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Revista internacional

de ciencias
sociales
Diciembre 2002 174

Violencia extrema

Dibujo hecho en el ghetto por Hziejle Roda, muerto en una cámara de gas en el campo de exterminación
de Auschwitz-Birkanau
FNDIRP

Tema del número

En este número : Violencia extrema

Consejero editorial: Jacques Sémelin

La idea de que la fuerza, inclusive la fuerza letal, pueda utilizarse con fines políticos, y hasta
posibilitar su logro, es bastante familiar, aunque desagradable. Ahora bien, ¿pueden hacerse
usos excesivos de la fuerza que parezcan exceder de toda forma de lógica política
instrumental, aun cuando la racionalidad política llegue a discernible en ellos? ¿Es posible
dar una “justificación” basada en las ciencias sociales, de la tortura, la mutilación, la
profanación y el genocidio? ¿Debería acaso intentarse? ¿Puede el especialista en ciencias
sociales correr el riesgo de “comprender”?

Estas difíciles preguntas surgen de toda la historia del siglo XXI, así como de los asuntos
más corrientes. Para ponderarlas, se ofrecen en el presente número de la RICS algunas
consideraciones transdisciplinarias y comparadas sobre la pertinencia del concepto de
“violencia extrema” y sobre la relación del investigador con tal objeto. Los artículos
demuestran que la violencia extrema sigue siendo incomprensible sin hacer referencia a su
contexto social, económico, político y cultural; pero igualmente, que es irreducible al
contexto que la permite. En cuanto al análisis, es difícil, pero no imposible. Sin duda, la
elección de tal tema de investigación es a primera vista sospechoso, y tiene un olorcillo a
voyeurismo malsano. Pero esto no hace más que reforzar las exigencias éticas que
corresponden al investigador, y es en la atención detallada tanto a los contextos como a los
acontecimientos, a la dinámica de masas como a los individuos, donde puede encontrarse la
posibilidad de una comprensión auténtica.

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Asesor editorial: Arun Agraval

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Asesor editorial: Charles Geisler

Caín matando a Abel. Grabado de Albrecht Durer, 1511


Cauboue/Rapho
Violencias extremas: ¿es posible comprender?

Jacques Semelin
Introducción

Los días 29 y 30 de noviembre de 2001 se celebró en París un coloquio sobre el tema


“Violencias extremas”, que reunió a historiadores, politólogos, antropólogos, sociólogos y
psicólogos1. Se trata de una preocupación compartida por investigadores que, en sus
disciplinas respectivas, procuran comprender manifestaciones “anormales” de la violencia.
Todos ellos se interrogan, por ejemplo, sobre esta observación dramáticamente trivial: ¿por
qué en los conflictos contemporáneos perecen tantos civiles? ¿Por qué matar indistintamente
mujeres y niños considerados inocentes?

Huelga recordar que este encuentro científico, preparado con mucha antelación, se llevó a
cabo en plena actualidad candente tras los atentados suicidas del 11 de septiembre de 2001 en
Nueva York. Más allá de este acontecimiento, toda la historia trágica del siglo XX demuestra
la importancia del tema. Aun si se ha puesto en duda la cifra, tengamos presente la evaluación
de Rudolf Rummel que estima que durante el siglo pasado 169 millones de personas fueron
matadas por sus propios gobiernos, mientras que perecieron 34 millones de personas durante
las guerras, incluidas las dos guerras mundiales (Rummel, 1994: 15).

La finalidad de ese coloquio no era debatir tal o cual caso histórico, sino más bien proponer
una reflexión transdisciplinaria y comparada. Con ese fin, se plantearon dos tipos de
problemática:
- la pertinencia de la noción de “violencias extremas”,
- la postura del investigador frente a tal objeto de investigación.

¿Qué se designa con la expresión “violencias extremas”?

El coloquio no trató de “encerrar” esa expresión en una definición preliminar, sino más bien
de cuestionar su validez. No nos detengamos en las interrogaciones sobre el significado
mismo del término “violencia”. Éste suele considerarse como algo evidente, cuando en
realidad su empleo como concepto “científico” es muy problemático. Aquí remitamos a
varios números antiguos de esta revista2 y concentrémonos más bien en lo que parece más
intrigante: el añadido del calificativo “extrema”.

Cuando se habla de violencias “extremas”, ¿se trata acaso de designar con un mismo vocablo
fenómenos tan distintos como los actos de “terrorismo”, las prácticas de tortura y de
violaciones, las formas diversas de persecución de grupos étnicos, los casos de genocidio y
otras matanzas masivas? En todo caso, con ese término no se designa la violencia de un
sistema político, que podría por ejemplo calificarse de “totalitario”, según los términos
propuestos por Hannah Arendt. Tampoco se trata de “violencia estructural”, en el sentido del
politólogo noruego Johan Galtung.

La noción de “violencias extremas” tiende más bien a designar una forma de acción
específica, un fenómeno social particular, que parece situarse en un “más allá de la
violencia”. El calificativo “extrema”, colocado después del sustantivo, denota precisamente
el exceso y, por consiguiente, una radicalidad sin límites de la violencia. Así pues, la noción
de “violencias extremas” se refiere más bien a:
- un fenómeno cualitativo, como las atrocidades que pueden venir aparejadas con el
acto de violencia y que algunos autores han llamado “crueldad”,
- un fenómeno cuantitativo, esto es, la destrucción masiva de poblaciones civiles no
directamente implicadas en el conflicto.

Ahora bien, ¿a partir de qué nivel de intensidad se tiende a hablar de una “violencia
extrema”? Cualquiera que sea el grado de su desmesura, ésta se piensa como la expresión
prototípica de la negación de toda humanidad, ya que quienes son víctimas de ella suelen ser
“animalizados” o “cosificados” antes de ser aniquilados. Más allá del juicio moral, conviene
interrogarse sobre las circunstancias políticas, económicas y culturales capaces de engendrar
tales conductas colectivas. Las ciencias sociales se deben movilizar precisamente en esa
perspectiva.

Estátua decapitada del Zar Alejandro III, Moscú, 1918. Museo de Historia Contemporánea
BDIC

De hecho, la noción de “violencias extremas” equivale a replantear las relaciones


racionalidad/irracionalidad de la acción política. Desde Clausewitz, la guerra se analizó
principalmente como una empresa llevada a cabo racionalmente por el Estado, para lograr un
objetivo político preciso. Sin embargo, Clausewitz mostró que la propensión lógica de la
guerra es llegar a extremos que corresponde al político dominar. Pero según algunos autores,
las tendencias contemporáneas a la “barbarización” de los conflictos han puesto en tela de
juicio esta concepción clásica de la guerra. Esta evolución se percibió como una de las
consecuencias de un mundo post-bipolar donde parecen mezclarse “bárbaros” y “burgueses”,
donde se cuestionan ampliamente las lealtades tradicionales de los individuos para con
Estados que deben supuestamente actuar de modo racional.

¿Debemos entonces considerar, junto con el sociólogo alemán Wolfgang Sofsky (Sofsky,
1994) que la violencia extrema no tiene más fin que sí misma, pues carece de toda
funcionalidad estratégica? ¿O, por el contrario, debemos pensar que semejantes prácticas
tienen a pesar de todo uno o varios “sentidos”, que son portadoras, pese a las apariencias, de
algunas formas de racionalidad política y económica? (Semelin, 2000).

¿Un tema igual a cualquier otro?

Una segunda fuente de interrogaciones se refiere a la postura misma del investigador con
respecto a semejante objeto de investigación. La proximidad de ese tema con la muerte
suscita reacciones muy diversas que pueden oscilar entre una repulsa legítima y una
fascinación ambigua. Para el investigador resulta difícil distanciarse y dar muestras de
“neutralidad científica”. El tema de las violencias extremas plantea el problema de la relación
entre el investigador y los valores. ¿Se puede separar el juicio ético del planteamiento
científico? A este respecto, ¿qué actitud crítica puede adoptarse, por ejemplo, con respecto a
los trabajos de Max Weber o de Carl Schmitt?

De hecho, lo que llamamos hoy día “violencias extremas” parece designar fenómenos que, en
lo esencial, siempre han estado presentes en la guerra. ¿No sería más bien nuestra mirada de
contemporáneos la que debe someterse a interrogación de modo prioritario? ¿No se tiende
también a llamar “extremas” unas conductas de violencia que ayer no se habrían calificado
como tales? ¿Se trataría en este caso de una confirmación de las tesis de Norbert Elias?

Dicho de otro modo, se definiría como “extrema” una violencia que parece inaceptable para
nuestra modernidad, con respecto a una concepción universal de la “humanidad”. Eso explica
también la interrogación sobre las representaciones culturales e históricas de la violencia, que
ha sido un tema de reflexión permanente de este coloquio.

Dejando a un lado esos debates, quisiera expresar una convicción en cuanto a la postura del
investigador que estudia esos fenómenos de violencias extremas: trabajar sobre éstas es ante
todo interesarse en el momento de la violencia, es querer comprender los procesos del paso al
acto. Este planteamiento se asemeja al de los historiadores que estudian las “violencias de
guerra”, expresión a veces mal entendida, pero que parece interesante por cuanto intenta
centrar la atención en la violencia DE la guerra y EN la guerra. Ahora bien, eso es
precisamente lo que caracteriza el planteamiento general de las violencias extremas: analizar
el fenómeno de violencia en su meollo. Es de hecho colocar el estudio del acto violento en el
centro del proceso histórico, del proceso político.
Traducido del francés

Notas
1. Este coloquio, organizado en el marco de la Association Française de Sciences
Politiques, es el resultado de un seminario al que yo había dado inicio en París en 1998, en la
Maison des Sciences de l’Homme. Esta reunión se celebró, por cierto, con el apoyo de ésta y
del Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS). Quisiera dar las gracias también a
Isabelle Sommier y Nathalie Duclos por sus ayudas y sugerencias que concurrieron al éxito
de la empresa.
2. En particular el número 132 “Pensar la violencia” (1992).

Referencias
RUMMEL, R.J., 1994, Death by Government, New Brunswick and London, Transaction
Publishers.
SEMELIN, J., 2000, « Les rationalités de la violence extrême », Critique internationale, 6 :
143-158.
SOFSKY, 1994, L’organisation de la terreur, París, Calmann-Lévy.
De la matanza al proceso genocida

Jacques Sémelin

Nota biográfica

Jacques Sémelin es director de investigaciones en el Centro Nacional


de Investigaciones Científicas francés y profesor en el Institut
d’Études Politiques (“Sciences-Po”) de París. Doctor en Historia
Contemporánea (Sorbona), ha sido Harvard post-doctoral fellow.
Después de trabajar sobre las prácticas de resistencia civil y no
violenta, sus estudios se centran en el genocidio y en su prevención.
Entre sus publicaciones figuran Unarmed Against Hitler (1994) y
Penser les massacres (2001).
Email: jsemelin@magic.fr

El término “genocidio” fue creado en 1944 por Raphael Lemkin, jurista estadounidense de
origen polaco, e institucionalizado en 1948 en el ámbito internacional por la Convención para
la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio adoptada por las Naciones Unidas. En
razón de los problemas morales y políticos que connota, esta noción de “genocidio” es de un
empleo delicado en ciencias sociales:

- connotaciones de la memoria: debido a la existencia de este convenio internacional, son


muchos los que desean que se reconozca que las matanzas y violencias sufridas en el
pasado por obra de tal o cual grupo o Estado corresponden a la categoría de genocidio:
a este respecto, el combate más emblemático es el de la comunidad armenia;
- connotaciones vinculadas a la acción inmediata: cuando una población parece o está
efectivamente en peligro de muerte, el recurso al término “genocidio” constituye algo
así como la última señal destinada a todos para impedir la tragedia; se trata entonces de
impresionar vivamente las conciencias y suscitar una intervención internacional en
favor de las víctimas;
- connotaciones judiciales propiamente dichas: para demandar ante los tribunales a los
responsables de violencias masivas y de matanzas (inculpación de Pinochet y, más
recientemente, de Milosevic por “genocidio”).

Al investigador que se enfrenta con los problemas que suscitan esas diversas connotaciones
morales y políticas, no le es fácil abrirse un camino, que es el de su propia autonomía. Por
importantes que sean, tales movilizaciones comunitarias, cívicas o judiciales no competen
realmente al oficio del investigador. Su papel es diferente: consiste en efectuar encuestas
sobre el terreno, acopiar datos, elaborar instrumentos de análisis para interpretar lo que se
llama “genocidio” (que no es nada evidente) y, más generalmente, tratar de comprender los
procesos de oscilación en las prácticas de violencia extrema. Naturalmente, los resultados de
sus investigaciones podrán servir para la acción y para la prevención.

Mi propósito general es, precisamente, contribuir a la emancipación de las ciencias sociales


en el ámbito de los estudios sobre el genocidio: es decir, a una verdadera autonomía del
investigador. Con esta finalidad, propongo tres ejes de trabajo:
1. redefinir las nociones partiendo de un enfoque crítico de la noción de “genocidio” (para
independizarse del enfoque jurídico);
2. distinguir, en la práctica de las matanzas, entre distintos procesos de destrucción
(basándose en la sociología histórica y política);
3. construir problemáticas de investigación que nos ayuden a comprender el proceso del
“paso al acto” en la violencia extrema, punto éste que me parece ser el problema central
(y enigmático) en los estudios sobre el genocidio.

Me propongo centrar mi esfuerzo de investigación en el futuro en este último punto. Pero


habida cuenta de los límites del presente artículo, sólo expondré sucintamente los dos
primeros ejes.

Redefinir las nociones

En un número reciente del Journal of Genocide Research, el director, Henry Huttenbach,


escribía en su editorial: “Los estudios sobre el genocidio ¿están ya en un callejón sin salida?”
(Huttenbach 2001:7). Este juicio es sorprendente: si Henry Huttenbach lo afirma, es porque
no existe un consenso entre los investigadores acerca de lo que es genocidio y de lo que no lo
es. Entre el historiador Stephan Katz, que estima que sólo hay un genocidio -el de los judíos-
y el psicólogo Israel Charny, quien considera que toda matanza es un genocidio (inclusive las
catástrofes industriales como la de Chernobil), se extiende una amplísima gama de
definiciones. Entre los trabajos más interesantes en el ámbito de los genocide studies figuran
los de Helen Fein (1990), Frank Chalk y Kurt Jonassohn (1990) y Marc Levene (2000). Pero
ni siquiera estos autores están realmente de acuerdo sobre una definición común del
genocidio, lo cual hace muy difícil el trabajo comparativo.

En cierto modo, puede comprenderse que quienes desean que se reconozca la singularidad
del genocidio de los judíos hayan logrado imponer otros términos, como el de Holocaust en
Estados Unidos y el de Shoah en Francia. Evolución un tanto paradójica, pues si las Naciones
Unidas aprobaron la Convención sobre el genocidio en 1948 fue precisamente en el contexto
del período “post-Auschwitz”.

Sin embargo, no creo que los estudios sobre el genocidio estén en un atolladero: la riqueza de
las contribuciones publicadas en el Journal of Genocide Research basta para mostrar que no
lo están. Pero es cierto que hay problemas cruciales cuya naturaleza debemos determinar.
¿Cuáles son?

a. El primero es inherente a la naturaleza del objeto estudiado. Nos ocupamos aquí de


“acontecimientos monstruosos” que son, de suyo, muy difíciles de analizar, tanto más
cuanto que los archivos suelen ser deficientes. Hay incluso quienes estiman que no es
posible comprenderlos: es una posición discutible. Trabajos históricos como los de
Christopher Browning, autor de Des hommes ordinaires (1994) [traducción al español:
Aquellos hombres grisientos, Edhasa, Barcelona, 2001], o de psicología social como
los de Stanley Milgram (1974), parecen particularmente pertinentes. Comprender los
genocidios y, más generalmente, las matanzas supone necesariamente un enfoque
transdisciplinario. Pero debemos también ser modestos y humildes ante el enigma de
nuestra propia barbarie.
b. El segundo deriva de la novedad de este campo de estudios, que aún busca su
vocabulario, su metodología, etc. A este respecto, hemos asistido durante estos últimos
treinta años a la invención de nuevos términos. Además de “etnocidio”, ya antiguo,
señalemos “politicidio”, creado por Ted Gurr y Barbara Harff (1988), “democidio”,
empleado por Rudolf Rummel (1994), y otros como “feminicidio”, “urbicidio”, etc. Es
como si el esfuerzo se hubiera concentrado en el modo de designar los fenómenos de
destrucción de poblaciones para poder pensarlos.
c. Una tercera dificultad se debe a la posición misma del término “genocidio”, en la
intersección del derecho internacional y de las ciencias sociales. Es lo que puede leerse
muy explícitamente en el primer texto de Lemkin, en su libro de 1944, cuya posición
puede resumirse así: he aquí un fenómeno nuevo que se está produciendo en Europa;
como este fenómeno nuevo requiere un término nuevo, creo el de “genocidio”. Y
concluye su texto formulando recomendaciones jurídicas para luchar contra ese nuevo
tipo de crimen en el plano internacional.

Ahora bien, los estudios realizados sobre el genocidio desde el de Lemkin son,
esencialmente, herederos de ese enfoque inicial. El ámbito mismo de los estudios sobre el
genocidio ha sido generado por el derecho. Para comprobarlo, basta con examinar los
principales libros ya mencionados: casi todos ellos empiezan por una presentación y una
discusión de la Convención de las Naciones Unidas de 1948. Pero sabemos que dicho texto
presenta insuficiencias y hasta contradicciones, que no voy a recordar aquí, y que dan lugar a
muchos debates y polémicas entre los investigadores.

Profundizando aún más, el problema radica en el empleo de una noción jurídica como
categoría de análisis en ciencias sociales. En otras palabras: se llega a usar una norma que es,
por definición, política, pues es manifiesto que el texto del convenio mencionado resulta de
un acuerdo internacional concluido por los Estados en 1948, en el contexto de la posguerra.

Semejante situación es problemática: recuerda la crítica elaborada por Durkheim, a


comienzos del siglo XX, con respecto al uso normativo de la noción de “crimen” en
sociología. En este comienzo del siglo XXI, nos toca también a nosotros elaborar la crítica
del uso normativo de la noción de “genocidio” en ciencias sociales.

La perspectiva de autonomización de las ciencias sociales (a la que hemos aludido en la


introducción) debe expresarse, en primer lugar, en su emancipación con respecto al derecho
y, por consiguiente, a la política. No es evidente que esté de moda pues, en nuestros días,
todo se vuelve jurídico e, inversamente, se emplea el derecho para hacer política, siendo el
derecho mismo político.
Por otra parte, empezamos a disponer de excelentes trabajos de síntesis en materia de
derecho internacional (Schabas, 2000). Sin embargo, esta emancipación con respecto del
enfoque jurídico parece ser una etapa indispensable, por no decir vital, para que los estudios
sobre el genocidio adquieran su madurez propia.

Una primera manifestación de esta voluntad de autonomía consiste en el uso de un


vocabulario no normativo, no jurídico, para construir ese objeto de investigación. En este
sentido, preconizo, en primer lugar, el uso de la noción de “matanza” como unidad léxica de
referencia en esa área de estudios. La noción de “matanza”, mucho menos general que la de
violencia, designa una forma de acción las más de las veces colectiva que destruye a
individuos indefensos, y que, desde el Medioevo europeo, se aplica también a los animales.
Por lo demás, esta cercanía inmediata entre la matanza de animales y la de seres humanos,
cercanía de carácter histórico y semántico, no es algo anodino.
Verdad es que no por ello habremos resuelto el problema de una definición del genocidio
desde el punto de vista de las ciencias sociales. Pero antes de intentarla, se trata de trabajar
sobre la noción de matanza, pues es claro que, si bien no toda matanza puede considerarse
como un genocidio, un genocidio empieza por consistir en una o varias matanzas. Es, pues, el
mero sentido común metodológico lo que lleva a privilegiar el objeto de estudios “matanza”;
se trata, sobre todo, de saber cuándo y en qué circunstancias una matanza se convierte en
genocidio.
Mis propios trabajos me incitan, pues, a tratar de “pensar las matanzas” (Penser les
massacres, Sémelin, 2001) a partir de un vocabulario básico que gira en torno a esta noción,
y en el que se distingue, por ejemplo:

- matanzas de proximidad (de tipo face to face) y matanzas a distancia (un bombardeo
aéreo, por ejemplo);
- matanzas bilaterales (como en la guerra civil) y matanzas unilaterales (del tipo de las que
perpetra un Estado contra su pueblo);
- las “matanzas masivas” (como en Indonesia en 1965 o en Rwanda en 1994, en las cuales
se dio muerte a entre 500.000 y 800.000 personas en pocas semanas) y las matanzas en
escala mucho menor, como en Argelia o en Colombia. En el primer caso, parece
justificado hablar de “matanza masiva”, al igual que se distingue “manifestación”, a secas,
y “manifestación masiva”.

Pero el término “matanza” presenta el inconveniente de concentrar la atención del


investigador en el “acontecimiento matanza” propiamente dicho, sin tomar en cuenta el
proceso que lleva a su perpetración. En suma, hace hincapié en su desenlace físico: el acto de
dar muerte. Pero puede haber allí una importante tergiversación en la aprehensión del
fenómeno, en la medida en que diversas formas de violencia -antes de la matanza- podrían
quedar sencillamente olvidadas o relativizadas. A este respecto, es particularmente
significativo el ejemplo de Kosovo. Se ha desarrollado en Francia una polémica acerca del
número de muertos en esta provincia de la ex-Yugoslavia, a raíz de las operaciones de
“limpieza étnica” emprendidas por el ejército serbio y por diversas milicias. Al producirse en
1999 la intervención de la OTAN, destinada oficialmente a poner término a las mismas, unos
y otros adelantaron cifras de muertes muy diferentes: ¿3.000? ¿10.000? ¿100.000? Por
macabra que sea, esta contabilidad es ciertamente necesaria, aunque sólo fuera en una
perspectiva judicial. Pero es demasiado reductora de la realidad de las destrucciones causadas
en Kosovo desde 1998 (y hasta desde 1990) en concepto de personas desaparecidas, familias
desplazadas, mujeres violadas, casas quemadas, etc.

Ello muestra la importancia de pensar la matanza como un hecho que constituye “solamente”
la forma más espectacular y trágica de un proceso global de destrucción. La matanza puede
“acompañar” dicho proceso o bien ser su desenlace. Coincido al respecto con el enfoque del
psicosociólogo Erwin Staub, quien ha sentado las bases de una teoría a la vez psicológica y
política de la matanza masiva (1989). Pero este autor propone más bien la idea de un
continuo de destrucción, no de un proceso. Ahora bien, esa idea del “continuo” parece
discutible, en cuanto podría sugerir una continuidad ineluctable que iría necesariamente de
un acontecimiento a a otro acontecimiento b; por ejemplo, de la persecución creciente de una
minoría a su destrucción. Semejante visión se inspira seguramente en la historia de la
“Shoah”. Pero actualmente se reconoce que se trata de una interpretación errónea, de una
reconstrucción a posteriori (porque conocemos el fin de la historia): la persecución de los
judíos alemanes desde el comienzo mismo de la Alemania hitleriana no significaba, en
absoluto, que el guión de Auschwitz estuviera ya escrito. Por eso, la noción de “proceso” es
preferible a la de “continuo”, en cuanto la primera entraña la idea de una dinámica de
destrucción que puede registrar incertidumbres, inflexiones, aceleraciones, en una palabra: se
trata de un drama que no está escrito de antemano, sino que se va construyendo en función de
la voluntad de los actores y de las circunstancias.
Para ser aún más precisos, hablemos de un proceso organizado de destrucción de los civiles,
dirigido a la vez contra las personas y contra sus bienes:

- Un proceso, pues la práctica colectiva de la matanza puede considerarse como el


resultado de una situación compleja, creada principalmente por la conjunción de una
historia política de larga duración, de un espacio cultural y de un contexto internacional
particulares;
- Organizado, pues no se trata de una destrucción “natural” (como un terremoto) o
accidental (como la catástrofe nuclear de Chernobil). Lejos de ser anárquico, este
proceso de violencia es canalizado, orientado y hasta construido contra tal o cual grupo.
Concretamente, reviste la forma de una acción colectiva, las más de las veces impulsada
por un Estado y por sus agentes, con la voluntad de organizar dicha violencia. Ello no
obsta para que puede haber improvisación, y aun espontaneidad, en los modos de hacer
sufrir y de matar;
- Destrucción, pues el término es más amplio que el de “asesinato”, e incluye prácticas
posibles de demolición o de incendio de viviendas, edificios religiosos o culturales, a fin
de aniquilar la presencia del “otro-enemigo”. Ello puede incluir también eventuales
procedimientos de deshumanización de las víctimas antes de su eliminación. Las
marchas forzadas y demás técnicas de deportación, que suelen acarrear una elevada tasa
de mortalidad, también figuran entre esos procedimientos de destrucción de las
poblaciones. En realidad, la palabra “destrucción” tampoco prejuzga del método de
asesinato: fuego, agua, gas, hambre, frío o cualquier otro medio letal, lento o rápido;
- De civiles, pues hay que reconocer que si tal violencia puede ir dirigida inicialmente
contra objetivos militares (o paramilitares), tiende a desviarse de éstos para alcanzar
esencialmente, y hasta exclusivamente, a no combatientes, es decir, a civiles.
Conocemos la expresión “destrucción de poblaciones civiles”, usual en el vocabulario
estratégico. Ahora bien, ésta sugiere demasiado la idea de un bombardeo aéreo y, por
ende, de la muerte provocada de una colectividad entera (los habitantes de una ciudad,
por ejemplo). Pero también hay que pensar en procesos de destrucción más diferenciada,
dirigidos contra civiles “dispersos” en una misma sociedad: por eso, la expresión
“destrucción de civiles” es preferible, ya que permite englobar ambas dimensiones, que
van desde la eliminación de individuos diseminados a la de grupos constituidos y hasta
de poblaciones enteras.

En todos los casos, tales acciones colectivas de destrucción presuponen una relación
totalmente asimétrica entre agresores y víctimas. Se trata precisamente de la destrucción
unilateral (one-sided destruction) de individuos y grupos que no están en condiciones de
defenderse. Importa señalar que esto no prejuzga en nada de la posición anterior o futura de
las víctimas, que han podido o podrán ser verdugos a su vez.

Distinguir los diferentes procesos de destrucción de civiles

Paralelamente a la construcción de un vocabulario específico de este ámbito de estudios, es


importante diferenciar las dinámicas en juego en esos procesos de destrucción de civiles.
Cuando la prensa revela una matanza, los periodistas propenden a insistir en su aparente
irracionalidad: ¿por qué atacar a niños, mujeres y ancianos? En esos reportajes se dan
también detalles sobre las atrocidades. Pero las características indignantes de las matanzas no
deben ser óbice para interrogarse sobre la lógica de sus actores, no sólo desde el punto de
vista de sus medios de acción sino también de sus objetivos y de la representación que se
hacen del enemigo. Más allá del horror, hay que reconocer que aquéllos persiguen objetivos
muy precisos: apropiación de riquezas, control de territorios, conquista del poder,
desestabilización de un sistema político, etc.

Pensar la matanza significa, pues, tratar de aprehender a la vez su racionalidad y su


irracionalidad: lo que puede depender del frío cálculo y de la locura de los hombres, lo que
llamo su racionalidad delirante. El calificativo “delirante” remite a dos realidades de índole
psiquiátrica. La primera es la de una actitud de tipo “psicótico” con respecto al otro que hay
que destruir, que de hecho no es “otro” porque quien va a aniquilarlo lo percibe como un ser
“no semejante” a sí mismo. La parte psicótica de la relación entre el verdugo y su futura
víctima radica en la negación de la humanidad de ese otro “bárbaro”. Pero “delirante” puede
significar asimismo una representación paranoica de ese otro, percibido como una amenaza y
hasta como una encarnación del mal. Ahora bien, la particularidad de una estructura
paranoica es su peligrosidad, ya que la convicción de habérselas con un “otro” maléfico es
tan fuerte que existe, efectivamente, el riesgo de pasar al acto: en la matanza, la polarización
“bien/mal” y “amigo/enemigo” llega a su paroxismo, como en la guerra. Por eso la matanza
se aviene siempre con la guerra o, si no hay guerra propiamente dicha, es vivida como un
acto de guerra.

Es por esa razón por lo que las matanzas no son “insensatas”, desde el punto de vista de
quienes las cometen, pues obedecen a una o varias dinámicas de guerra. En tal concepto,
quienes se entregan a una matanza le atribuyen objetivos políticos o estratégicos precisos, si
bien éstos pueden modificarse con la evolución de la acción, el contexto internacional, la
reacción de las víctimas, etc. La diversidad de las situaciones históricas lleva así a distinguir
por lo menos dos tipos fundamentales de objetivos asociados a los procesos de destrucción
parcial o incluso total de una colectividad, con vistas a:
- su sumisión
- su erradicación1

Destruir para someter

El objetivo consiste aquí en dar muerte a civiles para destruir parcialmente una colectividad a
fin de someter totalmente lo que de ésta quede. Por definición, pues, el proceso de
destrucción es parcial, pero su efecto aspira a ser global. Pues los responsables de la acción
cuentan con el terror resultante para imponer su dominación política a los sobrevivientes. Por
eso el procedimiento de la matanza es particularmente adecuado a esta estrategia: la matanza
no debe silenciarse sino que tiene que saberse, a fin de que su efecto terrorífico se propague
en la población.
Militares de Uganda sobrevuelan un montículo cubierto de calaveras en la provincia de Kibuye en
Ruanda, abril 1998.
AFP/WTN

Desde la noche de los tiempos, esta práctica de matanza está asociada al ejercicio mismo de
la guerra. Efectivamente, la dinámica de destrucción/sumisión de los civiles puede integrarse
perfectamente en una operación militar para precipitar la capitulación del adversario y
acelerar la conquista de su territorio y la sujeción de sus poblaciones. Es así como, desde la
guerra antigua hasta la guerra moderna, pasando por la guerra colonial, la matanza está casi
siempre presente, no como un “exceso” de la guerra sino como una de sus dimensiones: para
anticipar la capitulación del enemigo.

Es lo que Michael Walzer llama “la guerra contra los civiles”, en la cual incluye también las
diversas formas de asedios y bloqueos encaminados a hacer caer una ciudad o un país
(Walzer, 1999); por lo demás, tales prácticas de destrucción/sumisión se dan también en las
guerras civiles contemporáneas, en las que no se hace ya ninguna distinción entre
combatientes y no combatientes.

Estas prácticas de destrucción/sumisión pueden también extenderse a la gestión de los


pueblos. Tras la guerra de conquista, que ha podido llevarse a cabo mediante la matanza,
viene la explotación económica del pueblo vencido, con el recurso eventual a nuevas
matanzas de algunos de sus miembros. Tal fue, por ejemplo, la actitud fundamental de los
conquistadores con respecto a los indios, percibidos por ellos como seres sin valor,
explotables a voluntad. La historia nos brinda otras variantes, más “políticas”, del paso de la
lógica “destrucción/sumisión” de la guerra a la gestión de los pueblos. En tales casos, podría
invertirse la fórmula de Clausewitz: ya no es la guerra el medio de proseguir la política, sino
la política el medio de continuar la guerra... contra los civiles. Cabe añadir que quienes ganan
una guerra civil son, muy lógicamente, arrastrados por esta dinámica de construcción de su
poder, como lo muestra en cierto modo el ejemplo de la Francia revolucionaria y, aún más, el
de los bolcheviques en la Rusia de Lenin y el de los jemeres rojos en la Camboya de Pol Pot.
La práctica de extremada violencia desplegada durante la guerra civil tiende a transferirse a
la fase de la construcción del poder.

Con guerra civil o sin ella, el procedimiento es, de todas maneras, muy antiguo: torturar y
asesinar “para aleccionar” constituye una de las técnicas más clásicas del tirano que se
propone liquidar una rebelión interna. Tal fue también la táctica de las ejecuciones de rehenes
practicada en Europa por los nazis (100 civiles ejecutados por cada alemán muerto), a fin de
combatir los focos de resistencia armada. Ulteriormente, ciertos regímenes han elaborado
técnicas más refinadas, como las de la “desaparición”, puestas en práctica por diversas
dictaduras latinoamericanas en los años 1970. Se trata de una práctica “discreta” de
eliminación de civiles, tanto en sentido formal como estadístico: pues el número de
desaparecidos es, en definitiva, bastante reducido, como lo prueban estudios recientes (ver en
esta misma revista el artículo de Sandrine Lefranc).

En ciertos casos, la instauración de un clima de terror debe situarse en el contexto más


general del remodelado o de la reestructuración entera de la sociedad. La resolución de
destruir las bases del antiguo sistema (y por ende, a aquellas y a aquellos que lo encarnan)
arraiga en la voluntad de construir uno nuevo por todos los medios. La convicción ideológica
de los dirigentes que impulsan ese proyecto político es, pues, determinante en este caso. Por
lo tanto, considerar que las diversas prácticas de violencia contra los civiles tienen como
objetivo único instilar un clima de terror en esa “nueva sociedad” sería proponer una
interpretación demasiado reductora. Según Euwe Makino, esas prácticas forman parte de un
conjunto más amplio y no son sino una de las técnicas de una ingeniería social encaminada a
transformar completamente una sociedad (Makino, 2001). Como ese proyecto
verdaderamente revolucionario abarca la sociedad entera, es de prever que haga víctimas en
todos los estratos de la misma. También usa esta noción de ingeniería social Nicolas Werth
en su interpretación del hambre en Ucrania en los años 1932-1933 y del gran terror
estaliniano de los años 1937-1938 (Werth, 2001). En esta perspectiva, aunque en condiciones
muy diferentes, no podemos dejar de pensar también en el período de la Revolución Cultural
china (Domenach, 1992). Los “jemeres rojos” de Camboya fueron probablemente quienes
llegaron más lejos en esta dirección. Pero el proceso multiforme de la destrucción/sumisión
de la sociedad camboyana tuvo el rasgo extraordinario, aunque perfectamente coherente, de
ir acompañado por el proyecto de reeducación de los camboyanos, ya que por las tardes
estaban programadas sesiones de educación ideológica. Esto significa que, en su forma
probablemente más radical, la matanza masiva en Camboya no era sinónimo de exterminio
total, ya que el sentido mismo de la empresa de los jemeres rojos era intentar reeducar a
quienes no fueron ejecutados o lograron sobrevivir.

Destruir para erradicar

Muy distinta es esta segunda dinámica: la destrucción/erradicación. Su meta no es ya


realmente la sumisión, sino la eliminación de una colectividad, de un territorio, más o menos
vasto, controlado o codiciado por un poder. Se trata de “limpiar” o de “purificar” ese espacio
de la presencia de otro, juzgado indeseable y/o peligroso. Por eso, el término “erradicación”
parece particularmente pertinente, ya que su etimología remite a la idea de “cortar las raíces”,
de “extraer de la tierra”, en una palabra, de “desarraigar”, como se diría de una planta dañina
o de una enfermedad contagiosa; sólo que, en el caso al que nos referimos, esa vasta
operación de desarraigo tiene por objeto toda una colectividad humana.

Este proceso de destrucción/erradicación, de índole identitaria, puede también ir asociado a la


guerra de conquista. Tal es el sentido de la expresión popular ¡quítate de ahí, que me pongo
yo!”. La matanza, asociada al saqueo y a la violación, es un medio para hacerse entender
claramente y, en consecuencia, anticipar el alejamiento de ese “otro” juzgado indeseable. La
destrucción parcial del grupo y el efecto de terror resultante son medios idóneos para
provocar y acelerar ese alejamiento. Tal fue, por ejemplo, el procedimiento usado en
Norteamérica por los colonos europeos contra las poblaciones indias, relegadas cada vez más
al oeste, más allá del Mississipi. En los Balcanes, este desplazamiento forzoso de poblaciones
expulsadas de un territorio se llamó a veces “limpieza étnica”, especialmente para calificar
las diferentes operaciones de “limpieza” practicadas, esencialmente, por Serbia y Croacia a
comienzos de los años 1990. Pero los métodos empleados (matanzas, incendio de aldeas,
destrucción de edificios religiosos, etc.) corresponden a prácticas anteriores en esa misma
región, por lo menos desde el siglo XIX en el contexto del ascenso de los nacionalismos y de
la decadencia del Imperio Otomano.

También en este caso, los procedimientos usados en la guerra pueden volver a usarse en la
“gestión” interna de los pueblos. Es lo que ocurre en toda la gama de los conflictos étnicos
estudiados por Andrew Bell-Fialkoff (1996), Donald Horowitz (2000) o Norman Naimark
(2000). En general, asistimos a una instrumentación del criterio étnico con fines de
dominación política de un grupo sobre el conjunto de una colectividad. El recurso a la
matanza es entonces legitimado para resolver definitivamente un problema reputado
insoluble.

Pero este proceso puede revestir una forma más radical aún, cuando se trata de eliminar
totalmente la colectividad en cuestión, sin dejar siquiera a sus miembros la posibilidad de
huir. En tal caso, el objetivo es capturar a todos los individuos de tal colectividad para
hacerlos desaparecer. La noción de “territorio que hay que limpiar” pasa a ser entonces
secundaria con respecto a la de exterminio propiamente dicho. Es probable que algunas
matanzas coloniales hayan sido perpetradas con esta finalidad, como la no muy conocida de
la población de los hereros en 1904 por los colonos alemanes instalados en Namibia. ¿Hay
otras? Todavía sabemos demasiado poco acerca de las matanzas coloniales, inclusive sobre
las perpetradas por Francia en la conquista de Argelia en el siglo XIX.

En todo caso, fueron los dirigentes de la Alemania nazi quienes llevaron más lejos el
proyecto de destrucción total de una colectividad. Efectivamente, el exterminio de los judíos
europeos entre 1941 y 1945, tras la eliminación parcial de los enfermos mentales alemanes,
es el ejemplo prototípico de un proceso de erradicación conducido hasta sus últimas
consecuencias. En contextos históricos muy diferentes, cabe decir otro tanto del exterminio
de los armenios del Imperio Otomano en 1915-1916 y del de los rwandeses tutsis en 1994. El
objetivo ya no es obligar a un pueblo a dispersarse en otros territorios: se trata de hacerlo
desaparecer, no sólo de su tierra, sino de la Tierra, según la expresión de Hannah Arendt.

La noción de genocidio puede reintroducirse en esta etapa final de la erradicación, esta vez
como concepto en ciencias sociales. El público en general considera que el genocidio es una
especie de matanza en gran escala. En suma, cuando el número de muertos alcanza varios
centenares de miles, y más aún cuando se eleva a varios millones, sería adecuado hablar de
genocidio. Pero este enfoque intuitivo, que adopta como criterio la gran cantidad de víctimas,
no es específico de una acción genocida. Además, ningún experto podría decir hoy a partir de
cuántos muertos empieza un genocidio. Lo que más ciertamente define este último es un
criterio cualitativo combinado con ese criterio cuantitativo: la voluntad de erradicación total
de una colectividad. En este sentido, el genocidio se sitúa en el mismo continuo de
destructividad que la “limpieza étnica”, pero se distingue fundamentalmente de ésta. Es
cierto que ambas dinámicas están orientadas a la erradicación: pero, como lo subraya Helen
Fein, en el primer caso (la “limpieza”) el alejamiento o la huida de las poblaciones
amenazadas siguen siendo posibles, mientras que en el segundo caso (el genocidio) todas las
puertas de salida están cerradas. Yo definiría, pues, el genocidio como el proceso particular
de destrucción de civiles que apunta a la erradicación total de una colectividad, cuyos
criterios son definidos por su perseguidor.

Es cierto que algunos autores aplican el término de “genocidio” a toda la gama de los
procesos de destrucción/erradicación, considerando en consecuencia la limpieza étnica como
una forma de genocidio. Pero este uso plantea muchos problemas. Por lo tanto, me pronuncio
por un enfoque más restrictivo de dicha noción.

Conclusión

Esta definición restrictiva del genocidio se opone, pues, a la que figura en la convención de
las Naciones Unidas, mucho más amplia. En cierto modo, sin embargo, la aquí propuesta
sigue apoyándose en el enfoque inicial de Raphael Lemkin, al menos en la “esencia de su
definición”, según las palabras de Eric Markusen: esto es, la aniquilación de un grupo en
cuanto tal. Pero es claro que opera dos rupturas con trabajos anteriores.

En primer lugar, ya no se trata, evidentemente, de partir del derecho. Se adopta el punto de


vista contrario: es decir, se trata de estudiar la naturaleza de la violencia extrema que se
manifiesta en una situación histórica para determinar -in fine- si el proceso de destrucción
apunta a la erradicación total de una colectividad. En otras palabras: la eventual calificación
de “genocidio” llega al término del análisis del investigador; a éste le toca entonces discutir
su enfoque con el del jurista.

El otro cambio estriba en la manera misma de definir la noción de genocidio. Hablar de


“proceso” o de “evolución” es aprehender el genocidio como una dinámica específica de
violencia. Ello significa, pues, romper con los enfoques descriptivos, casi estáticos, que hoy
dominan en este ámbito de estudios. Éstos, en efecto, califican de “genocidio” un acto o un
acontecimiento en función de una serie de condiciones: a, b, c, d... Tales enfoques son,
precisamente, herederos del derecho, y explícitamente del que está contenido en la
Convención de las Naciones Unidas2. Sería preferible, pues, hablar siempre de un proceso
genocida, haciendo hincapié así en esa dinámica particular de destrucción/erradicación.

Pero este razonamiento se complica, en la medida en que los procesos de


destrucción/sumisión y los de destrucción/erradicación pueden coexistir, y aun estar
imbricados, en una misma situación histórica, dirigidos a grupos diferentes. En general, uno
de ellos es dominante y el otro secundario. En Rwanda, por ejemplo, asistimos en 1994 a un
proceso de erradicación de los rwandeses tutsis (que, por consiguiente, puede calificarse de
genocidio) pero también, al mismo tiempo, a las matanzas de hutus opositores al poder
(proceso de destrucción/sumisión). En Camboya, por el contrario, las matanzas masivas
obedecían a un proceso de destrucción/sumisión (pues Pol Pot no quiso nunca destruir a
todos los jemeres), pero ese proceso de destrucción comportaba, sin embargo, impulsos de
erradicación dirigidos contra grupos específicos (en particular, la minoría musulmana de los
cham). Nuestra labor de analista consiste precisamente en discernir esas diferentes dinámicas
de violencias, lo cual suele ser muy complejo, pues no sólo pueden éstas estar imbricadas,
sino también evolucionar con el tiempo, pasando, por ejemplo, de la sumisión a la
erradicación.
Traducido del francés

Notas

1. Podría desarrollarse aquí la idea de un tercer tipo de objetivo: la desestabilización, a la


que apuntan grupos no estatales que recurren a la perpetración de matanzas con fines
de lucha contra un Estado o un sistema político. Es lo que se llama comúnmente
“terrorismo”: pero este término, de un empleo tan difícil como “genocidio” en ciencias
sociales, tiene que ser “deconstruido”, como lo hace Isabelle Sommier en este mismo
número. En todo caso, los atentados suicidas del 11 de septiembre de 2001 en Nueva
York responden a esta dinámica de destrucción.
2. Artículo 2: “En la presente Convención, se entiende por genocidio cualquiera de los
actos mencionados a continuación, perpetrados con la intención de destruir, total o
parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso, como tal:
a) Matanza de miembros del grupo;
b) Lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo;
c) Sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de
acarrear su destrucción física, total o parcial;
d) Medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo;
e) Traslado por fuerza de niños del grupo a otro grupo.”

Referencias

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WERTH, N. 2003. "A mass-crime" en KIERNAN, B. y GELATELY, R. Comparative
Genocides. Cambridge: Cambridge University Press.
El rostro cambiante de la matanza masiva:
masacre, genocidio y postgenocidio

Mark Levene

Nota biográfica

Mark Levene es profesor adjunto de Historia Comparada en la


Universidad de Southampton, Reino Unido. Entre sus publicaciones
más recientes destaca: The Massacre in History (ed. Penny Robert,
2000). Actualmente esta trabajando en el primer volumen de la
trilogía: Genocide in the Age of the Nation State (2003).
Email: m.levene@soton.ac.uk

En años recientes, impartí una clase a alumnos de licenciatura sobre el genocidio en la


historia contemporánea. Naturalmente, fue un encuentro muy motivante tanto para los
estudiantes como para el profesor. Una vez que los estudiantes se sienten en confianza, la
pregunta que muchos de ellos quieren preguntar, en particular y lo que es muy interesante,
mujeres jóvenes, es: “¿cómo la gente puede hacer estas cosas?”. Con frecuencia son muy
persistentes. Desde mi punto de vista la pregunta es bastante ingenua, aunque por supuesto
no lo digo, al menos no al principio, cuando no conozco bien a los estudiantes; sin embargo,
lo que me interesa trasmitirles es lo siguiente: “si pasamos todo el curso tratando de
responder esta sola pregunta, terminaremos dando vueltas en círculos, lo que tendríamos que
preguntarnos es por qué la gente hace estas cosas”.

Cito esta experiencia de clase ya que puede sugerir que cualquier respuesta a la pregunta de
de Jacques Sémelin: “¿Cuál es la relevancia de la noción de violencia extrema?” estaría de
cierto modo determinada por la respuesta que se diera a esta otra pregunta que Sémelin
formula: ¿Cuál es la posición del investigador con respecto a su objeto de investigación?. De
acuerdo a esto último, la posición que se adopta puede ser expuesta brevemente: la violencia
se encuentra latente en todas las personas, incluyendo, para la mayoría, un potencial para
cometer actos de extrema violencia gratuita. No se comparte los principios básicos que
conciben al ser humano como irremediablemente malo o propenso a cometer el mal.
Tampoco se esta de acuerdo con la noción en la cual los seres humanos pertenecientes a las
sociedades que llamamos civilizadas, van naturalmente a retroceder en la primera
oportunidad a sus manifestaciones más atávicas. Es un punto de vista completamente
especulativo, por no decir tendencioso, cuando se conoce tan poco sobre el comportamiento
de nuestros antepasados y sus interrelaciones a lo largo de miles de años de prehistoria.

En cambio, esta lectura de la violencia extrema con respecto a su fundamento fisiológico esta
justificada empíricamente, basada en la literatura especializada y en la violencia a la que el
ser humano se encuentra expuesto, sea en su entorno social inmediato, o sino, seguramente, a
través de lo que ve en la pantalla del televisor (Storr 1968, Riches 1986, Bourke 1999).

Obviamente, es necesario tomar en cuenta las diferencias individuales y de género, pero


también la manera en la cual los pueblos que viven en diferentes culturas y épocas han sido
desarraigados, socializados y politizados. No obstante, si se acepta la premisa original como
correcta, aquella de que el potencial para ser violentos es parte de nuestra estructura como
seres humanos, entonces la pregunta sería: ¿qué podemos hacer con este conocimiento?.
Sería posible proponer la concentración en la disección de la anatomía y la forma de nuestro
tema para descubrir una gran variedad de aspectos sobre nosotros mismos, incluyendo
algunos que tal vez no se quisiera saber pero en el fondo al continuar en esta línea de
investigación que excluye las otras, sólo se alimentaría cierta lascivia, aun cuando
busquemos deplorar públicamente el tema de nuestra observación.

Regresando a la primera pregunta del Profesor Sémelin, la relevancia de este campo de


estudio extraordinariamente tendencioso sólo puede aparecer con la formulación de
preguntas apropiadas. Es claro también que la mayor parte de la gente, en la mayoría de las
sociedades, no están relacionadas directamente con la violencia extrema en ningún momento
de su vida; lo que hace evidente el hecho de que también se puede evitar. Esto a su vez
sugiere que lo que se necesita para encontrar respuestas no son sólo los detonadores
fisiológicos específicos, sino también la mayor información posible sobre las condiciones
políticas y sociales en las que yace este potencial negativo. Parafraseando a Comte: si no se
puede comprender la causalidad, no se puede anticipar, y si no se puede anticipar no se puede
prevenir. Específicamente, cuando se cometen actos colectivos de violencia extrema contra
otro grupo es evidente la necesidad de una epidemiología más rigurosa que la existente en
ese momento.

Como historiador, la mejor y más útil contribución a este tipo de estudio que se puede
ofrecer, es probablemente el escrutinio y el análisis de las circunstancias particulares en las
cuales la violencia extrema ha sido evidente y tratar de elucidar si hay algún elemento en esas
circunstancias que permita su explicación. Con la finalidad de argumentar este caso, se
observa el Imperio Otomano en los años de su ocaso, entre el final de la década de 1870 y el
principio de la década 1920, cuando las tendencias sociales y estatales de violencia extrema
fueron indudablemente crónicas. De manera más general, se propone que mientras la forma
de matar se mantenía notablemente constante, la estructura dentro de la cual ocurría
cambiaba pronunciadamente. Este hecho podría sugerir, por el contrario, que el término
“violencia extrema”, desde el punto de vista que a la causalidad concierne, tiene un valor
estrictamente limitado. De hecho, como se discutirá más adelante, si este patrón de evolución
de los asesinatos masivos en el Imperio Otomano tardío representará un microcosmos de un
conjunto de cambios generales y paradigmáticos en la historia contemporánea, cualquier
esfuerzo para distribuir etiquetas descriptivas especificas a las diferentes secuencias aquí
mencionadas, incluyendo en al menos una de ellas el término conocido de genocidio, sería
insatisfactorio, sino retrógrado.

A continuación discutiremos algunos problemas metodológicos. El primero está relacionado


con nuestro objeto de atención: tres secuencias de acciones específicas del Estado contra una
comunidad en particular: los armenios. Aun poniendo de lado toda la controversia en torno a
este tema, es claro que los armenios no fueron el único pueblo en sufrir violencia extrema
durante el periodo correspondiente al Imperio Otomano tardío. Otras comunidades
minoritarías también sufrieron de violencia extrema, como fueron los cristianos,
particularmente los nestorianos, esto es observable en al menos una de nuestras secuencias, y
en otra, poco tiempo después, los otomanos de lengua griega. Por otra parte, en el último
caso, la comunidad dominante que en ese entonces eran los turcos, quienes fueron
primordialmente responsables por el ataque a los armenios, también sufrieron de violencia
extrema de parte de la comunidad griega. Anteriormente, los turcos junto con otros
musulmanes otomanos también habían sido victimas, en una serie de secuencias previas en el
lado europeo del Bósforo, en las cuales otros cristianos de los Balcanes fueron tanto
perpetradores como victimas. De la misma manera, los musulmanes turcos atacaron también
a los musulmanes kurdos, aunque éstos últimos se mantuvieron como los agentes principales
del ataque contra los armenios a lo largo de nuestras secuencias. Para aumentar la confusión,
en varios ocasiones, algunos miembros de la comunidad armenia participaron con el Estado
Otomano en una dinámica violenta de masacres punitivas cometidas contra otras
comunidades étnicas (Joseph, 1971, pp. 131-136; Ahmad 1994, pp. 130-131; Hoffman y
Koutcharian 1986; McCarthy 1995; Levene 1999).

Por lo tanto, visto en su totalidad, es un paisaje étnico abigarrado de atrocidades masivas que
no corresponde fácilmente a una clara categorización. Aunado a esto, las nociones cognitivas
occidentales de conflicto violento, incluidas dentro de las fronteras de una guerra reconocida,
están completamente colapsadas en dos de nuestras secuencias. Por un lado, el asalto
armenio de 1894-1896 que tuvo lugar en tiempo de paz, y por otro lado, más de veinte años
después, mientras se cometían algunas de las peores matanzas intercomunales, fue decretado
el cese oficial de las hostilidades de la Primera Guerra Mundial. Además, la interpretación
ofrecida por varios académicos del genocidio en la que este tipo de matanzas masivas puede
ser comprendida como un modelo unidimensional, con un conjunto definido de
perpetradores, por un lado, y con un conjunto definido de victimas por el otro1, es
confrontada aquí con lo que realmente es una serie de interacciones complejas. El uso
analítico de la noción de genocidio resiste entonces a la reducción de las categorías políticas
y morales unilaterales, asociadas frecuentemente con este término dentro del debate
contemporáneo.

Aun aislando los episodios específicos antiarmenios de violencia extrema traen consigo
problemas. Por ejemplo, si tratáramos de describir la vida de muchos armenios en algunos de
los distritos más inseguros de Mus o de Bitlis en la década de 1890, sería muy difícil
desmarañar en qué momento las violaciones de los derechos humanos, como los concebimos
actualmente, se convirtieron en algo más mortal. Se puede afirmar que el ataque a las bases
del tejido social de estas comunidades en estas regiones fue tan continuo durante todo el
periodo en discusión que si usamos el término de referencia desarrollado por Raphael
Lempkin podríamos describirlo como genocidio (Lemkin 1944, p. 79)2. La elección de
momentos particulares de las matanzas masivas que se analizan se debe no tanto a que éstas
proveen una imagen general de la violencia antiarmenia durante el Imperio Otomano tardío
sino a su pertinencia heurística.

Existe un problema final que necesita ser considerado. Seguramente, no todas las matanzas
directas ocurrieron en la región de Anatolia oriental donde vivía la mayoría de los armenios.
¿Se debe por consiguiente asumir que fue un producto de las condiciones estructurales o de
las relaciones humanas peculiares de la región? ¿Es necesario tener en cuenta otras relaciones
o condiciones que pudieron influenciar el resultado? Si es así, ¿qué tan ampliamente se
delinea? ¿Si se acepta la afirmación de que todo lo que se necesita conocer debe encontrarse
en el Imperio dado que la matanza estuvo circunscrita dentro de sus fronteras, entonces se
debe detener el estudio cuando hemos examinado las relaciones entre la comunidad y el
Estado o es necesario ampliar nuestra búsqueda y considerar el impacto general de los
problemas de alcance geopolítico o geoeconómico a los que se enfrentaron el Estado y la
sociedad otomana? Una breve respuesta a esta última pregunta es: si queremos realmente
comprender los orígenes de estas matanzas masivas, es necesario pensar de una forma global.

A continuación se presentan las secuencias de matanzas con la finalidad de delinear sus


características principales.
La primera secuencia, entre 1894 y 1896, no fue un mural continuo de matanza, las masacres
se interrumpieron durante un año. Hay dos fases, en la primera, se comienza con una matanza
ocurrida en el distrito aislado de Samsun en el este de Anatolia y otra, poco después, muy
pública en Constantinopla. La segunda fase, las matanzas se extienden en una ola más amplia
en Anatolia oriental, con un epílogo final, algunos meses después, de una masacre en
Constantinopla. Las cifras de las víctimas varían ampliamente. De cualquier manera, las
mejores estimaciones suponen que, de al menos dos millones de armenios otomanos, entre
80,000 y 100, 000 murieron violentamente3. Estos eventos fueron generalmente reportados
en la prensa extranjera y referidos en esa época como “las masacres armenias”.

La segunda secuencia, más infame, ocurrió hacia la segunda mitad de 1915 y durante 1916.
Involucró muchos más intentos sistemáticos estatales para exterminar comunidades enteras
tanto en masacres directas in situ como en procesos de deportación hacia localidades
designadas en el desierto de Siria, donde muchos más fueron masacrados. La violencia
extrema en forma de inanición, abusos y epidemias fue también responsable indirecta de
otras muertes masivas. En total entre 600,000 y más de un millón de personas murieron4. A
pesar de que estos eventos ocurrieron en tiempos de la Primera Guerra Mundial, fueron
extensivos tanto los reportajes en los medios de comunicación como los análisis rigurosos.
Estas matanzas fueron nuevamente referidas como las masacres armenias, subsecuentemente
como genocidio por Lempkin y los comentadores ulteriores.

La tercera secuencia, más confusa, surgió entre el final de 1917 y 1921, cuando la autoridad
otomana decaía y parecía desintegrarse en el este de Anatolia. Esta secuencia incluyó,
repetidamente, extensas masacres interétnicas en las cuales los armenios fueron tanto
perpetradores como victimas5. La matanza ocurrió en un contexto en el que varios Estados
estaban intentando arrebatar, directa o indirectamente, el control de la región, particularmente
después del Armisticio de Mudros en 1918. La conciencia occidental contemporánea de estos
eventos fue mínima o no existente, mientras que una carencia general de datos continua a
entorpecer un análisis adecuado de la causalidad o una morfología minuciosa de estas
matanzas. No existen términos descriptivos generalmente aceptados para esta secuencia.

Es posible observar que existen características consistentes en la naturaleza de la matanza a


lo largo de las tres fases; en cada una hubo una extrema crueldad gratuita. Las técnicas fueron
concebidas, corregidas o improvisadas para hacer sufrir lo más posible al pueblo, tanto en el
preludio como durante el proceso de matar, humillándolos y torturándolos emocionalmente.
Un aspecto mayor de esta violencia extrema era obligarlos a mirar o participar en el abuso
sexual o en la muerte de otros miembros de la familia. El ataque en comunidades, con
preferencia a la violación y a la mutilación sexual fue la principal faceta de esta violencia.
Sumado a esto, a pesar de que muchos de estos episodios implican un gran numero de
personas ejecutadas o quemadas vivas, hay poca o ninguna evidencia que permita suponer
que alguno de ellos fue llevado a cabo sin emoción. No es posible aplicar a estos episodios de
asesinato masivo moderno la fórmula de indiferencia, esterilización y burocratización que en
ocasiones se deriva de la interpretación del genocidio nazi. Las matanzas implicaban, en
repetidas ocasiones, el asesinato cara a cara, a menudo mediante la utilización de armamento
tosco o de la topografía del terreno. De igual forma, implicaban frecuentemente la mutilación
ritual en el acto de matar, inspirándose en un repertorio conjunto de temas de sacrificio y
motivos religiosos con una fuerte carga erótica6. Este repertorio, probablemente, refleja tanto
el contexto cultural de las masacres como la psicología de sus perpetradores. Es posible que
su carácter estereotipado pueda tener alguna relación con las dinámicas necesarias de
matanzas masivas dentro de su especificidad como fenómeno social. Desenmarañar estos
temas es complicado debido a la ausencia de evidencia empírica sistemática, la cual, en
muchos casos históricos, incluyendo los discutidos en este trabajo, esta simplemente
indisponible.

No obstante, con estas reservas, es posible especular, inspirándose en ambas evidencias,


específica y comparativa, sobre algunas de las dinámicas psicológicas que se accionan en las
matanzas masivas. Es relativamente claro que en cada una de las secuencias aquí
consideradas, hubo una participación voluntaria a gran escala, de buena gana y de hecho
entusiasta. Ciertamente, hubo un gran número de hombres uniformados quienes debían
ejecutar las ordenes, tanto de la armada otomana y de la gendarmería como también de las
unidades paramilitares. Aun poniendo de lado el hecho que no fueron obligados
probablemente a mostrar un entusiasmo, hubo un gran número de participantes civiles
quienes no estaban sujetos a la disciplina militar, esto incluye los kurdos, los turcos, los
circasianos de quienes se puede posiblemente decir que estaban más acostumbrados a la
brutalidad y al asesinato que en otras ciudades y que la gente del campo. De igual forma,
hubo muchos participantes urbanos, así como ocasiones en las cuales la tortura y el asesinato
por aporreamiento fueron un espectáculo publico que atraía a comunidades enteras en
excursiones de tipo carnavalesco (Walker 1967, p. 167; Hartunian, 1968, pp. 64-65).

Todo esto se suma a un catálogo de violencia extrema. Pero ¿a dónde podemos ir con él? Una
línea legitima de investigación podría ser la pregunta sobre la motivación de los
perpetradores y el sentido que estos actos adquirían para ellos. ¿Qué autojustificación se
ofreció esta gente a si misma y a sus familiares por haber causado heridas físicas atroces en
personas quienes a menudo eran sus vecinos, empleados, clientes e incluso amigos? Podemos
distinguir atrocidades locales y personales dentro de algunos ataques y un común
denominador: un hambre de bienes. La gente que no robó las posesiones personales de las
víctimas o saqueó sus propiedades o negocios se privó de lo que otros seguramente tomarían.
El mismo deseo de no quedarse atrás fue probablemente también un factor en el goce
observable de los participantes. Una vez que fue evidente el alboroto, es posible imaginar el
deseo y la compulsión para formar parte. Por esta razón, el asesinato masivo resultante no fue
producto simplemente de seres humanos autónomos enloqueciéndose, sino incluía una unión
familiar, de clanes, de barrios o de grupos de semejantes, operando colectivamente o como
componentes de multitudes más numerosas, así como en agencias organizadas de Estado7.

Ciertamente, las matanzas masivas no surgieron de un proceso de combustión espontánea o


de algún vacío sociopolítico. El Ministro francés de Asuntos Entranjeros, Gabriel Hanotaux,
puede haberse encogido de hombros ante las masacres producidas en la década de 1890 al
decir: “es uno de los mil incidentes de lucha que suceden entre cristianos y musulmanes”8
pero en realidad estuvo muy equivocado. Ciertamente, no se debe describir una pintura rosa
de las relaciones intercomunitarias tradicionales, pues había a la vez muy fuertes tabúes así
como restricciones legales decretadas en la política musulmana otomana que actuaron como
un freno primario sobre los ataques. Para cambiar las reglas del terreno, el pueblo común
tenía que encontrar razones muy fuertes de por qué era necesario y moralmente justificable
participar en la matanza, y tal vez, incluso creer que el Estado había autorizado semejante
acción (Dadrian 1995, pp. 147-148). Un antropólogo, examinando la naturaleza de la
violencia extrema en la reciente guerra de Bosnia, propuso, similarmente, que mientras los
participantes pueden infligir todas las torturas desorganizadas que pueden inventar, el
contexto en el cual lo hacen esta organizado (Sorabji, 1995).
Se puede discutir que en la tercera secuencia se contradice este marco de referencia, puesto
que la autoridad estatal desapareció y durante este proceso las matanzas se volvieron mucho
menos delimitadas y evidentemente un asunto intercomunitario. Pero eso puede, tal vez,
señalar un cambio más general. Mientras que la anatomía de la atrocidad puede ser muy
estable a través de nuestras tres secuencias, las condiciones sociopolíticas de cada una son
bastante especificas. Esto puede sugerirnos que para comprender el desarrollo de nuestras
secuencias y los cambios de una a otra, se requiere más que una simple observación de lo que
esta pasando en el terreno de estudio. Es necesario tomar en cuenta un contexto mucho más
amplio y esencialmente una imagen macropolítica. Viendo desde este prisma, lejos de ser
una masa indiferenciada de atrocidades, nuestras secuencias adquieren realmente
características específicas. Por lo tanto, es necesario una clasificación distintiva.

Inhumación de víctimas de matanzas en la Armenia Turca (de la revista alemana Illustrierte Zeitung,
febrero 1896)
Archiv für Kunst und Geschichte, Berlin/AKG Paris

No existe una categorización coherente de ningún evento de matanza masiva, al menos en


ausencia de un consenso académico actual del término “genocidio”. Por consiguiente, es
necesario proponer a los académicos la reflexión conjunta que engendre una definición clara;
pero el resultado es, a menudo, una definición del termino tan estricta que prácticamente
todos los casos están excluidos de este rubro o tan general que se vuelve una manera fácil de
incluir todo al decir: “asesinato masivo”. Ya que la forma o incluso la escala de una matanza
masiva no puede por si sola, ser suficiente para definir el genocidio. Sólo construyendo una
imagen basada históricamente de las interacciones entre el Estado y las comunidades
constitutivas, dentro de un contexto más amplio de sus relaciones internacionales y las
percepciones de su lugar dentro de un mundo global, podemos comenzar obtener un sentido
del carácter apropiado del término. Concluyo que:

“el genocidio ocurre cuando un Estado, percibiéndose amenazado en su política global por
una población –definida por el Estado en términos comunales o colectivos- busca remediar la
situación a través de la eliminación sistemática masiva de dicha población, en su totalidad, o
hasta que deja de ser percibida como una amenaza” (Levene 1994, p. 10)

Habiendo establecido, al menos por implicación, que este tipo de exterminación masiva está
de alguna manera muy relacionada con programas de desarrollo y aspiraciones estatales; por
otra parte, se sugiere la existencia de un fenómeno que no se podría asociar a un mundo
menos globalizado que careciera de exigencias especificas a Estados para que se transformen
de acuerdo a un modelo determinado esencialmente por el Occidente. Los ataques del Estado
en comunidades étnicas o grupos religiosos ocurrieron frecuentemente en periodos
anteriores, pero con propósitos que tendían, usualmente, a ser más punitivos que
transformadores. Esto no significa que la palabra “masacre”, que sirve fácilmente para
describir episodios premodernos de violencia extrema, haya dejado de tener importancia a la
llegada del siglo veinte. Particularmente, cuando es claro que las masacres individuales
pueden también conducir a un genocidio o tomadas en conjunto constituirlo como ha sido
definido aquí. No es simplemente una diferencia cuantitativa entre una matanza única y el
genocidio extenso, es también ciertamente una distinción cualitativa con respecto a los
objetivos políticos que esperan conseguir los Estados desplegando masacres en cualquier
tiempo y espacio.

Siguiendo este razonamiento, el término “genocidio” lleva consigo una afinidad especial con
actos de Estados en construcción, en una crisis-infestada, dentro de un contexto de
emergencia de un sistema internacional de Estado-nación, mientras que por el contrario la
palabra masacre no tiene esta afinidad ¿cómo podríamos, entonces, tener ejemplos
clasificados de matanzas comunales masivas en Estados administrativamente en quiebra, con
fragmentaciones étnicas o de otra índole, o incluso que han dejado de existir? Esta pregunta,
peculiarmente postmoderna, tiene una resonancia en la medida que presupone un orden
mundial de Estados–naciones continuos y engranados con una o más brechas regionales, una
normatividad corriente y una coherencia teórica. De hecho, la expresión postgenocidio puede
sugerir una violencia extrema para el futuro, la pregunta justificablemente es, ¿si tiene una
mínima aplicación al Impero Otomano tardío? Dado que, de cualquier manera, eso fue en los
años del ocaso del Imperio y en el final de la Primera Guerra Mundial, es decir, cuando había
una completa ruptura de las funciones del Estado en Anatolia oriental, ¿podría ser que a lo
largo de las décadas de 1890 y hasta el principio de 1920, tenemos en la destrucción de los
armenios y sus secuelas un patrón prototípico completo de masacre a genocidio y de éste a
postgenocidio?

Veamos que tan exitosamente puede ser aplicada esta fórmula a nuestras tres secuencias
otomanas. En términos generales, es posible afirmar que todo sucedió principalmente dentro
de un solo contexto. Entre el Tratado internacional de Berlín en 1878 y el tratado de
Laussane en 1923, el sistema político otomano y la sociedad estuvieron en una crisis
perpetua frente a los esfuerzos de las Grandes Potencias que competían para determinar su
destino. Es posible justificar la descripción de este periodo como un todo continuo a partir de
una pregunta recurrente que podemos imaginar en los labios de todos los otomanos patriotas:
¿Debe el Imperio Otomano permanecer en la esclavitud neocolonialista sujeto a las fuerzas
externas, posiblemente hasta su completa disolución, o bien, cambiar su estatus en favor de
una preafirmación de su integridad política y económica?. Este caso de continuidad puede
también incluir las relaciones otomano armenias. Desde antes de la primera secuencia hasta
mas allá de la tercera, la comunidad armenia entre todas las comunidades del Imperio fue
especialmente señalada por las elites gobernantes otomanas como un agente peligroso y
subversivo de los intereses extranjeros y, por lo tanto, en si misma una amenaza para
cualquier proyecto político. Debido a la limitación de espacio no podemos desarrollar aquí
exhaustivamente este elemento9, pero es importante señalar que esta percepción, cierta o
falsa, se ha mantenido constante.

La primera secuencia antiarmenia fue organizada y dirigida bajo la autoridad del Sultán,
Abdulhamid, y, al menos inicialmente, parecía tener como objetivo la punición de una
comunidad por sus supuestas acciones mas que por una política deliberada de exterminación.
Faltando medios para emprender esto de una manera centralizada, se dio la autorización
principalmente a las tribus kurdas para llevar la muerte al centro de las tierras armenias en
Anatolia oriental. Es el método clásico de masacre patrocinada por el Estado. De cualquier
forma, mientras la fase inicial de 1884 podría revelar este patrón tradicional, las matanzas
mucho más extensas de 1885 (que vinieron después de la interferencia de las Grandes
Potencias pidiendo las reformas armenias) requirieron algo más sistematizado y radical.
Como lo vimos anteriormente, muchos elementos de la comunidad dominante fueron
movilizados concienzudamente para participar en las matanzas, y al parecer hubo un esfuerzo
focalizado para destruir la infraestructura cultural y religiosa de la vida ameniana. Por otra
parte, las matanzas terminaron, al parecer, cuando la comunidad armenia como fuerza
sociopolítica fue juzgada lo suficientemente castrada dentro del contexto otomano más
amplio. En este sentido, lo que puede haber comenzado como una serie tradicional de
masacres punitivas y localizadas en respuesta al disentimiento, al terrorismo y a la
destrucción, concluyó como un genocidio parcial. Bien que los armenios fueron las victimas,
las matanzas fueron intencionadas también como un claro mensaje a las Grandes Potencias:
el Imperio era el jefe de su destino y no podían tolerar la interferencia extranjera en los
asuntos internos (Lepsius 1987, pp. 76-77).

Si, por lo anterior, esta secuencia tiene una cualidad notablemente transicional, no sólo entre
la masacre y el genocidio parcial, sino también entre el premoderno y el moderno; por el
contrario, el genocidio de 1915 tiene que ser localizado claramente dentro de un contexto
moderno. Al apoyo de la tesis de un cambio de paradigma, es posible notar que la iniciativa
no fue llevada a cabo por un déspota, sino por el Comité de Unión y Progreso (CUP)
portavoz de la modernización, el cual había llegado al poder después del levantamiento
revolucionario anti-Hamidiano de 1908-1909. Aunado al cambio en el poder, viene también
un esfuerzo mucho más focalizado con la finalidad de transformar estructuralmente al
Imperio en un contexto muy diferente, resumido esencialmente en la premisa de lo turco
como opuesto a lo otomano. De igual manera es notable que el ataque a los armenios
coincide con la completa cristalización de este programa aunque este movimiento fue hecho
posible sólo bajo las condiciones extraordinarias de la Primer Guerra Mundial, a la cual el
CUP se une al final de 1914 con la finalidad de expresar su rechazo a un orden de
dominación extranjera y su fuerte preafirmación político-militar en la escena mundial10.

Es necesario aclarar algunos puntos: los recursos personales y logísticos de los que disponía
el partido continuaron limitados y en un sentido críticamente premodernos. A pesar del rol de
la armada y de las unidades especiales, los Teshkilat-i Makhusa, dentro de la primera línea de
masacres (Dadrian, 1993), el CUP tenia una fuerte dependencia en sus administradores de la
provincia como sucedió con su predecesor en la década de 1890, y en un amplio rango de
operadores por contrato, obviamente la mayoría fueron kurdos y de otras tribus auxiliares,
para cumplir con el programa. Como resultado, fue un proceso de matanza prolongado,
caótico y extremadamente atroz. Aun si no tenemos una imagen completamente satisfactoria
de la evolución de las matanzas, existe alguna razón para dudar que comenzaron como un
proyecto mas consistente de exterminación pero puede ser que las matanzas conocieron su
propia radicalización en la naturaleza de vida y muerte (Bloxham 2002). Incontestablemente,
es verdad que no todo individuo fue asesinado: “salvando” a jóvenes niños y niñas para su
incorporación como esclavos, a veces, como miembros de la familia o para su venta privada,
como una costumbre muy antigua y como pagos dentro de una guerra tradicional (Miller
1993, capítulo 5).

Ninguna de estas observaciones anula los cambios cualitativos ni cuantitativos que


representaron los eventos de 1915. Aunque, el pretexto de que los armenios eran una
amenaza interna actuando en nombre de los poderes enemigos, fue en efecto una repetición
de la justificación de los eventos de la década de 1890, en esta ocasión sirvió a fines
geoestratégicos conscientes, que fueron la consolidación de la frontera oriental del Imperio,
viendo esto como un posible territorio-puente para favorecer al pueblo turco del este. Dentro
de esta estrategia, estaba incluida la nueva hipótesis nacionalista sobre quienes podrían ser o
no miembros leales de los turcos, la cual se oponía a la idea de un cuerpo multiétnico
otomano, y una advertencia de que no se toleraría a ninguna comunidad étnica o religiosa que
no estuviera dispuesta o fuera incapaz de acomodarse a los nuevos lineamientos turcos. La
destrucción colectiva de los armenios no sólo fue una constatación de que fueron
considerados como una Quinta Columna o como un excedente, sino además las matanzas
servían a metas tangibles, relacionadas abiertamente con la construcción del Estado-nación.
La liquidación de los armenios en su totalidad, al menos a lo largo del este de Anatolia, le
permitió al Estado el acceso gratuito a la tierra, la propiedad y el capital, para después
distribuirse o utilizarse directamente en los propósitos intervencionistas del Estado. Esto fue
una manera rápida de acumulación de capital estatal11.

Cualquiera que fuera la naturaleza de las matanzas de 1915 en un micronivel, y lo dirigidas


que puedan haber sido por una paranoia aguda en el seno del Estado, finalmente sirvieron a
un cálculo utilitario muy definido que tenia como objetivo la reestructuración económica y
social. Las matanzas no fueron completamente punitivas ni redentoras, sino una vía por la
cual un Estado tradicional debilitado y en retirada, buscaba librar los obstáculos percibidos
en el camino de la modernización independiente de una política económica ya globalizada y
ya dominada por el Occidente. Es en este marco de referencia que esta forma particular de
violencia perpetrada contra una comunidad se reconoce como un acto de genocidio
moderno12.

Existen paradojas ligadas al hecho que el empuje acelerado en tiempo de guerra que llevo a
cabo el CUP para lograr sus metas, fue lo que condujo, a éste y a todo el Imperio, a su
autodestrucción. En consecuencia, las matanzas masivas en Anatolia oriental a finales de
1917 no representan más la construcción de un Estado, determinada por un proyecto político
único y relativamente coherente. Por el contrario, ilustran un Estado y una sociedad muy
fragmentados, ejemplificados en un torbellino de partes beligerantes –armenios, kurdos,
rusos, turcos, georgianos, azerís, así como también mas tarde los ingleses y franceses-
buscando defenderse contra los demás. Esto sucedía en un contexto de grave colapso
económico, demográfico y ambiental donde figuraban la inanición, las epidemias y los flujos
masivos de refugiados. Debido a esto, Anatolia oriental se transformó en una zona de
anarquía. Se propone el término de postgenocidio para las matanzas masivas en este tipo de
contexto, si ocurren o no seguidas de un genocidio.

Mientras el último colapso del Imperio Otomano marco el final de las secuencias analizadas,
las matanzas continuaban. La resurrección como un ave fénix del Estado Turco en una
entidad nacional minuciosamente reconstruida bajo Kemal Atatur alrededor de 1921, no sólo
trajo consigo una reafirmación exitosa de la autoridad estatal en el este de Anatolia, también
trajo consigo otra secuencia de masacres organizadas por el Estado en los siguientes años.
Esta secuencia, que tan sólo mencionamos, difiere en muchos aspectos de las que se han
discutido en detalle. Primero, la ausencia de armenios, los kurdos de la región fueron en esa
ocasión las victimas primarias. Segundo, el contexto en el que ocurrió fue la consolidación de
un Estado emergente y no el intento de alejar un colapso estatal. Finalmente, una vez que la
nueva Turquía fue reconocida internacionalmente en Laussane en 1923, los intereses
extranjeros que eran visibles en la primera secuencia dejaron de serlo.

De cualquier manera, el interés de este ejercicio no es exclusivamente criticar al CUP o a sus


sucesores, o proponer que el Estado Turco tiene también algún monopolio tanto en la
violencia extrema como en la manipulación de la historia con la finalidad de olvidarla13. Al
contrario, lo significativo sobre la reciente historia violenta turca es que ejemplifica el lugar
del Estado dentro de un sistema mundial que emergió en los siglos diecinueve y veinte. La
transformación del fuerte servilismo neocolonial a la independencia del Estado-nación estuvo
muy conectada, en el caso turco así como en otros, con una transformación parcial de las
masacres punitivas tradicionales hacia la obliteración de comunidades étnicas. La etiqueta de
genocidio, ciertamente no puede ser dispensada aquí, no primordialmente porque es
descriptiva de los actos de violencia extrema, sino sobre todo porque no tenemos bases
alternativas para la comprensión y la explicación de los lazos de conexión que existen entre
los diversos ejemplos de ataques organizados por el Estado a grupos comunitarios y la
tendencia general del desarrollo contemporáneo (Levene 1999).

Aun hay algo más a considerar. ¿Si el genocidio es visto como Ron Aronson lo ha
caracterizado: los esfuerzos “para realizar lo irrealizable” (Aronson, 1983), qué viene
después, cuando el Estado se ha colapsado en el esfuerzo? Sin ser un caso excepcional, la
Turquía Otomana en el intento por reducir la desigualdad de poderes que la separaba de los
lideres hegemónicos del sistema internacional, en plena crisis-infestada, optó por el recurso
del genocidio. Si el genocidio es un producto crítico del esfuerzo estatal y una
reestructuración transformativa, ¿qué pasa cuando estos esfuerzos tiraron la estructura
principal del Estado y de la sociedad? Por un corto periodo de tiempo, la estructura del
Imperio Otomano pareció entrar en este infierno del postgenocidio. Es posible reflexionar
sobre el grado en el cual el postgenocidio puede ser la expresión dominante de la violencia
extrema en el siglo veintiuno mirando, por ejemplo, a la actual África Central del Este, toda
la región que sufrió el genocidio de 1994 en Ruanda.
Traducido del inglés

Notas

1.Chalk y Jonassohn (1990, p. 23) definen genocidio como una “forma unilateral de matanza
masiva en la cual el estado u otras autoridades intentan destruir a un grupo”.
2. Lemkin describe genocidio como « un plan coordinado de acciones diferentes dirigidas a
la destrucción de las fundaciones esenciales de la vida de grupos nacionales, con el propósito
del aniquilamiento de grupos por ellos mismos”. Este punto de vista es lo que Lemkin esta
describiendo como “proceso de genocidio”, el cual nos puede llevar dadas las mismas
circunstancias a lo que actualmente es “genocidio”.
3. El cuidadoso informe contemporáneo de Lepsius (1897, pp. 330-331) cuenta con un
cálculo de 88,000 “ basada en una compilación estadística incompleta y preliminar derivada
de fuentes auténticas”.
4. Melson (1992, pp. 145-147) después de una revisión cuidadosa de la literatura, concluyó
que alrededor de un millón de personas perecieron, aproximadamente la mitad de la
población armenia durante la preguerra.
5. Es posible encontrar referencias limitadas a las masacres armenias en los informes de
ciertos autores armenofílicos incluyendo Hovannisian (1967, p. 194); Walker (1980, p. 279);
Ahmad (1994, p. 170). En contraste, McCarthy (1995, pp. 198-230) dibuja esta pintura en
términos de un colapso demográfico catastrófico de los musulmanes. Puede ser bien el caso,
sin embargo, McCarthy no define distinciones de las muertes entre las diferentes etnias de las
comunidades musulmanas asi como entre las no musulmanas.
6. Este aspecto de las matanzas masivas Armenias ha sido poco analizado. La evidencia de
crucifixiones masivas y muertes por quemadura, como una forma de expurgación
purificatoria, son, no obstante, numerosas así como lo son las descripciones de los cadáveres
que señalan específicamente el sado-erotismo de los asesinos (Davis 1989, p. 83; Toynbee
1916, p. 85; Miller 1993).
7. No hay testimonios del sentimiento de pertenencia de una multitud de perpetradores de
estas secuencias. Ciertamente, no hay suficientes trabajos de análisis de este tipo de dinámica
de grupos. Ver el estudio clásico exploratorio escrito por Canetti (1962). Ver, también, Aiyar
(1995) para un estudio de caso histórico complementario y su explicación de “acción de
multitudes” dentro del contexto de una organización de más alto nivel, planeación y
experiencia militar.
8. Citado en Dadrian (1995, p. 78).
9. La acusación está en el corazón de aquellos que negaron o disimularon el ámbito y la
escala de estas secuencias y en particular la clasificación como “genocidio” de aquella de
1915 (Shaw, 1977, pp. 315-317). Interesantemente, este caso de negación está fundamentado
en la suposición que el genocidio por definición no incluye una dinámica de violencia entre
el Estado y una comunidad, mientras que de hecho dicha dinámica incluyendo, al menos,
elementos de la comunidad es la norma del genocidio más que la excepción.
10. Shaw (1997, p. 305) caracteriza los esfuerzos del CUP en tiempo de guerra como “una
rápida modernización para salvar el Imperio” y “un empuje frenético hacia la
secularización”.
11. La valoración académica es necesaria en este punto, especialmente, en el rol de, la
Comisión para las Propiedades Abandonadas, Emvale-i Metruke, establecida para facilitar la
transferencia de los bienes armenios al Estado.
12. Las afinidades entre el genocidio de 1915 y otros genocidios modernos, por decir alguno,
el Holocausto, serán discutidas a profundidad en la obra, de este mismo autor: The Coming of
Genocide (Oxford: Oxford University Press, 2003). El primero de los tres volúmenes lleva
por título: Genocide in the Age of the Nation-State.
13. De hecho, en contra del rechazo estándar del Estado, actualmente, algunos historiadores
turcos están genuinamente comprometidos con el lado más oscuro de su historia (Ackman,
1996).

Referencias

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La « justa distancia » frente a la violencia

Sandrine Lefranc

Nota biográfica

Sandrine Lefranc es investigadora en el CNRS (Laboratorio de análisis


de sistemas políticos, Universidad de París X, Maison Max Weber,
200 avenue de la République, 92001 Nanterre Cedex). Sus
investigaciones tratan de las políticas de « salida » de la violencia.
Entre sus publicaciones: « L’homme politique : une "bête d’aveu" ? »,
en Le Remords, dignité du coupable? (1999), y Politiques du pardon,
de próxima aparición (2002).
Email: sandlefranc@hotmail.com

Son muchos los investigadores que se pierden en mundos poblados por fantasmas, siluetas1 y,
a veces, cadáveres que no recuperan su identidad2 hasta mucho más tarde. Son éstas las
únicas formas de “presencia” de los “desaparecidos” producidos a gran escala por algunos
regímenes autoritarios, sobre todo en América Latina. Estos “desaparecidos” se codean con
los antiguos presos detenidos arbitrariamente, funcionarios destituidos y antiguos torturados
que toman o no la palabra. También las encuestas que pueden realizarse llevan a los
investigadores a escuchar las quejas de los familiares de los “desaparecidos” y discursos que
siguen estando dictados por el odio aunque las prácticas violentas de que hablan pertenezcan
ya al pasado.

La cuestión para el investigador es entonces la de sus motivaciones, qué es lo que le ha


podido llevar a escoger ese mundo por objeto de su trabajo. Esta elección y la primera
relación con el objeto determinada por ella, no es nunca una manifestación de objetividad
perfecta, de simple interés « por la ciencia », sino que en ella intervienen aspectos sociales,
exaltación de valores morales u orientaciones políticas y casualidades, que imponen, en
general, una separación estricta del culpable y de la víctima. El paso de estas « razones de
análisis » iniciales a la construcción del objeto y al análisis propiamente dicho es más
ambivalente: ¿qué discurso científico puede hacerse sobre las causas, manifestaciones y
consecuencias de la violencia extrema? El investigador puede optar por « tragarse » su cólera
y, en consecuencia, callarse o guardar para él su discurso. También puede tomar la palabra
públicamente y optar por un discurso político « informado ». Por último, puede replantearse
la visión maniquea que tenía al entrar en ese mundo y reemplazarla por un análisis objetivo.
Así pues, tres formas de relacionarse con el objeto « violencia extrema » parecen posibles.

Más que entrar en un autoanálisis, nos proponemos cuestionar la claridad aparente de esta
alternativa, demostrar que, incluso cuando el científico se adentra en una investigación
decididamente objetiva, el objeto « violencia extrema » no se puede construir de manera
« ordinaria ». No es que el análisis esté totalmente determinado por las preferencias, o
incluso por los rasgos patológicos que indican una fascinación por la violencia (Boltanski
1993, 167 sq. ; Balibar 1996, 64), que serían los del investigador como persona, ni que el
análisis obedezca necesariamente al hecho de dar forma científica a una postura política. Lo
que nos interesa es que, la parte a priori menos discutible del análisis, es decir, el
distanciamiento con el objeto que debería garantizar su objetividad-, pueda revelar algo más
que un protocolo de encuesta científica. Así pues, reivindicamos el derecho del investigador
a mantenerse al margen, conservando para sí sus mecanismos de defensa y de neutralización
del objeto deprimente. Al evitar la exposición de las razones íntimas de la elección del
objeto « violencia extrema » y cambiarla por una reflexión sobre la fabricación por parte del
investigador de las reglas epistemológicas, y su inscripción en una relación social con la
violencia, se puede exhibir una forma de puritanismo que caracteriza las investigaciones
sobre temas « desagradables »3. Pero quizás sea un tributo necesario para poder esclarecer la
singularidad de la relación con el objeto « violencia ».

Violencia « ausente » y « reconciliación »

Este rechazo del autoanálisis subjetivo se justifica de otra manera. La cuestión de la


epistemología de la relación con la violencia es una cuestión escurridiza, porque, a excepción
de la « prohibición del relato ‘tal cual’ » recordada por Luc Boltanski en La souffrance à
distance – es decir, la proscripción, obligatoria para todos, de la descripción de los hechos
(Boltanski 1993, 43) -, parece que no existe preconización epistemológica específica para el
objeto « violencia », y menos todavía para el objeto « violencia extrema ». El que desea ser
leído sin resultar sospechoso de mantener una relación de fascinación con la violencia, está
pillado entre la evidencia de la toma de la palabra y la prohibición de la descripción cruda…
Pero no dispone de una epistemología específica. Las reglas referentes a la « justa distancia »
que hay que mantener con la violencia extrema están diseminadas en estudios de casos, y
denotan componendas individuales. Las obras de epistemología de las ciencias sociales ni
siquiera plantean la cuestión. Por consiguiente, para este objeto valdrían las consideraciones
de neutralidad axiológica - el principio que proscribe todo juicio de valor por parte del
científico - y de distanciamiento con el objeto que se trate de construir, que rigen en todos los
demás.

Más que considerar este silencio relativo como un vacío que está por llenar, proponemos
considerarla como lo que podría ser un síntoma de la dificultad de la relación con el objeto.
Se trata de descentrar la perspectiva, de pasar de la confrontación solitaria con la violencia
extrema y los sufrimientos que provoca, a la situación del investigador en una relación social
con esta violencia. Es sabido que ninguna investigación puede pretender ser totalmente
objetiva por la simple razón de que el investigador sigue viviendo en el mundo social y por
tanto, no puede romper completamente con las representaciones que circulan en él. Pero el
anclaje del análisis en una relación social se encuentra intensificado por una especificidad del
objeto « violencia »: existe indiscutiblemente una violencia en sí (la violencia física que
conduce por ejemplo a la « desaparición »), pero esta violencia no existe como tal en tanto
que no ha sido calificada así, y este proceso de calificación es siempre conflictivo (Michaud
1978, 14-22).

Este descentramiento permite ver cómo esta relación social puede ser reintegrada en una
epistemología implícita de las ciencias sociales. La ciencia política, por ejemplo, implica
quizás una banalización del objeto « violencia », al que generalmente sitúa en un uso
continuado de las prácticas de dominación y al cual suele dar un papel « fundador ». Si este
objeto se le resistiera, lo que podría ocurrir en el caso de la violencia « extrema », pondría en
juego, más que unos requisitos previos epistemológicos que le aseguren una actitud neutral,
unos dispositivos de rodeo, justificándolos a veces por la conveniencia de tener una
« buena » relación social con la violencia.
Así pues, se plantea el problema de algunas formas de distanciamiento que la ciencia política
emplea cuando afronta la violencia extrema y, más concretamente, el de la invención de estas
formas en interacción con intentos políticos y sociales, y también individuales, para superar
el « recuerdo » de una violencia extrema. La pregunta se puede formular de nuevo: ¿qué es lo
que, juntamente con el imperativo de neutralidad axiológica, interviene en la fijación de
criterios de la « justa distancia » con el objeto? Precisemos de entrada que el objetivo de este
artículo no es la denuncia de colusiones entre los investigadores y un poder olvidadizo de los
crímenes. Sabemos que los científicos han contribuido a menudo a justificar las prácticas
violentas, y que a veces han ido más allá que el poder en esta justificación. Sabemos también
que los gobiernos tratan a veces – por medio de la amnistía, por ejemplo – de impedir que se
haga justicia cuando se han cometido crímenes, incluso cuando han sido cometidos por los
agentes de un gobierno anterior. Lo que nos interesa aquí no es, sin embargo, las colusiones
eventuales - deliberadas o no -, sino las coincidencias inesperadas que se derivan, por el lado
de los investigadores, de las reglas epistemológicas propiamente científicas.

Este doble proceso de distanciamiento, el científico y aquel « en aras del interés general »,
está estudiado en un contexto preciso, el de la represión llevada a cabo por tres regímenes
militares latinoamericanos - Argentina, Uruguay y Chile - y por el régimen del apartheid de
Sudáfrica. Aunque muy distintos, estos regímenes tienen en común el haber llevado a cabo
una violencia de Estado sistemática. Ésta, y más particularmente una de las prácticas
represivas de los regímenes autoritarios, bien conocida con el término de « desapariciones »,
representa la manifestación por excelencia de una violencia extrema que no es violencia de
masas. En efecto, es selectiva: los agentes de las fuerzas armadas y de seguridad escogen a
sus víctimas empleando criterios políticos en primer lugar4. Las víctimas son relativamente
pocas: 164 « desapariciones » en Uruguay, de 9 a 15 000 en Argentina, por ejemplo, si se
toman como base las conclusiones de las comisiones de « verdad » (SERPAJ 1989 ;
CONADEP 1984). Esta práctica represiva no por ello tiene menos efecto en el conjunto de la
sociedad, en la medida en que no trata tanto de suprimir al « subversivo » como de
« aterrorizar » a sus familiares y más ampliamente a sus grupos de pertenencia. La
« desaparición » obliga a los familiares de la víctima a emprender la búsqueda sin fin de un
« muerto viviente », del que no pueden hacer el duelo por no encontrar el cuerpo del
« desaparecido » ni tener siquiera la seguridad de su muerte.

Como la « desaparición » se caracteriza por su invisibilidad (Bigo 1994), tanto los


investigadores como las personas directamente afectadas tienen que probar su carácter de
violencia. La prueba de calificación que implica toda violencia está aquí intensificada por la
ausencia del cuerpo. En efecto, el único sufrimiento visible es el de los familiares. Ahora
bien, éstos últimos intentan demostrar una violencia que no ha dejado huellas: la
« desaparición » no deja ni cuerpo, ni testimonio de terceros, ni prueba jurídica. Los
discursos que mantienen, los mantienen los demás (los « desaparecidos » no están ahí para
hablar). Los mantienen también para los demás, es decir, para que las víctimas indirectas –
los familiares y los demás miembros de la sociedad, adquieran la certidumbre de la violencia,
de la muerte. Se trata, no tanto de hacer el relato de una violencia comprobada, como de
transformar una ausencia (la de los « desaparecidos ») en relato de violencia.

Este proceso de calificación tropieza en un primer momento con la negativa de los agentes
del régimen autoritario a reconocer las « desapariciones », y, una vez que han accedido al
poder los gobiernos democráticos, tiene que adaptarse a las exigencias de una « salida » de la
violencia. Los responsables de los gobiernos democráticos invitan a las sociedades estudiadas
a « terminar » con el recuerdo de la violencia. Este recuerdo es paradójico, pues la violencia
tiene que ser demostrada y los responsables de ella siguen siendo interlocutores politicos5.
Los verdugos no serán castigados: las leyes de « Punto Final » (en Argentina), de la
« Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado » (en Uruguay), de « Promoción de la
Unidad Nacional y de la Reconciliación » (en Sudáfrica), reducen, en mayor o menor
medida, el ámbito de crímenes y criminales que pueden ser objeto de persecución. Por otra
parte, se elaborará un relato histórico, que reconocerá la violencia, pero de una manera
susceptible de satisfacer la necesidad urgente de reconciliación reconocida por los gobiernos.

Todos los discursos que se mantienen sobre la violencia son, por tanto, discursos sobre la
salida de la violencia. Las víctimas suelen reclamar la posibilidad de hacer el duelo y los
gobiernos anteponen la necesidad de la comunidad política de no empantanarse en esta
violencia – y en ello les suelen apoyar las mayorías electorales o « silenciosas ». Los
responsables de la violencia, por su parte, apelan al olvido, como A. Pinochet: « ¿Queréis
que os diga cómo se logra la paz y la reconciliación? ¿Sabéis cómo se apaga un fuego?
Nunca se apaga en parte. Se toma un cubo de agua fría, se echa en el fuego y se acabó. ¡Eso
es hacer la reconciliación! » (Correa y Subercaseaux 1996, 124). La práctica de las
« desapariciones », concebida para desorganizar las redes sociales mucho más allá de la
persona asesinada y para impedir toda acción jurídica, debe, por consiguiente, ser
aprehendida a partir de los efectos que produce en las « víctimas » indirectas y, a través de
ellas, en la sociedad. El investigador que emprende la tarea de entender sus efectos y sus
« razones » tiene que desviar su análisis, pasando de las prácticas violentas propiamente
dichas a los discursos sobre la violencia. El imperativo de distanciamiento que pesa sobre el
investigador está en cierto modo intensificado por el hecho de que el objeto de su análisis, los
relatos de violencia y las « justificaciones » que aportan los agentes de la violencia, es de
entrada portador de un intento de distanciamiento.

El investigador y la víctima: distanciamiento con el objeto, reconciliación con los vivos

El trabajo del investigador que versa sobre una violencia « ausente », es más complejo que
un simple intento de acercamiento entre su postura subjetiva y las exigencias científicas de
distanciamiento. La construcción por el investigador de la « justa distancia » con relación al
objeto tiene lugar en un contexto político y social especial. La semejanza aparente de estos
dos procesos de distanciamiento de la violencia extrema – el emprendido por el investigador
en busca de la mayor objetividad posible, y el llevado a cabo por ciertos grupos y los
gobiernos de las sociedades que han experimentado « desapariciones » - invita a prolongar su
estudio. ¿En qué coincide la objetividad científica con la reconciliación política? ¿En qué
puede parecerse lo que se espera del sujeto definido como víctima de la violencia extrema a
lo que se exige de sí mismo el que estudia estas cuestiones?

En el marco de las políticas gubernamentales de « reconciliación », se espera de las víctimas


directas e indirectas que superen el rechazo del otro (el verdugo), rasgo constitutivo de su
identidad violentada. Esta expectativas se formulan desde luego, partiendo de las exigencias
de la Realpolitik, pero también desde perspectivas « médicas » o psicológicas: se trata, en los
textos legales y en los discursos políticos, de curar las heridas, o también de llegar a la
catarsis, la reconciliación, es decir, un « buen olvido » comparable al que resulta del
psicoanálisis6. La víctima razonable debe entender, pues, los pormenores de lo que fue un
período de violencia generalizada, y no solamente el momento de un sufrimiento individual
inconmensurable; entender que su deseo de hacer escuchar un relato de violencia tiene que
ser sopesado con el interés general de pacificación. Tiene que superar esta « loca »
propensión a entregarse al recuerdo de la violencia, superar el recuerdo del sufrimiento
personal para entrar en un relato generalizable.

Ofrenda de una corona en el monumento conmemorativo al líder Zulú Bhambatha Zondi (siglo XIX),
Mpanza, Sudáfrica. Diciembre 2000.
Rajesh Jantilal / AFP

Ahora bien, esta demanda que hacen los gobiernos a las víctimas es, en algunos aspectos,
comparable a lo que se exige a sí mismo (y le exigen los demás) el que estudia estos
fenómenos: la fascinación (o el estupor) ante lo « patológico » no debe impedir el análisis
razonado. Por ejemplo, no hay que reiterar –demasiado- los relatos de tortura. También
habría que « normalizar » el objeto violencia: hacerlo menos « singular » con fines de
comparación, y analizar las prácticas violentas como estrategias ampliamente racionales, lo
que hace que el investigador corra el riesgo de dejar al margen aspectos cruciales de la
violencia extrema (Sémelin 2001, 13-15). Esta necesidad de dar un « sentido » a la violencia
extrema, que obliga a considerar solamente la violencia instrumental, tiene un alcance
especial en los contextos que se estudian aquí, cuando los protagonistas tratan de hacer valer
sus versiones opuestas de la Historia. En efecto, las llamadas de los gobiernos a la
reconciliación coinciden con algunas reglas epistemológicas adoptadas implícitamente por
los investigadores que estudian la violencia. Es necesario pasar del odio hacia los verdugos a
la comprensión neutral de sus motivaciones y actos; pasar de la compasión hacia las víctimas
a la percepción de los aspectos estratégicos de su acción militante. Nos encontramos aquí uno
de los rasgos tradicionales de la relación de las ciencias sociales con el sufrimiento, criticado
por L. Boltanski: hay que cuestionar el carácter espontáneo y gratuito de las emociones para
desvelar las estrategias racionales que ocultan (Boltanski 1993, 127-128).

Esta extraña coincidencia entre la situación del investigador en busca del distanciamiento y la
de la víctima conminada a reconciliarse con los vivos toma la forma, en los contextos
estudiados, de pasarelas visibles. Por ejemplo, en el cono sur latinoamericano y en Sudáfrica,
los especialistas de las ciencias sociales han sido interlocutores privilegiados de los
gobiernos. Historiadores, sociólogos, juristas, etc., participan directamente en la elaboración
de las políticas de reconciliación. También son interlocutores de las víctimas. La recogida de
testimonios a la que proceden es a veces una encuesta, que exige que los relatos sean
ponderados y comprobados: los informes de las comisiones llamadas de la « verdad y la
reconciliación » son así una mezcla de fragmentos de testimonios de víctimas, tomados a
modo de ejemplo, y discursos más generales que evalúan la importancia cuantitativa de los
crímenes cometidos, o los reinscriben en un encadenamiento histórico de prácticas de
violencia. Pero también tienen una « función terapéutica », para emplear la expresión
utilizada en el informe de la Comisión de Verdad y Reconciliación Sudafricana. El hecho de
escuchar debe aliviar y a la vez permitir elaborar un relato histórico verosímil y aceptable
para la mayoría. Y las reglas que gobiernan esta elaboración son, tanto el imperativo social
de un reconocimiento en aras de la pacificación, como las « reglas del oficio ». En este relato
autorizado, si no oficializado, tienen cabida las quejas. Una vez fijado, se debe meter en el
cajón de lo innombrable, de lo que no se debe recordar nunca más, a no ser que se quiera
amenazar un improbable consenso social, y también las condiciones de una legibilidad
científica.

La transferencia de las consideraciones epistemológicas al tratamiento social de la violencia,


y a la relación que mantienen las víctimas con su sufrimiento, se hace particularmente
evidente. Por el contrario, las consideraciones, de orden psicológico muy a menudo, relativas
a la catarsis individual, se encuentran en las producciones científicas. La Comisión de
Verdad y de Reconciliación Sudafricana reivindica, por ejemplo, los métodos de las ciencias
sociales, y sus implicaciones sobre todo en la relación con los verdugos: sus miembros han
querido considerar a estos últimos « como individuos heterogéneos y complejos más que
definirlos sencillamente como autores de actos horribles » (Truth and Reconciliation
Commission 1999, vol. 5, capítulo 7.2.). La Comisión reivindica, pues, la postura del
« espectador, del observador, del forense, del evaluador, del científico » (ibid., cap. 7.51) y,
desde este punto de vista dominante, revisa las motivaciones y las causas. Es esta misma
postura, entre neutralidad y empatía con los fines del estudio, lo que rige la concesión de la
amnistía o el trato cortés con los responsables de la represión.

El cruce de estas dos maneras de considerar la « justa distancia » - la de los científicos y la de


las instituciones que deben asegurar la « salida » de la violencia - legitima así, incluso
fundamenta, algunas políticas de reconciliación.

Distanciamiento social y distanciamiento científico : la « justa distancia »

Esta coincidencia de los distanciamientos científico y social se prolonga en la construcción


de teorías de la « salida » de la violencia. Las posturas científicas y «la política de los
reconciliadores » coinciden así de manera particularmente sorprendente en una corriente de
la ciencia política que, inspirada por la teoría de las decisiones racionales, se ha dedicado a
estudiar las « transiciones a la democracia ». Los ‘transitólogos’ proporcionan, en efecto, una
justificación razonada de la decisión gubernamental del compromiso, incluso cuando su
propia relación con la violencia los incitaría a preferir opciones más severas para los
verdugos. Guillermo O’Donnell y Philippe Schmitter, por ejemplo, no resuelven el dilema
surgido de la oposición entre su preferencia individual por « la justicia » y « la solución
razonable » que consiste en « enterrar el pasado » (O’Donnell, Schmitter y Whitehead 1991,
28-32). Otros, como Samuel Huntington, no dudan en proponer unas guidelines for
democratizers, recomendando el abandono de las persecuciones en casi todos los casos junto
a un « debate público desapasionado » sobre la verdad histórica (Huntington 1991, ch. 5).

Los enfoques transitológicos, aunque también la corriente de la conflict resolution (Jeong


1999) y otros análisis que no proceden de una « escuela » (Osiel 1997, 153-158), muestran de
forma más general una preferencia por la unificación: el mantenimiento de la disidencia y la
exhibición del odio parecen insoportables desde el punto de vista del interés general, pero
también desde la lucidez propiamente científica en relación con las razones para actuar. La
« justa distancia » requerida por el análisis científico produce así una desconfianza hacia los
representantes de las víctimas, como la presidenta de las Madres de la Plaza de Mayo, de
Argentina, que afirman que « el odio es una emoción necesaria »7. Éstas últimas según los
represores, estaban locas, y según la mayoría de los científicos, son poco razonables.

Así pues, el discurso científico « distanciado » viene a confirmar y a veces a justificar, la


demanda de distanciamiento que se hace a las víctimas. La interferencia de fronteras entre,
por un lado, un distanciamiento que responde únicamente a las exigencias de una neutralidad
axiológica y, por otro, una distancia erigida en necesidad política y social, invita a
interrogarse sobre el carácter contextual, incluso « de utilidad pública », del distanciamiento
científico concebido de esta manera. El escritor argentino Ricardo Piglia considera así que las
formas de relato que se inventan en el momento de la salida de la violencia favorecen el
examen de conciencia generalizado8. Concluye: « Difícil encontrar una falacia mejor
armada : se empezó por democratizar las responsabilidades… ». Según él, las formas mismas
de la construcción de relatos admisibles participarían en la elaboración de una buena salida
de la violencia, en detrimento quizá de la comprensión de sus causas.

Esta hipótesis no significa necesariamente que la elaboración de las normas de


distanciamiento científico corresponda a una simple trasposición de las normas sociales
relativas al discurso sobre la violencia « aceptable ». Tampoco es una denuncia del papel de
peritos que desempeñan algunos científicos (como los « transitólogos »). Significa, más bien,
que las mismas reglas epistemológicas que se fabrica el investigador que estudia la violencia
extrema no se pueden disociar de un contexto político (y no de una intención política)
determinado. Las reglas científicas participan a veces de la construcción de las normas
sociales, y a la inversa.

Más allá de las situaciones de « salida de la violencia » estudiadas en este artículo, esta
cuestión de los límites de la « justa distancia » también se plantea en el seno de la comunidad
de historiadores, y más ampliamente, de los especialistas en ciencias sociales, que se
preguntan por la situación de la víctima o del testigo. Ya se trate de denunciar la « dictadura
del testimonio » (Audoin-Rouzeau et Becker 2000, 52) o los « abusos de la memoria », se ha
fijado un consenso sobre lo que sería una actitud objetiva por parte del investigador. Ahora
bien, la « justa distancia » que se trata de poner entre el investigador y la víctima, como entre
el investigador y los verdugos, se prolonga, implícita o explícitamente, en la construcción de
un perfil de la « buena víctima », la que supera su sufrimiento personal para llegar a una
generalización. Las mismas razones que, en el plano científico, llevan al investigador a tomar
sus distancias con el testimonio de la víctima, le permiten tomar una postura en un debate
político y juzgar las actitudes de los actores: habría « un mérito indiscutible en el hecho de
pasar de la desgracia propia, o la de los familiares, a la desgracia de los demás, en no
reclamar para uno el estatuto exclusivo (…) de antigua víctima » (Todorov 1993, 42). La
relación del investigador con la violencia extrema desemboca así en un dilema que, sobre
todo por inscribirse en una relación social y política con la violencia, parece no tener
solución: las reglas mismas que rigen la construcción de una « justa distancia » son las que
colocan al investigador en el corazón del debate político no permitiéndole desprenderse del
dilema víctima / verdugo.

Las aporías de la « justa distancia » científica se explican sin duda por el hecho de que la
investigación sobre la violencia extrema no se puede disociar de un contexto histórico
determinado. El distanciamiento expresa la exigencia de la neutralidad axiológica, pero
también un afán democrático. Los discursos científicos (por ejemplo los de los
« transitólogos ») sobre la salida de la violencia tienen lugar en una democracia
« pacificada », a menos que se trate de pacificar haciendo prevalecer sobre todo el
compromiso sobre los grandes enfrentamientos. En algunos aspectos siguen una teoría de la
« justa distancia » democrática. Pierre Legendre y Antoine Garapon, partiendo de la crítica
usual del victimismo, ven en ello el síntoma de una tendencia a la « desinstitucionalización »
de las sociedades democráticas. Éstas parecen tener actualmente una propensión excesiva a
escuchar a la víctima, el relato del sufrimiento y de la violencia, en detrimento de la
imparcialidad de la ley. El alcance normativo de estos discursos es claro: sólo la justa
distancia, la del juez, pero también la del investigador neutral, puede contribuir a la lucha
contra esta consagración de los « querellantes »9.

Por ello, las intervenciones de los especialistas en ciencias sociales en las políticas de
reconciliación, igual que las teorías que formalizan las modalidades de salida de la violencia,
parecen escapar a lo que generalmente se considera como una característica - y un límite -
típicos de la relación contemporánea con la violencia: la adopción del punto de vista de la
víctima y el estupor ante una violencia extrema convertida en algo «corriente» (Brossat 1998,
243). Pero estas intervenciones y teorías participan quizá en la construcción de otro
consenso: en efecto, las reglas epistemológicas formuladas de nuevo en el contexto de la
salida de la violencia justifican la necesidad de un relato unánime, sin punto de vista ni
perspectiva específica. Participan también en otra forma de retirada: ante las versiones
opuestas de la Historia defendidas por las víctimas y los agentes de la violencia, el
investigador puede salirse por la tangente, hasta apoyar lo que en Argentina se ha dado en
llamar la « teoría de los dos demonios », es decir, una versión de la Historia que no da la
razón ni a las víctimas ni a los verdugos… en detrimento sin duda de la comprensión de los
encadenamientos que hicieron posible la violencia. Incluso aquellos investigadores que
logran deshacerse de un relato desde el punto de vista de la víctima prolongan, quizás, el
callejón sin salida de una elucidación científica de las causas y consecuencias de la violencia,
tomada en la trampa de un proceso de calificación de la violencia, que obliga a todos a
pronunciarse sobre su carácter justo o injusto.
Traducido del francés

Notas

1. Las representaciones de los « desaparecidos » que imitan los dibujos con tiza que los
policías hacen a veces alrededor de los cadáveres, que han sido pintadas en los muros de las
ciudades latinoamericanas.
2. Los « desaparecidos » fueron enterrados anónimamente en fosas comunes. Una vez
establecido el régimen democrático, tuvieron lugar numerosas exhumaciones, sobre todo en
Chile y Argentina, y fue posible la identificación de algunos cadáveres, sobre todo gracias al
trabajo del equipo de bioantropología legal argentina, creado en 1984.
3. Cf. el artículo de Paul Zawadzki en el mismo número.
4. Por ejemplo, de un total de 3 197 víctimas (de las cuales 423 imputables a los
movimientos armados de oposición al régimen militar) en Chile – muertos y
« desaparecidos » -, cerca de la mitad pertenecían a partidos o movimientos políticos. Cf.
Padilla Ballesteros 1995.
5. Siguen siendo interlocutores por el carácter negociado del paso del régimen autoritario a la
democracia, pero también en la medida en que conservan bazas importantes, ya se trate de
cláusulas constitucionales (por ejemplo, « senadores designados », un presupuesto militar
protegido y mecanismos electorales que favorecen a sus aliados, en Chile), de una
legitimidad residual, de la detentación por parte del ejército, antes asociado al régimen
autoritario, del « monopolio de la violencia física legítima », o de la participación en los
primeros gobiernos democráticos (el Partido Nacional, en Sudáfrica).
6. Las familias de los « desaparecidos » experimentan, según algunos psicoanalistas, una
situación traumática caracterizada sobre todo por la privatización del sufrimiento producida
por una pérdida indisociable de un contexto social y por un fallo de la función del
pensamiento y del lenguaje. Ante un « duelo especial » - debido a la falta de las premisas
necesarias que son el conocimiento de los hechos, la presencia del cuerpo y la existencia de
rituales-, soportan las consecuencias de una representación fantasmática del « muerto
viviente » y están condenadas a un « funcionamiento delirante » que puede ser negación o
elaboración melancólica del duelo. Ver Kordon (1995), y Puget (1989).
7. Hebe de Bonafini, El País, 27 de abril de 1995.
8.« Bajo el mandato de Alfonsín [primer Presidente argentino elegido democráticamente tras
el régimen militar], empieza a funcionar la novela psicológica (…). La sociedad tenía que
hacerse un examen de conciencia. Se generaliza la técnica del monólogo interior. Se
construye una suerte de autobiografía gótica en la que el centro era la culpa; las tendencias
despóticas del hombre argentino, el enano fascista, el autoritarismo subjetivo. La discusión
política se internaliza. Cada uno debía elaborar su relato autobiográfico, para ver qué
relaciones personales mantenía con el Estado autoritario y terrorista ».
9. Para A. Garapon, la omnipresencia actual de la lógica victimaria, que tiene su expresión
principal en la institución judicial, amenaza el propio marco democrático, exasperando los
conflictos y poniendo así de manifiesto la insuficiencia de referentes: « Esta forma
sentimental y emotiva de hacer política se corresponde con una opinión pública huérfana de
conflicto central, que no logra ya representarse el vínculo social de otra forma que no sea
según el código binario agresor/víctima » (1996, 95). Estas conclusiones recuerdan los
discursos de P. Legendre, lamentando la tendencia actual a la « psicologización » del
derecho, a su desinstitucionalización – lo que equivale a una negación de « la función
estructurante del derecho y del juez » (1995, 31). Estos dos autores consideran que sólo una
restauración de la « justa distancia » que caracteriza el proceso, y por eso, de la función de
« tercero » del Estado, puede contrarrestar esta tendencia.

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Grove's Dictionaries.
Algunos problemas de definición de la violencia en la política: el ejemplo
de la fanatización

Claude Gautier

Nota biográfica

Claude Gautier es investigador del CNRS-CURRAP, Universidad


Picardie Jules Verne, Amiens. Es especialista en historia de las ideas
políticas en los siglos XVIII y XIX [Escocia, Inglaterra y Francia]. Su
publicación más reciente (2001) es: Hume et la question de la société
civile [Hume y la cuestión de la sociedad civil], París, PUF;
actualmente prepara una obra sobre los historiadores de la Escuela
Escocesa y la constitución de un saber histórico positivo.
Email: gac@wanadoo.fr

El interés de retornar a los historiadores del pasado para analizar la violencia en la


política

La expresión "violencias extremas" no es del todo clara. Tal como está formulado, el
enunciado contiene una serie de dificultades que quisiéramos evocar rápidamente para
justificar el punto de vista adoptado y explicar el procedimiento.

"Violencias extremas": un problema de definición

Conocemos el interés que N. Elias ha demostrado por el problema de la violencia.1 En


numerosos trabajos, ha insistido sobre la importancia de esta categoría en su sociología.2 Sin
embargo, pareciera que lejos de calificar empíricamente una realidad concreta, la violencia
tiende más bien a desempeñarse como un equivalente funcional. La violencia, o al menos su
concepto, parece desempeñar en ese caso el papel de operador3 que señala el paso entre dos
estados: por un lado, un estado donde la violencia está difusamente repartida; por otro, un
estado donde la violencia, reducida y monopolizada, "es relegada a los cuarteles" [Elias,
1975:199]. La violencia, que se hace extensiva al orden social, difusa o monopolizada,4
pareciera no plantearse más que como una función que justifica el sentido de la civilización.5
.¿Acaso puede ser de otra manera? ¿Es metodológicamente posible pensar en el estudio de la
violencia en sí misma? ¿Acaso no nos enfrentamos a problemas insuperables a partir del
momento en que pretendemos abandonar las reducciones clásicas por las cuales la violencia
es designada como función, como mediación que vuelve inteligible un resultado y que
permite describir efectos específicos?

El adjetivo, en el enunciado "violencias extremas" debería llamar la atención sobre violencias


de un tipo específico susceptibles de invalidar, al menos aparentemente, los análisis
habituales en términos de utilidad y de función. Existe, en efecto, el problema del umbral que
supone que aquello de lo cual se trata versa sobre un "más allá" de la violencia; que versa
sobre algo que, sin negarla, le daría otra dimensión. Sin embargo, la exigencia metodológica
de una explicación, cuando no de una comprensión de los fenómenos que recogemos bajo
esta denominación, para que sea satisfecha, justifica siempre un trabajo de comparación, y la
mayoría de las veces implica recurrir al saber de las analogías. La expresión "violencias
extremas" en sí misma no permite calificar nada; conviene relacionar aquello que designa
con otra determinación social, a saber, la sensibilidad.

Grabado de finales del siglo XIV, que representa una matanza de judíos en la región Languedoc de
Francia, durante la sublevación campesina de 1320.
British Library / AKG Paris

A partir de una investigación minuciosa, publicada bajo el título Le village des cannibales
[La aldea de los caníbales]6 Alain Corbin propone explicar las razones por las que, hacia
finales del Segundo Imperio, los campesinos de un pueblo en la Dordoña fueron capaces de
cometer colectivamente un linchamiento7 particularmente violento contra un noble de
Hautefaye.8 El método utilizado es magistral. Comienza con un estudio contextual de los
sentimientos y de las representaciones políticas del campesinado, que todavía era
imperialista, en aquel momento en que se produce un giro histórico, a comienzos del decenio
de 1870. En otras palabras, se trata de comprender la naturaleza de ciertas frustraciones y
angustias propias de aquel grupo social del campesinado para entender el desencadenamiento
de la violencia que culminó con aquella masacre. Con este fin, A. Corbin confronta
juiciosamente, a partir de testimonios y actas, las percepciones y las representaciones casi
contemporáneas de este acontecimiento para demostrar que indican, en la mayoría de los
casos, un cambio fundamental de la sensibilidad común ante las violencias políticas. La
severidad de las condenas que emanaron de los procesos contra los cabecillas de esta masacre
lo demuestra de forma ejemplar.

En efecto, esta severidad ha podido ser justificada por un cambio en la calificación de ese
acontecimiento, a partir de entonces relegado al dominio de las violencias de derecho común.
Los actos que condujeron a una violencia de esta magnitud, aún cuando fueron asumidos
colectivamente, fueron percibidos como monstruosos y condenados tanto por los defensores
del imperio como por los republicanos. La brecha entre un modo de expresión a partir de
entonces ilegítimo, por un lado, y las nuevas formas de percepción de la violencia, por otro,
era entonces especialmente profunda: "Antes de ser condenados por la sociedad en la que
estaban inmersos, estos campesinos sólo habían sabido expresar la especificidad de sus
representaciones de lo político, la intensidad de su angustia y la profundidad de su lealtad al
soberano a través del suplicio del enemigo."[1995: 166].

Por lo tanto, lo que se revela como intolerable en estos acontecimientos que, poco tiempo
antes, ni siquiera hubiesen entrañado una condena penal, es el resultado de una modificación
de las formas reconocidas y aceptadas de repertorios de expresión y de reivindicación
políticas.9 Lo que en este caso interesa al historiador, y que merece toda la atención del
especialista en ciencias políticas, es comprender por qué y cómo en un determinado momento
un repertorio de acción política, violento pero tolerado, cuando no justificado, se convierte en
políticamente inaceptable: "el suplicio relegado a la simple calificación de asunto penal,
extraño a lo más por su carácter anacrónico, ha perdido todo su sentido. Excluido del campo
de la racionalidad que ordena las diferencias políticas en el seno de la sociedad global, el
asesinato de Alain de Monéys dejó rápidamente de interesar a los historiadores." [1995:
167].

De este estudio notable en muchos sentidos, se desprende que la historia de ciertos hechos de
violencia conducen al investigador a tener en cuenta un doble plano de reflexión: el plano de
los acontecimientos, es decir la descripción minuciosa de su dinámica, su morfología y sus
consecuencias inmediatas; y el plano de la sensibilidad o, más precisamente, el de las
representaciones que condicionan, al menos parcialmente, la definición de una frontera
siempre inestable entre aquello que es admisible, o aceptable, en las formas de recurso a la
violencia como medio de expresión política, y aquello que no lo es y que, por ende, pertenece
a otro ámbito de calificación.

La historia y la escritura de la violencia

La cuestión que se plantea ahora es algo diferente. Más precisamente, se trata de abordar de
otra manera las dificultades planteadas por el enunciado y estudiar cómo se ha reflexionado
sobre los hechos de violencia. En este sentido, sin duda es útil volver a revisar cómo éstos
han sido descritos en el pasado, en ciertas manifestaciones de textos de historia. El "lenguaje"
utilizado para relatar estos fenómenos puede arojar luz sobre las representaciones y las
teorías implícitas o explícitas que intentaron dar un sentido a dichos acontecimientos. Al
parecer, existe ahí todo un campo de investigación. Sin adelantarse a resultados que no
estamos en condiciones de dar, es posible, no obstante, a partir de algunos ejemplos,
demostrar la pertinencia de esa perspectiva de la lectura del enunciado que versa sobre las
violencias extremas.
En los siglos XVIII y XIX, un período durante el cual, para decirlo en pocas palabras, la
historia se constituye como un conjunto de discursos que elaboran un saber positivo,10 por
numerosas razones que no abordaremos aquí, los historiadores tuvieron que enfrentarse al
estudio de las guerras religiosas y a la interpretación de las revoluciones. Por lo tanto,
descubrieron el problema de cómo calificar la violencia. Intentaron, a menudo por vías muy
diferentes, proponer interpretaciones. Y podemos decir que, a su manera, formularon
hipótesis que sería un error pasar por alto y que, para el observador de nuestros días, pueden
considerarse experiencias de interpretación a partir de las cuales es posible volver a abordar
nuestras actuales preguntas.11

Así, E.Quinet,12 en La Révolution [1865]13, una especie de historia filosófica14 que podríamos
vincular a una tradición de escritura de la historia aun más antigua, dedica un libro entero a la
representación de lo que denomina "la teoría de el terrorismo" [libro XVII]. Una teoría que
comienza con una exposición de las causas [1987: 497-502] y se prolonga con una reflexión
sobre la naturaleza de los medios empleados por el terror. Veremos entonces que aquello que
podríamos plantear como una singularidad, a los ojos de Quinet no es más que la expresión
de una relativa continuidad. Esta afirmación queda establecida, entre otras cosas, mediante
una gran comparación: la de las masacres que se produjeron durante y después de la
Revocación del Edicto de Nantes.

En unas cuantas páginas tituladas "Les précédents historiques. En quoi l'Ancienne France a
fourni des modèles à la Terreur" [Los precedentes históricos. Cómo la antigua Francia
proporcionó modelos al Terror] [1987:512-505], Quinet propone una explicación de los
medios utilizados por el Terror. Compara la intensidad de las violencias manifestadas durante
los dos acontecimientos para plantear claramente que "el Terror de 1793 no supo igualar en
todo al Terror de 1687"; "el 93 no empleaba la tortura; no quemaba ni descuartizaba a sus
víctimas; no les rompían los huesos a los condenados antes de lanzarlos a la hoguera"
[1987:503]. Quinet compara así las intensidades mediante imágenes sobrecogedoras, pero
también, y quizá sea ésa una de las dimensiones más polémicas de su estudio, las eficacias.
Porque el desvío por la teoría del terrorismo debe comprenderse, quizá antes que nada, como
aquello que permite abordar el problema de la eficacia de estas formas de violencia. Quinet
llegó entonces a la conclusión de que, suponiendo que el partido del Terror era legítimo, lo
cual no era necesariamente su posición, lo que deberíamos plantearnos no era tanto condenar
la violencia como tal sino comprender por qué fue tan terriblemente ineficaz.15

Se trataba, sin duda, de un procedimiento provocador, que consistía en medir con el rasero
de sus intenciones manifiestas, los resultados del Terror y, por lo tanto, a plantear la violencia
como un medio entre otros para conseguirlas, con la condición de que fuera eficaz,. Sería
interesante estudiar los términos de la controversia, elaboradas por F. Furet [1986], pero
reteniendo como eje principal del estudio este problema de la singularidad de la violencia
terrorista, lo cual supone desmarcarse del sesgo de una lectura liberal de las dos revoluciones.
Aquello es otra historia.

Esta rápida evocación de E. Quinet demuestra cuán pertinente puede ser la creación del
inventario de las maneras de plantear el problema de la violencia; de describir los medios
retóricos y teóricos, en una palabra, los modelos interpretativos a partir de los cuales se
califica la violencia en la política, cuando no se justifica; para comprender cómo, en un
determinado contexto histórico y político se construyen ciertas representaciones de la
sociedad, ciertas justificaciones del cambio político, y de los medios legítimos para
conseguirlo.
Conviene ilustrar aún más la fecundidad de este enfoque proponiendo un ejemplo más
preciso de cómo se ha estudiado la cuestión política del odio como vector de fanatización y
de movilización violentas.

Las etapas de un estudio del fanatismo religioso en los historiadores: la fanatización en


Hume

"En nuestros días, he podido observar en las cosas pequeñas, en los estratos bajos, en el
vulgo de la calle, como se trabaja eclesiásticamente el odio y la revuelta."16 He ahí una
afirmación concisa de J. Michelet que pone énfasis en dos determinantes decisivas del
estudio del odio como emoción susceptible de engendrar dinámicas de movilización. Para
empezar, el odio se trabaja y el despliegue de sus efectos jamás es el de una pura
contingencia: se trata más bien de un resultado. Finalmente, comprender el odio
adecuadamente implica considerar la dimensión afectiva y pasional de las conductas
individuales y colectivas. ¿Cómo no mostrarse sensible al vocabulario, a los registros
semánticos que ilustran las pasiones y las incitaciones al odio que emplea J. Michelet en las
páginas célebres de su Historia de la Revolución dedicada a las masacres de septiembre de
1792?17 ¿Cómo no medir todo el valor metodológico de la perspectiva que pretende estudiar
estos fenómenos como si fueran movimientos? Movimientos que surgen como resultado, la
mayoría de las veces, de la combinación de circunstancias y de actos a menudo explicables;
finalmente, movimientos que constituyen otras tantas huellas, no de carácter esencialmente
violento, sino de tendencias llevadas al extremo por el choque entre el juego de intereses y el
desarrollo de las circunstancias,18 así como por los actos y los discursos de sus actores.

En ciertos historiadores escoceses de la Ilustración, casi un siglo antes, encontramos análisis


totalmente análogos en relación a la violencia vinculada a la movilización política del odio.
En su monumental Historia de Inglaterra [1754-1762], David Hume se propone tratar estos
movimientos religiosos de fanatismo que desempeñaron un papel tan importante durante las
guerras civiles del siglo XVII. Este autor, al igual que la Escuela histórica escocesa de la que
es ilustre representante, no dejó de ser leído por aquellos que, en la Francia de los años de
1820-1850, elaboraban el proyecto de una historia liberal.

Presentar de manera exhaustiva la problemática de Hume en el análisis histórico de las


pasiones en política supera el marco de esta contribución. Quisiéramos señalar algunas líneas
directrices susceptibles de justificar el interés que entraña actualmente releer a estos
historiadores para elaborar un estudio comparado de los hechos de violencia. No hay, en la
Historia de Inglaterra19 una teoría del fanatismo. Éste siempre es visto como un efecto,
simplemente porque se parte del postulado según el cual conviene renunciar a verlo como un
atributo. Por lo tanto, hablar de fanatismo es inadecuado; es más bien necesario pensar en
términos de "fanatización". Además, su estudio no puede ser entendido más que en el
universo de la práctica, en el universo de las conductas reales y de sus relaciones con las
circunstancias que las hacen posibles. En el plano del método, estos principios vienen a
significar que se privilegia el punto de vista de una historia en cuanto ésta es el discurso que
otorga toda su importancia a las combinaciones de circunstancias, determinaciones esenciales
en el estudio de los hechos de violencia. El volumen V de esta Historia, consagrado al final
de la dinastía de los Stuart, comienza por el reinado de Carlos I e intenta comprender cómo
este rey, tras una sucesión de errores cometidos en el decenio de 1630, abrazará la Escocia
presbiteriana y la sublevará, religiosamente, desde luego en el plano político y, finalmente,
en el plano militar, contra su autoridad. Podemos distinguir tres instancias en este análisis
que conviene tratar rápidamente.

La calificación del doble nivel de análisis de la dinámica de fanatización

Esta primera instancia se funda en la demostración del choque entre dos series de
acontecimientos: por un lado, un contexto político y religioso especialmente tenso; por otro,
una serie de decisiones erróneas y arbitrarias por parte del Rey y de sus ministros.

Por el lado del contexto, Hume evoca las relaciones difíciles entre el anglicanismo
amenazado desde dentro por las veleidades papistas del rey y su arzobispo Laud, que
entretanto se convirtió en consejero. También insiste sobre las relaciones que han cobrado un
tinte agresivo entre la Iglesia de Estado y el Presbiterio, que sigue rechazando la sumisión en
cuestiones de dogma y de liturgia. A esto se agrega, desde luego, el problema candente de las
relaciones políticas entre Escocia e Inglaterra.

Por el lado de los actos desencadenantes más tarde, Hume parte de la decisión, adoptada en
1637, de imponer, mediante la amenaza y el recurso a la fuerza, la unificación del canon
litúrgico en Escocia. Esta decisión es calificada inmediatamente por Hume de arbitraria,20 no
porque se trataría de un acto tiránico, sino porque esta decisión traiciona la ruptura cada vez
más manifiesta entre el universo de representaciones del rey Carlos I sobre sus prerrogativas
y el vínculo real que lo une a su pueblo, a sus representantes religiosos y políticos.

Por lo tanto, es a partir de este doble punto de vista que Hume se percata de la particularidad
de las circunstancias que desencadenan los movimientos de odio y de fanatización: por un
lado, aquello que pertenece al juego de una dinámica casi mecánica y más objetiva de la
concatenación de movimientos donde las situaciones y los actos producen efectos; por otro
lado, aquello que pertenece a un registro de lo que hoy podría denominarse una cierta
comprensión, mediante la cual nos identificamos con las opiniones de quienes actúan o
deciden.

En estas condiciones, es posible explicar el carácter arbitrario de la política real identificando


y describiendo la serie de acciones y reacciones que se encadenan y conducen al
abrazamiento. Ésta es la segunda instancia del análisis.

El movimiento de la fanatización mediante el juego de las acciones y reacciones

Sería interesante aquí volver sobre cómo Hume se enfrenta a esta descripción demostrando
que la serie de acciones alimentan creencias incongruentes que refuerzan, a su vez, la
incomprensión recíproca y facilitan el llamado a filas de facciones, de grupos al servicio de la
contestación. Así, para el pueblo escocés, condicionado por los miembros del clérigo, la
liturgia que se le quiere imponer no es más que una "especie de misa" [1983: 112], por medio
de la cual se vuelven a introducir todas "las abominaciónes del papismo" [1983: 113]. Estas
imposiciones no pueden sino alimentar los recelos contra el Rey y volver a los escoceses aún
más reacios a toda exigencia de sumisión. Por otro lado, al negarse a echar pie atrás, el Rey
refuerza casi mecánicamente las resistencias de los escoceses y provoca un aumento
puramente circunstancial del celo presbiteriano contra aquella "odiosa novedad" [1983,
Ibid].
Se trata en este caso, y Hume lo demuestra con gran sutileza, no del celo presbiteriano en
general sino de una variación pasajera de su intensidad que se unirá a y se convertirá en caja
de resonancia de discursos y actos, los cuales, dotados de una total verosimilitud, reforzarán
las creencias y propiciarán el paso a la acción. Fue en ese momento que "todo el mundo
comenzó a unirse y a alentarse mutuamente contra las innovaciones religiosas que se
pretendía introducir en Escocia" [1983, Ibid]. Esta mancomunidad de las acciones, es decir,
esta movilización, es descrita inmediatamente por Hume como un movimiento de extensión y
de generalización. No solamente el clérigo "ha declamado" [1983: 114] contra el Rey, sino
que todas las iglesias se han puesto a divulgar "invectivas contra el anticristo" [1983, Ibid].

Aún mucho más importante, la dinámica de las facciones políticas podría arrimarse "al calor
de la religión" [1983]. En ese momento se reunieron las condiciones para que se produjeran
las sublevaciones más peligrosas. Insistiendo en el papel activo de los "jefes populares" y de
los "discursos desde el púlpito" [1983:116 y ss.], Hume pone de manifiesto esta dimensión
esencial del despliegue de fanatismo mediante la incitación al odio, objeto de un verdadero
trabajo de producción. Tampoco es sorprendente que Hume otorgue una atención especial a
la constitución y, más tarde, al desarrollo de las reuniones de la "Asamblea de la Iglesia de
Escocia" que se celebrará en Glasgow en 1639 [1983: 118 y ss.]. Hume demuestra que todas
las reglas de composición de esta asamblea permiten acentuar la representación y el impacto
de los más celosos, de "los más fervientes de cada orden que eran escogidos". Citemos a
Hume: "para preparar los espíritus, habían hecho presentar en el presbiterio de Edimburgo, y
luego leer solemnemente en todas las iglesias del reino, una acusación contra los obispos, en
la que todos éstos eran acusados de herejía, simonía, perjurio, soborno, adulterio, fornicación,
impostura, blasfemia , ebriedad, pasión por el juego, etc." [1983: 119].

Hume no se detiene aquí. Demuestra cómo la eficacia de esta gestión de las representaciones
estaba en sí misma sostenida por un determinado estado de relaciones objetivas de poder. Por
un lado, un rey sin un ejército constituido, por otro un pueblo que, inflamado por religiosos
"recelos" y por una "aversión nacional contra Inglaterra", aquella "vieja enemiga", y que a
pesar de contar con un ejército inferior, compensaría está desventaja con una abundancia de
fervor: "Los púlpitos habían sido un importante recurso para los oficiales que procedían a la
leva de soldados, y no habían dejado de lanzar anatemas sobre aquellos que no se alistaban
para ayudar al Señor contra los enemigos de su nombre". [1983: 125]. Por lo tanto, por un
lado, un ejército con un comportamiento mercenario, tributario de los sueldos y escaso
estímulo frente a los motivos de la guerra; por otro, un ejército que se acercaba cada vez más,
por el espíritu reinante, a la milicia, doblemente motivado para triunfar sobre el enemigo
inglés. En este punto, llegamos a la tercera instancia de la descripción del proceso.

La creciente autonomía de la dinámica pasional frente a las circunstancias que la vieron


nacer

En efecto, después de haber constatado su impotencia de hecho, el Rey procede a una serie
de concesiones [1983: 116-117] que, lejos de satisfacer a los opositores, reforzará la
intransigencia y la violencia de los líderes religiosos y populares escoceses. A partir de
entonces, la dinámica cambia de carácter: alcanza ese momento específico en que las
condiciones que la vieron nacer, al menos que la desencadenaron, dejan de sostener el
movimiento de acciones y reacciones. Este se emancipa y, de alguna manera se vuelve
autónomo.
En ese momento, la amenaza del papismo por la vía de la reforma del canon es relevada por
otra dinámica afectiva. Aquello que salta a primer lugar, por así decir, en el orden de los
motivos, es el mantenimiento, sino la consolidación, de la unidad del frente constituido.

Para Hume, ésta es una de las razones por las cuales las proposiciones reales fueron
entendidas por los escoceses como amenazas que podían dividirlos y debilitarlos [1983: 118-
119]. Lo que entonces pasa a primer lugar en el orden de los motivos tiene que ver con la
construcción de una unidad, implica la lucha contra los riesgos de división que la dinámica
de las pasiones, mediante el juego del odio y el desprecio, no puede dejar de alimentar. En un
contexto de este tipo, la dimensión esencialmente afectiva y pasional de las relaciones de
oposición se vuelve susceptible de reproducirse indefinidamente, de descontextualizarse y,
finalmente, de volverse autónoma.

A partir de ese momento, el juego de las pasiones encontrará un nuevo impulso y, puesto que
las circunstancias se prestan a ello, el trabajo de fanatización podrá producir todos sus
efectos. En momentos como ésos, las fabulaciones, las invenciones y las acusaciones más
diversas, que versan sobre personas, actos o intenciones, tendrán la delantera sobre las
creencias populares, se convertirán en mediaciones perfectamente eficaces para orientar las
acciones y las reacciones de grupos fanatizados o de sectas manipuladas. En un contexto de
esas características, también es necesario estudiar los discursos como elementos que permiten
elaborar el odio, de propagarlo y endurecerlo entre quienes se ven afectados por él.

Conclusión

Al parecer, estas palabras bastan para justificar el interés que puede tener para nosotros el
estudio de los movimientos de fanatización tal como los comprendieron y describieron
ciertos historiadores de la Ilustración. La modernidad de las explicaciones reproducidas se
debe, entre otras cosas, al prurito del estudio de las circunstancias junto con el estudio de las
dinámicas afectivas. Estas últimas jamás son estudiadas por sí mismas sino siempre en
relación con contextos que les proporcionan un poder de acción y que contribuyen a la
radicalización de los antagonismos.

Si el fanatismo es un afecto social y político, también se debe a que designa algo común a los
hombres que, en circunstancias específicas, se desarrolla bajo la forma de conductas de
efectos devastadores. Por muy paradójico que parezca, es porque estas conductas son
humanas, es decir probables, que Hume consigue analizarlas sin diabolizarlas, es decir, no
reificándolas como cualidades psicológicas.

Para este historiador, el estudio positivo de las causas del fanatismo jamás pertenece al
dominio de la moral sino siempre al estudio de las circunstancias que le confieren una
dimensión política.
Traducido del francés

Notas

1. Elias 1975: 188 y ss.


2.Por ejemplo, Fletcher, J., 1977. Ver sus indicaciones bibliográficas al final.
3. Utilizamos esta denominación, que tomamos, en este caso concreto, de F. Hérant [1987]
que, a propósito de los hábitos, en Bourdieu, dice que funciona, en cuanto categoría, como un
operador, o incluso como un esquema de conmutación, que permite designar, mucho más que
calificar y describir, los efectos de una transformación.
4. Fletcher, 1977: 45-47, sugiere un análisis, muy seductor, pero al final bastante
decepcionante, que consiste en plantear el principio de una definición progresiva de la noción
de violencia en la sociología de N. Elias, y luego en relativizar la oposición entre violencia y
civilización. Por lo tanto, admite el principio de una variabilidad de los hechos que sólo un
estudio del contexto puede poner de relieve, al establecer un equilibrio entre una categoría
definida demasiado estrictamente y una abstracción general desprovista de verdadera
fecundidad.
5. Y todavía hay más. Suponiendo legitima una restricción de este tipo, y sin entrar en los
debates que versan sobre las relaciones entre violencia simbólica y violencia física, la
observación del funcionamiento habitual de lo que se denomina imprecisamente regímenes
políticos democráticos, va contra este resultado. Múltiples "excepciones" ilustran la
existencia de un retorno a la violencia física en las relaciones de trabajo, en las relaciones
entre los sexos, y en las relaciones con la autoridad, en las prisiones, en los centros de
atención para los solicitantes de asilo territorial, etc.. Se trata de excepciones que deben
conducir a una perspectiva en otros términos del sentido de una evolución entendida como
retractación de la violencia física y desarrollo de las formas simbólicas de la misma.
6. Corbin, 1995: 166.
7. En agosto de 1870, en Hautefaye, pequeña aldea de la Dordoña, un noble, Alain de
Monéys, es sometido durante largas horas a suplicio y luego quemado vivo en presencia de
una multitud numerosa que lo acusa de haber clamado a voz en cuello "viva la República".
Al final de la jornada, algunos incluso llegan a jactarse de haber "asado" un "prusiano".
8. Un encarnizamiento casi ritual sobre la persona de un noble cuyo cuerpo, después de
haber sido torturado durante horas, será quemado y convertido en objeto de agresiones de
carácter antropofágico.
9.Sobre la noción de "repertorio" de acción, ver Tilly, 1969: 5-45; 1986.
10. Sobre la problemática general del advenimiento de la historia como saber positivo que
versa sobre la formación de las naciones y de las sociedades civiles, nos remitiremos, entre
otros, a Foucault 1997, Kriegel, 1988: Volumen 3; Grell, 1993. Para la vertiente anglo-
escocesa, el libro esencial sigue siendo el de Pocock 1987, y 2000 para la traducción
francesa.
11. Esta cuestión de la comparabilidad y, más ampliamente, del uso de la comparación, no
sólo tiene implicaciones metodológicas. En el caso de las violencias extremas, desborda
claramente el dominio del conocimiento para adoptar una dimensión polémica. Sobre la
comparación en historia como principio de conocimiento, podemos fundamentalmente
remitirnos a la introducción de Bloch, 1924, 1983: 15-26. Para otro ejemplo que ilustra la
dimensión polémica del problema de la comparabilidad, ver Brossat, 1996.
12. Edgar Quinet es historiador francés (1803-1875). Traductor de la Idea sobre la filosofía
de la humanidad de Herder (1825), es con Michelet, uno de los adversarios más fervorosos
del clericalismo. Elegido diputado en 1848, se pronuncia por la separación radical de Iglesia
y Estado. Será nuevamente elegido a la Asamblea Nacional a partir de 1871.
13. Quinet, 1865, 1987: La Revolución, precedida de "Crítica de la revolución". Volviendo
sobre las críticas que le han sido dirigidas a propósito de su interpretación del Terror, Quinet,
en su crítica de la revolución, resume claramente el punto clave de su demostración, así como
su novedad: "He demostrado que si aceptamos el sistema del Terror, la lógica querría que
llegáramos hasta el final, es decir, a la extirpación del adversario.[...] ¿Acaso deseábamos la
barbarie del siglo XVI? Entonces era contradictorio proclamar la libertad de culto.
¿Deseábamos la libertad de culto? Era contradictorio desear la barbarie del siglo XVI" (1987:
45]. Pero también, referirse a La Revolución, Libro XVI [1987: 465-466]. Se puede leer,
entre otras cosas, en 475: "Unas masas aún semi bárbaras intentan escapar en tumulto de la
tutela sacerdotal del antiguo régimen. La República clásica, oficial, disciplinada, literaria de
Robespièrre, no podía entender nada de este esfuerzo popular, del que no encontraba un
modelo ni en Rousseau ni en Licurgo."
14. Una historia filosófica cuya intención es tan especulativa como narrativa. A decir verdad,
los hechos son más bien sugeridos y todo el trabajo interpretativo versa sobre el desvelo de
causas, de series causales. El título de los capítulos, como "¿Qué hubiera sucedido si la
Revolución francesa hubiese empleado, en la religión, los medios de las revoluciones de
Inglaterra?" [1987:487], por nombrar sólo un ejemplo, no deja de recordarnos los famosos
enunciados hipotéticos de Max Weber.
15. La posición de Quinet sobre la interpretación del Terror no es el de la ruptura entre el 89
y el 93 sino el de la contradicción, término por término, entre los fines y los medios de la
primera. "Creo poder decir que los revolucionarios estaban en contradicción consigo mismos
cuando volvían al derecho antiguo del Terror y, al mismo tiempo, respetaban los derechos de
su enemigo. No podían dejar de fracturarse ante dicha contradicción", [1987: 493]. No sería
difícil demostrar hasta qué punto el modelo de interpretación de Quinet no es el de la ruptura.
Por ejemplo, podemos leer, a propósito de la religión bajo el Terror: "La Asamblea hizo lo
que hacen todos los seres indecisos: aplazó la decisión. Ganó la causa de la Edad media. La
Convención aceptó la misma base que la de la Constituyente. 1791 reapareció en 1793. Los
hombres se creían separados de la primera asamblea por siglos. Jamás la habían
abandonado", Y, un poco más abajo: "Los errores de mentalidad de 1792 se materializan en
1793 y se convierten en errores de acción; la impotencia produce el furor. Lo falso conduce a
lo absurdo y lo absurdo engendrará las atrocidades." [Furet, 1987: 469]. Ver François Furet
1986: "III La revolución de Quinet": 51; 56; 59; y para la representación de la interpretación
del Terror [1987: 67-69]. Para otra interpretación crítica de la lectura de Furet, ver Richard
[2001]: "Por lo tanto, no hay en Quinet una construcción que pretenda distinguir en la
revolución una fase moderada y positiva y una fase de desorientación violenta que
correspondería al Terror. Sobre este punto, sus comentaristas parecen haber ido a menudo en
el sentido contrario."
16. Jules Michelet, 1847, 1979: 64.
17. En lo que concierne a la representación de las masacres de septiembre (1792) referirse al
Libro VI, capítulos IV-VI de 1979: 818-861.
18. Llamamos especialmente la atención del lector sobre el vocabulario y la manera de
presentar el desencadenamiento de las masacres [1979: 834-835], pero también sobre la
importancia otorgada a la propagación del furor masacrador, en [1979: 836-838].
19. Hume [1778]: The History of England, from the Invasion of Julius Caesar to the
Revolution in 1688 [La historia de Inglaterra, desde la invasión de Julio César hasta la
revolución en 1688], en seis volúmenes. Nos referimos a la edición Liberty Classics Edition,
Indianapolis, 1983. La redacción de esta historia cubre el período 1754-1762.
20. Hume, 1987: 112

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¿Del "terrorismo" como violencia total?

Isabelle Sommier

Nota biográfica

Isabelle Sommier es profesora de ciencias políticas de la Universidad


París I Panthéon-Sorbonne e investigadora del Centre de Recherches
Politiques (Centro de Investigaciones Políticas) de la Sorbona (17 rue
de la Sorbonne 75231 París cedex 05, Francia). Realiza
investigaciones en sociología política sobre la violencia y la acción
colectiva. Ha publicado La violence politique et son deuil. L'après 68
en France et en Italie (1998), Les mafias (1998), Le terrorisme (2000)
y Les nouveaux mouvements contestataires à l'heure de la
mondialisation (2001).
Email: isommier@wanadoo.fr

El terrorismo evoca espontáneamente el exceso, la radicalidad y la desproporción entre el fin


y los medios utilizados para alcanzarlo. Sirva de ejemplo la primera definición de derecho
internacional aprobada en 1937 por la Sociedad de Naciones, con arreglo a la cual se trata
"de hechos criminales dirigidos contra un Estado y cuyos fines o cuya esencia consisten en
provocar el terror en personas determinadas, grupos de personas o el público en general". En
este sentido, puede parecer como la "versión" civil de las violencias extremas desplegadas
muy a menudo por los Estados. En general, la ecuación se establece por lo demás
espontáneamente, e implícitamente, ya se trate de la opinión pública a través de los medios
de comunicación, de los poderes públicos o de la mayoría de los especialistas en la materia.
Inmediatamente después de los atentados del 11 de septiembre se ha puesto de manifiesto
que, para juristas como el magistrado del Tribunal Penal Internacional para la Yugoslavia
Antonio Cassese o el ex Ministro de Justicia y ex Presidente del Consejo Constitucional
Robert Badinter (y otros juristas más), esos actos están relacionados con el crimen de lesa
humanidad en el sentido de que se trata de asesinatos o hasta de persecuciones "cometidos en
el marco de un ataque generalizado o sistemático lanzado contra una población civil y con
conocimiento de ese ataque" (artículo 7.1 del Estatuto del Tribunal Penal Internacional).

Hasta entonces, esta ecuación no se basaba en ninguna equivalencia del número de víctimas,
sino en tres características del terrorismo: 1) la instrumentalización de la muerte subyacente a
la deshumanización de las víctimas; 2) el proyecto de destrucción de las voluntades que la
estrategia de provocar el terror conlleva, según la opinión clásica formulada por Friedrich
Hacker cuando considera que "el terror es el empleo, por los poderosos, del instrumento de
dominio que es la intimidación; el terrorismo es la imitación y la utilización de métodos de
terror por los que no están en el poder, por lo menos todavía" (Hacker, 1972) y, por último,
3) en un sentido distinto, pero que es, sin embargo, imprescindible evocar, la condena moral
y el pavor que el terrorismo suscita en el mayor número de personas, a semejanza de las
violencias extremas de origen estatal.

Con todo, si se tienen presentes los "umbrales" de orden cualitativo (la ejecución de actos de
crueldad) o cuantitativos (las destrucciones en masa de poblaciones civiles), a menudo
mencionados para caracterizar una violencia extrema, el terrorismo se sustrae a priori
enteramente a la analogía. Se trata en efecto de una violencia fría, ejercida sin pasión, que no
va acompañada nunca, o muy raras veces, de atrocidades o crueldades, sobre todo debido a la
distancia física que separa al autor de su víctima. Se trata también de una violencia
relativamente económica en vidas humanas (incluso si es horrible decirlo) que, muy a
menudo, no se podría clasificar entre las matanzas en masa, por lo menos hasta los atentados
del 11 de septiembre, los cuales, desde este punto de vista, representan una verdadera
ruptura. Aunque una gran imprecisión envuelve la definición y la cuantificación del
fenómeno, en general se estima que el terrorismo habría causado unas 3.000 víctimas de
1968 a 1984, es decir, una media de 200 víctimas al año. Una docena de atentados habrían
causado más de 10.000 víctimas desde los años setenta1. A pesar de estas reservas
inmediatas, me parece, no obstante, que una forma nueva de ejercicio de la violencia, que
calificaré de violencia total, corresponde sin duda a la categoría de las violencias extremas.

El concepto de "violencia total" se desprende de dos proyectos intelectuales


complementarios. En primer lugar, de una crítica de carácter científico sobre el empleo del
término "terrorismo", que entraña una carga emotiva y política excesiva, y cuya plétora de
definiciones - en los años ochenta se contaban hasta unas 109 - no hace más que aumentar la
confusión (Sommier 2000). Pero, más allá de la voluntad de ceñir estrechamente lo que este
término se supone que significa, se trata de limitar también lo que podría ser, en el curso del
siglo XX, una forma inédita de violencia "contra" el Estado, una forma distinta por ejemplo,
en su propia lógica, del asesinato político, que es, con todo, a menudo el punto de partida de
la mayoría de las definiciones del terrorismo. Me ha parecido que la novedad residía en la
legitimación y la práctica del asesinato arbitrario, de ahí esta definición previa de la violencia
total como una estrategia deliberada de violencia ciega, que aflige a la población civil
siguiendo el principio de disyunción entre las víctimas directas del atentado (los "no
combatientes", los "inocentes") y el blanco político al que se apunta (el poder estatal en
general). La categoría remite, por consiguiente, a los atentados llamados indiscriminados,
muy a menudo tremendamente mortíferos puesto que se llevan a cabo en un lugar público
con el objetivo de causar el número máximo de víctimas posible: explosiones de aviones en
vuelo (atentado de Lockerbie en diciembre de 1988 que causó la muerte de 260 pasajeros,
explosión de un DC 10 de la UTA en septiembre de 1989 que provocó 170 víctimas, etc.);
deflagraciones en los transportes públicos (84 muertos en el atentado de extrema derecha de
la estación de Bolonia en 1980, serie de atentados en París en 1986 y 1995); automóviles en
los que se habían colocado bombas en las calles de Belfast, de Madrid o del Líbano.

Es evidente que la elección misma del adjetivo "total", por lo menos en francés, inscribe de
entrada el fenómeno violento de que se trata en la categoría de violencias extremas. Uno de
mis objetivos era, por lo demás, hallar un término que produzca un efecto reflejo equivalente
al de "terrorismo", el cual remite históricamente y en su genealogía al terror estatal porque
designaba, cuando surgió en 1798, un régimen o un sistema de terror como el que había
imperado bajo la Revolución Francesa de septiembre de 1793 a la caída de Robespierre el 27
de julio de 1794. Y esto por dos razones principales. Por un lado, porque siempre me parece
necesario considerar dialécticamente los hechos de violencia sean cuales sean sus orígenes.
El adjetivo "total" remite, en francés, al dominio totalitario, con el que la violencia
desplegada por determinados grupos contestatarios comparte muchas características
comunes, en particular el proyecto de terror y el activismo ideológico. Responde también a la
guerra total, sin tregua, preconizada por el general alemán Erich Ludendorff en el período
comprendido entre las dos guerras. Por otro lado, porque me parece que los procesos que
conducen a las violencias extremas de origen estatal conducen también a la violencia total.
Distinguiré tres procesos que, pese a su desigual impacto, deben considerarse juntos.
En primer lugar, un proceso histórico de ideologización y mitificación del acto guerrero que
ha hecho posible el desenfreno considerable de la violencia de Estado en el siglo XX y su
contrapartida, en la sociedad civil, del asesinato arbitrario. En segundo lugar, no se puede
ocultar nunca, en el análisis de la violencia, el factor propiamente tecnológico, es decir, los
nuevos medios tanto militares como en la esfera de la comunicación que centuplican las
capacidades humanas de destrucción y los efectos de terror que suscita. Existe por último una
dimensión en la que me detendré más tiempo y que calificaré de antropológica, la cual, en la
relación entre el verdugo y la víctima, inscribe la violencia total en la categoría de las
violencias extremas en función de una relación a priori paradójica entre la
instrumentalización aterradora de las víctimas y la exaltación casi mística de su sacrificio.

El origen del fenómeno: el desenfreno de las violencias

En mi obra (Sommier 2000), planteé la hipótesis, muy influida por Michaël Walzer (Walzer
1999), de que el asesinato arbitrario era una réplica (en el sentido de copia y no de respuesta)
del desencadenamiento de la violencia estatal que se puede observar tanto en los campos de
batalla como en las violencias extremas del siglo XX. Esta réplica es doble, en cuanto
estrategia deliberada y sistemática y en cuanto transgresión de todo límite y de todo umbral
puesto que se trata de una operación cercana al acto de guerra, pero realizada en tiempo de
paz que, no solamente no distingue entre los combatientes y la población, sino que opta, al
contrario, por atacar a ésta última en violación de todas las costumbres y convenciones
bélicas.

Esta forma nueva de violencia se inicia concretamente en los últimos 25 años del siglo XIX,
pero se sistematiza y desarrolla a lo largo de todo el siglo XX. Un siglo XX marcado por
violencias institucionales extremas dirigidas contra las poblaciones, tanto en el orden
externo, con las mutaciones que afectan a la manera de realizar la guerra, que se "barbariza",
como en el orden interno con las experiencias totalitarias. La población civil es siempre la
primera víctima de ello. Representa, por ejemplo, el 90% de las bajas de guerra desde 1945
(Holsti 1996, 97), ,mientras que Rudolf Rummel estima en 169 millones el número de
víctimas de su propio gobierno frente a 34 millones de víctimas de guerras entre Estados de
1945 a 1995 (Rummel 1994, 15). La "desinstitucionalización" de la violencia de Estado y la
"desformalización" de los conflictos provocada por la violencia total han participado
conjuntamente en la expansión considerable de una criminalidad de masa. Por eso las formas
convencionales y no convencionales de guerra tienden a converger de tal modo que ahora es
falso caracterizar el terrorismo por oposición a la guerra estatal diciendo que ignora las leyes
y convenciones de la guerra, que ataca a los civiles y que siempre es indiscriminado y
arbitrario, puesto que estas características, en resumidas cuentas, pueden aplicarse también a
las violencias de Estado.

Los historiadores están en mejores condiciones que yo para explicar este triste privilegio de
nuestro siglo. Tzvetan Todorov formula la hipótesis según la cual lo que ha hecho posible "el
extremo" que es para él la experiencia de los campos de concentración del siglo XX procede
de la transferencia del pensamiento y de la acción instrumentales en la esfera de las
relaciones humanas (Todorov 1991 : 320). Si actos de crueldad y/o asesinatos a primera vista
"gratuitos" se ha demostrado que existen por lo menos desde la antigüedad, ello no impide
pensar que el sentido de este tipo de violencia ha conocido una transformación a partir del
siglo XVIII y más aún a medida que el ejercicio de la violencia se masificaba y se
ideologizaba a lo largo del siglo XIX hasta plasmarse en las múltiples matanzas del siglo
siguiente.
Me parece que en el caso de las violencias extremas de origen tanto estatal como civil, su
ejercicio se nutre de una ideología que les confiere una dimensión casi mística. Conviene
quizá inscribir esa concepción, nueva, en las reflexiones que se refieren a la Revolución
Francesa, en torno a lo "sublime" y lo terrible que, por ejemplo a través de la obra de Burke
analizada en este número por Claude Gautier, pondría de manifiesto un cambio de
sensibilidad con respecto a la violencia, de carácter estético y cargado ahora de sentimientos
de autorrealización que posibilitan la ruptura de todo límite de su expresión. Hay una
ilustración de ello, en otro plano, en los escritos de Sade. La violencia se transforma en un
instrumento de comunión con el principio de orden superior en nombre del cual está
justificada. Principio superior, que efectivamente trasciende el mundo vulgar, tal como lo
expone Bernd Weisbrod, con todas las consecuencias que ello implica: una concepción
redentora de la violencia que autoriza cierta forma de nihilismo, la exaltación del sacrificio
de los autores que se comportan como elegidos, la insensibilidad por no decir el desprecio
con respecto a las víctimas. Otros tantos matices que se encuentran en algunos anarquistas de
finales del siglo XIX, los cuales fueron los primeros en realizar individualmente atentados a
ciegas. Por ejemplo, en el revolucionario ruso Sergueï Netchaiëv : "Nos guiamos por el odio
de todos los que no forman parte del pueblo... Tenemos un proyecto totalmente negativo, que
nadie puede cambiar: la destrucción total". Describiéndose a sí mismo como "apóstol de la
destrucción", en cierta época fue admirado por Mikhaïl Bakounine que escribió: "Son
magníficos estos jóvenes fanáticos, ¡creyentes sin Dios, héroes sin retórica!" 2

Estas características particulares explican que el arquetipo de la violencia total sea la


desplegada por los grupos religiosos radicales (islamismo radical, milicias cristianas
estadounidenses, secta Aum...) el cual, según Bruce Hoffman, se opondría en varios sentidos
a los violentos seculares: su violencia sería "un acto sacramental o un deber divino" que
constituiría un fin en sí mientras que la de los violentos seculares sería un medio; las víctimas
serían potencialmente ilimitadas y particularmente despreciadas lo que autoriza, a juicio de
sus autores, la lógica de la matanza. Es verdad que son esos grupos los que hasta entonces,
previeron o incluso realizaron los actos más destructores (gas sarina, proyecto de
envenenamiento del agua con cianuro en 1984 por los suprematistas estadounidenses)... lo
que explica que esos grupos religiosos sean responsables, entre 1982 y 1989, del 8% de los
atentados, pero del 30% de las víctimas (Hoffman 1997).

Es ciertamente la fe religiosa la que históricamente y más regularmente ha realizado un


"terror sagrado" que hace saltar por los aires todas las barreras de carácter moral, pero no se
puede dejar de constatar que toda empresa de terrorismo, llevada a cabo incluso en nombre
de las causas seculares, tiende a reproducir el breviario del radicalismo religioso. Es
inquietante por lo demás comprobar la importancia de los términos, reivindicados tanto por
los fundamentalistas como por los seculares - como se ha visto a propósito de Netchaïev -,
cuyo origen etimológico remite al universo religioso: fanático (de fanum, "templo sagrado"),
kamikaze ("hálito divino"), exaltación del sacrificio.

La dimensión ritual creciente de la violencia, que alienta el martirologio y los atentados


suicidas se explica también por la desconexión creciente de los conflictos con relación a
cualquier objetivo militar o realista. A menudo lo que está en juego puede ser simplemente el
reconocimiento del grupo contestatario por el Estado y/o la expresión de un rechazo
categórico del sistema político o de la sociedad moderna, como lo son los actos del 11 de
septiembre. Estos conflictos irrealistas (Coser 1982, 33) excluyen de facto toda negociación o
compromiso entre enemigos, pero también toda limitación y "abandono de la guerra" que no
sea por la destrucción de una de las partes.

Los medios utilizados: la tecnologización del terror

Que la violencia total no tenga límites se debe también a las tecnologías de que se dispone en
la actualidad. El miedo que suscita este tipo de actividades no deja de estar relacionado con
los procedimientos utilizados los cuales, aunque no son exclusivos de los grupos en cuestión,
consiguen despertar dos angustias contradictorias pero complementarias que ponen en
tensión a nuestras sociedades. Por un lado, la angustia "futurista" activada por la imagen de la
tecnología todopoderosa, high tech, de verdugos invisibles al servicio de la destrucción
masiva. Una destrucción masiva que hace posible ahora la utilización de armas
bacteriológicas o químicas como por ejemplo del gas sarina esparcido por el metro de Tokio
por la secta Aum en marzo de 1995, que provocó una decena de víctimas y la intoxicación de
5.000 personas. Por otro lado, la angustia "arcaica" reavivada por atentados que, a la inversa,
sorprenden por la facilidad artesanal de su confección, como los simples abonos utilizados en
el atentado de la ciudad de Oklahoma (abril de 1995, 168 víctimas). La amenaza pasa a ser
así permanente, omnipresente, puesto que el verdugo podría ser tanto un sabio loco como el
vecino de enfrente.

Si insisto más en las imágenes que suscitan las armas que en su dimensión estrictamente
material es porque el dominio de los espíritus es el objetivo esencial perseguido por la
violencia total. Recordemos que es la desconexión entre víctimas y blanco - y la forma de
realizarla: por los medios de comunicación - lo que permite distinguir la lógica de actuación
de determinados grupos armados de la de sus predecesores los cuales, aun recurriendo a actos
similares, no estaban impulsados - y no podían estarlo - por esta estrategia. Aparece aquí la
función del tercero evocada por Jacques Sémelin, pero este tercero desempeña una función
diametralmente opuesta puesto que es él, en cierto modo, el que participa en las condiciones
de posibilidad del desencadenamiento de la violencia.

Al sembrar el terror entre la población civil, la organización clandestina puede estar influida
por dos estrategias diferentes. Primer ejemplo: espera de esa manera doblegar la política
interiror (con miras a la liberación de sus militantes encarcelados o para impedir la
promulgación de una ley como la acción de la secta Aum) o exterior del gobierno al que se
apunta en un sentido que le sea directa o indirectamente favorable si se trata de una
organización que actúa de manera subterránea como cortina de humo por cuenta de un
Estado llamado "padrino" o "patrocinador". Este modelo de relación entre determinados
Estados y grupos terroristas explica, por ejemplo, los atentados cometidos en París en 1986,
que se sospechó había cometido Hezbollah y detrás de él el Irán, o el atentado de Lockerbie
en 1988 del que se acusó a Libia3. En el segundo caso, los atentados a ciegas no tienen
objetivos precisos a corto plazo pero tratan de desestabilizar a un poder o a un régimen
político socavando el contrato que vincula a los gobernados con los gobernantes a los que se
tacha de fallar en la protección y la seguridad, por ejemplo para introducir en la opinión
pública la idea de la legitimidad de un eventual golpe de Estado que vendría a poner fin al
desorden (como sucede con la "estrategia de la tensión" aplicada en los años setenta en Italia
por grupos de extrema derecha de inspiración neofascista4) o con fines de propaganda por el
terror: los actos deben mostrar en este caso la fragilidad del enemigo, desmoralizarle e incitar
a los demás a unirse al grupo armado.
La estrategia de terror seguida por grupos clandestinos es tanto más eficaz cuanto que se
despliega en sociedades en las que la opinión pública juega un papel fundamental en las
relaciones entre gobernados y gobernantes y, por consiguiente, en los medios de
comunicación también. Así se explica la vulnerabilidad particular de las democracias. Desde
este punto de vista, en el mejor de los casos existe anacronismo y en el peor una profunda
incomprensión de esa lógica de acción cuando se presenta a la secta chiita de los Asesinos,
que asumió numerosos asesinatos de otomanos y de cruzados en el siglo XII, como
precursora de los "terroristas" modernos...

Mural paramilitar unionista en Belfast, Irlanda del Norte, 1996


Brian Little / EPA/PA
Lejos de ocultarse, de ejercerse a puerta cerrada, la violencia total que despliegan los grupos
armados no sólo debe ser percibida por el mayor número de espectadores, sino también
"preparada", "escenificada" para acentuar su dramaturgia. El acto violento es en este caso
inseparable de su representación, hasta desembocar en una estética de la violencia total
puesto que apunta, como lo señalaba ya Raymond Aron, a producir efectos psicológicos de
terror "desproporcionados con sus resultados puramente físicos" (Aron 1962: 176). Esta
lógica ha sido llevada hasta su paroxismo con los atentados del 11 de septiembre en los que
lo real ha superado a lo virtual o a la ficción. Esta búsqueda de efectos explica el carácter
espectacular y hasta teatral de la operación, con sus aspectos a priori insensatos, irracionales.
Con los atentados del 11 de septiembre, alcanzamos en efecto el resultado último (y absurdo,
si no hubiera víctimas) de esta lógica con actos cuyo sentido está incorporado íntegramente a
su puesta en escena minuciosa, a falta de cualquier reivindicación y objetivo político realista
que le sirva de base. Llevada a sus últimas consecuencias, la estetización de la violencia
tiende efectivamente a predominar sobre su dimensión política. Cabe comprobar la
disminución de los comunicados de reivindicación y la interrogación creciente de los
observadores de las metas políticas buscadas a corto y mediano plazo a través de
determinados actos muy espectaculares pero cuyo horizonte político deja en la incertidumbre.
La comprobación remite a la dimensión nihilista y al tono apocalíptico que adoptan
determinados grupos clandestinos, en particular desde el final del mundo bipolar.

La relación verdugo – víctima

Si el atentado a ciegas es el modo operativo más característico de la violencia total, es porque


procede de dos lógicas totalmente específicas. La primera es de orden psicológico: el
atentado a ciegas es el que está en mejores condiciones de crear un clima de terror puesto que
golpea en cualquier lugar y en cualquier momento. La otra es ideológica: matar al azar
significa, según lo ha dicho un dirigente del grupo palestino Septiembre Negro, que "Nadie
es neutral, nadie es inocente", todo el mundo debe elegir de qué lado está, según la fórmula:
"con nosotros o contra nosotros".

Hablar del terrorismo, de la violencia total, como si se tratara ante todo de un "teatro" (Brian
Jenkins), señalar que su preparación y su objeto están orientados más hacia los terceros que
hacia las víctimas directas, son dos comprobaciones que proceden del examen de los hechos
que corresponden al modo de actuar científico frío y distanciado y que puede por ello mismo
herir las sensibilidades de la víctima o incluso del ciudadano. Es cierto que esta estrategia
estimula una relación de instrumentalización muy particular (y moralmente particularmente
chocante) con las víctimas. Se podría decir, en efecto, que estas últimas son en ese caso
simples marionetas a las que se niega toda forma de humanidad y a las que se reduce al rango
de objetos o hasta de "apoyo", "material" de muerte de la misma manera que los instrumentos
logísticos mobilizados. Esto se puso de manifiesto en los atentados del 11 de septiembre, en
los que una de las innovaciones consistió en transformar en armas aviones civiles con todos
sus pasajeros (Crettiez y Sommier 2002).

La instrumentalización extrema de las víctimas es el indicio de la desaparición de ese código


político, del que habla Michaël Walzer, que imponía límites a la violencia, delimitaba una
frontera entre justicia e injusticia de la acción, sobre todo mediante una imputación de
responsabilidad grave sobre la víctima. Ahí reside una fuente elemental de distinción entre el
asesinato político y la violencia total. En el primero se mantiene el vínculo entre el acto y la
sanción - incluso si cabe evidentemente debatir su fundamento desde un punto de vista ético
o político - en virtud del procedimiento de antonomasia por el que la futura víctima es
estricta y friamente asimilada a su función de hombre político, de juez, de policía... En la
segunda, en cambio, no hay ninguna "moral del castigo", como lo indica Friedrich Hacker:
"En la moral del terror, no es la culpabilidad la que trae consigo el castigo, sino al
contrario, el castigo el que demuestra la falta" (Hacker 1972: 188). No hay ninguna "moral
del castigo" porque no hay enemigo, o el enemigo es tan extensible que desaparece; el
enemigo es en este caso todo lo que no es el grupo clandestino elegido y redentor.

La violencia total comparte con las violencias extremas estatales varias características: una
deshumanización del enemigo a cuyo carácter supuestamente amenazador y hasta destructor
se le da una dimensión excesiva, una visión maniquea del mundo que exige a menudo la idea
de mancha. Por lo demás, sólo los militantes parecen escapar a esta fuerza inexorable de la
corrupción y de la lasitud de las costumbres que produciría la sociedad que condenan, lo que
refuerza la legitimidad de su destrucción total. El grupo en el nombre del cual luchan es
fácilmente destituido, porque no se compromete a su lado lo suficiente; así se puede explicar
el motivo por el que los grupos radicales son a menudo responsables de más muertos en el
seno de su propia comunidad que en las filas "enemigas". La organización LTTE (Tigres de
Liberación del Eelam Tamul) sería por ejemplo responsable desde 1983 de la muerte de más
tamules que cingaleses (en total 55.000 muertos en el enfrentamiento con el Estado cingalés).
Este profundo rechazo de la alteridad se ve quizá agravado por la gran distancia social, y
hasta cultural, que a menudo separa de hecho a los activistas de la comunidad de la que se
reclaman, como por ejemplo los kamicazes islamistas del 11 de septiembre, a la vez nuevos
conversos alejados de las masas musulmanas del sur y luchadores contra el occidente en el
que se mueven por su trayectoria biográfica, su modo de vida y su hábitat. Cabe establecer la
hipótesis de que el resentimiento generador de odio se ve reforzado por el hecho de
pertenecer a dos mundos (o más bien de no pertenecer verdaderamente a ninguno). Esa
visión del otro, como alguien no semejante y siempre amenazador, constituye la base,
recordémoslo, del concepto de"racionalidad delirante" elaborado en este mismo número por
Jacques Sémelin a propósito de las matanzas.

Las víctimas son herramientas y, contra simples herramientas, todo es posible puesto que no
tienen humanidad. Insignificantes y deprabadas en este mundo, se transfiguran en y por su
sacrificio que tiene por efecto purificarlas. Esta interpretación de la violencia total tiene
confirmación en el análisis de la aterradora "hoja de ruta"·de los piratas del aire de los
atentados del 11 de septiembre (por lo menos si su autenticidad se confirmara de manera
irrefutable). Especialistas de los fenómenos sectarios y del Islam han señalado, por ejemplo,
en ella la importancia del tema de la purificación y, por consiguiente, de manera solapada de
la mancha, de las prácticas rituales, pero también de la animalización de las futuras víctimas
por la remisión a un precepto del Corán destinado incialmente a la matanza de un animal ("Si
matas, no causes sufrimientos al que matas, ya que esta es una de las prácticas del Profeta,
que descanse en paz")5.

Pero si el acto de violencia total expresa, con respecto a las víctimas, un deseo de
omnipotencia, manifiesta también la humildad radical del militante con respecto a la causa.
El compromiso en el seno de un grupo que, en muchos sentidos, recuerda a las instituciones
totales de Erving Goffman, tiene siempre como horizonte plausible su propia muerte, su
propio sacrificio, a título demostrativo, como lo explica Ali Chari'ati: el martirio "no es la
triste muerte de un héroe en el campo de batalla; es estar presente, ser un testigo observador
(...) y por último ser un modelo. Naturalmente, es también morir, pero no por la muerte que
el enemigo inflige al guerrero. Es la muerte voluntaria y conscientemente buscada a fin de
poder testimoniar, a falta de poder vencer6." No es anodino que la violencia total se ejerza
cada vez más por medio de operaciones - suicidio realizadas por kamicazcs. En la LTTE, que
es la organización que más recurre a esta estrategia, habría unos 150 con 168 acciones de este
tipo realizadas entre 1980 y 2000, seguida de Hamas (22).

Esta donación de sí en la muerte se inscribe en lo que explicaba anteriormente (párr. 1). Es a


la vez la consecuencia última de este mito moderno de la regeneración por la violencia con
arreglo al cual el militante, sacrificándose, considera que pone fin a una violencia anterior y
superior. Refleja el mimetismo de la violencia total con respecto a la violencia de Estado
productora del héroe cuya vida se sacrifica en nombre de la patria (o por otra causa). El
mártir es también el desenlace de una representación de sí como elegido puesto que la pureza
en un mundo de corrupción sólo puede salvarse por medio de la muerte. La muerte voluntaria
le permite acceder a la vida auténtica. Para antropólogos como Guy Nicolas, es fundadora de
una polis y se manifiesta particularmente "en el movimiento de removilización de una
comunidad a menudo dispersada" (Nicolas 1996: 105). Esta dimensión religiosa de la
violencia total contribuye sin duda a la incomprensión y el horror que suscita en nuestras
sociedades, evocados en el punto 2. Se manifiesta en el sacrificio común y simultáneo de las
víctimas y de los verdugos que los une en una relación paradójica ya subrayada a propósito
de las violencias extremas (por ejemplo, en las situaciones de tortura caracterizadas por la
deshumanización de la víctima y al mismo tiempo la degradación deshumanizante del
verdugo). Refleja esta otra característica de la violencia total: la reversibilidad de las figuras
de la víctima y del verdugo y la importancia de la estrategia homicida de este último. Como
lo señala Guy Nicolas, "es debido a que ha optado por el sacrificio supremo, pagada toda la
'deuda', por lo que el sacrificado voluntario puede impunemente inmolar a sus semejantes, ya
que su propia inmolación borra de antemano el aspecto perseguidor de su violencia (Nicolas
1996, 123). Todo hace pensar igualmente en que la eficacia política de la violencia ritual a la
que recurren organizaciones clandestinas procede asimismo del reto que representa la muerte
voluntaria para un mundo occidental que ha suprimido en gran parte la idea misma de la
muerte en los conflictos.

Muchos rasgos de la violencia total reflejan los análisis en ciencias sociales sobre las
violencias extremas desplegadas por ciertos Estados. Cabe ver en ello una consecuencia del
mimetismo ejercido por su enemigo declarado sobre ciertos grupos políticos radicales,
mimetismo que les conduce a transformarse en el "doble monstruoso"7. De manera más
"ordinaria", se manifiesta en la frecuente propensión de determinados grupos a imitar los
atributos del poder estatal (bandera, himno e historia oficial, creación de "tribunales
populares", "impuesto revolucionario", etc.). Ello podría tener su origen en la relación de
espejismo que vincula etimológica e históricamente al "terrorismo" con una experiencia
paroxística del poder de Estado.

Traducido del francés

Notas

1. 1979: incendio voluntario en un cine en el Irán (477 víctimas). 1983: bombardeo de un


cuartel de marinos estadounidenses en el Líbano (241 víctimas). 1983: atentado con bomba
contra un 737 de Gulf Air (112 víctimas). 1985: atentado con bomba contra un 747 d’Air
India (329 víctimas). 1987: atentado con bomba contra una estación de autobusos en Sri
Lanka (113 víctimas). 1988: atentado con bomba contra el Pan Am 103 llamado de
Lockerbie (270 víctimas). 1989: atentado con bomba contra un DC 10 de UTA (171
víctimas). 1989: atentado con bomba contra un 727 de la compañía colombiana Avianca (107
víctimas). 1993: explosiones múltiples en Bombay (235 víctimas). 1995: atentado con bomba
contra un edificio federal de la ciudad de Oklahoma (168 víctimas). 1997: matanza en
Argelia atribuida al GIA (412 víctimas). 1998: atentando con bomba contra las embajadas
estadounidenses de Nairobi y Dar es Salaam. Cf. SCHMID, Alex P.. "Terrorism and the Use
of Weapons of Mass Destruction: From Where the Risk?". Terrorism and Political Violence
vol. 11, 4, invierno de 1999.
2. Sergueï Netchaiëv (1847-1882) fundó en Rusia el grupo "la justicia del pueblo", antes de
tener que exilarse y ser detenido. Muere en la cárcel en Rusia. Es el autor de Catéchisme
révolutionnaire (1868). Su trayecto influyó a Dostoïevski para su novela Los endemoniados.
3. El atentado llamado de Lockerbie provocó la muerte de 249 pasajeros del avión y once
personas en tierra escocesa, es decir el 40% del conjunto de las víctimas del terrorismo
internacional del año 1988. En 1986 hubo 13 víctimas en la capital francesa.
4. Estos atentados se han calificado a menudo de "matanzas de Estado" debido a la
colusión supuesta y hoy demostrada de determinados miembros de los servicios secretos:
atentado con bomba en un establecimiento bancario de Milán llamado de piazza Fontana el
12 de diciembre de 1969 (16 víctimas), atentado contra un tren en Gioia Tauro el 22 de julio
de 1970 (6 víctimas, 50 heridos), explosión de una bomba al paso de una comitiva
antifascista el 28 de mayo de 1974 (8 muertos, 94 heridos), explosión en el tren Italicus el 4
de agosto (12 muertos, 105 heridos), bomba en la estación de Bolonia el 2 de agosto de 1980
(85 muertos, 177 heridos).
5. Cf. Le Monde de 9 de octubre de 2001.
6. Ali Chari'ati, citado por Guy Nicolas en Du don rituel au sacrifice suprême, París, La
Découverte, 1996, pág. 123.
7. Interpretación girardiana del terrorismo como "manifestación conflictiva del deseo
mimético" defendido por Pierrette Poncela, "Terrorisme et sacré", en Jean-Paul Charnay,
Terrorisme et culture, París, Fondation pour les Etudes de Défense Nationale, 1981. Cf.
Alain Girard, La violence et le sacré, París, Grasset, 1972 y, para una interpretación de los
atentados del 11 de septiembre a la luz de esta teoría, véase la entrevista que concedió al
diario Le Monde de 5 de noviembre de 2001.

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Poblaciones civiles y violencias de guerra

John Horne

Nota biográfica

John Horne es profesor adjunto de historia contemporánea y director


del Departamento de Historia Moderna de Trinity College, Dublín. Se
interesa en la historia transnacional de la Primera Guerra Mundial y en
la historia social y cultural de la Francia del siglo XX. Su libro más
reciente (con Alan Kramer), German Atrocities, 1914. A History of
Denial, 2001 (Premio Fraenkel del Instituto de Historia
Contemporánea, Londres).
Email: jhorne@tcd.ie.

Si “la guerra es un acto de fuerza, en el cual no hay límite lógico”, según la célebre
definición de Clausewitz, está hecha de violencia y potencialmente de violencias “extremas”.
Pero cuando la violencia es constitutiva, ¿qué sentido puede darse a la noción de carácter
extremo? Una definición abstracta, incluso cuantitativa, es posible. Se podría comparar las
escalas y las modalidades de la violencia a fin de establecer lo que parece “extremo” en casos
precisos. O se podría decidir, como punto de partida, que tal tipo de violencia es “extrema” y
buscar sus manifestaciones en contextos históricos diferentes. Sin embargo, el riesgo de
subjetivismo es evidente, puesto que el calificativo “extremo” supone una “normalidad” cuya
medida sería la nuestra.

Paradójicamente, una medida abiertamente relativa, es decir, la actitud de los


contemporáneos en relación con la violencia, podría darnos una medida más neutra. En
principio, nos permite auscultar las normas y captar los momentos en que estas normas son
sobrepasadas y se alcanzan nuevos umbrales de violencia. Se trata de reconstituir los valores,
códigos jurídicos, ideologías, imaginarios, y pasiones, en suma, todos esos elementos que
componen una subjetividad histórica. Términos como “matanzas”, “atrocidades”,
“represalias”, “solución final”, “crímenes de guerra”, “genocidio” son otros tantos signos
codificadores de esta subjetividad, cuyo estudio podría establecer los baremos de una
violencia en mutación constante.

Mi finalidad aquí, al tratar de servirme de un enfoque que es el de la historia cultural, es


esbozar algunas pistas de análisis no de toda la gama de violencia bélica, sino de aquélla
dirigida contra los civiles desde el siglo XVIII, especialmente cuando transpone los umbrales
habituales. La tarea no es fácil, y me dedico a ella con toda la reticencia del historiador a
generalizar en términos de modelos. Sin embargo, el interés de un diálogo interdisciplinario
sobre el tema de la violencia vale los riesgos que se corren.

Desde el siglo XVIII, al menos tres grandes tendencias influyen sobre la relación entre
soldados y civiles. Está primeramente, y sobre todo, la politización de la guerra; luego, el
impacto de la industrialización y del “progreso” tecnológico sobre las formas de la guerra, y
por último, una dinámica compleja a escala mundial, de oposición y de imitación entre las
zonas militarmente más avanzadas y las zonas más rezagadas, una suerte de contrapunto
sombrío al juego del “desarrollo” económico y político.
Si la guerra ha tenido siempre su dimensión política, ésta asume una nueva forma en el siglo
XVIII, la de la modernidad occidental secular, de acuerdo con un doble imperativo de
normalizar la violencia de guerra (tratando de codificarla jurídicamente) y de precisar la
índole y la identidad del enemigo. Por una parte, los pensadores de las Luces trataron de
sustraer a los civiles (como los soldados prisioneros) a la violencia de la guerra otorgándoles
un estatuto protegido de no combatiente en la guerra imaginada como un asunto entre
Estados. Fue especialmente el argumento de Vattel en una obra cuyo título expresa hasta
nuestros días el tema de la realización de la guerra según ciertas normas en relación con los
civiles, Le Droit des gens, ou principes de la loi naturelle, appliquée à la conduite et aux
affaires des nations et des souverains (1758) (Best, 1980: 36). Por otra parte, y en
contradicción directa con este primer imperativo, la doctrina de la soberanía popular, en la
época de la Revolución Francesa, enrola al ciudadano en la guerra conforme a modalidades
sin precedente. Así pues, el civil es situado al mismo tiempo fuera de la guerra y en el centro
de ésta, según una ambigüedad que no deja de estar presente en los conflictos modernos.

Paralelamente, la Revolución Industrial no tarda en pesar sobre la práctica de la guerra. Exige


una movilización económica intensa a fin de aplicar la tecnología moderna a la guerra, al
mismo tiempo que transforma la envergadura de la violencia que puede dirigirse contra las
poblaciones civiles. Por último, la inversión de las relaciones ya operada por la “revolución
militar” del siglo XVI al siglo XVIII en favor de los europeos y contra Asia y Africa es
coronada en el siglo XIX por un desequilibrio tal que poblaciones enteras se encuentran
sometidas a la potencia industrializada occidental. El resultado, a la larga, es una
interiorización y una reacción contra el Occidente de las normas y las tecnologías de la
guerra moderna por parte del Japón, cuando la Segunda Guerra Mundial, y de las luchas
anticoloniales a partir de 1945. Cada una de estas tres grandes tendencias es generadora de
momentos en que las normas de fuerza y de violencia en materia de relaciones entre soldados
y civiles son rebasadas, momentos en que la violencia puede ser denominada “extrema” a
causa de haber sobrepasado las sensibilidades contemporáneas.

La politización de la guerra es un proceso proteiforme. Un primer aspecto, por lo que atañe a


los civiles, gira en torno de lo que podría denominarse la lógica del “levantamiento en masa”.
La Revolución Francesa transforma la guerra según los nuevos criterios de la participación
de masas en la política. Crea no solamente (a través del principio del servicio militar
universal) la posibilidad de contar con ejércitos más numerosos, sino también con soldados
diferentes, soldados-ciudadanos. Ciertamente, en 1793 esta transformación es tanto mito
como realidad, una cuestión sobre todo de potencialidad. Pero la lógica del levantamiento en
masa se descubre durante el siglo y medio siguiente y se aplica, cuando las guerras
mundiales, a todas las potencias (Paret, 1992, Moran y Waldron, 2002).

El “levantamiento en masa” es un legado doble. El primer aspecto consiste en la voluntad del


Estado de movilizar los recursos no sólo militares, sino también económicos e ideológicos
(en 1793 las mujeres y los niños son llamados a fabricar armas, los viejos a denunciar los
tiranos). Los países que no han tenido la experiencia de la Revolución Francesa, o que deben
movilizarse contra ella o contra su legado, como Prusia bajo la ocupación napoleónica, deben
inventar mitos compensatorios para llegar a fines análogos. Esta necesidad de legitimar la
guerra es inherente a los regímenes políticos todo a lo largo de los siglos XIX y XX.
Ludendorff, por ejemplo, critica retrospectivamente el déficit político de la movilización
alemana en 1914-1918 con respecto a la de las democracias, y confía al nazismo el cuidado
de compensar este fallo en una guerra futura (Ludendorff, 1920, 1936).
Con todo, si la movilización aspira a abarcar a toda la población, supone la misma voluntad
de parte del enemigo, cuya sociedad entera, por consiguiente, se transforma en un blanco de
guerra posible. Potencialmente, al menos, cada elemento del país enemigo es hostil porque
constituye una parte de la movilización política y cultural de aquél. Esta dinámica explica la
violencia de las representaciones que, con una insistencia creciente, acompaña las guerras
europeas entre 1870 y 1945. En el caso de la Primera Guerra Mundial, por ejemplo, un
lenguaje de hostilidad total aflora en los países beligerantes transformando al enemigo en el
“bárbaro” maniqueo que necesita un compromiso total en la guerra para defender la
existencia de la nación. El enemigo es deshumanizado, capaz de atrocidades de todo tipo, y
muy pronto, pues, es considerado culpable de atrocidades aparentemente reconocidas contra
las cuales se consideran justificadas las represalias, e incluso las medidas preventivas. En
este caso, el autor de las atrocidades puede muy bien ser imaginado como un civil. Es
precisamente lo que ocurre cuando la invasión de Francia y de Bélgica, con los ejércitos
alemanes, que debido a una sicosis colectiva se imaginan encontrarse frente a un
levantamiento de la población civil, una guerra de “francotiradores” (Horne y Kramer, 2001).

Radicalizadas por los conflictos ideológicos surgidos de la Gran Guerra, las “culturas de
guerra” de la Segunda Guerra Mundial llevan a su término lógico esta visión de la voluntad
política del enemigo como un elemento primordial de su resistencia. El ciclo de violencia que
va de 1914 a 1945 está marcado así no sólo por campañas de propaganda de una violencia
nunca vista, sino también por la designación de los recursos morales, sicológicos y políticos
del enemigo como blancos militares, hasta el punto de borrar la distinción entre soldados y
civiles.

Tomemos dos ejemplos de índole diferente. A partir de 1915, a través de ataques de


dirigibles o de bombarderos contra las ciudades, se sentía la potencialidad de la guerra aérea
como un arma estratégica que podía llevar la lucha directamente a las poblaciones enemigas.
Teóricamente, la guerra de sitio podía extenderse a un país entero. El imaginario popular
entre las dos guerras, perseguido por esta perspectiva, preveía una intensificación de la
violencia contra los civiles en un conflicto futuro. De hecho, pasar de blancos militares, e
incluso económicos, a un ataque frontal contra la población representaba un gran paso para
una campaña aérea. Los británicos lo dieron a partir de 1941, pero ello no ocurrió sin
reservas ni críticas, que acompañaron el bombardeo de las ciudades alemanas hasta 1945, y
retrospectivamente más allá. Sin embargo, el Bomber Command (y Churchill) cedieron a una
lógica que tomó la moral de los civiles por un blanco legítimo (Kennett, 1991: 41-62;
Hastings, 1993:107-122). En la retórica del régimen nazi, las normas de guerra fueron
sobrepasadas y la destrucción de las ciudades alemanas equivale a una guerra “terrorista”.

En un marco político y militar completamente distinto, el de la invasión de la URSS por la


Alemania nazi, una visión a la vez ideológica y deshumanizada del enemigo soviético dictó
la exterminación física de “la intelligentsia judeo-bolchevique” considerada como el
fundamento del régimen y, por consiguiente, de su resistencia militar. Ciertamente, el
antisemitismo del régimen nazi iba mucho más allá de un “subproducto” de su
anticomunismo, constituyendo de modo independiente el fondo de su racismo biológico.
Pero anticomunismo y antisemitismo se conjugaban en la visión nazi del enemigo soviético
para generar una violencia sin precedentes contra la población civil durante la invasión del 22
de junio de 1941. Aquí, la manera de hacer la guerra se funde en la finalidad política de ésta -
un nuevo orden racial- y elimina la distinción entre los cuadros militares y civiles del
enemigo (Burleigh y Wipperman, 1991:99-102; Browning, 1992: 77-85; Browning, 2000:
22-23, 36).
El segundo aspecto del “levantamiento en masa” se sitúa en la perspectiva opuesta, a saber,
una violencia practicada por civiles contra soldados. Porque si la politización de la guerra se
produjo realmente, y no sólo en el imaginario del enemigo, empuja lógicamente, en
situaciones de invasión y de ocupación, a la resistencia por parte de los civiles. De hecho, el
ciudadano que se moviliza para defender su país o su revolución está en el centro del mito y
de la lógica del “levantamiento en masa”. Este voluntarismo ideológico, traducido en la
guerra irregular o en actos de terror contra fuerzas convencionales del enemigo, puede
confundir la frontera entre soldados y civiles tal como la entendían los teóricos de las Luces y
sus herederos, los juristas y los movimientos de paz de los siglos XIX y XX. Las elites
políticas y militares tienen tendencia a negar un estatuto de resistente legítimo a tales
impulsos de violencia, porque perciben allí todo el peligro de la deformación de la guerra por
la política, cuando no por la revolución. Los toman por nada menos que el “terrorismo”,
término empleado en esos casos por la Wehrmacht durante la Segunda Guerra Mundial como
por los ejércitos coloniales y neocoloniales contra los movimientos de “liberación nacional”
posteriores a 1945 (Heer, 1995; Branche, 2001). También en ese caso, el vocabulario traduce
el rebasamiento de las normas contemporáneas.

La tradición militar alemana fue especialmente alérgica a este tipo de combate de civiles,
cuya legitimidad se negaba admitir pese al precedente de la “guerra de liberación” alemana
de 1813. Durante ésta, Federico Guillermo III hizo un llamamiento a la resistencia popular
(una Volkskrieg) contra el Gran Ejército. La unificación de Alemania, emprendida desde
arriba por elites ansiosas de canalizar la participación política de abajo, enmascaraba esta otra
tradición alemana de guerra popular, tradición que, a partir de 1870-1871 y del
“levantamiento en masa” de Gambetta, estuvo indisociablemente ligada a las ideas
democráticas y revolucionarias. De allí el temor que en 1914 produjo la ilusión de una
Volkskrieg en el enemigo y que justificó (a los ojos de los militares alemanes) una represión
severa de la población civil (Horne y Kramer, 2001: 89-174). El mismo reflejo permaneció
arraigado en los comportamientos militares alemanes y desembocó en una reacción similar
(pero sistematizada) contra los movimientos de resistencia durante la Segunda Guerra
Mundial.

Al margen de una tentación efímera de parte de ciertos oficiales durante los años de la
República de Weimar, sólo cuando la lucha armada que libraba la Wehrmacht estuvo perdida
en 1945, Hitler hizo un llamado a la resistencia popular (Moran y Waldron, 2002).

Así, esta politización de la guerra, que resumo someramente por la lógica del “levantamiento
en masa”, se opone a la voluntad demostrada durante el mismo período de distinguir
netamente entre la guerra como asunto de Estado y la violencia interpersonal. El estatuto del
civil (como el del prisionero de guerra) exime al individuo de culpabilidad personal por los
actos bélicos del Estado del cual es súbdito. La jurisprudencia positivista trata de inscribir la
protección del civil, incluido su derecho a participar en ciertas condiciones en un
“levantamiento en masa” espontáneo, en los acuerdos internacionales (Convenios de La
Haya, de Ginebra, etc.) (Best, 1980: 128-285). Sería demasiado fácil descartar estas
tentativas como el irrealismo del derecho frente a la realidad de la guerra. Si restituimos su
contexto, que fue una tentativa de elaboración de una comunidad moral internacional,
contamos con un medio para explorar con cierta precisión los momentos en que las normas
fueron rebasadas por violencias percibidas como “extremas”. Los escrúpulos británicos en
cuanto al “bombardeo de alfombra” de las ciudades alemanas eran de este orden (Watt,
1979). De igual manera, la tentativa de los aliados (incluidos los soviéticos), en reacción
contra las nuevas de los “crímenes nazis”, de reconstituir esta noción de comunidad moral a
través de la redefinición de las normas del comportamiento de los soldados con respecto a los
civiles desembocó en un lenguaje y una jurisprudencia que podían expresar el sentimiento de
que el régimen nazi había transgredido profundamente las sensibilidades contemporáneas.
Los resultados, por supuesto, fueron la invención del término “genocidio” en 1944, los
tribunales de Nuremberg y de Tokio, y la reelaboración amplia de los convenios de Ginebra
en 1949 (Lemkin, 1944; Best, 1980: 288-301).

Cohete alemán V2 expuesto públicamente en la ciudad francesa de Reims en 1945


Tony Vaccaro / AKG Paris

La politización de la guerra explica la violencia contra los civiles mediante otro aspecto, la
movilización política y cultural tendiente a definirse contra minorías nacionales o elementos
extranjeros dentro de la comunidad nacional, en suma, contra el enemigo interior. Si bien es
cierto que la “nación en armas” está profundamente ligada a las identidades nacional e
ideológica creadas en tiempo de paz, las tensiones internas de éstas, su juego de atracción-
repulsión recíproca, proveen los elementos de una movilización no sólo positiva sino también
negativa en tiempo de guerra (Jeissmann, 1992; Horne, 1997).

El enemigo interior se reúne así con el del exterior. A partir de agosto de 1914, se
desencadenó una ola de xenofobia contra el espía imaginado o el invasor oculto, y tuvo su
contraparte en 1939-1940 en la quinta columna, los paracaidistas, etc. (Becker, 1977;
Delporte, 2000). Las minorías, de las cuales se sospechaba que eran agentes o simpatizantes
del enemigo, sufrieron una marginación moral, o aún peor, una exclusión del proceso de
movilización. Estas persecuciones tenían menos posibilidades de ser avaladas por las
democracias liberales, cuyos valores oficiales se oponían a tales cazas de brujas. Incluso aquí
abundan las excepciones. En el caso de Estados más autoritarios que trataban de dominar las
pasiones populares en relación con la guerra, o de aquéllos cuya política apuntaba ya a la
exclusión de elementos internos, la caza del “enemigo interior” se transformó en una suerte
de movilización eliminatoria (Panayi, 1993).

Las matanzas de setiembre de 1792 en un París, capital de la Revolución, donde al miedo de


la invasión se añadió la obsesión de un complot “contrarrevolucionario”, son un
acontecimiento generador en la elaboración del enemigo interior en su forma moderna. Las
violencias más extremas con respecto a los civiles durante la Primera Guerra Mundial fueron
de este tipo. Las deportaciones forzadas y los pogromos desencadenados por el ejército ruso
en retirada en 1915 afectaron a las poblaciones fronterizas, muchos integrantes de las cuales
fueron súbditos rusos (Von Hagen, 1998). Es todavía más claro por lo que atañe al
“genocidio” (el término, por supuesto, aún no ha sido inventado) practicado el mismo año
por el Estado otomano contra la minoría armenia que compartió con su adversario ruso, y que
se encontró excluida por los criterios laicizados e historicizados del nacionalismo de los
“Jóvenes Turcos”. Se imaginó que los armenios eran capaces, o ya autores, de los peores
crímenes contra la nación en guerra (Ternon, 1996: 222-232). En Alemania, en 1916, el
censo de los judíos en el ejército, acusados por los medios nacionalistas de ser
“emboscados”, contribuyó a una demonología del enemigo interior cuyo elemento principal
pasó a ser el antisemitismo. Fue heredada por la extrema derecha de Weimar a través de la
Dolchstosslegende.

Durante la Segunda Guerra Mundial, esta movilización contra el enemigo interior, ya


radicalizada en tiempo de paz por los regímenes nazi y estaliniano, desempeñó un papel
esencial y mortífero en las dinámicas de guerra soviética y alemana. En el primer caso, las
deportaciones de elementos sociales y sobre todo nacionales de las regiones fronterizas de
la URSS se reanudaron a partir de 1939-1941 a una escala aún impensable en 1915. Por lo
que atañe a Alemania, la política racial, que fue la fuerza motriz del régimen nazi, ambicionó
por definición (según modalidades que quedaron por precisar) la eliminación de elementos
interiores considerados nocivos, hostiles o incompatibles en relación con la “comunidad
racial”. Una manera entre otras de tratar de comprender el genocidio de los judíos sería
analizarlo como una doble lógica de diabolización -del enemigo interior y del enemigo
exterior- que convergió, gracias a la guerra, hacia un mismo espacio y hacia una misma
solución.

La industrialización de la guerra tuvo secuelas tan complejas como las de la politización de la


guerra para la suerte de los civiles. Ya me he referido a la consecuencia de un aumento tal de
la potencia de fuego, y un desarrollo tal de sus medios de impulsión, que toda una población
civil se encontró expuesta al terror, terror cuya apoteosis llegó bajo la forma de la guerra
nuclear congelada después de las demostraciones espectaculares de 1945. Con todo, querría
subrayar otra dimensión económica que parecía a los contemporáneos pasar también un
umbral de violencia contra los civiles, la de la explotación de las poblaciones vencidas
mediante una gama de medidas que iban del trabajo forzado al universo del campo de
concentración. Este proceso está ligado al imperativo (y a la imposibilidad) de movilizar la
economía nacional para una guerra total. Por una parte, hay una contradicción directa entre
las demandas económicas y militares de una misma mano de obra masculina. Por la otra, la
dirección militarizada del trabajo puede alienar a una clase obrera cuyo apoyo sigue siendo
vital en la óptica de una movilización consensual, ya sea en régimen democrático o
autoritario. El programa Hindenburg de 1916-1917 indicó (por su efecto imprevisto de
refuerzo del poder obrero) los límites de la militarización del trabajo nacional, límites de los
cuales Hitler fue plenamente consciente 25 años más tarde. Las ocupaciones de territorios, en
cambio, ofrecían un terreno de explotación de la mano de obra sin las limitaciones del marco
nacional (Herbert, 1986).

Así, las tentativas de deportación a Alemania de trabajadores belgas y polacos en octubre de


1916 estuvieron directamente vinculadas al programa Hindenburg. Ya la función económica
se mezcló al aspecto coercitivo (terror, castigo, represalias); el todo estuvo inhibido, empero,
por el efecto de la opinión internacional (una suerte de esfera pública internacional, a la cual
todas las potencias en 1914-1918 asignaban cierta importancia), lo que obligó al gobierno
alemán a renunciar a las deportaciones.

Ninguna limitación comparable cuando la Segunda Guerra Mundial. La Alemania nazi se


encontró con las manos libres para practicar en los países ocupados una economía de saqueo.
Esta política se combinó con los objetivos raciales del régimen para explotar la mano de obra
conquistada según una gama de medidas que llegaron hasta la exterminación por el trabajo.
Evidentemente, en el caso soviético, el trabajo militarizado (incluido el gulag) fue un
producto de los años de paz. Con todo, sus raíces han de buscarse en parte en el “comunismo
de guerra” de 1918-1920, y se adaptó perfectamente a las necesidades tanto coercitivas como
económicas del régimen en la Segunda Guerra Mundial. La relación entre guerra y
expropiación autoritaria del valor trabajo se revela así como una fuente nueva de violencia
contra los civiles, al menos en relación con las guerras europeas desde la Edad Media.

Concluiré señalando algunas implicaciones de la politización y de la industrialización de la


guerra para las relaciones de Europa con Africa y Asia. Es evidente que el extremo
desequilibrio militar entre colonizadores y pueblos colonizados en los siglos XIX y XX se
expresó por una brutalidad militar con respecto tanto a los civiles como a los guerreros, que,
al socaire de las ideologías racistas, no tenía casi equivalente en la propia Europa antes de
1914. La campaña de exterminación del ejército colonial alemán contra los Hereros del
Africa sudoriental en 1904-1907 sólo fue un ejemplo particularmente brutal.

La inversión de esta relación comenzó con la Primera Guerra Mundial y se confirmó a partir
de 1945. A través de un aprendizaje de la guerra industrializada y su politización sobre los
modelos adaptados de Occidente, sociedades coloniales y neocoloniales se inscribieron en el
centro del ciclo de una violencia más difusa, que durante medio siglo sucedió a la
conflagración del segundo conflicto mundial. No es sorprendente encontrar allí, como eco y
con más detalle, violencias análogas a las ejercidas en Europa durante la primera mitad del
siglo. La lógica del “levantamiento en masa” en sus dos variantes se arraigó. La movilización
voluntaria de los movimientos anticoloniales mediante una resistencia civil o en una guerrilla
se inscribía en las tradiciones europeas, y apelaba a una violencia hacia la población civil de
parte del aparato militar colonial que en ciertos aspectos recordaba la de la Wehrmacht
durante la Segunda Guerra Mundial, ironía que no escapó a una parte de la opinión francesa
cuando la guerra de Argelia.

Al mismo tiempo, el “levantamiento en masa” como voluntad de movilización de todos los


recursos para una guerra convencional fue la aspiración de varios movimientos
anticoloniales, y a menudo la condición de su éxito, por ejemplo en Vietnam. Lo que suscitó
a su vez, en este caso preciso, una reacción estadounidense que, si no apuntó a la población
civil en su totalidad, se asignó al menos una definición muy amplia de los blancos militares.
En la campaña de bombardeos resultante, los aviones estadounidenses lanzaron más bombas
contra Vietnam del Norte que contra el Japón en 1944-1945, y en 1967 mataron 2.800
habitantes por mes (Moran, 2001: 188-189).

Ciertamente, en relación con todo eso se podría objetar que sólo las apariencias cambian, y
que la índole esencial de la violencia contra los civiles en tiempo de guerra, se trate de
matanzas o de esclavitud, se caracteriza más bien por la continuidad a través de la historia.
Cierta “larga duración” en este ámbito no deja lugar a dudas, si se adopta una perspectiva
suficientemente general. Con todo, las transformaciones asociadas a la modernidad
occidental -la división del trabajo, la soberanía popular- cambian no sólo los vocabularios de
la violencia sino asimismo la capacidad de los regímenes en guerra de dirigirla
sistemáticamente contra toda una población, capacidad que escapa a otras sociedades y
períodos anteriores. Al mismo tiempo, una normalización jurídica y moral de la conducción
de la guerra que rechaza estos mismos tipos de violencias crea el sentimiento contemporáneo
de transgresión, que es quizás la única medida históricamente segura de lo que son las
“violencias extremas”.

Traducido del francés

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Violencias extremas de los combates y rechazo de la realidad

Stéphane Audoin-Rouzeau

Nota biográfica

Stéphane Audoin-Rouzeau es catedrático de historia contemporánea en


la universidad de Amiens y codirector del Centro de Investigaciones
del Historial de la Gran Guerra (Péronne-Somme). Sus trabajos versan
esencialmente sobre el primer conflicto mundial y sobre la
antropología histórica de la violencia en el campo de batalla en los
siglos XIX y XX. Sobre la violencia de la guerra ha publicado en
particular: 14-18. Les combattants des tranchées, París, A. Colin,
1986. L’enfant de l’ennemi, 1914-1918. Viol, avortement, infanticide
pendant la Grande Guerre, París, Aubier, 1995. En colaboración con
Annette Becker: 14-18. Retrouver la Guerre, París, Gallimard, 2000.
Email: Stephane.audoin-rouzeau@wanadoo.fr

Para tratar de presentar este tema –quizá partiendo de demasiado atrás–, evocaremos la
elección radical hecha en Nueva York en 1995 por el fotógrafo Alfredo Jaar, en una
exposición de sus fotografías sobre el genocidio rwandés: las fotos simplemente no estaban
visibles porque el artista las había metido en cajas negras absolutamente opacas. Lo único
que podían ver los visitantes eran los pies de las fotografías.

¿No podía compararse esta actitud con la de muchos de los especialistas científicos? James
Lucas, en una obra que se remonta a finales de los años setenta y que trata de la guerra al
Este entre 1941 y 1945, escribió en la introducción esta frase reveladora: “Esta animosidad
mutua [entre soviéticos y alemanes] produjo a ambos lados actos tan atroces que los he
excluido deliberadamente” (James Lucas, 1979). El “olvido” voluntario de la violencia de
los combates por el autor tiene en este caso por lo menos el mérito de constituir una elección
perfectamente consciente, lo que les sucede raramente a la mayoría de los especialistas de la
guerra pertenecientes al campo de las ciencias sociales. Los historiadores, que son los que
mejor conoce el autor de estas líneas, se sentirán particularmente aludidos.

Se comprenderá que, voluntaria o no, consciente o inconsciente, esta elección de negarse a


ver la realidad, que entraña el rechazo de analizar, no es la nuestra: quisiéramos, al contrario,
tratar de mostrar hasta qué punto una antropología histórica del combate sigue siendo
necesaria. Al acordar una importancia particular, en el marco de este artículo, al occidente y
a la época contemporánea, quisiéramos defender un proyecto de descubrimiento y análisis de
la violencia extrema: la violencia de los combates y de los combatientes, a la vez víctimas y
protagonistas de esta violencia. La elección de este objeto de estudio exige sin duda, en la
fecha en que se escriben estar líneas, que se demuestre previamente su legitimidad.

Mientras que la historiografía anglosajona parece poco preocupada por el tema de la


violencia del combate (piénsese en particular en los trabajos precursores de John Keegan
(1993), de Victor-Davis Hanson (1990), de Paul Fussell (1992) e incluso en los de d’Omer
Bartov (1999), la historiografía francesa presenta el caso inverso de una violencia del
combate que ha perdido su carácter real. La constatación, es cierto, es sobre todo aplicable al
período contemporáneo (Chaline, 1999) y la paradoja es tanto más sorprendente cuanto que
los siglos XIX y XX se han caracterizado, precisamente, por la aparición de una violencia de
los combates sin precedentes. La consecuencia de esa prevención –que parece
circunscribirse en este caso a la denegación– es simple: seguimos muy ampliamente
privados de conocimientos mínimos sobre este aspecto concreto de la actividad guerrera tal
como se ha desplegado en las sociedades occidentales durante los dos últimos siglos.

¿Por qué? En realidad, es como si el desplazamiento del extremo de la violencia de la guerra


hacia las poblaciones desarmadas (civiles, prisioneros) –fenómeno característico de la
segunda guerra mundial y de los conflictos de la segunda mitad del siglo XX– hubiera
arrastrado consigo a la propia historiografía. En efecto, con el conflicto de 1939-1945 el
fenómeno de la totalización de la guerra –ya perceptible durante la Gran Guerra– vino a
invertir la relación entre las pérdidas en el campo de batalla y las pérdidas infligidas a las
poblaciones desarmadas, mientras que esa misma relación era aún masivamente favorable a
las segundas en 1914-1918. Es conocida la función desempeñada por el sistema nazi de los
campos de concentración y el exterminio de las comunidades judías en ese proceso. La
reacción historiográfica refleja la violencia ejercida contra poblaciones civiles indefensas se
impuso casi absolutamente a raíz de este inmenso cambio.

No se trata en modo alguno de negar aquí el fundamento del estudio de la violencia extrema
infligida a las poblaciones desarmadas por las poblaciones en armas que ha producido tantos
trabajos a la vez necesarios y excelentes. Mas cabe interrogarse sobre el aspecto separado de
toda actitud relativa a la guerra y que excluiría de su ámbito de preocupaciones la violencia
de los hombres armados entre ellos. ¿Constituiría la violencia del combate una especie de
invariante de la actividad guerrera, invariante que sería posible no desvelar, describir y
analizar? ¿Sería en cierto modo un dato fáctico frente al cual el especialista en ciencias
sociales, y el historiador en particular, simplemente no tendría nada que decir y podría, en
consecuencia, no intervenir? No lo creemos y hay que lamentar que la historiografía del
combate se haya dejado en gran parte abandonada, y desde hace mucho tiempo, a
historiadores llamados “militares”, de nivel a menudo mediocre; es curioso que estos últimos,
pese a ser ellos mismos militares y conocedores de las armas y a veces de la guerra, han
contribuido algunas veces más que los historiadores “civiles” a esterilizar la historiografía del
combate. ¿No es sorprendente, a este respecto, comprobar hasta qué punto se recuerdan poco
las grandes lecciones de Marc Bloch, por ejemplo? Este último fue un prodigioso historiador
del combate, durante la primera guerra mundial y de nuevo en el conflicto siguiente. Pero
curiosamente su obra no se ha leído nunca desde este punto de vista; L’Etrange défaite, en
particular, suele ser objeto de una lectura que presta poca atención a la comparación entre las
dos experiencias de violencia vividas por el historiador (1990, 1997).

Nos encontramos así ante un auténtico rechazo de la realidad de tipo historiográfico, en


modo alguno asumido de manera reflexiva, y este es el problema. Un juicio muy duro de
Alain Corbin sobre el “rechazo de los paroxismos” (Corbin, 1991) en la disciplina histórica
se aplica perfectamente al paroxismo guerrero y, para ser más exacto, al paroxismo del
combate en el marco del fenómeno guerrero.

¿Debe ser este rechazo objeto de un análisis en sí? Se podría sugerir que a menudo va
pegado a una sospecha que se siente con respecto al que trata de abordar estos temas.
Parecería que se siente temor por la fascinación que estos últimos podrían ejercer sobre el
investigador, las dificultades para distanciar el objeto o los obstáculos que se oponen a las
exigencias de la neutralidad científica. Se insiste en la contradicción siempre posible entre
los objetivos de la investigación y las preocupaciones éticas que se supone subyacentes. ¿No
es, por lo menos disimuladamente, el peligro del voyeurismo del que parece desconfiarse, el
disfrute siempre posible frente a un espectáculo de violencia y su erotización? ¿Se situaría el
estudio de la violencia del combate al lado del exhibicionismo, de la obscenidad o incluso de
la perversidad siempre temible por parte del que la revela, de palabra o por escrito? En cuyo
caso, el negarse a ver se apoyaría en una postura implícitamente moralizadora. Esta última
podría indudablemente defenderse, pero a condición de que sus premisas estén claramente
explicitadas.

Sin embargo, no parece que la sospecha de voyeurismo o de exhibicionismo mancille otras


modalidades de enfoque, estas no históricas, del tema que nos ocupa.

Cabe citar a este respecto la arqueología del campo de batalla con respecto a la época
contemporánea, en particular la arqueología funeraria del primer conflicto mundial que
servirá aquí de ejemplo. Las primeras excavaciones de que se dispone (es cierto que poco
numerosas porque la disciplina está todavía en mantillas) (14-18 Aujourd’hui, 1999)
muestran espectáculos atroces en lo que concierne a los daños causados a los cuerpos de los
combatientes. Los efectos del combate moderno, en particular, se detectan perfectamente en
los esqueletos –o partes de esqueletos– que ponen al descubierto las excavaciones
arqueológicas. Ahora bien, esas excavaciones se perciben más bien como homenajes
rendidos a las víctimas de la violencia del combate moderno: esta dimensión de homenaje
fue muy evidente en 1991, en el momento de la exhumación de la tumba del escritor Alain-
Fournier y de sus camaradas muertos en septiembre de 1914 en la Meuse, Si esa excavación
ha sido objeto de muchas críticas en los círculos especializados, ninguna de ellas se ha
fundado, que nosotros sepamos, en una sospecha de voyeurismo vinculada a la revelación de
la matanza y de sus procedimientos gracias a las técnicas arqueológicas.

Análogamente, no parece tampoco que el enfoque psiquiátrico de las violencias del campo de
batalla –enfoque cuyos instrumentos son sin duda indispensables para el historiador
preocupado por el mismo objeto de estudio– tenga necesidad de defender su legitimidad
científica: esta parece suficientemente fundada, sin duda alguna, por las exigencias
terapéuticas de la asunción de los traumas y de las consecuencias postraumáticas vinculadas
al combate.

Por último, y a beneficio de inventario, no parece que la antropología, cuando se enfrenta a


los problemas que aquí evocamos, tenga tanto que justificarse en el plano ético. Estaría ese
privilegio vinculado a la legitimidad, antigua y sólidamente anclada, de la “observación
participante”? ¿o bien, más profundamente, a la alteridad de las sociedades estudiadas, que se
pretende protegen al investigador de los efectos recíprocos suscitados por el objeto
examinado? Quizás es a esta última pista a la que conduce esta hermosísima respuesta de
Claude Lévi-Strauss en una entrevista concedida en 1959:

“(...) Cuando trato de aplicar al análisis de mi propia sociedad lo que sé de otras sociedades,
que estudio con infinita simpatía y casi con ternura, me sorprenden ciertas contradicciones;
ciertas decisiones o determinadas formas de acción, cuando soy el testigo de ellas en mi
propia sociedad, me indignan o me escandalizan, mientras que si observo otras análogas, o
relativamente cercanas, en las sociedades llamadas “primitivas”, no se produce en mí ningún
esbozo de juicios de valor. Trato de comprender por qué las cosas son así y arranco del
mismo postulado de que, puesto que esas formas de acción y esas actitudes existen, debe
haber una razón que las explique” (Charbonnier, 1961)
¿Estarían pues vinculadas las reticencias frente a la revelación de la violencia en el combate
en el seno de las sociedades occidentales al hecho de que la violencia extrema es ejercida en
cierto modo por y se aplica a nosotros mismos, y de que somos pues nosotros mismos los que
estamos en juego, aunque sea indirectamente? Esta es una pista posible, aunque este efecto
de proximidad no lo explique sin duda todo. En una obra reciente sobre la guerra durante la
prehistoria (Guilaine, Zammit, 2001), obra que se sitúa en el centro de esta última disciplina
y de la antropología, los autores demuestran de forma convincente que, desde el segundo
conflicto mundial y en parte a causa de él, la mayor parte de los especialistas en la prehistoria
han tratado de negar, o por lo menos de minimizar, la violencia de la guerra en las sociedades
prehistóricas. A menos que, ante la prueba de fuentes arqueológicas cada vez más
convincentes, hayan procurado “aislar” esta violencia de los enfrentamientos en los períodos
más recientes (neolítico y protohistórico), para mejor eximir a los períodos más remotos y
menos conocidos (paleolítico). En adelante, al contrario, la disciplina parece restituir
plenamente su sitio a esta violencia guerrera. Y es sumamente perturbador para los
historiadores contemporáneos que los conflictos de los años noventa parecen haber influido
mucho en ese redescubrimiento: “Después de un largo período de paz, escriben los dos
expertos en prehistoria, Europa restablece su relación con la guerra: Serbia, Chechenia,
Kosovo. Al mismo tiempo, la violencia, fruto de disparidades económicas y de
marginaciones sociales, se apodera de nuestras ciudades y, a veces también, de nuestras
zonas rurales. ¿Es este el motivo por el que, paralelamente, los especialistas en prehistoria
descubren, o redescubren, las tensiones y la guerra?” (Guilaine, Zammit, 2001). Es cierto
que simultáneamente los autores consideran que tienen el deber, en fin de cuentas, de
excusarse de haber hecho tanto hincapié en la violencia guerrera durante la prehistoria:
“Precisamente porque estamos, como autores, convencidos del grado de desarrollo cultural
de esas sociedades por lo que tenemos el deber de no ocultar ningún aspecto. (...) Reconocer
que la violencia puede formar parte de la condición del hombre prehistórico no entraña
ningún sentimiento de “barbarie” con respecto a él” (Guilaine, Zammit, 2001)

Esta interdicción que afecta a la violencia del combate, si aflige muy particularmente a los
expertos en historia contemporánea que afrontan la tarea de relatar e interpretar esta violencia
específica, se acerca mucho, a mi juicio, a las dificultades muy comparables con que parecen
haber tropezado tantos reporteros de guerra frente a la descripción gráfica del espectáculo de
la violencia.

Marc Riboud, reportero en Viet Nam entre 1965 y 1975, escribió a este respecto frases
reveladoras: “Sí, yo he estado en la guerra, he visto y fotografiado la guerra, pero a menudo,
ante la violencia, la sangre y la muerte, he cerrado los ojos y bajado mi cámara”. (Catálogo
de la exposición Voir, ne pas voir la guerre, 2001) Marie-Laure de Decker, que “cubrió” el
Chad y luego Viet Nam en los años setenta, y Bosnia por último en los años noventa, escribió
a su vez: “Hay cosas que no puedo fotografiar: las personas muertas o despedazadas, la
sangre y las personas desnudas... no tengo ganas de hacerlo Tampoco de recordar cosas
horribles (...). No quiero tampoco ganar dinero con lo abyecto (...). Todos los asesinatos son
iguales, por eso no los fotografío. No puedo participar en ese comercio”. (Catálogo de la
exposición Voir, ne pas voir la guerre, 2001). Christine Spengler, que estuvo en Viet Nam a
partir de 1973 y luego en Camboya, El Salvador, Libia y el Irán, escribió por su parte:
“Rechazo el sensacionalismo, no fotografío nunca cadáveres ni cuerpos mutilados, una mujer
no lo hace”. (Catálogo de la exposición Voir, ne pas voir la guerre, 2001)
Sin embargo, es particularmente interesante, para un occidental, confrontarse a una sociedad
cuyas opciones en materia de difusión de imágenes de combate se inscriben a contrapelo de
esta autocontención reivindicada por los reporteros de guerra que se acaban de citar. En el
caso del Irán en guerra contra el Iraq entre 1980 y 1988 se asiste a una exposición
particularmente espectacular de los daños corporales sufridos por los combatientes iraníes,
daños corporales que se siguen exponiendo ampliamente todavía hoy gracias a las fotografías
de guerra de gran tamaño de los “museos de mártires”, y gracias también a las películas
filmadas en los campos de batalla y proyectadas a los visitantes, como se hace en el museo de
Khorramchahr. Las heridas, los desmembramientos y el derramamiento abundante de sangre
en particular se muestran con insistencia porque se considera que son el signo mismo de la
elección divina en el círculo de los jóvenes voluntarios de guerra (los Bassidji) que
constituyeron los combatientes más eficaces del ejército iraní a lo largo del conflicto contra
el Iraq. (Khosrokhavar, 1995 y 1997; Butel, 2001)

A la inversa, los tres extractos de reporteros de guerra occidentales que hemos citado,
particularmente reveladores, requieren dos comentarios. El primero se refiere a la dimensión
sexuada del rechazo de fotografiar la matanza (“una mujer no lo hace”), que parece remitir a
la “ideología de la sangre” tal como la analizan Françoise Héritier (1996, a, b) o Alain Testart
(1986) y que prohíbe a las mujeres, en todas las sociedades humanas, el empleo de armas y el
ataque a la barrera anatómica (la del animal perseguido en la caza y la de los seres humanos
en la guerra). De donde se deriva, por extensión, el sentimiento de prohibición que afecta a
la fotografía de ese mismo ataque que abre los cuerpos y hace correr la sangre. En cuanto a
la alusión que hace Marie-Laure de Decker a la desnudez, nos remite al problema de la
obscenidad de todo espectáculo de violencia extrema, y más exactamente a su etimología:
obscenus, en latín, significa “de mal agüero”.

¿No acusa radicalmente la revelación y el estudio de la violencia del combate –como de toda
violencia extrema más en general– al que la mira, como investigador, como espectador o
como lector? La violencia produce en efecto espanto, constituye una efracción. Y en primer
lugar, a nuestro juicio, porque al revelar nuestras estructuras psíquicas profundas trastorna
por completo nuestra visión de nosotros mismos. Pone de relieve, por ejemplo, los vínculos
muy estrechos que existen entre la caza y la guerra –con inclusión de los conflictos más
modernos en los que participan las sociedades occidentales– y, a consecuencia de esta
proximidad, destaca la capacidad humana de animalizar al enemigo en tiempo de guerra,
sobre todo en el momento del combate. Revela por último la enorme permeabilidad que
existe entre violencias extremas y prácticas de crueldad, cuando la violencia supera su propio
objeto para convertirse en fuente de placer para el verdugo (Nahoum Grappe, 1996)

En efecto, ¿no presupone nuestra representación habitual, espontánea, de la actividad


guerrera un inmenso foso entre ésta y nuestras actividades de tiempo de paz? Sin embargo,
un análisis algo más a fondo de la violencia del combate demuestra más bien lo inverso, es
decir, la facilidad de pasar de los hábitos del tiempo de paz a la puesta en práctica de la
violencia extrema en tiempo de guerra. El fenómeno, hoy perfectamente documentado por
expertos, de las “atrocidades” cometidas por los ejércitos de invasión en el verano de 1914
(atrocidades contra los civiles, pero también atrocidades cometidas entre combatientes, en
particular con los heridos y los prisioneros) (Horne, Kramer, 2001), pone de relieve que
prácticas de violencia extrema y prácticas de crueldad no se han manifestado de manera
progresiva, paralelamente a la radicalización del conflicto y a su totalización, sino desde los
primeros días del enfrentamiento, y casi sin tránsito entre tiempo de paz y tiempo de guerra:
excelente ejemplo de la estrechez del foso, cuando en general nos inclinamos a ver un
abismo. Este error de perspectiva es precisamente lo que nos impide comprender la
posibilidad del paso a la violencia extrema y que nos oculta sin duda grandes aspectos de esta
violencia misma. En el fondo, ¿no somos simplemente nosotros mismos los que nos
negamos a vernos en nuestra capacidad para la extrema violencia con la negativa de hablar
de la violencia bélica y de la sospecha que acompaña a ese objeto de estudio? Esta
interrogación nos remite a la aterradora pregunta final que hace Christopher Browning en sus
Hommes ordinaires: “Entonces, si los hombres del batallón 101 de reserva de la policía se
han podido convertir en asesinos, ¿qué grupo humano no podría?” (Browning, 1994)

Niños soldados en Monrovia, Liberia, abril de 1996.


Christophe Simon / AFP

Así pues, estaría quizá justificado plantear la cuestión de la legitimidad de nuestro objeto de
estudio en términos invertidos, no formulando la pregunta “¿en nombre de que se debe
estudiar la violencia extrema del combate?” sino más bien “¿por qué, en nombre de qué
negarse a estudiar esta dimensión específica de las violencias extremas?”. Porque en fin de
cuentas, hay que tomar conciencia de las consecuencias de ese rechazo que se concreta hoy
en una penuria historiográfica destinada a superarse sólo poco a poco.

Este negarse a ver conduce en primer lugar a impedir toda fenomenología de las prácticas
utilizadas en la violencia guerrera. Prohíbe utilizar ésta como un “lenguaje” capaz de
mostrar los sistemas de representación de los autores de la violencia. En otras palabras, la
revelación de las motivaciones profundas de los protagonistas, que un modernista como
Denis Crouzet ha llevado a cabo brillantemente en lo que respecta a las guerras de religión
del siglo XVI al analizar en sus menores detalles los gestos de violencia y de crueldad de los
protagonistas (Crouzet, 1990), suele estar prohibida en general en el caso de los conflictos
guerreros contemporáneos, en los que la violencia extrema ha adquirido precisamente nuevas
proporciones. En resumen, ¿se puede seguir optando por la opacidad mantenida, es decir,
por la ininteligibilidad?
A este primer inconveniente del negarse a ver se añade un segundo: nadie presta
generalmente atención al hecho de que las violencias contra las poblaciones desarmadas –las
poblaciones civiles indefensas, víctimas de los que poseen el monopolio de la fuerza gracias
a la tenencia de armas– no pueden comprenderse totalmente, en muchos casos, sin recurrir a
una contextualización más amplia que reserve un gran espacio a las violencias entre
combatientes. Y ello debido a la porosidad –también en este caso– entre violencia de
combate y violencia contra las poblaciones desarmadas. El combate moderno en particular,
al crear una situación de tensión extrema y prolongada para quienes participan en él, produce
una dinámica de violencia cuyas repercusiones pueden ser inmediatas en las poblaciones
civiles. La experiencia de invasión del verano de 1914 constituye, también a este respecto,
un ejemplo particularmente convincente: sin la agresión sensorial inaudita que representó
para los combatientes el descubrimiento del combate moderno, sin el espectáculo de la
muerte masiva de los primeros días de combate, sin la visión de los daños corporales atroces
sufridos por los camaradas de la unidad, no es posible imaginar la amplitud que adquirieron
las atrocidades cometidas por las tropas alemanas contra las poblaciones civiles de Bélgica y
del norte de Francia: separar los dos fenómenos, produce el efecto de que los dos sean
incomprensibles. La impermeabilidad entre poblaciones en armas y poblaciones desarmadas
sólo existe en los textos de los tratados de La Haya firmados en 1899 y 1907: la realidad
vivida en el campo de batalla es muy distinta. Al igual que los enemigos heridos/prisioneros
son objeto de violencias sistemáticas al comienzo de la Gran Guerra, las crueldades contra
ellos preparan evidentemente las que se practican paralelamente contra las poblaciones
civiles. Estas últimas, por lo demás, a semejanza de los soldados enemigos heridos y/o
hechos prisioneros, siguen siendo consideradas como potencialmente peligrosas: la
transmisión de las violencias es por tanto continua hasta la normalización relativa que aporta
la guerra de posiciones.

El caso de la matanza de My Laï el 16 de marzo de 1968 aporta a este respecto otro ejemplo
particularmente convincente: sin las pérdidas sufridas por la compañía Charlie a partir de
mediados de febrero de 1968 y sin las formas adoptadas por esas pérdidas, infligidas por un
enemigo invisible, no cabe concebir el impulso de venganza mezclado de terror que se
apoderó del grupo combatiente estadounidense, la sensación de vacío moral y de anomia que
se apoderó de él en los días anteriores al 16 de marzo y que causó finalmente la matanza, en
formas particularmente abominables, de 343 ancianos, mujeres y niños de la aldea. Como lo
expresó muy claramente uno de los protagonistas de la carnicería ante la televisión
estadounidense en noviembre de 1969: “Al parecer en ese momento tenía la impresión de
hacer lo que tenía que hacer porque había perdido a un estupendo compañero, Bobby Wilson,
y eso me pesaba sobre la conciencia. Por otro lado, después de haberlo hecho, me sentí bien;
es más tarde cuando me di cuenta”. (Bilton, Sim, 1992)

A la inversa, cabe sugerir que las prácticas de extrema violencia contra las poblaciones
civiles pueden preparar, recíprocamente, la extrema violencia de las prácticas entre
combatientes enemigos. La historia de la transmisión de violencias entre lo que pertenece al
“campo de batalla” y lo que, en teoría, no le pertenece, queda por hacer. Esto es tanto más
cierto cuanto que durante el siglo XX los fenómenos de los “francotiradores” y de los
“guerrilleros” contribuyeron a elevar los umbrales de violencia y a debilitar la distinción
entre los dos. Esta porosidad entre violencias del campo de batalla que oponen a
combatientes entre sí y violencias contra poblaciones desarmadas, que al parecer no han
dejado de aumentar en el siglo XX, esta transmisión a veces muy intensa entre las unas y las
otras, merece ser examinada si se quiere comprender no un aspecto determinado de las
violencias extremas del tiempo de guerra, sino éstas en su totalidad, es decir, en su lógica
profunda. ¿Limitarse a un tipo de violencia no es condenarse a no entender la violencia
misma?

Conclusión

Para concluir tratemos de insistir en la importancia del tema que se ha esbozado aquí. La
guerra, y en la guerra el combate, constituyen a escala de los individuos y de los grupos
humanos una experiencia de una intensidad sin par. La guerra y el combate tienen ese
extraño poder de convertirse, en el curso de una vida humana, en el “acontecimiento de la
vida” más importante, el elemento central de referencia en torno al cual se ordenan todas las
demás experiencias del sujeto. ¿No es el fenómeno traumático del campo de batalla la
ilustración límite del aspecto decisivo de esta experiencia de violencia para la vida psíquica
de todo individuo? Este es el momento por el que negarse a considerar lo que está en juego
en la violencia del combate conduce, a nuestro parecer, a negarse a captar el fenómeno
guerrero en su aspecto central. Quizá a negarse a captarlo a secas. Es una opción posible,
puede que hasta defendible. Pero es una opción que impone a las ciencias sociales una
amputación capital.
Traducido del francés

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La violencia integrista: violencia política y religión política en
los conflictos modernos

Bernd Weisbrod

Nota biográfica

Bernd Weisbrod es profesor de Historia Europea Moderna en la


Universidad de Gotinga, Seminar für Mittlere und Neure Geschichte,
Platz der Göttinger Sieben 5, 37073 Göttingen, Alemania. Sus
intereses en la investigación versan sobre la historia social victoriana
(infancia, pobreza, delincuencia) y la historia de Alemania
contemporánea (violencia política, desnazificación académica, medios
de comunicación de masas). Su publicación más reciente es una
recopilación de conferencias sobre Akademische
Vergangenheitspolitik. Beiträge zur Wissenschaftskultur der
Nachkriegszeit (2002).
Email: bweisbr@gwdg.de

Los trágicos acontecimientos del 11 de septiembre de 2001 han cambiado nuestro mundo de
diversas maneras. Han arrojado una nueva definición del alcance del terror, un fenómeno
típico en la Era de las Revoluciones, y han abierto la posibilidad de un "choque de culturas"
en la Era de la Globalización. Pero también han otorgado una nueva urgencia al significado
de la religión en la Era de la Secularización. Cuando Jürgen Habermas recibió el galardón
por la paz en Alemania en la Feria del libro de Frankfurt el año pasado, sostuvo -bajo el título
"Fe y conocimiento"- que lo que explotó el 11 de septiembre eran las "tensiones entre la
sociedad secular y la religión": "Si queremos evitar un choque de culturas deberíamos
recordar la ambivalencia dialéctica (die "unabgeschlossene Dialektik") de nuestra propia
forma occidental de secularización". En otras palabras, deberíamos entender las deficiencias
morales de la secularización que se deben al hecho de que algo se pierde al trasladar el
significado religioso al saber secular. En la necesaria transformación de "pecado" en "culpa",
sostenía Habermas, nos quedamos con una sensación de pérdida.1

Esto puede adoptarse como punto de partida para cuestionar nuestra comprensión de la
"religión política" en el moderno Estado nación y el papel de la violencia en esta
transformación histórica. El concepto de "religión política" es precisamente el tipo de
"traducción" de las sensibilidades religiosas a la práctica secular a la que aludía Habermas y
que ha encontrado reconocimiento en varias publicaciones recientes sobre la historia del
Tercer Reich (Burrin 1997, Hartwig 2001). Primero lo aplicó al régimen nazi el filósofo
católico Eric Voegelin en 1938 (Voegelin 1938) y ha desatado un encendido debate entre
filósofos políticos e historiadores acerca de su utilidad en el contexto del concepto de
"totalitarismo" (Maier 1995, Maier y Schäfer 1996, Maier 2000). Voegelin había lanzado el
grito de "secularización" y había encontrado en el programa y en las prácticas del nazismo un
sentido apocalíptico de la misión, en Hitler la resurrección de los dioses gobernantes egipcios
y la salvación sólo en el restablecimiento del orden católico y la jerarquía de la ecclesia a
través de las herramientas simbólicas de la cultura cristiana. Como ha señalado Philippe
Burrin, Voegelin no estaba solo en este diagnóstico, aunque quizá algo más en la terapia. La
fascinación oriental también asomaba en C.G. Jung, que en 1939 escribió algo que podría
parecernos paradójico hoy en día: "No sabemos si Hitler fundará un nuevo Islam. Ya ha
comenzado. Es como Mahoma. La emoción en Alemania es islámica, guerrera e islámica.
Están todos borrachos con un dios salvaje."2

El dios con el que estaban borrachos, al parecer, no era un credo particular, era el dios de la
violencia misma. Ésta es la pregunta que debe plantearse una vez más con especial urgencia
después de los acontecimientos del 11 de septiembre. Los historiadores que han intentado
establecer el supuesto carácter del nacionalsocialismo como "religión política" han buscado
elementos de pensamiento religioso en el lenguaje o en los rituales de la propaganda nazi,
como por ejemplo en la retórica ubicua del "lenguaje del sacrificio" (Stern, 1990). La religión
política estaba situada ya sea en la ideología o en el culto del movimiento, en su
autodesignación como heraldo de una utopía racial y en su siniestra comunión con los
muertos. Algunos estudios en la veta de la "teología política" de Eric Voegelin han intentado
dar un significado a la perspectiva mundial cuasi religiosa de algunos líderes -Rosenberg,
Goebbels y el propio Hitler-. Otros han interpretado el Holocausto en términos de una
metafísica de redención apocalíptica (Bärsch 1998, Ley 1993, Ley y Schoeps 1998). Han
descifrado sus obsesivas fantasías sobre los elementos de poder de la cristiandad parasitaria
que ya fueron enunciados en el siglo XIX mediante el lenguaje de la redención nacional y la
salvación personal, ya sea acuñado en términos de la "religión de los germanos" de Paul de
Lagarde, disfrazado como una nueva religiosidad pagana, o abiertamente confesado, como en
la moral de Nietzsche del "Ubermensch" [superhombre]. Estos elementos de religiosidad no
realizada seguramente contribuyeron al Weltanschauung confuso y supuestamente
"científico" de Hitler, especialmente a su sentido de la misión histórica, pero no parecen ser
de ayuda alguna para explicar qué sucedió, cómo y cuándo sucedió ni por qué su religión
Ersatz debería haber llevado a su pueblo hacia dónde lo llevó (Rissmann 2001). En su
aclamada "Nueva historia" del Tercer Reich, Michael Burleigh ha sostenido que la "política
de la fe" nazi sólo puede ser entendida estudiando los "motivos metafísicos tras el proyecto
nazi". Sin embargo, hay escasa "novedad" en su versión aparte del desprecio moral que se
adjudica a aquellos motivos y a los horribles actos que emanaron de ellos (Burleigh 2000a).3
En su editorial al nuevo periódico sobre "Religión Política y Movimientos Totalitarios",
incluso tiene la tendencia a insertar completamente el concepto de "religión política" en el
contexto más amplio de "totalitarismo" -eliminando del todo el componente de violencia de
la ecuación religiosa (Burleigh, 2000b).

Puede ser que en el auge de la historia social, el concepto de religiosidad moderna fuera
relegado por la evaluación crítica de la racionalidad weberiana, mientras que el
reencantamiento del mundo moderno mediante la construcción ritual y las prácticas
simbólicas sólo volvieron a introducirse con la nueva historia cultural en el último decenio.
Ésta también se ha introducido en el campo de la historia del nazismo, sus representaciones
simbólicas y prácticas culturales, si bien se ha explicado mejor la sacralización de la política
en el ritual y simbolismo fascista de la Italia de Mussolini (Reichel 1991, Mosse 1999,
Gentile 1990 y 1996). Pero, en general, hemos llegado a aceptar que había una experiencia
casi evangélica en el centro del mito de Hitler, no sólo modernas técnicas de propaganda, y
damos por sentado que el "culto de los muertos" adquirió un status de tótem (o kitsch) para
la sociedad nazi (Behrenbeck 1996, Baird 1990, Friedländer 1984). El Reichsparteitag en
Nuremberg sin duda exigía una imaginación casi religiosa con sus filas bien definidas de los
feligreses Unidos en la enumeración de los mártires y los rituales de vínculos de sangre. Los
seguidores esperaban la liberación de sus exaltadas expectativas con la aparición del Fuhrer
salvador, según aparece en el filme de Leni Riefenstahl, "Der Triumph des Willens" (Doosry
1997). También tenemos una imagen bastante clara de cómo el propio Hitler -con su
aprendizaje austríaco y la ayuda de Goebbels -se sintió atraído por la idea de su gran misión
como salvador-Führer que transformaba la profecía en historia. Como punto central de esta
construcción del mito se encontraba su propio Opfersyndrom desplegado en una estética de la
violencia. Él era el sumo sacerdote de las pompas fúnebres del régimen. Por lo tanto, la
semejanza religiosa del Volksgemeinschaft no era una simple secta de los pocos elegidos sino
una numerosa comunidad de creyentes unidos en el Volksgemeinschaft como una comunidad
de los sentidos (Kerschaw 1987 y 1998/2000).

La semántica religiosa y el ritual sagrado se esfuerzan en explicar la fascinans y el


tremendum (Hans Maier) en la atracción cuasi religiosa del nazismo. Éstos eran parte
integrante de la "tentación nacional socialista" (Stern 1987). También eran algo más que una
cortina de humo ideológica para la corrupción y el favoritismo que alimentaba la
automovilización de las diferentes profesiones en la sociedad alemana que no tardaron en
aprovecharse de la huida de sus vecinos y colegas judíos (Bajohr 2001). Pero incluso aunque
aceptemos que había nociones religiosas de trascendencia de sí y renacimiento en el
"nacionalismo palingenético" del fascismo genérico (Griffin 1993) o de la pureza racial y la
salvación en "el antisemitismo redentor" (Friedländer 1997), ni las ideas ni los rituales por si
sólos pueden transmitir el sentido de colectividad y urgencia que define adecuadamente una
"religión política" como un fenómeno revolucionario de la secularización. Como el propio
Voeglein ha comentado retrospectivamente: la idea de "religión política" como una religión
secular que pretende sacralizar la colectividad política no era errada como tal, escribió, pero
se negaba a seguir utilizando el concepto de "religión" porque éste distraía del verdadero
problema, y éste no era ni el dogma ni el ritual, sino la experiencia religiosa o religiosidad
(Voegelin 1994)4 -y esto, al parecer, se encontraba en el propio mito político de la violencia.

Para hablar en términos de Durkheim, el ritual del discurso y la comunión pública pueden
verse como la liturgia de un sistema secular de creencias. Pero cuando se trata de "pasiones
religiosas", es un asunto muy distinto. Tenemos que preguntar hasta qué punto el poder de la
violencia misma explicaba la cualidad religiosa de lo que se llegó a considerar "religiones
políticas" modernas. En un nivel muy elemental, la violencia política extrema proporciona la
"intoxicación de lo absoluto" porque asegura la determinación física básica de "ellos" y
"nosotros".5 Por lo tanto, la violencia política era integrista en cuanto volvió esencial la
identidad nacional como parte integrante de la "nacionalización de las masas" del siglo XIX a
través del culto político de la guerra (Mosse 1991). Y era integrista en cuanto creó "una
forma macabra" de la "certeza absoluta" en el conflicto genocida del siglo XX, especialmente
bajo la forma de "limpieza étnica" mediante una extrema brutalidad física entre vecinos
(Appadurai 1998). Incluso dentro de la forma secular de la "religión civil", como en el
republicanismo de Francia o de Estados Unidos, aún existe aquella tradición "olvidada" de la
religiosidad violenta que fue "trasladada" a las revoluciones modernas y más tarde
integradas en rituales de obediencia civil. Este poder creativo de la violencia política era en
sí mismo el moderno hacedor de mitos, al parecer, primero al santificar el Estado nación
como una comunidad de los muertos, los vivos y los aún no nacidos. Las naciones se
gestaban en guerras revolucionarias, y éstas eran una prueba de su "destino manifiesto" y
proporcionaban el mito fundador así como la promesa de la inmortalidad nacional (Berghoff
1997). Pero en el siglo XX, fue el "mito de la violencia" como tal el que reemplazó a las
"pasiones religiosas" (Durkheim) en el centro de las "religiones políticas" modernas, como ha
demostrado tan acertadamente Georges Sorel en sus Réflexions sur la violence (1908). Sólo
la experiencia de la propia violencia, sostenía, recrearía el tipo de energías revolucionarias
que en la antigua cristiandad habían otorgado la fuerza para el sacrificio elemental y, en las
revoluciones calvinistas, la predisposición a la exaltación en la batalla. No había necesidad
de definir el fin, puesto que la violencia en sí misma "iluminaría" cualquiera fuera el
resultado de sus energías destructivas. Era esta nueva "moralidad de la violencia" en el
sentido soreliano, "la voluntad de liberación" a través de la violencia, lo que otorgaba a las
nuevas religiones políticas del siglo XX su status religioso.6

Cartel de la Oficina de Turismo alemán, diseñado para el público francés durante el periodo Nazi.
Museo de Historia contemporaneo / BDIC

En ese plano, las formas extremas de violencia desde el terror revolucionario al genocidio se
incluyen en el concepto de violencia integrista, puesto que no se trata de la violencia que hay
en la religión sino de la religión que hay en la violencia. Cuando analizamos la "ira" del
terror revolucionario, como por ejemplo en el caso de las Revoluciones francesa y rusa,
resulta claro, a partir de las pruebas proporcionadas por Arno J. Mayer, que en un plano muy
diferente del "culto" a la República o de la adoración de un ser superior, era la violencia
autopropulsada como tal que proporcionaba el autofortalecimiento para la trascendencia
(Mayer 2000). Ese tipo de violencia extrema en las revoluciones suele ser el resultado de un
peligro real o imaginario que destruye la razón política a favor del final violento de todas las
políticas: la epifanía de una nueva vida después de la muerte, una especie de Gottesbeweis
secular: "Las iras de la revolución están alimentadas fundamentalmente por la resistencia
inevitable y poco excepcional de las fuerzas y las ideas opuestas a ella, en el propio país y en
el extranjero. Esta polarización se vuelve especialmente feroz una vez que la revolución,
enfrentada a la resistencia, promete a la vez que amenaza una refundación radical tanto del
gobierno como de la sociedad". Las Iras que laten detrás de la razón instrumental, por tanto,
está "inspirada por el miedo, impulsada por la venganza e inspirada religiosamente".7
Lógicamente, no tienen un fin en este mundo, son el fin de la política, la epifanía última.

En la investigación social sobre la violencia personal, si se me permite esta digresión, hemos


llegado a aceptar la idea de que las causas estructurales de la violencia a gran escala de los
grupos desfavorecidos no revelan la lógica interna de sus brotes violentos. La pobreza, el
desempleo, el aburrimiento, la masculinidad, etc. nunca son suficientes para explicar la virtud
simbólica de la transgresión violenta como han demostrado las investigaciones sociales más
recientes sobre la violencia xenófoba en Alemania (von Trotha 1997, Heitmeyer 1994). Los
primeros planos de la violencia y los análisis a sangre fría de los rituales de la violencia
misma, tampoco arrojan más que una fenomenal orgía de la violencia que incluso podría
alimentarse de la fascinación por los actos horribles de violencia que dice explicar (Sofsky
1996). Sólo en la forma enigmática de "biografías interpretativas", es decir, en el relato de la
experiencia y la lectura de la misma en términos de un internacionalismo simbólico, la
dimensión "religiosa" de aquellos actos se vuelve visible. Los actos de violencia suelen verse
representados como puntos de inflexión en la vida de un individuo, quedan grabados como
"epifanías" o vistas como "momentos liminales de experiencia" que son relatados como actos
de revelación (Dezin 1989 a y b). Por lo tanto, los actos de violencia son vividos como actos
existenciales, en los que se cruza el umbral del yo, a veces en forma radicalizada, como en
los rituales de paso, pero otras veces simplemente surgen totalmente sin estructurar y sin
premeditación. Por la manera en que son relatados son actos mecánicos que necesitan un
público y suelen seguir el modelo narrativo establecido de la revelación. Esta observación se
ajusta primorosamente a la construcción artística del yo exaltado en lo que Charles Taylor
llama las "epifanías de la modernidad", es decir, la nueva religiosidad del subjetivismo y la
sed de trascendencia en el arte y la filosofía de fin de siglo (Taylor 1989). Esta nueva
excitación de la "experiencia interior", este impulso desesperado para asegurar las fuentes
vitales del yo exigía un nuevo lenguaje poético de redención. También exigía un lenguaje
violento de identidad masculina que a través del Manifiesto futurista de Marinetti alimentaba
el "squadrismo" naciente del fascismo italiano que iba directo al corazón del "integrismo
masculino" de Ernst Jünger (Weisbrod 2000, Spackmann 1996). Así como la "naturaleza" era
concebida como la fuente principal del yo en el primer movimiento romántico, también lo era
el "impacto" en el segundo movimiento romántico, no menos presente en la vanguardia
literaria. Incluso la búsqueda surrealista de la belleza se alimentaba de esta fascinación con el
impacto violento, como en el Segundo Manifiesto de André Breton en 1930, en el que
sostenía que el acto surrealista más sencillo sería salir a la calle con las pistolas en la mano y
disparar a la multitud al azar.8 Este culto vitalista de la "experiencia vivida" (Erleben) y la
sed de identidad convirtió a la violencia en la "epifanía última de la modernidad". Se
postulaba como una revelación del yo -tal como en las historias personales contadas más
arriba- y habría de convertirse en la prueba última de la nueva "religión de la voluntad" de
Nietzsche, en cuyo centro se encontraba, al fin y al cabo, nada más que el deseo de muerte
"externalizado" (Aschheim 1992).

A partir de esta breve digresión debería quedar claro que en términos psicológicos, estéticos
y filosóficos, el carácter de epifanía de la violencia en la modernidad parece evidente. Esto
fue lo que sucedió especialmente en el contexto histórico de la Lebenphilosophie y el
futurismo, posiblemente las dos contribuciones intelectuales más importantes al fascismo
italiano, después del maridaje soreliano de sindicalismo revolucionario y nacionalismo
renacentista, tras la "victoria mutilada" de Italia (Sternhell 1994). Pero sólo cuando
combinamos estas interpretaciones con el argumento de más arriba sobre el nacimiento de la
"religión política" en la sacralización de la condición de nación, llegamos a comprender
plenamente la "violencia integrista" como un prerrequisito para el liderazgo carismático en el
siglo XX. En la sociología de la religión de Max Weber, hay algunos pasajes ilustrativos
disimulados en sus ideas sobre la guerra. La guerra, sostiene Weber, conduce a las
comunidades políticas modernas a una "unión mística", sólo conocida en el heroísmo de las
órdenes sagradas: "Die Gemeinschaft bis zum Tode", la "comunidad heroica hasta la muerte",
estipula la presencia de lo "extraordinario" como en el "carisma sagrado y la experiencia de
comunión con Dios", y otorga un significado sin parangón a la muerte violenta como
"víctima" y "sacrificio", ambos comprendidos en la palabra "Opfer" del alemán.9 Este tipo de
religiosidad no sólo versa sobre la retórica del protestantismo nacional en el esfuerzo de
guerra alemán ni sobre el culto francés de María Salvadora, ni sobre el lenguaje secularizado
de "supremo esfuerzo" en la propaganda de guerra, ni sobre los ritos cristianos de consuelo
después de la Gran Guerra (Krumeich 2000, Becker 1994, Winter 1995). Se trata del
autofortalecimiento para la "guerra santa" a través de la violencia. Por tanto, el carisma
moderno está vinculado con la totalización de la guerra y su prueba fundamental reside en la
apropiación violenta de la salvación mediante la violencia. El poder revolucionario del
carisma, según Max Weber, se basa en Offenbarungs- und Heroenglauben, en otras palabras,
en epifanías violentas, y funciona en las personas a través de una metanoia internalizada, una
autocomunión de arrepentimiento y expectativas de redención ("Heilserwartung").10

Cuando la "ira" revolucionaria se mezcla con estas epifanías nacionales, surge la


transfiguración política moderna del carisma religioso en violencia fundamentalista. Y "el
nacionalismo moderno ha sido, en efecto, una religión especialmente sangrienta", sobre todo
cuando "el combate nacionalista de nuestro tiempo es totalitario".11 A veces, se han
subestimado las cualidades religiosas de la adherencia extrema como una forma moderna de
la profecía secular y la visitación sagrada. Por ejemplo, cuando el culto del Führer en las
ceremonias públicas del Tercer Reich es comparado con la emoción de una "congregación
pentecostal" -como si la efusión del espíritu fuera suficiente- o cuando la identificación
completa con el Führer se concibe mecánicamente como un acto violento contra el "enemigo
racial" -como si la debilidad de la víctima fuera suficiente (Tal 1977 y 1981). La
"sacralización a través del lenguaje" claramente no era suficiente. El carácter epifánico de la
extrema violencia exigía una prueba de actuación. Ian Kershaw ha planteado, a partir de las
energías autodestructivas del mito del Führer, que el movimiento nazi era un "movimiento
clásico, de liderazgo carismático", mientras que el estalinismo no lo era (Kershaw y Lewin
1997). Se puede dudar acerca de si el grado de regularización - die Veralltäglichung- del
régimen terrorista en la Rusia soviética es un indicador suficiente de su carácter menos
carismático. El estalinismo también estaba impulsado por el motor de la violencia a partir de
su necesidad constante de buscar y definir al "enemigo de clase" en situaciones de estados
auto inducidos de emergencia como en el desmantelamiento de los kulaks del campesinado.
También amontonaban cadáveres como pruebas en los juicios espectáculos. Éstos eran la
verdadera prueba de la traición, no las confesiones falseadas (Plaggenborg 1998). Una vez
más, no es la utopía socialista como tal, ni el culto al líder, es el uso implacable de la
violencia que crea el miedo, y al mismo tiempo un entusiasmo cuasi religioso por la certeza
al definir el enemigo tan cerca de casa (Stölting 1997). Lo mismo parece verdad para el
régimen nazi que, sin embargo, eventualmente se desintegró en la extraordinaria "misión" de
redención nacional a través de la Purificación racial y la expansión hacia el este que
obsesionaba al Führer. Éste incluso encontró pruebas de su status providencial en el número
de muertes en espiral de su propio pueblo, atado a él en un esfuerzo de guerra suicida hasta el
amargo final. "Trabajar en aras del Führer", sostiene Kershaw, lo hizo "artífice" del "Orden
Nuevo" y vinculó sus seguidores con una forma personalizada de la revelación de la verdad
(Kershaw 1997). Sin embargo, no se vieron necesariamente estimulados por la motivación
ideológica, si bien ésta dio una coherencia y significado en muchos sentidos. Estaban
fascinados, al parecer, con el "contacto sagrado" de la violencia.

El carisma está en la violencia, no en el sistema de creencias, ya sea secular o no. A la luz de


la ideología sincrética nazi, se puede dudar en efecto si el nazismo alguna vez pudo
calificarse formalmente de "religión política". Hans Mommsen ha sostenido que
sencillamente carecía de sustancia ideológica y que el autoenzalsamiento de la raza
dominante podía explicarse fácilmente sin dichas analogías a las motivaciones religiosas
(Mommsen 1996). Pero incluso aunque se conceda que el uso parasitario de diferentes
tradiciones religiosas en el nazismo sólo encontró una expresión en forma simulada, de
modo que pudiera pasar por iglesia así como por renacimiento milenario, aún se nos deja
con un elemento no explicado de "pasión religiosa" en la promesa y la amenaza de violencia
que es la prueba última del líder carismático. Esto implica una inversión total del argumento
tradicional, según el cual las "religiones políticas" modernas, vistas como ideologías,
proporcionan la trayectoria para la violencia, como queda establecido en un reciente título
(Maier 2000). Por el contrario, puede que sea la violencia la que convierte estas ideologías en
"religiones políticas". Y sólo es esta violencia, que por definición debería ser considerada
una violencia integrista. Sería igualmente erróneo culpar a la cristiandad o al Islam como tal
por las prácticas integristas de los antiguos cruzados, o los combatientes de la jihad moderna.
Es el terror suicida en sí mismo, como en la tradición de Amok en Malasia, lo que confiere un
status sagrado, no la legitimación religiosa, si es que ésta fuera necesaria (Winzeler 1990).

Esto no pretende explicar" el Holocausto en términos de una "racionalidad religiosa" de la


violencia, ni por el bien del liderazgo carismático ni de una u otra razón metafísica. Fueron
necesarias contingencias muy prácticas de guerra total y expansionismo colonial hacia el
este antes de que la utopía racial de Hitler pudiera realizarse. También se podría decir algo
más acerca de los orígenes "revolucionarios" del genocidio, por ejemplo, cuando
comparamos el Holocausto con el genocidio en general y el etnocidio moderno en especial
(Melson 1992). En diversos casos hay un vínculo con la revolución, como una apertura a la
violencia mesiánica de las "iras", así como a la expulsión a gran escala en la guerra, que
alimentó las "hogueras del odio" en la limpieza técnica (Naimark 2001). Quizá estas
perspectivas comparativas en la política de la guerra y la revolución puedan arrojar alguna
luz sobre los procesos por los cuales se desencadenaron estos terribles actos de violencia. Sin
embargo, al final, es la comprensión de la etnología religiosa la que nos conduce al corazón
de la violencia excesiva más allá de la "razón" política.

Los observadores en occidente, por razones obvias pero no muy convincentes, están más
dispuestos a conceder el rótulo de "extrema violencia" a países atrasados como Ruanda,
Camboya o incluso Kosovo. Según Appadurai, podemos ver en estos casos el cuerpo
mutilado, deshumanizado, desfigurado y eventualmente desechado "como un lugar de
violento cierre en situaciones de incertidumbre categorial".12 Para definir al "enemigo
interior", parece a los perpetradores un "asunto fuera de lugar", peligroso y sacrílego, como
en el argumento de Mary Douglas acerca de la "pureza y el peligro" (Douglas 1966). La caza
de ese enemigo está en todas partes estrechamente vinculada con el tema del engaño, la
traición, el secretismo y la "revelación" fundamental. Esto es lo que sucedió con los juicios
espectáculo del estalinismo y sus confesiones forzadas, al igual que con la obsesión nazi de
"conocer" al judío como impostor marcándoles el cuerpo a hombres y mujeres y hasta
exterminándolos materialmente. Tampoco los tutsi podían tener una prueba definitiva para
"conocer" a los hutu, excepto mutilando, matando, violando, e incluso a veces comiendo sus
cuerpos. Desde esta perspectiva, pareciera que el cuerpo judío fue transformado por la
violencia nazi, más allá de la lógica habitual de chivo expiatorio, en un perfecto lugar para la
exploración de la certeza fundamental. Como enemigo engañador dentro del cuerpo nacional,
sólo podía ser detectado con "certeza absoluta" mediante el uso de la violencia, y
precisamente por esa razón sólo mediante el uso de la violencia extrema.

Desde luego, otros factores en los genocidios coloniales aparecen en escena, la obsesión
clasificatoria de las potencias coloniales como en India, el nacionalismo de "larga distancia"
de la existencia de la diáspora, como en Indonesia, las tradiciones mágicas de los ritmos
corpóreos de paso como en África, etc. Pero la "superabundancia de ira" en esta "autopsia pre
mortem" en el etnocidio moderno nos recuerda que el papel fundamental de la violencia
política en la creación de la "religión política" moderna tiene que ver con la "certeza
categórica mediante la muerte y el descuartizamiento".13 Esta "epifanía" es el punto central
de la violencia integrista. Transforma a los vecinos y amigos en monstruos y sacrifica a la
humanidad al Dios de la Ira. Esta violencia extrema es la fuerza divina de las "religiones
políticas "modernas, es su "violencia fundadora" como en el ritual antiguo. Porque, como ha
observado René Girard: "la violencia es el corazón y el alma secreta de lo sagrado".14 Como
en la mitología antigua, no se trata de una vía de un solo sentido por la cual la violencia
"impura" se reemplaza y es purificada por el sacrificio simbólico para apaciguar el conflicto,
una función que en el Estado secular era asumida por el sistema judicial y el monopolio que
el Estado tiene de la fuerza. Por el contrario, la ruptura deliberada de la regla legal mediante
el ejercicio de la violencia no mitigada -como en una "crisis sacrificial" (René Girard)- parte
de la "eficacia trascendental de la violencia" en un esfuerzo para conferir un estatus sagrado a
la comunidad sacrificial y su identidad política. Este "deseo mimético" de más y más
violencia y, eventualmente, de la destrucción total del enemigo rival imaginado por el bien de
un orden nuevo no contaminado es la prueba fundamental de la "religión política" en los
conflictos modernos (Juergensmeyer 1992).
Traducido del inglés

Notas

* Quisiera agradecer al presidente y a los becarios de Magdalen College, Oxford, por


darme la oportunidad de redactar este artículo para su publicación como becario en visita en
Hilary, en 2002.

1.Jürgen Habermas, Glaube und Wissen. Frankfurter Allgemeine Zeitung 15 oct. 2001.
2.Obras completas de C.G. Jung, vol.10: Civilization in Transition [La civilización en
transición], Princeton 1970, 281, citado en: Burrin 1997: 346 fn.32.
3.Burleigh 2000a: 11.
4. Voegelin 1994: 70:„Wenn ich von politischen Religionen sprach, folgte ich der Literatur,
die ideologische Bewegungen als eine Form von Religion interpretierte. Stellvertretend sei
Louis Rougiers erfolgreiche Studie "Les mystiques politiques" erwähnt. Die Interpretation ist
nicht völlig falsch, aber ich würde den Begriff Religionen nicht länger verwenden, weil er zu
unscharf ist und schon im Ansatz das eigentliche Problem der Erfahrung verzerrt, indem er
sie mit anderen Problemen der Dogmatik und Doktrin vermengt.“ Citado en: Bärsch 1998:
368.
5. Burrin 1997: 328.
6. Sorel 1990, citado de la carta introductoria a Daniel Halévy, 1908: 15.
7. Mayer 2000: XVI.
8. "El acto surrealista más sencillo consiste en bajar a la calle con el revolver en la mano y
disparar al azar, tanto como se pueda, contra la multitud". Citado en Taylor 1989: 587 fn. 45.
9. Weber 1988: 548f. (Traducción inglesa: Weber 1970: 335f.)
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La Violencia Extrema y la Comunidad de Intelectuales

Omer Bartov

Nota biográfica

Omer Bartov es Profesor Distinguido en la cátedra John P. Birkelund


de Historia Europea en la Brown University, Providence, R.I. 02912,
EEUU. Es también editor general de la serie Studies on War and
Genocide, publicado por Berghahn Books. Ha escrito sobre la
Alemani nazi, la Francia de entreguerras y el Holocausto. Sus últimas
publicaciones son: Mirrors of Destruction: War, Genocide, and
Modern Identity (2000), y el volumen editado The Holocaust:
Origins, Implementation, Aftermath (2000).
Email: Omer_Bartov@brown.edu.

La profesión de intelectuales y la violencia extrema

Actualmente es un hecho reconocido que muchos casos de violencia de masas ocurridos en


las guerras nacionales y coloniales del siglo XIX y las guerras de liberación y
descolonización - incluidos muchos episodios de limpieza étnica, genocidio, y terrorismo -
fueron legitimados, apoyados, y en ocasiones perpetrados, por intelectuales y académicos.
Pero las consecuencias de esta complicidad han sido muy poco estudiadas. Algunos explican
esta implicación como una aberración o una mala interpretación de las realidades políticas
por parte de individuos o sectores, nacionales o profesionales, de la comunidad de
intelectuales. Otros arguyen que ideas perfectamente razonables de los académicos han sido
explotadas y empleadas abusivamente por políticos sin escrúpulos. Como los intelectuales
suelen escribir su propia historia, y también tienden a desarrollar lealtades profesionales o
corporativistas, descubrir e interpretar esta complicidad ha sido especialmente difícil. No hay
que cuestionar que, pese a una serie de episodios oscuros en su pasado reciente, la profesión
de intelectuales ha permanecido ampliamente fiel a su ética y eminencia profesional.

De hecho, los intelectuales han desempeñado un papel relevante a la hora de preparar el


ánimo, proporcionar los motivos, el saber práctico y el personal para la puesta en marcha de
la violencia de masas dirigida por el estado. Pero, aunque trabajos recientes, como The
Mobilization of the Intellect (1996) de Martha Hanna y The Spirit of 1914 (2000) de Jeffrey
Verhey, han demostrado ampliamente la intensidad con la que los intelectuales se han
movilizado en tiempos de guerra, es mucho más difícil aceptar que también han salido en
apoyo de una verdadera criminalidad dirigida por el estado. Desde luego, la mayoría de los
casos modernos de crímenes de masas o genocidios han tenido lugar durante una guerra o
similar, y a menudo han sido legitimados como actos bélicos. Pero subsisten los problemas
para definir los actos criminales de estado, distinguiéndolos de los de guerra legítima, y
determinar cómo aplicarles los criterios morales y legales universales (Ball 1999).

Sus raíces en el discurso de los intelectuales enlazan los dos principales tipos de crímenes
contra la humanidad: los asociados con el imperio colonial, y los que proceden de la caída de
los imperios multiétnicos y la emergencia del moderno estado- nación.
El choque entre las culturas europeas y africanas tuvo un gran impacto en las ideas sobre la
raza, tanto entre los colonizadores como entre los colonizados, como se pone de manifiesto
claramente en, por ejemplo, "Exterminate All the Brutes” de Sven Lindqvist (1996). La
nueva fascinación europea con la raza tuvo un efecto devastador tanto en África como en
Europa (Mosse, 1985). Así, por ejemplo, en el genocidio alemán de los herero en África
suroccidental se unieron los debates entre los intelectuales y los científicos, los debates
políticos en el Reichstag alemán, y las acciones militares sobre el terreno, todos centrados en
los peligros de la contaminación racial. En un primer momento, los colonos tuvieron
contactos intensos con la población indígena, pero pronto las autoridades políticas, militares,
y científicas decidieron prohibir la mezcla de razas, a la vez que la necesidad de tierras de los
colonos blancos les llevó a apoyar la expulsión y finalmente el exterminio de los herero.
Incluso los representantes del Reichstag que criticaron la brutalidad de los militares
alemanes, reconocieron sin reservas que cualquier noción de Mischlinge (mestizaje) les
producía verdadera repugnancia (Smith 1998).

Considerando las brutales repercusiones del colonialismo, cabe recordar las horribles
predicciones de Frantz Fanon en The Wretched of the Earth (1961), según las cuales los
colonizados serían brutalmente tratados por las prácticas y técnicas de dominación de los
colonizadores. Como pudo verse en Ruanda, la rígida estratificación de la sociedad en tutsis
y hutus impuesta por los colonialistas alemanes y belgas y por los misioneros como forma de
gobierno y control, dio lugar a la interiorización de la noción de diferencia racial esencial,
que culminó en la limpieza étnica de 1959 y el genocidio de 1994. Científicos, antropólogos
y autoridades religiosas, todos, legitimaron estas ideas mientras la población indígena
empezó a considerar la diferencia racial como un reflejo de la realidad social y política. La
actuación europea poscolonial siguió explotando estas distinciones pseudocientíficas y
pseudohistóricas en un intento de perpetuar su influencia, a lo que Francia añadió su original
sello de fobia cultural y política, y, por temor a una invasión de tutsis anglohablantes, apoyó
a los genocidas francófonos hutus. Como defiende convincentemente Gérard Prunie en The
Rwanda Crisis (1997), el racismo europeo, surgido en la lingüística del siglo XVIII, volvió
así a desempeñar su función destructora a finales del siglo XX.

El genocidio de los armenios durante los últimos días del Imperio Otomano en la Primera
Guerra Mundial representa el segundo tipo de violencia extrema. Aquí la moderna idea
europea de un nacionalismo integral que trataba de crear una nación homogénea en su
territorio de siempre, se aplicó al programa político de los Jóvenes Turcos para lograr una
Anatolia turca liberándola de elementos étnicos y religiosos extraños. La urgencia de una
reforma para Turquía suplantando el antiguo orden de un imperio otomano islámico por un
moderno estado-nación transformó la tolerancia hacia las minorías étnicas y religiosas en una
política de limpieza étnica y genocidio. Los orígenes históricos de este genocidio se
remontan a la Guerra de los Balcanes de 1912-13 y a la creación de identidades étnicas y
nacionales en el proceso de liberación del poder otomano. Las matanzas de las poblaciones
de los Balcanes entre sí y por los otomanos, y las masacres de armenios llevadas a cabo por
el Sultán Abdul Hamit, fueron precursoras del genocidio armenio de 1915, que fue seguido
por los brutales choques entre turcos y griegos tras la Primera Guerra Mundial y el traslado
final de la población griego-turca de 1923 (en el que murieron cientos de miles de personas).
Estos acontecimientos constituyen el preludio de las campañas masivas de limpiezas étnicas
y genocidios de los decenios posteriores (Dadrian 1997).

En las vísperas de la invasión de Polonia, se dice que Hitler obligaba a sus generales a
comportarse despiadadamente haciéndoles notar: "¿Después de todo, quién habla hoy de la
destrucción de los armenios?" (Dadrian 1997: 403-409). Y, desde luego, como ejemplo de
que los vencedores rara vez tienen que someterse a la investigación moral y legal, estaba en
lo cierto. Pero en otro sentido, estaba equivocado, pues el genocidio de los armenios se
recordaba – no sólo por el propio Hitler – como una política efectiva que facilitó la creación
de un nuevo estado-nación. Los planes nazis de una enorme reestructuración demográfica de
la Europa del Este y Rusia Occidental, por su parte, pretendían crear el crucial Lebensraum
(espacio vital) de la raza aria en el que algunos grupos raciales serían exterminados, mientras
otros serían diezmados, despojados de sus elites políticas e intelectuales, y esclavizados. En
este sentido, el genocidio de los judíos y la limpieza étnica de los polacos y rusos
combinaban elementos del legado colonial y del otomano. Porque el ‘espacio vital’ al este de
Alemania, iba a ser una prolongación de su estado-nación racialmente homogéneo, el
Volksgemeinschaft nazi, del que serían depurados todos los indeseables desde el punto de
vista biológico (Aly 1999a).

Los intelectuales alemanes habían preparado cuidadosamente estas políticas durante varios
decenios (Burleigh 1988). Los llamados Ostforscher, expertos del Este que justificaron que
Alemania se apoderara de esas regiones por razones históricas, proporcionaron los planes
para su transformación, y a menudo participaron en la implantación de las políticas nazis. Del
mismo modo, los médicos alemanes aprobaron, planearon y ejecutaron la muerte de los
disminuidos mentales y físicos y posteriormente desempeñaron un papel primordial en el
genocidio de los judíos. Finalmente, la teoría científica sobre las razas, los estudiosos de la
historia, las consideraciones geopolíticas, las técnicas de esterilización y la química de los
gases venenosos, las innovaciones en arquitectura e ingeniería, junto con las modernas
prácticas burocráticas, se unieron para legitimar, organizar, y hacer funcionar las fábricas de
muerte más eficientes jamás creadas (Friedlander 1995).

Los regímenes comunistas criminales de países que van desde la Unión Soviética a China y
Camboya también gozaron del apoyo de los intelectuales, al menos durante una parte de su
existencia. Como las elites intelectuales nacionales que colaboraban con los regímenes
criminales fueron a menudo destruidas por los monstruos que ellas mismas habían creado, los
crueles líderes de los regímenes de terror de fuera de Europa se formaron en muchos casos en
instituciones europeas de educación superior, y todos disfrutaron con demasiada frecuencia
del apoyo a distancia de los académicos e intelectuales occidentales. Desde luego, sobre todo
en el caso de la URSS, el apoyo al estalinismo se convirtió en sinónimo de antifascismo. No
obstante, hay que preguntarse que hizo el mundo académico del siglo XX que contribuyó a la
emergencia de los líderes de Khmer Rouge de las universidades francesas; que hizo que los
intelectuales rusos se pasaran a las filas del NKVD; y que hizo que los estudiantes chinos
llevaran a cabo una “revolución cultural” que destruyó una gran parte del patrimonio cultural
y de la clase intelectual de China. ¿Podemos excusar como meras locuras de juventud
fenómenos como la adopción del maoísmo por los universitarios europeos durante una de las
etapas más criminales de la China comunista, o la defensa de Pol Pot en nombre del
antiamericanismo, o la relación amorosa de los mejores cerebros de Europa con la Rusia
estalinista? Resumiendo, es preciso recordar que los intelectuales han sido no pocas veces los
primeros en apoyar los crímenes de masas y la crueldad, y a menudo se han distinguido por
su extraordinaria ceguera política y falta de sensibilidad moral. Éste es en mi opinión, el tema
primordial que se debate en obras como The Passing of an Illusion (1999, original francés
publicado en 1995) de François Furet y Past Imperfect (1992) de Tony Judt.

Si aceptamos que la comunidad de intelectuales ha sido cómplice en crímenes contra la


humanidad, es preciso que nos preguntemos en primer lugar: ¿fue esta complicidad una
aberración o una distorsión de la ética intelectual? En segundo, ¿indica la irrelevancia de la
ética para la conducta de las comunidades intelectuales? Y tercero: ¿revela esta complicidad
una tendencia, inherente a la intelectualidad moderna, a facilitar los crímenes de estado o una
incapacidad para resistirse a ellos? Si hay algo de cierto en esta última pregunta, podemos
llegar a la conclusión de que un análisis efectivo de la violencia extrema tiene que empezar
con la reforma de la profesión misma. Afirmaciones de este tipo se han venido haciendo a
menudo desde 1945. Pero, lo mismo que los poetas no han dejado de escribir pese a la
famosa admonición de Adorno de que después de Auschwitz la poesía es barbarie, la
intelectualidad, tras el genocidio en pleno corazón de Europa, no parece dar síntomas de
atender a las llamadas para la introspección. En efecto, los intelectuales de posguerra,
habiendo explicado los desastres que han producido en la humanidad dos guerras mundiales
y dos regímenes totalitarios brutales como punto de partida para la civilización, han tratado
de explicar estos acontecimientos aplicando los mismos viejos conceptos humanísticos y
racionales que fueron tan profundamente quebrantados por la catástrofe, como si nada
hubiera ocurrido. Recientemente, Zygmunt Bauman en su brillante ensayo Modernity and the
Holocaust (1989) pedía una vez más a sus colegas que estudiaran las consecuencias de su
obstinado rechazo de afrontar este reto intelectual y moral. Pero aunque esta obra ha sido
acogida con mucho entusiasmo, prácticamente nadie parece haberse dado por aludido.

Los límites impuestos a las explicaciones de la violencia de masas por la renuencia a


considerar la complicidad de los intelectuales como otra cosa que no fuera aberración o
ingenuidad política se ven claramente en unos cuantos ejemplos. Así, aunque Hanna Arendt
planteaba, ya en 1951, la relación entre el colonialismo y el genocidio en su, por lo demás,
influyente estudio The Origins of Totalitarianism, fueron necesarios los procesos de
descolonización, los numerosos genocidios, y la proliferación de estudios sobre el
Holocausto para que se reconociera esta relación crucial. Los intelectuales alemanes, en vez
de reconocer las conexiones entre las ideologías y prácticas coloniales y las políticas
genocidas nazis, admitieron éstas últimas y ocultaron casi totalmente las primeras. Sólo
recientemente la investigación ha revelado hasta que punto el genocidio de los herero fue un
precedente importante para ulteriores genocidios, incluido el Holocausto. Así, Christian
Davis, en su tesis doctoral de próxima publicación, demuestra los estrechos vínculos entre el
racismo alemán antiafricano y el antisemitismo político interno en el período anterior a 1914,
mientras Vahakn Dadrian, en German Responsibility in the Armenian Genocide (1996), ha
documentado recientemente la implicación de los políticos y generales alemanes en el
asesinato en masa de los armenios.

Todavía más sorprendente, se tardó cincuenta años en reconocer la complicidad de los


historiadores alemanes en las políticas del Tercer Reich, e incluso entonces estas
revelaciones provocaron un gran escándalo. Por supuesto, los mismos eruditos que
estudiaron el nazismo en el período de posguerra ocultaron su propia implicación o la de sus
maestros en el régimen. Estos ‘olvidos’ por fuerza ponían en entredicho sus interpretaciones
del Tercer Reich, y obstaculizaban el entendimiento de las atrocidades pasadas a las
generaciones siguientes de intelectuales, buscando explicaciones racionales a las políticas
genocidas hasta tal punto que eliminaban totalmente la motivación ideológica y la lealtad al
régimen nazi. Estos tabúes de tan larga duración sobre la complicidad de la propia profesión
en el genocidio por fuerza tiene que pervertir nuestro sentido de la ética y la moralidad, e
introducir una hipocresía estructural en la profesión, planteando la posibilidad de que los
métodos y premisas de los intelectuales determinen de antemano los resultados de la
investigación, incluso de la más meticulosa (Aly 1999b: 153-183).
Del mismo modo, si se considera el silencio por parte de los intelectuales que rodeó durante
decenios a figuras como las de Martin Heidegger, Paul de Mann o Maurice Blanchot, al
margen de que éstos dedicaran su vida profesional ulterior a escribir sobre el desastre o no lo
mencionaran nunca, surge la posibilidad de que la incapacidad para afrontar la complicidad
en la barbarie distorsione su entendimiento creando abismos de opacidad y engaño. En este
punto, lo que me viene a la mente no es tanto el llamado ‘síndrome de Vichy’, como
elocuentemente lo llamó Henry Rousso en su estudio de 1987, sino más bien el síndrome de
amnesia institucional. El problema no es que algunos intelectuales no hayan tenido el valor
moral de asumir su pasado, sino el rechazo de la comunidad científica a confesar
sinceramente su conspiración de silencio y su encubrimiento colectivo, haciendo valer
celosamente su monopolio de conocimientos y sirviéndose de su autoridad corporativa para
acallar las críticas desde dentro (Lang 1996; Carroll 1995: 248-61; Mehlman 1983: 6-22).

El caso de Ruanda demuestra claramente que el rechazo a admitir las culpas pasadas puede
producir una mayor complicidad en el crimen. Para cualquier observador del genocidio es
sorprendente la escasa presión que las comunidades de científicos e intelectuales de Francia,
Estados Unidos o Alemania hicieron sobre sus gobiernos para que intervinieran y pusieran
fin al genocidio. Es evidente que una acción de este tipo habría sido posible, por supuesto
con la presión y el apoyo estadounidenses; que Francia estaba profundamente implicada y,
por lo tanto, moralmente obligada a actuar; y que Alemania podía haber demostrado que su
retórica sobre la prevención del genocidio era un tema político y no mera demagogia. En vez
de ello, los Estados Unidos hicieron todo lo posible para negar el genocidio; Francia se
involucró activamente en el apoyo a los genocidas; y Alemania permaneció en silencio. Por
supuesto, algunos intelectuales y académicos franceses sí protestaron contra el apoyo de
Francia a los culpables; pero esto no pareció tener ninguna influencia en las acciones
francesas, ni un efecto duradero en la política africana de Francia. Desde luego, el discurso
público de Francia parece estar mucho más interesado en la revelación y el rechazo de los
crímenes del comunismo y nazismo de hace cincuenta años que en el papel que ella misma
ha desempeñado en los crímenes de masas contemporáneos. Los intelectuales
estadounidenses, tan comprometidos en ese momento en la memoria del Holocausto,
ignoraron el genocidio que estaba teniendo lugar en las pantallas de sus televisores; los
académicos alemanes, que habían escarbado en los archivos del nazismo, permanecieron
paralizados políticamente ante un crimen de masas en tiempo real. El genocidio ruandés fue
extraordinariamente rápido: unas 800,000 personas en unas pocas semanas. Por otra parte, en
Bosnia, el mundo ‘civilizado’ empezó a protestar sólo tras años de masacres que costaron la
vida de un cuarto de millón de personas. David Rieff en su amarga denuncia de la política
occidental, Slaughterhouse (1995), demostró cómo Europa y los Estados Unidos fueron
espectadores pasivos mientras los medios de comunicación informaban diariamente de las
matanzas en masa. También en este caso, los estudiosos de las atrocidades pasadas se
mostraron notablemente incapaces de analizar las políticas y realidades contemporáneas y de
influir en sus gobiernos. Entretanto, como ha demostrado Michael Sells en The Bridge
Betrayed (1996), los teólogos e intelectuales serbios y croatas trabajaron con ahínco para
legitimar la limpieza étnica apelando a mitos históricos inventados y teorías raciales traídas
por los pelos (Sells 1996).

El intelectual como individuo y la violencia extrema

Desde luego, cabe esperar que las comunidades de intelectuales que propugnaron posturas
no-conformistas y la expresión individual de la propia opinión, y reaccionaron con sospechas
hacia la uniformidad y el consenso, adopten actitudes más críticas ante las formas extremas
de violencia organizada por el estado. Pero el conformismo no se limita a los sistemas
totalitarios. Los intelectuales suelen preferir adentrarse en investigaciones abstrusas,
llamando protesta a lo que el estado interpreta como aquiescencia.

Por ejemplo, el carácter autoritario del Imperio Alemán anterior a 1914 se reflejaba en
predilecciones por ese tipo de investigaciones por parte de su comunidad académica. El
estallido de la guerra produjo no sólo un resurgimiento patriótico, sino también un aumento
de la intolerancia hacia los ‘extranjeros’ nacionales y los disidentes. Pese a la República de
Weimar, los académicos alemanes permanecieron bajo el control de los conservadores
antirrepublicanos. Por otra parte, un judío converso como Victor Klemperer pudo finalmente
acceder a una cátedra, pero no sin encontrar resistencia. Paralelamente, los estudiantes
alemanes evolucionaron rápidamente hacia el extremismo político, el antisemitismo violento
y finalmente, el nazismo. Poco después de la “confiscación del poder” por Hitler, algunos
alemanes tan profundamente asimilados y patriotas como Klemperer – cuyo sorprendente
diario, I Will Bear Witness (1995), es un documento crucial sobre la traición de la clase
intelectual alemana- fueron destituidos. Ninguno de sus colegas protestó públicamente;
algunos expresaron su alegría. Pronto los académicos alemanes volvieron a su autoritarismo
y conformismo tradicionales, trabajando para el Führer y el Volksgemeinschaft y contra el
"judaísmo" (Judentum) y el bolchevismo. En cuanto a los que optaron por la emigración
interior, su oposición personal al régimen no encontró expresión pública y por lo tanto no
tuvo ningún efecto fuera de su propia conciencia individual (Herbert 1996: 29-130;
Weinreich 1999).

También en Japón, la crítica a las políticas imperiales fue un tema absolutamente tabú y el
legado de autoritarismo y conformismo persistió mucho tiempo después de la guerra,
impidiendo conocer los horrores perpetrados por el Ejército Imperial en Asia. Tanto en Japón
como en Alemania, fue necesario que hubiera algunos valientes no-conformistas, que llegara
la siguiente generación de intelectuales y que se produjera una presión exterior más fuerte
para reformar la comunidad académica y allanar el camino a una revisión del pasado
(Buruma 1995). Del mismo modo, la historiografía soviética moderna languideció durante
muchos años bajo los dictados del régimen y su ideología. Por el contrario, en Polonia, los
abundantes estudios históricos han venido reflejando su resistencia endémica al comunismo,
si bien su predilección nacionalista perpetuaba el prejuicio antisemita (Fitzpatrick 2000: 1-
14; Gross 2000). Pero incluso los sistemas políticos y académicos abiertos han sido víctimas
de prejuicios, autocensuras y silencio. Muchos intelectuales europeos tardaron mucho más de
lo que autorizaba la falta de pruebas en denunciar los crímenes de la Unión Soviética y en
analizar su propia complicidad en el encubrimiento de los horrores del estalinismo. Muchos
intelectuales estadounidenses no supieron enfrentarse al macartismo. Los intelectuales
franceses tuvieron que esperar a la obra del historiador Robert Paxton Vichy France (1972)
para asumir el colaboracionismo durante la ocupación alemana. Los intelectuales israelíes
que escribieron sobre la expulsión de los palestinos y las políticas expansionistas del Estado
de Israel, como Benny Morris e Ilan Pappé, sufrieron la marginación académica e
institucional. Es decir, no se necesitan presiones abiertas del estado ni cárceles secretas para
producir el tipo de autocensura patriótica que tan a menudo ha suprimido la opinión no
conformista.

El estudio de la violencia extrema ha estado muy influido por los individuos que fueron ellos
mismos sometidos a atrocidades o se consideran a sí mismos responsables de mantener viva
la memoria. Desde luego, el que los crímenes cometidos por el estado salgan a la luz depende
con frecuencia de la capacidad de los supervivientes de contar su experiencia. Así por
ejemplo, la historiografía sobre el genocidio de los judíos es mucho mayor que la de los
asesinatos en masa de los gitanos y de los retrasados mentales. Esto a su vez, también tiene
que ver con las políticas y los sentimientos hostiles a los gitanos que han perdurado en
muchos países europeos, o con las políticas de higiene social que persistían en algunos
estados bastante después de 1945. También hay que recordar que hasta el decenio de 1980, el
Holocausto no era un tema de estudio importante, bien porque los judíos temían exagerar su
condición de víctimas o porque las sociedades estaban demasiado preocupadas con su
situación para preocuparse por una minoría sobre la cual seguían pesando los prejuicios de
siempre (Wieviorka 1992; Novick 1999).

Estudiantes de medicina parisinos protestan contra la “invasión foránea”, en febrero de 1935.


Roger-Viollet

Las relaciones de los intelectuales a escala individual con los crímenes organizados por el
estado también se pueden ver en la escasez de investigación de los intelectuales turcos sobre
el genocidio armenio. Turquía no reconoce el genocidio y presiona a otros países,
instituciones e individuos que desean divulgarlo, investigar sobre él o conmemorarlo
(Hovannisian 1999). Ciertamente, la mayoría de las obras sobre la masacre son de autores
armenios. Por el contrario, en los casos de los genocidios ruandés y camboyano, casi todos
los estudios significativos han sido escritos por periodistas e intelectuales extranjeros, debido
en gran medida a las condiciones políticas de inestabilidad de estos países. Japón, igual que
Turquía, ha resistido a las presiones para asumir sus crímenes en Asia por dos razones: por
cultivar su imagen de víctima de la bomba atómica, y porque la República Popular de China
prefiere estar en buenas relaciones con el gigante económico que es su vecino del este (Fogel
2000). Pero en este caso, unos cuantos valientes escritores japoneses se dedicaron a descubrir
los horrores de la guerra del Japón, ayudados últimamente por la masiva divulgación pública
de estos crímenes llevada a cabo por Iris Chang en su obra The Rape of Nanking (1997). En
este contexto, cabe preguntarse si los intelectuales que fueron sometidos, o sometieron a
otros, a la violencia extrema entienden mejor el fenómeno o están demasiado condicionados
para ofrecer una información equilibrada y objetiva. Ian Kershaw, autor de la última
biografía de Hitler, afirmaba en una entrevista publicada en el popular semanario alemán Der
Spiegel que por no haber tenido nada que ver con el nazismo podía evaluar a Hitler y al
Tercer Reich con más imparcialidad (nº 34, 21 de agosto de 2000). Sin embargo, los
primeros y prominentes historiadores británicos del Tercer Reich, como John Wheeler-
Bennett, Hugh Trevor-Roper o Allan Bullock habían tenido de hecho una estrecha
coincidencia con el nazismo. Del mismo modo, el análisis más penetrante de la Francia de
entreguerras y de la debacle de 1940, Strange Defeat, fue escrito durante la Ocupación por el
historiador Marc Bloch, activo protagonista, poco antes de ser ejecutado por los alemanes.
Algunos de los primeros trabajos más importantes sobre los campos de concentración nazis
fueron escritos por antiguos prisioneros o por emigrantes recientes como Eugen Kogon y
Raul Hilberg, pese a las advertencias de que los temas como el Holocausto no ofrecían
buenas perspectivas profesionales, como cuenta éste último (Hilberg 1996: 65-66).

La experiencia de la violencia extrema también puede llevar a la supresión o a la distorsión


de los hechos. Los intelectuales alemanes que sirvieron en la Wehrmacht eran reacios a
admitir los crímenes perpetrados por los soldados u ordenados por los jefes, y a menudo les
ha parecido imposible escribir la historia de las víctimas del nazismo (Bartov 1997). Los
veteranos de la Resistencia francesa eran igualmente reacios a admitir la contribución de los
extranjeros y de los judíos, y tendían a exagerar el impacto general que tuvo la Resistencia en
la ocupación alemana (Cohen 1993: 359-397). La adaptación masiva que caracterizó las
actitudes públicas francesas, no menos que las de los intelectuales y académicos, ha sido
objeto de escasa atención por parte de los académicos e intelectuales contemporáneos, al
menos hasta el importante estudio del historiador suizo Philippe Burrin, France under the
Germans (1995). Cuando uno mismo escribe su propia historia, no suele quedar mal.

Para algunos, la involucración personal en la historia aumenta en realidad a medida que se


hacen mayores. El historiador alemán Andreas Hillgruber terminó su distinguida carrera con
el controvertido ensayo Zweierlei Untergang (1986), en el que defendía que sus colegas
debían identificarse con el sino trágico de los soldados de la Wehrmacht y los oficiales
subalternos nazis que defendieron a los inocentes civiles alemanes de lo que llamó la ‘orgía
de la revancha’ del Ejército Rojo invasor a finales de 1944. Ernst Nolte, antiguo oficial
Panzer y estudioso influyente del fascismo, insistía, a mediados del decenio de 1980, en que
los campos de concentración nazis, ideados a imagen y semejanza del Gulag soviético y
como reacción de temor ante éste, sólo se diferenciaban por la introducción de la cámara de
gas. Continuaba ratificando la lógica de los llamados "internamientos" de los judíos alemanes
como reacción a la declaración de Chaim Weizmann, Presidente de la Organización Sionista
Mundial, en septiembre de 1939, según la cual los judíos atacarían al Tercer Reich (Nolte
1993: 8, 13-14, 21-22). Estos sentimientos no se pueden aislar de las experiencias juveniles
de estos autores y su internalización de los puntos de vista nazis.

También puede ocurrir que se produzca una intensa involucración personal al cabo de cierta
distancia generacional. Daniel Jonah Goldhagen en Hitler’s Willing Executioners (1996) y
Norman Finkelstein en The Holocaust Industry (2000) se han sentido ultrajados moralmente
por ser hijos de supervivientes del Holocausto. Esta genealogía también expone sus
argumentos, ya sean anti-alemanes o anti-judíos, con mayor tolerancia y divulgación pública.
Ningún joven intelectual alemán afirmaría tranquilamente que todos los alemanes fueron
verdugos voluntarios, o relacionaría las reclamaciones de indemnización con una supuesta
conspiración judía para beneficiarse de una industria del Holocausto a escala mundial.
Ejemplos más alentadores de un compromiso de segunda generación son las narraciones de
Iris Chang y Honda Katsuichi sobre la masacre de los Nanjing. Chang, en su calidad de
china-americana, pretende reconstruir la atrocidad a la que su familia había sobrevivido a
duras penas. Su libro es, pues, una recuperación de identidad y una reconstrucción de un
lamentable episodio apenas conocido en Occidente. Su involucración personal, empatía, y
rabia, llegó a un gran público. The Rape of Nanjing puede no haber sido ‘el Holocausto
olvidado de la Segunda Guerra Mundial’, como reza el subtítulo de su libro, pero fue una
atrocidad masiva cuya memoria pública fue ampliamente destruida. Honda, que era un
adolescente durante la guerra, pasó decenios entrevistando a supervivientes chinos
completamente olvidados por su propio gobierno y por los japoneses. También para él, es un
acto personal de compromiso extraordinario: un hijo de la nación culpable grabando
meticulosamente el recuerdo de sus víctimas. Su libro, The Nanjing Massacre: A Japanese
Journalist Confronts Japan’s National Shame (1999, 1997 en japonés) es un ejercicio de
auto-incriminación, restitución, y recuperación, devolviendo a los supervivientes la historia
que les fue arrebatada junto con la vida de sus familiares. A diferencia de la mayoría de los
intelectuales alemanes que escriben sobre el Holocausto, Honda no reconstruye la historia
oficial de la atrocidad basándose en los documentos de los ejecutores, sino en la narración
que hacen las víctimas de su experiencia tal y como la recuerdan. En este sentido, su obra es
parecida a la extraordinaria película de Lanzmann, Shoah (1985).

En cierto modo, esta historia es también un ejercicio de conmemoración y reparación, pero


esto sólo puede lograrlo gracias a que su objetivo primero es hacer una reconstrucción
precisa de acontecimientos y experiencias. Por supuesto, estas obras son también una llamada
a la justicia y un aviso contra la impunidad. Dentro de sus posibilidades, rechazan los tabúes
de su profesión y el consenso y la apología nacionales, mostrando así la índole moral y el
valor de sus autores. En este sentido, también se proponen compensar de algún modo un
siglo de complicidad de los intelectuales en todas las formas de violencia extrema.

Conclusión: El terrorismo moderno y los intelectuales

A modo de conclusión, me gustaría hacer algunas observaciones sobre la repercusión que han
tenido los recientes ataques terroristas contra Estados Unidos en las relaciones entre la
violencia extrema y la comunidad de intelectuales. Como he venido afirmando, en el siglo
pasado, los intelectuales han apoyado con frecuencia la violencia de estado, y han tenido
dificultades en admitir retrospectivamente su complicidad. Importantes excepciones son la
amplia reacción pacifista a la Primera Guerra Mundial y la política de pacificación en Francia
e Inglaterra, la oposición a la guerra de Argelia y la oposición a la guerra de Vietnam.
Especialmente ésta última ha forjado la conciencia de toda una generación, sobre todo en
Estados Unidos, cuyos miembros ocupan en la actualidad puestos de poder e influencia. El
mayor conocimiento de la complicidad pasada también ha influido en las opiniones de la
gente sobre su función en la política contemporánea. Los ataques del 11 de septiembre
alteraron este reciente consenso. La reacción de una gran parte de la academia y la
intelectualidad estadounidense y, según parece, también de significantes sectores de sus
colegas europeos, ha sido una mezcla de horror y de gran urgencia por relacionar la masacre
con los crímenes pasados de Occidente, a fin de facilitar el mantenimiento del antiguo
consenso y oponerse a una violenta reacción del estado al terrorismo anónimo y escurridizo.

Lo que parece especialmente inquietante es que, aunque este ataque provenía de lo que por
todos los informes es una organización internacional débil y dispersa que no puede ser
fácilmente identificada con ningún estado, parece al mismo tiempo tener la voluntad y,
posiblemente, también los medios, de llevar a cabo acciones de destrucción de masas. Que
esta organización y sus simpatizantes empleen la retórica de la expiación por los crímenes de
Occidente, de sobra conocidos por los intelectuales occidentales, pero mezclada con
argumentos teológicos y apocalípticos que proceden de un universo intelectual
completamente distinto, agrava más la confusión. La oposición a la guerra y los sentimientos
de culpabilidad por las pasadas y presentes políticas capitalistas y poscoloniales en el Tercer
Mundo se han convertido ahora en el mantra de los académicos e intelectuales occidentales.
Ahora hay que afrontar la necesidad de, por una parte, emplear la guerra para combatir el
terrorismo y, por otra, efectuar cambios reales en las políticas de las que Occidente (y sus
académicos e intelectuales) se ha beneficiado durante más de un siglo. La violencia,
considerada intrínsecamente perversa por emplearse normalmente por los fuertes contra los
débiles y causar víctimas entre los inocentes en vez de hacerlo entre los culpables, viene
ahora de las regiones más pobres y desfavorecidas del mundo. Reaccionar de manera efectiva
requiere una revolución en la forma de considerar el uso de la fuerza y en la política
económica en el extranjero, además de los cambios interiores que ello acarree.

¿Podemos esperar que nuestra propia comunidad reaccione con prudencia y a la vez con
decisión? A juzgar por la reluctancia de los que se opusieron al bombardeo de Yugoslavia
durante la limpieza étnica de Kosovo a cargo de los serbios, a admitir incluso hoy que
estaban equivocados, que esta acción militar evitó un crimen de proporciones masivas y
produjo la caída de Slobodan Miloševiü, no estoy seguro de que la respuesta sea afirmativa.
Por otra parte, los acontecimientos de Yugoslavia no suponían una amenaza inmediata para
el resto del mundo, pero hubo crímenes contra la humanidad que todas las naciones están
legalmente obligadas a tratar de impedir. Pero aunque el bombardeo de las torres gemelas de
la ciudad de Nueva York fue también un crimen contra la humanidad, es difícil para nosotros
(y para casi todo el resto del mundo) considerar a Estados Unidos como víctima de la
violencia de masas en vez de como su ejecutor. El apoyo a la represalia llevada a cabo por un
superpoder ¿supone la complicidad final en crímenes de masas?

Dicho esto, admito estar asombrado ante la falta de resolución de los académicos e
intelectuales, su confusión de ideas y su desesperado deseo de volver atrás, a los modos
complacientes de conducta y pensamiento que fueron tan brutalmente destrozados el 11 de
Septiembre. Este es el resultado, tanto de la antigua incapacidad para reconocer en dónde
reside la responsabilidad moral en tiempo de crisis, como de un mal arreglo de cuentas con
ese pasado. En parte también, esta reacción denota una incapacidad para reconocer que la
acción de fuerza contra los criminales no contradice, sino que apoya, la rectificación de los
errores que están en las raíces del terrorismo. Es lamentable comprobar la falta de visión y la
pobreza de los análisis de aquéllos a quienes se paga por emplear su cerebro, y la debilidad
de los argumentos morales que aportan los que supuestamente tenían que ofrecer una guía
moral. Lo que tenemos que aprender de un siglo de complicidad en el mal por parte de los
intelectuales no es que tenemos que oponernos siempre a la violencia, sino que debemos ser
capaces de saber – mejor que otros – si es preciso emplear la fuerza y cuándo, contra los que
buscan nuestra destrucción, y a continuación tenemos que explicar con toda la elocuencia
posible, por qué es legítimo ese uso de la fuerza. Tenemos que distinguir entre el uso de la
violencia para acabar con los crímenes contra la humanidad y la violencia que intenta destruir
el concepto de humanidad compartida. Debemos insistir también en que el mundo que emerja
de esta confrontación sea un mundo en el que todos prefieran y puedan formar parte de la
humanidad en vez de quedarse fuera de ella. Porque los que queden fuera hoy serán los
terroristas suicidas del mañana.
Traducido del inglés
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El trabajo con objetos detestables: Algunas cuestiones
epistemológicas y morales en juego

Paul Zawadzki

Nota biográfica

El autor es catedrático de la Universidad París 1, Departamento de


Ciencias Políticas, 17 rue de la Sorbonne, 75231 París CEDEX 05,
donde da clases de Filosofía Política y Ciencias Sociales. Sus
investigaciones se refieren, entre otras, a las cuestiones del tiempo, el
nacionalismo, el antisemitismo y las religiones seculares.
Recientemente dirigió Malaise dans la temporalité, París, 2002.
Email: Paul.zawadzki@free.fr

En una carta citada por Michèle-Irène Brudny en su presentación de Eichmann à Jérusalem,


el historiador del antisemitismo Léon Poliakov nos dirige una interpelación lacónica: “Quizá
a quien quiera que fuera le resultaría imposible escribir de manera totalmente satisfactoria
sobre estas cuestiones, debido a la distinción entre ciencia (en este caso histórica) y ética que
se observa en la actualidad en tantas esferas” (citado en Brudny 1997, XXVII). La
observación, que invita a la reflexión, puede entenderse en la perspectiva de una crítica del
positivismo de las ciencias sociales cuando, preocupadas por la ingeniería social, olvidan
plantear la cuestión del sentido y de la finalidad de los conocimientos que producen
(Habermas 1973). Nos lleva en todo caso a hacernos preguntas fundamentales.

¿Qué hacemos cuando nos ocupamos como “sabios” de objetos que no nos gustan y que
suscitan en nosotros la indignación, la repulsión, el miedo, el asco, en resumen de objetos
que consideramos detestables? ¿Por qué dedicar tanta energía a analizar objetos que nos
horrorizan? ¿Por qué dedicar tanto tiempo a leer folletos abominables escritos por personas
que detestamos, a escuchar relatos de barbarie, a examinar dinámicas de destrucción cuando
la historia ofrece tantas obras de cultura sobre las que, en cuanto universitarios, tenemos la
obligación de hablar si queremos que esta cultura siga viva?

Cuando nos dedicamos a la cultura del Renacimiento, aportamos una nueva interpretación de
Kant o llegamos a descifrar el universo simbólico de una aldea africana, el objteo posee
inmediatamente un valor, que el investigador y eventualmente la comunidad científica
consideran como universal. Este objeto depende de la cultura y el trabajo que se le consagra
contribuye a que el mundo sea más significativo, más interesante, en resumen más habitable.
Se aporta una significación más al mundo de las significaciones. Se le da a conocer con el
afán de compartir, de transmitir en el tiempo, de hacer perdurar algo estimable que tiene
sentido y valor. En cambio, cuando se trabaja con un objeto que no sólo no tiene ningún
valor para nosotros, sino que se sitúa del lado de la muerte, ya no se trabaja con el mismo
enfoque o con el mismo interés por el conocimiento. En el primer caso, se siente el anhelo
de dar vida a un objeto que tiene valor y de transmitirlo. En el segundo, de una manera más
o menos explícita, se piensa en el deber inexcusable de que “eso no se repita nunca”. Se
pedirá a los estudiantes que aprendan el desarrollo de una obra, no el de un pogromo.
Si el objeto no tiene valor, ¿por qué consagrarle tanto tiempo y tantas páginas? ¿No es
paradójico? Como universitarios, contribuimos a dar sentido al mundo. Cuando trabajamos
con cosas que no nos gustan, las transformamos necesariamente en objetos, las
documentamos. Contribuimos también, por consiguiente, a darles un poco más de vida en la
cultura histórica. ¿No es problemático que haya más personas que conozcan a Hitler y Stalin
que a Karl Jaspers y Ernst Cassirer por citar sólo a dos autores ilustres del siglo XX? Los
dos primeros ni siquiera necesitan un nombre de pila y han pasado a ser adjetivos. Nada hay
más inquietante en la herencia atormentada del siglo XX que los nombres de los tiranos no se
hayan borrado “para siempre jamas”. Al contrario. Como símbolo o caricatura, parecen muy
vivos en las conciencias de las sociedades europeas y a menudo mucho más presentes que los
grandes nombres de la cultura.

Eso es sin duda inevitable y necesario, en particular si se siente uno deudor con respecto a los
muertos. Como lo ha escrito Paul Ricoeur, “la historiografía está obligada a volver a su
relación de deuda con respecto a los hombres del pasado. En determinadas circunstancias,
sobre todo cuando el historiador se enfrenta con el horror, figura límite de la historia de las
víctimas, la relación de deuda se transforma en el deber de no olvidar” (Ricoeur 1996, 194).
Sin embargo, de manera igualmente inevitable las preguntas persisten. ¿Por qué parece hoy
el horror tan pertinente para nuestras conciencias históricas? ¿Cómo interpretar el hecho de
que se considera que no ha sucedido nada cuando el diario televisivo no anuncia ninguna
catástrofe? En cierto sentido, ¿la empatía o la compasión de los unos no sería tan enigmática
como la crueldad de los otros? ¿Nos ofrecería el infierno secular del siglo XX puntos de
referencia absolutos en el momento en el que las certidumbres del bien se borran? Mas, ¿en
qué podrían estas situaciones extremas aportarnos una brújula moral a nuestras existencias
apacibles? ¿Sólo habría memoria de la desgracia, de la que estarían desprovistos los pueblos
felices? ¿Nos daría el horror acceso a la idea de algo sublime o de algo sagrado negativo?
Sin evocar siquiera la atracción por el horror, que no es rara entre los intelectuales, una parte
de ambivalencia que los investigadores mantienen a veces con los objetos detestables entra
sin duda en juego aquí.

Por supuesto, si se trabaja con objetos detestables, no es a pesar de que no tienen valor, sino
precisamente porque son objetos de muerte y sólo existen, como objetos de estudio, porque
nos molestan moralmente. Han ocurrido de hecho pero no deberían haber ocurrido. En
consecuencia, se nos dan directamente a partir de un juicio moral. Se debe decir en este caso,
según la célebre distinción de Max Weber, a partir de una relación con los valores o a partir
de un juicio de un valor? Decir que existen como objetos de investigación porque son
detestables es reconocer que están constituidos por el gesto de indignación o el sobresalto
moral ante lo que parece desde ahora como inaceptable. El mejor ejemplo lo constituye el
antisemitismo, que se ha convertido en objeto de investigaciones universitarias a partir de la
experiencia del nacismo. Lo mismo cabe decir del racismo, del sexismo o más recientemente
de formas de violencia más insidiosas que reflejan cada vez la aparición de un problema
nuevo para las conciencias. Algunas cosas que antes parecían naturales se han
progresivamente desnaturalizado, cuestionado y problematizado, porque se enfrentan ahora a
nuestro sentido moral.

Como el objeto no tiene ningún valor a los ojos del que lo detesta, el objetivo de la
investigación está en otra parte. ¿Se puede evitar en este caso una definición del
conocimiento así producido que no tenga más sentido en fin de cuentas que ser práctico?
Salvo si la investigación se efectúa al más alto grado de universalidad (por ejemplo, las
invariantes antropológicas como el horror que nos revela una de sus dimensiones), la
investigación es en este caso un medio con miras a lograr otra cosa. Durante mucho tiempo
se rechazarían esos objetivos prácticos, políticos y morales, en los que se aúnan la deuda con
los muertos, la necesidad de designar, en particular lo que se rechazó u ocultó, de calmar
nuestras angustias, de hacer justicia a las víctimas, eventualmente ante los tribunales, de
sacar las lecciones de la historia o de deslegitimar a un régimen político, de contribuir a
acabar con el horror presente o futuro...

En todos estos casos la investigación se otorga la dilucidación como medio con respecto a
cierta práctica. Reaparece así la fe de Dukheim cuando en el prólogo de De la division du
travail social manifestaba su afán de mejorar la realidad, considerando “que nuestras
investigaciones no merecen una hora de esfuerzo si sólo fueran a tener un interés
especulativo”. Mas contrariamente al positivismo miope, que querría que “la estupidez en la
esfera moral sea la condición necesaria del análisis científico” (Strauss 1992, 24), la cuestión
del deber ser se plantea a la vez al principio y al final de la investigación. Los conocimientos
producidos se refieren a lo que ha sucedido pero no debería haber sucedido habida cuenta de
un mundo tal como debería ser en el futuro.

Partiendo de ahí, el problema se desplaza. Al dejar de lado la cuestión, no obstante


apasionante, del por qué, habrá que preguntarse cómo es posible trabajar con objetos
detestables sin que queden abolidas las condiciones de posibilidad del juicio moral. No se
trata de reflexionar sobre los diferentes sesgos que amenazan clásicamente la objetividad
científica, sino en explicar en forma de interrogatorio algunas de las apuestas éticas que se
perfilan a través de las opciones de método o de epistemología. Debido a la brevedad del
propósito, estas preguntas se construyen aquí de manera esquemática, por medio de algunas
oposiciones ciertamente demasiado rígidas. Se abordarán en tres planos: el de la relación
con la historia, o más exactamente con la particularidad histórica, el de la explicación
histórica y, por último, el de la comprensión.

El imperativo de la singularidad

Producir conocimientos sobre el pasado para transformar la sociedad en el futuro es en el


fondo la descripción del funcionamiento de la conciencia histórica. La invención de la
conciencia histórica está, en efecto, vinculada al desbloqueo del futuro y al vaivén
futurocéntrico de la modernidad. En sociedades ahora conscientes de autoproducirse en el
tiempo, suministra un saber movilizado por las ideologías de cara a un proyecto político de
transformación social. Cuando uno se fija como meta, directa o indirecta, la producción de
conocimientos útiles para la comprensión de la política y la acción, se termina por
encontrarse en la situación de Maquiavelo que afrontó precisamente la cuestión del mal en
política y que generalizó el uso de la historiografía como el arte del asesoramiento.
(Ménissier, 2001). Como se trata de actuar en el mundo tal como es, o dicho de otro modo
en la historia, y la historia humana representa un desenvolvimiento único de acontecimientos
singulares, se está inevitablemente vinculado a la contingencia. Tenemos que asumir este
imperativo de la singularidad que se esfuerzan por captar las ciencias empíricas de la
actividad que son las ciencias históricas o sociales.

La intención explícita, ya sea cognoscitiva, política o moral, supone una etapa previa crucial:
ante todo, conocer (o reconocer) los hechos, relatar el acontecimiento, decir lo que ha
sucedido realmente. Algunos historiadores han concebido así su vocación. Pierre Vidal-
Naquet describe así la constitución del Comité Audin, al que dio nombre el joven matemático
de la Facultad de Ciencias de Argel desaparecido en junio de 1957. “Había que crear ese
comité precisamente porque estaba muerto, porque se trataba de un crimen sin cadáver.
Procuré combatir la guerra y la tortura en Argelia desempeñando mi oficio de historiador:
estudiando los documentos, dejando constancia de los hechos, señalando las contradicciones.
En el Affaire Audin, mi primer libro que se publicó en las Editions de Minuit en mayo de
1958, exigí que figurara un poco ridículamente mi título de catedrático de historia para
acentuar que se trataba de un trabajo profesional...” (Vidal-Naquet 1987, 110). Advirtamos
de paso que, incluso cuando se trabaja de manera microhistórica para fijar los hechos con
miras a facilitar el (re)conocimiento de las víctimas, se recupera una de las dimensiones del
futuro de que se trataba: esta es una manera más de esperar poner fin a la relación traumática
con el tiempo de los supervivientes y de abrir un nuevo porvenir.

Todo esto es trivial, pero si insistimos en el nivel de singularización del conocimiento, sólo
es para evocar la dificultad, moral y cognoscitiva, con que se tropieza cuando, para ganar en
profundidad, se pone empeño en movilizar perspectivas universalizadoras. Es posible, en
efecto, pretender que en los mecanismos que participan en la violencia extrema interviene lo
universal, lo universalmente humano. Que se trata, en resumidas cuentas, de la universalidad
humana de lo inhumano, sobre la que los filósofos clásicos nos habían ya dado bastante
información. Mas imaginemos la propuesta siguiente: en cada uno de nosotros habría un
racista que dormita. De ello se deduce el racionamiento siguiente: la actitud psicosocial que
sirve de base al racismo es el etnocentrismo, pero ahora bien, según Claude Lévi Strauss, el
etnocentrismo es universal. Como el racismo está fundado en el etnocentrismo y el
etnocentrismo es universal, todos y cada uno de nosotros seríamos potencialmente racistas.
La dificultad resulta evidente: no avanzaríamos mucho sin la necesaria conexión entre el
nivel de la universalidad (antropológica, psíquica...) y el de la singularidad histórica y
política en la que se potencializa lo que estaba latente.

A falta de una conexión satisfactoria, se corren dos peligros.

En el plano cognoscitivo, el de una desproblematización del fenómeno: si el racismo fuera


universal, participaría de la naturaleza del ser humano. La cuestión del deber ser quedaría en
ese caso neutralizada por naturalización de lo que es. Circulen, no hay nada que ver, es la
naturaleza del hombre la que habla. En el plano moral, nos encaminaríamos hacia la
reabsorción de la responsabilidad en la culpabilidad universal potencial. Hubo un tiempo en
que queríamos ser judíos alemanes. Ahora estaríamos todos en la trivialidad del mal.

Sin embargo, existe una dificultad simétrica. Imaginemos que se renuncia a subsumir los
fenómenos en lo universal, pero que en sentido inverso se da un carácter absoluto al
imperativo de la singularidad sin intentar nunca elevarse hacia lo universal por medio de la
reflexión. Si se concibe la historia como una pura singularidad y se impugna la existencia de
algo como lo transhistórico, será posible consagrarse al primer trabajo indispensable de
establecimiento de los hechos. Pero se llegará rápidamente a un callejón sin salida si a lo que
se aspiraba era a comprender para que esto no se reproduzca. Porque, si se deja de lado la
necesidad o el imperativo de la memoria, ¿para qué serviría el conocimiento histórico de una
experiencia de la desgracia concebida como pura singularidad y de la que tendríamos la
certidumbre de que no es reproducible?

El imperativo del “eso nunca jamás” estaría en este caso desprovisto de sentido, ya que decir
“esto nunca jamás” es servirse del temor de que “eso” recomience. Como en la eurística del
miedo, es suponer teóricamente que “eso” puede reproducirse. Dar un carácter absoluto a la
exigencia singularizadora del realismo histórico imposibilitaría extraer la mínima lección de
la historia.; sería incluso imposible determinar la validez ejemplar de un acontecimiento
(Revault d’Allones 1995, 17).

Al no poder desenvolver más este punto sin entrar en el espinoso debate sobre la legitimidad
de las comparaciones, nos limitaremos a sugerir que de una singularidad irreductible no se
está nunca obligado a sacar la consecuencia de una incomparabilidad absoluta (Bensussan,
1995). Pero ahora que hemos asentado el pie en el continente de las ciencias históricas,
tenemos que abordar cierto número de cuestiones relativas a la explicación histórica.

La explicación histórica

Si existe una controversia antigua y esencial en las ciencias humanas, desde J. G. Droysen y
W. Dilthey, es la que opone la explicación a la comprensión (Aron, 1989; Apel, 2000). A
riesgo de parecer escolástico, partamos de la distinción clásica entre el modelo de Hempel y
el modelo de Dray, que constituye la segunda etapa de la polémica. En el modelo de
Hempel, el de la explicación en el sentido propio del término, sólo hay una explicación
científica en la medida en que la conexión entre acontecimientos singulares puede deducirse
de una ley (que aspira a ser universal o secuencial), o de una proposición general. En este
modelo el conocimiento histórico no difiere por su naturaleza del conocimiento científico. Si
nos atenemos de manera rigurosa al plan deductivo de la explicación, para describir lo que
hace un protagonista histórico, se debe poder determinar las causas de su acción, siguiendo el
modelo de la proposición siguiente: cada vez que hay A se producirá B. Esas causas se
sitúan al exterior como en la explicación durkheimiana en la que el hecho social se impone al
individuo y le coacciona.

Es cierto que en la práctica este modelo de la invariancia causal se enmienda de múltiples


maneras. En lugar de leyes explicativas se introducen generalidades, en lugar de
proposiciones generales, se contenta uno con proposiciones probabilistas o predisposiciones.
Como escribe con sentido del humor Pierre Manent “lo que la literatura llamada
“sociológica” ofrece muy a menudo son “causas” que no producen verdaderamente un
efecto, o no necesariamente, y en todo caso no solas, sino únicamente con una gran cantidad
de condiciones, causas anexas, suplementarias y complementarias” (Manent 1997,87). Lo
cual quiere decir que si se estudian los hechos humanos como se estudia la naturaleza, se
procura poner de manifiesto no proyectos o intenciones que dependen de la subjetividad, sino
vínculos de causalidad que determinan los fenómenos históricos. Aplicado a las violencias
extremas, este modelo suscita toda una serie de problemas acuciantes.

En el plano cognoscitivo, por mucho que se adicionen las causas, no se logra nunca suprimir
el paso al acto violento. Volveremos sobre ello. Ningún genocidio se deja subsumir en sus
causas. Desde esta perspectiva, Hannah Arendt estimaba que, en la esfera de las ciencias
históricas, la causalidad sólo es una categoría totalmente desplazada y fuente de distorsión.
No sólo la significación auténtica de todo acontecimiento supera siempre todas las “causas”
pasadas que se le pueden asignar (basta con pensar en la absurda disparidad entre “causa” y
“efecto” en un acontecimiento como la Primera Guerra Mundial), pero el propio pasado sólo
se produce con el acontecimiento en cuestión. [...] El acontecimiento aclara su propio
pasado, no se podría deducir de él” (Arendt 1990, 54-55). O como lo escribe a propósito del
antisemitismo, ¿cómo “deducir a partir de precedentes lo que no tiene precedentes”? (Arendt
1973, 16)
En el plano moral, si se considera que actúan inducidos por fuerzas que los controlan, los
individuos no son sujetos sino objetos. Si son objetos, no son responsables. A un individuo
determinado, heterónomo, más pasivo que activo, no se le podrá reprochar que haya
cometido lo que ha cometido. Dicho de otro modo, si los hechos subjetivos de los hombres
en su cultura se entienden como cosas o como hechos objetivos de la naturaleza, se pierde
interés por la estructura intencional de la acción. Uno se limita a poner de manifiesto la
existencia de lazos de necesidad que determinan los actos.

Maqueta para el escenario de la obra de Ernst Toller Die Wandlung (La transformación), creada en 1919.
Theatermuseum des Instituts für Theaterwissenschaft, Colonia / fotografía de Karl Arendt DR

Ahora bien, el acto moral presupone por el contrario la libertad. Esta antinomia de la
necesidad y la libertad, la conocemos corrientemente: una persona afectada por la locura no
es responsable de sus actos y si los crímenes pasionales son poco castigados es porque se
supone que sus autores no eran sujetos de sus actos, sino más bien objetos heterónomos de
sus pasiones. Su gesto se explica por el contexto, psíquico o social. Análogamente, para
utilizar un ejemplo de Isaiah Berlin, si se sabe que un robo fue cometido por un cleptómano,
se tendrá más interés en cuidarle que en entablar contra él un proceso (Berlín 1954). La
necesidad histórica puesta de manifiesto por la explicación causal anula, por consiguiente, la
posibilidad misma de pensar en la responsabilidad. Mas exactamente, se asume el riesgo de
una disolución del deber ser y de la responsabilidad en las causas, por lo menos
contradictoria con los objetivos de la investigación relativa a los objetos detestables.

En el plano político, por último, la teoría de la causalidad desemboca fácilmente en la


justificación de lo inaceptable. Nos falta espacio para analizar los estragos del sociologismo
en política tal como prescribe la antigua complacencia de los intelectuales (fascistas o
críticos) con respecto a la violencia, en particular la de los “condenados de la tierra” o
“dominados”. Es de esta “perversión del intelecto” que consistía en disolver el acto terrorista
en su contexto de la que trataba Monique Canto-Sperber al día siguiente de los atentados del
11 de septiembre. Insistía en particular en que “ninguna explicación por medio de las causas
sociales o psicológicas ni ninguna explicación por el objetivo podía modificar la calificación
moral de lo que constituye el acto de linchamiento o de matar” (Canto-Sperber 2001).

Otro ejemplo nos lo aportan las tomas de posición, en el debate público, del historiador Ernst
Nolte, alumno y discípulo de Heidegger, que desencadenaron en Alemania la “controversia
de los historiadores” (Historiker Streit). A partir de su concepción inicial del fascismo como
antimarxismo (Nolte 1963), éste parece introducir un vínculo de causalidad entre los dos
totalitarismos, constituyendo el nacismo una respuesta al estalinismo: “¿El archipiélago de
Goulag” no es más original que Auschwitz? ¿El “asesinato por motivos de clase” perpetrado
por los bolcheviques no es el precedente lógico y fáctico del “asesinato por motivos de raza”
perpetrado por los nacis?” (Nolte 1986, 33). La argumentación de Nolte establece una
relación de causa a efecto en la que “el exterminio de los judíos perpetrado en el III Reich
fue una reacción, una copia deformada, y no un estreno o un original” (Nolte 1980, 21). Esta
relación de causa a efecto se eleva del nacismo al bolchevismo apuntando así a una lógica de
regresión causal al infinito. La responsabilidad política se disuelve de este modo en la
causalidad histórica de la larga cadena de los procedentes fácticos.

Se plantea una última cuestión relacionada esta vez con la filosofía de la historia. Nolte
insiste, en efecto, en la existencia de un “núcleo racional” del antisemitismo alemán (Nolte
1996, 75) sirviéndose de la polisemia del término: ¿se trata de una racionalidad weberiana
subjetiva que no es la de los agentes que la sociología comprensiva tiene por finalidad poner
de manifiesto? O bien, al plantear la identidad total de lo real y de lo racional, ¿se trata de
una razón hegeliana, la que guía a la historia de la humanidad y le confiere su inteligibilidad?
Si el antisemitismo naci era a la vez racional y necesario, al estar determinado por una causa,
sería un destino. ¿Cuáles serían las conclusiones lógicas de un estudio que interpretara el
antisemitismo del pasado como fatalidad o destino? Carecemos de espacio para llevar
adelante esta reflexión que vuelve a tropezar con el problema del historicismo y del
sociologismo: la historia se entiende aquí como un movimiento irresistible que se impone de
manera implacable a los individuos (Aron 1973, 229). Baste con recordar la reflexión sobre
la violencia de Eric Weil: “la teoría trágica de la historia - si es una teoría - desemboca en la
justificación de lo trágico en la historica” (Weil 1961, 249)

¿Entender?

Para evitar lo que Aron denominaba la ilusión retrospectiva de la fatalidad, es tentador fijar la
atención en el otro modelo, el de la comprensión. Como se sabe, la distinción entre explicar
y comprender fue establecida por J. G. Droysen y luego por W. Dilthey, y retomada después
de manera diferente por K. Jaspers, M. Weber, o más recientemente por W. Dray. Este
modelo ahonda el foso entre la explicación histórica y la explicación científica y nos
introduce en el universo de la explicación teleológica (por los fines). Según la explicación
comprensiva, un acontecimiento se explica cuando resulta inteligible por referencia a la
intencionalidad y al sentido contemplado por el agente.

Aunque normalmente se considera que “entender es justificar”, lógicamente es lo inverso lo


que se debería producir puesto que la explicación comprensiva no es determinista. Al
escapar al determinismo de la relación causal, preserva la posibilidad del juicio. Parece, por
tanto, más compatible con el anhelo moral del que trabaja con objetos detestables puesto que
su epistemiología reserva un sitio a la libertad. En Grundriss der Historik (párr. 37), J. G.
Droysen argumentaba ya de la manera siguiente: “El objetivo de la investigación histórica
no es explicar, es decir, deducir lo que es posterior a partir de lo que es anterior, o los
fenómenos a partir de leyes, como algo necesario, como simples efectos y desarrollos. Si la
necesidad lógica de lo que es posterior residía en lo que es anterior, en lugar del mundo
moral solo existiría un elemento análogo de la materia eterna y del proceso material. Si la
vida histórica no fuera más que la simple reproducción de lo que siempre permanece
semejante, no tendría libertad ni responsabilidad ni contenido moral sino que sería puramente
orgánica (citado por Appel 2000, 13). De igual manera, al fundar las ciencias del espíritu en
principios epistemológicos distintos de las ciencias de la naturaleza Dilthey señalaba que su
autonomización estaba vinculada al hecho de que los seres humanos se verifican en su
libertad (Dilthey 1992, 159). En un primer momento, Dilthey había recurrido a la psicología,
con lo que la comprensión suponía la capacidad de transplantarse a la vida psíquica de otro.
Pero a partir, en particular, de la crítica del psicologismo por los neokantianos, como Rickert,
se alejó de las ambigüedades de sus primeros textos. Perseverando en esta perspectiva,
Weber puso resueltamente el acento en la dimensión significativa de la acción. En su célebre
“ensayo sobre algunas categorías de la sociología comprensiva” (1913), señaló que “la
sociología comprensiva no era una rama de la psicología” y que la posibilidad de
interpretación estaba vinculada a la estructura intencional de la acción humana.

Si volvemos un instante al ejemplo de Nolte, es precisamente esa dimensión de


intencionalidad lo que omiten sus perspectivas. Como lo señaló Alain Renaut, al reducirse la
singularidad del exterminio de los judíos a una innovación técnica (el recurso al gas), “no
considera nunca el objetivo, el proyecto si se quiere; la intencionalidad de los dos
totalitarismos, prohibiéndose, por lo tanto, toda interrogación sobre lo que queda de más
misterioso en el nazismo, a saber, que ha encontrado lo que es preciso llamar hombres para
proceder al exterminio, no solamente el medio de realizar un fin cualquiera, sino el fin
mismo de su acción” (Renault 1991, XX)

La oposición entre la explicación de la naturaleza y la comprensión del espíritu está cargada


de consecuencias cuando se trabaja con objetos tan detestables como la violencia extrema, ya
que, si adoptamos una postura comprensiva, deberemos ser capaces de lo que Kant, en La
critique de la faculté de juger (párr. 40) denomina el pensamiento ampliado, esta famosa
máxima del sentido común que exige que se pueda “pensar poniéndose en el lugar de
cualquier otro” y que constituye “la norma propia de la facultad de juzgar” porque remite a la
intersubjetividad.

¿Pensar en lugar de otro? El pensamiento ampliado en una relación amorosa o amistosa es


una cosa. Mas transplantarse al universo simbólico de un asesino, es otra. Es decir, la
comprensión entraña grandeza y miserias. Es lo que vamos a examinar brevemente
limitándonos a indicar varias series de dificultades que surgen tanto en el plano cognoscitivo
como en el moral.

Fundado en la distinción entre relación con los valores y juicios de valor, el modelo de la
comprensión permite recorrer cierto camino en la elucidación de los fenómenos históricos a
partir de la reconstrucción del universo simbólico de los agentes y de su racionalidad
subjetiva. Nos impulsa a profundizar nuestras capacidades de descentramiento al estilo de la
mirada alejada de la antropología. Esa es la manera de actuar de que se valía recientemente
Daniel J. Goldhagen, en su obra sobre Les bourreaux volontaires de Hitler. La invitación a
tomar a los verdugos en serio puede parecer evidentemente chocante de forma que, cuando
nos hacemos cargo de objetos detestables con los que mantenemos frecuentemente relaciones
fóbicas, tenemos tendencia a abandonarlos de inmediato. Los descalificamos antes de
calificarlos. Que tranquilizador sería pensar que los seres humanos de los que hablamos
estaban “locos”; que no sabían lo que hacían o que no lo hacían adrede, o más exactamente
que no tenían la intención, sino que su entorno político, social o psíquico los introdujo en
mecanismos opresivos más o menos funcionales.

¿Sería posible, no obstante, matar a millones de hombres, mujeres y niños sin tener la
intención? El modelo de la comprensión nos obliga a considerar, a título metodológico y en
un primer tiempo, que los asesinos no estaban locos. Esa es la verdadera tragedia. La mirada
antropológica se esfuerza por restituir la coherencia de un sistema moral, incluso cuando ese
sistema está profundamente en contra de la moral del antropólogo. Incluso cuando su
crueldad se opone profundamente a nuestro entendimiento, algunos acontecimientos pueden
resultar comprensibles en su encadenamiento. Planteando el objetivo, cabe recomponer
analíticamente la racionalidad instrumental, axiológicamente neutra, aplicada para
alcanzarlo.

¿Mas cómo concebir la elección de la finalidad? Frente a la intención de matar, la cuestión


es indisociablemente moral, y epistemológica. ¿Hasta dónde se puede y se debe
comprender? Por un lado, además, estas preguntas han perforado históricamente la
antropología. ¿En qué medida es posible comprender a las sociedades llamadas primitivas?
¿Se les pueden aplicar nuestras propias categorías lógicas? Pero como se trata de la
elucidación de los horrores de nuestras propias sociedades, se decuplica el malestar en la
comprensión. Estas dificultades, un weberiano como Raymond Aron las evocaba a menudo.
“¿Cómo desdoblarse sin perderse?” se preguntaba, por ejemplo, en su Leçon inaugurale au
Collège de France o también: “¿hasta qué punto podemos hacer inteligible una conducta que
consideramos irracional?” (Aron 1979, 348).

La cuestión concierne en este caso a los límites de la comprensión.

No nos detengamos en las dificultades técnicas evidentes: el objeto de las ciencias


comprensivas o hermenéuticas son los sujetos hablantes y actuantes; ahora bien, el colmo del
horror, cuando no borra sus rastros, no va por lo general acompañado de enunciados
construidos. La verdadera dificultad estriba en que en el punto más alejado del
descentramiento antropológico, queda la conciencia de que el asesinato deja atrás en su
enigma al conjunto de las causas pero también de las razones a las que las ciencias sociales
históricas se verían a veces tentadas a reducirse. Cabe sumar las variables (ideológicas,
culturales, económicas...); medir las emociones, los sentimientos y el resentimiento
(Zawadzki, 2002), el paso al acto representa un desafío a la explicación y a la comprensión.
En primer lugar, porque siempre subsiste el misterio de la decisión de la persona (Aron 1989,
155). Y luego porque “entre el querer matar y el acto mismo, hay un abismo” (Lanzmann,
1986, 19-20).

Subrayemos que es precisamente cuando se trata de llenar este abismo cuando se corre el
riesgo político o moral de la justificación. Tanto más cuanto que la comprensión weberiana
de la acción descansa exclusivamente en el sentido asumido de manera reflexiva por el sujeto
consciente (Colliot-Thélène 2001, 168). ¿Cómo distinguir las razones de las
racionalizaciones, los pretextos y otras justificaciones? Por ejemplo, al hablar de un “núcleo
racional” del antisemitismo nazi, al invocar el miedo suscitado por el peligro del
bolchevismo, Nolte dio la impresión de tomar la racionalización del criminal por la
explicación del crimen (Manent 2001, 272). Se plantea de inmediato la cuestión en el terreno
de la violencia, cuando las racionalizaciones individuales tienden a confundirse en el plano
colectivo con la ideología (Habermas, 1973, 151).
Para terminar, tenemos que evocar una dificultad temible, a la vez moral y cognoscitiva, que
nunca se observa tan claramente como en el exterminio de los judíos. El ejercicio del
pensamiento ampliado que presupone la comprensión, implica la idea de un sentido común.
Entraña que se puede universalizar el juicio mediante la capacidad de pensar poniéndose en
lugar de cualquier otro con el que compartimos la misma humanidad. Ahora bien, cabe
decir a propósito de la Shoah que “la singularidad de lo que constituye la historia sólo se
puede remitir a la deserción radical de ese mismo sensus communis” (Revault d’Allones
2000, 198)

De ello resulta una situación muy paradójica. La ruptura de la comunidad antropológica que
actúa en la Shoah es a la vez lo que hace posible la violencia y su comprensión imposible. El
pensamiento ampliado es precisamente el de que los verdugos se suelen mostrar incapaces
puesto que toman a sus víctimas por cosas, o animales o demonios, en una palabra, por seres
infra o supra humanos. Al esforzarnos por restituir el universo simbólico de los verdugos,
acentuamos al contrario nuestro rechazo de recomenzar simbólicamente, en la investigación,
esa violencia deshumanizante. Cabe por ejemplo considerar que la presunción de
racionalidad subjetiva es también una presunción de humanidad (Pharo, 1997). O bien que el
hombre no puede ser un diablo y que incluso si a veces hace el papel de la bestia, no lo es.
Recuérdese, por ejemplo, el apoyo dado por K. Jaspers a H. Arendt cuando los ataques de
que fue objeto después de la publicación de su reportaje sobre la trivialidad del mal: “Eres
como Kant que dijo que el hombre no puede ser un diablo, y yo estoy contigo” (Jaspers 1995,
700). Pero precisamente el hecho de que el sentido común esté compartido nos induce a
concebir a cualquier otra persona como un semejante en cuanto hombre y no llegamos a
entender la deshumanización que implican los campos de exterminio. Esta deshumanización,
se comprueba, no se comprende.

Frente a la transición al acto, del asesinato de inocentes al genocidio, podría ser que la
voluntad de las ciencias sociales de comprender y explicar responda a una ambición
desmesurada, o incluso a una voluntad de dominio ingenuamente cientificista. Muestra quizá
nuestra incapacidad creciente de pensar la tragedia de la historia y de vivir con lo
inconsolable. Una vez realizada la narración de lo horrible, el reconocimiento de las víctimas
restituido por el relato, la memoria de los muertos respetada, es posible que la última palabra
corresponda a Primo Lévi: “Quizá lo sucedido no se pueda entender, e incluso no se deba
entender...”
Traducido del francés

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Una ética de la responsabilidad en la práctica

Béatrice Pouligny

Nota biográfica

Béatrice Pouligny, que posee un doctorado en ciencias políticas, es


investigadora en el Centro de Estudios e Investigaciones
Internacionales (CERI/Sciences-Po) del Institut d’Études Politiques de
París y ejerce la docencia en esta última institución [Dirección postal:
CERI - 56 rue Jacob - 75006 París - Francia. Correo electrónico:
pouligny@ceri-sciences-po.org]. Sus trabajos versan, en especial,
sobre la solución de conflictos y la consolidación de la paz en sus
distintos aspectos. En la actualidad, está ultimando una obra sobre las
operaciones de mantenimiento de la paz y las poblaciones locales. Para
más información, consúltese:
http://www.ceri-sciences-po.org/cherlist/pouligny.htm.

El propósito de este artículo es reflexionar sobre algunas de las dificultades éticas y


metodológicas que plantea la realización de encuestas en situaciones de extrema violencia.
Mi contribución a este número de la revista se basa en 15 años de experiencias que me han
llevado a codearme con la guerra y la violencia en todas sus manifestaciones, primero
trabajando sobre el terreno por cuenta de organizaciones no gubernamentales, locales e
internacionales, y de las Naciones Unidas, y posteriormente en calidad de investigadora.
Desde 1995 hasta 1999, realicé encuestas comparativas sobre la manera en que las
poblaciones de los países interesados percibían las operaciones de paz de las Naciones
Unidas. Este trabajo me obligó a ahondar mi reflexión crítica sobre el enfoque de este tipo de
“campo”. Actualmente, prosigo esta reflexión con vistas a preparar nuevas encuestas en
países donde se han perpetrado crímenes masivos1. Muchos de los interrogantes que he
debido plantearme son el pan nuestro de cada día de todo investigador en ciencias sociales,
habida cuenta de la índole específica de su “objeto” de investigación. No obstante, esos
interrogantes se exacerban cuando se trata de trabajar en situaciones concretas de violencia
que obligan al investigador a enfrentarse con dificultades prácticas a la hora de aplicar un
código de deontología, ya que referirse a él suele ser más fácil que ponerlo en práctica.

Cuando se está especializado en la disciplina de las relaciones internacionales, como es mi


caso, efectuar una reflexión crítica semejante significa también distanciarse de algunos
supuestos que, a decir verdad, han estado siempre presentes en los estudios relativos a la
seguridad internacional desde hace más de un decenio. En efecto, al no poderse interpretar ya
los conflictos a través del prisma de la confrontación entre el Este y el Oeste, se ha tendido
demasiado a menudo a catalogarlos como irracionales a causa de esa enojosa costumbre de
decretar que es inexistente o incomprensible todo aquello que nuestros esquemas de análisis
(ya) no pueden explicar. En este contexto, la temática de la “barbarie” ha vuelto a cobrar
fuerza con formulaciones diversas, especialmente para calificar algunas situaciones en las
que se dan violencias masivas y extremas. Ahora bien, la etiqueta de “bárbaro” no suele
servir para designar esa parte del ser humano tan específica y presente en cada uno de
nosotros, sino los actos del Otro. En la mayoría de los casos corresponde, incluso
inconscientemente, a una voluntad de distanciarnos de ese Otro y de tranquilizarnos,
diciéndonos que nosotros no somos así. Son demasiados los debates académicos,
diplomáticos o burocráticos que mantenemos como si estuviéramos trabajando con “objetos”
situados fuera de ese mundo nuestro en el que la vida humana tiene un precio, como si no
estuviéramos tratando de hombres y mujeres semejantes a nosotros. Sin embargo, cada
situación abordada nos plantea el interrogante del valor que concedemos a nuestra propia
humanidad y, por consiguiente, a la de los demás.

La interrogación rigurosa sobre el porqué de ese afán de distanciarse me condujo a


reflexionar sobre la manera en que yo misma llevaba mi propia relación con las situaciones
de violencia y, sobre todo, con las personas afectadas por ellas. Esta tarea se basa en un doble
esfuerzo metodológico: poner en práctica una sociología comprensiva y pasar del “objeto” al
“sujeto”. También supone que, en función de las posibilidades, se tiendan “pasarelas”entre
dos universos (la paz y la guerra) que desearíamos mantener cada vez más alejados. Ese
anhelo permanente que estimula mi búsqueda podría resumirse en la siguiente palabra:
responsabilización. El hecho de que un ser humano, en su condición de tal, intente descifrar
historias que se refieren a las vivencias de otros seres humanos es una empresa seria que crea
un compromiso.

La construcción de una sociología comprensiva

La negación de la condición humana que entrañan los crímenes masivos es una negación del
vínculo que une a los seres humanos entre sí y una expulsión “fuera del mundo”2 que nos
afectan a todos en lo más hondo de nuestro ser. Para llegar a comprender por qué esos actos
nos afectan, es menester ante todo tratar de “comprender”, en la primera y más seria acepción
de esta palabra.

¿Comprender en vez de explicar?

La sociología comprensiva se sitúa en la perspectiva del sentido. Propone que penetremos en


la subjetividad del Otro, haciendo un esfuerzo para salir de nuestro ensimismamiento y tratar
de “comprender al Otro” desde dentro, tal como nos invita a hacerlo el filósofo Paul Ricoeur.
Optar por esto tiene forzosamente una connotación y supone una cierta empatía que a veces
resulta difícil. En efecto, ¿cómo hacer para llegar a penetrar el psiquismo del Otro, cuando
éste es un verdugo? Comprender las lógicas de las violencias extremas y la índole de las
interacciones que generan no significa ni trivializarlas ni justificarlas. Comprender no es
sinónimo de absolver. Asimismo, interesarse por los individuos que participan en matanzas
de sus semejantes, comprendidos familiares o personas que fueron sus vecinos, no significa
disculparlos, sino admitir que no siempre son “insensatos” cuando se hunden en la violencia.
Allí donde un determinado positivismo sociológico puede inducir a reflexionar en términos
de causalidad, e incluso de fatalidad –en un contexto social e histórico particular, los
hombres se tornan violentos–, la sociología comprensiva, para decirlo con palabras de
Ricoeur, va a tratar de pensar el sujeto sociológico como “conciencia histórica” (Greisch,
2001). A veces, esto supone un careo brutal entre actos monstruosos y la figura humana de
sus autores. Christopher Browning ha destacado que al fin y al cabo el fenómeno de la Shoah
fue posible porque, al nivel más elemental, hubo seres humanos que individualmente
mataron a otros en gran cantidad y a lo largo de un periodo prolongado (Browning, 1994,
pág. 9). El interrogante que se plantea ante estos seres “ordinarios” es el mismo que se
plantea Hannah Arendt sobre “la terrible, indecible e impensable trivialidad del mal” cuando
se refiere a Adolf Eichmann (Arendt, 1991, pág. 408) en estos términos: “Lo que resulta
molesto con Eichmann es que había precisamente muchos que se le parecían y que no eran ni
perversos ni sádicos, sino que eran y siguen siendo aterradoramente normales. Desde el
punto de vista de nuestras instituciones y nuestra ética, esa normalidad es mucho más
espantosa que todas las atrocidades juntas, porque supone – y así lo repitieron mil veces los
acusados de Nuremberg y sus abogados – que este nuevo tipo de criminal, por muy hostis
humani generis que sea, perpetra crímenes en circunstancias en las que le resulta imposible
saber o tener la impresión de que ha causado un mal” (Arendt, 1991, pág. 444).

La polémica suscitada por el hecho de que Hannah Arendt haya utilizado el calificativo de
“banal” evoca, en muchos aspectos, las críticas de que puede ser objeto el investigador
cuando propone superar las dialécticas de lo “civil” y lo “militar”, de la “víctima” y del
“verdugo”, de la “resistencia” y la “colaboración”, etc. En realidad, tratar de “comprender”
en vez de “explicar” equivale a poner de relieve los límites de toda tentativa de elaboración
de teorías y categorías allí donde sólo suele haber respuestas parciales, ambiguas y
provisionales para procesos que, además, se han reconstituido a posteriori mediante el
análisis. El intento de “comprender” supone, ante todo, emanciparse de la visión global,
moralizante y binaria que parte del mero supuesto de la lucha del “Bien” contra el “Mal”. El
testimonio de los terapeutas que tratan a las víctimas de violencias extremas puede ayudarnos
a comprender el reto que representa semejante intento. En efecto, estos especialistas nos
dicen que, aun cuando la víctima no pueda llegar a reconocer la humanidad de quien le ha
causado inmensos sufrimientos, es necesario que el terapeuta se construya una imagen de la
humanidad del verdugo. Si no se consigue humanizar la imagen del verdugo, se deshumaniza
también a su víctima, evacuando así del intercambio humano el fragmento traumático de su
historia personal. Al hacer esto, se ahonda aún más la separación que el psiquismo introduce
ya de por sí solo en torno a la representación traumática3. Aunque es evidente que al
investigador esta problemática se le plantea en términos distintos porque su misión no es
terapéutica, no por ello deja de ser comparable. Allí donde la mente quiere tranquilizarse,
tratando de detectar sin descanso dónde están el “Bien” y el “Mal” respectivamente, el
investigador debe ser capaz de superar esta posición para examinar las situaciones en lo que
tienen de complejas, apartándose de los esquemas preestablecidos que, si bien pueden
confortar su “buena conciencia”, le ayudarán muy poco a hacer avanzar el conocimiento y la
reflexión. El investigador va a tratar de comprender una situación de violencia en la
articulación entre historias individuales y colectivas, es decir, en lo que esa situación tiene de
reveladora de la triple crisis del vínculo político (relación con el Estado), social (relación con
la comunidad y el entorno más inmediato, por ejemplo el barrio) y doméstico (relación entre
los miembros de la familia y las generaciones). En ese entrelazamiento de relaciones y
acciones va a tratar de comprender lo que ha ocurrido, más allá de lo a primera vista
irracional. Al hacer esto, va a intentar –al nivel que le corresponde– “ponerlo en palabras”, es
decir, va a construir un relato. Este proceso merece de por sí que se le preste una atención
específica.

Situarse en un proceso de “construcción del relato”

Todo proceso de “construcción del relato” debe situarse en la intersección de la historia


colectiva y de la historia psíquica, de las historias individuales y de los vínculos de grupo, y
de los vínculos de grupo y el trabajo de cultura (Kaës, 1989). Dos factores complican este
quehacer: las trayectorias históricas en las que suelen insertarse los crímenes masivos en la
mayoría de los casos y el trabajo paradójico de la memoria. Asimismo, destacar la parte que
ocupa la “construcción del relato” en la labor del investigador en ciencias sociales equivale a
plantearse dos preguntas: quién hace la historia, y para quién la hace. Ni que decir tiene que
esto nos remite al quehacer del historiador que es el que puede contribuir a desapasionar las
memorias, si bien no exclusivamente. Todo trabajo de análisis contribuye a alimentar ese
proceso en una sociedad determinada, y tiene una connotación particular cuando lo efectúa
un individuo ajeno al grupo, que viene a representar la mirada de una humanidad de la que se
fue “expulsado” en el momento del drama.

Al que se ve confrontado directamente con este tipo de situaciones le resulta difícil aceptar
que el trabajo de reconstitución, al igual que el trabajo histórico, remita a un esfuerzo de
objetivación y no de objetividad, que es imposible. Por si no bastara el horror, el investigador
va a verse confrontado con memorias contradictorias y testimonios discrepantes o imposibles
de expresar, así como con la tarea de efectuar reconstituciones. En torno a la violencia se
construyen representaciones e imaginarios de signo contradictorio y se invocan distintos
mitos –comprendidos los más “delirantes”, en la acepción psicoanalítica de este término– que
interpretan diversamente el acontecimiento. Estas memorias se construyen en medio de la
maraña formada por las memorias individuales y las colectivas, que a su vez reinterpretan
memorias más pretéritas que pueden remontarse a tiempos históricos lejanos, como ocurre
en los Balcanes y en la región africana de los Grandes Lagos. En este contexto, las
celebraciones y conmemoraciones desempeñan un papel importante, y las construcciones de
relatos del pasado públicas o autorizadas pretenden dar significado a los recuerdos
individuales (Halbwachs, 1997). Otro tanto ocurre con los “lugares de significación
histórica” que se pueden hallar tanto en Rwanda y la región de los Grandes Lagos como en
Europa, e incluso en los Estados Unidos. Los relatos del exterior efectuados por miembros
originarios del grupo –sobre todo, los refugiados– se engarzan con los de los
“supervivientes” que se quedaron en el país o volvieron después del acontecimiento. Se
puede encontrar un ejemplo interesante de esas construcciones de relatos en los trabajos
efectuados por la antropóloga Liisa Malkki con los refugiados hutus (Malkki, 1995). El
psiquiatra y antropólogo Maurice Eisenbruch ha realizado otro trabajo de igual interés en
Camboya (Eisenbruch, 1994). Asimismo, merece la pena mencionar el estudio de Janine
Altunian sobre el caso de Armenia (Altunian, 2000). También forman parte de ese trabajo de
reinterpretación los relatos difundidos por los medios de comunicación nacionales e
internacionales, así como los remitidos por entidades o personas de la escena internacional
(organizaciones no gubernamentales, periodistas, representantes de instituciones
internacionales, etc.) que se hallaban presentes en los lugares de los hechos, y también los
que se reconstituyen en contextos judiciales, nacionales e internacionales, o incluso en
órganos como las Comisiones “Verdad y Reconciliación”, en la medida en que éstas ofrecen
una determinada representación de lo sucedido. Los trabajos de Mark Osiel han puesto de
manifiesto hasta qué punto estos organismos de índole judicial configuran la memoria
colectiva y han mostrado las numerosas contradicciones que surgen a lo largo de este proceso
(Osiel, 1997). Así, la reducción de la memoria de los acontecimientos a unos cuantos casos
“simbólicos” y a un relato que no se ha restituido ni a las víctimas ni a sus familias, puede
contrarrestar la realización de un verdadero “trabajo de memoria”.

Además, un obstáculo con el que tropiezan tanto los investigadores como los que realizan
una labor práctica sobre el terreno en situaciones conflictivas o postconflictivas es el de la
difícil obtención o la manipulación de la mayoría de las informaciones clave relativas al
conflicto. Por ejemplo, las estadísticas sobre la afluencia de refugiados son objeto de diversas
componendas y manipulaciones entre autoridades locales, partes beligerantes, organizaciones
humanitarias, gobiernos occidentales, etc. La propia forma en que se define y presenta el
conflicto en el plano internacional tiene que ver más con las batallas diplomáticas –por
ejemplo, las que tienen lugar durante los debates y en los pasillos del Consejo de Seguridad
de las Naciones Unidas– que con el conflicto en sí. En el escenario de los hechos, las
explicaciones y visiones del conflicto son, por regla general, tan numerosas como las
personas entrevistadas. ¿Cuál será la “correcta”? No creo que le corresponda al investigador
zanjar esta cuestión. Lo que debe hacer es considerar todas ellas como lo que efectivamente
son: modalidades de construcción de la realidad y no verdaderas realidades. En cambio, creo
que sí le incumbe la tarea de contribuir a que se comprenda cómo y hasta qué punto esos
discursos diferentes se articulan o no, y a que se entienda de qué manera configuran la
realidad, se recomponen, influyen en las conductas de los protagonistas o los condicionan,
etc.

En estas circunstancias, el investigador debe precaverse contra distintas reacciones. Al no


saber ya de qué es “testigo” directo o indirecto, puede inclinarse a (re)presentar una serie
indiferenciada de padecimientos o una retahíla grotesca de horrores que excluirán toda
reflexión sobre la dimensión política y social que tienen. Al igual que los que realizan una
labor humanitaria o periodística, también puede caer en la tentación de “pasar después” para
imponer su versión “auténtica” de los hechos, o simplemente para construir su propio relato.
Como el traumatismo produce estupor –tal como señala Jean-Clément Martin, al referirse a
su labor de historiador– ese relato “corre simplemente el riesgo de ocupar el lugar del
silencio insoportable y de sustituir a la palabra imposible”5. También corre el riesgo de
“simplificar” situaciones que son manifiestamente demasiado complejas. Debemos
precavernos todos contra la doble tentación de decirnos que sabemos, cuando nos queda todo
por aprender, y de pensar que la realidad del Otro puede reducirse a lo que podamos captar
de ella. Además, los que trabajan sobre el terreno y los encargados de preparar las decisiones
saben cuán mala consejera es la precipitación. A este respecto, un colega psiquiatra
subrayaba que “en las situaciones de mayor desesperación y pobreza, el principio ético
básico debería ser contar con la mayor riqueza de competencias”. La transdisciplinariedad
puede contribuir a que avancemos por este camino. Si traspasamos permanentemente las
fronteras entre las disciplinas y examinamos la realidad desde distintos ángulos, cabe esperar
que podremos elaborar esquemas de interpretación y métodos de investigación que faciliten
la integración de las distintas dimensiones de la violencia extrema, tanto las individuales
como las colectivas.

Correr riesgos

La tarea del que quiere “comprender” es exigente y a menudo desgarradora no sólo en el


plano psicológico, sino también a nivel ético. Supone realizar una labor de crítica de las
representaciones implícitas que todos tenemos de esas situaciones, es decir, plantearnos
permanentemente interrogantes sobre los imaginarios que influyen en nuestras propias
percepciones de la paz, la guerra, la violencia y, sobre todo, de “lo impensable”. Hay que
admitir que en situaciones de extrema violencia, la mente se muestra reacia por regla general
a la incitación a pensarlas en su complejidad, e incluso a “pensarlas” pura y simplemente.
Ante el horror y los actos de puro salvajismo que escapan a todo entendimiento, la palabra
“sentido” no tiene cabida. Querer encontrar un sentido a esos actos y tratar de
“comprenderlos” puede parecer hasta indignante. Lo mismo que puede ser indignante tener
que escuchar que la dicotomía víctimas/verdugos quizás no sea suficiente. Personalmente,
me he encontrado en situaciones en las que la idea misma de “pensar” lo que estaba
sucediendo me resultaba literalmente insoportable, y por eso me refugiaba en un activismo
frenético que, a pesar de la “ayuda” inmediata que me aportaba y de una cierta intrepidez que
me infundía, entrañaba aspectos sumamente egoístas que nunca ignoré, por ejemplo
atiborrarse la cabeza con problemas muy concretos que debían solucionarse cada día,
esforzarse físicamente hasta que el cuerpo caía rendido de fatiga, dejar a la mente el menor
espacio, tiempo y energía posibles para pensar, etc.
Cuando se realiza un trabajo de análisis, las cosas parecen más sencillas porque la
confrontación con las violencias suele ser –salvo excepciones– menos inmediata. No
obstante, ese retraimiento psicológico existe y es necesario aprehenderlo un mínimo para
poderlo superar luego y ser capaz de “escuchar” a las personas entrevistadas en las encuestas.
Esto no se logra de una vez para siempre, porque en cada encuesta, en cada “terreno” el
pensamiento pasa por fases distintas. Personalmente, he tenido que violentarme algunas
veces para “correr riesgos” que a menudo eran más mentales que físicos. He tenido que
correr el riesgo de que se viera hondamente trastornado mi propio fundamento de ser
humano, es decir, lo que me da fe en la humanidad y me mantiene en pie. Esta reflexión
crítica la complican las modalidades tradicionales de funcionamiento y validación de los
trabajos de investigación. De hecho, siempre he experimentado la gran tentación de ir a
buscar sobre el terreno los elementos que van a corroborar mis tesis, mis primorosas
tipologías –aun cuando estas últimas no sean precisamente mi punto fuerte– y todas las
construcciones intelectuales que mi medio profesional estimula, dejando de lado –incluso
inconscientemente– todo aquello que pudiera contradecirlas... Si la realidad no corresponde a
la imagen que me forjo de ella, hay muchas posibilidades de que, al fin y al cabo, sea la
propia realidad la que esté equivocada... Ahora bien, los que están acostumbrados al trabajo
sobre el terreno saben hasta qué punto las realidades sociales ponen en tela de juicio, a veces
brutalmente, las imágenes que se habían forjado de ellas. Este llamamiento permanente y
salutífero a mostrarse humildes no es fácil de soportar, sobre todo en los medios de la
investigación en donde no siempre se ve con buenos ojos la invocación de la modestia. Esta
forma de correr un riesgo es tan real como el peligro que puede correr mi integridad física en
el transcurso de una encuesta.

Un esfuerzo de “subjetivación”

En el proceso de investigación intento situarme lo más cerca posible del punto de vista de los
protagonistas locales de los hechos. Debo lograr que el Otro deje de ser un mero “objeto” y
se convierta en el “sujeto” de mi investigación. Por experiencia he llegado a saber que
conseguir esto no es de por sí evidente.

En nuestros esquemas de análisis y de intervención sobre el terreno sigue predominando


ampliamente la imagen de la víctima civil, pasiva, entendida como un todo e indiferenciada.
Es ardua la tarea de mantener viva la tensión entre la dimensión masiva y la dimensión
individual, es decir entre el drama colectivo e individual, y no siempre resulta fácil tener
presente que “100.000 niños traumatizados son 100.000 traumas individuales”. Asimismo,
hay que hacer un verdadero esfuerzo no sólo para pensar al Otro como persona capaz de ser
algo distinto de una víctima, es decir como alguien apto para afirmarse –por lo menos, en
parte– en calidad de protagonista auténtico, y como alguien capacitado para repensar su
situación y expresar algo de ella. En el ámbito mismo de la intervención humanitaria,
nuestras prácticas nos conducen a veces a un pensamiento deshumanizante, que reduce al
Otro a un mero signo y no lo contempla como una historia. En la primavera de 1995, para los
diplomáticos que debatían en Nueva York la conveniencia de efectuar una operación
humanitaria, los refugiados de la región del Kivu septentrional sólo eran puntitos de las fotos
tomadas por satélite. Para algunos organismos humanitarios que intervienen en situaciones
posteriores a matanzas, la descripción misma de los trastornos traumáticos experimentados
por las poblaciones a las que prestan ayuda tiene por objeto exteriorizar y objetivar el trauma,
pero no tomarlo por lo que es en sí, trascendiendo palabras, gestos y relatos imposibles. En
mis anteriores encuestas sobre el terreno, un leitmotiv común de todos los entrevistados era
que nunca habían podido contar su historia personal –ese acto que Hannah Arendt considera
específicamente humano (Arendt, 1994, pág.110)– y que nadie se había tomado el tiempo y
la molestia de escucharles. Escuchar cómo el Otro construye el relato de su historia es
reintroducirlo en su humanidad, en lo que posee de único.

El ex Presidente yugoslavo Slobodan Milosevic durante su juicio, celebrado en La Haya en febrero de


2002.
Robin Utrecht / AFP

Técnicas y ética en la realización de las entrevistas

La labor realizada por Jean Hathzfeld en Rwanda ofrece un hermoso y conmovedor ejemplo
de los resultados que puede dar un proyecto de escucha y reconstitución de relatos
(Hathzfeld, 2000). No obstante, no debe ocultar las múltiples dificultades de un proceso en el
que conviene mostrarse paciente y prudente a un tiempo: condiciones en que se recogen los
relatos, el contexto de la palabra y las lógicas que la han configurado, los instrumentos
alternativos que podrían utilizarse, etc. En la fase de realización de la encuesta y las
entrevistas, la función y condición de “extranjero” (en el sentido de persona exterior al
grupo) del investigador le colocan de entrada en una posición de poder. Además, puede poner
en peligro a sus interlocutores al “designarlos” por el mero hecho de que hayan respondido a
sus preguntas o le hayan ayudado en su encuesta, o simplemente porque haya pasado por su
barrio, haya hecho un alto en su hogar, etc. En muchas ocasiones he tenido la oportunidad de
comprobar hasta qué punto asumía también una responsabilidad personal a ese nivel.

En cualquier caso, la forma misma de entablar el diálogo y plantear las preguntas influirá
mucho en los relatos que se recojan. Algunos métodos participativos pueden revestir
importancia no tanto por la información que van a facilitar, sino por la relación de confianza
que van a permitir que se anude. Los que trabajan con niños en contextos de guerra
(comprendidos los niños soldados) saben que lo más importante puede ser más jugar
simplemente con ellos, por encima de los códigos sociales que rigen la relación con el adulto,
que además es un extranjero. En algunas encuestas anteriores, me entrevisté con algunas
personas dos o tres veces, e incluso más, antes de empezar a recoger los elementos
directamente pertinentes para mi investigación; además, nunca escatimé el tiempo pasado en
mercados y transportes públicos, en torno a una hoguera preparando la comida, en veladas...,
y ello simplemente para estar allí, presente, compartiendo los actos sencillos de la vida
cotidiana, esperando y escuchando... hasta los silencios. A este respecto, hay que señalar que
es sumamente delicada la cuestión del grado de consentimiento de las personas. En materia
de consentimiento, no sólo hay que explicar en términos comprensibles quién es el
investigador y cuáles son los objetivos de su investigación y las posibles utilizaciones de las
conclusiones de su trabajo, sino también se han de tener en cuenta otros detalles contextuales,
por ejemplo el acuerdo de las personas entrevistadas para que se las mencione o identifique
personalmente. El grado de transparencia por el que opte el investigador dependerá a la vez
del contexto, de las condiciones de seguridad en que intervenga y de la posición de la
persona que tenga enfrente. Me parece que cuanto más frágil sea la posición de la persona
interrogada, tanto más debe guiar al investigador la preocupación de actuar con transparencia
para compensar un mínimo la desigualdad existente en la base misma de la interacción. Lo
que importa sobre todo in fine es ser coherente con lo que se ha anunciado.

También es decisivo el hecho de que se deba recurrir a un intérprete o a otro tipo de


intermediario. Independientemente de cuál sea el tema de la investigación, este hecho supone
que se está efectuando un trabajo sobre las dimensiones interculturales del proceso de
encuesta. El punto de partida del investigador es su propia cultura, pero los objetos políticos
a los que va a referirse remiten a significaciones múltiples que corresponden ante todo al
sentido atribuido por los protagonistas a los que implican. Esto se manifiesta de una forma
peculiar cuando se hace referencia a conceptos que no siempre poseen equivalentes directos
en los idiomas de los países visitados. El hecho de trabajar sobre cuestiones relacionadas con
la guerra y la paz y el respeto de la integridad de la persona humana puede complicar la
situación. En efecto, se suele tener tendencia a reducir esta cuestión a la dialéctica de lo
universal y lo particular. A mi parecer, este modo de presentar las cosas no sólo conduce a un
callejón sin salida en el plano teórico y práctico, sino que introduce una discrepancia, habida
cuenta del auténtico reto que plantea todo intercambio humano y que, en este caso, podría
formularse así: ¿Soy capaz de entender plenamente lo que me dice mi interlocutor y
comprender lo que le importa a él y no a mí? A semejanza de los especialistas en
intervenciones que traen en sus maletas un proyecto preparado y tiene que aceptar dejarlo de
lado para escuchar a la gente y definir, en interacción con ella, las actividades que se han de
realizar en común, los investigadores debemos preguntarnos hasta qué punto estamos
dispuestos a modificar nuestros programas de encuestas.

¿Investigador solamente, o “persona que interviene”?

La labor de subjetivación, tal como la expuse anteriormente, se plantea en términos que no


difieren mucho de las situaciones que han de tratar terapeutas y jueces. No obstante, no hay
que confundir las funciones. El juez trata de determinar las responsabilidades para que se
imponga una sanción o se exija una reparación en nombre de la sociedad. Al terapeuta, por su
parte, le interesa ante todo y sobre todo saber de qué manera han vivido sus pacientes los
acontecimientos, con miras a efectuar una terapia. Puede ocurrir que se invite al investigador
a que participe en los trabajos de una investigación judicial o parlamentaria, lo cual puede
representar para él una manera de asumir sus responsabilidades de ciudadano en condiciones
precisas. En ese caso, debe ponderar las posibles consecuencias que esto pueda tener en la
realización de futuras investigaciones y en la visión que sus interlocutores locales vayan a
tener de su misión. Asimismo, el investigador puede hallarse involuntariamente en la
situación del terapeuta. Esta situación me parece, con mucho, la más delicada. Las
dificultades se acrecientan cuando el investigador es la primera persona a la que se cuentan
fragmentos de una historia personal. Este mero hecho puede tener numerosas consecuencias
para la persona interrogada. Asimismo, el investigador puede suscitar involuntariamente
esperanzas engañosas y actitudes de espera que razonablemente no podrá satisfacer. De
hecho, la posición del investigador en el terreno se va estructurando de manera interactiva y
dependerá tanto de la manera de concebir su puesto y función y del modo en que los presente
a sus interlocutores, como de la forma en que éstos vayan a percibirlo. La función del
investigador puede ser objeto de incomprensión por parte de personas que están más bien
acostumbradas a ver a misioneros o trabajadores humanitarios y, en algunos casos, a
periodistas. ¿Para qué un investigador?... En determinadas circunstancias puede incluso
alterar la relación de poder con su mera presencia y hasta puede ser “utilizado” por las
distintas partes en presencia. Aunque sea excepcional que el investigador se (re)presente su
papel como el de un “especialista en intervención”, las personas con las que se entrevista lo
perciben en cierto modo como tal, y esa percepción es la que cuenta (Laue, 1982, pág. 34).

Duda y rigor en el análisis

En la etapa del análisis, las dificultades no son menores. Plantean, en especial, el tema de la
condición de la palabra del Otro. Todos los que han realizado encuestas por medio de
entrevistas han experimentado los mismos escrúpulos, al debatirse entre el respeto a la
historia individual que se desvela –acrecentado por el hecho de que, en un contexto violento,
esa historia suele ser trágica– y el distanciamiento imprescindible que debe tener el
investigador que trata de esclarecer los hechos y comprenderlos hasta en lo “no dicho”, las
verdades a medias, las mentiras y las reinterpretaciones abusivas de que, con buena o mala
fe, puedan ser objeto por parte de los protagonistas. Evidentemente, la posición de éstos
difiere según que se trate de interpretar el presente o de reinterpretar el pasado en función de
las consecuencias que ha tenido, es decir, de “releer” su propia historia en cierto modo. A la
autorrepresión y a la deformación que se produce con el transcurrir del tiempo, puede venir a
añadirse la mentira consciente. El recurso a distintas técnicas de encuestas y a diversas
fuentes de información ayuda a comparar los datos, cotejarlos, verificarlos, etc. Además, con
frecuencia lo más importante no es saber si alguien ha mentido, sino tratar de comprender por
qué lo ha hecho. La posición del propio investigador varía en función del periodo en el que
efectúa sus observaciones. Casi por definición interviene a posteriori de los hechos. A este
respecto, Clifford Geertz nos recuerda sabiamente en sus memorias no sólo que los cambios
sociales no son como las manifestaciones que podemos tranquilamente ver pasar por la calle,
sino que además los investigadores llegamos siempre como la caballería norteamericana en
las películas: demasiado tarde y fatalmente después de los hechos (Geertz 1995). Además,
aunque estemos presentes en el lugar de los hechos, sólo veremos un mínimo aspecto de todo
lo ocurrido.

Por último, habida cuenta de que el análisis introduce categorías, conceptos y esquemas
interpretativos externos a la situación contemplada, no sólo va a configurar en esta ocasión el
relato del protagonista, sino también el del propio investigador. Roberto Beneduce, psiquiatra
y antropólogo acostumbrado a trabajar con refugiados y niños en situaciones de guerra,
estima que los problemas empiezan a surgir cuando se trata de categorizar y sistematizar lo
que se observa en el terreno o en los “pacientes”. De hecho, se tiende a establecer fronteras y
a petrificar una situación que es mucho más movediza y heterogénea en la realidad. El
psiquiatra –y podríamos decir lo mismo del investigador– tiende a tomar las anomalías y a
ponerlas en una carpeta aparte, cuando lo que debería hacer es emprender una
“(re)conceptualización” sobre la base de esas presuntas anomalías. Restituir a nuestro trabajo
de investigación sus componentes humanos, intersubjetivos, significa también saber dejar la
pluma en el tintero, sacar la cabeza de nuestro papeleo, apartar la mirada de la pantalla del
ordenador, volver al mundo de los vivos y preguntarnos: ¿Así es como suceden las cosas en
la “vida real”? ¿Así es como respiran, piensan, dialogan, aman, odian, se enfrentan y se
matan, a veces, nuestros semejantes?

Personalmente, la fase de análisis y redacción me resulta mucho más penosa que la del
trabajo sobre el terreno. En efecto, no es posible codearse permanentemente con las
ambivalencias que traspasan nuestra humanidad sin experimentar una especie de vértigo en
cuanto se trata de proponer una interpretación de las mismas, que a veces un ínfimo detalle
puede poner en tela de juicio. Siempre se corre el riesgo de subestimar o de cometer errores a
la hora de comprender lo que ocurre en otras dimensiones de la realidad que no se pueden
captar en el mismo momento. Este riesgo se debe asumir y no hay que pretender que nuestra
interpretación sea “mejor” que las demás o las invalide. Al contrario, hay que proponer una
posible complementariedad de las distintas interpretaciones y admitir la posibilidad de que
otros investigadores, basándose en el mismo material, puedan relatar la historia de manera
diferente. Asimismo, a los que nos leen y escuchan debemos darles un máximo de claves de
interpretación para que sepan “desde qué ángulo nos expresamos” y cómo hemos trabajado
sobre el tema, a fin de que puedan cuestionar nuestro discurso partiendo de esta base. Por
último, no sólo tenemos que aceptar que algunas vías exploradas no den todos los resultados
esperados, sino también que algunas preguntas queden sin respuesta... Este modo de proceder
exige dudar permanentemente y admitir no sólo los hallazgos que no son tales –y que son
mucho más frecuentes de lo que quisiéramos–, sino también los hallazgos inesperados que
todo lo trastocan y los hechos que, por resistirse al análisis, facilitan la evolución ulterior de
éste, llevándolo por derroteros que no habíamos previsto. A este respecto, Boris Cyrulnik
decía en una de sus obras que los callejones sin salida, los interrogantes y los “atrancos” son
también elementos de sustento del análisis, aunque sobre la marcha sea penoso vivir las
situaciones que crean. Personalmente, nunca dejo de dudar.

Conclusión: trascender el “por qué” de la investigación y pensar en “a quiénes” se


destina

Cuando efectúo una encuesta sobre situaciones de extrema violencia en calidad de


investigadora, no aspiro a alcanzar la imposible meta de describir “objetivamente” lo
ocurrido, sino que me limito a tratar de tomar muy en consideración de qué manera las
personas y grupos interesados han comprendido lo sucedido y cómo lo han explicado
subjetiva y empíricamente. Al ser plenamente consciente del carácter eminentemente
subjetivo de cualquier análisis que pueda proponer, trato de asumir la responsabilidad de su
ejecución sobre todo, pero no exclusivamente, ante aquellos a los que se dirige mi discurso
(público de una conferencia, lectores, estudiantes, encargados de adopción de decisiones,
funcionarios de un gobierno o de una organización internacional, responsables de una
organización no gubernamental, etc.). El hecho de invocar mi responsabilidad personal de
investigadora también equivale a interrogarme sobre el compromiso que he contraído con las
personas entre las que he realizado mis encuestas. Hacer de ellas no sólo “objetos”, sino
también “sujetos” de la investigación, supone una acción dinámica de participación y de
cooperación. Esto se refiere tanto a la forma en que se implique en ese trabajo a los
miembros de una comunidad determinada, como a la colaboración que se inicie con los
investigadores y estudiantes locales, así como con otros interlocutores, especialmente los que
pertenecen a asociaciones. Inicialmente, esto plantea la cuestión de la finalidad misma del
trabajo del investigador, es decir, ¿a quién se dirige? Publicar artículos, escribir libros,
presentar comunicaciones en coloquios y conferencias, asesorar e impartir cursos de
formación a especialistas y encargados de adopción de decisiones son tareas tan importantes
como la de comunicar los resultados de la investigación a las personas y los grupos
directamente interesados, es decir a los propios encuestados. Esta tarea puede revestir la
forma de preparación de instrumentos para la formación y animación comunitarias, de
organización de seminarios de trabajo, de apoyo a organizaciones para que elaboren
programas de asistencia, etc. Queda mucho por inventar y mucho camino por recorrer para
lograr que ese trabajo se considere y valore como parte integrante de la labor de los
investigadores, a semejanza de lo que se hace con la lista de sus publicaciones. Además de
todo esto, mi responsabilidad personal como investigador supone que, como mínimo, me
pregunte sobre las consecuencias directas o indirectas que más investigaciones podrían o
deberían tener para aquellos a los que he encuestado, e incluso sobre qué riesgos podrían
acarrearles. Esa pregunta debe comprender una reflexión sobre las posibles consecuencias
que el trabajo y las opciones metodológicas del investigador puedan tener en el plano de las
políticas (policy implications). Si se exige, con razón, que los encargados de la adopción de
decisiones en materia de políticas, los funcionarios internacionales, los militares, e incluso
los periodistas occidentales puedan rendir cuentas tanto de sus acciones u omisiones como de
sus declaraciones o escritos, ¿por qué no se ha de exigir lo mismo al investigador? No cabe
duda de que plantear la cuestión en estos términos equivale a firmar el acta de defunción de
la “tranquilidad” del investigador. Pero yo me pregunto si podemos vivir en nuestro mundo
actual con conciencia y permanecer “tranquilos” al mismo tiempo.
Traducido del francés

Notas

1. Esta reflexión se basa en especial en un trabajo transdisciplinario realizado en el grupo


de investigación “Hacer la paz. Del crimen de masa a la peacebuilding” del Centro de
Estudios e Investigaciones Internacionales (CERI-Institut d’Études Politiques de París)
que dirijo con Jacques Sémelin. También es fruto de los intercambios con otros colegas
investigadores y especialistas que se interesan por las repercusiones de los conflictos en
los niños, en el contexto de una red creada por la Oficina del Representante Especial
del Secretario General de las Naciones Unidas para los Niños y Conflictos Armados y
por el Social Science Research Council (Nueva York).
2. Con respecto a la violencia totalitaria, Hannah Arendt se ha referido a esa “experiencia
de no pertenecer en absoluto al mundo, que es sin duda una de las más radicales y
desesperadas del ser humano” (Arendt, 1972, pág. 26).
3. Actas de la reunión del grupo de investigación “Hacer la paz” sobre el tema “Ética,
investigadores y protagonistas frente al objeto ‘crimen de masa’”, París, 6 de marzo de
2001, pág. 8 (http://www.ceri-sciences-po.org/themes/pouligny/index.htm).
4. Demuestra cómo las circunstancias del exilio transformaban el sentido de la historia y
el sentimiento de pertenencia, y cómo en especial un campo de refugiados se había
convertido en un lugar significativo para la memoria en el que las experiencias, los
recuerdos, las pesadillas y los rumores de violencia convergían para fabricar una y otra
vez dos categorías morales: el bueno y el diablo.
5. Actas de la reunión del grupo de investigación “Hacer la paz” sobre el tema “Historias y
memorias de los crímenes en masa”, París, 3 de abril de 2001, pág. 5 (http://www.ceri-
sciences-po.org/themes/pouligny/index.htm).
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La tortura en las fronteras de lo humano

Françoise Sironi y Raphaëlle Branche

Nota biográfica

Françoise Sironi es psicóloga, psicoterapeuta y conferenciante en la


Universidad de París 8 (2, rue de la Liberté, 93526 Saint-Denis). Es
una de las fundadoras del Centre Primo Levi (Centro de atención a las
víctimas de la tortura, París) y también ha participado en la creación de
un centro de rehabilitación para los veteranos rusos de la guerra de
Afganistán (1979-1989) que volvieron inválidos o con traumatismos
psíquicos de guerra (Centro "Opora" en Perm, Rusia). Su práctica ha
quedado descrita en su libro Bourreaux et victimes. Psychologie de la
torture [Verdugos y víctimas. Psicología de la tortura], París, Odile
Jacob, 1999.
Email: Fsironi@aol.com.

Raphaëlle Branche es Doctora en historia, profesora en la Universidad


de Marne-la-Vallée (Cité Descartes, 5 bvd Descartes, Champ sur
Marne, 77454 Marne-la-Vallée Cedex 2) e investigadora asociada en
el Institut d'Histoire du Temps Présent/CNRS, donde se desempeña
como codirectora de un seminario sobre "La represión, la
administración y el encuadramiento en el mundo colonial del siglo
XX". Es autora de una tesis cuya versión revisada ha sido publicada
bajo el título La torture et l'armée pendant la guerre d'Algérie 1954-
1962 (París, Gallimard, 2001) [La tortura y el ejército durante la
guerra de Argelia, 1954-1962]
Email: raphaell@club-internet.fr

Este artículo ha sido escrito a dos voces, la de una psicóloga y la de una historiadora. Cuando
la historia colectiva se entrecruza de manera violenta con la historia particular de los
individuos, se impone una reflexión interdisciplinaria. Ésta se revela como un
enriquecimiento indiscutible en el estudio de la cuestión del daño que un ser humano puede
deliberadamente infligir a otro.

Para esto, nos proponemos responder a algunas de las preguntas que plantea un tipo de
violencia extrema, a saber, la tortura. ¿Cuáles son sus objetivos? ¿Qué subyace a los métodos
y cuáles son los mecanismos, más allá de las pruebas conocidas? ¿Quiénes son los
torturadores y cómo se forman? ¿Cómo se escapa de la tortura, tanto del punto de vista del
verdugo como del de la víctima?

Los objetivos de la tortura

Contrariamente a lo que dicen los tópicos, el objetivo real de la tortura no es hacer hablar,
sino hacer callar. Lo demuestran numerosos argumentos: elaboración de "confesiones" por
adelantado por parte de los sistemas de tortura, informaciones falsas previstas por los
opositores en caso de ser detenidos, confusión extrema engendrada por la tortura que vuelve
poco fiables las informaciones.

Cualquiera sea el contexto o la cultura, las palabras de las víctimas de la tortura son
sorprendentemente las mismas." No puedo hablar de ello... Tengo miedo... Es demasiado
duro... Tengo vergüenza... No lo podéis comprender", dicen generalmente las personas que
han sufrido la tortura. "Si hablas, volveremos", dicen los verdugos a sus víctimas. Cualquiera
sea el contexto, o la cultura, las palabras de los ex combatientes y de quienes han participado
en acciones de violencia política son idénticas: "No puedo hablar de ello... Tengo
vergüenza... Hay que conocer el contexto para comprender..." La tortura hace callar a los
verdugos y a las víctimas en un mismo silencio.

A través de una persona especifica que se torture, se pretende atentar contra su grupo de
pertenencia. El principal objetivo de los sistemas de tortura consiste en producir una
deculturación (Sironi, 1999, 2001). Deculturación, puesto que a través de la persona en
concreto que se tortura, es a su grupo de pertenencia al que se tiene como objetivo:
pertenencia profesional, religiosa, étnica, política, sexual,... Se atenta contra la parte colectiva
del individuo, aquella que lo relaciona con un grupo designado como blanco por el agresor.
Cuando el proceso ha alcanzado su objetivo, el individuo torturado se convierte siempre en
un sujeto aislado, en un sujeto que se aparta del seno de su grupo de pertenencia. A través de
las técnicas de deculturación empleadas contra algunas personas que luego son
deliberadamente puestas en libertad, se fabrica el miedo colectivo y el terror contra toda una
población.

Esta dimensión colectiva de la tortura nos parece absolutamente esencial. Por una parte,
permite entender la especificidad de dicha violencia y, por otra, permite apartarse
definitivamente de los eufemismos que circulan sobre la tortura (Branche, 2001).

El principal eufemismo de este tipo (sumamente difundido) es aquel que establece una
especie de clasificación de las torturas en función de su aparente objetivo. Se distingue
especialmente una "tortura para la información", que sería una tortura aplicada con el fin de
obtener informaciones. Esta distinción entre una "tortura para la información" y otras torturas
ha sido validada por la mayoría de los protagonistas de la guerra de Argelia, por ejemplo. Los
protagonistas de la violencia creen sinceramente haber practicado una violencia menor por el
simple hecho de que podían invocar la búsqueda de información como fin aparente de su
violencia.

El esquema subyacente es el de una violencia aplicada de manera racional, y un medio que se


piensa adaptado al objetivo fijado. Aún cuando se condene este medio por otros canales, el
razonamiento permanece. Éste está intrínsecamente vinculado a otra idea, a saber, que
aquella tortura es bastante menos terrible que otras formas de tortura que no pueden
adjudicarse a ese fin. Dicho de otra manera, la diferencia entre una "tortura para la
información" contiene la siguiente proposición subyacente: "puesto que la información es un
fin digno, necesario, etc., los medios empleados para obtenerla -que, desde luego, no
siempre son válidos- se hacen depositarios (retroactivamente) de esta característica". Se
considera que esta situación es total y radicalmente diferente de una tortura que sería
utilizada sin dicho fin aparente. En ese caso (presentado como algo opuesto), al contrario,
estaríamos frente a comportamientos patológicos, sadismo, etc..
Esta diferencia parece silenciar el carácter fundamental de toda tortura: sus consecuencias
psicológicas sobre los individuos. Más allá del supuesto objetivo aparente que puede ser la
información, la tortura tiene como efecto principal no hacer hablar sino hacer callar. ¿Por qué
y cómo hace callar? La respuesta se encuentra contenida en los métodos utilizados y en los
mecanismos subyacentes de la tortura: estos métodos son verdaderos mecanismos de
destrucción psíquica y de deculturación.

Mecanismos de destrucción psíquica y de deculturación

Ya se trate de diez años, de cuarenta años o de sólo unos meses después de los hechos, la
tortura sigue estando siempre presente en la mente de quienes la han vivido. ¿Por qué? Los
contenidos psíquicos vinculados al traumatismo engendrado por la tortura conservan una
condición de objeto fijo, enquistado en el pensamiento de los pacientes. Estos objetos inertes,
no vivos, mecánicos, no pueden mezclarse con los otros contenidos del pensamiento. ¡Y
tienen sus razones! Se trata ni más ni menos de "fragmentos de negatividad" puros (Nathan,
1994) que han sido introducidos" en el paciente. ¿Cómo? Para responder a esta pregunta, es
necesario, por una parte, analizar los métodos de tortura y, por otra, centrar nuestra atención
sobre los verdugos y su "formación".

Los métodos de tortura utilizados por los sistemas de tortura adhieren sin fisuras a la
intencionalidad perversa de los sistemas de tortura. Cualquiera sea el país, los métodos
utilizados son prácticamente los mismos. Se pueden clasificar de la siguiente manera:

- La privación de alimentación, de la vida, de atención médica, aislamiento prolongado,...


- El temor inducido deliberadamente por los simulacros de ejecución, los intentos
reiterados de asesinato, el hecho de obligar a los presos a torturar a otros o a torturar a un
miembro de su propia familia (hijos, padre, madre), obligación de asistir a la tortura y
violación de sus seres queridos,...
- El dolor provocado por las palizas sistemáticas, las descargas eléctricas, el "teléfono"
(golpes sistemáticos sobre las orejas), arrancamiento de las uñas, quemaduras de
cigarrillos, la "falaka" (golpes sobre la planta de los pies).
- Las violaciones de los tabúes y las humillaciones mediante violaciones y diversas
agresiones sexuales, obligar a comer excrementos, a beber orina, burlas a propósito de los
órganos genitales (tamaño, forma) o ser obligado a ladrar como perro, saltar como rana,...
- La sofisticación de las modalidades de tortura, como por ejemplo el "jaguar" o la
"parrilla" (suspensión por los puños y tobillos atados a una barra), placas calientes
aplicadas a ambos lados del cuerpo, la "bañera" (la cabeza del preso es sumergida en una
bañera que contiene excrementos y vómitos),...

La similitud de los métodos utilizados no se debe a una cuestión de universalidad de las


perversiones y de sus procedimientos. ¡Muy por el contrario! Esta similitud es el reflejo de
los tratados de cooperación militar y policial entre los Estados para la formación en técnicas
de interrogatorios y en el manejo de los instrumentos de mantenimiento del orden y de la
tortura (Amnesty International 2002, 2001a, 2001b).

¿Cuáles son los mecanismos que subyacen a la tortura?

Podemos provocar una fractura, incluso una destrucción psíquica, de un modo casi
experimental. Torturar significa actuar contra el pensamiento de la persona que se tortura
dejando en ella marcas corporales y psíquicas.
Diseño de Willette para la tapa de la revista francesa L’Assiette au beurre, diciembre de 1902.
Museo de Historia Contemporánea / DIC

De esta manera, se puede inducir un comportamiento autodestructivo mediante una acción


contra el cuerpo. Es el caso del método por suspensión. Este método se utiliza con
frecuencia, cualquiera sea el país. F. Sironi constató que entre las personas que han sufrido
este tipo de tortura, los comportamientos autodestructivos y la desvalorización de sí mismo
eran mucho más frecuentes que en las personas que no han sido torturadas de esta manera. La
explicación radica en que, al cabo de unas horas de estar suspendido, el dolor insoportable es
generado por el peso de los propios órganos. La víctima sufre desde el interior, por efecto de
sus propios órganos.

En la tortura, se manipula el pensamiento actuando contra el cuerpo. Los mecanismos


utilizados en este proceso de transformación arrojan una luz decisiva para comprender los
factores que actúan en la tortura. Se trata de los mecanismos de inversión, del predominio de
un orden binario, de la redundancia y de la transgresión de tabúes culturales.

Analicemos el primer mecanismo, la inversión. Conseguir que todos los límites sean
permeables es una intención recogida en las prácticas de los torturadores. El torturador dará a
las sustancias corporales internas un status de extra-corporeidad y a las sustancias externas
un status de intra-corporeidad. Las sustancias que normalmente se encuentran afuera son
introducidas o reintroducidas a la fuerza en el cuerpo. Es el caso de la ingestión forzada de
líquidos y materias que normalmente se encuentran en el interior del organismo (vómitos,
orina, materias fecales). Las descargas eléctricas y las quemaduras de cigarrillos tienen una
función similar. Las zonas de intercambio entre lo interior y lo exterior son "trabajadas",
agredidas.

El segundo mecanismo que funciona en la tortura es el predominio de un orden binario. La


alternancia de fases bajo la tortura es sistemática: encierro en una celda y sesiones de tortura,
aislamiento e interrogatorios, alternancia entre dos actitudes radicalmente opuestas de los
torturadores (el "bueno", el "malo"). Bajo la tortura, se produce la instauración de un código
obsesivo dominante. La contigüidad de esta alternancia y una frecuencia elevada de
variabilidad de las fases rompe la discriminación de los espacios lógicos y produce
confusión, perplejidad, a veces aturdimiento. Esto ha quedado ilustrado por el testimonio de
un paciente seguido en psicoterapia por F. Sironi. Este paciente fue golpeado hasta sangrar en
varias ocasiones, fue torturado con descargas eléctricas (electrodos bajo las extremidades de
los dedos, en la planta de los pies, en las tetillas y en el glande). "Pero lo peor" dice, "fue al
final, cuando vinieron a buscarme para encarcelarme. ¡Eran los mismos hombres que me
habían torturado! Estaban irreconocibles. Se portaron amablemente. Se mostraron muy
atentos, y hasta se preocuparon de mi salud. Me ofrecieron cigarrillos, comida y algo para
beber. En la celda, la comida era salada a propósito para aumentar nuestro malestar. Ahí,
todo era bueno. Me daban golpecitos amigables en la espalda y me hablaban como si fueran
hermanos mayores. Me dieron consejos. Venga, no vuelvas a las andadas. Déjalo correr, es
una estupidez. Ya has visto lo repugnante que es".

El tercer mecanismo inducido por la tortura tiene que ver con la transgresión de los tabúes
culturales. Con el fin de separar lo singular de lo colectivo en cada uno de nosotros y
provocar el aislamiento de un individuo en el seno de una comunidad, el sistema de la tortura
recurrirá a la transgresión de los tabúes culturales. Aquí, es muy importante entender el
contexto. A menudo se utilizan deliberadamente procedimientos que tienen una significación
cultural específica para la persona torturada. Por ejemplo, en el Tibet, los monjes budistas
vegetarianos detenidos en los campos por los chinos, son destinados a labores de cocina y
obligados a cocinar y consumir carne. Otro ejemplo: colgar un peso del pene de un hombre
occidental es una tortura. Pero aquello no lo es en un sentido absoluto, per se. En un contexto
muy diferente, en India, por ejemplo, los sadu se cuelgan unos pesos del pene como ejercicio
de superación de sí mismo. Todo ataque contra elementos culturalmente codificados produce
ya sea deculturación o, al contrario, una rígida barrera de los grupos culturales en torno a
elementos sumamente significativos para ellos. Las raíces del fanatismo se originan en este
tipo de contexto concebido con antelación y deliberadamente por los estrategas de la
desestabilización psicológica.

El cuarto mecanismo tiene que ver con la redundancia. La correspondencia exacta, término
por término, entre marca física e impronta mental, también es utilizada por estos sistemas
para provocar una fractura psíquica. El acto y la verbalización de la intención que subyace al
acto son, en este caso, concomitantes y redundantes. Es necesario volver a encontrar, con los
pacientes, las palabras que los torturadores han pronunciado durante la tortura. A menudo
sucede que los torturadores dicen "jamás volverás a ser un hombre" o cosas similares durante
las torturas y agresiones sexuales. Se trata de verdaderas órdenes, palabras activas. "Si
hablas, volveremos a por ti"; "No eres más que una mierda, un don nadie"; "Te desmoronarás
desde el interior"; "Tenemos los medios para destruirte"... Estas palabras siguen vigentes
durante años después de la tortura. Por eso las órdenes de los torturadores deben ser objeto de
una minuciosa investigación a lo largo de la psicoterapia.

¿Quiénes son los torturadores?

Los torturadores forman un grupo. La tortura practicada colectivamente es uno de sus


fundamentos. Está práctica consiste en una transgresión de los valores generalmente
reconocidos, algo que también sucede en las guerras, en lo que se refiere a los actos propios
de los combates. Sólo es posible si los individuos que la practican comulgan con ciertas
ideas. ¿Cuáles son esas ideas?

En el caso de la guerra que enfrentó a las fuerzas de seguridad francesas con el anhelo de
independencia de Argelia entre 1954 y 1962, el contexto histórico aporta algunas respuestas.
Para empezar, la tortura fue, indiscutiblemente, el fruto de una larga historia colonial
(Branche, 2001). Está vinculada con la construcción de una visión jerarquizada de la
humanidad. Esta construcción se manifiesta especialmente en el derecho colonial: a pesar del
mensaje civilizador fundado en la dimensión universal del mensaje de la Revolución
Francesa, que llevó consigo a la colonización francesa en el siglo XIX, el imperio colonial
francés se fundaba en numerosas distinciones entre los individuos y las comunidades, cuya
articulación con un sistema de valores, decidido por los franceses, provocó, al mismo tiempo
que la acompañaba y alimentaba, una visión del mundo donde no todos tenían los mismos
derechos. Encontramos una manifestación de esta construcción racista del mundo en ciertos
escritos que versaban sobre la relación de los diferentes pueblos con el dolor, por ejemplo
(gradación del Amarillo al Negro... y de lo mental a lo físico).

En el seno de este mundo imaginario, los argelinos tenían un lugar específico. En su caso,
también se agregaba un imaginario nutrido de violencia. A menudo representados armados
de un cuchillo, los argelinos eran la amenaza, el peligro súbito. Esta imagen fue ampliamente
divulgada durante la guerra gracias a la publicidad mediática que se dio de la violencia del
FLN o de los nacionalistas argelinos en sus luchas internas, tanto en Francia como en
Argelia. Los degüellos y las emasculaciones permitieron insistir sobre la "barbarie" y la
"crueldad" de los adversarios de Francia.

Este contexto mental nacido de la colonización propició el desarrollo de cierto tipo de


violencia contra hombres que no se encontraban totalmente incluidos en la misma
humanidad. Fue movilizado, alimentado y utilizado en una estrategia que pretendía luchar
contra lo que los militares franceses llamaban la "guerra revolucionaria" o la "subversión".

He aquí otro ejemplo del peso de las ideologías como correlato de las prácticas de la tortura.
Roberto Garretón, abogado chileno y defensor de los derechos humanos, declaró en una
ocasión: "La libertad está cada días más mermada en Chile, mientras que, paradójicamente,
los militares matan mucho menos que antes. Actualmente, las personas se han convertido en
sus propios verdugos. Cada periodista debe llevar a cabo su propia autocensura. Hay muy
pocas denuncias puesto que el miedo ya está interiorizado. Asistimos a un verdadero
desdoblamiento de la identidad de un pueblo. No sabemos más qué es Chile. El efecto de la
dictadura nos hace decir: Chile es eso, y aquello no tiene nada más que ver conmigo."1

El desdoblamiento está vinculado a la intencionalidad de las fuerzas del orden encargadas de


la represión puesto que se trata, para ellas, de enfrentarse, como siempre, a la "subversión".
Para eso, se preconizaba una guerra que se desenvolvía en el seno mismo de la población
mediante sistemas de delaciones, infiltraciones, torturas y desapariciones. La lógica era la de
una toma del poder y de una ocupación del poder. Aquí vemos claramente que esta guerra en
la población era al mismo tiempo una guerra contra la población.

Lo mismo se puede constatar acerca de la práctica de la tortura en el ejército francés, aun


cuando esta dimensión no siempre fue percibida por los ejecutores. En efecto, los teóricos
militares franceses que dominaban en los años más importantes de la guerra estaban
persuadidos de que podrían "separar el agua del veneno" y llevar a cabo una estrategia de
convicción fundada en una dosificación del miedo y un reequilibrio del terror contra el del
FLN. Por el contrario, en las dictaduras de América Latina, las lecciones de estos métodos -
mezclados con otras fuentes de reflexiones teóricas y prácticas- han sido aprendidas y
radicalizadas políticamente.

Finalmente, el último elemento que propició la generalización de la tortura es la estructura


militar. Se trata de una estructura de mando donde la negación es prácticamente imposible.
En Argelia, de 1954 a 1962, la guerra consistió en emboscadas donde el miedo era un factor
omnipresente y se alimentaba del sentimiento de ser extranjero que proyectaba el conjunto
del país donde intervenía el ejército francés. La estructura militar era un pequeño grupo de
combatientes que formaban el marco de vida elemental del soldado. La necesidad de
mantener ese grupo era esencial, puesto que de él dependía la supervivencia. Aquí, el rol del
jefe es fundamental, al igual que la presión del grupo. Es especialmente difícil desafiliarse en
un contexto de ese tipo.

Después de la guerra, las cosas son diferentes. Desde luego, el grupo puede continuar vivo en
la mente, y se puede echar tierra sobre aquello que fue silenciado durante la guerra y sobre lo
que se hizo. Pero la ruptura es posible. Puede significar un paso hacia la vida civil que marca
el retorno a otra humanidad. Hablar permite romper con el efecto de la tortura en los
soldados pero también es para ellos un riesgo: el riesgo de exponerse al juicio de los demás,
cuando no al de la justicia.

El testimonio del coronel Tomás


Ciertos ex combatientes se propusieron dar su testimonio sobre la práctica de la tortura,
especialmente durante la guerra de Argelia. Este es el caso del coronel Pièrre-Alban Thomas:
"Puesto que el coraje es la principal virtud de todo militar, el coraje hoy en día debe consistir
en decir lo que hemos visto y lo que hemos hecho, aunque sea duro y poco glorioso.
Ocultarlo es un acto de cobardía", declaró durante el lanzamiento de la campaña de Amnesty
International contra la tortura en octubre de 2000. Este hombre había escogido la carrera de
las armas después de haberse comprometido con la resistencia comunista. Parte a Indochina y
es destinado a Argelia. Por aquel entonces, tenía el rango de capitán. Su coronel le confía los
trabajos del Segundo Buró, es decir el departamento de inteligencia. En sus funciones y a lo
largo de aquella guerra, descubre la práctica de la tortura e intenta limitar aquello que
considera excesos de la guerra. Su deseo de prestar testimonio a propósito de la violencia
empleada por el ejército francés en Indochina y en Argelia se traduce en la redacción de
diarios íntimos durante la guerra, publicados más tarde bajo una forma revisada en los años
noventa y en 2002. Para él sin duda se trataba de ordenar su vida en torno a un sentido que a
veces quizá había quedado oculto entre las arenas movedizas de los imperativos de la guerra.

Los testimonios de los ex combatientes pueden contribuir a arrojar luz sobre cómo una
persona se convierte en torturador. Un torturador no nace sino que se hace. Esta afirmación
no pretende ser una justificación, es más bien el resultado de un trabajo de investigación
sobre la formación de los torturadores (Sironi, 1999). Se han reseñado diferentes métodos, de
los cuales presentaremos tres: la aplicación de técnicas traumáticas al "postulante"; la
influencia destructiva y asesina de un contexto de deculturación violenta; la formación por la
acción (en el caso de las situaciones de guerra).

Primer caso: la utilización de técnicas traumáticas

Una persona se puede convertir en torturador mediante la iniciación. La iniciación traumática


tendrá como objetivo afiliar al torturador a un sólido grupo de pertenencia (un cuerpo del
ejército, un grupo paramilitar,...). Para esto, se utilizarán técnicas traumáticas. Un ejemplo de
técnica traumática queda muy bien demostrado en el documental que Joergen Flindt Peterson
y Erik Stephensen realizaron en 1982. Este trabajo consiste en entrevistas a algunos ex
torturadores griegos. Los autores se interesaron en la formación de estos torturadores en la
policía política griega y bajo la dictadura de los coroneles.2 Observamos cómo ciertas
técnicas traumáticas consiguen convertir a jóvenes reclutas del ejército griego en verdugos.
La formación, que duraba cuatro meses, estaba organizada en tres fases.

- Primera fase: valoración de la identidad inicial, mediante la exageración de ciertas


cualidades del recluta, como la fuerza, la valentía, la disciplina o la resistencia...
Señalemos que los instructores participan integralmente en la formación, en las
marchas, en los ejercicios de resistencia. Cualquiera sea su edad, son y seguirán
siendo los más fuertes.
- Segunda fase: deconstrucción de la identidad inicial. Los mismos instructores se
vuelven repentinamente groseros, humillantes, imprevisibles: sus órdenes son
totalmente incoherentes y absurdas. Cualquier vínculo personal con el mundo de antes
(fotos de la novia, por ejemplo) es destruido sin vacilar por los instructores.
- Tercera fase: la reconstrucción de una nueva identidad. Vuelve a destacarse la fuerza
y la valentía, a partir de una enseñanza teórica e ideológica y basada en dicotomías:
nosotros y los enemigos. La iniciación se termina con una ceremonia ritual oficial: la
entrega de la gorra militar con que se sanciona la pertenencia al cuerpo de policía
especial. La iniciación se organiza de tal manera que la primera cosa que deben hacer
los jóvenes reclutas después de haber salido a la ciudad para confirmar que se
encuentran por encima de las leyes comunes (borracheras, excesos de velocidad,...),
consiste en torturar a un preso. "En ese momento, uno se encarniza", comentaba un ex
torturador.

Segundo caso: un contexto masivo de deculturación

Los países donde grupos culturales sometidos a procesos de acumulación violentos y


repetitivos a lo largo de su historia pueden constituir un terreno muy propicio para la
formación de verdugos. Una ideología actúa como una aculturación violenta cuando ya no
existen vínculos entre la cultura de origen y la nueva cultura que se trata de implantar. Una
aculturación violenta y repetida favorece el surgimiento de seres totalmente desarraigados de
su grupo de pertenencia. Se han convertido en "puros fragmentos de negatividad". Es el caso
de los niños soldados de Mozambique o Sierra Leona, de los niños convertidos en jemeres
rojos en Camboya, obligados a matar al padre y a la madre. Se borra así toda huella de
pasado y se reduce a estos niños a no tener más que una sola pertenencia: el ejército o el
grupo guerrero que los acogerá y los esclavizará para matar. Ruanda también es un ejemplo
que ilustra el impacto de los violentos procesos de aculturación. En este caso, la aculturación
violenta está vinculada al hecho de convertirse en lo que otro individuo ha pensado para
nosotros. Aquí cabe hacer referencia a los procesos de formación de las identidades étnicas a
lo largo de la historia colonial de Ruanda.

Tercer caso: la formación mediante la acción

En este caso, se trata de la formación en la acción y mediante la acción . Esta formación está
determinada por la situación de combate. Se trata de una formación en tiempos de guerra,
durante los conflictos. Pensemos en el ejemplo de los veteranos del Ejército Rojo a los que
siguió Françoise Sironi en Perm, en los Urales. Tres horas antes de aterrizar en Kabul, se
enteraban de que habían sido enviados a la guerra de Afganistán. La lógica de la guerra es:
"O yo te mato o tú me matas". Esta lógica se ve reiterada permanentemente en el combate.

Esta formación también está determinada por una formación a la inacción, en tiempos de paz
o entre los combates. Durante la guerra de Afganistán, las unidades de reconocimiento
estaban compuestas por reclutas que habían hecho la primera parte de su servicio como
guardias de fronteras a lo largo de la frontera chino soviética. La inacción es central en su
modo de vida y el estrés ocasionado por la función de centinela queda mitigado. La
formación mediante la acción/inacción es también un modelo de alternancia presente en la
Legión Extranjera. Los legionarios siempre deben estar en acción. Poco importa qué hacen,
aunque no tengan nada que hacer, pero tienen que estar en acción. Y sin embargo, se podría
creer, paradójicamente, que a lo largo de la jornada en sus cuarteles no sucede nada. Esta
creación de la tensión permanente mediante la inacción (aparente, pero eficaz), fortalece su
potencial guerrero.

¿Cómo escapar de la tortura?

La tortura sigue torturando durante mucho tiempo a quienes la han sufrido puesto que se trata
de un traumatismo infligido deliberadamente por un ser humano a otro. No podemos tratar a
una víctima de la tortura eficazmente si no pensamos, con el paciente, en la intención de los
agresores, si no buscamos, con el paciente, la intención destructora contenida en los métodos
de tortura. Lo más importante, en la psicoterapia de las víctimas, no consiste tanto en trabajar
con las emociones. El punto central consiste en conseguir que funcione el pensamiento que
desfalleció bajo la tortura, debido a la relación de sumisión total, al dolor y a la presencia de
la muerte.

El trabajo de psicoterapia con los ex combatientes (experiencia de Perm, en los Urales,


terapia con ex legionarios o reclutas en Argelia) responde a la pregunta: ¿Cómo abandonar
la guerra cuando uno ha sido formado como guerrero? En psicoterapia, se trata de pensar el
sistema, de volver a encontrar la intencionalidad subyacente en el sistema que los ha
formado, que ha hecho de ellos asesinos o torturadores. Ocuparse de los ex combatientes que
han vuelto de la guerra traumatizados es seguramente necesario, y esto por razones de
prevención. En efecto, abandonados con sus recuerdos enquistados, éstos pueden convertirse
en verdaderas bombas humanas o en catalizadores de violencia conyugal o social en el seno
de la sociedad civil.

Marcel, o las huellas a largo plazo de la guerra de Argelia (testimonio clínico)


F. Sironi: "Era la sexta vez que Marcel era hospitalizado cuando lo recibí en mi consulta en
un hospital psiquiátrico de la región de París. Marcel ha sido hospitalizado respondiendo a la
solicitud de su madre y de su hermano. Ex mecánico de la marina mercante, fue despedido
después de una riña con un oficial de la marina. Aquel día había bebido mucho. Su despido
lo obligó a "quedarse en dique seco". Después de varios años dedicados a errar por los
astilleros navales, haciendo "pequeños trabajos", no conseguía olvidar aquel universo tan
singular que es la vida en alta mar en la marina mercante. Se propuso buscar trabajo en el
muelle sin gran convicción. Ya no tenía el corazón puesto en ello. La reestructuración de los
astilleros navales y su cierre definitivo pudieron más que él. Se convirtió en "parado de larga
duración", sin ninguna esperanza de ser contratado. Con más de cincuenta años, aquel
veredicto cae como una cuchilla: ¡Demasiado viejo! ¿Viejo, él, que tenía tantas cosas que
transmitir? ¿Y trabajar dónde? Toda la región se había convertido en una zona siniestrada.
Marcel había estado casado, pero su mujer no toleraba más su alcoholismo y sus crisis de
violencia. Encerrado en sí mismo, huraño, ya no compartía gran cosa con su entorno. Pasaba
horas bebiendo su "cerveza Picon", dedicado a pasarse la "película" de sus escalas, a añorar
el olor de las máquinas. Sin nada de qué ocuparse, volvió a vivir a casa de su madre en las
afueras de París. Ella lo acogió para intentar poner fin a su abandono, según nos contaba.
Marcel estaba muy agresivo durante sus hospitalizaciones, que vivía como una
injusticia intolerable. Me cansé de escuchar un atado de banalidades y la rigidez que
caracterizaba nuestras entrevistas en psicoterapia se me hizo insoportable. Buscaba
incansablemente un elemento que intuía como fundamental y que debía encontrarse en el
origen de su comportamiento actual. Ya habíamos trabajado sobre el impacto psicológico de
los mundos perdidos, en este caso, el universo de la navegación. Por razones económicas, el
barco en que había trabajado estaba retirado de los mares desde hacía varios años. El cierre
de los astilleros navales ha hecho desaparecer un mundo que ya no volverá. ¿Pero que había
antes? Una infancia "banal" no nos dio ninguna pista. Fue al pensar en su edad que encontré
un asidero en este callejón sin salida. Marcel había superado ya con creces los cincuenta
años. Le pregunté entonces sí había combatido en la guerra de Argelia. Se me quedó mirando
mucho rato y explotó: "¿Y eso qué coño le importa? ¡No tiene nada que ver con este asunto!
Déjeme en paz con esa historia". Su protesta me estimuló: "Sí, precisamente tiene "que ver".
La guerra de Argelia no terminó con los acuerdos de paz. Continúa, mucho tiempo después,
en la cabeza de quienes la vivieron... Y que la perdieron". Marcel me volvió a mirar
fijamente. Se había calmado de inmediato. Yo seguí: "¿Quiere usted contarnos?" A partir de
ese día, nuestras sesiones fueron dedicadas a los relatos de historias de la guerra y de "su"
guerra. Convidamos a su madre y a su hermano a participar, y también a veces a un paciente
"crónico" del servicio que también había combatido en Argelia. Desde entonces, Marcel dejó
de ser el que era. No volvimos a verlo jamás en el hospital psiquiátrico. Lo seguí durante un
tiempo en el ambulatorio, pero posteriormente se fue a vivir a Saint-Nazaire.
Comentario: Del Djebel argelino al final de los astilleros navales, la historia de
Marcel no es más que una acumulación de huellas de la historia colectiva, política, social y
económica que "produjeron" una psicopatología. No se trata para nada de ocultar los
conflictos intrapsíquicos, las vicisitudes de la relación con su padre, sino de agregar un
espacio de causalidad que atraviesa la vida psíquica, incide en ella y la marca con el sello de
la impronta de la historia colectiva: política, económica, social, de las relaciones con las
normas,... Esta historia colectiva deja huellas para toda la vida, huellas dolorosas que
comprometen no solamente al individuo en cuestión, sino también a su entorno familiar,
profesional y social.

La tortura es una situación de violencia extrema. Las víctimas de la tortura han tenido acceso
a realidades habitualmente ocultas, al lado oscuro de la humanidad. Sin embargo, ¡se puede
decir lo mismo de los torturadores! La tortura es un intento deliberado de destrucción y de
deshumanización. Está en manos de individuos que se encuentran en un estado de absoluta
falta de empatía con sus víctimas. Esta falta de empatía ha sido inducida deliberadamente,
fabricada, modelada por los sistemas de tortura y por los que detentan el poder. La posición
del investigador y del clínico que trabajan en "el lado oscuro" de lo humano es una posición
comprometida: analizar, intentar comprender, tratar a las víctimas y a los protagonistas de la
violencia política no es una práctica neutra, ni para una psicóloga ni para una historiadora. La
investigación y la divulgación de los resultados en este campo son indispensables. Estas
actividades tienen una función política, en el sentido de que arrojan luz para intentar
"deshacer": desmontar, desvelar y exponer a la luz del día los mecanismos históricos,
políticos y psicológicos de la tortura.

Es posible, necesario e incuestionablemente enriquecedor realizar un trabajo común entre dos


disciplinas como son la historia y la psicología, cuando se trata de abordar con mayor
precisión las consecuencias humanas perdurables de las violencias de la historia colectiva.

Traducido del francés

Notas

1
Emisión de "Passerelle", del 26 de marzo, 1988, en France-Culture.
2
Documento filmado: Le fils de ton voisin [El hijo de tu vecino]. Disponible en el centro de
documentación de vídeos de Amnesty International. Los jóvenes reclutas pertenecían al
centro de formación del ESA, que los preparaba para ingresar en el KESA, unidad especial
del ejército griego.

Référencias

Amnesty International, 2000. La torture ou l'humanité en question [La tortura o la


humanidad cuestionada], París, Amnesty International.
Amnesty International, 2001. Pour en finir avec le commerce de la souffrance [Para acabar
con el comercio del sufrimiento], París, Amnesty International.
Amnesty International, 2001. Rapport 2001 [Informe 2001], París, Amnesty International.
BRANCHE, R., 2001. La torture et l'armée pendant la guerre d'Algérie, 1954-1962 [La
tortura y el ejército durante la guerra de Argelia, 1954-1962], París, Gallimard.
NATHAN, T., 1994. L'influence qui guérit [La influencia que sana], París, Odile Jacob.
SIRONI, F., 1999. Bourreaux et victimes. Psychologie de la torture [Verdugos y víctimas.
Psicología de la tortura], París, Odile Jacob.
SIRONI, F., 2000. "Les vétérans des guerres "perdues". Contraintes à la métamorphose"
["Los veteranos de las guerras "perdidas". Obligados a la metamorfosis"],
Communications, N° 70, Seuil, Passages, París, pp. 257-270.
SIRONI, F., 2001. "Les stratégies de déculturation dans les conflits contemporains. Nature et
traitement des attaques contre les objets culturels" [Las estrategias de deculturación en
los conflictos contemporáneos. Naturaleza y tratamiento de las agresiones contra los
objetos culturales], Sud Nord, N° 12, "Traumatismes", Ramonville Saint-Agne : Erès,
pp. 29-47.
SIRONI, F., 2002. « Les laissés pour compte de l'Histoire collective. Psychopathologie des
mondes perdus » [Los abandonados de la historia colectiva. Psicopatología de los
mundos perdidos], Psychologie Française, París, Dunod. De pronta publicación..
THOMAS, P-A., 2002. Les désarrois d'un officier en Algérie [Los padecimientos de un
oficial en Argelia], París, Le Seuil.
Antropología de la violencia extrema : el crimen de profanación

Véronique Nahoum-Grappe

Nota biográfica

Véronique Nahoum-Grappe es antropóloga en l’École des Hautes


Études en Sciences Sociales (EHESS). En el CETSAH (Centre
d’Études Transdisciplinaires, Sociologie, Anthropologie, Histoire, 22
rue d’Athènes, 75009, Paris, France), sus investigaciones se orientan a
la antropología de las prácticas corporales y la diferencia de los sexos
en nuestra sociedad contemporánea; ha publicado Le Féminin (1997).
Y ha dirigido Vukovar Sarajevo… La guerre en ex-Yougoslavie
(1993). Actualmente trabaja en un ensayo sobre el uso político de la
crueldad en las sociedades contemporáneas.
Email : nahoum@ehess.fr

El concepto de « violencia extrema » lo empleamos al tratar de la guerra en la antigua


Yugoslavia (NAHOUM-GRAPPE V. 1993), tras una encuesta etnológica realizada sobre el
terreno entre los refugiados1: en aquel momento con este término queríamos expresar aquello
que no podía ser entendido solamente en términos de violencia política de guerra, es decir,
todas las prácticas de crueldad « exagerada » ejercidas contra civiles y no contra el ejército
« enemigo », que parecían rebasar la simple finalidad de querer apoderarse de un territorio y
de un poder.

En 1992, todavía era difícil entender por qué esas matanzas, torturas, violaciones,
deportaciones y campos de concentración, se multiplicaban en ese país europeo, el más rico y
abierto de los antiguos países del Este pertenecientes al bloque comunista. El artículo de Roy
Gutman aparecido en el New’s Week del 2 de agosto de 1992, y traducido al francés al año
siguiente, (GUTMAN R. 1993, 1999) en el que se denunciaban estas prácticas, pareció
entonces increíble.

Una gran desconfianza rodeó estas informaciones hasta su confirmación progresiva. Desde
entonces, el programa de la crueldad política contemporánea nos ha colmado de relatos
terribles, horrores de todo tipo en contextos heterogéneos, que hacen que un historiador de la
antigua Grecia pueda escribir en 1999 : «sin ninguna duda, nuestro siglo es el más cruel de
todos los que ha conocido la civilización» (BERNAND A. 1999, 15).

Ahora, casi diez años después de nuestras primeras observaciones2, podemos entender mejor
lo que tratábamos de designar con el término « violencia extrema ». Se trata de una categoría
de crímenes, no solamente o especialmente graves, sino también diferentes, en cuanto a su
sentido sobre el terreno, de las demás prácticas de violencia: la crueldad aquí parece formar
parte del programa que se designará más adelante con el término «purificación étnica» o
«limpieza», «ethnic cleansing» (el verbo yugoslavo «Ciscenije» significa «limpiar»).

El crimen cruel y absurdo desborda la cuestión de la violencia histórica propiamente dicha; la


distancia entre ambos parece inscribirse en una evidencia de sentido común. Si la violencia
está siempre en relación con una ruptura destructora, productora de más o menos sufrimiento,
la crueldad añade una intención de hacer sufrir más todavía, y este «más» añade al dolor un
coeficiente de deshonra, de envilecimiento.

Nuestra intención no es tratar estos crímenes desde un punto de vista histórico, ni tampoco
desde el punto de vista de una sociología política tomando como base una genealogía de
textos. Este trabajo pretende más bien estudiar la distancia entre la violencia y la crueldad
desde el punto de vista de la etnología, disciplina que se centra en la descripción del sentido
de las acciones reales, siempre inscritas en una escena física material ordinaria. Pero la
descripción de las prácticas reales que testimonian las víctimas plantea toda una serie de
problemas muy específicos, metodológicos y deontológicos, que no podemos tratar en este
artículo. En esta fase de nuestro estudio, nos ha parecido que los grandes textos literarios
podían leerse antropológicamente y que, muy a menudo, su contenido trágico se basa en esta
distancia, que tratamos de estudiar aquí, entre la violencia y la crueldad.

Guerra y crimen, la evidencia de una diferencia

Cuando Chateaubriand escribe la historia de las campañas napoleónicas, podemos leer la


frase siguiente: « El cielo castiga la violación de los derechos de la humanidad »
(CHATEAUBRIAND A. 1973, 2, 101), refiriéndose a una horrible matanza de prisioneros
desarmados perpetrada en Siria el 10 de marzo de 1799 por órdenes de Napoleón. La idea de
crimen contra la humanidad que estaba en germen en el pensamiento de los ilustrados,
expresada jurídicamente en la declaración de los derechos del hombre de la Revolución
Francesa, se encuentra en el Proyecto de paz perpetua de Kant : «La comunidad más o
menos estrecha que se ha generalizado entre los pueblos de la tierra ha llegado a un punto en
que la violación de un derecho en un lugar de la tierra se siente en todos» (KANT E. (1795)
1986, 3, 353). Pero la expresión «violación de los derechos de la humanidad» utilizada con
precisión a propósito de una matanza cometida en tiempo de guerra nos parece significativa.
Hay que leer la descripción de la matanza para entender mejor el sentido de la expresión de
Chateaubriand en este contexto: «Bonaparte no podía invocar las leyes de la guerra, ya que
los prisioneros de la guarnición de Jaffa habían depuesto las armas y su rendición había sido
aceptada» explica el autor. Y pone en boca de un testigo: «Esta escena atroz todavía me
produce espanto cuando la recuerdo, igual que el día en que la vi, y preferiría poder olvidarla
a tener que describirla. Todo lo que pueda imaginarse en un día sangriento sería todavía
inferior a la realidad» (CHATEAUBRIAND 1973, 2, 98). El autor encuentra los escritos de
un testigo ocular al que cita íntegramente, explicando por qué: «Para afirmar una verdad tan
dolorosa, era preciso el relato de un testigo ocular. Una cosa es saber una historia en líneas
generales y otra conocer sus detalles: la verdad moral de una acción sólo se descubre en los
detalles de esta acción. Y los detalles son éstos, según Miot » (id 99). La verdad moral de una
acción se manifiesta en los detalles, en la descripción de la escena concreta, factual: éste es el
punto de vista del etnógrafo que se centra en las circunstancias materiales, las posturas de los
cuerpos, los gestos en tiempo real. En efecto, sin este tiempo de la descripción, que es
también el del testimonio, y descripciones múltiples y cruzadas, por supuesto, comprobadas
por el historiador, no se puede sentir la «verdad» de un crimen.

Testimonio de Miot, comisario adjunto de guerra durante la campaña de Egipto: « El 20


ventoso (10 de marzo de 1799) por la tarde, se dio orden a los prisioneros de Jaffa de ponerse
en marcha en medio de un vasto batallón cuadrado formado por las tropas del General Bon.
Un rumor sordo acerca del destino que se les preparaba me decidió, igual que a otras
personas, a seguir a esta columna silenciosa de víctimas para cerciorarme de si lo que me
habían dicho era cierto. Los turcos, que avanzaban en desorden, ya preveían su destino; no
derramaban ni una lágrima…». Al llegar por fin a las dunas de arena al sudoeste de Jaffa, se
les mandó parar cerca de una charca de agua amarillenta. Entonces, el oficial que mandaba
las tropas mandó dividir la masa en pequeños grupos, y estos pelotones fueron conducidos a
varios puntos diferentes, y fusilados. Esta horrible operación llevó mucho tiempo, pese al
número de tropas reservadas para este funesto sacrificio, y que, tengo que declararlo, se
prestaban con extrema repugnancia al ministerio abominable que se exigía de sus brazos
victoriosos. Cerca de la charca de agua, había un grupo de prisioneros entre los cuales había
algunos jefes ancianos de mirada noble y resuelta, y un joven cuya moral estaba muy
quebrantada. Con tan poca edad, debía de creerse inocente y este sentimiento le llevó a una
acción que pareció disgustar a los que le rodeaban. Se tiró ante las patas del caballo que
montaba el jefe de las tropas francesas; se abrazó a las rodillas de este oficial, implorando la
gracia de la vida y gritando: «¿De qué soy culpable ? ¿Qué mal he hecho?». Las lágrimas que
derramaba y sus gritos conmovedores fueron inútiles; no pudieron cambiar el fallo fatal
pronunciado sobre su suerte. Con la excepción de este joven, todos los demás turcos hicieron
con calma sus abluciones en esa agua estancada de la que he hablado, después, tomándose de
la mano tras haberla llevado al corazón y a la boca, como se saludan los musulmanes, dieron
y recibieron un adiós eterno. « … » Vi a un anciano respetable, cuyo tono y maneras
denotaban un grado superior, le vi hacer cavar fríamente delante de él en las arenas
movedizas, un agujero bastante profundo para enterrarse en él vivo: sin duda, no quiso morir
más que a manos de los suyos. Se tumbó boca arriba en esta tumba tutelar y dolorosa, y sus
camaradas, elevando sus preces a Dios, le cubrieron enseguida de arena y pisotearon a
continuación la tierra que le servía de sudario, probablemente en la idea de acortar sus
sufrimientos. Este espectáculo que todavía hace palpitar mi corazón y del que esta narración
es un pálido reflejo, tuvo lugar durante la ejecución de los pelotones repartidos en las dunas.
Por último, sólo quedaban de todos los prisioneros, los que estaban cerca de la charca. Como
a nuestros soldados se les habían agotado los cartuchos, tuvieron que golpearlos con la
bayoneta y con armas blancas. No pude soportar este horrible espectáculo y me alejé, pálido
y casi desfallecido. Algunos oficiales me contaron por la noche que aquellos desgraciados,
cediendo a ese impulso irresistible de la naturaleza que nos hace evitar la muerte, se tiraron
unos encima de otros, y recibían en los miembros los golpes dirigidos al corazón y que
deberían acabar en el acto con su triste vida. Se formó una pirámide espantosa de muertos y
moribundos chorreando sangre, y fue necesario retirar los cuerpos de los ya muertos para
rematar a los desgraciados que, al abrigo de esa muralla horrible y espantosa, todavía no
habían sido golpeados. Este cuadro es exacto y fiel, y su recuerdo hace que me tiemble la
mano, que no es capaz de pintar todo el horror». La vida de Napoleón relatada en estas
páginas, explica el distanciamiento que sentimos hacia él», añade Chateaubriand. El autor ha
ido a estos lugares: «he visitado la tumba, antes montón de cadáveres, hoy osario en
pirámide» y unas líneas más abajo viene la frase… «El cielo castiga la violación de los
derechos de la humanidad» (CHATEAUBRIAND 1973, 2, 99-101).

Se ha violado el derecho de la guerra, no había razón para ordenar la masacre, y el autor


precisa que nada amenazaba al futuro emperador que pudiera motivar un acto semejante, que
ningún deseo de venganza, ninguna lógica podía ayudar a entender la decisión de tal
masacre. La gratuidad del crimen es un argumento de su crueldad. La desigualdad de la
relación de fuerzas, acrecentada además por la rendición de las víctimas desarmadas que, por
lo tanto, ya no tienen la consideración de soldados enemigos, la juventud y la vejez de
algunas de ellas, su heroísmo, su temor, todos estos rasgos vienen a definir el crimen y no la
guerra. A los soldados franceses les repugna esta misión, los testigos caen desfallecidos.
Chateaubriand no es el único que se indigna y se desengaña. Napoleón cae de su pedestal a
causa de su crueldad. Los cuerpos de las víctimas, sus posturas, los definen como seres
humanos en sus debilidades y en su heroísmo: empujar a un ser respetado, «pisotear» la tierra
que recubre el cuerpo todavía vivo de un anciano venerado, para, matándole, salvarle, ofrece
el recuerdo de una escena inimaginable. Cualquiera que haya escuchado los testimonios de
los supervivientes de masacres en masa conoce este momento espantoso del relato en el que
no hay escapatoria, lo contrario de una película de final feliz. El fin de la historia es la
injusticia, hay una imposibilidad de aceptarlo, pero ya está hecho. Darle la vuelta, hacer que
el crimen se vuelva contra el criminal es entonces la única supervivencia posible: «Siempre
en la historia avanzan juntas dos cosas: cuando un hombre se abre una vía de injusticia, al
mismo tiempo se abre una vía de perdición y, a una cierta distancia, la primera ruta viene a
caer en la segunda» (CHATEAUBRIAND 1973, 2, 244). En esta frase, un poco trivial pero
muy clara, el autor no reclama el derecho contra la injusticia: es demasiado tarde y este tipo
de «sueño de recurso» es impensable a principios el siglo XIX. Pero una especie de deseo de
convicción traspasa el pesimismo positivo del autor: que el asesino no se vaya tan tranquilo
«al paraíso», que lleve en la frente un sello fatal desde la primera trasgresión importante,
pese a los triunfos y éxitos políticos que coronan en la realidad el hábito de los crímenes y
masacres del político poderoso. Un admirador incondicional de Napoleón habría pasado por
alto esta masacre, la habría minimizado y justificado con argumentos retóricos lo bastante
verosímiles para sembrar la duda en el testigo lejano que no sabe qué pensar. Pero entonces,
hay que escapar a los detalles, a la realidad material de la escena pintada con otros medios no
muy limpios, con miras a fines superiores. Se trata entonces de escapar a la «verdad moral»
de los hechos, que radica en su descripción detallada por uno o n testigos oculares dignos de
fe, pues es en el fondo de esta verdad moral inscrita en las pocas horas que dura la escena,
donde se define la naturaleza del crimen cometido. Hemos visto que la crueldad aquí va
unida a su gratuidad y a su injusticia, aumenta con la impunidad y hace que el testigo se
vuelva amargo y maldecidor. La lógica de la maldición es necesaria cuando al abrirse una vía
de injusticia, el tirano «se abre al mismo tiempo una vía de perdición ...». Pero su visibilidad
y, por tanto, su consideración en el espacio público dependen de que se escuche un relato,
fácilmente acallado. Dejar el campo libre al relato de crueldad que tiene en cuenta los
detalles físicos y materiales de la escena es la condición necesaria de su percepción, de «su
verdad moral» y por lo tanto jurídica.

Violencia y crueldad: fenomenología de una distancia

Vamos a plantear ahora la cuestión de la diferencia entre dos gestos violentos, o entre dos
sentidos posibles de un mismo gesto de violencia, desde el punto de vista de sus
descripciones concretas, etnográficas, tomadas en su situación y en su contexto, y no en
función de su sentido histórico a posteriori. La irrupción de la violencia, en una esquina de
una calle, en una pantalla o en una página, con todo el ruido y la furia, y a veces al son de
espantosas risas de un horror ritualizado, impresiona siempre por su coeficiente de ruptura y
de sacudida, de sorpresa total. La distancia entre las teorías de la violencia histórica y el
propio acontecimiento violento es impresionante, como entre la palabra «ruido» y el efecto
del trueno.

Esta diferencia de enfoque entre el sentido histórico de una escena, y su desarrollo físico
puede encontrarse en una misma experiencia: por ejemplo en 1789, el propio Chateaubriand,
con veinte años, se encuentra con la Revolución Francesa en la plaza de la Bastilla. Veamos
una primera forma de enfoque, productora de un primer relato, redactado, como sabemos,
unos años antes de la publicación en 1849:
« El 14 de julio, toma de la Bastilla. Asistía como espectador a este asalto contra algunos
inválidos y un tímido gobernador: si se hubieran tenido las puertas cerradas, el pueblo nunca
hubiera entrado en la fortaleza. Vi tirar dos o tres cañonazos, no por los inválidos, sino por
los guardias franceses, que ya habían subido a las torres. A De Launay, sacado de su
escondite tras haber sufrido mil ultrajes, le matan a golpes en las escaleras del Hôtel de Ville;
Flesselles, el preboste de los comerciantes, tiene la cabeza destrozada de un tiro (…). Todo
este suceso, por desgraciado u odioso que sea en sí mismo, cuando las circunstancias son
graves y hacen época, no debe ser tratado a la ligera: lo que había que ver en la toma de la
Bastilla (lo que no se vio entonces) era, no el acto violento de la emancipación de un pueblo,
sino la emancipación misma, resultado de este acto.» CHATEAUBRIAND A. (1849) 1973,
I, 217).

Poder ver, en el momento o después, en el espectáculo de los acontecimientos (juzgados


negativamente en sí mismos por un autor perteneciente a la reacción) su sentido político que
hace «época», y poder aprehender la «gravedad de las circunstancias» cambia toda la ética de
la percepción. Se producen daños, incluso saqueos, «excesos» quizás, pero estas violencias
están como reducidas y parcialmente oscurecidas a la sombra de aquello a lo que no merece
la pena atribuir una significación.
Ahora la segunda escena en la que el espectáculo físico y material produce una «verdad
moral».

«Unos días después, Chateaubriand está en la ventana de un hotel parisino: «Oímos gritar
‘¡cierren las puertas! ¡cierren las puertas!’. Un grupo de andrajosos llega por un extremo de
la calle. En medio de este grupo se elevaban dos estandartes que no veíamos bien desde lejos.
Cuando avanzaron, distinguimos dos cabezas desgreñadas y desfiguradas, que los
antecesores de Marat llevaban cada una en la punta de una pica: eran las cabezas de los
señores Foulon y Berthier. Todo el mundo se apartó de las ventanas: yo me quedé. Los
asesinos se pararon delante de mí, me tendieron las picas cantando, dando brincos, saltando
para acercar a mi cara las pálidas efigies. En una de estas cabezas, un ojo se había salido de
las órbitas y caía sobre la cara oscura del muerto: la pica atravesaba la boca abierta cuyos
dientes mordían el hierro: «¡bandidos!» les grité… » (CHATEAUBRIAND, 1973, 1, 219).

No es necesario plantearse la cuestión de la veracidad histórica de este episodio. Este


recuerdo, escrito más de veinte años después con ocasión de las Mémoires d’outre-tombe,
debe ser tomado como un relato bastante significativo para el autor con miras a explicar su
postura: «Estas cabezas y otras que encontré poco después, cambiaron mis actitudes políticas.
Cobré horror por los festines de caníbales, y la idea de salir de Francia hacia algún país
lejano empezó a germinar en mi ánimo» (id. 220).

La trampa del narcisismo retrospectivo (nuestro autor fue el único que les gritó «bandidos»
jugándose la vida sin duda, etc.) es bastante banal para poder ser desbaratada. Para nuestra
intención – comparar dos recuerdos y tomar los marcos descriptivos respectivos – basta con
el texto; que los historiadores se encarguen de comprobar las fuentes.

El pasaje sobre la toma de la Bastilla combina descripciones y consideraciones. Éstas últimas


borran la realidad material de la escena a los ojos del recuerdo (especialmente el episodio de
la cabeza «destrozada» de un tiro) para resaltar su sentido histórico. Y el segundo pasaje
sobre las cabezas vistas desde la ventana supone detenerse en la imagen atroz, y escoger la
descripción del horror basada siempre en una imagen del cuerpo martirizado, que impide
toda conclusión acerca del sentido de la acción. En efecto, el sentido atribuido al gesto
violento borra parcialmente la violencia del mismo.

“Sistema de vigilancia. Camino del matadero, con hilos eléctricos a ambos lados, como en una plaza de
toros”. Esta fue la leyenda de los alumnos del Colegio Jean-Zay, en Brignais, Rhône, Francia, para una
foto tomada durante una visita escolar a Auschwitz-Birkenau.

La diferencia de consideración entre los dos relatos se encuentra en los manuales de historia
que dan una consideración de acontecimiento crucial y significativo a la toma de la Bastilla
en la que «la poca» sangre derramada se une «al mucho» sentido producido. Por el contrario,
pasan de puntillas, y sobre todo sin hacer ningún planteamiento histórico, por las masacres de
septiembre de 1792, a las que se refiere como «meses trágicos» sin decir más, aunque fueron
particularmente abominables en lo que se refiere a crueldades insensatas (CHARPENTIER
J., LEBRUN F. 1987, 246).

Los revolucionarios de 1789 que blandían en sus picas las cabezas del controlador general de
finanzas (Foulon) y de su yerno, podían considerar este suplicio y estos crímenes como
misión sagrada y vengadora: al tomar al yerno por blanco, la lógica punitiva se extiende a los
miembros de la familia a veces no implicados. Lo que le ocurrió al hijo de Luis XVI, muerto
en condiciones de verdaderos malos tratos, hoy sería considerado como un crimen cruel, no
político. De manera general, incluso a los ojos de los actores, la violencia política pierde en
precisión y en rigor lo que gana en extensión y en crueldad: cuando los cuerpos martirizados
son considerados como culpables sólo por «contaminación» a causa de los vínculos de
parentesco o de proximidad social con el verdadero enemigo político. Pero cuando la
culpabilidad del enemigo se considera colectiva y se transmite por contagio a los parientes, lo
que se percibe desde fuera o más tarde como crueldad arbitraria se plantea por los actores
como justa violencia. Aquí se ve que la cuestión de la crueldad en el ámbito político está en
relación con la construcción cultural del cuerpo del enemigo, más o menos colectivo. En el
recuerdo de Chateaubriand, el espectáculo, a través de una ventana, de la máscara del horror,
aniquila el sentido histórico del contexto.
La atrocidad no deja sitio a la menor comprensión, cuando se considera excesiva e insensata,
bárbara, «un festín de caníbales» – para eso es mejor irse a vivir con los verdaderos indios–,
lo que hará el joven Chateaubriand también por otros motivos.

Es evidente que para un historiador o un sociólogo del pensamiento político, este recuerdo
del autor no bastaría para explicar su «reacción» política; todo lo más puede ser una
justificación retrospectiva. Pero lo que nos interesa aquí, son las diferentes maneras de
interpretar la irrupción de la violencia colectiva en la calle, ya sea dándole un sentido que
sobrepase su propio marco material transformado en emblema, incluso en icono (la
guillotina), o describiendo una imagen cruel cuyo sentido está como aniquilado por el horror
encarnado y expresado por/en el cuerpo humano. Basta con suprimir de la narración la
secuencia descriptiva del cuerpo martirizado para quitar al relato de violencia su efecto de
crueldad. Esta descripción, por su exceso abominable, insensato, pone en peligro el deseo de
comprensión. Por esta misma razón, el relato de crueldad se puede usar como efecto de
quiasmo en el pensamiento cuando se trata de construir un enemigo «al que odiar». La misma
exageración propia del relato de crueldad, será entonces el argumento de lo falso y
constituirá la principal atracción. Lo que es imposible de «ver frente a frente» en el
testimonio de un crimen atroz, es la estética de la crueldad misma que será el punto de
seducción y de arranque de la mentira política. El relato de las crueldades atribuidas al
enemigo es así la guinda de todas las propagandas de guerra, independientemente de las
verdaderas atrocidades. Ya sea inventado o verídico el relato de crueldad, el núcleo, el lugar
de transgresión insoportable que impide toda posibilidad de banalización es el cuerpo. El
cuerpo humano constituye ese espacio sagrado que invade el crimen de crueldad: no sólo es
destructible y mortal, sino que es también un objeto privilegiado del crimen de profanación.

La materia de lo sagrado

A veces es necesaria la experiencia de la proximidad física con el mundo real en el que se


desarrolla la escena para su comprensión. A veces, un escrito, una imagen, un documento,
producen este efecto de realidad unida siempre a una modificación de los instrumentos de
comprensión. Como cuando se visita un campo de concentración nazi, y de repente, a causa
de esta proximidad con la maquinaria arquitectónica del crimen contra la humanidad, se
descubre con espanto lo que se sabía de memoria.

El concepto de «violencia» es teórico, pero la escena de las violencias reales está fuera del
alcance de esta producción teórica, su «bloque de abismos », según el bello título del trabajo
de Annie Lebrun sobre Sade, produce un vértigo que desestabiliza toda postura.

Cuando se emplean los términos «excesos», «atropellos», «errores» para referirse a algunos
episodios de gran violencia producida por la política, la descripción está pillada en la doble
obligación de tener que despojarse de aquello que está obligada a mencionar. Los «excesos»,
denotan una exageración que no añade nada, al contrario. Los «atropellos» son «abusos»
menores, que se desbordan del cuerpo en el ardor del suceso– en los que la cuestión del
sentido está ya limpia por esa decisión de apelación. Y los «errores» son un desafortunado
paso en falso en el camino matemático de la verdad, que siempre se pueden corregir con una
goma de borrar. En la realidad del régimen estaliniano por ejemplo, esos «errores» se cifran
en millones de muertes irremediables.

Lo que se ha eliminado del campo de estudio es la escena misma de violencia, encarnada en


la materialidad de su propio decoro que se desarrolla en tiempo real: el ritmo demasiado
lento, demasiado rápido, de la eternidad fugaz y lenta de la vida cotidiana alcanza una vileza
inverosímil. Tomar la vida cotidiana físicamente ordinaria como escala del análisis
descriptivo abre el continente indefinido del presente: el cuerpo humano se encuentra lleno
de carne (si se admite este pleonasmo) y pillado en la trampa de su propio funcionamiento
orgánico. La vergüenza y el envilecimiento de una persona «de carne y hueso», que está
condenada a no poder protegerse de su propio funcionamiento orgánico, son otras tantas vías
posibles en las que la incomodidad extrema del encarcelamiento marca el comienzo de una
profanación. Un ejemplo, el 9 de abril de 1945, Georges Petit es deportado:

« Al salir de Compiègne, se nos había hacinado de cien en cien en cada vagón (…) Cuanto
más nos alejábamos de Compiègne, más aumentaban el calor y la falta de aire. Todo el
mundo quería estar de pie y, buscando el aire fresco, trataba de acercarse a los tragaluces
pese a las guirnaldas de excrementos que guarnecían los alambres colocados en las aberturas
(pues era necesario vaciar de vez en cuando el único barril que subvenía a nuestras
necesidades). Estos adornos nauseabundos frenaban mis intentos de deambular entre los
cuerpos apretados y terminé por no seguir buscando el aire por ese lado. ¿Tendría el
presentimiento de entrar en el reino de la mierda? En todo caso este primer signo se confirmó
ampliamente a lo largo de mi estancia en Alemania: primero en Buchenwald, en las letrinas
rudimentarias del campo en el que vi por primera vez el espectáculo espantoso de las filas de
personas defecando que padecían prolapso rectal; en el « cheise-kommando », donde asistía
incrédulo al celo del SS que vigilaba, sin repugnancia aparente, a los prisioneros que
chapoteaban en ríos de mierda, en otro kommando en el que otro fue obligado a comerse sus
excrementos porque no había pedido al SS el permiso de apartarse para hacer sus
necesidades; después en Langeinstein, cuando una mañana, corriendo a la llamada, varios
compañeros habían estado a punto de ahogarse en las letrinas recubiertas de una capa de
tierra demasiado fina. Mierda omnipresente, rúbrica inolvidable para nosotros los franceses,
de los que el régimen nacionalsocialista se burlaba por su pretendida suciedad. » (PETIT G.
2001, 27-28).

¿Cómo integrar este olor espantoso en la tesis retórica sobre el genocidio? Sin embargo, la
repugnancia que invade al lector ante la idea de una «guirnalda de mierda» ofrece una
información precisa sobre lo que es el crimen de profanación unido a la manera en la que se
tratan los cuerpos a los que se decide masacrar en masa. La escena real del testimonio
referente a la cotidianeidad de la puesta en marcha del crimen contra la humanidad – el
genocidio – es siempre desagradable, indecente, llena de olores y horrores de lo que sólo el
relato narrativo da cuenta. Esta descripción va en el sentido del trabajo de Olivier Razac
sobre la historia política del alambre de espino, (RAZAC O. 2000) instrumento y signo
emblemático del totalitarismo del siglo XX. El alambre de espino «con guirnaldas de
mierda» que impide el paso al tragaluz del vagón precintado no se puede representar ni
siquiera en un teatro de máxima vanguardia. Sin embargo, esta imagen insoportable define la
inscripción del totalitarismo en lo real, en su producción de fealdad social y de sufrimiento
estético en el sentido literal del término, aprehendido por todos los sentidos. El crimen contra
la humanidad, visto desde la perspectiva de la primera escena real, empieza siempre con una
primera agresión al decoro, al contexto, que, al afectar a la dignidad de la presencia física,
produce un efecto de deshonra. Antes del horror mismo, habrá un aura del horror, su paisaje
de alambres, su «olor a mierda»…

Pero la cuestión de los alambres de mierda no tiene ninguna incidencia teórica en el


pensamiento; sin embargo, desde un punto de vista de sociología fenomenológica, la cuestión
del confort y de su contrario es un dato primordial como marco de la imaginación política.
Son los escupitajos, los insultos (sobre el vientre de la madre y la sexualidad de los hombres
de la familia), los objetos deshonrosos (calcetines sucios), los excrementos que, lanzados al
cuerpo del otro hasta tocarle, son el vehículo de la deshonra – más simbólica cuanto más
física y material. El crimen de deshonra tiene de particular que la víctima carga con la
vergüenza, ante las miradas y la risa de los verdugos. La violación constituye el crimen de
deshonra por excelencia, en ella el humor del cuerpo del verdugo entra por la fuerza en el
cuerpo de la víctima cuya identidad cambia entonces a sus propios ojos.

La profanación es la violación de lo sagrado: ¿cuál es entonces el campo de lo sagrado para


la víctima? Su cuerpo, el cuerpo de otro en su materialidad, su fragilidad corporal fisiológica
cuya presencia social es siempre una reconstrucción que lo personaliza, lo viste: alrededor de
este cuerpo, todo lo que le da un nombre, todo lo que lo identifica– un sombrero, un escudo,
una forma de vestirse, un signo cualquiera – será portador de una investidura «sagrada»: todo
lo que abaarca este conjunto que constituye una persona físicamente presente en una escena
social. Todo lo que le «descubre» le desconstruye, le «ensucia», aunque sólo sea su nombre,
alcanza lo sagrado no religioso que rodea la dignidad de la persona en todas las culturas, y
produce la vergüenza antes del sufrimiento, un dolor puramente sociológico. Después, todo
lo que afecta a la transmisión de esta identidad entera, con el nombre, el cuerpo físico, el
vestido, el estilo, las creencias, los valores públicos, todo lo que se transmite a la generación
siguiente por la sexualidad, que pasa por el vientre de las mujeres y se fija en la cúpula de
una tumba respetada en tiempo de paz; todos estos signos culturales de pertenencia que el
cuerpo humano sexuado vehicula con su «sangre» y todos los demás humores del cuerpo,
todo esto es lo que forma los círculos concéntricos de lo sagrado alrededor de una persona,
que habita en el fondo de su mirada, y que se toma como objetivo en el crimen de
profanación.

La violación de una tumba y la de una mujer son por tanto crímenes homólogos en el plano
antropológico pues pretenden alcanzar un mismo blanco en pleno corazón de este espacio de
lo sagrado personal. El niño o el anciano que podían escapar al crimen de violencia
instrumental (la que persigue una meta exterior a ella), no escapan al crimen de profanación
ya que son los dos, en su mismo cuerpo, portadores emblemáticos de una transmisión: uno,
como promesa de futuro, el otro como prueba de un arraigamiento en el pasado, espacio que
se trata de «limpiar» también, erradicando la vieja cepa, la yema nueva y el germen en el
vientre materno… La materia de lo sagrado, es así el mismo cuerpo, físico y por lo tanto
personal, de «carne y hueso», por lo tanto todo entero, nacido y vivo, con su nombre y su
sombra en la tierra.

La descripción que hace Chateaubriand de las cabezas en las picas produce un efecto de
revulsión porque se trata de la cara humana desfigurada en su materialidad orgánica. No
solamente hay un crimen, sino también un envilecimiento. Esta involucración del cuerpo
humano físico es la marca distintiva de lo que aquí llamamos crimen de deshonra.

Lo que resulta de los análisis teóricos cuando se trata de dar un sentido al crimen, cuando
están relacionados con la vida política colectiva, es precisamente este aspecto de deshonra, es
decir, de tomar en cuenta al cuerpo humano, no solamente en la descripción sino también en
el análisis de los hechos. Ahora bien, al escuchar los testimonios de las víctimas de crímenes
contra la humanidad, se impone la distinción entre lo que denota el uso de la violencia y lo
que denota el uso político de la crueldad, llamado aquí crimen de deshonra. La definición del
crimen de profanación está así unida a la cuestión de la definición de los espacios y objetos
sagrados para la víctima: el criminal tiene que tener acceso a este espacio precioso del
enemigo para «llegar» mejor, alcanzar en él, en el fondo de sus ojos, ese lugar íntimo de lo
que a él más le importa. La crueldad produce este coeficiente de dolor añadido cuando se
alcanza a lo que es sagrado para él, y que permite hacerle daño con precisión. La violencia
busca una meta exterior a ella, la crueldad busca el sufrimiento de la víctima, y para lograrlo
con virtuosidad, emplea el crimen de profanación contra ella.

Conclusión: El crimen de profanación como intento de exterminio simbólico de una


comunidad

Las diferencias teóricas, jurídicas y filosóficas entre, por una parte, la voluntad de exterminio
total de una comunidad (cuyo suelo hay que dejar libre) y por otra, la purificación étnica
productora de crímenes de profanación (y en el que no parece necesario matar a todos) son
evidentes. Pero la mirada antropológica ofrece otra posibilidad de considerar esta diferencia:
la «limpieza» escoge signos y blancos para masacrar, saquear y profanar, tales que no parece
útil al verdugo matar sistemáticamente a todos y cada uno de los miembros de una
comunidad determinada en todo el planeta. Deshacer un nacimiento colectivo es un proyecto
que puede tentar a un «nazi» imaginario que programa el exterminio total de un ser colectivo,
(e incluye también en ello, llevados a su colmo, los crímenes de profanación para
despersonalizar a la víctima), o bien a la imaginación del «purificador étnico» que ahorra
muertos reales gracias a la eficacia del crimen de profanación que, alcanzando al cuerpo real
de uno, destruye el espacio moral de todos y constituye así una tentativa de matar la
identidad comunitaria. Desde el punto de vista práctico, la limpieza por la deshonra, que
pretende, no solamente una victoria sobre el terreno, sino un aniquilamiento de la identidad
histórica y colectiva del otro a sus propios ojos, es el genocidio del pobre, si vale la
expresión, al alcance de todo país pequeño que no puede ambicionar la conquista y la
limpieza absoluta de todo el planeta. Desde el punto de vista de la víctima a la que poco
importan las tipologías, el crimen de profanación afecta a su persona, a su definición de ser
humano, y le hace lamentar haber nacido.

Traducido del francés

Notas

1.Esta encuesta etnológica sobre el tema « Alcohol y guerra », (IREB, Institut de Recherche
et d’Études sur les Boissons, y EHESS, École des Hautes Études en Sciences Sociales) se
realizó de 1992 a 1995 en Bosnia y Croacia, a razón de cuatro viajes al año de un mes
aproximadamente. El artículo en el que se empleó la noción de « violencia extrema »
apareció en Le Monde, el 13 de enero de 1993.

2. Todos los informes de las encuestas de la Comisión de Derechos Humanos de Naciones


Unidas y los trabajos de encuestas del Tribunal Penal Internacional de La Haya confirman
ahora los informes y testimonios que numerosas ONG fueron recogiendo a lo largo de la
guerra. El número de expertos de todo el mundo que asistieron como observadores, enviados
por instituciones internacionales heterogéneas (ONG, ministerios variados, agencias de
información, misiones parlamentarias, etc.), más o menos oficiales, no ha sido evaluado
todavía, pero se estima que este conflicto fue uno de los que atrajo a más expertos del
planeta.

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