Está en la página 1de 17

BEKEI, M “Trastornos psicosomáticos en la niñez y la adolescencia”

4ª edición (revisada) Junio 1992

CAPITULO 7

Trastornos psicotóxicos

De acuerdo con Spitz denominamos enfermedades psicotóxicas a los síndromes resultantes de la


deformación de la relación objetal durante el primer año de vida del niño. La denominación se basa en
el postulado de que es el comportamiento patológico de la madre el que deforma su relación con el hijo
y actúa en forma de toxina psiquica, proporcionando al niño estímulos impropios. Esta desviación de la
conducta materna que obra de manera tóxica es siempre una forma de rechazo del niño. Spitz describe
diferentes conductas maternas que encubren el rechazo subyacente y clasifica los trastornos del niño
según su respuesta a la actitud manifiesta de la madre. Establece una relación lineal entre el
comportamiento materno y la reacción del niño, que variaría según sus condiciones biológicas innatas.
Sin dejar de reconocer la especificidad de los cuadros resultantes, muchos investigadores, sobre todo de
la escuela francesa (Kreisler, Fain, Soulé, 1979) cuestionan actualmente la importancia que Spitz
adjudica a la forma del rechazo manifiesto materno como determinante del tipo de trastorno en el niño.
Argumentan que sea cual fuere la actitud manifiesta de la madre, el niño percibe el afecto subyacente,
ya que mientras su percepción de la realidad externa es todavía muy débil, su inconsciente está desde el
principio en contacto directo con el de la madre, registra el impacto' de los sentimientos hostiles
aunque estén sobrecompensados por una conducta solícita, y reacciona con trastornos. La forma de
estos trastornos sería más bien la resultante del interjuego entre la intensidad de los sentimientos
ambivalentes matemos y las características constitucionales del niño; y estos sentimientos matemos son
la consecuencia del clima afectivo familiar. Los rasgos constitucionales que predisponen al niño a cierta
forma de expresión corpórea no son tampoco reducibles al efecto de factores genéticos; el
favorecimiento de ciertas vías de reacción, según esta corriente, puede ser inculcado desde temprano.
Dichas investigaciones insisten en sugerir que los cuadros están siempre sobredeterminados
desde las dos vertientes interactuantes. Considerar a la madre como vectora de una falla del medio, y
no la única responsable que provoca y mantiene la enfermedad, va a implicar también que tanto la
terapia como la prevención de estos cuadros tenga que incluir al núcleo familiar.
Tras estas consideraciones, que retornaremos con mayor detalle, más adelante, pasamos a
describir los clásicos cuadros de Spitz.

I. Cuadros nosológicos provocados por un rechazo primario manifiesto

El rechazo primario es un rechazo global de todo lo sexual: de la maternidad, del embarazo, del acto
sexual y de la sexualidad en sí misma. El rechazo al niño es solo consecuencia de esta repulsa originaria y
no se dirige hacia él como persona, sino como producto de un acto repudiado. Es un rechazo anobjetal.
La reacción del niño, según su fuerza congénita, puede tener varias formas: entrega pasiva, shock
primario (pérdida del reflejo de succión); reacción paradójica, reflejo de succión invertido (el niño
escupe el pezón); protesta activa, vómitos, enfermedades respiratorias.

Shock primario
La entrega pasiva es la reacción del lactante débil de pocos días a una madre que no lo acepta.
Margaret Ribble (1963) denominó shock primario del recién nacido al cuadro resultante de esta
situación. Sus características y génesis son las siguientes:
Un niño con un instinto de succión de poca intensidad, por falta de interés y amor maternos no recibe
de su progenitora la ayuda necesaria para estimular y facilitar la succión. El recién nacido pierde
progresivamente la capacidad de succionar. Esta incapacidad motora localizada se extiende luego a todo
su sistema motor. El resultado es una pérdida generalizada del tono muscular. Paulatinamente el niño
entra en estupor y letargo, su respiración se hace irregular y su piel palidece. Es una reacción de shock.
Puede ocurrir también, aunque raramente, en un lactante de más edad destetado repentinamente. Para
que estos niños recuperen el sensorio y el reflejo de succión, es preciso tratarlos primero clínicamente,
como a shockeados, hidratándolos por sonda oral o canalización y administrándoles analépticos y
corticoides. Luego, cuando han recuperado su sensorio, hay que enseñarle a la madre cómo tiene que
estimular la boca del niño para que aprenda a mamar.
Se aconseja además el tratamiento de la madre para que al disminuir su hostilidad pueda
aprovechar nuestras sugerencias relativas al trato del niño. El tratamiento tendrá tres fases. La primera,
una psicoterapia de apoyo, para resolver el problema urgente del primer contacto con el hijo. Luego, en
una segunda etapa, habrá que pasar a la psicoterapia profunda, porque solo ella es capaz de liberar a la
madre de sus represiones y de su rechazo inconsciente del niño. Superada la primera fase de peligro
vital del recién nacido, el pronóstico cambia fundamentalmente. A medida que la criatura se constituye
en un ser propio, perderá el sello sexual inaceptable para su progenitora, que disminuye así su
hostilidad hacia él: lo aceptará y empezará a quererlo. Claro que si no se resuelve la inhibición sexual
materna, la relación matrimonial se verá resentida. La madre concentrará todo su amor en el niño,
excluyendo al padre, situación tan dañina como la anterior. El tratamiento de la pareja habrá de ser, por
lo tanto, el tercer paso de la estrategia terapéutica.

Historia clínica
En el Instituto de Pediatría y Puericultura hemos tenido internado a un recién nacido de diez días con
shock primario por falta de reflejo de succión. En el Instituto se interpretó su cuadro como consecuencia
de una ictericia precoz que produjo somnolencia y pérdida del reflejo de succión. La consiguiente
deshidratación no se subsanó, al parecer, por ignorancia de la madre. Sin embargo, la historia que
pudimos recoger fue la siguiente:
El niño nació, según los cálculos, antes de los nueve meses. Era por lo tanto un niño débil. Al
nacer su peso era de unos 2.200 g. Su nacimiento se había producido al año y medio del casamiento de
sus progenitores. El embarazo había sido deseado por la madre -según sus propias manifestaciones- y
también el sexo del niño. Pero en una entrevista de control, posterior a ésta, llamó la atención el hecho
de que la madre, que estaba nuevamente embarazada, declarase que este iba a ser su último niño.
Pudimos saber entonces que en el primer embarazo había tenido vómitos y mareos frecuentes durante
los tres primeros meses. Mientras estuvo embarazada el olor de la carne la hacía desmayar y no podía
entrar a una carnicería, repugnancia que indica, desde el punto de vista psicoanalítico, un rechazo de lo
carnal, de lo sexual.
Tuvimos que contentamos con esta expresión simbólica de su rechazo sexual, ya que en el marco de la
entrevista hospitalaria no estaban dadas las condiciones para tocar el tema del sexo sin despertar
resistencias insuperables.
El parto había sido rápido. Le habían suministrado anestesia a su pedido. Ella no había querido saber
nada del parto sin dolor y aun prefería no saber nada del parto en sí.
El niño nació a las tres de la mañana, pero solo se lo mostraron a las once, ocho horas después. Ella lo
miró sin experimentar emoción alguna, "como si nada". Por la tarde, volvieron a mostrárselo durante
unos minutos. Solo al día siguiente, treinta y dos horas después del alumbramiento, le trajeron al niño
para que le diera de mamar. El recién nacido no se prendió del pecho. Se quedó con el pezón en la boca,
pero no succionó nada. La madre tenía leche, pero no intentó exprimida ni tampoco alentó al niño para
que mamara. Por el contrario, permaneció inmóvil. La nurse llevaba al niño cada dos horas junto a la
madre, pero al ver que el niño no se prendía dél pecho, le ofreció la mamadera. La enfermera se ocupó
siempre de dársela al niño, que la tomó bien. Por su parte la madre se sentía demasiado exhausta para
intentar darle el pecho otra vez o para tratar de darle ella misma la mamadera. Así pasaron los primeros
cuatro días. Al quinto día fue dada de alta. Se le aconsejó que siguiera intentando que el niño tomara el
pecho. Pero, ya en su casa, la situación empeoró. El niño no solo no se prendía del pecho, sino que ya no
recibía ni siquiera la mamadera. Intentaron cambiar la fórmula del alimento, pero esto tampoco dio
resultado. Consultaron a un pediatra. Este aconsejó que le dieran la leche con gotero. Siguieron el
consejo del médico, pero la leche llenó y desbordó la boca del niño, porque entonces ya no tragaba.
Lloraba constantemente, pero nunca aceptó la comida. Al octavo día comenzó a entrar en sueño y al
décimo día ya no despertó. En esta situación el niño fue internado. Llegó a la sala en estado de estupor.
Se lo rehidrató mediante sonda gástrica con suero y luego, paulatinamente, con cantidades crecientes
de una fórmula láctea adecuada. Sólo entonces fuimos consultados. Al recoger los antecedentes
mencionados pensamos en la posibilidad del coma primario y aconsejamos el chupete como primera
medida. El niño comenzó a chuparlo. Luego probaron darle la leche en brazos con mamadera y también
la aceptó. Desde entonces no tuvo más inconvenientes con la alimentación. Sólo experimentó
trastornos en el sueño hasta los cuatro meses. Cobrando individualidad, la madre pudo aceptarlo. Esto
se explica, como vimos, porque el rechazo se había dirigido contra el origen del niño, no contra su
persona. En la segunda edición de su libro, Spitz (1965) describe sólo el shock primario como respuesta
del lactante al rechazo global de la madre. Nosotros incluiremos, sin embargo, algunos cuadros
mencionados en la primera edición, porque son trastornos que seguimos observando en la clínica.
Estos no corresponden siempre a distintas formas de rechazo materno, sino constituyen respuestas
activas del bebé que dependen de las características de su self (Stern, 1985).

Inversión del reflejo de succión


Esta forma de reacción del recién nacido es una protesta activa contra el rechazo materno.
Ocurre en niños bien constituidos. En lugar de perder el reflejo de succión, la actividad bucal del niño
parece haberse invertido. Reacciona ante la dificultad de comunicación con la madre empujando el
pezón con la lengua en forma enérgica y sacándolo de la boca. Junto a esta actitud anormal, toda la
musculatura del esqueleto entra en tensión. El niño se echa hacia atrás y su cuerpo se arquea.
Exterioriza con esta conducta una protesta corporal contra un trato poco acogedor.
Para que el niño reoriente en forma adecuada su reflejo de succión es preciso que cambie la conducta
materna. Se aconsejará a la madre que tome al niño en brazos y lo aliente a mamar en forma cariñosa.
Si logramos que la madre entienda que ha sido su trato hostil el que provocó el trastorno, que acepte
esta situación y cambie su actitud, estarán dadas todas las condiciones para que la perturbación desapa-
rezca.
Hasta que el niño comience a prenderse del pezón conviene alimentarlo con cucharaditas de leche y no
con mamadera. Si se intenta usar mamadera puede ocurrir que el niño la rechace. Y en el caso de que la
acepte es posible que se acostumbre a ella y que nunca llegue a prenderse del pezón.
Para asegurar el resultado efectivo de estas medidas y para evitar ulteriores complicaciones en la
relación con el hijo se aconseja indagar la situación familiar y recomendar la terapia de la madre o del
grupo familiar, de acuerdo con lo que se encontrara en el estudio diagnóstico.

Historia clínica
Hemos observado hace pocos años a un niño con la inversión del reflejo de succión como forma
de protesta. Nos consultó una madre con la queja de que su hijo de pocas semanas no quería tomar el
pecho. El niño se arqueaba, se echaba hacia atrás y sacaba el pezón de la boca. El interrogatorio nos
permitió saber que el niño había nacido tardíamente, que había llegado sin que sus padres lo esperaran.
El matrimonio tenía hijos grandes ya, de veinte y veintidós años. La posibilidad de tener otro hijo había
sido descartada por completo. La amenorrea de la madre fue interpretada como síntoma climatérico.
Cuando al fin, ya en el cuarto mes, se diagnosticó el embarazo, la mujer se sintió muy molesta e
incómoda delante de sus hijos grandes. Cuando el niño nació, lo trató como a un objeto extraño.
Tuvimos oportunidad de observar su mamada. La madre apenas desabrochó su vestido para descubrir el
pecho. Tomó al niño en brazos y lo mantuvo lejos de sí acercándole apenas la boca al pezón. El cuerpo
del niño no tuvo contacto alguno con el cuerpo de la madre. Aún más, su cara rozó el áspero vestido de
lana de la madre.
Aconsejamos a la madre que se destapara lo más posible para dar el pecho al niño. Le dijimos que era
preferible que se acostara con el niño para darle de mamar, brindándole el máximo de calor y contacto
corporales. Ella, que esperaba el diagnóstico de alguna anomalía congénita, tomó las indicaciones con
sorpresa y las aceptó con cierta desconfianza. Volvió a los pocos días. El niño había aprendido a tomarse
del pecho y succionar. La madre se mostró muy agradecida, pero después de esta consulta de control no
volvió a presentarse en el servicio.
A través del interrogatorio y de los consejos recibidos percibió su hostilidad inconsciente -que era muy
chocante para ella- y no pudo aceptar que otros también lo vieran.
Los trastornos que' describiremos a continuación constituyen ya reacciones a una hostilidad materna
que se dirige contra el niño mismo; no es global, anobjetal, como en los casos anteriores.
El niño en constante crecimiento puede perturbar la vida de la madre y provocar su rechazo de varias
maneras: al restringir su libertad de salir, de divertirse, de ejercer alguna actividad profesional, etc.
Puede trastornar la relación de los esposos, pues la mujer no puede ocuparse exclusivamente de su
marido como lo hacía antes de que el niño naciera.
El trabajo que exige cada niño depende de su personalidad emergente. Un niño hipertónico necesitará
más cuidados que uno plácido y tranquilo. Las modalidades de la hostilidad materna variarán en
consecuencia con las condiciones individuales del niño y generarán distintos cuadros patológicos bajo la
influencia de la retroacción.

II. Cuadro provocado por solicitud ansiosa primaria

Cólico de los tres meses


La solicitud ansiosa primaria es una manera específica de sobreprotección materna, debida a la
compensación de sentimientos inconscientes de culpa. Esta actitud condiciona el cólico de los tres
meses en niños constitucionalmente hipertónicos.
El cólico es un trastorno muy conocido por los pediatras. Un niño sano, bien desarrollado, alrededor de
la tercera semana de vida se torna de pronto inquieto. Su inquietud aumenta especialmente al
atardecer. Todos los días a esa hora comienza a llorar, a gritar, a quejarse. Si se le da de comer se
tranquiliza por algunos instantes. Si se le toma en brazos se calma por momentos pero luego sigue
llorando. Ni el cambio de alimentación ni los antiespasmódicos consiguen aliviar la situación. Sin
embargo estos elementos tendrían que actuar si la .causa de los cólicos que sufre el lactante fuera
intolerancia a los alimentos o espasmo intestinal. Estos cólicos se presentan en general al atardecer y
cesan a las dos o tres horas, aunque algunos bebés lloran casi todo el día y por la tarde solo se
intensifica su llanto. Todo esto no perjudica el apetito ni cambia las deposiciones del lactante. El
aumento de peso sigue siendo normal. Al cabo de tres meses desaparece el síntoma tan
inexplicablemente como apareció.
Este cólico no se observa en niños criados sin sus madres. Es raro en internados donde las madres,
aunque crían personalmente a sus hijos, no pueden dedicárseles exclusivamente. Donde se encuentra
con mayor frecuencia es en la clientela particular, entre chicos cuidados por sus madres con gran celo.
Levine y Bell (1950) analizaron un grupo de lactantes de la clientela particular que sufrían de cólicos y
encontraron entre ellos ciertas características comunes. Los niños atacados por cólicos eran criados por
el sistema de autorregulación y tenían hipertonía muscular generalizada de tipo constitucional. Esta
hipertonía se refería tanto a la musculatura del esqueleto y a la abdominal como a la del tracto
gastrointestinal.
Vieron, por lo tanto, que era necesario el concurso de dos factores para que un lactante padeciera el
cólico de los tres meses:
1) una predisposición congénita, la hipertonía;
2) un factor desencadenante, la alimentación por el sistema de autorregulación, que, para Spitz,
es señal inequívoca de una solicitud materna exagerada.

Sobre la base de estas condiciones el cólico se explica fisiológicamente de la siguiente manera:


Sabemos que para el niño que no tiene estructura psíquica madura la reacción corporal es la
respuesta directa a cualquier tensión. Esta reacción corporal debe desencadenarse en la boca y en los
órganos relacionados con la boca, ya que es la zona oral el lugar en el que se centraliza la recepción y la
descarga de estímulos en los primeros meses de vida. La ingestión de alimento no solo satisface el
hambre y la sed, sino que por el componente motor de esta función sirve como descarga de tensiones.
Está probado que, en esta época, cualquier tensión que se origina en el cuerpo se descarga por la boca.
Jensen (citado por Spitz) demostró que inmediatamente después del nacimiento, todo estímulo
provocado en cualquier parte del cuerpo tiene como respuesta el reflejo de succión. Aplicó distintos
estímulos, incluso dolorosos, como tirar del cabello a los lactantes o pellizcarlos, y la respuesta fue
siempre el reflejo de succión. Concluyó entonces que toda elevación de tensión se descarga en esta
época de la vida por medio de una actividad oral.
Nosotros hemos realizado observaciones similares al investigar la discriminación olfativa de los recién
nacidos (Békei, 1963). Pasamos delante de las narices de los lactantes algodones mojados con leche de
mujer, leche de vaca yagua respectivamente. Nuestro propósito era ver cuál de los tres líquidos
producía más reflejos de succión. Al respecto obtuvimos respuestas irregulares. Si el lactante estaba
alerta, en estado receptivo y con hambre, reaccionaba con movimientos de succión a cualquiera de los
tres estímulos. Si estaba satisfecho no respondía a ninguno.
A esta reactividad oral, característica general de todos los niños del primer trimestre, se agrega que el
niño constitucionalmente hipertónico está más tenso, capta más estímulos. Por lo tanto su necesidad de
descarga aumenta y necesita mayor actividad bucal. Su tensión aumentada se manifiesta a menudo con
llanto. La madre que se reprocha inconscientemente el no darle bastante amor al niño interpreta el
llanto como señal de hambre y le da comida en lugar de amor. Así se satisface temporalmente la
necesidad de descarga oral que experimenta el niño, pero se sobrecarga su tracto gastrointestinal y se
crea de este modo un nuevo estado de tensión. Se establece así un círculo vicioso. El niño hipertónico
descarga, chillando y pataleando, la tensión que no puede canalizar durante la mamada normal. Al oír el
llanto la madre se recrimina por haberlo atendido mal, exagera su atención y alimenta al niño al menor
signo de inquietud. El niño, al tomar la mamadera, descarga cierta cantidad de tensión y se calma
durante un breve período. Luego, por la sobrecarga del aparato digestivo se renueva el malestar. El niño
vuelve a reaccionar con cólico y llanto y así ad infinitum, hasta que a los tres meses de edad el síntoma
cesa espontáneamente.
¿Cómo puede explicarse la curación espontánea del cólico a los tres meses? En esta época toman forma
los primeros esbozos de vida psíquica. Se crean funciones precursoras (Gaddini, 1991) que llevan al
establecimiento del objeto transicional. Se graban los primeros rastros de memoria. Al mismo tiempo
aumenta la motricidad del niño. La creciente actividad mental dirige y utiliza la capacidad motriz
recientemente adquirida para descargar tensiones. La zona bucal deja de ser la única vía de canalización.
Cuando el niño logra descargar energías por medio de otros sentidos, exige menos satisfacción oral y el
círculo vicioso llanto-alimentación-llanto se interrumpe.
Sobre la base de estas consideraciones, Levine y Bell intentaron descargar la tensión muscular
aumentada de estos niños por un camino que no exigiera una capacidad motriz mayor y que no
implicara sobrecarga gastrointestinal. Lograron canalizar el exceso de energía con el uso del chupete.
Vieron que el hecho de acunar al niño aumentaba el efecto tranquilizador de la succión en vacío. Con
este método los cólicos, que suelen desaparecer a los tres meses, cesaron mucho antes de este plazo
(Levine y Bell, 1950).
Para el tratamiento de los cólicos -sin esperar su curación espontánea- se aconseja lo siguiente:
1) Reglamentar la alimentación del niño, evitando la sobrecarga, tanto en cantidad como en frecuencia;
2) indicar chupete y estímulos motores y táctiles, como por ejemplo, acunarlo;
3) tratar con psicoterapia a la madre para aliviar su sentimiento inconsciente de culpa. Sólo esto último
podrá asegurar el éxito de los consejos anteriores, pues capacitará a la madre para que los siga, sobre
todo si se consigue el apoyo del marido incluyéndolo en la terapia.
Más allá de que la descripción del cólico hecha por Spitz corresponda a un cuadro
frecuentemente observado también en nuestros días, autores como los ya citados, de la escuela
francesa sobre todo, discrepan con algunos aspectos de su interpretación. En lo concerniente al factor
materno, no encuentran la ocurrencia regular del sistema de autorregulación en la alimentación de
estos infantes, aunque describen de acuerdo con Spitz una madre contradictoria, tensa, ansiosa,
agobiadora, impaciente y brusca. Respecto del niño, discuten la condición congénita de su hipertonía:
sin dudar de la existencia de ésta, les parece más bien el producto de la incapacidad de la madre para
servir como Yo auxiliar, como filtro de los estímulos que llegan a la criatura, exponiéndolo así a una
excitación permanente.
También dan más importancia patológica al cólico que la que Spitz (1965) parece haberle
adjudicado, si bien lo señala como el primer punto de fijación de las futuras enfermedades
psicosomáticas. En nuestro medio, Varela (1979) parece demostrar que la cesación de los síntomas a los
tres meses sólo representa un cambio en el modo de expresión de las fallas en la relación diádica. Pue-
den presentarse otras somatizaciones pronto (Varela, 1979) o bien después de un período intercalado,
más o menos prolongado, libre de manifestaciones psicosomáticas.
Investigaciones paralelas a la nuestra e independientes de ella, que parten del análisis de adultos y se
basan en datos reconstruidos del desarrollo temprano (Liberman et al., 1981) vienen a sustentar esta
postura. Señalan como situación predisponente de cuadros psicosomáticos graves, agudos, la salida
acelerada de la relación simbiótica inducida por una madre exigente. Estos trastornos aparecen en
ciertos individuos, los "sobreadaptados" de Mc Dougall, en la cúspide de su vida y de sus éxitos, y
entrañan peligro de muerte. Describen a la madre de estos pacientes como una mujer tensa, brusca,
exigente, caracterización que se corresponde con la de la madre sobreprotectora del lactante con
cólicos. Por otra parte, hablan del código visceral de sus pacientes, quienes parecen la réplica
evolucionada, adulta del infante con cólicos.
Hasta los tres meses, la vía de expresión principal del lactante es visceral. Sus funciones básicas
(respirar, comer, eliminar) corresponden a las actividades de sus vísceras vitales. Si algo anda mal en la
vida del bebé estas funciones se alteran. Las disfunciones resultantes son la señal de una perturbación
de la relación del niño con la mamá.
El llanto y el pataleo persistentes de la criatura, interpretados por la madre y los pediatras como signo
de cólicos, exteriorizan una excitación general que solo se calma con estímulos arcaicos, táctiles y
rítmicos de la cavidad bucal y de todo el cuerpo: darle el chupete o hamacarlo. Una madre con
"preocupación maternal primaria", en un estado regresivo sensibilizado, percibe estas necesidades de
su bebé y puede adecuarse a su ritmo peculiar aún incoordinado. Una madre sin reverie, en cambio,
interferirá este ritmo.
Male (1975) atribuye gran importancia al ritmo peculiar de los infantes. Llama la atención sobre el hecho
de que los ritmos circadianos del lactante se sincronizan solo a los tres meses, con la ayuda de la
maduración y la función adaptativa materna. Si la madre no cumple con su papel protector e imprime
un ritmo que no corresponde al del niño, alterará sus tiempos vitales. En vez de resguardar al niño de
experiencias ambientales molestas e invasoras que no puede absorber, lo sumerge en un medio cargado
de estímulos nocivos, confundiendo su propia necesidad con la del niño. Lo sobrecarga de alimento,
pero también de ruidos y de imágenes, exponiendo al bebé a situaciones agresivas, hacinamiento,
bocinazos del tránsito agobiante de la ciudad. Presionado por estos estímulos, el niño indefenso
eventualmente se desintegra y se psicotiza, o bien, si es fuerte y consigue responder a las exigencias
maternas, apresura el ritmo de su desarrollo sometiéndose a la voluntad y al tiempo de la madre. Se
transformará así en un niño hiperkinético, que chilla y se mueve continuamente como respuesta a la
frustración, pero sin placer. Nos parece que este patrón infantil contiene en su germen la actividad
social repetitiva, sin tregua y sin placer que lleva al agotamiento y a la autodestrucción, conductas que
Mc Dougall (1978) y Liberman (1981) adjudican a sus pacientes sobreadaptados. Es decir que el
síndrome inocuo, que se curaría aparentemente por sí solo, entraña grandes peligros que no habían sido
reconocidos hasta el momento. Esto quizá se deba a que el síntoma, aunque molesto, no interfería el
progreso físico del niño. Hasta se nos pasó por alto que los niños con cólico comparten una forma de
reacción con los que sufren el síndrome de falta de progreso: ambos mejoran con la internación y
empeoran al volver a casa, al reanudar el contacto con la madre. Esta manera idéntica de responder al
rechazo materno implica cierta afinidad entre uno y otro proceso. Si uno es grave, con peligro mortal, el
otro, leve en apariencia, es de una peligrosidad encubierta.
La diferencia fundamental en su constelación patógena está dada por el grado de rechazo materno. En
el síndrome FTT la hostilidad materna intensa interfiere la atención del niño de manera tal que pone en
peligro su vida. En el cólico el progreso físico del bebé no es amenazado por el trastorno; pero
representa el mismo tipo de actitud materna inconsciente de hostilidad reprimida. Su intensidad es
diferente, no su calidad. En el FTT, ni siquiera se intenta compensar la fuerte hostilidad; en el cólico, el
sentimiento de culpa induce en la madre una conducta de dedicación exagerada, hiperestimulante,
dañina.

Historias clínicas
El cólico es de observación corriente y varía de intensidad según la fuerza de la hostilidad
materna.
Veamos un caso leve: una madre joven y bonita, de brillante posición social, da a luz su primer hijo. El
embarazo había sido bueno y el parto fácil. La madre tenía leche, pero desde el principio declaró que
quería dar al niño solo lo indispensable para asegurarle la salud. El acto de amamantar le repugnaba. No
quería arruinar su cuerpo ni interrumpir sus salidas y sus programas nocturnos. Al mes destetó al niño y
entonces comenzaron los cólicos. Debió tener muchos remordimientos porque mientras durante el
primer mes no le preocupó el peso del niño, de pronto comenzó a pensar que se quedaba con hambre y
aumentaba poco. Cada madrugada, cuando regresaba de sus salidas, le daba una mamadera adicional.
El niño dormía mal y lloraba mucho, ya desde la tarde. Cuando se la pudo convencer de que el hijo, a
pesar de que ella le negaba el pecho, se desarrollaba bien y que su aumento era excelente, se logró que
suprimiera la alimentación nocturna y que en ningún momento lo forzara a comer. Se le aconsejó que le
diera chupete. A los dos meses los cólicos cesaron.
En otro caso que tuvimos en observación, los sentimientos inconscientes de culpa y hostilidad de la
madre tuvieron consecuencias mucho más graves. Los vómitos provocados por la sobrecarga
alimentaria, ofrecida para calmar los cólicos, llevaron a un niño de dos meses a la deshidratación y al
shock. Ya antes de nacer el niño, la madre, joven y coqueta, había declarado que no quería darle pecho y
se había dado una inyección hormonal para que cesara la secreción láctea. Dejó al niño, por comodidad,
más de quince días en la maternidad donde había nacido. Lo llevó a su casa en perfectas condiciones.
Hasta el primer mes de vida el niño parecía seguir su desarrollo normal. A las seis semanas la madre,
algo alarmada, consultó nuestro servicio porque desde hacía dos días el niño vomitaba cuanto ingería.
La madre aclaró también que, desde hacía algunas semanas, ella había comenzado a darle, por su propia
cuenta, sémola con leche y bananas, porque, según decía, el niño lloraba de hambre por las tardes.
Como el niño continuaba llorando después de vomitar, ella interpretó su llanto como causado por el
hambre y volvía a darle de comer, provocando nuevamente el vómito. Cuando vimos al niño, se
encontraba en estado deplorable. De color gris violáceo, los ojos hundidos, la expresión vaga, la
fontanela deprimida, la lengua seca y raspante y el pulso filiforme; yacía inmóvil donde lo colocaban. Se
consiguió que reaccionara con analépticos y neuroplégicos, rehidratándolo oralmente con solución
glucosalina y manteniéndolo a dieta absoluta durante 24 horas. Luego empezó su realimentación
progresiva tanteando su tolerancia. Sin embargo, por dos veces en el curso de su realimentación
paulatina, tuvo recaídas, porque la madre, obsesionada con la idea del hambre, había vuelto a darle de
comer. Finalmente se recuperó de su toxicosis, pero continuaron los cólicos por la tarde. La madre, una
mujer extremadamente rígida, se negó a darle el chupete porque lo consideraba antihigiénico.
El mericismo o rumiación
La rumiación es un trastorno psicosomático grave del primer año de vida del lactante. Lo
trataremos, por consiguiente, dentro de las enfermedades psicotóxicas, aunque Spitz no la haya incluido
en los cuadros descriptos, omisión que quizá se deba a la aparente rareza del fenómeno. La escasez de
casos comunicados puede adjudicarse al hecho de que los lactantes rumiadores no se dejan observar: se
dedican a su actividad autoerótica estando solos, y si alguien los mira la interrumpen.
El libro de texto de pediatría más difundido (Nelson, 1975) describe la rumiación como una forma poco
frecuente, pero grave, de regurgitación crónica que causa detención del crecimiento y del aumento de
peso y puede tomar dimensiones peligrosas. Parece de origen psicógeno, asociado frecuentemente con
la dificultad de la madre para establecer una relación cálida con el bebé.
Este problema pediátrico-psicológico empieza a despertar el interés de investigadores de las dos
disciplinas, y en la última década aparecen varios trabajos dedicados al fenómeno, que indagan su
psicopatología.
El trastorno se presenta en el segundo trimestre del primer año, en el período en que se debería iniciar
el establecimiento de la relación objetal. Consiste en una regurgitación voluntaria de la leche recién
tragada y ya cuajada, alimento que el bebé en parte devuelve y en parte retiene en la boca,
masticándolo lentamente, con movimientos giratorios de la lengua y la mandíbula. En la regurgitación
también participan la faringe y la mano llevada a la boca, provocando arcadas. Al revolver en la boca el
bolo alimenticio recapturado, la cara del lactante adquiere una expresión de felicidad extática. Con la
mirada vacía, parece haberse transportado a un mundo privado, al cual nadie de afuera tiene acceso. Si
alguien se acerca, sale instantáneamente de su estado ensimismado, interrumpe su actividad y se
conecta con el entorno siguiendo con una mirada alerta y ávida a la persona que entró en su mundo.
Delata así su necesidad de contacto, la falta de una relación afectiva cálida. Esta carencia parece ser la
situación condicionante del trastorno. Es por la privación de un objeto libidinal que le dé cariño por lo
que el infante recurre a una gratificación autoerótica, un fenómeno frecuente en los niños carentes de
afecto. Pero la rumiación se diferencia de otras actividades autoeróticas en que no explota una función
fisiológica, repitiéndola, sino que recurre a un mecanismo patológico: provocar movimientos
antiperistálticos del estómago y del esófago para procurarse placer. No se comprende bien cómo se
origina este fenómeno. QUizá se revivan los vómitos de las primeras semanas de la vida a los que Spitz
(1954) se refiere como una manifestación de, protesta del niño fuerte contra la hostilidad materna
global. Estos vómitos, que suelen figurar en la historia de los infantes rumiadores, se deben haber
grabado en forma de pictogramas. La sensación física provocada por el vómito inscripto en el cuerpo se
reactiva en la regurgitación, el primer paso del rumiar. Pero en este momento del desarrollo la protesta
primitiva contra el rechazo, el simple hecho de devolver la comida mal dada ya no es una expresión
adecuada para el infante. Ahora está por formar una relación objetal, pero sus esfuerzos fracasan. El
objeto real externo no le brinda el contacto necesario que le permitiría diferenciarse y establecer luego
una relación con él, crear su representación interna y la constancia de objeto consecutiva. Parece que
para el lactante rumiador el bolo que atrae a su boca y revuelve despaciosamente reemplaza a la figura
materna, a quien mastica y devora, destruye y a su vez se autoataca. El bolo y la madre reúnen
condiciones similares: el bolo forma parte tanto del sí mismo del niño como del mundo externo, y
también la madre es sentida en este momento de salida de la simbiosis como parte de su self y de su
medio circundante a la vez. Al manejar el bolo a voluntad, el lactante está aboliendo la diferencia entre
externo e interno, entre Yo y no Yo. La simbiosis no satisfactoria se perpetúa y la relación objetal que se
debería establecer con la madre no se realiza. Pero esta no diferenciación no es total: el niño rumiador
excluye al mundo externo durante su actividad autoerótica y autoagresiva a la vez, pero se vuelve a
relacionar con el medio al conectarse con una persona. No está totalmente aislado, no cae en el
autismo. La rumiación parece ser más bien una función defensiva corporal contra ese peligro desinte-
grador: la psicosis, e impide la regresión profunda que lleva a la decatectización del sistema sensorial al
cargar con libido el interior del cuerpo (Soulé, 1975).
El autismo se circunscribe a los períodos de rumiación que se repiten rítmicamente. En los intervalos
libres el lactante mantiene su contacto con el mundo externo, y hasta hace esfuerzos para lograrlo
cuando sigue con mirada ávida a los que se le acercan.
Estas características señalan al mericismo como uno de los primeros patrones de una organización
defensiva contra la psicosis, organización que caracteriza las enfermedades psicosomáticas.
Se describe a la madre de estos niños como: inmadura y dependiente, depresiva, obsesiva y hostil,
rasgos que sin definir una personalidad específica describen una mujer infantil, incapaz de servir como
Yo auxiliar adecuado para su hijo. No le proporciona los estímulos necesarios ni lo protege de los
excesivos. El síntoma que sustituye la relación faltante crea excitación y sirve de descarga al mismo
tiempo. Pero esta relación sustituta no es con un objeto; por lo tanto no aparece tampoco en los niños
rumiadores su indicador, la angustia ante los extraños.
Hasta hace poco solo se había observado el mericismo en lactantes criados por la madre en una relación
insatisfactoria. Recientemente, Sheagren y otros (1980) describieron el fenómeno en el marco de la
terapia intensiva de recién nacidos, donde el contacto materno faltó en absoluto pero los cuidados
adecuados impidieron el desarrollo del hospitalismo. Estos autores relatan la historia de tres infantes,
dos mujeres y un varón, que internados por enfermedades graves (enterocolitis necrotizantes con varias
intervenciones quirúrgicas; displasia broncopulmonar grave) empezaron a rumiar entre el sexto y octavo
mes. Con un tratamiento intensivo de estimulación sensorial y la dedicación personal de una enfermera,
los tres lactantes curaron y no tuvieron recaídas después del alta.
Estos casos confirman la formulación de Richmond (1958) de que la rumiación no se debe
exclusivamente a una relación madre-hijo inadecuada, sino que cualquier factor que prive al niño de una
relación íntima y estimuladora personal lo predispone para el trastorno. El trastorno dependería de la
privación ambiental. Cuando es la madre la principal representante del medio, lo desencadenante es su
relación defectuosa con el hijo.
A primera vista no hay ninguna diferencia entre el cuadro que surge en el seno de una díada
patológica y el que se da en el ambiente hospitalario; sin embargo varía la distribución sexual. Casi todos
los lactantes con mericismo diagnosticado en el marco familiar han sido varones, mientras que dos de
los tres infantes rumiadores observados en terapia intensiva fueron niñas. Sabemos que tres casos no
tienen valor estadístico; sin embargo, invitan a la reflexión. No creemos que la diferencia sea mero fruto
de la casualidad, por más que no contemos hasta ahora con ningún hecho que la explique. Podríamos
quizá sentar la hipótesis de un resentimiento materno intenso hacia el mundo masculino. Parece que el
maltrato del hijo varón no se dirige a él como persona, sino como representante del padre rechazado, y
no alcanza así a la hija, con quien la madre se identifica. La observación futura de los lactantes
rumiadores tendría que tomar en consideración esta hipótesis para verificada o desecharla.
La terapia será diferente si se trata de niños con sus madres o infantes sometidos a terapia
intensiva por tiempo prolongado. Si el trastorno se presentó en el hogar, la primera medida suele ser la
internación y un tratamiento médico-psicológico combinado. Hay que sacar al niño de su estado
distrófico y compensar su carencia afectiva. Se procurará el cuidado exclusivo de una enfermera experi-
mentada y maternal que le dé la mamadera y se quede a su lado después de haberlo alimentado
mirándolo a los ojos y hablándole mientras su estómago se vacía. De esta manera el síntoma cede
rápidamente. La madre debería acompañar a la enfermera y observar cómo trata al bebé.
Concomitantemente se le facilitará psicoterapia individual para poder resolver su conflicto con su hijo y
su pareja. Tratándose de niños en terapia intensiva, se recomienda el programa elaborado por Sheagran
y otros (1980) que transcribimos a continuación.

Programa de estimulación sensorial

Visual
Colocar al niño cara a cara con la persona que lo cuida tanto dentro como fuera de la cama y sobre todo
durante las comidas y cambio de pañales.
Colocar móviles de colores vivos a 17·30 cm por encima de la cara.
Colocar dibujos alegres a los lados de la cama.
Táctil
Contacto de piel a piel mientras se lo tiene en brazos. Acariciar suavemente la espalda, piernas, brazos.
Darle palmaditas suaves en la espalda.
Auditiva
Exposición frecuente a la voz humana, sobre todo durante el cuidado rutinario y concomitantemente
con el contacto visual.
Música suave de cajita de música que se pondrá en la incubadora o la cama durante los períodos de
vigilia alerta.
Cenestésica, vestibular
Balanceo suave en los brazos de la persona cuidadora.
Cambio frecuente de la posición postural: ponerlo sentado o acostado boca arriba o de costado.
Llevar al niño alrededor de.1a pieza en posiciones diferentes, sobre el hombro, en brazos, etc.

III. Cuadro provocado por la hostilidad materna disfrazada de angustia

Dermatitis atópica
La dermatitis atópica o eczema del lactante es un trastorno poco frecuente. Afecta solo al 1-3 %
de la población infantil general. Pero en el caso de los niños internados con sus madres observados por
Spitz, el índice llegó al15 % de la población infantil de la institución. Este hecho sorprendió a Spitz y lo
decidió a emprender un estudio comparativo de los 192 niños internados, 28 afectados por la eczema y
164 libres de ella. Encontró que la dermatitis atópica se producía solo dentro de ciertas condiciones. En
primer término, observó que en todos los casos analizados la relación madre-hijo estaba perturbada. Las
madres de estos niños tenían una personalidad muy infantil. Este rasgo era tan pronunciado que las
distinguía de las otras madres internadas, las que comparadas con las madres de la población general
eran a su vez poco desarrolladas. Su hostilidad reprimida inconscientemente era muy intensa y no se
compensaba ya por una solicitud exagerada, sino que se expresaba por una angustia manifiesta.
A estas madres no les gustaba tocar a sus hijos. Conseguían siempre que otras compañeras los
cambiaran, los bañaran y les dieran de comer. Mostraron mucho miedo de tocados. Les parecía que los
niños eran muy frágiles y vulnerables y pensaban que con cualquier movimiento brusco o mal calculado
podían dañados. Distintos sucesos confirmaron la idea de que estos temores encubrían una hostilidad
inconsciente. Ellas mismas, obedeciendo a estos impulsos reprimidos, provocaron a menudo situaciones
de peligro. Spitz relata que una de estas madres introdujo en la boca de su hijo un alfiler de gancho
abierto, junto con la papilla. Otra hizo caer a su niño de cabeza contra el piso, una tercera casi lo
estrangula con el babero. Una de las manifestaciones de la relación madre-hijo perturbada de estos
niños era la falta casi absoluta de la angustia de los ocho meses.
Solo el 15 % de los niños eczematosos manifestaba la angustia, contra el 85 % de los niños criados en las
mismas circunstancias. La ausencia de la angustia prueba el retardo en el desarrollo afectivo de estos
niños, retardo causado por la deformación de la relación madre-hijo.
Además de la falta de angustia, se encontraban en estos niños otras manifestaciones de retardo:
atrasos en el campo del aprendizaje y en el de las relaciones sociales. El desarrollo de estas aptitudes
depende de estímulos táctiles provenientes de la madre, estímulos en que se basa la identificación con
ella: identificación primaria, unión fusional con la madre, primero, y después identificación secundaria,
al lograrse la discriminación de ella. Ambos procesos se sirven de experiencias táctiles, cuya falta
interfiere en la diferenciación Yo-no Yo, en la estructuración yoica y por consiguiente en el
establecimiento de la relación objetal.
También se trastornó el desarrollo psicosexual de estos niños por falta de satisfacción y descarga
adecuada de sus impulsos libidinales y agresivos, que en una buena relación madre-hijo se realiza
mediante un contacto íntimo de piel con piel.
La relación madre-hijo perturbada era pues el factor precipitante del retardo psicomotor. Pero
para que diera lugar además a la producción de la eczema era necesaria la presencia de otro factor,
condicionante del síndrome: una predisposición congénita del niño.
La predisposición congénita era una excitabilidad cutánea aumentada ya al nacer, que se manifestó por
la mayor intensidad de los reflejos cutáneos de los futuros eczematosos, comparados con la
excitabilidad refleja del grupo-control.
La importancia de la predisposición está probada también en experimentos animales. Un
discípulo de Pavlov realizó una experiencia con perros. Les aplicó estímulos cutáneos eléctricos en
distintas partes del muslo y logró que los animales distinguieran la localización de los estímulos por
respuestas especiales correspondientes a cada uno. Luego acercó tanto los dos puntos de excitación,
que la discriminación se hizo imposible. Los perros acabaron por confundirse y no supieron ya con cuál
de las conductas debían responder a cada estimulo. Una parte de los perros sometidos a esta
experiencia desarrolló una dermatitis en el lugar de la excitación, mientras que la otra parte sufrió
neurosis experimental, lo cual indica la necesidad de una predisposición cutánea para que se produzca
la eczema.
Es evidente que este experimento que se realizó con animales adultos no es sencillamente
equiparable a la situación de los niños en una etapa temprana de su desarrollo, con un Yo en plena
estructuración. Solo se pueden establecer similitudes, ya que se trata de un proceso de aprendizaje
sobre la base de reflejos condicionados puestos en marcha y después interferido.
El niño también crea reflejos condicionados durante el primer trimestre de su vida como respuesta a las
señales firmes provenientes de su madre, por sus múltiples contactos, y sobre la base de la recompensa
que sigue a la respuesta correcta. Más adelante, en lugar de reflejos condicionados, el niño generará
reacciones anticipatorias que preceden a la actitud materna, las cuales ya constituyen, para Spitz, un
patrón humano específico, patrón que se obstaculiza en los niños con eczema.
Otra diferencia entre el experimento pavloviano y el proceso de aprendizaje en el niño se refiere
a la situación afectiva en torno a la cual se organiza el condicionamiento. En el experimento con perros
se utilizó un solo estímulo, el hambre, mientras que el contacto afectivo del niño sano con la madre
implica una amplia gama de estímulos capaces de despertar en él respuestas anticipatorias. En los niños
eczematosos los estímulos maternos que se constituyen en señales son escasos, poco confiables, hasta
caóticos, y faltan los más esenciales de este momento: los táctiles.
Los precarios mensajes que la madre envía solo sirven para transmitir angustia. Son signos o
señales que carecen de significación orientadora para el niño y crean confusión, lo cual, dadas
circunstancias específicas, nevará a la producción de la dermatitis.
La patogénesis de la dermatitis atópica de los niños constitucionalmente predispuestos y con
madres hostiles y angustiadas, se explica por lo tanto de la siguiente manera. Cuando el niño alcanza los
seis meses de vida, aumenta su capacidad motora. Necesita entonces descargar energías por medio de
nuevas actividades físicas que tendría que ejercitar y perfeccionar. Una madre ansiosa no brinda
suficientes posibilidades para el ejercicio de las nuevas funciones. Mantiene inmóvil al niño, no lo toca ni
lo saca de su cuna. Tanto la libido como la agresión se descargan normalmente por medio de estos
manipuleos. Si falta la posibilidad de esta descarga, pueden desarrollarse reacciones cutáneas, en el
caso de niños con una peculiar sensibilidad. Estas reacciones se explican por un mecanismo similar al
que utilizó el discípulo de Pavlov para producir la eczema en los perros. Las señales afectivas que el niño
recibe de una madre hostil y poco desarrollada son ambiguas. En tal situación el niño se confunde. Las
señales que la madre le transmite solo en ciertos momentos serán adecuadas a la situación. Pero en
otros momentos la angustia hará que estas señales sean contradictorias o las suprimirá por completo,
interrumpiendo así la comunicación con su hijo. Las señales de la madre no traducirán exactamente su
posición interna frente al niño ni el papel externo que ella ha asumido ante él.
Las señales ambiguas son estímulos traumáticos que producirán dermatitis si existe
hiperexcitabilidad cutánea congénita. Esta localización dérmica tiene algunas ventajas secundarias. Sirve
como mecanismo de defensa, como instrumento para incitar a la madre a que toque al niño, a que lo
limpie y lo cure. Por otra parte, la eczema proporciona al niño una satisfacción autoerótica por la
picazón y el rascado consiguiente.
Las observaciones de Spitz acerca de los factores condicionantes de la dermatitis atópica fueron
confirmados por otros investigadores dermatólogos (Williams, 1951) y pediatras. Rosenthal (1951),
conocido pediatra norteamericano, estudió un grupo de veintiséis niños con dermatitis atópica. Dos
datos eran comunes a todos los casos observados:
a) los niños tenían una predisposición cutánea específica, y
b) las madres evitaban el contacto físico con sus hijos.
Análogamente al cólico, la eczema se cura también espontáneamente. Esto ocurre alrededor del primer
año de vida, cuando se completa la maduración neuromuscular. El niño que gatea y empieza a caminar
se independiza ya de los contactos físicos de la madre. Sustituye los estímulos ambiguos que apenas
recibe por otros que él mismo puede alcanzar y provocar. Pero también análogamente al cólico, la
desaparición del síntoma no significa curación. Esta primera manifestación cutánea se constituye en un
punto de fijación que predispone para afecciones dérmicas futuras, pero también para enfermedades de
otra localización, por ejemplo, el asma.
El antecedente de la eczema en niños asmáticos es para el pediatra un dato patognomónico.
Tanto la eczema como el asma forman parte de los trastornos alérgicos. Han sido estudiados desde un
punto de vista psicoanalítico por Marty (1958), quien describe una relación objetal característica para
ellos.
La importancia de la piel en la relación madre-hijo y, por lo tanto, en el establecimiento de la relación
objetal es subrayada por muchos autores. Hemos visto (capítulo 3) el papel que Winnicott adjudica a la
piel, que separa a la madre del niño y la une a él al mismo tiempo; la considera como instrumento de
discriminación, como marcador de límites.
También E. Bick (1968, 1970) se ocupó del papel de la piel en las relaciones objetales tempranas. Sus
trabajos tuvieron mucha repercusión en nuestro medio.
Entre los analistas argentinos, Pichon-Riviere (1949) estudió los aspectos psicosomáticos de los
trastornos cutáneos. Considera, desde el punto de vista emocional, el anhelo del amor de la madre
como núcleo central de los estados alérgicos de la piel.
Los hallazgos pediátricos, dermatológicos y psicoanalíticos se apuntalan mutuamente, confirmando el
papel de la piel en el desarrollo emocional del individuo y la aparición de la eczema como una
manifestación de trastorno de este proceso. Nadie tuvo, sin embargo, una experiencia tan vasta y
documentada al respecto como Spitz. Sus enseñanzas inspiraron cambios en la atención de los niños
eczematosos en muchas clínicas dermatológicas (Musaph, 1978). En la Universidad de Ámsterdam, por
ejemplo, los médicos concibieron un plan terapéutico especial para los lactantes con "costra láctea". Al
observar a la madre y darse cuenta de que el niño sufre un déficit táctil, recetan para su tratamiento una
crema poco potente que debe ser aplicada a menudo, cinco o seis veces por día. Las madres se ven
obligadas a acariciar el cuerpo de sus bebés, al untados frecuentemente, lo cual mejora la dermatosis
mucho más que una crema potente aplicada una o dos veces. Citan, además, a la madre con su criatura
una vez por semana, para enseñarle con el ejemplo a tocar al niño, a perder el miedo al contacto.
Aunque estas madres no son tan enfermas como las observadas por Spitz y su evitación táctil es menos
intensa, ésta igualmente provoca trastornos en el niño en la medida en que el contacto es una
experiencia temprana casi indispensable.
La atención pediátrica actual ya toma en consideración estos hechos. Hasta se inventó una manera de
que la madre pueda introducir su mano en la incubadora de su hijo prematuro. También hemos visto
(Cap. 6) el complicado plan que había que instituir para compensar la falta de contacto de un niño
criado en condiciones de absoluta esterilidad.
Estas derivaciones del conocimiento de las afecciones cutáneas son las que nos llevaron a prestar tanta
atención al trastorno descripto, a pesar de su relativa infrecuencia.

Historia clínica
Durante nuestra actividad hospitalaria hemos estado en contacto permanente con el servicio de
Dermatología, que nos enviaba a los niños con trastornos cutáneos eczematosos. Un cuadro típico, en lo
que se refiere a la personalidad materna y a la relación madre-hijo, es el siguiente. La madre era una
mujer joven -19 años- y muy infantil. El niño, que en el momento de la consulta tenía seis meses, no
había sido deseado por ella. El embarazo había obligado a la madre a casarse y no quería tener más
niños.
No lo había amamantado porque no tenía leche, y el niño no se prendía del pecho, ni intentó succionar.
Resultaba evidente, sin embargo, que si el niño no se prendía del pecho de la madre no era por
debilidad, pues se había prendido, en cambio, del pecho de la abuela que por entonces criaba también a
un lactante. Ella lo amamantó durante algunos días. Después lo alimentó la madre con mamadera. Sólo
tomaba al niño en brazos para darle de comer. Pero si el pequeño lloraba, no se ocupaba de él, sino que
llamaba a un chico vecino para que lo calmara. Tampoco se ocupaba de cambiado ni de bañado, etc. De
todo esto se hacía cargo la abuela.
Al niño lo perdimos de vista. La madre no cumplió con las citas.
Parece que su rechazo le impidió seguir las indicaciones y que todo esto le provocó un estado de
angustia aún mayor.

Balanceo
El balanceo es un trastorno cuantitativo y cualitativo de la motricidad. Como fenómeno episódico
y pasajero se presenta en todos los niños en un momento crítico de su desarrollo. Se considera patoló-
gico solo cuando se convierte en actividad principal y aun exclusiva. En niños criados en instituciones, el
balanceo sustituye a la mayor parte de las restantes funciones motoras. El movimiento violento y casi
continuo no parece guardar proporción con los recursos físicos del niño, pues esta actividad motora es
mucho más intensa que la que realizan los niños normales de la misma edad.
Según el grado del desarrollo y de la madurez neuromuscular del niño, el balanceo se efectúa en
distintas posiciones. Los lactante s de seis o siete meses lo realizan acostados sobre la espalda, los niños
mayores en cuatro patas. Cerca del año el niño puede balancearse también de pie.
Spitz observó esta conducta anómala en la mitad de los niños cuidados por sus propias madres en la
institución penal donde realizó sus investigaciones, y adjudicó la diferencia a una mayor patología de las
madres. Las describe como mujeres cuya conducta oscila rápidamente entre el cariño y la hostilidad.
Son de carácter histéricos, infantiles y pasionales. Tienden a las exageraciones: grandes entusiasmos,
teatrales demostraciones de cariño, desmedidas reacciones de furia. Sus cambios de humor, influidos
por acontecimientos insignificantes, son repentinos. Esto hace que su conducta sea completamente
imprevisible. El niño que por momentos se ve mimado, abrazado con pasión y cubierto de besos, puede
encontrarse de pronto, sin transición alguna, rechazado por la madre que le grita y hasta le pega. Las
madres que de un momento a otro pasan de la ternura al furor, de los besos al castigo físico, no ayudan
al niño a que establezca una relación objetal firme.
Además del balanceo, los niños mostraron retardo en su desarrollo psicomotor, en el sector social y
adaptativo. Tenían dificultades para manipular objetos y juguetes y también para conectarse con
cualquier persona, porque no habían podido formar una relación libidinosa estable, base de cualquier
otra relación ulterior.
El balanceo es una actividad sin objeto, autoerótica. Es una satisfacción narcisista. En los niños privados
de amor, sustituye a la relación libidinal. El movimiento sirve también para aislados e independizados
del mundo que los rodea, de la inestabilidad y de la incertidumbre.
Existe también un balanceo más benigno, observado en niños que se crían con sus familiares. En este
caso ya no es una actividad exclusiva. Sin embargo, si se prolonga más allá del primer año de vida, debe
interpretarse como un signo de privación emocional. Se efectúa generalmente en la cama, a la hora de
acostarse o por la noche, al despertar. Los niños se ponen en cuatro patas y golpean su cabeza contra
los barrotes de la cama. Esta actividad aparece por lo general en niños criados según preceptos muy
rígidos, con la consiguiente falta de estímulos táctiles. La austeridad emocional paterna se compensa
luego con exteriorizaciones repentinas de ternura. El clima emocional que rodea al niño es inestable y
oscila entre la privación sistemática y premeditada y la sobrecarga afectiva.
Historia clínica
La historia de un niño de cinco años, observado por nosotros, ilustra muy bien los efectos
patogénicos de la afectividad oscilante:
Las condiciones del ámbito familiar parecían ser inmejorables para favorecer el curso normal del
desarrollo del niño. El hogar parecía tranquilo y armónico, y los padres, bien avenidos. Sin embargo la
pareja era desigual. Marido y mujer, cada uno a su modo, querían mucho a su único hijo. Al padre,
hombre ya mayor, lo llenó de orgullo la llegada del niño, tardía prueba de su masculinidad. Era hombre
de intensa actividad intelectual, con un cargo de responsabilidad internacional. Viajaba constantemente
y cambiaba periódicamente su domicilio, según la sede principal de sus actividades. Cuando el niño
nació, la familia estaba instalada en Alemania. El recién nacido fue confiado a los cuidados de una niñera
muy rígida. Esta no permitía que nadie se acercara al niño y perturbara su quietud. El niño no recibía
chupete ni era acunado. No se lo tomaba en brazos más que para darle de comer. Cuando el niño llegó
al tercer mes de vida el padre se rebeló contra la tiranía de la nurse, la despidió y tomó a otra persona
más joven y afectuosa. Por estos días, en cumplimiento de sus funciones oficiales, el padre debió
emprender un viaje. Lo acompañó la esposa y el niño quedó al cuidado de la nueva nurse. Cuando el
bebé tenía nueve meses, la familia se trasladó a América del Sur. Esto determinó un nuevo cambio de
ambiente para el niño y nuevas niñeras que lo cuidaran. Por esta época la madre notó que el niño se
balanceaba con gran vigor. El ruido que hacía al golpear los barrotes de la cama no dejaba dormir al
padre, que se levantaba durante la noche y retaba al niño. Algunas veces llegó a pegarle. En otros
momentos, movido seguramente por remordimiento y sentimientos de culpa, el padre tenía arrebatos
de ternura y mimaba excesivamente al niño. La madre, una mujer treinta años más joven que su esposo
y de ternura simple y comunicativa, no pudo imponer su punto de vista menos riguroso.
Fuera de este síntoma, el niño no mostraba otros trastornos.
Estaba bien desarrollado, era inteligente y vivaz, se comunicaba fácilmente con la gente y parecía feliz.
Solo el balanceo delataba su inseguridad, su carencia de una relación afectiva estable.
Durante una consulta de orientación, aconsejamos a los padres que dejaran de castigar físicamente al
niño, que lo acunaran y le cantaran a la hora de dormir. El niño fue calmándose progresivamente, el
balanceo disminuyó y al poco tiempo desapareció por completo.
Cité la historia de este niño porque es ilustrativa en varios sentidos. No solo destaca la actitud
condicionante del síntoma, sino que muestra la intervención directa del padre en las conductas del niño.
El trato' afectivamente oscilante es traumático, venga del padre o de la madre, pero a pesar de que
subrayamos siempre la importancia de la participación paterna, estamos muy acostumbrados a reparar
solamente en la conducta de la madre.
Esta historia destaca también la importancia del tono emocional inconsciente. Cuando la relación básica
es buena, cuando no hay hostilidad reprimida, sea cual fue re el trato real manifiesto que las
condiciones externas imponen, el niño no se enfermará. Sólo la prolongación excesiva de la situación
traumática y la acumulación de conductas dañinas provocará patología. Este niño resistió separaciones
repetidas y cambios de niñeras hasta que un momento crítico de su desarrollo coincidió con una actitud
afectivamente oscilante de su padre. Sólo entonces desarrolló un síntoma de deprivación, que cedió
muy pronto al cambiar la actitud paterna.

Juegos fecales
Jugar con los excrementos e incluso llegar a ponerlos en la boca es un fenómeno normal,
pasajero, del segundo año de vida, cuando el niño aprende a expulsar o retener sus heces a voluntad.
Está muy orgulloso de su producto y obtiene placer aun ensuciándose con él. El asco de la materia fecal
sólo se adquiere con la educación esfinteriana, que se vale del repudio de las heces como instrumento
para el aprendizaje. Con el control, el niño transforma el gusto por sus excrementos en asco y ya no
juega con ellos.
En el primer año de vida los juegos fecales y la coprofagía son una manifestación patológica, y grave.
Pero son raros. Fuera de la observación de Spitz no encontré en la bibliografía respectiva referencias al
fenómeno.
Spitz, observó entre lactantes de 8 a 14 meses a dieciséis coprófagos en el instituto penal en que estos
niños fueron criados junto a sus madres, cifra que correspondía al 10 % de la población infantil total de
la institución. Encontró también que once de las dieciséis madres tenían un síndrome depresivo y
mostraban cambios de humor intermitentes respecto de sus hijos: bienestar y alegría se alternaban con
depresiones graves. La actitud cariñosa del principio cambiaba, en estas madres, alrededor del noveno
mes. Caían entonces en una depresión profunda, con rechazo no solo de los hijos, sino también de todo
contacto con el ambiente. Abandonados así, tras esa primera relación excelente con la madre, los niños
comenzaron a jugar con sus excrementos y a comerlos.
Probablemente estos chicos coprófagos se identificaban, mediante una comunicación preverbal, con
tendencias inconscientes de las madres en el sentido de introyectar el objeto perdido. La grave
depresión de la madre, que la aisló del hijo provocando privación emocional en él, se había producido,
en cuanto a la evolución libidinal, en el momento de transición entre la etapa oral y la anal. Respecto del
desarrollo de las relaciones de objeto, esta etapa corresponde en el esquema de Mahler al inicio del
período de ejercitación, anterior al de acercamiento, fase ésta que hemos señalado como crítica para
aquellas enfermedades psicosomáticas que se originan después del primer año de vida.
Esta manifestación patológica grave es, como vemos, fruto de la repentina pérdida emocional de una
madre dedicada y cálida producida en el momento en que el proceso de diferenciación y separación
acababa de iniciarse. La pérdida despierta una respuesta corporal directa en el niño, quien dramatiza
con una actividad presimbólica su esfuerzo de retener partes de sí mismo todavía indiscriminadas de la
madre. Reincorporar las heces evacuadas es el equivalente simbólico de la reintroyección de la madre
perdida.
Dada la infrecuencia de esta patología, la describo por fidelidad a Spitz, pero por falta de experiencia
personal al respecto no incluyo historia clínica.

Agresividad hipertímica
La agresividad hipertímica es una perturbación que no se observa en su pleno despliegue hasta
después del primer año de vida. Antes, el niño carece aún de capacidad física y motora para expresar su
agresión. Spitz incluye el síndrome entre los cuadros psicotóxicos, porque las condiciones que
predisponen para su desarrollo se dan en el primer año.
Se debe, según sus observaciones, a una conducta materna muy peculiar: una hostilidad percibida
conscientemente que se procura neutralizar deliberadamente mediante una demostración ficticia de
cariño. El hijo es un objeto de satisfacción narcisista, no un objeto de amor. La madre lo valora solo
como un logro, como un producto de ella misma. Algunas mujeres rechazan al niño como ser indepen-
diente porque da trabajo y constituye un obstáculo para su plena realización personal. En otros casos, la
aversión por el bebé se debe a que no ha cumplido con las expectativas que habían acompañado su
nacimiento, de arreglar con su mera existencia un matrimonio conflictivo y disarmónico. Estas mujeres
frustradas suelen darse cuenta de que su conducta respecto del niño es impropia y tratan de
compensada, lo cual da lugar a una actitud contradictoria, mezcla de ternura dulzona y forzada y de
aspereza y brusquedad.
Los niños que soportan tal relación desprovista de amor no se interesan por los contactos humanos, los
repelen: muerden y pegan a los adultos y a los niños de su entorno. En cambio, están muy familiarizados
con los objetos inanimados y son capaces de jugar solos con sus chiches durante muchas horas.
En el segundo año de vida, cuando ya caminan, comienza la hiperkinesia. Inquietos, en continuo
movimiento, ya no solo son hostiles a lo humano, sino que su destructividad en aumento se extiende a
los objetos y a los propios juguetes.
Fue Bowlby (1946) quien diferenció este trastorno estableciendo que constituye un grupo particular del
síndrome hiperkinético. Lo consideró consecuencia de una relación materna deficiente y hostil y lo
denominó agresividad hipertímica. Encontró también, a partir del estudio de delincuentes juveniles, que
predispone para la formación de conductas antisociales.

Historia clínica
Resumiré a continuación la historia de un niño con agresividad hipertímica que, por otra parte,
en el curso de su primer año de vida sufrió casi todos los trastornos que Spitz enmarca dentro de las
enfermedades psicotóxicas. Un síndrome cedió su lugar a otro, mostrando la desaparición y sustitución
de un síntoma no como curación, sino como una diferente manera de reaccionar del niño en evolución a
una privación afectiva traumática constante. La sintomatología se fue modificando en la medida en que
la maduración neurológica progresiva y la estructuración dificultosa del Yo precario ampliaron la gama
de sus respuestas defensivas.
Cito esta historia al terminar el estudio de las enfermedades psicotóxicas porque permite la discusión de
algunas ideas de Spitz. No confirma, por ejemplo, su tesis de que a cada tipo de hostilidad materna
corresponde un trastorno específico según una relación directa lineal entre tipo de conducta de la
madre y enfermedad provocada en el niño.
Lo que vemos en el contexto familiar que esta historia ilustra es que el niño responde a la hostilidad
materna, sea cual fuere su manera de exteriorizarse, con trastornos expresados por la disfunción de los
órganos de mayor actividad en el momento de la privación afectiva. Con la persistencia de la privación
se modifican los síntomas de acuerdo con las necesidades y capacidades fisiológicas del período
evolutivo correspondiente. Es decir que lo que determina el síntoma es más bien la posibilidad expresiva
del niño, y no los matices del rechazo materno.
El medio en que Spitz realizó sus observaciones, de madres solteras, delincuentes, exponentes de una
patología extrema, brindó quizás un fondo peculiar para que un investigador tan minucioso se centrara
en ciertos tipos maternos definidos como condicionantes de los trastornos infantiles. En la vida familiar
promedio de nuestro mundo actual estos caracteres no se destacan tan nítidamente: se diluyen en
cierto grado en la convivencia cotidiana con los otros miembros de la familia. A su vez, la observación
longitudinal del niño en su medio permite divisar mejor la variedad de respuestas infantiles según las
vicisitudes del desarrollo.
Juan es traído a la consulta por su cada vez más intensa e inmanejable agresividad. Tiene ocho años, y si
bien los padres buscan solo ahora ayuda, a instancias del colegio; los datos anamnésicos muestran una
secuencia de síntomas desde su nacimiento y durante su evolución que van correspondiendo a casi toda
la patología psicotóxica.
Es hijo de una pareja mal avenida. La madre, infantil, inmadura, se casó muy joven con un hombre
mayor y dominante. La relación se encaminó mal. Hubo dificultades sexuales. La madre, con aversión
por el contacto sexual, rechaza el embarazo y, luego de su nacimiento, al hijo. Lo ve feo, no le puede dar
de mamar porque duelen los pechos. Por una episiotomía supurada tiene que guardar cama y el bebé es
cuidado por una nurse.
Juan se torna inquieto, irritable, llora mucho. El padre ordena encerrado en su habitación y no acudir a
su llamado. Al cabo de algún tiempo, deja de llorar y reclamar; se repliega sobre sí mismo y descubre
una manera de satisfacerse solo balanceándose. Empieza movimientos rítmicos de brazos y cabeza muy
precozmente, alrededor de los tres meses.
Cerca de los ocho meses comienza a rumiar, en un intento inconsciente de establecer una relación
objetal sustitutiva de la que no pudo formar con la madre. El regurgitar constantemente el alimento
tragado desencadena a los nueve meses un serio proceso de deshidratación. La recuperación se
acompaña de conductas alimentarias regresivas y de una erupción cutánea eczematosa que obligan a la
madre a dedicarse más al bebé, a lo cual éste responde favorablemente. Pero tanto la rumiciación como
el eczema aparecen ocasionalmente hasta hoy.
Y los traumas prosiguen. Cuando tiene dos años y medio nace su hermano, a quien recibe con un
rechazo que también persiste en la actualidad. La madre cae en una grave depresión posparto y se
decide enviar a Juan a un jardín de infantes en el momento en que más hubiera necesitado de ella. El no
quiere ir y protesta, pero sin resultado. Finalmente es expulsado del jardín por su conducta violenta:
muerde y patea a los chicos.
Esa conducta agresiva continúa desde entonces. Es rebelde, inquieto, desatento, desprolijo; agrede al
hermano ya los compañeros de colegio. No tiene amigos; no quiere ir al colegio. El padre lo quiere
disciplinar con palizas; la madre se pone en contra, hasta que también logra exasperada a ella, que
siente que la provoca intencionalmente. Al principio le grita, y finalmente también le pega,
manifestando abiertamente su rechazo.
Durante la entrevista con los padres se evidencia un gran monto de ansiedad y un sentimiento de culpa
en la madre. Se da cuenta de sus falencias en el rol materno y se autoacusa. Trata de reparar, pero no se
siente acompañada por el marido y es inconstante y cambiante en sus actitudes compensatorias.
Estuvo en tratamiento por su depresión posparto, pero al ceder ésta terminó su terapia sin lograr una
curación a fondo. Tras una fachada histérica configurada alrededor de un conflicto edípico mal resuelto
persiste un núcleo psicótico. Las relaciones sexuales con el marido -son rechazadas tanto como su
consecuencia, el embarazo. Parece que el marido representa para ella al padre, y el hijo es repudiado
por vivido como fruto del incesto. Esta repulsión profunda es la que dio origen a la serie de
enfermedades psicotóxicas de Juan que reseñamos y que culminaron con la agresividad hipertímica.
El niño tiene, también, fantasías terroríficas de monstruos prehistóricos o ultraterrestres que corporizan
las fantasías de la madre de él como monstruo, según se vio en la hora de juego familiar diagnóstica.
Existe el peligro de que este niño hipertímico agresivo se transforme en un adulto psicópata, asumiendo
definitivamente el rol tremebundo endosado por la madre. Para prevenir esta evolución habría que
emprender una terapia familiar o vincular. El tratamiento del niño solo, sin la modificación de las
condiciones patógenas, está probablemente condenado al fracaso. Sin embargo, muchas veces es el
único medio a nuestra disposición, y lo emprendemos con la intención de que los cambios en el niño
lograrán provocar actitudes paternas diferentes. Se impone, así, cierta ductilidad por parte del
terapeuta, quien debe tener presente que el tratamiento de un niño no se limita a modificar una
patología actual, sino que también trata de prevenir un trastorno futuro-más grave. Tiene que elegir,
entre las estrategias que las circunstancias permiten, la terapia que ofrece más probabilidades de éxito.

También podría gustarte