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Tolerancia y responsabilidad intelectual(*)

Karl Popper

Mi conferencia de Tubinga, que hoy debo repetir aquí, se dedicó al tema “Tolerancia y
responsabilidad intelectual”. Estuvo dedicada a recordar a Leopold Lucas, a un sabio, a un
historiador, a un hombre que en su tolerancia y humanidad fue víctima de la intolerancia y la
inhumanidad.
En diciembre de 1942, a los setenta años, Leopold Lucas fue llevado con su mujer al
campo de concentración de Theresienstadt, donde ejerció como padre espiritual: una inmensa y
difícil tarea. Allí murió al cabo de diez meses. Su mujer, Dora Lucas, aún permaneció en
Theresienstadt trece meses más tras la muerte de su marido, y pudo trabajar como enfermera.
En octubre de 1944 fue deportada a Polonia junto con otros 18.000 presos. Allí fueron
asesinados.
Fue un terrible destino. Y fue el destino de innumerables personas; de personalidades;
de personas que quisieron a otras personas, que intentaron ayudar a otras personas; que fueron
queridas por otras personas y a las cuales intentaron ayudar otras personas. Eran familias que
quedaron destrozadas, destruidas, aniquiladas.
No es mi intención hablar aquí sobre estos espantosos sucesos. Lo que siempre se puede
decir -o incluso sólo pensar- sobre ellos acontece como un intento de paliar estos terribles
hechos.

(*)
La presente conferencia fue pronunciada por Karl R. Popper el 26 de mayo de 1981 en la Universidad de
Tubinga y repetida el 16 de marzo de 1982 en el Ciclo de Conversaciones sobre la Tolerancia en la Universidad
de Viena. El texto presente responde al pronunciado en esta última Universidad y se encuentra disponible en la
siguiente dirección electrónica:
http://uncursodefilosofia.blogspot.com/2007/03/karl-popper-texto-tolerancia-y.html.
Fue publicada como Capítulo 14 del libro de Karl Popper En busca de un mundo mejor (Barcelona, Paidós, 1992),
pp. 241-258.
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derechos correspondientes.
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Pero el horror continúa. Los refugiados de Vietnam, las víctimas de Pol Pot en
Camboya, las víctimas de la revolución en Irán, los refugiados de Afganistán: personas, niños,
mujeres y hombres vuelven siempre a ser víctimas de fanáticos ebrios de poder.
¿Qué podemos hacer para impedir estos indescriptibles sucesos? ¿Podemos nosotros, en
general hacer algo?
Mi respuesta a estas preguntas es: Sí, creo que nosotros podemos hacer mucho. Cuando
digo “nosotros” pienso en los intelectuales; por tanto, en personas que se interesan por las ideas;
por tanto, especialmente, en aquellos que leen y que quizá también escriben.
¿Por qué pienso que nosotros, los intelectuales, podemos ayudar? Sencillamente por
esto: porque nosotros, los intelectuales, desde hace milenios hemos ocasionado los más
horribles daños. La matanza en nombre de una idea, de un precepto, de una teoría: ésta es
nuestra obra, nuestro descubrimiento, el descubrimiento de los intelectuales. Si dejáramos de
incitar a las personas unas contra otras -a menudo con las mejores intenciones-, sólo con eso se
ganaría mucho. Nadie puede decir que ello nos sea imposible.
El más importante de los Diez Mandamientos dice: “¡No matarás!”. Encierra casi toda la
ética. La ética -tal como la formula, por ejemplo, Schopenhauer- es sólo una ampliación de este
importantísimo mandamiento. La ética de Schopenhauer es sencilla, directa, clara. Dice:”No
perjudiques a nadie, sino que ayuda a todos lo mejor que puedas”.
Pero, ¿qué sucedió cuando Moisés bajó por primera vez desde el monte Sinaí con las
Tablas de la Ley? Encontró una herejía mortal, la herejía del becerro de oro. Entonces olvidó el
mandamiento “¡No matarás!” y gritó (cito la traducción de Lutero, algo abreviada):
“¿Quién está del lado del Señor? Quien lo esté, únase conmigo…”.
Y les dijo: “Así habla Yahvé, Dios de Israel: cíñase cada uno su espada sobre su muslo… pasad y repasad
el campamento de la una a la otra puerta y mate cada uno a su hermano, a su amigo, a su deudo..
… Y perecieron aquel día tres mil hombres del pueblo” (Éxodo, 32).
Esto fue, quizá, el principio. Pero es seguro que continuó, y especialmente después de
que el Cristianismo se convirtiera en religión del Estado. Es una terrible historia de
persecuciones religiosas, persecuciones en defensa de la ortodoxia. Más tarde -sobre todo en los
siglos XVII y XVIII- vinieron, para colmo, otros fundamentos ideológicos a justificar la
persecución, la crueldad y el terror: nacionalismo, raza, ortodoxias políticas, otras religiones.
En la idea de ortodoxia y en la de herejía están ocultos los vicios más mezquinos;
aquellos vicios a los que los intelectuales son especialmente propensos: arrogancia, ergotismo,
pedantería, presunción intelectual. Estos son vicios mezquinos, no grandes vicios como la
crueldad.
El título de mi conferencia, “Tolerancia y responsabilidad intelectual”, alude a un
argumento de Voltaire, padre de la Ilustración; un argumento para la tolerancia.
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Voltaire pregunta: “¿Qué es la tolerancia?” Y responde: “Tolerancia es la consecuencia


necesaria de la comprensión de que somos personas falibles: equivocarse es humano, y todos
nosotros cometemos continuos errores. Por tanto, dejémonos perdonar unos a otros nuestras
necedades. Esta es la ley fundamental del derecho natural”.
Voltaire apela aquí a nuestra honradez intelectual: debemos reconocer nuestros errores,
nuestra falibilidad, nuestra ignorancia. Voltaire sabe bien que hay fanáticos completamente
convencidos. Pero, ¿es su convicción real y totalmente honrada? ¿Se han demostrado a sí
mismos sus convicciones y sus razones? ¿Y no es la introspección crítica una parte de toda
honradez intelectual? ¿No es a menudo el fanatismo un intento de encubrir nuestras propias e
inconfesadas incredulidades, las cuales hemos reprimido y de las que, por eso, sólo nos damos
cuenta a medias?
La apelación de Voltaire a nuestra modestia intelectual, y sobre todo a su apelación a
nuestra honradez intelectual, causó en su tiempo una gran impresión a los intelectuales. Yo
quisiera reiterar aquí su llamada.
Voltaire basa su tolerancia en que debemos perdonarnos unos a otros nuestras tonterías.
Pero una tontería muy frecuente, la de la intolerancia, Voltaire la encuentra, con razón, difícil
de tolerar. En efecto, aquí tiene la tolerancia su límite. Si admitimos la pretensión nomológica
de la intolerancia a ser tolerada, entonces destruimos la tolerancia y el Estado de Derecho. Este
fue el sino de la República de Weimar.
Pero hay, además de la intolerancia, otras necedades que no debemos tolerar; sobre todo
esa necedad que induce a los intelectuales a ir con la última moda. Una necedad que a muchos
ha inducido a escribir en un oscuro y pretencioso estilo; en aquel enigmático estilo que Goethe,
en Hexeneinmaleins y otros lugares del Fausto, critica tan demoledoramente. Este estilo, el estilo
de grandes, oscuras pretenciosas e incomprensibles palabras, ese modo de escribir no debería
admirarse más, incluso nunca más debería ser tolerado por los intelectuales. Es
intelectualmente irresponsable. Destruye el sano entendimiento humano, la razón. Hace
posible esa postura que se ha designado como relativismo. Esta postura conduce a la tesis de que
todas las tesis intelectuales son más o menos justificables. Todo está permitido. Por eso la tesis
del relativismo frecuentemente conduce a la anarquía, a la ausencia de legalidad, y, así, al
dominio de la fuerza.
Mi tema, tolerancia y responsabilidad intelectual, me ha conducido, por tanto, a la
cuestión del relativismo.
Desearía contraponer aquí al relativismo una postura que casi siempre se confunde con
él, pero que es radicalmente distinta de éste. He denominado a menudo a esta posición como
pluralismo; pero ello precisamente ha conducido a esos malentendidos. Por eso quiero
caracterizarlo aquí como un pluralismo crítico.
Mientras que el relativismo, que procede de la tolerancia laxa, conduce al dominio de la
fuerza, el pluralismo crítico puede contribuir a la domesticación de la misma. La idea de verdad
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es de una significación decisiva para la contraposición entre el relativismo y el pluralismo


crítico.
El relativismo es la postura según la cual se puede aseverar todo, o casi todo, y por tanto
nada. Todo es verdad, o nada. La verdad es algo sin significado. El pluralismo crítico es la
postura según la cual, en interés de la búsqueda de la verdad, toda teoría -cuantas más teorías
mejor- debe admitirse en competencia con otras teorías. Esta competencia consiste en la
discusión racional de la teoría y su eliminación crítica. La discusión es racional, y esto significa
que se trata de la verdad de las teorías competidoras: la teoría que, en la discusión crítica,
parezca acercarse más a la verdad es la mejor; y la mejor teoría elimina a las teorías peores. Se
trata, pues, de la verdad.
La idea de verdad objetiva y la idea de la búsqueda de la verdad son aquí de una
importancia decisiva.
El primer hombre que desarrolló una teoría de la verdad, el que enlazó la idea de verdad
objetiva con la idea de nuestra esencial falibilidad humana, fue el presocrático Jenófanes.
Probablemente nació el 571 a C. en Jonia, Asia Menor. Fue el primer griego que escribió crítica
literaria, el primer ético, el primer crítico del conocimiento y el primer monoteísta
especulativo.
Jenófanes fue el fundador de una tradición, de una corriente de pensamiento a la que
pertenecen, entre otros, Sócrates, Montaigne, Erasmo, Voltaire y Lessing.
Esta tradición se designó a menudo como escuela escéptica. Pero tal designación puede
conducir fácilmente a malentendidos. El diccionario alemán de uso explica “escepticismo” como
“duda, incredulidad”, y “escéptico” como “persona descreída”; éste es evidentemente el
significado alemán de la palabra, y sobre todo el significado moderno. Pero el verbo griego del
cual deriva el grupo etimológico alemán (lo escéptico, el escéptico, escepticismo), no significa
originariamente dudar, sino “examinar, comprobar, reflexionar, inspeccionar, buscar,
investigar”.
Entre los escépticos, en el sentido originario de la palabra, seguro que se han dado
también muchas personas dubitativas y quizá también descreídas, pero la fatal equiparación de
las palabras escepticismo y duda fue probablemente una jugarreta de la escuela estoica, que
quiso caricaturizar a sus competidores. En todo caso, los escépticos Jenófanes, Sócrates,
Erasmo, Montaigne, Locke, Voltaire y Lessing, todos ellos fueron teístas o deístas. Lo que
tienen en común todos los miembros de esta tradición escéptica -incluido Nicolás de Cusa-, y lo
que tengo también yo en común con esa tradición, es que nosotros subrayamos nuestra
ignorancia humana. De ahí extraemos importantes consecuencias éticas: tolerancia, pero
ninguna concesión a la intolerancia, a la violencia y a la crueldad.
Jenófanes era rapsoda de profesión. Discípulo de Homero y Hesíodo, criticó a ambos. Su
crítica era ética y pedagógica. Se manifestó en contra de que los dioses robaran, mintieran,
cometieran adulterio, como Homero y Hesíodo contaban. Ello le llevó a someter a crítica la
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mitología homérica. El resultado más importante de la crítica fue el descubrimiento de lo que


hoy designamos como antropomorfismo: el descubrimiento de que las historias griegas de los
dioses no deben tomarse en serio, porque representan a los dioses como humanos.
Quizá podría citar aquí algunos de los argumentos en verso de Jenófanes, en mi casi
literal traducción:
Chatos, negros: así ven los etíopes a sus dioses.
De ojos azules y rubios: así ven a sus dioses los tracios.
Pero, si los bueyes y caballos y leones tuvieran manos,
manos como las personas, para dibujar, para pintar, para crear una obra de arte,
entonces los caballos pintarían a los dioses semejantes a los caballos, los bueyes
semejantes a bueyes, y a partir de sus figuras crearían
las formas de los cuerpos divinos según su propia imagen: cada uno según la suya.
Así expone Jenófanes su problema: ¿Cómo debemos imaginar a los dioses después de
esta crítica al antropomorfismo? Tenemos cuatro fragmentos que contienen una parte
importante de su respuesta. La respuesta es monoteísta, a pesar de que Jenófanes, en la
formulación de su monoteísmo, recurre, a semejanza de Lutero en su traducción del primer
mandamiento, a dioses en plural.
Jenófanes escribe:
Solamente un dios es el supremo, único entre dioses y hombres,
ni en figura ni en pensamiento semejante a los mortales.
Permanece siempre en el mismo lugar, sin movimiento,
y no le conviene emigrar de un lado a otro.
Sin esfuerzo hace vibrar Al Todo, sólo por medio de su saber y querer.
Todo él es ver, todo pensar y planear; y todo él es escuchar.
Estos son los fragmentos que nos informan sobre la teología especulativa de Jenófanes.
Está claro que esta teoría completamente nueva fue para Jenófanes la solución a un difícil
problema. De hecho, le viene como solución al mayor de todos los problemas, el problema del
mundo. Nadie que sepa algo sobre psicología del conocimiento puede dudar de que esta nueva
perspectiva de su creador debe aparecer como un descubrimiento.
Aunque dijo, clara y sinceramente, que su teoría no era más que una conjetura, esto era
un triunfo autocrítico sin igual, un triunfo de su honradez intelectual y de su modestia.
Jenófanes generalizó esta autocrítica de un modo sumamente característico en él: tenía
claro que lo que había encontrado sobre su propia teoría (que a pesar de su intuitiva fuerza de
convicción no era más que una conjetura) debía valer para todas las teorías humanas: todo no es
más que conjetura.
Me parece descubrir que no fue demasiado fácil para él ver a su propia teoría como
conjetura.
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Jenófanes formula esta teoría crítica del conocimiento en cuatro bellos versos:
La verdad segura sobre los dioses y sobre todas las cosas de las que hablo
no la conoce ningún humano y ninguno la conocerá.
Incluso aunque alguien anunciara alguna vez la verdad más acabada,
él mismo no podría saberlo: todo está entreverado de conjetura.
Estos cuatro versos encierran más que una teoría de la inseguridad del conocer humano.
Encierran una teoría de la verdad objetiva. Pues Jenófanes enseña aquí que lo que digo puede
ser verdadero sin que yo o nadie sepa que es verdadero. Pero esto significa que la verdad es
objetiva: la verdad es la correspondencia de lo que digo con los hechos, aunque yo sepa o no
que la correspondencia existe.
Además de esto, estos cuatro versos encierran todavía otra teoría muy importante.
Encierran una alusión a la diferencia entre la verdad objetiva y la seguridad subjetiva del saber.
Pues los cuatro versos dicen que incluso si anunciara la verdad más acabada, no lo podría saber
con seguridad. Puesto que no hay un criterio infalible de verdad, no podremos nunca, o casi
nunca, estar completamente seguros de que no nos hemos equivocado.
Pero Jenófanes no era un teórico pesimista del conocimiento, era un investigador, y en
el curso de su larga vida consiguió mejorar críticamente varias de sus conjeturas, sobre todo sus
teorías científico-naturales. Él lo expresó como sigue:
Desde el principio los dioses no revelaron todo a los mortales,
pero éstos, buscando, en el curso del tiempo encuentran lo mejor.
Jenófanes aclara también lo que entiende aquí por lo mejor: piensa en la aproximación a la
verdad objetiva, la cercanía a la verdad, la similitud con la verdad. Pues dice de una de sus
conjeturas: “Esta conjetura es, así lo parece, realmente semejante a la verdad”.
Es posible que en este fragmento las palabras “esta conjetura” aludan a la teoría
monoteísta de la divinidad de Jenófanes.
La teoría de Jenófanes del conocimiento humano encierra, pues, los siguientes puntos:
1. Nuestro saber consta de enunciados.
2. Los enunciados son verdaderos o falsos.
3. La verdad es objetiva. Es la correspondencia del contenido de los enunciados con los
hechos.
4. Incluso si expresamos la verdad más acabada, no podemos saberlo, esto es, no
podemos saberlo con certeza.
5. Así pues, saber, en el pleno sentido de la palabra es saber seguro; por tanto, no hay
ningún saber, sino sólo saber conjetural: Todo está entreverado de conjetura.
6. Pero, en nuestro saber conjetural, hay un progreso hacia lo mejor.
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7. El mejor conocimiento es una mejor aproximación a la verdad.


8. Pero el conocimiento conjetural permanece siempre, entreverado de conjetura.
Para una total comprensión de la teoría de la verdad en Jenófanes es especialmente
importante acentuar el que éste distingue claramente la verdad objetiva de la seguridad
subjetiva. La verdad objetiva es la correspondencia de un enunciado con los hechos, lo sepamos
ahora lo sepamos seguro- o no. La verdad no debería, pues, confundirse con la seguridad, o con
el saber seguro. Quien sabe algo seguro, conoce la verdad. Pero a menudo sucede que
cualquiera conjetura algo sin saberlo seguro, y sin saber que su conjetura es, en efecto,
verdadera. Jenófanes manifiesta de manera totalmente acertada que hay muchas verdades -e
importantes verdades- que nadie sabe con seguridad; sí, que nadie puede saber, a pesar de que
son conjeturadas por muchos. Y, más aún, manifiesta que hay verdades que ni siquiera nadie
conjetura.
De hecho, en cada lengua, en la que podemos hablar sobre la infinidad de números
naturales, hay infinidad de frases claras y unívocas. Cada una de estas frases es o verdadera o, si
es falsa, su negación es verdadera. Hay, pues, infinidad de verdades. Y de ahí se deduce que hay
infinidad de verdades que nunca podremos saber: hay infinidad de verdades incognoscibles para
nosotros.
Incluso actualmente hay muchos filósofos que piensan que la verdad sólo puede ser
significativa para nosotros cuando la poseemos; por tanto, cuando la sabemos con seguridad.
Pero precisamente el saber en torno al hecho de que hay saber conjetural es de la mayor
significación. Hay verdades a las que sólo con una esforzada búsqueda podemos acercarnos.
Nuestro camino discurre casi siempre a través del error; y sin verdad no puede darse ningún
error (y sin error no hay falibilidad). Algunos de los puntos de vista que he expresado ahora los
tenía ya bastante claros antes de haber leído los fragmentos de Jenófanes. En caso contrario,
quizá no los hubiera comprendido. Que precisamente nuestro saber se entreteje de conjeturas y
es inseguro, se me aclaró gracias a Einstein. Pues él mostró que la teoría de la gravitación de
Newton, es un saber conjetural, lo mismo que la propia teoría de la gravitación de Einstein; y,
lo mismo que aquella, ésta parece ser sólo una aproximación a la verdad.
No creo que se me hubiera aclarado el significado del saber conjetural sin Newton ni
Einstein; y por eso me pregunto cómo ya Jenófanes, 2.500 años antes, pudo aclararlo. Quizá lo
siguiente sea la respuesta a esta cuestión.
Originariamente Jenófanes creía en la imagen del mundo de Homero, así como yo creía
en la imagen del mundo de Newton. Esta creencia se quebró tanto en él como en mí: en él, por
su propia crítica a Homero; en mí, por la crítica de Einstein a Newton. Tanto Jenófanes como
Einstein reemplazaron la imagen criticada del mundo por una nueva; y ambos eran conscientes
de que su nueva visión del mundo era sólo una conjetura.
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El punto de vista de que Jenófanes anticipó 2.500 años antes mi teoría del saber
conjetural me enseñó a ser modesto. Pero también la idea de la modestia intelectual fue
anticipada hace casi el mismo tiempo. Ésta procede de Sócrates.
Sócrates fue el segundo y muy influyente fundador de la tradición escéptica. Él enseñó
que sólo es sabio el que sabe que no lo es.
Sócrates y Demócrito, más o menos contemporáneo suyo, hicieron, independiente-
mente uno de otro, el mismo descubrimiento ético: ambos dijeron casi con las mismas palabras:
“Sufrir injusticia es mejor que hacer injusticia”.
Se puede decir ciertamente que esta perspectiva -en cualquier caso junto con la
perspectiva acerca de lo poco que sabemos- conduce a la tolerancia, como más tarde enseñó
Voltaire.
Voy ahora al significado actual de esta filosofía autocrítica del conocimiento.
En primer lugar, hay aquí la siguiente objeción a tratar. Es cierto, se ha dicho, que
Jenófanes, Demócrito y Sócrates nada sabían; era de hecho sabiduría el que reconocieran su
propia ignorancia, y quizá aún mayor sabiduría era que admitieran la actitud de buscadores.
Nosotros -o más exactamente nuestros científicos naturales- somos todavía buscadores,
investigadores. Pero hoy los científicos naturales no sólo buscan, sino que también encuentran.
Y saben muchas cosas; tantas que la sola cantidad de nuestro saber científico natural se ha
convertido en problema. ¿Podemos, pues, hoy todavía construir seriamente nuestra filosofía del
conocer sobre la teoría socrática de la ignorancia? La objeción es correcta. Pero sólo cuando
hayamos hecho cuatro añadidos sumamente importantes.
Primero: cuando se ha dicho aquí que la ciencia natural sabe mucho es, en efecto,
correcto; pero la palabra “saber” se toma aquí (en apariencia inconscientemente) en un sentido
que es completamente diferente del sentido que Jenófanes y Sócrates mentaron y del que la
palabra “saber” también tiene todavía en el actual lenguaje cotidiano. Pues mentamos siempre,
con saber, “saber seguro”. Cuando alguien dice: “Yo sé que hoy es martes, pero no estoy seguro
de que hoy sea martes”, se contradice a sí mismo, o retira en la segunda parte de su frase lo que
dijo en la primera.
Pero el saber científico-natural no es precisamente un saber seguro. Es revisable. Se basa
en conjeturas comprobables; en el mejor de los casos conjeturas comprobables muy
rigurosamente, pero en cualquier caso siempre sólo en conjeturas. Es un saber hipotético, un
saber conjetural. Esta es la primera observación y ella sola es una total justificación de la
ignorancia socrática y de la advertencia de Jenófanes de que, incluso cuando expresamos la
verdad más acabada, no podemos saber que aquello que hemos dicho es verdadero.
La segunda observación que debo hacer a la objeción de que hoy sabemos tanto es la
siguiente: con casi cada nueva conquista científico-natural, con cada solución hipotética a un
problema científico-natural, crece el número y la dificultad de los problemas abiertos, y es
cierto que de modo más rápido que las soluciones. Verdaderamente podemos decir que,
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mientras nuestro saber hipotético sea limitado, nuestra ignorancia es ilimitada. Pero no sólo
eso: para el verdadero científico natural, que tiene un sentido para los problemas abiertos, el
mundo -en un sentido completamente concreto- le resulta siempre enigmático.
Mi tercera observación es la siguiente: cuando decimos que hoy sabemos más que
Jenófanes o Sócrates, eso es algo conjeturalmente incorrecto, en el caso de que interpretemos
saber en sentido subjetivo. Conjeturalmente cada uno de nosotros no sabe más, sino otras cosas.
Hemos cambiado ciertas teorías, ciertas hipótesis, ciertas conjeturas por otras, muy a menudo
por mejores: mejores en el sentido de proximidad a la verdad.
El contenido de esas teorías, hipótesis, conjeturas se puede calificar de saber en sentido
objetivo, en oposición al saber subjetivo o personal. Por ejemplo, aquello que está contenido en
los voluminosos manuales de Física es un saber impersonal u objetivo, y naturalmente
hipotético: va mucho más allá de lo que el físico sabe -o, más exactamente, conjetura- y puede
ser designado como un saber personal o subjetivo. Ambos -el saber impersonal y el personal-
son, en su mayor parte, hipotéticos y mejorables. Pero no sólo el saber impersonal va
actualmente mucho más lejos de lo que cualquiera puede saber personalmente, sino que el
progreso del saber impersonal objetivo es tan rápido que el saber personal sólo le puede seguir
los pasos por poco tiempo y en pequeñas áreas: es sobrepasado.
Aquí tenemos todavía un cuarto motivo para darle la razón a Sócrates. En efecto, este
saber sobrepasado consta de teorías que se han mostrado falsas. El saber sobrepasado, por tanto,
decididamente no es un saber, al menos en el sentido del lenguaje cotidiano.
Tenemos así cuatro razones que muestran que incluso hoy la perspectiva socrática de “sé
que no sé nada y apenas esto” es de gran actualidad, quizá aún más actual que en tiempos de
Sócrates. Y tenemos motivos (en defensa de la tolerancia) para extraer de esta perspectiva esas
consecuencias éticas que fueron extraídas por Erasmo, Montaigne, Voltaire y más tarde por
Lessing. Y aún más consecuencias.
Los principios que se encuentran a la base de cualquier discusión racional, esto es, de
cualquier discusión al servicio de la búsqueda de la verdad, son principios éticos por
antonomasia. Quisiera especificar los tres principios siguientes.
1. El principio de falibilidad: quizá yo no tengo razón, y quizá tú la tienes. Pero también
podemos estar equivocados los dos.
2. El principio de discusión racional: queremos intentar ponderar de la forma más
impersonal posible nuestras razones en favor y en contra de una determinada y criticable teoría.
3. El principio de aproximación a la verdad: a través de una discusión imparcial nos
acercamos casi siempre más a la verdad, y llegamos a un mejor entendimiento, incluso cuando
no alcanzamos un acuerdo.
Es digno de atención que los tres principios son principios teoréticos del conocimiento y
al mismo tiempo éticos. Pues implican entre otras cosas tolerancia: si yo puedo aprender de ti y
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quiero aprender en beneficio de la búsqueda de la verdad, entonces no sólo te debo tolerar, sino
reconocerte como mi igual en potencia; la potencial unidad e igualdad de derechos de todas las
personas son un requisito de nuestra disposición a discutir racionalmente. Es importante
también el principio de que podemos aprender mucho de una discusión, incluso cuando no
conduce a un acuerdo. Pues la discusión nos puede ayudar a aclarar algunos de nuestros errores.
Así pues, a la base de la ciencia natural hay principios éticos. La idea de verdad como
principio regulativo subyacente es uno de tales principios éticos.
La búsqueda de la verdad y la idea de aproximación a la verdad son otros dos principios
éticos; así como también la idea de honradez intelectual y de falibilidad, que nos conduce a la
actitud autocrítica y a la tolerancia.
También es muy importante el que podamos aprender en el ámbito de la ética. Esto
quisiera mostrarlo con el ejemplo de la ética para los intelectuales, especialmente la ética para
las profesiones intelectuales, la ética para los científicos, para los médicos, juristas, ingenieros,
arquitectos, para los funcionarios públicos y, muy importante, para los políticos.
Quisiera presentarles algunas proposiciones para una nueva ética profesional,
proposiciones que están estrechamente unidas a las ideas de tolerancia y de honradez
intelectual.
Para este fin, caracterizaré en primer lugar la vieja ética profesional y quizá también la
caricaturizaré un poco, para luego compararla con la nueva ética profesional que propongo.
Ambas, la vieja y la nueva ética profesional, están basadas manifiestamente en las ideas de
verdad, de racionalidad y de responsabilidad intelectual. Pero la vieja ética estaba fundada sobre
la idea del saber personal y del saber seguro y, por tanto, sobre la idea de autoridad; mientras
que la nueva ética está fundada sobre la idea del saber objetivo y del saber inseguro. De este
modo se modifica la mentalidad subyacente que está a la base y, con ello, también el papel de
las ideas de verdad, de racionalidad y de honradez y responsabilidad intelectual.
El viejo ideal era poseer la verdad y la seguridad, y asegurar, en lo posible, la verdad a
través de una argumentación lógica.
A este ideal, aún hoy ampliamente aceptado, responde el ideal personal del sabio
(naturalmente no en sentido socrático), el ideal platónico del sabio, que es una autoridad; del
filósofo, que al mismo tiempo es un gobernante regio.
El viejo imperativo para los intelectuales es: “¡sé una autoridad!”, ¡”conoce todo en tu
campo!”.
Cuando eres reconocido como autoridad, entonces tu autoridad es defendida por tus
colegas, y naturalmente tú debes defender la autoridad de tus colegas. La vieja ética que
describo prohíbe cometer errores. En modo alguno es permitido un error. De ahí que no se
puedan cometer errores. No necesito resaltar que esta vieja ética profesional es intolerante. Y
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era también siempre intelectualmente desleal: conduce al encubrimiento del error a favor de la
autoridad, especialmente en la medicina.
Por eso propongo una nueva ética profesional, y no sólo para el científico-natural.
Propongo fundarla en los siguientes doce principios con los que termino.
1. Nuestro saber conjetural objetivo va siempre más lejos del que una persona puede
dominar. Por eso no hay ninguna autoridad. Esto rige también dentro de las especialidades.
2. Es imposible evitar todo error o incluso tan sólo todo error en sí evitable. Los errores
son continuamente cometidos por todos los científicos. La vieja idea de que se pueden evitar los
errores, y de que por eso es obligado evitarlos, debe ser revisada: ella misma es errónea.
3. Naturalmente sigue siendo tarea nuestra evitar errores en lo posible. Pero
precisamente, para evitarlos, debemos ante todo tener bien claro cuán difícil es el evitarlos, y
que nadie lo consigue completamente. Tampoco lo consiguen los científicos creadores, los
cuales se dejan llevar de su intuición: la intuición también nos puede conducir al error.
4. También en nuestras teorías mejor corroboradas pueden ocultarse errores, y es tarea
específica de los científicos el buscarlos. La constatación de que una teoría bien corroborada o
un proceder práctico muy empleado es falible puede ser un importante descubrimiento.
5. Debemos, por tanto, modificar nuestra posición ante nuestros errores. Es aquí donde
debe comenzar nuestra reforma ético-práctica. Pues la vieja posición ético-profesional lleva a
encubrir nuestros errores, a ocultarlos y, así, a olvidarlos tan rápidamente como sea posible.
6. El nuevo principio fundamental es que nosotros, para aprender a evitar en lo posible
errores, debemos precisamente aprender de nuestros errores. Encubrir errores es, por tanto, el
mayor pecado intelectual.
7. Debemos por eso esperar siempre ansiosamente nuestros errores. Si los encontramos
debemos grabarlos en la memoria; analizarlos por todos lados para llegar a la causa.
8. La postura autocrítica y la sinceridad se tornan, en esta medida, deber.
9. Porque debemos aprender de nuestros errores, por eso debemos también aprender a
aceptar, si, a aceptar agradecidos el que otros nos hagan conscientes de ellos. Si hacemos
conscientes a los otros de sus errores, entonces debemos acordarnos siempre de que nosotros
mismos hemos cometido, como ellos, errores parecidos. Y debemos acordarnos de que los más
grandes científicos han cometido errores. Con toda seguridad no afirmo que nuestros errores
sean habitualmente perdonables: no debemos disminuir nuestra atención. Pero es
humanamente inevitable cometer siempre errores.
10. Debemos tener bien claro que necesitamos a otras personas para el descubrimiento y
corrección de errores (y ellas a nosotros); especialmente personas que han crecido con otras
ideas en otra atmósfera. También esto conduce a la tolerancia.
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11. Debemos aprender que la autocrítica es la mejor crítica; pero que la crítica por
medio de otros es una necesidad. Es casi tan buena como la autocrítica.
12. La crítica racional debe ser siempre específica: debe ofrecer fundamentos específicos
de por qué parecen ser falsas afirmaciones específicas, hipótesis específicas o argumentos
específicos no válidos. Debe ser guiada por la idea de acercarse en lo posible a la verdad
objetiva. Debe en este sentido, ser impersonal.
Les pido que consideren mis formulaciones como propuestas. Ellas deben mostrar que,
también en el campo ético, se pueden hacer propuestas discutibles y mejorables.

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