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SUJETOS DE DERECHO EN EL SIGLO XXI

Por José Luis Zampa

El fenómeno de la virtualidad en las relaciones jurídicas produjo drásticos cambios en


la práctica del derecho, especialmente a la hora de impartir justicia, pues en estas
primeras décadas del siglo XXI se generó un recinto abstracto, de apariencia infinita, en
el que las personas interactúan con patrones de conducta diferentes a los que se
manifiestan en las relaciones convencionales, es decir, en la tridimensionalidad del
espacio tangible.

Frente al espacio físico, en el que los hechos jurídicos se plasman en un lugar y un


tiempo determinado, el ciberespacio ofrece la vastedad y la ausencia de locación, con
lo cual afloran dos características diferenciadoras que plantean un desafío epocal: sin
tiempo ni lugar, ¿cómo ejercer el contralor del Estado en lo que hace al poder de
coerción para la prevención y conjura del delito, o para la regulación de actividades en
el fuero civil, laboral o administrativo en un mundo intangible?

EL SUJETO EN LA ERA DIGITAL

Para comprender el gran cambio que esta nueva lógica de la virtualidad representa,
hay que analizar el impacto modificador de los avances de la tecnología digital en el
sujeto del derecho. Sabemos que el sujeto es uno de los conceptos jurídicos
fundamentales, entendido como aquella persona o entidad con capacidad para ser
titular de derechos subjetivos y obligaciones jurídicas, definición global que incorpora
nuevos actores en el ámbito de la virtualidad.

Si antes en una relación jurídica teníamos a un sujeto activo en condiciones de exigir el


cumplimiento de determinada prestación y un sujeto pasivo obligado a cumplirla, en el
ciberespacio veremos que ambas categorizaciones del sujeto tienden a diversificarse y
subdividirse por cuanto aparecen sujetos adicionales como la empresa de
telecomunicaciones, el proveedor de internet, el proveedor o generador de
contenidos, el administrador de red y así, distintos roles en los que se combinan
conductas complementarias para la consumación de un hecho determinado.

Si a esto le agregamos que el sujeto emisor de un determinado mensaje puede actuar


en forma anónima o con una identidad cambiada (inventada o apropiada de otra
persona física), y que además cuenta con recursos técnicos para multiplicar esas
identidades generando diferentes perfiles en las redes sociales, estaremos ante una
complejidad superlativa cuya principal derivación es la dificultad para determinar la
responsabilidad del o los autores de determinado hecho.

Vamos al siguiente ejemplo para comprender la enmarañada superposición de


procederes que se dan en un simple posteo de contenido en la red social Facebook: el
individuo “A” decide hacer pública su posición política, pero para hacerlo recurre a la
publicación previa del individuo “B”, mediante el ejercicio conocido como “compartir”
el post. Sin embargo, el contenido original, a su vez, fue tomado por el individuo “B” de
un banco de imágenes perteneciente a un individuo “C”, que es generador de
contenidos y posee derechos de autor sobre sus creaciones, con lo cual el individuo
“B” incurrió en la utilización no autorizada de una obra perteneciente a “C”, conducta
que en segunda instancia repitió “A”.

Y si a todo esto aparece en escena un individuo “X” que al sentirse agraviado por la
publicación de “A” inicia acciones resarcitorias contra el o los autores del post, podría
darse el caso de que también “B” como autor original del post y “C” como creador del
contenido sean alcanzados por el reclamo de “X”. Ante este panorama, surge la
pregunta de si la empresa propietaria de la red social (llamémosla individuo “Z”) puede
ser considerada partícipe necesario del presunto acto injuriante por cuanto tuvo la
oportunidad de impedir la publicación mediante el análisis previo de su contenido.

Si a la hipótesis antes enunciada le añadiéramos la situación de que uno de los


individuos actuó desde el anonimato, valiéndose de la identidad de otra persona (a la
que podríamos llamar individuo “Y”), observaremos que la multiplicación de relaciones
jurídicas puede ser exponencial, con lo cual tendremos una cadena de acontecimientos
que nos llevarán a dividir estas relaciones en principal, secundarias e incluso terciarias,
dado que en el espacio virtual es necesario que para el funcionamiento de los vínculos
jurídicos entre los sujetos exista un encadenamiento de hechos diferentes pero
concatenados.

De tal modo, para que se plasme el acto cometido por “A” previamente debieron
llevarse a cabo las acciones consumadas por “B” y por “C”, así como la existencia de
una persona real “Y” que sin conocimiento termina siendo parte del embrollo por
haber proporcionado involuntariamente su identidad para la consumación del hecho
principal, gracias a la plataforma facilitada por “Z”.

Si nos guiamos por el concepto de Kelsen, quien definió la relación jurídica como el
vínculo entre dos sujetos, uno de los cuales es titular del derecho subjetivo de exigir al
otro determinada prestación, mientras que el otro se encuentra jurídicamente
obligado a cumplir con la misma, tendremos un abanico interminable de hechos
relacionados e interdependientes, plasmados por distintos sujetos cuyas respectivas
responsabilidades serán muy difíciles de determinar dada la plasticidad del sustrato
donde los contenidos o publicaciones presuntamente agraviantes se han plasmado.

Con plasticidad nos referimos a la facilidad con que el autor o propalador de un


mensaje injuriante puede modificar, recortar o simplemente borrar del espacio virtual
aquel post cuya difusión pública resultó lesiva para el honor de otra persona. Vale
decir que tanto las palabras escritas como las imágenes incrustadas en un sitio web o
una red social reposan sobre un soporte blando donde son pasibles de edición
posterior a su publicación, con lo cual la investigación jurisdiccional de los hechos
denunciados por al agraviado podría toparse con la eliminación probatoria sin que
fuera posible demostrar en qué momento el contenido que dio lugar a la demanda
estuvo expuesto a la consideración del universo de internautas y en qué momento
dejó de estarlo, si es que lo estuvo realmente.

CONCLUSIÓN

A partir de lo expuesto y frente a los problemas que contribuyen a la complejización de


las relaciones jurídicas, concluimos que tales dificultades deben necesariamente ser
abordadas mediante una ampliación conceptual de la definición de SUJETO JURÍDICO.
Esto es: sin vulnerar el acertado concepto kelseniano, abrir el espectro de posibilidades
de modo que sean considerados SUJETOS PASIVOS (obligados a cumplir con
determinada conducta o prestación) tanto los potenciales autores materiales de un
agravio como las empresas, proveedores y propietarios de soportes digitales que
pudieran contribuir a la consumación del acto reprochable, por cuanto la
responsabilidad no debería agotarse en el internauta. Por el contrario, debería
extenderse a las compañías que proporcionaron el canal, el medio o el espacio digital
para la masificación exponencial de un mensaje que, sin dicho sustrato, jamás hubiera
podido alcanzar la repercusión multitudinaria conocida como “escala viral” o
“viralización”.

Vale decir finalmente que a partir de la irrupción del ciberespacio como ámbito donde,
segundo a segundo, se desarrolla una abrumadora cantidad de relaciones jurídicas, los
conceptos fundamentales del derecho (como es el caso que nos ocupa, el SUJETO) se
han trasladado de la realidad tangible a una realidad inmaterial que sin embargo existe
y puede comprobarse a partir de las consecuencias producidas por cada acto
desplegado en lo que definimos como mundo digital. Desde un mensaje que lesione el
buen nombre y honor de una persona hasta prácticas nefastas como el grooming, el
ciberacoso y la extorsión virtual mediante imágenes o información obtenida
ilegalmente del mismo medio digital.

Finalmente, tenemos al Estado como el principal SUJETO PASIVO de estas nuevas


formas de relacionamiento jurídico que se desarrollan en el plano de la virtualidad,
pues son los gobiernos, con sus estructuras coercitivas y sus fuerzas investigativas, los
únicos en condiciones de garantizar la seguridad y la integridad moral de los individuos
en el medio digital.

El Estado debe hacerlo mediante inversiones tecnológicas, desarrollo de software


específico y actualizado para prevenir y/o conjurar los delitos virtuales, capacitación y
profesionalización del personal idóneo, monitoreo y detección de actos que puedan
encuadrarse en el sistema normativo como perjudiciales para una o más personas,
actualización legislativa constante y diseño de políticas públicas destinadas a fortalecer
el buen uso de las herramientas digitales, en condiciones de seguridad lo más
completas y elevadas que sean posibles.

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