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HISTORIA DE LA LITERATURA GRIEGA

C. M. Bowra

III. LA TRAGEDIA GRIEGA

Una de las representaciones religiosas antiguas consistía en la realización de una danza


coral por individuos disfrazados de animales, que, según su propio convencimiento, los ayudaba a
asemejarse y a acercarse a las divinidades. Esta práctica religiosa, junto con otras muchas, fue
absorbida por la religión de Dionisos durante el siglo VIII y VII antes de la era. Esta canalización
religiosa conllevó un cambio de mentalidad: Los disfraces de chivos representaban al mismo
tiempo al espíritu de los bosques y de la vida silvestre y al dios Dionisos, exponente de las
exaltaciones extáticas, los secretos de la naturaleza y los misterios de la vida humana.
Este cambio se hace palpable en dos ejemplos históricos: (1) La adaptación del culto de
Dionisos a los coros consagrados a Adrasto (héroe local) a mano del tirano Clístenes en Sición y (2)
la organización de ritos con un coro dramático de la mano del poeta Arión en Corinto en 620 a.C.
En este momento, el ditirambo o canto de Dionisos pasó de canción improvisada a himno coral
con música y acción mímica, mientras que el elemento dramático se fue desarrollando con el tiempo
y el director del coro se convirtió en un personaje que dialogaba en canciones con el resto del coro
(Teseo de Baquílides).
Los cambios en el canto dramático propició el despertar del anhelo artístico y literario:
La población ateniense comenzó a sentir la literatura como una necesidad gracias al contacto con
forasteros distinguidos (salvaguardados por príncipes y nobles con gustos refinados) y recitaciones
anuales de poemas homéricos (surgidas de la mano de Pisístrato). Dionisos se convirtió en el
paraguas de estas inquietudes literarias gracias al canto y la danza en su nombre que han ayudado a
preservar los pensamientos y los sentimientos de la sociedad ateniense.
De esta manera, podemos decir que nació la tragedia ática en la primavera del año 535 a.C.
en el gran festival de Dionisos con la composición de Tespis, que apareció con su coro de tragôdoi
o cabros cantores y representó un drama rudimentario. Esta primera creación era cantada y no
hablada y tenía una acción muy sencilla en la que únicamente el jefe del coro tenía un papel
definido. En poco tiempo, la tragedia se convirtió en el género literario por excelencia,
concretamente durante el siglo V, y su descenso coincide con el derrumbe del imperio ateniense.
Características de la tragedia ática primitiva:
• Conservación del carácter dionísiaco, como la conservación del coro, que expresó siempre
nociones de la mente religiosa.

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• Se refiere siempre a los extremos fundamentales de la vida y de la muerte y, especialmente, a la
relación del hombre con sus dioses.
• La no representación de acciones violentas para el público, sino que eran narradas por un
mensajero. Esta característica se deriva del origen de cantata de estas tragedias, en las que se
narraba alguna proeza que no era representada.
• Representación de hechos de una saga o una leyenda, confiriendo solemnidad al género
dramático.
• Consideración de la tragedia como una actividad religiosa, lo que explica la expresión de las
meditaciones más profundas del ser, así como ayuda a comprender la unidad espiritual de un
pueblo y el reconocimiento del arte dentro de la conciencia común.
Desgraciadamente, no se conserva nada de ninguna tragedia primitiva, salvo pequeños
detalles de su estilo o estructura formal como son: escena única, pocos actores, lenguaje sublime,
discursos fijados de antemano, diálogo entre los actores recitados, complicados cantos del coro,
problemas arduos de religión y moral, tersas verdades caseras y sencillas; es decir, aquello que
Aristóteles calificaba como "breves mitos y lenguaje ridículo".

Esquilo (525-456 a.C.). Perteneciente a la generación que peleó en Maratón y que derrotó a
los invasores persas, Esquilo contribuyó a dar forma definitiva a la tragedia griega, pues aumentó a
dos el número de actores y redujo el coro haciendo cobrar importancia al elemento hablado sobre la
parte cantada. A diferencia de los tragediógrafos anteriores, la unidad artística de Esquilo no era la
tragedia, sino la trilogía, es decir, tres tragedias relacionadas por el asunto. Estas tragedias estaban
seguidas por una pieza semihumorística, una drama sarítico, donde un tema heroico era tratado con
comicidad. De estas últimas apena se conserva algo. La mentalidad artística de Esquilo, pues, queda
reflejada con esta propuesta, pues éste considera que la humanidad se mueve por un destino
trascendente, que el ser humano está supeditado a la voluntad de algo por encima de su propia
voluntad, la voluntad divina.
El drama más antiguo de este autor conservado es Las suplicantes, de la primera década del
siglo V y que es la primera pieza de la trilogía formada por Los egipcios y Las hijas de Dánao, hoy
perdidas. Las suplicantes se caracterizan por el carácter arcaico que impera en esta obra, presente
a través de la importancia del coro con un papel principal, la sencillez de la acción, el número
reducido de actores y la magnificencia de estilo.
Las cincuenta hijas de Dánao han huido con su padre a Egipto a su hogar tradicional de Argos, por no
casarse con sus parientes, unión que consideran antinatural. La intriga de la obra consiste en los
esfuerzos de estas por obtener protección y la llegada de un heraldo de Egipto, que anuncia la
presencia de pretendientes rechazados. La gran emoción de la obra se condensa en el momento en el

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que las suplicantes piden a Zeus que las liberte o se estremecen de horror antes las amenazas del
heraldo.
La acción es lenta y escasa, los personajes apenas están dibujados, pues las palabras, aun
siendo sublimes y soberbias, no aciertan a caracterizar a los personajes y el diálogo presenta una
extraña rigidez. Aun con todo, los versos parecen dictados por el sentimiento mismo del ansia y la
tortura que doblega a los personajes.
El problema fundamental que presenta Las suplicantes es de carácter ético, pues, las
mujeres que pretenden escapar al matrimonio son tan censurables como los egipcios que intentan
sujetarlas por la violencia; y parece que, en la continuación, el autor da su aprobación a una sola
mujer, Hipermnestra, quien accede a su instinto de mujer y viene a ser abuela de los reyes de Argos.
La siguiente obra que conocemos de Esquilo es Los persas, representada en 472 a.C., que, a
diferencia de las demás, se representaba como una unidad aislada, sin pertenecer a ninguna trilogía
y trata de un tema casi contemporáneo, la batalla de Salamina, acontecida solo ocho años antes. En
Los persas Esquilo celebra la heroica victoria ateniense y la describe, pero, sin embargo, es
ecuánime con el enemigo y también les concede la grandeza en la derrota, representando a una
anciana reina digna y noble y una majestuosidad al espectro de Darío como corresponde a un gran
rey, así como las lamentaciones de Jerjes.
La escena es en Susa, capital de Persia, donde los Ancianos y la Reina Madre aparecen llenos de
presentimientos sobre la fatalidad que amenaza a Jerjes y a su ejército. Un mensajero anuncia su
derrota en Salamina y el espectro del gran rey Darío aparece para profetizar peores calamidades. Llega
a esto, el fugitivo Jerjes, y la obra concluye con sus lamentaciones y los llantos del coro.
Su éxito reside en el estilo, con unos versos con efectividad inmediata, que transportan a la
atmósfera triunfal de las luchas por la libertad de Grecia, es decir, sosteniendo el temple heroico
aunque, desgraciadamente, privado de la musicalidad del final. El tema por tanto, es la arrogancia
humana aniquilada por los dioses pero sin ser subrayada la consecuencia moral, sino que se desliga
simplemente de los versos.

La pieza siguiente, Prometeo encadenado, abre una trilogía que trata el momento en el que
Hefesto y la Fuerza clavan a Prometeo en la roca y en la que Esquilo parece olvida a los hombres
para centrarse en los dioses, pues no aparecen figuras humanas.
El Titán Prometeo ha ayudado a los hombres a robar el fuego del cielo y Zeus lo sentencia a ser
encadenado en una montaña. En su soledad, es visitado por el coro de ninfas Oceanidas, por el Océano
mismo y por la errante Io. A todos ellos les anuncia el futuro y les cuenta lo mucho que ha hecho por
el hombre, quejándose de la crueldad de Zeus. Declara, así mismo, saber a ciencia cierta que Zeus será
derrumbado y confiesa poseer el secreto de que depende el destino del dios. Hermes, que lo escucha,
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le exige su secreto. Como Prometeo rehusa a decírselo, es precipitado por el Tártaro, en medio de un
inmenso cataclismo y terremoto.
Prometeo encadenado es una de las obras más inspiradas de la humanidad. Se mueve con
facilidad en un mundo trascendental donde las perspectivas son mayores y más claras que en la
tierra misma. Prometeo es la personificación del espíritu, aceptando el sufrimiento a cambio del
bien que puede hacer. Su orgullo indomable se contrasta con el gárrulo Océano y con la torturada Ío
al mismo tiempo que sus discursos son magníficos argumentos para justificar su conducta; sin
olvidar el abuso de poder que representa en la figura de Zeus.
El conflicto se establece entre dos causas, el mejoramiento de la humanidad y la necesidad
del orden. Esquilo había presenciado el auge del imperio ateniense, y sabía que toda consolidación
del poder implicar el sacrificio de algunas cosas buenas. Creía que aun los dioses pueden aprender y
perfeccionar sus métodos; por ello concibió una reconciliación final entre los dos poderes opuestos.
La siguiente obra de Esquilo vuelve a tratar la edad heroica y, en 467 a.C., representó una
trilogía sobre los pecados y las calamidades de la casa de Labdaco. Desgraciadamente, solo se
conserva la tercera tragedia, Los siete contra Tebas.
Los hijos de Edipo se matan mutuamente en combate, lo que pone final a la raza maldita. Pero, en la
obra la maldición queda en un segundo plano. Etéocles, el hijo que defiende a Tebas contra su
hermano, prototipo de guerreros y de gran hombre, además de ser jefe y casi el personaje principal. Él
mismo anuncia la inevitable guerra, mofándose del coro de mujeres, por la cobardía con que acoge la
noticia, y toma las medidas del caso para prevenir todas las posibles vicisitudes. La mayor parte del
drama consiste en escenas en que se le ve dictando órdenes; y aunque en ellas hay poca acción, poseen
una gran belleza dramática y descriptiva. Al fin, Etéocles sale a defender la ciudad y a combatir a su
hermano, y poco después averiguamos que ambos han muerto. Este es, probablemente, el final, pero la
obra nos conduce a la amenazante sentencia de Antígona, que conecta la conclusión de Esquilo con la
obra de Sófocles y Eurípides. Esta última escena, es, seguramente, una adición posterior.
La escrutura de Los siete contra Tebas es arcaica, pues está formada por una serie de
escenas inconexas y se sostiene por una gran carga de imaginación del espectador. Etéocles, como
héroe de Esquilo, no es un mero juguete del destino, sino que es un personaje con propia voluntad y
que se encamina arrojadamente hacia su fin, es decir, la herencia maldita no afecta su carácter.
En en el año 458 Esquilo presenta su última obra, la Orestía, que vuelve a tratar de uevo la
culpa hereditaria, formada por tres piezas: Agamemnón, Las coéforas y Las Euménides,
conservadas todas ellas. Esta trilogía demuestra la adición de novedades dentro de la misma obra,
como el actor suplementario y la decoración pintada, influido por la obra de Sófocles.
En Agamemnón, el Atrida regresa victorioso del sitio de Troya y encuentra su propia muerte a manos
de Clitemnestra, su esposa. La obra se inicia con una escena en la que el vigía, en lo alto del palacio,
espera la fogata que ha de anunciar la caída de Troya. Han pasado diez años en su acecho y cuando al

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fin descubre a lo lejos la luminaria, su alegría sólo dura un instante, porque conoce los abominables
secretos de la casa y sabe del culpable amor que siente su esposa y Egisto, tras su larga ausencia. El
coro entona entonces sobre la sospecha y la retribución de la falta, suspendida como amenaza; y el
ostentoso descaro de Clitemnestra mitiga el temor sin disiparlo por completo. Llega Agamemnón y
Clitemnestra lo hace pisar tapetes púrpuras, a pesar de la moderación recomendable a los
conquistadores. Al entrar en su palacio, Casandra, su cautiva, predice su muerte en una escena de
desbordado patetismo. Después se oyen los gritos del rey moribundo y Clitemnestra aparece y cuenta
lo que acaba de hacer.
En Las coéforas, su hijo Orestes, venga la muerte de su padre matando a su madre. Esta segunda
obra comienza con una escena sencilla y sin exageraciones en la que se da el encuentro y
reconocimiento de Orestes, desterrado desde su infancia, y su hermana Electra. Tras ella, un dúo
antifonal aparece en el que Orestes y Electra invocan el espectro del padre y le piden ánimos para la
venganza. Orestes, en este momento, se atreve a matar a su propia madre, tras un cambio de palabras
breve y doloroso. Rl esfuerzo ha sido excesivo para él y, a punto de perder la razón, sólo tiene tiempo
de declarar que ha obrado según la estricta justicia.
En Las Euménides, aparece la solución a los dos dramas anteriores, pues Orestes es exculpado y
purificado de su crimen. Las Furias, alentadas por el espíritu de Clitemnestra, reclaman la muerte de
Orestes. éste, confinado en el amparo de Apolo, se presenta ante el tribunal y es absuelto. La trilogía
acaba con un himno triunfal en que se enuncia que las Furias se han transformado en deidades
protectoras de Atenas.
Cada tragedia posee su unidad propia, pero hay una unidad superior que a todas ellas las
conforma así como un tema común como es la sangre con la que se rescata la sangre derramada.
Los personajes son individuos responsables de su destino y se caracterizan a sí mismos mediante su
conducta y sus actos. Los coros, a su vez, son los portavoces del sentir personal del poeta o
expresan las reflexiones y los sentimientos que los hechos sugieren.
El final y la conclusión de estas obras es más religiosa que ética, pues hay un cambio en el
orden natural del mundo: las Furias pertenecen a un orden antiguo, que está dando paso al
advenimiento de las nuevas deidades, como Apolo o Atenea, aunque aún no han sido desposeídas
por completo, pero se deja entrever que esta concepción antigua de "guardianas de las leyes" está en
pleno cambio.
La madurez del poeta es palpable, pues ha superado la etapa de las limitaciones líricas y
presenta en estos casos escenas sucesivas con acciones violentas a las que acomoda el lenguaje,
como se puede observar en los quejidos del moribundo rey, el lenguaje coloquial del vigía o las
sentencias de Orestes. Lo mismo sucede con el estilo, que se adapta de manera más flexible a la
situación dramática. Los personajes dejan de ser ejemplares de la grandeza heroica para convertirse
en personas con carácter propio y definido hasta el final (como el orgullo de Clitemnestra al mismo
tiempo que su ternura por su hija sacrificada).
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Esquilo, por tanto, se adueña de la cantata y la hace tragedia a la vez que medita sobre el
destino humano y por ello, sus dramas eran el espejo de sus meditaciones sobre la criatura humana.
Su mirada era tan segura y su juicio tan humano que sus figura nunca son muñecos, sino que son
siempre entes individuales y vivos que no pierden su elocuencia y su vitalidad. Así mismo, ellos
mismos escogen con libertad su propio destino, del que depende su porvenir. El dramaturgo pues, es
un libertador, que resuelve las discordias religiosas sin mirar la religión misma. Su religión lo hizo
poeta y su incomparable don verbal, sus sorprendentes metáforas, sus raptos súbitos o inesperadas
rigideces, sus momentos de gracia o ternura, su facilidad en el manejo de lo sobrenatural y lo
terrorífico, eran otros tantos presentes de la divinidad que hablaba por sus labios, convirtiéndolo en
instrumento de su revelación.

Sófocles (495-406 a. C.). Símbolo de la edad de Pericles, Sófocles es el claro ejemplo de los
mejores días de Atenas. Fue un hombre de opiniones moderadas, respetuosos con la religión y la
moral, que vivió en armonía con su época siendo amigo de los poderosos y respetado por toda la
sociedad. En el plano artístico, fue un poeta continuador de Esquilo, en cuanto a que representaba
en el teatro los extremos de las relaciones entre el hombre y los dioses. Continuó, por tanto, la
forma tradicional a la que introdujo reformas técnicas, prefiriendo el drama aislado , aumentando el
número de actores y enganchando el campo de la acción dramática así como acentuó los perfiles del
carácter y el alcance de los motivos.
Su primera obra, Los sabuesos, se conserva de manera fragmentaria, pero aún así es
perceptible la influencia ejercida por Esquilo.
Trata del robo de los toros de Apolo por Hermes y presenta a los dioses empeñados en rivalizar de
ingenio entre las ninfas y los carboneros de Arcadia.
El primer drama competo que conocemos es Ayax y trata el conflicto de un gran hombre con
su destino. Sófocles presenta a este héroe como culpable de su destino por haber desacatado a los
dioses, pero esto no le impide que por el personaje se pueda sentir simpatía o que hable en un
lenguaje acorde a su condición aristocrática con términos nobilísimos. Tanto su personaje como el
mismo poeta no intentan justificarse ni sublevarse contra la sentencia divina.
El héroe Ayax ha sufrido una injusticia por parte de los capitanes aqueos. En un momento de locura,
da muerte al ganados de estos, creyendo acabar con sus enemigos. Al recobrar la lucidez, se considera
deshonrado y se suicida.
Sin embargo, Sófocles no concluye la obra aquí sino que a la muerte de Ayax le
sigue una disputa sobre el destino del cadáver, que llega a tomar un tono grosero.
Odiseo, principal enemigo de Ayax se convierte por la pluma del dramaturgo en el abogado de sus
honras fúnebres. La animadversión que Odiseo le tenía no traspasan la muerte por lo que la pieza
concluye con consuelos de perdón y reconocimiento del honor del difunto.
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En este momento, el dramaturgo aún no había llegado a armonizar los requerimientos
dramáticos con la acción presentada, por lo que está todavía lejos de presentar una perfecta unidad
ética y artística.
En la Antígona (442 a.C.) chocan la ley divina y la ley humana alcanzando notas más
humanas y trágicas.
Antígona se dispone a enterrar a su hermano muerto, a despecho del edicto de Creonte, su pariente,
que le niega todos los ritos fúnebres como castigo a su traición. Por esta desobediencia, Antígona
incurre en la pena de muerte, pues ella también ha caido en la culpa del desacato, según se lo dice su
hermana, la encarnación de la feminidad ordinaria.
Antígona es un elemento de contraste entre dos expresiones del bien, pues contrapone la ley
y el orden impuesto por Creonte con los principios imborrables y no escritos de la piedad celeste,
encarnados por Antígona. Ambos personajes pierden un elemento muy importante de su ser:
Creonte a su hijo, a su esposa, a su orgullo y a su propio corazón al tiempo que Antígona pierde su
vida. Esto se debe a que Sófocles concibe la esencia de la tragedia como un conflicto y una pérdida
y, aunque el elemento trágico no puede anularse, el saber que el sufrimiento es merecido sirve de
alivio al espectador.
Antígona va construyéndose a medida que la tragedia va transcurriendo. Comienza con una
devoción excesiva por el muerto y se muestra seca con su hermana, pero gradualmente se va
humanizando y comienza a justificar su actuación con razones morales y otras increíblemente
tiernas hasta el punto de enfrentarse a la muerte perdiendo casi el valor y piensa en todo lo que se le
va con la vida. Al mismo tiempo que crece la simpatía hacía la portagonista, disminuye la que
sentimos por Creonte, que en un principio solo parece ser un gobernante empeñado en restablecer el
orden de la ciudad, pero que a medida que se desarrollan los hechos se revelan el orgullo que
destilan sus actuaciones hasta el punto de desoír las advertencias del profeta Tiresias y los consejos
de su hijo.
Los cantos del coro examinan los extremos de la cuestión y explican su significado general,
por ejemplo entonando un himno a la astucia y a la grandeza del hombre cuando Antígona
desobedece a Creonte, o la loa que entona sobre el amor invencible en los combates, cuando
Hemón, enamorado de Antígona argumenta con su padre. En conclusión, Antígona presenta el paso
estrecho entre lo presente y lo particular, que acaba asumiendo un sentido universal y perdurable.
En las Tarquinias Sófocles trata un asunto verdaderamente trágico y busca su solución
mediante las emociones religiosas. Los personajes, sobre todo Deyanira, están dibujados con mucha
sutileza, mostrando su lucha interior de celos y ternura o su ansiedad por recobrar el amor de su
esposo frente a un Heracles sin muestras de piedad, encarnación de la virilidad heroica, sobre cuya
existencia los dioses se han complacido en acumular fardos y fatigas. Entre ellos hay, pues, una

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contraposición de caracteres y de sentimientos, la esposa es enteramente natural y él, en cambio,
está más allá de los ordinarios contornos de lo humano. La muerte de Heracles, por tanto, no es
igual que la de la joven, ya que es un momento de apoteosis, una recompensa por las muchas penas
que el héroe ha padecido. En resumen, su muerte entra dentro del plan divino y es un tránsito del
héroe a la divinidad.
La joven Deyanira causa incautamente causa la muerte de Héracles, su esposo, por el desmedido
afán de conservalo suyo, y al fin acaba suicidándose.
El hombre, en Sófocles, es más intenso que moralista, por lo que hemos visto hasta ahora, y
no le basta con apelar a la fe, sino que queda un sentimiento resentido de la injusticia de los dioses,
pues, en definitiva eso es Las tarquinias, un conflicto entre los dioses y el hombre. Aunque se
conserva religioso hasta el fin y profundamente respetuoso con las ceremonias y los cultos de
Atenas, parece percatarse alguna que otra explicación ortodoxa del sufrimiento como algo cruel.
Sófocles de dio cuenta de que, en las garras del inevitable desastre, el hombre alcanza la cima de su
nobleza.
Escrita a comienzos de la guerra entre Atenas y Esparta, Edipo Rey refleja los funestos días
de la plaga que devastó a Atenas. Considerada la tragedia perfecta por Aristóteles, la pieza posee
una originalidad singular, un argumento, un estilo, unos personajes y una poesía que no se llegaron
a superar.
Narra la trágica historia de un gran hombre perseguido y atrapado por la fatalidad. Edipo ha
sido advertido por el oráculo de que habrá de casarse con su madre y dar muerte a su padre. Hace
cuanto puede para huir de semejante destino, y al fin, años después, descubre que no ha hecho más
que cumplir los avisos del oráculo. El descubrimiento de la espantosa verdad y el rapto del dolor lo
lleva entonces a arrancarse los ojos.
Edipo es un hombre, ingenioso, valiente y honesto que es arrastrado por su propio carácter a
investigar más y más, y cuando al fin da con la verdad, su ánimo (θυμός) se quiebra y, horrorizado,
se ciega a si mismo. Sin embargo, es un héroe al estilo moderno, pues también tiene defectos, como
un temperamento violento y una autoritaria rapidez para la acción, que lo precipitan a convertirse en
una víctima señalada. El acto de cegarse a sí mismo, muy importante para la sensibilidad griega, no
es más que un anhelo de escapar de la culpa que cae sobre él. Los demás personajes también están
perfilados adecuadamente: Tiresias está deseoso de ocultar la verdad pero se ve obligado a
confesarla, Creonte es un hombre convencional y honorable al mismo tiempo que Yocasta se
presenta como una esposa profundamente femenina y que sueña con la felicidad de Edipo. Sin
embargo, todos son presos de la red de horrores mortales.

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Esta obra es esencialmente trágica en el sentido de que es una lucha constante contra
accidentes insuperables al mismo tiempo que revelan toda la nobleza del héroe que,
desgraciadamente, es vencido por el destino.
Electra trata el mismo tema que Esquilo en Las coéforas con un cambio fundamental, ya
que Orestes deja de ser la figura principal y es ocupada por su hermana Electra. Esta es tratada de
manera diferente que en la tragedia de Esquilo, pues aquí su soledad, su amargura, sus lamentos por
las calamidades pasadas y sus esperanzas por el regreso de su hermano. La acción, por tanto, se
refiere a la noticia de la muerte de Orestes, su llegada y la venganza que toma de Clitemnestra y su
amante. Estos últimos personajes no parecen ser tratados con objetividad pues A Sófocles no le
interesan las significaciones éticas sino las reflexiones y los sentimientos que conducen a los
personajes. Lo cierto que es, tras las barbaries cometidas en la guerra, Sófocles conoce y entiende el
afán de venganza y la dureza de corazón que se ocasionan al sufrir graves agravios. Se puede
considerar, entonces, como un drama casi objetivo, libre de intenciones religiosas o éticas.
Filoctetes es una de las obras que Sófocles escribió en su vejez, siendo representada en el
409 a.C. Con esta obra el poeta ateniense intentó acercar a Troya al héroe Filoctetes, abandonado
por diez años en una isla desolada y presentado como un personaje solitario y abandonado cuya
vida aparece quebrantada por enfermedades y continuas dificultades aunque sigue siendo un gran
hombre, noble, generoso y honorable.
El tema del drama es el intento de Odiseo, a través de Neoptólemo, hijo de Aquiles, para
comprometer a Filoctetes mañosamente y hacerlo ir a Troya. Odiseo aparece endurecido por la guerra,
al mismo tiempo que entiende de razones de Estado y casi de nada más y a ellas sacrifica la fuerza, el
honor y la caridad. Apela, por tanto, a la ambición y al sentimiento del deber de Neoptólemo y por
algún tiempo le va bien. Neoptólemo se muestra muy dotado para los embustes y está a punto de
persuadir a Filoctetes, cuando todo se viene abajo. La amistad abierta y confiada de Filoctetes
conmueve al joven guerrero, quien de repente le confiesa toda la verdad. Su nobleza natural triunfa
sobre su ambición y sobre su sentido de la disciplina. Entonces los tres caracteres se enfrentan en un
conflicto sin solución. Filoctetes sabe que Odiseo lo necesita, y no quiere ceder un punto en sus
sentimientos hostiles. Odiseo por su parte maldice y se desespera en vano pero no puede dominar la
simpatía que siente Neoptólemo sobre Filoctetes. Por tanto, la única solución es la intervención divina.
A través de estos versos, un anciano Sófocles revela su fina intuición psicológica y su
capacidad de abarcar las tempestades que agitan a las naturalezas superiores. Estos elementos
trágicos se superponen a todos los demás, ya que no encontramos discursos de mensajeros, los
cantos de los coros no tienen mucha importancia y cada verso parece calculado para ir trazando la
situación dramática en que los personajes se van enredando. El honor de nuestros personajes es
amenazado por el interés o corroído por largos agravios. La degradación miserias creadas por la

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guerra nos dan el plano de fondo sobre el cual se mueven las torturadas figuras, y aun cuando el
final es en cierto modo feliz, las palabras de ira se reducen gracias a una calma divina.
La última obra de la que tenemos constancia es Edipo en Colono, en la que muestra que
Edipo en es culpable de sus actos horrendos y que su expulsión de Tebas no es más que una
incalificable crueldad. Su muerte es el alivio de sus sufrimientos y a través del dolor un gran
hombre alcanza, a través de la muerte, la naturaleza divina.
El anciano y ciego Edipo ha llegado al Ática sabiendo que ese será su lugar de fallecimiento y la
influencia benéfica de sus restos protegerá para siempre a Atenas. A pesar de la devota compañía de
sus hijas y de la caballerosa acogida que le dispensa Teseo, rey de Atenas, Edipo no deja de encontrar
obstáculos en el final de su vida. En la primera parte el drama nos muestra el horror de pueblo
ateniense a su presencia, y cómo Creonte, mediante el fraude y la violencia, trata de ganar para Tebas
la protección sobrenatural que le pertenece a Atenas. Pero estas feroces escenas quedan trascendidas
en el milagroso final, donde Edipo, sin guía alguno que lo conduzca, escucha una voz del cielo,
adelanta a solas y entra en la tierra confiado e invisible. Su cuerpo, pues, ha de descansar en Colono y
Sófocles ofrece a Atenas esta idea consoladora en los últimos días de la Guerra del Peloponeso,
intentando distraer la atención pública de los dolores presente e invitándola a meditar en la dulzura del
campo en en sus inmemoriales tradiciones sagradas.

Eurípides (480-406 a.C.) es hijo del movimiento sofístico, provocando un ente escéptico
con una visión crítica de la sociedad al mismo tiempo que un ateniense agnóstico con una visión
mitológica de los dioses olímpicos. No extraña, por tanto, que abordase la tragedia enteramente
desde el ángulo humano y ve a los dioses como poderes ciegos, destructores e irracionales de la
naturaleza. Su interés estaba en los seres humanos y su contribución a la evolución artística consiste
en su amplia visión y su agudo entendimiento de los hombres y las mujeres. Su campo era, pues,
toda la humanidad y buscó sus temas en caracteres hasta entonces olvidados o desdeñados.
Su primera obra es El cíclope, un drama satírico sobre un episodio de la Odisea, en la que,
no solo aparece la presentación de la vida pastoral del Cíclope sino que también hay un nuevo
sentido de la humanidad. El Cíclope es semejante al de los poemas homéricos pero Eurípides
desarrolla su carácter y dibuja sombras y matices en el contorno trazado por Homero. Es borracho,
lascivo y bestial aunque no carece de cierta alegría y cierto espíritu poético con su rasgo de hijo de
la naturaleza.
La otra obra primeriza del dramaturgo es Alcesta, datada en el 438 a.C.. Esta obra ocupa el
lugar de un drama satírico y, aunque no es una tragedia, apunta a la incipiente mentalidad de
Eurípides.
Un rey es salvado de la muerte porque su esposa consiente en morir por él, y la esposa es rescatada de
la muerte por Heracles. La emoción de la reina moribunda y la intervención de Héracles ebrio

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permiten apreciar el don del dramaturgo para sacar el mayor partido a las situaciones. Pero, en cierta
manera, el público acaba desconcertado pues el rey Admeto, que esperaba noble y heroico resulta ser
inferior y ridículo, por su miserable insistencia en que su mujer se sacrifique por él y por la compasión
con que se considera a sí mismo, una vez que se ha consumado el sacrificio. Sólo Heracles logra evitar
que se derrumbe en el descrédito más completo.
Los asuntos de la tragedia griega tenían que buscarse entre las historias de la Edad Heroica y
esta limitación sin duda entorpecía la índole moderna y "progresista" de Eurípides, que, aceptó tal
limitación y trató con nuevo espíritu las viejas historias, procurando en ellas lo que había de verdad
permanente, dando como resultado una serie de dramas sobre las mujeres famosas de la
Antigüedad. En Medea (431 a.C.), Hipólito (428 a.C.), Hécuba (ca. 424 a.C.) y Andrómaca (ca.
422 a.C.) traza un conjunto de estudios trágicos sobre la feminidad que admiraban y sorprendían a
los auditorios. Creó cuadros de almas violentas, íntimos, exactos, descarnados y al mismo tiempo
simpáticos, es decir, son esencialmente trágicas. En Medea el poeta pinta la lucha entre el amor
materno y el ansia de venganza de la esposa burlada, Fedra es el amor ilegítimo que busca
dolorosamente su expresión dentro de las costumbres establecidas, Hécuba, la ternura se hace furia
salvaje por efecto del sufrimiento y Andrómaca, una princesa rebajada por la cautividad al punto
de aceptar cuanto los dioses ordenen. En todos los casos, el conflicto del personaje se refleja en el
conflicto exterior que lo rodea; en cada drama el asunto resulta ser el choque entre voluntades
encontradas, hasta de caracteres irreconciliables. El objeto de la insana pasión de Fedra es nada
menos que Hipólito el hijastro, que aborrece el amor y el tremendo duelo de Hécuba se enfrenta con
Odiseo, cuyo duro corazón parece insensible. La solución es siempre dolorosa y en verdad, en vez
de solución no habría más que desastre y muerte, a no ser por la intervención de los dioses.
En estas obras no todo se reduce a aquella profundidad psicológica que fascinaba al público
griego sino que aparece al mismo tiempo un apurado y terso estilo con soberbios momentos
dramáticos, como cuando Medea habla a sus hijos antes de darles muerte o Fedra declara el amor
que tanto desea ocultar. Parece que los personajes pierden el nivel de la dignidad trágica, pero esto
solo es una muestra más del realismo plausible, que se acercaba a la vida diaria en el mismo sentido
que las antiguas fábulas.
Otro tema importante dentro de las tragedias de Eurípides es la religión que se encuentra
fuera de la esfera trágica. Los coros no olvidan invocar a los dioses y las fuentes de las leyendas son
cuidadosamente referidas a las costumbres o tradiciones locales del caso, pero el tono religioso
suena falso. En Hipólito, Afrodita castiga a éste porque la desaíra y Artemisa, a quien el joven
príncipe ha consagrado su existencia, no puede hacer nada por él al verlo moribundo. Los dioses,
para el dramaturgo, son grandes poderes naturales, más allá del bien y del mal, pero no se
representan como objetos dignos de adoración y culto. En Andrómaca, Apolo, por quien Eurípides

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demuestra singular aversión, traiciona a Neoptólemo y lo conduce a la muerte en Delfos. En esta
obra no es que haya una crítica manifiesta y explícita ni un asomo de blasfemia pero un ateniense
ortodoxo se sentiría incómodo ante esta luz desusada bajo la que se ofrecen los actos de sus dioses.
A Eurípides lo que más le interesaba eran los hombres y veía a las divinidades como símbolos de
los poderes naturales y meras facciones engañosas. Su índole moral se sublevaba ante algunas
leyendas mitológicas y prefería buscar sus soluciones en algo que no fuera la caprichosa voluntad
de los dioses.
En Heracles (ca. 422 a.C.) y en Electra (ca. 413 a.C.) toma dos asuntos muy teñidos de
tradición religiosa y los interpreta a su manera. Héracles es la personificación de un héroe que mata
a sus hijos en un arrebato de locura; pero no ya como castigo a su orgullo sino que su locura, según
Eurípides, es inexplicable e injustificada, es una grieta en el universo. El drama se cierra con una
escena de hermoso sentido moral en que Teseo purifica al ya recuperado Héracles y lo absuelve de
las culpas. En Electra se trata la conocida historia familiar y la sed de venganza asume un aspecto
de morbosidad y aberración. Nos hace ver cómo Orestes y Electra son arrastrados a asesinar a su
madre al mismo tiempo que nos presenta que tal acción y los principios que invocan son horribles.
Con sólo mostrar a la madre bajo los rasgos humanos ordinarios, hace comprender la abominación
del matricidio y, una vez cometido el crimen, los criminales no hallan la satisfacción buscada.
En otras obras de Eurípides muestra su interés por la política. Durante los primeros años de
la Guerra del Peloponeso era una ardiente defensor de la causa ateniense y compartía creencias con
Pericles, quien veía en Atenas la escuela de la Hélade. En Los hijos de Héracles trata de la
hospitalidad de Atenas ofreció un día a los fundadores de Esparta y recuerda la cordialidad de otros
tiempos con el enemigo de su presente actual. Así mismo, Las suplicantes es un estudio sobre la
ciudad ideal que él concibe. Teseo es allí la imagen del perfecto gobernante, del que asegura los
plenos derechos de sepultura y en el que no hay conflicto de caracteres. Además muestra también
una bella y poética figura de la gran ciudad gobernada por el gran monarca. El tono de la nobleza de
los personajes corresponde a una acción situada en la Edad Heroica pero es un reflejo del
sentimiento de la Atenas de Eurípides.
Como en Tucídices o en Sófocles, el patriotismo de Eurípides se nota menos arduo cuando
la guerra comienza de nuevo. Su tragedia Las troyanas (415 a.C.), escrita en el año de la funesta
expedición ateniense a Sicilia, es un cuadro terrible de las grandes mujeres de Troya después de la
caída de la ciudad que ya solo esperan la esclavitud o la muerte. En esta obra el personaje principal
es el coro que, con admirables palabras, nos habla del dolor de la guerra y del cautiverio. Aun
Hecuba y Casandra, la patética profetisa, perecen meras figuras destacadas del coro con un leve
acento personal . En esta obra hondamente trágica, Eurípides nos revela las amargas experiencias de
la guerra y es notable que parece haber tenido pocas ilusiones en cuanto al verdadero valor de la

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victoria. La guerra, a sus ojos, se ha vuelto una crueldad inútil y sin sentido, tan desmoralizadora
para el vencedor como para el derrotado. La sombra de la guerra también se cierne sobre Las
fenicias (ca. 410 a.C.) en la que proyecta sobre el pasado remoto un problema candente de la
historia contemporánea como es la feroz guerra intestina que destroza a todas las ciudades griegas y
los viejos lazos de lealtad y de respeto.
Al mismo tiempo que supo descubrir los errores de la política, también se preocupaba por la
religión. En Ión (ca. 420 a.C.) Eurípides continúa observando la conducta de los dioses. Su heroína
es una mujer que ha sido raptada por Apolo y luego abandonada y el asunto gira en torno al
descubrimiento que la mujer hace del hijo que le dio Apolo y a quien ella había abandonado años
atrás. El drama es cruel y salvaje y su heroína, Creusa, denuncia a Apolo con palabras de odio y
venganza, y aunque nuestras simpatías están con ella, Eurípides procura que nos percatemos de que
el carácter de la desgraciada se ha echado a perder y se ha amargado con el enorme sufrimiento.
Orestes (408 a.C.) combina una temática ética y psicológica con un verdadero melodrama. Narra la
historia de Orestes perseguido por las Furias, engendros de la perversa y desordenada fantasía de
Orestes. Así se aprecia en las primeras escenas pero pronto cambia el tono y la pieza se vuelve una
obra de conspiraciones y violencias y acaba como con un telón dramático como si Eurípides
comprendiera que ha ido demasiado lejos y que tiene que volver al drama común y corriente.
Se advierte, sin embargo, otra tendencia enlazada de modo curioso con su realismo como es
una corriente de gozo romántico y lírico. En ella encuentra salida, por ejemplo, en los cantos de los
coros y en el Hipólito. En ella se manifiesta como en un segundo florecimiento durante los últimos
años de la guerra, cuando las repelentes realidades lo orillan a refugiarse otra vez en el reino de
fantasía. En la Ifigenia en Taúride (ca. 413 a.C.) es cierto que Orestes todavía aparece perseguido
por espectros y Apolo se presenta como el "villano" pero la acción se desarrolla por un mundo
conocido, entre bárbaros que sacrifican a los extranjeros. Pero la amargura de los actos parece
disolverse en cantos llenos de ráfagas marinas y en las emociones tónicas y deleitosas de las escenas
en que los griegos escapan a sus captores. Helena (412 a.C) fue escrita, posiblemente, para consolar
a los atenienses del desastre de Siracusa. Narra el cuento fantástico sobre Estesícoro, según el cual
Helena nunca estuvo en Troya sino en Egipto. Lleno de preciosas canciones y de bonitos pasos de
comedia, la obra no es en sí trágica sino que procura mostrar el poder de aquella mujer bellísima y
sabia para librar a los hombres de las dificultades en que la suerte los enreda. Helena triunfa del
jactancioso monarca egipcio y también de su estúpido y presumido esposo, creando una figura de
vivacidad de la joven con un maravilloso encanto, símbolo de lo que puede el buen sentido y la
dulzura donde la fuerza ha fracasado.

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Antes de acabar la guerra, Eurípides salió de Atenas y vivió sus últimos años en Macedonia.
Allí escribió Las bacantes. El drama se refiere a Dionisos, el dios del vino, la religión extática, la
fuerza verdadera de la naturaleza que es indiferente al bien o al mal y destruye cuanto se le opone.
Es la historia de cómo el rey de Tebas desafía a Dionisos, quien lo fascina e hipnotiza y acaba
entregándolo a la furia de su propia madre que lo despedaza.
Compone estos elementos contrarios y los funde en un conjunto perfecto, donde cada escena
suspende el ánimo y cada canción lo embriaga. Con esta obra y con la Ifigenia en Aulide, inacabada
y seductora por su gracia y ternura, Eurípides acabó su vida.
A diferencia de Sófocles, Eurípides no sigue un único desarrollo lineal sino que su arte es el
registro, el rastro de los variados intereses que lo solicita. Objeto de controversia en vida, el
dramaturgo trajo a la poesía ciertas dotes sin precedente, un estilo deslumbrador, un sentido natural
de la melodía, una gran intuición dramática y una rara penetración en los caracteres. Sus tiradas de
retórica sofística,sus sutiles apotegmas, su complacencia en ciertos recursos anticuados como el
prólogo explicativo, la solución del enredo mediante la súbdita intervención de un dios y su afán de
insertar alusiones a los hechos contemporáneos deleitaba a sus partidarios al mismo tiempo que a
nosotros nos ofrece un retrato histórico.
Eurípides era al mismo tiempo un romántico y un lírico, enamorado de las viejas historias y
para quien los dioses mismos tenían sobre todo una encanto de ser fantásticos, que se complacía en
la casi tangible belleza de lo pasado y se entregaba a extrañas y exquisitas ensoñaciones. Por otra
parte, era un crítico y un realista, exigente en punto a la solidez de los motivos dramáticos y a la
seriedad de los asuntos por discutir. A veces ambas facciones conciliaban muy bien, como en el
Hipólito o en Las bacantes, pero en otras ocasiones el desacuerdo es visible y afea a obras de gran
belleza. Sin embargo, es indiscutible que Eurípides es el más trágico de los poetas por haber visto
en la tragedia una representación de lo humano y haber pintado estupendamente el sufrimiento de
los hombres y mujeres, sin intentar aleccionarlos o consolarlos.

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