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Séptimo tratado.

“El odio a la música”*


Pascal Quignard

e todas las artes, la música es la única que colaboró en el exter-

D minio de los judíos de 1933 a 1945. Es el único arte requerido


como tal por la administración de los Konzentrationlager. Hay que
subrayar, para su deshonra, que este arte es el único que se acomodó a la
organización de los campos, al hambre, al despojo, al trabajo, al dolor, a
la humillación y a la muerte.

Simon Laks nació el 1º de noviembre de 1901 en Varsovia. Después de


estudiar en el conservatorio, se fue a Viena en 1926. Para sostenerse,
tocaba piano en las funciones de cine mudo. Luego se fue a París.
Hablaba polaco, ruso, alemán, francés e inglés. Era pianista, violinista,
compositor, director de orquesta. Fue arrestado en París en 1941. Fue
internado en Beaune, en Drancy, en Auschwitz, en Kaufering, en
Dachau. El 3 de mayo de 1945 fue liberado. El 18 de mayo estaba en
París. Quiso evocar la memoria y el sufrimiento de los que habían sido
aniquilados en los campos, pero también meditar sobre el papel que
había tenido la música en el exterminio. Pidió la ayuda de René Coudy.
En 1948, publicó en la editorial Mercure de France, junto con René
Coudy, un libro intitulado Musiques d’un autre monde, prologado por
Georges Duhamel. Este libro no fue bien recibido y cayó en el olvido.

Desde lo que los historiadores llaman “Segunda Guerra Mundial”, desde


los campos de exterminio del Tercer Reich, hemos entrado en una época
en la que las secuencias melódicas exasperan. Sobre todo el espacio de la
tierra, y por primera vez desde la invención de los primeros instrumen-
tos, el uso de la música se volvió a la vez impositivo y repugnante. De
pronto, amplificada al infinito por la invención de la electricidad y la
multiplicación de su tecnología, se volvió incesante, agrediendo lo mismo

*La haine de la musique. Traducción Stéphanie Robert

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de noche que de día, en las calles de los centros urbanos, en las galerías y
pasajes comerciales, en los almacenes, en las librerías, en los edificios de
los bancos extranjeros donde se retira dinero, aun en las albercas, aun a
la orilla de las playas, en los departamentos privados, en los restau-
rantes, en los taxis, en el metro, en los aeropuertos.
Aun en los aviones en el momento de despegar o de aterrizar.

Aun en los campos de la muerte.

Con Odio a la música se quiere expresar hasta qué punto la música


puede volverse aborrecible para quien más la amó.

La música atrae hacia ella los cuerpos humanos.


Una vez más, es la sirena del cuento de Homero. Ulises atado al mástil
de su nave es asaltado por la melodía que lo atrae. La música es un
anzuelo que atrapa a las almas y las conduce hacia la muerte.
Fue el dolor de los deportados cuyo cuerpo se sublevaba a pesar suyo.

Hay que oír esto temblando: era con música como esos cuerpos desnudos
entraban en la cámara.

Simon Laks escribió: “La música precipitaba el final”.


Primo Levi escribió: “En el Lager la música llevaba hacia el fondo”.

En el campo de Auschwitz, Simon Laks fue violinista, luego copista de


música (Notenschreiber) y director de orquesta.
El químico italiano Primo Levi escuchó a Simon Laks dirigir.
Al igual que Simon Laks a su regreso, en 1945, Primo Levi escribió Se
questo è un uomo. Su libro fue rechazado por varios editores. Finalmente
publicado en 1947, no fue mejor recibido que Musiques d’un autre monde.
En Se questo è un uomo, Primo Levi escribía que en Auschwitz, ningún
detenido ordinario, perteneciente a un Kommando ordinario, había
logrado sobrevivir:

Sólo quedaban los médicos, los sastres, los zapateros, los músicos, los cocineros, los
homosexuales aún jóvenes y atractivos, los amigos o compatriotas de ciertas autoridades
del campo, además de algunos individuos particularmente despiadados, vigorosos e
inhumanos, que habían sido colocados por la comandancia SS en las funciones de Kapo,
Blockältester u otras.

Pierre Vidal-Naquet escribió: “Menuhin podía sobrevivir en Auschwitz;


Picasso, no”.

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La meditación de Simon Laks puede hacerse bajo la forma de dos pregun-
tas:
¿Cómo la música pudo ser “involucrada en la ejecución de millones de
seres humanos”?
¿Por qué tuvo una “participación más que activa” en ello?
La música viola al cuerpo humano. Lo pone de pie. Los ritmos musi-
cales fascinan a los ritmos corporales. Al encuentro de la música, el oído
no puede cerrarse. La música es un poder y por lo tanto se asocia a
todo poder. Su esencia es de desigualdades. Oído y obediencia están liga-
dos. Un jefe, unos ejecutantes, unos obedientes, tal es la estructura que
su ejecución establece. Donde haya un jefe y unos ejecutantes, hay
música. En sus relatos filosóficos, Platón nunca pensó distinguir
entre la disciplina y la música, la guerra y la música, la jerarquía social
y la música. Aun las estrellas son sirenas según Platón, son astros
sonoros productores de orden y de universo. Cadencia y mesura. La mar-
cha tiene cadencia, los macanazos tienen cadencia, los saludos tienen
cadencia. La primera función, o por lo menos la más cotidiana de las fun-
ciones asignadas a la música de los Lagerkapelle, radica en dar ritmo a la
salida y al regreso de los Kommandos.

Audición y vergüenza son gemelas. En La Biblia, en el relato del Génesis,


ocurren a un mismo tiempo la desnudez antropomorfa y el “ruido de sus
pasos”.
Después de haber comido el fruto del árbol que desnuda, el primer
hombre y la primera mujer escuchan al mismo tiempo el ruido de Yahvé-
Elohim que pasea por el jardín de brisa diurna; al verse desnudos, disi-
mulan sus cuerpos detrás de las hojas del árbol que viste.
En el Edén, el acecho sonoro y la vergüenza sexual ocurrieron a un
mismo tiempo.
La visión y la desnudez, la audición y la vergüenza son una misma
cosa.
Ver y escuchar son el mismo instante y ese instante es inmediata-
mente el final del Paraíso.

La realidad del Lager y el mito del Edén cuentan una historia similar
porque el primer hombre y el último hombre son el mismo. Descubren la
ontología de un mismo mundo. Exhiben la misma desnudez. Escuchan el
mismo llamado que hace obedecer. La voz del rayo es como la noche ful-
gurante que trae el aguacero en su trueno.

El ruido de sus propios pasos, tal es el primer estrato del silencio.

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¿Qué es Dios? Que hayamos nacido. Que hayamos nacido de otros. Que
hayamos nacido de un acto que no presenciamos. Que hayamos nacido de
un abrazo en el cual cuerpos distintos al nuestro estaban desnudos, cuer-
pos que quisiéramos ver.
Resulta que moviéndose uno hacia el otro, gimen.
Somos el fruto de una sacudida entre dos caderas desnudas, incomple-
tas, avergonzadas una frente a la otra y cuya unión fue ruidosa, rítmica y
gimiente.

Oír y obedecer.
La primera vez que Primo Levi, en la entrada del campo, escuchó la
banda que tocaba Rosamunda, le costó reprimir la risa nerviosa que se
adueñó de él. Entonces distinguió los batallones que venían de regreso al
campo, con sus extraños andares, avanzando en columnas de cinco, casi
rígidos, el cuello estirado, los brazos pegados al cuerpo, parecían hombres
hechos de madera, la música levantaba las piernas y decenas de miles de
suecos de madera, contraía los cuerpos cual autómatas.
Los hombres estaban tan desprovistos de fuerza que los músculos de
las piernas obedecían, a pesar de ellos mismos, a la fuerza propia que los
ritmos de la música del campo imponía y que Simon Laks dirigía.

Primo Levi llamó “infernal” a la música.


Primo Levi, que no suele recurrir a imágenes, escribió: “Sus almas
están muertas y la música las empuja hacia adelante como el viento a las
hojas secas, sustituye su voluntad”.
Luego subraya el goce estético experimentado por los alemanes ante
esas coreografías matutinas y vespertinas de la desgracia.
Si los soldados alemanes organizaron música en los campos de la
muerte, no fue para atenuar su dolor ni tampoco para conciliarse con sus
víctimas.
1. Fue para aumentar la obediencia y sellar a todos en esa fusión no
personal ni privada que toda música genera.
2. Fue por el placer, por el placer estético y el goce sádico que experi-
mentaban al escuchar melodías amadas y al contemplar un ballet de
humillación bailado por los que cargaban con los pecados de quienes
los humillaban.
Fue una música ritual.
Primo Levi reveló la más antigua de las funciones asignadas a la
música. La música —escribe— era percibida como “maleficio”. Era una
“hipnosis de ritmo continuo que aniquila el pensamiento y adormece el
dolor”.

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Agrego lo que el segundo y el quinto tratado —espero— hayan demos-
trado: la música se funda sobre la obediencia y deriva del reclamo1 de
muerte.

La música está contenida toda en el silbatazo del SS. Es una potencia efi-
caz, provoca una actitud inmediata. De la misma manera como la cam-
pana del campo provoca el despertar mediante el cual la pesadilla onírica
se interrumpe para dejar lugar a la pesadilla real. Una y otra vez, el sil-
bato “pone de pie”.
La función secreta de la música es convocar.
Es el canto del gallo que repentinamente hace sollozar a San Pedro.

En Virgilio, Alecto sube al techo del establo y canta (canit) en el cuerno


curvo (cornu recurvo) la señal (signum) que reúne a los pastores. Virgilio
dice que este sonido es una “voz infernal” (tartaream vocem).
Todos los agricultores acuden con armas.

¿Cómo escuchar música, cualquier música, sin obedecerle?


¿Cómo escuchar música desde fuera de la música?
¿Cómo escuchar música con los oídos cerrados?
Ni el mismo Simon Laks que dirigía la orquesta podía estar “fuera” de
ella.

Primo Levi prosigue:

Había que escucharla sin obedecerla, sin sufrirla, para entender lo que representaba y
las razones premeditadas por las que los alemanes habían instaurado este rito monstru-
oso, había que entender por qué todavía hoy, cuando una de estas inocentes canciones
regresa a nuestra memoria, se nos hiela la sangre en las venas.

Primo Levi continúa diciendo que estas marchas y canciones están


grabadas en los cuerpos: “Serán la última cosa del Lager que olvidaremos
porque son la voz del Lager. Es el instante en que resurge el trino que se

1
Según María Moliner, reclamo tiene, entre otras, las siguientes acepciones: “1. Voz con
que una ave llama a otra de su especie. 2. Ave amaestrada que se emplea en la caza para que
atraiga con su canto a otras de su especie. 3. Utensilio con el que se imita el canto de
una ave, usado con ese mismo fin”. En el segundo tratado “Resulta que las orejas no tienen
párpados” y en el quinto tratado “El canto de las sirenas”, Quignard plantea que una de las
más antiguas funciones de la música es cinegética. Por no tener párpados, las orejas no
pueden resistir el llamado musical que es un llamado de muerte. La música y el canto de
las sirenas son reclamos que seducen, aniquilan la voluntad y conducen a la muerte. (T.)

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metamorfosea bajo la forma del tarabust”.2 El melos es tarabust del ritmo
del cuerpo, se confunde con la molécula sonora personal. Entonces, Primo
Levi escribió que la música aniquila. La música se vuelve “expresión sen-
sible” de la determinación con la cual algunos hombres emprendieron el
exterminio de otros.
El lazo entre madre e hijo, la identificación del uno con el otro, y luego
la adquisición de la lengua materna se forjan en el seno de una incu-
bación sonora muy rítmica. Ésta empieza antes del nacimiento, es pre-
sente en el momento del parto con los gritos y las vocalizaciones, y
persiste por mucho tiempo con pequeñas canciones, calificativos, nombres
y apodos, frases reiteradas e impositivas que se vuelven órdenes.

La audición intrauterina está descrita por los naturalistas como algo


lejano. La placenta aleja los ruidos del corazón y de los intestinos, el
agua reduce la intensidad de los sonidos, los vuelve más graves, los con-
vierte en amplias olas que dan masaje al cuerpo. De tal manera que en
lo profundo del útero reina un ruido de fondo grave que los acústicos
comparan a un “soplo sordo”. El mismo ruido del mundo exterior se
percibe como un “ronroneo sordo, dulce y grave” por encima del cual
se eleva el melos de la voz materna, repitiendo el acento tónico, la proso-
dia, el fraseo que agrega al idioma que habla. Ello constituye la base
individual del trino.

Plotino, Enéadas v,8,30.


Plotino dice que “la música sensible es generada por una música ante-
rior a lo sensible”. La música está ligada al otro mundo.

En el vientre materno, el corazón del embrión permite al niño soportar el


ruido del corazón de la madre y transformarlo en ritmo propio.

La música es irresistible para el alma. Por ello sufre irresistiblemente.

Un inevitable asalto sonoro premedita la vida misma. La respiración de


los hombres no es humana. El ritmo prebiológico de las olas, anterior al
surgimiento de Pangea, prefiguró al ritmo cardiaco y al ritmo de la res-
piración pulmonar.

2Del antiguo provenzal tarabust: hacer ruido, molestar, fastidiar en exceso, atormentar,
importunar mediante palabras o intervenciones reiteradas. (T.)

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El ritmo de las mareas, ligado al ritmo nictemeral,3 nos partió en dos.
Todo nos parte en dos.
La audición prenatal permite la identificación postnatal con la madre.
Los sonidos familiares esbozan la epifanía visual del cuerpo desconocido
de la madre, al cual el recién nacido abandonará como si se tratara de
una muda.
De inmediato y acompañados por canturreos, los brazos maternos se
estiran hacia el grito pueril. Sin cesar, los brazos mecen al niño cual
objeto que sigue flotando.
Desde sus primeras horas de vida, los sonidos que giran en el aire
estremecen al recién nacido, modifican su ritmo respiratorio (su soplo, es
decir su psyché, es decir su animatio, es decir su alma), transforman su
ritmo cardiaco, lo hacen parpadear y mover todos sus miembros en forma
desordenada.
Desde la primera hora, el oír los llantos de otros recién nacidos
provoca su propia agitación y le hacen verter sus propias lágrimas.

El sonido nos agrupa, nos rige, nos organiza. Pero abrimos en nosotros el
sonido. Si concentramos nuestra atención en sonidos idénticos y que se
repiten a intervalos regulares, no los escuchamos en su unicidad. Los
organizamos espontáneamente por grupos de dos o de cuatro sonidos, a
veces tres, escasamente cinco, nunca más. Y no parece que sean los
sonidos los que se repiten, sino que son los grupos que se suceden unos a
otros.
De esta manera, es el tiempo mismo el que se asocia y disocia.

Henri Bergson tomó el ejemplo del reloj mecánico. Siempre agrupamos en


dos las marcas sonoras de los segundos, como si los relojes eléctricos
hubiesen conservado en sus entrañas el fantasma de la danza del pén-
dulo.
Los hombres que viven en Francia llaman tic tac a este grupo sonoro.
Y es con una sinceridad que raya en la evidencia que nos parece que el
tiempo entre el tic y el tac es más corto que entre el tac que parece termi-
nar el doble latido y el tic que parece iniciar el grupo siguiente.
Ni la agrupación rítmica ni la segregación temporal son datos físicos.

3Nictemérico: del griego nyx, noche y eeméra día. En términos astrológicos es el tiempo
que comprende parte de la noche y la mitad del día. Nictémero: espacio de un día y de una
noche. (T.)

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¿Por qué entonces el agrupamiento espontáneo parece corresponder a
una pulsación de la atención? ¿Por qué este pulso tiránico del alma? ¿Por
qué los hombres están presentes en este mundo de una manera que no es
instantánea, sino que descansa en un mínimo de simultaneidad y de
sucesión?
¿Por qué el presente humano deja como un hueco en el lugar del
lenguaje?
De pronto los hombres oyen frases. De pronto, para ellos una sucesión de
sonidos forma una melodía. Los hombres son los contemporáneos de algo
más que el instante. Y es así como el lenguaje se instala en ellos, es así
como se vuelven siervos de la música. No podemos dejar de pensar que su
camino hacia una presa se realiza con algo más que la sucesión de un
solo pie. Y es mediante ese “algo más que un solo pie” como corren sin
caerse y logran remedar, acentuar y obligar la depredación en la danza.

Aun esforzándose, el hombre alcanza difícilmente la arritmia. Le es


imposible lograr una serie de golpes absolutamente irregulares.
Por lo menos la audición de ello le es imposible.

En un artículo publicado en 1903, R. Mac Dougall propuso llamar “inter-


valo muerto” al silencio muy peculiar que separa al oído humano de dos
grupos rítmicos sucesivos. El silencio que separa estos dos grupos es de
una duración paradójica que nace a partir de lo “finito” y que se inter-
rumpe a partir del “comienzo”.
Este silencio que la humanidad escucha no existe.
Robert Mac Dougall lo llamó “muerte”

No existen dos “lados” de la música.


A la producción de la música como a su audición corresponde esta
“muerte”.
Simon Laks piensa lo mismo que Primo Levi. No existe una audición
sonora que se oponga a una emisión sonora.
No hay un maldito ante el maleficio. Existe una potencia que simul-
táneamente regresa sobre sí misma y metamorfosea de manera similar a
los que la producen, sumergiéndolos en la misma obediencia rítmica,
acústica y corporal. Simon Laks murió en París el 11 de diciembre de
1983. Primo Levi se dio muerte el 11 de abril de 1987. Simon Laks
escribió muy claramente:

No faltan las publicaciones que declaran, no sin cierto énfasis, que la música sostenía a
los presos descarnados y les daba fuerza para resistir. Otros afirman que la música pro-
ducía el efecto inverso, que deprimía a los infelices precipitando su fin. Personalmente,
comparto esta última opinión.

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En Musiques d’un autre monde, Simon Laks relata esta historia.
En 1943, en el campo de Auschwitz, en ocasión de la velada de
Navidad, el comandante Schwartzhuber ordenó a los músicos del Lager ir
a entonar cánticos navideños alemanes y polacos ante los enfermos del
hospital para mujeres.
Simon Laks y sus músicos fueron al hospital para mujeres.
En un principio, el llanto se adueñó de todas las mujeres, particular-
mente de las polacas, hasta formar un sollozo más sonoro que la música
misma.
Luego, los gritos sucedieron a las lágrimas. Las enfermas gritaban
“¡Deténganse!, ¡Deténganse!, ¡Váyanse!, ¡Lárguense!, ¡Déjenos morir en
paz!”
De los músicos, Simon Laks era el único que entendía el sentido de las
palabras que aullaban las mujeres polacas. Los músicos miraron a Simon
Laks, éste les hizo señal de retirarse. Y se fueron.
Simon Laks declaró que hasta entonces nunca había pensado que la
música pudiese doler tanto.

La música duele.

Polibio escribió: “No hay que creer a Éforas cuando dice que la música fue
dada a los hombres como engaño de charlatán”. Éforas no dijo eso.
Escribió: “La música ha sido creada para encantar y hechizar”. Lo que
Polibio llama “charlatanería de la música” remite a su origen iniciático,
zoomorfo, ritual, cavernoso, chamánico, ebrio, delirante, omnívoro, entu-
siasta.

Gabriel Fauré decía de la música que tanto su escritura como su audición


generan un “deseo de cosas inexistentes”.
La música es el reino del “intervalo muerto”.
Al oírla, lo irreversible nos visita. Es actualización del pasado. Es una
parte de ninguna parte que viene hasta aquí. Es el regreso del sin
regreso. Es la muerte en el día. Es lo asemántico4 en el lenguaje.

En Platón, República III, 401,d.


La música penetra en el interior del cuerpo y se adueña del alma. La
flauta induce en los miembros de los hombres movimientos de danza segui-

4En el tratado IX “Desencantar” Quignard asevera: “Más allá de lo semántico habita el


cuerpo del lenguaje: esa es la definición de la música”. (T.)

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dos por irresistibles y escabrosos contoneos. La presa de la música es el
cuerpo humano. La música es intrusión y captura de ese cuerpo. Sumerge
en la obediencia al que tiraniza, atrapándolo en la trampa de su canto. Las
sirenas se vuelven el odos de Odiseo (oda en lengua griega significa a la vez
camino y canto). Orfeo, el padre de los cantos, reblandece las piedras y
domestica a los leones para engancharlos a las carretas. La música capta,
cautiva en el lugar donde resuena y donde la humanidad, a tientas, se
dirige hacia su ritmo. La música hipnotiza y provoca que el hombre escape
de lo expresable. Durante la audición, los hombres están detenidos.

Me sorprende que unos hombres se sorprendan de que algunos de entre


ellos que aman la música más refinada y compleja, capaces de llorar
escuchándola, sean capaces, al mismo tiempo, de ser feroces. El arte no
es lo contrario de la barbarie. La razón no es la contradicción de la violen-
cia. No se puede oponer lo arbitrario al Estado, la paz a la guerra, la san-
gre vertida al acecho del pensamiento, porque lo arbitrario, la muerte, la
violencia, la sangre y el pensamiento no se liberan de una lógica que no
deja de ser lógica, aunque sobrepase la razón.
Las sociedades no se liberan de la entropía caótica que conforma su
origen: ese será su destino.
Lo apabullante de la audición entraña la muerte.

La canción-reclamo permite disparar y matar. Esta función persiste en la


música más erudita.
Deliberadamente, la organización de los campos recurrió a esta fun-
ción para exterminar a millones de judíos. Wagner, Brahms, Schubert
fueron las sirenas. La reacción de Vladimir Jankelevitch prohibiéndose la
audición y la interpretación de música alemana era nacional.
Tal vez no sea la nacionalidad de las obras la que debe sancionarse en
la música, sino el origen mismo de la música. La música original misma.

Antaño, los filólogos afirmaban que bell derivaba de bellum, que la cam-
pana sonora y petrificante derivaba de la guerra.
R. Murray Schaffer relata que en Europa durante la Segunda Guerra
los alemanes confiscaron treinta y tres mil campanas que fundieron
para hacer cañones. Cuando regresó la paz, templos, catedrales e igle-
sias reclamaron sus bienes y les fueron entregados los cañones de la
derrota. Pastores y sacerdotes los fundieron para que volvieran a ser
campanas.
La campana deriva de lo animal. La palabra inglesa bell deriva de bel-
lam, mugir. La campana es el mugido de los hombres.

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Goethe, a sus setenta y cinco años, escribió: “La música militar me
levanta como un puño que se abre”.

En el Claustro de San Marco de Florencia, hay una campana intrusa.


Es una campana de bronce que yace en el suelo, frente a la sala del
Capítulo, en el apacible patio del monasterio.
La llaman piagnona. Fue la campana que convocó a la muchedumbre
que asaltó el convento para capturar a Savonarola.
Como señal de expiación, fue exiliada a San Salvatore al Monte y fusti-
gada durante todo el camino.

La corte del tribunal de Nuremberg debió haber mandado a castigar una


vez al año la efigie de Wagner en todas las calles de las ciudades ale-
manas.

La música patriótica tiene un sello infantil, produce sobresaltos descon-


certantes, escalofríos en la espalda, colma de emoción, convence.
Kasimierz Gwizdka escribió:

Cuando los presos del Konzentrationslager de Auschwitz exhaustos de su día de trabajo


y tropezando al marchar en fila, oían a lo lejos la orquesta tocar cerca de las rejas, la
música los revigorizaba. Les daba valor y fuerzas extraordinarias para sobrevivir.

Romana Duraczowa dijo:

Regresamos del trabajo. El campo se acerca. La orquesta de Birkenau toca fox trot de
moda. La orquesta nos calienta la bilis. ¡Cómo odiamos esa música! ¡Cómo odiamos a
esas intérpretes! A esas muñecas sentadas con sus vestidos azul marino con cuello
blanco. ¡No sólo están sentadas: tienen derecho a una silla! Se supone que esta música
debería animarnos. Nos inmoviliza como el sonido de la trompeta durante la batalla.
Esta música estimula aun a los rocines moribundos que ajustan el paso de sus
herraduras al ritmo de lo que ellas están tocando.

Píndaro, Píticas, I, 1.
“Lira de oro a quien obedece el paso.”

Simon Laks escribió que le parecía que la música ejercía un efecto depri-
mente sobre la desgracia extrema. Al dirigirla, sentía que aumentaba la
pasividad, que inducía a la postración física y moral a la cual el hambre y
el olor a muerte condenaban a los cuerpos de los detenidos. Aclara:

También es verdad que durante los conciertos dominicales, algunos espectadores nos
escuchaban con gusto. Pero era un gusto pasivo, sin participación, sin reacción. Otros

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nos maldecían, nos insultaban, nos miraban mal, nos consideraban como intrusos que no
compartían su misma suerte.

Tucídides, al retomar la obertura de la primera Pítica de Píndaro


asignaba al caminar la función de la música:

La música no pretende inspirar a los hombres un estado de trance, sino permitirles


caminar sin perder el paso, en orden y fila cerrada. Sin música, una línea de batalla
se ve expuesta a la desorganización en el momento de avanzar para cargar contra el
enemigo.

Elías Canetti repitió que el origen del ritmo era caminar sobre dos pies, lo
que daría también origen a la métrica de los poemas antiguos. El caminar
humano sobre dos pies persiguiendo las pisadas de las presas y de las ma-
nadas de renos, luego de bisontes, luego de caballos. Las huellas de los ani-
males eran, a su parecer, la primera escritura descifrada por el hombre
que los persigue. La huella es la anotación rítmica del ruido. Pisotear masi-
vamente el suelo es la primera de las danzas y no es de origen humano.
Todavía hoy la masa humana entra pisoteando masivamente en la
sala de concierto o de ballet. Luego, todos callan y coinciden en abste-
nerse de todo ruido corporal. Luego, todos baten las manos rítmicamente,
gritan, hacen un escándalo ritual y al final, levantándose todos juntos, de
nuevo pisotean masivamente la sala donde se produjo la música.
La música está ligada a la jauría de la muerte. Taconear: es lo que
Primo Levi advirtió al descubrir por primera vez la música que tocaban
en el Lager.

Es la palabra de Tolstói: “Ahí donde se quiere tener esclavos, se necesita


mucha música”. La sentencia sorprendió a Maximo Gorki. Está citada en
Entretiens à Iasnaïa Poliana.

La unidad de la jauría fúnebre es su pisoteo. La danza no se distingue de


la música. El grito eficaz, el silbato —residuo del reclamo— acompañan
al taconeo mortal. La música conforma las jaurías lo mismo que el orden
las pone de pie. El silencio descompone a las jaurías. Prefiero el silencio a
la música. Lenguaje y música pertenecen a una genealogía siempre per-
sistente y capaz de indignar al corazón.
El orden es el sustrato más antiguo del lenguaje: los perros obedecen
órdenes lo mismo que los hombres. El orden es una sentencia de muerte
que las víctimas entienden hasta la obediencia. Domesticar y ordenar son
la misma cosa. Los niños humanos son primeramente hostigados por
órdenes, es decir hostigados por gritos de muerte adornados de lenguaje.

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El esclavo nunca es un objeto sino siempre un animal. El perro ya no es
totalmente un animal, ya es un esclavo porque es obediente: oye, contesta
a la voz-reclamo, parece comprender el sentido cuando no hace más que
sufrir el melos.

La música petrifica al alma y acompasa los actos como las señales que
Pavlov dirigía a los perros.
La batuta del director de orquesta calla la cacofonía de los instrumen-
tos, instala el silencio que espera a la música. Sobre este fondo de silencio
de muerte, ella provoca repentinamente el surgimiento del primer com-
pás.
La manada de hombres o de animales, incluso de perros es siempre
salvaje.
Se vuelve doméstica cuando responde a las órdenes, se yergue al oír el
silbato, se aglutina en las salas y paga.

Niños y perros brincan cuando se encuentran a la orilla de las olas.


Gritan y gimen espontáneamente a causa del ruido y del movimiento del
mar.

El perro voltea la cabeza en dirección del ruido insólito.


Levanta las orejas.
Inmóvil, se planta con la mirada, las orejas y el morro vueltos hacia el
ruido extraño.

El director de orquesta lleva a cabo todo el espectáculo al cual obedece el


oyente. Los oyentes se agrupan para ver a un hombre de pie, solo, colo-
cado a mayor altura, que hace hablar y callar a voluntad a un rebaño que
obedece.
El director es amo y señor con su batuta. Tiene una rama dorada entre
los dedos.
Un rebaño que obedece equivale a una jauría de animales domestica-
dos. Una jauría de animales domesticados define a una sociedad
humana, es decir un ejército fundado por la muerte del otro.
Obedecen a la batuta.
Una jauría humana se aglutina para ver a una jauría domesticada.
Entre los Bororos, el mejor cantante se vuelve jefe del grupo. El orden no
se distingue del canto eficaz. El maestro del cuerpo social es el
Kappelmeister de la naturaleza. Todo director de orquesta es domador, es
führer. Todo hombre que aplaude acerca las manos a su rostro, taconea y
grita.

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En fin, la jauría implora al maestro para que regrese y se exalta
cuando él consiente en hacerlo.

En Theresienstadt, H. G. Adler no soportaba que cantaran arias de ópera


en el campo.
En Theresienstadt, Hedda Grab-Kernmayr dijo: “No entiendo cómo en
el campo Gedeon Klein pudo componer una Wiegenlied (canción de
cuna)”.

Apenas llegada al campo de Theresienstadt, Hedda Grab-Kernmayr


empezó a cantar, el 21 de marzo de 1942, los Cantos bíblicos de Dvorak y
el 4 de abril, el programa de adiós de Pürglitzer. En el patio de los edifi-
cios Hamburgo, el 3 de mayo, el 5 y el 11 de junio cantó la Canción de
cuna del ghetto de Carlo Taube. Participó en la première de La Novia
Perdida el 28 de noviembre. Luego El Beso, en 1943, y Carmen en 1944.
El 24 de abril de 1945 se declaró una epidemia de tifoidea. El 5 de mayo,
los SS se retiraron. El 10, el Ejército Rojo entró en el campo y comenzó la
cuarentena. Durante los meses de junio y julio de 1945, los presos
pudieron abandonar Theresienstadt.
Al salir del campo, ella nunca más volvió a cantar. Emigró al oeste de
Estados Unidos. No quería hablar más de música. Con Marianne
Zadikow-May, con Eva Glaser, con el doctor Kurt Wehle de Nueva York,
con el doctor Adler de Londres, con el violinista Joza Karas, se negó a
hablar de música.

Una de las cosas más difíciles, más profundas, más desconcertantes que
han sido expresadas sobre la música compuesta e interpretada en los
campos de la muerte, las ha dicho el violinista Karel Fröhlich, sobre-
viviente de Auschwitz, en una entrevista grabada por Josa Karas en
Nueva York el 2 de diciembre de 1973. Karel Fröhlich declaró que en el
campo de Theresienstadt, estaban reunidas las “condiciones ideales” para
componer música o para interpretarla.
La inseguridad era absoluta, el mañana estaba prometido a la muerte,
el arte y la supervivencia eran una misma cosa, la prueba del tiempo
estaba a prueba del paso del tiempo más interminable y más vacío. A
todas esas condiciones, Karel Fröhlich agregaba otro “factor esencial”
imposible en las sociedades normales:
“No tocábamos realmente para un público ya que éste desaparecía
constantemente.”
Los músicos tocaban para un público que enseguida iba a morir y que
ellos mismos alcanzarían de manera inminente al subirse al tren. Karel

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Fröhlich decía: “Es este aspecto a la vez ideal y anormal el que era insen-
sato”.
Viktor Ullmann pensaba lo mismo que Karel Fröhlich, y hacía hin-
capié en el encierro mental en que se encuentra el compositor moderno
ante la imposibilidad de anotar sobre papel los sonidos que obsesionan su
mente. El 17 de octubre de 1944, apenas llegado al campo de Auschwitz,
Viktor Ullmann murió.

La última obra compuesta por Viktor Ullmann en el campo se llama


Septième sonate. La dedicó a sus hijos, Max, Jean y Félice. Tiene fecha
del 22 de agosto de 1944. Siguiendo las reflexiones de Karel Fröhlich,
Viktor Ullmann apuntó a pie de página un copyright sarcástico en el cual
se percibe un humor postrero. El humor postrero es el lenguaje en el
instante en que rebasa su propio límite.
“El compositor se reserva los derechos de ejecución hasta su muerte”.

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