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Domiciano Fernández cmf

Celebración comunitaria de la penitencia

evangélicamente fundada,
históricamente ratificada,
dogmáticamente correcta,
pastoralmente recomendable,

Editorial Nueva Utopía


Madrid 1999
evillarvi@eresmas.com

Servicios Koinonía agradecea la editorial


Nueva Utopía el permiso para hacer pública por la
red esta obra de Domiciano Fernández, misionero
claretiano, y lo hace como homenaje al autor,
recientemente fallecido.

PRESENTACIÓN

Hace años que se agotó la cuarta reimpresión de mi librito Dios ama y perdona sin
condiciones. Mucha gente lo seguía pidiendo en las librerías y también a mí me llegaban
numerosas cartas y peticiones de algún ejemplar o fotocopia del libro. Por eso me ha parecido
conveniente hacer una nueva edición, para atender a esas repetidas demandas.
Debo comenzar diciendo que se trata del mismo libro, pero con distinto título y con un
contenido también un poco distinto, porque se ha incluido un nuevo capítulo y un apéndice, y se
han hecho no pocas correcciones y ediciones cuando me pareció oportuno.
El autor no ignora que el primer título era llamativo y teológicamente incorrecto. Se
deseaba llamar la atención sobre una gran verdad que era necesario poner de relieve: el perdón
de los pecados, si hay verdadero arrepentimiento, es mucho más sencillo y fácil de lo que
imaginamos. Dios siempre está dispuesto a perdonar sin exigir nada a cambio. Se han puesto
muchos obstáculos en la historia del sacramento de la penitencia para hacer fácil y alegre la
reconciliación con Dios y con los hermanos. Se han añadido condiciones y obligaciones que Dios
no exige, y es necesario recuperar la alegría del perdón y celebrar el sacramento como una
buena noticia, como una liberación de algo que nos impide ser de verdad lo que somos: hijos de
Dios e hijos de la Iglesia.
Todos los requisitos y condiciones que se enumeran en los catecismos y libros de teología,
o de derecho canónico, para una buena "confesión", debieran ser una ayuda para desear y vivir
la alegría de la salvación y de la reconciliación. No siempre lo son.
Desde el punto de vista de la teología, no hay perdón posible sin conversión, sin un
arrepentimiento sincero. Pero, cuando éste existe, no hay que poner límites a la misericordia de
Dios ni imponer más cargas de las necesarias. Son palabras del Espíritu Santo y del primer
"Concilio" reunido en Jerusalén: "Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros
más cargas que las necesarias" (Hch 15, 28). Es necesario romper los prejuicios, eliminar los
obstáculos que hacen difícil el sacramento de la reconciliación y abrir el corazón a la bondad y
misericordia de Dios, que a todos acoge y a todos perdona.
En los Evangelios, cuando Jesús perdona los pecados, sólo exige fe y amor. En estas dos
palabras se incluyen todas las disposiciones necesarias para recibir el perdón de Dios. La única
condición en la que insiste Jesús en sus enseñanzas es que no podemos obtener el perdón de
Dios si no perdonamos de corazón a nuestros hermanos. Es tan importante esta condición que la
incluye en la quinta petición de la oración por excelencia, el Padre nuestro: Perdona nuestras
ofensas, porque también nosotros perdonamos a los que nos ofenden (Mt 6, 12). El evangelista
no se contenta con esta afirmación. Para dar más relieve a esta motivación añade: "Si vosotros
perdonáis a los demás sus ofensas, os perdonará también vuestro Padre celestial; pero, si no
perdonáis a los hermanos y hermanas, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas" (Mt
6, 14-15; véase también la parábola de los dos deudores, Mt 18, 23-35).
Debo reconocer que mi librito Dios ama y perdona sin condiciones ha tenido muy buena
acogida y ha suscitado un amplío eco en varías naciones y en los fieles de diversas categorías:
laicos, religiosos/as, sacerdotes, profesores, gente sencilla. Ha sido traducido a cuatro lenguas
(alemán, inglés, portugués –Brasil- e italiano). No puedo menos que alabar y bendecir a Dios,
autor de todo bien, por las diversas cartas y adhesiones que me han llegado de diversas partes.
Es un consuelo que nadie me podrá arrebatar. Este librito ha hecho bien a muchos, y espero que
lo siga haciendo para gloria de Dios y paz de los seres humanos a quienes Dios ama y perdona.
Como ya he indicado, la presente edición incluye numerosas variaciones y correcciones de
poca importancia, pero añade un nuevo capítulo (el IV) sobre "La confesión a los laicos", que
duró algo más de seis siglos, y un apéndice, donde me hago cargo de algunas objeciones que
me hicieron y amplío algunos conceptos y datos que fundamentan mi posición. Este apéndice se
publicó en Iglesia Viva (1). No se trataba sólo de dar respuesta a algunas dificultades, sino que
presenta también nuevas reflexiones y datos de interés que me parecen útiles para los nuevos
lectores de este libro. Al copiar estas reflexiones, nueve años más tarde, no he podido resistir a
la tentación de añadir y modificar algunas cosas para mayor claridad. [Nota de la edición
telemática: en esta edición telemática no se incluye ni el capítulo IV ni el apéndice citado, que
se pueden obtener de la edición en papel, de Nueva Utopía].
Agradezco vivamente sus observaciones a los que me han manifestado sus dudas o su
adhesión. A todos nos une el mismo amor a Cristo y a la Iglesia, aunque se exprese con
diferentes posiciones teológicas.
Quisiera terminar esta presentación con unas palabras escritas hace poco para un retiro a
religiosos/as comentando la parábola del hijo pródigo (Lc 15, 11-32). Nos resulta fácil
identificarnos con el hijo menor que huye a un país extranjero, malgasta sus caudales y,
arrepentido, retorna a la casa paterna. Nos cuesta más pensar que nos parecemos al hijo mayor,
que se cree justo porque cumple sus deberes, es observante, obedece las órdenes de los
superiores, pero tiene un corazón duro, insensible, crítica a los hermanos y rehúsa participar de
la alegría de la fiesta. ¿Me atreveré a identificarme no sólo con aquel que es perdonado, sino
también con aquel que perdona, no sólo con el que es invitado, sino también con el que invita a
la fiesta? ¿Qué me dice Jesús?: "Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso" (Lc
6, 36). Jesús nos ha trazado el camino que todos debemos seguir(2).

Granada, 28 de enero de 1999

Notas de la introducción
1. Núm. 148, julio-agosto de 1990, pp. 69-79 con el título Responsorio
2. Cf. NOUWEN, J. M., El regreso del hijo pródigo, Madrid 1996, pp. 131 ss.

CAPÍTULO PRIMERO

POSIBILIDAD DOGMÁTICA Y CONVENIENCIA PASTORAL DE LA


ABSOLUCIÓN SACRAMENTAL COMUNITARIA SIN CONFESIÓN
INDIVIDUAL PRIVADA
1. MOTIVACIÓN

Acaba de publicarse un nuevo documento de la Conferencia Episcopal Española sobre el


sacramento de la penitencia(1). Es un documento bastante bueno y completo, aunque un poco
extenso y reiterativo porque no ofrece nada nuevo. Naturalmente no podíamos esperar cambios
en las normas del Ritual de la Penitencia, porque estos cambios dependen de la Santa Sede.
Pero hay tonos y matices de enfocar las cuestiones que nos parecen demasiado apegados a la
letra de las normas. Se habla bastante de las celebraciones comunitarias de la penitencia y se
insiste en el carácter de excepción de la Forma C: reconciliación de muchos penitentes con
confesión y absolución general. Aquí hubiéramos deseado y esperado menos rigor en las normas
y una actitud más abierta y comprensiva hacía las celebraciones, bien preparadas y bien
hechas, que surgen en diversos puntos por razón de las necesidades pastorales. Generalmente,
los cambios han comenzado siempre por la base y luego la jerarquía los ha tenido que admitir.
Esto es lo que ha ocurrido en la larga historia del sacramento de la penitencia: cuando las
normas y estatutos canónicos eran ya caducos e inviables, la vida de fe de las bases tuvo que
abrir nuevos caminos para no verse privada de la gracia sacramental. Vamos a referir un caso
bien significativo del III Concilio de Toledo del año 589, cuyo XIV centenario estamos celebrando.
Durante los seis primeros siglos se consideraba que el sacramento de la penitencia era
irrepetible, que sólo se podía conceder una vez en la vida. Se consideraba como un "segundo
bautismo" o un "bautismo laborioso", y como el primer bautismo era irrepetible, se atribuía la
misma condición a la penitencia. Como, además, las penas y satisfacciones que se imponían a
los que se sometían a la penitencia eclesiástica eran durísimas y de graves consecuencias para
la vida social y familiar (prohibición del uso del matrimonio o de casarse, prohibición de ejercer
el comercio y otras profesiones civiles), el sacramento de la penitencia se había convertido en
un sacramento de ancianos y moribundos. Algunos sínodos episcopales prohibían expresamente
recibir la penitencia a los jóvenes y a los casados2. El gran mérito de romper con el principio de
la irrepetibilidad del sacramento de la penitencia se debió a los monjes irlandeses, que, a
principios del siglo VII, vinieron al Continente e introdujeron nuevas costumbres en la praxis
penitencial. Pero el primer testimonio que poseemos de que ya se había comenzado a recibir el
sacramento de la penitencia más de una vez en la vida proviene de España. En este Concilio de
589, convocado por Recaredo, al que asistieron muchos obispos de España y de la Galia
Narbonense, se advierte que algunos piden la reconciliación al sacerdote cada vez que pecan. Y
esto les parece un abuso intolerable (execrabilis praesumptio). Vale la pena recordar las
palabras de esta magna asamblea:

“Como ha llegado a nuestro conocimiento que en algunas iglesias de España los


seres humanos hacen penitencia por sus pecados, no según los cánones, sino de una
forma reprochable (foedissime), de modo que cada vez que pecan le piden la
reconciliación al sacerdote, a fin de acabar con esta presunción tan execrable (exsecrabilis
praesumptio), este santo concilio establece que la penitencia sea dada según la forma
canónica de los antiguos, esto es, que el que se arrepienta de sus pecados sea suspendido
en primer lugar de la comunión y se someta a la imposición de las manos junto con los
demás penitentes; concluido luego el tiempo de la satisfacción, quede restituido a la
comunión según la oportunidad que establezca el sacerdote. Y aquellos que, o durante la
penitencia o después de la reconciliación, caigan en sus anteriores pecados, sean
excomulgados según las normas de la antigua severidad de los cánones"(3).

A pesar de esta oposición de la jerarquía, la nueva forma se abrió paso rápidamente.


Medio siglo después un sínodo de Francia ya acepta y hasta recomienda conceder la
"penitencia" a los fieles, siempre que hayan hecho la confesión(4). Hoy estamos viviendo una
situación semejante. Después del Concilio surgieron nuevas formas de celebrar el sacramento
fomentadas por los sacerdotes y los fieles. Ha sido la Iglesia jerárquica la que se ha mostrado
más reacia a admitir algunas de estas celebraciones surgidas desde la base.
La Instrucción pastoral de los obispos españoles insiste bastante en la necesidad de la
confesión individual y se esfuerza por encontrar una explicación razonable a una norma
anómala: la obligación de confesar los pecados graves después de haber recibido la absolución
sin confesión individual previa. Creo que la cuestión está mal planteada y, por lo mismo, es
difícil resolverla bien. Todo el problema surge de lo que yo juzgo un falso presupuesto que tiene
su origen en un canon del Concilio de Trento y luego se repite en posteriores documentos. Este
principio, tal como lo formula el nuevo Código, es el siguiente:

"La confesión individual e íntegra y la absolución constituyen el único modo


ordinario con el que un fiel consciente de que está en pecado grave se reconcilia con Dios
y con la Iglesia." (can. 960)

Este anunciado, considerado a la luz de la historia y de la teología, yo lo considero


equivocado -y de esto nos vamos a ocupar a continuación-, pero ha sido el caballo de batalla de
innumerables discusiones durante la preparación del nuevo Ritual de la Penitencia y fue el que
provocó la dura reacción del cardenal Seper en el año 1972, cuando, antes de publicarse el
nuevo Ordo paenitentiae, que se estaba preparando, lanzó el documento de la Congregación
para la Doctrina de la Fe Sacramentum paenitentiae(5) que impidió una renovación más
profunda. El caso es conocido, pero lo vamos a recordar en lo esencial.
Muy pronto después del Concilio, el 2 de diciembre de 1966, se creó una comisión para la
renovación del sacramento de la penitencia(6). Esta comisión trabajó con eficacia y
competencia, de suerte que para 1968 se esperaba ya la pronta publicación del nuevo "Ordo
paenitentiae". Diversos acontecimientos eclesiales lo impidieron. Se hizo una reorganización de
las Congregaciones Romanas. El Consejo para la aplicación de la constitución sobre la Liturgia y
la Congregación de Ritos desaparecen para fundirse en uno solo ente: la Congregación para el
Culto divino. También se cambió la comisión para el sacramento de la penitencia(7).
Por otra parte, los sacerdotes con cura de almas, sin esperar las nuevas normas, habían
comenzado a tener celebraciones penitenciales comunitarias en las que se impartía la
absolución general sin la confesión individual previa, aunque se tenía una confesión general o se
les exigía algún otro signo de arrepentimiento. Esto asustó al prefecto de la Congregación para
la Doctrina de la Fe y, queriendo salir al paso de lo que él consideraba abusos intolerables,
publicó el citado documento, estableciendo un estrecho marco doctrinal y proponiendo las
normas que debían regular tales celebraciones comunitarias. Estas normas han pasado casi
íntegramente al nuevo Ritual de la Penitencia. Pero, como hemos indicado, impidieron y siguen
impidiendo que la Forma C (reconciliación de muchos penitentes con confesión general y
absolución común) pase a ser un modo ordinario, como lo tenía preparado la primera comisión.
Este hecho ha tenido y tiene graves consecuencias para muchos fieles que podrían recibir de
este modo el perdón sacramental y, de hecho, no lo reciben ni de este modo ni de otro. Por eso
creo que vale la pena afrontar serenamente y sin prejuicios esta cuestión.

2. UN HECHO DE EXPERIENCIA

Todo el mundo sabe que, sí se anuncia una celebración penitencial con absolución
sacramental sin confesión individual previa, acude más gente a recibir el sacramento. Se ha
observado que en las parroquias o diócesis donde se practicaban de un modo habitual tales
celebraciones o se siguen practicando -con la interpretación benigna del obispo-, venían fieles
de otras parroquias y de otras poblaciones para participar en dichos actos. Esto hay que
interpretarlo como una buena señal y no como un abuso. Puede ser un signo para que la Iglesia
jerárquica reflexione, a la luz del Evangelio, sobre sí estos hechos no inducen a pensar en una
acción del Espíritu. En la historia de la penitencia ha sucedido esto con frecuencia. No se trata
de hacer fácil o difícil el perdón de los pecados, sino de reconciliarse con Dios y con la Iglesia, de
favorecer una conversión sincera, de hacer vivir a los fieles la alegría del perdón y de ayudarles
a vivir una vida cristiana más auténtica y más comprometida. Sí esto se consigue mejor con las
celebraciones comunitarias que con la confesión individual, no veo razones para prohibirlas.
Creo que las dificultades dogmáticas se pueden superar, como lo han demostrado los
especialistas en la materia. Por eso no debería descartarse sin más esta forma de reconciliación.
"La expresión 'camino más fácil' 'camino más difícil' está cercana a considerar la
confesión individual como un castigo; evidentemente, éste no sería un concepto
demasiado elevado del sacramento de la penitencia"(8).

Estoy plenamente convencido de que la crisis de la penitencia sacramental -de la que se


habla en la Introducción de la Instrucción pastoral de los obispos españoles- tiene causas más
profundas y no se resuelve suprimiendo la confesión individual y fomentando las celebraciones
comunitarias. Hay que vivir profundamente la vida cristiana y la conversión para poder
celebrarla dignamente. Pero, sí somos sinceros, tenemos que reconocer que lo que aleja hoy a
muchos de recibir el sacramento de la penitencia es la obligación de confesar todos los pecados
graves al sacerdote. Y esto es triste. Para muchos será necesaria a lconfesión individual y
encontrarán en ella la paz y el gozo del perdón. Para otros es un tormento. Imponer a todos esta
obligación, si Dios no lo exige, me parece grave.

3. LA DOCTRINA DEL CONCILIO DE TRENTO

La mayor dificultad que ven hoy algunos teólogos, y en particular las Congregaciones
romanas, para admitir como modo ordinario de reconciliación la Forma C (confesión y absolución
genéricas) es la que procede de las enseñanzas del Concilio de Trento. Los textos de Trento son
bastante claros, pero hay que leerlos en el contexto histórico y polémico contra la doctrina de
los reformadores y hay que tener en cuenta el contenido de algunas frases que se usan con
frecuencia, como 'jure Divino " (de derecho divino), "herejía", "sea anatema", etc.(9). Lo curioso
es que tanto Lutero como Calvino no rechazan la confesión privada de los pecados, sino su
obligatoriedad y el que sea un sacramento instituido por Jesucristo. Lutero se confesaba con
frecuencia y afirmaba que por nada del mundo se dejaría arrebatar esta práctica. Me parece útil
recordar aquí sus palabras:

“No quiero dejarme quitar por nadie la confesión secreta, y no la daría por ningún
tesoro del mundo, porque sé cuánta fuerza y consolación me ha dado. Nadie sabe lo que
puede la confesión secreta, pues a menudo hay que luchar y combatir con el demonio. Yo
hubiera sido vencido y estrangulado hace tiempo de no haber conservado esta
confesión... Por tanto, ved que la confesión secreta no es de despreciar, sino que es una
cosa muy conveniente que yo, por mí parte, no quiero desaconsejar por nada del
mundo”(10).

Estos elogios a la confesión privada voluntaria no le Impiden rechazar enérgicamente la


confesión como imposición papal y con la obligación de confesar todos los pecados, porque esto,
en vez de proporcionar alivio y consuelo, sería un tormento y una tortura para el alma(11).
Por tratarse de un texto importante que ha Influido decisivamente en las "Normas
pastorales" publicadas en 1972 y en sucesivos documentos, incluso en el mismo nuevo Código
de Derecho Canónico, vamos a citar íntegro el canon 7 del Concilio de Trento:

"Si alguno dijere que para la remisión de los pecados en el sacramento de la


penitencia no es necesario por derecho divino confesar todos y cada uno de los pecados
mortales de los cuales se tenga memoria tras un conveniente y serio examen; aun los
pecados ocultos y los que son contra los dos últimos mandamientos del decálogo, y las
circunstancias que cambian la especie de pecado, sino que esa confesión sólo es útil para
instruir y consolar al penitente; y antiguamente se observó únicamente para imponer la
satisfacción canónica; o dijere que quienes se esfuerzan en confesar todos sus pecados no
quieren dejar nada a la misericordia divina para que les sea perdonado, o, en fin, que no
es lícito confesar los pecados veniales, sea anatema" (DS 1707; Collantes 1177).

Por supuesto, no es éste el único texto del Concilio de Trento que habla de la
obligatoriedad de la acusación de los pecados12. Existen también otros documentos del
magisterio eclesiástico que exigen la integridad de la confesión de los pecados al sacerdote(13),
pero no podemos ocuparnos de ellos. Es cierto que en la Iglesia latina, desde la Edad Medía, se
ha exigido con mayor o menor fuerza la acusación de todos los pecados graves(14).
Por lo que se refiere a los textos del Concilio de Trento, se ha escrito tanto sobre ellos que
parece ocioso volver sobre su interpretación. Además, la dificultad no reside en el contenido del
texto, sino en determinar la obligatoriedad y valor que tiene para nosotros hoy una norma dada
en circunstancias muy distintas de las nuestras. Vamos a estudiar este punto con mayor
detenimiento.

a) Obligatoriedad de la confesión

Leyendo atentamente todo el capítulo V sobre la confesión (DS 1679-1683) y los cánones
correspondientes (cc. 6-8, DS 1706-1707) no se puede evitar la impresión de que los Padres de
Trento creyeron que la confesión de todos los pecados al sacerdote era un precepto divino y, por
tanto, obligatoria, a no ser que algunas causas graves físicas o morales dispensaran esta
obligación.
También es necesario reconocer que esta confesión íntegra de todos los pecados graves la
entendieron "humano modo", es decir, dentro de los límites y deficiencias de la naturaleza
humana. Dios no exige lo imposible. Son muchas las frases con que procuran suavizar y
humanizar esta declaración obligatoria de todos los pecados, de aquellos de los que puedan
acordarse después de un diligente examen. No pretenden atormentar la conciencia de los fieles,
sino inculcarles un deber que consideran sagrado. Es evidente que se trata de una integridad
formal y no material.
Hablan además de la confesión secreta. No faltaron Padres que querían que se definiese
que la confesión secreta al solo sacerdote era también de iure divino. Afortunadamente, esta
pretensión no fue admitida. Para los Padres de Trento la confesión de los pecados era necesaria,
pero el modo de hacerla -secreta o pública- era de derecho humano. Cristo no impuso el modo.
La confesión pública no fue mandada ni prohibida por Cristo (DS 1683). Para oponerse a la
doctrina de los reformadores insistieron demasiado en la obligatoriedad de la confesión de los
pecados.
El que algunas de estas afirmaciones de Trento nos parezcan inexactas o falsas no es
motivo suficiente para eludirlas. Cabe una hermenéutica de los textos, cabe el dar una
explicación por razón del momento histórico, se puede negar el valor dogmático de estas
proposiciones o decir sencillamente que hoy no obligan. Lo que no es honesto es negar que se
hicieran tales afirmaciones o tergiversar su sentido con interpretaciones sutiles y arbitrarias.
Desde esta postura de admitir honestamente lo que está escrito, no puedo ocultar mí sorpresa y
mí estupor cuando leo estos y otros textos a la luz de la Escritura y de la praxis penitencial de la
Iglesia antigua. En varios puntos no concuerdan ni con la Escritura ni con la historia.

• Escritura

Las pruebas de Escritura para probar este "precepto divino" de confesar todos los pecados
son muy débiles y poco convincentes. A esto se añade que no se compaginan estas normas con
la conducta de Jesús. Los textos bíblicos que se citan a este propósito son los siguientes: Mt, 16,
19; 18, 18; Jn 20, 23; Lc 17, 14; Sant 5, 16; 1 Jn 1, 9.
Los textos de Mateo 16, 19 (palabras dichas a Pedro) y 18, 18 (palabras dirigidas a los
discípulos), se refieren a la potestad de atar y desatar. No se refieren concretamente al
sacramento de la penitencia, sino a una potestad más amplía de prohibir o permitir, declarar
lícita o prohibida alguna cosa, expulsar a uno de la comunidad o readmitirlo. Pero no se excluye
que puedan aplicarse también al perdón de los pecados. Los Padres de Trento argumentaban
que para, poder atar o desatar, se requiere conocimiento de los pecados, pues ellos lo entendían
como absolver o negar la absolución, refiriéndose al sacramento de la penitencia.
Casi lo mismo puede decirse del texto de Juan 20, 23, que los Padres de Trento consideran
como el texto institucional del sacramento de la penitencia: “A quienes perdonéis, los pecados
les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos" . Es ciertamente el
texto más expresivo de los Evangelios sobre la potestad de perdonar los pecados encomendada
a los apóstoles. Y, como en los textos de Mateo, perdonar o retener exige el conocimiento del
sujeto a quien se concede o niega el perdón. No debemos minimizar la fuerza de este
argumento para exigir cierta declaración o confesión de los pecados. Lo grave es deducir de
aquí un precepto del Señor de declarar todos los pecados, aun los ocultos, para obtener el
perdón. Los textos bíblicos no dan para tanto.
El texto de Santiago 5,16 ofrece, sin duda, gran interés: "Confesaos, pues, mutuamente
vuestros pecados y orad los unos por los otros para que seáis curados". Todo el contexto nos
habla de enfermedad, de unción, de oración por los enfermos, del perdón de los pecados y de
curación. En la Edad Medía fue el texto clásico para justificar la confesión a los laicos cuando
faltaba el sacerdote. Hoy se cita generalmente como el principal texto bíblico sobre la unción de
los enfermos. De esta exhortación a "confesar mutuamente sus pecados", dirigida a todos los
cristianos, difícilmente se puede deducir un precepto de declarar todos los pecados al sacerdote
para obtener el perdón. Por lo demás no parece que estas palabras puedan aplicarse a la
posterior institución del sacramento de la penitencia.
La primera carta de San Juan habla de reconocer y confesar nuestros pecados ante Dios,
no ante el sacerdote: "Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es Él para perdonarnos los
pecados y purificamos de toda injusticia (1 Jn 1, 9). Menos aún tiene que ver con el sacramento
de la penitencia y el perdón de los pecados el mandato de Jesús a los leprosos curados: "Id y
presentaos a los sacerdotes" (Lc 17, 14). Se trata de un mero requisito legal para poder ser
admitidos de nuevo en la sociedad.
Es difícil, con semejante base bíblica, hablar de un precepto Divino de confesar todos los
pecados graves, aun los ocultos e internos, al sacerdote para obtener el perdón de Dios. Y la paz
con la Iglesia se puede conseguir con otros métodos.

• Carácter judicial del sacramento de la penitencia

Para urgir la confesión detallada de todos los pecados se recurre con mucha frecuencia al
carácter judicial del sacramento. Se habla del tribunal de la penitencia, se dice que el sacerdote
es juez y médico y, por lo mismo, debe conocer al reo o al enfermo. El mismo texto conciliar de
Trento presenta a los sacerdotes en su función de confesores como "praesides et iudices" (DS
1679), como presidentes y jueces. Cuando el mismo Concilio habla de la absolución, advierte
que no se puede reducir a la mera proclamación del Evangelio o a decir al penitente que Dios le
ha perdonado los pecados, sino que la absolución se realiza a modo de un acto judicial (ad
Instar actus iudicialis), en el cual el sacerdote pronuncia la sentencia como un juez (velut a
iudice) (DS 1685).
Es evidente que el Concilio establece una comparación y no pretende equiparar en todo el
acto de la absolución a un acto de la potestad civil, ni el sacerdote cumple las funciones de un
juez profano. Conviene recordar que el texto primitivo de Trento hablaba de un acto
verdaderamente judicial y se cambió el adverbio vere por ad Instar: a modo de. Lo que el
Concilio quiere hacer resaltar es la eficacia de la absolución y, que no puede reducirse a la mera
declaración: Dios ya te ha perdonado.
Tampoco vamos a negar que la función del sacerdote tenga cierta semejanza con la del
juez que examina una causa y perdona o condena, o que concede una gracia con alguna
obligación. Pero se trata de una analogía, no de un proceso idéntico. Por lo mismo no tienen
toda la fuerza que algunos conceden a los argumentos que apelan al carácter judicial del
sacramento de la penitencia para exigir la declaración detallada de todos los pecados. Esto es
alejarse de la realidad e incluso del espíritu y de la letra del Concilio de Trento, porque en
aquellos tiempos no existía aún en los procesos civiles la división bipartita de potestad
administrativa y potestad judicial propiamente dicha. Por consiguiente, la potestad judicial
comprendía tanto la concesión de un indulto o gracia como la condenación o absolución de un
reo. Los padres de Trento entienden la absolución como "alieni beneficii díspensatio " (DS 1685).
Por eso, un teólogo de hoy que, apoyándose en las palabras del Concilio de Trento, quisiera
deducir el conocimiento exacto de la causa con todos sus detalles para poder dar una sentencia
justa, se basaría en el actual orden jurídico y en la actual nomenclatura, y se alejaría del
pensamiento de los padres de Trento.
El acto de la absolución, tendiendo en cuenta la actual división de poderes, se parece más
a un acto de la potestad graciosa administrativa que a un proceso judicial en el sentido
moderno15. Este tema ha sido estudiado ya con suficiente amplitud, de suerte que no vale la
pena insistir en él. Remitimos a los autores recientes.

• La confesión es necesaria “iure divino”

Hay otro punto que merece una reflexión atenta. Tanto el Concilio de Trento, como los
demás documentos que de él dependen, afirman que la confesión de todos los pecados graves
al sacerdote es de iure Divino (cf DS 1679; 1706; 1707). Hoy nadie duda que esta expresión
tiene una gran amplitud de significados en los textos de Trento. Uno de los teólogos de Trento
explicaba, en 1547, los significados de esta expresión:

1. Lo que está contenido en la Sagrada Escritura del Antiguo y Nuevo Testamento.


2. Lo que está implícitamente contenido en la Escritura y se deduce de ella con
consecuencia necesaria.
3. Los estatutos de la Iglesia y de los Concilios, y este último grado también se puede
llamar "derecho humano"". Es decir, se puede entender de una prescripción que proviene de
Dios o de Cristo o de una prescripción que proviene de las costumbres de la Iglesia.

La cuestión que nos interesa es saber en qué sentido se emplea la expresión "de derecho
divino" en este capítulo V de la penitencia y en los cánones respectivos. La respuesta más
cómoda sería decir que se emplea en sentido amplio, pero creo sinceramente que los Padres de
Trento pensaban que la confesión íntegra era necesaria "por derecho divino" en el primer
sentido, es decir, como precepto del Señor o expresamente revelado, pues se afirma que "fue
instituida por el Señor" (DS 1679) y se citan los textos de la Escritura antes indicados: Sant 5,
16; 1 Jn 1, 9; Lc 17, 14. Pero esto no significa que los Padres de Trento tengan razón o que se
trate de una verdad infalible. Los textos bíblicos no lo prueban y la historia se opone a sus
afirmaciones. En el canon 6, por ejemplo, se dice que la Iglesia practicó siempre, desde el
principio, la confesión secreta al solo sacerdote, lo cual no responde a la realidad (cf DS 1706).
Si admitiéramos que todas las afirmaciones de los Concilios son verdades infalibles e
inmutables, no se podría dar un paso en teología. No debe maravillarnos que los Padres
conciliares hablen desde los conocimientos históricos de su tiempo y lean la Escritura con la
mentalidad de su época. Hoy, tanto los estudios históricos como exegéticos nos obligan a
imponer diversas correcciones.

• Signo de la verdadera contrición

Los textos conciliares insinúan diversas veces otra razón para exigir la confesión humilde
de los pecados. La verdadera conversión tiende a manifestarse, a encarnarse en los actos de
confesión y satisfacción. Quien rehúsa la acusación humilde de los pecados muestra que no está
verdaderamente arrepentido. La confesión de los pecados es una exigencia o una consecuencia
natural de la verdadera conversión. Hasta aquí podemos estar de acuerdo. Pero no olvidemos
que la declaración de los pecados no es el único modo de confesarlos ni el único gesto para
expresar externamente la conversión. Los textos antiguos apenas mencionan la confesión y
hablan mucho más de las lágrimas, de los ayunos, de las postraciones, del cilicio y la ceniza. Es
otro modo de confesar los pecados(17).

b) Observaciones generales a los textos del Concilio de Trento

1. Los Padres del concilio de Trento partían del supuesto de que la confesión auricular
privada había sido el modo ordinario de administrar el sacramento de la penitencia desde los
orígenes de la Iglesia, lo cual no responde a la realidad histórica. No ignoraban del todo que en
la antigüedad hubo otras formas públicas de celebrar la penitencia, pero esto no les
preocupaba. Lo que ellos tenían presente era la negación de la necesidad de la confesión de los
pecados, que sostenían los reformadores, y el modo ordinario de recibir entonces el sacramento,
que era la confesión privada con la absolución sacerdotal.

2. Es una anomalía aplicar a las celebraciones comunitarias las normas que el Concilio de
Trento estableció para la confesión auricular privada. Es mal método recurrir a los textos del
pasado, que suponen un contexto histórico diferente, para resolver los problemas de nuestro
tiempo. Problemas que han surgido precisamente con la intención de revitalizar y renovar la
praxis de un sacramento que había quedado relegado a una administración privada del todo
insatisfactoria.

3. Me parece evidente que los textos de Trento, relativos la confesión de los pecados, si
conservan aún valor para nuestros días, sólo se pueden aplicar a la celebración auricular privada
y no a las celebraciones penitenciales comunitarias, que constituyeron un modo diverso de
celebración. Si en el curso de la historia de la penitencia se han hecho cambios tan radícales en
la forma de celebrarlo, ¿por qué no se puede admitir hoy un cambio en un aspecto bastante
secundario?
Aunque se admita que es de derecho divino la obligación de confesar todos los pecados
graves en la reconciliación de un solo penitente, no veo dificultad para que la Iglesia jerárquica
autorice otros modos de celebración con confesión genérica solamente, pues se trata de formas
diferentes de celebrar el sacramento. Que esto sea posible lo demuestra la historia.

4. La obligación de confesar todos los pecados nunca se ha considerado como una


obligación absoluta, sino solamente condicionada. Esto lo demuestran las numerosas
circunstancias y situaciones en las que se puede prescindir de la confesión completa: en los
casos de los moribundos, sordomudos, ignorancia del idioma, muchedumbre de fieles que
desean recibir el sacramento y no pueden declarar sus pecados por falta de sacerdotes, etc.(18)

5. Hay otro dato a tener en cuenta. Muchos fieles, de los que frecuentan el sacramento de
la penitencia o participan en celebraciones penitenciales, consideran como pecados mortales
actos que en realidad no lo son, pues no rompen la relación de amor y comunión con Dios ni
destruyen la opción fundamental de servir a Dios y al prójimo. Puesto que no hay obligación de
confesar los pecados no graves, se podría impartir la absolución general en una celebración
comunitaria sin contravenir las disposiciones del Concilio de Trento. Éste es el camino que siguió
el Padre Z. Alszeghy en un artículo escrito mucho antes de que se publicara el Nuevo Ritual de
la penitencia(19).
El Padre Alsezghy se plantea la cuestión con toda claridad: ¿Puede la jerarquía introducir
el uso de la absolución sacramental comunitaria haciendo caso omiso de la declaración privada
de los pecados? Su respuesta es taxativa: la necesidad de someter al poder de las llaves todos
los pecados mortales ha sido definida en el Concilio de Trento. Sólo la imposibilidad física o
moral puede dispensar de la confesión individual(20). La dureza de esta respuesta viene de
hecho mitigada a lo largo del artículo con una serie de casos o circunstancias que permiten la
absolución comunitaria(21).
La mayor diferencia que advierto entre la opinión del Padre Alszeghy y la mía consiste en
que él da demasiada importancia a los textos del Concilio de Trento y busca salvar su valor
normativo para las circunstancias actuales. Yo, por el contrarío, pienso que se debería atender
más a los problemas reales y tratar de resolverlos a la luz del Evangelio y de toda la tradición de
la Iglesia. Trento no representa toda la tradición de la Iglesia.

6. Con esto apuntamos a un problema mucho más amplio y real que aquí no podemos
desarrollar. A veces nos perdemos en los textos sin mirar la realidad, nos detenemos en la letra,
olvidándonos del espíritu. Esto se llama "judaizar". Lo que interesa para el perdón de los
pecados y para recuperar la gracia y amistad con Dios es la verdadera conversión y la
mediación de la Iglesia. El verdadero arrepentimiento se puede manifestar de muchos modos y
no sólo con la declaración de los pecados. Las lágrimas son un lenguaje más elocuente y más
sincero que las palabras. El conocimiento del penitente también se puede obtener muchas
veces mejor con un gesto o pocas palabras que con el recuento minucioso de los pecados. Una
persona que, sin que nadie le obligue, acude al sacerdote, se arrodilla ante él y le dice:
"perdóneme, Padre, porque tengo muchos pecados", y se echa a llorar, creo que ha hecho lo
suficiente para animarle a que le dé la absolución sin pedirle cuentas exactas de sus pecados.
Pienso que todos hemos tenido experiencias de algunos de estos casos. No podemos ser
esclavos de la letra y de las normas, sino que debemos ayudar a los seres humanos a encontrar
la alegría y el perdón y llevarles la certeza y confianza de que Dios los ama y perdona. La mejor
prueba de la sinceridad del arrepentimiento es el cambio de vida. Por eso, en la antigüedad,
esperaban este cambio efectivo antes de conceder la reconciliación. Hoy a nadie extrañaría
escuchar al Papa o a un predicador que la mejor penitencia es el cambio de vida. Pienso que es
doctrina común. Así lo predicó Lutero en un sermón sobre la penitencia. Pero esta proposición
fue condenada por León X: "Optima Poenitentia, nova vita" (DS 1457). Hay que tener en cuenta
todo el contexto histórico, pero no deja de ser extraño y doloroso que se haya condenado esta
sentencia.

7. Pienso que habría que reflexionar más sobre los orígenes históricos y sobre el
verdadero sentido de la confesión íntegra en orden al perdón de los pecados. ¿Por qué en la
época moderna se ha exigido con tanto rigor la declaración de los pecados cuando se ha
descuidado tan lastimosamente toda satisfacción? ¿Cómo se estructura la declaración de los
pecados en el conjunto del sacramento de la penitencia y qué formas de acusación puede
revestir? ¿Qué relación existe entre la integridad de la confesión y los demás valores y
exigencias de la auténtica conversión del cristiano pecador?
A mi juicio, los orígenes históricos están suficientemente dilucidados, pero es preciso no
olvidarlos. El retorno a los orígenes, a los textos evangélicos y el dar a Dios la primacía en la
obra de la reconciliación puede iluminar algunos aspectos que para otros parecen oscuros.

4. LAS "NORMAS PASTORALES" Y SU REPERCUSIÓN

Para los documentos recientes de la Santa Sede más importancia que el mismo Concilio
de Trento han tenido las Normas pastorales publicadas, en 1972, por la Congregación para la
Doctrina de la Fe, siendo prefecto de la misma, el cardenal F. Seper y monseñor P. Philippe,
secretario. Estas orientaciones fueron recogidas casi íntegramente por el Ritual de la Penitencia
(nn. 31-34) y en su parte esencial por el nuevo Código de Derecho Canónico (cc. 960-963). En el
Código se agravan incluso algunas prescripciones.
Comienza el canon 960 repitiendo la afirmación de la norma I: La confesión individual e
íntegra y la absolución constituyen el único medio ordinario de reconciliarse. A continuación se
recogen en lo esencial las normas que regulan la absolución general a varios penitentes sin
confesión individual previa (c. 961). Para recibir válidamente la absolución sacramental general
se requiere:

1. Que el penitente esté debidamente dispuesto.

2. Que tenga el propósito de hacer, a su debido tiempo, confesión individual de todos los
pecados graves no confesados (c. 962).

3. Se precisa que esta confesión individual se haga lo antes posible, antes de recibir otra
absolución general (c. 963).
El primer requisito es evidente, pero el segundo que establece el canon 962 no acabo de
comprenderlo. Porque en este canon no sólo se afirma la obligación de los fieles de declarar
todos los pecados graves no confesados, sino que se establece como requisito para la validez de
la absolución sacramental el que tenga este propósito. Creo sinceramente que los caminos de
Dios difieren de las prescripciones canónicas. Si un fiel está verdaderamente arrepentido, queda
realmente reconciliado con Dios y con la Iglesia al recibir la absolución sacramental. La adición
de confesar luego individualmente los pecados graves todavía no confesados es una
prescripción eclesiástica que no afecta al perdón de Dios.

Los escolásticos decían que todo acto de verdadera contrición lleva implícito el "votum
sacramenti" y, de este modo, buscaban explicar el que un acto de perfecta contrición borre los
pecados. Ahora -aunque parezca que se dice lo mismo, en realidad el caso es distinto-, se añade
que para la validez del sacramento necesita el penitente estar dispuesto a declarar
privadamente al ministro todos los pecados graves no confesados. La solución es fácil:

a) Si se identifica con la voluntad de Dios el precepto de la confesión individual de todos


los pecados graves, no puede haber verdadera conversión ni verdadero arrepentimiento si uno
no está dispuesto a cumplir la voluntad de Dios.

b) Pero quien no identifique con un precepto divino la obligación de declarar al confesor


todos los pecados graves, puede tener un verdadero arrepentimiento de haber ofendido a Dios y
a los hermanos, y recibir el perdón y la gracia sacramental sin tener intención de acusarse luego
privadamente de los pecados graves no confesados. Ésta es mi opinión. Y, por supuesto, no es
tan fácil determinar qué pecados en concreto se pueden considerar graves, cuando en la
antigüedad hubo algún conato de reducirlos a tres precisamente en orden a la penitencia
eclesiástica. Si sólo se establecen dos categorías de pecados: ales o graves y veniales o leves es
muy difícil imponer como voluntad de Dios la acusación de todos los pecados graves. Otra cosa
es dar algún signo externo de arrepentimiento en orden al sacramento.

5. CÓMO SUPERAR ESTA DIFICULTAD


Hemos indicado anteriormente que la principal dificultad que ven muchos en la
reconciliación de varios penitentes sin confesión individual previa proviene de las enseñanzas
del Concilio de Trento. Los otros documentos, aunque urjan más que el mismo Trento la
obligación de la confesión, no tienen el mismo rango dogmático. Ahora bien, un modo sencillo
de resolver esta dificultad es decir que se trata de una norma disciplinar y no de una afirmación
dogmática. De este modo, se pueden librar de escrúpulos los que teman ir contra una sentencia
de un concilio ecuménico. Muchos cánones del Concilio de Trento y de otros concilios se han
abandonado sin crear problemas. El primer Concilio ecuménico de Nicea (325) prohíbe rezar de
rodillas los domingos o en los días de pentecostés y manda hacerlo de pie(22), y prescribe
rebautizar y reordenar a los paulinianos que retornen a la Iglesia católica(23). El Concilio
Lateranense IV, el mismo que prescribe la confesión y comunión cada año, manda que los
cristianos se distingan por sus vestidos de los judíos y sarracenos(24). El Concilio de Trento
condena a los que afirman que la misa debe celebrarse sólo en lengua vulgar o que no debe
mezclarse agua con el vino que va a ofrecerse(25). Las prescripciones de los concilios están
condicionadas por las costumbres y la mentalidad de una época, y no pueden aplicarse
indiscriminadamente a todos los tiempos.
Una hermenéutica sana y elemental nos prohíbe también el conceder un valor absoluto e
incondicional a los textos antiguos. Cuando el Concilio de Trento exige la acusación de todos los
pecados para su perdón, además de oponerse a la doctrina de los protestantes, quiere indicar
que la recta administración del sacramento exige el conocimiento del estado del penitente. Para
poder retener o perdonar se exige el conocimiento de lo que se retiene o se perdona. Esto en
términos generales. Pero, de aquí no se sigue que sea necesaria la acusación detallada de todos
los pecados. Más que los pecados interesa el pecador, el estado de ánimo del penitente. Y nadie
duda de que para esto es necesario que el fiel lo manifiesto de algún modo, que se reconozca
pecador y pida perdón. Pero esto se puede manifestar de diversos modos. En la antigüedad, el
inscribirse en el “orden de los penitentes" ya implicaba una confesión de los pecados, al menos
de los más graves. La participación en una celebración penitencial ya es un signo de que se
reconoce pecador, aunque no se especifiquen ni enumeren los pecados. En estas circunstancias,
una confesión genérica puede incluso ser más aconsejable y más liberadora que la acusación
detallada de todos los pecados.
Pero la posible dificultad que pudieran ofrecer los textos de Trento y los posteriores
documentos del magisterio eclesiástico se resuelven mejor recurriendo a la historia y a la
teología.

a) La praxis de la Iglesia antigua

Si repasamos un poco la historia de la penitencia eclesiástica de los primeros siglos, es


difícil admitir que sólo se perdonan los pecados con la confesión íntegra del penitente y la
absolución del sacerdote. Durante varios siglos la única penitencia sacramental que existía en la
Iglesia no era un medio ordinario, sino más bien extraordinario, raro, excepcional, que sólo se
concedía una vez en la vida. Y los seres humanos de aquellos tiempos pecaban, sin duda, más
de una vez antes y después de haber recibido la penitencia eclesiástica. Pero era problema de
pocos, porque "prácticamente, al menos desde el siglo V la mayor parte de los cristianos
solamente podían recibir la reconciliación oficial sacramental, cuando iban a morir"(26). Y en
esas circunstancias no se solía exigir una confesión completa de los pecados. No digo que
estaban dispensados de la confesión íntegra, porque no existía tal precepto, sino que era
suficiente manifestar los motivos y causas que le movían a pedir la reconciliación. Recordemos
algunos datos esenciales de esta praxis.

1. En la Iglesia antigua, ya desde sus orígenes, existía una confesión general de los
pecados, una exomológhesis en la que se pedía a Dios el perdón de los pecados antes de iniciar
el culto. Era algo parecido a nuestro "confiteor "o acto penitencial con que hoy iniciamos la
celebración eucarística". Pero no se trataba de una confesión sacramental.

2. Desde el siglo III por lo menos, existía también una confesión de los pecados al
sacerdote o al padre espiritual en orden a corregir los vicios y practicar las virtudes. Se trataba
de una dirección espiritual. Esta práctica se extendió mucho entre los monjes y ascetas, y se
hacía a un maestro espiritual, aunque no fuese sacerdote. Tales confesiones, aunque se hicieran
para humillarse y pedir consejo y aliento para su vida espiritual, no pertenecen al ámbito del
sacramento. Algunos autores, como P. Galtier y J. Grotz defendieron que estas confesiones,
cuando se hacían a los presbíteros, eran de orden sacramental(28), pero hoy esta opinión ha
sido abandonada(29). Los documentos antiguos sólo hablan de una penitencia eclesiástica o
canónica para los pecados graves. Más tarde, en los siglos V y VI no faltaron algunos cristianos
fervorosos que pedían la penitencia eclesiástica aun sin tener pecados graves, pero esto debe
considerarse más bien como una excepción(30).

3. Nadie niega que para poder recibir la penitencia canónica, y discernir sí el cristiano
estaba obligado o no a ella, y para determinar la duración y obligaciones que debía cumplir era
necesaria una confesión de los pecados o alguna manifestación de los motivos que le movían a
pedir la penitencia pública. Pero esta confesión previa a la "entrada en la penitencia" no puede
equipararse en modo alguno a la confesión detallada de todos los pecados, incluso internos, tal
como impone el Concilio de Trento (Sess. XIV, can. 7; DS 1707). Sería un error histórico grave,
puesto que las circunstancias y toda la forma de la celebración eran muy diversas.
Dada la dureza de las satisfacciones y las graves obligaciones que pesaban sobre el pobre
penitente, de hecho se tendía a limitar lo más posible la lista de pecados que debían expiarse
con la penitencia canónica. En general, aunque es preciso tener en cuenta las épocas y los
lugares diversos, se tendía a reservar la penitencia para los pecados externos muy graves y
escandalosos. Algunos quisieron reservarla a los tres pecados capitales (apostasía, homicidio,
adulterios)31, pero esta orientación no prevaleció. Otros autores, por el contrarío, afirmaban que
la Iglesia no podía reconciliar a los que hubiesen cometido tales pecados (Tertuliano, en su
época montanista, y Novaciano).
Muchos de los pecados que exigían la penitencia canónica eran pecados públicos, por lo
mismo, en comunidades pequeñas de cristianos, como eran las de los primeros siglos, apenas
era necesario confesarlos por ser ya conocidos. Desde la conversión masiva de paganos al
cristianismo, en la época constantiniana, las circunstancias cambiaron notablemente.

4. A los clérigos desde el siglo IV y a los monjes desde el siglo V les estaba prohibida la
penitencia eclesiástica por su carácter infamante. ¿No habría para ellos ningún medio para el
perdón de sus pecados? A esta conclusión habría que llegar si la confesión íntegra y la
absolución del sacerdote fueran el único medio ordinario32.

5. El verdadero problema en la praxis de la penitencia antigua no era la confesión de los


pecados, sino las obligaciones terribles que comportaba para toda la vida el someterse a la
penitencia canónica. Por eso la rehusaban. Algunos autores hablan de la vergüenza de confesar
los pecados(33), pero casi todos insisten en las dificultades que provienen de las satisfacciones
y vida mortificada que comportaba la vida penitente. Debido precisamente a estas penitencias
inhumanas, la penitencia eclesiástica en el siglo VI quedaba reservada casi sólo a las personas
mayores o a enfermos en peligro de muerte.
Una conclusión se impone: es un error afirmar que la confesión individual y completa al
sacerdote es el único medio para el perdón de los pecados cometidos después del bautismo. En
la antigüedad, se practicó una forma muy diferente de celebrar la penitencia, que no se puede
identificar con la confesión privada de nuestros días, y eran pocos los cristianos que la
practicaban por su carácter extraordinario y excepcional. Innumerables santos y cristianos de la
antigüedad nunca recibieron el sacramento de la penitencia. Los dos grandes sacramentos para
la remisión de los pecados y la reconciliación eran el bautismo y la eucaristía.

b) La teología

1. Desde el comienzo de mi actividad sacerdotal me impresionó la conducta de Jesús para


con los pecadores. Fue llamado "el amigo de publicanos y pecadores" (Lc. 7, 34) y les perdona
generosamente siempre que encuentra un ser humano arrepentido. No pregunta cuántos ni
cuáles pecados tiene, sino solamente exige fe y amor. Basta un gesto, una palabra de súplica
para que Jesús perdone y absuelva: "Vete en paz, tu fe te ha salvado" (Lc. 7, 50; cf. Mt. 9, 22).
"Se le ha perdonado mucho, porque ha amado mucho" (Lc 7, 47).
Para mí, los hechos y enseñanzas de Jesús son más vinculantes que los decretos del
Concilio de Trento o de cualquier concilio. Y Jesús perdona a la mujer pecadora (Lc. 7, 36-50), a
la mujer adúltera Un 8, 1 - 1 l), al buen ladrón (Lc. 23, 43) y enseña que el publicano volvió
justificado a su casa con sólo gritar: "Señor, ten piedad de este pecador" (Lc. 18, 13). En la
parábola del hijo pródigo, el padre misericordioso recibe con alegría al hijo menor, le perdona y
celebra un banquete por haberlo recuperado vivo (Lc. 15, 11-32).
La pregunta que me he formulado mil veces al leer los Evangelios es ésta: ¿Nos exige Dios
hoy más para el perdón de los pecados de lo que exigió Jesús? ¿Es menor hoy la misericordia de
Dios? ¿Es más exigente su justicia y su santidad?
A todas estas preguntas hay que responder con un no rotundo. Lo que hizo Jesús, bien
hecho está. Y Dios sigue perdonando generosamente, cuando encuentra en el ser humano las
debidas disposiciones sin pedir cuentas exactas ni imponer condiciones difíciles. La necesaria
mediación de la Iglesia es para ayudar, no para poner obstáculos al ser humano que se
arrepiente y pide perdón.

2. Los teólogos han deducido la necesidad de la confesión íntegra de los oficios que ejerce
el confesor: es juez y médico. Como juez debe conocer la causa para poder dar sentencia. Como
médico tiene que conocer la enfermedad para poder sanarla.
Ya hemos indicado cómo debe entenderse la función de juez y que no se deben
extralimitar las consecuencias en orden a la declaración de los pecados. Es preferible la imagen
de médico, que cura y sana la enfermedad. De aquí se deduce la utilidad, la conveniencia y aun
la necesidad de declarar los pecados para señalar el oportuno remedio. Se trata de una
comparación y no de una imposición dogmática. En realidad, en el caso de pecados graves,
¿cuántos son los que piden consejo y siguen las orientaciones del confesor, sí sólo se presentan
una vez al año? Los consejos y la dirección espiritual de ordinario los piden las personas
piadosas, que no suelen tener pecados graves.
El médico ayuda al enfermo si éste le descubre sus dolencias y síntomas. Pero sí la
obligación de declarar todos los pecados graves aleja de hecho al cristiano de recibir el
sacramento, nada se adelanta en orden a su curación. Se apela a una función inexistente para
imponer una obligación grave. Las consecuencias que se deducen de estas funciones para el
penitente, también podrían exigirse con mayor rigor para el ministro. Como juez y médico
debería poseer conocimientos no sólo de teología, sino también de psicología y de la vida
espiritual para poder ayudar realmente a los que recurran a él. Si esto se exigiera como
condición indispensable, tendría que disminuir mucho el número de confesores.

6. ORÍGENES DE LA CONFESIÓN DETALLADA DE TODOS LOS PECADOS

Hoy se inculca como un deber ineludible para el perdón de los pecados graves la
confesión individual e íntegra de todos ellos. Esto da la impresión de que siempre existió esta
obligación y, sin embargo, no fue así. Vamos a resumir, aunque ya lo hemos indicado en las
páginas anteriores, cuál fue el origen de este precepto.

a) Orígenes remotos. Existía una confesión libre y espontánea al sacerdote o al padre


espiritual de la que nos hablan ya en el siglo III Clemente Alej. y Orígenes(34). Pero esta
confesión privada parece cierto que se orientaba a la dirección espiritual o a buscar los
remedios más convenientes para el progreso en la virtud. A mi juicio, no era un sacramento.

b) Entre los monjes esta confesión privada se convirtió en praxis habitual para humillarse
y pedir consejo al anciano o al maestro del Espíritu. A él le confiaban sus pecados y flaquezas y
esperaban una palabra de aliento y orientación para su vida espiritual. San Basilio, San Benito y
Casiano hablan de esta práctica como medio de aprovechamiento espiritual.

c) Orígenes próximos. Más cercana a nosotros, la penitencia tarifada, que se introdujo en


el continente europeo a principios del siglo VII, fue la principal causa de la costumbre y de la
obligación de declarar al ministro todos los pecados. En este sistema, promovido por los monjes
de Irlanda que evangelizaron Europa, se suprimió la irrepetibilidad del sacramento de la
penitencia y se estableció una sanción para cada pecado. A cada pecado correspondía una
satisfacción concreta, y si se duplicaban o triplicaban los pecados, se multiplicaban en igual
medida las sanciones. Esto impuso la necesidad de acusarse de todos los pecados e incluso del
número de los pecados.
Como este sistema, aunque muy riguroso en cuanto a las satisfacciones impuestos, era
más llevadero que la penitencia antigua, pronto se difundió por toda Europa. Pero, siendo tan
rigurosas las sanciones por los pecados cometidos y multiplicándose según el número de los
pecados, pronto se hizo inviable. Toda la vida no era suficiente para cumplir algunas penitencias.
Por eso se introdujo muy pronto el sistema de compensaciones y redenciones, que mitigaba un
poco la penitencia, pero no la obligación de acusarse de todos los pecados.
Poco a poco, se fue abandonando el rigor de las satisfacciones y se consideró como
sustituto de las antiguas penitencias la acusación detallada de los pecados. La vergüenza que se
siente en decir los pecados debía considerarse suficiente penitencia. Y así se inició una práctica
de confesar los mismos pecados varias veces o a diversos confesores, porque de este modo era
mayor la vergüenza y se hacía más penitencia. Algunas secuelas de esta costumbre han llegado
hasta nuestros días: el acusarse de los pecados de la vida pasada, que todavía hoy practican
muchos, se funda en dos motivos: 1) asegurar la materia del sacramento, cuando uno sólo se
acusa de faltas o imperfecciones que no se pueden considerar verdaderos pecados; 2) renovar y
estimular el arrepentimiento sincero al considerar los pecados de su vida pasada.
Cuando se introduce una costumbre litúrgica, generalmente se prolonga durante siglos y
luego se procura justificar desde la Escritura y desde la teología. Es lo que ha ocurrido con la
confesión de los pecados. Desde el siglo XIII prácticamente sólo quedó como forma ordinaria de
la penitencia la confesión privada, incluso se llegó a llamar "confesión" a todo el proceso del
sacramento de la penitencia. Cuando, en 1215, el Concilio de Letrán IV impuso la obligación de
confesar y comulgar al menos una vez al año, la absolución se recibía antes de cumplir la
penitencia y quedaba reducida al mínimo. Por eso los documentos de este tiempo inculcan la
obligación de confesar todos los pecados graves. Esta tendencia se agravó en Trento, como
reacción contra los protestantes, y así ha quedado hasta nuestros días. Quien omite el confesar
un pecado grave por vergüenza o miedo, comete un tremendo sacrilegio. Ésta fue la educación
que recibimos los que ya somos mayores y muchos de nuestros discípulos. Sólo el estudio de la
historia de la teología y los grandes horizontes que abrió el Vaticano II nos pudieron librar de
estos atavismos teológicos.
Hoy, la razón de seguir insistiendo en la confesión individual íntegra como único modo de
obtener el perdón de los pecados me parece un anacronismo. En los seis primeros siglos, el
sacramento de la penitencia no era un modo ordinario de obtener el perdón de los pecados,
puesto que sólo se concedía una vez en la vida y para casos excepcionales. Se recibía menos
veces que hoy la unción de los enfermos.
Pero, en concreto, más aún que la doctrina del Concilio de Trento, la razón de insistir tanto
en este punto fue la publicación de las Normas pastorales, en 1972, (AAS 64(1972)510-514) por
la Congregación para la Doctrina de la Fe, que exageraban y agravaban la doctrina de Trento.
Estas Normas impidieron una mejor y más profunda renovación del sacramento de la penitencia,
y siguen influyendo en nuestros días en su celebración. Hemos indicado que, a nuestro parecer,
contienen un error histórico y teológico y, no obstante, han pasado al Nuevo Ritual de la
penitencia, al Código de Derecho Canónico, al nuevo Catecismo de la Iglesia católica y a la
exhortación apostólica "Reconciliación y penitencia" de Juan Pablo II(35). Esperamos que estas
reflexiones sirvan para una investigación serena e imparcial y contribuyan a esclarecer la
doctrina evangélica y a eliminar los obstáculos que se oponen a la renovación de la celebración
penitencial en la Iglesia de hoy.

7. CONVENIENCIA PASTORAL

Desde hace muchos años, venimos defendiendo las grandes ventajas pastorales que tiene
esta forma de celebración si llega a proponerse por la jerarquía como un modo ordinario de
celebrar el sacramento(36). Creo que, litúrgicamente, es la forma más completa y perfecta, la
más coherente, pues no se interrumpe una celebración comunitaria con la confesión y
absolución individuales. Toda la comunidad participa en el acto con las oraciones, la escucha de
la Palabra, el pedir perdón, el confesar en común las culpas y con la celebración del acto final de
reconciliación y de acción de gracias. Esta forma de celebración no requiere muchos confesores,
que es una de las dificultades de la Forma B (reconciliación de varios penitentes con confesión y
absolución individuales). La Forma C (reconciliación de muchos penitentes con confesión y
absolución generales), bien preparada, puede ser la forma ideal para las comunidades
religiosas, seminarios, colegios de niños y niñas, grupos de ejercitantes, cursillos de cristiandad
y de otros grupos que pasan unos días de retiro o de convivencia bajo la dirección de un
sacerdote. Pero será también el modo más conveniente y de mayor impacto para el compromiso
cristiano en las parroquias, si se tiene la debida preparación y catequesis previa. Sobre todo en
adviento y en la cuaresma debería ser normal alguna de estas celebraciones, cuando lo
autoricen las rúbricas.
Se ofrece incluso la posibilidad de espaciar cronológicamente el proceso penitencial en
sus diversas fases:

1. Un día se dedica a la acogida, escucha de la Palabra de Dios, lecturas bíblicas con


comentarios y examen.

2. Otro día puede consagrarse a profundizar el arrepentimiento y exigencias de la


conversión. Se debe insistir en la necesidad de un propósito serio de enmienda, se hace la
confesión individual o general y se indica una satisfacción adecuada que debe cumplirse antes
de recibir la absolución.

3. En una tercera fase se congrega de nuevo la comunidad o el grupo para celebrar con
alegría la reconciliación con la Iglesia. Es un plan utópico que sólo podrá realizarse con grupos
pequeños y comunidades estables.
El que defendamos la posibilidad y conveniencia de esta forma de celebración (confesión
general y absolución colectiva), no quiere decir que no apreciamos otros modos de recibir el
sacramento y, en concreto, la confesión individual. Es una necesidad humana que responde a un
anhelo profundo de reconocer y confesar los pecados a una persona de confianza y con poder
de otorgar el perdón en nombre de Dios. Es una obligación ineludible el proporcionar a todos los
fieles la posibilidad de la reconciliación sacramental individual. De esto hemos hablado en otra
parte37 y mantenemos nuestro postura de que debe seguir subsistiendo este modo de
celebración privada. No se trata de una alternativa, sino de una complementariedad. No
debemos empobrecer el sacramento de la penitencia propugnando un solo modo de
celebración. Cada una de las formas tiene sus valores existenciales propios que es preciso
aprovechar para la vida cristiana de las comunidades

Notas al capítulo primero


1. Dejaos reconciliar con Díos. Instrucción pastoral sobre el sacramento de la penitencia.
Conferencia Episcopal Española, Madrid 1989.
2. Cf. Concilio de Agde (año 506) can. 15; CCL 148, 201; Concilio de Orléans (año 538)
can. 27; CCL 148A, 124.
3. Canon 11; Mansi VI, 708.
4. Sínodo de Chalon-sur Saône (ca 650),can. 8; CCL, 148A.
5. Sacramentum paenitentiae. Normae pastorales circa absolutionem sacramentalem
generali modo impartiendam, AAS 64 (1972) 510-514.
6. La primera comisión la formaban: LÉCUYER, J. (presidente), HEGGEN, F. (secretario; más
tarde, al retirarse HEGGEN, fue secretario NICOLASCH, F., ALSZEGHY, Z., ANCIAUX, C.,
FLORISTÁN, P. C., KIRCHGASNER, A., LIGIER, L, RAHNER, K., VOGEL, C. Todos muy conocidos y
autores de libros importantes sobre la penitencia, como VOGEL, C., ANCIAUX, R, RAHNER, K.,
LIGIER, J., etc.
7. La segunda comisión la componían: JOUNEL, R (presidente), SORROCORNOLA, F.,
(secretario), GRACIA, J. A., VISENTIN, R, MEYER, H., DONOVAN, K., PASQUALETTI, G.
8. IMBACH, J., Perdónanos nuestras deudas, Santander 1983, p. 177.
9. Existen muchos artículos sobre el sentido de estas expresiones en el Concilio de Trento.
Citemos algunos: FRANSEN, P., Réflexions sur L´anathème au concile de Trento, ETL 29, 1953,
pp. 657-672; MARRANZINI, A., Valore del “anathema sit" nei canoni tridentini, Ras. Teol. 9, 1968,
pp. 27-33; VORGRIMLER, H., Das Busssakrament iuris divini?, Diakonía 4/5, 1969, pp. 257-266;
RAHNER, K., Sobre el concepto de "ius divinum" en su comprensión católica, Escritos de Teología
V, pp. 247-273; BECKER, K. J., Die Notwendigkeit des vollstandigen Bekenntninisses in der
Beichte nach dem Konzil von Trient, Theol. und Philos, 1972, p. 47; AMATO, A., I pronunciamenti
tridentini sulla necessitá della confesione sacramentaria nei canoni 6-9 della sessione XIV (25
novembre 1551), Las-Roma, 1974; NICOLAU, M., "Jus divinum" acerca de la confesión en el
ConciIio de Trento, RET. 32 1972, pp. 419.439; PETER, J., Dimensions of Jus divinum in Roman
Catholic TheoIogy, Theol. Stud. 34 1973, pp. 227-250.
10. Edit. Weimar, 10, 3, 61-64.
11. Weimar, 2. 645, 16; Weimar 8a, 58, 5.
12. Véanse cc. 8 y 9 (DS 1708 y 1709); capít. 5 (DS 1679-1680), etc.
13. Antes de Trento el Papa Martín V exige la integridad de la declaración de los pecados a
los partidarios de Hus y de Wiclef (DS 1260); en el Concilio de Florencia se incluye esta doctrina
en el decreto “Pro Armenis" en 1439 (DS 1325).
14. Véase la obra de ESCUDÉ, J., La doctrina de la confesión íntegra desde el Concilio de
Letrán hasta el Concilio de Trento, Barcelona, 1967; LOZANO ZAFRA, J. E., La integridad de la
confesión, ¿precepto positivo divino o norma eclesiástica?, Roma, 1977; Do Couto, J. A., De
integritate confesionis apud patres concilii tridentini, Romae 1963; FERNÁNDEZ, D., El
Sacramento de la reconciliación, Edicep, Valencia, 1977, pp. 259-275, XXX Semana Española de
Teología, El Sacramento de la penitencia, CSIC, Madrid, 1972, con diversos estudios sobre la
confesión de los pecados en el Concilio de Trento.
15. Cf. GIL DE LAS HERAS, Carácter judicial de la absolución sacramental según el Concilio
de Trento, Burgense 3, 1962), pp. 151-153.
16. DELFINO, Fr. ANTONIO Cf. CT, edic. Görres, 6,1.70. Véase además la nota interesante
de COLLANTES, J., La fe de la Iglesia católica, Madrid, 1983, p. 724 nota 94.
17. Pueden verse numerosos textos en la obra de VOGEL, C., El pecador y la penitencia en
la Iglesia antigua, Barcelona, 1968. Rara vez se alude a la vergüenza de confesar los pecados. El
mismo hecho de hacer penitencia publica ya era una manifestación de su condición de pecador.
Así dice Cesáreo de Arlés: "el que no tuvo vergüenza de cometer pecados que hay que reparar
con la penitencia, que no la tenga tampoco de hacer ésta," (Sermo 65; PL 39, 2223)
18. Cf. FERNÁNDEZ, D., El sacramento de la Reconciliación, pp. 262 ss, donde recogemos
las principales causas y los hechos históricos en los que la Santa Sede ha concedido esta
dispensa de la acusación de los pecados. Algunos casos más se recogen en el documento de la
primera Comisión del "Consilium ad exequendam Constitutionem de sacra Liturgia ", Coetus
XXIII bis, del 16.3.1968, pp. 38 ss.
19. ALSZEGHY, Z., Problemi dogmatici della celebrazione penítenziale comunitaria, Greg
48 (1967) 577-587. De este escrito y de su posición ya nos ocupamos en nuestro artículo:
Renovación del sacramento de la penitencia. Nuevas perspectivas en "Pastoral Misionera", sept.-
oct. 1967 nº 5, pp. 54-71.
20. ALSZEGHY, Ibíd., pp. 580-581.
21. Ibíd., p. 584.
22. Canon 20; Concil. Ecum. Decreta, edit. Alberigo, Herder Freiburg 1962, p. 15.
23. Canon 19; Ibid., p. 14.
24. Const. 68; Ibid., p. 242.
25. Sess. XXII, canon 9; DS 1759.
26. RAMOS-REGIDOR, J., El sacramento de la penitencia, Salamanca, 1975, p. 203; VOGEL,
C., Fl pecador y la penitencia en la Iglesia antigua: "Entrar en penitencia equivalía a firmar su
sentencia de muerte civil. Por eso, desde fines del siglo V, la orden de los penitentes quedaba en
desuso, y la indiferencia por ella iría en aumento" (p. 85).
27. Didaché 4,14; 14,1 (D. RUIZ BUENO, Padres apostólicos, BAC nº 65, Madrid, pp. 82;
91).
28. GALTIER, R., L'Église et Ia rémission des péchés aux premiers siècles, Paris 1932;
Idem, L'Église et la rémission des péchés aux premiers siècles. A propos de la pénitence
primitive, RHE 30 (1934) 797-846; Ictem, Aux origines du Sacrement de pénitence, Roma 195 1;
GROTZ, J., Die Entwicklung des Buss-stufenwesen in der voriccänischen Kirche, Freiburg, 1955.
29. La opinión de que en la antigüedad nunca existió una penitencia sacramental privada
distinta de la canónica o pública es hoy la opinión más común. Pueden citarse a su favor VOGEL,
C., RAHNER, ANCIAUX, K. P., ALSZEGHY, Z, BADA, J., ADNÉS, P., SCHMAUS, M., CARRA DE VAUX
SAINT-CYR, RONDET, H., RAMOS-REGIDOR, etc.
30. VOGEL, C., escribe: "Algunos cristianos virtuosos se hacían penitentes aun sin haber
pecado gravemente. Esta práctica, por paradójica que pueda parecer a primera vista, se explica
muy bien, según veremos después". En El pecador y la penitencia, p. 57.
31. Se suele citar como favorable a esta opinión a San Paciano, Paraenesis ad
paenitentiam, cap. 5; PL 13, 1804. Pero de este texto no se puede deducir que Paciano limitase
la penitencia pública a estos tres pecados.
32. Sobre la penitencia de los clérigos y monjes pueden verse algunas indicaciones en mi
obra El sacramento de la Reconciliación, Valencia, 1977, pp. 137-141.
33. Así, por ejemplo, San Paciano entre los autores más antiguos: "Mi llamamiento se
dirige, pues, en primer lugar a vosotros, hermanos, que rechazáis la penitencia por los pecados;
a vosotros... que no os ruborizáis de pecar y os ruborizáis de confesaros" (op.cit. cap. 6; PL 13,
1085).
34. Cf. FERNÁNDEZ, D., El sacramento de la Reconciliación, pp. 143-147. Los textos de los
autores antiguos sobre la penitencia se encuentran en la obra de KARP, H., La pénitence. Textes
et Commentaires des origines de I'ordre pénitentiel de I’Église ancienne, Neuchatel, 1970.
35. Rit. de la Penit. nn. 31-34; CIC, cc. 960-963; Rec. y Penit. Nº 32; Cat. IgI. Cat. nn. 1484;
1497.
36. Cf. FERNANDEZ, D., Renovación del sacramento de la penitencia, Pastoral Misionera
4(1967)45-59; 5(1967)54-71; Idem, Nuevas perspectivas sobre el sacramento de la penitencia,
Valencia, 1971, pp. 147-155; Idem, El sacramento de la reconciliación, Valencia, 1977, pp. 293-
299.
37. El sacramento de la reconciliación, pp. 303-305.

CAPITULO II

¿HAY OBLIGACIÓN DE CONFESAR


INDMDUALMENTE LOS PECADOS GRAVES
DESPUÉS DE HABER RECIBIDO UNA
ABSOLUCIÓN GENERAL?
Es ésta una cuestión que se proponen con mucha frecuencia los sacerdotes y los fieles, y
conviene tratarla por separado: ¿Por qué confesar los pecados ya perdonados en una
celebración comunitaria? ¿Cómo se justifica esta obligación impuesta por la Iglesia?
Desde un principio, esta norma ha sido objeto de discusión. La Instrucción pastoral de los
obispos españoles le dedica gran atención y procura justificar esta norma disciplinar no sólo
desde la norma, sino desde la esencia del sacramento (cf. nn. 63 y 64). Es muy loable este
esfuerzo y el buscar las razones profundas que parecen exigir la confesión íntegra personal al
sacerdote, aun después de haber recibido el perdón de los pecados en una celebración
comunitaria. Algunas de las razones que presenta este documento me parecen poco
convincentes, por ejemplo: cuando habla de la necesidad de la mediación de la Iglesia o de la
necesidad de manifestar externamente la conversión, como si estos elementos no se dieran de
un modo más perfecto en una celebración comunitaria. Otras razones ofrecen una
fundamentación teológica mejor. Pero no vamos a ocuparnos ahora de ellas.

I. Es preciso reconocer que las normas actuales imponen a los fieles la obligación de
confesar luego personalmente todos los pecados graves no confesados aún: "Quienes reciban la
absolución general con una confesión genérica solamente deben estar dispuestos a confesar
individualmente, a su debido tiempo, los pecados graves que en las presentes circunstancias no
han podido confesar" (Rit. Penit. nº 33).
"Aquellos a quienes se les han perdonado pecados graves con una absolución común
acudan a la confesión oral, antes de recibir otra absolución general, a no ser que una justa
causa se lo impida. En todo caso están obligados a acudir al confesor dentro del año, a no ser
que exista una imposibilidad moral".
La razón de esta norma es que "también para ellos sigue en vigor el precepto por el cual
"todo cristiano debe confesar a un sacerdote individualmente, al menos una vez al año, todos
sus pecados, se entiende graves, que no hubiese confesado en particular" (Rit. Pen. nº 34).
El canon 963 del nuevo Código endurece más aún esta obligación diciendo que debe
hacerse "cuanto antes": “quedando firme la obligación de que se trata en el canon 989, aquél a
quien se le perdonan los pecados con una absolución general debe acercarse a la confesión
individual lo antes posible ("quam primun”) antes de recibir otra absolución general, de no
interponerse causa justa" (c. 963).

II. Éstas son las normas actuales. Hay que añadir que esta cláusula, que impone la
obligación de la confesión, se viene repitiendo desde la Edad Media: si alguien recibe la
absolución sacramental sin la confesión de sus pecados por peligro de muerte, por grave
enfermedad, por la multitud de los penitentes o por cualquier otra causa que lo impida, pasado
el peligro, el fiel está obligado a hacer la confesión individual. Pero notemos dos cosas
importantes:
a) Estos casos de urgencia (tiempo de guerra, peligro de muerte, moribundos,
imposibilidad física o moral) presentan un cuadro litúrgico muy distinto al de una celebración
penitencial comunitaria bien preparada y desarrollada sin prisas bajo la dirección de un
sacerdote.

b) En la antigüedad, cuando un enfermo con peligro de muerte pedía la reconciliación


-caso muy frecuente- se le concedía sin dificultad. Si sanaba, lo que se le exigía no era la
confesión íntegra de sus pecados, sino la penitencia eclesiástica que establecían los cánones,
que era lo difícil.
No creemos, por consiguiente, que se puedan equiparar los casos de urgencia de los
siglos pasados con los fieles que hoy asisten voluntariamente a una celebración penitencial
comunitaria en cuanto a sus obligaciones posteriores.
Para mayor claridad nos vamos a limitar al caso de los fieles que participan en una
celebración comunitaria (forma C: reconciliación de muchos penitentes con confesión genérica y
absolución comunitaria). ¿Por qué se impone a estos fieles la obligación de una confesión
individual posterior "a su debido tiempo", o "cuanto antes" (c. 963) y, en todo caso, "antes de
recibir otra absolución general"?
Esta norma está suponiendo que tales celebraciones sólo pueden admitirse en casos de
urgente y grave necesidad, o en circunstancias excepcionales, por razón de la multitud de fieles
que podrían verse privados del sacramento por falta de sacerdotes. No es esto lo que piden los
teólogos y los pastoralistas. Se trata más bien de que puedan celebrarse también en otras
ocasiones dichas celebraciones bien preparadas y sin los problemas que originan las prisas y las
multitudes, como un modo de vivir y celebrar la reconciliación eclesial.

1. No se puede poner en duda que los fieles que participan con las debidas disposiciones
en tales celebraciones reciben el perdón de sus pecados.

2. Por lo mismo, la confesión posterior no es para que se le perdonen los pecados, sino
que se puede interpretar como signo o expresión de su conversión sincera. Podría aconsejarse al
que la desee, pero no imponérsela.

3. Una cosa es la disciplina eclesiástica y otra la teología. Ambas debieran ir de acuerdo,


pero no siempre lo van. Las normas actuales parten del presupuesto de que la obligación de
declarar todos los pecados graves al sacerdote para poder obtener el perdón de los pecados es
un precepto divino, proclamado solemnemente en el Concilio de Trento. Ya hemos visto que este
presupuesto es falso.

4. También se da como presupuesto que la confesión es parte integrante y esencial del


sacramento de la penitencia, por eso no se cree posible prescindir de ella. Pero se identifica la
confesión del penitente con la acusación individual y completa de todos sus pecados graves al
sacerdote, y esta segunda parte no es exacta ni verdadera. El reconocerse pecador ante Dios y
ante la Iglesia puede revestir formas diversas.

5. Sería muy deseable que cambiasen estas normas cuanto antes, pero, como tales
disposiciones existen, hoy por hoy hay que respetarlas y atenerse a ellas.

6. Como estas disposiciones, aunque no las juzguemos acertadas, existen, los teólogos y
los obispos en la Instrucción pastoral, en vez de cuestionar su fundamente teológico, lo que
hacen es buscar una explicación aceptable de las mismas. Debo confesar que en las
"Orientaciones doctrinales" de los obispos españoles añadidas al Ritual de la penitencia, han
dado una explicación bastante satisfactoria (nº 64 y 80): "La confesión de los pecados -afirman-
es una parte importante del proceso normal de la reconciliación y, como tal, hay que valorarla;
en el caso de absolución general puede ser posterior a la absolución, sin que por ello deje de
tener su sentido penitencial" (nº 64 p. 37).
"La confesión de los pecados, como elemento personalizador de la celebración de la
penitencia, es la parte de este sacramento sobre la cual ha versado, de hecho durante siglos,
preferentemente la atención pastoral. De ahí que sea necesario hacer un esfuerzo inteligente
para que recupere el sitio que le corresponde en el conjunto" (Ibíd). Es decir, que la acusación
de los pecados y la absolución no se conviertan en los únicos elementos del sacramento. Se le
ha dado excesiva importancia en la pastoral y se le sigue dando en las disposiciones
eclesiásticas.
Y, refiriéndose expresamente a esta confesión posterior a una celebración comunitaria,
dicen: "El sentido de esta confesión no es el de obtener el perdón de los pecados, sino el de un
acto penitencial expresivo de su conversión y la petición de ayuda e iluminación al ministro del
sacramento para su situación concreta" (nº 80 pp. 45-46). Y advierten con toda razón:

"La eficacia sacramental de esta forma de reconciliación no está condicionada a la posterior


confesión del penitente, aunque éste debe estar dispuesto a hacerla, si tiene conciencia de
haber cometido pecados graves." (nº 76 p. 44).

Todo esto parece muy razonable y justo desde la situación real en que nos encontramos
con unas normas dadas por la Santa Sede, pero lo más razonable sería que cambiasen dichas
disposiciones en una legislación posterior. Desde este punto de vista -desde el hecho
indiscutible de la obligación posterior impuesto por las leyes canónicas- hay que juzgar el
esfuerzo de la nueva Instrucción pastoral para justificar estas normas desde la teología y desde
la pastoral (cf. nº 63-64).

1. ¿POR QUÉ NOS PARECE QUE LO MÁS JUSTO Y RAZONABLE SERÍA CAMBIAR LA
LEGISLACIÓN?

a) La cuestión de fondo es ésta:

1. ¿Existe un precepto divino de declarar todos los pecados al sacerdote para recibir el
perdón? Ya hemos dicho que no existe tal precepto.

2. ¿Es la confesión de los pecados parte integrante y esencial del sacramento de la


penitencia?
Se puede responder afirmativamente, pero la confesión de los pecados, que es un acto de
fe y de esperanza del perdón, no debe identificarse con la obligación de declarar al ministro
todos los pecados mortales no confesados. Hay muchos modos de confesar los pecados ante
Dios y ante la Iglesia. Las lágrimas son un lenguaje más elocuente que las palabras. El vestirse
de saco y el cilicio, o cubrirse la cabeza con ceniza y pedir las oraciones de los fieles a la puerta
de la iglesia era una confesión impresionante de sus pecados ante toda la comunidad eclesial. El
participar hoy en un acto penitencial y pedir a Dios y a los hermanos perdón por sus pecados es
una confesión suficiente y más llena de sentido religioso y eclesial que la confesión secreta al
sacerdote.
3. ¿Tiene ventajas pastorales la confesión secreta al sacerdote? Sin duda las tiene, y
muchas. Pero conviene distinguir:

* Para muchos es una necesidad y un alivio el poder liberarse de la conciencia de pecado


confesándolo al sacerdote y recibiendo la absolución. En una confesión personal se puede
encontrar alivio, paz y consuelo. Sería pernicioso suprimir o abandonar esta práctica.

* Para muchos otros, la obligación de tener que confesar sus pecados al sacerdote es un
impedimento que los aleja del sacramento. Para muchos se convierte en pesadilla, en un
tormento. A muchos les ha creado neurosis y enfermedades psíquicas. Cerrar los ojos a estas
realidades no es honesto.
Por estos motivos yo pienso que la confesión de sus pecados al sacerdote como
representante de la Iglesia en orden a la reconciliación sacramental es algo muy bueno y
aconsejable: ayuda a un examen serio, a profundizar el arrepentimiento, a comprometerse más
personal y existencialmente a la enmienda, puede recibir aliento y ánimo para superar las
dificultades que encuentra en su vida cristiana y muchas otras ventajas.
Pero imponer esta confesión de todos los pecados como obligatoria, creyendo que de otro
modo no hay perdón posible y olvidando los graves daños que ha ocasionado esta ley, lo
considero injusto y perjudicial para las almas. No debe olvidarse que hay muchos medios y
formas de expresar externamente el arrepentimiento y de reconocerse pecador ante la Iglesia y
ante Dios, cuya reconciliación pide y desea.
b) Desde estos presupuestos ya podemos responder más en concreto a la pregunta que
nos proponíamos al principio:

1 . Nos parece más justo y razonable suprimir la obligación de la confesión posterior a la


absolución sacramental comunitaria, porque lo que Dios ha perdonado lo perdona para siempre.
El cristiano que asiste a una celebración penitencial comunitaria, si tiene las debidas
disposiciones, recibe plenamente el perdón y la reconciliación con Dios y con la Iglesia. Ha
cumplido todas las condiciones que exige el sacramento de un modo más completo que en la
confesión privada. ¿Por qué imponerle nuevas obligaciones? Basta con que se comprometa a
cumplir la satisfacción que se impone por los pecados, en orden a una más plena configuración
con Cristo. A lo sumo, podría pensarse que la “confesión general" de estas celebraciones fuera
más expresiva.

2. Porque no existe un precepto divino o una obligación de iure divino de declarar todos
los pecados graves al sacerdote. Esto tiene otra consecuencia importante. Cuando se dice que
no puede haber verdadera contrición, si no incluye el propósito de confesar luego todos los
pecados, sólo es verdad en el supuesto de que exista un precepto divino de confesar todos los
pecados graves al sacerdote, cosa que negamos. De este modo, desaparece también el
excesivo rigor del canon 962 -difícilmente admisible desde el punto de vista teológico- que
impone el propósito de la confesión posterior como condición para la validez de la absolución
sacramental.

3. La confesión, que es expresión de la verdadera conversión, se salva suficientemente en


el conjunto de la celebración comunitaria, que incluye expresamente una confesión genérica de
los pecados. Si esto se creyera insuficiente, podría retocarse un poco el rito de esta celebración,
pero no obligar a una confesión posterior.

4. El sacerdote siempre debe estar dispuesto y disponible para recibir a los fieles en
privado y para cumplir su misión en el espíritu de Jesús. Esta misión que debe ejercer el
sacerdote como padre, como médico, como maestro de todos los que recurran a él, no justifica
que se imponga como obligación a todos los cristianos la acusación de todos los pecados
graves, aun a aquellos que ya han sido reconciliados con Dios y con la Iglesia.

CAPITULO III

PENITENCIA Y EUCARISTÍA

No es frecuente hablar hoy de la eucaristía como de un sacramento para el perdón de los


pecados. Quizá, debiéramos decir que no ha penetrado suficientemente en el pueblo y en la
catequesis corriente, porque en los últimos años diversos autores se han ocupado de esta
cuestión(1). Los autores antiguos e incluso medievales, por el contrario, dieron mucha
importancia a este aspecto de purificación y propiciación de la celebración eucarística. También
el Concilio de Trento se vio obligado a proclamar el carácter propiciatorio del sacrificio de la
misa, que perdona los pecados y los crímenes, por grandes que sean, a los que participan en él
con verdadero espíritu de contrición y penitencia(2). Esto lo dijeron en la sesión XXII, tratando
de la eucaristía, para rechazar la doctrina de los protestantes que afirmaban que la misa ni es
un sacrificio ni una oblación por los pecados. Para ellos es solamente una memoria de la cena
del Señor, la conmemoración del sacrificio de la Cruz. Es el testamento y la promesa del perdón
de los pecados. Pero la misa, en tanto que sacrificio, no aprovecha ni a los vivos ni a los
muertos(3).
Se comprende que estas negaciones movieran a los Padres conciliares a ratificar el valor
perdonador del sacrificio de la misa. Pero la cuestión no puede limitarse al sentido de los textos
del Concilio de Trento. En el siglo XVI se había perdido mucho del valor que los antiguos
atribuían a la eucaristía como sacramento de reconciliación y de perdón de los pecados. En los
tiempos antiguos en que la penitencia sacramental era una excepción, el gran sacramento del
perdón para los pecados ordinarios de la vida después del bautismo era la eucaristía. Sólo más
tarde el sacramento de la penitencia fue suplantando en esta función del perdón a los demás
sacramentos.
Recordemos que durante la Edad Medía una de las formas eclesiales de penitencia y de
recibir el perdón fue la peregrinación penitencial. Fue un medio oficial de obtener el perdón que
duró desde el siglo IX hasta el XII más o menos(4). Pero, aunque sin carácter oficial, el
peregrinar para hacer penitencia por los pecados había comenzado mucho antes. Y cuando en el
siglo V o VI los peregrinos llegaban a Roma o Jerusalén o a otros lugares de peregrinación,
participaban en la eucaristía porque se consideraban suficientemente perdonados, y la
eucaristía sellaba este perdón y reconciliación. ¿Recibían estos peregrinos también antes de
participar en la eucaristía el sacramento de la penitencia u otro rito de reconciliación? Antes del
siglo VII ciertamente no recibían la penitencia eclesiástica sacramental. Los textos antiguos
nunca nos muestran a los peregrinos pidiendo o recibiendo la absolución sacramental para
poder participar en los divinos ministerios. Consideraban más bien que la peregrinación era
suficiente penitencia y disposición conveniente para el perdón. La eucaristía era "la pascua del
peregrino" y, por lo mismo, el signo de la reconciliación y liberación del pecado(5).

1. LA SAGRADA ESCRITURA

¿Podemos descubrir el carácter de reconciliación de la eucaristía en la misma Sagrada


Escritura? Todos los relatos sinópticos de la institución de la eucaristía (Mt. 26, 21-25; Mc. 14,
1821; Lc 22, 21-23) nos hablan claramente de la "sangre derramada para el perdón de los
pecados", o "derramada por muchos" o "por vosotros". El mismo Juan Un. 6, 51-58) alude varías
veces al pan que les dará que "es su carne para la vida del mundo" (6, 5 l). El relato más
antiguo de Pablo (1 Cor 1 1, 23-26) menciona el "cuerpo que se entrega por vosotros". No
queremos desarrollar este punto, sino sólo recordar que los relatos actuales de la institución de
la eucaristía la presentan sin duda como un sacramento para el perdón de los pecados.
Algunos han querido leer esta misma idea en las comidas que Jesús tenía con los
publicanos y pecadores, y en las que se habla del perdón de los pecados: el banquete dado por
Leví a Jesús y a sus discípulos (Lc 5, 29), la comida en casa de Zaqueo (Lc 19, 1-10), el perdón
de la mujer pecadora durante la comida en casa de Simón el fariseo (Lc 7, 36-50), la parábola
del hijo pródigo (Lc 15, 11-32), etc. Tal como están redactados estos relatos parecen aludir a la
celebración eucarística de las primeras comunidades, y pudieran ser un indicio -no una prueba-
de que las comidas fraternas de los primeros cristianos recordaban también el perdón de los
pecados.

2. LA IGLESIA ANTIGUA

¿Qué nos dicen los textos de los Santos Padres y las liturgias antiguas orientales u
occidentales sobre la eucaristía como sacramento del perdón?

1. Respecto de la liturgia nos limitamos a recoger algunos datos del estudio de A. Tanghe
en Irénikon: Los teólogos tendrán que explicar cómo produce la eucaristía estos efectos, pero no
cabe duda de que en los sacramentarios leoniano, gelasiano y gregoriano se habla de que la
eucaristía es la remisión de los pecados (absolutio, venia, liberatio), limpia y purifica el alma
(purgatio, mundatio, purificatio), es satisfacción de la injuria hecha a Dios (expiatio, satisfactio),
ella deja nuestra alma sana y santa (santificatio, sanitas, salus) (6).
En el siglo IX un concilio de Rouen prescribe esta fórmula para el momento de la
comunión: "Que el cuerpo y la sangre del Señor os aproveche para el perdón de los pecados y
para la vida eterna"(7).
En el sacramentario de Verona, que se fue componiendo entre los siglos IV y VI, se habla
con frecuencia de la eucaristía como medicina y remedio contra el pecado que expía y purifica
nuestras culpas. Y eso se dice, no de una celebración previa, sino de la misma celebración
eucarística. Citemos un ejemplo:
"Perdona, Señor, te suplicamos, nuestras iniquidades y, para que merezcamos
recibir tus dones haznos amar la justicia"(8).
Incluso en muchas oraciones después de la comunión del actual misal romano se pide que
la eucaristía nos libre de nuestros pecados y nos haga partícipes de la vida eterna.
En la liturgia sirio-oriental, desde hace siglos hasta hoy, se ha utilizado la siguiente
fórmula para dar la comunión: El cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo para el piadoso fiel N. N.
para el perdón de sus pecados; la sangre de Cristo para el perdón de sus pecados y para la vida
eterna(9). No cabe duda que estas fórmulas expresan una convicción y una teología.
2. Los textos de los Santos Padres que hablan del poder purificador y perdonador de la
eucaristía son mucho más abundantes. Se impone una selección de autores y de citas.
Uno de los autores que más insiste en este carácter es San Ambrosio de Milán (333-397).
Tiene toda una serie de testimonios inequívocos sobre el poder purificador y perdonador de la
eucaristía. Y como no ignora que el ser humano cae continuamente en pecado, comenta:

"Si cada vez que se derrama su sangre, se derrama para el perdón de los pecados,
tengo que recibirle siempre, para que siempre perdone mis pecados. Si peco
continuamente, he de tener siempre un remedio”(10).

San Ambrosio no podía ofrecer como remedio para los pecados frecuentes el sacramento
de la penitencia, porque en su tiempo sólo se recibía una vez en la vida y se reservaba para los
pecados más importantes. Por eso recurre a la eucaristía como el gran medio para librarnos de
nuestros pecados:

"Cada vez que bebes, recibes el perdón de los pecados y te embriagas con el
Espíritu"(11). Y un poco antes había dicho: "El que comió el maná, murió; el que coma de
este cuerpo, obtendrá el perdón de sus pecados y no morirá jamás"(12).

Un autor, que ha hecho un estudio detallado sobre San Ambrosio de Milán, concluye:

"Para San Ambrosio la eucaristía lleva en sí misma una fuerza redentora capaz de
perdonar los pecados. Se ofrece en remisión de los pecados y, cada vez que recibimos el
cuerpo y la sangre de Cristo, se nos comunica el perdón de los pecados"(13).

En el Oriente Teodoro de Mopsuestia (428) enseña la doctrina común de que la eucaristía


perdona los pecados cotidianos y de fragilidad, pero luego se refiere también a los grandes
pecados que deberían someterse a la penitencia canónica. Y también de éstos afirma:

"Diré sin vacilar que, si uno ha cometido esos grandes pecados, pero decide
abandonar el mal y entregarse a la virtud siguiendo los preceptos de Cristo, participará en
sus misterios, convencido de que recibirá el perdón de todos sus pecados"(14).

Citemos finalmente un texto de San Cirilo de Alejandría (444):

"Me he examinado y me he reconocido indigno. A los que así hablan les digo: ¿y
cuándo seréis dignos? ¿Cuándo os presentaréis entonces ante Cristo? Y si vuestros
pecados os impiden acercaros y si nunca vais a dejar de caer, ¿quién conoce sus delitos?,
dice el salmo, ¿os quedaréis sin participar de la santificación que vivifica para la
eternidad? Tomad entonces la decisión de vivir mejor y de forma más honrada, y
participad luego en la eulogía creyendo que ella posee la fuerza, no sólo de preservaros de
la muerte, sino incluso de las enfermedades”(15).

Aunque más tardío, nos parece también interesante este testimonio del abad Pimeno, que
recoge un manuscrito siríaco de la Biblioteca Nacional de París:

“El abad Pimeno decía... Los pecados cometidos antes del bautismo se perdonan
por el bautismo purificador, según se ha dicho: ‘Haced penitencia y que cada uno de
vosotros se haga bautizar en el nombre de nuestro Señor Jesucristo para el perdón de los
pecados.’” (Hch 2, 38)

Los pecados cometidos después del bautismo se perdonan por los santos misterios del
cuerpo y de la sangre de nuestro Señor: "Éste es mi cuerpo y ésta es mi sangre, que se rompe y
se derrama para el perdón de los pecados". Se perdonarán de la manera siguiente: si se trata de
pecados que la Escritura Santa condena severamente y tan grandes que San Pablo ordena
apartar del Reino de los cielos a quienes los cometan, esos pecados se perdonan cuando,
después de cierto tiempo de (penitencia) bajo el saco y la ceniza, según las leyes y los cánones
impuestos a los transgresores por los superiores, se recibe la comunión con el corazón lleno de
pena por sus transgresiones. Pero si se han cometido algunas faltas con los hermanos y si con
toda humildad se hace una metania(16), pidiendo perdón con arrepentimiento, inmediatamente
Dios perdona, pues ha dicho: "Vete a reconciliarte con tu hermano"; y "Perdona y se te
perdonará"(17).

Distingue aquí el autor tres modos de perdón de los pecados: a) los cometidos antes del
bautismo; b) Los pecados graves cometidos después del bautismo; c) las faltas leves que
cometemos cada día. Sólo la segunda categoría puede ofrecer dificultad. Si se trata de aquellos
pecados que, según San Pablo, excluyen del Reino de los cielos, hay que hacer penitencia según
los cánones. Aquí se refiere el autor, sin duda, a la penitencia eclesiástica antigua. Pero lo
interesante de este texto es que el verdadero perdón y la verdadera reconciliación no la atribuye
a las obras de penitencia, ni a la absolución del sacerdote, sino que "se perdonan cuando se
recibe la comunión" con el corazón lleno de pena por sus transgresiones. No es el rito de la
penitencia lo que hace resaltar el autor, sino la recepción de la eucaristía, a la que concede el
poder de perdonar y purificar los pecados.
Terminemos esta serie de testimonios con dos autores medievales. Gregorio de Bérgamo
(1146) dice con toda nitidez:

"Por este sacramento, si lo recibimos piadosamente, obtenemos, sin duda alguna, el


perdón de los pecados y nos unimos a Cristo comiendo su carne y bebiendo su
sangre"(18).

Santo Tomás, en cambio, no oculta que quien recibe la eucaristía en pecado mortal no
recibe el perdón de sus pecados, porque tiene un impedimento para recibir el efecto de este
sacramento. Pero esto no significa que niegue que la eucaristía, por sí misma, posea la virtud de
borrar todos los pecados:

"Respondo diciendo que la virtud de este sacramento se puede considerar de dos


modos: En primer lugar, en sí misma, y de este modo este sacramento tiene el poder de
perdonar todos los pecados por la pasión de Cristo, que es la fuente y la causa del perdón
de los pecados"(19).

La otra consideración se refiere al sujeto que lo recibe, quien puede poner impedimentos
para que esta eficacia sacramental logre su efecto en el sujeto. Una cosa puede quedar clara:
desde la antigüedad existe una teología que atribuye a la recepción del cuerpo y de la sangre de
Cristo el efecto de borrar toda clase de pecados. En los autores antiguos, los indignos de recibir
el sacramento no son los pecadores comunes, sino más bien los que no tienen fe, los que no
disciernen el cuerpo del Señor, porque entonces comen y beben su propia condenación (cf. 1
Cor. 11, 29). Hoy podríamos repetir las frases de la Expositio officiorum Ecclesiae, un libro
antiguo de la Iglesia siria:

"Algunos no han comprendido que la comunión es dada a los pecadores para el


perdón de los pecados"(20).

3. CONCILIO DE TRENTO

No negamos la importancia de la doctrina del Concilio de Trento, pero tampoco hay que
considerarla como la última palabra. El Concilio duró 18 años y trató de la eucaristía y de la
penitencia en sesiones distintas. Entre las sesiones XIV (1551) y la sesión XXII (1562) median
más de diez años: habían cambiado el Papa y varios obispos y teólogos. Los problemas que se
intentaban resolver en estas sesiones también eran distintos, por lo mismo, nadie debe
maravillarse de que haya aspectos y matices distintos entre los textos del mismo Concilio.

En la sesión XIII, capítulo 7 (DS 1647) el Concilio se pronuncia sin vacilación sobre la
necesidad de "confesarse" antes de recibir la comunión, si el fiel tiene conciencia de pecado
mortal:
"La costumbre de la Iglesia prueba que este examen es necesario a fin de que todo
ser humano, si tiene conciencia de pecado mortal, no se acerque a la Sagrada eucaristía,
por muy contrito que se considere, sin una confesión sacramental previa. El santo Concilio
ha decretado que esto han de observarlo siempre todos los cristianos, incluso los
sacerdotes que están obligados por oficio a celebrar, supuesto que no les falte confesor.
Pero, en caso de que el sacerdote, por una necesidad urgente, celebrara sin previa
confesión, debe confesarse cuanto antes."

Esta norma tan clara y tan repetida en los siglos siguientes no resuelve todos los casos.
Hay que tener en cuenta otros textos del Concilio para ver el conjunto de la doctrina. Diez años
más tarde, hablando precisamente del sacrificio de la misa en la sesión XXII, capítulo 2 (DS
1743) afirma:

"Enseña el santo Concilio que este sacrificio es verdaderamente propiciatorio y que


por él se hace que obtengamos misericordia y hallemos gracia para ser socorridos
oportunamente, Hebr 4,16, si nos acercamos a Dios con un corazón sincero, con fe recta,
con temor y reverencia, contritos y penitentes. Pues, aplacado el Señor por esta oblación,
concediendo la gracia y el don de la penitencia, perdona los crímenes y los pecados, por
grandes que sean. Porque la víctima es una sola y la misma; el mismo que ahora se ofrece
por el ministerio de los sacerdotes es el que entonces se ofreció en la cruz; sólo es distinto
el modo de ofrecerse."

También esta doctrina ha sido recordada en recientes documentos del magisterio


eclesiástico y ha sido ampliamente comentada en las Orientaciones doctrinales y pastorales de
los obispos españoles en el Ritual de la Penitencia (nº 67 pp. 38-39). Advierten los obispos que
la relación íntima entre la eucaristía y la penitencia no significa que la confesión sacramental
tenga que preceder a la eucaristía, a no ser que se tenga conciencia de pecado mortal. Para
participar en la eucaristía lo que se requiere en el cristiano es que su espíritu esté en comunión
de fe y amor en el Señor que se ofrece al Padre (Ritual de la Penitencia, nº 67, p. 39). Incluso en
el caso de haber cometido un pecado grave, si el fiel está sinceramente arrepentido y no
encuentra confesor y existe, por otra parte, urgencia espiritual de participar en la eucaristía,
puede acercarse a comulgar fructuosamente (Ibid).
En este comentario se mezclan dos cuestiones diferentes:

1. La celebración eucarística, participada con las debidas disposiciones, borra los pecados
por grandes que sean. Ésta es una afirmación doctrinal que hemos visto confirmada por los
testimonios litúrgicos y los textos de los Santos Padres.

2. La Iglesia prescribe desde el Concilio de Trento, y aun antes, que los fieles que tengan
conciencia de pecado mortal deben recibir la absolución sacramental, si es posible, antes de
acercarse a comulgar(21). Aquí se trata de una norma disciplinar. Para mayor claridad vamos a
prescindir de las excepciones -casos de grave urgencia de celebrar o de recibir la comunión para
limitamos a la norma general.

4. ¿CÓMO SE PRESENTA HOY LA CUESTION?

Hoy, por desgracia, la cuestión se presenta en un contexto pastoral más práctico, pero
mucho más banal. En vez de profundizar en el sentido de la reconciliación y en el sentido más
hondo que pueda tener la confesión, como expresión de una auténtica conversión, el problema
que preocupa a los sacerdotes y fieles de hoy es éste: Si se tiene conciencia de pecado grave,
¿se puede comulgar haciendo un acto de perfecta contrición sin necesidad de "confesarse"
antes de comulgar? Se busca una respuesta clara y sin ambigüedades. Esta pregunta tiene una
respuesta muy sencilla:

a) Vista la cosa desde las normas, la respuesta es clara

1. Como regla común es necesario recibir la absolución sacramental antes de comulgar si


se tiene conciencia de pecado grave. No basta con hacer un acto de perfecta contrición. La
reconciliación con Dios y con la Iglesia exige este acto de la penitencia sacramental.

2. Como excepción, si existe grave necesidad de comulgar o de celebrar, y no hay


facilidad para encontrar un confesor, el sacerdote o el fiel puede celebrar o comulgar haciendo
un acto de perfecta contrición y estando dispuesto a reconciliarse sacramentalmente después,
cuando tenga oportunidad. Los casos de grave y urgente necesidad no vienen determinados
taxativamente por la Ley.

b) Esta respuesta, tan clara desde las normas disciplinarias, no es satisfactoria


teológicamente. Vayamos por partes

Las normas eclesiásticas son bien claras y concretas. Desde antes del Concilio IV de
Letrán (año 1215) y desde antes del Concilio de Trento (años 1545-1563) ya existía esta norma
que el fiel que tuviera conciencia de pecado mortal debía recibir el sacramento de la penitencia
antes de recibir la comunión. Recordemos sólo algunas disposiciones a partir del Concilio de
Trento.

1. En la sesión XIII, capítulo 7 (DS 1647) y en su canon correspondiente 11 (DS 166l),


hablando de la eucaristía, el Concilio de Trento declara y establece "que aquellos a quienes
grave la conciencia de pecado mortal, por muy contritos que se consideren, deben
necesariamente hacer previa confesión sacramental, si hay facilidad de confesar". Todas las
normas del magisterio eclesiástico posteriores sobre este punto se inspiran en estos textos de
Trento.

2. El Código de derecho Canónico (de Benedicto XV, año 1918), c.856:

"No se acerque a la sagrada comunión, sin haberse antes confesado


sacramentalmente, cualquiera que tenga conciencia de haber cometido pecado mortal,
por mucho dolor de contrición que crea tener; en caso de necesidad urgente, si no tiene
confesor, haga antes un acto de perfecta contrición."

Esto se refiere a los fieles. Para los sacerdotes hay un canon muy semejante (c. 807), pero
se les advierte que deben confesarse luego "cuanto antes". Se trata de frases copiadas casi
literalmente del texto de Trento.

3. El nuevo Código de Derecho Canónico de 1983, canon 9 16 repite la misma normativa:

"Quien tenga conciencia de hallarse en pecado grave, no celebre la misa ni


comulgue el Cuerpo del Señor sin acudir antes a la confesión sacramental, a no ser que
concurra un motivo grave y no haya oportunidad de confesarse; y, en este caso, tenga
presente que está obligado a hacer un acto de contrición perfecta, que incluye el
propósito de confesarse cuanto antes."

Este canon vale para sacerdotes y fieles, y precisa para ambos, no sólo para los
sacerdotes, que deben confesarse cuanto antes. Estas normas, además de la explicación de los
teólogos, se repiten en muchos documentos del magisterio eclesiástico hasta el día de hoy, por
eso no juzgamos necesario citarlas en particular. Recordemos solamente lo que dice la
Exhortación apostólica "Reconciliación y penitencia" en el nº 27:

"Es necesario, sin embargo, recordar que la Iglesia, guiada por la fe en este augusto
sacramento, enseña que ningún cristiano, consciente de pecado grave, puede recibir la
eucaristía antes de haber obtenido el perdón de Dios... A quien desea comulgar debe
recordársele el precepto: Examínese, pues, el ser humano a sí mismo (1 Cor 1, 28). Y la
costumbre de la Iglesia muestra que tal prueba es necesaria para que nadie consciente de
estar en pecado mortal, aunque se considere arrepentido, se acerque a la sagrada
eucaristía sin hacer previamente la confesión sacramental."

Se cita "Eucharisticum Mysterium" de Pablo VI, (AAS 59(1967)560), pero en realidad el


texto es una copia de las disposiciones del Concilio tridentino. Sobre la norma general de la
Iglesia no puede haber duda.
Quedan los casos excepcionales de grave o urgente necesidad, que no se enumeran
exhaustivamente en dichas normas. El caso más sencillo es el del sacerdote, que no puede dejar
de celebrar la eucaristía sin escándalo y sin perjuicio de sus fieles. Respecto a los demás
cristianos se habla de grave o de urgente necesidad de comulgar para no verse privado por
mucho tiempo, sin culpa propia, de la sagrada comunión. Esto puede ocurrir en territorio de
misiones y también en nuestros países del Primer Mundo. Puede haber algún caso en que un
fiel, que no tiene ocasión de confesarse por falta de sacerdote, tenga que pasar mucho tiempo
sin recibir la eucaristía sí no aprovecha aquella presencia del sacerdote. Hoy, si nos referimos
sólo a la comunión y no al sacramento de la penitencia, el caso sería muy raro, puesto que
también los laicos pueden distribuir la comunión. Y, sin embargo, se dan casos en que parece
muy conveniente o necesaria la comunión que no se podría recibir, por no haber tenido
oportunidad de confesarse: pongamos como ejemplo la primera comunión de un hijo o hija, unas
bodas, una fiesta familiar importante, una ordenación sacerdotal, una religiosa que vive en
comunidad y no ha tenido ocasión de reconciliarse sacramentalmente. En todos estos casos y
otros similares la Iglesia permite acercarse a la Sagrada comunión -sin confesión sacramental
previa-, pero con el propósito y la obligación de confesarse luego a su debido tiempo. Por
desgracia, el nuevo Código en su canon antes citado 916 dice que debe hacerlo “cuanto antes",
cuando hubiera sido suficiente decir: "a su debido tiempo", como se dice en el canon 962 para
los que han recibido una absolución general individual de sus pecados. La Instrucción Pastoral
de los obispos españoles, aun dentro de un clima bastante comprensivo y generoso, también
añade en la nota 177 del nº 70:

"Sobre la obligación de confesarse después "quamprimum", las normas de la moral


clásica -que contemplaban, particularmente, el caso de los sacerdotes que tenían que
celebrar misa- parece que podrían aplicarse hoy a los seglares, dada su mayor sensibilidad
respecto a la participación plena en la eucaristía que tiene lugar en la comunión
eucarística" (p. 108).

No hay, pues, dificultad alguna respecto a las normas vigentes. Pero queda otra cuestión.
Estas normas, ¿están del todo conformes con la teología? Personalmente creo que no.
Añadamos, sin embargo, que los escritores antiguos, que eran rigurosos en proponer la
obligación de confesarse antes de comulgar, eran bastante comprensivos y generosos en la
aplicación de estos casos excepcionales. Se habla, por ejemplo, de que es causa suficiente el no
encontrar un confesor adecuado, que inspire confianza(22), o el sentir una gran devoción por
comulgar un día de fiesta sin que haya tenido la oportunidad de confesarse previamente. Santo
Tomás llega incluso a conceder que una inspiración de Dios, que le invite a comulgar, sería
razón suficiente para que uno se acerque a la comunión antes de la reconciliación sacramental,
si es que está contrito y no tiene oportunidad de hacerlo(23). Como se ve, las aplicaciones son
bastante amplias.

c) ¿Qué dice la teología ?

Como ha pasado tantas veces en la historia del sacramento de la penitencia, las normas
canónicas no han sabido resolver los problemas reales. Y algo parecido está sucediendo en esta
cuestión: las normas son claras, taxativas, pero parten del presupuesto de que sólo hay dos
categorías de pecados: mortales y veniales. Esta distinción es incompleta e imperfecta. Hay tal
diferencia de contenido y de gravedad entre los distintos pecados mortales que no es posible
incluirlos todos bajo un denominador común en cuanto a sus consecuencias y, en concreto, en la
cuestión de si se puede comulgar o no, con un acto de sincero arrepentimiento, habiendo
cometido un pecado mortal, sin necesidad de confesarse previamente. Creo que, como
minimum, hay que distinguir tres categorías de pecado para dar una solución realista y
razonable
No me toca a mí -ni estoy preparado para ello- señalar los cambios y características de la
nueva moral cristiana, que no es una moral de la ley y del pecado, sino una moral del amor, de
la imitación de Cristo y de los valores evangélicos. Todo esto supone y exige también una nueva
concepción del pecado, tanto en su dimensión ética como religiosa o transcendente. Yo sólo
quisiera aludir a los tres niveles que suelen distinguirse en la acción humana como fundamento
para la triple distinción de pecado:

* La opción fundamental: es la orientación profunda y constante que ha adoptado el ser


humano libremente y da sentido a todo su obrar. Afecta al núcleo más profundo de la persona,
comprometiéndola en un sentido determinado de su vida y, hasta cierto punto, definitivo24.

* La actitud. Procede de la opción fundamental y mira a un valor determinado: fidelidad,


amor, justicia, amistad, caridad.

* El acto: Es el resultado o la expresión de la actitud en un momento determinado. Puede


ratificar la actitud o ir en contra de ella, lo cual origina el pecado si la actitud fundamental era
buena.
Según estos principios distinguimos tres clases de pecados:

1. Pecados mortales. Son aquellos que destruyen nuestra opción fundamental a favor de
Dios y de los hermanos. Son actos que suponen un estado de pecado en los que se prescinde de
Dios y de las leyes morales o éticas.

"El pecado mortal es un rechazo de Dios o del amor; es un prescindir de lo que nos
exige la fe, la esperanza y la caridad; es un poner como principio máximo de nuestra vida,
no a Dios o al amor, sino a nuestro egoísmo, a nosotros mismos por encima de todo"(25).

2. Pecados graves. otros los llaman "pecados de fragilidad"(26). Son aquellos que
transforman profundamente una actitud buena, amenazando al mismo tiempo con cambiar o
destruir la opción fundamental, pero sin llegar a destruirla. Estos pecados lesionan seriamente
nuestra opción fundamental y, por lo mismo, exigen de nosotros un rechazo y una conversión
sincera.
Con frecuencia no son más que una inconsecuencia respecto a nuestra opción
fundamental a favor de Dios y de los hermanos o una fragilidad en un momento de pasión, de
debilidad o de confusión, pero no suponen un rechazo de Dios ni del amor como actitud
fundamental de nuestra vida.

3. Pecados leves. Son aquellos actos que no llegan a cambiar la opción fundamental de
nuestra vida ni la amenazan seriamente. Disminuyen en nosotros la caridad, pero no rompen
nuestras relaciones con Dios ni con la Iglesia.
Teniendo en cuenta estos principios, la cuestión de si se puede comulgar sin haberse
confesado es mucho más fácil:

1) Quien tenga un pecado mortal es evidente que no puede participar en la eucaristía si


primero no se convierte y no se reconcilia sacramentalmente. Tales pecados son incompatibles
con la comunión.

2) Quien haya cometido pecados graves, que son fruto de la debilidad o de un momento
de ofuscación, pero esté sinceramente arrepentido, puede acercarse a la comunión antes de
recibir la absolución sacramental. Se duele de haber faltado y pide perdón a Dios o al hermano
ofendido. Su actitud es de amor y no de odio, de comunión y no de ruptura. Posee las
disposiciones necesarias para participar en la eucaristía. Esto no excluye que declare tales
pecados en una confesión posterior, cuando tenga oportunidad de hacerlo.

3) Pecados leves. Estos pecados no suscitan problemas respecto a la comunión, porque


sabemos que se perdonan de muchas maneras y no existe la obligación de confesarlos.

Esta triple distinción es sencilla y no crea problemas a la gente, como algunos dicen, sino
que se los resuelve, sobre todo a las almas piadosas y timoratas, que son las que suelen
plantearse estas cuestiones. No es la mejor solución afirmar que rara vez un cristiano comete un
"pecado mortal", reduciendo la mayor parte de los pecados a "pecados veniales", si sólo se
distinguen dos clases de pecados. Existen pecados “graves" por razón de la materia, pero son
consecuencia de la debilidad, de la ocasión, de la fragilidad humana. El sujeto que los ha
cometido se arrepiente inmediatamente de su acción, no desea romper con Dios ni con la
Iglesia, está firmemente decidido a evitarlos en adelante en la medida de sus fuerzas. Este
individuo posee las debidas disposiciones para la participación plena en la eucaristía. Pero todo
el mundo comprende que no se podría aplicar esta norma a los pecados escandalosos, públicos,
muy graves, mientras el pecador no dé muestras de conversión y se reconcilie
sacramentalmente, por ejemplo, concubinato, adulterio, homicidio, negación de la fe, violación,
escándalo público.
Muchos tenían escrúpulos en comulgar creyendo que no habían rechazado prontamente
algún mal pensamiento. Se les podría decir que no ha habido pecado grave. Pero también se les
podría decir: aunque tu pecado hubiera sido grave, ha sido un acto de debilidad que no ha
cambiado tu actitud para con Dios ni para con los hermanos. Si estás realmente arrepentido y
deseas evitar en adelante todo pecado y las ocasiones de pecado, puedes comulgar
tranquilamente. Basta con que te acuses en la próxima confesión si lo consideras grave. Hoy el
problema no es tan agudo como hace años y tal vez haya demasiada laxitud en acercarse a
comulgar sin haber recibido antes el sacramento de la penitencia. Pero el remedio no es
endurecer las normas, sino formar y educar. La distinción entre pecados mortales y pecados
graves o de fragilidad, suponiendo siempre que existe en el penitente un verdadero
arrepentimiento, puede ayudar a resolver dificultades.

Notas al capítulo tercero


1. TANGHE, D. A., L'Eucharistie pour la rémission des péchés, Irenikon 34, 1961, pp. 165-
181; TILLARD, J. M. R., L'Eucharistie, purification de I'Église pérégrinante, NRT 84, 1962, pp. 35-
51; Idem, L’Eucharistie, pâque de l’Église, París 1964; Idem, Penitence et eucharistie, LMD 90,
1967, pp. 103-131; Idem, El pan y el Cáliz de la reconciliación, Concilium 7, 1971/1, pp. 35-51;
GRACIA, J. A., La eucaristía como purificación y perdón de los pecados en los textos litúrgicos
primitivos, Phase 7, 1967, pp. 65-77; RAMOS-REGIDOR, J., EI sacramento de la penitencia,
Salamanca 1975, pp. 367-375; FERNANDEZ, D., El sacramento de la reconciliación, Valencia,
1977, pp. 204-210; LARRABE, J. L., Reconciliación y penitencia en la misión de ia Iglesia, Madrid
1983, pp. 213-223; BROWE, P, Die Kommunionvorbereitung im Mittelalter, ZKTH 56, 1932, pp.
375-415; MARTIN RAMOS, N., La Eucaristía, misterio de reconciliación, Communio, Sevilla, 23,
1990, pp. 31-73; 209-248; 333-354.
2. Ses. XXII, cap. 2; DS 1743; Collantes 1077.
3. CT, VII, Act. pars IV, vol. 1, pp. 375-376.
4. Cf. BOURDEAU, F., El camino del perdón, cap. 2: peregrinos de la Edad Media, Estella,
1983, pp. 49-75.
5. Ibidem., pp. 30-31.
6. Cf TANGHE, art. cit. p. 167. Sobre este efecto purificador atribuido a la eucaristía,
principalmente en las oraciones de la misa, véase el artículo de GRACIA, J. A., "La eucaristía
como purificación y perdón de los pecados en los textos litúrgicos primitivos", Phase 7, 1967, pp.
65-77.
7. TANGHE, art. cit. p. 167.
8. Cf SORCI, R, L’Eucaristia per la remissione dei peccati. Ricerca nel sacramentario
Veronese. Istituto Superiore di Scienze Religiose, Palermo 1979, p. 168.
9. Cf. BRIGHTMAN, Liturgies Eastern and Western, Oxford 1896, p. 298. Cit. por TANGHE, P.
168.
10. De sacramentis, IV, 6, 28; SChr 25, p. 87.
11. Ibidem., V, 3, 17; SChr 25, p. 92.
12. Ibidem., IV, 4, 24; SChr 25 p. 86.
13. JOHANNY, R., L’Eucaristie, centre de l’histoire du salut chez saint Ambroise de Milan,
Paris 1968; STUDER, B., L’Eucaristia, remissione dei peccati secondo Arnbrogio di Milano, en la
obra Catechesi battesimale e riconciliazione nei Padri del IV secolo (a cura di S. Felici), Las-
Roma, 1984, pp. 65-79.
14. Cf. TONNEAU-DEVREESSE, Les Homélies catéchétiques de Théodore de Mopsueste,
Studi e Testi 145, Cittá del Vaticano, 1949, Homil. XVI, 34, p. 589.
15. In Joh. Evang. IV, 2; PG 73, 584-585.
16. Transcripción latina ligeramente modificada de la palabra griega metánoia, que
significa arrepentimiento, penitencia, pero pasó al latín de la Edad Medía con el significado de
acto de humildad, genuflexión, postración. Cf. BLMSE, A., Dictionnaire latin-français des auteurs
du Moyen Age.
17. KMOSKO, Liber graduum, Patr.Syr. III, pp. II-III. Parece ser una interpolación de un
copista medieval.
18. Tractatus de veritate corporis Christi, cap. 20.
19. Sum. Theol. III, q. 79, a. 3.
20. CSCO, Scriptores syri, series II, tom. 92. Trad. vol. II, pp. 69-70.
21. No pretendemos recordar aquí la abundante legislación sobre la obligación de
confesarse antes de comulgar, si hay conciencia de pecado grave, anterior a Trento. Cf.
BRAEKMANS, L., Confession et commuion au moyen âge et au Concile de Trente, Duculot 197 1;
LARPABE, J. L., Reconciliación y penitencia en la misión de la Iglesia, Madrid, 1983, pp. 217-233.
22. MEDIAVILLA, R., de, In IV Sent. Fol. 114; Lyon 1527
23. Cf BRAECKMANS, op. cit. en nota 2 1, p. 49.
24. Cf. HERRAEZ, F., La opción fundamental, Salamanca, 1978.
25. Cf. BOROBIO, D., ¿Es necesario confesarse... todavía?, Bilbao, 1971, p. 39; Idem, El
sacramento de la reconciliación, Bilbao, 1975, pp. 23-25-
26. BOROBIO, D., advierte en el librito citado en la nota anterior, El sacramento de la
reconciliación, p. 24, que prefiere hablar de “pecados de debilidad o de fragilidad” para que no
se confundan los “pecados graves” con los pecados mortales”, porque en los documentos
oficiales se identifican.
CAPÍTULO V

LAS DIVERSAS FORMAS SACRAMENTALES


PARA CELEBRAR LA CONVERSIÓN

El actual Ritual de la Penitencia presenta tres modos sacramentales para obtener el


perdón y celebrar la penitencia. No olvidemos que existen otros medios extrasacramentales que
también otorgan el perdón de los pecados y que existen, además, otros sacramentos de
reconciliación, como el Bautismo, la Eucaristía y la Unción de los Enfermos. Pero aquí nos
ocupamos únicamente del sacramento de la penitencia.
Las formas oficiales son tres:

Forma A: Rito para reconciliar a un solo penitente.

Forma B: Rito para reconciliar a varios penitentes con confesión y absolución individual.

Forma C: Rito para reconciliar a muchos penitentes con confesión y absolución general.

Para mayor brevedad nos referiremos a veces a la forma A, B o C abreviadamente, sin


explicitar el contenido.

FORMA A: RECONCILIACIÓN DE UN SOLO PENITENTE

1. POSIBILIDADES NO EXPLOTADAS DE ESTE RITO

Es la forma tradicional, que ha estado vigente durante los últimos siglos, y que aparece
con notables modificaciones en el nuevo Ritual, aunque no todas se cumplan en la práctica
cotidiana. Esta forma ofrece muchas posibilidades que aún no han sido aprovechadas
convenientemente. Pero hay que ser realistas: tal como se presentan en el nuevo Ritual, pocas
veces se pueden cumplir en todos sus detalles. Sólo es posible, cuando se trata de un penitente
que busca el tiempo y lugar adecuados para una confesión reposada en una habitación o celda.
El confesionario no es la sede más indicada para este rito. Y, sin embargo, el nuevo código de
Derecho Canónico vuelve a prescribir el confesionario como sede ordinaria de las confesiones
(canon 964, 2 y 3).
Cuando se cumple todo el rito, esta forma A, comprende los siguientes actos:

a) Rito de acogida. El sacerdote saluda al penitente amablemente y lo acoge con bondad.


Es preciso crear un clima de confianza desde el principio sin perder el sentido religioso del acto.
El fiel -y si parece oportuno también el sacerdote- comienza haciendo la señal de la cruz,
diciendo: "En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén". A continuación el
sacerdote le invita a poner su confianza en Dios y pide al Señor que le conceda al penitente
conocimiento de sus pecados, arrepentimiento sincero y la gracia necesaria para hacer una
buena confesión, a lo que el fiel debe responder: Amén. Pueden usarse diversas fórmulas para
esta oración inicial. También es conveniente que oren los dos juntos pidiendo esta gracia e
implorando la misericordia de Dios.

b) Proclamación de la Palabra. Después de este primer contacto, se lee o se recita de


memoria algún texto de la Escritura. Puede ser alguna frase breve como: “Dios no quiere la
muerte del pecador, sino que se convierta y viva." (cf. Ez.18,23) "Acerquémonos con confianza
al trono de la gracia para alcanzar misericordia y hallar gracia en el tiempo oportuno." (Hbr.
4,16). El Ritual en los nn. 85-86 y 157-159 propone una gran variedad de textos.
Con frecuencia no se hace esta proclamación de la Palabra en las confesiones privadas, y
con razón. Sí se lee un texto bíblico lentamente, en un clima de oración y de reflexión, es algo
estupendo. Pero recitar unos versículos de la Biblia, que el penitente apenas escucha, no
produce el efecto deseado. La Palabra de Dios no es una palabra mágica: basta pronunciar una
fórmula y se transforma el corazón del ser humano. La Palabra de Dios exige la cooperación
humana y las debidas disposiciones para que produzca fruto. Una recitación rápida de un texto
no suele mover los corazones.

c) Confesión de los pecados. Después de esta preparación comienza la declaración de los


pecados. Nunca debe reducirse a una mera enumeración de las faltas. Tiene que ser un acto de
fe y de confesión humilde, una expresión del arrepentimiento interior.
En algunas naciones, el penitente comienza rezando el "Yo confieso... " y, a continuación,
realiza la acusación de sus pecados. En otras ocasiones, sobre todo los que se confiesan una vez
al año, se contentan con decir: pregúnteme, Padre. El sacerdote deberá procurar ayudar
también a estos fieles que se acercan con buena voluntad, pero es preferible que el penitente
tome la iniciativa. Sí es necesaria la ayuda o las preguntas del confesor, deberá evitarse la
impresión de que se trata de un interrogatorio o de que se pretende investigar su vida privada.
Vale más sugerirle sinceridad y la acusación espontánea, y procurar infundirle confianza en la
misericordia de Dios, arrepentimiento de todos sus pecados y un propósito sincero de evitarlos.
El confesor puede también orientar a los penitentes a fijarse preferentemente en las actitudes y
situaciones de pecado de su vida en vez de centrar la atención en los preceptos de la Iglesia: he
comido carne el viernes, no he asistido a misa los domingos...

d) Satisfacción o penitencia. A la acusación de los pecados sigue normalmente una breve


exhortación del sacerdote y los consejos que crea oportunos. En todo caso debe mostrarse
comprensivo, acogedor y amable. El rechazo del pecado no puede significar el rechazo del
pecador arrepentido. Muchos confesores han causado grave perjuicio a los penitentes por su
falta de amabilidad.
Vulgarmente se sigue llamando "penitencia" a la obra de satisfacción que impone el
confesor. Es una de las partes más descuidadas de la práctica actual. El Ritual de la penitencia
aconseja un breve diálogo sobre la satisfacción que se ha de imponer. Generalmente, no se
hace, ni vale la pena hacerlo excepto en los casos de confesión frecuente y de personas
deseosas de eliminar las raíces del pecado y de progresar en su santificación. Siempre hay que
tener en cuenta las condiciones personales del penitente edad, estado, profesión, cristiano
fervoroso o alguien que sólo una vez al año se acerca a recibir el sacramento.

e) Oración del penitente. A continuación el sacerdote invita al penitente a que manifieste


su arrepentimiento con alguna oración u otra fórmula semejante. El Ritual propone diversos
modelos (nº 95-101). Siempre se puede aconsejar el acto de contrición tradicional: "Señor mío
Jesucristo... " Éste es el momento de rezarlo, y no mientras el sacerdote da la absolución.

f) Imposición de manos y absolución. Para dar la absolución, si el lugar lo permite, el


sacerdote extiende las manos, o al menos la derecha, sobre la cabeza del penitente. No es
necesario el contacto físico, pero es un gesto bíblico de consagración y bendición que conviene
recuperar. Durante la absolución, el fiel debe escuchar, en silencio y con recogimiento, la
palabra de perdón y responder "amén" al final. Hay que desterrar la costumbre de que se haga
el acto de contrición durante la absolución.

g) Acción de gracias y despedida. Nunca debiera faltar una palabra de acción de gracias al
Señor, "porque es bueno, porque es eterna su misericordia". Una "confesión bien hecha" es un
acto liberador que invita a la alegría y a la acción de gracias. Debemos sentirlo y manifestarlo
en alguna plegaría o aclamación.
Las palabras de despedida pueden ser las del Ritual: "El Señor ha perdonado tus pecados.
Vete en paz” , pero pueden añadirse otras más familiares según las circunstancias.
La pregunta que se puede hacer cualquier sacerdote ante esta breve exposición del ritual
es la siguiente: ¿Se cumple todo esto en las confesiones privadas de un solo penitente? Hay que
responder sinceramente que de ordinario no se cumple. Por eso decíamos al principio que aún
no hemos aprovechado las múltiples posibilidades que ofrece el actual "Ordo paenitentiae". No
quiero señalar aquí abusos intolerables, pero una cosa parece evidente: todo este ritual no se
puede cumplir debidamente cuando hay horas fijas de confesionario y otros penitentes esperan
su turno. Pero esta realidad, no muy satisfactoria, no debe impedirnos ver los grandes valores
positivos de esta forma de celebración.
2. VALORES DE LA RECONCILIACIÓN PERSONAL PRIVADA

a) Nadie ignora que el Concilio Vaticano II, para corregir el excesivo individualismo que
había caracterizado durante siglos la forma de recibir el sacramento de la penitencia, insistió
principalmente en los aspectos sociales, eclesiales y comunitarios que debía revestir su
celebración, recomendando vivamente las celebraciones comunitarias y la participación activa
de todos los fieles(1).

b) Esto no impide que se reconozca que cada celebración tiene sus valores y su razón de
ser. Limitarse a una sola forma de celebración sería empobrecer la riqueza de los medios de
santificación que la Iglesia nos ofrece y perjudicaría notablemente a los fieles. Personalmente,
pienso que el rito de reconciliación de un solo penitente es irrenunciable y debe seguir
existiendo en la Iglesia -con las mejoras posibles- para bien de muchos cristianos que lo desean
y lo necesitan. Y no se les puede negar o dificultar este medio de santificación que ha ayudado a
tantas almas a lo largo de la historia de la Iglesia.

c) Si alguno quiere convencerse del aprecio que nosotros hemos hecho y manifestado por
escrito y de palabra de la confesión privada, puede leer el capítulo IX de nuestra obra El
Sacramento de la reconciliación, que lleva por título: "La confesión frecuente por devoción", pp.
301-315. No queremos repetir las razones que allí, y en otros escritos, hemos dado a favor de la
confesión privada.

d) Pero, hoy como ayer, expresamos nuestra convicción de que esta forma de
"confesarse" no es la única ni la mejor para recibir el sacramento de la penitencia, porque
algunos revelan esta tendencia a reducir la celebración del sacramento a la confesión privada,
siendo ésta la única forma recomiendan. Esto es oponerse a la doctrina del Vaticano II y causar
graves perjuicios a los fieles.

e) Cuando uno lee los grandes elogios que los teólogos medievales y modernos han hecho
de la "confesión", no se puede olvidar que hablaban de la confesión privada, la única forma que
ellos conocían de reconciliación sacramental. Y hay textos de antología desde Santo Tomás y
San Buenaventura hasta Lutero y San Alfonso de Ligorio o el Padre Faber y Pío XII. Todo esto hay
que tenerlo en cuenta para no desechar o rebajar a la ligera un modo de recibir el sacramento y
un medio de santificación que cuenta con siglos de fructuosa experiencia en la Iglesia.

f) Como dice el Papa en la exhortación Rec. et Paenit., esta forma permite conceder mayor
valor a los aspectos más propiamente personales y esenciales que comprende el itinerario
penitencial. El diálogo entre el penitente y el confesor, el conjunto mismo de los elementos
utilizados (los textos bíblicos, la oración personal, la forma de "satisfacción" elegida, etc.) son
elementos que hacen de este tipo de celebración sacramental la más adecuada a la situación
concreta del penitente (n. 32).

g) Las funciones de juez, padre, médico y maestro, que ejerce el sacerdote en su


ministerio penitencial, se cumplen de un modo más perfecto y concreto en la reconciliación
privada de un solo penitente. Si la conversión -como el pecado- es un acto personal que afecta a
lo más íntimo del ser humano, el manifestar esta conversión en la intimidad, el diálogo confiado
con el sacerdote, el estímulo que pueda recibir del confesor para superar la situación de pecado,
las orientaciones sobre el plan a seguir, el impulso para perseverar en el camino de la virtud son
valores de gran importancia que tienen más cabida en la confesión individual tranquila y
reposada de la primera forma que en las celebraciones comunitarias.

h) La confesión individual tiene también el valor de signo del encuentro del pecador con la
mediación de la Iglesia en la persona del ministro. Esta mediación de la Iglesia se manifiesta
mejor en las otras celebraciones, pero es menester resaltar que tampoco está ausente de las
celebraciones privadas. Ante el confesor, el penitente se reconoce pecador ante Dios y ante la
Iglesia y confiesa humildemente sus pecados. Este gesto es sin duda una prueba auténtica de
su sincera conversión.

"Es un gesto litúrgico, solemne en su dramaticidad, humilde y sobrio en la grandeza de su


significado. Es el gesto del hijo pródigo que vuelve a su padre y es acogido por él con el beso de
la paz; gesto de lealtad y de valentía, gesto de entrega de sí mismo, por encima del pecado, a la
misericordia de Dios que perdona. Así se comprende por qué la acusación de los pecados debe
ser ordinariamente individual y no colectiva, ya que el pecado es un hecho profundamente
personal"(2).

Por estas y otras razones, pienso que la reconciliación individual, bien practicada, es
necesaria e insustituible para muchas personas y para diversas ocasiones. Por lo mismo no
puede ni debe suprimiese en la Iglesia.

FORMA B: RECONCILIACIÓN DE VARIOS PENITENTES


CON CONFESIÓN Y ABSOLUCIÓN INDIVIDUAL

Esta forma de celebración es la más frecuente entre las comunitarias por dos razones:

a) Porque es la única forma sacramental permitida como modo ordinario en la presente


legislación.

b) Porque los fieles que participan en una celebración penitencial generalmente desean
recibir el sacramento. Les atrae menos una celebración penitencial no sacramental de la
Palabra.

Esta forma B es como una síntesis de las otras dos: por un lado participa del carácter
comunitario de la celebración en la mayor parte de sus elementos (preparación, escucha de la
palabra, homilía, examen, acción de gracias, pero, por otro, personaliza dos actos importantes
del sacramento: la confesión y la absolución. Así se hace posible el diálogo personal y un
compromiso más existencial.
Personalmente, creo que es una forma provisional, de tránsito, al no haber sido permitida
como modo ordinario la forma C: reconciliación de muchos penitentes con confesión y
absolución general. Litúrgicamente, la forma B nos parece poco coherente: se interrumpe la
celebración comunitaria para dejar paso a los actos individuales y se reemprende luego un
último acto comunitario de poco relieve. Antes de que surgiera el nuevo Ritual era costumbre
que dieran la absolución todos los sacerdotes juntos, terminadas las confesiones. Con esto se
ganaba algún tiempo para una confesión más reposada y se daba más relieve a la absolución. El
Ritual prescribe la confesión y absolución individual (Rit. n. 28).
Los inconvenientes de esta forma son principalmente tres:

- La interrupción de la celebración comunitaria para pasar a una acción individual,


precisamente en dos momentos importantes del sacramento: confesión de los pecados y
absolución.

- La dificultad que encuentran muchas parroquias para conseguir sacerdotes suficientes


para esta clase de celebraciones. El hecho de que se celebren principalmente en los tiempos
fuertes de la liturgia y en las fiestas principales puede disminuir en parte esta dificultad.

- La brevedad que se impone en la acusación de los pecados y en la exhortación personal,


sobre todo cuando son muchos los penitentes y no muy numerosos los confesores. Siempre me
pareció un inconveniente notable, sobre todo en grupos de jóvenes, el abandonar sus puestos
para confesarse deprisa y volver luego a los bancos a esperar que terminen todos los demás las
confesiones. Da la impresión de que lo importante es decir los pecados al confesor y recibir la
absolución, y todo lo demás es de un rango secundario. Por otra parte, en estas ocasiones no se
puede permitir una confesión larga, con consultas sobre la situación de la vida, con problemas o
dudas sobre su conducta ni una exhortación detenida, porque esto prolongaría excesivamente la
celebración, creando impaciencias y distracciones en los que ya han terminado y esperan que se
confiesen los últimos.
Por razón de estos inconvenientes, en algunas partes ha surgido espontáneamente otra
forma legítima, que no figura en el ritual: hacer la preparación en común: cántico de entrada,
saludo, oración, lecturas bíblicas, homilía, examen, acto de contrición y preces litánicas, y
continuar lo demás como en el rito de la reconciliación de un solo penitente sin esperar a la
acción de gracias y despedida en común: comienzan las confesiones individuales según un
orden determinado, los otros se van a sus ocupaciones y van volviendo al ritmo en que terminan
los primeros. Esto puede ser práctico para colegios numerosos. Pero mejor y más provechoso
sería dar la absolución en común y, continuar con la acción de gracias y despedida.
Para evitar tales inconvenientes, es preferible organizar las celebraciones comunitarias de
la forma B con grupos reducidos o con muchos confesores. En todo caso, creemos preferible
proponer una satisfacción común y que den la absolución todos los sacerdotes juntos, una vez
terminadas las confesiones. Por ahora hay que atenerse a las normas del Ritual, prescribe la
absolución individual. Dada esta situación de hecho que estamos viviendo, vamos
Donde resulta bien esta clase de celebración, además de en los grupos pequeños, es en
las comunidades religiosas no muy grandes, donde se toma el tiempo necesario para la
celebración y se pueden realizar las confesiones con calma y reposo, aUnque haya un solo
sacerdote. Pero, a mi juicio, esta forma es solo un camino, un inicio para la forma siguiente.

FORMA C: RECONCILIACIÓN DE MUCHOS PENITENTES CON CONFESIÓN Y ABSOLUCIÓN


GENÉRICA

Esta forma ha sido introducida oficialmente por el nuevo Ritual como una nueva
modalidad de recibir el sacramento de la penitencia. Es tan válida, tan legítima y tan eficaz
como cualquier de las otras dos, aunque, por desgracia, la actual legislación la ha reducido a los
casos extraordinarios y excepcionales.
Esta forma C se venía practicando como un modo ordinario y regular una vez al mes o a la
semana en muchas iglesia, sobre todo en Holanda y Bélgica, en la década de los sesenta,
principalmente después del Concilio, ya que el nuevo Ritual de la Penitencia, en el que estaba
prevista esta forma como ordinaria, tardaba en salir. La intervención inesperada de la
Congregación para la Doctrina de la Fe, cuando el asunto estaba en manos del Consejo para
Reforma de la Liturgia, vino a truncar muchas esperanzas. En las famosas Normas pastorales de
1972, poco antes de salir el “Ordo paenitentiae” se puso freno y se limitaron notablemente las
absoluciones generales, a las que se consideraba como abusivas y debidas a “algunas teorías
erróneas sobre el sacramento de la penitencia”(3).

La admisión de esta celebración comunitaria con confesión genérica y absolución general


supone un gran paso adelante respecto al antiguo Ritual, pero significa un gran paso atrás
respecto a lo que se venía practicando y a lo que había preparado la primera comisión sobre el
“Ordo paenitentiae”.
Dada esta situación de hecho que estamos viviendo, vamos a exponer primero en qué
consiste esta celebración y que condiciones se exigen para poder practicarla. Luego nos parece
necesario decir una palabra sobre la posibilidad y conveniencia de convertir esta forma de
celebración en modo ordinario de recibir el sacramento, señalando sus ventajas y peligros.

1. NORMAS QUE RIGEN ACTUALMENTE ESTA FORMA C DE CELEBRACIÓN

a) Digamos, en primer lugar, que en esta forma de celebración no constituye ninguna


novedad en la Iglesia. Con variaciones notables, por razón de la época, se practicó durante
siglos en la Iglesia antigua.

b) El nuevo Ritual de la Penitencia, siguiendo las normas dadas por la Congregación para
la doctrina de la fe en 1972, sólo admite esta forma C para casos extraordinarios y de grave
necesidad4. Esto limita, de hecho, mucho su práctica, pero nadie piense que, participando en
dicha celebración, queda menos perdonado o reconciliado a medias. Tiene plena eficacia, como
cualquier otra forma de recibir el sacramento.

c) Estas normas, que regulan la actual celebración, parten de un presupuesto dogmático


que considero falso. Pero la siguiente legislación, como el nuevo Derecho Canónico (cc 960-964),
la Exhort. "Rec. et paenit " (nº 32-33) y otros documentos de la Curia Romana o de las
Conferencias Episcopales, lejos de abrir un poco la mano y favorecer una mayor frecuencia de
esta forma de celebración, tienden más bien a reducir el uso normal de este tipo C.
Esto mismo ocurre con las disposiciones de la Conferencia Episcopal Española, dadas en
noviembre de 1988 y aprobadas por Roma, y con la Instrucción pastoral sobre el sacramento de
la penitencia aprobada en abril de 19895. Todas las indicaciones tienden a evitar abusos y
prevenir ciertas libertades que surgen de vez en cuando por conveniencias pastorales o como
verdaderos abusos, que de todo hay.
d) Se tiene un miedo excesivo a que, si esta forma C se convierte en modo ordinario,
muchos abandonen del todo la confesión individual y se limiten a las celebraciones con
confesión genérica. De esto hablaremos después.

e) En general, no se puede de ocultar la penosa impresión que causa la lectura de estas


normas (Normas pastorales, Código de Derecho Canónico, Normas de la Conferencia Episcopal
Española, etc.); se habla de las condiciones requeridas para poder recibir la absolución general
en vez de hablar de una digna celebración del sacramento de la reconciliación. Lo principal, lo
teológico, lo pastoral pasa a segundo término, y da la impresión de que lo importante es
determinar si es lícito o no recibir la absolución general en tales o cuales condiciones y si se
cumplen las normas dadas. Esto es triste.
Las normas vigentes que regulan esta celebración con confesión genérica y absolución
general se encuentran en el mismo ritual (nº 31-33), en el Código de Derecho Canónico (cc. 960-
964) y en cualquier manual sobre la penitencia6. Recordemos, no obstante, lo esencial:

A) Principios generales

a) Sólo debe darse la absolución general sin confesión previa individual en los casos de
grave necesidad. Se considera que se da esta grave necesidad:

* Cuando no hay suficientes confesores para oír las confesiones de cada uno a su debido
tiempo, si por este motivo los fieles se ven privados por mucho tiempo, sin culpa propia, de la
gracia sacramental de la sagrada comunión.
* Esto puede ocurrir en tierras de misión, pero también en otras partes por razón de la
afluencia de fieles.
* Sin embargo, no es causa suficiente la muchedumbre de fieles si hay suficientes
confesores. Estos casos de gran afluencia de público pueden preverse, y debe procurarse a
tiempo el número suficiente de sacerdotes para que no sea necesario dar la absolución general.
Los obispos, después de intercambiar su parecer con los otros miembros de la Conferencia
Episcopal, son los que han de juzgar y determinar si en su patria se dan las condiciones
requeridas para la absolución general y en qué casos. En España, la Conferencia Episcopal ha
determinado que, de ordinario, no se dan tales condiciones.

B) Por parte de los fieles

Para que puedan recibir de este modo la absolución general se requiere:

a) Que tengan las debidas disposiciones, es decir, que se arrepientan de sus pecados, que
tengan propósito de enmienda, que estén dispuestos a reparar los escándalos y daños
ocasionados, etc. Estas disposiciones son evidentes y se exigen para cualquier celebración
privada o comunitaria.

b) Que estén dispuestos a confesar individualmente a su debido tiempo los pecados


graves no confesados aún.

c) "Esta confesión individual debe hacerse antes de recibir otra absolución general, a no
ser que lo impida una justa causa” (canon 963). El canon 989 establece la ley general de que
todo fiel que haya llegado al uso de la razón está obligado a confesar fielmente sus pecados
graves al menos una vez al año. Pero el canon 963 añade que "aquel a quien se le perdonan los
pecados con una absolución general debe acercarse a la confesión individual lo antes posible,
en cuanto tenga ocasión". Da la impresión de que se teme que no haya recibido realmente el
perdón de sus pecados. No necesitamos repetir que esta disposición no nos parece razonable.

C) Normas para los sacerdotes

A los sacerdotes se les urge a que, o bien después de la homilía o bien dentro de la
misma, advierten a los fieles que:

a) para recibir la absolución general deben estar debidamente preparados, es decir,


arrepentidos de sus pecados y con el propósito de enmendarse y reparar los daños o escándalos
que tal vez hayan podido ocasionar;
b) que los que tengan pecados graves están obligados a confesarlos luego a su debido
tiempo; que se imponga una satisfacción que habrán de cumplir todos, a la que podrán añadir
otra los fieles, sí quisieran (Rit. n. 35 a); finalmente, para expresar externamente su deseo de
recibir la absolución, el sacerdote (el diácono u otro ministro invitará a los presentes a ponerse
de rodillas, inclinar la cabeza, a adelantarse en torno al altar u otro signo visible que manifieste
su voluntad y disposición de recibir la absolución. Hecho esto, recitan todos en común la
confesión general ("Yo confieso ante Dios......”) y se podrán añadir otras preces terminando con
el Padrenuestro. Sigue la absolución con la fórmula amplia del Ritual, n. 151.1

Evidentemente, no podemos comentar aquí todas y cada una de estas normas, algunas
de las cuales no nos parecen del todo afortunadas, mientras que otras han de considerarse
como evidentes para una digna recepción del sacramento.

2. INCONVENIENTES ACTUALES

Esta fórmula C podría ser el modo más perfecto de celebrar la comunidad cristiana el
sacramento de la penitencia, sí llegase a ser uno de los modos ordinarios de reconciliación. De
hecho no lo es:

a) Porque se ha concedido más como excepción que como forma común.

b) Porque se han puesto muchas limitaciones y dificultades en su celebración.

c) Las actuales disposiciones y exhortaciones, más que del sacramento de la penitencia,


hablan de los casos en que está permitido impartir la absolución general y de las condiciones
que se requieren para poder recibirla.

d) Se impone a los fieles la obligación de confesar luego privadamente los pecados graves
que no se han podido confesar en tales circunstancias.

e) Crea problemas innecesarios. Pongamos un ejemplo: si un fiel, después de haber


recibido una absolución general, no cumple la condición de confesar en privado al sacerdote los
pecados graves, ¿comete un nuevo pecado? ¿Qué decir de los pecados que le fueron
perdonados y de los cuales fue absuelto si luego no cumple la condición de la confesión
privada?
¿Reviven aquellos pecados?
Son problemas falsos que provienen de presupuestos falsos. Es muy fácil decir que ese
penitente no tenía las disposiciones necesarias porque le faltaba la voluntad de confesarse,
luego y, por lo mismo, no le fueron perdonados los pecados. Pero también podría suceder que,
de hecho, entonces tuviera voluntad y solo más tarde faltó.
Y tampoco es difícil imaginar que algunos piensen que, después de haber participado en
una celebración comunitaria con absolución general, ya quedan reconciliados con Dios y con la
Iglesia y no necesitan ningún requisito más. A mi me parece que todos estos problemas son
falsos de cara a Dios. El precepto de confesarse después en privado al sacerdote es un precepto
eclesiástico y no un precepto divino. Y lo mejor sería no crear problemas ni complejos de culpa.

f) Como la evolución de las formas de la penitencia no ha terminado, me parece preferible


evitar el señalar defectos y dificultades de la praxis actual y resaltar los valores y ventajas de
esta forma, con la esperanza de que algún día sea un medio ordinario de reconciliación y
santificación para muchos cristianos.

3. VALORES Y VENTAJAS DE LA RECONCILIACIÓN DE MUCHOS PENITENTES CON


CONFESION GENERICA Y ABSOLUCION GENERAL

Además de los indicados por el nuevo Ritual de la Penitencia (nº 22 y 77) y de los que ya
hemos hablado en otro libro7, quisiéramos resaltar algunos:

a) Ya hemos indicado que litúrgicamente nos parece el modo más completo, coherente y
perfecto de celebrar la conversión y la reconciliación en la comunidad cristiana. Aquí se cumple
la recomendación del Concilio Vaticano II: “Siempre que los ritos, cada cual según su naturaleza
propia, admitan una celebración comunitaria, con asistencia y participación activa de los fieles,
incúlquese que hay que preferirla, en cuanto sea posible, a una celebración individual y casi
privada" (SC 27).
En esta forma de celebración C, en la que interviene de un modo más directo la
comunidad eclesial con las oraciones, la corrección fraterna, la reconciliación mutua, se logra
mejor una de las aspiraciones señaladas por el concilio:

"Revísense el rito y las fórmulas de la penitencia, de manera que expresen más


claramente la naturaleza y el efecto del sacramento" (SC 72).

b) El Ritual de la Penitencia dice en su n. 8 que "toda la Iglesia, como pueblo sacerdotal,


actúa de diversas manera al ejercer la tarea de reconciliación que le ha sido confiada por Dios".
Esta participación de toda la comunidad se verifica mejor en las celebraciones Penitenciales
comunitarias, en las que todos juntos escuchan la palabra de Dios, interceden los unos por los
otros, se reconocen pecadores ante toda la comunidad, imploran el perdón de Dios y de los
hermanos, y reciben todos juntos la alegría de la reconciliación con Dios y con la Iglesia (cf. Rit.
nº 4).

c) Esta forma permite también renovar más Fácilmente todo el proceso penitencial,
espaciándolo en las diversas fases:

* Un día se dedica a la acogida, lecturas bíblicas, homilía y examen.


* Otro día se consagra a profundizar el arrepentimiento, revisión de vida e imposición de
algunas obras de satisfacción, como prueba y signo de la verdadera conversión.
* Finalmente se señala otro día para recibir todos junto la reconciliación sacramental y
celebrar con alegría el perdón de Dios, dándole gracias y bendiciendo su nombre.

Este plan, propuesto y deseado por muchos para algunas ocasiones, no puede ser norma
general ni llevarse a cabo con frecuencia. Pero tampoco debe parecer tan utópico e imposible
que nunca se pueda realizar con algunos grupos de cristianos comprometidos, con grupos de
ejercitantes o en comunidades religiosas y comunidades de base.

d) Este tipo de celebraciones, según la forma C, es el ideal para las comunidades


religiosas, grupos de ejercitantes y otros grupos similares, con tal de que nunca falte la
oportunidad y la plena libertad para la confesión individual.
En las comunidades religiosas, por poner sólo un ejemplo, no se dan por lo general
pecados graves. Por lo mismo, puede hacerse la celebración con confesión general, puesto que
no hay ninguna obligación de confesar los pecados leves. Yo creo que esto se puede hacer
dentro de las normas actuales, y más cuando los miembros de la comunidad se acusan
espontáneamente ante Dios y ante la comunidad de sus faltas. De este modo, se evita el
interrumpir el ritmo de la celebración comunitaria con la celebración de las confesiones
individuales y todo resulta mejor y más obvio.

e) Las ventajas prácticas de esta forma de celebración, aunque las teológicas son siempre
las principales, es que se puede realizar con un solo sacerdote. En la forma B, si hay muchos
penitentes, se requieren muchos sacerdotes para no prolongar excesivamente el tiempo de
espera entre la confesión individual y la acción de gracias final. En esta forma C puede haber
varios sacerdotes, y pueden concelebrar varios la Santa Misa, pero basta uno solo para
organizar y realizar toda la celebración.

4. PELIGROS

No vamos a ocultar que esta forma C, convertida en ordinaria, a pesar de las muchas
ventajas que ofrece, encierra también sus peligros.

El peligro que se señala con más frecuencia es el siguiente: Si estas celebraciones sin
confesión individual se convierten en ordinarias, muchos se limitarían a ellas y abandonarían
totalmente la confesión individual privada. Para muchos, estas celebraciones se convertiría en el
único modo de recibir el sacramento de la penitencia.
No negamos tal peligro, pero no conviene exagerar. También podríamos decir, con dolor,
que para los católicos, durante muchos siglos, la confesión individual con la absolución ha sido
el único modo de reconciliación sacramental. "Se confesaba durante la misa" -y, por desgracia,
aún se sigue haciendo- de suerte que el sacramento de la penitencia había quedado reducido a
la mínima expresión. Y esto durante siglos, lo cual indica que la intervención de la Iglesia no fue
muy decisiva a la hora de mejorar este orden de cosas. Pero vayamos por partes:

a) De hecho, muchos católicos ya no se confiesan y, por lo mismo, el mal que se teme ya


está ahí y es más grave que el mal tenido o sospechado. Pienso que serían muchos más los que
volvieran a recibir dignamente el sacramento de la penitencia, introduciendo esta forma como
ordinaria, que los que abandonaran la confesión privada.

b) La mayor parte de los que se confiesan alguna vez en la vida o, a lo sumo, una vez al
año, por cumplir un precepto y no por una necesidad y una convicción personal de purificarse y
reconciliarse, suelen hacer unas confesiones tan someras y tan poco personales que, en
realidad, nada se pierde en orden a la vida cristiana si dejan de confesarse individualmente.
Durante siglos no hubo confesión privada sacramental ni precepto de confesarse una vez
al año, y hubo cristianos fervorosos, santos, mártires y legiones de monjes que nunca recibieron
el sacramento de la penitencia. Estos cristianos, que rara vez se confiesan y lo hacen de un
modo muy imperfecto, pueden ganar mucho y no perder nada si participan en una celebración
comunitaria bien preparada: lecturas bíblicas, exhortaciones, examen, oraciones en común,
reconocerse pecador ante todos los presentes, confesión general. Creo que todo esto es más
importante y más perfecto en orden a la conversión y el perdón de los pecados que las
confesiones individuales que se hacen por puro compromiso: porque pertenecen a una cofradía,
porque se casa un hijo (y hace diez o quince anos que no se ha confesado), porque hace la
primera comunión una hija, etc.
Seamos realistas y honestos: quienes participan en una celebración comunitaria bien
organizada, con confesión general, se disponen mejor a la reconciliación sacramental que quien
acude al confesionario para una confesión privada en las condiciones indicadas. Yo pienso que
se ayuda más a los fieles, en orden a su bien espiritual y a una vida cristiana mejor, con estas
celebraciones que con la obligación de la confesión individual, que, en realidad, no cumplen o
cumplen de un modo muy deficiente. Siempre será preferible una praxis de "celebración de la
penitencia con muchos penitentes, con confesión y absolución general" a nada, es decir, a la
desaparición práctica de toda forma de celebración de la penitencial8.

c) La confesión privada y personal es una necesidad del corazón, es una gran ayuda y
consuelo para muchas personas, es una manifestación y signo de la auténtica conversión. A
veces es necesaria para orientarse en circunstancias difíciles de la vida. Si esta reconciliación
individual es tan necesaria en determinadas circunstancias y tan querida por los fieles, como se
nos dice en muchos documentos recientes, no veo por qué se tiene tanto miedo a que
desaparezca esta práctica. Si la abandonan aquellos que no la practican bien y para los que sólo
resulta un tormento, nada se pierde. Y aquellos que acuden al sacerdote en busca de ayuda
espiritual, de gracia y de perdón, no la abandonarán. Cada forma de celebración tiene su razón
de ser y ninguna debe suplantar a las demás. Como ya advierte la Exhortación Rec. et Paenit.
-dentro de la legislación actual, que considera la Forma C como extraordinaria-: "...ni el uso
excepcional de la tercera forma de celebración deberá llevar jamás a una menor consideración,
y menos al abandono, de las formas ordinarias, ni se debe considerar esta forma como
alternativa a las otras" (nº 32, p. 114). Pero el día en que esta Forma C se convierta en ordinaria,
los pastores y los fieles deberán escoger aquellas formas de celebración que mejor se acomoden
a sus necesidades y situación presentes, buscando siempre el mayor bien espiritual de los fieles
y de toda la Iglesia.

Notas al capítulo quinto


1. Cf. SC 27; 72; 109-110; LG 11
2. Rec. et paenit., nº 31
3. Cf. AAS 64(1972)510.
4. Cf. Rit. nn. 31-35; Normae pastorales, AAS 64(1972)510-515.
5. Véase el Boletín oficial de la Conferencia Española, n. 22, del 5 de abril de 1989, pp. 59-
60.
6. Cf FERNÁNDEZ, D., El sacramento de la Reconciliación, pp. 294-296; BOROBIO, D.,
Reconciliación penitencial, Bilbao, 1988, pp. 203-205.
7. El Sacramento de la Reconciliación, pp. 296-298.
8. BOROBIO, D., Reconciliación penitencial, Bilbao, 1988, p. 206.

EPÍLOGO

En este librito me he propuesto un objetivo muy sencillo: mostrar la posibilidad de una


forma de celebración penitencial, que hoy no es aceptada como forma ordinaria de recibir el
sacramento, y eliminar el error subyacente que ha impedido el reconocimiento oficial de dicha
forma.
Lo que en este opúsculo se afirma y se defiende lo han dicho y escrito muchos otros
teólogos e investigadores antes que yo. No invento nada ni digo nada nuevo. Sólo espero el
reconocimiento oficial de lo que me parece evidente desde la historia y desde la teología. El
autor de estas páginas no ignora que los problemas en torno al sacramento de la penitencia no
se resuelven con introducir y prodigar las absoluciones generales sin confesión individual previa.
Es un problema de fe, de conversión sincera, de formación de la conciencia, de la debida
preparación y del tiempo conveniente para que el pecador reconozca sinceramente, ante Dios y
ante los seres humanos, su pecado, y para que se sienta movido a repararlo y abandonarlo. Es
cuestión de sentir y vivir la comunidad eclesial -de toda la comunidad- como mediadora de la
reconciliación y del perdón. Hacia esto debe tender la formación catequética y la praxis. Pero,
precisamente, porque muchos -aquellos que más lo necesitan- no se acercan a recibir el
sacramento de la penitencia tal como está hoy estructurado, pienso que una celebración
penitencial comunitaria bien preparada puede ser un medio muy conveniente para llegar, con la
gracia de Dios, a una conversión sincera, a profundizar la propia fe y a compartir la alegría de la
reconciliación con los demás. La gente lo desea y acude a estas celebraciones, que les
proporcionan paz, alegría y deseos sinceros de vida cristiana. Este mismo verano de 1989, me
contaban dos casos concretos de parroquias donde se practicaba con gran provecho esta forma
de celebración, pero que probablemente tendrá que ser eliminada ante las quejas de otros
párrocos o de la legítima autoridad del Ordinario. Podría ser un modo ordinario de celebrar el
sacramento, pero las normas actuales lo consideran como extraordinario y es necesario
respetarlas. Pero la larga historia del sacramento de la penitencia y sus innumerables cambios
permiten esperar que algún día se atienda a los deseos y necesidades espirituales de los fieles.
Quien crea que esto no es importante, o que sólo se trata de eludir las dificultades de la
confesión privada, debe pensar seriamente si su actitud y las normas vigentes no están
impidiendo a muchos el recibir la gracia del sacramento con mucha mejor preparación de lo que
pudiera ser una confesión individual y si no están privando a muchos de la oportunidad de una
conversión y acercamiento a la Iglesia, al imponer cargas y condiciones que Cristo no exigió.
Hace pocos días -el 19 de agosto de 1989- decía el Papa Juan Pablo II a unos 500.000
jóvenes congregados en el Monte del Gozo de Santiago de Compostela:

"La verdad es la exigencia más profunda del Espíritu humano. Ante todo debéis
estar sedientos de la verdad sobre Dios, sobre el ser humano, sobre la vida y el
mundo”(1).

Pero, ¿dónde está la verdad? ¿Quién es la verdad? Jesucristo es el camino, la verdad y la


vida. Tenemos que volver a Jesucristo para encontrar el verdadero camino que conduce a la
verdad, tenemos que poseer el Espíritu de Jesucristo, que nos conducirá a la verdad plena. Si
leyéramos más el Evangelio, sí nos dejásemos penetrar por sus palabras y las rumiásemos en
nuestro corazón, como la Virgen, la Madre de Jesús (cf Lc 2, 19,51), desaparecerían muchas
dificultades que tantas veces nos inventamos los seres humanos.
Permítaseme terminar con una leyenda muy instructiva, que tantas veces he oído aplicar
a la religión de Buda, a la de los rabinos y a la misma religión cristiana. Discutían una vez ciertos
sabios sobre la doctrina de Buda. Después de muchos días de discusión, como no se ponían de
acuerdo, determinó Buda presentarse ante ellos y explicarles el verdadero sentido de sus
palabras. Pero, después de escucharle con reverencia, le responden aquellos sabios: Lo
verdaderamente importante no es lo que tú hayas enseñado, sino las interpretaciones que de
tus palabras han dado los sabios. "Cuando Buda muere, nacen las escuelas”(2).
Aunque se trata de una leyenda, no cabe duda de que encierra una lección profunda y
responde a un hecho de la historia. ¡Cuántas veces se nos remite a las interpretaciones de los
teólogos, de la Iglesia, del magisterio, en vez de estudiar directamente las fuentes! El Evangelio
de Jesús es más sencillo y humano que las interpretaciones de los seres humanos. "Dios es más
grande que nuestro corazón " (1 Jn 3, 20). Esta convicción es la que he querido dejar expuesta
en este libro sobre un punto concreto de la praxis cristiana.

Madrid, 30 de agosto de 1989

Notas al epílogo
1. Ecclesia, 26 agosto-2 septiembre 1989, p. 1.251.
2. Cf. MELLO, A. de, La oración de la rana, Santander, 1988, p. 94.

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