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RESUMEN DE LAS RAÍCES ECONÓMICAS DEL IMPERIALISMO – J. A.

HOBSON

El empleo de la fuerza nacional para la obtención de mercados nuevos mediante la anexión de


nuevos territorios constituye una política sensata y necesaria para un país industrial avanzado como
la Gran Bretaña. Se ha demostrado que las anexiones recientes de países tropicales, obtenidas a
gran costo, han proveído de mercados pobres y precarios, que el comercio total de Gran Bretaña
con sus posesiones coloniales está virtualmente estancando, y que su comercio más rentable y
progresista se desarrolla con las naciones industriales rivales, cuyos territorios no quieren ser
anexados por Gran Bretaña, cuyos mercados no pueden coaccionar, y cuyo antagonismo activo
están provocando con su política expansionista. Pero estos argumentos no son concluyentes.

“El imperialismo no es una elección, sino una necesidad”

Estados Unidos tuvo que romper de pronto con una política conservadora, fuertemente sostenida
por ambos partidos, ligada a todos los instintos y tradiciones populares, para lanzarse a una rápida
carrera imperial para la que no poseía ni el equipo material ni la moral necesarios, arriesgando los
principios y las prácticas de la libertad y la igualdad por el establecimiento del militarismo y el
sometimiento forzado de pueblos que no podía admitir sin dificultades a la condición de la
ciudadanía norteamericana.

El espíritu de aventura, la “misión civilizadora” norteamericana, como fuerzas impulsoras del


imperialismo, estuvieron claramente subordinados a la fuerza impulsora del factor económico. El
carácter dramático del cambio se debe a la rapidez sin precedentes de la revolución industrial
ocurrida en los Estados Unidos a partir de los años ochenta. Durante ese período, los EEUU, con sus
recursos naturales sin par, sus recursos inmensos de mano de obra calificada y no calificada, y su
genio para la invención y la organización, desarrollaron la economía mejor equipada y más
productiva que el mundo ha visto jamás. Impulsadas por rígidos aranceles protectores, sus
manufacturas (metálicas, textiles, herramientas, vestidos, etc.) se dispararon en una sola
generación desde la infancia hasta la madurez plena y, habiendo pasado por un periodo de
competencia intensa, bajo el control hábil de grandes constructores de monopolio, alcanzaron un
poder de producción mayor que el alcanzado en los países industriales más avanzados de Europa.

Una época de competencia despiadada, seguida por un proceso rápido de amalgamación, puso una
cantidad enorme de riqueza en las manos de un número pequeño de capitanes de la industria. Hubo
un crecimiento desmedido del ingreso, y se inició un proceso de ahorro automático a escala sin
precedentes. La inversión de estos ahorros en otras industrias ayudó a ponerlas bajo las mismas
fuerzas de concentración. Así pues, un gran aumento del ahorro en busca de inversiones rentables
se sincroniza con una economía más estricta del uso del capital existente. El crecimiento rápido de
una población, acostumbrada a un nivel de comodidad elevado y siempre en ascenso, absorbe en
la satisfacción de sus necesidades una gran cantidad de capital nuevo. Pero la tasa efectiva de
ahorro, aunada a una aplicación más económica de las formas del capital existente, excedió
considerablemente el aumento del consumo nacional de manufacturas. El poder de producción
superó con mucho la tasa efectiva del consumo y, contra lo sostenido por la antigua teoría
económica, no pudo forzar un aumento correspondiente del consumo mediante la reducción de los
precios.
En la libre competencia de las manufacturas que precede a la combinación, la condición crónica es
una de “sobreproducción” en el sentido de que todas las fábricas sólo pueden mantenerse en
operación bajando los precios hacia un punto en el que los competidores más débiles se ven
obligados a cerrar porque no pueden vender sus bienes a un precio que cubra el verdadero costo
de producción. El primer resultado de la formación afortunada de un monopolio o combinación es
el cierre de las fábricas peor equipadas o peor situadas, y el abastecimiento de todo el mercado por
las fábricas mejor equipadas y mejor situadas. Este proceso puede ir acompañado o no de un
aumento de precios y alguna restricción del consumo: en algunos casos, los monopolios toman la
mayor parte de sus beneficios aumentando los precios, en otros casos lo hacen reduciendo los
costos de producción mediante el empleo de sólo las fábricas mejores y la cesación del desperdicio
de la competencia.

No importa cual camino se siga, lo importante es que esta concentración de la industria en


“monopolios”, “combinaciones”, etc., limita al mismo tiempo la cantidad de capital que puede
emplease con eficacia y aumenta la porción de los beneficios de donde surgirán nuevos ahorros y
nuevo capital. Es evidente que un monopolio motivado por la competencia feroz, debido a un
exceso de capital, no puede encontrar normalmente dentro de la industria “monopolizada” empleo
para esa porción de los beneficios que los monopolistas quieren ahorrar e invertir. Nuevos inventos
y otras economías de la producción o la distribución dentro de la industria pueden absorber una
parte del capital nuevo, pero hay límites rígidos para esta absorción.

Los monopolistas de cualquier industria deben encontrar otras inversiones para sus ahorros: si
aplica pronto los principios de la combinación a su industria, aplicará naturalmente su capital
excedente en el establecimiento de combinaciones similares en otras industrias, con lo que
economizará más capital y volverá más difícil aún que los ahorradores ordinarios encuentren
inversiones para sus ahorros.

En realidad, las condiciones similares de la competencia despiadada y de la combinación


demuestran el congestionamiento del capital en las industrias manufactureras que han entrado a la
economía de la máquina. Basta señalar que el poder manufacturero de un país como EEUU crecerá
tan de prisa que excederá las demandas del mercado interno. Las manufacturas de EEUU a finales
del siglo XIX estaban saturadas de capital y ya no podían absorber más. Una tras otra trataron de
escapar al desperdicio de la competencia mediante “combinaciones” que aseguren cierto grado de
paz rentable por la restricción de la cantidad del capital en operación. Los “príncipes” industriales y
financieros (del petróleo, acero, azúcar, banca, etc.) afrontaron el dilema de gastar más de lo que
sabían cómo gastar o forzar mercados fuera del área nacional. Se les abrían dos caminos
económicos, ambos conducentes al abandono del aislamiento político del pasado y la adopción de
métodos imperialistas en el futuro. En lugar de cerrar las fábricas inferiores y restringir rígidamente
la producción para obtener ventas rentables en los mercados internos, podrían emplear todo su
poder productivo aplicando sus ahorros al incremento de su capital empresarial y, mientras
continuaban regulando la producción y los precios en el mercado interno, podrían “cazar” mercados
extranjeros vendiendo sus productos excedentes a precios que no serían posibles si no fuese por el
carácter rentable de su mercado interno. También podrían emplear sus ahorros en la búsqueda de
inversiones fuera de su país, pagando primero el capital pedido prestado a Gran Bretaña y otros
países para el desarrollo inicial de sus ferrocarriles, minas y manufacturas, y convirtiéndose después
ellos mismos en una clase acreedora de países extranjeros.
Fue esta demanda repentina de mercados extranjeros para las manufacturas y las inversiones
supuestamente los responsables de la adopción del imperialismo como una doctrina y una práctica
del Partido Republicano al que pertenecían los grandes jefes industriales y financieros, y que les
pertenecía a ellos.

En efecto, no es necesario ser dueño de un país para comerciar con él o para invertir capital en él, y
no hay duda de que los EEUU podrían encontrar algún mercado para sus productos y su capital
excedente en los países europeos. Pero estos países eran en su mayor parte capaces de proveerse
a sí mismos: la mayoría de ellos erigió barreras arancelarias contra las importaciones de
manufacturas, y aun Gran Bretaña se vio instada a protegerse volviendo a la protección. Los grandes
fabricantes y financieros norteamericanos se vieron obligados a voltear hacia China y el Pacífico y
hacia Sudamérica en busca de sus oportunidades más rentables: Proteccionistas por principio y por
la práctica, insistirían en obtener un monopolio tan cerrado de estos mercados como fuese posible,
y la competencia de Alemania, Inglaterra y otros países comerciales los impulsaría al
establecimiento de relaciones políticas especiales con los mercados más importantes para ellos.
Además, el poderoso control político poseído por estos magnates industriales y financieros
constituía un estímulo separado que también operaba en Gran Bretaña y otras partes; el gasto
público en búsqueda de una carrera imperial sería otra fuente inmensa de beneficios para estos
hombres, como financieros que negociaban préstamos, armadores y propietarios manejando
subsidios, contratistas y fabricantes de armamentos y otros aparatos imperialistas.

Lo repentino de esta revolución política se debe a la rápida manifestación de la necesidad. En los


últimos años del siglo XIX, los EEUU casi triplicaron el valor de su comercio exterior de manufacturas,
y era de esperarse que, de continuar el ritmo del progreso de esos años, en el término de un decenio
superarían el comercio exterior de Gran Bretaña que avanzaba con mayor lentitud, y se pondría a la
cabeza de países de la lista de países exportadores de manufacturas.

El control más fuerte y más directo ejercido sobre la política por los hombres de empresa en los
EEUU les permitía moverse con mayor rapidez y más directamente por la línea de sus intereses
económicos que en Gran Bretaña. El imperialismo norteamericano fue el producto natural de la
presión económica de un avance repentino del capitalismo que no podía encontrar ocupación
dentro de su país y necesitaba mercados extranjeros para productos e inversiones.

Las mismas necesidades existían en los países europeos y, según se admite, impulsaron a los
gobiernos por el mismo camino. La sobreproducción en el sentido de una planta manufacturera
excesiva, y el capital excedente que no podía encontrar inversiones rentables dentro del país,
obligaron a la Gran Bretaña, Alemania, Holanda y Francia a colocar porciones cada vez mayores de
sus recursos económicos fuera del área de su actual dominio político, y luego estimularon una
práctica de expansión política para apoderarse de las áreas nuevas. Las fuentes económicas de este
movimiento quedan al descubierto por las depresiones comerciales periódicas debidas a una
incapacidad de los productores para encontrar mercados adecuados y rentables para lo que pueden
producir.

Todo mejoramiento de los métodos de producción, toda concentración de la propiedad y el control,


parece acentuar la tendencia. A medida que un país tras otro entran a la economía de la máquina y
adoptan métodos industriales avanzados, resulta más difícil que sus fabricantes, comerciantes y
financieros dispongan provechosamente de sus recursos económicos y se ven tentados más y más
a recurrir a sus gobiernos para obtener para su uso particular algún remoto país no desarrollado
mediante la anexión y la protección.

Dondequiera aparecen poderes excesivos de producción, capital excesivo en búsqueda de inversión.


Todos los hombres de negocios admiten que el crecimiento de los poderes productivos de su país
supera al crecimiento del consumo, que pueden producirse más bienes de los que pueden venderse
con un beneficio, y que existe más capital del que puede encontrar una inversión remunerativa.

Es esta condición económica la que constituye la raíz del imperialismo. Si el público consumidor de
este país aumentara su nivel de consumo para mantenerse a la par con cada aumento de los poderes
productivos, no podría haber exceso de bienes o de capital que clamara por el uso del imperialismo
para encontrar mercados: en efecto existiría el comercio exterior, pero no habría dificultad para
intercambiar un pequeño excedente de las manufacturas por los alimentos y materias primas que
se absorberían anualmente, y todo el ahorro que se generase podría dedicarse a las diversas
industrias nacionales.

Con todo lo que se produzca nace un poder de consumo. Si hay entonces bienes que no pueden
consumirse, o que no pueden siquiera producirse porque es evidente que no podrán consumirse, y
si hay una cantidad de capital y de mano de obra que no puede emplearse plenamente porque sus
productos no pueden consumirse, la única explicación posible de esta paradoja es la negativa de los
propietarios del poder de consumo a aplicar ese poder en la demanda efectiva de bienes.

Por supuesto, es posible que exista un exceso de poder productivo en industrias particulares por la
mala dirección, por estar empleado en ciertas manufacturas mientras debiera emplearse en la
agricultura o en algún otro uso. Pero nadie puede sostener seriamente que tal dirección errada
explique las saturaciones recurrentes y las depresiones consiguientes de la industria moderna o que,
cuando la sobreproducción es evidente en las manufacturas principales, se abran grandes
oportunidades para el capital y la mano de obra excedentes en otras industrias. El carácter general
del exceso de poder productivo se demuestra por la existencia en tales ocasiones de grandes
acervos bancarios de dinero ocioso que busca cualquier clase de inversión rentable y no encuentra
ninguna.

Los interrogantes fundamentales que se encuentran detrás de los fenómenos son: “¿Por qué el
consumo no guarda el paso en forma automática en una comunidad con poder de producción?”
“¿Por qué ocurre el subconsumo o el exceso de ahorro?” Porque es evidente que el poder de
consumo que, si se ejerciera, mantendría tensas las riendas de la producción, se retiene en parte, o
en otras palabras se “ahorra” y almacena para la inversión. No todo el ahorro para la inversión
implica falta de producción; todo lo contrario. El ahorro se justifica económicamente, desde el punto
de vista social, cuando el capital en que se materializa encuentra empleo pleno ayudando a producir
bienes que, una vez producidos, se consumirán. Es el ahorro en exceso de esta cantidad lo que causa
problemas, el que se materializa en capital excedente que no se necesita para auxiliar al consumo
corriente, y que se mantiene ocioso, o trata de desplazar de su empleo al capital existente, o busca
un uso especulativo en el exterior bajo la protección del gobierno.

Se puede preguntar: “¿Por qué habría de haber alguna tendencia hacia el ahorro excesivo? ¿Por qué
los dueños del poder de consumo han de retener una cantidad para el ahorro mayor que la que
puede emplearse con provecho?” Otra forma de plantear esta interrogante es: “¿Por qué la presión
de las necesidades actuales no guarda el paso con cada posibilidad de su satisfacción?” La respuesta
a estas preguntas pertinentes lleva a la cuestión más amplia de la distribución de la riqueza. Si
operara una tendencia a la distribución del ingreso o del poder de consumo acorde con las
necesidades, es evidente que el consumo aumentaría con cada aumento del poder productivo,
porque las necesidades humanas son ilimitables, y no podría haber exceso de ahorro. Pero ocurre
de modo muy distinto en un estado de sociedad económica donde la distribución no tiene una
relación fija con las necesidades, sino que se determina por otras condiciones que asignan a algunos
individuos un poder de consumo muy por encima de sus necesidades o usos posibles, mientras que
otros se ven privados de un poder de consumo suficiente para satisfacer aun las demandas plenas
de la eficiencia física.

Ejemplo: El volumen de la producción ha aumentado constantemente debido al desarrollo de la


maquinaria moderna. Hay dos canales principales para distribuir los productos, uno que va al
consumo de los trabajadores y otro que lleva el resto a los ricos. El canal de los trabajadores es
limitado y no puede ensancharse, debido al sistema competitivo de salarios que impide el aumento
de los salarios al mismo ritmo del aumento de la eficiencia, pues estos se basan en el costo de la vida
y no en la eficiencia de la mano de obra. El canal que transporta los bienes al abastecimiento de los
ricos se divide en dos corrientes: una que lleva lo que los rico “gastan” en sí mismos en los bienes
necesarios y lujosos de la vida; la otra es simplemente una corriente “desbordada” que transporta
su “ahorro”. El canal del gasto puede ensancharse poco, y representa una proporción tan pequeña
del otro canal que de ningún modo puede esperar que evitará una inundación de capital proveniente
de este último canal. El rico nunca será tan ingenioso que gaste lo suficiente para impedir la
sobreproducción. El gran canal de seguridad que continuamente se amplía y profundiza más para
transportar la corriente siempre creciente de capital nuevo es esa división de la corriente que
transporta el ahorro de los ricos, y esta división no sólo resulta de pronto incapaz de mayor
ensanchamiento, sino que en realidad parece encontrarse en el proceso de contracción.

La corriente “desbordada” del ahorro se alimenta por supuesto no sólo del ingreso excedente de
“los ricos”: las clases medias de profesionales e industriales y, en pequeña medida, los trabajadores,
también contribuyen. Pero la “inundación” se debe claramente al ahorro automático del ingreso
excedente de los ricos. Por supuesto, esto es particularmente cierto en EEUU, donde los
multimillonarios ascienden rápidamente y se encuentran en posesión de ingresos muy superiores a
las demandas de cualquier apetito que conozcan. La corriente desbordada debe representarse
como algo que vuelve a entrar en la corriente de producción y trata de captar allí todo el “ahorro”
que transporte. Cuando la competencia sigue siendo libre, el resultado es un congestionamiento
crónico del poder productivo y la producción que baja los precios internos, desperdicia grandes
sumas en publicidad y periódicamente causa una crisis seguida de un colapso, durante el cual ciertas
cantidades de capital y de mano de obra permanecen sin empleo ni remuneración. El objetivo
primordial del monopolio o de otra clase de combinación es remediar este desperdicio y esta
pérdida sustituyendo la sobreproducción despiadada por la regulación de la producción. Al lograrlo,
en efecto estrecha y aun destruye los antiguos canales de la inversión, limitando la corriente
desbordada a la cantidad exacta requerida para mantener el flujo normal de la producción. Pero
esta limitación rígida del comercio exterior, en efecto requerido para la economía separada de cada
monopolio, no le agrada al monopolista, quien se ve impulsado a compensar la regulación estricta
de la industria dentro de su país abriendo nuevos canales extranjeros para dar salida a su poder
productivo y su ahorro excedente. Se llega a la conclusión de que el imperialismo es el esfuerzo de
los grandes controladores de la industria por ampliar el canal por donde fluye su riqueza excedente
buscando mercados extranjeros e inversiones extranjeras para dar cuenta de los productos y el
capital que no pueden vender o usar en su país.

No es el progreso industrial lo que demanda la apertura de nuevos mercados y áreas de inversión,


sino la mala distribución del poder de consumo que impide la absorción de bienes y de capital dentro
del país. El análisis demuestra que el ahorro excesivo que constituye la raíz económica del
imperialismo se compone de rentas, beneficios monopólicos, y otros elementos de los ingresos no
ganados o excesivos que, no siendo ganados por el trabajo de la cabeza o de la mano, no tienen una
razón de ser legítima. Por no tener una relación natural con el esfuerzo productivo, tales elementos
del ingreso no impelen a sus receptores a una satisfacción correspondiente al consumo: forman una
riqueza excedente que, por no tener un lugar adecuado en la economía normal de la producción y
el consumo, tiende a acumularse como ahorro excesivo. Si hubiese algún cambio de las fuerzas
político-económicas que privara a estos propietarios de su exceso de ingreso y lo hiciese fluir hacia
los trabajadores en forma de salarios más altos, o hacia la comunidad en forma de impuestos, para
que se gastara en lugar de ahorrarse y en cualquiera de estas formas aumentara la corriente de
consumo, no habría necesidad de luchar por mercados extranjeros o por áreas de inversión
extranjeras.

Si mediante algún reajuste económico, pudieran desviarse los productos que fluyen del ahorro
excedente de los ricos para hinchar las corrientes desbordadas, de tal modo que aumentaran los
ingresos y el nivel de consumo de este cuarto ineficiente, no habría necesidad del imperialismo
avasallador, y la causa de la reforma social habría obtenido su victoria más grande.

No es inherente a la naturaleza de las cosas el hecho de que se deba gastar los recursos naturales
en el militarismo, la guerra y la diplomacia riesgosa e inescrupulosa, a fin de encontrar mercados
para los productos y el capital excedente. Una comunidad progresista e inteligente, basada en la
igualdad sustancial de las oportunidades económicas y educativas, aumentará su nivel de consumo
para hacerlo corresponder a cada aumento del poder productivo, y podrá encontrar un empleo
pleno para una cantidad ilimitada de capital y de mano de obra dentro de los límites que el país
ocupe. Cuando la distribución de los ingresos sea tal que permita a todas las clases del país convertir
sus necesidades sentidas en una demanda efectiva de bienes, no podrá haber un exceso de
producción, ni subempleo del capital o de la mano de obra, ni necesidad de luchar por mercados
extranjeros.

Si la distribución del ingreso fuese tal que no provocara un ahorro excesivo, habría dentro del país
un empleo pleno constante del capital y la mano de obra. Por supuesto, esto no implica que no
habría comercio exterior. Los bienes que no puedan producirse dentro del país, o que no puedan
producirse con la misma calidad o baratura, todavía se comprarían por el proceso ordinario del
intercambio internacional, pero ahora la presión sería la presión sana del consumidor ansioso por
comprar en el exterior lo que no podría comprar en su país, no la ansiedad ciega del productor por
usar la fuerza, las trampas del comercio o de la política para encontrar mercados para sus bienes
“excedentes”.

La lucha por mercados, la mayor ansiedad de los productores por vender que de los consumidores
por comprar, es la prueba final de una falsa economía de la distribución. El imperialismo es el fruto
de esta economía falsa; la “reforma social” es su remedio. El propósito principal de la “reforma
social”, cuando se emplea el término en su significación económica, es la elevación saludable del
nivel de consumo privado y público de un país, para que el país pueda alcanzar su nivel de
producción más alto. Aun los reformadores sociales que tratan de abolir o reducir directamente
alguna forma mala de consumo reconocen en general la necesidad de implantar alguna forma mejor
de consumo corriente que sea más educativo y estimulante de los gustos de los demás, y que ayude
a elevar el nivel general del consumo.

No hay necesidad de abrir nuevos mercados extranjeros: los mercados internos son capaces de una
expansión indefinida. Todo lo que se produzca en un país puede consumirse en ese país, siempre
que el “ingreso”, o poder para demandar bienes, se distribuya adecuadamente. Esto sólo parece
falso a causa de la especialización antinatural y poco saludable a que se ha sometido este país,
basada en una mala distribución de los recursos económicos, que ha inducido un crecimiento
exagerado de ciertas actividades manufactureras para el propósito expreso de efectuar ventas
extranjeras.

El ahorro excesivo o el consumo más amplio derivados de los ingresos excesivos de los ricos es una
economía suicida, aun desde el punto de vista exclusivo del capital, ya que sólo el consumo vivifica
el capital y le permite generar beneficios. Una economía que asigne a las clases “poseedoras” un
exceso de poder de consumo que no puedan usar ni convertir en capital realmente útil, estará
“poniendo un perro en un pesebre”. Las reformas sociales que priven a las clases poseedoras de su
excedente no les infligirá por lo tanto el daño real por ellas temido; estas clases sólo pueden usar el
excedente imponiendo a su país una política destructiva de imperialismo. La única seguridad de los
países reside en la eliminación de los incrementos de ingresos no ganados por las clases poseedoras,
para añadirlos al ingreso salarial de las clases trabajadoras o al ingreso público, a fin de que se
empleen en la elevación del nivel de consumo.

La reforma social se divide según que los reformadores traten de alcanzar esta meta aumentando
los salarios o aumentando los impuestos y el gasto público. Estos caminos no son esencialmente
contradictorios, sino que son complementarios. Los movimientos de la clase trabajadora, mediante
la cooperación privada o la presión política sobre el gobierno legislativo y administrativo, tratan de
aumentar la proporción del ingreso nacional recibido por los trabajadores en forma de salarios,
pensiones, compensación por lesiones, etc. El socialismo de Estado trata de obtener para el uso
directo de toda la sociedad una parte mayor de los “valores sociales” derivados del trabajo estrecha
y esencialmente cooperativo de una sociedad industrial, gravando la propiedad y los ingresos para
que el fisco pueda introducir al gasto público los “elementos no ganados” del ingreso, dejando a los
productores individuales los ingresos que sean necesarios para inducirlos a aplicar sus energías
económicas en la mejor forma posible, y a las empresas privadas las actividades que no alimenten
el monopolio y que el sector público no necesite o no pueda realizar. En efecto, no son éstos los
únicos ni tal vez los mejores objetivos manifiestos de los movimientos de reforma social.

El sindicalismo y el socialismo son así los enemigos naturales del imperialismo, porque privan a las
clases “imperialistas” de los ingresos excedentes que constituyen el estímulo económico del
imperialismo.

Limitándose al contexto estrictamente económico, se puede considerar el sindicalismo y el


socialismo de Estado como fuerzas complementarias dispuestas en contra del imperialismo en la
medida en que, desviando hacia la clase trabajadora o el gasto público los elementos del ingreso
que de otro modo serían ahorros excedentes, aumentan el nivel general del consumo interno y
abaten la presión en pro de mercados extranjeros. Por supuesto, si el aumento del ingreso de la
clase trabajadora se “ahorrara” totalmente o en su mayor parte en lugar de gastarse, o si el
gravamen de los ingresos no ganados se utilizara para menguar otros impuestos pagados por las
clases poseedoras, no se seguiría el resultado que se ha descrito. Pero no hay razón para esperar
este resultado de las medidas sindicalistas o socialistas. Mientras que no existe ningún estímulo
natural suficiente para obligar a las clases acomodadas a gastar en nuevos lujos los ingresos
excedentes que ahorran, todas las familias de la clase trabajadora están sujetas a estímulos
poderosos de las necesidades económicas, y un Estado gobernado razonablemente consideraría su
obligación fundamental el alivio de la pobreza actual de la vida pública mediante formas nuevas de
gasto socialmente útil.

Desde el punto de vista de la economía de energía, el país afronta la misma “elección de vida” que
el individuo. Un individuo puede gastar toda su energía en la adquisición de posesiones externas,
sumando campo tras campo, granero tras granero, fábrica tras fábrica: puede “extenderse” sobre
el área de propiedad más amplia posible, amasando una riqueza material que es en cierto sentido
“él mismo” porque contiene la huella de su poder e interés. El individuo hace esto especializándose
en el plano de interés adquisitivo más bajo a costa de olvidar el cultivo de las cualidades e intereses
más altos de su naturaleza. El antagonismo no es en realidad absoluto. Dijo Aristóteles: “Primero
debemos asegurar nuestra subsistencia y luego practicar la virtud,” Así pues, los hombres más sabios
considerarían una economía verdadera la búsqueda de la propiedad material como una base
razonable de comodidad física; pero la absorción de tiempo, energía e interés en tal expansión
cuantitativa al costo inevitable de la inanición de los gustos y facultades más elevados se condena
como una economía falsa. La misma cuestión se plantea en la vida mercantil del individuo: es la
cuestión del cultivo intensivo frente al extensivo. Un agricultor rudo o ignorante, en medio de una
tierra abundante, puede esparcir su capital y mano de obra sobre un área grande, utilizando
tractores nuevos y cultivando de mala manera. Un agricultor calificado, científico, estudiará una
superficie de tierra más pequeña, la cultivará a conciencia y utilizará sus diversas propiedades,
adaptándolas a las necesidades especiales de sus mercados más rentables. Lo mismo se aplica a
otras actividades; aun donde la economía de la producción a gran escala llega a su máximo, existe
algún límite más allá del cual no irá el empresario sensato, consciente de que de otro modo
arriesgará por una administración debilitada lo que parezca ganar por las economías mecánicas de
la producción y el mercado.

Dondequiera surge la cuestión del crecimiento cuantitativo frente al cualitativo. Esta es toda la
cuestión del imperio. Un pueblo limitado en número y energías y en la tierra que ocupa puede optar
por mejorar al máximo la administración política y económica de su propia tierra, limitándose a las
accesiones territoriales que se justifiquen por la disposición más económica de una población
creciente; o bien puede proceder, como el agricultor negligente, a difundir su poder y energía por
toda la tierra, tentado por el valor especulativo o los beneficios rápidos de algún mercado nuevo, o
por la mera ambición de la adquisición territorial, olvidando los desperdicios políticos y económicos
y los riesgos implicados por esta carrera imperial. Debe entenderse claramente que esta es en
esencia una elección de alternativas; una aplicación simultánea plena del cultivo intensivo y
extensivo resulta imposible.
Es inútil atacar el imperialismo o el militarismo como expedientes o medidas políticas si no se deja
caer el hacha de raíz económica del árbol y se priva a las clases en cuyo interés trabaja el
imperialismo de los ingresos excedentes que buscan esta salida.

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