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Séptimo Tratado. "El Odio A La Música": Pascal Quignard
Séptimo Tratado. "El Odio A La Música": Pascal Quignard
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de noche que de día, en las calles de los centros urbanos, en las galerías y
pasajes comerciales, en los almacenes, en las librerías, en los edificios de
los bancos extranjeros donde se retira dinero, aun en las albercas, aun a
la orilla de las playas, en los departamentos privados, en los restau-
rantes, en los taxis, en el metro, en los aeropuertos.
Aun en los aviones en el momento de despegar o de aterrizar.
Hay que oír esto temblando: era con música como esos cuerpos desnudos
entraban en la cámara.
Sólo quedaban los médicos, los sastres, los zapateros, los músicos, los cocineros, los
homosexuales aún jóvenes y atractivos, los amigos o compatriotas de ciertas autoridades
del campo, además de algunos individuos particularmente despiadados, vigorosos e
inhumanos, que habían sido colocados por la comandancia SS en las funciones de Kapo,
Blockältester u otras.
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La meditación de Simon Laks puede hacerse bajo la forma de dos pregun-
tas:
¿Cómo la música pudo ser “involucrada en la ejecución de millones de
seres humanos”?
¿Por qué tuvo una “participación más que activa” en ello?
La música viola al cuerpo humano. Lo pone de pie. Los ritmos musi-
cales fascinan a los ritmos corporales. Al encuentro de la música, el oído
no puede cerrarse. La música es un poder y por lo tanto se asocia a
todo poder. Su esencia es de desigualdades. Oído y obediencia están liga-
dos. Un jefe, unos ejecutantes, unos obedientes, tal es la estructura que
su ejecución establece. Donde haya un jefe y unos ejecutantes, hay
música. En sus relatos filosóficos, Platón nunca pensó distinguir
entre la disciplina y la música, la guerra y la música, la jerarquía social
y la música. Aun las estrellas son sirenas según Platón, son astros
sonoros productores de orden y de universo. Cadencia y mesura. La mar-
cha tiene cadencia, los macanazos tienen cadencia, los saludos tienen
cadencia. La primera función, o por lo menos la más cotidiana de las fun-
ciones asignadas a la música de los Lagerkapelle, radica en dar ritmo a la
salida y al regreso de los Kommandos.
La realidad del Lager y el mito del Edén cuentan una historia similar
porque el primer hombre y el último hombre son el mismo. Descubren la
ontología de un mismo mundo. Exhiben la misma desnudez. Escuchan el
mismo llamado que hace obedecer. La voz del rayo es como la noche ful-
gurante que trae el aguacero en su trueno.
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¿Qué es Dios? Que hayamos nacido. Que hayamos nacido de otros. Que
hayamos nacido de un acto que no presenciamos. Que hayamos nacido de
un abrazo en el cual cuerpos distintos al nuestro estaban desnudos, cuer-
pos que quisiéramos ver.
Resulta que moviéndose uno hacia el otro, gimen.
Somos el fruto de una sacudida entre dos caderas desnudas, incomple-
tas, avergonzadas una frente a la otra y cuya unión fue ruidosa, rítmica y
gimiente.
Oír y obedecer.
La primera vez que Primo Levi, en la entrada del campo, escuchó la
banda que tocaba Rosamunda, le costó reprimir la risa nerviosa que se
adueñó de él. Entonces distinguió los batallones que venían de regreso al
campo, con sus extraños andares, avanzando en columnas de cinco, casi
rígidos, el cuello estirado, los brazos pegados al cuerpo, parecían hombres
hechos de madera, la música levantaba las piernas y decenas de miles de
suecos de madera, contraía los cuerpos cual autómatas.
Los hombres estaban tan desprovistos de fuerza que los músculos de
las piernas obedecían, a pesar de ellos mismos, a la fuerza propia que los
ritmos de la música del campo imponía y que Simon Laks dirigía.
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Agrego lo que el segundo y el quinto tratado —espero— hayan demos-
trado: la música se funda sobre la obediencia y deriva del reclamo1 de
muerte.
La música está contenida toda en el silbatazo del SS. Es una potencia efi-
caz, provoca una actitud inmediata. De la misma manera como la cam-
pana del campo provoca el despertar mediante el cual la pesadilla onírica
se interrumpe para dejar lugar a la pesadilla real. Una y otra vez, el sil-
bato “pone de pie”.
La función secreta de la música es convocar.
Es el canto del gallo que repentinamente hace sollozar a San Pedro.
Había que escucharla sin obedecerla, sin sufrirla, para entender lo que representaba y
las razones premeditadas por las que los alemanes habían instaurado este rito monstru-
oso, había que entender por qué todavía hoy, cuando una de estas inocentes canciones
regresa a nuestra memoria, se nos hiela la sangre en las venas.
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Según María Moliner, reclamo tiene, entre otras, las siguientes acepciones: “1. Voz con
que una ave llama a otra de su especie. 2. Ave amaestrada que se emplea en la caza para que
atraiga con su canto a otras de su especie. 3. Utensilio con el que se imita el canto de
una ave, usado con ese mismo fin”. En el segundo tratado “Resulta que las orejas no tienen
párpados” y en el quinto tratado “El canto de las sirenas”, Quignard plantea que una de las
más antiguas funciones de la música es cinegética. Por no tener párpados, las orejas no
pueden resistir el llamado musical que es un llamado de muerte. La música y el canto de
las sirenas son reclamos que seducen, aniquilan la voluntad y conducen a la muerte. (T.)
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metamorfosea bajo la forma del tarabust”.2 El melos es tarabust del ritmo
del cuerpo, se confunde con la molécula sonora personal. Entonces, Primo
Levi escribió que la música aniquila. La música se vuelve “expresión sen-
sible” de la determinación con la cual algunos hombres emprendieron el
exterminio de otros.
El lazo entre madre e hijo, la identificación del uno con el otro, y luego
la adquisición de la lengua materna se forjan en el seno de una incu-
bación sonora muy rítmica. Ésta empieza antes del nacimiento, es pre-
sente en el momento del parto con los gritos y las vocalizaciones, y
persiste por mucho tiempo con pequeñas canciones, calificativos, nombres
y apodos, frases reiteradas e impositivas que se vuelven órdenes.
2Del antiguo provenzal tarabust: hacer ruido, molestar, fastidiar en exceso, atormentar,
importunar mediante palabras o intervenciones reiteradas. (T.)
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El ritmo de las mareas, ligado al ritmo nictemeral,3 nos partió en dos.
Todo nos parte en dos.
La audición prenatal permite la identificación postnatal con la madre.
Los sonidos familiares esbozan la epifanía visual del cuerpo desconocido
de la madre, al cual el recién nacido abandonará como si se tratara de
una muda.
De inmediato y acompañados por canturreos, los brazos maternos se
estiran hacia el grito pueril. Sin cesar, los brazos mecen al niño cual
objeto que sigue flotando.
Desde sus primeras horas de vida, los sonidos que giran en el aire
estremecen al recién nacido, modifican su ritmo respiratorio (su soplo, es
decir su psyché, es decir su animatio, es decir su alma), transforman su
ritmo cardiaco, lo hacen parpadear y mover todos sus miembros en forma
desordenada.
Desde la primera hora, el oír los llantos de otros recién nacidos
provoca su propia agitación y le hacen verter sus propias lágrimas.
El sonido nos agrupa, nos rige, nos organiza. Pero abrimos en nosotros el
sonido. Si concentramos nuestra atención en sonidos idénticos y que se
repiten a intervalos regulares, no los escuchamos en su unicidad. Los
organizamos espontáneamente por grupos de dos o de cuatro sonidos, a
veces tres, escasamente cinco, nunca más. Y no parece que sean los
sonidos los que se repiten, sino que son los grupos que se suceden unos a
otros.
De esta manera, es el tiempo mismo el que se asocia y disocia.
3Nictemérico: del griego nyx, noche y eeméra día. En términos astrológicos es el tiempo
que comprende parte de la noche y la mitad del día. Nictémero: espacio de un día y de una
noche. (T.)
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¿Por qué entonces el agrupamiento espontáneo parece corresponder a
una pulsación de la atención? ¿Por qué este pulso tiránico del alma? ¿Por
qué los hombres están presentes en este mundo de una manera que no es
instantánea, sino que descansa en un mínimo de simultaneidad y de
sucesión?
¿Por qué el presente humano deja como un hueco en el lugar del
lenguaje?
De pronto los hombres oyen frases. De pronto, para ellos una sucesión de
sonidos forma una melodía. Los hombres son los contemporáneos de algo
más que el instante. Y es así como el lenguaje se instala en ellos, es así
como se vuelven siervos de la música. No podemos dejar de pensar que su
camino hacia una presa se realiza con algo más que la sucesión de un
solo pie. Y es mediante ese “algo más que un solo pie” como corren sin
caerse y logran remedar, acentuar y obligar la depredación en la danza.
No faltan las publicaciones que declaran, no sin cierto énfasis, que la música sostenía a
los presos descarnados y les daba fuerza para resistir. Otros afirman que la música pro-
ducía el efecto inverso, que deprimía a los infelices precipitando su fin. Personalmente,
comparto esta última opinión.
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En Musiques d’un autre monde, Simon Laks relata esta historia.
En 1943, en el campo de Auschwitz, en ocasión de la velada de
Navidad, el comandante Schwartzhuber ordenó a los músicos del Lager ir
a entonar cánticos navideños alemanes y polacos ante los enfermos del
hospital para mujeres.
Simon Laks y sus músicos fueron al hospital para mujeres.
En un principio, el llanto se adueñó de todas las mujeres, particular-
mente de las polacas, hasta formar un sollozo más sonoro que la música
misma.
Luego, los gritos sucedieron a las lágrimas. Las enfermas gritaban
“¡Deténganse!, ¡Deténganse!, ¡Váyanse!, ¡Lárguense!, ¡Déjenos morir en
paz!”
De los músicos, Simon Laks era el único que entendía el sentido de las
palabras que aullaban las mujeres polacas. Los músicos miraron a Simon
Laks, éste les hizo señal de retirarse. Y se fueron.
Simon Laks declaró que hasta entonces nunca había pensado que la
música pudiese doler tanto.
La música duele.
Polibio escribió: “No hay que creer a Éforas cuando dice que la música fue
dada a los hombres como engaño de charlatán”. Éforas no dijo eso.
Escribió: “La música ha sido creada para encantar y hechizar”. Lo que
Polibio llama “charlatanería de la música” remite a su origen iniciático,
zoomorfo, ritual, cavernoso, chamánico, ebrio, delirante, omnívoro, entu-
siasta.
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dos por irresistibles y escabrosos contoneos. La presa de la música es el
cuerpo humano. La música es intrusión y captura de ese cuerpo. Sumerge
en la obediencia al que tiraniza, atrapándolo en la trampa de su canto. Las
sirenas se vuelven el odos de Odiseo (oda en lengua griega significa a la vez
camino y canto). Orfeo, el padre de los cantos, reblandece las piedras y
domestica a los leones para engancharlos a las carretas. La música capta,
cautiva en el lugar donde resuena y donde la humanidad, a tientas, se
dirige hacia su ritmo. La música hipnotiza y provoca que el hombre escape
de lo expresable. Durante la audición, los hombres están detenidos.
Antaño, los filólogos afirmaban que bell derivaba de bellum, que la cam-
pana sonora y petrificante derivaba de la guerra.
R. Murray Schaffer relata que en Europa durante la Segunda Guerra
los alemanes confiscaron treinta y tres mil campanas que fundieron
para hacer cañones. Cuando regresó la paz, templos, catedrales e igle-
sias reclamaron sus bienes y les fueron entregados los cañones de la
derrota. Pastores y sacerdotes los fundieron para que volvieran a ser
campanas.
La campana deriva de lo animal. La palabra inglesa bell deriva de bel-
lam, mugir. La campana es el mugido de los hombres.
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Goethe, a sus setenta y cinco años, escribió: “La música militar me
levanta como un puño que se abre”.
Regresamos del trabajo. El campo se acerca. La orquesta de Birkenau toca fox trot de
moda. La orquesta nos calienta la bilis. ¡Cómo odiamos esa música! ¡Cómo odiamos a
esas intérpretes! A esas muñecas sentadas con sus vestidos azul marino con cuello
blanco. ¡No sólo están sentadas: tienen derecho a una silla! Se supone que esta música
debería animarnos. Nos inmoviliza como el sonido de la trompeta durante la batalla.
Esta música estimula aun a los rocines moribundos que ajustan el paso de sus
herraduras al ritmo de lo que ellas están tocando.
Píndaro, Píticas, I, 1.
“Lira de oro a quien obedece el paso.”
Simon Laks escribió que le parecía que la música ejercía un efecto depri-
mente sobre la desgracia extrema. Al dirigirla, sentía que aumentaba la
pasividad, que inducía a la postración física y moral a la cual el hambre y
el olor a muerte condenaban a los cuerpos de los detenidos. Aclara:
También es verdad que durante los conciertos dominicales, algunos espectadores nos
escuchaban con gusto. Pero era un gusto pasivo, sin participación, sin reacción. Otros
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nos maldecían, nos insultaban, nos miraban mal, nos consideraban como intrusos que no
compartían su misma suerte.
Elías Canetti repitió que el origen del ritmo era caminar sobre dos pies, lo
que daría también origen a la métrica de los poemas antiguos. El caminar
humano sobre dos pies persiguiendo las pisadas de las presas y de las ma-
nadas de renos, luego de bisontes, luego de caballos. Las huellas de los ani-
males eran, a su parecer, la primera escritura descifrada por el hombre
que los persigue. La huella es la anotación rítmica del ruido. Pisotear masi-
vamente el suelo es la primera de las danzas y no es de origen humano.
Todavía hoy la masa humana entra pisoteando masivamente en la
sala de concierto o de ballet. Luego, todos callan y coinciden en abste-
nerse de todo ruido corporal. Luego, todos baten las manos rítmicamente,
gritan, hacen un escándalo ritual y al final, levantándose todos juntos, de
nuevo pisotean masivamente la sala donde se produjo la música.
La música está ligada a la jauría de la muerte. Taconear: es lo que
Primo Levi advirtió al descubrir por primera vez la música que tocaban
en el Lager.
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El esclavo nunca es un objeto sino siempre un animal. El perro ya no es
totalmente un animal, ya es un esclavo porque es obediente: oye, contesta
a la voz-reclamo, parece comprender el sentido cuando no hace más que
sufrir el melos.
La música petrifica al alma y acompasa los actos como las señales que
Pavlov dirigía a los perros.
La batuta del director de orquesta calla la cacofonía de los instrumen-
tos, instala el silencio que espera a la música. Sobre este fondo de silencio
de muerte, ella provoca repentinamente el surgimiento del primer com-
pás.
La manada de hombres o de animales, incluso de perros es siempre
salvaje.
Se vuelve doméstica cuando responde a las órdenes, se yergue al oír el
silbato, se aglutina en las salas y paga.
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En fin, la jauría implora al maestro para que regrese y se exalta
cuando él consiente en hacerlo.
Una de las cosas más difíciles, más profundas, más desconcertantes que
han sido expresadas sobre la música compuesta e interpretada en los
campos de la muerte, las ha dicho el violinista Karel Fröhlich, sobre-
viviente de Auschwitz, en una entrevista grabada por Josa Karas en
Nueva York el 2 de diciembre de 1973. Karel Fröhlich declaró que en el
campo de Theresienstadt, estaban reunidas las “condiciones ideales” para
componer música o para interpretarla.
La inseguridad era absoluta, el mañana estaba prometido a la muerte,
el arte y la supervivencia eran una misma cosa, la prueba del tiempo
estaba a prueba del paso del tiempo más interminable y más vacío. A
todas esas condiciones, Karel Fröhlich agregaba otro “factor esencial”
imposible en las sociedades normales:
“No tocábamos realmente para un público ya que éste desaparecía
constantemente.”
Los músicos tocaban para un público que enseguida iba a morir y que
ellos mismos alcanzarían de manera inminente al subirse al tren. Karel
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Fröhlich decía: “Es este aspecto a la vez ideal y anormal el que era insen-
sato”.
Viktor Ullmann pensaba lo mismo que Karel Fröhlich, y hacía hin-
capié en el encierro mental en que se encuentra el compositor moderno
ante la imposibilidad de anotar sobre papel los sonidos que obsesionan su
mente. El 17 de octubre de 1944, apenas llegado al campo de Auschwitz,
Viktor Ullmann murió.
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