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Violencia Extrema PDF
Violencia Extrema PDF
de ciencias
sociales
Diciembre 2002 174
Violencia extrema
Dibujo hecho en el ghetto por Hziejle Roda, muerto en una cámara de gas en el campo de exterminación
de Auschwitz-Birkanau
FNDIRP
La idea de que la fuerza, inclusive la fuerza letal, pueda utilizarse con fines políticos, y hasta
posibilitar su logro, es bastante familiar, aunque desagradable. Ahora bien, ¿pueden hacerse
usos excesivos de la fuerza que parezcan exceder de toda forma de lógica política
instrumental, aun cuando la racionalidad política llegue a discernible en ellos? ¿Es posible
dar una “justificación” basada en las ciencias sociales, de la tortura, la mutilación, la
profanación y el genocidio? ¿Debería acaso intentarse? ¿Puede el especialista en ciencias
sociales correr el riesgo de “comprender”?
Estas difíciles preguntas surgen de toda la historia del siglo XXI, así como de los asuntos
más corrientes. Para ponderarlas, se ofrecen en el presente número de la RICS algunas
consideraciones transdisciplinarias y comparadas sobre la pertinencia del concepto de
“violencia extrema” y sobre la relación del investigador con tal objeto. Los artículos
demuestran que la violencia extrema sigue siendo incomprensible sin hacer referencia a su
contexto social, económico, político y cultural; pero igualmente, que es irreducible al
contexto que la permite. En cuanto al análisis, es difícil, pero no imposible. Sin duda, la
elección de tal tema de investigación es a primera vista sospechoso, y tiene un olorcillo a
voyeurismo malsano. Pero esto no hace más que reforzar las exigencias éticas que
corresponden al investigador, y es en la atención detallada tanto a los contextos como a los
acontecimientos, a la dinámica de masas como a los individuos, donde puede encontrarse la
posibilidad de una comprensión auténtica.
Jacques Semelin
Introducción
Huelga recordar que este encuentro científico, preparado con mucha antelación, se llevó a
cabo en plena actualidad candente tras los atentados suicidas del 11 de septiembre de 2001 en
Nueva York. Más allá de este acontecimiento, toda la historia trágica del siglo XX demuestra
la importancia del tema. Aun si se ha puesto en duda la cifra, tengamos presente la evaluación
de Rudolf Rummel que estima que durante el siglo pasado 169 millones de personas fueron
matadas por sus propios gobiernos, mientras que perecieron 34 millones de personas durante
las guerras, incluidas las dos guerras mundiales (Rummel, 1994: 15).
La finalidad de ese coloquio no era debatir tal o cual caso histórico, sino más bien proponer
una reflexión transdisciplinaria y comparada. Con ese fin, se plantearon dos tipos de
problemática:
- la pertinencia de la noción de “violencias extremas”,
- la postura del investigador frente a tal objeto de investigación.
El coloquio no trató de “encerrar” esa expresión en una definición preliminar, sino más bien
de cuestionar su validez. No nos detengamos en las interrogaciones sobre el significado
mismo del término “violencia”. Éste suele considerarse como algo evidente, cuando en
realidad su empleo como concepto “científico” es muy problemático. Aquí remitamos a
varios números antiguos de esta revista2 y concentrémonos más bien en lo que parece más
intrigante: el añadido del calificativo “extrema”.
Cuando se habla de violencias “extremas”, ¿se trata acaso de designar con un mismo vocablo
fenómenos tan distintos como los actos de “terrorismo”, las prácticas de tortura y de
violaciones, las formas diversas de persecución de grupos étnicos, los casos de genocidio y
otras matanzas masivas? En todo caso, con ese término no se designa la violencia de un
sistema político, que podría por ejemplo calificarse de “totalitario”, según los términos
propuestos por Hannah Arendt. Tampoco se trata de “violencia estructural”, en el sentido del
politólogo noruego Johan Galtung.
La noción de “violencias extremas” tiende más bien a designar una forma de acción
específica, un fenómeno social particular, que parece situarse en un “más allá de la
violencia”. El calificativo “extrema”, colocado después del sustantivo, denota precisamente
el exceso y, por consiguiente, una radicalidad sin límites de la violencia. Así pues, la noción
de “violencias extremas” se refiere más bien a:
- un fenómeno cualitativo, como las atrocidades que pueden venir aparejadas con el
acto de violencia y que algunos autores han llamado “crueldad”,
- un fenómeno cuantitativo, esto es, la destrucción masiva de poblaciones civiles no
directamente implicadas en el conflicto.
Ahora bien, ¿a partir de qué nivel de intensidad se tiende a hablar de una “violencia
extrema”? Cualquiera que sea el grado de su desmesura, ésta se piensa como la expresión
prototípica de la negación de toda humanidad, ya que quienes son víctimas de ella suelen ser
“animalizados” o “cosificados” antes de ser aniquilados. Más allá del juicio moral, conviene
interrogarse sobre las circunstancias políticas, económicas y culturales capaces de engendrar
tales conductas colectivas. Las ciencias sociales se deben movilizar precisamente en esa
perspectiva.
Estátua decapitada del Zar Alejandro III, Moscú, 1918. Museo de Historia Contemporánea
BDIC
¿Debemos entonces considerar, junto con el sociólogo alemán Wolfgang Sofsky (Sofsky,
1994) que la violencia extrema no tiene más fin que sí misma, pues carece de toda
funcionalidad estratégica? ¿O, por el contrario, debemos pensar que semejantes prácticas
tienen a pesar de todo uno o varios “sentidos”, que son portadoras, pese a las apariencias, de
algunas formas de racionalidad política y económica? (Semelin, 2000).
Una segunda fuente de interrogaciones se refiere a la postura misma del investigador con
respecto a semejante objeto de investigación. La proximidad de ese tema con la muerte
suscita reacciones muy diversas que pueden oscilar entre una repulsa legítima y una
fascinación ambigua. Para el investigador resulta difícil distanciarse y dar muestras de
“neutralidad científica”. El tema de las violencias extremas plantea el problema de la relación
entre el investigador y los valores. ¿Se puede separar el juicio ético del planteamiento
científico? A este respecto, ¿qué actitud crítica puede adoptarse, por ejemplo, con respecto a
los trabajos de Max Weber o de Carl Schmitt?
De hecho, lo que llamamos hoy día “violencias extremas” parece designar fenómenos que, en
lo esencial, siempre han estado presentes en la guerra. ¿No sería más bien nuestra mirada de
contemporáneos la que debe someterse a interrogación de modo prioritario? ¿No se tiende
también a llamar “extremas” unas conductas de violencia que ayer no se habrían calificado
como tales? ¿Se trataría en este caso de una confirmación de las tesis de Norbert Elias?
Dicho de otro modo, se definiría como “extrema” una violencia que parece inaceptable para
nuestra modernidad, con respecto a una concepción universal de la “humanidad”. Eso explica
también la interrogación sobre las representaciones culturales e históricas de la violencia, que
ha sido un tema de reflexión permanente de este coloquio.
Dejando a un lado esos debates, quisiera expresar una convicción en cuanto a la postura del
investigador que estudia esos fenómenos de violencias extremas: trabajar sobre éstas es ante
todo interesarse en el momento de la violencia, es querer comprender los procesos del paso al
acto. Este planteamiento se asemeja al de los historiadores que estudian las “violencias de
guerra”, expresión a veces mal entendida, pero que parece interesante por cuanto intenta
centrar la atención en la violencia DE la guerra y EN la guerra. Ahora bien, eso es
precisamente lo que caracteriza el planteamiento general de las violencias extremas: analizar
el fenómeno de violencia en su meollo. Es de hecho colocar el estudio del acto violento en el
centro del proceso histórico, del proceso político.
Traducido del francés
Notas
1. Este coloquio, organizado en el marco de la Association Française de Sciences
Politiques, es el resultado de un seminario al que yo había dado inicio en París en 1998, en la
Maison des Sciences de l’Homme. Esta reunión se celebró, por cierto, con el apoyo de ésta y
del Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS). Quisiera dar las gracias también a
Isabelle Sommier y Nathalie Duclos por sus ayudas y sugerencias que concurrieron al éxito
de la empresa.
2. En particular el número 132 “Pensar la violencia” (1992).
Referencias
RUMMEL, R.J., 1994, Death by Government, New Brunswick and London, Transaction
Publishers.
SEMELIN, J., 2000, « Les rationalités de la violence extrême », Critique internationale, 6 :
143-158.
SOFSKY, 1994, L’organisation de la terreur, París, Calmann-Lévy.
De la matanza al proceso genocida
Jacques Sémelin
Nota biográfica
El término “genocidio” fue creado en 1944 por Raphael Lemkin, jurista estadounidense de
origen polaco, e institucionalizado en 1948 en el ámbito internacional por la Convención para
la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio adoptada por las Naciones Unidas. En
razón de los problemas morales y políticos que connota, esta noción de “genocidio” es de un
empleo delicado en ciencias sociales:
Al investigador que se enfrenta con los problemas que suscitan esas diversas connotaciones
morales y políticas, no le es fácil abrirse un camino, que es el de su propia autonomía. Por
importantes que sean, tales movilizaciones comunitarias, cívicas o judiciales no competen
realmente al oficio del investigador. Su papel es diferente: consiste en efectuar encuestas
sobre el terreno, acopiar datos, elaborar instrumentos de análisis para interpretar lo que se
llama “genocidio” (que no es nada evidente) y, más generalmente, tratar de comprender los
procesos de oscilación en las prácticas de violencia extrema. Naturalmente, los resultados de
sus investigaciones podrán servir para la acción y para la prevención.
En cierto modo, puede comprenderse que quienes desean que se reconozca la singularidad
del genocidio de los judíos hayan logrado imponer otros términos, como el de Holocaust en
Estados Unidos y el de Shoah en Francia. Evolución un tanto paradójica, pues si las Naciones
Unidas aprobaron la Convención sobre el genocidio en 1948 fue precisamente en el contexto
del período “post-Auschwitz”.
Sin embargo, no creo que los estudios sobre el genocidio estén en un atolladero: la riqueza de
las contribuciones publicadas en el Journal of Genocide Research basta para mostrar que no
lo están. Pero es cierto que hay problemas cruciales cuya naturaleza debemos determinar.
¿Cuáles son?
Ahora bien, los estudios realizados sobre el genocidio desde el de Lemkin son,
esencialmente, herederos de ese enfoque inicial. El ámbito mismo de los estudios sobre el
genocidio ha sido generado por el derecho. Para comprobarlo, basta con examinar los
principales libros ya mencionados: casi todos ellos empiezan por una presentación y una
discusión de la Convención de las Naciones Unidas de 1948. Pero sabemos que dicho texto
presenta insuficiencias y hasta contradicciones, que no voy a recordar aquí, y que dan lugar a
muchos debates y polémicas entre los investigadores.
Profundizando aún más, el problema radica en el empleo de una noción jurídica como
categoría de análisis en ciencias sociales. En otras palabras: se llega a usar una norma que es,
por definición, política, pues es manifiesto que el texto del convenio mencionado resulta de
un acuerdo internacional concluido por los Estados en 1948, en el contexto de la posguerra.
- matanzas de proximidad (de tipo face to face) y matanzas a distancia (un bombardeo
aéreo, por ejemplo);
- matanzas bilaterales (como en la guerra civil) y matanzas unilaterales (del tipo de las que
perpetra un Estado contra su pueblo);
- las “matanzas masivas” (como en Indonesia en 1965 o en Rwanda en 1994, en las cuales
se dio muerte a entre 500.000 y 800.000 personas en pocas semanas) y las matanzas en
escala mucho menor, como en Argelia o en Colombia. En el primer caso, parece
justificado hablar de “matanza masiva”, al igual que se distingue “manifestación”, a secas,
y “manifestación masiva”.
Ello muestra la importancia de pensar la matanza como un hecho que constituye “solamente”
la forma más espectacular y trágica de un proceso global de destrucción. La matanza puede
“acompañar” dicho proceso o bien ser su desenlace. Coincido al respecto con el enfoque del
psicosociólogo Erwin Staub, quien ha sentado las bases de una teoría a la vez psicológica y
política de la matanza masiva (1989). Pero este autor propone más bien la idea de un
continuo de destrucción, no de un proceso. Ahora bien, esa idea del “continuo” parece
discutible, en cuanto podría sugerir una continuidad ineluctable que iría necesariamente de
un acontecimiento a a otro acontecimiento b; por ejemplo, de la persecución creciente de una
minoría a su destrucción. Semejante visión se inspira seguramente en la historia de la
“Shoah”. Pero actualmente se reconoce que se trata de una interpretación errónea, de una
reconstrucción a posteriori (porque conocemos el fin de la historia): la persecución de los
judíos alemanes desde el comienzo mismo de la Alemania hitleriana no significaba, en
absoluto, que el guión de Auschwitz estuviera ya escrito. Por eso, la noción de “proceso” es
preferible a la de “continuo”, en cuanto la primera entraña la idea de una dinámica de
destrucción que puede registrar incertidumbres, inflexiones, aceleraciones, en una palabra: se
trata de un drama que no está escrito de antemano, sino que se va construyendo en función de
la voluntad de los actores y de las circunstancias.
Para ser aún más precisos, hablemos de un proceso organizado de destrucción de los civiles,
dirigido a la vez contra las personas y contra sus bienes:
En todos los casos, tales acciones colectivas de destrucción presuponen una relación
totalmente asimétrica entre agresores y víctimas. Se trata precisamente de la destrucción
unilateral (one-sided destruction) de individuos y grupos que no están en condiciones de
defenderse. Importa señalar que esto no prejuzga en nada de la posición anterior o futura de
las víctimas, que han podido o podrán ser verdugos a su vez.
Es por esa razón por lo que las matanzas no son “insensatas”, desde el punto de vista de
quienes las cometen, pues obedecen a una o varias dinámicas de guerra. En tal concepto,
quienes se entregan a una matanza le atribuyen objetivos políticos o estratégicos precisos, si
bien éstos pueden modificarse con la evolución de la acción, el contexto internacional, la
reacción de las víctimas, etc. La diversidad de las situaciones históricas lleva así a distinguir
por lo menos dos tipos fundamentales de objetivos asociados a los procesos de destrucción
parcial o incluso total de una colectividad, con vistas a:
- su sumisión
- su erradicación1
El objetivo consiste aquí en dar muerte a civiles para destruir parcialmente una colectividad a
fin de someter totalmente lo que de ésta quede. Por definición, pues, el proceso de
destrucción es parcial, pero su efecto aspira a ser global. Pues los responsables de la acción
cuentan con el terror resultante para imponer su dominación política a los sobrevivientes. Por
eso el procedimiento de la matanza es particularmente adecuado a esta estrategia: la matanza
no debe silenciarse sino que tiene que saberse, a fin de que su efecto terrorífico se propague
en la población.
Militares de Uganda sobrevuelan un montículo cubierto de calaveras en la provincia de Kibuye en
Ruanda, abril 1998.
AFP/WTN
Desde la noche de los tiempos, esta práctica de matanza está asociada al ejercicio mismo de
la guerra. Efectivamente, la dinámica de destrucción/sumisión de los civiles puede integrarse
perfectamente en una operación militar para precipitar la capitulación del adversario y
acelerar la conquista de su territorio y la sujeción de sus poblaciones. Es así como, desde la
guerra antigua hasta la guerra moderna, pasando por la guerra colonial, la matanza está casi
siempre presente, no como un “exceso” de la guerra sino como una de sus dimensiones: para
anticipar la capitulación del enemigo.
Es lo que Michael Walzer llama “la guerra contra los civiles”, en la cual incluye también las
diversas formas de asedios y bloqueos encaminados a hacer caer una ciudad o un país
(Walzer, 1999); por lo demás, tales prácticas de destrucción/sumisión se dan también en las
guerras civiles contemporáneas, en las que no se hace ya ninguna distinción entre
combatientes y no combatientes.
Con guerra civil o sin ella, el procedimiento es, de todas maneras, muy antiguo: torturar y
asesinar “para aleccionar” constituye una de las técnicas más clásicas del tirano que se
propone liquidar una rebelión interna. Tal fue también la táctica de las ejecuciones de rehenes
practicada en Europa por los nazis (100 civiles ejecutados por cada alemán muerto), a fin de
combatir los focos de resistencia armada. Ulteriormente, ciertos regímenes han elaborado
técnicas más refinadas, como las de la “desaparición”, puestas en práctica por diversas
dictaduras latinoamericanas en los años 1970. Se trata de una práctica “discreta” de
eliminación de civiles, tanto en sentido formal como estadístico: pues el número de
desaparecidos es, en definitiva, bastante reducido, como lo prueban estudios recientes (ver en
esta misma revista el artículo de Sandrine Lefranc).
También en este caso, los procedimientos usados en la guerra pueden volver a usarse en la
“gestión” interna de los pueblos. Es lo que ocurre en toda la gama de los conflictos étnicos
estudiados por Andrew Bell-Fialkoff (1996), Donald Horowitz (2000) o Norman Naimark
(2000). En general, asistimos a una instrumentación del criterio étnico con fines de
dominación política de un grupo sobre el conjunto de una colectividad. El recurso a la
matanza es entonces legitimado para resolver definitivamente un problema reputado
insoluble.
Pero este proceso puede revestir una forma más radical aún, cuando se trata de eliminar
totalmente la colectividad en cuestión, sin dejar siquiera a sus miembros la posibilidad de
huir. En tal caso, el objetivo es capturar a todos los individuos de tal colectividad para
hacerlos desaparecer. La noción de “territorio que hay que limpiar” pasa a ser entonces
secundaria con respecto a la de exterminio propiamente dicho. Es probable que algunas
matanzas coloniales hayan sido perpetradas con esta finalidad, como la no muy conocida de
la población de los hereros en 1904 por los colonos alemanes instalados en Namibia. ¿Hay
otras? Todavía sabemos demasiado poco acerca de las matanzas coloniales, inclusive sobre
las perpetradas por Francia en la conquista de Argelia en el siglo XIX.
En todo caso, fueron los dirigentes de la Alemania nazi quienes llevaron más lejos el
proyecto de destrucción total de una colectividad. Efectivamente, el exterminio de los judíos
europeos entre 1941 y 1945, tras la eliminación parcial de los enfermos mentales alemanes,
es el ejemplo prototípico de un proceso de erradicación conducido hasta sus últimas
consecuencias. En contextos históricos muy diferentes, cabe decir otro tanto del exterminio
de los armenios del Imperio Otomano en 1915-1916 y del de los rwandeses tutsis en 1994. El
objetivo ya no es obligar a un pueblo a dispersarse en otros territorios: se trata de hacerlo
desaparecer, no sólo de su tierra, sino de la Tierra, según la expresión de Hannah Arendt.
La noción de genocidio puede reintroducirse en esta etapa final de la erradicación, esta vez
como concepto en ciencias sociales. El público en general considera que el genocidio es una
especie de matanza en gran escala. En suma, cuando el número de muertos alcanza varios
centenares de miles, y más aún cuando se eleva a varios millones, sería adecuado hablar de
genocidio. Pero este enfoque intuitivo, que adopta como criterio la gran cantidad de víctimas,
no es específico de una acción genocida. Además, ningún experto podría decir hoy a partir de
cuántos muertos empieza un genocidio. Lo que más ciertamente define este último es un
criterio cualitativo combinado con ese criterio cuantitativo: la voluntad de erradicación total
de una colectividad. En este sentido, el genocidio se sitúa en el mismo continuo de
destructividad que la “limpieza étnica”, pero se distingue fundamentalmente de ésta. Es
cierto que ambas dinámicas están orientadas a la erradicación: pero, como lo subraya Helen
Fein, en el primer caso (la “limpieza”) el alejamiento o la huida de las poblaciones
amenazadas siguen siendo posibles, mientras que en el segundo caso (el genocidio) todas las
puertas de salida están cerradas. Yo definiría, pues, el genocidio como el proceso particular
de destrucción de civiles que apunta a la erradicación total de una colectividad, cuyos
criterios son definidos por su perseguidor.
Es cierto que algunos autores aplican el término de “genocidio” a toda la gama de los
procesos de destrucción/erradicación, considerando en consecuencia la limpieza étnica como
una forma de genocidio. Pero este uso plantea muchos problemas. Por lo tanto, me pronuncio
por un enfoque más restrictivo de dicha noción.
Conclusión
Esta definición restrictiva del genocidio se opone, pues, a la que figura en la convención de
las Naciones Unidas, mucho más amplia. En cierto modo, sin embargo, la aquí propuesta
sigue apoyándose en el enfoque inicial de Raphael Lemkin, al menos en la “esencia de su
definición”, según las palabras de Eric Markusen: esto es, la aniquilación de un grupo en
cuanto tal. Pero es claro que opera dos rupturas con trabajos anteriores.
Notas
Referencias
Mark Levene
Nota biográfica
Cito esta experiencia de clase ya que puede sugerir que cualquier respuesta a la pregunta de
de Jacques Sémelin: “¿Cuál es la relevancia de la noción de violencia extrema?” estaría de
cierto modo determinada por la respuesta que se diera a esta otra pregunta que Sémelin
formula: ¿Cuál es la posición del investigador con respecto a su objeto de investigación?. De
acuerdo a esto último, la posición que se adopta puede ser expuesta brevemente: la violencia
se encuentra latente en todas las personas, incluyendo, para la mayoría, un potencial para
cometer actos de extrema violencia gratuita. No se comparte los principios básicos que
conciben al ser humano como irremediablemente malo o propenso a cometer el mal.
Tampoco se esta de acuerdo con la noción en la cual los seres humanos pertenecientes a las
sociedades que llamamos civilizadas, van naturalmente a retroceder en la primera
oportunidad a sus manifestaciones más atávicas. Es un punto de vista completamente
especulativo, por no decir tendencioso, cuando se conoce tan poco sobre el comportamiento
de nuestros antepasados y sus interrelaciones a lo largo de miles de años de prehistoria.
En cambio, esta lectura de la violencia extrema con respecto a su fundamento fisiológico esta
justificada empíricamente, basada en la literatura especializada y en la violencia a la que el
ser humano se encuentra expuesto, sea en su entorno social inmediato, o sino, seguramente, a
través de lo que ve en la pantalla del televisor (Storr 1968, Riches 1986, Bourke 1999).
Como historiador, la mejor y más útil contribución a este tipo de estudio que se puede
ofrecer, es probablemente el escrutinio y el análisis de las circunstancias particulares en las
cuales la violencia extrema ha sido evidente y tratar de elucidar si hay algún elemento en esas
circunstancias que permita su explicación. Con la finalidad de argumentar este caso, se
observa el Imperio Otomano en los años de su ocaso, entre el final de la década de 1870 y el
principio de la década 1920, cuando las tendencias sociales y estatales de violencia extrema
fueron indudablemente crónicas. De manera más general, se propone que mientras la forma
de matar se mantenía notablemente constante, la estructura dentro de la cual ocurría
cambiaba pronunciadamente. Este hecho podría sugerir, por el contrario, que el término
“violencia extrema”, desde el punto de vista que a la causalidad concierne, tiene un valor
estrictamente limitado. De hecho, como se discutirá más adelante, si este patrón de evolución
de los asesinatos masivos en el Imperio Otomano tardío representará un microcosmos de un
conjunto de cambios generales y paradigmáticos en la historia contemporánea, cualquier
esfuerzo para distribuir etiquetas descriptivas especificas a las diferentes secuencias aquí
mencionadas, incluyendo en al menos una de ellas el término conocido de genocidio, sería
insatisfactorio, sino retrógrado.
Por lo tanto, visto en su totalidad, es un paisaje étnico abigarrado de atrocidades masivas que
no corresponde fácilmente a una clara categorización. Aunado a esto, las nociones cognitivas
occidentales de conflicto violento, incluidas dentro de las fronteras de una guerra reconocida,
están completamente colapsadas en dos de nuestras secuencias. Por un lado, el asalto
armenio de 1894-1896 que tuvo lugar en tiempo de paz, y por otro lado, más de veinte años
después, mientras se cometían algunas de las peores matanzas intercomunales, fue decretado
el cese oficial de las hostilidades de la Primera Guerra Mundial. Además, la interpretación
ofrecida por varios académicos del genocidio en la que este tipo de matanzas masivas puede
ser comprendida como un modelo unidimensional, con un conjunto definido de
perpetradores, por un lado, y con un conjunto definido de victimas por el otro1, es
confrontada aquí con lo que realmente es una serie de interacciones complejas. El uso
analítico de la noción de genocidio resiste entonces a la reducción de las categorías políticas
y morales unilaterales, asociadas frecuentemente con este término dentro del debate
contemporáneo.
Aun aislando los episodios específicos antiarmenios de violencia extrema traen consigo
problemas. Por ejemplo, si tratáramos de describir la vida de muchos armenios en algunos de
los distritos más inseguros de Mus o de Bitlis en la década de 1890, sería muy difícil
desmarañar en qué momento las violaciones de los derechos humanos, como los concebimos
actualmente, se convirtieron en algo más mortal. Se puede afirmar que el ataque a las bases
del tejido social de estas comunidades en estas regiones fue tan continuo durante todo el
periodo en discusión que si usamos el término de referencia desarrollado por Raphael
Lempkin podríamos describirlo como genocidio (Lemkin 1944, p. 79)2. La elección de
momentos particulares de las matanzas masivas que se analizan se debe no tanto a que éstas
proveen una imagen general de la violencia antiarmenia durante el Imperio Otomano tardío
sino a su pertinencia heurística.
Existe un problema final que necesita ser considerado. Seguramente, no todas las matanzas
directas ocurrieron en la región de Anatolia oriental donde vivía la mayoría de los armenios.
¿Se debe por consiguiente asumir que fue un producto de las condiciones estructurales o de
las relaciones humanas peculiares de la región? ¿Es necesario tener en cuenta otras relaciones
o condiciones que pudieron influenciar el resultado? Si es así, ¿qué tan ampliamente se
delinea? ¿Si se acepta la afirmación de que todo lo que se necesita conocer debe encontrarse
en el Imperio dado que la matanza estuvo circunscrita dentro de sus fronteras, entonces se
debe detener el estudio cuando hemos examinado las relaciones entre la comunidad y el
Estado o es necesario ampliar nuestra búsqueda y considerar el impacto general de los
problemas de alcance geopolítico o geoeconómico a los que se enfrentaron el Estado y la
sociedad otomana? Una breve respuesta a esta última pregunta es: si queremos realmente
comprender los orígenes de estas matanzas masivas, es necesario pensar de una forma global.
La segunda secuencia, más infame, ocurrió hacia la segunda mitad de 1915 y durante 1916.
Involucró muchos más intentos sistemáticos estatales para exterminar comunidades enteras
tanto en masacres directas in situ como en procesos de deportación hacia localidades
designadas en el desierto de Siria, donde muchos más fueron masacrados. La violencia
extrema en forma de inanición, abusos y epidemias fue también responsable indirecta de
otras muertes masivas. En total entre 600,000 y más de un millón de personas murieron4. A
pesar de que estos eventos ocurrieron en tiempos de la Primera Guerra Mundial, fueron
extensivos tanto los reportajes en los medios de comunicación como los análisis rigurosos.
Estas matanzas fueron nuevamente referidas como las masacres armenias, subsecuentemente
como genocidio por Lempkin y los comentadores ulteriores.
La tercera secuencia, más confusa, surgió entre el final de 1917 y 1921, cuando la autoridad
otomana decaía y parecía desintegrarse en el este de Anatolia. Esta secuencia incluyó,
repetidamente, extensas masacres interétnicas en las cuales los armenios fueron tanto
perpetradores como victimas5. La matanza ocurrió en un contexto en el que varios Estados
estaban intentando arrebatar, directa o indirectamente, el control de la región, particularmente
después del Armisticio de Mudros en 1918. La conciencia occidental contemporánea de estos
eventos fue mínima o no existente, mientras que una carencia general de datos continua a
entorpecer un análisis adecuado de la causalidad o una morfología minuciosa de estas
matanzas. No existen términos descriptivos generalmente aceptados para esta secuencia.
Todo esto se suma a un catálogo de violencia extrema. Pero ¿a dónde podemos ir con él? Una
línea legitima de investigación podría ser la pregunta sobre la motivación de los
perpetradores y el sentido que estos actos adquirían para ellos. ¿Qué autojustificación se
ofreció esta gente a si misma y a sus familiares por haber causado heridas físicas atroces en
personas quienes a menudo eran sus vecinos, empleados, clientes e incluso amigos? Podemos
distinguir atrocidades locales y personales dentro de algunos ataques y un común
denominador: un hambre de bienes. La gente que no robó las posesiones personales de las
víctimas o saqueó sus propiedades o negocios se privó de lo que otros seguramente tomarían.
El mismo deseo de no quedarse atrás fue probablemente también un factor en el goce
observable de los participantes. Una vez que fue evidente el alboroto, es posible imaginar el
deseo y la compulsión para formar parte. Por esta razón, el asesinato masivo resultante no fue
producto simplemente de seres humanos autónomos enloqueciéndose, sino incluía una unión
familiar, de clanes, de barrios o de grupos de semejantes, operando colectivamente o como
componentes de multitudes más numerosas, así como en agencias organizadas de Estado7.
Inhumación de víctimas de matanzas en la Armenia Turca (de la revista alemana Illustrierte Zeitung,
febrero 1896)
Archiv für Kunst und Geschichte, Berlin/AKG Paris
“el genocidio ocurre cuando un Estado, percibiéndose amenazado en su política global por
una población –definida por el Estado en términos comunales o colectivos- busca remediar la
situación a través de la eliminación sistemática masiva de dicha población, en su totalidad, o
hasta que deja de ser percibida como una amenaza” (Levene 1994, p. 10)
Habiendo establecido, al menos por implicación, que este tipo de exterminación masiva está
de alguna manera muy relacionada con programas de desarrollo y aspiraciones estatales; por
otra parte, se sugiere la existencia de un fenómeno que no se podría asociar a un mundo
menos globalizado que careciera de exigencias especificas a Estados para que se transformen
de acuerdo a un modelo determinado esencialmente por el Occidente. Los ataques del Estado
en comunidades étnicas o grupos religiosos ocurrieron frecuentemente en periodos
anteriores, pero con propósitos que tendían, usualmente, a ser más punitivos que
transformadores. Esto no significa que la palabra “masacre”, que sirve fácilmente para
describir episodios premodernos de violencia extrema, haya dejado de tener importancia a la
llegada del siglo veinte. Particularmente, cuando es claro que las masacres individuales
pueden también conducir a un genocidio o tomadas en conjunto constituirlo como ha sido
definido aquí. No es simplemente una diferencia cuantitativa entre una matanza única y el
genocidio extenso, es también ciertamente una distinción cualitativa con respecto a los
objetivos políticos que esperan conseguir los Estados desplegando masacres en cualquier
tiempo y espacio.
Siguiendo este razonamiento, el término “genocidio” lleva consigo una afinidad especial con
actos de Estados en construcción, en una crisis-infestada, dentro de un contexto de
emergencia de un sistema internacional de Estado-nación, mientras que por el contrario la
palabra masacre no tiene esta afinidad ¿cómo podríamos, entonces, tener ejemplos
clasificados de matanzas comunales masivas en Estados administrativamente en quiebra, con
fragmentaciones étnicas o de otra índole, o incluso que han dejado de existir? Esta pregunta,
peculiarmente postmoderna, tiene una resonancia en la medida que presupone un orden
mundial de Estados–naciones continuos y engranados con una o más brechas regionales, una
normatividad corriente y una coherencia teórica. De hecho, la expresión postgenocidio puede
sugerir una violencia extrema para el futuro, la pregunta justificablemente es, ¿si tiene una
mínima aplicación al Impero Otomano tardío? Dado que, de cualquier manera, eso fue en los
años del ocaso del Imperio y en el final de la Primera Guerra Mundial, es decir, cuando había
una completa ruptura de las funciones del Estado en Anatolia oriental, ¿podría ser que a lo
largo de las décadas de 1890 y hasta el principio de 1920, tenemos en la destrucción de los
armenios y sus secuelas un patrón prototípico completo de masacre a genocidio y de éste a
postgenocidio?
Veamos que tan exitosamente puede ser aplicada esta fórmula a nuestras tres secuencias
otomanas. En términos generales, es posible afirmar que todo sucedió principalmente dentro
de un solo contexto. Entre el Tratado internacional de Berlín en 1878 y el tratado de
Laussane en 1923, el sistema político otomano y la sociedad estuvieron en una crisis
perpetua frente a los esfuerzos de las Grandes Potencias que competían para determinar su
destino. Es posible justificar la descripción de este periodo como un todo continuo a partir de
una pregunta recurrente que podemos imaginar en los labios de todos los otomanos patriotas:
¿Debe el Imperio Otomano permanecer en la esclavitud neocolonialista sujeto a las fuerzas
externas, posiblemente hasta su completa disolución, o bien, cambiar su estatus en favor de
una preafirmación de su integridad política y económica?. Este caso de continuidad puede
también incluir las relaciones otomano armenias. Desde antes de la primera secuencia hasta
mas allá de la tercera, la comunidad armenia entre todas las comunidades del Imperio fue
especialmente señalada por las elites gobernantes otomanas como un agente peligroso y
subversivo de los intereses extranjeros y, por lo tanto, en si misma una amenaza para
cualquier proyecto político. Debido a la limitación de espacio no podemos desarrollar aquí
exhaustivamente este elemento9, pero es importante señalar que esta percepción, cierta o
falsa, se ha mantenido constante.
La primera secuencia antiarmenia fue organizada y dirigida bajo la autoridad del Sultán,
Abdulhamid, y, al menos inicialmente, parecía tener como objetivo la punición de una
comunidad por sus supuestas acciones mas que por una política deliberada de exterminación.
Faltando medios para emprender esto de una manera centralizada, se dio la autorización
principalmente a las tribus kurdas para llevar la muerte al centro de las tierras armenias en
Anatolia oriental. Es el método clásico de masacre patrocinada por el Estado. De cualquier
forma, mientras la fase inicial de 1884 podría revelar este patrón tradicional, las matanzas
mucho más extensas de 1885 (que vinieron después de la interferencia de las Grandes
Potencias pidiendo las reformas armenias) requirieron algo más sistematizado y radical.
Como lo vimos anteriormente, muchos elementos de la comunidad dominante fueron
movilizados concienzudamente para participar en las matanzas, y al parecer hubo un esfuerzo
focalizado para destruir la infraestructura cultural y religiosa de la vida ameniana. Por otra
parte, las matanzas terminaron, al parecer, cuando la comunidad armenia como fuerza
sociopolítica fue juzgada lo suficientemente castrada dentro del contexto otomano más
amplio. En este sentido, lo que puede haber comenzado como una serie tradicional de
masacres punitivas y localizadas en respuesta al disentimiento, al terrorismo y a la
destrucción, concluyó como un genocidio parcial. Bien que los armenios fueron las victimas,
las matanzas fueron intencionadas también como un claro mensaje a las Grandes Potencias:
el Imperio era el jefe de su destino y no podían tolerar la interferencia extranjera en los
asuntos internos (Lepsius 1987, pp. 76-77).
Si, por lo anterior, esta secuencia tiene una cualidad notablemente transicional, no sólo entre
la masacre y el genocidio parcial, sino también entre el premoderno y el moderno; por el
contrario, el genocidio de 1915 tiene que ser localizado claramente dentro de un contexto
moderno. Al apoyo de la tesis de un cambio de paradigma, es posible notar que la iniciativa
no fue llevada a cabo por un déspota, sino por el Comité de Unión y Progreso (CUP)
portavoz de la modernización, el cual había llegado al poder después del levantamiento
revolucionario anti-Hamidiano de 1908-1909. Aunado al cambio en el poder, viene también
un esfuerzo mucho más focalizado con la finalidad de transformar estructuralmente al
Imperio en un contexto muy diferente, resumido esencialmente en la premisa de lo turco
como opuesto a lo otomano. De igual manera es notable que el ataque a los armenios
coincide con la completa cristalización de este programa aunque este movimiento fue hecho
posible sólo bajo las condiciones extraordinarias de la Primer Guerra Mundial, a la cual el
CUP se une al final de 1914 con la finalidad de expresar su rechazo a un orden de
dominación extranjera y su fuerte preafirmación político-militar en la escena mundial10.
Es necesario aclarar algunos puntos: los recursos personales y logísticos de los que disponía
el partido continuaron limitados y en un sentido críticamente premodernos. A pesar del rol de
la armada y de las unidades especiales, los Teshkilat-i Makhusa, dentro de la primera línea de
masacres (Dadrian, 1993), el CUP tenia una fuerte dependencia en sus administradores de la
provincia como sucedió con su predecesor en la década de 1890, y en un amplio rango de
operadores por contrato, obviamente la mayoría fueron kurdos y de otras tribus auxiliares,
para cumplir con el programa. Como resultado, fue un proceso de matanza prolongado,
caótico y extremadamente atroz. Aun si no tenemos una imagen completamente satisfactoria
de la evolución de las matanzas, existe alguna razón para dudar que comenzaron como un
proyecto mas consistente de exterminación pero puede ser que las matanzas conocieron su
propia radicalización en la naturaleza de vida y muerte (Bloxham 2002). Incontestablemente,
es verdad que no todo individuo fue asesinado: “salvando” a jóvenes niños y niñas para su
incorporación como esclavos, a veces, como miembros de la familia o para su venta privada,
como una costumbre muy antigua y como pagos dentro de una guerra tradicional (Miller
1993, capítulo 5).
Existen paradojas ligadas al hecho que el empuje acelerado en tiempo de guerra que llevo a
cabo el CUP para lograr sus metas, fue lo que condujo, a éste y a todo el Imperio, a su
autodestrucción. En consecuencia, las matanzas masivas en Anatolia oriental a finales de
1917 no representan más la construcción de un Estado, determinada por un proyecto político
único y relativamente coherente. Por el contrario, ilustran un Estado y una sociedad muy
fragmentados, ejemplificados en un torbellino de partes beligerantes –armenios, kurdos,
rusos, turcos, georgianos, azerís, así como también mas tarde los ingleses y franceses-
buscando defenderse contra los demás. Esto sucedía en un contexto de grave colapso
económico, demográfico y ambiental donde figuraban la inanición, las epidemias y los flujos
masivos de refugiados. Debido a esto, Anatolia oriental se transformó en una zona de
anarquía. Se propone el término de postgenocidio para las matanzas masivas en este tipo de
contexto, si ocurren o no seguidas de un genocidio.
Mientras el último colapso del Imperio Otomano marco el final de las secuencias analizadas,
las matanzas continuaban. La resurrección como un ave fénix del Estado Turco en una
entidad nacional minuciosamente reconstruida bajo Kemal Atatur alrededor de 1921, no sólo
trajo consigo una reafirmación exitosa de la autoridad estatal en el este de Anatolia, también
trajo consigo otra secuencia de masacres organizadas por el Estado en los siguientes años.
Esta secuencia, que tan sólo mencionamos, difiere en muchos aspectos de las que se han
discutido en detalle. Primero, la ausencia de armenios, los kurdos de la región fueron en esa
ocasión las victimas primarias. Segundo, el contexto en el que ocurrió fue la consolidación de
un Estado emergente y no el intento de alejar un colapso estatal. Finalmente, una vez que la
nueva Turquía fue reconocida internacionalmente en Laussane en 1923, los intereses
extranjeros que eran visibles en la primera secuencia dejaron de serlo.
Aun hay algo más a considerar. ¿Si el genocidio es visto como Ron Aronson lo ha
caracterizado: los esfuerzos “para realizar lo irrealizable” (Aronson, 1983), qué viene
después, cuando el Estado se ha colapsado en el esfuerzo? Sin ser un caso excepcional, la
Turquía Otomana en el intento por reducir la desigualdad de poderes que la separaba de los
lideres hegemónicos del sistema internacional, en plena crisis-infestada, optó por el recurso
del genocidio. Si el genocidio es un producto crítico del esfuerzo estatal y una
reestructuración transformativa, ¿qué pasa cuando estos esfuerzos tiraron la estructura
principal del Estado y de la sociedad? Por un corto periodo de tiempo, la estructura del
Imperio Otomano pareció entrar en este infierno del postgenocidio. Es posible reflexionar
sobre el grado en el cual el postgenocidio puede ser la expresión dominante de la violencia
extrema en el siglo veintiuno mirando, por ejemplo, a la actual África Central del Este, toda
la región que sufrió el genocidio de 1994 en Ruanda.
Traducido del inglés
Notas
1.Chalk y Jonassohn (1990, p. 23) definen genocidio como una “forma unilateral de matanza
masiva en la cual el estado u otras autoridades intentan destruir a un grupo”.
2. Lemkin describe genocidio como « un plan coordinado de acciones diferentes dirigidas a
la destrucción de las fundaciones esenciales de la vida de grupos nacionales, con el propósito
del aniquilamiento de grupos por ellos mismos”. Este punto de vista es lo que Lemkin esta
describiendo como “proceso de genocidio”, el cual nos puede llevar dadas las mismas
circunstancias a lo que actualmente es “genocidio”.
3. El cuidadoso informe contemporáneo de Lepsius (1897, pp. 330-331) cuenta con un
cálculo de 88,000 “ basada en una compilación estadística incompleta y preliminar derivada
de fuentes auténticas”.
4. Melson (1992, pp. 145-147) después de una revisión cuidadosa de la literatura, concluyó
que alrededor de un millón de personas perecieron, aproximadamente la mitad de la
población armenia durante la preguerra.
5. Es posible encontrar referencias limitadas a las masacres armenias en los informes de
ciertos autores armenofílicos incluyendo Hovannisian (1967, p. 194); Walker (1980, p. 279);
Ahmad (1994, p. 170). En contraste, McCarthy (1995, pp. 198-230) dibuja esta pintura en
términos de un colapso demográfico catastrófico de los musulmanes. Puede ser bien el caso,
sin embargo, McCarthy no define distinciones de las muertes entre las diferentes etnias de las
comunidades musulmanas asi como entre las no musulmanas.
6. Este aspecto de las matanzas masivas Armenias ha sido poco analizado. La evidencia de
crucifixiones masivas y muertes por quemadura, como una forma de expurgación
purificatoria, son, no obstante, numerosas así como lo son las descripciones de los cadáveres
que señalan específicamente el sado-erotismo de los asesinos (Davis 1989, p. 83; Toynbee
1916, p. 85; Miller 1993).
7. No hay testimonios del sentimiento de pertenencia de una multitud de perpetradores de
estas secuencias. Ciertamente, no hay suficientes trabajos de análisis de este tipo de dinámica
de grupos. Ver el estudio clásico exploratorio escrito por Canetti (1962). Ver, también, Aiyar
(1995) para un estudio de caso histórico complementario y su explicación de “acción de
multitudes” dentro del contexto de una organización de más alto nivel, planeación y
experiencia militar.
8. Citado en Dadrian (1995, p. 78).
9. La acusación está en el corazón de aquellos que negaron o disimularon el ámbito y la
escala de estas secuencias y en particular la clasificación como “genocidio” de aquella de
1915 (Shaw, 1977, pp. 315-317). Interesantemente, este caso de negación está fundamentado
en la suposición que el genocidio por definición no incluye una dinámica de violencia entre
el Estado y una comunidad, mientras que de hecho dicha dinámica incluyendo, al menos,
elementos de la comunidad es la norma del genocidio más que la excepción.
10. Shaw (1997, p. 305) caracteriza los esfuerzos del CUP en tiempo de guerra como “una
rápida modernización para salvar el Imperio” y “un empuje frenético hacia la
secularización”.
11. La valoración académica es necesaria en este punto, especialmente, en el rol de, la
Comisión para las Propiedades Abandonadas, Emvale-i Metruke, establecida para facilitar la
transferencia de los bienes armenios al Estado.
12. Las afinidades entre el genocidio de 1915 y otros genocidios modernos, por decir alguno,
el Holocausto, serán discutidas a profundidad en la obra, de este mismo autor: The Coming of
Genocide (Oxford: Oxford University Press, 2003). El primero de los tres volúmenes lleva
por título: Genocide in the Age of the Nation-State.
13. De hecho, en contra del rechazo estándar del Estado, actualmente, algunos historiadores
turcos están genuinamente comprometidos con el lado más oscuro de su historia (Ackman,
1996).
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La « justa distancia » frente a la violencia
Sandrine Lefranc
Nota biográfica
Son muchos los investigadores que se pierden en mundos poblados por fantasmas, siluetas1 y,
a veces, cadáveres que no recuperan su identidad2 hasta mucho más tarde. Son éstas las
únicas formas de “presencia” de los “desaparecidos” producidos a gran escala por algunos
regímenes autoritarios, sobre todo en América Latina. Estos “desaparecidos” se codean con
los antiguos presos detenidos arbitrariamente, funcionarios destituidos y antiguos torturados
que toman o no la palabra. También las encuestas que pueden realizarse llevan a los
investigadores a escuchar las quejas de los familiares de los “desaparecidos” y discursos que
siguen estando dictados por el odio aunque las prácticas violentas de que hablan pertenezcan
ya al pasado.
Más que entrar en un autoanálisis, nos proponemos cuestionar la claridad aparente de esta
alternativa, demostrar que, incluso cuando el científico se adentra en una investigación
decididamente objetiva, el objeto « violencia extrema » no se puede construir de manera
« ordinaria ». No es que el análisis esté totalmente determinado por las preferencias, o
incluso por los rasgos patológicos que indican una fascinación por la violencia (Boltanski
1993, 167 sq. ; Balibar 1996, 64), que serían los del investigador como persona, ni que el
análisis obedezca necesariamente al hecho de dar forma científica a una postura política. Lo
que nos interesa es que, la parte a priori menos discutible del análisis, es decir, el
distanciamiento con el objeto que debería garantizar su objetividad-, pueda revelar algo más
que un protocolo de encuesta científica. Así pues, reivindicamos el derecho del investigador
a mantenerse al margen, conservando para sí sus mecanismos de defensa y de neutralización
del objeto deprimente. Al evitar la exposición de las razones íntimas de la elección del
objeto « violencia extrema » y cambiarla por una reflexión sobre la fabricación por parte del
investigador de las reglas epistemológicas, y su inscripción en una relación social con la
violencia, se puede exhibir una forma de puritanismo que caracteriza las investigaciones
sobre temas « desagradables »3. Pero quizás sea un tributo necesario para poder esclarecer la
singularidad de la relación con el objeto « violencia ».
Más que considerar este silencio relativo como un vacío que está por llenar, proponemos
considerarla como lo que podría ser un síntoma de la dificultad de la relación con el objeto.
Se trata de descentrar la perspectiva, de pasar de la confrontación solitaria con la violencia
extrema y los sufrimientos que provoca, a la situación del investigador en una relación social
con esta violencia. Es sabido que ninguna investigación puede pretender ser totalmente
objetiva por la simple razón de que el investigador sigue viviendo en el mundo social y por
tanto, no puede romper completamente con las representaciones que circulan en él. Pero el
anclaje del análisis en una relación social se encuentra intensificado por una especificidad del
objeto « violencia »: existe indiscutiblemente una violencia en sí (la violencia física que
conduce por ejemplo a la « desaparición »), pero esta violencia no existe como tal en tanto
que no ha sido calificada así, y este proceso de calificación es siempre conflictivo (Michaud
1978, 14-22).
Este descentramiento permite ver cómo esta relación social puede ser reintegrada en una
epistemología implícita de las ciencias sociales. La ciencia política, por ejemplo, implica
quizás una banalización del objeto « violencia », al que generalmente sitúa en un uso
continuado de las prácticas de dominación y al cual suele dar un papel « fundador ». Si este
objeto se le resistiera, lo que podría ocurrir en el caso de la violencia « extrema », pondría en
juego, más que unos requisitos previos epistemológicos que le aseguren una actitud neutral,
unos dispositivos de rodeo, justificándolos a veces por la conveniencia de tener una
« buena » relación social con la violencia.
Así pues, se plantea el problema de algunas formas de distanciamiento que la ciencia política
emplea cuando afronta la violencia extrema y, más concretamente, el de la invención de estas
formas en interacción con intentos políticos y sociales, y también individuales, para superar
el « recuerdo » de una violencia extrema. La pregunta se puede formular de nuevo: ¿qué es lo
que, juntamente con el imperativo de neutralidad axiológica, interviene en la fijación de
criterios de la « justa distancia » con el objeto? Precisemos de entrada que el objetivo de este
artículo no es la denuncia de colusiones entre los investigadores y un poder olvidadizo de los
crímenes. Sabemos que los científicos han contribuido a menudo a justificar las prácticas
violentas, y que a veces han ido más allá que el poder en esta justificación. Sabemos también
que los gobiernos tratan a veces – por medio de la amnistía, por ejemplo – de impedir que se
haga justicia cuando se han cometido crímenes, incluso cuando han sido cometidos por los
agentes de un gobierno anterior. Lo que nos interesa aquí no es, sin embargo, las colusiones
eventuales - deliberadas o no -, sino las coincidencias inesperadas que se derivan, por el lado
de los investigadores, de las reglas epistemológicas propiamente científicas.
Este doble proceso de distanciamiento, el científico y aquel « en aras del interés general »,
está estudiado en un contexto preciso, el de la represión llevada a cabo por tres regímenes
militares latinoamericanos - Argentina, Uruguay y Chile - y por el régimen del apartheid de
Sudáfrica. Aunque muy distintos, estos regímenes tienen en común el haber llevado a cabo
una violencia de Estado sistemática. Ésta, y más particularmente una de las prácticas
represivas de los regímenes autoritarios, bien conocida con el término de « desapariciones »,
representa la manifestación por excelencia de una violencia extrema que no es violencia de
masas. En efecto, es selectiva: los agentes de las fuerzas armadas y de seguridad escogen a
sus víctimas empleando criterios políticos en primer lugar4. Las víctimas son relativamente
pocas: 164 « desapariciones » en Uruguay, de 9 a 15 000 en Argentina, por ejemplo, si se
toman como base las conclusiones de las comisiones de « verdad » (SERPAJ 1989 ;
CONADEP 1984). Esta práctica represiva no por ello tiene menos efecto en el conjunto de la
sociedad, en la medida en que no trata tanto de suprimir al « subversivo » como de
« aterrorizar » a sus familiares y más ampliamente a sus grupos de pertenencia. La
« desaparición » obliga a los familiares de la víctima a emprender la búsqueda sin fin de un
« muerto viviente », del que no pueden hacer el duelo por no encontrar el cuerpo del
« desaparecido » ni tener siquiera la seguridad de su muerte.
Este proceso de calificación tropieza en un primer momento con la negativa de los agentes
del régimen autoritario a reconocer las « desapariciones », y, una vez que han accedido al
poder los gobiernos democráticos, tiene que adaptarse a las exigencias de una « salida » de la
violencia. Los responsables de los gobiernos democráticos invitan a las sociedades estudiadas
a « terminar » con el recuerdo de la violencia. Este recuerdo es paradójico, pues la violencia
tiene que ser demostrada y los responsables de ella siguen siendo interlocutores politicos5.
Los verdugos no serán castigados: las leyes de « Punto Final » (en Argentina), de la
« Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado » (en Uruguay), de « Promoción de la
Unidad Nacional y de la Reconciliación » (en Sudáfrica), reducen, en mayor o menor
medida, el ámbito de crímenes y criminales que pueden ser objeto de persecución. Por otra
parte, se elaborará un relato histórico, que reconocerá la violencia, pero de una manera
susceptible de satisfacer la necesidad urgente de reconciliación reconocida por los gobiernos.
Todos los discursos que se mantienen sobre la violencia son, por tanto, discursos sobre la
salida de la violencia. Las víctimas suelen reclamar la posibilidad de hacer el duelo y los
gobiernos anteponen la necesidad de la comunidad política de no empantanarse en esta
violencia – y en ello les suelen apoyar las mayorías electorales o « silenciosas ». Los
responsables de la violencia, por su parte, apelan al olvido, como A. Pinochet: « ¿Queréis
que os diga cómo se logra la paz y la reconciliación? ¿Sabéis cómo se apaga un fuego?
Nunca se apaga en parte. Se toma un cubo de agua fría, se echa en el fuego y se acabó. ¡Eso
es hacer la reconciliación! » (Correa y Subercaseaux 1996, 124). La práctica de las
« desapariciones », concebida para desorganizar las redes sociales mucho más allá de la
persona asesinada y para impedir toda acción jurídica, debe, por consiguiente, ser
aprehendida a partir de los efectos que produce en las « víctimas » indirectas y, a través de
ellas, en la sociedad. El investigador que emprende la tarea de entender sus efectos y sus
« razones » tiene que desviar su análisis, pasando de las prácticas violentas propiamente
dichas a los discursos sobre la violencia. El imperativo de distanciamiento que pesa sobre el
investigador está en cierto modo intensificado por el hecho de que el objeto de su análisis, los
relatos de violencia y las « justificaciones » que aportan los agentes de la violencia, es de
entrada portador de un intento de distanciamiento.
El trabajo del investigador que versa sobre una violencia « ausente », es más complejo que
un simple intento de acercamiento entre su postura subjetiva y las exigencias científicas de
distanciamiento. La construcción por el investigador de la « justa distancia » con relación al
objeto tiene lugar en un contexto político y social especial. La semejanza aparente de estos
dos procesos de distanciamiento de la violencia extrema – el emprendido por el investigador
en busca de la mayor objetividad posible, y el llevado a cabo por ciertos grupos y los
gobiernos de las sociedades que han experimentado « desapariciones » - invita a prolongar su
estudio. ¿En qué coincide la objetividad científica con la reconciliación política? ¿En qué
puede parecerse lo que se espera del sujeto definido como víctima de la violencia extrema a
lo que se exige de sí mismo el que estudia estas cuestiones?
Ofrenda de una corona en el monumento conmemorativo al líder Zulú Bhambatha Zondi (siglo XIX),
Mpanza, Sudáfrica. Diciembre 2000.
Rajesh Jantilal / AFP
Ahora bien, esta demanda que hacen los gobiernos a las víctimas es, en algunos aspectos,
comparable a lo que se exige a sí mismo (y le exigen los demás) el que estudia estos
fenómenos: la fascinación (o el estupor) ante lo « patológico » no debe impedir el análisis
razonado. Por ejemplo, no hay que reiterar –demasiado- los relatos de tortura. También
habría que « normalizar » el objeto violencia: hacerlo menos « singular » con fines de
comparación, y analizar las prácticas violentas como estrategias ampliamente racionales, lo
que hace que el investigador corra el riesgo de dejar al margen aspectos cruciales de la
violencia extrema (Sémelin 2001, 13-15). Esta necesidad de dar un « sentido » a la violencia
extrema, que obliga a considerar solamente la violencia instrumental, tiene un alcance
especial en los contextos que se estudian aquí, cuando los protagonistas tratan de hacer valer
sus versiones opuestas de la Historia. En efecto, las llamadas de los gobiernos a la
reconciliación coinciden con algunas reglas epistemológicas adoptadas implícitamente por
los investigadores que estudian la violencia. Es necesario pasar del odio hacia los verdugos a
la comprensión neutral de sus motivaciones y actos; pasar de la compasión hacia las víctimas
a la percepción de los aspectos estratégicos de su acción militante. Nos encontramos aquí uno
de los rasgos tradicionales de la relación de las ciencias sociales con el sufrimiento, criticado
por L. Boltanski: hay que cuestionar el carácter espontáneo y gratuito de las emociones para
desvelar las estrategias racionales que ocultan (Boltanski 1993, 127-128).
Esta extraña coincidencia entre la situación del investigador en busca del distanciamiento y la
de la víctima conminada a reconciliarse con los vivos toma la forma, en los contextos
estudiados, de pasarelas visibles. Por ejemplo, en el cono sur latinoamericano y en Sudáfrica,
los especialistas de las ciencias sociales han sido interlocutores privilegiados de los
gobiernos. Historiadores, sociólogos, juristas, etc., participan directamente en la elaboración
de las políticas de reconciliación. También son interlocutores de las víctimas. La recogida de
testimonios a la que proceden es a veces una encuesta, que exige que los relatos sean
ponderados y comprobados: los informes de las comisiones llamadas de la « verdad y la
reconciliación » son así una mezcla de fragmentos de testimonios de víctimas, tomados a
modo de ejemplo, y discursos más generales que evalúan la importancia cuantitativa de los
crímenes cometidos, o los reinscriben en un encadenamiento histórico de prácticas de
violencia. Pero también tienen una « función terapéutica », para emplear la expresión
utilizada en el informe de la Comisión de Verdad y Reconciliación Sudafricana. El hecho de
escuchar debe aliviar y a la vez permitir elaborar un relato histórico verosímil y aceptable
para la mayoría. Y las reglas que gobiernan esta elaboración son, tanto el imperativo social
de un reconocimiento en aras de la pacificación, como las « reglas del oficio ». En este relato
autorizado, si no oficializado, tienen cabida las quejas. Una vez fijado, se debe meter en el
cajón de lo innombrable, de lo que no se debe recordar nunca más, a no ser que se quiera
amenazar un improbable consenso social, y también las condiciones de una legibilidad
científica.
Más allá de las situaciones de « salida de la violencia » estudiadas en este artículo, esta
cuestión de los límites de la « justa distancia » también se plantea en el seno de la comunidad
de historiadores, y más ampliamente, de los especialistas en ciencias sociales, que se
preguntan por la situación de la víctima o del testigo. Ya se trate de denunciar la « dictadura
del testimonio » (Audoin-Rouzeau et Becker 2000, 52) o los « abusos de la memoria », se ha
fijado un consenso sobre lo que sería una actitud objetiva por parte del investigador. Ahora
bien, la « justa distancia » que se trata de poner entre el investigador y la víctima, como entre
el investigador y los verdugos, se prolonga, implícita o explícitamente, en la construcción de
un perfil de la « buena víctima », la que supera su sufrimiento personal para llegar a una
generalización. Las mismas razones que, en el plano científico, llevan al investigador a tomar
sus distancias con el testimonio de la víctima, le permiten tomar una postura en un debate
político y juzgar las actitudes de los actores: habría « un mérito indiscutible en el hecho de
pasar de la desgracia propia, o la de los familiares, a la desgracia de los demás, en no
reclamar para uno el estatuto exclusivo (…) de antigua víctima » (Todorov 1993, 42). La
relación del investigador con la violencia extrema desemboca así en un dilema que, sobre
todo por inscribirse en una relación social y política con la violencia, parece no tener
solución: las reglas mismas que rigen la construcción de una « justa distancia » son las que
colocan al investigador en el corazón del debate político no permitiéndole desprenderse del
dilema víctima / verdugo.
Las aporías de la « justa distancia » científica se explican sin duda por el hecho de que la
investigación sobre la violencia extrema no se puede disociar de un contexto histórico
determinado. El distanciamiento expresa la exigencia de la neutralidad axiológica, pero
también un afán democrático. Los discursos científicos (por ejemplo los de los
« transitólogos ») sobre la salida de la violencia tienen lugar en una democracia
« pacificada », a menos que se trate de pacificar haciendo prevalecer sobre todo el
compromiso sobre los grandes enfrentamientos. En algunos aspectos siguen una teoría de la
« justa distancia » democrática. Pierre Legendre y Antoine Garapon, partiendo de la crítica
usual del victimismo, ven en ello el síntoma de una tendencia a la « desinstitucionalización »
de las sociedades democráticas. Éstas parecen tener actualmente una propensión excesiva a
escuchar a la víctima, el relato del sufrimiento y de la violencia, en detrimento de la
imparcialidad de la ley. El alcance normativo de estos discursos es claro: sólo la justa
distancia, la del juez, pero también la del investigador neutral, puede contribuir a la lucha
contra esta consagración de los « querellantes »9.
Por ello, las intervenciones de los especialistas en ciencias sociales en las políticas de
reconciliación, igual que las teorías que formalizan las modalidades de salida de la violencia,
parecen escapar a lo que generalmente se considera como una característica - y un límite -
típicos de la relación contemporánea con la violencia: la adopción del punto de vista de la
víctima y el estupor ante una violencia extrema convertida en algo «corriente» (Brossat 1998,
243). Pero estas intervenciones y teorías participan quizá en la construcción de otro
consenso: en efecto, las reglas epistemológicas formuladas de nuevo en el contexto de la
salida de la violencia justifican la necesidad de un relato unánime, sin punto de vista ni
perspectiva específica. Participan también en otra forma de retirada: ante las versiones
opuestas de la Historia defendidas por las víctimas y los agentes de la violencia, el
investigador puede salirse por la tangente, hasta apoyar lo que en Argentina se ha dado en
llamar la « teoría de los dos demonios », es decir, una versión de la Historia que no da la
razón ni a las víctimas ni a los verdugos… en detrimento sin duda de la comprensión de los
encadenamientos que hicieron posible la violencia. Incluso aquellos investigadores que
logran deshacerse de un relato desde el punto de vista de la víctima prolongan, quizás, el
callejón sin salida de una elucidación científica de las causas y consecuencias de la violencia,
tomada en la trampa de un proceso de calificación de la violencia, que obliga a todos a
pronunciarse sobre su carácter justo o injusto.
Traducido del francés
Notas
1. Las representaciones de los « desaparecidos » que imitan los dibujos con tiza que los
policías hacen a veces alrededor de los cadáveres, que han sido pintadas en los muros de las
ciudades latinoamericanas.
2. Los « desaparecidos » fueron enterrados anónimamente en fosas comunes. Una vez
establecido el régimen democrático, tuvieron lugar numerosas exhumaciones, sobre todo en
Chile y Argentina, y fue posible la identificación de algunos cadáveres, sobre todo gracias al
trabajo del equipo de bioantropología legal argentina, creado en 1984.
3. Cf. el artículo de Paul Zawadzki en el mismo número.
4. Por ejemplo, de un total de 3 197 víctimas (de las cuales 423 imputables a los
movimientos armados de oposición al régimen militar) en Chile – muertos y
« desaparecidos » -, cerca de la mitad pertenecían a partidos o movimientos políticos. Cf.
Padilla Ballesteros 1995.
5. Siguen siendo interlocutores por el carácter negociado del paso del régimen autoritario a la
democracia, pero también en la medida en que conservan bazas importantes, ya se trate de
cláusulas constitucionales (por ejemplo, « senadores designados », un presupuesto militar
protegido y mecanismos electorales que favorecen a sus aliados, en Chile), de una
legitimidad residual, de la detentación por parte del ejército, antes asociado al régimen
autoritario, del « monopolio de la violencia física legítima », o de la participación en los
primeros gobiernos democráticos (el Partido Nacional, en Sudáfrica).
6. Las familias de los « desaparecidos » experimentan, según algunos psicoanalistas, una
situación traumática caracterizada sobre todo por la privatización del sufrimiento producida
por una pérdida indisociable de un contexto social y por un fallo de la función del
pensamiento y del lenguaje. Ante un « duelo especial » - debido a la falta de las premisas
necesarias que son el conocimiento de los hechos, la presencia del cuerpo y la existencia de
rituales-, soportan las consecuencias de una representación fantasmática del « muerto
viviente » y están condenadas a un « funcionamiento delirante » que puede ser negación o
elaboración melancólica del duelo. Ver Kordon (1995), y Puget (1989).
7. Hebe de Bonafini, El País, 27 de abril de 1995.
8.« Bajo el mandato de Alfonsín [primer Presidente argentino elegido democráticamente tras
el régimen militar], empieza a funcionar la novela psicológica (…). La sociedad tenía que
hacerse un examen de conciencia. Se generaliza la técnica del monólogo interior. Se
construye una suerte de autobiografía gótica en la que el centro era la culpa; las tendencias
despóticas del hombre argentino, el enano fascista, el autoritarismo subjetivo. La discusión
política se internaliza. Cada uno debía elaborar su relato autobiográfico, para ver qué
relaciones personales mantenía con el Estado autoritario y terrorista ».
9. Para A. Garapon, la omnipresencia actual de la lógica victimaria, que tiene su expresión
principal en la institución judicial, amenaza el propio marco democrático, exasperando los
conflictos y poniendo así de manifiesto la insuficiencia de referentes: « Esta forma
sentimental y emotiva de hacer política se corresponde con una opinión pública huérfana de
conflicto central, que no logra ya representarse el vínculo social de otra forma que no sea
según el código binario agresor/víctima » (1996, 95). Estas conclusiones recuerdan los
discursos de P. Legendre, lamentando la tendencia actual a la « psicologización » del
derecho, a su desinstitucionalización – lo que equivale a una negación de « la función
estructurante del derecho y del juez » (1995, 31). Estos dos autores consideran que sólo una
restauración de la « justa distancia » que caracteriza el proceso, y por eso, de la función de
« tercero » del Estado, puede contrarrestar esta tendencia.
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Algunos problemas de definición de la violencia en la política: el ejemplo
de la fanatización
Claude Gautier
Nota biográfica
La expresión "violencias extremas" no es del todo clara. Tal como está formulado, el
enunciado contiene una serie de dificultades que quisiéramos evocar rápidamente para
justificar el punto de vista adoptado y explicar el procedimiento.
Grabado de finales del siglo XIV, que representa una matanza de judíos en la región Languedoc de
Francia, durante la sublevación campesina de 1320.
British Library / AKG Paris
A partir de una investigación minuciosa, publicada bajo el título Le village des cannibales
[La aldea de los caníbales]6 Alain Corbin propone explicar las razones por las que, hacia
finales del Segundo Imperio, los campesinos de un pueblo en la Dordoña fueron capaces de
cometer colectivamente un linchamiento7 particularmente violento contra un noble de
Hautefaye.8 El método utilizado es magistral. Comienza con un estudio contextual de los
sentimientos y de las representaciones políticas del campesinado, que todavía era
imperialista, en aquel momento en que se produce un giro histórico, a comienzos del decenio
de 1870. En otras palabras, se trata de comprender la naturaleza de ciertas frustraciones y
angustias propias de aquel grupo social del campesinado para entender el desencadenamiento
de la violencia que culminó con aquella masacre. Con este fin, A. Corbin confronta
juiciosamente, a partir de testimonios y actas, las percepciones y las representaciones casi
contemporáneas de este acontecimiento para demostrar que indican, en la mayoría de los
casos, un cambio fundamental de la sensibilidad común ante las violencias políticas. La
severidad de las condenas que emanaron de los procesos contra los cabecillas de esta masacre
lo demuestra de forma ejemplar.
En efecto, esta severidad ha podido ser justificada por un cambio en la calificación de ese
acontecimiento, a partir de entonces relegado al dominio de las violencias de derecho común.
Los actos que condujeron a una violencia de esta magnitud, aún cuando fueron asumidos
colectivamente, fueron percibidos como monstruosos y condenados tanto por los defensores
del imperio como por los republicanos. La brecha entre un modo de expresión a partir de
entonces ilegítimo, por un lado, y las nuevas formas de percepción de la violencia, por otro,
era entonces especialmente profunda: "Antes de ser condenados por la sociedad en la que
estaban inmersos, estos campesinos sólo habían sabido expresar la especificidad de sus
representaciones de lo político, la intensidad de su angustia y la profundidad de su lealtad al
soberano a través del suplicio del enemigo."[1995: 166].
Por lo tanto, lo que se revela como intolerable en estos acontecimientos que, poco tiempo
antes, ni siquiera hubiesen entrañado una condena penal, es el resultado de una modificación
de las formas reconocidas y aceptadas de repertorios de expresión y de reivindicación
políticas.9 Lo que en este caso interesa al historiador, y que merece toda la atención del
especialista en ciencias políticas, es comprender por qué y cómo en un determinado momento
un repertorio de acción política, violento pero tolerado, cuando no justificado, se convierte en
políticamente inaceptable: "el suplicio relegado a la simple calificación de asunto penal,
extraño a lo más por su carácter anacrónico, ha perdido todo su sentido. Excluido del campo
de la racionalidad que ordena las diferencias políticas en el seno de la sociedad global, el
asesinato de Alain de Monéys dejó rápidamente de interesar a los historiadores." [1995:
167].
De este estudio notable en muchos sentidos, se desprende que la historia de ciertos hechos de
violencia conducen al investigador a tener en cuenta un doble plano de reflexión: el plano de
los acontecimientos, es decir la descripción minuciosa de su dinámica, su morfología y sus
consecuencias inmediatas; y el plano de la sensibilidad o, más precisamente, el de las
representaciones que condicionan, al menos parcialmente, la definición de una frontera
siempre inestable entre aquello que es admisible, o aceptable, en las formas de recurso a la
violencia como medio de expresión política, y aquello que no lo es y que, por ende, pertenece
a otro ámbito de calificación.
La cuestión que se plantea ahora es algo diferente. Más precisamente, se trata de abordar de
otra manera las dificultades planteadas por el enunciado y estudiar cómo se ha reflexionado
sobre los hechos de violencia. En este sentido, sin duda es útil volver a revisar cómo éstos
han sido descritos en el pasado, en ciertas manifestaciones de textos de historia. El "lenguaje"
utilizado para relatar estos fenómenos puede arojar luz sobre las representaciones y las
teorías implícitas o explícitas que intentaron dar un sentido a dichos acontecimientos. Al
parecer, existe ahí todo un campo de investigación. Sin adelantarse a resultados que no
estamos en condiciones de dar, es posible, no obstante, a partir de algunos ejemplos,
demostrar la pertinencia de esa perspectiva de la lectura del enunciado que versa sobre las
violencias extremas.
En los siglos XVIII y XIX, un período durante el cual, para decirlo en pocas palabras, la
historia se constituye como un conjunto de discursos que elaboran un saber positivo,10 por
numerosas razones que no abordaremos aquí, los historiadores tuvieron que enfrentarse al
estudio de las guerras religiosas y a la interpretación de las revoluciones. Por lo tanto,
descubrieron el problema de cómo calificar la violencia. Intentaron, a menudo por vías muy
diferentes, proponer interpretaciones. Y podemos decir que, a su manera, formularon
hipótesis que sería un error pasar por alto y que, para el observador de nuestros días, pueden
considerarse experiencias de interpretación a partir de las cuales es posible volver a abordar
nuestras actuales preguntas.11
Así, E.Quinet,12 en La Révolution [1865]13, una especie de historia filosófica14 que podríamos
vincular a una tradición de escritura de la historia aun más antigua, dedica un libro entero a la
representación de lo que denomina "la teoría de el terrorismo" [libro XVII]. Una teoría que
comienza con una exposición de las causas [1987: 497-502] y se prolonga con una reflexión
sobre la naturaleza de los medios empleados por el terror. Veremos entonces que aquello que
podríamos plantear como una singularidad, a los ojos de Quinet no es más que la expresión
de una relativa continuidad. Esta afirmación queda establecida, entre otras cosas, mediante
una gran comparación: la de las masacres que se produjeron durante y después de la
Revocación del Edicto de Nantes.
En unas cuantas páginas tituladas "Les précédents historiques. En quoi l'Ancienne France a
fourni des modèles à la Terreur" [Los precedentes históricos. Cómo la antigua Francia
proporcionó modelos al Terror] [1987:512-505], Quinet propone una explicación de los
medios utilizados por el Terror. Compara la intensidad de las violencias manifestadas durante
los dos acontecimientos para plantear claramente que "el Terror de 1793 no supo igualar en
todo al Terror de 1687"; "el 93 no empleaba la tortura; no quemaba ni descuartizaba a sus
víctimas; no les rompían los huesos a los condenados antes de lanzarlos a la hoguera"
[1987:503]. Quinet compara así las intensidades mediante imágenes sobrecogedoras, pero
también, y quizá sea ésa una de las dimensiones más polémicas de su estudio, las eficacias.
Porque el desvío por la teoría del terrorismo debe comprenderse, quizá antes que nada, como
aquello que permite abordar el problema de la eficacia de estas formas de violencia. Quinet
llegó entonces a la conclusión de que, suponiendo que el partido del Terror era legítimo, lo
cual no era necesariamente su posición, lo que deberíamos plantearnos no era tanto condenar
la violencia como tal sino comprender por qué fue tan terriblemente ineficaz.15
Se trataba, sin duda, de un procedimiento provocador, que consistía en medir con el rasero
de sus intenciones manifiestas, los resultados del Terror y, por lo tanto, a plantear la violencia
como un medio entre otros para conseguirlas, con la condición de que fuera eficaz,. Sería
interesante estudiar los términos de la controversia, elaboradas por F. Furet [1986], pero
reteniendo como eje principal del estudio este problema de la singularidad de la violencia
terrorista, lo cual supone desmarcarse del sesgo de una lectura liberal de las dos revoluciones.
Aquello es otra historia.
Esta rápida evocación de E. Quinet demuestra cuán pertinente puede ser la creación del
inventario de las maneras de plantear el problema de la violencia; de describir los medios
retóricos y teóricos, en una palabra, los modelos interpretativos a partir de los cuales se
califica la violencia en la política, cuando no se justifica; para comprender cómo, en un
determinado contexto histórico y político se construyen ciertas representaciones de la
sociedad, ciertas justificaciones del cambio político, y de los medios legítimos para
conseguirlo.
Conviene ilustrar aún más la fecundidad de este enfoque proponiendo un ejemplo más
preciso de cómo se ha estudiado la cuestión política del odio como vector de fanatización y
de movilización violentas.
"En nuestros días, he podido observar en las cosas pequeñas, en los estratos bajos, en el
vulgo de la calle, como se trabaja eclesiásticamente el odio y la revuelta."16 He ahí una
afirmación concisa de J. Michelet que pone énfasis en dos determinantes decisivas del
estudio del odio como emoción susceptible de engendrar dinámicas de movilización. Para
empezar, el odio se trabaja y el despliegue de sus efectos jamás es el de una pura
contingencia: se trata más bien de un resultado. Finalmente, comprender el odio
adecuadamente implica considerar la dimensión afectiva y pasional de las conductas
individuales y colectivas. ¿Cómo no mostrarse sensible al vocabulario, a los registros
semánticos que ilustran las pasiones y las incitaciones al odio que emplea J. Michelet en las
páginas célebres de su Historia de la Revolución dedicada a las masacres de septiembre de
1792?17 ¿Cómo no medir todo el valor metodológico de la perspectiva que pretende estudiar
estos fenómenos como si fueran movimientos? Movimientos que surgen como resultado, la
mayoría de las veces, de la combinación de circunstancias y de actos a menudo explicables;
finalmente, movimientos que constituyen otras tantas huellas, no de carácter esencialmente
violento, sino de tendencias llevadas al extremo por el choque entre el juego de intereses y el
desarrollo de las circunstancias,18 así como por los actos y los discursos de sus actores.
Esta primera instancia se funda en la demostración del choque entre dos series de
acontecimientos: por un lado, un contexto político y religioso especialmente tenso; por otro,
una serie de decisiones erróneas y arbitrarias por parte del Rey y de sus ministros.
Por el lado del contexto, Hume evoca las relaciones difíciles entre el anglicanismo
amenazado desde dentro por las veleidades papistas del rey y su arzobispo Laud, que
entretanto se convirtió en consejero. También insiste sobre las relaciones que han cobrado un
tinte agresivo entre la Iglesia de Estado y el Presbiterio, que sigue rechazando la sumisión en
cuestiones de dogma y de liturgia. A esto se agrega, desde luego, el problema candente de las
relaciones políticas entre Escocia e Inglaterra.
Por el lado de los actos desencadenantes más tarde, Hume parte de la decisión, adoptada en
1637, de imponer, mediante la amenaza y el recurso a la fuerza, la unificación del canon
litúrgico en Escocia. Esta decisión es calificada inmediatamente por Hume de arbitraria,20 no
porque se trataría de un acto tiránico, sino porque esta decisión traiciona la ruptura cada vez
más manifiesta entre el universo de representaciones del rey Carlos I sobre sus prerrogativas
y el vínculo real que lo une a su pueblo, a sus representantes religiosos y políticos.
Por lo tanto, es a partir de este doble punto de vista que Hume se percata de la particularidad
de las circunstancias que desencadenan los movimientos de odio y de fanatización: por un
lado, aquello que pertenece al juego de una dinámica casi mecánica y más objetiva de la
concatenación de movimientos donde las situaciones y los actos producen efectos; por otro
lado, aquello que pertenece a un registro de lo que hoy podría denominarse una cierta
comprensión, mediante la cual nos identificamos con las opiniones de quienes actúan o
deciden.
Sería interesante aquí volver sobre cómo Hume se enfrenta a esta descripción demostrando
que la serie de acciones alimentan creencias incongruentes que refuerzan, a su vez, la
incomprensión recíproca y facilitan el llamado a filas de facciones, de grupos al servicio de la
contestación. Así, para el pueblo escocés, condicionado por los miembros del clérigo, la
liturgia que se le quiere imponer no es más que una "especie de misa" [1983: 112], por medio
de la cual se vuelven a introducir todas "las abominaciónes del papismo" [1983: 113]. Estas
imposiciones no pueden sino alimentar los recelos contra el Rey y volver a los escoceses aún
más reacios a toda exigencia de sumisión. Por otro lado, al negarse a echar pie atrás, el Rey
refuerza casi mecánicamente las resistencias de los escoceses y provoca un aumento
puramente circunstancial del celo presbiteriano contra aquella "odiosa novedad" [1983,
Ibid].
Se trata en este caso, y Hume lo demuestra con gran sutileza, no del celo presbiteriano en
general sino de una variación pasajera de su intensidad que se unirá a y se convertirá en caja
de resonancia de discursos y actos, los cuales, dotados de una total verosimilitud, reforzarán
las creencias y propiciarán el paso a la acción. Fue en ese momento que "todo el mundo
comenzó a unirse y a alentarse mutuamente contra las innovaciones religiosas que se
pretendía introducir en Escocia" [1983, Ibid]. Esta mancomunidad de las acciones, es decir,
esta movilización, es descrita inmediatamente por Hume como un movimiento de extensión y
de generalización. No solamente el clérigo "ha declamado" [1983: 114] contra el Rey, sino
que todas las iglesias se han puesto a divulgar "invectivas contra el anticristo" [1983, Ibid].
Aún mucho más importante, la dinámica de las facciones políticas podría arrimarse "al calor
de la religión" [1983]. En ese momento se reunieron las condiciones para que se produjeran
las sublevaciones más peligrosas. Insistiendo en el papel activo de los "jefes populares" y de
los "discursos desde el púlpito" [1983:116 y ss.], Hume pone de manifiesto esta dimensión
esencial del despliegue de fanatismo mediante la incitación al odio, objeto de un verdadero
trabajo de producción. Tampoco es sorprendente que Hume otorgue una atención especial a
la constitución y, más tarde, al desarrollo de las reuniones de la "Asamblea de la Iglesia de
Escocia" que se celebrará en Glasgow en 1639 [1983: 118 y ss.]. Hume demuestra que todas
las reglas de composición de esta asamblea permiten acentuar la representación y el impacto
de los más celosos, de "los más fervientes de cada orden que eran escogidos". Citemos a
Hume: "para preparar los espíritus, habían hecho presentar en el presbiterio de Edimburgo, y
luego leer solemnemente en todas las iglesias del reino, una acusación contra los obispos, en
la que todos éstos eran acusados de herejía, simonía, perjurio, soborno, adulterio, fornicación,
impostura, blasfemia , ebriedad, pasión por el juego, etc." [1983: 119].
Hume no se detiene aquí. Demuestra cómo la eficacia de esta gestión de las representaciones
estaba en sí misma sostenida por un determinado estado de relaciones objetivas de poder. Por
un lado, un rey sin un ejército constituido, por otro un pueblo que, inflamado por religiosos
"recelos" y por una "aversión nacional contra Inglaterra", aquella "vieja enemiga", y que a
pesar de contar con un ejército inferior, compensaría está desventaja con una abundancia de
fervor: "Los púlpitos habían sido un importante recurso para los oficiales que procedían a la
leva de soldados, y no habían dejado de lanzar anatemas sobre aquellos que no se alistaban
para ayudar al Señor contra los enemigos de su nombre". [1983: 125]. Por lo tanto, por un
lado, un ejército con un comportamiento mercenario, tributario de los sueldos y escaso
estímulo frente a los motivos de la guerra; por otro, un ejército que se acercaba cada vez más,
por el espíritu reinante, a la milicia, doblemente motivado para triunfar sobre el enemigo
inglés. En este punto, llegamos a la tercera instancia de la descripción del proceso.
En efecto, después de haber constatado su impotencia de hecho, el Rey procede a una serie
de concesiones [1983: 116-117] que, lejos de satisfacer a los opositores, reforzará la
intransigencia y la violencia de los líderes religiosos y populares escoceses. A partir de
entonces, la dinámica cambia de carácter: alcanza ese momento específico en que las
condiciones que la vieron nacer, al menos que la desencadenaron, dejan de sostener el
movimiento de acciones y reacciones. Este se emancipa y, de alguna manera se vuelve
autónomo.
En ese momento, la amenaza del papismo por la vía de la reforma del canon es relevada por
otra dinámica afectiva. Aquello que salta a primer lugar, por así decir, en el orden de los
motivos, es el mantenimiento, sino la consolidación, de la unidad del frente constituido.
Para Hume, ésta es una de las razones por las cuales las proposiciones reales fueron
entendidas por los escoceses como amenazas que podían dividirlos y debilitarlos [1983: 118-
119]. Lo que entonces pasa a primer lugar en el orden de los motivos tiene que ver con la
construcción de una unidad, implica la lucha contra los riesgos de división que la dinámica
de las pasiones, mediante el juego del odio y el desprecio, no puede dejar de alimentar. En un
contexto de este tipo, la dimensión esencialmente afectiva y pasional de las relaciones de
oposición se vuelve susceptible de reproducirse indefinidamente, de descontextualizarse y,
finalmente, de volverse autónoma.
A partir de ese momento, el juego de las pasiones encontrará un nuevo impulso y, puesto que
las circunstancias se prestan a ello, el trabajo de fanatización podrá producir todos sus
efectos. En momentos como ésos, las fabulaciones, las invenciones y las acusaciones más
diversas, que versan sobre personas, actos o intenciones, tendrán la delantera sobre las
creencias populares, se convertirán en mediaciones perfectamente eficaces para orientar las
acciones y las reacciones de grupos fanatizados o de sectas manipuladas. En un contexto de
esas características, también es necesario estudiar los discursos como elementos que permiten
elaborar el odio, de propagarlo y endurecerlo entre quienes se ven afectados por él.
Conclusión
Al parecer, estas palabras bastan para justificar el interés que puede tener para nosotros el
estudio de los movimientos de fanatización tal como los comprendieron y describieron
ciertos historiadores de la Ilustración. La modernidad de las explicaciones reproducidas se
debe, entre otras cosas, al prurito del estudio de las circunstancias junto con el estudio de las
dinámicas afectivas. Estas últimas jamás son estudiadas por sí mismas sino siempre en
relación con contextos que les proporcionan un poder de acción y que contribuyen a la
radicalización de los antagonismos.
Si el fanatismo es un afecto social y político, también se debe a que designa algo común a los
hombres que, en circunstancias específicas, se desarrolla bajo la forma de conductas de
efectos devastadores. Por muy paradójico que parezca, es porque estas conductas son
humanas, es decir probables, que Hume consigue analizarlas sin diabolizarlas, es decir, no
reificándolas como cualidades psicológicas.
Para este historiador, el estudio positivo de las causas del fanatismo jamás pertenece al
dominio de la moral sino siempre al estudio de las circunstancias que le confieren una
dimensión política.
Traducido del francés
Notas
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¿Del "terrorismo" como violencia total?
Isabelle Sommier
Nota biográfica
Hasta entonces, esta ecuación no se basaba en ninguna equivalencia del número de víctimas,
sino en tres características del terrorismo: 1) la instrumentalización de la muerte subyacente a
la deshumanización de las víctimas; 2) el proyecto de destrucción de las voluntades que la
estrategia de provocar el terror conlleva, según la opinión clásica formulada por Friedrich
Hacker cuando considera que "el terror es el empleo, por los poderosos, del instrumento de
dominio que es la intimidación; el terrorismo es la imitación y la utilización de métodos de
terror por los que no están en el poder, por lo menos todavía" (Hacker, 1972) y, por último,
3) en un sentido distinto, pero que es, sin embargo, imprescindible evocar, la condena moral
y el pavor que el terrorismo suscita en el mayor número de personas, a semejanza de las
violencias extremas de origen estatal.
Con todo, si se tienen presentes los "umbrales" de orden cualitativo (la ejecución de actos de
crueldad) o cuantitativos (las destrucciones en masa de poblaciones civiles), a menudo
mencionados para caracterizar una violencia extrema, el terrorismo se sustrae a priori
enteramente a la analogía. Se trata en efecto de una violencia fría, ejercida sin pasión, que no
va acompañada nunca, o muy raras veces, de atrocidades o crueldades, sobre todo debido a la
distancia física que separa al autor de su víctima. Se trata también de una violencia
relativamente económica en vidas humanas (incluso si es horrible decirlo) que, muy a
menudo, no se podría clasificar entre las matanzas en masa, por lo menos hasta los atentados
del 11 de septiembre, los cuales, desde este punto de vista, representan una verdadera
ruptura. Aunque una gran imprecisión envuelve la definición y la cuantificación del
fenómeno, en general se estima que el terrorismo habría causado unas 3.000 víctimas de
1968 a 1984, es decir, una media de 200 víctimas al año. Una docena de atentados habrían
causado más de 10.000 víctimas desde los años setenta1. A pesar de estas reservas
inmediatas, me parece, no obstante, que una forma nueva de ejercicio de la violencia, que
calificaré de violencia total, corresponde sin duda a la categoría de las violencias extremas.
Es evidente que la elección misma del adjetivo "total", por lo menos en francés, inscribe de
entrada el fenómeno violento de que se trata en la categoría de violencias extremas. Uno de
mis objetivos era, por lo demás, hallar un término que produzca un efecto reflejo equivalente
al de "terrorismo", el cual remite históricamente y en su genealogía al terror estatal porque
designaba, cuando surgió en 1798, un régimen o un sistema de terror como el que había
imperado bajo la Revolución Francesa de septiembre de 1793 a la caída de Robespierre el 27
de julio de 1794. Y esto por dos razones principales. Por un lado, porque siempre me parece
necesario considerar dialécticamente los hechos de violencia sean cuales sean sus orígenes.
El adjetivo "total" remite, en francés, al dominio totalitario, con el que la violencia
desplegada por determinados grupos contestatarios comparte muchas características
comunes, en particular el proyecto de terror y el activismo ideológico. Responde también a la
guerra total, sin tregua, preconizada por el general alemán Erich Ludendorff en el período
comprendido entre las dos guerras. Por otro lado, porque me parece que los procesos que
conducen a las violencias extremas de origen estatal conducen también a la violencia total.
Distinguiré tres procesos que, pese a su desigual impacto, deben considerarse juntos.
En primer lugar, un proceso histórico de ideologización y mitificación del acto guerrero que
ha hecho posible el desenfreno considerable de la violencia de Estado en el siglo XX y su
contrapartida, en la sociedad civil, del asesinato arbitrario. En segundo lugar, no se puede
ocultar nunca, en el análisis de la violencia, el factor propiamente tecnológico, es decir, los
nuevos medios tanto militares como en la esfera de la comunicación que centuplican las
capacidades humanas de destrucción y los efectos de terror que suscita. Existe por último una
dimensión en la que me detendré más tiempo y que calificaré de antropológica, la cual, en la
relación entre el verdugo y la víctima, inscribe la violencia total en la categoría de las
violencias extremas en función de una relación a priori paradójica entre la
instrumentalización aterradora de las víctimas y la exaltación casi mística de su sacrificio.
En mi obra (Sommier 2000), planteé la hipótesis, muy influida por Michaël Walzer (Walzer
1999), de que el asesinato arbitrario era una réplica (en el sentido de copia y no de respuesta)
del desencadenamiento de la violencia estatal que se puede observar tanto en los campos de
batalla como en las violencias extremas del siglo XX. Esta réplica es doble, en cuanto
estrategia deliberada y sistemática y en cuanto transgresión de todo límite y de todo umbral
puesto que se trata de una operación cercana al acto de guerra, pero realizada en tiempo de
paz que, no solamente no distingue entre los combatientes y la población, sino que opta, al
contrario, por atacar a ésta última en violación de todas las costumbres y convenciones
bélicas.
Esta forma nueva de violencia se inicia concretamente en los últimos 25 años del siglo XIX,
pero se sistematiza y desarrolla a lo largo de todo el siglo XX. Un siglo XX marcado por
violencias institucionales extremas dirigidas contra las poblaciones, tanto en el orden
externo, con las mutaciones que afectan a la manera de realizar la guerra, que se "barbariza",
como en el orden interno con las experiencias totalitarias. La población civil es siempre la
primera víctima de ello. Representa, por ejemplo, el 90% de las bajas de guerra desde 1945
(Holsti 1996, 97), ,mientras que Rudolf Rummel estima en 169 millones el número de
víctimas de su propio gobierno frente a 34 millones de víctimas de guerras entre Estados de
1945 a 1995 (Rummel 1994, 15). La "desinstitucionalización" de la violencia de Estado y la
"desformalización" de los conflictos provocada por la violencia total han participado
conjuntamente en la expansión considerable de una criminalidad de masa. Por eso las formas
convencionales y no convencionales de guerra tienden a converger de tal modo que ahora es
falso caracterizar el terrorismo por oposición a la guerra estatal diciendo que ignora las leyes
y convenciones de la guerra, que ataca a los civiles y que siempre es indiscriminado y
arbitrario, puesto que estas características, en resumidas cuentas, pueden aplicarse también a
las violencias de Estado.
Los historiadores están en mejores condiciones que yo para explicar este triste privilegio de
nuestro siglo. Tzvetan Todorov formula la hipótesis según la cual lo que ha hecho posible "el
extremo" que es para él la experiencia de los campos de concentración del siglo XX procede
de la transferencia del pensamiento y de la acción instrumentales en la esfera de las
relaciones humanas (Todorov 1991 : 320). Si actos de crueldad y/o asesinatos a primera vista
"gratuitos" se ha demostrado que existen por lo menos desde la antigüedad, ello no impide
pensar que el sentido de este tipo de violencia ha conocido una transformación a partir del
siglo XVIII y más aún a medida que el ejercicio de la violencia se masificaba y se
ideologizaba a lo largo del siglo XIX hasta plasmarse en las múltiples matanzas del siglo
siguiente.
Me parece que en el caso de las violencias extremas de origen tanto estatal como civil, su
ejercicio se nutre de una ideología que les confiere una dimensión casi mística. Conviene
quizá inscribir esa concepción, nueva, en las reflexiones que se refieren a la Revolución
Francesa, en torno a lo "sublime" y lo terrible que, por ejemplo a través de la obra de Burke
analizada en este número por Claude Gautier, pondría de manifiesto un cambio de
sensibilidad con respecto a la violencia, de carácter estético y cargado ahora de sentimientos
de autorrealización que posibilitan la ruptura de todo límite de su expresión. Hay una
ilustración de ello, en otro plano, en los escritos de Sade. La violencia se transforma en un
instrumento de comunión con el principio de orden superior en nombre del cual está
justificada. Principio superior, que efectivamente trasciende el mundo vulgar, tal como lo
expone Bernd Weisbrod, con todas las consecuencias que ello implica: una concepción
redentora de la violencia que autoriza cierta forma de nihilismo, la exaltación del sacrificio
de los autores que se comportan como elegidos, la insensibilidad por no decir el desprecio
con respecto a las víctimas. Otros tantos matices que se encuentran en algunos anarquistas de
finales del siglo XIX, los cuales fueron los primeros en realizar individualmente atentados a
ciegas. Por ejemplo, en el revolucionario ruso Sergueï Netchaiëv : "Nos guiamos por el odio
de todos los que no forman parte del pueblo... Tenemos un proyecto totalmente negativo, que
nadie puede cambiar: la destrucción total". Describiéndose a sí mismo como "apóstol de la
destrucción", en cierta época fue admirado por Mikhaïl Bakounine que escribió: "Son
magníficos estos jóvenes fanáticos, ¡creyentes sin Dios, héroes sin retórica!" 2
Que la violencia total no tenga límites se debe también a las tecnologías de que se dispone en
la actualidad. El miedo que suscita este tipo de actividades no deja de estar relacionado con
los procedimientos utilizados los cuales, aunque no son exclusivos de los grupos en cuestión,
consiguen despertar dos angustias contradictorias pero complementarias que ponen en
tensión a nuestras sociedades. Por un lado, la angustia "futurista" activada por la imagen de la
tecnología todopoderosa, high tech, de verdugos invisibles al servicio de la destrucción
masiva. Una destrucción masiva que hace posible ahora la utilización de armas
bacteriológicas o químicas como por ejemplo del gas sarina esparcido por el metro de Tokio
por la secta Aum en marzo de 1995, que provocó una decena de víctimas y la intoxicación de
5.000 personas. Por otro lado, la angustia "arcaica" reavivada por atentados que, a la inversa,
sorprenden por la facilidad artesanal de su confección, como los simples abonos utilizados en
el atentado de la ciudad de Oklahoma (abril de 1995, 168 víctimas). La amenaza pasa a ser
así permanente, omnipresente, puesto que el verdugo podría ser tanto un sabio loco como el
vecino de enfrente.
Si insisto más en las imágenes que suscitan las armas que en su dimensión estrictamente
material es porque el dominio de los espíritus es el objetivo esencial perseguido por la
violencia total. Recordemos que es la desconexión entre víctimas y blanco - y la forma de
realizarla: por los medios de comunicación - lo que permite distinguir la lógica de actuación
de determinados grupos armados de la de sus predecesores los cuales, aun recurriendo a actos
similares, no estaban impulsados - y no podían estarlo - por esta estrategia. Aparece aquí la
función del tercero evocada por Jacques Sémelin, pero este tercero desempeña una función
diametralmente opuesta puesto que es él, en cierto modo, el que participa en las condiciones
de posibilidad del desencadenamiento de la violencia.
Al sembrar el terror entre la población civil, la organización clandestina puede estar influida
por dos estrategias diferentes. Primer ejemplo: espera de esa manera doblegar la política
interiror (con miras a la liberación de sus militantes encarcelados o para impedir la
promulgación de una ley como la acción de la secta Aum) o exterior del gobierno al que se
apunta en un sentido que le sea directa o indirectamente favorable si se trata de una
organización que actúa de manera subterránea como cortina de humo por cuenta de un
Estado llamado "padrino" o "patrocinador". Este modelo de relación entre determinados
Estados y grupos terroristas explica, por ejemplo, los atentados cometidos en París en 1986,
que se sospechó había cometido Hezbollah y detrás de él el Irán, o el atentado de Lockerbie
en 1988 del que se acusó a Libia3. En el segundo caso, los atentados a ciegas no tienen
objetivos precisos a corto plazo pero tratan de desestabilizar a un poder o a un régimen
político socavando el contrato que vincula a los gobernados con los gobernantes a los que se
tacha de fallar en la protección y la seguridad, por ejemplo para introducir en la opinión
pública la idea de la legitimidad de un eventual golpe de Estado que vendría a poner fin al
desorden (como sucede con la "estrategia de la tensión" aplicada en los años setenta en Italia
por grupos de extrema derecha de inspiración neofascista4) o con fines de propaganda por el
terror: los actos deben mostrar en este caso la fragilidad del enemigo, desmoralizarle e incitar
a los demás a unirse al grupo armado.
La estrategia de terror seguida por grupos clandestinos es tanto más eficaz cuanto que se
despliega en sociedades en las que la opinión pública juega un papel fundamental en las
relaciones entre gobernados y gobernantes y, por consiguiente, en los medios de
comunicación también. Así se explica la vulnerabilidad particular de las democracias. Desde
este punto de vista, en el mejor de los casos existe anacronismo y en el peor una profunda
incomprensión de esa lógica de acción cuando se presenta a la secta chiita de los Asesinos,
que asumió numerosos asesinatos de otomanos y de cruzados en el siglo XII, como
precursora de los "terroristas" modernos...
Hablar del terrorismo, de la violencia total, como si se tratara ante todo de un "teatro" (Brian
Jenkins), señalar que su preparación y su objeto están orientados más hacia los terceros que
hacia las víctimas directas, son dos comprobaciones que proceden del examen de los hechos
que corresponden al modo de actuar científico frío y distanciado y que puede por ello mismo
herir las sensibilidades de la víctima o incluso del ciudadano. Es cierto que esta estrategia
estimula una relación de instrumentalización muy particular (y moralmente particularmente
chocante) con las víctimas. Se podría decir, en efecto, que estas últimas son en ese caso
simples marionetas a las que se niega toda forma de humanidad y a las que se reduce al rango
de objetos o hasta de "apoyo", "material" de muerte de la misma manera que los instrumentos
logísticos mobilizados. Esto se puso de manifiesto en los atentados del 11 de septiembre, en
los que una de las innovaciones consistió en transformar en armas aviones civiles con todos
sus pasajeros (Crettiez y Sommier 2002).
La violencia total comparte con las violencias extremas estatales varias características: una
deshumanización del enemigo a cuyo carácter supuestamente amenazador y hasta destructor
se le da una dimensión excesiva, una visión maniquea del mundo que exige a menudo la idea
de mancha. Por lo demás, sólo los militantes parecen escapar a esta fuerza inexorable de la
corrupción y de la lasitud de las costumbres que produciría la sociedad que condenan, lo que
refuerza la legitimidad de su destrucción total. El grupo en el nombre del cual luchan es
fácilmente destituido, porque no se compromete a su lado lo suficiente; así se puede explicar
el motivo por el que los grupos radicales son a menudo responsables de más muertos en el
seno de su propia comunidad que en las filas "enemigas". La organización LTTE (Tigres de
Liberación del Eelam Tamul) sería por ejemplo responsable desde 1983 de la muerte de más
tamules que cingaleses (en total 55.000 muertos en el enfrentamiento con el Estado cingalés).
Este profundo rechazo de la alteridad se ve quizá agravado por la gran distancia social, y
hasta cultural, que a menudo separa de hecho a los activistas de la comunidad de la que se
reclaman, como por ejemplo los kamicazes islamistas del 11 de septiembre, a la vez nuevos
conversos alejados de las masas musulmanas del sur y luchadores contra el occidente en el
que se mueven por su trayectoria biográfica, su modo de vida y su hábitat. Cabe establecer la
hipótesis de que el resentimiento generador de odio se ve reforzado por el hecho de
pertenecer a dos mundos (o más bien de no pertenecer verdaderamente a ninguno). Esa
visión del otro, como alguien no semejante y siempre amenazador, constituye la base,
recordémoslo, del concepto de"racionalidad delirante" elaborado en este mismo número por
Jacques Sémelin a propósito de las matanzas.
Las víctimas son herramientas y, contra simples herramientas, todo es posible puesto que no
tienen humanidad. Insignificantes y deprabadas en este mundo, se transfiguran en y por su
sacrificio que tiene por efecto purificarlas. Esta interpretación de la violencia total tiene
confirmación en el análisis de la aterradora "hoja de ruta"·de los piratas del aire de los
atentados del 11 de septiembre (por lo menos si su autenticidad se confirmara de manera
irrefutable). Especialistas de los fenómenos sectarios y del Islam han señalado, por ejemplo,
en ella la importancia del tema de la purificación y, por consiguiente, de manera solapada de
la mancha, de las prácticas rituales, pero también de la animalización de las futuras víctimas
por la remisión a un precepto del Corán destinado incialmente a la matanza de un animal ("Si
matas, no causes sufrimientos al que matas, ya que esta es una de las prácticas del Profeta,
que descanse en paz")5.
Pero si el acto de violencia total expresa, con respecto a las víctimas, un deseo de
omnipotencia, manifiesta también la humildad radical del militante con respecto a la causa.
El compromiso en el seno de un grupo que, en muchos sentidos, recuerda a las instituciones
totales de Erving Goffman, tiene siempre como horizonte plausible su propia muerte, su
propio sacrificio, a título demostrativo, como lo explica Ali Chari'ati: el martirio "no es la
triste muerte de un héroe en el campo de batalla; es estar presente, ser un testigo observador
(...) y por último ser un modelo. Naturalmente, es también morir, pero no por la muerte que
el enemigo inflige al guerrero. Es la muerte voluntaria y conscientemente buscada a fin de
poder testimoniar, a falta de poder vencer6." No es anodino que la violencia total se ejerza
cada vez más por medio de operaciones - suicidio realizadas por kamicazcs. En la LTTE, que
es la organización que más recurre a esta estrategia, habría unos 150 con 168 acciones de este
tipo realizadas entre 1980 y 2000, seguida de Hamas (22).
Muchos rasgos de la violencia total reflejan los análisis en ciencias sociales sobre las
violencias extremas desplegadas por ciertos Estados. Cabe ver en ello una consecuencia del
mimetismo ejercido por su enemigo declarado sobre ciertos grupos políticos radicales,
mimetismo que les conduce a transformarse en el "doble monstruoso"7. De manera más
"ordinaria", se manifiesta en la frecuente propensión de determinados grupos a imitar los
atributos del poder estatal (bandera, himno e historia oficial, creación de "tribunales
populares", "impuesto revolucionario", etc.). Ello podría tener su origen en la relación de
espejismo que vincula etimológica e históricamente al "terrorismo" con una experiencia
paroxística del poder de Estado.
Notas
Referencias
John Horne
Nota biográfica
Si “la guerra es un acto de fuerza, en el cual no hay límite lógico”, según la célebre
definición de Clausewitz, está hecha de violencia y potencialmente de violencias “extremas”.
Pero cuando la violencia es constitutiva, ¿qué sentido puede darse a la noción de carácter
extremo? Una definición abstracta, incluso cuantitativa, es posible. Se podría comparar las
escalas y las modalidades de la violencia a fin de establecer lo que parece “extremo” en casos
precisos. O se podría decidir, como punto de partida, que tal tipo de violencia es “extrema” y
buscar sus manifestaciones en contextos históricos diferentes. Sin embargo, el riesgo de
subjetivismo es evidente, puesto que el calificativo “extremo” supone una “normalidad” cuya
medida sería la nuestra.
Desde el siglo XVIII, al menos tres grandes tendencias influyen sobre la relación entre
soldados y civiles. Está primeramente, y sobre todo, la politización de la guerra; luego, el
impacto de la industrialización y del “progreso” tecnológico sobre las formas de la guerra, y
por último, una dinámica compleja a escala mundial, de oposición y de imitación entre las
zonas militarmente más avanzadas y las zonas más rezagadas, una suerte de contrapunto
sombrío al juego del “desarrollo” económico y político.
Si la guerra ha tenido siempre su dimensión política, ésta asume una nueva forma en el siglo
XVIII, la de la modernidad occidental secular, de acuerdo con un doble imperativo de
normalizar la violencia de guerra (tratando de codificarla jurídicamente) y de precisar la
índole y la identidad del enemigo. Por una parte, los pensadores de las Luces trataron de
sustraer a los civiles (como los soldados prisioneros) a la violencia de la guerra otorgándoles
un estatuto protegido de no combatiente en la guerra imaginada como un asunto entre
Estados. Fue especialmente el argumento de Vattel en una obra cuyo título expresa hasta
nuestros días el tema de la realización de la guerra según ciertas normas en relación con los
civiles, Le Droit des gens, ou principes de la loi naturelle, appliquée à la conduite et aux
affaires des nations et des souverains (1758) (Best, 1980: 36). Por otra parte, y en
contradicción directa con este primer imperativo, la doctrina de la soberanía popular, en la
época de la Revolución Francesa, enrola al ciudadano en la guerra conforme a modalidades
sin precedente. Así pues, el civil es situado al mismo tiempo fuera de la guerra y en el centro
de ésta, según una ambigüedad que no deja de estar presente en los conflictos modernos.
Radicalizadas por los conflictos ideológicos surgidos de la Gran Guerra, las “culturas de
guerra” de la Segunda Guerra Mundial llevan a su término lógico esta visión de la voluntad
política del enemigo como un elemento primordial de su resistencia. El ciclo de violencia que
va de 1914 a 1945 está marcado así no sólo por campañas de propaganda de una violencia
nunca vista, sino también por la designación de los recursos morales, sicológicos y políticos
del enemigo como blancos militares, hasta el punto de borrar la distinción entre soldados y
civiles.
La tradición militar alemana fue especialmente alérgica a este tipo de combate de civiles,
cuya legitimidad se negaba admitir pese al precedente de la “guerra de liberación” alemana
de 1813. Durante ésta, Federico Guillermo III hizo un llamamiento a la resistencia popular
(una Volkskrieg) contra el Gran Ejército. La unificación de Alemania, emprendida desde
arriba por elites ansiosas de canalizar la participación política de abajo, enmascaraba esta otra
tradición alemana de guerra popular, tradición que, a partir de 1870-1871 y del
“levantamiento en masa” de Gambetta, estuvo indisociablemente ligada a las ideas
democráticas y revolucionarias. De allí el temor que en 1914 produjo la ilusión de una
Volkskrieg en el enemigo y que justificó (a los ojos de los militares alemanes) una represión
severa de la población civil (Horne y Kramer, 2001: 89-174). El mismo reflejo permaneció
arraigado en los comportamientos militares alemanes y desembocó en una reacción similar
(pero sistematizada) contra los movimientos de resistencia durante la Segunda Guerra
Mundial.
Al margen de una tentación efímera de parte de ciertos oficiales durante los años de la
República de Weimar, sólo cuando la lucha armada que libraba la Wehrmacht estuvo perdida
en 1945, Hitler hizo un llamado a la resistencia popular (Moran y Waldron, 2002).
Así, esta politización de la guerra, que resumo someramente por la lógica del “levantamiento
en masa”, se opone a la voluntad demostrada durante el mismo período de distinguir
netamente entre la guerra como asunto de Estado y la violencia interpersonal. El estatuto del
civil (como el del prisionero de guerra) exime al individuo de culpabilidad personal por los
actos bélicos del Estado del cual es súbdito. La jurisprudencia positivista trata de inscribir la
protección del civil, incluido su derecho a participar en ciertas condiciones en un
“levantamiento en masa” espontáneo, en los acuerdos internacionales (Convenios de La
Haya, de Ginebra, etc.) (Best, 1980: 128-285). Sería demasiado fácil descartar estas
tentativas como el irrealismo del derecho frente a la realidad de la guerra. Si restituimos su
contexto, que fue una tentativa de elaboración de una comunidad moral internacional,
contamos con un medio para explorar con cierta precisión los momentos en que las normas
fueron rebasadas por violencias percibidas como “extremas”. Los escrúpulos británicos en
cuanto al “bombardeo de alfombra” de las ciudades alemanas eran de este orden (Watt,
1979). De igual manera, la tentativa de los aliados (incluidos los soviéticos), en reacción
contra las nuevas de los “crímenes nazis”, de reconstituir esta noción de comunidad moral a
través de la redefinición de las normas del comportamiento de los soldados con respecto a los
civiles desembocó en un lenguaje y una jurisprudencia que podían expresar el sentimiento de
que el régimen nazi había transgredido profundamente las sensibilidades contemporáneas.
Los resultados, por supuesto, fueron la invención del término “genocidio” en 1944, los
tribunales de Nuremberg y de Tokio, y la reelaboración amplia de los convenios de Ginebra
en 1949 (Lemkin, 1944; Best, 1980: 288-301).
La politización de la guerra explica la violencia contra los civiles mediante otro aspecto, la
movilización política y cultural tendiente a definirse contra minorías nacionales o elementos
extranjeros dentro de la comunidad nacional, en suma, contra el enemigo interior. Si bien es
cierto que la “nación en armas” está profundamente ligada a las identidades nacional e
ideológica creadas en tiempo de paz, las tensiones internas de éstas, su juego de atracción-
repulsión recíproca, proveen los elementos de una movilización no sólo positiva sino también
negativa en tiempo de guerra (Jeissmann, 1992; Horne, 1997).
El enemigo interior se reúne así con el del exterior. A partir de agosto de 1914, se
desencadenó una ola de xenofobia contra el espía imaginado o el invasor oculto, y tuvo su
contraparte en 1939-1940 en la quinta columna, los paracaidistas, etc. (Becker, 1977;
Delporte, 2000). Las minorías, de las cuales se sospechaba que eran agentes o simpatizantes
del enemigo, sufrieron una marginación moral, o aún peor, una exclusión del proceso de
movilización. Estas persecuciones tenían menos posibilidades de ser avaladas por las
democracias liberales, cuyos valores oficiales se oponían a tales cazas de brujas. Incluso aquí
abundan las excepciones. En el caso de Estados más autoritarios que trataban de dominar las
pasiones populares en relación con la guerra, o de aquéllos cuya política apuntaba ya a la
exclusión de elementos internos, la caza del “enemigo interior” se transformó en una suerte
de movilización eliminatoria (Panayi, 1993).
La inversión de esta relación comenzó con la Primera Guerra Mundial y se confirmó a partir
de 1945. A través de un aprendizaje de la guerra industrializada y su politización sobre los
modelos adaptados de Occidente, sociedades coloniales y neocoloniales se inscribieron en el
centro del ciclo de una violencia más difusa, que durante medio siglo sucedió a la
conflagración del segundo conflicto mundial. No es sorprendente encontrar allí, como eco y
con más detalle, violencias análogas a las ejercidas en Europa durante la primera mitad del
siglo. La lógica del “levantamiento en masa” en sus dos variantes se arraigó. La movilización
voluntaria de los movimientos anticoloniales mediante una resistencia civil o en una guerrilla
se inscribía en las tradiciones europeas, y apelaba a una violencia hacia la población civil de
parte del aparato militar colonial que en ciertos aspectos recordaba la de la Wehrmacht
durante la Segunda Guerra Mundial, ironía que no escapó a una parte de la opinión francesa
cuando la guerra de Argelia.
Ciertamente, en relación con todo eso se podría objetar que sólo las apariencias cambian, y
que la índole esencial de la violencia contra los civiles en tiempo de guerra, se trate de
matanzas o de esclavitud, se caracteriza más bien por la continuidad a través de la historia.
Cierta “larga duración” en este ámbito no deja lugar a dudas, si se adopta una perspectiva
suficientemente general. Con todo, las transformaciones asociadas a la modernidad
occidental -la división del trabajo, la soberanía popular- cambian no sólo los vocabularios de
la violencia sino asimismo la capacidad de los regímenes en guerra de dirigirla
sistemáticamente contra toda una población, capacidad que escapa a otras sociedades y
períodos anteriores. Al mismo tiempo, una normalización jurídica y moral de la conducción
de la guerra que rechaza estos mismos tipos de violencias crea el sentimiento contemporáneo
de transgresión, que es quizás la única medida históricamente segura de lo que son las
“violencias extremas”.
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Violencias extremas de los combates y rechazo de la realidad
Stéphane Audoin-Rouzeau
Nota biográfica
Para tratar de presentar este tema –quizá partiendo de demasiado atrás–, evocaremos la
elección radical hecha en Nueva York en 1995 por el fotógrafo Alfredo Jaar, en una
exposición de sus fotografías sobre el genocidio rwandés: las fotos simplemente no estaban
visibles porque el artista las había metido en cajas negras absolutamente opacas. Lo único
que podían ver los visitantes eran los pies de las fotografías.
¿No podía compararse esta actitud con la de muchos de los especialistas científicos? James
Lucas, en una obra que se remonta a finales de los años setenta y que trata de la guerra al
Este entre 1941 y 1945, escribió en la introducción esta frase reveladora: “Esta animosidad
mutua [entre soviéticos y alemanes] produjo a ambos lados actos tan atroces que los he
excluido deliberadamente” (James Lucas, 1979). El “olvido” voluntario de la violencia de
los combates por el autor tiene en este caso por lo menos el mérito de constituir una elección
perfectamente consciente, lo que les sucede raramente a la mayoría de los especialistas de la
guerra pertenecientes al campo de las ciencias sociales. Los historiadores, que son los que
mejor conoce el autor de estas líneas, se sentirán particularmente aludidos.
No se trata en modo alguno de negar aquí el fundamento del estudio de la violencia extrema
infligida a las poblaciones desarmadas por las poblaciones en armas que ha producido tantos
trabajos a la vez necesarios y excelentes. Mas cabe interrogarse sobre el aspecto separado de
toda actitud relativa a la guerra y que excluiría de su ámbito de preocupaciones la violencia
de los hombres armados entre ellos. ¿Constituiría la violencia del combate una especie de
invariante de la actividad guerrera, invariante que sería posible no desvelar, describir y
analizar? ¿Sería en cierto modo un dato fáctico frente al cual el especialista en ciencias
sociales, y el historiador en particular, simplemente no tendría nada que decir y podría, en
consecuencia, no intervenir? No lo creemos y hay que lamentar que la historiografía del
combate se haya dejado en gran parte abandonada, y desde hace mucho tiempo, a
historiadores llamados “militares”, de nivel a menudo mediocre; es curioso que estos últimos,
pese a ser ellos mismos militares y conocedores de las armas y a veces de la guerra, han
contribuido algunas veces más que los historiadores “civiles” a esterilizar la historiografía del
combate. ¿No es sorprendente, a este respecto, comprobar hasta qué punto se recuerdan poco
las grandes lecciones de Marc Bloch, por ejemplo? Este último fue un prodigioso historiador
del combate, durante la primera guerra mundial y de nuevo en el conflicto siguiente. Pero
curiosamente su obra no se ha leído nunca desde este punto de vista; L’Etrange défaite, en
particular, suele ser objeto de una lectura que presta poca atención a la comparación entre las
dos experiencias de violencia vividas por el historiador (1990, 1997).
¿Debe ser este rechazo objeto de un análisis en sí? Se podría sugerir que a menudo va
pegado a una sospecha que se siente con respecto al que trata de abordar estos temas.
Parecería que se siente temor por la fascinación que estos últimos podrían ejercer sobre el
investigador, las dificultades para distanciar el objeto o los obstáculos que se oponen a las
exigencias de la neutralidad científica. Se insiste en la contradicción siempre posible entre
los objetivos de la investigación y las preocupaciones éticas que se supone subyacentes. ¿No
es, por lo menos disimuladamente, el peligro del voyeurismo del que parece desconfiarse, el
disfrute siempre posible frente a un espectáculo de violencia y su erotización? ¿Se situaría el
estudio de la violencia del combate al lado del exhibicionismo, de la obscenidad o incluso de
la perversidad siempre temible por parte del que la revela, de palabra o por escrito? En cuyo
caso, el negarse a ver se apoyaría en una postura implícitamente moralizadora. Esta última
podría indudablemente defenderse, pero a condición de que sus premisas estén claramente
explicitadas.
Cabe citar a este respecto la arqueología del campo de batalla con respecto a la época
contemporánea, en particular la arqueología funeraria del primer conflicto mundial que
servirá aquí de ejemplo. Las primeras excavaciones de que se dispone (es cierto que poco
numerosas porque la disciplina está todavía en mantillas) (14-18 Aujourd’hui, 1999)
muestran espectáculos atroces en lo que concierne a los daños causados a los cuerpos de los
combatientes. Los efectos del combate moderno, en particular, se detectan perfectamente en
los esqueletos –o partes de esqueletos– que ponen al descubierto las excavaciones
arqueológicas. Ahora bien, esas excavaciones se perciben más bien como homenajes
rendidos a las víctimas de la violencia del combate moderno: esta dimensión de homenaje
fue muy evidente en 1991, en el momento de la exhumación de la tumba del escritor Alain-
Fournier y de sus camaradas muertos en septiembre de 1914 en la Meuse, Si esa excavación
ha sido objeto de muchas críticas en los círculos especializados, ninguna de ellas se ha
fundado, que nosotros sepamos, en una sospecha de voyeurismo vinculada a la revelación de
la matanza y de sus procedimientos gracias a las técnicas arqueológicas.
Análogamente, no parece tampoco que el enfoque psiquiátrico de las violencias del campo de
batalla –enfoque cuyos instrumentos son sin duda indispensables para el historiador
preocupado por el mismo objeto de estudio– tenga necesidad de defender su legitimidad
científica: esta parece suficientemente fundada, sin duda alguna, por las exigencias
terapéuticas de la asunción de los traumas y de las consecuencias postraumáticas vinculadas
al combate.
“(...) Cuando trato de aplicar al análisis de mi propia sociedad lo que sé de otras sociedades,
que estudio con infinita simpatía y casi con ternura, me sorprenden ciertas contradicciones;
ciertas decisiones o determinadas formas de acción, cuando soy el testigo de ellas en mi
propia sociedad, me indignan o me escandalizan, mientras que si observo otras análogas, o
relativamente cercanas, en las sociedades llamadas “primitivas”, no se produce en mí ningún
esbozo de juicios de valor. Trato de comprender por qué las cosas son así y arranco del
mismo postulado de que, puesto que esas formas de acción y esas actitudes existen, debe
haber una razón que las explique” (Charbonnier, 1961)
¿Estarían pues vinculadas las reticencias frente a la revelación de la violencia en el combate
en el seno de las sociedades occidentales al hecho de que la violencia extrema es ejercida en
cierto modo por y se aplica a nosotros mismos, y de que somos pues nosotros mismos los que
estamos en juego, aunque sea indirectamente? Esta es una pista posible, aunque este efecto
de proximidad no lo explique sin duda todo. En una obra reciente sobre la guerra durante la
prehistoria (Guilaine, Zammit, 2001), obra que se sitúa en el centro de esta última disciplina
y de la antropología, los autores demuestran de forma convincente que, desde el segundo
conflicto mundial y en parte a causa de él, la mayor parte de los especialistas en la prehistoria
han tratado de negar, o por lo menos de minimizar, la violencia de la guerra en las sociedades
prehistóricas. A menos que, ante la prueba de fuentes arqueológicas cada vez más
convincentes, hayan procurado “aislar” esta violencia de los enfrentamientos en los períodos
más recientes (neolítico y protohistórico), para mejor eximir a los períodos más remotos y
menos conocidos (paleolítico). En adelante, al contrario, la disciplina parece restituir
plenamente su sitio a esta violencia guerrera. Y es sumamente perturbador para los
historiadores contemporáneos que los conflictos de los años noventa parecen haber influido
mucho en ese redescubrimiento: “Después de un largo período de paz, escriben los dos
expertos en prehistoria, Europa restablece su relación con la guerra: Serbia, Chechenia,
Kosovo. Al mismo tiempo, la violencia, fruto de disparidades económicas y de
marginaciones sociales, se apodera de nuestras ciudades y, a veces también, de nuestras
zonas rurales. ¿Es este el motivo por el que, paralelamente, los especialistas en prehistoria
descubren, o redescubren, las tensiones y la guerra?” (Guilaine, Zammit, 2001). Es cierto
que simultáneamente los autores consideran que tienen el deber, en fin de cuentas, de
excusarse de haber hecho tanto hincapié en la violencia guerrera durante la prehistoria:
“Precisamente porque estamos, como autores, convencidos del grado de desarrollo cultural
de esas sociedades por lo que tenemos el deber de no ocultar ningún aspecto. (...) Reconocer
que la violencia puede formar parte de la condición del hombre prehistórico no entraña
ningún sentimiento de “barbarie” con respecto a él” (Guilaine, Zammit, 2001)
Esta interdicción que afecta a la violencia del combate, si aflige muy particularmente a los
expertos en historia contemporánea que afrontan la tarea de relatar e interpretar esta violencia
específica, se acerca mucho, a mi juicio, a las dificultades muy comparables con que parecen
haber tropezado tantos reporteros de guerra frente a la descripción gráfica del espectáculo de
la violencia.
Marc Riboud, reportero en Viet Nam entre 1965 y 1975, escribió a este respecto frases
reveladoras: “Sí, yo he estado en la guerra, he visto y fotografiado la guerra, pero a menudo,
ante la violencia, la sangre y la muerte, he cerrado los ojos y bajado mi cámara”. (Catálogo
de la exposición Voir, ne pas voir la guerre, 2001) Marie-Laure de Decker, que “cubrió” el
Chad y luego Viet Nam en los años setenta, y Bosnia por último en los años noventa, escribió
a su vez: “Hay cosas que no puedo fotografiar: las personas muertas o despedazadas, la
sangre y las personas desnudas... no tengo ganas de hacerlo Tampoco de recordar cosas
horribles (...). No quiero tampoco ganar dinero con lo abyecto (...). Todos los asesinatos son
iguales, por eso no los fotografío. No puedo participar en ese comercio”. (Catálogo de la
exposición Voir, ne pas voir la guerre, 2001). Christine Spengler, que estuvo en Viet Nam a
partir de 1973 y luego en Camboya, El Salvador, Libia y el Irán, escribió por su parte:
“Rechazo el sensacionalismo, no fotografío nunca cadáveres ni cuerpos mutilados, una mujer
no lo hace”. (Catálogo de la exposición Voir, ne pas voir la guerre, 2001)
Sin embargo, es particularmente interesante, para un occidental, confrontarse a una sociedad
cuyas opciones en materia de difusión de imágenes de combate se inscriben a contrapelo de
esta autocontención reivindicada por los reporteros de guerra que se acaban de citar. En el
caso del Irán en guerra contra el Iraq entre 1980 y 1988 se asiste a una exposición
particularmente espectacular de los daños corporales sufridos por los combatientes iraníes,
daños corporales que se siguen exponiendo ampliamente todavía hoy gracias a las fotografías
de guerra de gran tamaño de los “museos de mártires”, y gracias también a las películas
filmadas en los campos de batalla y proyectadas a los visitantes, como se hace en el museo de
Khorramchahr. Las heridas, los desmembramientos y el derramamiento abundante de sangre
en particular se muestran con insistencia porque se considera que son el signo mismo de la
elección divina en el círculo de los jóvenes voluntarios de guerra (los Bassidji) que
constituyeron los combatientes más eficaces del ejército iraní a lo largo del conflicto contra
el Iraq. (Khosrokhavar, 1995 y 1997; Butel, 2001)
A la inversa, los tres extractos de reporteros de guerra occidentales que hemos citado,
particularmente reveladores, requieren dos comentarios. El primero se refiere a la dimensión
sexuada del rechazo de fotografiar la matanza (“una mujer no lo hace”), que parece remitir a
la “ideología de la sangre” tal como la analizan Françoise Héritier (1996, a, b) o Alain Testart
(1986) y que prohíbe a las mujeres, en todas las sociedades humanas, el empleo de armas y el
ataque a la barrera anatómica (la del animal perseguido en la caza y la de los seres humanos
en la guerra). De donde se deriva, por extensión, el sentimiento de prohibición que afecta a
la fotografía de ese mismo ataque que abre los cuerpos y hace correr la sangre. En cuanto a
la alusión que hace Marie-Laure de Decker a la desnudez, nos remite al problema de la
obscenidad de todo espectáculo de violencia extrema, y más exactamente a su etimología:
obscenus, en latín, significa “de mal agüero”.
¿No acusa radicalmente la revelación y el estudio de la violencia del combate –como de toda
violencia extrema más en general– al que la mira, como investigador, como espectador o
como lector? La violencia produce en efecto espanto, constituye una efracción. Y en primer
lugar, a nuestro juicio, porque al revelar nuestras estructuras psíquicas profundas trastorna
por completo nuestra visión de nosotros mismos. Pone de relieve, por ejemplo, los vínculos
muy estrechos que existen entre la caza y la guerra –con inclusión de los conflictos más
modernos en los que participan las sociedades occidentales– y, a consecuencia de esta
proximidad, destaca la capacidad humana de animalizar al enemigo en tiempo de guerra,
sobre todo en el momento del combate. Revela por último la enorme permeabilidad que
existe entre violencias extremas y prácticas de crueldad, cuando la violencia supera su propio
objeto para convertirse en fuente de placer para el verdugo (Nahoum Grappe, 1996)
Así pues, estaría quizá justificado plantear la cuestión de la legitimidad de nuestro objeto de
estudio en términos invertidos, no formulando la pregunta “¿en nombre de que se debe
estudiar la violencia extrema del combate?” sino más bien “¿por qué, en nombre de qué
negarse a estudiar esta dimensión específica de las violencias extremas?”. Porque en fin de
cuentas, hay que tomar conciencia de las consecuencias de ese rechazo que se concreta hoy
en una penuria historiográfica destinada a superarse sólo poco a poco.
Este negarse a ver conduce en primer lugar a impedir toda fenomenología de las prácticas
utilizadas en la violencia guerrera. Prohíbe utilizar ésta como un “lenguaje” capaz de
mostrar los sistemas de representación de los autores de la violencia. En otras palabras, la
revelación de las motivaciones profundas de los protagonistas, que un modernista como
Denis Crouzet ha llevado a cabo brillantemente en lo que respecta a las guerras de religión
del siglo XVI al analizar en sus menores detalles los gestos de violencia y de crueldad de los
protagonistas (Crouzet, 1990), suele estar prohibida en general en el caso de los conflictos
guerreros contemporáneos, en los que la violencia extrema ha adquirido precisamente nuevas
proporciones. En resumen, ¿se puede seguir optando por la opacidad mantenida, es decir,
por la ininteligibilidad?
A este primer inconveniente del negarse a ver se añade un segundo: nadie presta
generalmente atención al hecho de que las violencias contra las poblaciones desarmadas –las
poblaciones civiles indefensas, víctimas de los que poseen el monopolio de la fuerza gracias
a la tenencia de armas– no pueden comprenderse totalmente, en muchos casos, sin recurrir a
una contextualización más amplia que reserve un gran espacio a las violencias entre
combatientes. Y ello debido a la porosidad –también en este caso– entre violencia de
combate y violencia contra las poblaciones desarmadas. El combate moderno en particular,
al crear una situación de tensión extrema y prolongada para quienes participan en él, produce
una dinámica de violencia cuyas repercusiones pueden ser inmediatas en las poblaciones
civiles. La experiencia de invasión del verano de 1914 constituye, también a este respecto,
un ejemplo particularmente convincente: sin la agresión sensorial inaudita que representó
para los combatientes el descubrimiento del combate moderno, sin el espectáculo de la
muerte masiva de los primeros días de combate, sin la visión de los daños corporales atroces
sufridos por los camaradas de la unidad, no es posible imaginar la amplitud que adquirieron
las atrocidades cometidas por las tropas alemanas contra las poblaciones civiles de Bélgica y
del norte de Francia: separar los dos fenómenos, produce el efecto de que los dos sean
incomprensibles. La impermeabilidad entre poblaciones en armas y poblaciones desarmadas
sólo existe en los textos de los tratados de La Haya firmados en 1899 y 1907: la realidad
vivida en el campo de batalla es muy distinta. Al igual que los enemigos heridos/prisioneros
son objeto de violencias sistemáticas al comienzo de la Gran Guerra, las crueldades contra
ellos preparan evidentemente las que se practican paralelamente contra las poblaciones
civiles. Estas últimas, por lo demás, a semejanza de los soldados enemigos heridos y/o
hechos prisioneros, siguen siendo consideradas como potencialmente peligrosas: la
transmisión de las violencias es por tanto continua hasta la normalización relativa que aporta
la guerra de posiciones.
El caso de la matanza de My Laï el 16 de marzo de 1968 aporta a este respecto otro ejemplo
particularmente convincente: sin las pérdidas sufridas por la compañía Charlie a partir de
mediados de febrero de 1968 y sin las formas adoptadas por esas pérdidas, infligidas por un
enemigo invisible, no cabe concebir el impulso de venganza mezclado de terror que se
apoderó del grupo combatiente estadounidense, la sensación de vacío moral y de anomia que
se apoderó de él en los días anteriores al 16 de marzo y que causó finalmente la matanza, en
formas particularmente abominables, de 343 ancianos, mujeres y niños de la aldea. Como lo
expresó muy claramente uno de los protagonistas de la carnicería ante la televisión
estadounidense en noviembre de 1969: “Al parecer en ese momento tenía la impresión de
hacer lo que tenía que hacer porque había perdido a un estupendo compañero, Bobby Wilson,
y eso me pesaba sobre la conciencia. Por otro lado, después de haberlo hecho, me sentí bien;
es más tarde cuando me di cuenta”. (Bilton, Sim, 1992)
A la inversa, cabe sugerir que las prácticas de extrema violencia contra las poblaciones
civiles pueden preparar, recíprocamente, la extrema violencia de las prácticas entre
combatientes enemigos. La historia de la transmisión de violencias entre lo que pertenece al
“campo de batalla” y lo que, en teoría, no le pertenece, queda por hacer. Esto es tanto más
cierto cuanto que durante el siglo XX los fenómenos de los “francotiradores” y de los
“guerrilleros” contribuyeron a elevar los umbrales de violencia y a debilitar la distinción
entre los dos. Esta porosidad entre violencias del campo de batalla que oponen a
combatientes entre sí y violencias contra poblaciones desarmadas, que al parecer no han
dejado de aumentar en el siglo XX, esta transmisión a veces muy intensa entre las unas y las
otras, merece ser examinada si se quiere comprender no un aspecto determinado de las
violencias extremas del tiempo de guerra, sino éstas en su totalidad, es decir, en su lógica
profunda. ¿Limitarse a un tipo de violencia no es condenarse a no entender la violencia
misma?
Conclusión
Para concluir tratemos de insistir en la importancia del tema que se ha esbozado aquí. La
guerra, y en la guerra el combate, constituyen a escala de los individuos y de los grupos
humanos una experiencia de una intensidad sin par. La guerra y el combate tienen ese
extraño poder de convertirse, en el curso de una vida humana, en el “acontecimiento de la
vida” más importante, el elemento central de referencia en torno al cual se ordenan todas las
demás experiencias del sujeto. ¿No es el fenómeno traumático del campo de batalla la
ilustración límite del aspecto decisivo de esta experiencia de violencia para la vida psíquica
de todo individuo? Este es el momento por el que negarse a considerar lo que está en juego
en la violencia del combate conduce, a nuestro parecer, a negarse a captar el fenómeno
guerrero en su aspecto central. Quizá a negarse a captarlo a secas. Es una opción posible,
puede que hasta defendible. Pero es una opción que impone a las ciencias sociales una
amputación capital.
Traducido del francés
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La violencia integrista: violencia política y religión política en
los conflictos modernos
Bernd Weisbrod
Nota biográfica
Los trágicos acontecimientos del 11 de septiembre de 2001 han cambiado nuestro mundo de
diversas maneras. Han arrojado una nueva definición del alcance del terror, un fenómeno
típico en la Era de las Revoluciones, y han abierto la posibilidad de un "choque de culturas"
en la Era de la Globalización. Pero también han otorgado una nueva urgencia al significado
de la religión en la Era de la Secularización. Cuando Jürgen Habermas recibió el galardón
por la paz en Alemania en la Feria del libro de Frankfurt el año pasado, sostuvo -bajo el título
"Fe y conocimiento"- que lo que explotó el 11 de septiembre eran las "tensiones entre la
sociedad secular y la religión": "Si queremos evitar un choque de culturas deberíamos
recordar la ambivalencia dialéctica (die "unabgeschlossene Dialektik") de nuestra propia
forma occidental de secularización". En otras palabras, deberíamos entender las deficiencias
morales de la secularización que se deben al hecho de que algo se pierde al trasladar el
significado religioso al saber secular. En la necesaria transformación de "pecado" en "culpa",
sostenía Habermas, nos quedamos con una sensación de pérdida.1
Esto puede adoptarse como punto de partida para cuestionar nuestra comprensión de la
"religión política" en el moderno Estado nación y el papel de la violencia en esta
transformación histórica. El concepto de "religión política" es precisamente el tipo de
"traducción" de las sensibilidades religiosas a la práctica secular a la que aludía Habermas y
que ha encontrado reconocimiento en varias publicaciones recientes sobre la historia del
Tercer Reich (Burrin 1997, Hartwig 2001). Primero lo aplicó al régimen nazi el filósofo
católico Eric Voegelin en 1938 (Voegelin 1938) y ha desatado un encendido debate entre
filósofos políticos e historiadores acerca de su utilidad en el contexto del concepto de
"totalitarismo" (Maier 1995, Maier y Schäfer 1996, Maier 2000). Voegelin había lanzado el
grito de "secularización" y había encontrado en el programa y en las prácticas del nazismo un
sentido apocalíptico de la misión, en Hitler la resurrección de los dioses gobernantes egipcios
y la salvación sólo en el restablecimiento del orden católico y la jerarquía de la ecclesia a
través de las herramientas simbólicas de la cultura cristiana. Como ha señalado Philippe
Burrin, Voegelin no estaba solo en este diagnóstico, aunque quizá algo más en la terapia. La
fascinación oriental también asomaba en C.G. Jung, que en 1939 escribió algo que podría
parecernos paradójico hoy en día: "No sabemos si Hitler fundará un nuevo Islam. Ya ha
comenzado. Es como Mahoma. La emoción en Alemania es islámica, guerrera e islámica.
Están todos borrachos con un dios salvaje."2
El dios con el que estaban borrachos, al parecer, no era un credo particular, era el dios de la
violencia misma. Ésta es la pregunta que debe plantearse una vez más con especial urgencia
después de los acontecimientos del 11 de septiembre. Los historiadores que han intentado
establecer el supuesto carácter del nacionalsocialismo como "religión política" han buscado
elementos de pensamiento religioso en el lenguaje o en los rituales de la propaganda nazi,
como por ejemplo en la retórica ubicua del "lenguaje del sacrificio" (Stern, 1990). La religión
política estaba situada ya sea en la ideología o en el culto del movimiento, en su
autodesignación como heraldo de una utopía racial y en su siniestra comunión con los
muertos. Algunos estudios en la veta de la "teología política" de Eric Voegelin han intentado
dar un significado a la perspectiva mundial cuasi religiosa de algunos líderes -Rosenberg,
Goebbels y el propio Hitler-. Otros han interpretado el Holocausto en términos de una
metafísica de redención apocalíptica (Bärsch 1998, Ley 1993, Ley y Schoeps 1998). Han
descifrado sus obsesivas fantasías sobre los elementos de poder de la cristiandad parasitaria
que ya fueron enunciados en el siglo XIX mediante el lenguaje de la redención nacional y la
salvación personal, ya sea acuñado en términos de la "religión de los germanos" de Paul de
Lagarde, disfrazado como una nueva religiosidad pagana, o abiertamente confesado, como en
la moral de Nietzsche del "Ubermensch" [superhombre]. Estos elementos de religiosidad no
realizada seguramente contribuyeron al Weltanschauung confuso y supuestamente
"científico" de Hitler, especialmente a su sentido de la misión histórica, pero no parecen ser
de ayuda alguna para explicar qué sucedió, cómo y cuándo sucedió ni por qué su religión
Ersatz debería haber llevado a su pueblo hacia dónde lo llevó (Rissmann 2001). En su
aclamada "Nueva historia" del Tercer Reich, Michael Burleigh ha sostenido que la "política
de la fe" nazi sólo puede ser entendida estudiando los "motivos metafísicos tras el proyecto
nazi". Sin embargo, hay escasa "novedad" en su versión aparte del desprecio moral que se
adjudica a aquellos motivos y a los horribles actos que emanaron de ellos (Burleigh 2000a).3
En su editorial al nuevo periódico sobre "Religión Política y Movimientos Totalitarios",
incluso tiene la tendencia a insertar completamente el concepto de "religión política" en el
contexto más amplio de "totalitarismo" -eliminando del todo el componente de violencia de
la ecuación religiosa (Burleigh, 2000b).
Puede ser que en el auge de la historia social, el concepto de religiosidad moderna fuera
relegado por la evaluación crítica de la racionalidad weberiana, mientras que el
reencantamiento del mundo moderno mediante la construcción ritual y las prácticas
simbólicas sólo volvieron a introducirse con la nueva historia cultural en el último decenio.
Ésta también se ha introducido en el campo de la historia del nazismo, sus representaciones
simbólicas y prácticas culturales, si bien se ha explicado mejor la sacralización de la política
en el ritual y simbolismo fascista de la Italia de Mussolini (Reichel 1991, Mosse 1999,
Gentile 1990 y 1996). Pero, en general, hemos llegado a aceptar que había una experiencia
casi evangélica en el centro del mito de Hitler, no sólo modernas técnicas de propaganda, y
damos por sentado que el "culto de los muertos" adquirió un status de tótem (o kitsch) para
la sociedad nazi (Behrenbeck 1996, Baird 1990, Friedländer 1984). El Reichsparteitag en
Nuremberg sin duda exigía una imaginación casi religiosa con sus filas bien definidas de los
feligreses Unidos en la enumeración de los mártires y los rituales de vínculos de sangre. Los
seguidores esperaban la liberación de sus exaltadas expectativas con la aparición del Fuhrer
salvador, según aparece en el filme de Leni Riefenstahl, "Der Triumph des Willens" (Doosry
1997). También tenemos una imagen bastante clara de cómo el propio Hitler -con su
aprendizaje austríaco y la ayuda de Goebbels -se sintió atraído por la idea de su gran misión
como salvador-Führer que transformaba la profecía en historia. Como punto central de esta
construcción del mito se encontraba su propio Opfersyndrom desplegado en una estética de la
violencia. Él era el sumo sacerdote de las pompas fúnebres del régimen. Por lo tanto, la
semejanza religiosa del Volksgemeinschaft no era una simple secta de los pocos elegidos sino
una numerosa comunidad de creyentes unidos en el Volksgemeinschaft como una comunidad
de los sentidos (Kerschaw 1987 y 1998/2000).
Para hablar en términos de Durkheim, el ritual del discurso y la comunión pública pueden
verse como la liturgia de un sistema secular de creencias. Pero cuando se trata de "pasiones
religiosas", es un asunto muy distinto. Tenemos que preguntar hasta qué punto el poder de la
violencia misma explicaba la cualidad religiosa de lo que se llegó a considerar "religiones
políticas" modernas. En un nivel muy elemental, la violencia política extrema proporciona la
"intoxicación de lo absoluto" porque asegura la determinación física básica de "ellos" y
"nosotros".5 Por lo tanto, la violencia política era integrista en cuanto volvió esencial la
identidad nacional como parte integrante de la "nacionalización de las masas" del siglo XIX a
través del culto político de la guerra (Mosse 1991). Y era integrista en cuanto creó "una
forma macabra" de la "certeza absoluta" en el conflicto genocida del siglo XX, especialmente
bajo la forma de "limpieza étnica" mediante una extrema brutalidad física entre vecinos
(Appadurai 1998). Incluso dentro de la forma secular de la "religión civil", como en el
republicanismo de Francia o de Estados Unidos, aún existe aquella tradición "olvidada" de la
religiosidad violenta que fue "trasladada" a las revoluciones modernas y más tarde
integradas en rituales de obediencia civil. Este poder creativo de la violencia política era en
sí mismo el moderno hacedor de mitos, al parecer, primero al santificar el Estado nación
como una comunidad de los muertos, los vivos y los aún no nacidos. Las naciones se
gestaban en guerras revolucionarias, y éstas eran una prueba de su "destino manifiesto" y
proporcionaban el mito fundador así como la promesa de la inmortalidad nacional (Berghoff
1997). Pero en el siglo XX, fue el "mito de la violencia" como tal el que reemplazó a las
"pasiones religiosas" (Durkheim) en el centro de las "religiones políticas" modernas, como ha
demostrado tan acertadamente Georges Sorel en sus Réflexions sur la violence (1908). Sólo
la experiencia de la propia violencia, sostenía, recrearía el tipo de energías revolucionarias
que en la antigua cristiandad habían otorgado la fuerza para el sacrificio elemental y, en las
revoluciones calvinistas, la predisposición a la exaltación en la batalla. No había necesidad
de definir el fin, puesto que la violencia en sí misma "iluminaría" cualquiera fuera el
resultado de sus energías destructivas. Era esta nueva "moralidad de la violencia" en el
sentido soreliano, "la voluntad de liberación" a través de la violencia, lo que otorgaba a las
nuevas religiones políticas del siglo XX su status religioso.6
Cartel de la Oficina de Turismo alemán, diseñado para el público francés durante el periodo Nazi.
Museo de Historia contemporaneo / BDIC
En ese plano, las formas extremas de violencia desde el terror revolucionario al genocidio se
incluyen en el concepto de violencia integrista, puesto que no se trata de la violencia que hay
en la religión sino de la religión que hay en la violencia. Cuando analizamos la "ira" del
terror revolucionario, como por ejemplo en el caso de las Revoluciones francesa y rusa,
resulta claro, a partir de las pruebas proporcionadas por Arno J. Mayer, que en un plano muy
diferente del "culto" a la República o de la adoración de un ser superior, era la violencia
autopropulsada como tal que proporcionaba el autofortalecimiento para la trascendencia
(Mayer 2000). Ese tipo de violencia extrema en las revoluciones suele ser el resultado de un
peligro real o imaginario que destruye la razón política a favor del final violento de todas las
políticas: la epifanía de una nueva vida después de la muerte, una especie de Gottesbeweis
secular: "Las iras de la revolución están alimentadas fundamentalmente por la resistencia
inevitable y poco excepcional de las fuerzas y las ideas opuestas a ella, en el propio país y en
el extranjero. Esta polarización se vuelve especialmente feroz una vez que la revolución,
enfrentada a la resistencia, promete a la vez que amenaza una refundación radical tanto del
gobierno como de la sociedad". Las Iras que laten detrás de la razón instrumental, por tanto,
está "inspirada por el miedo, impulsada por la venganza e inspirada religiosamente".7
Lógicamente, no tienen un fin en este mundo, son el fin de la política, la epifanía última.
A partir de esta breve digresión debería quedar claro que en términos psicológicos, estéticos
y filosóficos, el carácter de epifanía de la violencia en la modernidad parece evidente. Esto
fue lo que sucedió especialmente en el contexto histórico de la Lebenphilosophie y el
futurismo, posiblemente las dos contribuciones intelectuales más importantes al fascismo
italiano, después del maridaje soreliano de sindicalismo revolucionario y nacionalismo
renacentista, tras la "victoria mutilada" de Italia (Sternhell 1994). Pero sólo cuando
combinamos estas interpretaciones con el argumento de más arriba sobre el nacimiento de la
"religión política" en la sacralización de la condición de nación, llegamos a comprender
plenamente la "violencia integrista" como un prerrequisito para el liderazgo carismático en el
siglo XX. En la sociología de la religión de Max Weber, hay algunos pasajes ilustrativos
disimulados en sus ideas sobre la guerra. La guerra, sostiene Weber, conduce a las
comunidades políticas modernas a una "unión mística", sólo conocida en el heroísmo de las
órdenes sagradas: "Die Gemeinschaft bis zum Tode", la "comunidad heroica hasta la muerte",
estipula la presencia de lo "extraordinario" como en el "carisma sagrado y la experiencia de
comunión con Dios", y otorga un significado sin parangón a la muerte violenta como
"víctima" y "sacrificio", ambos comprendidos en la palabra "Opfer" del alemán.9 Este tipo de
religiosidad no sólo versa sobre la retórica del protestantismo nacional en el esfuerzo de
guerra alemán ni sobre el culto francés de María Salvadora, ni sobre el lenguaje secularizado
de "supremo esfuerzo" en la propaganda de guerra, ni sobre los ritos cristianos de consuelo
después de la Gran Guerra (Krumeich 2000, Becker 1994, Winter 1995). Se trata del
autofortalecimiento para la "guerra santa" a través de la violencia. Por tanto, el carisma
moderno está vinculado con la totalización de la guerra y su prueba fundamental reside en la
apropiación violenta de la salvación mediante la violencia. El poder revolucionario del
carisma, según Max Weber, se basa en Offenbarungs- und Heroenglauben, en otras palabras,
en epifanías violentas, y funciona en las personas a través de una metanoia internalizada, una
autocomunión de arrepentimiento y expectativas de redención ("Heilserwartung").10
Los observadores en occidente, por razones obvias pero no muy convincentes, están más
dispuestos a conceder el rótulo de "extrema violencia" a países atrasados como Ruanda,
Camboya o incluso Kosovo. Según Appadurai, podemos ver en estos casos el cuerpo
mutilado, deshumanizado, desfigurado y eventualmente desechado "como un lugar de
violento cierre en situaciones de incertidumbre categorial".12 Para definir al "enemigo
interior", parece a los perpetradores un "asunto fuera de lugar", peligroso y sacrílego, como
en el argumento de Mary Douglas acerca de la "pureza y el peligro" (Douglas 1966). La caza
de ese enemigo está en todas partes estrechamente vinculada con el tema del engaño, la
traición, el secretismo y la "revelación" fundamental. Esto es lo que sucedió con los juicios
espectáculo del estalinismo y sus confesiones forzadas, al igual que con la obsesión nazi de
"conocer" al judío como impostor marcándoles el cuerpo a hombres y mujeres y hasta
exterminándolos materialmente. Tampoco los tutsi podían tener una prueba definitiva para
"conocer" a los hutu, excepto mutilando, matando, violando, e incluso a veces comiendo sus
cuerpos. Desde esta perspectiva, pareciera que el cuerpo judío fue transformado por la
violencia nazi, más allá de la lógica habitual de chivo expiatorio, en un perfecto lugar para la
exploración de la certeza fundamental. Como enemigo engañador dentro del cuerpo nacional,
sólo podía ser detectado con "certeza absoluta" mediante el uso de la violencia, y
precisamente por esa razón sólo mediante el uso de la violencia extrema.
Desde luego, otros factores en los genocidios coloniales aparecen en escena, la obsesión
clasificatoria de las potencias coloniales como en India, el nacionalismo de "larga distancia"
de la existencia de la diáspora, como en Indonesia, las tradiciones mágicas de los ritmos
corpóreos de paso como en África, etc. Pero la "superabundancia de ira" en esta "autopsia pre
mortem" en el etnocidio moderno nos recuerda que el papel fundamental de la violencia
política en la creación de la "religión política" moderna tiene que ver con la "certeza
categórica mediante la muerte y el descuartizamiento".13 Esta "epifanía" es el punto central
de la violencia integrista. Transforma a los vecinos y amigos en monstruos y sacrifica a la
humanidad al Dios de la Ira. Esta violencia extrema es la fuerza divina de las "religiones
políticas "modernas, es su "violencia fundadora" como en el ritual antiguo. Porque, como ha
observado René Girard: "la violencia es el corazón y el alma secreta de lo sagrado".14 Como
en la mitología antigua, no se trata de una vía de un solo sentido por la cual la violencia
"impura" se reemplaza y es purificada por el sacrificio simbólico para apaciguar el conflicto,
una función que en el Estado secular era asumida por el sistema judicial y el monopolio que
el Estado tiene de la fuerza. Por el contrario, la ruptura deliberada de la regla legal mediante
el ejercicio de la violencia no mitigada -como en una "crisis sacrificial" (René Girard)- parte
de la "eficacia trascendental de la violencia" en un esfuerzo para conferir un estatus sagrado a
la comunidad sacrificial y su identidad política. Este "deseo mimético" de más y más
violencia y, eventualmente, de la destrucción total del enemigo rival imaginado por el bien de
un orden nuevo no contaminado es la prueba fundamental de la "religión política" en los
conflictos modernos (Juergensmeyer 1992).
Traducido del inglés
Notas
1.Jürgen Habermas, Glaube und Wissen. Frankfurter Allgemeine Zeitung 15 oct. 2001.
2.Obras completas de C.G. Jung, vol.10: Civilization in Transition [La civilización en
transición], Princeton 1970, 281, citado en: Burrin 1997: 346 fn.32.
3.Burleigh 2000a: 11.
4. Voegelin 1994: 70:„Wenn ich von politischen Religionen sprach, folgte ich der Literatur,
die ideologische Bewegungen als eine Form von Religion interpretierte. Stellvertretend sei
Louis Rougiers erfolgreiche Studie "Les mystiques politiques" erwähnt. Die Interpretation ist
nicht völlig falsch, aber ich würde den Begriff Religionen nicht länger verwenden, weil er zu
unscharf ist und schon im Ansatz das eigentliche Problem der Erfahrung verzerrt, indem er
sie mit anderen Problemen der Dogmatik und Doktrin vermengt.“ Citado en: Bärsch 1998:
368.
5. Burrin 1997: 328.
6. Sorel 1990, citado de la carta introductoria a Daniel Halévy, 1908: 15.
7. Mayer 2000: XVI.
8. "El acto surrealista más sencillo consiste en bajar a la calle con el revolver en la mano y
disparar al azar, tanto como se pueda, contra la multitud". Citado en Taylor 1989: 587 fn. 45.
9. Weber 1988: 548f. (Traducción inglesa: Weber 1970: 335f.)
10. Citado de Wirtschaft und Gesellschaft, en Mommsen, W. 1974.
"Universalgeschichtliches und politisches Denken." Max Weber. Gesellschaft, Politik,
Geschichte. Frankfurt: Suhrkamp: 122.
11. Hayes 1960: 171.
12. Appadurai 1998: 234f.
13. Appadurai 1998: 238
14.Girard 1977: 31. "La violencia constituye el corazón verdadero y el alma secreta de lo
sagrado." Girard 1972: 52.
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La Violencia Extrema y la Comunidad de Intelectuales
Omer Bartov
Nota biográfica
Sus raíces en el discurso de los intelectuales enlazan los dos principales tipos de crímenes
contra la humanidad: los asociados con el imperio colonial, y los que proceden de la caída de
los imperios multiétnicos y la emergencia del moderno estado- nación.
El choque entre las culturas europeas y africanas tuvo un gran impacto en las ideas sobre la
raza, tanto entre los colonizadores como entre los colonizados, como se pone de manifiesto
claramente en, por ejemplo, "Exterminate All the Brutes” de Sven Lindqvist (1996). La
nueva fascinación europea con la raza tuvo un efecto devastador tanto en África como en
Europa (Mosse, 1985). Así, por ejemplo, en el genocidio alemán de los herero en África
suroccidental se unieron los debates entre los intelectuales y los científicos, los debates
políticos en el Reichstag alemán, y las acciones militares sobre el terreno, todos centrados en
los peligros de la contaminación racial. En un primer momento, los colonos tuvieron
contactos intensos con la población indígena, pero pronto las autoridades políticas, militares,
y científicas decidieron prohibir la mezcla de razas, a la vez que la necesidad de tierras de los
colonos blancos les llevó a apoyar la expulsión y finalmente el exterminio de los herero.
Incluso los representantes del Reichstag que criticaron la brutalidad de los militares
alemanes, reconocieron sin reservas que cualquier noción de Mischlinge (mestizaje) les
producía verdadera repugnancia (Smith 1998).
Considerando las brutales repercusiones del colonialismo, cabe recordar las horribles
predicciones de Frantz Fanon en The Wretched of the Earth (1961), según las cuales los
colonizados serían brutalmente tratados por las prácticas y técnicas de dominación de los
colonizadores. Como pudo verse en Ruanda, la rígida estratificación de la sociedad en tutsis
y hutus impuesta por los colonialistas alemanes y belgas y por los misioneros como forma de
gobierno y control, dio lugar a la interiorización de la noción de diferencia racial esencial,
que culminó en la limpieza étnica de 1959 y el genocidio de 1994. Científicos, antropólogos
y autoridades religiosas, todos, legitimaron estas ideas mientras la población indígena
empezó a considerar la diferencia racial como un reflejo de la realidad social y política. La
actuación europea poscolonial siguió explotando estas distinciones pseudocientíficas y
pseudohistóricas en un intento de perpetuar su influencia, a lo que Francia añadió su original
sello de fobia cultural y política, y, por temor a una invasión de tutsis anglohablantes, apoyó
a los genocidas francófonos hutus. Como defiende convincentemente Gérard Prunie en The
Rwanda Crisis (1997), el racismo europeo, surgido en la lingüística del siglo XVIII, volvió
así a desempeñar su función destructora a finales del siglo XX.
El genocidio de los armenios durante los últimos días del Imperio Otomano en la Primera
Guerra Mundial representa el segundo tipo de violencia extrema. Aquí la moderna idea
europea de un nacionalismo integral que trataba de crear una nación homogénea en su
territorio de siempre, se aplicó al programa político de los Jóvenes Turcos para lograr una
Anatolia turca liberándola de elementos étnicos y religiosos extraños. La urgencia de una
reforma para Turquía suplantando el antiguo orden de un imperio otomano islámico por un
moderno estado-nación transformó la tolerancia hacia las minorías étnicas y religiosas en una
política de limpieza étnica y genocidio. Los orígenes históricos de este genocidio se
remontan a la Guerra de los Balcanes de 1912-13 y a la creación de identidades étnicas y
nacionales en el proceso de liberación del poder otomano. Las matanzas de las poblaciones
de los Balcanes entre sí y por los otomanos, y las masacres de armenios llevadas a cabo por
el Sultán Abdul Hamit, fueron precursoras del genocidio armenio de 1915, que fue seguido
por los brutales choques entre turcos y griegos tras la Primera Guerra Mundial y el traslado
final de la población griego-turca de 1923 (en el que murieron cientos de miles de personas).
Estos acontecimientos constituyen el preludio de las campañas masivas de limpiezas étnicas
y genocidios de los decenios posteriores (Dadrian 1997).
En las vísperas de la invasión de Polonia, se dice que Hitler obligaba a sus generales a
comportarse despiadadamente haciéndoles notar: "¿Después de todo, quién habla hoy de la
destrucción de los armenios?" (Dadrian 1997: 403-409). Y, desde luego, como ejemplo de
que los vencedores rara vez tienen que someterse a la investigación moral y legal, estaba en
lo cierto. Pero en otro sentido, estaba equivocado, pues el genocidio de los armenios se
recordaba – no sólo por el propio Hitler – como una política efectiva que facilitó la creación
de un nuevo estado-nación. Los planes nazis de una enorme reestructuración demográfica de
la Europa del Este y Rusia Occidental, por su parte, pretendían crear el crucial Lebensraum
(espacio vital) de la raza aria en el que algunos grupos raciales serían exterminados, mientras
otros serían diezmados, despojados de sus elites políticas e intelectuales, y esclavizados. En
este sentido, el genocidio de los judíos y la limpieza étnica de los polacos y rusos
combinaban elementos del legado colonial y del otomano. Porque el ‘espacio vital’ al este de
Alemania, iba a ser una prolongación de su estado-nación racialmente homogéneo, el
Volksgemeinschaft nazi, del que serían depurados todos los indeseables desde el punto de
vista biológico (Aly 1999a).
Los intelectuales alemanes habían preparado cuidadosamente estas políticas durante varios
decenios (Burleigh 1988). Los llamados Ostforscher, expertos del Este que justificaron que
Alemania se apoderara de esas regiones por razones históricas, proporcionaron los planes
para su transformación, y a menudo participaron en la implantación de las políticas nazis. Del
mismo modo, los médicos alemanes aprobaron, planearon y ejecutaron la muerte de los
disminuidos mentales y físicos y posteriormente desempeñaron un papel primordial en el
genocidio de los judíos. Finalmente, la teoría científica sobre las razas, los estudiosos de la
historia, las consideraciones geopolíticas, las técnicas de esterilización y la química de los
gases venenosos, las innovaciones en arquitectura e ingeniería, junto con las modernas
prácticas burocráticas, se unieron para legitimar, organizar, y hacer funcionar las fábricas de
muerte más eficientes jamás creadas (Friedlander 1995).
Los regímenes comunistas criminales de países que van desde la Unión Soviética a China y
Camboya también gozaron del apoyo de los intelectuales, al menos durante una parte de su
existencia. Como las elites intelectuales nacionales que colaboraban con los regímenes
criminales fueron a menudo destruidas por los monstruos que ellas mismas habían creado, los
crueles líderes de los regímenes de terror de fuera de Europa se formaron en muchos casos en
instituciones europeas de educación superior, y todos disfrutaron con demasiada frecuencia
del apoyo a distancia de los académicos e intelectuales occidentales. Desde luego, sobre todo
en el caso de la URSS, el apoyo al estalinismo se convirtió en sinónimo de antifascismo. No
obstante, hay que preguntarse que hizo el mundo académico del siglo XX que contribuyó a la
emergencia de los líderes de Khmer Rouge de las universidades francesas; que hizo que los
intelectuales rusos se pasaran a las filas del NKVD; y que hizo que los estudiantes chinos
llevaran a cabo una “revolución cultural” que destruyó una gran parte del patrimonio cultural
y de la clase intelectual de China. ¿Podemos excusar como meras locuras de juventud
fenómenos como la adopción del maoísmo por los universitarios europeos durante una de las
etapas más criminales de la China comunista, o la defensa de Pol Pot en nombre del
antiamericanismo, o la relación amorosa de los mejores cerebros de Europa con la Rusia
estalinista? Resumiendo, es preciso recordar que los intelectuales han sido no pocas veces los
primeros en apoyar los crímenes de masas y la crueldad, y a menudo se han distinguido por
su extraordinaria ceguera política y falta de sensibilidad moral. Éste es en mi opinión, el tema
primordial que se debate en obras como The Passing of an Illusion (1999, original francés
publicado en 1995) de François Furet y Past Imperfect (1992) de Tony Judt.
El caso de Ruanda demuestra claramente que el rechazo a admitir las culpas pasadas puede
producir una mayor complicidad en el crimen. Para cualquier observador del genocidio es
sorprendente la escasa presión que las comunidades de científicos e intelectuales de Francia,
Estados Unidos o Alemania hicieron sobre sus gobiernos para que intervinieran y pusieran
fin al genocidio. Es evidente que una acción de este tipo habría sido posible, por supuesto
con la presión y el apoyo estadounidenses; que Francia estaba profundamente implicada y,
por lo tanto, moralmente obligada a actuar; y que Alemania podía haber demostrado que su
retórica sobre la prevención del genocidio era un tema político y no mera demagogia. En vez
de ello, los Estados Unidos hicieron todo lo posible para negar el genocidio; Francia se
involucró activamente en el apoyo a los genocidas; y Alemania permaneció en silencio. Por
supuesto, algunos intelectuales y académicos franceses sí protestaron contra el apoyo de
Francia a los culpables; pero esto no pareció tener ninguna influencia en las acciones
francesas, ni un efecto duradero en la política africana de Francia. Desde luego, el discurso
público de Francia parece estar mucho más interesado en la revelación y el rechazo de los
crímenes del comunismo y nazismo de hace cincuenta años que en el papel que ella misma
ha desempeñado en los crímenes de masas contemporáneos. Los intelectuales
estadounidenses, tan comprometidos en ese momento en la memoria del Holocausto,
ignoraron el genocidio que estaba teniendo lugar en las pantallas de sus televisores; los
académicos alemanes, que habían escarbado en los archivos del nazismo, permanecieron
paralizados políticamente ante un crimen de masas en tiempo real. El genocidio ruandés fue
extraordinariamente rápido: unas 800,000 personas en unas pocas semanas. Por otra parte, en
Bosnia, el mundo ‘civilizado’ empezó a protestar sólo tras años de masacres que costaron la
vida de un cuarto de millón de personas. David Rieff en su amarga denuncia de la política
occidental, Slaughterhouse (1995), demostró cómo Europa y los Estados Unidos fueron
espectadores pasivos mientras los medios de comunicación informaban diariamente de las
matanzas en masa. También en este caso, los estudiosos de las atrocidades pasadas se
mostraron notablemente incapaces de analizar las políticas y realidades contemporáneas y de
influir en sus gobiernos. Entretanto, como ha demostrado Michael Sells en The Bridge
Betrayed (1996), los teólogos e intelectuales serbios y croatas trabajaron con ahínco para
legitimar la limpieza étnica apelando a mitos históricos inventados y teorías raciales traídas
por los pelos (Sells 1996).
Desde luego, cabe esperar que las comunidades de intelectuales que propugnaron posturas
no-conformistas y la expresión individual de la propia opinión, y reaccionaron con sospechas
hacia la uniformidad y el consenso, adopten actitudes más críticas ante las formas extremas
de violencia organizada por el estado. Pero el conformismo no se limita a los sistemas
totalitarios. Los intelectuales suelen preferir adentrarse en investigaciones abstrusas,
llamando protesta a lo que el estado interpreta como aquiescencia.
Por ejemplo, el carácter autoritario del Imperio Alemán anterior a 1914 se reflejaba en
predilecciones por ese tipo de investigaciones por parte de su comunidad académica. El
estallido de la guerra produjo no sólo un resurgimiento patriótico, sino también un aumento
de la intolerancia hacia los ‘extranjeros’ nacionales y los disidentes. Pese a la República de
Weimar, los académicos alemanes permanecieron bajo el control de los conservadores
antirrepublicanos. Por otra parte, un judío converso como Victor Klemperer pudo finalmente
acceder a una cátedra, pero no sin encontrar resistencia. Paralelamente, los estudiantes
alemanes evolucionaron rápidamente hacia el extremismo político, el antisemitismo violento
y finalmente, el nazismo. Poco después de la “confiscación del poder” por Hitler, algunos
alemanes tan profundamente asimilados y patriotas como Klemperer – cuyo sorprendente
diario, I Will Bear Witness (1995), es un documento crucial sobre la traición de la clase
intelectual alemana- fueron destituidos. Ninguno de sus colegas protestó públicamente;
algunos expresaron su alegría. Pronto los académicos alemanes volvieron a su autoritarismo
y conformismo tradicionales, trabajando para el Führer y el Volksgemeinschaft y contra el
"judaísmo" (Judentum) y el bolchevismo. En cuanto a los que optaron por la emigración
interior, su oposición personal al régimen no encontró expresión pública y por lo tanto no
tuvo ningún efecto fuera de su propia conciencia individual (Herbert 1996: 29-130;
Weinreich 1999).
También en Japón, la crítica a las políticas imperiales fue un tema absolutamente tabú y el
legado de autoritarismo y conformismo persistió mucho tiempo después de la guerra,
impidiendo conocer los horrores perpetrados por el Ejército Imperial en Asia. Tanto en Japón
como en Alemania, fue necesario que hubiera algunos valientes no-conformistas, que llegara
la siguiente generación de intelectuales y que se produjera una presión exterior más fuerte
para reformar la comunidad académica y allanar el camino a una revisión del pasado
(Buruma 1995). Del mismo modo, la historiografía soviética moderna languideció durante
muchos años bajo los dictados del régimen y su ideología. Por el contrario, en Polonia, los
abundantes estudios históricos han venido reflejando su resistencia endémica al comunismo,
si bien su predilección nacionalista perpetuaba el prejuicio antisemita (Fitzpatrick 2000: 1-
14; Gross 2000). Pero incluso los sistemas políticos y académicos abiertos han sido víctimas
de prejuicios, autocensuras y silencio. Muchos intelectuales europeos tardaron mucho más de
lo que autorizaba la falta de pruebas en denunciar los crímenes de la Unión Soviética y en
analizar su propia complicidad en el encubrimiento de los horrores del estalinismo. Muchos
intelectuales estadounidenses no supieron enfrentarse al macartismo. Los intelectuales
franceses tuvieron que esperar a la obra del historiador Robert Paxton Vichy France (1972)
para asumir el colaboracionismo durante la ocupación alemana. Los intelectuales israelíes
que escribieron sobre la expulsión de los palestinos y las políticas expansionistas del Estado
de Israel, como Benny Morris e Ilan Pappé, sufrieron la marginación académica e
institucional. Es decir, no se necesitan presiones abiertas del estado ni cárceles secretas para
producir el tipo de autocensura patriótica que tan a menudo ha suprimido la opinión no
conformista.
El estudio de la violencia extrema ha estado muy influido por los individuos que fueron ellos
mismos sometidos a atrocidades o se consideran a sí mismos responsables de mantener viva
la memoria. Desde luego, el que los crímenes cometidos por el estado salgan a la luz depende
con frecuencia de la capacidad de los supervivientes de contar su experiencia. Así por
ejemplo, la historiografía sobre el genocidio de los judíos es mucho mayor que la de los
asesinatos en masa de los gitanos y de los retrasados mentales. Esto a su vez, también tiene
que ver con las políticas y los sentimientos hostiles a los gitanos que han perdurado en
muchos países europeos, o con las políticas de higiene social que persistían en algunos
estados bastante después de 1945. También hay que recordar que hasta el decenio de 1980, el
Holocausto no era un tema de estudio importante, bien porque los judíos temían exagerar su
condición de víctimas o porque las sociedades estaban demasiado preocupadas con su
situación para preocuparse por una minoría sobre la cual seguían pesando los prejuicios de
siempre (Wieviorka 1992; Novick 1999).
Las relaciones de los intelectuales a escala individual con los crímenes organizados por el
estado también se pueden ver en la escasez de investigación de los intelectuales turcos sobre
el genocidio armenio. Turquía no reconoce el genocidio y presiona a otros países,
instituciones e individuos que desean divulgarlo, investigar sobre él o conmemorarlo
(Hovannisian 1999). Ciertamente, la mayoría de las obras sobre la masacre son de autores
armenios. Por el contrario, en los casos de los genocidios ruandés y camboyano, casi todos
los estudios significativos han sido escritos por periodistas e intelectuales extranjeros, debido
en gran medida a las condiciones políticas de inestabilidad de estos países. Japón, igual que
Turquía, ha resistido a las presiones para asumir sus crímenes en Asia por dos razones: por
cultivar su imagen de víctima de la bomba atómica, y porque la República Popular de China
prefiere estar en buenas relaciones con el gigante económico que es su vecino del este (Fogel
2000). Pero en este caso, unos cuantos valientes escritores japoneses se dedicaron a descubrir
los horrores de la guerra del Japón, ayudados últimamente por la masiva divulgación pública
de estos crímenes llevada a cabo por Iris Chang en su obra The Rape of Nanking (1997). En
este contexto, cabe preguntarse si los intelectuales que fueron sometidos, o sometieron a
otros, a la violencia extrema entienden mejor el fenómeno o están demasiado condicionados
para ofrecer una información equilibrada y objetiva. Ian Kershaw, autor de la última
biografía de Hitler, afirmaba en una entrevista publicada en el popular semanario alemán Der
Spiegel que por no haber tenido nada que ver con el nazismo podía evaluar a Hitler y al
Tercer Reich con más imparcialidad (nº 34, 21 de agosto de 2000). Sin embargo, los
primeros y prominentes historiadores británicos del Tercer Reich, como John Wheeler-
Bennett, Hugh Trevor-Roper o Allan Bullock habían tenido de hecho una estrecha
coincidencia con el nazismo. Del mismo modo, el análisis más penetrante de la Francia de
entreguerras y de la debacle de 1940, Strange Defeat, fue escrito durante la Ocupación por el
historiador Marc Bloch, activo protagonista, poco antes de ser ejecutado por los alemanes.
Algunos de los primeros trabajos más importantes sobre los campos de concentración nazis
fueron escritos por antiguos prisioneros o por emigrantes recientes como Eugen Kogon y
Raul Hilberg, pese a las advertencias de que los temas como el Holocausto no ofrecían
buenas perspectivas profesionales, como cuenta éste último (Hilberg 1996: 65-66).
También puede ocurrir que se produzca una intensa involucración personal al cabo de cierta
distancia generacional. Daniel Jonah Goldhagen en Hitler’s Willing Executioners (1996) y
Norman Finkelstein en The Holocaust Industry (2000) se han sentido ultrajados moralmente
por ser hijos de supervivientes del Holocausto. Esta genealogía también expone sus
argumentos, ya sean anti-alemanes o anti-judíos, con mayor tolerancia y divulgación pública.
Ningún joven intelectual alemán afirmaría tranquilamente que todos los alemanes fueron
verdugos voluntarios, o relacionaría las reclamaciones de indemnización con una supuesta
conspiración judía para beneficiarse de una industria del Holocausto a escala mundial.
Ejemplos más alentadores de un compromiso de segunda generación son las narraciones de
Iris Chang y Honda Katsuichi sobre la masacre de los Nanjing. Chang, en su calidad de
china-americana, pretende reconstruir la atrocidad a la que su familia había sobrevivido a
duras penas. Su libro es, pues, una recuperación de identidad y una reconstrucción de un
lamentable episodio apenas conocido en Occidente. Su involucración personal, empatía, y
rabia, llegó a un gran público. The Rape of Nanjing puede no haber sido ‘el Holocausto
olvidado de la Segunda Guerra Mundial’, como reza el subtítulo de su libro, pero fue una
atrocidad masiva cuya memoria pública fue ampliamente destruida. Honda, que era un
adolescente durante la guerra, pasó decenios entrevistando a supervivientes chinos
completamente olvidados por su propio gobierno y por los japoneses. También para él, es un
acto personal de compromiso extraordinario: un hijo de la nación culpable grabando
meticulosamente el recuerdo de sus víctimas. Su libro, The Nanjing Massacre: A Japanese
Journalist Confronts Japan’s National Shame (1999, 1997 en japonés) es un ejercicio de
auto-incriminación, restitución, y recuperación, devolviendo a los supervivientes la historia
que les fue arrebatada junto con la vida de sus familiares. A diferencia de la mayoría de los
intelectuales alemanes que escriben sobre el Holocausto, Honda no reconstruye la historia
oficial de la atrocidad basándose en los documentos de los ejecutores, sino en la narración
que hacen las víctimas de su experiencia tal y como la recuerdan. En este sentido, su obra es
parecida a la extraordinaria película de Lanzmann, Shoah (1985).
A modo de conclusión, me gustaría hacer algunas observaciones sobre la repercusión que han
tenido los recientes ataques terroristas contra Estados Unidos en las relaciones entre la
violencia extrema y la comunidad de intelectuales. Como he venido afirmando, en el siglo
pasado, los intelectuales han apoyado con frecuencia la violencia de estado, y han tenido
dificultades en admitir retrospectivamente su complicidad. Importantes excepciones son la
amplia reacción pacifista a la Primera Guerra Mundial y la política de pacificación en Francia
e Inglaterra, la oposición a la guerra de Argelia y la oposición a la guerra de Vietnam.
Especialmente ésta última ha forjado la conciencia de toda una generación, sobre todo en
Estados Unidos, cuyos miembros ocupan en la actualidad puestos de poder e influencia. El
mayor conocimiento de la complicidad pasada también ha influido en las opiniones de la
gente sobre su función en la política contemporánea. Los ataques del 11 de septiembre
alteraron este reciente consenso. La reacción de una gran parte de la academia y la
intelectualidad estadounidense y, según parece, también de significantes sectores de sus
colegas europeos, ha sido una mezcla de horror y de gran urgencia por relacionar la masacre
con los crímenes pasados de Occidente, a fin de facilitar el mantenimiento del antiguo
consenso y oponerse a una violenta reacción del estado al terrorismo anónimo y escurridizo.
Lo que parece especialmente inquietante es que, aunque este ataque provenía de lo que por
todos los informes es una organización internacional débil y dispersa que no puede ser
fácilmente identificada con ningún estado, parece al mismo tiempo tener la voluntad y,
posiblemente, también los medios, de llevar a cabo acciones de destrucción de masas. Que
esta organización y sus simpatizantes empleen la retórica de la expiación por los crímenes de
Occidente, de sobra conocidos por los intelectuales occidentales, pero mezclada con
argumentos teológicos y apocalípticos que proceden de un universo intelectual
completamente distinto, agrava más la confusión. La oposición a la guerra y los sentimientos
de culpabilidad por las pasadas y presentes políticas capitalistas y poscoloniales en el Tercer
Mundo se han convertido ahora en el mantra de los académicos e intelectuales occidentales.
Ahora hay que afrontar la necesidad de, por una parte, emplear la guerra para combatir el
terrorismo y, por otra, efectuar cambios reales en las políticas de las que Occidente (y sus
académicos e intelectuales) se ha beneficiado durante más de un siglo. La violencia,
considerada intrínsecamente perversa por emplearse normalmente por los fuertes contra los
débiles y causar víctimas entre los inocentes en vez de hacerlo entre los culpables, viene
ahora de las regiones más pobres y desfavorecidas del mundo. Reaccionar de manera efectiva
requiere una revolución en la forma de considerar el uso de la fuerza y en la política
económica en el extranjero, además de los cambios interiores que ello acarree.
¿Podemos esperar que nuestra propia comunidad reaccione con prudencia y a la vez con
decisión? A juzgar por la reluctancia de los que se opusieron al bombardeo de Yugoslavia
durante la limpieza étnica de Kosovo a cargo de los serbios, a admitir incluso hoy que
estaban equivocados, que esta acción militar evitó un crimen de proporciones masivas y
produjo la caída de Slobodan Miloševiü, no estoy seguro de que la respuesta sea afirmativa.
Por otra parte, los acontecimientos de Yugoslavia no suponían una amenaza inmediata para
el resto del mundo, pero hubo crímenes contra la humanidad que todas las naciones están
legalmente obligadas a tratar de impedir. Pero aunque el bombardeo de las torres gemelas de
la ciudad de Nueva York fue también un crimen contra la humanidad, es difícil para nosotros
(y para casi todo el resto del mundo) considerar a Estados Unidos como víctima de la
violencia de masas en vez de como su ejecutor. El apoyo a la represalia llevada a cabo por un
superpoder ¿supone la complicidad final en crímenes de masas?
Dicho esto, admito estar asombrado ante la falta de resolución de los académicos e
intelectuales, su confusión de ideas y su desesperado deseo de volver atrás, a los modos
complacientes de conducta y pensamiento que fueron tan brutalmente destrozados el 11 de
Septiembre. Este es el resultado, tanto de la antigua incapacidad para reconocer en dónde
reside la responsabilidad moral en tiempo de crisis, como de un mal arreglo de cuentas con
ese pasado. En parte también, esta reacción denota una incapacidad para reconocer que la
acción de fuerza contra los criminales no contradice, sino que apoya, la rectificación de los
errores que están en las raíces del terrorismo. Es lamentable comprobar la falta de visión y la
pobreza de los análisis de aquéllos a quienes se paga por emplear su cerebro, y la debilidad
de los argumentos morales que aportan los que supuestamente tenían que ofrecer una guía
moral. Lo que tenemos que aprender de un siglo de complicidad en el mal por parte de los
intelectuales no es que tenemos que oponernos siempre a la violencia, sino que debemos ser
capaces de saber – mejor que otros – si es preciso emplear la fuerza y cuándo, contra los que
buscan nuestra destrucción, y a continuación tenemos que explicar con toda la elocuencia
posible, por qué es legítimo ese uso de la fuerza. Tenemos que distinguir entre el uso de la
violencia para acabar con los crímenes contra la humanidad y la violencia que intenta destruir
el concepto de humanidad compartida. Debemos insistir también en que el mundo que emerja
de esta confrontación sea un mundo en el que todos prefieran y puedan formar parte de la
humanidad en vez de quedarse fuera de ella. Porque los que queden fuera hoy serán los
terroristas suicidas del mañana.
Traducido del inglés
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El trabajo con objetos detestables: Algunas cuestiones
epistemológicas y morales en juego
Paul Zawadzki
Nota biográfica
¿Qué hacemos cuando nos ocupamos como “sabios” de objetos que no nos gustan y que
suscitan en nosotros la indignación, la repulsión, el miedo, el asco, en resumen de objetos
que consideramos detestables? ¿Por qué dedicar tanta energía a analizar objetos que nos
horrorizan? ¿Por qué dedicar tanto tiempo a leer folletos abominables escritos por personas
que detestamos, a escuchar relatos de barbarie, a examinar dinámicas de destrucción cuando
la historia ofrece tantas obras de cultura sobre las que, en cuanto universitarios, tenemos la
obligación de hablar si queremos que esta cultura siga viva?
Cuando nos dedicamos a la cultura del Renacimiento, aportamos una nueva interpretación de
Kant o llegamos a descifrar el universo simbólico de una aldea africana, el objteo posee
inmediatamente un valor, que el investigador y eventualmente la comunidad científica
consideran como universal. Este objeto depende de la cultura y el trabajo que se le consagra
contribuye a que el mundo sea más significativo, más interesante, en resumen más habitable.
Se aporta una significación más al mundo de las significaciones. Se le da a conocer con el
afán de compartir, de transmitir en el tiempo, de hacer perdurar algo estimable que tiene
sentido y valor. En cambio, cuando se trabaja con un objeto que no sólo no tiene ningún
valor para nosotros, sino que se sitúa del lado de la muerte, ya no se trabaja con el mismo
enfoque o con el mismo interés por el conocimiento. En el primer caso, se siente el anhelo
de dar vida a un objeto que tiene valor y de transmitirlo. En el segundo, de una manera más
o menos explícita, se piensa en el deber inexcusable de que “eso no se repita nunca”. Se
pedirá a los estudiantes que aprendan el desarrollo de una obra, no el de un pogromo.
Si el objeto no tiene valor, ¿por qué consagrarle tanto tiempo y tantas páginas? ¿No es
paradójico? Como universitarios, contribuimos a dar sentido al mundo. Cuando trabajamos
con cosas que no nos gustan, las transformamos necesariamente en objetos, las
documentamos. Contribuimos también, por consiguiente, a darles un poco más de vida en la
cultura histórica. ¿No es problemático que haya más personas que conozcan a Hitler y Stalin
que a Karl Jaspers y Ernst Cassirer por citar sólo a dos autores ilustres del siglo XX? Los
dos primeros ni siquiera necesitan un nombre de pila y han pasado a ser adjetivos. Nada hay
más inquietante en la herencia atormentada del siglo XX que los nombres de los tiranos no se
hayan borrado “para siempre jamas”. Al contrario. Como símbolo o caricatura, parecen muy
vivos en las conciencias de las sociedades europeas y a menudo mucho más presentes que los
grandes nombres de la cultura.
Eso es sin duda inevitable y necesario, en particular si se siente uno deudor con respecto a los
muertos. Como lo ha escrito Paul Ricoeur, “la historiografía está obligada a volver a su
relación de deuda con respecto a los hombres del pasado. En determinadas circunstancias,
sobre todo cuando el historiador se enfrenta con el horror, figura límite de la historia de las
víctimas, la relación de deuda se transforma en el deber de no olvidar” (Ricoeur 1996, 194).
Sin embargo, de manera igualmente inevitable las preguntas persisten. ¿Por qué parece hoy
el horror tan pertinente para nuestras conciencias históricas? ¿Cómo interpretar el hecho de
que se considera que no ha sucedido nada cuando el diario televisivo no anuncia ninguna
catástrofe? En cierto sentido, ¿la empatía o la compasión de los unos no sería tan enigmática
como la crueldad de los otros? ¿Nos ofrecería el infierno secular del siglo XX puntos de
referencia absolutos en el momento en el que las certidumbres del bien se borran? Mas, ¿en
qué podrían estas situaciones extremas aportarnos una brújula moral a nuestras existencias
apacibles? ¿Sólo habría memoria de la desgracia, de la que estarían desprovistos los pueblos
felices? ¿Nos daría el horror acceso a la idea de algo sublime o de algo sagrado negativo?
Sin evocar siquiera la atracción por el horror, que no es rara entre los intelectuales, una parte
de ambivalencia que los investigadores mantienen a veces con los objetos detestables entra
sin duda en juego aquí.
Por supuesto, si se trabaja con objetos detestables, no es a pesar de que no tienen valor, sino
precisamente porque son objetos de muerte y sólo existen, como objetos de estudio, porque
nos molestan moralmente. Han ocurrido de hecho pero no deberían haber ocurrido. En
consecuencia, se nos dan directamente a partir de un juicio moral. Se debe decir en este caso,
según la célebre distinción de Max Weber, a partir de una relación con los valores o a partir
de un juicio de un valor? Decir que existen como objetos de investigación porque son
detestables es reconocer que están constituidos por el gesto de indignación o el sobresalto
moral ante lo que parece desde ahora como inaceptable. El mejor ejemplo lo constituye el
antisemitismo, que se ha convertido en objeto de investigaciones universitarias a partir de la
experiencia del nacismo. Lo mismo cabe decir del racismo, del sexismo o más recientemente
de formas de violencia más insidiosas que reflejan cada vez la aparición de un problema
nuevo para las conciencias. Algunas cosas que antes parecían naturales se han
progresivamente desnaturalizado, cuestionado y problematizado, porque se enfrentan ahora a
nuestro sentido moral.
Como el objeto no tiene ningún valor a los ojos del que lo detesta, el objetivo de la
investigación está en otra parte. ¿Se puede evitar en este caso una definición del
conocimiento así producido que no tenga más sentido en fin de cuentas que ser práctico?
Salvo si la investigación se efectúa al más alto grado de universalidad (por ejemplo, las
invariantes antropológicas como el horror que nos revela una de sus dimensiones), la
investigación es en este caso un medio con miras a lograr otra cosa. Durante mucho tiempo
se rechazarían esos objetivos prácticos, políticos y morales, en los que se aúnan la deuda con
los muertos, la necesidad de designar, en particular lo que se rechazó u ocultó, de calmar
nuestras angustias, de hacer justicia a las víctimas, eventualmente ante los tribunales, de
sacar las lecciones de la historia o de deslegitimar a un régimen político, de contribuir a
acabar con el horror presente o futuro...
En todos estos casos la investigación se otorga la dilucidación como medio con respecto a
cierta práctica. Reaparece así la fe de Dukheim cuando en el prólogo de De la division du
travail social manifestaba su afán de mejorar la realidad, considerando “que nuestras
investigaciones no merecen una hora de esfuerzo si sólo fueran a tener un interés
especulativo”. Mas contrariamente al positivismo miope, que querría que “la estupidez en la
esfera moral sea la condición necesaria del análisis científico” (Strauss 1992, 24), la cuestión
del deber ser se plantea a la vez al principio y al final de la investigación. Los conocimientos
producidos se refieren a lo que ha sucedido pero no debería haber sucedido habida cuenta de
un mundo tal como debería ser en el futuro.
El imperativo de la singularidad
La intención explícita, ya sea cognoscitiva, política o moral, supone una etapa previa crucial:
ante todo, conocer (o reconocer) los hechos, relatar el acontecimiento, decir lo que ha
sucedido realmente. Algunos historiadores han concebido así su vocación. Pierre Vidal-
Naquet describe así la constitución del Comité Audin, al que dio nombre el joven matemático
de la Facultad de Ciencias de Argel desaparecido en junio de 1957. “Había que crear ese
comité precisamente porque estaba muerto, porque se trataba de un crimen sin cadáver.
Procuré combatir la guerra y la tortura en Argelia desempeñando mi oficio de historiador:
estudiando los documentos, dejando constancia de los hechos, señalando las contradicciones.
En el Affaire Audin, mi primer libro que se publicó en las Editions de Minuit en mayo de
1958, exigí que figurara un poco ridículamente mi título de catedrático de historia para
acentuar que se trataba de un trabajo profesional...” (Vidal-Naquet 1987, 110). Advirtamos
de paso que, incluso cuando se trabaja de manera microhistórica para fijar los hechos con
miras a facilitar el (re)conocimiento de las víctimas, se recupera una de las dimensiones del
futuro de que se trataba: esta es una manera más de esperar poner fin a la relación traumática
con el tiempo de los supervivientes y de abrir un nuevo porvenir.
Todo esto es trivial, pero si insistimos en el nivel de singularización del conocimiento, sólo
es para evocar la dificultad, moral y cognoscitiva, con que se tropieza cuando, para ganar en
profundidad, se pone empeño en movilizar perspectivas universalizadoras. Es posible, en
efecto, pretender que en los mecanismos que participan en la violencia extrema interviene lo
universal, lo universalmente humano. Que se trata, en resumidas cuentas, de la universalidad
humana de lo inhumano, sobre la que los filósofos clásicos nos habían ya dado bastante
información. Mas imaginemos la propuesta siguiente: en cada uno de nosotros habría un
racista que dormita. De ello se deduce el racionamiento siguiente: la actitud psicosocial que
sirve de base al racismo es el etnocentrismo, pero ahora bien, según Claude Lévi Strauss, el
etnocentrismo es universal. Como el racismo está fundado en el etnocentrismo y el
etnocentrismo es universal, todos y cada uno de nosotros seríamos potencialmente racistas.
La dificultad resulta evidente: no avanzaríamos mucho sin la necesaria conexión entre el
nivel de la universalidad (antropológica, psíquica...) y el de la singularidad histórica y
política en la que se potencializa lo que estaba latente.
Sin embargo, existe una dificultad simétrica. Imaginemos que se renuncia a subsumir los
fenómenos en lo universal, pero que en sentido inverso se da un carácter absoluto al
imperativo de la singularidad sin intentar nunca elevarse hacia lo universal por medio de la
reflexión. Si se concibe la historia como una pura singularidad y se impugna la existencia de
algo como lo transhistórico, será posible consagrarse al primer trabajo indispensable de
establecimiento de los hechos. Pero se llegará rápidamente a un callejón sin salida si a lo que
se aspiraba era a comprender para que esto no se reproduzca. Porque, si se deja de lado la
necesidad o el imperativo de la memoria, ¿para qué serviría el conocimiento histórico de una
experiencia de la desgracia concebida como pura singularidad y de la que tendríamos la
certidumbre de que no es reproducible?
El imperativo del “eso nunca jamás” estaría en este caso desprovisto de sentido, ya que decir
“esto nunca jamás” es servirse del temor de que “eso” recomience. Como en la eurística del
miedo, es suponer teóricamente que “eso” puede reproducirse. Dar un carácter absoluto a la
exigencia singularizadora del realismo histórico imposibilitaría extraer la mínima lección de
la historia.; sería incluso imposible determinar la validez ejemplar de un acontecimiento
(Revault d’Allones 1995, 17).
Al no poder desenvolver más este punto sin entrar en el espinoso debate sobre la legitimidad
de las comparaciones, nos limitaremos a sugerir que de una singularidad irreductible no se
está nunca obligado a sacar la consecuencia de una incomparabilidad absoluta (Bensussan,
1995). Pero ahora que hemos asentado el pie en el continente de las ciencias históricas,
tenemos que abordar cierto número de cuestiones relativas a la explicación histórica.
La explicación histórica
Si existe una controversia antigua y esencial en las ciencias humanas, desde J. G. Droysen y
W. Dilthey, es la que opone la explicación a la comprensión (Aron, 1989; Apel, 2000). A
riesgo de parecer escolástico, partamos de la distinción clásica entre el modelo de Hempel y
el modelo de Dray, que constituye la segunda etapa de la polémica. En el modelo de
Hempel, el de la explicación en el sentido propio del término, sólo hay una explicación
científica en la medida en que la conexión entre acontecimientos singulares puede deducirse
de una ley (que aspira a ser universal o secuencial), o de una proposición general. En este
modelo el conocimiento histórico no difiere por su naturaleza del conocimiento científico. Si
nos atenemos de manera rigurosa al plan deductivo de la explicación, para describir lo que
hace un protagonista histórico, se debe poder determinar las causas de su acción, siguiendo el
modelo de la proposición siguiente: cada vez que hay A se producirá B. Esas causas se
sitúan al exterior como en la explicación durkheimiana en la que el hecho social se impone al
individuo y le coacciona.
En el plano cognoscitivo, por mucho que se adicionen las causas, no se logra nunca suprimir
el paso al acto violento. Volveremos sobre ello. Ningún genocidio se deja subsumir en sus
causas. Desde esta perspectiva, Hannah Arendt estimaba que, en la esfera de las ciencias
históricas, la causalidad sólo es una categoría totalmente desplazada y fuente de distorsión.
No sólo la significación auténtica de todo acontecimiento supera siempre todas las “causas”
pasadas que se le pueden asignar (basta con pensar en la absurda disparidad entre “causa” y
“efecto” en un acontecimiento como la Primera Guerra Mundial), pero el propio pasado sólo
se produce con el acontecimiento en cuestión. [...] El acontecimiento aclara su propio
pasado, no se podría deducir de él” (Arendt 1990, 54-55). O como lo escribe a propósito del
antisemitismo, ¿cómo “deducir a partir de precedentes lo que no tiene precedentes”? (Arendt
1973, 16)
En el plano moral, si se considera que actúan inducidos por fuerzas que los controlan, los
individuos no son sujetos sino objetos. Si son objetos, no son responsables. A un individuo
determinado, heterónomo, más pasivo que activo, no se le podrá reprochar que haya
cometido lo que ha cometido. Dicho de otro modo, si los hechos subjetivos de los hombres
en su cultura se entienden como cosas o como hechos objetivos de la naturaleza, se pierde
interés por la estructura intencional de la acción. Uno se limita a poner de manifiesto la
existencia de lazos de necesidad que determinan los actos.
Maqueta para el escenario de la obra de Ernst Toller Die Wandlung (La transformación), creada en 1919.
Theatermuseum des Instituts für Theaterwissenschaft, Colonia / fotografía de Karl Arendt DR
Ahora bien, el acto moral presupone por el contrario la libertad. Esta antinomia de la
necesidad y la libertad, la conocemos corrientemente: una persona afectada por la locura no
es responsable de sus actos y si los crímenes pasionales son poco castigados es porque se
supone que sus autores no eran sujetos de sus actos, sino más bien objetos heterónomos de
sus pasiones. Su gesto se explica por el contexto, psíquico o social. Análogamente, para
utilizar un ejemplo de Isaiah Berlin, si se sabe que un robo fue cometido por un cleptómano,
se tendrá más interés en cuidarle que en entablar contra él un proceso (Berlín 1954). La
necesidad histórica puesta de manifiesto por la explicación causal anula, por consiguiente, la
posibilidad misma de pensar en la responsabilidad. Mas exactamente, se asume el riesgo de
una disolución del deber ser y de la responsabilidad en las causas, por lo menos
contradictoria con los objetivos de la investigación relativa a los objetos detestables.
Otro ejemplo nos lo aportan las tomas de posición, en el debate público, del historiador Ernst
Nolte, alumno y discípulo de Heidegger, que desencadenaron en Alemania la “controversia
de los historiadores” (Historiker Streit). A partir de su concepción inicial del fascismo como
antimarxismo (Nolte 1963), éste parece introducir un vínculo de causalidad entre los dos
totalitarismos, constituyendo el nacismo una respuesta al estalinismo: “¿El archipiélago de
Goulag” no es más original que Auschwitz? ¿El “asesinato por motivos de clase” perpetrado
por los bolcheviques no es el precedente lógico y fáctico del “asesinato por motivos de raza”
perpetrado por los nacis?” (Nolte 1986, 33). La argumentación de Nolte establece una
relación de causa a efecto en la que “el exterminio de los judíos perpetrado en el III Reich
fue una reacción, una copia deformada, y no un estreno o un original” (Nolte 1980, 21). Esta
relación de causa a efecto se eleva del nacismo al bolchevismo apuntando así a una lógica de
regresión causal al infinito. La responsabilidad política se disuelve de este modo en la
causalidad histórica de la larga cadena de los procedentes fácticos.
Se plantea una última cuestión relacionada esta vez con la filosofía de la historia. Nolte
insiste, en efecto, en la existencia de un “núcleo racional” del antisemitismo alemán (Nolte
1996, 75) sirviéndose de la polisemia del término: ¿se trata de una racionalidad weberiana
subjetiva que no es la de los agentes que la sociología comprensiva tiene por finalidad poner
de manifiesto? O bien, al plantear la identidad total de lo real y de lo racional, ¿se trata de
una razón hegeliana, la que guía a la historia de la humanidad y le confiere su inteligibilidad?
Si el antisemitismo naci era a la vez racional y necesario, al estar determinado por una causa,
sería un destino. ¿Cuáles serían las conclusiones lógicas de un estudio que interpretara el
antisemitismo del pasado como fatalidad o destino? Carecemos de espacio para llevar
adelante esta reflexión que vuelve a tropezar con el problema del historicismo y del
sociologismo: la historia se entiende aquí como un movimiento irresistible que se impone de
manera implacable a los individuos (Aron 1973, 229). Baste con recordar la reflexión sobre
la violencia de Eric Weil: “la teoría trágica de la historia - si es una teoría - desemboca en la
justificación de lo trágico en la historica” (Weil 1961, 249)
¿Entender?
Para evitar lo que Aron denominaba la ilusión retrospectiva de la fatalidad, es tentador fijar la
atención en el otro modelo, el de la comprensión. Como se sabe, la distinción entre explicar
y comprender fue establecida por J. G. Droysen y luego por W. Dilthey, y retomada después
de manera diferente por K. Jaspers, M. Weber, o más recientemente por W. Dray. Este
modelo ahonda el foso entre la explicación histórica y la explicación científica y nos
introduce en el universo de la explicación teleológica (por los fines). Según la explicación
comprensiva, un acontecimiento se explica cuando resulta inteligible por referencia a la
intencionalidad y al sentido contemplado por el agente.
Fundado en la distinción entre relación con los valores y juicios de valor, el modelo de la
comprensión permite recorrer cierto camino en la elucidación de los fenómenos históricos a
partir de la reconstrucción del universo simbólico de los agentes y de su racionalidad
subjetiva. Nos impulsa a profundizar nuestras capacidades de descentramiento al estilo de la
mirada alejada de la antropología. Esa es la manera de actuar de que se valía recientemente
Daniel J. Goldhagen, en su obra sobre Les bourreaux volontaires de Hitler. La invitación a
tomar a los verdugos en serio puede parecer evidentemente chocante de forma que, cuando
nos hacemos cargo de objetos detestables con los que mantenemos frecuentemente relaciones
fóbicas, tenemos tendencia a abandonarlos de inmediato. Los descalificamos antes de
calificarlos. Que tranquilizador sería pensar que los seres humanos de los que hablamos
estaban “locos”; que no sabían lo que hacían o que no lo hacían adrede, o más exactamente
que no tenían la intención, sino que su entorno político, social o psíquico los introdujo en
mecanismos opresivos más o menos funcionales.
¿Sería posible, no obstante, matar a millones de hombres, mujeres y niños sin tener la
intención? El modelo de la comprensión nos obliga a considerar, a título metodológico y en
un primer tiempo, que los asesinos no estaban locos. Esa es la verdadera tragedia. La mirada
antropológica se esfuerza por restituir la coherencia de un sistema moral, incluso cuando ese
sistema está profundamente en contra de la moral del antropólogo. Incluso cuando su
crueldad se opone profundamente a nuestro entendimiento, algunos acontecimientos pueden
resultar comprensibles en su encadenamiento. Planteando el objetivo, cabe recomponer
analíticamente la racionalidad instrumental, axiológicamente neutra, aplicada para
alcanzarlo.
Subrayemos que es precisamente cuando se trata de llenar este abismo cuando se corre el
riesgo político o moral de la justificación. Tanto más cuanto que la comprensión weberiana
de la acción descansa exclusivamente en el sentido asumido de manera reflexiva por el sujeto
consciente (Colliot-Thélène 2001, 168). ¿Cómo distinguir las razones de las
racionalizaciones, los pretextos y otras justificaciones? Por ejemplo, al hablar de un “núcleo
racional” del antisemitismo nazi, al invocar el miedo suscitado por el peligro del
bolchevismo, Nolte dio la impresión de tomar la racionalización del criminal por la
explicación del crimen (Manent 2001, 272). Se plantea de inmediato la cuestión en el terreno
de la violencia, cuando las racionalizaciones individuales tienden a confundirse en el plano
colectivo con la ideología (Habermas, 1973, 151).
Para terminar, tenemos que evocar una dificultad temible, a la vez moral y cognoscitiva, que
nunca se observa tan claramente como en el exterminio de los judíos. El ejercicio del
pensamiento ampliado que presupone la comprensión, implica la idea de un sentido común.
Entraña que se puede universalizar el juicio mediante la capacidad de pensar poniéndose en
lugar de cualquier otro con el que compartimos la misma humanidad. Ahora bien, cabe
decir a propósito de la Shoah que “la singularidad de lo que constituye la historia sólo se
puede remitir a la deserción radical de ese mismo sensus communis” (Revault d’Allones
2000, 198)
De ello resulta una situación muy paradójica. La ruptura de la comunidad antropológica que
actúa en la Shoah es a la vez lo que hace posible la violencia y su comprensión imposible. El
pensamiento ampliado es precisamente el de que los verdugos se suelen mostrar incapaces
puesto que toman a sus víctimas por cosas, o animales o demonios, en una palabra, por seres
infra o supra humanos. Al esforzarnos por restituir el universo simbólico de los verdugos,
acentuamos al contrario nuestro rechazo de recomenzar simbólicamente, en la investigación,
esa violencia deshumanizante. Cabe por ejemplo considerar que la presunción de
racionalidad subjetiva es también una presunción de humanidad (Pharo, 1997). O bien que el
hombre no puede ser un diablo y que incluso si a veces hace el papel de la bestia, no lo es.
Recuérdese, por ejemplo, el apoyo dado por K. Jaspers a H. Arendt cuando los ataques de
que fue objeto después de la publicación de su reportaje sobre la trivialidad del mal: “Eres
como Kant que dijo que el hombre no puede ser un diablo, y yo estoy contigo” (Jaspers 1995,
700). Pero precisamente el hecho de que el sentido común esté compartido nos induce a
concebir a cualquier otra persona como un semejante en cuanto hombre y no llegamos a
entender la deshumanización que implican los campos de exterminio. Esta deshumanización,
se comprueba, no se comprende.
Frente a la transición al acto, del asesinato de inocentes al genocidio, podría ser que la
voluntad de las ciencias sociales de comprender y explicar responda a una ambición
desmesurada, o incluso a una voluntad de dominio ingenuamente cientificista. Muestra quizá
nuestra incapacidad creciente de pensar la tragedia de la historia y de vivir con lo
inconsolable. Una vez realizada la narración de lo horrible, el reconocimiento de las víctimas
restituido por el relato, la memoria de los muertos respetada, es posible que la última palabra
corresponda a Primo Lévi: “Quizá lo sucedido no se pueda entender, e incluso no se deba
entender...”
Traducido del francés
Referencias
Béatrice Pouligny
Nota biográfica
La negación de la condición humana que entrañan los crímenes masivos es una negación del
vínculo que une a los seres humanos entre sí y una expulsión “fuera del mundo”2 que nos
afectan a todos en lo más hondo de nuestro ser. Para llegar a comprender por qué esos actos
nos afectan, es menester ante todo tratar de “comprender”, en la primera y más seria acepción
de esta palabra.
La polémica suscitada por el hecho de que Hannah Arendt haya utilizado el calificativo de
“banal” evoca, en muchos aspectos, las críticas de que puede ser objeto el investigador
cuando propone superar las dialécticas de lo “civil” y lo “militar”, de la “víctima” y del
“verdugo”, de la “resistencia” y la “colaboración”, etc. En realidad, tratar de “comprender”
en vez de “explicar” equivale a poner de relieve los límites de toda tentativa de elaboración
de teorías y categorías allí donde sólo suele haber respuestas parciales, ambiguas y
provisionales para procesos que, además, se han reconstituido a posteriori mediante el
análisis. El intento de “comprender” supone, ante todo, emanciparse de la visión global,
moralizante y binaria que parte del mero supuesto de la lucha del “Bien” contra el “Mal”. El
testimonio de los terapeutas que tratan a las víctimas de violencias extremas puede ayudarnos
a comprender el reto que representa semejante intento. En efecto, estos especialistas nos
dicen que, aun cuando la víctima no pueda llegar a reconocer la humanidad de quien le ha
causado inmensos sufrimientos, es necesario que el terapeuta se construya una imagen de la
humanidad del verdugo. Si no se consigue humanizar la imagen del verdugo, se deshumaniza
también a su víctima, evacuando así del intercambio humano el fragmento traumático de su
historia personal. Al hacer esto, se ahonda aún más la separación que el psiquismo introduce
ya de por sí solo en torno a la representación traumática3. Aunque es evidente que al
investigador esta problemática se le plantea en términos distintos porque su misión no es
terapéutica, no por ello deja de ser comparable. Allí donde la mente quiere tranquilizarse,
tratando de detectar sin descanso dónde están el “Bien” y el “Mal” respectivamente, el
investigador debe ser capaz de superar esta posición para examinar las situaciones en lo que
tienen de complejas, apartándose de los esquemas preestablecidos que, si bien pueden
confortar su “buena conciencia”, le ayudarán muy poco a hacer avanzar el conocimiento y la
reflexión. El investigador va a tratar de comprender una situación de violencia en la
articulación entre historias individuales y colectivas, es decir, en lo que esa situación tiene de
reveladora de la triple crisis del vínculo político (relación con el Estado), social (relación con
la comunidad y el entorno más inmediato, por ejemplo el barrio) y doméstico (relación entre
los miembros de la familia y las generaciones). En ese entrelazamiento de relaciones y
acciones va a tratar de comprender lo que ha ocurrido, más allá de lo a primera vista
irracional. Al hacer esto, va a intentar –al nivel que le corresponde– “ponerlo en palabras”, es
decir, va a construir un relato. Este proceso merece de por sí que se le preste una atención
específica.
Al que se ve confrontado directamente con este tipo de situaciones le resulta difícil aceptar
que el trabajo de reconstitución, al igual que el trabajo histórico, remita a un esfuerzo de
objetivación y no de objetividad, que es imposible. Por si no bastara el horror, el investigador
va a verse confrontado con memorias contradictorias y testimonios discrepantes o imposibles
de expresar, así como con la tarea de efectuar reconstituciones. En torno a la violencia se
construyen representaciones e imaginarios de signo contradictorio y se invocan distintos
mitos –comprendidos los más “delirantes”, en la acepción psicoanalítica de este término– que
interpretan diversamente el acontecimiento. Estas memorias se construyen en medio de la
maraña formada por las memorias individuales y las colectivas, que a su vez reinterpretan
memorias más pretéritas que pueden remontarse a tiempos históricos lejanos, como ocurre
en los Balcanes y en la región africana de los Grandes Lagos. En este contexto, las
celebraciones y conmemoraciones desempeñan un papel importante, y las construcciones de
relatos del pasado públicas o autorizadas pretenden dar significado a los recuerdos
individuales (Halbwachs, 1997). Otro tanto ocurre con los “lugares de significación
histórica” que se pueden hallar tanto en Rwanda y la región de los Grandes Lagos como en
Europa, e incluso en los Estados Unidos. Los relatos del exterior efectuados por miembros
originarios del grupo –sobre todo, los refugiados– se engarzan con los de los
“supervivientes” que se quedaron en el país o volvieron después del acontecimiento. Se
puede encontrar un ejemplo interesante de esas construcciones de relatos en los trabajos
efectuados por la antropóloga Liisa Malkki con los refugiados hutus (Malkki, 1995). El
psiquiatra y antropólogo Maurice Eisenbruch ha realizado otro trabajo de igual interés en
Camboya (Eisenbruch, 1994). Asimismo, merece la pena mencionar el estudio de Janine
Altunian sobre el caso de Armenia (Altunian, 2000). También forman parte de ese trabajo de
reinterpretación los relatos difundidos por los medios de comunicación nacionales e
internacionales, así como los remitidos por entidades o personas de la escena internacional
(organizaciones no gubernamentales, periodistas, representantes de instituciones
internacionales, etc.) que se hallaban presentes en los lugares de los hechos, y también los
que se reconstituyen en contextos judiciales, nacionales e internacionales, o incluso en
órganos como las Comisiones “Verdad y Reconciliación”, en la medida en que éstas ofrecen
una determinada representación de lo sucedido. Los trabajos de Mark Osiel han puesto de
manifiesto hasta qué punto estos organismos de índole judicial configuran la memoria
colectiva y han mostrado las numerosas contradicciones que surgen a lo largo de este proceso
(Osiel, 1997). Así, la reducción de la memoria de los acontecimientos a unos cuantos casos
“simbólicos” y a un relato que no se ha restituido ni a las víctimas ni a sus familias, puede
contrarrestar la realización de un verdadero “trabajo de memoria”.
Además, un obstáculo con el que tropiezan tanto los investigadores como los que realizan
una labor práctica sobre el terreno en situaciones conflictivas o postconflictivas es el de la
difícil obtención o la manipulación de la mayoría de las informaciones clave relativas al
conflicto. Por ejemplo, las estadísticas sobre la afluencia de refugiados son objeto de diversas
componendas y manipulaciones entre autoridades locales, partes beligerantes, organizaciones
humanitarias, gobiernos occidentales, etc. La propia forma en que se define y presenta el
conflicto en el plano internacional tiene que ver más con las batallas diplomáticas –por
ejemplo, las que tienen lugar durante los debates y en los pasillos del Consejo de Seguridad
de las Naciones Unidas– que con el conflicto en sí. En el escenario de los hechos, las
explicaciones y visiones del conflicto son, por regla general, tan numerosas como las
personas entrevistadas. ¿Cuál será la “correcta”? No creo que le corresponda al investigador
zanjar esta cuestión. Lo que debe hacer es considerar todas ellas como lo que efectivamente
son: modalidades de construcción de la realidad y no verdaderas realidades. En cambio, creo
que sí le incumbe la tarea de contribuir a que se comprenda cómo y hasta qué punto esos
discursos diferentes se articulan o no, y a que se entienda de qué manera configuran la
realidad, se recomponen, influyen en las conductas de los protagonistas o los condicionan,
etc.
Correr riesgos
Un esfuerzo de “subjetivación”
En el proceso de investigación intento situarme lo más cerca posible del punto de vista de los
protagonistas locales de los hechos. Debo lograr que el Otro deje de ser un mero “objeto” y
se convierta en el “sujeto” de mi investigación. Por experiencia he llegado a saber que
conseguir esto no es de por sí evidente.
La labor realizada por Jean Hathzfeld en Rwanda ofrece un hermoso y conmovedor ejemplo
de los resultados que puede dar un proyecto de escucha y reconstitución de relatos
(Hathzfeld, 2000). No obstante, no debe ocultar las múltiples dificultades de un proceso en el
que conviene mostrarse paciente y prudente a un tiempo: condiciones en que se recogen los
relatos, el contexto de la palabra y las lógicas que la han configurado, los instrumentos
alternativos que podrían utilizarse, etc. En la fase de realización de la encuesta y las
entrevistas, la función y condición de “extranjero” (en el sentido de persona exterior al
grupo) del investigador le colocan de entrada en una posición de poder. Además, puede poner
en peligro a sus interlocutores al “designarlos” por el mero hecho de que hayan respondido a
sus preguntas o le hayan ayudado en su encuesta, o simplemente porque haya pasado por su
barrio, haya hecho un alto en su hogar, etc. En muchas ocasiones he tenido la oportunidad de
comprobar hasta qué punto asumía también una responsabilidad personal a ese nivel.
En cualquier caso, la forma misma de entablar el diálogo y plantear las preguntas influirá
mucho en los relatos que se recojan. Algunos métodos participativos pueden revestir
importancia no tanto por la información que van a facilitar, sino por la relación de confianza
que van a permitir que se anude. Los que trabajan con niños en contextos de guerra
(comprendidos los niños soldados) saben que lo más importante puede ser más jugar
simplemente con ellos, por encima de los códigos sociales que rigen la relación con el adulto,
que además es un extranjero. En algunas encuestas anteriores, me entrevisté con algunas
personas dos o tres veces, e incluso más, antes de empezar a recoger los elementos
directamente pertinentes para mi investigación; además, nunca escatimé el tiempo pasado en
mercados y transportes públicos, en torno a una hoguera preparando la comida, en veladas...,
y ello simplemente para estar allí, presente, compartiendo los actos sencillos de la vida
cotidiana, esperando y escuchando... hasta los silencios. A este respecto, hay que señalar que
es sumamente delicada la cuestión del grado de consentimiento de las personas. En materia
de consentimiento, no sólo hay que explicar en términos comprensibles quién es el
investigador y cuáles son los objetivos de su investigación y las posibles utilizaciones de las
conclusiones de su trabajo, sino también se han de tener en cuenta otros detalles contextuales,
por ejemplo el acuerdo de las personas entrevistadas para que se las mencione o identifique
personalmente. El grado de transparencia por el que opte el investigador dependerá a la vez
del contexto, de las condiciones de seguridad en que intervenga y de la posición de la
persona que tenga enfrente. Me parece que cuanto más frágil sea la posición de la persona
interrogada, tanto más debe guiar al investigador la preocupación de actuar con transparencia
para compensar un mínimo la desigualdad existente en la base misma de la interacción. Lo
que importa sobre todo in fine es ser coherente con lo que se ha anunciado.
En la etapa del análisis, las dificultades no son menores. Plantean, en especial, el tema de la
condición de la palabra del Otro. Todos los que han realizado encuestas por medio de
entrevistas han experimentado los mismos escrúpulos, al debatirse entre el respeto a la
historia individual que se desvela –acrecentado por el hecho de que, en un contexto violento,
esa historia suele ser trágica– y el distanciamiento imprescindible que debe tener el
investigador que trata de esclarecer los hechos y comprenderlos hasta en lo “no dicho”, las
verdades a medias, las mentiras y las reinterpretaciones abusivas de que, con buena o mala
fe, puedan ser objeto por parte de los protagonistas. Evidentemente, la posición de éstos
difiere según que se trate de interpretar el presente o de reinterpretar el pasado en función de
las consecuencias que ha tenido, es decir, de “releer” su propia historia en cierto modo. A la
autorrepresión y a la deformación que se produce con el transcurrir del tiempo, puede venir a
añadirse la mentira consciente. El recurso a distintas técnicas de encuestas y a diversas
fuentes de información ayuda a comparar los datos, cotejarlos, verificarlos, etc. Además, con
frecuencia lo más importante no es saber si alguien ha mentido, sino tratar de comprender por
qué lo ha hecho. La posición del propio investigador varía en función del periodo en el que
efectúa sus observaciones. Casi por definición interviene a posteriori de los hechos. A este
respecto, Clifford Geertz nos recuerda sabiamente en sus memorias no sólo que los cambios
sociales no son como las manifestaciones que podemos tranquilamente ver pasar por la calle,
sino que además los investigadores llegamos siempre como la caballería norteamericana en
las películas: demasiado tarde y fatalmente después de los hechos (Geertz 1995). Además,
aunque estemos presentes en el lugar de los hechos, sólo veremos un mínimo aspecto de todo
lo ocurrido.
Por último, habida cuenta de que el análisis introduce categorías, conceptos y esquemas
interpretativos externos a la situación contemplada, no sólo va a configurar en esta ocasión el
relato del protagonista, sino también el del propio investigador. Roberto Beneduce, psiquiatra
y antropólogo acostumbrado a trabajar con refugiados y niños en situaciones de guerra,
estima que los problemas empiezan a surgir cuando se trata de categorizar y sistematizar lo
que se observa en el terreno o en los “pacientes”. De hecho, se tiende a establecer fronteras y
a petrificar una situación que es mucho más movediza y heterogénea en la realidad. El
psiquiatra –y podríamos decir lo mismo del investigador– tiende a tomar las anomalías y a
ponerlas en una carpeta aparte, cuando lo que debería hacer es emprender una
“(re)conceptualización” sobre la base de esas presuntas anomalías. Restituir a nuestro trabajo
de investigación sus componentes humanos, intersubjetivos, significa también saber dejar la
pluma en el tintero, sacar la cabeza de nuestro papeleo, apartar la mirada de la pantalla del
ordenador, volver al mundo de los vivos y preguntarnos: ¿Así es como suceden las cosas en
la “vida real”? ¿Así es como respiran, piensan, dialogan, aman, odian, se enfrentan y se
matan, a veces, nuestros semejantes?
Personalmente, la fase de análisis y redacción me resulta mucho más penosa que la del
trabajo sobre el terreno. En efecto, no es posible codearse permanentemente con las
ambivalencias que traspasan nuestra humanidad sin experimentar una especie de vértigo en
cuanto se trata de proponer una interpretación de las mismas, que a veces un ínfimo detalle
puede poner en tela de juicio. Siempre se corre el riesgo de subestimar o de cometer errores a
la hora de comprender lo que ocurre en otras dimensiones de la realidad que no se pueden
captar en el mismo momento. Este riesgo se debe asumir y no hay que pretender que nuestra
interpretación sea “mejor” que las demás o las invalide. Al contrario, hay que proponer una
posible complementariedad de las distintas interpretaciones y admitir la posibilidad de que
otros investigadores, basándose en el mismo material, puedan relatar la historia de manera
diferente. Asimismo, a los que nos leen y escuchan debemos darles un máximo de claves de
interpretación para que sepan “desde qué ángulo nos expresamos” y cómo hemos trabajado
sobre el tema, a fin de que puedan cuestionar nuestro discurso partiendo de esta base. Por
último, no sólo tenemos que aceptar que algunas vías exploradas no den todos los resultados
esperados, sino también que algunas preguntas queden sin respuesta... Este modo de proceder
exige dudar permanentemente y admitir no sólo los hallazgos que no son tales –y que son
mucho más frecuentes de lo que quisiéramos–, sino también los hallazgos inesperados que
todo lo trastocan y los hechos que, por resistirse al análisis, facilitan la evolución ulterior de
éste, llevándolo por derroteros que no habíamos previsto. A este respecto, Boris Cyrulnik
decía en una de sus obras que los callejones sin salida, los interrogantes y los “atrancos” son
también elementos de sustento del análisis, aunque sobre la marcha sea penoso vivir las
situaciones que crean. Personalmente, nunca dejo de dudar.
Notas
Nota biográfica
Este artículo ha sido escrito a dos voces, la de una psicóloga y la de una historiadora. Cuando
la historia colectiva se entrecruza de manera violenta con la historia particular de los
individuos, se impone una reflexión interdisciplinaria. Ésta se revela como un
enriquecimiento indiscutible en el estudio de la cuestión del daño que un ser humano puede
deliberadamente infligir a otro.
Para esto, nos proponemos responder a algunas de las preguntas que plantea un tipo de
violencia extrema, a saber, la tortura. ¿Cuáles son sus objetivos? ¿Qué subyace a los métodos
y cuáles son los mecanismos, más allá de las pruebas conocidas? ¿Quiénes son los
torturadores y cómo se forman? ¿Cómo se escapa de la tortura, tanto del punto de vista del
verdugo como del de la víctima?
Contrariamente a lo que dicen los tópicos, el objetivo real de la tortura no es hacer hablar,
sino hacer callar. Lo demuestran numerosos argumentos: elaboración de "confesiones" por
adelantado por parte de los sistemas de tortura, informaciones falsas previstas por los
opositores en caso de ser detenidos, confusión extrema engendrada por la tortura que vuelve
poco fiables las informaciones.
Cualquiera sea el contexto o la cultura, las palabras de las víctimas de la tortura son
sorprendentemente las mismas." No puedo hablar de ello... Tengo miedo... Es demasiado
duro... Tengo vergüenza... No lo podéis comprender", dicen generalmente las personas que
han sufrido la tortura. "Si hablas, volveremos", dicen los verdugos a sus víctimas. Cualquiera
sea el contexto, o la cultura, las palabras de los ex combatientes y de quienes han participado
en acciones de violencia política son idénticas: "No puedo hablar de ello... Tengo
vergüenza... Hay que conocer el contexto para comprender..." La tortura hace callar a los
verdugos y a las víctimas en un mismo silencio.
A través de una persona especifica que se torture, se pretende atentar contra su grupo de
pertenencia. El principal objetivo de los sistemas de tortura consiste en producir una
deculturación (Sironi, 1999, 2001). Deculturación, puesto que a través de la persona en
concreto que se tortura, es a su grupo de pertenencia al que se tiene como objetivo:
pertenencia profesional, religiosa, étnica, política, sexual,... Se atenta contra la parte colectiva
del individuo, aquella que lo relaciona con un grupo designado como blanco por el agresor.
Cuando el proceso ha alcanzado su objetivo, el individuo torturado se convierte siempre en
un sujeto aislado, en un sujeto que se aparta del seno de su grupo de pertenencia. A través de
las técnicas de deculturación empleadas contra algunas personas que luego son
deliberadamente puestas en libertad, se fabrica el miedo colectivo y el terror contra toda una
población.
Esta dimensión colectiva de la tortura nos parece absolutamente esencial. Por una parte,
permite entender la especificidad de dicha violencia y, por otra, permite apartarse
definitivamente de los eufemismos que circulan sobre la tortura (Branche, 2001).
El principal eufemismo de este tipo (sumamente difundido) es aquel que establece una
especie de clasificación de las torturas en función de su aparente objetivo. Se distingue
especialmente una "tortura para la información", que sería una tortura aplicada con el fin de
obtener informaciones. Esta distinción entre una "tortura para la información" y otras torturas
ha sido validada por la mayoría de los protagonistas de la guerra de Argelia, por ejemplo. Los
protagonistas de la violencia creen sinceramente haber practicado una violencia menor por el
simple hecho de que podían invocar la búsqueda de información como fin aparente de su
violencia.
Ya se trate de diez años, de cuarenta años o de sólo unos meses después de los hechos, la
tortura sigue estando siempre presente en la mente de quienes la han vivido. ¿Por qué? Los
contenidos psíquicos vinculados al traumatismo engendrado por la tortura conservan una
condición de objeto fijo, enquistado en el pensamiento de los pacientes. Estos objetos inertes,
no vivos, mecánicos, no pueden mezclarse con los otros contenidos del pensamiento. ¡Y
tienen sus razones! Se trata ni más ni menos de "fragmentos de negatividad" puros (Nathan,
1994) que han sido introducidos" en el paciente. ¿Cómo? Para responder a esta pregunta, es
necesario, por una parte, analizar los métodos de tortura y, por otra, centrar nuestra atención
sobre los verdugos y su "formación".
Los métodos de tortura utilizados por los sistemas de tortura adhieren sin fisuras a la
intencionalidad perversa de los sistemas de tortura. Cualquiera sea el país, los métodos
utilizados son prácticamente los mismos. Se pueden clasificar de la siguiente manera:
Podemos provocar una fractura, incluso una destrucción psíquica, de un modo casi
experimental. Torturar significa actuar contra el pensamiento de la persona que se tortura
dejando en ella marcas corporales y psíquicas.
Diseño de Willette para la tapa de la revista francesa L’Assiette au beurre, diciembre de 1902.
Museo de Historia Contemporánea / DIC
Analicemos el primer mecanismo, la inversión. Conseguir que todos los límites sean
permeables es una intención recogida en las prácticas de los torturadores. El torturador dará a
las sustancias corporales internas un status de extra-corporeidad y a las sustancias externas
un status de intra-corporeidad. Las sustancias que normalmente se encuentran afuera son
introducidas o reintroducidas a la fuerza en el cuerpo. Es el caso de la ingestión forzada de
líquidos y materias que normalmente se encuentran en el interior del organismo (vómitos,
orina, materias fecales). Las descargas eléctricas y las quemaduras de cigarrillos tienen una
función similar. Las zonas de intercambio entre lo interior y lo exterior son "trabajadas",
agredidas.
El tercer mecanismo inducido por la tortura tiene que ver con la transgresión de los tabúes
culturales. Con el fin de separar lo singular de lo colectivo en cada uno de nosotros y
provocar el aislamiento de un individuo en el seno de una comunidad, el sistema de la tortura
recurrirá a la transgresión de los tabúes culturales. Aquí, es muy importante entender el
contexto. A menudo se utilizan deliberadamente procedimientos que tienen una significación
cultural específica para la persona torturada. Por ejemplo, en el Tibet, los monjes budistas
vegetarianos detenidos en los campos por los chinos, son destinados a labores de cocina y
obligados a cocinar y consumir carne. Otro ejemplo: colgar un peso del pene de un hombre
occidental es una tortura. Pero aquello no lo es en un sentido absoluto, per se. En un contexto
muy diferente, en India, por ejemplo, los sadu se cuelgan unos pesos del pene como ejercicio
de superación de sí mismo. Todo ataque contra elementos culturalmente codificados produce
ya sea deculturación o, al contrario, una rígida barrera de los grupos culturales en torno a
elementos sumamente significativos para ellos. Las raíces del fanatismo se originan en este
tipo de contexto concebido con antelación y deliberadamente por los estrategas de la
desestabilización psicológica.
El cuarto mecanismo tiene que ver con la redundancia. La correspondencia exacta, término
por término, entre marca física e impronta mental, también es utilizada por estos sistemas
para provocar una fractura psíquica. El acto y la verbalización de la intención que subyace al
acto son, en este caso, concomitantes y redundantes. Es necesario volver a encontrar, con los
pacientes, las palabras que los torturadores han pronunciado durante la tortura. A menudo
sucede que los torturadores dicen "jamás volverás a ser un hombre" o cosas similares durante
las torturas y agresiones sexuales. Se trata de verdaderas órdenes, palabras activas. "Si
hablas, volveremos a por ti"; "No eres más que una mierda, un don nadie"; "Te desmoronarás
desde el interior"; "Tenemos los medios para destruirte"... Estas palabras siguen vigentes
durante años después de la tortura. Por eso las órdenes de los torturadores deben ser objeto de
una minuciosa investigación a lo largo de la psicoterapia.
En el caso de la guerra que enfrentó a las fuerzas de seguridad francesas con el anhelo de
independencia de Argelia entre 1954 y 1962, el contexto histórico aporta algunas respuestas.
Para empezar, la tortura fue, indiscutiblemente, el fruto de una larga historia colonial
(Branche, 2001). Está vinculada con la construcción de una visión jerarquizada de la
humanidad. Esta construcción se manifiesta especialmente en el derecho colonial: a pesar del
mensaje civilizador fundado en la dimensión universal del mensaje de la Revolución
Francesa, que llevó consigo a la colonización francesa en el siglo XIX, el imperio colonial
francés se fundaba en numerosas distinciones entre los individuos y las comunidades, cuya
articulación con un sistema de valores, decidido por los franceses, provocó, al mismo tiempo
que la acompañaba y alimentaba, una visión del mundo donde no todos tenían los mismos
derechos. Encontramos una manifestación de esta construcción racista del mundo en ciertos
escritos que versaban sobre la relación de los diferentes pueblos con el dolor, por ejemplo
(gradación del Amarillo al Negro... y de lo mental a lo físico).
En el seno de este mundo imaginario, los argelinos tenían un lugar específico. En su caso,
también se agregaba un imaginario nutrido de violencia. A menudo representados armados
de un cuchillo, los argelinos eran la amenaza, el peligro súbito. Esta imagen fue ampliamente
divulgada durante la guerra gracias a la publicidad mediática que se dio de la violencia del
FLN o de los nacionalistas argelinos en sus luchas internas, tanto en Francia como en
Argelia. Los degüellos y las emasculaciones permitieron insistir sobre la "barbarie" y la
"crueldad" de los adversarios de Francia.
He aquí otro ejemplo del peso de las ideologías como correlato de las prácticas de la tortura.
Roberto Garretón, abogado chileno y defensor de los derechos humanos, declaró en una
ocasión: "La libertad está cada días más mermada en Chile, mientras que, paradójicamente,
los militares matan mucho menos que antes. Actualmente, las personas se han convertido en
sus propios verdugos. Cada periodista debe llevar a cabo su propia autocensura. Hay muy
pocas denuncias puesto que el miedo ya está interiorizado. Asistimos a un verdadero
desdoblamiento de la identidad de un pueblo. No sabemos más qué es Chile. El efecto de la
dictadura nos hace decir: Chile es eso, y aquello no tiene nada más que ver conmigo."1
Después de la guerra, las cosas son diferentes. Desde luego, el grupo puede continuar vivo en
la mente, y se puede echar tierra sobre aquello que fue silenciado durante la guerra y sobre lo
que se hizo. Pero la ruptura es posible. Puede significar un paso hacia la vida civil que marca
el retorno a otra humanidad. Hablar permite romper con el efecto de la tortura en los
soldados pero también es para ellos un riesgo: el riesgo de exponerse al juicio de los demás,
cuando no al de la justicia.
Los testimonios de los ex combatientes pueden contribuir a arrojar luz sobre cómo una
persona se convierte en torturador. Un torturador no nace sino que se hace. Esta afirmación
no pretende ser una justificación, es más bien el resultado de un trabajo de investigación
sobre la formación de los torturadores (Sironi, 1999). Se han reseñado diferentes métodos, de
los cuales presentaremos tres: la aplicación de técnicas traumáticas al "postulante"; la
influencia destructiva y asesina de un contexto de deculturación violenta; la formación por la
acción (en el caso de las situaciones de guerra).
En este caso, se trata de la formación en la acción y mediante la acción . Esta formación está
determinada por la situación de combate. Se trata de una formación en tiempos de guerra,
durante los conflictos. Pensemos en el ejemplo de los veteranos del Ejército Rojo a los que
siguió Françoise Sironi en Perm, en los Urales. Tres horas antes de aterrizar en Kabul, se
enteraban de que habían sido enviados a la guerra de Afganistán. La lógica de la guerra es:
"O yo te mato o tú me matas". Esta lógica se ve reiterada permanentemente en el combate.
Esta formación también está determinada por una formación a la inacción, en tiempos de paz
o entre los combates. Durante la guerra de Afganistán, las unidades de reconocimiento
estaban compuestas por reclutas que habían hecho la primera parte de su servicio como
guardias de fronteras a lo largo de la frontera chino soviética. La inacción es central en su
modo de vida y el estrés ocasionado por la función de centinela queda mitigado. La
formación mediante la acción/inacción es también un modelo de alternancia presente en la
Legión Extranjera. Los legionarios siempre deben estar en acción. Poco importa qué hacen,
aunque no tengan nada que hacer, pero tienen que estar en acción. Y sin embargo, se podría
creer, paradójicamente, que a lo largo de la jornada en sus cuarteles no sucede nada. Esta
creación de la tensión permanente mediante la inacción (aparente, pero eficaz), fortalece su
potencial guerrero.
La tortura sigue torturando durante mucho tiempo a quienes la han sufrido puesto que se trata
de un traumatismo infligido deliberadamente por un ser humano a otro. No podemos tratar a
una víctima de la tortura eficazmente si no pensamos, con el paciente, en la intención de los
agresores, si no buscamos, con el paciente, la intención destructora contenida en los métodos
de tortura. Lo más importante, en la psicoterapia de las víctimas, no consiste tanto en trabajar
con las emociones. El punto central consiste en conseguir que funcione el pensamiento que
desfalleció bajo la tortura, debido a la relación de sumisión total, al dolor y a la presencia de
la muerte.
La tortura es una situación de violencia extrema. Las víctimas de la tortura han tenido acceso
a realidades habitualmente ocultas, al lado oscuro de la humanidad. Sin embargo, ¡se puede
decir lo mismo de los torturadores! La tortura es un intento deliberado de destrucción y de
deshumanización. Está en manos de individuos que se encuentran en un estado de absoluta
falta de empatía con sus víctimas. Esta falta de empatía ha sido inducida deliberadamente,
fabricada, modelada por los sistemas de tortura y por los que detentan el poder. La posición
del investigador y del clínico que trabajan en "el lado oscuro" de lo humano es una posición
comprometida: analizar, intentar comprender, tratar a las víctimas y a los protagonistas de la
violencia política no es una práctica neutra, ni para una psicóloga ni para una historiadora. La
investigación y la divulgación de los resultados en este campo son indispensables. Estas
actividades tienen una función política, en el sentido de que arrojan luz para intentar
"deshacer": desmontar, desvelar y exponer a la luz del día los mecanismos históricos,
políticos y psicológicos de la tortura.
Notas
1
Emisión de "Passerelle", del 26 de marzo, 1988, en France-Culture.
2
Documento filmado: Le fils de ton voisin [El hijo de tu vecino]. Disponible en el centro de
documentación de vídeos de Amnesty International. Los jóvenes reclutas pertenecían al
centro de formación del ESA, que los preparaba para ingresar en el KESA, unidad especial
del ejército griego.
Référencias
Véronique Nahoum-Grappe
Nota biográfica
En 1992, todavía era difícil entender por qué esas matanzas, torturas, violaciones,
deportaciones y campos de concentración, se multiplicaban en ese país europeo, el más rico y
abierto de los antiguos países del Este pertenecientes al bloque comunista. El artículo de Roy
Gutman aparecido en el New’s Week del 2 de agosto de 1992, y traducido al francés al año
siguiente, (GUTMAN R. 1993, 1999) en el que se denunciaban estas prácticas, pareció
entonces increíble.
Una gran desconfianza rodeó estas informaciones hasta su confirmación progresiva. Desde
entonces, el programa de la crueldad política contemporánea nos ha colmado de relatos
terribles, horrores de todo tipo en contextos heterogéneos, que hacen que un historiador de la
antigua Grecia pueda escribir en 1999 : «sin ninguna duda, nuestro siglo es el más cruel de
todos los que ha conocido la civilización» (BERNAND A. 1999, 15).
Ahora, casi diez años después de nuestras primeras observaciones2, podemos entender mejor
lo que tratábamos de designar con el término « violencia extrema ». Se trata de una categoría
de crímenes, no solamente o especialmente graves, sino también diferentes, en cuanto a su
sentido sobre el terreno, de las demás prácticas de violencia: la crueldad aquí parece formar
parte del programa que se designará más adelante con el término «purificación étnica» o
«limpieza», «ethnic cleansing» (el verbo yugoslavo «Ciscenije» significa «limpiar»).
Nuestra intención no es tratar estos crímenes desde un punto de vista histórico, ni tampoco
desde el punto de vista de una sociología política tomando como base una genealogía de
textos. Este trabajo pretende más bien estudiar la distancia entre la violencia y la crueldad
desde el punto de vista de la etnología, disciplina que se centra en la descripción del sentido
de las acciones reales, siempre inscritas en una escena física material ordinaria. Pero la
descripción de las prácticas reales que testimonian las víctimas plantea toda una serie de
problemas muy específicos, metodológicos y deontológicos, que no podemos tratar en este
artículo. En esta fase de nuestro estudio, nos ha parecido que los grandes textos literarios
podían leerse antropológicamente y que, muy a menudo, su contenido trágico se basa en esta
distancia, que tratamos de estudiar aquí, entre la violencia y la crueldad.
Vamos a plantear ahora la cuestión de la diferencia entre dos gestos violentos, o entre dos
sentidos posibles de un mismo gesto de violencia, desde el punto de vista de sus
descripciones concretas, etnográficas, tomadas en su situación y en su contexto, y no en
función de su sentido histórico a posteriori. La irrupción de la violencia, en una esquina de
una calle, en una pantalla o en una página, con todo el ruido y la furia, y a veces al son de
espantosas risas de un horror ritualizado, impresiona siempre por su coeficiente de ruptura y
de sacudida, de sorpresa total. La distancia entre las teorías de la violencia histórica y el
propio acontecimiento violento es impresionante, como entre la palabra «ruido» y el efecto
del trueno.
Esta diferencia de enfoque entre el sentido histórico de una escena, y su desarrollo físico
puede encontrarse en una misma experiencia: por ejemplo en 1789, el propio Chateaubriand,
con veinte años, se encuentra con la Revolución Francesa en la plaza de la Bastilla. Veamos
una primera forma de enfoque, productora de un primer relato, redactado, como sabemos,
unos años antes de la publicación en 1849:
« El 14 de julio, toma de la Bastilla. Asistía como espectador a este asalto contra algunos
inválidos y un tímido gobernador: si se hubieran tenido las puertas cerradas, el pueblo nunca
hubiera entrado en la fortaleza. Vi tirar dos o tres cañonazos, no por los inválidos, sino por
los guardias franceses, que ya habían subido a las torres. A De Launay, sacado de su
escondite tras haber sufrido mil ultrajes, le matan a golpes en las escaleras del Hôtel de Ville;
Flesselles, el preboste de los comerciantes, tiene la cabeza destrozada de un tiro (…). Todo
este suceso, por desgraciado u odioso que sea en sí mismo, cuando las circunstancias son
graves y hacen época, no debe ser tratado a la ligera: lo que había que ver en la toma de la
Bastilla (lo que no se vio entonces) era, no el acto violento de la emancipación de un pueblo,
sino la emancipación misma, resultado de este acto.» CHATEAUBRIAND A. (1849) 1973,
I, 217).
«Unos días después, Chateaubriand está en la ventana de un hotel parisino: «Oímos gritar
‘¡cierren las puertas! ¡cierren las puertas!’. Un grupo de andrajosos llega por un extremo de
la calle. En medio de este grupo se elevaban dos estandartes que no veíamos bien desde lejos.
Cuando avanzaron, distinguimos dos cabezas desgreñadas y desfiguradas, que los
antecesores de Marat llevaban cada una en la punta de una pica: eran las cabezas de los
señores Foulon y Berthier. Todo el mundo se apartó de las ventanas: yo me quedé. Los
asesinos se pararon delante de mí, me tendieron las picas cantando, dando brincos, saltando
para acercar a mi cara las pálidas efigies. En una de estas cabezas, un ojo se había salido de
las órbitas y caía sobre la cara oscura del muerto: la pica atravesaba la boca abierta cuyos
dientes mordían el hierro: «¡bandidos!» les grité… » (CHATEAUBRIAND, 1973, 1, 219).
La trampa del narcisismo retrospectivo (nuestro autor fue el único que les gritó «bandidos»
jugándose la vida sin duda, etc.) es bastante banal para poder ser desbaratada. Para nuestra
intención – comparar dos recuerdos y tomar los marcos descriptivos respectivos – basta con
el texto; que los historiadores se encarguen de comprobar las fuentes.
“Sistema de vigilancia. Camino del matadero, con hilos eléctricos a ambos lados, como en una plaza de
toros”. Esta fue la leyenda de los alumnos del Colegio Jean-Zay, en Brignais, Rhône, Francia, para una
foto tomada durante una visita escolar a Auschwitz-Birkenau.
La diferencia de consideración entre los dos relatos se encuentra en los manuales de historia
que dan una consideración de acontecimiento crucial y significativo a la toma de la Bastilla
en la que «la poca» sangre derramada se une «al mucho» sentido producido. Por el contrario,
pasan de puntillas, y sobre todo sin hacer ningún planteamiento histórico, por las masacres de
septiembre de 1792, a las que se refiere como «meses trágicos» sin decir más, aunque fueron
particularmente abominables en lo que se refiere a crueldades insensatas (CHARPENTIER
J., LEBRUN F. 1987, 246).
Los revolucionarios de 1789 que blandían en sus picas las cabezas del controlador general de
finanzas (Foulon) y de su yerno, podían considerar este suplicio y estos crímenes como
misión sagrada y vengadora: al tomar al yerno por blanco, la lógica punitiva se extiende a los
miembros de la familia a veces no implicados. Lo que le ocurrió al hijo de Luis XVI, muerto
en condiciones de verdaderos malos tratos, hoy sería considerado como un crimen cruel, no
político. De manera general, incluso a los ojos de los actores, la violencia política pierde en
precisión y en rigor lo que gana en extensión y en crueldad: cuando los cuerpos martirizados
son considerados como culpables sólo por «contaminación» a causa de los vínculos de
parentesco o de proximidad social con el verdadero enemigo político. Pero cuando la
culpabilidad del enemigo se considera colectiva y se transmite por contagio a los parientes, lo
que se percibe desde fuera o más tarde como crueldad arbitraria se plantea por los actores
como justa violencia. Aquí se ve que la cuestión de la crueldad en el ámbito político está en
relación con la construcción cultural del cuerpo del enemigo, más o menos colectivo. En el
recuerdo de Chateaubriand, el espectáculo, a través de una ventana, de la máscara del horror,
aniquila el sentido histórico del contexto.
La atrocidad no deja sitio a la menor comprensión, cuando se considera excesiva e insensata,
bárbara, «un festín de caníbales» – para eso es mejor irse a vivir con los verdaderos indios–,
lo que hará el joven Chateaubriand también por otros motivos.
Es evidente que para un historiador o un sociólogo del pensamiento político, este recuerdo
del autor no bastaría para explicar su «reacción» política; todo lo más puede ser una
justificación retrospectiva. Pero lo que nos interesa aquí, son las diferentes maneras de
interpretar la irrupción de la violencia colectiva en la calle, ya sea dándole un sentido que
sobrepase su propio marco material transformado en emblema, incluso en icono (la
guillotina), o describiendo una imagen cruel cuyo sentido está como aniquilado por el horror
encarnado y expresado por/en el cuerpo humano. Basta con suprimir de la narración la
secuencia descriptiva del cuerpo martirizado para quitar al relato de violencia su efecto de
crueldad. Esta descripción, por su exceso abominable, insensato, pone en peligro el deseo de
comprensión. Por esta misma razón, el relato de crueldad se puede usar como efecto de
quiasmo en el pensamiento cuando se trata de construir un enemigo «al que odiar». La misma
exageración propia del relato de crueldad, será entonces el argumento de lo falso y
constituirá la principal atracción. Lo que es imposible de «ver frente a frente» en el
testimonio de un crimen atroz, es la estética de la crueldad misma que será el punto de
seducción y de arranque de la mentira política. El relato de las crueldades atribuidas al
enemigo es así la guinda de todas las propagandas de guerra, independientemente de las
verdaderas atrocidades. Ya sea inventado o verídico el relato de crueldad, el núcleo, el lugar
de transgresión insoportable que impide toda posibilidad de banalización es el cuerpo. El
cuerpo humano constituye ese espacio sagrado que invade el crimen de crueldad: no sólo es
destructible y mortal, sino que es también un objeto privilegiado del crimen de profanación.
La materia de lo sagrado
El concepto de «violencia» es teórico, pero la escena de las violencias reales está fuera del
alcance de esta producción teórica, su «bloque de abismos », según el bello título del trabajo
de Annie Lebrun sobre Sade, produce un vértigo que desestabiliza toda postura.
Cuando se emplean los términos «excesos», «atropellos», «errores» para referirse a algunos
episodios de gran violencia producida por la política, la descripción está pillada en la doble
obligación de tener que despojarse de aquello que está obligada a mencionar. Los «excesos»,
denotan una exageración que no añade nada, al contrario. Los «atropellos» son «abusos»
menores, que se desbordan del cuerpo en el ardor del suceso– en los que la cuestión del
sentido está ya limpia por esa decisión de apelación. Y los «errores» son un desafortunado
paso en falso en el camino matemático de la verdad, que siempre se pueden corregir con una
goma de borrar. En la realidad del régimen estaliniano por ejemplo, esos «errores» se cifran
en millones de muertes irremediables.
« Al salir de Compiègne, se nos había hacinado de cien en cien en cada vagón (…) Cuanto
más nos alejábamos de Compiègne, más aumentaban el calor y la falta de aire. Todo el
mundo quería estar de pie y, buscando el aire fresco, trataba de acercarse a los tragaluces
pese a las guirnaldas de excrementos que guarnecían los alambres colocados en las aberturas
(pues era necesario vaciar de vez en cuando el único barril que subvenía a nuestras
necesidades). Estos adornos nauseabundos frenaban mis intentos de deambular entre los
cuerpos apretados y terminé por no seguir buscando el aire por ese lado. ¿Tendría el
presentimiento de entrar en el reino de la mierda? En todo caso este primer signo se confirmó
ampliamente a lo largo de mi estancia en Alemania: primero en Buchenwald, en las letrinas
rudimentarias del campo en el que vi por primera vez el espectáculo espantoso de las filas de
personas defecando que padecían prolapso rectal; en el « cheise-kommando », donde asistía
incrédulo al celo del SS que vigilaba, sin repugnancia aparente, a los prisioneros que
chapoteaban en ríos de mierda, en otro kommando en el que otro fue obligado a comerse sus
excrementos porque no había pedido al SS el permiso de apartarse para hacer sus
necesidades; después en Langeinstein, cuando una mañana, corriendo a la llamada, varios
compañeros habían estado a punto de ahogarse en las letrinas recubiertas de una capa de
tierra demasiado fina. Mierda omnipresente, rúbrica inolvidable para nosotros los franceses,
de los que el régimen nacionalsocialista se burlaba por su pretendida suciedad. » (PETIT G.
2001, 27-28).
¿Cómo integrar este olor espantoso en la tesis retórica sobre el genocidio? Sin embargo, la
repugnancia que invade al lector ante la idea de una «guirnalda de mierda» ofrece una
información precisa sobre lo que es el crimen de profanación unido a la manera en la que se
tratan los cuerpos a los que se decide masacrar en masa. La escena real del testimonio
referente a la cotidianeidad de la puesta en marcha del crimen contra la humanidad – el
genocidio – es siempre desagradable, indecente, llena de olores y horrores de lo que sólo el
relato narrativo da cuenta. Esta descripción va en el sentido del trabajo de Olivier Razac
sobre la historia política del alambre de espino, (RAZAC O. 2000) instrumento y signo
emblemático del totalitarismo del siglo XX. El alambre de espino «con guirnaldas de
mierda» que impide el paso al tragaluz del vagón precintado no se puede representar ni
siquiera en un teatro de máxima vanguardia. Sin embargo, esta imagen insoportable define la
inscripción del totalitarismo en lo real, en su producción de fealdad social y de sufrimiento
estético en el sentido literal del término, aprehendido por todos los sentidos. El crimen contra
la humanidad, visto desde la perspectiva de la primera escena real, empieza siempre con una
primera agresión al decoro, al contexto, que, al afectar a la dignidad de la presencia física,
produce un efecto de deshonra. Antes del horror mismo, habrá un aura del horror, su paisaje
de alambres, su «olor a mierda»…
La violación de una tumba y la de una mujer son por tanto crímenes homólogos en el plano
antropológico pues pretenden alcanzar un mismo blanco en pleno corazón de este espacio de
lo sagrado personal. El niño o el anciano que podían escapar al crimen de violencia
instrumental (la que persigue una meta exterior a ella), no escapan al crimen de profanación
ya que son los dos, en su mismo cuerpo, portadores emblemáticos de una transmisión: uno,
como promesa de futuro, el otro como prueba de un arraigamiento en el pasado, espacio que
se trata de «limpiar» también, erradicando la vieja cepa, la yema nueva y el germen en el
vientre materno… La materia de lo sagrado, es así el mismo cuerpo, físico y por lo tanto
personal, de «carne y hueso», por lo tanto todo entero, nacido y vivo, con su nombre y su
sombra en la tierra.
La descripción que hace Chateaubriand de las cabezas en las picas produce un efecto de
revulsión porque se trata de la cara humana desfigurada en su materialidad orgánica. No
solamente hay un crimen, sino también un envilecimiento. Esta involucración del cuerpo
humano físico es la marca distintiva de lo que aquí llamamos crimen de deshonra.
Lo que resulta de los análisis teóricos cuando se trata de dar un sentido al crimen, cuando
están relacionados con la vida política colectiva, es precisamente este aspecto de deshonra, es
decir, de tomar en cuenta al cuerpo humano, no solamente en la descripción sino también en
el análisis de los hechos. Ahora bien, al escuchar los testimonios de las víctimas de crímenes
contra la humanidad, se impone la distinción entre lo que denota el uso de la violencia y lo
que denota el uso político de la crueldad, llamado aquí crimen de deshonra. La definición del
crimen de profanación está así unida a la cuestión de la definición de los espacios y objetos
sagrados para la víctima: el criminal tiene que tener acceso a este espacio precioso del
enemigo para «llegar» mejor, alcanzar en él, en el fondo de sus ojos, ese lugar íntimo de lo
que a él más le importa. La crueldad produce este coeficiente de dolor añadido cuando se
alcanza a lo que es sagrado para él, y que permite hacerle daño con precisión. La violencia
busca una meta exterior a ella, la crueldad busca el sufrimiento de la víctima, y para lograrlo
con virtuosidad, emplea el crimen de profanación contra ella.
Las diferencias teóricas, jurídicas y filosóficas entre, por una parte, la voluntad de exterminio
total de una comunidad (cuyo suelo hay que dejar libre) y por otra, la purificación étnica
productora de crímenes de profanación (y en el que no parece necesario matar a todos) son
evidentes. Pero la mirada antropológica ofrece otra posibilidad de considerar esta diferencia:
la «limpieza» escoge signos y blancos para masacrar, saquear y profanar, tales que no parece
útil al verdugo matar sistemáticamente a todos y cada uno de los miembros de una
comunidad determinada en todo el planeta. Deshacer un nacimiento colectivo es un proyecto
que puede tentar a un «nazi» imaginario que programa el exterminio total de un ser colectivo,
(e incluye también en ello, llevados a su colmo, los crímenes de profanación para
despersonalizar a la víctima), o bien a la imaginación del «purificador étnico» que ahorra
muertos reales gracias a la eficacia del crimen de profanación que, alcanzando al cuerpo real
de uno, destruye el espacio moral de todos y constituye así una tentativa de matar la
identidad comunitaria. Desde el punto de vista práctico, la limpieza por la deshonra, que
pretende, no solamente una victoria sobre el terreno, sino un aniquilamiento de la identidad
histórica y colectiva del otro a sus propios ojos, es el genocidio del pobre, si vale la
expresión, al alcance de todo país pequeño que no puede ambicionar la conquista y la
limpieza absoluta de todo el planeta. Desde el punto de vista de la víctima a la que poco
importan las tipologías, el crimen de profanación afecta a su persona, a su definición de ser
humano, y le hace lamentar haber nacido.
Notas
1.Esta encuesta etnológica sobre el tema « Alcohol y guerra », (IREB, Institut de Recherche
et d’Études sur les Boissons, y EHESS, École des Hautes Études en Sciences Sociales) se
realizó de 1992 a 1995 en Bosnia y Croacia, a razón de cuatro viajes al año de un mes
aproximadamente. El artículo en el que se empleó la noción de « violencia extrema »
apareció en Le Monde, el 13 de enero de 1993.
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