso de constitución del suje-
to, es fácil percibir un eco de Althusser (1974) en estas palabras.
El locus abstracto de la mirada presupuesto y a la vez obliterado por
la identificación primaria es ideológico, en cuanto parece como si el
espectador fuera un testigo neutro, como si los acontecimientos se pro-
dujeran con independencia de la mirada, como si ésta hubiese sido absor-
bida, naturalizada en un acto sin sujeto alguno. Como escribe Zizek
(1994: 166):

[...] somos ciegos al hecho de que todo el espectáculo del Mis-


terio está montado con un ojo en nuestra mirada, es decir, para
atraer y fascinar nuestra mirada. En este caso, el Otro nos enga-
ña en la medida en que nos induce a creer que no hemos sido
elegidos: aquí es el verdadero destinatario quien confunde su
posición con la de un espectador accidental.

Esto es fácil de aplicar al caso de ICh, pues para empezar se desvela


esa propiedad ideológica fundamental del discurso publicitario: la mira-
da sí iba dirigida a nosotros (al menos a algunos de nosotros) como enun-
ciatarios, los que hemos de satisfacer las condiciones de un cierto colec-
tivo sociológicamente segmentado, de un target y, por tanto, estar
disponibles para las ulteriores identificaciones que el anuncio ha previs-
to. Y sin embargo, mirándonos según nuestra posible identidad y nues-
tro posible deseo, construyendo con ello nuestras identidades y nuestros
deseos, el texto publicitario borra las huellas de esa selección y de sus estra-
tegias semióticas. El espectador del discurso publicitario siempre pensa-
rá que, sin más, "pasaba por allí". Por ejemplo por los bares en cuyas
máquinas de tabaco se exhibió el anuncio ICh en su campaña española.
Pero, de nuevo en el terreno del discurso, la invidencia del especta-
dor en el plano de la enunciación (en su asunción de la posición ideo-
lógica de voyeur, en el equívoco de la contingencia o accidentalidad de
"ser mirado") encuentra una correspondencia diegética, y por tanto un
vehículo para la identificación secundaria, en los ojos cerrados de la
muchacha rubia que besa a quien mira al espectador: el lugar especta-
torial se hace disponible, pues, para una doble identificación: la del obje-
to del enunciado / choose de la que lo mira, y la del sujeto del / choose
de la que besa.
La perspectiva psicoanalítica ayuda a entender sobre todo que la
mirada, y por ello el dispositivo de la enunciación, nunca es lineal ni
unidireccional, siempre es refleja y compleja, y está atravesada de alte-
ridad, es decir, de la mirada del otro al que miramos. En la mirada, según
la expresión de Zizek, siempre se produce la mediación de "lo que
el sujeto lee en la mirada del otro". Traducido al lenguaje de Peirce, esto
significa que la mirada no es segundidad, ni el encuentro de las mira-
das una suma de dos segundidades, sino siempre terceridad, operación
simbólica. Zizek (1994: 157-158) evoca la tesis de Lacan según la cual
la mirada que veo no es "una mirada vista, sino una mirada imaginada
por mí en el campo del Otro"; así, la mirada me concierne en tanto
que me veo afectado por ella, que leo en ella desde la posición de mi
deseo. En ICh, leemos nosotros, el deseo con que la chica me mira,
el deseo representado en su mirada es más bien una representación
de mi deseo (al mirarla), una representación del deseo del destinatario
o del destinatario en tanto que sujeto deseante. En esa misma medida
„ la morena me representa por inversión metonímica del mismo modo
§ que la rubia lo hace por relación metafórica.
V3

"> Según afirma Barthes (citado por Aumont et al., 1996: 274) la
t< identificación no tiene preferencias de psicología, es una pura opera-
.g ción estructural, yo soy sin más quien ocupa el mismo lugar que yo.
.8 O , traducido a los términos de Casetti (1983) tú eres sin más el que
" ocupa el lugar de un tú. Y Barthes continúa con unas observaciones
= perfectamente aplicables al dispositivo enunciativo en el que ICh nos
< envuelve:
Devoro con la mirada toda red amorosa, y localizo el lugar
que sería el mío si formara parte de ella. Percibo no analogías
sino homologías [...]. La estructura no tiene preferencias; por
eso es terrible (como una burocracia). No se le puede suplicar,
decirle: "Mira, yo soy mejor que H...". Inexorablemente ella
responde: "Estás en el mismo lugar; por lo tanto tú eres H...".
Nadie puede pleitear contra la estructura.

En efecto, aquí no hay nada de psicología, la identificación no es


un apego afectivo, no estamos en determinada posición enunciativa por-
que nos identificamos, sino que nos identificamos porque estamos en
esa posición. Freud estableció claramente que no es por simpatía por lo
que alguien se identifica, sino "al contrario, la simpatía nace solamente
de la identificación", la simpatía es el efecto y no la causa de la identifica-
ción. Una situación no es otra cosa que una red que distribuye lugares:
"Cada situación que surge en el curso del filme redistribuye los lu-
gares, propone una nueva red, una nueva posición de las relaciones inter-
subjetivas en el interior de la ficción" (Aumont et al, 1996: 270-274).
Lo mismo podemos decir de la situación propuesta en ICh, y en cual-
quier texto visual narrativo.
Finalmente, si hemos de relacionar las operaciones predicativas de
ICh, los objetos de valor que la situación narrativa y el eslogan distri-
buyen, con los procesos de enunciación/mirada a través de los que nos
interpela el texto, habremos de preguntar: ¿Qué significa "Yo elijo"?
¿•Acaso es evidente quién es "Yo", qué quiere decir "elegir", cuál es el
objeto de la elección?
El "jeroglífico" del eslogan es claro, pretende orientar mi deseo
hacia una marca de tabaco, pero esa orientación no engrana de mane-
ra inmediata ni evidente con la historia amorosa que el relato propo-
ne. Ni con el deseo que el discurso me imputa. No tenemos una res-
puesta unívoca para todas estas preguntas, ni el texto del anuncio la
proporciona. El texto, como nosotros, se atiene a un mapa de posi-
bilidades de sentido. El cuadro 3.11 se ofrece como un instrumento
propedéutico para que el lector las siga desarrollando con sus propias
conjeturas.
Cuadro 3.11.
Predicación y enunciación. Espacio de valor
y espacio de identificación

Predicación
Espacio de w
identificación

m Espacio de
valor

(intransitivo)
•rpi selecciono
^ / Q H I f l I l M J decido
\i apetezco
[Autoafirmación \
N. liberal]
Otra
J?t¿ililiMd marca

i tSfeEEl
L__J
Fumar/
No f u m a r Prohibido/
reprimido
(antagonismo)
[VÉRTIGO
GOCE]
i La irresistible
tentación
hetera

Especulación
narcisista ^•-Cr^"
3.5.3. La alegoría enunciativa

También Zizek ha dado importancia al viejo procedimiento semiótico de


la alegoría en el discurso visual, y su aportación más valiosa es la de pro-
poner una nueva categoría de la alegoresis: si en la alegoría tradicional o
conceptual, "el contenido diegético funciona como alegórico de alguna
entidad trascendente" (como ocurre cuando un personaje representa el
Amor, una situación determinada la Tentación, etc.), en el espacio narra-
tivo moderno "el contenido diegético es postulado y concebido como la
alegoría de su propio proceso de enunciación" (Zizek, 1994: 160). Esta
idea de alegoría reflexiva, vuelta sobre el propio discurso, supone sin más
un potencial crítico-ideológico que el filósofo esloveno encuentra ejem-
plarmente realizado en Hitchcock, en el "sadismo benévolo" con que dela-
ta, a través de episodios como el hundimiento del coche de Psicosis en la
ciénaga (que hemos comentado en el apartado 1.2.2) lo que nosotros
denominábamos la incertidumbre moral de la mirada. En realidad todo
el cine de Hitchcock está plagado de ejemplos relativos a la "naturaleza
ambigua y escindida del deseo del espectador", y del modo en que el
cineasta, de forma tan sutil como eficaz, la pone en evidencia.
Ahora bien, no creemos que toda alegoría enunciativa sea "crítica"
por el hecho de remitir al propio proceso de enunciación. Es más, esa refe-
rencia a la enunciación puede ser un mecanismo tendente a reforzar un 5
efecto ideológico, la naturalización de determinados contenidos morales g
del texto, la invisibilización de las propias estrategias discursivas. Tal ocu- «
rre, precisamente en ICh, como creemos haber venido mostrando. §
En efecto, puede entenderse que en este texto un elemento diegéti- c
co, la obtención de una foto robada que incluso por su carácter subrep- g
ticio cualifica al tema representado como amor anómalo, es alegórica de |
la propia relación del enunciatario con la escena (según la identificación ^
E = MP3 que ya hemos descrito), como lo era incluso la composición 8
plástica "en triángulo", a que nos referimos en el apartado 3.1. Aunque ^
no precisamente para cuestionar esa identificación, ni la atribución implí- <•»
cita de anormalidad a la relación homosexual ni la supuesta escopofilia ¿3
masculina, sino justamente para instrumentalizarlas como recursos que o
201
supuestamente pueden cargar de sentido y de deseo la atención a una
marca-producto y neutralizar, a la vez, el presunto antagonismo de la
sexualidad lésbica a través de su puesta en discurso espectacular; lo cual
expresa ni más ni menos que un mecanismo común en los procesos cul-
turales contemporáneos.
Pero sin duda el mecanismo alegórico-enunciativo descrito por Zizek
ha dado, antes y después de las películas de Hitchcock, excelentes ren-
dimientos dentro del discurso visual crítico: como sugerimos respecto
a La condición humana de Magritte (figura 1.2), el cuadro en trampan-
tojo puede leerse como alegoría temática o conceptual de todo cuadro,
pero a la vez nuestra mirada, alegorizada en el trampantojo como una
operación de descubrimiento/encubrimiento (o "enmascaramiento",
que decía el pintor) de lo representado, puede leerse como alegoría enun-
ciativa de toda mirada.
Un ejemplo excepcionalmente lúcido de alegoresis de la enuncia-
ción se puede hallar en la película Film, con guión de Samuel Beckett,
interpretación de Buster Keaton y dirección de Alan Schneider (1965):
el desvelamiento final de una doble mirada subjetiva y de sus ambigüe-
dades, el lugar invisible de la cámara y de la función enunciativa, la iden-
tificación primaria con una mirada como locus abstracto se desvelan para
proponer todo un "pensamiento cinematográfico" en el que Deleuze
(1984: 101-107) encontrará, incluso la expresión de sus conceptos de
imagen-acción, imagen-percepción e imagen-afección.
En su meticuloso guión, Beckett (2001) que dice querer ilustrar la
tesis esse estpercipi, ser es ser percibido, del filósofo irlandés Berkeley,
propone una doble mirada: la del personaje, O (de "Objeto"), y la de un
sujeto enunciativo, E, el ojo de la cámara que en todo momento persi-
gue a O. En la secuencia final, dentro de una habitación, ambas mira-
das se diferencian sutilmente por la "calidad de la imagen", según dicta
el guión; más exactamente, los objetos que se presentan a través de la
mirada de O aparecerán desenfocados. Al final de la película, E mirará
de frente a O (su rostro no se ha mostrado al espectador hasta ese momen-
to) y O verá finalmente a E, que resulta ser el mismo personaje, igual-
mente interpretado por Keaton (véase figura 3.17). Hay, pues, una sutil
Figura 3.17. f// m ¿e § Beckett: al final de la película O se sorprende ante la
presencia de E. En su contraplano, E mira a 0 con "intensa atención".

tematización de la problemática del desdoblamiento, de esa radical esci-


sión del yo que a la vez fundamenta y resquebraja la arquitectura de la
subjetividad en el pensamiento moderno, y por excelencia en el psico-
analítico.
A través de ella, como señala Talens (1975: 24), se pone de mani-
fiesto la "impredicabilidad del sujeto", y más en general un cuestiona-
miento radical de la subjetividad y de la mirada, puesto que el ver, como
el ejercer el habla, presuponen ya un mirar y un lenguaje que de modo
apriórico nos miran/hablan a través de nuestra propia visión y de nues-
tro mismo uso de la palabra.
Frente a textos como el de ICh, donde no se desveía ía abstracción
de la mirada sino que se invita a ella, a naturalizarla y desproblemati-
zarla, los ejemplos que hemos comentado proponen distintas estrate-
gias críticas: la de denunciar que toda mirada es equívoca (Magritte),
que toda mirada es malévola (Hitchcock), que toda mirada es incierta
y hasta impredicable, in-objetable (Beckett), pero que en todo caso, en
tanto que seres semióticos, somos esa mirada y sus límites.

3-5.4. Hacer ver y hacer no ver

En el texto visual la enunciación puede ser entendida como una acción


del sujeto que da a ver, oculta, muestra a medias e incluso muestra
demasiado. La selección y organización de lo visible es legible entonces
como un campo de indicaciones, de huellas de esa actividad, a través de
las cuales se reconocen las estrategias cognitivas del enunciador, pero
también, como apuntábamos en el apartado 1.2.1, un amplio conjun-
to de efectos de sentido relativos al contexto de prácticas sociales y al
tipo de universos narrativos o conceptuales de que se trate. El hacer ver
del enunciador conforma, por ejemplo, espacios de visibilidad/invisibi-
lidad, y por tanto de legitimidad y posible reconocimiento social para
identidades, comportamientos o problemas cuando se trata de enun-
ciadores públicos como los medios masivos. Es también a través de accio-
nes de mostrar u ocultar como se construye el sentido mismo
de lo profano y de lo sagrado en una sociedad, pues en su definición
simbólica más primaria se trata, respectivamente, de lo que puede o no
ser mostrado abiertamente.
La función de la mirada, ese ojo ideal del dispositivo visual al que
Casetti denomina "Yo" y Baudry "aparato de base", es una instancia que
duplica por anticipado la mirada del espectador, produciendo el lugar
virtual del enunciatario. Todo ocurre, decía L. Marín, "como si el espec-
tador-narratario, una vez dotado de competencia, produjera él mismo,
por su lectura, el relato que le es contado [...] y la historia que el rela-
to toma en cuenta" (citado por Quéré, 1982: 172). Esa mirada inicial
determina, así, una objetividad inmediata sobre la cual otros posibles
efectos de sentido tendrán que pivotar: el sobreentender lo no visto, el
no querer verlo, el querer ver más o demasiado según la sobremodali-
zación de la escopofilia, etc.
„ La cámara, tomada aquí como metáfora de ese lugar del hacer entin-
as
1 ciativo, es en cierto modo un procedimiento socrático: por una parte
> efectúa distintas modalidades de sinéresis, de confrontación de puntos de
t< vista (en la planificación, la angulación, el campo/contracampo, etc.),
.g de la que se alimentó gran parte de la teoría del montaje cinematográ-
.2 fico en la era de la vanguardia. Pero también efectúa la anacresis, la pro-
" vocación del discurso/mirada del otro en forma de interpelación a su
= deseo, a su querer ver y saber, etc. Si la anacresis socrática es invitación
< a la palabra por la palabra, la anacresis del texto visual es provocación
de la imagen por la imagen, dar a ver para hacer ver (más), aun cuando
el análisis crítico no dejará de interesarse por aquellos modos del dis-
curso visual en que el dar a ver hace ver menos: es, por ejemplo, el caso
de la espectacularización televisiva de la catástrofe, en que la visibiliza-
ción del efecto oculta la de las causas y la dramatizacíón de las desgra-
cias sobrevenidas desdramatiza las condiciones endémicas y estructura-
les que las hacen posibles.
La imagen enmarcada de una representaciónfigurativaha sido nom-
brada con la metáfora de la "ventana abierta al mundo" desde Alberti
(respecto a la representación en perspectiva) hasta teóricos del cine como
André Bazin: ese marco delimita una "vista", un espacio visible, un "cam-
po", pero a la vez sobrentiende un entorno indeterminado, un "fuera de
campo" (Aumont, 1992: 232). Así el escenario del relato es siempre una
selección que tiene sentido tanto por lo que muestra cuanto por lo que
no muestra y por lo que oculta. El cuadro 3.12 trata de resumir, adop-
tando la matriz lógica del cuadrado semiótico de Greimas (1973), las acti-
vidades básicas de la enunciación visual, a las que cabe agrupar en cua-
tro esferas de gestión enunciativa de lo visible: ostensión, disimulo,
visibilización y no visibilización.
Trata, nuevamente, de ser una propuesta heurística, y como pue-
de apreciarse por el desdoblamiento de la categoría espacio/tiempo,
toma por referencia básica el discurso de la imagen en movimiento.
Las formas de acción/omisión señaladas en él pueden remitir a muy
diversas operaciones semióticas y técnicas (movimiento de cámara,
planificación, iluminación, etc.) y se sobrentiende, más bien, un dis-
curso diegético: a él se alude con nociones como "tiempo débil" de la
acción.
Las operaciones del cuadro representan el trasunto, en el ámbito de
lo visual, de las modalidades epistémicar. la certeza (hacer ver), la exclu-
sión (hacer no ver), laplausibilidad (no hacer no ver) y la contestabili-
dad (no hacer ver). A y B designan los espacios-tiempos efectivamente
seleccionados en la dimensión paradigmática. -B y -A, sus respectivos
subcontrarios, designan espacios-tiempos implicados por esa selección,
bien sea como no focalizados (-B), bien como presupuestos (-A).
Cuadro 3.12. Actividades de enunciación en el discurso visual

OSTENSIÓN
FSPAPIO-
ESPACIO-
Elementos
Espacio
focalizados
excluido
dol plano

TIFWIPO: A B
Tiempo HACER VER HACER NO VER TIEMPO.
efectivo Tiempo
f excluido
del plano
\

X

VISIBILIZACIÓN NO VISIBILIZACIÓN

TIFMPO:
-B Tiempo
_ A
NO HACER elíptico
1 NO VER NO HACER VER
ÜR^
ESPACIO.
ESPACIO-
Rememos no
Espacio
focalizados
'en off*
y o eventuales DISIMULO

La lógica que rige estas operaciones es la sinécdoque, relación de la


parte al todo. La selección de espacios y tiempos efectivos del discur-
so presume totalidades espaciotemporales virtuales. El acto de mos-
trar, que define puntos de vista, encuadramientos y localizaciones par-
ticulares, reclama siempre la presunción de tiempos y espacios en off
que el destinatario ha de reconstruir imaginariamente. La anacresis al
destinatario, y la interpretación final que éste realice, no son opera-
ciones que se resuelvan en términos puramente formales ni se expli-
quen desde postulados inmanentistas. Suponen la mediación de los
imaginarios, de los esquemas de representación propios de una cultu-
ra, y por supuesto de la creatividad de cada intérprete particular. Las
totalidades de escenario, de acción, de fábula que el destinatario ha de
conjeturar inferencialmente a partir de un plano o de una secuencia
siempre parciales remiten a marcos intertextuales y a competencias
culturales muy variables.
Así, hemos interpretado que en ICh se efectúa un hacer no ver (corres-
pondiente a la posición B del cuadro) al personaje MP3, y que esa ocul-
tación es estratégica para invitar a una identificación múltiple del des-
tinatario. Pero ¿por qué hemos conjeturado un contexto narrativo como
la foto robada, la aparición sorpresiva de unpaparazzo, etc.? Justamen-
te por referencia a un marco intertextual que deriva de la cultura mediá-
tica contemporánea: sólo en un contexto cultural como el que definen
en los últimos años los géneros rosa, las prácticas de vigilancia y cotilleo
mediático y el modelo al que Langer (1998) denomina televisión tabloi-
de, esa inferencia es la que aparece como más plausible para dar una
coherencia narrativa a la escena representada.
Desde este punto de vista, los discursos de la información visual, par-
ticularmente el más popular, la información televisiva, pueden ser eva-
luados a partir de un examen meticuloso entre lo que hacen ver/no ver,
etc. (las opciones presentadas en el cuadro 3.12) y los contextos o matri-
ces de significación que orientan a los destinatarios en la contextualiza-
ción de tales "videncias": ya desde la llamada guerra del Golfo de 1991
se hizo patente que un nuevo modo deficcionalización,el que derivaba
de las ficciones audiovisuales contemporáneas (como apuntábamos en
el apartado 3.3.1), iba a teñir la información televisiva de los años siguien-
tes. El derribo de las Torres Gemelas en 2001 sólo vino a confirmar esta
tendencia: la catástrofe que la televisión difundía en directo había sido
ya vista muchas veces, en versiones análogas, por los aficionados al cine
nacionalista de acción norteamericano. La información televisiva pasa-
ba a convertirse, en cierto modo, en el deja vu de las rentables pesadi-
llas de Hollywood. Como escribimos en Abril (1996),

[...] la "virtualización" informativa conecta con ámbitos de expe-


riencia no menos cotidianos que la conversación doméstica o la
vida barrial [...], los relatos massmediáticos deficción[...]. El
contexto de este problema es el abigarrado paisaje de intertex-
tualidad de la cultura de masas. El juicio moral y político sobre
los dispositivos deficcionalizaciónaplicados a la información
sobre la guerra del Golfo es una cosa, pero el dictamen sobre las
condiciones culturales que permiten el ejercicio de tales disposi-
tivos es otra bien distinta. La hipótesis de que los hábitos y dis-
posiciones que orientan nuestra experiencia cultural han sido
intensivamente trabajados por una cultura audiovisual espectacu-
larizante, desrrealizadora y generadora de incertidumbre cog-
nitiva y moral no es descabellada [...]. La crítica debería valo-
rar conjuntamente, y en sus complejas interacciones, el discurso
informativo, el contexto massmediático audiovisual y las supues-
tas inercias y resignaciones de la cotidianedidad posmoderna.

La posición A del cuadro no es menos problemática que las otras,


porque lo que se hace ver siempre resulta determinado por lo que se
oculta y no se da a ver. La ambigüedad de lo evidente quedó magis-
tralmente tematizada en "La carta robada", el cuento de E. Alian Poe
que inspiró un seminario de Lacan y tantas otras reflexiones moder-
nas. En efecto, y como propugnaba aquel proverbio chino que algu-
na vez Barthes evocó, "el lugar más oscuro está bajo la luz de la lám-
para", bien porque la extrema accesibilidad de lo evidente puede
distraernos de su mismísima presencia, bien porque los más incontes-
tables índices de evidencia y verdad pueden ser, a la vez, los más refi-
nados vehículos ideológicos de la simulación o la naturalización. La
apariencia visible es engañosa cuando hurta una realidad más profun-
da (el más viejo y popular problema de la filosofía) pero también cuan-
do ella es, sin más, la única realidad (tema de otro cuento clásico, "La
esfinge sin secreto", de Osear Wilde). Este problema se hace especial-
mente agudo en la era "posfotográfica", en que las evidencias del simu-
lacro visual, producido por la aplicación de modelos matemáticos, se
pueden sostener sin los viejos respaldos indicíales. El discurso publi-
citario contemporáneo está lleno de ejemplos de uso de imagen de sín-
tesis inserta en un contexto de imagen fotográfica, en los que la visua-
lización infográfica pasa sin más por representación veraz, y no sólo
verosímil, del efecto publicitado.
La posición —A del cuadro 3.12 puede ejemplificarse en ese modo
tan particular de presencia/ausencia que les corresponde a los compa-
ñeros de armas del rey en la foto de la figura 2.2., en beneficio de una
estrategia enunciativa que comentamos en el apartado 2.3.3.
Y, en fin, por lo que se refiere a - B , no hacer no ver, hay un intere-
sante ejemplo cinematográfico, nuevamente, en Psicosis. Su director,
Hitchcock (en Truffaut, 2004: 261), relata la escena del asesinato de
Arbogast, el detective:

Me serví de una sola toma de Arbogast que sube la escale-


ra y, cuando se acerca al último peldaño, coloqué la cámara deli-
beradamente en lo alto por dos razones: la primera para poder
filmar a la madre verticalmente, pues, si la mostraba de espal-
das, hubiera dado la impresión de que ocultaba deliberadamente
su rostro, y el público desconfiaría. Desde el ángulo en que me
situaba no parecía querer evitar que se viera a la madre.

La última frase remite claramente al efecto de sentido de "no hacer


que no se vea". Si en Hitchcock este procedimiento de disimulo está al
servicio de la eficacia narrativa, y en concreto de preservar el secreto
que alimentará la sorpresa final de la historia, en otros casos, como el
fresco del Mono y la Centauresa de Puebla, a que nos referiremos en el
apartado 4.4.1, el disimulo enunciativo podrá leerse como toda una
táctica inscrita en una estrategia cultural de resistencia.
CAPÍTULO 4
EL TEXTO VISUAL COMO MULTITEXTO:
TRANSCULTURAS VISUALES

41
- Introducción a la ¡nterculturalidad: Borges y la traducción

Un cuento de Borges (1971), recogido en su libro ElAleph, nos pre-


senta al gran filósofo, médico y juez cordobés del siglo XII Abulgualid
Muhámmad Ibn-Ahmad ibn-Muhámmad ibn-Rusdh que, como Bor-
ges precisa, tardó un siglo en ser denominado con su nombre castella-
nizado de Averroes. En "La busca de Averroes", Borges nos presenta al
sabio cordobés escribiendo sus Coméntanos a Aristóteles, en el momen-
to en que se topa con una inesperada dificultad de traducción: las pala-
bras tragedia y comedia que lo habían detenido justo al comienzo de la
Poética.
No es extraña la confusión de Averroes: en la sociedad de al-Andalus
no existía el teatro como práctica cultural, y por tanto ante el sabio cor-
dobés se abría el abismo de la inconmensurabilidad: tenía ante sí dos
palabras a las que no podía hacer corresponder ninguna experiencia, ni
visual ni de ninguna otra índole, a las que no podía asignar ningún
objeto de conocimiento. Este problema nos recuerda la enigmática
afirmación de Peirce (1974: 24), a que aludíamos en el apartado 1.2.1:
"Aunque habrá lectores para los que esto no tiene ni pies ni cabeza, todo
signo debe relacionarse con un objeto ya conocido". Para que se pro-
duzca sentido, es indispensable que el signo remita a algo que en algu-
na medida haya sido experimentado, aprendido, asimilado previamen-
te. De esta forma el campo de la semiosis se superpone al de la experiencia
posible, y una cultura en cierto sentido no es otra cosa que un horizonte
de experiencia posible. Y por tanto, a la vez, de exclusión o imposibili-
dad de otras experiencias.
Pero volvamos al relato de Borges: unas páginas más adelante nos
encontramos a Averroes en una animada conversación. Entre los con-
tertulios se halla el viajero Abulcásim que ha estado en Sin Kalán (Chi-
na) y allí ha presenciado una función de lo que nosotros denominaría-
mos, sin lugar a dudas, teatro:

—Una tarde, los mercaderes musulmanes de Sin Kalán me


condujeron a una casa de madera pintada, en la que vivían
muchas personas. No se puede contar cómo era esa casa, que
más bien era un solo cuarto, con filas de alacenas o de balco-
nes, unas encima de otras [...]. Las personas de esa terraza toca-
ban el tambor y el laúd, salvo unas quince o veinte (con más-
caras de color carmesí) que rezaban, cantaban y dialogaban.
Padecían prisiones, y nadie veía la cárcel; cabalgaban, pero no
se percibía el caballo; combatían, pero las espadas eran de caña;
morían y después estaban de pie [...].
-No estaban locos —tuvo que explicar Abulcásim—. Estaban
figurando, me dijo un mercader, una historia [...].
-¿Hablaban esas personas? -interrogó Farach.
—Por supuesto que hablaban -dijo Abulcásim [...].
—En tal caso -dijo Farach— no se requerían veinte personas.
Un solo hablista puede referir cualquier cosa, por compleja que
sea.
Todos aprobaron ese dictamen.

Nuevamente el verbo "figurar", tan agudamente seleccionado por


Borges, en lugar de "representar" o "dramatizar", remite al horror vacui
de la traducción: nadie comprende verdaderamente su significado. El
propio viajero que lo utiliza parece hallarse en ese umbral semántico y
cognitivo de quien "entiende las cosas sólo a medias". Pero para nues-
tros efectos lo más importante de este pasaje es su conclusión: los con-
tertulios cierran filas en torno a sus representaciones etnocéntricas del
mundo. Nuevamente la maestría narrativa de Borges permite entender
que las representaciones que conforman un determinado ámbito cul-
tural tienden a retroalimentarse circularmente porque se presentan a la
vez como presupuestos y como conclusiones de los razonamientos y
explicaciones que se dan en el interior del universo semántico-simbóli-
co propio de ese ámbito: nuestra cultura es superior, luego las otras son
inferiores, y si las otras son inferiores la nuestra es superior.
Cuando se dispone de una cultura narrativa tan extraordinaria como
aquella que comparten los personajes del cuento, ¿cómo no dudar del
valor de esos raros y farragosos simulacros chinos que no se entienden?
Por supuesto Borges no ironiza sobre la grandeza narrativa del Islam
medieval. Su ironía nos hace pensar más bien en la "incompletitud" de
toda cultura: nadie es perfecto. Una cultura que ha producido la mara-
villa de Las mily una noches no puede estar obligada a disponer al mis-
mo tiempo de los prodigios estéticos y expresivos del teatro asiático.
De la incompletitud cultural ha tratado De Sousa Santos (2005),
para fundamentar una concepción multicultural de los derechos huma-
nos, igualmente ajena al universalismo eurocéntrico y al multicultura-
lismo neoliberal. El sociólogo portugués propone una "hermenéutica
diatópica" que trataría de ir más allá de los topoi de cada cultura par-
ticular, de su incompletitud, sin tampoco pretender la completitud, sino
más bien "elevar la conciencia de la incompletitud recíproca", median-
te diálogos que intentarían poner un pie en cada cultura.
Pero vuelvo al texto de Borges, unas páginas más atrás: resulta que
mientras se hallaba empantanado con la traducción de las palabras tra-
gedia y comedia, Averroes se había asomado a la ventana. Bajo ella

[...] ju^ban unos chicos semidesnudos. Uno, de pie en el hom-


bro de otro, hacía notoriamente de almuédano; bien cerrados
los ojos, salmodiaba: No hay otro dios que el Dios. El que lo
sostenía, inmóvil, hacía de alminar; otro, abyecto en el polvo y
arrodillado, de congregación de los fieles. El juego duró poco;
todos querían ser el almuédano, nadie la congregación o la torre.

En la Córdoba del siglo XII no había teatro, pero los niños jugaban,
como siempre han jugado a cierta edad, de un modo que es fácil ase-
mejar al teatro, representando papeles dramáticos. Por eso Borges hace
que Averroes barrunte que al acercarse a la ventana está cerca de lo que
busca. Y a la vez demasiado lejos: si antes advertíamos que no es posi-
ble el signo o el concepto cuando falta la experiencia a la que pueda apli-
carse, ahora Borges quiere que nos percatemos de la limitación inversa
y complementaria: no es posible tener experiencia -menos aún com-
prenderla o comunicarla- de aquello para lo que nos falta la categoría,
el nombre culturalmente atribuido. Las actividades de los niños, igual
que las de los chinos, sólo pueden ser reconocidas como teatrales a con-
dición de que se conozca la práctica teatral y se subsuma bajo la cate-
goría de teatro u otra similar. Y aún más: de que se conozca también,
aun de forma muy rudimentaria, la matriz de significación que susten-
ta el sentido de esa práctica para quienes la llevan a cabo, como expli-
cábamos en el apartado 2.1.3.
Hacia el final del cuento de Borges se leen estas líneas no menos
interesantes:

Con firme y cuidadosa caligrafía agregó estas líneas al manus-


crito: Aristú (Aristóteles) denomina tragedia a los panegíricos
y comedias a las sátiras y anatemas. Admirables tragedias y come-
dias abundan en las páginas del Corán y en las mohalacas del
santuario.

Borges da a entender con suave ironía lo inexacto de la traducción


de Averroes cuando, como suele decirse, el sabio "echa por la calle de
en medio": panegíricos, sátiras o anatemas son modalidades del discur-
so literario, en modo alguno géneros dramáticos. Así que Averroes se
equivoca etnocéntricamente al suponer que el Corán contiene tales for-
maciones semióticas. Pero Borges insinúa también una conclusión menos
desalentadora: el acierto de Averroes reside en no haberse resignado a la
inconmensurabilidad cultural. Había que aventurarse a la traducción
en cualquier caso, pues quizá sea preferible una traducción deficiente a
la carencia de toda traducción. ¿No es la traducción, ampliamente enten-
dida, no la traducción entre lenguas, sino más bien entre códigos, entre
universos de significación, entre enunciados y textos heterogéneos, la
tarea misma de la semiótica? Y la idea de que en ninguno de esos domi-
nios hay traducción completa, perfecta, transparente, definitiva, ¿no ha
de ser un axioma fundamental de este campo metodológico? El acierto
y el error del Averroes borgesiano podrían servir para cifrar a la vez las
ambiciones y los límites de una semiótica de la interculturalidad.
Si "hablar es traducir", como escribió Octavio Paz, el problema de
la traducción está indisolublemente ligado a la posibilidad misma de la
semiosis lingüística y, añadiremos, de toda semiosis, incluida la que,
según Peirce, se produce en el juicio perceptivo, pues hasta la percep-
ción más elemental es ya en cierta medida interpretativa.
Hay que ponderar que la traducción de Averroes no es completa-
mente inexacta, pues Aristóteles (2002) escribió en la Poética que "la
comedia tiende a representar a los hombres peores de lo que son, al imi-
tarlos; la tragedia, mejores", y estas cualificaciones se corresponden res-
pectivamente con los modos de atribución axiológica que son propios
de las sátiras y de los panegíricos. La traducción de Averroes se nos pre-
senta bajo una figura intermedia entre lo exacto y lo inexacto, acaso en
la forma de lo "anexacto" (como decía Jesús Ibáñez), la misma que carac-
teriza los esquemas mediadores (en el conocimiento o en la representa-
ción artística), las imágenes, las metáforas, las alegorías, los bocetos y
los ejemplos. La traducción es, en este sentido, una variedad de la abduc-
ción, como gran parte de nuestras conjeturas cotidianas y como las hipó-
tesis que permiten innovar y ampliar el conocimiento, según Peirce.
Quienes hacen demasiado hincapié en lo insuperable de las barreras cul-
turales son frecuentemente muy desdeñosos de las experiencias y las
prácticas culturales más comunes de la gente, en un mundo en el que
millones de personas se ven compelidas a la emigración, y por ende a la
transculturación forzosa. A este respecto escribe Benhabib (2002: 31),
"el énfasis teoricista en la inconmensurabilidad nos distrae de las muy
sutiles negociaciones epistémicas y morales que ocurren entre culturas,
dentro de las culturas, entre los individuos y aun dentro de los indi-
viduos mismos, al tratar con la discrepancia, la ambigüedad, la discor-
dancia y el conflicto". A la idea de traducción, la autora añade ahora la
de negociación. Y al ámbito de los saberes y las experiencias, el episté-
mico, añade también el de las prácticas y los valores, el moral.
Se ha de empezar a pensar de otro modo en la cultura y en las cul-
turas, se precisa un nuevo perfil ontológico para la diferencia cultural.
Si hace ya tres décadas, en un célebre artículo, Barth (1976) propuso la
idea de desplazar el problema de la etnicidad hacia las "fronteras étni-
cas", restando vigor a un esencialismo cultural en gran medida prove-
niente del nacionalismo romántico, en nuestros días Bauman (2002: 80)
propone sustituir la metáfora insular de las culturas por la imagen del
"torbellino": las distintas culturas no son islas, y trabajan de forma pecu-
liar una sustancia cultural que no perteneciendo íntegramente a nin-
guna de ellas ofrece recursos parcialmente comunes a todas: las cultu-
ras y las identidades no se definen por la unicidad de sus rasgos sino que
consisten en modos de "seleccionar, reciclar o volver a disponer una sus-
tancia cultural [...] al menos parcialmente accesible a todas". Esto, y no
la permanencia de unos rasgos inmutables, es lo que asegura el dina-
mismo cultural y la continuidad en movimiento de las culturas.
Pero naturalmente, ni los torbellinos culturales ni los diálogos des-
de la incompletitud recíproca pueden ser entendidos fuera de la histo-
ria y de las luchas por el poder y/o por el derecho a la palabra. Por eso
es valiosa la noción de "campo de interlocución" que propone Alejan-
dro Grimson (2000) la de un marco dentro del cual ciertos modos de
identificación son posibles, mientras otros son excluidos. Las identifi-
caciones, de clase, étnicas, de género, etc., cambian y se reconfiguran,
ganando o perdiendo poder según las situaciones históricas. Y a la vez,
las sociedades crean y distribuyen categorías que funcionan como "cajas
de herramientas identitarias", cambiantes y desigualmente distribuidas.
Pero aún nos falta una última visita al cuento de Borges, a unas lí-
neas de su brillante párrafo final:
Recordé a Averroes, que encerrado en el ámbito del Islam,
nunca pudo saber el significado de las voces tragedia y come-
dia [...]. Sentí que Averroes, queriendo imaginar lo que es un
drama sin haber sospechado lo que es un teatro, no era más
absurdo que yo, queriendo imaginar a Averroes, sin otro mate-
rial que unos adarmes de Renán, de Lañe y de Asín Palacios.

En este pasaje se sugiere que gran parte de cuanto se dirime en la


relación intercultural concierne a la imaginación, al modo en que unos
y otros nos imaginamos recíprocamente, o si se quiere al hecho de que
al relacionarnos con el otro estamos también relacionándonos con el
fantasma del otro que nos acompaña. N o se trata, obviamente, de una
relación tramada por las fantasías individuales, sino más bien atravesa-
da por el imaginario colectivo (al que damos, entre otros, los nombres
más particulares de "estereotipos", "prejuicios", "clichés", etc.). Los len-
guajes, los códigos culturales nunca son equivalentes, en gran medida
porque están estructurados por imaginarios diferentes. Nuevamente lo
explica Bauman (2002: 84), con su habitual lucidez: tanto el traductor
como el traducido "se hacen realidad y se desvanecen en el mismo pro-
ceso de la traducción [...] siendo cada uno de ellos una pantalla imagi-
naria sobre la que se proyecta la misma labor de comunicación en cur-
so". Será inútil que nos preocupemos por lo que se pierde en la operación
de traducir, porque de todas formas nunca lo sabremos, o no lo podre-
mos compartir. Por eso es preferible hacer hincapié en las ventajas de la
traducción, más que en sus dificultades o en sus distorsiones.
Descartada una humanidad como grupo transcultural homogéneo
con experiencias similares, que la buena voluntad común y la raciona-
lidad del diálogo social bastarían para salvaguardar, es preferible, como
aconseja Sánchez Leyva (2006), seguir la recomendación de Deleuze de
ser extranjero en nuestra propia lengua, ejercer el extrañamiento como
una disposición ética y táctica que concierne

[...] a todos los implicados en la conversación porque uno


comienza a comprender muchas cosas cuando comienza a ex-
plicarlas a otros y para ello es preciso hacer un esfuerzo por
pensar nuestras evidencias suspendiendo la familiaridad. De este
modo, traducir no es cuestionamiento del otro desde la certi-
dumbre y las certezas sino interrogación de nosotros mismos.
Este extrañamiento obliga a cuestionarnos nuestra identidad
interlocutiva y a asumir que, vistas desde fuera, las culturas tie-
nen versiones que conviven no sin conflicto.

42
Para una crítica del colonialismo visual

Las relaciones coloniales han marcado a fuego nuestras representacio-


nes de los otros, y de nosotros mismos, con un sinnúmero de tipifica-
ciones a la vez sólidas e incontrovertibles y tremendamente frágiles inclu-
so para la perspectiva de la racionalidad dialógica mayoritaria. Que "los
moros no son de fiar", millones de españoles lo suscribirían en caso de
ser preguntados por un encuestador. Uno por uno relativizarían la afir-
mación al evocar en la barra del bar a "algunos que son mis amigos", "el
que me ayudó a sacar el coche de la cuneta", y así sucesivamente. La
paradoja es, de cabo a rabo, la forma lógica que rige esta clase de repre-
sentaciones. Por eso mismo, la paradoja no es (o no es ya) una figura
inequívocamente crítica.
A partir de los mismos rasgos caracteriológicos, una vez esenciali-
zados y naturalizados, se puede identificar al otro como representante
de la bondad o de la maldad, de lo grotesco o de lo sagrado, bajo la for-
ma tenebrosa y amenazante del canibalismo y la bestialidad, o bajo los
modos mansos del exotismo y la distinción estética. Desde los orígenes
de la dominación colonial, la subjetividad colonialista se ha desarrolla-
do frente al colonizado como un desgarro interior, entre el sujeto del
placer que observa y aprecia el mundo del otro en el ámbito de la sen-
sualidad y de la fruición estética y el sujeto de la utilidad que lo enjui-
cia en el ámbito de la producción y la distribución de la riqueza. Esas
dos lógicas, esa doble actitud frente al otro y frente a sí mismo, siguen
perfectamente vigentes en el espacio discursivo del "primer mundo" con-
temporáneo, atravesando respectivamente los imaginarios del consumo
(turístico, musical, indumentario, etc.), la primera, y los del discurso
político y económico respecto a la inmigración y la distribución del tra-
bajo y de los recursos mundiales, la segunda. Esa esquizofrenia atravie-
sa hoy todas las representaciones mediáticas: por ejemplo, el anuncio
turístico o musical presenta al negro divertido, sensual y despreocupa-
do, instrumento ideal del principio del placer blanco. En cambio la ima-
gen de prensa del tipo de la figura 3.6, lo presenta abatido y desarrapa-
do, a la vez como un lumpen proletario amenazante y un menesteroso
digno de compasión, víctima propiciatoria idónea para un principio de
realidad autoculpable del Norte rico.
Aún más, esta representación esquizofrénica, y las estrategias de dis-
curso en que se ve comprometida, afectan de modo semejante a las rela-
ciones de género, a las relaciones de clase y a las relaciones de edad. En
la publicidad contemporánea, la persona mayor representa indistinta-
mente un sujeto respetable y merecedor de reconocimiento social, por
ejemplo, cuando es destinatario de productos financieros, un sujeto
competente, cuando la madre asesora respecto a productos de limpie-
za, o un total incompetente regresivo en todos los demás casos, y par-
ticularmente en la promoción de productos tecnológicos: la atribución
de roles actanciales y temáticos contradictorios puede ser una de las
características definidoras de los relatos mediáticos relativos a estos suje-
tos (véase cuadro 3.10).
Guarne (2004: 104-111), a partir de las observaciones de H. Bhabha,
advierte cómo el "enmascaramiento" metafórico, en muchas represen-
taciones, se entrelaza con la huella perturbadora de una falta, de algo
que se debe ocultar, fijando a la vez el estereotipo y su carácter feti-
chista. En el mismo ejemplo que hemos analizado en el capítulo ante-
rior, el anuncio ICh, es posible percibir que la representación meta-
fórica de la muchacha rubia con los ojos cerrados habla antes que nada
de la ausencia del varón, del varón como ausencia y como mirada aque-
jada de una falta traumática. Incluso la retirada de los labios de la more-
na, que se orienta metonímicamente a un espectador no menos invisi-
ble, esa negación del beso a un varón ausente de la escena pero subrogado
en ella, puede ser el interpretante metafórico en el texto de lo que el
psicoanálisis denomina castración.
¿Por qué el mismo modelo de dominación traumática y simbólica-
mente paradójica parece transferido de las relaciones coloniales, en el
sentido habitual, también a las de género, a las de clase y a las de edad?
Probablemente porque la colonialidad, no ya el colonialismo, es una
estructura de subordinación que, a partir del desarrollo del capitalismo
como sistema colonial, vino a convertirse en la matriz de la subalterni-
dad en todos los ámbitos, no sólo en los de la relación geopolítica entre
metrópolis y colonias. Esa es, en trazo grueso, la tesis de la colonialidad
del poder, según la cual las tres dimensiones fundamentales de la clasi-
ficación social: trabajo, raza y género, articulan la estructura global del
poder en el capitalismo (Quijano, 2000).
Así pues, un abigarrado conjunto de jerarquías y asimetrías carac-
terizan la arquitectura simbólica de las diferencias en nuestras socieda-
des. Y no sólo en el sentido del más crudo clasismo, racismo y sexismo
que se siguen ejercitando de forma abierta y cínica: la plenamente vigen-
te utilización de la mujer como reclamo sexual en la publicidad visual,
de la que ICh es un ejemplo, da prueba de ello. También a través de
expresiones más sutiles: según denuncia Price (1993: 44), los anuncios
publicitarios que parecen celebrar la igualdad y la fraternidad interra-
cial (de Coca-Cola a Benetton) suelen poner de manifiesto no una ecua-
nimidad que surja naturalmente de la asunción de la igualdad huma-
na, sino más bien de la benevolencia occidental respecto a los "otros"
culturales. El paternalismo, la tutela, el ejercicio de un patrocinio inex-
cusable, son algunas de las relaciones presupuestas por esas formas de
representación.
Un síntoma muy evidente de la colonialidad en la organización cul-
tural de la imagen contemporánea es la asimetría sistemática en la repre-
sentación y la valoración del arte occidental (generalmente identificado
como Arte, o como el arte) frente al habitualmente nombrado como
"primitivo", y más recientemente como "étnico", desde la época glorio-
sa en que las vanguardias europeas lo reivindicaron y enaltecieron. Pri-
ce observa que el "arte primitivo" se presenta como una expresión de la
psicología básica del ser humano, sin las constricciones supuestamente
superpuestas por la civilización, y así puede ser comparado con el arte
infantil. Los dadaístas de Nueva York entendieron la cultura negroafri-
cana como representación de una especie de infancia cultural de la moder-
nidad, y muchos vanguardistas suponían que los primitivos son "por-
tadores purificados del inconsciente humano" (Price, 1993: 53-55). Una
corriente del surrealismo y de la disidencia surrealista, sobre todo la
representada por Bataille y Leiris, se emparentó con el movimiento de
la negritud de L. Senghor o A. Césaire, en torno a la creencia de que el
potencial transgresor del inconsciente podía identificarse con la alteri-
dad del otro cultural (Foster, 2001: 175), creencia que no deja de tener
su parentesco, aun como versión intelectualizada y positiva, con la con-
cepción del salvaje como infans. Racionalizaciones de esta clase no han
dejado de proliferar incluso como la forma hegemónica del eurocen-
trismo y del liberalismo cultural contemporáneos, o, en sus variantes
más vulgarizadas, como expresiones de un orientalismo popular que ha
sido ampliamente explotado por los discursos del consumo.
Ahora bien, el mismo potencial transgresor atribuido a los pueblos
no occidentales ha adquirido con frecuencia rasgos amenazantes y malig-
nos, en tanto que expresión de lo que Price (1993: 58-81) llama el "lado
nocturno" del ser humano: la crueldad, el canibalismo, el terror o la
sexualidad irrefrenable. La misma autora señala aún otros juicios va-
lorativos que marcan muy gravosamente la supuesta diferencia de la
creación artística "primitiva": desde luego, su carácter supuestamente
anónimo e intemporal, frente al individualismo y la historicidad de la
creación europea moderna; en la antropología parece darse una especie
de "evasiva disciplinar" en relación a la pregunta sobre el papel de la
creatividad individual en el contexto de las tradiciones culturales comu-
nitarias (Price, 1993: 83). Así puede advertirse que habitualmente se
contextualizan como "objetos etnográficos" algunos de la misma clase
que las "obras de arte" europeas. Mientras éstas se exhiben como pro-
ductos de la creación de individuos determinados, insertos en momen-
tos precisos de la historia artística o filosófica, los objetos etnográficos
se contextualizan mediante informaciones relativas a técnicas, formas
sociales y prácticas religiosas. Por lo común se invita al espectador a
interpretarlos siguiendo textos explicativos (paneles, cartelas o folletos)
antes que a responder mediante una aprehensión perceptivo-emocional
de sus cualidades estéticas formales, como ocurre en el caso de la
obra de arte occidental. El énfasis en la distancia cultural del objeto sus-
tituye, entonces, al énfasis en el significado del objeto dentro de un mar-
co de referencia histórico (Price, 1993: 116-117). Incluso el pedigrí, el
reconocimiento simbólico de un objeto de arte primitivo, proviene antes
de la identidad de sus propietarios europeos (artistas, coleccionistas o
galeristas prestigiosos) que de la de su autor nativo, generalmente igno-
rada o desatendida.
En el, por lo demás excelente, catálogo de un Museo Oriental espa-
ñol (Sierra de la Calle, 2004: 406) puede hallarse el texto reproducido
en la figura 4.1: en el ladillo explicativo, las esculturas filipinas se iden-
tifican por su tema religioso (Anitos, espíritus de las montañas), por su
origen étnico-geográfico (Igorrotes del Norte de Luzón) y por su técnica
(Pintura sobre papel). La autoría individual y el contexto histórico se
reservan para el misionero español que las dibujó (Obra delP. Benigno

Anitos
Igorrotes del Norte de Luzón.
Pintura sobre papel
Obra del P. Benigno Fernández
entre 1876-1880.

Figura 4.1. imagen y ladillo del catálogo de un Museo Oriental.


Fernández entre 1876-1880). No es una excepción en el modo de "incluir"
los productos simbólicos de los "primitivos" dentro de las prácticas cul-
turales y comunicativas "civilizadas".

43
- - Multitextualidad, transculturalidad, neoculturalidad

Si la metáfora del palimpsesto (que utilizamos en el apartado 2.2.2) nos


invitaba a reconocer en el texto huellas de la historia, como siempre tra-
ducidas, traicionadas y parcialmente suprimidas, la noción del texto como
multitexto incita a interpretarlo como una superposición, o mejor una
micro-red, de universos de significado y de prácticas sociodiscursivas múl-
tiples, anacrónicas unas veces (como ocurre en el palimpsesto) y diacró-
nicas otras, compartidas en unas ocasiones y en otras disputadas.
Mirzoeff (2003: 208-214) dedica una provechosa atención a los
minkisi, del Congo (en singular, nkisi) unasfiguritasgeneralmente antro-
pomorfas, profusamente claveteadas, y que en su parte central contie-
nen una cavidad para "medicinas" o hierbas con virtudes mágicas. Los
europeos, a quienes estas figuras obsesionaban, y que en muchos casos
las codiciaban, coleccionándolas y robándolas, las llamaron "fetiches",
con un nombre latino derivado del fatigo (hechizo) portugués. Ya esta
misma denominación da prueba del fracaso europeo a la hora de tra-
tar de entender las prácticas y los objetos culturales africanos en sus
propios términos, señala Mirzoeff, o como hemos propuesto aquí, en
los términos de sus propias matrices de significación. No debemos olvi-
dar que dos de los grandes teóricos de la modernidad europea, Marx y
Freud, recurrieron al mismo étimo para referirse, respectivamente, al
"fetichismo de la mercancía" y al "fetichismo sexual", y esto permite
inferir que la categoría de "fetiche" tiene más que ver con las matrices
de significación, las categorías culturales y hasta con los pecados colec-
tivos europeos, que con el supuesto "primitivismo" africano.
Según Mirzoeff, los minkisi formaban parte de las prácticas rituales
(eran, por ende, "símbolos rituales" en el sentido que analizábamos en
el apartado 2.3.2) y a la vez parte de la cultura cotidiana centroafrica-
na. Si se clavaban clavos en la figura era para que se cumpliera la misión
que el cliente solicitaba del nkisi, para que éste tuviera su particular efi-
cacia. Cuando se activaba adecuadamente, el nkisi invocaba los poderes
de la muerte contra las fuerzas hostiles, ya se tratase de una enferme-
dad, de espíritus o de personas, interactuando con las fuerzas de la natu-
raleza. Las grandes cantidades de estas figuras que se realizaron en la
época colonial y el empeño que los colonizadores (sobre todo militares
y misioneros) ponían en destruirlas o eliminarlas, dejan clara constan-
cia de que los africanos y los europeos coincidían en una creencia: que
los minkisi eran una parte efectiva de la resistencia al colonialismo.
Y nuevamente aquí, apostillamos, la efectividad del objeto simbólico no
tiene por qué venir sólo ni principalmente de sus "efectos materiales",
sino también de su capacidad de vincular y promover el empoderamiento
de quienes lo saben utilizar con competencia, confianza y lealtad a la
propia cultura. Una prueba indirecta de esa eficacia cultural es que los
artistas africanos de nuestros días siguen recreando la figura de los min-
kisi en contextos de arte moderno, como un motivo de representación
arraigado en su memoria cultural y política.
Por parte de los colonizadores los minkisi fueron considerados, cla-
ro está, como una expresión más del primitivismo o del salvajismo afri-
cano, en todo caso como documento transparente de la más genuina
cultura autóctona.
Y sin embargo, pese la oscuridad de los orígenes de estas formas de
representación, los estudiosos actuales sospechan que no se trata preci-
samente de expresiones netamente anteriores al contacto con los euro-
peos. Por el contrario, podría ser que tanto sus formas cuanto sus fun-
ciones hayan derivado de la mismísima interacción con los colonizadores.
Se ha sugerido, incluso, que algunos elementos simbólicos fundamen-
tales de estas figuras pueden derivar de la imaginería cristiana, de las imá-
genes misionales de siglos anteriores: existe una llamativa coincidencia
con las imágenes perforadas, asaeteadas, laceradas de la crucifixión de
Cristo y de los martirios de los santos, como ejemplarmente san Sebas-
tián (que en la figura 4.2 aparece en una versión pictórica de Holbein).
Figura 4.2. (jn nkisicentroafricano y dos representaciones religiosas europeas.

Y entre el hueco para las hierbas mágicas abierto en el centro de los


minkisi y el abierto en los bustos-relicarios de la imaginería cristiana.
MirzoefF concluye que, aun no estando históricamente demostra-
do, es posible que los minkisi surgieran de una hibridación entre las
ideas cristianas y las congoleñas precristianas. Las asombrosas coinci-
dencias formales que hemos mencionado podrían no serlo tanto si se
tiene en cuenta el contexto de la interacción colonial, probablemente
mucho más profundo de lo que, como enseguida comentaremos, ha
permitido ver la re-exotización posterior del África profunda. La con-
fluencia de la iconografía medieval cristiana y las figuras minkisi sugie-
re que la representación mágica del cuerpo horadado sería transcultu-
ral: aculturizada en el Congo en la época de la cristianización colonial, es
E
o
desculturizada a la vez como práctica cristiana rechazada (presumible-
mente, junto a la modificación de otras prácticas y creencias nativas),
finalmente adquirió forma neocultural en los minkisi.
En su análisis Mirzoeff se sirve de las categorías de Fernando Ortiz
(1999 [1947]), para quien la transcultura deriva de la adquisición de otra
cultura (la "aculturación" en el vocabulario común de la antropología),
con el consiguiente proceso de pérdida o desarraigo de una cultura ante-

225
rior (desculturización) y la creación de un nuevo contexto cultural: la
neoculturización.
Ejemplos semejantes se pueden hallar, con seguridad, en América
Latina y en otros muchos lugares del mundo. Si en el caso africano la
observación resulta especialmente aleccionadora, es porque después de
tres siglos de profunda interacción con las sociedades centroafricanas,
motivada principalmente por el monstruoso proyecto de la trata de escla-
vos, los europeos decidieron "reencantar" y naturalizar al África pro-
funda y convertirla en el espejo mismo del primitivismo incontamina-
do. Basta con acercarse al cine de Hollywood hasta los años sesenta del
siglo XX, y aun después, para advertir que el África negra constituía el
tesoro mismo de las esencias de la alteridad cultural, ya fuera bajo la for-
ma tenebrosa y amenazante del canibalismo y la bestialidad, ya bajo las
formas suavizadas del exotismo y la estetización.
De los dos grandes errores etnocéntricos que amenazan nuestra rela-
ción con los otros, el primero de ellos es la exotización, o lo que es lo
mismo, el de convertir al diferente en mucho más diferente, más ajeno
a nosotros de lo que verdaderamente es. El ejemplo de los minkisi resul-
ta revelador. Si desde una visión espacializada de las culturas, como antes
recordé, conviene desplazar la atención desde el supuesto centro iden-
titario duro hacia las fronteras, las interacciones, las zonas de porosidad
con otras culturas, en una visión temporalizada habría que llevar a cabo
la misma clase de movimiento: frente a la visión exotizante que tiende
a sustancializar el presente de las sociedades ajenas como un presente
eterno, encantado en su mismidad, hay que desplazarse en el tiempo,
en la historia, y buscar los momentos de interacción, de intercambio y
de conflicto que nos han puesto en relación con ellas. Y hacerlo, a la
vez, desde el punto de vista de su propia memoria, que es el de sus pro-
pias matrices de sentido.
No es anecdótico sino ejemplar el valor que queremos dar a los min-
kisi, precisamente por cuanto, más allá de las rutinarias dicotomías entre
culturas visuales modernas/posmodernas, avanzadas/subdesarrolladas,
autóctonas/migrantes, altas/populares, y muchas más, podríamos acep-
tar el entendimiento de toda forma cultural, a uno o varios niveles de
análisis, como forma transcultural: es el corolario inevitable de advertir
los largos recorridos históricos que han conocido la mayoría de las repre-
sentaciones que forman nuestro ecosistema visual, y las muchas inter-
ferencias e interacciones en que se han desarrollado. Por si no fuera sufi-
ciente la insistencia contemporánea en la necesidad y la virtud del
paradigma interculturalista, grandes autoridades como Fernando Ortiz
o Américo Castro, en nuestra propia lengua, nos alientan a seguir en
esa dirección teórica.
Si el nkisi es, probablemente, un multitexto, hecho de la acumula-
ción no necesariamente memorizada de estratos y experiencias cultura-
les, el texto visual mestizo al que dedicaremos el siguiente apartado está
caracterizado por un alto grado de refiexividad cultural.

44
- El texto visual mestizo: dialogismo y antagonismo

El exotismo, hacer al otro más otro de lo que se merece, era el primer


error. El segundo contrario y complementario, es el ensimismamiento,
el tomar al diferente por un idéntico, al otro como uno mismo. Ese
yerro, y su posible antídoto crítico, serán brevemente comentados en
relación con un notable texto visual, que forma parte de los frescos de
la Casa del Deán de Puebla, analizados por S. Gruzinski. Y con otro aún
más notable texto verbovisual: la Crónica de Guarnan Poma de Ayala,
estudiada sobre todo por R. Adorno (y del que también nos hemos ocu-
pado muy modestamente en Abril, 2004).
Respecto a la definición de "texto mestizo", adoptamos la que Carras-
co (2005: 71) aplica a lo que él denomina "texto etnocultural":

Su enunciación es sincrética, intercultural o heterogénea,


es decir, un acto productivo del enunciado que incluye un suje-
to plural heterogéneo que integra distintos saberes y puntos de
vista etnoculturales y se presenta como investigador social, pro-
tagonista o participante étnica o socialmente implicado en los
contenidos que despliega, lo que permite incorporar distintos
modos de expresión, como el relato, el testimonio, el informe,
la descripción. Esta modalidad enunciativa hace resaltar las voces
de variados sujetos, que son portadores de un saber sociocultu-
ral y lingüístico sincrético.

Esta definición, que emerge de la investigación de la literatura


Mapuche, puede ser aplicada a otros contextos socioculturales, y des-
de luego a textos no exclusivamente literarios. El lector podrá verificar
hasta qué punto es adecuada para describir el de Guarnan Poma, y tam-
bién cómo coincide con la caracterización que Martínez-San Miguel
(1999: 166-167) hace de la escritura de sor Juana Inés de la Cruz, la
gran poeta novoespafiola, en tanto que representativa de una "subjeti-
vidad colonial":

Mediante el gesto multiplicador de registros y de lenguas,


de puntos de vista y de procesos hermenéuticos, la escritura de
sor Juana logra ubicarse precisamente en el intersticio de este
conflicto intercultural y cognoscitivo, para proponer un nuevo
proceso de intercambio de saberes [...] [y] para transformar el
espacio del poder metropolitano y virreinal.

La pluralidad de saberes y de discursos, la enunciación que pone


en juego una multiplicidad de voces subjetivas y también la p r o -
ductividad cultural y política, entendida como potencia (desde lue-
go no siempre actualizada) de transformar tanto el espacio d o m i -
nante como el subalterno, en términos de poder y de discurso, son,
pues, algunas de las notas en que los teóricos del texto mestizo pare-
cen coincidir. N o siempre actualizada, hemos acotado, por factores
muy poderosos, económicos, políticos e institucionales que sería inge-
nuo ignorar: la Crónica de Guarnan Poma, destinada a Felipe III y a
la imprenta, probablemente no llegó a la corte española, y sólo fue
impresa más de tres siglos después de su escritura. Las actuales sub-
jetividades transnacionales e interculturales, que para Appadurai y
para otros autores representan el paradigma de la creatividad socio-
política y cultural en nuestros días, encuentran generalmente la no
pequeña dificultad de no poder manifestarse como ciudadanía, dado
que ésta aún sigue circunscrita, y muy restrictivamente, al marco de
los estados nacionales (García Canclini, 2004: 164), por no hablar
de la desigualdad económica, el acoso policial o el hostigamiento
racista de cada día.

4.4. i. EI Mono y la Centauresa: para una crítica


del multiculturalismo visual

La Casa del Deán de Puebla, México, procede de finales del XVI, y es


justamente famosa por sus pinturas murales, unos frescos que repre-
sentan un abigarrado conjunto de imágenes inspiradas estilística y temá-
ticamente en motivos renacentistas europeos. La página web oficial de
turismo dice que esas pinturas constituyen una "muestra clara del sin-
cretismo de dos culturas", sin explicitar que fueron realizadas por un
pintor indígena. Los frescos contienen una enorme cantidad de imáge-
nes alegóricas procedentes de la cultura grecolatina, puestas al servicio
de relatos proféticos cristianos. Ignoramos si el pintor había sido ins-
truido por los clérigos o por los libros europeos en ese abigarrado uni-
verso simbólico e iconográfico, o si más bien siguió al dictado las ins-
trucciones temáticas de su patrón español: el deán Tomás de la Plaza,
calificador del tribunal de la Inquisición, o de algún otro europeo. Pero
esto no afecta en lo esencial de nuestro argumento, que sigue de cerca
los análisis de Gruzinski (1997 y 2000).
En un fragmento del mural aparecen las figuras de un mono y una
centauresa, en medio de lo que parece una espesa trama de motivos deco-
rativos vegetales. La centauresa proviene de un texto de Ovidio (parece
que las Metamorfosis del poeta latino, que fueron traducidas al castella-
no en estos años, eran poco menos que un best seller entre los clérigos
de Nueva España): es la ninfa Ocírroe, hija del centauro Quirón, que
en el texto de Ovidio es transformada en yegua. El simio, obviamente,
es un motivo mexicano: se trata del mono Ozomatli, que está agarran-
do la flor del poyomatli, un enteógeno utilizado por los chamanes mexi-
canos en sus prácticas adivinatorias. ¿Qué relación puede haber entre
ambos personajes? Justamente que Ocírroe "revela los secretos del des-
tino" (razón por la que es castigada en las Metamorfosis) y que, por ello,
comparte con el mono las dotes adivinatorias. En el mural es la propia
Ocírroe, que según la matriz alegórica del conjunto estaría al servicio
de la profecía cristiana, la que presta auxilio a la práctica chamanística
indígena, inclinando el tallo de la planta hacia el mono adivino. El artis-
ta indígena ha representado, pues, la connivencia de la semidiosa gre-
colatina con el dios amerindio, llevándola obviamente a su terreno, apro-
piándose el simbolismo cristiano y grecolatino de la profecía en los
términos de un relato cultural autóctono.
Por fortuitas que puedan ser estas coincidencias, la hipótesis de
Gruzinski (2006) es que el recurso a la mitología ovidiana constituye
"un disfraz empleado para desviar la atención de los europeos y borrar
los indicios de un paganismo indígena". No hay que olvidar que las
prácticas relacionadas con el consumo de alucinógenos, aun cuando
el poder colonial no logró erradicarlas, ni siquiera evitar que las adop-
taran también los negros y los españoles, eran condenadas y persegui-
das como paganas.
Parece, pues, notable una táctica de disimulo que supone mostrar,
haciendo a la vez tolerables, o si se quiere, haciendo que simultánea-
mente se vean y no se vean, los elementos simbólicos ilegítimos de la
cultura indígena, inscribiéndolos en el texto visual como puramente
decorativos o estéticos, conforme a la matriz de significación del arte
europeo. A la luz de esta transcodificación ornamental de los elemen-
tos mitológico-chamanísticos, incluso la profusión de las formas heli-
coides del fresco, tanto en sus motivos vegetales como animales, invita
a otra interpretación, la que deriva del concepto indígena de malinalli,
que se refiere al movimiento del cosmos. Según el pensamiento Náhuatl,
explica Gruzinski (2006):

[...] las fuerzas del inframundo y las de los diferentes cielos se


encuentran para formar columnas helicoidales. Son las vías
que siguen las influencias divinas para hacer irrupción en la
superficie de la tierra y crear el tiempo de los hombres. La vía
caliente, la que baja del cielo, está constituida por cuerdas flo-
ridas,floreso chorros de sangre.

Así, este extraordinario texto visual se orientaría diferenciadamen-


te a una doble interpretación: algunos signos que para el lector arraiga-
do en la cultura hegemónica (en este caso la española colonial) pasa-
rían por meramente ornamentales, pueden ser para el lector radicado
en la cultura subalterna o contrahegemónica, el indígena, interpretan-
tes con un profundo sentido simbólico, espiritual e identitario. En su
dimensión semántíco-simbólica, el texto aparece escindido entre el mun-
do mitológico de Ovidio y la revelación cristiana, por un lado, y el uni-
verso cosmológico y chamanístico mexicano, por otro. En su sentido
pragmático, el texto se fractura también entre una práctica estético-devo-
cional europea y una práctica simbólico-ritual amerindia.
El llamado "texto sincrético" de dos culturas, que la página turísti-
ca mexicana celebraba, es pues, al menos en su contexto de origen, un
espacio de conflicto entre modos diversos de enunciación y de recep-
ción textual. El sujeto subalterno ha de expresarse mediante una com-
pleja estrategia enunciativa que visibiliza ante el dominador los ele-
mentos de la cultura legítima disimulando a la vez en su propia figuración
aquellos que cifran la resistencia a la dominación, como una forma de
lo que Bajtin llamó la "polémica oculta". Es parte de una estrategia que
Fernando R. de la Flor (2005: 176) encuentra ya parcialmente explici-
tada a finales del siglo XVI por el cronista y penúltimo inca Titu Cussi
Yupanqui cuando aconseja simular las prácticas religiosas de los con-
quistadores sin olvidar las propias.
Y así, la idea liberal de un texto "multicultural" que sería apacible-
mente compartido por sus usuarios no se sostiene. Pese a su aparente
"unidad objetiva", el texto mestizo sólo es interpretable en una apropia-
ción contradictoria y en principio mutuamente excluyeme por parte de
sus destinatarios. Un ejemplo de que, como se decía en el apartado 2.1.1,
la delimitación del texto no está determinada de antemano y frecuente-
mente se someten a disputa los propios límites sintácticos, que a la vez
expresan sin-tdcticas, es decir, tácticas diferenciadas de puesta en discur-
so dentro de estrategias colectivas de producción de sentido. Un tex-
to es el resultado siempre provisional del trabajo de sus múltiples "inter-
pretantes", que raramente se ejercen en un apacible consenso simbó-
lico.
El primer problema político del texto es, por tanto, quién y cómo
decreta sus límites, quién y cómo administra su objetivación, en esce-
narios que ya Foucault describió como territorios de lucha discursiva,
pero en los que hay que reconocer las determinaciones interculturales
que los especifican.

* 4 - 2 Guarnan Poma o la policulturalidad

En el ejemplo de La Casa del Deán conjeturamos una "apropiación des-


igual" del sentido derivada de la presumible falta de una comunidad de
lectura entre conquistadores y colonizados. Ahora bien, sabemos de las
posibilidades que la "policulturalidad" ha ofrecido a los discursos de resis-
tencia, como ocurre en el extraordinario ejemplo histórico de la Nueva
Crónica y Buen Gobierno, escrita en español y quechua e ilustrada por
el indio peruano D. Felipe Guarnan Poma de Ayala (1987 [1615]), un
formidable documento de denuncia del colonialismo en la época de la
que Gruzinski ha llamado la "mundialización ibérica", la que se abrió
paso con la conquista de América. Los casi cuatrocientos dibujos a tin-
ta de Guarnan Poma sólo llegaron a imprimirse, junto al resto de su
Nueva Crónica, en 1936. Es evidente, sin embargo, por las señales que
dejó en el texto y por la propia composición morfológica y estética de
sus componentes, que concibió sus dibujos para ser impresos, y, lo que
es más importante, que los diseñó desde las claves visuales, espaciales y
retóricas de una cultura tipográfica.
La de Guarnan Poma de Ayala es incluida por Chang-Rodríguez
(1988: 27), en la categoría de las "crónicas mestizas", y entiende por
tales las que elaboran material histórico americano "con estrategias narra-
tivas indígenas y europeas", y tomando en cuenta la tradición tanto oral
como escrita. En el lenguaje visual de Ayala se puede observar ese
mestizaje de los recursos semióticos, que por un extremo remiten a
estructuras simbólicas andinas y por otro a la praxis barroca europea del
texto visual y verbovisual. Aunque no tanto a la corriente esotérica de
los emblemas, empresas, jeroglíficos y demás imágenes alegóricas a las
que nos hemos referido en el apartado 1.3.4, cuanto a la pintura de cor-
te comprometida con la utilidad pública de la representación visual
como un "orador silente y texto vivo"; un uso, en fin, que Ayala apro-
xima al propagandismo (Adorno, 1986: 80-83).
Ayala moviliza, igual que el pintor indígena de Puebla, sus recursos
semióticos propios, inicialmente ininteligibles para el colonizador. Por
ejemplo, la trama compositiva de sus dibujos está regida por la topolo-
gía simbólica andina, la jerarquía cuatripartita de las posiciones espa-
ciales (cuadro 4.1), en la que el espacio superior izquierdo de la repre-
sentación corresponde a una posición de mayor honor y prestigio (hanan)
que la inferior derecha (hurin).
En el dibujo que sirve de portada al manuscrito de Guarnan Poma
(imagen A de la figura 4.3) se representan varios sujetos e instituciones:

Cuadro 4.1. Jerarquía en la cosmología incaica y en el territorio


político del Tawantinsuyu, según Wachtel.

Hanan

Hurin
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Figura 4.3. Cuatro páginas de la Nueva Crónica, de Guarnan Poma de Ayala.

234
el Papa, el Rey, el propio autor, y sus respectivos emblemas heráldicos.
El lector español probablemente reconocería, entonces como hoy, la
relación jerárquica que supone en nuestro simbolismo espacial el eje ver-
tical: el autor debajo del Rey, como aceptando su autoridad; además, el
autor se muestra vestido a la española y ha traducido sus nombres ver-
náculos a las convenciones heráldicas hispanas de la época (el águila y
el león). Pero el lector indígena, al que, por si no fuera bastante con el
uso del quechua, Guarnan Poma nombra explícitamente como desti-
natario pretendido de su texto, podría leer algo bien distinto.
Según esta topología simbólica, que se aplica de forma sistemá-
tica a lo largo de toda la Nueva Crónica, el eje preferente es la dia-
gonal HananIHurin, que viene a sugerir la subordinación del autor
a la autoridad espiritual del Papa más que a la política del Rey.
Adorno (1986: 95-99) interpreta que la disposición espacial elegida por
Ayala de alguna forma posterga al monarca, excluido de la posición cen-
tral que en el esquema prehispánico correspondía al Inca, incluso pue-
de insinuar la aproximación del Rey español a la imagen de los Collas,
los habitantes del Collaysuyu, que en otra parte de la Nueva Crónica son
presentados como "explotadores, codiciosos e hipócritas". En la imagen B
de la figura 4.3, por tanto, el indígena víctima de la injusticia aparece
en la posición simbólicamente honrosa frente al clérigo español venga-
tivo y malvado. Este código topológico no formaba parte, obviamente,
de la cultura visual de los colonizadores.
Pero al mismo tiempo la configuración iconográfica de ese dibujo
responde al modelo de las estampas piadosas de mártires y santos que
distribuían los evangelizadores, y que Ayala conocía bien. Este es el
aspecto más interesante del multitexto colonial: el manejo oblicuo de
los recursos textuales del colonizador aparece como una estrategia
de apropiación cultural que el enunciador subalterno pone al servicio de
sus propios objetivos políticos, morales y estéticos.
Es también Rolena Adorno (1981) quien ha aplicado el concepto
de "policulturalidad" de Lotman al análisis del texto de Guarnan
Poma de Ayala: un efecto típico de los textos en el espacio cultural del
colonialismo es el de "permanecer dentro de una cultura escogiendo
el comportamiento convencional de otra". Por ejemplo, el lenguaje des-
criptivo e incluso de denuncia, puede ser el del destinatario (coloniza-
dor), un lenguaje ajeno a la cultura y a la ideología del remitente. Así,
a veces se proponen signos que sirven de "marcadores metalingüísticos",
o índices, para interpretar los rasgos étnicos propios haciéndolos inteli-
gibles a su auditorio culturalmente ajeno; por ejemplo, Ayala dibuja fre-
cuentemente a los indios con la indumentaria española, tocando la gui-
tarra, en interiores arquitectónicos de estilo español, y muy frecuen-
temente rezando el rosario; un signo en que, según Adorno, se hace espe-
cialmente notoria la intención de dar inteligibilidad y aceptabilidad
a los personajes indígenas ante una potencial audiencia española; que
funciona, en suma, como un "signo mediador" (Adorno, 1981: 67).
Ahora bien, y sobre esto Adorno se muestra enfática, el espacio social
indígena, o indocristiano, representado en las ilustraciones se mantiene
perfectamente separado del español, sin rasgo alguno de "europeización"
ni de vida en común. Sólo en cierta imagen alegórica de la "ciudad del
infierno", los españoles, los andinos y los africanos parecen convivir
armoniosamente unidos por la penalidad eterna.
En la praxis del signo que podría entenderse como distintiva de la
estrategia resistente de Ayala se perciben, aparte de los que organizan el
espacio discursivo: recuadros, rótulos, etc., cuando menos tres usos bien
matizados de los signos indicíales (en el sentido de Peirce):

a) Los índices de la cultura europea (como la vestimenta, la herál-


dica, el rosario), que remiten a condiciones defacto del espacio
social y cultural de la colonia, y que son señales de reconoci-
miento o bien indicadores de adhesión que dudosamente tras-
cienden una significación puramente formal.
b) En segundo lugar, usos indicíales en los que, como dice Peña-
marín (1998), respecto a los chistes gráficos de la prensa, "la ima-
gen dice no": los rostros ceñudos y mal afeitados de los españo-
les "soberbiosos", sus gestos autoritarios, tanto como los insistentes
regueros de lágrimas en los rostros indígenas, o las crudas escenas
de apaleamiento (véase la imagen C de la figura 4.3) pretenden
señalar situaciones reales, ciertamente, pero a la vez una conde-
na moral en el orden apreciativo y una denuncia política en el
nivel ilocutivo.
c) En tercer lugar, índices-símbolos que, como los que remiten a
una topografía simbólica autóctona, a la que nos hemos referi-
do, configuran por derecho propio una dimensión estructural
del texto visual, distribuyendo el prestigio y el valor relativo de
los personajes y los espacios políticos.

El discurso de Ayala encierra todo un tour de forcé respecto a la alte-


ridad: enuncia y dictamina desde una perspectiva de autoridad y supe-
rioridad moral, pero no porque defienda sus propios valores étnicos, sino
precisamente porque invoca aquéllos, los del otro colonizador, en cuyo
nombre se ha sometido y humillado a los amerindios: Guamán Poma
reclama como propia de los suyos, y no de los españoles, la religión cris-
tiana. Y hasta tal punto que defiende la teoría de la cristianización prehis-
pánica: los andinos habían sido cristianizados por los apóstoles san Bar-
tolomé y Santiago el Mayor antes de la llegada de los conquistadores. Junto
a ello, Ayala hace una insistente afirmación de principios morales cristia-
nos. Su apropiación del cristianismo resulta tan vehemente que, según la
interpretación de Adorno (1981: 101), los símbolos católicos del demo-
nio y de la paloma del Espíritu Santo nunca aparecen, ni para bien ni para
mal, en las escenas donde se representa a españoles: al eliminar de esos
ámbitos la iconografía cristiana "se priva a ese espacio cultural de los valo-
res que esos iconos imparten, confirmando, pues, las tesis propuestas por
los signos del abuso de los europeos". El demonio se aparece, por ejem-
plo, para expresar la condena de prácticas indígenas pecaminosas como la
hechicería, pero nunca para señalar los graves pecados de los españoles.
Además de hacerlo en los dibujos, Guamán Poma de Ayala aplica
esta estrategia también en sus páginas escritas. En ellas ejercita la "retó-
rica de vicios y virtudes" de los predicadores españoles precisamente para
refutar las formas de la dominación hispana. Variadas formas de inver-
sión, o, por mejor decir, de subversión discursiva, se ponen de manifiesto
también en los modos en que Guamán Poma hace uso de los géneros
de discurso, mostrándose prodigiosamente proteico a la hora de adop-
tar y superponer posiciones enunciativas y saberes: los del reformador
social, orador, historiador, biógrafo, satírico y autoridad nativa. Por ejem-
plo, adopta las convenciones de la "carta relatoria" ("Pregunta Sacra
Católica Real Magestad al autor Ayala para sauer todo lo que ay en el
rreyno de las Yndias del Pirií", escribe Ayala [1987: 1054]), pero invier-
te las convenciones del modelo forense al presentar al enunciador regio
como un interrogador ingenuo y al "autor Ayala" como la verdadera
fuente de conocimiento y autoridad (Adorno, 1986: 8).
Y, sea o no subversiva, puede hablarse también de la "apropiación"
de otros modelos persuasivos, como el procedente del sermón (fray
Luis de Granada, Catecismo del Tercer Concilio Límense, etc.), que le
permite al autor asumir una autopresentación pundonorosa, en tanto
que autoridad espiritual y cristiano modélico. Al invocar simultánea-
mente su posición de cacique y la voz discursiva del predicador, su estra-
tegia de "comunicación intercultural", dice Adorno (1986: 77), se reve-
la "en esta traslación del concepto de portavoz y líder autóctono en
términos que el extranjero puede comprender". Aun cuando no desde-
ña la oportunidad del sarcasmo respecto a los sermones de los clérigos
españoles, adoptando paródicamente la primera persona del predicador,
eso sí, en pasajes en quechua.
En la iconografía de Ayala, el cuerpo desnudo se presta a una doble
significación que también analiza Adorno (1981: 70-77): a uno de los
modos de representarlo lo llama "naturalista", al otro "simbólico". Aquí
preferimos hablar más bien de una doble y contraria orientación sim-
bólica: en algunas ocasiones se muestra un desnudo sin ostensión de los
genitales, que expresaría la inocencia de los santos, una representación
simbólica deudora, una vez más, de la tradición iconográfica piadosa
del catolicismo. En otras ocasiones, precisamente cuando se trata de
simbolizar la vulnerabilidad del cuerpo del indígena sometido a los abu-
sos, sí se representan los genitales. Esta forma de representación obliga
a recordar el concepto biopolítico de "nuda vida" de Agamben, refe-
rido no a la simple vida natural, sino a la "vida expuesta a la muerte",
elemento político originario que aparece en el derecho romano como
vitae necisquepotestas, derecho de vida y muerte del padre sobre el hijo
(Agamben, 1998: 114). Guarnan Poma parece anticipar la perspec-
tiva de Agamben, y la teoría biopolítica, cuando diferencia este desnu-
do de la vulnerabilidad, determinado por el sistema de biopoder inhe-
rente a las relaciones coloniales, del desnudo propio de un "estado de
naturaleza", que en la Nueva Crónica, como en la iconografía cristiana
europea, se representa más bien cubierto de hojas o pieles.
En el contexto de la relación colonial no hay inocencia, ni la víctima
de la iniquidad puede ser redimida mediante la regresión simbólica que
supondría la representación de su cuerpo según los signos de un estado
natural prepolítico o de un orden étnico nativo. Aquí, como en casi todos
los conflictos que enuncia Guarnan Poma, el indígena representado, como
el sujeto de la enunciación que lo representa, han quedado a la intempe-
rie normativa, sobre un paisaje de ruinas socioculturales. Ya la propia frag-
mentación del texto, su descomposición en viñetas, la superposición de
géneros, señalan una profunda crisis. Adorno (1986: 142) advierte que
la Nueva Crónica surgió en un momento en que laficcióny la historia se
unieron sin esperanza, ni conjunta ni separadamente, de restablecer la in-
teligibilidad y el orden de la experiencia del colonizado. Por algo la
muletilla más reiterada en el texto es: "y no ay rremedio en este mundo".
Uno de los dibujos más estremecedores de la Nueva Crónica (el que
reproduce la imagen D de la figura 4.3) muestra a un corregidor "rron-
dando y mirando la güergüenza de las mugeres". Próximo también en
esto al tratamiento del tema bíblico de "Susana y los viejos", que con
frecuencia se daba en la pintura europea de la época, el dibujo insinúa
una cierta procacidad de la mujer sometida al atropello, y el texto adjun- E
o
to, que denuncia ese abuso con todo rigor, dice también: "Y ací andan E
o
perdidas y se hazen putas". Esta desnudez no andina, dice sin ambages
Adorno (1981: 75), es signo de complicidad y no sólo del estatuto de
>
víctima. La expropiación del cuerpo del indígena, como analiza R. de la
Flor (2002: 388-389), supone la negación de su gozo, la moralización
I
y el sometimiento, en virtud de un "vaciado libidinal", al nuevo mode-
lo que se propone en el horizonte: el cuerpo del trabajo y de la servi-
dumbre. Y, en efecto, Guarnan Poma denuncia vigorosamente la mita
(la prestación de trabajo forzado), pero también la expoliación del cuerpo
femenino para el gozo exclusivo del colonizador. La exhibición obscena
de los genitales de la mujer, escandalosamente expuestos frente al espec-
tador, y no frente a sus profanadores, metáfora brutal de una mirada al
destinatario antes que objeto de espectación, es una de las más violentas
interpelaciones enunciativas que cabe encontrar en un discurso visual.
Rigurosamente extemporánea, pero acaso no impertinente, la com-
paración de esta imagen con el texto ICh que analizamos en el capítu-
lo anterior puede decir algo sobre los procedimientos de enunciación,
las estrategias de la mirada y la representación de las relaciones de géne-
ro. Aquí el sexo nos interpela sin subterfugios, a la vez provocativo y
brutalmente amenazado. Aquí la figura masculina se hace plenamente
presente en el campo visual, y se representa en su explícito poder de pre-
dación. Una luz intencionada ilumina la escena, como en ICh, pero aho-
ra el foco luminoso, una vela, también es visible, y perceptible su por-
tador masculino. No hace falta insistir en el gesto del desnudamiento,
que el corregidor efectúa, volviendo a la cabeza, directamente para nues-
tra mirada (¿por complicidad con el otro hombre y con el espectador
supuesto?, ¿por no atreverse a mirarla?), ni en el señalamiento feroz-
mente falocrático de su vara. La mujer, en fin, también cierra los ojos
entregada (¿a la voluptuosidad?, ¿a la muerte?). En esa entrega ambiva-
lente, retorcida como el escorzo serpentinato, indescifrable, se insinúa
toda la violencia, y el misterio, y la osadía, toda la fuerza y la debilidad
de lo liminar desde la que las mujeres, ayer como hoy, se resisten a ser
retiradas, cuando no de la vida, del lugar del sujeto.

4.4.3. Epílogo en el umbral


o

En muchas prácticas artísticas de nuestros días, en algunos nuevos méto-


.S dos de intervención política y cultural, se pueden percibir ecos muy direc-
o tos de aquellas formas de multitextualidad, de policulturalidad y de po-
~ lémica oculta que los textos mestizos opusieron a la primera dominación
<£ colonial. Precisamente entre autores que reivindican en ocasiones un
"paradigma de la frontera" y un pensamiento "poscolonial", a la vez des-
deñoso del etnicismo o del atavismo cultural y de la importación mimé-
tica y subyugada de las culturas imperiales. En la época poscolonial, las
identidades ya no encuentran correspondencia con sus delimitaciones
tradicionales, ni se puede afirmar la clásica equivalencia entre sujeto,
identidad, cultura y comunidad. Y, así, continúa Dietz (2003: 45),
las identidades se tornan limítrofes y parciales, puntos de sutura en
medio de las culturas. Todo esto interpela a las formas dominantes de
comunicación, que ya no dan respuesta a las formas emergentes de comu-
nidad, todo esto concierne a la política y al arte, a las estrategias de visi-
bilización, de imaginación y de mirada.
Guillermo Gómez-Peña (2004) escribe respecto a las estrategias en
la tecnored:

En los últimos dos años, muchos teóricos de raza negra,


feministas y artistas activistas han cruzado finalmente la fron-
tera digital, sin papeles, y esto ha ocasionado que los debates se
hayan tornado más complejos e interesantes. Ya que "nosotros"
(hasta ahora el "nosotros" aún es borroso, no específico y siem-
pre cambiante) no deseamos reproducir los desagradables erro-
res de los días muticulturales [...] nuestras estrategias y priori-
dades ahora son bastante diferentes: ya no estamos tratando de
persuadir a nadie de que somos dignos de ser incluidos (esta-
mos de tacto adentro/afuera al mismo tiempo, o quizá estamos
adentro temporalmente, y lo sabemos) [...]. Lo que deseamos
hacer es modificar el trazo de la cartografía hegemónica del ci-
berespacio; "politizar" el debate; desarrollar una comprensión
teórica multicéntrica de las posibilidades culturales, políticas y
estéticas de las nuevas tecnologías; intercambiar un tipo distin-
to de información (mito poética, activista, formativa, imagísti-
ca); y esperando hacer todo esto con humor e inteligencia. Los
artistas chicanos en particular queremos "amorenar" el espacio
virtual; "spanglear la red", e "infectar" la lingua franca.

En 1992, Gómez-Peña, junto a la escritora y artista multimedia


Coco Fusco, presentaron su performance Dos amerindios sin descubrir
(figura 4.4). Proponían, según sus propios términos, una "antropología
inversa", en la que evocaban las infames exhibiciones pseudoetnográfi-
cas de seres humanos en los siglos anteriores, pero también los estereo-
tipos del exotismo y la mala conciencia multiculturalista de nuestros
días. Según el relato de Gómez-Peña (2000):

Coco Fusco y yo fuimos exhibidos en una jaula metá-


lica durante períodos de tres días como "Amerindios aún no
descubiertos", provenientes de la isla ficticia de Guatinaui

Figura 4.4. ¡jos amerínd¡os sin descubrir,


performance de Coco Fusco y
Gómez-Peña.
(espanglishización de what now/ahora qué). Yo estaba vestido
como un luchador azteca de Las Vegas, una suerte de "super-
mojado" extraído de un cómic book chicano, y Coco como una
Taina natural de la Isla de Gilligan. Los "guías" del museo nos
daban de comer directamente en la boca, y nos conducían al
baño atados con correas para perro. Unas placas taxonómicas
expuestas al lado de la jaula describían nuestros trajes y carac-
terísticasfísicasy culturales en un lenguaje académico, digamos,
impecablemente mamón.
Además de ejecutar "rituales auténticos," escribíamos en
una computadora lap-top (o sea, nos "e-maileábamos" con el
chamán de la tribu), veíamos atónitos vídeos de nuestra tierra
natal, escuchábamos rap y rock en español en un estéreo por-
tátil, y estudiábamos detenidamente (con binoculares) el com-
portamiento del público que muy a su pesar se convertía en
turista y voyeur. A cambio de una módica donación, ejecutába-
mos "auténticas" danzas guatinaui y cantábamos o relatábamos
historias en nuestro idioma guatinaui, una suerte de esperanto
muy locochón inventado por mí.

Fusco llegó a la conclusión de que "la jaula se convirtió en una pan-


talla vacía en la que el público proyectó sus fantasías sobre quiénes y qué
somos" (citada por MirzoefF, 2003: 285). Una idea notablemente coin-
cidente con la de la "pantalla imaginaria" de la traducción intercultural
de Bauman (véase apartado 4.1).
Al parecer, las actitudes del público fueron muy diversas: hubo quie-
nes creyeron que la etnia y las identidades ficticias eran ciertas. Los auto-
res criticaron a los sectores intelectuales que, en lugar de mantener abier-
ta la vía de reflexión del público, dictaminaban moralmente sobre la
acción y reproducían, con la arrogancia del juicio, un rol colonial. El
enjaulamiento mismo dio lugar a reacciones diversas, pero al parecer no
a muchas protestas. Hubo también provocaciones e incluso intentos de
comprar los favores sexuales de los artistas.
Es de suponer que, tras mirar un rato, algunas personas asían los
barrotes de la jaula y simplemente cerraban los ojos.
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