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Edwin Machaca Mendoza

EL GORRIÓN
Francisco Izquierdo Ríos
Peripecias de un provinciano en la gran urbe
José Vilca tenía mala suerte. No encontraba trabajo. Hacía tiempo que lo venía buscando por todo Lima. En los restaurantes le decían que el personal de
mozos estaba completo o que había llegado tarde.
“¡Qué suerte! —se lamentaba José Vilca. Si hubiera venido a tiempo ya tendría trabajo... Siquiera algo de comer...”. Y como un pesado escara bajo se movía
por las calles de la ciudad, con los zapatos rotos, por cuyos agujeros miraban sus dedos tímidamente la vida, con el traje de color ambiguo y raído, sin
sombrero, el pelo muy crecido como las zarzas de las cercas de su pueblo, pues no tenía dinero ni para hacércelo cortar.
José Vilca sabía leer. Así que una tarde, al pasar frente a una regia mansión, se fijó en un cartelito colgado en la reluciente verja de hierro: “SE NECESITA
UN HOMBRE PARA CUIDAR PERROS”. Iba a tocar el timbre, pero se desanimó pensando que no lo aceptarían; su dedo índice que iba a oprimir el botón
se contuvo con desgano... No estaba en condiciones ni para cuidar perros...
Algunas veces trabajaba alcanzando adobes y ladrillos en las construcciones de casas que encontraba a su paso. Ganaba unos cuantos reales1. Pero esta
clase de trabajo no le convenía. Y continuaba deambulando como un perro sin dueño, recibiendo pedazos de pan que le daban alg unos compadecidos
parroquianos en los restaurantes o recogiendo las cáscaras de frutas que arrojaban los hombres felices en los parques y las calles, para comérselas con
avidez. Tenía vergüenza de pedir... En una ocasión, en un café, un hombre gordo le dijo: “¡Lárgate de aquí, vagabundo! Un mozo como tú debe ganarse la
vida trabajando”.
Cuando llegó de su pueblo había tenido ocupación. Vendía helados D'Onofrio. Con gorra negra, guardapolvo blanco, depósito rodante y c orneta, iba
vendiendo la mercancía por esas calles. Pero una mañana su carretilla fue hecha añicos en una esquina por un auto parti cular; y no le destrozó a él, ya que
en ese momento, por ventura, entregaba el vuelto a un cliente en la acera. Vilca no fue más a la fábrica de helados, desapare ció en el laberinto de la urbe.
De esa época guardaba un recuerdo: una fotografía. Se hizo retratar con su traje de heladero, apoyado en su triciclo, en el Parque Universitario por un
fotógrafo ambulante. Vilca siempre contemplaba con ironía el retrato, que llevaba envuelto en un pedazo de periódico en el bolsillo del pantalón. Estaba allí
sonriente, con su cara ancha... Había enviado otro igual a su pueblo, a sus padres, que él se figuraba estaría colocado en la pared más visible de su casucha,
con su apenas comprensible leyenda: “José Vilca. Lima, 15 de abril de 1950”. Sus conterráneos, seguramente, sentían envidia al ver esa fotografía... ¡José
Vilca está en Lima, la más hermosa ciudad del Perú!
Vilca rehuía a sus paisanos. Muchos de ellos eran policías, mozos de hoteles, de restaurantes, sastres. Y hasta en la Baja Policía había de Hualpa, su
pueblo. El también ingresaría en la Baja Policía para ir recogiendo la basura, los desperdicios de las casas, en esos ventrudos y silbadores carros municipales.
Pero habría que ir a ver al alcalde, a los empleados del Concejo, buscar una recomendación... Y quizá tampoco habría vacantes.
Un día que estuvo parado junto a un cinema le convencieron para que hiciera propaganda a la película El Monstruo y el Simio. Le vistieron de monstruo.
Forrado con una serie de placas de zinc y tornillos −solo se le veían los ojos−, se fue por esas calles, trac, trac, trac, seguido por otro hombre tan infortunado
como él, vestido de mono. Casi se asfixia... Al término de la faena estaba molido, pero tenía cinco soles en el bolsillo... Con todo, Vilca se alejó, avergonzado,
diciendo: “No más esto... ¡No más!...”.
Dormía como un gallinazo donde lo cogían la noche y el sueño. Sobre todo bajo los gruesos árboles del Parque de los Garifos 2, donde muchos como él
ocultan el cofre de su miseria. Un día invernal, a orillas del Rímac, por poco rompe a llorar; ese río, el rumor de sus aguas turbias y violentas, le traía la
emoción de su tierra lejana… Igual sonaba el río que corre en las afueras de su pueblo por entre álamos y capulíes... ¿Por qué diablos vino a Lima? En
busca de porvenir, de un mejor porvenir que podría tener en su mediterránea aldea de la serranía agreste, como lo hace la mayoría de la juventud lugareña
del Perú... Lima es la meca soñada por todos...
Ya la vida para él no tenía significado. No valía la pena. Debía eliminarse. Pensó en el suicidio. Esa idea se fue haciendo su obsesión... Allí estaban las
ruedas de los carros o el mar... ¡El mar con sus aguas azules! ¡Qué linda tumba para un vagabundo!... La muerte... Y terminar , dejar de ser... Mejor era eso
que estar sufriendo y dando lástima.
Ya no se preocupaba por buscar trabajo. Comía las cáscaras frescas de las frutas que encontraba en su recorrido, para aplacar un poco siquiera ese terrible
deseo de su estómago. Ese deseo que lleva a los hombres hasta el crimen. ¡Hambre! ¡Pan!... ¡Sed! Al fin esta la calmaba en las fuentes de las plazuelas,
bastándole para ello ponerse en cuclillas y recibir el agua... Pero lo otro... Un día intentó asaltar en una calle solitaria de Abajo el Puente3 a un niño que
vendía frutas. Era un niño y se contuvo, un niño serrano y pobre como él.
Aquella tarde se sentó bajo un árbol del Parque de los garifos. Con cierto deleite miraba pasar los chirriantes tranvías uno tras otro. “Es la única solución”,
se dijo. Su alma era un abismo de debilidad y de sombras. De pronto, en el ramaje del árbol a cuyo tronco estaba recostado, cantó un gorrión, cantó y cantó.
El claro canto del pájaro bajaba del árbol como un chorro de agua a la fuente seca, llena de polvo, de su alma. José Vilca so nrió. Se levantó. Parecía mentira
que un gorrión estuviese cantando en una ciudad tan grande y cruel, tan sorda al dolor humano. ¡No podía ser! Los pájaros, fe lices, inocentes, solo debían
existir en los campos, en los pueblos, pensaba Vilca. Sin embargo, allí estaba el gorrión cantando oculto en el ramaje. Una sensación de frescura invadió,
inundó su alma, su cuerpo. El canto de ese gorrión era idéntico al de los gorriones de su tierra... de aquellos que, cantando al amanecer en los nogales y
chirimoyos de la huerta de su casa, lo despertaban siempre. Vilca recordó, entonces, su niñez, su hogar... los campos verdes... la vaca que ordeñaba por las
madrugadas, cuya leche espumosa y caliente le humedecía, al derramarse, las manos... Un rayo de esperanza brilló en sus ojos. Se dio cuenta de la
hermosura del ambiente, de la alegría de los niños que jugaban a su rededor, que los árboles del parque estaban florecidos, cuyas flores lilas, caídas al
viento, cubrían como una maravillosa alfombra el verde césped...
Un sudor frío perló su frente. Nublóse su vista. Se sentó bajo el mismo árbol y se quedó dormido... Al despertar, José Vilca era otro hombre; con paso firme
se metió en la urbe.
NOTAS:
1. Reales. Un real se le decía a la moneda de 10 centavos, una peseta era la de 20.
2. Parque de los garifos. Antiguo nombre de un parque en el centro de Lima. Garifo: que no tiene dinero en ese momento.
3. Abajo el Puente. Antiguamente así llamaban los vecinos de Lima al distrito del Rímac.
. Edwin Machaca Mendoza

EL ZORRO Y EL CUY
Alguien, un desconocido hacía destrozos en una chacra, de noche.
Esto sucedió hace mucho tiempo.
Las plantas amanecían rotas y a medio comer. Entonces, el dueño de la chacra construyó una trampa, la puso en el lugar adecuado y esperó
atento, sin cerrar los ojos en ningún momento. A la media noche escuchó unos gritos; alguien había caído en la trampa.
Era un cuy grande y gordo. El dueño lo amarró a una estaca y regresó a su casa. -Mañana temprano hiervan agua para pelar un cuy.
Almorzaremos cuyecito - les dijo a sus tres hijas, antes de irse a acostar. El cuy, amarrado a la estaca, forcejeaba y mordía inútilmente la soga.
Y, así lo encontró un zorro que pasaba por allí.
- Compadre - le dijo el zorro - ¿Qué has hecho para que te tengan así? -Ay, compadre, si supieras mi suerte -le dijo el cuy -. Yo enamoraba a
la hija más gorda del dueño de esta chacra y ahora él quiere que me case con ella. Pero esa joven ya no me gusta.
También quiere que aprenda a comer carne de gallina que a mí me da asco. Así le mintió el cuy. Después, haciéndose el sonso, exclamó el
muy ladino: - Creo que a ti sí te gusta la carne de gallina. - A veces, le dijo el Zorro, también haciéndose el sonso. -¿Por qué entonces no me
desatas y te pones en mi lugar? Así te casarás con una joven gorda y comerás carne de gallina todos los días. -Te haré ese favor, compadre
- le dijo el zorro. Al día siguiente, muy temprano, cuando el dueño de la chacra vino a llevarse al cuy, encontró al zorro.
- ¡Desgraciado! ¡Anoche eras cuy y ahora eres zorro! Igual te voy a zurrar - dijo el dueño dándole latigazos.
- ¡Sí me voy a casar con tu hija! ¡Te lo prometo! También te prometo que comeré carne de gallina todos los días- gritaba el zorro. Al oír este
atrevimiento, el dueño lo azotaba con más fuerza, hasta que en una tregua de la tunda, el zorro le explicó toda la mentira del cuy. El dueño se
puso a reír y después lo soltó, un tanto arrepentido de haber descargado su ira en otra persona. Desde ese día, el zorro comenzó a buscar al
cuy. Quería cobrarse la revancha de todos los latigazos que recibió del chacarero.
Un día se topó con él y pensó que había llegado la hora de la venganza. El cuy, viendo que ya no podía huir se puso a empujar una enorme
roca y el zorro se le acercó para cumplir su cometido; pero, el cuy reaccionó:
- Compadre zorro - le dijo - a tiempo has venido. Tienes que ayudarme a sostener esta roca. La santa tierra se va a voltear y esta roca puede
aplastarnos a todos. Al comienzo el zorro dudaba, pero la cara de asustado que ponía el cuy terminó por convencerlo.
Y empezó a ayudarlo, es decir, a sostener la gigantesca roca. Después de un rato, el cuy le dijo: - Compadre, mientras tú empujas yo voy a
buscar una piedra grande o un palo para acuñar esta roca. Paso un día, dos días, y el cuy no volvía con la cuña. El zorro ya no podía más.
"Soltaré la roca aunque me mate", pensó. Dio un salto hacia atrás, pero la roca ni se movió.
- Otra vez me ha engañado- dijo-. Pero, ésta será la última porque lo voy a matar. Día y noche le siguió el rastro hasta que lo encontró junto a
un corral abandonado. El cuy lo vio de reojo, calculó que ya no podía escapar. Entonces se puso a escarbar el suelo.
- Rápido, rápido -decía como hablando para sí mismo -. Ya viene el juicio final, va a caer lluvia de fuego.
- Bueno, compadre mentiroso, hasta aquí has llegado - le dijo el zorro-. Te voy a comer.
- Está bien, compadre - le dijo el cuy- pero ahora hay que hacer algo más importante.
Ayúdame a hacer un hueco porque va a llover fuego. El zorro se puso a ayudar. Cuando el hueco ya estuvo hondo, el cuy saltó dentro de él.
- Échame tierra, compadre zorro - le rogaba el cuy-. Tápame por favor, no quiero que me queme la lluvia de fuego.
El zorro, asustado, le contestó: - Viendo bien las cosas, tú eres menos pecador que yo. A ti no te castigará demasiado la lluvia de fuego. Mejor
entiérrame tú.
- Tienes razón compadre. Cambiemos, pues, de lugar - le dijo el cuy, saliendo del hueco. El cuy no solamente le echó tierra, sino también,
ortigas y espinas. Y mientras lo tapaba iba diciendo:
-¡Achacau, achacau, ya empezó la lluvia de fuego! Cuando terminó, se limpió las manos y se fue riendo. Pasaron los días y dentro del hueco
el zorro empezó a sentir hambre.
Quiso sacar una mano y se topó con las ortigas.
- Achacau- dijo-. Deben ser las brasas de la lluvia de fuego Guardó su mano y esperó. Días después, el hambre le hizo arriesgarse: salió entre
el ardor de la ortigas y los pinchos de las espinas. Vio que afuera todo seguía igual.
"Ya se habrá enfriado el fuego ", pensó. Estaba más flaco que una paja. Finalmente, se convenció de que había sido burlado, nuevamente. Lo
buscó, entonces, sin descanso, día tras día y noche tras noche. Una noche que andaba buscando comida, encontró al cuy al borde de un pozo
de agua. El cuy, al verlo, se puso a lloriquear.
-¡Qué mala suerte tienes, compadre! - le dijo -. Yo estaba llevando un queso grande, pero se me ha caído en este pozo. El zorro se asomó al
pozo y vio en el fondo el reflejo redondo de la luna.
- Ése es el queso - le dijo el cuy. - Tenemos que sacarlo - dijo el zorro. - Hagamos esto, compadre: Usted entra de cabeza y yo lo sujeto de los
pies. - Y así lo hicieron por un buen rato. El cuy, sosteniéndolo, le decía:
- Es usted muy pesado, compadre. Ya casi no puedo sostenerlo. Dicho esto, lo soltó. El zorro, gritando, cayó de cabeza al fondo del pozo. Así
dicen que murió.

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