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LA FICCION

Un caso de sonambulismo teórico

Roberto Ferro

Editorial Biblos
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A la memoria y a la presencia de mis padres

fingere; fingo, finxi, fictum, 3, TR: formar, dar


forma, hacer, modelar (ceram, la cera); Herculem
f., hacer la estatua de Hércules; ars fingendi, la
escultura; versus f., componer versos, [fig.] a
mente vultus fingitur, el rostro es una expresión
del alma; ad alicuius arbitrium se f., adaptarse,
conformarse a la opinión de uno  [esp.] formar
cambiando o disfrazando, transformar, arreglar,
componer (crinem f., arreglarse el cabello),
disfrazar (vultum f.,tomar una expresión fingida) 
formar, educar (fingi ad rectum, ser educado en el
buen gusto), adiestrar (equum, un caballo) 
concebir, representarse, imaginarse, suponer (ex
sua natura ceteros f., formarse una idea de los
demás según uno mismo; es quoe finguntur, los
productos de nuestra imaginación)  representar,
imaginar, describir (summum oratorem f., hacer el
retrato del orador ideal; res ficta, ficción)  fingir,
inventar con mala intención, fraguar (crimina in
aliquem, acusaciones contra uno; fictus testis,
testigo falso).
fictio -onis f.: formación, creación; ficción,
simulación  suposición, hipótesis.
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Prolegómenos

La reflexión acerca de la especificidad, los límites, la pertinencia de la


ficción se ha instalado en los últimos años como una preocupación
dominante de los estudios teóricos. Todo ello no supone que los debates y
asedios a la cuestión se desplieguen en torno de tópicos e interrogantes
compartidos; por el contrario, discursos que pertenecen a espacios
teóricos heterogéneos intervienen en ellos desde perspectivas diversas y
la variedad de sus configuraciones abren un amplio abanico de
posibilidades.
Situado en este campo, me interesa señalar dos aspectos que
considero fundamentales a los efectos del desarrollo de mi exposición: en
primer lugar, toda reflexión teórica que tiene a la ficción como objeto de
estudio, más allá de la diversidad mencionada, implica una toma de
posición, de modo más o menos explícito, por alguna de las posturas
enfrentadas en la polémica que tiene a las relaciones entre lenguaje y
mundo como problemática central; y luego, intentando conjurar el
malentendido de que la teoría aborda cuestiones intemporales, pretendo
imbricar mi planteo en las circunstancias históricas y culturales en que se
produce, así como dar cuenta de la genealogía, a veces indefinida y
difusa, por la que la ficcionalidad como objeto de indagación aparece
planteada en los términos en que se la presenta.
La ficción exige un tratamiento que exceda los acotamientos
reduccionistas que limitan su especificidad a una caracterización que la
define como un discurso carente de verdad y/o sin capacidad denotativa.
Las tipologías que acotan la ficción como una especie defectiva
aparecen como esfuerzos más o menos afortunados que se proponen un
tabicamiento sedante; sus intentos por hallar un envoltorio adecuado para
lo que es la ficción, en términos de variedad lingüística bien delimitada, se
agotan en la búsqueda de lo que tiene de menos con respecto a los usos
rectos, serios, naturales, comunicativos, pragmáticos, o como convenga
que se designen en cada caso, del lenguaje.
Todo esto aparece en un espacio en el que la indagación teórica
acerca de cuestiones como autor, texto, referencia, sentido, verdad,
hacen de la ficcionalidad un punto nodal de convergencia y divergencia,
que exige desconfiar de las seguridades derivadas de una diferenciación
tan firme como las que se imponía hasta hace poco tiempo para distinguir
4

ficción de no ficción.
Es posible ordenar los abordajes a la problemática de la ficción en
torno de tres ejes: la referencia, la enunciación y la narración; en todos los
casos con un nivel de complejidad que exhibe la densidad de las
cuestiones puestas en juego, haciendo evidente que los parámetros
dominantes en la cartografía teórica que relevaba esos temas, han
perdido su firmeza y capacidad para establecer un orden categorial
adecuado para la investigación.
Esta preocupación por detallar el estado actual del tema no se
agota en la pretensión de hacer un inventario crítico más o menos preciso,
sino que implica una necesidad que permita articular una propuesta
definida al respecto, con el objetivo de contribuir al señalamiento de una
apertura teórica que supere muchos de los presupuestos en los que se
apoya la reflexión acerca de la ficcionalidad.

Capítulo I
De la referencia
Una de las vías más aceptadas para caracterizar la especificidad ficcional
es la de definirla por la falta de referencia o, al menos, de referencia
verdadera o real; lo que se imbrica en la antigua tradición retórica que
desde la Rhetorica ad Herennium (I, viii, 12-13) y Sexto Empírico ( Ad
math., I, 218 y ss.), continuada luego por Macrobio y San Isidoro, llega
hasta la oposición de narratio authentica y narratio ficta de las artes
semocinandi medievales.1
Tradición que en nuestro siglo, es retomada por variantes deudoras
de las tesis de Frege, exponentes de la concepción de que las ocurrencias
discursivas ficcionales carecen de referencia (Bedeutung), es decir se
sigue explicando la especificidad de las ficciones a través de la falta de
consistencia empírica de los objetos a los que refiere.
La línea de pensamiento que más ha profundizado en esa dirección
es el positivismo lógico o el neopositivismo, que postula la necesidad de
superar las trampas que el lenguaje le tiende a todo saber
presumiblemente riguroso y metódico; se propone por este camino
"aclarar" (nunca se hacen cargo de los usos metafóricos de sus
precisiones) las interferencias que perturban con sus equívocos el
1Aseguinolaza, Fernando Cabo. "Sobre la pragmática de la teoría de la ficción literaria"
en Avances en teoría Literaria, Villanueva, Darío (compilador), Universidade de Santiago
de Compostela, 1994.
5

proceso de la investigación científica. Algunas de sus operaciones


distintivas pueden sintetizarse así:
—otorgar prioridad al principio de verificabilidad como criterio legitimador
para distinguir las proposiciones con sentido de las que no lo tienen;
—determinar las condiciones posibles del significado conforme a la
verificación empírica de las proposiciones;
—elaborar la construcción de la matemática y de la lógica a partir de un
sistema de tautologías;
—homologar la filosofía con el análisis sintáctico de las estructuras
formales del discurso científico y el estudio semántico de sus significados
proposicionales;
—establecer una delimitación precisa entre enunciados propios del saber
científico y las fantasmagorías metafísicas, que son asimiladas a simples
ficciones, es decir entre las proposiciones pasibles de verificación de las
pseudoproposiciones.
El criterio de verificación empírica implica que el significado de una
proposición solamente puede determinarse describiendo el hecho que
debería existir en el caso de que dicha proposición fuese cierta. De lo que
se desprende que el significado de un enunciado depende del estado de
cosas que supuestamente expresa, es decir, su verdad o falsedad se
relacionan directamente con la existencia o inexistencia de la realidad a la
que se refiere el contenido proposicional. Ante la dificultad que supone la
explicación del sentido de un enunciado por otro enunciado-definición —lo
que traería aparejado nuevos términos de significado que exigirían un
encadenamiento infinito—, el criterio de verificabilidad contempla la
necesidad de especificar el significado de una proposición a través de un
eslabón empírico que dé cuenta del estado de cosas denotado
simbólicamente. En otros términos, la transcripción de un sentido
proposicional exige la transformación del enunciado mediante sucesivas
definiciones hasta el momento en que esas palabras no puedan ser
definidas ya más que ostensivamente. La definición ostensiva, que según
Bertrand Russell2 es el proceso por el cual se enseña a una persona a
comprender una palabra por medios diferentes del uso de otras palabras,
tiene sus limitaciones pues sólo puede aplicarse en el caso en que el
referente sea fáctico; a pesar de ello sigue siendo el fundamento del
criterio a partir del cual se discriminan los términos ficción-no ficción. En
definitiva es más de lo mismo, se impone la definición de verdad como

2Russell, Bertrand. El conocimiento humano, Barcelona, Orbis, 1983.


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adaequatio intelectus rem, afirmándola en un plano empírico


incuestionable como última instancia de remisión en el análisis
proposicional.3
Este presupuesto otorga legitimación epistémica para una
delimitación precisa de los ámbitos discursivos ficcional y no ficcional,
estableciendo el carácter anómalo del primero de ellos. 4 Pero esta
seguridad, apoyada en una discriminación que pone afuera todo aquello
que se aparta de un molde rígido, queda socavada cuando se la confronta
con las transformaciones que el llamado "giro lingüístico" ha operado
sobre una tradición en la que la noción de verificabilidad como criterio de
verdad estaba tan arraigada.
La crítica a la concepción tradicional del lenguaje como un
"instrumento" para la designación de entidades independientes del
lenguaje o para la comunicación de pensamientos prelingüísticos, aparece
como el común denominador del "giro lingüístico", lo que implica el
reconocimiento de que el lenguaje tiene un papel constitutivo en nuestra
relación con el mundo.
Tras el "giro lingüístico", entonces, la identidad de los significados se
transforma en la clave de la explicación de la intersubjetividad de la
comunicación y, por lo tanto, también de la objetividad de la experiencia.
Ya no hay posibilidad de garantizar tal objetividad de la experiencia,
puesto que no hay argumento suficiente que legitime la unidad del mundo
objetivo al que los usuarios del lenguaje se refieren. La
inconmensurabilidad de las aperturas lingüísticas del mundo convierten a
la referencia y a la verdad en magnitudes relativas, dependientes de una
constitución del sentido previa que las haga posibles en cada caso.
La concepción de la preeminencia del sentido sobre la referencia
subyace no solamente al "giro lingüístico", que podemos filiar
genealógicamente en la tradición filosófica alemana, sino también a una
línea que se remonta hasta Frege y la filosofía analítica del lenguaje.
Ambas tradiciones comparten el supuesto de la diferencia entre sentido y
referencia, y la consiguiente epistemologización de esa diferencia por la
3Cuesta Abad, José Manuel. Teoría hermenéutica y literatura, Madrid, Visor, 1991.
4Los fundamentos referenciales del neopositivismo no tienen pertinencia en el estudio de
los discursos imaginarios, de los que la literatura es un modelo paradigmático, porque
para ello deberían considerar la existencia de dominios de referencia distintos del ámbito
empírico, lo que implica la relativización del concepto de verdad y una ampliación de las
operaciones veritativas. Asimismo, además del principio de recurrencia como
procedimiento constructivo del discurso poético, estudiado por Roman Jakobson, la
autorreferencialidad, cuya significación se trama en las remisiones incesantes al
intratexto, desconstruye la función denotativa del lenguaje, colocando al lenguaje
literario fuera de las posibilidades de comprensión de la lógica apofántica.
7

que se considera dicho sentido como el único acceso posible al referente.


Todo ello supone sustituir la percepción por la comprensión, circunstancia
que trae consigo que dicho acceso al referente se vea mediado por el
sentido desde el cual es comprendido.
Así, el lenguaje se constituye en la condición de posibilidad del
modo en que nos aparecen los referentes y, por lo tanto, la instancia
constitutiva del marco categorial fundante de todo lo que se enuncia
acerca de un mundo abierto lingüísticamente.
Concebir el lenguaje como responsable de la apertura del mundo
implica el presupuesto de que la designación de un objeto no se lleva a
cabo mediante un nombre —según planteaba la concepción del lenguaje
como instrumento, propia de la filosofía de la conciencia 5Concepción que
atribuye al lenguaje el carácter de mediador entre dos polos definidos: las
cosas externas, por una parte, y las impresiones del alma, por otra. Línea
de pensamiento que llega hasta Kant y que explica el funcionamiento del
lenguaje en orden al modelo de la designación de objetos por medio de
palabras. Se reduce de este modo el lenguaje a su función designativa, es
decir el lenguaje es pensado como un instrumento intramundano
representante de objetos existentes con independencia de él. —, sino
como atribución de una propiedad a un objeto por la que éste es
interpretado como algo. De acuerdo con Heidegger la asignación de un
nombre a un ente es una atribución indirecta de aquello que dicho ente
"es".6
En Frege, uno de los iniciadores de la línea de pensamiento que
desemboca en la preeminencia del sentido sobre la referencia, se exhiben
las paradojas de la filosofía analítica que, partiendo de una profunda
desconfianza hacia el lenguaje como instrumento de conocimiento
científico, ha derivado, después de una insistente búsqueda de lenguajes
formales alternativos, en la inevitable necesidad de reflexionar sobre el
lenguaje común y de revelar aquellas características que excedían las

5Concepción del lenguaje que se remonta a Aristóteles en De Interpretatione:


"Pues bien, los sonidos vocales son símbolos de las afecciones del alma, y las letras lo
son de los sonidos vocales. Y así como la escritura no es la misma para todos, tampoco
los sonidos vocales son los mismos. Pero aquello de lo que éstos son primariamente
signos, las afecciones del alma, son las mismas para todos, y aquello de las que éstas
son imágenes, las cosas reales, son también las mismas". (I, 16a 1.)

6En Hölderlin y la esencia de la poesía, Barcelona, 1989, Heidegger asevera que la


designación de los entes por medio de los nombres no puede entenderse en el sentido
de que algo ya conocido de antemano sólo se le dota con un nombre, sino que sólo
mediante ese nombrar queda establecido lo que ese ente es. Así se vuelve cognoscible
el ente.
8

limitaciones de la transparencia y del uso serio, hasta llegar a exhibir


explícitamente el carácter opaco del lenguaje en cuanto supuesto reflejo
del mundo exterior o como vehículo confiable del pensamiento puro. Su
itinerario expone el conflicto de todo lenguaje reducido exclusivamente a
su función deíctica u ostensiva, de la que depende su capacidad de hacer
referencia al mundo de conceptos y cosas, que se contradice
flagrantemente con los valores semióticos, retóricos y tropológicos de ese
mismo lenguaje y, tal como lo señala Frege, de la incontenible tendencia
metafórica del lenguaje mismo.7
La insistencia en la posibilidad de disciplinar al lenguaje aparece
expuesta de modo muy preciso en la pretensión de establecer
compartimientos que delimitaran los usos correctos o serios de los usos
anómalos, mediante las posibilidades que otorgaba la distinción entre
Sinn y Bedeutung, tratando de fijar, finalmente, las condiciones únicas
según las cuales un enunciado puede ser literalmente significativo.
Operación que se fundaba en la necesidad de segregar fuera de los usos
correctos todos los enunciados que tuvieran anomalías referenciales, tales
como los tropos y, por supuesto, los enunciados ficcionales, para
asegurar la transparencia unívoca del lenguaje, para constituirlo, como
acertadamente señaló Rorty "en espejo de la mente" y, por su intermedio,
de la naturaleza. Sólo a partir de una concepción positivista, que se
refugia en un dogmatismo lógico, es posible instaurar una verdad unívoca
por la vía exclusiva de la requisitoria veritativa referencialista, excluyendo
y condenando toda otra instancia de relativizar esos términos.
Desde la postura de Rorty el "giro lingüístico":

...hace una contribución específica a la filosofía, creo que en


absoluto es metafilosófico. Su mayor aporte fue, por el contrario,
haber contribuido a sustituir la referencia a la experiencia como
medio de representación de la referencia al lenguaje como tal medio
—un cambio que, en la medida en que ocurrió, hizo más fácil el
prescindir de la noción misma de representación—.8El término
7“Al escuchar un poema épico, por ejemplo, nos cautivan, además de la eufonía
del lenguaje, el sentido de los enunciados y las representaciones y sentimientos
despertados en ellos. Si nos preguntáramos por su verdad, abandonaríamos el
goce estético y nos dedicaríamos a un examen científico. De ahí que nos sea
indiferente el que el nombre Ulises, por ejemplo, se refiera a algo o no, mientras
consideremos el poema una obra de arte. Es la búsqueda de la verdad lo que nos
incita a avanzar del sentido a la referencia.” Frege, Gottlob. Estudios de
Semántica, Barcelona, Ariel, 1984.
8Rorty, Richard. El giro lingüístico, Barcelona, Paidós 1990. La cita de Rorty corresponde
9

"experiencia", tal como es usado por filósofos como Kant y Dewey,


fue, como el término "idea" de Locke, ambiguo entre "impresión
sensorial" y "creencia". El término "enunciado" utilizado por filósofos
de la tradición de Frege, carece de tal ambigüedad. Una vez que la
filosofía del lenguaje se vio liberada de lo que Quine y Davidson
llamaron " los dogmas del empirismo" en los que la habían
enzarzado Russell, Carnap y Ayer (aunque no Frege), los enunciados
ya no fueron considerados como expresiones de la experiencia ni
como representaciones de una realidad extraexperimental. Más
bien, fueron vistos como sartas de marcas y sonidos usados por los
seres humanos en el desarrollo y prosecución de las prácticas
sociales —prácticas que capacitan a la gente para lograr sus fines,
entre los que no está incluido "representar la realidad como es en sí
misma".

Si confrontamos el propósito inicial de Frege, de otorgar


transparencia a las aseveraciones, con los planteos de Quine, para
quien la capacidad de aserción depende enteramente del contexto
y, por lo tanto, el significado de un enunciado entendido como
correspondencia con las cosas, sólo tiene sentido en tanto que es
atenuado por la relativización que supone pensarlo como una
determinada interpretación; queda delineado el itinerario recorrido
por un pensamiento que se propuso acotar todos aquellos aspectos
del lenguaje que opacaban la transparencia referencial y que derivó
en el desplazamiento de su atención a fenómenos que
anteriormente había considerado marginales y perturbadores.
Mientras que en Frege podemos situar el inicio de una
genealogía de las aproximaciones analíticas del lenguaje y la ficción,
en Saussure se imbrica otra orientación que reflexiona sobre el
sentido y la referencia, en especial a partir de sus tesis sobre la
naturaleza arbitraria del signo y el carácter diferencial de éste, las
que se constituyen en el punto de partida de un pensamiento que
bordea y transgrede los márgenes de la teoría literaria
contemporánea y de la filosofía hasta hacer indecidibles sus
a un apéndice "Veinte años después" en el que además agrega lo siguiente:
“El intento de Dewey de dejar a un lado la problemática del realismo y el idealismo le
envolvió en un intento oscuro y dudoso de ver la ‘experiencia’ y la ‘naturaleza’ como dos
descripciones de los mismos acontecimientos así como en la idea de que ‘las
experiencias se hacen verdaderas’. Pero los filósofos como Davidson, que hablan de
enunciados en lugar de experiencias, lo tienen mejor.
10

territorios.
Jacques Derrida en La voz y el fenómeno fundamenta en la
estructura iterativa del signo la afirmación de que éste está
originariamente trabajado por la ficción9. A lo que agrega luego: Es
porque el signo es extraño a la presencia así del presente viviente,
por lo que se le puede llamar extraño a la presencia en general. De
acuerdo con ello, no hay posibilidad de representación de nada
ajeno al discurso mismo, de lo que se deduce una doble
consecuencia: por una parte, el discurso es la representación de sí
y, por otra, la ficción es la condición de posibilidad de todo
discurso10Ahora bien si se admite, como hemos intentado mostrar,
que todo signo en general es de estructura originariamente
repetitiva, la distinción general entre uso ficticio y uso efectivo de
un signo se ve amenazada. El signo está originariamente trabajado
por la ficción. Desde este momento, sea a propósito de
comunicación indicativa o de expresión, no hay criterio seguro para
distinguir entre un lenguaje exterior y un lenguaje interior, ni en la
hipótesis concedida de un lenguaje interior, entre un lenguaje
efectivo y un lenguaje ficticio. Una tal distinción es, sin embargo,
indispensable a Husserl para probar la exterioridad de la indicación
a la expresión, con todo lo que aquella impone. Al declarar ilegítima
esta distinción, se prevé toda una cadena de consecuencias
temibles para la fenomenología..
En La diseminación, Derrida, en estrecha correspondencia con
lo anterior, interviene desde una lectura desconstructiva sobre la
noción de mímesis platónica, en primer término en "La farmacia de
Platón"11 y luego en "La doble sesión". En este apartado relaciona

9Ver desarrollo ampliado del tema en Ferro, Roberto. Escritura y desconstrucción


-Lectura (h)errada con Jacques Derrida, 2ª Ed.,Biblos, Buenos Aires, 1995.
10Derrida, Jacques. La voz y el fenómeno, Valencia, Pre-textos, 1985:
“Dentro de la pura "representatividad" interior, en la "vida solitaria del alma" ciertos
tipos de discurso podrían efectivamente tenerse, como efectivamente representativos
(sería el caso del lenguaje expresivo y, digámoslo ya, puramente objetivo, teórico-lógico),
mientras que otros permanecen puramente ficticios (estas ficciones señaladas en la
ficción serían los actos de comunicación indicativa entre sí mismo y sí mismo, sí mismo
como otro y sí mismo como sí mismo, etcétera).

11La mímesis no-culpable. Si se recobra la mímesis "antes" de la "decisión" filosófica, se


observa que Platón, lejos de unir el destino de la poesía y del arte a la estructura de la
mímesis (o más bien de todo lo que se traduce a menudo hoy, para rechazarla, por
representación, imitación, expresión, reproducción, etc.) descalifica en mímesis a todo lo
que la modernidad pone por delante: la máscara, la desaparición del autor, el simulacro,
el anonimato, la textualidad apócrifa. Puede verificarse releyendo el pasaje de la
República sobre la diégesis simple y sobre la mímesis (393 a ss.). Lo que nos importa
11

mimesis y literatura, a la que Derrida considera como el discurso


rector de todos los demás discursos; para lo que primero despliega
la lógica de la mimesis en términos de dominio del imitado sobre el
imitante, dominio configurado en la preeminencia ontológica del
primero sobre el segundo, en la anterioridad temporal de aquél
sobre éste y en la discernibilidad absoluta de ambos. Y sobre esta
lógica sobrepone, en un segundo movimiento, que llama
"desplazamiento mallarmeano", el mantenimiento de la estructura
diferencial de la mímica o la mímesis, pero sin la interpretación
platónica o metafísica.12 Pero no hay nada de ello. Hay una
aquí es esa duplicidad "interna" del mímeiszai que Platón quiere cortar en dos, para
resolver entre la buena mímesis (la que reproduce fielmente y en la verdad, pero se deja
ya amenazar por el simple hecho en ella de la duplicación) y la mala, que hay que
contener como la locura (396 a) y el (mal) juego (396 e ).
Esquema de esta "lógica": 1º La mímesis produce el doble de la cosa. Si el doble es fiel y
perfectamente parecido, ninguna diferencia cualitativa le separa del modelo. Tres
consecuencias: a) El doble —el imitante— no es nada, no vale nada por sí mismo. b) No
valiendo el imitante más que por su modelo, es bueno cuando el modelo es bueno, malo
cuando el modelo es malo. El es neutro y transparente en sí mismo. c) Si la mímesis no
vale nada y no es nada por sí misma, es nada de valor y de ser, es en sí negativa: es,
pues, un mal, imitar es un mal en sí y no sólo cuando se trata de imitar al mal. 2º
Parecido o no el imitante es algo, puesto que hay mímesis y mimemas. Ese no-ser
"existe" de alguna manera (Sofista). Por lo tanto, a) añadiéndole al modelo, el imitante
viene como suplemento y deja de ser una nada y un no-valor. b) Añadiéndose al modelo
que "es", el imitante no es el mismo y aunque fuese absolutamente parecido no es nunca
absolutamente parecido (Cratilo). Ni, por lo tanto, absolutamente verdadero. c)
Suplemento del modelo, pero no pudiendo igualarle, le es inferior en su esencia en el
momento mismo en que puede reemplazarle y resultar así "primado". Este esquema (dos
proposiciones y seis consecuencias posibles) forma una especie de máquina lógica;
programa los prototipos de todas las proposiciones inscritas en el discurso de Platón y en
los de la tradición. Según una ley compleja, pero implacable, esa máquina distribuye
todos los clichés de la crítica futura”. Derrida, Jacques. La diseminación, Madrid,
Fundamentos, 1975.

12 "Con todos sus dobles fondos, sus abismos, sus trompe-l' oeil, semejante organización
de escrituras no podía ser un referente simple y pretextual para Mímica de Mallarmé.
Pero a pesar de la complejidad (estructural, temporal, topológica, textual) de ese objeto-
libreto, habríamos podido sentirnos tentados de considerarlo como un sistema cerrado
sobre sí mismo, replegado sobre la relación, ciertamente muy entremezclada, entre,
digamos, el "acto" de mimodrama (aquel del que Mallarmé dice que se escribe en una
página blanca) y el a posteriori del libreto. En ese caso, la remisión textual de Mallarmé
toparía allí con una señal de detención definitiva.
Pero no hay nada de eso. Tal escritura que no remite más que a sí misma nos traslada a
la vez, indefinida y sistemáticamente, a otra escritura. A la vez: es de lo que hay que
darse cuenta. Una escritura que no remite más que a sí misma y una escritura que
remite indefinidamente a otra escritura, eso puede parecer no-contradictorio: la pantalla
reflectora no capta nunca más que la escritura, sin tregua, indefinidamente, y la remisión
nos confina en el elemento de la remisión. Cierto. Pero la dificultad se basa en la relación
entre el medium de la escritura y la determinación de cada unidad textual. Es preciso
que remitiendo cada vez a otro texto, a otro sistema determinado, cada organismo no
remita más que a sí mismo como estructura determinada: a la vez abierta y cerrada.
Dándose a leer por sí misma y ahorrándose todo pretexto exterior, Mímica está
también surcada por el fantasma o injertada en la arborescencia de otro texto. Del que
Mímica explica que describe una escritura gestual que no es dictada por nada y no hace
12

mímica. Mallarmé está en ello, como en el simulacro[...]Estamos


ante una mímica que no imita a nada, ante, si se puede decir un
doble que no redobla a ningún simple, que nada previene, nada que
no sea ya en todo caso un doble. Ninguna referencia simple. Por eso
es por lo que la operación del mimo hace alusión pero alusión a
nada, alusión sin romper la luna del espejo, sin más allá del espejo.
"Tal opera el Mimo, cuyo juego se limita a una alusión perpetua sin
romper luna." Ese speculum no refleja ninguna realidad, produce
únicamente "efectos de realidad". Para ese doble que a menudo
hace pensar en Hoffman (citado por Beissier en su Prefacio), la
realidad es la muerte. Que se revelará inaccesible, a no ser por
simulacro, como la simplicidad soñada del espasmo soñado o del
himen. En ese speculum sin realidad, en ese espejo de espejo, hay
ciertamente una diferencia, una díada, puesto que hay mimo y
fantasma. Pero es una diferencia sin referencia, o más bien una
referencia sin referente, sin unidad primera o última, fantasma que
no es el fantasma de ninguna carne, errante, sin pasado, sin
muerte, sin nacimiento ni presencia". Derrida, Jacques. La
diseminación, Madrid, Espiral, 1975.
Como hemos visto, la especificidad ficcional no puede ser
establecida a partir de una distinción entre referentes verdaderos o
imaginarios; ese postulado no tiene entidad. Ya sea que se lo revise
por vía del pensamiento analítico, el cual culmina por desechar los
propios puntos de partida desbaratando de manera absoluta el
presupuesto adaequatio intelectus ad rem —que si en el plano de la
investigación teórica ha dejado hace tiempo de tener valor, sigue
funcionando como una cláusula jurídica en muchos discursos
contemporáneos, una especie de lugar común de buena parte de la
doxa científica, y una de las piedras fundamentales sobre la que se
apoyan y articulan vastos encadenamientos de sentido de los
imaginarios sociales—; ya sea que se lo someta a un intenso
escudriñamiento por vía del pensamiento que hemos filiado desde
Saussure y que en Derrida ya no aparece como el término defectivo
de una jerarquía, sino que, tras una lectura desconstructiva se
desplaza hasta convertirse en el elemento capaz de cuestionar

señales más que a su propia inicialidad, etc....


Podríamos, en efecto, reconducir a Mallarmé a la metafísica más "originaria" de la
verdad si en efecto si toda mímica hubiera desaparecido, si se hubiese borrado en la
producción escritural de la verdad.
13

cualquier ordenamiento que distribuya rangos dentro del ámbito


omniabarcador de los discursos.

Nombrar la identidad
El cuestionamiento de los presupuestos a partir de los cuales
se establece la discriminación entre discursos ficcionales y discursos
que son portadores de información "cierta y verídica" acerca del
mundo, puede traer aparejada la sensación de que se entra en una
oscuridad retórica en la que todos los gatos son pardos. La
situación, creo, es otra, la luz que pretende iluminar la diferencia,
por el contrario, extiende una vasta opacidad que garantiza la
labilidad de los límites y, por lo tanto, la sanción inestable de los
bordes discursivos que se deben considerar en cada margen; sin
que ello suponga que las determinaciones no varíen y que las
taxonomías no sean tan flexibles como variadas, pero todas, en
algún punto, imponen un baremo, un modo de separar los discursos
a los que se les asigna la potestad intransferible de producir verdad
de aquellos que la simulan o se despliegan a partir de la
imaginación. Uno de los objetivos buscados en este trabajo es el de
dar cuenta de las relaciones que pueden establecerse entre la
construcción de identidad que surge a propósito del acto de
nombrar y de la verdad que emerge como consecuencia de la
concomitancia entre ese acto y lo nombrado por él. En el nombrar
se desvelan las relaciones entre lenguaje, lo nombrado y los sujetos
que nombran. Cada palabra que nombra nunca se profiere en
soledad sino que es parte de un texto en el que se inscribe.
El texto es la dimensión en la que acontece el nombrar, la
reflexión sobre las condiciones de posibilidad del nombrar puede ser
pensado como una mirada inquisitiva sobre la genealogía de la
construcción de las identidades y de la verdad que se instaura en
cada instancia de correlación13. Lo que es perturbador de este

13La palabra textus aparece tardíamente en latín (con Quintiliano, Instituto Oratoria, IX,
4,13), como uso figurado del participio pasado de texere, metáfora que apunta a
caracterizar a la totalidad lingüística del discurso como un tejido. Esta denominación se
refería en especial a la escritura, cuyo tramado gráfico configuraba icónicamente una
representación de los enunciados verbales como texturas. Esta traslación metonímica del
códice continente de los signos implica considerar el texto como un sistema de entidades
tejidas que componen la significación en la trabazón de sus ocurrencias. Ya en sus
primeras acepciones, la palabra texto alude a la relevancia de cada signo en el tejido y
su relación virtual con el universo de los discursos presentes y pasados. El sentido del
nombrar, aunque la palabra se profiera en soledad, remite necesariamente al todo de la
lengua.
14

intento, no es tanto la pretensión de redistribución genérica entre


diversas especies discursivas, sino que implica la relativización de
los restos sacrales que algunos textos poseen como portadores de
la verdad. Hay textos que junto con el discurso acompañan una
serie de mandatos de lectura que exigen ser leídos exclusivamente
de una determinada manera para revelar el sentido; estas
textualidades ejercen no sólo la acción de nombrar sino que
requieren, imponen una lectura, tal es la univocidad de los textos
sagrados. En ellos la identidad es una equivalencia tautológica. El
texto impone una lectura y esa lectura acata la letra, el sentido es lo
inscrito literalmente. Sobre los restos sacrales de estas
textualidades discursivas se edifica parte de la certeza que articulan
los imaginarios sociales hegemónicos. En el arco que se tiende entre
el nombre y lo nombrado, que, por lo tanto, determina la identidad,
se abren dos instancias: el referir y el significar. La pregunta que
inquiere por la identidad, o en todo caso por la estabilidad de la
identidad entre el nombrar y lo nombrado, está en la base de la
construcción social de la verdad. Este tipo de preguntas se pueden
pensar, en principio, como la búsqueda de una referencia que fije
una identidad y que no deje indeterminado a ese alguien. Dichas
preguntas apuntan, pues, a demandar una especificación que
pertenece al orden del “quién” y esas preguntas dirigidas en
relación con diferentes individuos deberían especificar un conjunto
de referencias: “a”, “b”...“z”, que son los nombres de cada una de
las personas señaladas, o de un término colectivo o genérico que los
abarque a todas. Nombrar es, consiguientemente, establecer una
vinculación que une un término identificador con un individuo o un
grupo de individuos.
¿Qué significa un nombrar? ¿Cómo se puede especificar,
describir la acción de nombrar? 14 La pregunta por el nombrar tiene
un valor paradigmático cuando la respuesta es un nombre propio,
que es la variante más usual y la que de modo más preciso otorga
ubicación gregaria y, acaso, dentro de un inventario ilimitado, la que
tiene prioridad desde una perspectiva social para decirnos y decir a
otros quienes somos.
Entonces, retomando la argumentación, la pregunta podría
expresarse ¿cómo podemos caracterizar la acción de responder con

14Ver en Thiebaut, Carlos. Historia del nombrar, Madrid, Visor, 1990.


15

un nombre, a la pregunta quién es? Este parece ser un punto de


partida suficientemente preciso para pensar las relaciones entre
nombrar e identidad, por una parte, y referir y significar por otra. Un
nombre que fija una identidad "es Z" puede ser pensado como el
acto de indicar con un nombre "Z" a alguien y nuestra pregunta
"¿en qué consiste el interrogante quién es?" se podría contestar
como la búsqueda de la referencia que fije una identidad y que
determina a ese alguien. La acción de nombrar, entonces, designa
en este caso la relación que se establece entre un término
identificador "Z" con un individuo: nombrar es establecer la
vinculación semántica de esa palabra que es un nombre. Pero como
decíamos anteriormente, no hay palabra que se profiera en soledad
y por lo tanto que pueda significar autónomamente. Toda palabra
que nombra pertenece a un lenguaje; la indagación por las
relaciones entre ese nombre y su referencia conlleva una reflexión
sobre el conjunto del lenguaje, es decir, al conjunto de lo que con
ese lenguaje puede decirse y también al universo de todas las
entidades que pueden ser nombradas por él.
La cuestión entonces de la respuesta a la pregunta, ¿quién es?
requiere que esas relaciones de identidad no sean separadas del
espacio de significación de la lengua en que es proferido. La
respuesta, aunque sea sólo el nombre "Z", supone decir en qué
punto me sitúo dentro de las prácticas, códigos y significados en los
que acontece la interrogación que desencadena el nombre, que es
el modo más elemental de exponer la identidad. Estas dos
instancias: la que responde por el nombre y la que implica instalar
la palabra que nombra en un entramado de significados, se pueden
precisar como "identidad-referencia", la que indica a "Z" e
"identidad-sentido", la que corresponde a su ubicación en la red
significativa. La primera abre la reflexión a la dimensión semántica
del nombre, la segunda a la pragmática del texto.
Tal como he planteado la problemática de la identidad entre el
nombrar y lo nombrado instala la cuestión en una genealogía
indudablemente fregeana que forma parte de una de las polémicas
contemporáneas de la filosofía del lenguaje de mayor complejidad.
Genealogía a la que es necesario apelar para especificar los
términos de la relación que nos preocupa. Se impone señalar que
son las discusiones medievales respecto de la referencia de los
16

nombres las que abren el debate; contemporáneamente es posible,


y por supuesto sintetizando hasta cierto riesgo de reduccionismo,
establecer una distinción fundamental entre la postura de John
Stuart Mill, por una parte, y las de Gottlob Frege y Bertrand Russell
por otra, las que devienen en dos direcciones opuestas: los
seguidores de Mill señalan que los nombres propios sólo tienen
referencia (Bedeutung), o denotación, es decir que entre el nombrar
y lo nombrado se establece la identidad en términos de nombre
igual referencia; los fregeanos en cambio, consideran que los
nombres propios poseen también sentido (Sinn) o connotación y que
es por medio de su sentido como alcanzan la referencia.
La postura de Mill consiste en la negación de sentido de
connotación de los nombres propios a los que sólo atribuye
referencia, todo ello apoyado en el presupuesto de que esos
nombres no tienen las mismas características de las descripciones y
que por lo tanto no poseen connotación.
Desde una perspectiva fregeana, en cambio, se señala que
cuando los nombres propios forman parte de proposiciones de
existencia (por ejemplo "existe Z") tienen también contenido
conceptual o descriptivo, ya que esa proposición no se despliega en
la suma de un nombre más la afirmación de su existencia, sino que
expone un concepto y afirma que es el caso de tal concepto. Esto
aparece de modo más preciso si instalamos el enunciado entre
proposiciones de inexistencia (por ejemplo “no existe Z”) en las que
a partir de la lógica extensional no se da la posibilidad de pensar
una referencia de “Z” no vinculada a una descripción, o en otros
términos, a contenido conceptual no ostensivo.
Sintetizando la oposición, —que insisto esquematizo en sus
términos fundamentales, lo que supone no atender a una serie de
gradaciones y matices—, tenemos que según Mill los nombres
propios sólo tienen referencia, es decir, define la relación como
identidad-referencia; en cambio, los fregeanos como identidad-
sentido, los nombres propios refieren porque connotan, y, entre
ambos polos opuestos y contradictorios, se dan algunos intentos
que apuntan a construir una alternativa sincrética.
Se pueden considerar dos líneas fuertes que retoman la
polémica y se proponen avanzar sobre la oposición. La primera tiene
su punto de partida en el Wittgenstein de las Investigaciones
17

Filosóficas, continuada por John Searle.15 En ella se señala que los


nombres propios tienen una cierta laxitud y, que por lo tanto,
poseen una cierta imprecisión. La otra, tiene a Saúl Kripke, Hillary
Putman y Keith Donellan como sus principales exponentes, quienes
insisten en la importancia de la función designativa del lenguaje,
que como consecuencia del "giro lingüístico", ha sido desplazada de
la atención.
Para Bertrand Russell, los nombres propios son como
abreviaturas de descripciones definidas. John Serle apunta a
reelaborar la cuestión, siguiendo las ideas del segundo Wittgenstein,
de modo tal que le permita superar las dificultades de la postura de
Russell. Plantea que los nombres representan el conglomerado de
las características, concebidas como convergencias de
descripciones, que están vinculadas de modo necesario a un
nombre. Es posible que en algún momento se demostrase que
ninguna de las características que se atribuyen a Aristóteles es
cierta y que este nombre corresponde a otra persona, conjeturemos
por ejemplo un comediante que vivía en las afueras de Atenas un
siglo antes. Dada esta circunstancia, resulta difícil conjeturar que el
Aristóteles que ahora aparece sea aquel Aristóteles en quien
pensábamos cuando leíamos La ética nicomaquea. El Aristóteles
comediante no es el que se adecua a la imagen construida a partir
de la tradición clásica, es decir aquél a quien nos referíamos al
emplear su nombre. De esta manera entonces, el nombre es un
conjunto de características centrales que son las que se refieren a
aquél que es nombrado.
Resulta utópico establecer un inventario cerrado de todas
esas características y la postura teórica de Searle, la de un
conglomerado de características referido por el nombre, se vincula
con la concepción que define a los nombres propios con un grado
de imprecisión respecto de la determinación de las características
que constituyen la referencia del nombre a lo nombrado. Así plantea
Searle la cuestión:

Además, ahora vemos cómo satisface el principio de


identificación la emisión de un nombre propio: si tanto el
hablante como el oyente asocian alguna descripción
15Wittgenstein, Ludwig. Investigaciones Filosóficas, trad. A. García Suárez y U. Mulines,
Barcelona, Crítica, 1988.
18

identificadora con el nombre, entonces la emisión del nombre


no es suficiente para satisfacer el principio de identificación,
pues tanto el hablante como el oyente son capaces de
sustituirlo por una descripción identificadora. La emisión del
nombre comunica al oyente una proposición. No es necesario
que ambos proporcionen la misma descripción identificadora,
suponiendo solamente que sus descripciones son de hecho
verdaderas del mismo objeto.
Hemos visto que, en la medida en que pueda decirse que los
nombres propios tienen sentido, se trata de un sentido
impreciso. Debemos explorar ahora las razones de esta
imprecisión. ¿La imprecisión por lo que respecta a qué
características constituyen las condiciones necesarias y
suficientes para aplicar un nombre propio es un mero
accidente, un producto de la carencia lingüística? ¿O deriva de
las funciones que nos realizan los nombres propios? Preguntar
por criterios de aplicación del nombre "Aristóteles" es
preguntar de modo formal qué es Aristóteles; es preguntar por
un conjunto de criterios, de identidad para el objeto
Aristóteles. "¿Qué es Aristóteles?" y "¿Cuáles son los criterios
para aplicar el nombre "Aristóteles?" Plantean la misma
pregunta, la primera en el modo material de habla y la
segunda en modo formal. De esta manera si, antes de usar el
nombre llegásemos a un acuerdo sobre las características
precisas que constituían la identidad de Aristóteles, entonces
nuestras reglas para usar el nombre serían precisas. Pero esta
precisión solamente se lograría a costa de que cualquier uso
del nombre entrañase algunas descripciones específicas. De
hecho, el nombre mismo sería lógicamente equivalente a este
conjunto de descripciones. Pero si esto fuese el caso
solamente estaríamos en posición de poder referirnos a un
objeto describiéndolo, mientras que esto es efectivamente lo
que nos permite evitar la institución de los nombres propios y
lo que distingue los nombres propios de las descripciones
definidas. Si los criterios para los nombres propios fuesen en
todos los casos completamente rígidos y específicos, entonces
un nombre propio no sería nada más que una abreviatura para
esos criterios funcionaría exactamente igual que una
19

descripción definida elaborada. Pero la singularidad y la


inmensa conveniencia pragmática de los nombres propios de
nuestro lenguaje reside precisamente en el hecho de que nos
capacitan para referirnos públicamente a objetos sin forzarnos
a plantear disputas y llegar a un acuerdo respecto a qué
características descriptivas constituyen exactamente la
identidad del objeto. Los nombres propios funcionan no como
descripciones sino como ganchos de los que cuelgan las
descripciones. Así pues, la laxitud de los criterios para los
nombres propios es una condición necesaria para aislar la
función referencial de la función descriptiva del lenguaje.16

Esta teoría del conglomerado, también conocida por teoría de la


percha, mantiene el núcleo de la alusión a un conjunto de características
como manera más apropiada de entender qué cosa sea la referencia,
evitando asimismo hacerse cargo de la descripción de esas
características; pero esta argumentación tiene la vulnerabilidad de
arrastrar las críticas que se formulan a Russell, y ello porque en definitiva,
afloja y relativiza algunos de sus puntos centrales con el objeto de
hacerlas más viables, quedando a medio camino y agregando las que
corresponden a su propia imprecisión. La pregunta por la existencia de
Aristóteles no puede quedar reducida a la cuestión de la verdad de un
conglomerado de características, es decir de descripciones que
usualmente son asociadas de manera laxa a ese nombre. Dado que no
exhibe criterios de suficiente validez para explicar cuáles de esas
características son pertinentes para determinar cuándo ese nombre
propio corresponde a la identidad mencionada y que tampoco expone
cómo determinar por qué ésas y no otras. En definitiva, la teoría
searleana de los nombres propios no precisa los criterios de identificación
entre el nombre y lo nombrado.
Los intentos de corrección de la teoría tradicional desarrollada por
Frege y Russell, ya sea en la línea de Searle o en la línea crítica de
Strawson, es decir, la "cluster-theory" (que postula que no es necesario
que coincidan todas las descripciones asociadas con la expresión
referencial sino la mayor parte de ellas) no parece trastornar en gran
medida el presupuesto implicado en la base de estas direcciones teóricas,
es decir, que "referir" quiere decir "identificar" unívocamente; por lo tanto

16Searle, John. Actos de habla, trad. L. Valdés, Madrid, Cátedra, 1980, pp. 175/176.
20

el intento de superar esta dificultad que es producto de la imposibilidad


de establecer una identidad de significados aceptada y compartida por
todos los usuarios de una lengua, postulando entonces un supuesto
acuerdo en torno a una coincidencia aproximada, complica la situación en
la medida en que se mantiene de todas maneras el objetivo de la
identificación unívoca.17
Frente a la perspectiva que plantea la explicación del "referir" como
dependiente de significados referenciales compartidos que nos permiten
identificar lo designado, desde los años sesenta algunos pensadores
inscritos en la tradición anglosajona han elaborado una versión
alternativa, que podemos designar como la teoría de la referencia directa.
En esta teoría ya no se articulan referir e identificar sino que se intenta
explicar el referir como una designación directa o rígida en términos de
Kripke.
Donnellan establece una distinción en la que pone de manifiesto
algunos de los principales problemas de la teoría indirecta de la
referencia, la misma distingue el uso atributivo y el uso referencial de las
descripciones definidas:

Voy a llamar a los dos usos de las descripciones definidas a los


que aludo el uso atributivo y el uso referencial. Un hablante
que usa una descripción definida atributivamente en una
aserción afirma algo sobre quienquiera o lo que quiera que
sea el así-y-asá. Un hablante que usa una descripción definida
referencialmente en una aserción, usa la descripción para
permitir a su audiencia discernir de quién o de qué es de lo
que está hablando y afirma algo sobre esa persona o cosa. En
el primer caso la descripción definida se puede decir que
ocurre esencialmente, pues el hablante desea afirmar algo
sobre aquello que cumple con esa descripción, sea lo que
sea; pero en el uso referencial la descripción definida es
meramente un instrumento para hacer un determinado
trabajo —llamar la atención sobre una persona o cosa—y, en
general, cualquier otro recurso elegido para hacer el mismo
trabajo, otra descripción o un nombre, podría hacerlo
igualmente bien. En el uso atributivo el atributo ‘ser el así-y-
asá’ es lo más importante mientras que no lo es en el uso

17Ver Apéndice I pp--, sobre la cuestión del nombre propio.


21

referencial.18

El uso referencial de los enunciados designativos supone que su


significado no siempre es constitutivo para nuestro acceso al referente
sino un instrumento entre otros para referirnos a éste, sin que ello
suponga que ese uso tenga carácter de inmodificable. Tal como lo señala
Donnellan:

Hemos visto que cuando una descripción definida es usada


referencialmente se puede decir de un hablante que ha dicho
algo sobre algo. Y, al indicar qué es aquello de lo que éste ha
dicho algo, no nos hemos de restringir a utilizar la descripción
usada por él o los sinónimos de la misma; podemos referirnos
a ello usando cualquier descripción, nombre, etc. que pueda
hacer ese trabajo. Ahora bien, de esto parece resultar un
sentido en el que tenemos que ver con la cosa misma y no
con la cosa bajo cierta descripción cuando reproducimos el
acto lingüístico de un hablante usando una descripción
definida referencialmente.19

El referir "a la cosa misma" y no a la cosa "en tanto que cumple con
una determinada descripción" no implica afirmar un acceso inmediato a
"la cosa en sí", en ningún momento se abandona el presupuesto
inamovible de que sin el uso de signos lingüísticos o nombres no es
posible ninguna referencia, lo que no significa que el significado de las
expresiones tenga que ser constitutivo de aquello a que nos referimos
mediante ellas.
Putman desarrolla esta perspectiva centrado en la formación de
conceptos en las teorías científicas, a la manera de un modelo
privilegiado en el que la preeminencia del significado sobre la referencia
aparece con alto grado de plausibilidad. Los conceptos científicos se
introducen discursivamente mediante definiciones más o menos precisas
—esto a diferencia de los conceptos que se manejan en el habla cotidiana
— por lo tanto, resulta evidente que esas definiciones, que constituyen el
significado de los términos, son la vía de acceso al referente en cuanto tal.
Putman señala que los términos científicos son introducidos en el contexto

18Donnellan, Keith. "Reference and Definite Descriptions" en Schwartz, S.P. /ed) Naming,
Necessity and Natural Kinds, N.Y., 1977.
19Donnellan, Keith. Op. cit., pp. 64-65.
22

de una teoría que los define, precisamente lo que está cuestionando es


que esa operación pueda suponer asimismo las condiciones necesarias y
suficientes que tiene que cumplir aquello que se especifique bajo ese
contexto:
Está fuera de discusión que los científicos usan los términos
como si los criterios asociados no fueran condiciones
necesarias y suficientes sino más bien caracterizaciones
aproximadamente correctas sobre el mundo de entidades
independientes de la teoría.20

Putman apunta desde una perspectiva pragmática a establecer qué


es lo que se pretende hacer cuando se utilizan conceptos científicos. Esos
conceptos designan entidades de las que se supone una existencia
independiente de la teoría, es decir perteneciente al mundo:

Podemos dar una “definición operativa” o un grupo (cluster)


de propiedades o lo que sea, pero la intención nunca es
“hacer al nombre sinónimo de la descripción”.Más bien
“usamos el nombre rígidamente” para referirnos a cualquier
cosa que comparta la naturaleza que poseen normalmente las
cosas que satisfacen la descripción21..

El funcionamiento del lenguaje está básicamente asentado en la


predicación; en algunos de sus usos específicos se le otorga
preeminencia a la designación, cuya función es la de remitir a entidades
de las que se supone una existencia extradiscursiva y que han de ser
designadas directamente o rígidamente. La designación rígida no implica
una pretensión de alcanzar la cosa en sí de modo inmediato o salirse del
ámbito del lenguaje, sino, antes bien, caracteriza un uso específico que
exige la restricción del sentido para desplegar sus argumentaciones.
La postura de Saul Kripke es una vuelta a las posiciones de Mill,
plantea que la identificación de alguien no es producida por el sentido
contextual del nombre, ni por la laxitud de su sentido, sino, por el
contrario, por la estabilidad que mantiene todo nombre propio en el
universo de variaciones que pueden trastornar los contextos en los que se
profiere. Kripke sostiene que los nombres propios carecen de sentido y

20Putman, Hillary. Mind, Languaje and Reality, Philosophical Papers Bd.2, Cambridge, MA,
1975.
21Idem anterior.
23

que refieren y designan rígidamente al referente en todo mundo posible;


esa es su condición de posibilidad: ser nombres propios y no
descripciones sometidas a cambios u operación de falsación. Su
concepción es que dada la ambigüedad e incertidumbre que provoca la
identidad-sentido debemos retornar a la seguridad de una identidad-
referencia fija e invariable que permanece igual a sí misma a lo largo de
todos los posibles cambios de sentido que pudieran ocurrir. Al desvincular
la referencia del sentido, Kripke se coloca más allá de las dificultades que
en este aspecto plantean las teorías de Russell y Searle; pero así como
esta perspectiva teórica da seguridad acerca de quién estamos hablando,
es perturbada por el interrogante de cómo y en razón de qué un nombre
le es asignado a alguien en particular.
Es decir, si los nombres propios son designadores rígidos, y por lo
tanto desvinculados de descripciones finitas que los caracterizan en
diferentes contextos o mundos posibles cuál es la instancia de asignación
de un nombre a un objeto o a una persona. Según Kripke, el empleo de un
nombre implica acudir a la referencia histórico-causal que ha trasmitido
esa referencia de modo no flácido ni evanescente.
Pero si en esta instancia de nuestra elaboración retomamos la
postura de Russell o Wittgenstein, asumiendo todas las críticas a que han
sido sometidas y, a pesar de que no se identifique el nombre con un
conjunto de descripciones de forma definida, debemos aceptar que algún
nexo ha de tener ese conjunto de características para que ese nombre
propio, por ejemplo Aristóteles, no tenga el mismo rango que un
demostrativo o un deíctico empleado en la designación de tal persona
como aquél que está ahí. Planteo éste que nos obliga a remontarnos a la
situación original, la primera de las designaciones que posibilitó la
repetición. La situación del nombrar primero adquiere una importancia
fundamental porque en ella entran en correlación. El personaje referido, el
nombre y el acto en el que se impone la designación.
Esta situación primigenia necesariamente remite al contexto de
significación, de códigos, de creencias, en el que aconteció el nombrar. De
algún modo cuando nombramos a alguien, si como afirma Kripke
acudimos a una referencia lógico causal, la estamos actualizando, aunque
no la conozcamos específicamente.
El Wittgenstein de las Investigaciones Filosóficas señala que
nombrar a alguien y preguntarse sobre la verdad de ese enunciado que a
él se refiera es investigar la entidad y el valor de las creencias que
24

compartimos con la persona designada. Lo que de algún modo equivale a


decir, y ésto teniendo en vista la concepción kripkeana del acto original de
nombrar, en el que el nombre refiere el contexto de situación en el que
ocurría y aún ocurre (recuperando códigos y creencias históricas pasadas
y a la manera de un complejo palimpsesto, hacerlas presentes al
referirnos a ellas) implicando la actualización de los criterios de
significación que se pusieron en juego en los sucesivos actos de nombrar.
Entonces, lo que hacemos cuando damos y empleamos un nombre es
inscribirlo en un contexto de significaciones que están siempre sujetas a
modificación o rechazo, pero que inevitablemente deben tener el estatuto
de presupuestas referidas o relatadas para que la correlación entre el
nombre y lo nombrado pueda constituirse en una designación. Esto último
supone que cuando la pregunta está referida a la identidad, debe no sólo
ubicarse desde una instancia semántica sino que también desde la
instancia de la pragmática del texto en el cual ocurre ese nombre.
Arribamos así a un punto de la cuestión en el que el problema
consiste en establecer las condiciones de posibilidad discursivas a partir
de las cuales en algunas ocurrencias un nombre apunta a una identidad-
referencia y en otras sólo a una identidad-sentido. Para establecer el
modo en que se articulan esas dos instancias en la acción de nombrar, lo
que implica preguntarnos de qué manera podemos entender las
relaciones que se tienden entre el nombre, su contexto y lo nombrado no
recurriendo a las situaciones originales o arquetípicas, teniendo como
horizonte inmediato esa tensión entre estos dos polos, es posible señalar
que en el acto de proferir un nombre propio se relacionan ambas formas
de la identidad y que su distinción emerge en el entramado discursivo a
partir de las diversas articulaciones de las diversas formas textuales.
En otros términos, y a modo de síntesis, apuntamos a reflexionar
acerca de las relaciones entre el nombre, su contexto y lo nombrado,
superando la exigencia de tener que recurrir a genealogías originales o
arquetípicas, lo que no implica dejar de suponer un contexto de
significación. La dirección en la que nos estamos colocando considera que
en el acto de nombrar se relacionan ambas formas de especificar la
identidad y que su distinción emerge de las diversas articulaciones
textuales que construyen reflexivamente la identidad del sujeto
nombrado, y que no necesita, por lo tanto, de la referencia inmediata.
Pero aunque este modo de considerar el nombrar no apele a esa forma
de equivalencia exige algún contexto de significación, una textualidad, es
25

decir, que la significación producida por la identidad-sentido ejerza


funciones de indicación, para no quedar suspendida en el vacío.
El interrogante por la identidad encuentra su respuesta, entonces,
en el espacio del texto. Un texto dice algo, sin duda, pero también hace
algo. Un acontecimiento de escritura nunca se reduce a un querer-decir. Y,
con independencia de lo que diga, debe hacer gestos. Estos gestos tienen
por función producir determinado efecto. La significación de esa
gestualidad deja leer o interpretar a través del contenido mismo de lo que
el texto dice o pretende decir respecto de los enunciados. Los efectos
producidos son estructuralmente independientes de la retórica discursiva
que actúa para persuadir al lector de esto o aquello.
Pretendo situar la divisoria de aguas, que nunca puede ser definida
de una vez para siempre, que nunca es definitiva: hay textos que exhiben
desaforadamente una gestualidad que consiste en presentar, exponer,
legalizar y, por supuesto, al hacerlo imponen, autorizan, confieren fuerza
de ley a una determinada correspondencia: esto es lo que se quiere decir,
o sea correlativamente, es lo que se debe leer, lo que hay que leer y estas
son las instrucciones; hay textualidades que previenen que anuncian junto
a la enunciación una clausura de la semiosis, imponen una relación de
identidad-referencia que implica un cierre de la semiosis infinita.
Por supuesto que todo ello no implica que consideremos estas
textualidades como formas anómalas, ni pseudotextualidades. No estoy
estableciendo una valoración, el punto que me interesa establecer pasa
por señalar que estos discursos construyen su sentido a partir de una
restricción que ellos mismos legislan en orden a sus necesidades
funcionales. Lo que no significa que sean formas degradadas, sino una
modalidad de construcción de saber sobre el mundo; esto último es un
modo indirecto, un eufemismo acaso, que señala su incapacidad para ser
pensadas como modelo privilegiado de designación de la verdad.

Mundos posibles
Entre las aproximaciones teóricas que se proponen establecer la
especificidad distintiva de las ficciones literarias tomando como eje
privilegiado el estatuto de la referencia, la perspectiva de los mundos
posibles ha generado una vasta y compleja ramificación de sus aspectos
relevantes, así como ha sido objeto de fuertes controversias y del
consiguiente rechazo. Este marcado interés acaso pueda explicarse
porque la idea de mundos posibles se conecta con la intuición compartida
por los modos de lectura más difundidos, articulados en torno de la idea
26

de que los textos literarios tienen como referencia mundos específicos con
una coherencia propia. La distinción, que contrapone la realidad como
elemento dado, estable y uniforme, por una parte, al mundo narrativo
ficcional, por otra, no es más que una variante del paradigma que concibe
a la ficción como un discurso anómalo o incompleto.
El linaje de la noción de mundo posible tiene su punto de partida en
la filosofía de Leibniz y ha tenido una profusa descendencia en la teoría
literaria y en la estética.22 Es necesario señalar que el interés despertado
por las teorías ficcionales de los mundos posibles definidos por su
posibilidad respecto del “real” está íntimamente ligado con la crisis de la
poética realista y el resquebrajamientro del paradigma rector de la
imitación de la naturaleza.
La atención que reciben actualmente las teorías de los mundos
posibles es consecuencia de su uso por parte de la semántica lógica en el
tratamiento de los problemas del valor de verdad de los diversos tipos de
proposiciones. En la década del sesenta, Kripke esboza una dirección
teórica en la que intenta formular las condiciones de posibilidad de los
valores de verdad para los operadores modales de necesidad y
posibilidad, en las que el punto de convergencia eran las relaciones de
accesibilidad entre el mundo actual y los otros mundos posibles. Esta
problemática no está escindida de los intentos de explicación de la
ficcionalidad desde la semántica lógica o formal, en esta perspectiva los
mundos posibles aparecen como una vía adecuada para el tratamiento de
las condiciones de verdad de las proposiciones ficticias.
La cuestión clave de todos estos desarrollos teóricos está ya en la
filosofía de Leibniz: la concepción de realidad o mundo actual, en su
caracterización definida y aproblemática, sigue siendo el elemento
regulador de modo más o menos manifiesto según sea el caso, pero
siempre imponiéndose como el modelo desde el cual se explicita todo
diseño de los mundos posibles.
22En la filosofía de Leibniz el principio de continuidad y el de razón suficiente están
íntimamente relacionados con el de plenitud. Esta plenitud es la consecuencia de su
concepción del mundo de las esencias (o los “posibles”) y su relación con las existencias.
Leibniz supone que los posibles se caracterizan por su disposición a existir y que el
mundo resultante es aquél en el cual se realiza la serie máxima de posibilidades. Lo que
también puede ser pensado en los siguientes términos: todo posible que no sea
contradictorio, está destinado a existir; siempre que no haya obstáculos a su realización
todo posible se hace actual es decir siempre que haya una razón suficiente para que se
constituya hay un número infinito de mundos posibles pero uno sólo ha llegado a la
existencia. En la concepción de Leibniz ese mundo es el mejor tanto en sentido moral
como metafísico; es decir mejor significa el que es perfecto y también el más pleno. Es
como si de entre una infinita cantidad de posibles se constituyera el mundo que fuese
efectivamente el más real.
27

Esto último también alcanza a Lubomír Dolezel, a pesar de que se


considera a sí mismo como contrario a toda semántica mimética; en su
reflexión los mundos posibles ficcionales son concebidos como
construcciones de la actividad textual con total autonomía en relación con
el mundo real. Pero, a pesar de ello, cuando postula la distinción entre dos
grandes clases de textos radicalmente diferentes entre sí: la de los textos
descriptivos y la de los textos constructivos, emerge de modo manifiesto
la jerarquía que le otorga al mundo actual en relación con los mundos
posibles ficcionales.

Los textos descriptivos son representaciones del mundo actual, de


un mundo existente que es anterior a toda actividad textual;
por el contrario los textos constructivos son anteriores a sus
mundos; los mundos ficcionales son dependientes y están
determinados por textos constructivos.23

La prioridad jerárquica de la realidad efectiva del mundo actual


como un a priori necesario con coherencia y estructurado en sí mismo es
todavía más evidente en el caso de los tres modelos de mundo, —
verdadero, ficcional verosímil, ficcional no verosímil— considerados por
Tomás Albaladejo. La diferencia entre ellos reside en que el texto tenga
como modelo de mundo la realidad efectiva o, por el contrario, que el
texto genere uno propio, que será verosímil si respeta las leyes de
estructuración y funcionamiento de la realidad fáctica:

Los modelos de mundo de lo verdadero están formados por


instrucciones que pertenecen al mundo real efectivo, por lo
que los referentes que a partir de ellos se obtienen son reales.
Los modelos de mundo de lo ficcional verosímil, por su parte,
contienen instrucciones que no pertenecen al mundo real
efectivo, pero están construidas de acuerdo con éste; por
último, los modelos de mundo de lo ficcional no verosímil los
componen instrucciones que no corresponden al mundo real
efectivo ni están establecidas de acuerdo con dicho mundo.24

El criterio de distinción que permite establecer esta tipología radica


23Dolezel, Lubomír. “Mimesis and Possible Worlds”, Poetics Today, Nº 9, pp. 475-496.
24Albaladejo, Tomás. Semántica de la narración: la ficción realista, Madrid, Taurus, 1992.
28

en el modo en que el texto exhibe la configuración de su modelo de


mundo; si es el de la realidad actual, esa premisa permite asignarle la
categoría de verdadero, en cambio, si el texto produce una configuración
no verificable en términos de espacio tiempo será ficcional, pudiendo ser
verosímil o no, de acuerdo con el grado de acatamiento que tenga esa
configuración de las leyes de estructuración y funcionamiento del mundo
real.
Con el objeto de establecer el estatuto ontológico de los objetos
ficcionales, Alexander von Meinong distingue entre ser y ser tal. El
fundamento de esta diferencia reside en el presupuesto de que la
existencia de un objeto no depende de la asignación de una serie de
características. Es posible, por lo tanto, enunciar proposiciones
verdaderas o falsas sobre objetos que no existen. Como por ejemplo
Pegaso tiene alas. Este enunciado es falso, puesto que es sabido que el
objeto Pegaso tiene entre sus características la de ser alado, aunque no
exista. Esta línea de pensamiento habilita la posibilidad de conformar
predicados denotativos para objetos inexistentes en el mundo actual, pero
que sí tienen sentido en un mundo definido por la referencia.
Meinong plantea que cuando algo puede ser pensado es un objeto y
lo es en condiciones de descripción: “A” es un objeto si compatibiliza las
condiciones de su descripción en un enunciado gramaticalmente correcto
con valor de verdad. Entonces toda descripción aceptable
gramaticalmente y definida por sus términos designa un objeto.
De todos modos, el deslizamiento a la teoría literaria de la noción de
mundos posibles, más allá de la cuestión de la dependencia jerárquica con
el mundo actual, trae aparejado el riesgo de la confusión sustancialista.
Por la puerta, o mejor digamos por la ventana de la teoría de los mundos
posibles, ingresan las discusiones sobre las propiedades o adecuaciones
de tal o cual descripción de Erdosain o sobre el futuro de Juan Dalman
después del fin del duelo. Ficción y mundos posibles no pueden ser
identificados, ya que hacer depender la especificidad de la ficción del
modelo de mundos posibles es equivalente a creer que los mundos
ficcionales existen independientemente del texto, son un inventario
abierto dentro del cual el texto elige una posibilidad para desplegarse.
Esto no sería ni más ni menos que una recaída en la dicotomía fondo y
forma y en la concepción de ésta como un recipiente donde se vierten las
variantes de contenido.
La ficción no es el resultado de un encadenamiento de series de
29

proposiciones, es un modo de acción textual cuya verosimilitud y


credibilidad no está referida al mundo actual, una puesta en escena, una
esceno-grafía, que instaura su propio juego. La cuestión de la referencia
de la ficción no parece poder resolverse constituyendo a la metafísica o a
la lógica modal como una especie de metalenguajes rectores, sino
apuntando a los diversos regímenes de producción de sentido.

Capítulo II
De la enunciación
La teoría de los actos de habla de Austin ha servido como punto de
partida de una perspectiva pragmática de definición de la ficción.
Para Austin las normas del sistema lingüístico son la condición de
posibilidad del acto locutivo; el fin del acto de habla es dar cuenta del
significado del acto ilocutivo, es decir de la fuerza ilocutiva de una
emisión.
Explicar la fuerza ilocutiva supone especificar las convenciones que
posibilitan la realización de los actos ilocutivos, lo que se hace para
prometer, jurar, ordenar. De acuerdo con Austin, además de la emisión de
las palabras de un enunciado aseverativo, si se pretende afirmar que el
performativo se ha realizado con éxito, tienen que ser llevadas a cabo
correctamente una serie de otras operaciones, de acuerdo con reglas
socialmente establecidas. Austin impone una condición fundamental para
esa realización:

Claro está que las palabras deben ser dichas "con seriedad" y
tomadas de la misma manera. ¿No es así? Esto, aunque vago,
en general es verdadero: constituye un importante lugar
común en toda discusión acerca del sentido de una expresión
cualquiera. Es menester que no esté bromeando ni
escribiendo un poema. Nos sentimos inclinados a pensar que
la seriedad de la expresión consiste en que ella sea formulada
—ya por conveniencia, ya para fines de información— como
(un mero) signo externo y visible de un acto espiritual
interno.25

Richard Ohmann parte de la postura de Austin para revisar la

25Austin, John. Cómo hacer cosas con palabras, Buenos Aires, Paidós, 1982.
30

situación de los enunciados literarios desde la teoría de los actos de


habla. Las definiciones locutivas, formalistas, toman como eje el texto; las
definiciones perlocutivas, sociológicas, los efectos del texto; Ohmann, en
cambio, apunta a establecer una definición ilocutiva, es decir qué acto
cumple el hacer literario. El primer movimiento de su argumentación
consiste en considerar la obra literaria como un discurso abstraído o
separado de sus circunstancias y condiciones que hacen posible los actos
ilocutivos; es un discurso, por tanto, que carece de fuerza ilocutiva. Este
presupuesto le permite definir el acto del enunciador ficticio como un
quasi-acto, es decir un acto ilocutivo sin fuerza de tal:

El acto del escritor es un acto de citar o relatar un


discurso[...]El escritor finge relatar un discurso y el lector
acepta el fingimiento. De modo específico el lector construye
(imagina) a un hablante y un conjunto de circunstancias que
acompañan al "quasi acto de habla" y lo hacen
apropiado[...]Su fuerza ilocutiva es mimética. Por "mimética
quiero decir intencionadamente imitativa, de un modo
específico una obra literaria imita intencionadamente (o
relata) una serie de actos de habla que carecen de otro tipo de
existencia26.

Para Searle, en la misma dirección, el ser o no ficcional no depende


de propiedades discursivas o textuales sino de la intencionalidad del
autor, es decir de la posición del locutor respecto de su discurso. Desde la
perspectiva pragmático-intencional, Searle pretende delinear la diferencia
entre los enunciados ficticios y enunciados serios, para lo que retoma, en
el marco de la teoría de los actos de habla, la distinción de Austin
llamando serios a aquellos enunciados que cumplen una serie de reglas
para la realización de un acto ilocutivo. Los enunciados ficcionales no
cumplen en su realización con esas reglas; según Searle, el emisor de
enunciados ficcionales hace "como si" hiciera una aserción: imitando el
acto de hacer aserciones, finge que declara, que afirma.
En "Firma, acontecimiento, contexto"27, Derrida desconstruye la
oposición de Austin entre enunciados serios y enunciados no serios, que

26Ohmann, Richard. "Speech acts and the definition of literature", en Phylosophy and
Rhetoric, Nº4.
27Derrida, Jacques. "Firma, acontecimiento, contexto" en Márgenes de la filosofía,
Madrid, Cátedra, 1989.
31

éste había llamado parasitarios28:


Un enunciado performativo ¿podría ser un éxito si su formulación no
repitiera un enunciado "codificado" o iterable?, en otras palabras, si la
fórmula que pronuncia para abrir una sesión, botar un barco o un
matrimonio no fuera identificable de alguna manera como "cita".
Searle responde a ese artículo para hacer una reafirmación del
planteo de Austin, señalando que la existencia de la forma fingida del acto
de habla es dependiente lícitamente de la posibilidad del acto de habla no
fingido, del mismo modo que cualquier forma fingida de comportamiento
depende de formas no fingidas de comportamiento, y en este sentido las
formas fingidas son parasitarias de las no fingidas29.
Searle, para establecer las razones por las que un acto fingido es
dependiente de un acto no fingido, afirma que no podría haber promesas
hechas por actores en una obra si no existiera la posibilidad de hacer
promesas en la vida real. Pero es evidente que se puede plantear la
relación de dependencia también en otro sentido, invirtiendo la jerarquía.
Si no fuera posible para un personaje de una obra hacer una promesa, no
habría promesas en la vida real, ya que lo que hace posible el acto de
prometer, como lo señala Austin, es la existencia de un procedimiento
convencional, de fórmulas que se repiten. Para que se pueda prometer en
la vida real, de acuerdo a ello, tiene que haber procedimientos repetibles,
como los usados en el escenario. Los enunciados serios son una variante
de esa condición de posibilidad y no la norma canónica. Es decir, el caso
canónico de prometer debe ser reconocible como repetición de un
procedimiento convencional, y la interpretación de un actor en el
escenario es un modelo acabado de esa repetición. La posibilidad de
enunciados performativos serios depende de la posibilidad de las
actuaciones, porque las performativas dependen de la repetitividad que
se manifiesta de modo explícito en las actuaciones. Un enunciado puede
ser una secuencia significativa sólo si es repetible, sólo si se puede repetir
en varios contextos serios y no serios, es decir, citados y/o parodiados. La
imitación no es una contingencia que depende de un original sino, antes
bien, su condición de posibilidad. Lo que reconocemos como el estilo
original de Borges es tal porque se lo puede citar, imitar y parodiar; para
que ese estilo exista tiene que haber características reconocibles que lo

28El lenguaje en estas circunstancias, no se usa de una forma especial con seriedad —
inteligiblemente—, sino en un sentido parasitario respecto a su uso normal, un sentido
que entra en la doctrina de las degeneraciones del lenguaje. Ob., cit.
29Searle, John. "Reiterating the Differences: A Reply to Derrida", Glyph, 1977.
32

distingan y produzcan sus efectos distintivos, para que sean reconocibles,


a su vez, debe ser posible aislarlas en elementos repetibles, entonces esa
posibilidad repetible que se manifiesta en la copia, en lo derivado, en lo
imitativo es lo que posibilita el original. Habida cuenta de que cualquier
performativa seria se puede reproducir de varias maneras y es en sí
misma una repetición de un procedimiento convencional, la posibilidad de
repetición no es algo externo que pueda afectar negativamente a las
performativas serias.
Derrida insiste en que la performativa se estructura desde el
principio por su plausibilidad:

Esta plausibilidad forma parte del así llamado caso


"regularizado". Es la parte esencial, interna y permanente, y
excluir de la propia descripción lo que el mismo Austin admite
que es una posibilidad constante equivale a describir algo
distinto del así llamado caso desregularizado.30

La discusión de fondo que emerge en la lectura que Derrida hace de


Austin y en su polémica posterior con Searle, atañe a la exigencia a la que
se ven obligados los teóricos de los actos de habla: hacer depender el
sentido de un enunciado de la presencia significativa en la conciencia del
emisor, en definitiva todo depende de la intención del hablante.
Es posible extender esta problemática a la distinción entre
enunciados serios y enunciados ficcionales, que como hemos visto,
Ohmann y Searle hacen depender de un simular o fingir del enunciador el
sentido último. En la lectura de Derrida la categoría de intención no
desaparece, tiene su lugar pero, desde ese lugar, no puede gobernar toda
la escena y todo el sistema de enunciación. Además, la oposición entre
enunciados citacionales y enunciados-acontecimientos singulares y
originales, deja de ser pertinente, dada la estructura de iteración, la
repetición de marcas o cadenas de marcas es la condición de posibilidad
de sentido. De igual modo, la especificación de todas las características
de un contexto que afecta el éxito o fracaso de los actos de habla queda
cuestionada, si bien no se puede especificar ningún significado fuera de
su contexto, no hay ningún contexto que permita su saturación.
De lo anterior se desprende que el criterio de diferenciación
construido a partir de la teoría de los actos de habla, la noción de

30Derrida, Jacques. Limited Inc., Evanston, Northwestern U. P., 1988.


33

simulación o fingimiento, no es pertinente, puesto que sólo funciona como


una forma de restricción. Esto último también alcanza a las correcciones a
la tesis de Searle que Genette, sin apartarse de la perspectiva de una
lógica de cuño pragmático, ha marcado en Ficción y dicción31, para
establecer el estatuto de la ficción. Genette parte del presupuesto de que
los actos ilocutivos de los personajes de ficción son verdaderos en toda su
fuerza ilocutiva, se plantea, entonces, la cuestión acerca de qué ocurre
con los actos constitutivos del contexto en que se producen, es decir con
los actos de habla del autor. Genette para cumplir con su propósito debe
llevar a cabo un recorte, deja de lado la ficción en primera persona o los
relatos homodiegéticos cuyos actos ilocutivos son los del narrador-
personaje. En la narración heterodiegética, en cambio, no hay marcas que
permitan establecer el origen del acto ilocutorio. Para Genette afirmar que
los enunciados de ficción son aseveraciones fingidas, de acuerdo con
Searle, no excluye que ellos sean al mismo tiempo actos de habla
indirectos que tienen por función producir una ficción; los considera como
formas de ofrecimiento a participar en un mundo ficcional: Imaginen
conmigo que había una vez un hombre escribiendo un artículo para una
revista literaria que... ésta sería una descripción más o menos adecuada
del acto de ficción declarado; pero también es habitual que este
ofrecimiento pueda estar implícito y no ser declarado, se da culturalmente
por adquirido y el acto de ficción toma la forma de una declaración. Las
declaraciones son actos de habla por los que el enunciador, que se haya
investido de un poder, ejerce esa acción sobre la realidad. Este poder
tiene carácter institucional como cuando un sacerdote dice "os declaro
marido y mujer". Según Genette, hay en el autor de ficción un acto
ilocucionario declarativo del tipo "hágase", en virtud de un poder creativo
demi-diúrgico. La convención literaria permite al autor poner en acto las
secuencias discursivas ficcionales sin solicitar acuerdo del lector
precisamente por este a priori: el derecho al hacer, al producir, al hágase.
De lo anterior es posible deducir las dificultades y
condicionamientos que supone la teoría de los actos de habla como
paradigma para especificar la ficcionalidad; sus limitaciones se ponen de
manifiesto especialmente porque las reglas y convenciones de aserción
que sirven para distinguir los usos serios de los no serios suponen un
reduccionismo del concepto mismo de lo verdadero. En toda
comunicación, los participantes no se adscriben de modo radical a la

31Genette, Gerard. Barcelona, Lumen, 1993.


34

verdad o no verdad de un enunciado; aparecen los matices de la opinión,


la creencia, la convicción, la adhesión.
Además, y vinculado estrechamente con lo anterior, el concepto
mismo de comunicación y situación comunicativa es muy distinto en la
pragmática conversacional que en las narraciones ficcionales. La
concepción que esa corriente teórica tiene del sujeto hablante y de la
situación actual "en presencia" del discurso que concibe, se adapta con
dificultad a la narración ficcional, que es estructuralmente una experiencia
en ausencia. En la narrativa ficcional participan la distancia, la parodia, la
ironía y el intertexto de modo tal que interfieren hasta hacer imposible la
determinación unívoca de la performatividad.
Del mismo modo, en relación con la capacidad figurativa del
lenguaje ficcional, la teoría de los actos de habla sobreimpone
restricciones y mandatos que reducen la actividad a una mascarada
evidente y burda, sin contemplar que las narraciones ficcionales, en
particular las literarias, han tematizado la problematización de los roles
que se intenta circunscribir quirúrgicamente.
La teoría de los actos de habla pretende definir la especificidad de
la ficción como dependiente de actos pragmáticos que son pensados
como un fenómeno de estatuto lógico-lingüístico, es decir la ficción
aparece como una secundariedad lógica.32
Landwehr33 establece una distinción entre "ficticio" y "ficcional".
"Ficticios" son todos aquellos objetos y hechos cuya entidad es modificada
intencionalmente, es decir, alguien le atribuye una modalidad distinta de
la que tiene vigencia en un determinado ámbito cultural. "Ficcionalidad"
refiere la relación del enunciado con los elementos constitutivos de la
situación comunicativa: enunciador, enunciatarios y ámbitos de
referencia, a condición de que al menos uno de estos elementos sea
ficticio, es decir intencionalmente modificado en su entidad normal.
Los enunciados ficcionales, reconoce Landwehr, no tienen marcas
semánticas o sintácticas que permitan distinguirlos como tales. Cualquier
enunciado y cualquier forma de actualización puede ficcionalizarse si uno
de los componentes de la situación comunicativa es ficticio. La
ficcionalidad es para Landwehr una magnitud relacional ligada a la
actualización de enunciados en una situación comunicativa en la que uno
de los constituyentes ha sido intencionalmente modificado por el
enunciador. La ficcionalidad es, pues, una categoría que se constituye
32Rosa, Nicolás. El arte del olvido, Buenos Aires, Puntosur, 1990.
33Landwehr,J. Text und Fiction, München, 1995.
35

pragmáticamente. Para Landwehr, igual que en Searle y en Ohmann, la


especificidad de la ficción depende de la intencionalidad de un sujeto que
la configura en una actitud consciente y voluntaria.
Sin salir del marco de la teoría de los actos de habla, la revisión de
algunas variantes discursivas permiten dar cuenta de las limitaciones de
su propuesta de caracterización de la ficcionalidad. Austin señala que para
que un acto de habla sea serio se deben cumplir las siguientes
condiciones:
A.1) Tiene que haber un procedimiento convencional aceptado que
posea cierto efecto convencional, dicho procedimiento debe incluir
la emisión de ciertas palabras por parte de ciertas personas en
ciertas circunstancias. Además,
A.2) en un caso dado, las personas y circunstancias particulares
deben ser las apropiadas para recurrir al procedimiento particular
que se emplea.
B.1) El procedimiento debe llevarse a cabo por todos los
participantes en forma correcta y
B.2) en todos sus pasos.
T.1) En aquellos casos en que, como sucede a menudo, el
procedimiento requiere que quienes lo usan tengan ciertos
pensamientos o sentimientos, o está dirigido a que sobrevenga
cierta conducta correspondiente de algún participante, entonces
quien participa en él y recurre así al procedimiento debe tener en los
hechos tales pensamientos o sentimientos, o los participantes deben
estar animados por el propósito de conducirse de la manera
adecuada, y, además,
T.2) los participantes tienen que comportarse efectivamente así en
su oportunidad.34

Pero estas afirmaciones se tornan paradójicas frente a algunas


situaciones. Desde su asunción como presidente de la República
Argentina, Carlos Saúl Menem, de acuerdo con la Constitución vigente,
todos los 1º de mayo se ha hecho presente en el Congreso de la Nación,
en su carácter de Jefe del Poder Ejecutivo, para leer ante la Asamblea
Legislativa, —en la que participan ambas cámaras, la de senadores y la de
diputados nacionales—, su mensaje de apertura de las sesiones
ordinarias. Tras la lectura del mensaje del 1° de mayo de 1996, el
diputado opositor Carlos Álvarez hizo una serie de críticas al discurso del
primer mandatario, en la que señalaba las contradicciones entre su
exposición y los problemas de la realidad social del país. Preguntado, en
esa oportunidad, por si había alguna cuestión que consideraba positiva,
dijo, no sin ironía, que desde que Gustavo Béliz no redactaba los discursos

34Ob. cit.
36

presidenciales, éstos eran considerablemente más breves.


No cabe ninguna duda que de acuerdo a los requerimientos de
Austin, el discurso del presidente Menem cumple con todas las exigencias
para ser tomado como un acto de habla serio, tanto por el marco
institucional como por su calidad de emisor; así lo entiende el receptor
Carlos Álvarez, que somete sus dichos a una minuciosa crítica, pero ese
mismo receptor que ha tomado el discurso con toda seriedad, no ignora
que el autor de los anteriores mensajes ha sido Gustavo Béliz, sustituido
esta vez por otro amanuense. Entonces: ¿quién está fingiendo?, ¿lo que
ha hecho Carlos Menem es realmente imitar miméticamente a Gustavo
Béliz antes y ahora a otro escriba?, en cuyo caso está llevando a cabo una
actuación no seria y por lo tanto parasitaria y ficcional. La circunstancia
de que sea de público conocimiento que la redacción de los discursos
presidenciales sea obra de otra persona, no le ha quitado en absoluto a su
acto efectividad institucional. De todos modos, la separación aséptica
entre actos de habla fingidos y no serios queda seriamente cuestionada
en el ejemplo citado, que es extensible a todos los casos de escritores
fantasma, un sujeto fácticamente escribe y otro se hace cargo de la
autoría, y todo ello no como parte de una actuación teatral.
Tampoco la teoría de los actos de habla parece poder dar cuenta de
la escritura en colaboración, que por sus características distintivas
problematiza el dogma del autor único.35
En los últimos años, motivado por el cruce de diversos discursos, el
periodístico, el antropológico, el histórico, entre otros, ha surgido un
género discursivo, el testimonio, que se presenta como garantía de
verdad de los sucesos y procesos sociales que expone. La sola cita de un
párrafo de la "Introducción" de Biografía de un cimarrón de Miguel Barnet
36
, texto canónico del género, da cuenta de las aporías de la pragmática
de los actos de habla en torno de la cuestión de la ficcionalidad:

La historia aparece porque es la vida de un hombre que pasa


por ella. En todo el relato se podrá apreciar que hemos tenido
que parafrasear mucho de lo que él nos contaba. De haber
copiado fielmente los giros de su lenguaje, el libro se habría
hecho difícil de comprender y en exceso reiterante, sin
embargo, influimos cuidadosos en extremo al conservar la

35Para este tema ver Lafon, Michel. "Una escritura Atípica: la escritura en colaboración",
en Actas II Jornadas Rioplatenses, Instituto de Literatura Hispanoamericana, en prensa.
36Barnet, Miguel. Biografía de un cimarrón, Buenos Aires, Cedal, 1977.
37

sintaxis cuando no se repetía en cada página. Sabemos que


poner a hablar a un informante es, en cierta medida, hacer
literatura. Pero no intentamos nosotros crear un documento
literario, una novela.

El imperativo de corregir la voz del entrevistado, el ex-esclavo


cimarrón Esteban Montejo, para que su discurso tenga mayor
comprensión y fluidez, lo lleva a cabo Miguel Barnet, el entrevistador,
"copiando fielmente los giros de su lenguaje". Es decir: fingiendo
miméticamente, procedimiento propio de la poética realista. La constancia
explícita de esa intervención apunta a legalizar el artificio confesándolo.
Acaso Searle consideraría serio el procedimiento, puesto que Barnet no
finge que finge, a pesar de que es un artificio literario el que le otorga a la
narración la validez de su literalidad, de su verdad designativa. 37 (Ver
apéndice “La verdad (co)rregida del testimonio”)
De los cuestionamientos que se desprenden al revisar las
propuestas de la pragmática de los actos de habla acerca de la ficción, a
modo de corolario, señalaré dos que considero incontrastables: en primer
lugar, el que surge de la lectura derridiana, lo cual produce un
desplazamiento de la jerarquía impuesta de actos serios y no serios, por la
consideración de la estructura iterativa de marcas como la condición de
posibilidad de todos los enunciados y, luego, que la instauración del
discurso en el que se engendra el sujeto de la enunciación, es
consubstancial a la ficción y, por ende, ésta se inscribe como dato
primario y no como forma posterior a la existencia de la realidad. 38
La escisión constitutiva que se da entre el sujeto de la enunciación
—agente de un acto situado e irrepetible que se produce por la puesta en
juego de una estructura de marcas iterativas— y, el sujeto del enunciado,
—en el caso de la escritura instancia de la letra, por lo tanto re-enunciable
en contextos intrínsecamente diferentes en cada oportunidad—, que en
ningún caso, afirmación absoluta, se recubren ni pueden ser considerados
idénticos ni tampoco co-referenciales, obliga a descartar la vía pragmática
para distinguir, o segregar, enunciados considerados no serios o
ficcionales como variante parasitaria.
Por una parte, dada la estructura de iteración, la intención que
anima toda enunciación no estará nunca presente totalmente a sí misma
y a su contenido; y, por otra, la diferencia y la brecha entre los sujetos de
37 Ver apéndice I “La verdad (co)rregida del testimonio.”
38Rosa, Nicolás. Ob. cit.
38

la enunciación y del enunciado, el recurso de apelar a la teleología de una


conciencia que controle los efectos sistemáticos del lenguaje y asegure la
literalidad ostensiva, revela una exigencia dogmática de discriminación
que tiene por objeto institucionalizar la clausura de sentido como requisito
para enunciar la verdad.

Capítulo III
De la narración
La narratividad se caracteriza, más allá de la multiplicidad, acaso
inabarcable de sus manifestaciones, por su rasgo distintivo de
universalidad; no hay cultura alguna, ni sociedad ni pueblo, por distante
que sea su localización geográfica y por excéntricas que parezcan sus
tradiciones, que no disponga de un corpus de narraciones para constituir
y difundir los saberes tanto acerca de sí mismos como del mundo
conocido o desconocido.39
La capacidad narrativa puede ser pensada, a partir de ello, como
una modalidad privilegiada de la referencia. Pero mientras que la función
designativa del lenguaje refiere a objetos o sujetos en un determinado
estado, la narración refiere el cambio de un estado a otro, la mutación, el
devenir, la transformación. La única lógica posible para dar cuenta de ese
desplazamiento de la función designativa, instancia estática, a la función
narrativa, que refiere el tránsito, es una lógica fundada en la figuración, es
decir una tropología.
Toda narrativa es la articulación de dos dimensiones, por una parte,
la que constituye la referencia de los objetos y personas involucrados, y,
por otra, la dimensión configurativa, de acuerdo a la cual construye la
referencia al devenir. El tiempo figurado en una narración es un intervalo,
que, para constituirse como tal, exige la instauración de un comienzo que
no es nada, y que no tiene más objeto que el de ser un límite. 40 El gesto

39Plantear la cuestión de la naturaleza de la narración es suscitar la reflexión sobre la


naturaleza misma de la cultura y, posiblemente, incluso sobre la naturaleza de la propia
humanidad. Es tan natural el impulso a narrar, tan inevitable la forma narración de
cualquier relato sobre cómo sucedieron realmente las cosas, que la narratividad sólo
podría parecer problemática en una cultura en la que estuviese ausente. White, Hayden.
El contenido de la forma, Barcelona, Paidós, 1992.
40De Certeau, Michel. La escritura de la Historia, México, Universidad Iberoamericana,
1993.
39

narrativo tiene un primer movimiento que es el de referir el devenir


temporal como configuración, ese referir implica a su vez el segundo
movimiento, el de diferir. La narración es un artificio por el que el tiempo
narrado de un aquí y ahora, se desplaza a un allá, desde un punto cero
repetible infinitamente. Esa versatilidad de la narración que puede repetir
su comienzo interminablemente implica una relación tácita con algo que
no tiene lugar en el tiempo representado. La escritura narrativa impone en
la esceno-grafía temporal figurada una referencia a algo no-dicho y que
está más allá, un postulado cero, que permite marcar la posibilidad del
retorno de un pasado; el cero es la incisión que se abre a la multiplicidad
del injerto, sin ese cero la configuración de todas las transformaciones
que se dicen como devenir no se desplegaría. Por lo tanto, la primera
imposición convencional del discurso narrativo es prescribir como
comienzo lo que es punto de llegada; el final de los sucesos narrados
coincide con el principio de la narración y en la clausura que impone la
finitud del acto de narrar, se abre la instancia de repetición infinita.
Ese no-lugar, esa nada inicial anuncia perpetuamente el retorno
insistente de un pasado del devenir que le es radicalmente ajeno. Ese
eterno retorno trastorna el mito en postulado de la cronología narrada,
que de modo indecidible ha desaparecido del relato para ser un supuesto
inevitable. Esta relación necesaria con el otro, con ese no-lugar mítico,
permanece inscrito en la representación del devenir temporal junto con
todas las transformaciones textuales de la genealogía. Para que la
narración se haga presente es preciso que ese cero no-representado pero
insoslayable y constitutivo autorice el sentido. Una cita de La Odisea
“Nadie sabe por sí mismo quien es el padre”, puede ser leída como una
cifra emblemática que registra alegóricamente ese dispositivo, que como
un advenedizo, siempre es exiliado del saber que determina y posibilita su
organización; aquello que no se dice es lo que permite que la escritura
narrativa repita indefinidamente su comienzo, siempre imposible de datar
porque es móvil, protocolo del despliegue sin que se lo pueda pensar
siquiera como pliegue.
Esa ausencia que es la que da comienzo a toda narración, instaura y
revela que la construcción temporal se basa en su contrario, no re-
significa el paso del tiempo al volverlo presente, sino que oblitera el no-
lugar para construir el sentido.
La narración articula la representación temporal como un intervalo
en el que el tiempo es figurado como si tuviera un comienzo, un medio y
40

un final, lo que implica otorgarle una determinada dirección y un orden


específico, además de aceptar, sea cual fuese la tipología genérica y la
pertenencia discursiva, la figuración de una concepción lineal del tiempo.
La afirmación de que el tiempo es lineal está en íntima relación con la
insoslayable sucesión del lenguaje, con el encadenamiento sintagmático
de los enunciados, que no tiene otra alternativa más que la linealidad.
El discurso narrativo que como un marco transporta la
representación del devenir temporal, necesita escindirse del tiempo que
pasa y olvidar su transcurso para imponer los modelos de entramado del
tiempo pasado. La narratividad implica la elección de un vector de
dirección tal que trastorne el sentido temporal que pretende representar,
invirtiendo su orientación e imponiéndole una doble clausura. La
ambivalencia del tiempo narrativo reside en la trama que no se puede
concebir como una designación denotativa sin apelar a la coacción de
algún decreto reglamentario, sino que expone en toda su amplitud los
dispositivos de la semiosis infinita propia de la construcción figurativa.
Toda narración es una figura que alude a la instancia de re-comienzo,
instancia que no es reconocible en términos de ostensión.
Frank Kermode41 caracteriza como ficciones a esos cortes que
otorgan sentido al devenir temporal en tanto que intervalos y propone una
micronarración como ejemplo. Para representar el ritmo constante del
mecanismo del reloj, nos servimos de una onomatopeya: "tic-tac" . La
diferencia entre los dos términos encierra un intervalo, una secuencia
rítmica. Las palabras designan la diferencia entre los dos hitos de esa
estructura rítmica. El "tic-tac" nombra el medio encerrado entre los
extremos, que constituye una unidad significativa que, repetida varias
veces, reproduce una cadena de segmentos discretos, designa lo que
mide el reloj.
Kermode señala:

Se puede demostrar experimentalmente que los sujetos que


escuchan estructuras rítmicas del tipo del "tic-tac" repetidas
en forma idéntica, pueden reproducir los intervalos dentro de
la estructura con exactitud, pero no pueden captar
espontáneamente los intervalos entre los grupos rítmicos, aún
cuando éstos permanezcan constantes. El primer intervalo
está organizado y limitado, el segundo no.42
41El sentido de un final, Buenos Aires, Gedisa, 1983.
42Ob. cit.
41

La diferencia reside en que el primer intervalo está configurado por


una trama que le otorga sentido al devenir temporal y el segundo, cada
"tac-tic", no es aprendido como tal por no estar configurado, en tanto tal
es pura duración sin significado. El "tic-tac" es una trama, una ficción que
le otorga sentido al paso del tiempo, que sólo puede ser percibido
significativamente si es figurado como intervalo. Para Kermode, no hay
diferencia entre la trama del tiempo que corta el intervalo significativo y
discreto del "tic-tac" y la trama de una gran ficción narrativa, salvo la de
la extensión, esa condición abarca a cualquier clase de narración, ya sea
considerada ficcional o no.
En la concepción de Paul Ricoeur, la temporalidad no se deja decir
en el discurso directo de una fenomenología, sino que requiere
necesariamente un discurso indirecto. Su pensamiento, sintetizado en
términos amplios y generales, considera a la narración como el guardián
del tiempo en la medida en que no existiría tiempo pensado sino fuera
tiempo narrado.
La tesis central de Tiempo y narración expone que la temporalidad
es la estructura de la existencia que alcanza el lenguaje en la narratividad
y que la narratividad es la estructura del lenguaje que tiene a la
temporalidad como referente último. En su artículo “Tiempo narrativo”
plantea que el tiempo tiene naturaleza narrativa; 43 la lógica o la poética
en torno de la cual se integran las diversas partes que constituyen una
narración, producen un sentido que no puede ser deducido de la simple
suma de ellas. Una narración no se deja analizar por el significado parcial
de las oraciones que la componen. Un análisis de ese tipo no tendría en
cuenta la estructura más amplia del sentido, de carácter figurativo, que la
narración produce como un todo.
Ricoeur no anula la distinción entre ficción y narrativa histórica, pero
atenúa la separación entre ellas al insistir que ambas pertenecen a la
categoría de discursos figurativos y que comparten un referente último,
que no se establece a partir de un simple deslinde, sino que alcanza su
pertenencia en el entrecruzamiento de los objetivos referenciales de la
historia y de la ficción. Esto último significa un considerable avance sobre
las imposiciones que pretenden legislar la diferencia basándose en la
entidad de sus referencias para construir la oposición entre un discurso
fáctico y un discurso imaginativo.

43Ricoeur, Paul. “Narrative Time”, Critical Inquiry 7, N° 1, 1980.


42

Precisamente, dada su disposición narrativa, el discurso histórico se


asemeja a las ficciones literarias, tales como la épica y la novela, pero en
vez de entender ésto como una debilidad, Ricoeur lo piensa como una
necesidad compartida, puesto que la historia y la narrativa literaria
señalan figurativamente el mismo referente último, lo cual es una
afirmación de la entidad figurativa de todos los discursos que tienen a la
temporalidad como principio organizativo; por lo tanto, que no reflejan ni
registran pasivamente un mundo terminado y completo, sino que
elaboran los materiales dados por la percepción y la reflexión
moldeándolos y produciendo algo nuevo.44Borges, Jorge Luis. Obras
Completas, Buenos Aires, Emecé, 1989.
En Tiempo y narración45 Ricoeur desarrolla la teoría de que el
tiempo deviene humano en la medida en que está articulado sobre un
modo narrativo, y que la narración alcanza su plena significación cuando
deviene una condición de la experiencia temporal. Es decir, el único modo
de significar el paso del tiempo es a través de la narración. Pero el tiempo
no es una entidad que existe con independencia del hombre, ni que
consienta en dejarse aprehender desde afuera; no es una realidad dada
que se ofrezca a la contemplación de un sujeto. La idea corriente del
tiempo está fundada en el pasar, en el fluir, en el tránsito concebido como
inseparable de lo temporal. Y si el avanzar es el rasgo esencial del tiempo,
ha de pensarse como un venir que está condenado a irse, un venir que
apenas llega debe desaparecer. Lo venidero del tiempo nunca viene para
quedarse, sino para irse ...el tiempo subsiste pasando, afirma Martín
Heidegger.46 Por lo tanto, toda construcción discursiva que tenga a la
representación temporal como referencia participa de alguna formulación
tropológica, no existe posibilidad alguna de denotar el tiempo, el que,
llamativamente, siempre es concebido y mencionado en singular cuando
designa, en cambio, una noción inseparable del tiempo colectivo, que es

44En la obra de Jorge Luis Borges son frecuentes las reflexiones en torno de la
imposibilidad de distinguir el discurso de la historia de la literatura, las siguientes citas
son sólo a modo de ejemplo:
“Robert Louis Stevenson (Ethical Studies, 110) observa que los personajes de un libro
son sartas de palabras; a eso, por blasfematorio que nos parezca, se reducen Aquiles y
Peer Gynt, Robinson Crusoe y don Quijote. A eso también los poderosos que rigieron la
tierra: una serie de palabras es Alejandro y otra Atila”. En Nueve ensayos dantescos.
“Pero la idea es la misma, la idea de que nosotros estamos hechos para el arte. estamos
hechos para la memoria, estamos hechos para la poesía o posiblemente estamos hechos
para el olvido. Pero algo queda y ese algo es la historia o la poesía, que no son
esencialmente distintas.” En Siete noches.

45Ricoeur, Paul. Tiempo y narración, (tres volúmenes), México, Siglo XXI, 1996.
46Heidegger, Martin. ¿Qué significa pensar?, Buenos Aires, Nova, 1958.
43

la con-fabulación de varios registros imaginarios del devenir.47


Resumiendo, todo discurso narrativo se despliega sobre dos redes
de referentes, uno que comparte con todos los demás discursos, el de la
designación de sujetos u objetos, ya sea concretos o abstractos, ya sea
fácticos o imaginarios; y, otro, las diversas configuraciones que traman la
sucesión de los episodios en los que se involucran los primeros; a
diferencia de lo que ocurre con éstos, no hay posibilidad alguna de
distinción, las tramas son siempre imaginarias. La trama narrativa es una
construcción tropológica, una figura, que depende para su despliegue de
la característica esencial del lenguaje, su linealidad sucesiva. 48“Por lo
demás el problema central es irresoluble: la enumeración siquiera parcial,
de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto millones de
actos deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que
todos ocuparan el mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo
que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré sucesivo, porque el
lenguaje lo es. Algo, sin embargo, recogeré.” Obras completas, Buenos
Aires, Emecé, 1974. Su mayor grado de artificio reside en la posibilidad de
desplazar ese intervalo significativo e insertarlo infinitamente en otros
contextos.
Para Paul de Man49 la mayor parte de los problemas que se
presentan al intentar especificar estas cuestiones surgen por la herencia
deformada del conjunto disciplinario del trivium, la lógica, la gramática y
la retórica. La tradición occidental ha privilegiado de tal modo las
relaciones entre la lógica y la gramática que se ha establecido una
jerarquía violenta en las relaciones globales entre los tres elementos, de
forma tal que la retórica ha quedado relegada a un espacio suplementario.
Este lugar dominante que se otorga a las relaciones entre la lógica y la
gramática provoca una doble derivación: ante todo, y desde la
perspectiva de la gramática, la única vía de comprensión de la estructura
del lenguaje será aquella que dependa exclusivamente de los modelos
proposicionales y, por lo tanto, las gramáticas de matriz racionalista
comprenden como significación lingüística sólo la que depende del campo
de posibilidad circunscripto por esos modelos; y luego, como

47“Decimos siempre el tiempo. Si la fenomenología no proporciona respuesta teórica a


esta aporía, ¿puede dar una respuesta práctica el pensamiento de la historia, del que
hemos dicho que trasciende la dualidad del relato histórico y el de la ficción.” Ricoeur,
Paul. Ob. cit.
48En su cuento "El Aleph", Jorge Luis Borges da a leer emblemáticamente esa figuración:

49Principalmente en Alegorías de la lectura, Barcelona, Lumen, 1990, y en Resistencia a


la teoría, Madrid, Visor, 1990.
44

consecuencia de ello, el predominio de la lógica exhibe su impronta en las


ideas de significado y de verdad que se disponen para operar, son la
consecuencia de la gramática conformada como una serie de
proposiciones. En la cuestión del tiempo figurado por la narrativa, la
corolario más fuerte de tal situación emerge del enmascaramiento de la
serie antecedente-consecuente como dispositivo de representación
temporal en términos de un antes y un después lineal, que se pliega a las
exigencias de la linealidad discursiva fundada en la lógica proposicional.
La noción de causalidad, sea cual fuere la interpretación que se le
asigne en una teoría del conocimiento, siempre se refiere a una conexión
necesaria en el tiempo. Pensadas en términos corrientes, las acciones
humanas corresponden a una fecha o, al menos, es posible otorgarles
una precisa localización temporal, es decir, se instalan en una brecha que
está limitada entre un antes y un después, tienen su principio en un ahora
que ha sido precedido, e implícitamente preparado por lo sucedido en
ahoras pasados, extendiéndose luego hasta alcanzar su término dejando
lugar a ahoras futuros, y por lo tanto, cada una de estas fases consiente
en ser inscrita a un momento determinado del tiempo. Pero esa
separación de los ahoras en sucesivos momentos y su ordenamiento
relativo como series continuas no proviene de los entes del mundo, sino
del trato del hombre con ellos. El tiempo no se encuentra en las cosas,
sino que la propia índole de la temporalidad humana traza, diseña la
trayectoria temporal de las acciones y procesos. El tiempo fragmentado
por las fechas que puntúan y escanden las acciones y los procesos, no
pertenece a las cosas mismas, no puede ser aprehendido como una
exterioridad, ya que es la consecuencia de las acciones humanas que se
vuelven hacia los objetos del mundo. De este modo, el tiempo no es una
entidad que esté aguardando nuestra llegada para imponer un ritmo
determinado a priori. Ese tiempo, así pautado, siempre depende de la
conjunción de creencias que lo impongan como un modelo dominante.
No sería muy arriesgado afirmar que el paradigma dominante de las
creencias, que la mayoría de los discursos sociales toman para construir
sus criterios en torno a la representación temporal, sigue anclado en los
postulados de la dinámica de Galileo Galilei y en los desarrollos de la física
de Isaac Newton. El eje en torno del cual se organiza este pensamiento es
la relación causa-efecto, la cual se expresa matemáticamente por medio
de una ecuación lineal. En una ecuación de estas características, si están
determinados los valores iniciales de un fenómeno, se pueden especificar
45

completamente los valores intermedios o finales.


Para esta concepción, el tiempo es absoluto y universal, no se
modifica por la movilidad o los cambios de estado del observador, es una
suerte de telón de fondo o marco en relación con el cual se miden y
puntúan los acontecimientos. Albert Einstein demostró que la causalidad
es una ilusión, puesto que el espacio y el tiempo no están dados de modo
idéntico y absoluto para todos los observadores.
Desde la teoría de la relatividad resulta imposible concebir un ahora
universal, ya que del mismo modo que hay un aquí en constante
variación, hay un ahora que cambia constituido por cada observador.
De acuerdo con esto, la creencia tan arraigada de que ciertos
acontecimientos ocurren de manera objetiva queda trastrocada; la
ocurrencia de los acontecimientos es producto de la forma en que se los
observa. No hay tiempo universal, ya que no hay un ahora universal. La
relación de un acontecimiento con otros acontecimientos es problemática,
la formulación causa-efecto deja de ser obvia. En la teoría de la
relatividad, la definición del instante presente como lo que se extiende
entre dos puntos separados pierde todo su estatuto de seguridad, siempre
hay un margen de ambigüedad.
El modelo de un universo exterior en el que hay hechos autónomos
que nosotros observamos, deja de ser pertinente, no existe el
acontecimiento por una parte y su observador por la otra, ambos forman
una unidad marcada por la inestabilidad del principio de incertidumbre.
La teoría de la relatividad expone la dificultad de definir el momento
presente entre dos puntos separados, el principio de incertidumbre
establece que el momento presente no puede determinarse con absoluta
certeza.
Kurt Gödel plantea que hay limitaciones inevitables para el
conocimiento, puesto que más allá de un cierto nivel de complejidad
existen límites intrínsecos a un sistema lógico, si este es un sistema
coherente. Inevitablemente, habrá afirmaciones ciertas que no tendrán
posibilidad alguna de demostración, o afirmaciones que no puedan
verificarse, ya sea en su verdad o en su falsedad, dentro de dicho sistema
por medio de sus reglas y axiomas con el objetivo de contemplar
situaciones no previstas sólo posterga el problema que volverá a aparecer
en otros casos.
El teorema de la incertidumbre de Werner Karl Heisenberg y el
teorema de Gödel han demostrado, en primer término, que en el mundo
46

físico la causalidad es problemática; luego, que la formalización nunca


puede ser considerada completa y, finalmente, que toda observación es
modelada por los supuestos a partir de los cuales se lleva a cabo. Si el
futuro de un acontecimiento solamente puede estar determinado en un
espacio definido de incertidumbre, entonces, la idea que rige el orden de
la ciencia moderna es la de la posibilidad. Una consecuencia es que la
historia no puede ser pensada en términos de necesidad ni de azar sino
que cada presente avanza por terrenos cuya forma general se conoce,
pero cuyos márgenes son inciertos y de difícil trazado. De esta manera, el
determinismo, en el sentido de que el presente determina el futuro y
contiene el pasado, es una propiedad de la realidad considerada en su
conjunto. Pero la operación de asilar fenómenos para observar y describir,
está sometida al riesgo de no advertir su aleatoriedad.
Resumiendo, sólo el universo total contiene la información necesaria
para la aplicación rigurosa de leyes o axiomas físicos, pero ese universo
es inescrutable al conocimiento del hombre; por lo tanto, la noción de
efecto inalterable debe ser sustituida por la noción de efecto probable.
René Thom en su teoría de las catástrofes da un lugar privilegiado a
la metáfora. Reivindica en su reflexión la capacidad de intuir en términos
globales una situación a la que el pensamiento tradicional dependiente de
un inventario restringido difícilmente tuviera acceso. Concibe el mundo de
la naturaleza como un gran catálogo de posibilidades que nacen, entran
en conflicto entre sí y mueren, sucediéndose en continuo devenir; tales
cambios aparecen marcados por la discontinuidad, aunque provocados,
paradójicamente, por modificaciones no previstas: las catástrofes. Esa
teoría, que el propio Thom define como una teoría de la analogía, se
configura en torno a una apelación al campo de las entidades imaginarias,
virtuales, que podrían existir pero que no existen fácticamente. El
problema, pues, no radica en describir la realidad, sino en otorgarle
sentido a lo que nos sorprende de un conjunto de hechos, partiendo del
presupuesto de que para lo sorprendente a menudo no hay designación
denotativa, pues su emergencia pone en conflicto los cuadros
conceptuales establecidos y los sistemas de valores que lo sostienen. 50

50En Parábolas y catástrofes, Barcelona, Metatemas, 1985. Entrevistas a cargo de Giulio


Giorello y Simona Morini, René Thom dice: “Creo que en cierto sentido la teoría de las
catástrofes podría entenderse como una primera sistematización, bastante general de la
analogía... No ha habido una auténtica teoría de la analogía después de Aristóteles,
mientras la teoría de las catástrofes permite abarcar la analogía en muchas formas. La
analogía por ejemplo, sobreentiende, en cierto sentido, las categorías y las funciones
gramaticales: cuando se definen las grandes categorías gramaticales, como el nombre o
el verbo, lo que crea la unidad de las categorías es precisamente un cierto tipo de
47

A partir de lo anterior, las modalidades de construcción de la verdad


fundada en la representación del devenir temporal por discursos que se
proclaman como legitimadores de la trasmisión de saber serio, aparecen,
cuanto menos, cuestionados en sus postulados, en particular en su
pretensión de denotar literalmente los objetos y procesos sobre los que
producen conocimiento, que exponen en series argumentativas que
tienen en la causalidad su fundamento último. La linealidad del tiempo
que se construye a partir de esos protocolos y que se despliega en la
inevitable sucesión del lenguaje como principio constructivo, es sólo un
modelo, entre otros posibles, que se funda en el acoplamiento
privilegiado de la articulación causa-efecto. En otros términos, esa
perspectiva es dependiente de una filosofía de la conciencia que tiene
como matriz la relación sujeto-objeto, es decir, la de un observador
situado frente al mundo; la perspectiva en la que pretendo situarme
implica la descentralización de todo recurso a una instancia
extramundana, por lo tanto de un sujeto transcendental, pienso en un
sujeto participante en la constitución de sentido inherente a dicho mundo.
La degradación de la retórica como un saber que se apoya sobre el
lugar central de las figuras y los tropos y que no admite diferenciaciones
entre las formas de validez racionales y las metafóricas, es el eje
fundamental de una tipología de los discursos que apunta a controlar la
constitución de los valores de verdad y certeza en torno a algunos
discursos en detrimento de otros. Los discursos que aparecen legitimados
para producir saber en términos de verdad son aquellos que pueden
controlar efectivamente la semiosis infinita de las figuras retóricas,
aquéllos a los que se les impone un tope, un límite al proceso de
significación.
Cuando se confrontan las narraciones que pertenecen a la historia
—que son el paradigma de las narraciones con pretensión de verdad, que
conllevan la imposición subyacente de lo real y, asimismo,
fundamentadas en los principios de la exposición racional del los
acontecimientos— con las narraciones imaginarias, de las que las
literarias son a su vez el paradigma, no es posible señalar ningún rasgo
específico, ninguna característica indudablemente distintiva, salvo las que
derivan de la referencia fáctica y de la enunciación fingida, que ya hemos

analogía. El verbo describirá, en general, un proceso en el tiempo; el nombre, a su vez,


describirá un objeto atemporal. Ya en la definición de las grandes categorías
gramaticales opera una cierta teoría de la analogía que yo me esfuerzo en explicitar,
haciendo, donde es posible, consciente lo que actúa en una forma no consciente en los
mecanismos de la analogía.”
48

desconstruido.51“La primera es que si la materia de que se trata la historia


reside por fuerza en el pasado y ese ser en el pasado de los hechos le
confiere un carácter obviamente temporal —en cierto modo la historia es
la ciencia del tiempo, algo así como una física de la sociedad— la novela
histórica, a causa del carácter espacializante que tiene la escritura
(ordenar las imágenes, situarlas en un aquí, en un allá, antes unas que
otras, más arriba o más abajo, sin contar, incluso, con el hecho básico de
que las palabras ocupan espacio y, sobre todo, porque lo que las palabras
entrañan, implican y significan también se organiza espacialmente, en
ocupaciones virtuales o reales, simbólicas o alusivas), podría ser un
intento por espacializar el tiempo: tomar un tiempo concluido y darle una
organización en un espacio pertinente y particular. Por supuesto es una
ilusión, como toda voluntad de espacializar el tiempo, pero esa ilusión —y
en eso consiste la respuesta— crea un objeto reconocible, identificable.
Pero hay algo más en lo ilusorio: la historia misma, como recinto del
tiempo pasado, porque lo hace con palabras que refieren, también
espacializa, los hechos temporales vienen ya espacializados.”
Toda narración, en sentido amplio todo texto, puede ser incluida en
uno o varios géneros, lo que no significa que esa asignación imponga una
pertenencia. Una tipología genérica de las narraciones fundadas en la
entidad de una referencia y que no considere a su vez la entidad de la
trama que figura el decurso temporal, la cual nunca está dada sino que
pertenece al orden de la imaginación, implica que la marca genérica, el
efecto del código, sea una imposición jurídica. La marca genérica
discrimina el corpus de las narraciones, pero nunca forma parte
constitutiva de los ejemplares de ese corpus; la inclusión o exclusión de
las narraciones en un orden u otro dependen de una cláusula que desde
afuera impone la legalidad del sentido. Lo que administra esa topología es
un cierre, una clausura, algunas narraciones para producir efectos de
verdad deben necesariamente cancelar la semiosis. Las narraciones
históricas, las que narran una verdad cierta y precisa, portan una marca
genérica, un cerramiento, son identificadas con un tipo de nominación
que excluye la tropología o que la acepta moderadamente; están
sometidas a la ley del código que a su vez participa de la jerarquía que la
gramática y la lógica tienen sobre la retórica. Lo que la narrativa histórica

51Noé Jitrik en Historia e imaginación literaria, Buenos Aires, Biblos, 1995, señala a partir
de la idea de escritura las modalidades comunes de figurar la representación temporal
en la historia y en la novela histórica:
49

literalmente informa sobre los acontecimientos es que estos acaecieron


fácticamente, pero al disponerlos en una serie sucesiva, al ordenarlos en
secuencia debe apelar necesariamente a una figuración temporal
otorgándoles un orden y una significación producidos por ese proceso
tropológico.
Tanto la narrativa histórica, que tiene la pretensión referencial de la
verdad, como la narrativa de imaginación, tienen un referente común: el
carácter temporal de la existencia. El dispositivo retórico compartido por
ambos es la trama, a partir de la cual los acontecimientos singulares y
dispersos alcanzan unidad e inteligibilidad a través de lo que Ricoeur
llama la síntesis de lo heterogéneo. En tal sentido Paul Veyne señala lo
siguiente:

Tales especulaciones pueden suscitar experiencias estéticas


gratificantes que para el historiador significan el
descubrimiento de un límite. Este límite es el siguiente: lo que
los historiadores denominan acontecimiento no es
aprehendido en ningún caso directa y plenamente; se percibe
siempre de forma incompleta y lateral, gracias a documentos
y testimonios, digamos que a través de la tekmeria, de
vestigios [...]. Los hechos no existen aisladamente en el
sentido de que el tejido de la historia es lo que llamaremos
una trama, una mezcla muy humana y muy poco “científica”
de azar, de causas materiales y de fines. En suma, la trama,
es un fragmento de la vida real que el historiador desgaja a su
antojo y en el que los hechos mantienen relaciones objetivas y
poseen también una importancia relativa: la génesis de la
sociedad feudal, la política mediterránea de Felipe II, o nada
más que un aspecto de esta política, la revolución de Galileo.
La palabra trama tiene la ventaja de recordar que lo que
estudia el historiador es tan humano como un drama o una
novela, Guerra y Paz o Antonio y Cleopatra.52

No hay posibilidad alguna de considerar un acontecimiento si no es


integrándolo en una trama. El postulado de verdad del discurso histórico y
por extensión de todos aquellos que se proponen narrar acontecimientos
que “realmente ocurrieron”, debe desplazar la atención, obviar la
52 Veyne, Paul. Cómo se escribe la historia. Foucault revoluciona la historia, Alianza,
Madrid, 1984.
50

configuración de los mismos en relato, es decir, no atender


prioritariamente las estructuras de las tramas de los diversos tipos de
narraciones producidas en un determinado espacio cultural.
La producción de significación debe considerarse íntimamente
ligada al entramado de la narración, ya que cualquier conjunto dado de
acontecimientos puede ser dispuesto de diversos modos, puede ser
contado desde diferentes estructuras de relato. Los acontecimientos de
que se trata no tienen sentido si no son reunidos, articulados en torno a
una unidad que le otorgue inteligibilidad y sentido de devenir temporal, es
la elección de la modalidad de relato y su imposición a los
acontecimientos lo que le otorga significación temporal. Es posible
plantear que las tramas tienen una función dominante en la producción de
sentido y que la organización discursiva de las narraciones no depende
tanto de leyes causales como de argumentaciones derivadas de tramas
cuyos modelos distintivos provienen de la literatura.53
La distinción entre historia y ficción sólo se sostiene si no se
replantea el problema de la referencia, si no se admite que la narración
produce sentido temporal en orden a la competencia de los lectores para
reconocer un relato como una disposición que tiene un principio y un fin y
que esa disposición significa el devenir temporal y que, además, ese
entramado remite perpetuamente a un no lugar como instancia de la
repetición; la trama es una figuración retórica y el dispositivo dominante
de esa figura es la iterabilidad infinita.54
53El museo es el espacio institucional emblemático en el que se conserva la memoria
certificada por documentos, restos de monumentos, testimonios que avalan la verdad
del pasado. Para Ralph Appelbaum diseñador de museos, se impone la necesidad de
otorgar otro modo de disponer los materiales exhibidos; en su concepción el Museo del
Holocausto en Washington no es una exposición de objetos:
“Los nuevos museos están dedicados a contar historias, se basan en la narrativa, como
en un libro y el visitante avanza por la narración a través de una secuencia de
experiencias, y cuando termina es como si hubiera ido al teatro, salvo que la historia que
aprende fue verídica a diferencia de lo que vemos los fines de semana. La lucha por los
muesos interpretados consiste en encontrar la manera de atraer públicos, porque los
públicos son normalmente atraídos al cine, a la TV, al entretenimiento. Por eso hoy los
museos están usando algunas de las técnicas de la industria del espectáculo, a través de
medios de comunicación, videos, computadoras, CD-Rom, y grandes fotos, palabras y
objetos. Y lo mezclan todo en lo que podríamos llamar una arquitectura de información.
Una arquitectura que hace que, en vez de sentarse en una silla, o frente a una
computadora, usted camine.” Entrevista de Jorge Halperín en Clarín, 28 de setiembre de
1997.

54En cuanto narrativa, la narrativa histórica no disipa falsas creencia sobre el pasado, la
vida humana, la naturaleza de la comunidad, etc; lo que hace es comprobar la capacidad
de las ficciones que la literatura presenta a la conciencia mediante su creación de pautas
de acontecimientos “imaginarios”. Precisamente en la medida en que la narrativa
histórica dota a conjuntos de acontecimientos reales del tipo de significados que por lo
demás sólo se halla en el mito y la literatura, está justificado considerarla como un
51

Al arribar a este punto, no resulta muy arriesgado concluir que la


narración es una exhibición desaforada de que el sentido constituye la
referencia; la narración aparece, entonces, como un ejemplo
paradigmático de que la condición de posibilidad de producción de sentido
del lenguaje sólo es concebible sobre el presupuesto de un mundo, cuya
inteligibilidad está siempre dada y es compartida por aquéllos, que sobre
ese presupuesto, se comunican. La aperturas lingüísticas al mundo son
inconmensurables, lo que convierte a la verdad en una magnitud relativa,
dependiente de una configuración de sentido previa que las hace posibles
en cada ocurrencia.
La tan difundida fórmula “no-ficción”, que pretende establecer una
categoría genérica para aquellas narraciones que apelan a
procedimientos literarios para relatar sucesos reales, acaso pueda ser
leída como un fallido epistemológico, habida cuenta de que la negación
del prefijo no es una indicación de que lo supuesto para la comprensión de
la fórmula es el sentido de la ficción y que desde un punto de vista
genético, ficción es la noción comprensiva a partir del cual se deriva la
restricción impuesta. Digo fallido epistemológico, puesto que la insistencia
en el uso de esa denominación afirma lo que pretende negar.

Capítulo IV
Más allá de la ficción
La revisión de las líneas teóricas que se proponen constituir de manera
más o menos precisa la especificidad de la ficción, más que alcanzar ese
objetivo parecen perseguir una noción indeterminada y preteórica y, por
lo tanto, desprovista de toda pertinencia, salvo la que consiste en
componer un ghetto con todo aquello que obstruye la clausura de la
semiosis figurativa.
La endeblez teórica manifiesta de la referencia directa, o de la
posibilidad de una denotación transparente, impide construir sobre ese
eje una distinción estable entre dos espacios discursivos bien
diferenciados a partir de la pertenencia o no del rango ficcional.
Los intentos de distinción que tienen como matriz a la teoría
pragmática de los actos de habla resuelven las aporías que la
producto de allegoresis. Por lo tanto, en vez de considerar toda narrativa histórica como
un discurso de naturaleza mítica o ideológica, deberíamos considerarla como alegórica,
es decir como un discurso que dice una cosa y significa otra. Así concebida, la narrativa
configura el cuerpo de acontecimientos que constituyen su referente primario y
transforma estos acontecimientos en sugerencias de pautas de significado que nunca
podrían ser producidas por una representación literal de aquéllos en cuanto hechos.
White, Hayden. Ob.cit.
52

ficcionalidad les presenta recurriendo a la intención del enunciador, es


decir sus desarrollos implican una regresión que explica el sentido en
términos de conciencia volitiva del sujeto emisor.
En el primer caso, la extensión referencial en la que se fundan se
vuelve inaceptable por la pérdida del privilegio que tenía la realidad como
exterioridad objetiva, que determinaba la garantía última del estatuto
epistemológico y ontológico del texto. En el segundo, la fragilidad teórica
que supone tomar como principio ordenador la intención, se manifiesta en
la rigidez e inadecuación de la tipología de cada uno de los planteos, más
allá de la sofisticación con que a menudo se presentan.
En cuanto a la narración, que es el espacio discursivo sobre el que
las prescripciones imponen un mayor rigor de control, la tipología
distintiva sólo puede ser impuesta por mandatos institucionales o por
posturas doctrinales, que a menudo recurren a planteos morales con el
objetivo de salvar la verdad.
Esta imposibilidad de fijar límites precisos que establezcan la
diferencia entre los discursos ficcionales y no ficcionales, implica la
exigencia de superar el "a priori" que sanciona a las ficciones como
manifestaciones anómalas o desvíos de los demás discursos serios o con
valor de verdad.
La notable preocupación que la cuestión trae consigo, —revelada en
la multiplicidad y diversidad de los asedios que se manifiesta en el
considerable aumento, especialmente en los últimos años, de la
bibliografía sobre el asunto—, hace que su tratamiento afecte a gran parte
de los discursos teóricos contemporáneos, instalando la ficcionalidad
como un tema clave.
Mi trabajo se inscribe en el cruce de un doble propósito por una
parte, exponer la debilidad de criterios en extremos reductivos que
pretenden someter a control a un concepto con una genealogía tan
compleja como es la de la ficción, y, por otra, promover un
desplazamiento, que abomine de banalizaciones y rigideces, a los efectos
de contribuir a la apertura de una reflexión teórica que supere el
dogmatismo y los componentes doxáticos de los principios que aparecen
como puntos de partida obligados.
Sobre el lugar reservado a la ficción como término anómalo de una
jerarquía violenta que le impone restricciones y límites, es posible
provocar el desplazamiento antes mencionado para pensar a los discursos
ficcionales no como una variedad parasitaria o desviada, sino como la
53

condición de posibilidad de cualquier discurso, lo que implica


desestabilizar asimismo los parámetros que constituyen las bases de la
discriminación.
La genealogía de ese desplazamiento puede filiarse en el prefacio a
Un coup des dés, en el que Stephan Mallarmé establece la relación entre
ficción y poesía, con rechazo a la concepción de la ficcionalidad pensada a
partir de la dupla imitación/representación, que es endeble por la
exigencia de una presencia pura o esencialidad 55. Como señalamos más
arriba, esto implica el desmontaje del dominio del imitado sobre el
imitante, dominio fundado en la preeminencia del primero sobre el
segundo, en la anterioridad temporal de aquél sobre éste y la posibilidad
de discernir de manera absoluta entre cada uno de ellos. El gesto
mallarmeano reconoce la entidad de la ficción como concepto relevante,
pero desvinculándolo de sus servidumbres con la enunciación y con la
representación.
Calle-Gruber56, retomando el intento mallarmeano de entender la
ficción al margen de la representación, reivindica la exclusiva textualidad
de la ficción, estableciendo la tensión entre dos polos de verosimilitud, el
verosímil referencial —que consiste en las diversas modalidades de
adecuación al referente extratextual— y el verosímil lingüístico. La
hegemonía de uno u otro polo establece el registro diferencial del texto,
pero es preciso señalar que la tensión entre ambos se establece sobre el
presupuesto de la inadecuación del lenguaje como expresión.
Michael Riffaterre57, en una línea muy cercana, define la ficción
como el triunfo de la semiosis sobre la mímesis. En su planteo considera
la referencialidad exterior como una ilusión, por cuanto no hay posibilidad
de representación que no remita a figuraciones verbales presentes en el
texto.
El desplazamiento que estoy proponiendo, del que hemos esbozado
una breve alusión genealógica, implica el reconocimiento de que en el
actual estado de los estudios teóricos la ficción como tal, es un concepto
sonámbulo. Por lo tanto, la propuesta de pensarlo como la condición de
posibilidad de todos los discursos puede agotar su impulso si queda
enredada en un debate en el que la ficción aparece como una noción
indeterminada y restrictiva. Se impone, entonces, desde mi perspectiva
la necesidad de abrir un espacio teórico superador de los reduccionismos

55Mallarmé, Stephan. Oeuvres complètes, París, Gallimard, 1945.


56Calle-Gruber, Mireille. L'effet-fiction. De la l'illusion romanesque, París, Nizet, 1989.
57Riffaterre, Michael. Fictional Truth, Baltimore, Johns Hopkins U.P., 1990.
54

sedantes, un más allá de la ficción.


La red de imposiciones que los debates han tejido en torno a la
cuestión de la ficcionalidad exhibe de manera velada en algunos casos, de
manera manifiesta en otros, que toda vez que se aborda la problemática
acerca de la ficción como telón de fondo confrontan concepciones de la
relación lenguaje-mundo diferentes y a menudo antagónicas. La apertura
a un más allá de la ficción implica el reconocimiento de que la
ficcionalidad es un punto nodal en torno al cual convergen problemáticas
diversas elaboradas desde una pluralidad de discursos; lo que está en
juego compromete una dimensión fundamental del lenguaje, la que tiene
que ver con la configuración del mundo y del sujeto. En toda tipología,
que reserva para la ficcionalidad una posición degradada, es posible
advertir un modo de ejercer un límite a la capacidad de semiosis de
lenguaje. La ficción es el término a subsumir puesto que los discursos
ficcionales aparecen como la exhibición desaforada de las posibilidades
figurativas del lenguaje. Es este aspecto el que no se debe perder de
vista, la asignación de anomalías o los diagnósticos de parasitarismo
segregan a los discursos ficcionales para controlarlos, lo que implica de
modo simétrico asegurar la designación de la verdad como clausura de la
semiosis infinita.
Un desplazamiento que nos coloque más allá de la ficción no
produce la igualación de los discursos, la pérdida de la diferencia, la
imposibilidad de toda designación que no sea imaginaria, las hace más
viables, puesto que superados los mandatos institucionales que
implicaban un sofocamiento de la ficción —exigencia obligada para
controlar los puntos de fuga de la figuración del lenguaje— pensar los
rasgos constitutivos de la ficcionalidad como condición de posibilidad de
todos los discursos, entonces, habilita una reflexión libre de dogmatismo
reduccionista.
Sitúo el punto de partida en las condiciones a partir de las cuales
algunos discursos restringen la semiosis y articulan una designación
rígida, en esta perspectiva ya no hay una asimilación entre referir e
identificar, sino que se apunta a explicar la referencia como una
designación rígida, es decir una designación que desde el propio discurso
establece las restricciones significativas58.
Para introducir este importante cambio de perspectiva, que esta
teoría de la referencia trae consigo en relación con la teoría tradicional, es

58Tomo este concepto de Saul Kripke.


55

necesario distinguir entre el uso atributivo y el uso referencial de los


enunciados.59
En esta misma dirección, Putnam señala que el uso de términos en
algunos discursos científicos ocurre como si los criterios asociados no
fueran condiciones necesarias y suficientes sino más bien
caracterizaciones aproximadamente concretas sobre un mundo de
entidades independientes de la teoría60. Con esta distinción, Putnam no
está discutiendo la exactitud o grado de aproximación que empíricamente
tienen los términos cuando son introducidos, sino que apela a una
distinción entre el uso que de ellos se hace en determinados discursos.
Por lo tanto, no se trata de que una definición o una aseveración se
constituya como un sinónimo de la descripción, el enunciado es usado
rígidamente para referir a cualquier cosa que comparta el significado
literal, el mismo discurso construye las condiciones de ese uso rígido, lo
que implica un recorte de la configuración atributiva, es decir de la puesta
en juego de la semiosis interminable. Esto supone la consideración de
dichos usos como casos particulares y no como el canon modélico,
asegurando así la posibilidad de establecer los rangos de diferencia
epistemológica para el saber producido por los discursos.
El modo en que participa este gesto en la articulación de los
enunciados, las marcas que indiquen su inserción pragmática y su
pertenencia a formaciones discursivas, están en la base de una tipología
que habilita la distinción significativa.
En el caso de las narraciones, que son las variantes discursivas
sobre las que han recaído con más fuerza las imposiciones doctrinarias,
esta distinción aparece como superadora de la dicotomía ficción-no
ficción, en la que, paradójicamente, no hay otro modo de designación de
los usos rectos o serios que la negativa del término degradado .
Un desplazamiento en el orden teórico que nos ponga en un más
allá de la ficción, supone el abandono de una noción indeterminada,
cuyos rasgos distintivos sólo pueden ser señalados como mandato jurídico
o ético, que discrimina y segrega variantes discursivas atribuyéndole
características que son propias de todos los discursos.

Epílogo provisorio

59Donnellan, Keith. "Reference and Definite Descriptions" en Schawartz, S. P.


(compilador) Naming, Necessity and Natural Kinds, New York, 1977.
60Putnam, Hillary. Las mil caras del realismo, Barcelona, Paidós, 1994.
56

En el curso de mi exposición me he referido a la ficcionalidad en sentido


amplio y, en la medida que me ha sido posible, he limitado mis menciones
a la literatura, ello motivado por la necesidad de evitar el recurrente lugar
común que señala la no coincidencia de los dos espacios, junto con la
mezcla y confusión que los contamina, lo que me llevó a dejar para el final
las consideraciones acerca de la "ficcionalidad literaria".
Es evidente que las "ficciones" que se hacen pertenecer al espacio
literario tienen una dimensión particular. Desde Cervantes, la escritura
literaria despliega su capacidad para la contemplación de los discursos
que se proponen un conocimiento cierto de la realidad y que legalizan el
estatuto de los regímenes de verdad. En la literatura contemporánea, la
tematización acerca de las aporías de los acotamientos construidos en
torno al sentido ficcional son un leit-motiv diseminado en la textualidad
de escritores como Jorge Luis Borges, Italo Calvino, José Saramago,
Augusto Monterroso o Antonio Tabucchi, mención ésta que tiene por
objeto dar cuenta de una cifra emblemática más que de un inventario
siquiera cualitativo.
Los textos literarios son esceno-grafías de sentido, en los que la
escritura despliega una dimensión del componente semántico abierto en
todo su espesor a las travesías de la ambigüedad puestas en juego por la
paradoja pragmática que los constituye: una cinta de Möebius en la que la
escisión enunciativa mostrada se desliza en la insistencia inestable de la
repetición.
Pensar las escrituras literarias a partir de un más allá de la
ficción, permite, creo, otorgar a la investigación teórica acerca de los
discursos y, por ende, a la reflexión acerca de las relaciones entre
lenguaje y mundo, una apertura libre de sujeciones y condicionamientos.
Tópicos importantes como los géneros autobiográficos, o la
traducción, entre otros, fueron apenas aludidos mencionados en mi
trabajo, esas y otras cuestiones me obligan a señalar que el planteo de ir
más allá de la ficción en la reflexión teórica pretende, junto a la
propuesta misma, tener el carácter de una provocación a la discusión y al
diálogo en los que la problematización de los planteos asegure el avance
de la investigación.
En una época en que las cláusulas: "mundo globalizado" o "aldea
global" aparecen confirmadas por la vertiginosa circulación de los
discursos, el riesgo de uniformidad, de monocódigos o de jerarquías
tipológicas, que aseguren la atribución de verdad para algunas
57

formaciones discursivas en detrimento de otras, exige la revisión y el


debate en torno a esos presupuestos.

Apéndice I

Del testimonio
La simple mención del término “testimonio” provoca una serie de
encadenamientos de sentido que exhiben la complejidad de su
significación y el modo en que se estratifican y vinculan sus diversas
acepciones.
En primer lugar, testimonio designa la acción de testimoniar, es
decir, de reponer con el relato acontecimientos vistos u oídos. El testigo
es quien trae a la escena presente con sus palabras lo que ha visto u oído
con anterioridad; por lo tanto, transforma lo percibido en narración: todo
testimonio consiste en el pasaje de lo percibido a lo dicho. En tanto
narración que repone sucesos acaecidos, configura una correspondencia
dialógica, implica a quien narra y a quien escucha lo narrado. Por su
especificidad discursiva, se despliega en la tensión entre el relato del
testigo y la confianza asumida por su escucha acerca de la certeza de sus
dichos.
Todo ello es consecuencia de un complejo juego de deslizamientos
desde la escena original del testimonio, que es el proceso judicial, al
discurso corriente. Y, lo que distingue el acto de testimoniar de cualquier
transmisión de conocimiento, de información, de la simple constancia o de
la exposición de una cuestión teórica, es que alguien se compromete a
relatar para otro un suceso que presenta como testigo, por lo tanto como
único e irremplazable; esta característica singular lo hace intransferible.
De lo que se infiere una cuestión insoslayable: su resistencia a la
traducción. El testimonio, que por principio constitutivo debe estar unido a
una singularidad y a la marca intransferible de una memoria idiomática,
corre el riesgo de perder su peculiaridad frente a la traducción, aún en la
circunstancia misma de entregar su sentido. Un testimonio maleable a las
operaciones de traslado propias de la traducción ¿puede ser todavía
testimonio?
Asimismo, no hay otra opción para quien lo recibe de creer o no
creer, puesto que la verificación o la transformación en prueba forman
parte de un espacio distinto, heterogéneo al de la instancia testimonial
propiamente dicha. La acción de testimoniar supone, además, una
relación necesaria con la justicia como institución, con el tribunal como
escenario privilegiado, con los abogados y el juez como partícipes y,
fundamentalmente, una acción que los involucra a todos, la de litigar, es
decir, la confrontación entre demandantes en un proceso. En otros
términos: un proceso es la pugna entre dos historias de “verdad”; así, el
testimonio es la instancia que interviene en una acción de justicia que
apunta a dirimir una discrepancia entre partes. Por lo tanto, testimoniar es
atestiguar que se vio u oyó un acontecimiento y para ello el testigo debe
comprometerse con un juramento ante el tribunal que recibe su relato con
el objetivo último de administrar justicia.
58

Estos rasgos, que hemos especificado a partir de una acepción


restringida del término “testimonio”, son susceptibles de una
generalización promovida por los desplazamientos analógicos que
configuran el sentido de las palabras testigo y testimonio en el discurso
corriente; en efecto, el proceso judicial como situación del discurso se
constituye en modelo de relaciones codificadas de manera más laxa y
flexible por los hábitos sociales, en las cuales aparecen implicados los
componentes distintivos de ese proceso.
Así, es posible advertir que la idea de testimonio trae aparejadas las
de discrepancia y parte: puesto que sólo se hace necesario atestiguar
cuando hay disputa entre partes que confrontan una contra la otra, todo
testimonio puede ser inevitablemente visto desde una doble perspectiva:
testimoniar a favor de una parte es, correlativamente, testimoniar en
contra de la otra. Asimismo, esto exige reflexionar sobre la instancia
constitutiva de quien oficia como testigo, puesto que nadie puede
remplazar a otro como testigo, si no se puede testimoniar por el
testimonio de otro sin quitarle a este último su valor de testimonio; la
cuestión que se plantea es la exigencia de que el testimonio sea en
primera persona, forma que no es sólo gramatical, sino
fundamentalmente discursiva.
Finalmente, hay aún otro aspecto que especificar: testimoniar por
alguien supone no sólo en favor de alguien sino básicamente ante un
tercero que se convierte en el destinatario. Esto remite a otra de sus
características distintivas: aquellos que reciben la palabra del testigo, el
juez o el tribunal, supuestamente neutros y objetivos, están habilitados
solamente para ese papel, por lo tanto las relaciones entre testimoniante
y escucha son irreversibles. De todo esto, podemos inferir que la
capacidad del proceso judicial para constituirse en modelo de situaciones
sociales de variado orden, reside principalmente en que los conflictos
humanos no pueden decidirse en torno de un absoluto necesario que no
ofrezca lugar a dudas y, por lo tanto, de certeza inconmovible sino que se
dirimen por lo probable, que solamente se puede alcanzar en la
confrontación de opiniones.
En suma, el testimonio adquiere todo su valor en el espacio de un
debate entre posiciones adversas. Es así que toma su sentido más amplio
y corriente no como categoría específica del discurso jurídico sino como
una trasposición analógica puesto que sus características constitutivas le
otorgan su poder de generalización.
Uno de los componentes primordiales del proceso judicial, que se
desplaza a otros espacios discursivos, es que el objetivo final de la
confrontación debe desembocar en una decisión de justicia. Por eso, todo
testimonio es un acto que se produce en una escena en la que se dirimen
posiciones encontradas que pretenden un veredicto. El desplazamiento
traslada asimismo un rasgo específico: en su condición de enunciación
jurídica, el testimonio puede ser rebatido tanto por la negación de los
hechos alegados como por otras circunstancias que debiliten o atenúen
las certezas que promete. Este rasgo, de poder ser invalidado, es
generalmente sometido a olvidos y tergiversaciones, puesto que se tiende
a homologar testimonio y verdad, cuando el testimonio es tan sólo una
instancia de la prueba pero, por fuerza, no la verdad establecida. De esto
59

es posible desprender que todo testimonio se inscribe en una etapa


intermedia que tiene como punto de partida una discrepancia y como
objetivo final un dictamen autorizado.
Aristóteles lo consideraba como un elemento de la teoría de la
argumentación; por esta razón en la primera parte de El Arte de la
Retórica al referirse a las pruebas, las considera como medios de
persuasión propios del género deliberador, del género judicial y del género
epidíctico. En relación con ello Paul Ricoeur señala:

La lógica del testimonio está así enmarcada por la retórica


considerada como “réplica” de la dialéctica (1534 A,1 a 7);
ahora bien, la dialéctica es la lógica de los razonamientos
solamente probables, es decir, en los que la premisa mayor
contiene verdades de opinión recibidas por la mayoría de los
hombres, y la mayoría de las veces; el género “persuasivo”
como tal definido por la técnica retórica, es pues correlativo
del género solamente probable de los razonamientos
dialécticos. Así se reconoce el nivel epistemológico propio al
cual puede aspirar la prueba judiciaria: no lo necesario sino lo
probable. Aristóteles vincula a este carácter de probable un
rasgo que ya hemos encontrado anteriormente: la retórica,
dice, capacita para “persuadir a los contrarios”; no que el
orador deba alegar indiferentemente el pro o el contra, pero si
intenta persuadir al auditorio o al juez de una sola cosa, le
será necesario prever el argumento del adversario para que
esté en condiciones de refutarlo.
Pero la retórica no se confunde con la dialéctica; las técnicas
de la persuasión, en efecto, no se reducen al arte de la
prueba; ellas toman en cuenta las disposiciones de la
audiencia y el carácter del orador; al mismo tiempo mezclan
las pruebas morales con las pruebas lógicas. Este rasgo es
ineluctable e irreductible, si se considera que en las tres
situaciones de discurso consideradas —acusar y defenderse
ante un tribunal, aconsejar una asamblea, alabar y censurar—
la argumentación toma en cuenta una audiencia y conduce a
un juicio.[...] Con la participación de la audiencia y del juez las
pasiones se desatan y suscitan disposiciones. El testimonio es
así cogido en la red de la prueba y de la persuasión,
características del nivel propiamente retórico del discurso.61

61Ricoeur, Paul. Texto, testimonio y narración, Santiago de Chile, Andrés Bello, 1983.
60

De la especificidad narrativa de todo testimonio se infiere la


pertinencia de las consideraciones que recibió la narratio como tópico
teórico en el que aparecen las marcas fundamentales de la narración.
Aristóteles en El Arte de la Retórica establece un punto de convergencia
entre la argumentación retórica con el pensamiento poético en torno de la
verosimilitud como un tema común a ambos. En El Arte de la Retórica,
Aristóteles define el discurso oratorio como un arte que tiene por objeto
no lo verdadero sino lo verosímil. El énfasis con que Aristóteles señala que
el discurso “parezca apropiado” y su concepción de que el arte retórico
está relacionado no con la verdad sino con la apariencia de verdad,
permite pensar El Arte de la Retórica no como un tratado que estudia las
relaciones del discurso con los referentes sino de las modalidades a partir
de las cuales el orador persuade al tribunal acerca de la validez de esa
relación 62.
Aristóteles considera a la narratio como función retórica de lo
verosímil en la que el orador selecciona, ordena, dispone las acciones de
acuerdo con el fin propuesto:

En los discursos del género demostrativo la narración no es


continua sino por partes, porque es necesario exponer las
acciones sobre las cuales versa el discurso. En efecto, el
discurso consta, por una parte, de algo ajeno al arte (porque el
orador no es la causa de las acciones), y por otra, de lo que es
propio del arte. Esto consiste, o bien en demostrar que existe,
si se trata de algo increíble, o que es de tal naturaleza, o de
tal importancia; o bien todo ello junto.
Por este motivo, algunas veces no es conveniente exponerlo
todo en forma continuada, porque una demostración
semejante es difícil de recordar. Se dirá, por tanto, que por
estas acciones se mostró valiente, y por aquéllas, sabio o
justo. Este tipo de discurso es el más sencillo; el otro, en
cambio, es variado y complejo[...] Al presente ridículamente
afirman que la narración debe ser breve. En verdad qué es
esto como se le dijo al panadero que preguntaba si haría la
masa dura o blanda. “¿Cómo?”, se le respondió “¿es imposible
hacerla bien?”. Aquí ocurre lo mismo. Porque no conviene
62Aristóteles, El arte de la Retórica, Buenos Aires, EUDEBA, 1966. Todas las notas que
siguen corresponden a esa edición.
61

narrar extensamente, así como tampoco hacer un exordio o


presentar las pruebas con excesiva prolijidad. Porque el que
esté bien hecha no reside en lo breve o en lo conciso, sino en
la justa medida.63

Aristóteles piensa la narratio como una configuración en la que es


fundamental la relación proporcionada de las acciones y su distribución en
un orden y ritmo orientados a producir el sentido deseado en el auditorio.
De ahí que su criterio dominante sea el de la conveniencia o proporción.
Es especialmente en este punto en el que aparece la convergencia entre
la cita de El Arte de la Retórica y la concepción central de La Poética: el
ordenamiento apropiado a un fin de las acciones que son neutras en sí
mismas.
Quintiliano en su Institutio Oratoria coincide con Aristóteles en la
finalidad poética de la narratio retórica, pues privilegia el componente
persuasivo emotivo sobre la finalidad expositiva:

Porque no mira únicamente la narración a enterar al juez sino


mucho más a que se sienta como queremos y así aunque no
haya que informarle sino sólo mover en él algún efecto,
contaremos la cosa para prepararle...64

Aparece entonces el rasgo de verosimilitud como el punto de pasaje


entre lenguaje y mundo en el que no está en juego la adecuación sino,
antes bien, la configuración de la referencia provocada por el discurso
para persuadir, conmover. La tradición retórica ha reflexionado sobre la
verosimilitud como un concepto complejo en el que participan tanto la
cuestión de la historicidad o de la verdad de los hechos narrados, como un
conjunto de rasgos distintivos de la composición artística del discurso.
Dice Cicerón acerca de la verosimilitud en De Inventione I, XXI:

Verosímil será la narración si en ella aparecen cosas que


suelen aparecer en la realidad, si se guarda la dignidad de las
personas, si se dicen las causas de los hechos y la ocasión y el
tiempo y el espacio y el modo; si se ajusta la cosa narrada a la
índole de los que se suponen autores o al rumor del vulgo o a
la opinión de los que oyen.
63Aristóteles. Ob. cit. 1416, b.
64Quintiliano, Instituciones Oratorias, Madrid, Viuda de Hernando, 1987.
62

Quintiliano es aún más preciso al definir la amplitud del concepto:

Será verosímil la narración si primero consultamos nuestro


ánimo para no decir cosa que se oponga a la naturaleza, si
insinuaremos de antemano los motivos que hubo para suceder
las cosas que contamos, no de todos, sino de aquellos que se
pretende averiguar. Si pintamos las personas con aquellas
propiedades que hagan creíble el hecho, v.gr. al reo del hurto,
codicioso; al adúltero, deshonesto y temerario al homicida y al
revés si defendemos. Las circunstancias de lugar y tiempo han
de cuadrar igualmente.
Hay también cierta serie y enlace de los sucesos que los hace
creíbles como sucede en las comedias y mimos. Pues hay
ciertas cosas que naturalmente son consecuencias unas de
otras, como, por ejemplo, si hubiéramos contado lo primero
con verosimilitud el juez esperará lo que sigue después.65

Nuestra exposición ha seguido un hilo que en primera instancia


apunta a dar cuenta de aquellos elementos del testimonio que se
desplazan desde su modelo primero, la escena del proceso judicial, a las
generalizaciones que por contaminación u homología se constituyen en
las diferentes configuraciones discursivas del ámbito social, tomado éste
en su más amplia acepción, y, entonces, desde ese presupuesto, trata de
señalar que desde su formulación clásica el testimonio estuvo
íntimamente ligado a la problemática de la verosimilitud como punto de
pasaje entre discurso y mundo, es decir a las modalidades de
representación del mundo por el discurso.
En el testimonio, en su acepción más general, como en todos los
géneros discursivos en los que se pretende construir certeza acerca de la
referencia, aparecen confrontadas dos dimensiones: la del discurso y la
del mundo, cuyas especificidades son inconmensurables y, por lo tanto,
irreductibles a una medida de intercambio que las haga equivalentes. Se
plantea, entonces, el problema de la representación del mundo por el
discurso. De lo que se trata es de un emparejamiento de lógicas que, en el
despliegue de los dispositivos que les son propios, expone las asimetrías y
las imposibilidades, como así también las imposiciones y las coerciones.

65Quintiliano, Ob cit.
63

En definitiva, las dificultades de la transacción, del traslado.


No hay una clave que resuelva de una vez por todas el enigma del
encuentro entre dos órdenes cuyas lógicas son disímiles. Esta aseveración
no clausura el debate, sino que participa de él, ya que la insistencia
acerca de los procedimientos discursivos que garantizan una fidelidad al
mundo constituye una postura extendida en el tiempo y en la variedad de
perspectivas que la sostiene.
Los discursos y el mundo, dos redes de relaciones lógicas que no se
recubren; justamente porque no se recubren se plantea una tensión que
emerge en cada tentativa de transfiguración y que se torna eje dominante
de reflexión en el testimonio.
Es decir, el primer presupuesto del cual parto es que la lógica de los
discursos y la lógica de lo que llamamos mundo, o realidad, son
inconciliables. La diferencia entre estas dos redes es la diferencia de sus
regulaciones y configuraciones, que no pueden desplegarse una sobre la
otra, que no pueden recubrirse, el mapa no es el territorio, dice Borges. A
partir de esta dificultad se han establecido los ejes de las polémicas, que
tienen en la pregunta por la forma de representación su punto de
inflexión.
Enfrentamos, pues, un dilema con dos caras que podemos
denominar verdad y verosimilitud. La verdad representada termina por
exhibir sus ineficiencias al no poder imponerse como una plenitud. Por
otra parte, la verosimilitud no garantiza la verdad porque la finge.
Entonces, de alguna manera, cuando abordamos los discursos que
constituyen el testimonio, un núcleo del debate se constituye en torno del
modo en que uno de sus agentes asume cierta autoridad de trasmisión
de un saber sobre el mundo y una cierta confianza en la representación
discursiva que los expone. Pero como discurso y mundo no se dejan
implicar por los mismos presupuestos, es que surge, entonces, el
problema de la representación del mundo en el discurso y,
correlativamente, los siguientes interrogantes: ¿a partir de qué
materiales?, ¿a partir de qué disposición?, ¿con qué procedimientos se
representa?
La teoría, el conjunto de discursos que constituyen la epistemología,
la gnoseología, problematizan la cuestión de la verdad del mundo y la
verdad del discurso que pretende representarla. Me interesa plantear que
en el caso del testimonio, del testimonio pensado en términos canónicos
(o más bien de las tentativas de institucionalizar un canon) se tiende una
64

tríada en torno al texto: el entrevistador, el entrevistado y el lector, si, por


supuesto, nos ceñimos al modelo del testimonio escrito.
La posición del lector está comprometida en una red de creencias.
De ello es posible afirmar que los lectores nunca enfrentan los textos
diáfanamente y de modo transparente. Cuando pensamos en un lector,
estamos suponiendo una posición que, de alguna manera, exhibe la
complejidad de un campo de legibilidad. Es decir, el lector enfrenta al
texto desde las condiciones de posibilidad que ese campo de legibilidad le
permite para producir sentido con el texto que está leyendo.
Las modalidades del testimonio que se pretende canonizar
privilegian una relación de proximidad con el acontecimiento y avalan su
modo de autorizar el saber, que transmiten con el prestigio que tiene la
experiencia directa.
Esta obligación está en el origen mismo de la tentativa de
institucionalizar el género: en todo testimonio se dan a leer criterios de
valoración y de identificación, se postula un orden deseable y
ejemplificador; el testimonio exhibe entre sus componentes una fuerte
voluntad modelizadora. Esto lleva del testimonio a la problemática de la
identidad.
Hablar de la identidad de un individuo o de una comunidad es
contestar a la pregunta acerca de quién ha realizado tal acción, quién es
el agente, quién es el autor. En primer lugar, se responde a esta pregunta
nombrando a alguien, esto es, designándolo con un nombre propio. Pero
¿cuál es el soporte de la permanencia de un nombre propio? ¿qué es lo
que justifica que se mantenga el sujeto de la acción designado por un
nombre que es el mismo a lo largo de toda una vida o de una serie de
sucesos? La respuesta no puede ser más que una trama narrativa. La
narrativa es lo que garantiza esta posibilidad. La historia narrada
constituye “el quién” de la acción. La identidad de ese “quién” no es más
que una identidad narrativa. La identidad es una construcción que se
relata.
Ahora bien, si el texto es el espacio donde acontece el nombrar, la
historia del nombrar puede ser pensada como la historia de las
construcciones textuales de la identidad, lo que lleva a tres
consecuencias:
— en primer término, la circularidad entre identidad y textos narrativos es
la condición de posibilidad del sentido que se va produciendo en la
interacción entre ellos. La identidad que se reconoce por los textos es, a
65

su vez, la que reinventa sin cesar nuevos textos. Esto implica que para
producir nuevos textos se recurre a la historia y a la tradición a través de
una constante reescritura;
— luego, los textos no son éticamente neutros; todo relato, en efecto,
introduce una evaluación del mundo e incita a un modo de intervención
en él;
— y, finalmente, la identidad narrativa no es estable, por eso siempre es
posible la revisión de la historia.
“Testimonio” pertenece a una clase de términos que,
convirtiéndose en signos determinantes de un segmento temporal
concreto, definen y caracterizan una época de manera específica y, al
mismo tiempo, exhiben cierta consolidación dentro de un momento
histórico.
Esos términos son los que organizan los datos de un período dentro
de una categoría que los hace materiales y comprensibles.
Cuando asediamos el concepto de testimonio estamos frente a una
palabra que, de algún modo, funciona emblemáticamente en un
paradigma y produce un doble movimiento; por una parte aparece como
un instrumento facilitador del discurso cultural, ya que permite la
clasificación y el ordenamiento de fenómenos complejos y heterogéneos a
veces de ardua dilucidación. Por otra, el término testimonio fija
reductivamente el devenir cultural y limita su expansión, porque está
obligándonos a pensar la definición en términos globales y abarcativos
cuando es una definición que está situada en un marco sociohistórico
específico.
Intentar trazar los límites de un género no supone más que la
posibilidad de una relativa especificidad. Prueba de ello es que en esa
tríada que planteábamos más arriba —entrevistador, entrevistado, lector
— este último está siempre enfrentado al texto en una instancia de
travesía azarosa, de modo que los testimonios quedan finalmente
instalados en campos de legibilidad que trastornan su pretendida
neutralidad discursiva.
La lectura, en el testimonio, es el punto de convergencia de las
expectativas del género; por lo tanto, una aproximación problemática al
testimonio exige pensarlo en tanto cruce de actividades discursivas
complejamente tramadas, que tejen redes de intersubjetividad, crean
obligaciones, ejercen persuasión, control y distribuyen roles.
En el plano estrictamente textual, los modos en que dialogan los
66

diversos discursos, las huellas de unos textos sobre otros, las filiaciones,
las deudas, los préstamos, constituyen la dimensión intertextual. En este
magma que siempre es la textualidad podemos distinguir dos aspectos:
en primer lugar, hay una heterogeneidad constitutiva del discurso que no
está mostrada y, luego, hay una heterogeneidad mostrada, una referencia
explícita a otros discursos, citas, el discurso referido, la atribución de
autoría.
Ahora bien, hay una nota constitutiva de las modalidades del
testimonio que nos permite formular esta afirmación: todas las formas
testimoniales comparten la narratividad. Pero, a su vez, la narración no es
tan sólo una mera representación de lo ocurrido, sino una forma de
hacerlo inteligible, una construcción que postula relaciones que no
existían en otro lugar, causalidades, interpretaciones. Como sucede con la
historia, es la forma de la narración lo que da sentido a los hechos que, de
otro modo, quedarían como señales sueltas, dependiendo de la
referencialidad.

Del género y sus prólogos


Bajo el género testimonio se suele incluir una gran variedad de
textos, no sólo de diferentes grados de elaboración, sino caracterizados
según muchas variedades discursivas, desde las historias de vida, las
historias orales que procuran dar voz a los que no tienen voz, hasta textos
literarios como las novelas-testimonio de Miguel Barnet, o investigaciones
de enorme complejidad, como las de Vicente Leñero. Estos textos exhiben
las limitaciones de tipologías críticas que se fundan en dicotomías
cerradas que intentan ocultar, es decir disimulan dificultosamente,
imposiciones jerárquicas. Vacilando entre la biografía y la autobiografía,
participando de investigaciones documentales antropológicas, históricas
y/o periodísticas, el testimonio aparece como una textualidad en la que la
categoría de “ficción”, como término opuesto ya sea a verdad, ya a
historia o a realidad, demuestra su extrema debilidad teórica. Lo que se
ha legislado, instaurado, impuesto como verdad histórica, termina
revelando, desde otra perspectiva, su carácter convencional, de
aproximación conjetural, o directamente de error cuando no de fraude
cuando su construcción aparece asediada por perspectivas
complementarias u opuestas. La dinámica de los procesos sociales de
este siglo ha contribuido a condenar a la caducidad a numerosos
constructos ideológicos que se arrogaban la posesión legitimada de la
67

verdad.66“Lo real no es describible ‘tal cual es’ porque el lenguaje es otra


realidad e impone sus leyes a lo fáctico; de algún modo lo recorta,
organiza y ficcionaliza”. De lo que se desprende que para pensar la ficción
es necesario reducir lo real a lo fáctico.
La extraordinaria difusión de diversas textualidades que han puesto
en circulación voces alternativas, antes silenciadas y censuradas por
poderes opresores, no implica, correlativamente, que haya que otorgar a
esos discursos una legitimación automática de portadores de verdad,
cuando lo que está emergiendo es la posibilidad de la confrontación, del
debate, el deseo de desconstruir una única voz hegemónica que investía a
su versión de un carácter universal y absoluto; parece, al menos,
paradójico que formaciones discursivas que se proponen dar voz a los que
no tienen voz, hagan suya la lógica de los discursos dominantes, cuyo
núcleo central es la autovalidación excluyente de todo disenso.
El proceso de legitimación institucional del testimonio como práctica
discursiva con rasgos distintivos y diferenciales se produce en
Latinoamérica a partir de la revolución cubana, contemporánea del
ascenso de modalidades discursivas tales como el “nuevo periodismo” y
de la expansión de los medios de comunicación audiovisual con los que
comparte, más allá de todas las diferencias imaginables, la lógica de los
discursos productores de una verdad acreditada por el contacto directo
con el referente.
Fue Miguel Barnet el primero en caracterizar como testimonio a su
novelización etnográfica sobre la vida de Esteban Montejo, ex-esclavo
cimarrón y mambí, producida en los años sesenta. Para Barnet, el objetivo
básico del escritor de testimonios era dar la voz al oprimido, inculto e
iletrado, haciendo circular historias obliteradas por los discursos oficiales.
Luego, en 1970, la junta editorial de Casa de las Américas decide
incorporar un nuevo premio bajo el rubro de testimonio para todos
aquellos textos que no podían ser encuadrados dentro de las categorías

66Ana María Amar Sánchez en “La ficción del testimonio”, Revista Iberoamericana N°
151, Abril/mayo de 1990, se propone establecer la especificidad del género de no-
ficción:
“Me interesó en este trabajo buscar en el género de no-ficción aquello que lo singulariza,
encontrar lo que lo define como tal y al mismo tiempo poner en evidencia cómo la
escritura resiste todo encasillamiento y los textos convierten en rasgo específico su
contacto y destrucción de los otros géneros”.
En el curso de su exposición insiste en oponer lo ficcional, que somete a diversos tipos
que inquisición, con lo real, noción que en ningún momento cuestiona, dando por
sentado que se refiere a una categoría universal, unívoca y sin ninguna dificultad de
interpretación. Así afirma:
68

vigentes. La fecha inscribe la decisión editorial en el marco de un intenso


y complejo debate en torno de la función del intelectual latinoamericano.
En muy pocos años, y en torno de algunos textos testimoniales se
ha ido construyendo un canon: Hasta no verte Jesús mío (1969) y La
noche de Tlatelolco (1971) de Elena Poniatowska; Biografía de un
cimarrón (1966), La canción de Rachel (1969) y Gallego (1981) de Miguel
Barnet; Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia (1983) de
Elizabeth Burgos Debray; Si me permiten hablar....Testimonio de Domitila
una mujer de las minas de Bolivia (1977), de Moema Viezzer, entre otros,
conforman el modelo dominante del campo testimonial. Pero la sola
enumeración de este reducido corpus ya genera contradicciones y
diferencias de tal magnitud que cuestionan la pertenencia común con que
se los pretende englobar.
La notoria dificultad que se presenta a la hora de caracterizar el
género se manifiesta en la definición del Diccionario de la Literatura
Cubana:
TESTIMONIO: A mediados de la década del 60 y por influencia
de numerosos trabajos orientados según los nuevos campos
de la antropología y la sociología —Levi-Strauss, Ricardo
Pozas, Oscar Lewis— comienza a aparecer entre nosotros un
tipo de literatura cuya imbricación con los distintos géneros
literarios establecidos hacía difícil su clasificación. Dada la
creciente importancia adquirida por estos trabajos, la Casa de
las Américas, al realizar en 1970 la convocatoria de su premio
anual de literatura, decidió darles cabida dentro de él con la
creación de un nuevo género -Testimonio-, cuya obra
representativa reuniría las siguientes características:
1ª Tiene de reportaje, pero excede las dimensiones de éste, en
cuanto se trata de un libro y no de un trabajo destinado a
alguna publicación periódica (diario, revista); obra que vive
por sí misma donde la temática está tratada con amplitud y
profundidad, destinada a perdurar más allá de la existencia
efímera de los trabajos puramente periodísticos y que, por eso
mismo, exige una superior calidad literaria.
2ª Aunque el objeto es relatar hechos, protagonizados por
personajes literarios construidos y animados, dada la estricta
objetividad y fidelidad respecto a la realidad que el testimonio
enfoca, descarta la ficción, que constituye uno de los
69

elementos de creación en la narrativa, como en la novela y el


cuento.
3ª El necesario contacto del autor con el objeto de indagación
(el protagonista o los protagonistas y su medio ambiente)
exige que aquel objeto esté constituido por hechos o personas
vivos, es decir, que, no se trata de una investigación sobre
acontecimientos pasados o ausentes en el espacio, respecto al
investigador. Una excepción a esta característica es el
testimonio retrospectivo, sobre hechos pasados o personajes
desaparecidos o ausentes cuando el autor estuvo en contacto
con ellos o cuando indaga, sobre los mismos, con testigos que
tuvieron aquel contacto.
4ª Si el testimonio es biográfico, no debe ser sólo el recuento
de una vida por su interés puramente personal, individual, por
sus valores subjetivos y estéticos. En el testimonio lo
biográfico de uno o varios sujetos de indagación debe ubicarse
dentro de un contexto social, estar íntimamente ligado a él,
tipificar un fenómeno colectivo una clase, una época, un
proceso (una dinámica) o un no proceso (un estancamiento,
un atraso) de la sociedad o de un grupo o capa característicos,
siempre que, por otra parte, sea actual, vigente, dentro de la
problemática latinoamericana. Esto no sólo no elimina sino
que incluye, el posible testimonio autobiográfico.67

La voluntad de legitimación del género aparece confirmada en el


Diccionario, espacio institucional por antonomasia para codificar saberes
establecidos, que posibilitan y promueven la construcción de un canon
acorde a la definición, la que en toda su desarrollo no oculta, antes bien
manifiesta desaforadamente, su pretensión de preceptiva.
Los nombres de Ricardo Pozas, Oscar Lewis, Lévi-Strauss que
pertenecen al campo de la antropología y de la sociología, son los que
aparecen promoviendo el espacio en el que se produce el testimonio,;por
lo tanto, en el principio de esta novedad se reconoce su relación
paradigmática con las ciencias sociales. Llama la atención que habiendo
sido Rodolfo Walsh uno de los jurados de la primera vez que se otorgó el
premio al rubro testimonio, y habiendo publicado ya en 1957 Operación
Masacre, en 1958 Caso Satanowsky y en 1969 ¿Quién mató a Rosendo ?,

67Diccionario de la Literatura Cubana, La Habana, Letras Cubanas, 1984.


70

no sea tenido en cuenta entre los antecedentes del género.


La entrada forma parte de un diccionario de la literatura, a pesar de
ello son menciones a autores de otros ámbitos disciplinarios los que están
garantizando un modelo de relación entre discurso y mundo que apunta a
validar otro registro más afín con la posibilidad de otorgar certezas acerca
de las referencias, acaso porque, por el contrario, los textos literarios
desestabilizan cualquier fórmula que pretenda expresar univocidad. Esto
es correlativo con otra jerarquía que se deja leer entre líneas, lo científico
por encima de la imaginación, el primero como espacio demostrativo de
verdades confrontado con formaciones discursivas que privilegian la
proliferación significativa. Hay, asimismo, en la mención de “imbricación”,
proveniente del vocabulario específico de la botánica y la zoología, la
marca de la aparición de lo nuevo como producto del hibridaje de formas
anteriores, pero pensado en términos de naturalización, como si la
emergencia o proliferación discursiva fuera consecuencia de un proceso
natural y no de la convergencia de complejos entramados histórico-
sociales, lo que es contradictorio con la instauración de un premio que se
propone promover y alentar esa producción; además de privilegiar
implícitamente una perspectiva, puesto que el premio instaurado conlleva
inevitablemente un gesto de valoración para con aquellos textos que
compartan la política institucional.
El objeto explícito que se legisla para el género testimonio es el de
relatar hechos, es decir se coloca al testimonio en el terreno de lo fáctico,
se borran los procesos discursivos, se hace tan tenue la mención a las
tramas narrativas que se las supone transparentes. De este modo se
conjura a la ficción, colocándola en el lugar de un anatema que se
condena al cuarto restringido de la imaginación, fuera del ámbito
específico del testimonio al que no debe contaminar. Por otra parte, la
reivindicación del lugar del autor frente a la voz del otro como objeto
manipulable, caracteriza la definición del Diccionario de la Literatura
Cubana como un excipiente degradado del más crudo positivismo.
Finalmente, la definición exhibe toda su coherencia cuando declara uno
de los objetivos privilegiados para el género: su efecto ejemplificador.

La entrada del Diccionario de Literatura Cubana, que le otorga


carácter institucional a una definición, no es más que una de las posturas
posibles dentro de un vasto debate crítico en el que confrontan diversas
perspectivas. Las cuestiones que constituyen el eje de los debates que
71

asedian la posibilidad de conceptualizar la especificidad propia del


testimonio: su relación con su pertenencia al espacio discursivo de la
oralidad como manifestación más genuina de la otredad, la consideración
de su carácter documental, su inclusión o no dentro del espacio
institucional de la literatura —temas éstos que no pretenden agotar el
inventario de los aspectos en los que se producen las divergencias, sino
ser tan solo una muestra significativa—, implican una reflexión
privilegiada acerca de la representación y la representatividad y, exigen,
necesariamente una indagación acerca de los modos de constitución de
los sujetos y del mundo en la diversidad de los discursos.68
En “Qué es, y cómo se hace un testimonio?” Margaret Randall pone
el énfasis en el carácter instrumental. Al examinar sus características
constitutivas señala:

[...]el testimonio como género distinto a los demás géneros,


debe basarse en los siguientes elementos:
—El uso de las fuentes directas;
—La entrega de una historia, no a través de las
generalizaciones que caracterizaban a los textos
convencionales, sino a través de las particularidades de la voz
o las voces del pueblo protagonizador de un hecho;
—La inmediatez (un informante relata un hecho que ha vivido,
un sobreviviente nos entrega una experiencia que nadie más
nos puede ofrecer, etc.);
—El uso de material secundario (una introducción, otras
entrevistas de apoyo, documentos, material gráfico,
cronologías y materiales adicionales que ayudan a conformar
un cuadro vivo);
—Una alta calidad estética [..].
Generalmente la técnica de entrevista figura con prominencia
dentro del testimonio.

Paradójicamente estas precisiones de Margaret Randall podrían


servir para incluir a Relato de un náufrago de Gabriel García Márquez
como un buen ejemplo para su manual, lo que al parecer sería

68Randall, Margaret. “¿Qué es y como se hace un testimonio?” En Revista de Crítica


Literaria Latinoamericana, N° 36, Lima, 2do. Semestre de 1992. Originalmente publicado
por el Centro de Estudios Alforja, San José, 1983, bajo el título de Testimonios, como
manual preparado en 1979 para el taller sobre la historia oral del Ministerio de Cultura
Sandinista.
72

contradictorio, pues difícilmente se acepte a este texto en un canon del


género testimonio que se constituya a partir de esas prescripciones, a
pesar de las coincidencias evidentes que surgen de la lectura del prólogo:

En 20 sesiones de seis horas diarias, durante las cuales yo tomaba


notas y soltaba preguntas tramposas para detectar sus
contradicciones, logramos reconstruir el relato compacto y
verídico de sus diez días en el mar. Por “el uso de fuentes
directas” y a “la inmediatez”, los requisitos están cumplidos.
El 28 de febrero de 1955 se conoció la noticia de que ocho
miembros de la tripulación del destructor “Caldas”, de la
marina de guerra de Colombia, habían caído al agua y
desaparecido a causa de una tormenta en el mar Caribe[...]Al
cabo de cuatro días se desistió de la búsqueda, y los
marineros perdidos fueron declarados oficialmente muertos.
Una semana más tarde, sin embargo, uno de ellos apareció
moribundo en una playa desierta del norte de Colombia,
después de permanecer diez días sin comer ni beber en una
balsa a la deriva. La historia nos llega, entonces, a través de
las particularidades de una voz de un protagonista del hecho.
Una semana después de publicado en episodios, apareció el
relato completo en un suplemento especial, ilustrado con las
fotos compradas a los marineros. Hay una introducción, con
las iniciales al pie del entrevistador y, asimismo, se avalan los
dichos de Luis Alejandro Velasco, el entrevistado, con la
referencia a “materiales secundarios” tales como fotografías.
El libro es producto de entrevistas y acerca de su “calidad
estética” parece no haber dudas.69

La concepción de que el registro oral, en su inmediatez, es una


garantía de fidelidad, podría ser cuestionada por sus prejuicios
fonocéntricos, sino fuera porque en el mismo Manual de Randall estos
prejuicios quedan desconstruidos por el tratamiento que debe recibir la
voz para llegar a los lectores:

69García Márquez, Gabriel. Relato de un náufrago, Sudamericana, Buenos Aires, 1987.


Todas las referencias corresponden a esta edición. Era tan minucioso y apasionante,
que mi único problema literario sería conseguir que el lector me creyera, la
afirmación de García Márquez en el prólogo hace explícito lo que la gestualidad
del género pretende ocultar.
73

Las primeras preguntas serán ¿por qué hacemos este


testimonio, y a quién va dirigido? Las respuestas nos servirán
como guía de gran importancia a la hora del montaje. El
montaje que comprende la selección que haremos de todos
los materiales que tenemos hasta el momento, y la edición
final: corrección de estilo, pulimento y el orden que tendrá
cada elemento dentro del producto final. Es un momento de
gran riqueza creativa, de mucha inventiva. Es clave aquí la
palabra comunicación. Queremos comunicarnos con los
lectores. Queremos trasmitirles no sólo un información con sus
múltiples facetas, sino que esperamos además que se
emocionen al recibirla[...]

Cita que puede ser leída como una auténtica confesión de


fidelidad para la tradición clásica de la verosimilitud según Aristóteles y
Quintiliano. Finalmente, lo que resulta sorprendente es la insistencia
acerca del valor estético de la obra. Sobre la importancia de la calidad
literaria de un texto de testimonio, todo lo que se diga es poco”, como si
fuera perfectamente compatible el proyecto de hacer hablar a la voz de la
otredad sin que sufra trastorno alguno al trasformarla en una escritura
que porte altos valores estéticos, asumiéndolos como universales y de
este modo compartidos tanto por el dador del testimonio como por los
lectores que se emocionan y el entrevistador que “tiene la obligación de
transmitir la voz del pueblo”.
Toda la propuesta del Manual de Margaret Randall, que pretende ser
didáctica y clara entra en su zona de ambigüedad puesto que se propone
transmitir la experiencia vivida del modo más fiel en un género que se
distingue de todos los demás géneros, pero recurriendo a una
simplificación reduccionista, acaso sin saberlo, de la poética de Ernest
Hemingway, para quién la obra literaria es como un “iceberg”: una
gigantesca mole de hielo que vemos flotar porque debajo del agua la
sostienen los siete octavos de su volumen.70
Por último, la equiparación entre imagen y palabra la fotografía
también puede ser un testimonio por sí misma, manifiesta una concepción
marcada por todos los presupuestos del realismo, sin advertir que esos

70En un artículo sobre la muerte de Hemingway “Un hombre ha muerto de muerte


natural”, en Novedades, México, 9 de julio de 1961, García Márquez señala: La
trascendencia de Hemingway está sustentada precisamente en su oculta sabiduría que
sostiene a flote una obra al parecer objetiva, de estructura directa y simple, y a veces
escueta inclusive en su dramatismo.
74

presupuestos son procedimientos de representación y no una trasmisión


genuina de la realidad representada.71
Es cuanto menos ingenuo establecer una homología simétrica entre
los sucesos y el texto. Considerar la narración del testigo como un reflejo
de su experiencia, supone no atender a los procesos de interferencia que
en su discurso operan la distancia temporal con los hechos relatados y,
por lo tanto, las transacciones entre memoria y olvido, su imaginario, su
competencia, los modelos discursivos y genéricos sobre los que se vierte
su voz. Del mismo modo, las marcas de la transcripción del autor no sólo
aparecen en las declaraciones explícitas de los prólogos que casi sin
excepción acompañan los textos de testimonio, sino que se manifiestan
en la configuración narrativa del relato, en el diseño de la trama, en los
juegos de diferimiento y suspenso, en la separación en capítulos.
Un prólogo, junto con lo que dice la letra, entrega un repertorio más
o menos preciso de gestos. Esta afirmación es tan amplia que alcanza a
cualquier tipo de texto; pero en el caso específico del prólogo el desajuste
entre el significado del discurso y su efectividad es tan marcado que
permite señalarlo como una característica peculiar. Es más, la gestualidad
del prólogo es tan ostensible que aparece como estructuralmente
independiente de la instancia discursiva retórica desplegada a fin de
persuadir al lector en un sentido o en otro. Esa gestualidad apunta a
introducir, presentar, recopilar, todo lo que implica, en suma, al hacerlo,
conferir legalidad, imponer, aconsejar, hasta sutilmente ordenar: “esto es
lo que ustedes deben leer”, “estas son las instrucciones adecuadas para
poder leer lo que hay que leer”.
Un prólogo siempre enuncia y anuncia “van a leer esto”, lo que
supone presentar por anticipado el sentido, inscribir de antemano al lector
en una red conceptual compactada y controlada de lo que ya ha sido
escrito; todo lo que es posible, dado que lo escrito que se presenta ya ha

71Pedro Mayer en un entrevista de Clarín, 3 de noviembre de 1996, titulada “ ¿En qué se


parece una foto a la realidad?” dice: En una época se creyó que la fotografía era el arte
más fidedigno. Se pensó que captaba la realidad y como parece la realidad, entonces la
reproducción ha de ser como la realidad. Pero con el tiempo hemos aprendido que de
fidedigno queda muy poco. Para empezar, el mundo se nos aparece en color,
tridimensional. Tiene un tiempo, un espacio, una temperatura. La fotografía e solamente
una abstracción de todo esto, como puede ser la poesía o la literatura. Resulta sólo una
versión de la realidad. Ni siquiera las fotografías en color tienen algo que ver con el
mundo: dependen de la eficacia de una serie de medios que intentan reproducir lo que
se ve pero que no lo pueden lograr con total efectividad. Por eso la búsqueda del color
perfecto en una foto es una ilusión. Además tenemos la fotografía en blanco y negro que
representa, aún, una mayor abstracción. El hecho de ser una abstracción mayor logra
que la imagen se despegue de manera nítida de la realidad concreta y refleje la visión
del propio artista.
75

sido leído a fin de ser reducido al componente semántico prescrito y así


entonces adelantado.
Para todo prólogo la escritura es un pasado, que en el presente
alguien autorizado/tario, dispone con pleno dominio de su sentido, con el
objetivo de atenuar la ambigüedad, construir al menos una versión de “la
verdad”, establecer lazos firmes y claros entre la palabra y el mundo; una
vez que se ha asegurado el límite, la clausura de la deriva infinita de los
sentidos, se define la condición de posibilidad fundante de construcción
de la referencia, se naturaliza el lazo entre discurso y realidad.
La gestualidad del prólogo está, asimismo, marcada por el espacio
liminar que ocupa, una especie de muro de contención de todo desborde
de lectura y también una grieta por la que se cuela la inadecuación entre
la dispositio y el sentido del discurso: desde el momento en que se
propone reducir el volumen de la significancia a una sola superficie, el
lugar del prólogo ya no es cualquier lugar. Si la cuestión debe ingresar por
el camino de una topología, ésta resulta irreductible a la dimensión
semántica del discurso, es un suplemento.
Ahora bien, los prólogos, que acompañan obligadamente al
testimonio, permiten ser agrupados en una suerte de sub-género, puesto
que formulan las mismas cláusulas contractuales. Los protocolos de
lectura que pretenden imponer —esto vale para los textos que aparecen
como el núcleo ejemplar del canon genérico— giran en torno de las
necesarias explicaciones de los procedimientos utilizados para efectivizar
el pasaje de la voz del testimoniante a la escritura del transcriptor. La
tensión que se produce en el espacio de enunciación exhibe que el pasaje
nunca es un simple trabajo de transcodificación sino una negociación
desigual, en la que el dador del testimonio y quien lo recibe con el
objetivo de transmitirlo no ocupan posiciones equivalentes.
De este modo, el prólogo es el espacio en el que los sujetos de la
escritura, los transcriptores, exponen las modalidades de su intervención
sobre la oralidad de los testimoniantes, a los efectos de asegurar la
adecuación más fiel de un registro a otro.
Para Hugo Achugar:

El llamado “efecto de oralidad” es central al testimonio por otra


razón: su contribución al llamado “efecto de realidad”, o “efecto
documental” según otros, o como preferimos llamarlo “efecto de
oralidad/verdad”. Y aquí es donde el análisis del nivel del enunciado
76

y del nivel pragmático se hace uno pues lo que ocurre supone una
interacción de ambos niveles. La permanencia o huella de la
oralidad permite generar en el lector la confianza de que se trata de
un testimonio auténtico, reafirmando de este modo la ilusión o la
convención del propio género, o sea que está frente a un texto
donde la ficción no existe o existe en un grado casi cero que no
afecta la verdad de lo narrado.72

En principio, la confianza depositada por Achugar en la huella de la


oralidad como legitimador de verdad parece fundarse en un criterio algo
estrecho de la noción de huella, asimilándola prácticamente a un simple
correlato de lo que en lingüística se denomina rasgo distintivo. Porque las
huellas no son tan sólo marcas de autenticidad de una voz ausente que
ha proferido un relato, que no está ausente en el sentido de presente en
otro lugar, sino que también está formada ella misma de huellas. La
oposición oralidad/escritura planteada en términos de huellas designa
inevitablemente el encabalgamiento del otro, oralidad, en el mismo,
escritura.
La concepción de que las huellas de la oralidad garantizan “la
verdad” entra en flagrante contradicción con la idea de la diferencia como
condición de posibilidad del sentido, tal como ya aparece en Saussure,
puesto que no podríamos identificar nunca un mismo signo a través de
sus repeticiones si nos atuviéramos tan sólo a la materialidad de su
significante. La competencia para reconocer un signo más allá de sus
repeticiones implica que lo que otorga la mismidad a través de las
repeticiones es una idealidad. Por lo tanto, el significante no puede ser
reducido a una instancia sensible. Por otra parte, esa idealidad no
constituye por sí la identidad del signo, se amalgama con la diferencia
entre las repeticiones dentro de un sistema sin términos positivos, tal
como lo postula Saussure.
La identidad del signo sólo está garantizada por su diferencia con
otras idealidades, la diferencia que se establece entre entidades
aparentemente sensibles, no puede, por principio, ser a su vez sensible.
De lo cual se deduce que la materia o el tejido en los que están recortados
los significantes no sea pertinente para la definición de signo. Esto es lo
que invalida toda pretensión de dar más importancia a la substancia de la
expresión, la voz, sobre la escritura.
72Achugar, Hugo. “La historia y la voz del otro”, Revista de crítica literaria
latinoamericana N° 36, Lima, 2do. Semestre de 1992.
77

De la puesta en discurso de la lengua no se infiere un sentido previo


que los signos no tienen otra alternativa que expresar, sino una cierta
continuidad sin límites de la diferencia. Lo cual hace que, al remitir a una
instancia de presencia propia del sujeto, asegurada en este caso por las
huellas de la oralidad, no remite a una instancia originaria en relación
con la cual se puedan prever sin dificultad las posibles ambigüedades que
surjan, sino a otra red de huellas. Esta continuidad (que en definitiva no
está configurada más que en infinitas tramas sin principio ni fin de
diferencias y cesuras) no permite dar crédito a la idea de un abismo entre
lenguaje y experiencia o mundo, es decir, por lo tanto, entre el espacio de
lo legible y el espacio de lo visible. Lo que no implica la borradura de todo
tipo de diferencias entre esas instancias, sino, por el contrario, otorgar a
la huella una función más compleja que la de un simple indicio.
De lo que está advirtiéndonos Achugar con su señalamiento de las
huellas de la oralidad como índices indubitables de la verdad es de la
necesidad de remitir a un origen fuera del texto, ya que ese origen ha de
preservar el discurso contra la diseminación de sentidos que deshace toda
protección de la univocidad. Sin este origen —que ya no es simplemente
una causa primera, sino todo un dispositivo teleológico que controla la
finalidad del sentido, es decir, la clausura del sentido—, no es posible
distinguir “el testimonio auténtico” de la ficción.
Todo signo, para ser considerado como tal, supone la posibilidad de
repetición infinita, es por esa condición que la presentación actual del
sentido a través de una expresión está habilitada por su repetición. El
signo, y por extensión el lenguaje todo, se constituye en ese retorno
infinito en el que la distinción que conjetura Achugar, entre una verdadera
comunicación y una comunicación imaginaria, no puede establecerse;
desde el momento en que existe el signo, la diferencia entre primera vez
y repetición, entre presentación y representación, es decir, entre la
presencia y la no presencia, ya no tiene límites que no sean puras
imposiciones. El signo es indefinidamente, sin principio ni fin, su propia
representación.
Al afirmar que:
La permanencia o huella de la oralidad permite generar en el lector
la confianza de que se trata de un testimonio auténtico, reafirmando
de este modo la ilusión o la convención del propio género, o sea que
está frente a un texto donde la ficción no existe o existe en un grado
casi cero que no afecta la verdad de lo narrado.
78

Achugar se coloca, por una parte, en la misma perspectiva que la retórica


clásica al hacer depender la verdad de los enunciados de los
procedimientos de persuasión y, por otra, se instala en el tipo de
verosimilitud que Roland Barthes caracteriza como realista, es decir, un
discurso que acepta enunciaciones sólo acreditadas por su referente. 73
Toda palabra, en tanto signo, remite a dos instancias: el referente y
el sentido. Sin esta distinción, el lenguaje sería tan sólo un inventario de
nombres propios de cosas y no sería, entonces, un lenguaje. La diferencia
entre la palabra y lo que la palabra designa, es decir, la cosa, instancia del
sentido, del significado, de la idea o del concepto es la que posibilita que
podamos llamar a un perro perro en lugar de Fido. La palabra remite al
concepto que remite al mundo y lo constituye de un modo que no sea
borroso e ininteligible. La función básica de la palabra es representar la
cosa referida en su ausencia. Pero para que esta descripción sea posible,
lo que debe estar ausente es el referente, no el significado, sin el cual el
signo perdería entidad. En términos amplios y generales se puede afirmar
que si el referente diera acceso directo al sentido, no habría necesidad de
signo ni de lenguaje.
En cambio, la mencionada “huella de la oralidad/verdad” está
configurada por el enlace directo y sin interferencias de un significante y
su referente.
Cuando Achugar luego agrega:

El testimonio también exige una convención aunque operando de


otro modo. Se trata de una voluntaria aceptación de la verdad, de
una suerte de “natural confianza” del receptor en el discurso
recibido o escuchado que no permite ni siquiera la sospecha ni el
descreimiento.

Se instala en el marco de la poética realista que pretende desmontar la


conformación tripartita del signo para hacer de la oralidad un encuentro
efectivo entre el referente y la palabra. Esta desintegración del signo es el
rasgo más relevante de la escritura realista, que pretende garantizar la
plenitud referencial a costa de la desaparición de toda opacidad del signo,
lo que sitúa a la escritura testimonial como una versión más, acaso
explícitamente simplificada, del proyecto de representación que alcanza
73Barthes, Roland. “El efecto de realidad” en El susurro del lenguaje, Paidós, Barcelona,
1987.
79

su mayor grado de elaboración con la novela europea del siglo XIX.


Pero, por otra parte, la enunciación testimonial supone un proceso
en el que hay etapas bien diferenciadas: en primer término, se debe
considerar la situación inicial, la entrevista, en la que los narradores-
informantes —Esteban Montejo, Rigoberta Menchú— relatan sus vidas a
sus interlocutores —Miguel Barnet, Elizabeth Burgos-Debray—, quienes
conservan el registro de esa oralidad en dispositivos de grabación; luego
se vuelcan los materiales en bruto a la escritura y, por último, se lleva a
cabo la transcripción testimonial que es precedida por la lectura crítica de
esos materiales; el sujeto de la escritura enfrenta el relato del otro, lo
transcribe, por lo tanto el pasaje de la oralidad a la escritura es la
inscripción de la lectura crítica llevada a cabo por el entrevistador; esta
instancia comprende también la organización narrativa del relato y el
trabajo con la lengua, operaciones en las que emerge la participación
implícitamente aludida del lector, destinatario final del testimonio, sobre
el que converge la disposición de la versión última.
El proceso de la enunciación testimonial —que aquí he resumido en
tres etapas sólo a los efectos de mi exposición, aunque es de una
complejidad mayor, por la superposición y reiteración de algunas de las
operaciones que aquí he considerado sucesivas— las divisiones usuales
entre emisión y recepción, entre envío y llegada, dejan de ser
compartimientos estancos. El transcriptor del testimonio, que es el
destinador en el momento de escribir, ha sido el destinatario del relato
oral. El acto de escribir queda, así, escindido por la complicidad intrínseca
que se establece entre la revisión de los materiales transcriptos y su
versión final, es decir, entre lectura y escritura, lo cual impide de forma
inmediata que se pueda considerar tan fácilmente una instancia como
diversa de la otra, y liquida, al mismo tiempo, la oposición emisor/activo,
receptor/pasivo que organiza la comprensión habitual de la escritura.
Dicho sea de paso, una función, entre otras, de los prólogos es asegurar la
pasividad del lector para que acepte las convenciones impuestas. En
efecto, en general se soslaya esta complicidad fundante entre escritura y
lectura, para imponer la prioridad absoluta de una escritura que debe
leerse como manifestación inequívoca de la plenitud referencial, anclada
en las huellas de la oralidad/verdad. El prólogo le sopla al lector lo que
debe leer, en otras palabras restringe sus posibilidades de nombrar los
sentidos, paraliza la escritura.
Hay que tener en cuenta que en el proceso de enunciación
80

testimonial el trabajo de escribir y de leer aparecen escindidos, la


separación entre las instancias de enviar y recibir, que se deslizan a la
escena de lectura del testimonio, implican la exigencia de aceptar que la
intención y la expresión del testimoniante, aseguradas por la oralidad, se
mantienen sin perturbación en el pasaje a la escritura y, luego, son
custodiados por los protocolos del prólogo al lector.
Todo ello implica que se pretende desconocer que la escritura no
garantiza jamás el pasaje unívoco del sentido a un destino prefijado. La
supuesta unidad del texto, marcado, en principio, por el nombre de un
autor, permanece en espera del refrendo de cada lector, lo que hace, por
consiguiente, que los refrendos se reiteren en forma indefinida; la
escritura anticipa, en el prólogo, que la lectura no tiene fin, que está
siempre por venir y que un texto escrito, que por lo tanto permanece, no
encuentra nunca su reposo en la unidad de la intención del enunciado
considerado original. No hay convención que limite la proliferación de
sentido de la escritura, que mantiene perpetuamente su capacidad de
repetición en la alteridad hasta el infinito.
Cuando Achugar sostiene que:

Todo el sistema de autorización del testimonio es, en definitiva, el


que posibilita el funcionamiento de la convención. Autorización y
convención van de la mano pues la posibilidad de aceptar el
testimonio como verdad, natural y espontáneamente, es factible si
la institución (sea cual sea) juega su poder y autoridad a la
legitimidad del testimonio.

Expone de manera acabada toda una concepción de la clausura del


sentido como garantía de la verdad, es decir de la relación unívoca entre
texto y referente. Dicho “sistema de autorización” debe garantizar la
enunciación del texto al unirlo de forma definitiva a una instancia
unificada de emisión, y afirmar, además, la originalidad de la escritura
portadora de las huellas de la oralidad que, como se dijo, es vista como
garantía de verdad. Sin ir más allá, esta autorización de la escritura ocupa
el lugar de la enunciación oral, de la que toma todo su prestigio de
experiencia original.

La verdad (co)rregida
En los prólogos, el nombre del autor del testimonio, en términos de
81

Achugar “el letrado solidario”, simula reunir todos los momentos de la


enunciación en ese único momento de metaenunciación, que en lugar de
abrir el libro lo cierra. El proceso de autorización tiene el prólogo como
epílogo; en principio asume la propiedad de lo que ha quedado escrito en
el intervalo y esta sinécdoque le permite, lo autoriza a apropiarse de todo
el testimonio. Este gesto, además, es paradójico, se trata de impedir toda
lectura que se aparte de lo prescrito de antemano, o sea de lo afirmado
por el firmante del prólogo, se propone una lectura respetuosa de un
texto, que por principio se presenta como un no-texto.
Esa firma que, como la Miguel Barnet, el letrado solidario canónico,
aparece en la tapa de Biografía de un cimarrón como la del autor,
significa, por una parte, una borradura de la voz del otro, Esteban
Montejo, a la que se jacta de develar pero que desplaza a partir de una
serie de operaciones de desaparición de su nombre; y, por otra, la
instauración, desde el título inscripto en la tapa, de un travestismo
genérico, la biografía es una historia de vida contada por otro. Pero en la
portada misma del libro quedan desvirtuadas todas las pretensiones
declamadas de preservar la voz del otro, que el lector recibe a través de
una versión final en forma de “traducción técnica”, la cual enmascara los
procedimientos de puesta en escritura, legalizándolos con la garantía de
las huellas de la oralidad; todo eso no es más que apelar a
procedimientos de verosimilitud que en la escritura realista han tenido
otra relevancia.
En el caso de la traducción por parte de alguien de un texto de otro,
de una lengua a otra, tenemos una relación clara, muy simple entre dos
textos y dos firmas. Se puede decir lo mismo de la lectura en general de
la que la traducción no es más que un caso particular. Pero cuando en el
testimonio se recurre a la idea de “traducción técnica” para justificar las
intervenciones sobre el “texto oral original” se reponen situaciones ya
parodiadas en Don Quijote de la Mancha por Miguel de Cervantes
Saavedra.
Así cuando Miguel Barnet, en el prólogo a Biografía de un cimarrón,
afirma que:

Una vez obtenido el panorama de su vida, decidimos


contemplar los aspectos más sobresalientes, cuya riqueza nos
hizo pensar en la posibilidad de confeccionar un libro donde
fueran apareciendo en el orden cronológico en que ocurrieron
82

en la vida del informante. Preferimos que el libro fuese un


relato en primera persona, de manera que no perdiera su
espontaneidad, pudiendo así insertar vocablos y giros
idiomáticos propios del habla de Esteban[...]En todo el relato
se podrá apreciar que hemos tenido que parafrasear mucho
de lo que él nos contaba. De haber copiado fielmente lo giros
de su lenguaje, el libro se habría hecho difícil de comprender y
en exceso reiterante. Sin embargo, fuimos cuidadosos en
extremo al conservar la sintaxis cuando no se repetía en cada
página.74

Asoma en estos propósitos una resonancia de la tarea del traductor


en la novela de Cervantes. Respecto de ese personaje en Don Quijote de
la Mancha, se trata de un yo que traduce los cartapacios escritos por Cide
Hamete Benengeli, en ese ejercicio se constituye como un tú que lee al
autor arábigo, lo refiere y le contesta: en el Capítulo V de la Segunda
Parte se dice:

(Llegando a escribir el traductor desta historia este quinto


capítulo, dice que le tiene por apócrifo, porque en él habla
Sancho Panza con otro estilo del que se podía prometer de su
corto ingenio, y dice cosas tan sutiles que no tiene por posible
que él las supiese; pero que no quiso dejar de traducirlo, por
cumplir con lo que a su oficio debía, y así, prosiguió diciendo:
[...])75

Cuando Elizabeth Burgos Debray, en el prólogo de Me llamo


Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia, afirma:

Para efectuar el paso de la forma oral a la escrita, procedí de


la siguiente manera:
Primero descifré por completo las cintas grabadas (veinticinco
horas en total). Y con ello quiero decir que no deseché nada,
no cambié ni una palabra, aunque estuviese mal empleada.
No toqué ni el estilo, ni la construcción de las frases. El
material original, en español, ocupa casi quinientas páginas
dactilografiadas.
74Barnet, Miguel. Biografía de un cimarrón, México, Siglo XXI, 1968.
75Cervantes Saavedra, Miguel. Don Quijote de la Mancha, Kapelusz, Buenos Aires, 1973.
83

Leí atentamente este material una primera vez. A lo largo de


una segunda lectura, establecí un fichero por temas: primero
apunté los principales (padre, madre, educación e infancia); y
después los que se repetían más a menudo (trabajo,
relaciones con los ladinos y problemas de orden lingüístico).
Todo ello con la intención de separarlos más tarde en
capítulos. Muy pronto decidí dar al manuscrito forma de
monólogo, ya que así volvía a sonar en mis oídos al releerlo.
Resolví, pues, suprimir todas mis preguntas. Situarme en el
lugar que me correspondía: primero escuchando y dejando
hablar a Rigoberta, y luego convirtiéndome en una especie de
doble suyo, en el instrumento que operaría el paso de lo oral a
lo escrito.

Parece evocar al capítulo XVIII de la segunda parte de Don Quijote:

Aquí pinta el autor todas las circunstancias de la casa de don


Diego, pintándonos en ella lo que contiene una casa de un
caballero labrador y rico; pero al traductor desta historia le
pareció pasar estas y otras semejantes menudencias en
silencio, porque no venían bien con el propósito principal de la
historia; la cual más tiene su fuerza en la verdad que las frías
digresiones.

En la novela de Cervantes se exhiben los procesos de


interpretaciones e intermediaciones por los que atraviesa la historia de
Don Quijote. El texto narra su propia historia como el producto de
diferentes ejercicios de lectura; hasta el capítulo VIII de la primera parte
por el relato de un autor-compilador de diversas fuentes; de allí en más
aparecen el cartapacio de Cide Hamete Benengeli, el traductor y un
segundo autor. Si bien podemos conjeturar que la versión arábiga —
desconocida para los lectores— era homogénea, no es lo que la novela da
a leer. No estamos frente a ese relato original, ese ur-texto ha
desaparecido, estamos frente a otro texto. Su entidad original ha sido
trastornada por los intermediarios, que no sólo lo han referido sino
también omitido, censurado y criticado. Don Quijote se presenta como
una historia producto de varias derivaciones, proferido por diversos
enunciadores y en la que operan interferencias y entropías propias del
84

pasaje de una versión a otra.


En ese juego múltiple, la novela de Cervantes desecha la posibilidad
de configurarse en torno de la unidad, es decir emitido por una voz única,
desde una única instancia, para preferir la puesta en escena de múltiples
lecturas/escrituras de las que cada una no es más que una cristalización
momentánea. En Don Quijote hay un diálogo abierto en el que se asegura
la coexistencia de los diferentes discursos entre sí, incluso de aquellos que
sofocan a los otros, los someten a silencio, los borran.
Esta breve relación de varios de los tópicos más transitados de la
estructuración de la novela de Cervantes, tiene como propósito, acaso por
el señalamiento del absurdo, poner en evidencia que alguna de las
operaciones de corrección sobre los textos de los entrevistados,
explicados de modo puntual en los prólogos, parecen contradecir
flagrantemente el propósito más declamado del testimonio que es
conservar la voz del otro.
La pretensión es establecer el carácter referencial del testimonio,
apoyándola en la negación absoluta de la invención, y en la borradura, no
siempre negada pero ejercida casi sin excepción, de que la escena de la
entrevista es el encuentro de dos universos narrativos, de los cuales uno
terminará imponiendo su versión, puesto que los destinatarios finales del
testimonio pertenecen al imaginario cultural del transcriptor y comparten
su competencia para construir sentidos.
La coartada de hacer legible la versión oral, de la que todo autor de
testimonios se hace cargo de una manera u otra, es la instancia en la que
se impone a la versión del testimoniante, situada en el ámbito de la
experiencia, los modelos de quien lo ha entrevistado, que es quien
aparece poseyendo las estrategias de narración adecuadas para que su
voz sea difundida. Estas últimas no son universales, las intervenciones del
autor del testimonio que apuntan a mejorar su inteligibilidad, tampoco. 76
Si, como decíamos más arriba, la reflexión sobre las condiciones de
posibilidad del nombrar aparecen como la mirada inquisitiva sobre la

76Iván A. Schulman en la Introducción de Autobiografía de un esclavo de Juan Francisco


Manzano dice: El texto-base que utilizamos es de José L. Franco, Autobiografía, cartas
y versos de Juan Francisco Manzano (La Habana: Municipio La Habana, 1937), la
única edición en español. Este “Cuaderno de Historia Habanera”, de ejemplar
preparación cuidadosa, es una curiosidad bibliográfica, casi inasequible hoy en día. Pero
por tratarse de una obra de singular importancia histórica y literaria, decidimos no
reproducir el texto de la edición de Franco, en la cual aparece el manuscrito original con
todas sus deficiencias ortográficas y sintácticas que tanto dificultan su lectura. Nos
pareció que el lector contemporáneo, interesado más que nunca en los temas de la
literatura negrista, la esclavitud, el subdesarrollo y la dependencia cultural, requería un
texto fidedigno y moderno. Así nació la idea del texto que ahora ofrecemos al público.
85

genealogía de la construcción de identidades, la intervención del autor del


testimonio en la rescritura de la versión del otro, no es más que la
apropiación de su identidad y, por ende, de la imposición de un imaginario
y de un universo de sentidos que le son ajenos, pero que se presentan
como los más aptos para dar a conocer su mundo.
En la novela de Cervantes, se hace de la complejidad de los pasajes
entre las intervenciones que dialogan, un procedimiento constitutivo de su
configuración, en el que la ambivalencia, la ambigüedad, los vacíos se
abren en el encuentro de una versión a otra; en los testimonios canónicos,
por el contrario, hay una pretensión manifiesta de asimilar la verdad a la
versión del autor del testimonio presentándola como la más apta para ser
leída, doble imposición entonces.
He preferido denominar “autor del testimonio” antes que
“transcriptor” a quien lleva a cabo las entrevistas, tomando como modelo
a Miguel Barnet; puesto que su versión no sólo se apropia de la versión
del otro, sino que también la hace circular como suya, borrando el nombre
de Montejo del título, en todo caso haciéndolo desaparecer en la tipicidad
de la generalización de “cimarrón”.77 Además de las cuestiones
legales en las que se dirimió la propiedad de la autoría, el título muestra
paradigmáticamente un desplazamiento del nombre del individuo que
testimonia a una designación genérica que diluye su identidad en una
característica que interesa resaltar, instalando así la voz del que narra en
una tipicidad generalizadora. Asimismo, el subtítulo que estuvo diez días
a la deriva en una balsa sin comer ni beber, que fue proclamado héroe de
la patria, besado por las reinas de la belleza y hecho rico por la
publicidad, y luego aborrecido por el gobierno y olvidado para siempre,
77En relación con estas cuestiones, Relato de un náufrago puede ser leído como un
inventario ejemplar de las características distintivas del género testimonio. En 1955,
Gabriel García Márquez publica en El Espectador de Bogotá un reportaje a Luis Alejandro
Velazco, que tras un naufragio había permanecido diez días en alta mar, en una balsa a
la deriva, sin comer ni beber; la historia se publica en catorce días consecutivos. El
entrevistador y el entrevistado acuerdan que la narración sea en primera persona con el
nombre de Velazco como el del autor, de tal modo que García Márquez no aparecía
vinculado al reportaje. En 1970, la editorial Tusquets de Barcelona, publica este reportaje
en su colección de textos marginales, el libro se convirtió en uno de los más editados y
leídos de García Márquez, veinticinco años después llevaba vendidos alrededor de diez
millones de ejemplares. Luis Alejandro Velazco ha declarado que al salir el libro en marzo
de 1970, García Márquez le envió una carta en la que le comunicaba que los derechos
eran suyos y le indicaba qué pasos debía seguir para poder cobrarlos. Hasta diciembre
de 1982, los derechos en lengua castellana le llegarían con toda puntualidad, desde esa
fecha se interrumpieron definitivamente. Con posterioridad, hubo tratativas en las que
participó inicialmente Carmen Balcells la agente literaria de García Márquez y luego se
abrió un complicado proceso judicial que, en febrero de 1994, terminó a favor del
escritor en el sentido de que éste es el único autor del libro.
86

funciona como un resumen de la narración e incluye explícitamente un


“luego” que da a leer un efecto del propio texto del testimonio y, por lo
tanto, posterior a la escritura, y que tiene el valor de emblema de la
cronología de inscripción de las lecturas/escrituras del género.
Resulta llamativo al extremo la borradura de ese nombre, ya que es
justamente el nombre propio como tal, lo que estaría garantizando una
cierta conexión entre lenguaje y mundo puesto que podría designar a un
individuo concreto sin ambigüedades, sorteando todas las remisiones
constitutivas de los circuitos de significación. Aun si aceptamos que la
lengua está configurada como una red de diferencias y, por lo tanto, de
huellas, parecerá que el nombre propio, a pesar de que forma parte de la
lengua, puede señalar directamente al individuo al que le da el nombre.
Esta capacidad de designación del nombre propio aparece como un
auténtico prototipo del lenguaje y, en tal sentido, puede ser erigido en
una instancia modélica de determinación de la teleología del lenguaje, es
decir, un ideal regulador que es, en definitiva, la posibilidad cierta de
designar la verdad. El desafío que plantea el nombre propio es
importante, siempre y cuando se considere que tenga existencia.
Lo que se denomina bajo el nombre común genérico de nombre
propio, sólo puede funcionar por su pertenencia a una lengua, a un
sistema de diferencias: este y no aquel nombre propio designa a este o a
aquel individuo, y no a otro, y se encuentra, de este modo, marcado por la
huella de los demás en una articulación de por lo menos dos términos. Si
aceptáramos la posibilidad de la existencia de un nombre auténticamente
propio, se impondría la exigencia de que no hubiese más que un único
nombre propio, que por lo tanto no sería un nombre, sino una suerte de
índice puro que indicaría la referencia pura, un vocativo absoluto que ni
siquiera llamaría, puesto que de toda llamada se infiere la distancia y la
diferencia. Lo que designamos como “nombre propio” no es una
propiedad absoluta y cerrada sino, antes bien, la puesta en escena de un
acto de enunciación, el nombrar, que se pretende instituir como origen y
prototipo del lenguaje. Todo acto de nombrar disemina la presunta unidad
que se supone debe respetar; el nombre propio tacha la propiedad que
anuncia destruida por la imposibilidad de tener autonomía de la lengua. El
nombre propio desnombra, deshace al nombrar toda posibilidad de
designar lo único. Pero no se puede negar que el nombre llamado propio
está inmerso en un sistema de diferencias y que, por lo tanto, el nombre
propio y por extensión el sentido propio no se distinguen más que por una
87

formulación reglamentaria de la densa trama de impropiedad lingüística.


Para evitar la imposibilidad de designar la verdad, hay que
reconocer que los nombres propios y los deícticos aparecen como
sujetando el tejido del lenguaje a una otredad, sin reducir esa otredad al
lenguaje. Pero es posible demostrar que, como cualquier otro término,
Roberto Ferro debe poder funcionar en ausencia de su objeto, y como
cualquier otro enunciado debe poder ser comprendido en mi ausencia y
después de mi muerte. De todo ello se infiere que su capacidad de hacer
inteligible un sentido, depende de la posibilidad de su repetición y, en
consecuencia, de la posibilidad de una idealidad y, por lo tanto, también
de diferencias y huellas. Todo ello cuestiona la escena en la que
entrevistador y entrevistado son capaces de designar el mismo sentido a
partir de la siguiente pregunta del entrevistador: “¿cómo llama usted a
eso?”. Pregunta fundamental en la escena fundante del testimonio.
El nombre propio sobrevive al referente que designa, es decir su
posibilidad de designación alcanza a esa ausencia absoluta que
denominamos muerte. Todo nombre propio de persona tiene, como la
escritura, un rasgo testamentario. La señal que identifica a una persona
que la hace ser esa y no otra, la desapropia inmediatamente al anunciar
junto con la designación la muerte y separándose así radicalmente del
referente que constituye o garantiza. La firma se distingue del nombre
propio en general porque intenta recuperar lo propio que se pierde en el
nombre. No es usual que aparezca la firma manuscrita de un autor en un
libro impreso que se le atribuye, pero se supone, y toda la legislación de
derecho de autor con su borgeana complejidad se funda en ello, es decir
que en alguna parte, —en el contrato del editor—, hay una verdadera
firma manuscrita, que garantiza de manera continua el nombre del autor
impreso en la tapa del libro.
Esa firma, por lo tanto, tiene por función garantizar la instancia de
enunciación del texto y asegurar, asimismo su originalidad; la firma es en
la escritura lo que en el habla es la enunciación. Miguel Barnet firma sobre
la enunciación de Esteban Montejo con trazo tan grueso que la tapa hasta
hacerla desaparecer. En su prólogo a Biografía de un cimarrón esa firma,
que es una contra-firma, simula reunir todas las instancias de la
enunciación del texto en esa única instancia de metaenunciación que
antes de abrir cierra el libro. Miguel Barnet ha firmado como propio el
relato de otro, en el prólogo promete a los lectores que su tarea ha sido
hacer inteligible la palabra de Montejo, y por todo ello asume como
88

propiedad, aquí y ahora, lo que ha sido escrito en el intervalo además de


borrar al otro al negar la dimensión dialógica.
No es casual que el nombre del otro no aparezca en la portada del
libro; el deseo de apropiación de Miguel Barnet es solidario con la
concepción del lenguaje y de la verdad que expone el testimonio
canónico. Pretendiendo que el texto le pertenezca de manera absoluta,
unifica la enunciación, que funciona como causa u origen y como clausura
del sentido, esa clausura se impone como designación de la referencia y
la compatibilidad entre referencia y palabra. Esa convicción acerca de la
capacidad para designar la referencia que se le atribuye al nombre propio,
que de algún modo aparece en la resistencia a la traducción, hace que
sea el prototipo ejemplar de una concepción del lenguaje que se arroga la
capacidad de designar la referencia en términos de verdad. Cuando
Miguel Barnet borra el nombre de Esteban Montejo exhibe
desaforadamente el respeto a esa posibilidad.
Las versiones corregidas del testimonio son solidarias con los
discursos que se autovalidan como políticamente correctos, comparten
con ellos una misma concepción de las relaciones entre lenguaje y
realidad, a partir de la cual es posible señalar unívocamente la verdad. Lo
que aparece como contradictorio es que se presentan como modalidades
discursivas que otorgan voz o razón a aquéllos que son oprimidos,
discriminados o sofocados por los discursos hegemónicos y, para alcanzar
sus objetivos imponen dispositivos de construcción de la verdad correcta
que son idénticos a los de los opresores; la corrección controla la
proliferación de sentido, establece relaciones unívocas entre palabra y
mundo, somete el disenso al exilio de los réprobos.

Apéndice II
Discurso político y referencia especulativa
El cuento "El tema del traidor y del héroe" de Jorge Luis Borges,
publicado en Ficciones de 1944, da a leer un probable argumento en el
que la acción transcurre en Irlanda en 1824, pero también podría ser
posible en cualquier país oprimido y tenaz: Polonia, la república de
Venecia, algún estado sudamericano o balcánico, y el final de la historia
de su protagonista, Fergus Kilpatrick, es una construcción que se realiza
teniendo como modelo el asesinato de Julio César. Los dos fueron héroes
de sus pueblos: Kilpatrick del irlandés y César del romano, ambos mueren
asesinados por sus seguidores. Las coincidencias y simetrías no se agotan
en esas situaciones, como Julio César, Kilpatrik recibió una carta que no
leyó, —circunstancia similar a la de César que no tuvo tiempo de leer el
memorial que le habían enviado con antelación— en ella se le advertía el
89

riesgo de concurrir al teatro, esa noche, donde fue asesinado. Al igual que
en el sueño de Calpurnia respecto a la muerte de César, la muerte de
Kilpatrick es anunciada por el incendio de la torre circular de Kilgarvan.
Esos paralelismos (y otros) de la historia de César y de la historia de un
conspirador irlandés inducen a Ryan, el biógrafo del irlandés, a suponer
una secreta forma de tiempo, un dibujo de líneas que se repiten. La trama
del cuento de Borges no trata tan solo de un ciclo del asesinato de Julio
César que se repite en Irlanda el 2 de agosto de 1824, la repetición rebasa
el marco de la Historia e inscribe en su desarrollo incidentes tomados de
la obra de Shakespeare: Ryan comprueba que ciertas palabras de un
mendigo que conversó con Fergus Kilpatrick el día de su muerte, fueron
prefiguradas por Shakespeare, en la tragedia de Macbeth. En el final del
cuento, Ryan descifra el enigma: entre los conspiradores que Kilpatrick
dirige hay un traidor, ese traidor es Kilpatrick, la rebelión estaría en
peligro si él es ajusticiado; James Nolan, quien desvela la traición,
propone un plan que hace de la ejecución del traidor el instrumento para
la emancipación de Irlanda, ese plan está construido siguiendo los
dramas de Shakespeare Macbeth y Julio César.
"El tema del traidor y del héroe" es un texto paradigmático del
constante deslizamiento e interferencia entre las especificidades que los
discursos hegemónicos, con pretencioso voluntarismo, diferencian como
la realidad y la ficción, y que la escritura borgiana trastorna hasta hacer
indecidibles sus bordes. En el comienzo de la narración se señala que la
historia es un argumento imaginado bajo el influjo de Chesterton; luego la
ficción es comparada con un hecho histórico y se detallan lugares, fechas,
nombres, datos precisos que dan al personaje un perfil de autenticidad; a
mitad del relato ya se menciona a Kilpatrick como partícipe de un hecho
histórico. Cuando lo ficticio es convertido en realidad histórica, lo
histórico, el asesinato de César, se trastorna en ficción; la historia del
asesinato del héroe irlandés no repite los detalles del asesinato del César
histórico, sino del César de Shakespeare. Ryan, el biógrafo del héroe
irlandés, se convierte en el final en un elemento más de la trama de
Nolan. Toda la realidad en la historia del asesinato de Kilpatrick está
construida como una gigantesca representación: de teatro hizo la ciudad
entera, y los actores fueron legión, y el drama abarcó muchos días y
muchas noches; este teatro y este drama prefiguran otro, ahora de
carácter histórico, el de Lincoln. Todo el cuento es un exhibición
desaforada de movimiento pendular constante que trama lo real y lo
ficticio, lo histórico y lo imaginario, hasta deshacer las certezas de los
límites precisos que pretenden distinguirlos.
En el cuento de Borges se confabulan una serie de instancias
diversas referidas al discurso político en relación con el orden de la
temporalidad, hay por lo menos dos aspectos diversos que considero
pertinente para esta exposición; por una parte, el que tiene que ver con la
construcción del acontecimiento propiamente dicho, es decir los
materiales que intervienen en su articulación y los modelos que
configuran su entramado y, por otra, el relacionado con la inscripción del
acontecimiento en una reconstrucción narrativa del pasado, en su
evocación como huella determinante en el presente y potencialmente en
el futuro. En el primer caso, la puesta en escena de un drama (la acción
90

fundamental se desarrolla en un teatro) es el marco genérico; en el


segundo, la configuración de su puesta en relato (hay un lector/escritor
que retoma la versión).
Es pertinente señalar que las acciones narradas en el cuento están
situadas en una época en la que aún la prensa no tenía una participación
decisiva en la difusión de los sucesos, es decir que el modo dominante
para propagarlo era la versión boca a boca, a partir de los participantes y
testigos, y luego la escritura en términos de relato histórico.
El significado de la palabra “política” está íntimamente ligado a la
genealogía de la cultura occidental: política: discurso y práctica de la
polis. En esta acepción, lo primero que emerge como referencia es el
espacio, tanto teórico como fáctico, de ese discurso y de esa práctica, la
ciudad como su escenario, con toda la carga que supone el
desplazamiento metafórico de un término propio del lenguaje teatral al
discurso sociohistórico. Y como emblema de la escena pública, el ágora en
el que los acontecimientos políticos contaban con la participación de los
ciudadanos como actores o testigos. En el mundo contemporáneo se han
producido tanto la fragmentación extrema del espacio público y, por ende,
de la escena política como su ampliación hasta el grado de asimilarla a
una dimensión global, a la vez que ha sido uniformada por las
modalidades de mediatización del lenguaje privilegiado que la difunde, la
televisión.
Desde la más remota antigüedad hasta el presente, pasando por la
época que evoca Borges en su cuento, es posible señalar que el discurso
político registra dos modos privilegiados de inscripción de la
temporalidad: la dramaturgia que supone la construcción del
acontecimiento, y la narración que implicó desde siempre a la
historiografía y, en la modernidad, también la crónica de las noticias. En
la última etapa, en la actualidad, se impone señalar que la modelización
televisiva implica en algunos casos la contaminación de las retóricas
dramática y narrativa.
El espectáculo configurado en la comunicación de los discursos
políticos construye y reconstruye las problemáticas sociales involucradas
en la difusión. Este aspecto a menudo aparece velado, en particular
cuando prevalece el supuesto positivista de que los ciudadanos,
periodistas y estudiosos son observadores y/o testigos de hechos cuyo
sentido puede ser determinado por aquellos que tengan una competencia
adecuada. Por el contrario, pienso que los testigos/espectadores (sea cual
fuere la distancia espacio-temporal puesta en juego) y los protagonistas
se elaboran recíprocamente, que los acontecimientos políticos son
intrínsecamente ambiguos, que su sentido es una configuración
íntimamente vinculada a la perspectiva comprometida y, finalmente, que
los papeles jugados y conceptos de los testigos/espectadores mismos son
construcciones sociales.
Los discursos políticos, entonces, pueden ser pensados no como
relatos de hechos y/o escenas sino como configuraciones construidas a
partir de públicos comprometidos con ellas.78 La percepción de los
78Teniendo en cuenta la amplitud de los registros del discurso político, estoy haciendo
hincapié, especialmente en aquellos en los que la dominante pasa por la comunicación
de mensajes inscriptos en el marco de representaciones de procesos temporales.
91

acontecimientos políticos y su significación depende de la perspectiva de


los espectadores/testigos y del lenguaje que transmite e interpreta esos
acontecimientos. Las realidades experimentadas, entonces, no son las
mismas para todas las personas o en todas las situaciones sociohistóricas.
Afirmar que las realidades son construcciones múltiples, no implica de
ninguna manera que toda construcción sea igual a cualquier otra, los
criterios de valoración no quedan abolidos.
Los sujetos participantes no son considerados como el origen del
sentido de las acciones, las interpretaciones dependen de la situación
social, del orden simbólico y del tejido imaginario en que se originan, lo
que presupone al lenguaje como mediador, intérprete y configurador de
los objetos, de las acciones y de los sujetos.
Las crónicas, los discursos, los debates, las entrevistas políticas se
convierten en dispositivos para constituir diversos supuestos y creencias
sobre realidades construidas y no constituyen enunciados fácticos. El
concepto de hecho, pensado en términos de discurso político, pasa a
perder toda pertinencia, porque todo acontecimiento, protagonista u
objeto de su ámbito es una interpretación que se inscribe en un marco
ideológico. El valor del discurso político no reside en su capacidad para
describir un mundo actual sino en sus reconstrucciones del pasado, sea
cual fuere la distancia comprometida, en su agudeza para configurar
certezas sobre las condiciones de posibilidad de sentido de los
acontecimientos presentes y en su carga potencial de predicción del
futuro.
Los referentes del discurso político han exigido siempre una poética
hiperrealista para su representación, no soportan la simple reproducción
mimética del mundo sino que imponen una sobrecarga detallada al
registro de lo representado, con el objetivo de argumentar a favor de la
concepción expuesta y en detrimento de las opciones opositoras. El
mandato retórico de la persuasión parece imponer una sobrecarga
discursiva, que se va acentuando con el predominio de los medios
audiovisuales.
Pienso que en la configuración de los acontecimientos, objetos y
protagonistas puestos en juego por el discurso político, aparece como un
componente decisivo la construcción deliberada de referente marcado por
un gesto de persuasión que se propone como la réplica unívoca del
mundo; quisiera ser redundante en un aspecto, pienso en la
referencialidad especulativa como un componente del discurso político, es
decir, una instancia que se combina con otras y que de acuerdo a las
circunstancias y las interpretaciones puede ocupar una función dominante
y , esto último, pensado en términos de posibilidad.
Concibo el término especulativo en el cruce de la acepción marcada
por el paradigma de la filosofía que relaciona especulación y
contemplación con la acepción que, a su vez, remite a espejo o imagen.
La especulación desde la perspectiva filosófica está íntimamente
relacionada con la idea de contemplación, a tal punto que especulación y
contemplación fueron consideradas desde la antigüedad como modos de
la teoría. En los filósofos medievales, la idea de especulación se relacionó
con speculum, lo que permitía interpretar lo especulativo como el
producto de un reflejar contemplativo. En muchos filósofos modernos, la
92

idea de lo especulativo es considerada como algo infundado y sin alcance


teórico. Kant, en su teoría del conocimiento, establece una diferencia
entre el conocimiento de la naturaleza y el conocimiento teórico, el que es
pensado como especulativo puesto que no puede ser alcanzado mediante
la experiencia. El conocimiento fundado en principios especulativos de la
razón, debe ser pues sometido a crítica. Pero indudablemente, además de
estos dos modos principales de concebir lo especulativo, hay en mi
planteo una connotación que atrae, acaso en menor grado, otros dos
sentidos que tienen que ver con los significados de comerciar y traficar
por una parte, y procurar provecho o ganancia fuera del orden comercial,
por otra.
Me refiero aquí a referencialidad especulativa en términos de una
configuración relacional ligada a los enunciados o a otras formas de
actualización de códigos. La referencialidad especulativa es una función
que depende del intérprete; se constituye pragmáticamente, puesto que
la especulación abre un vacío entre el discurso y el mundo al que hace
referencia; en este proceso, la persuasión ocupa un lugar preponderante
en la asignación de sentidos.
Los discursos políticos especulativos no poseen, en efecto ninguna
propiedad semántica o sintáctica que permita caracterizarlos como tales.
Ahora bien, si por especulación entendemos la relación de un texto con
sus referentes, en sentido estricto la adjudicación de especulativo se
aplica al texto mismo en una interpretación que lo actualiza de acuerdo a
ese juego de lenguaje, que no difiere de la construcción referencial propia
del discurso político contemporáneo.
Entre las notas distintivas de una teoría de la referencialidad
especulativa del discurso político, se pueden destacar dos que permiten
caracterizar su especificidad:
—En el componente narrativo, la no co-referencialidad deliberada entre
sujeto de la enunciación, y el sujeto del enunciado escrito; en la
dramaturgia, la escisión referencial entre el actor y el personaje, cuestión
insoslayable al momento de analizar toda la parafernalia actual acerca de
la imagen de los políticos y para revisar la noción de doble discurso.
—En la referencialidad especulativa, los conceptos son usados como si
mantuvieran su normal relación referencial, remiten a ellos mismos
mientras parecen remitir a entidades extratextuales. La utilización
pseudorreferencial de la lengua, propia de los textos especulativos y, en
particular, de las narrativas imaginativas, se diferencia, por tanto de la
simple utilización referencial, en el hecho de que las condiciones de
referencia no son asumidas como elementos extratextuales ya dados, sino
son producidas por el texto mismo.
Indice éste que participa de modo decisivo en la construcción de
problemáticas sociales, a las que los discursos políticos toman como
referencia y que no deberían ser asumidas como series fácticas, a pesar
de que a menudo confunden sus aseveraciones argumentales con los
hechos concretos. En este aspecto, la cuestión de la verosimilitud juega
un papel importante.
De este modo, la construcción de personajes narrativos o
dramáticos está en estrecha relación con las tramas en las que están
incluidos, de las que no pueden ser separados; uno de los procedimientos
93

más frecuentes en la construcción de personajes es la subjetivación, en la


que se hace converger sobre un individuo el curso histórico, social o
político de toda una época, otorgándole así una competencia que
comprende un espectro inabarcable de situaciones para un único sujeto.
El relato que construye a los líderes políticos despliega una trama que
racionaliza la serie temporal a posteriori, asignándole previsiones que
justifican actitudes, haciéndolo partícipe de enemistades, conspiraciones y
solidaridades que sólo pueden ser prefiguradas en el momento de la
construcción de la trama, es decir cuando las variables se han justificado
en efectos. Quizás sea redundante indicar la indudable raigambre literaria
de este procedimiento.
Sin duda, la comprensión de la problemática planteada ofrecerá una
mejor perspectiva para el debate al inscribirla en un recorrido histórico
preciso.
En 1913, Leopoldo Lugones dictó una serie de conferencias sobre el
Martín Fierro en el teatro Odeón. Esa situación aparece como un hito de
valor paradigmático, que permite acceder al orden simbólico y al universo
imaginario que van a constituir la configuración de una instancia
privilegiada de las relaciones sociales en la Argentina de este siglo: la
puesta en escena de los diferentes actores sociales en un acontecimiento
en el que se desplaza el eje dominante de la acción política a su
representación.
Leopoldo Lugones dictó sus conferencias en un teatro, lo que
supone, junto con la carga alegórica propia del recinto, un espacio
doblemente dividido: escenario y platea por una parte, adentro y afuera
por la otra. En el escenario, el conferenciante con el atributo institucional
que le confiere el estrado, poseedor de un saber que expone: los vínculos
entre la raza, la lengua y las obras fundamentales de la literatura,
establece un firme entramado entre el tema de la patria y el tema del
poeta. Su discurso despliega una retórica en la que el lugar del
enunciador es inseparable de los tópicos del discurso. En la platea, la élite
dirigente encabezada por el presidente Roque Sáenz Peña y sus ministros
son lo interlocutores, en tanto, afuera quedaba: La plebe ultramarina que
a semejanza de los mendigos ingratos, nos armaba escándalo en el
zaguán, desató contra mí al instante sus cómplices mulatos y sus
sectarios mestizos.
La eficacia de las palabras está en íntima relación con la
competencia que los interlocutores le asignan al enunciador; lo que le
otorga la posibilidad de configurar una representación colectivamente
reconocible, diseñando, asimismo, su lugar como el del que está investido
de poder.
Lugones se propone demostrar en sus conferencias que la
existencia de un poema épico nacional, el Martín Fierro, es garantía
suficiente para afirmar la existencia de la nación y de la raza. La elección
del Martín Fierro, más allá de las exigencias de su demostración,
multiplica y repite la escena de las conferencias: la voz poética que
metonimiza al gaucho en cantor, constituye un público a quien contar su
vida y penurias; entonces la puesta en escena llevada a cabo en el teatro
Odeón aparece como una representación de la representación.
El género gauchesco constituye su referencia desplazando su
94

especificidad a las exigencias de un procedimiento literario. Lugones


institucionaliza el gesto, antes ha celebrado la desaparición del gaucho y
ahora lo reemplaza por el mito que lee en el texto de José Hernández; en
la escena del Odeón tapa los procesos históricos y propone al personaje
Fierro como emblema de la libertad para los asistentes a sus conferencias,
a los que coloca en el lugar de los señores, de los fuertes, auténticos
depositarios y poseedores de ese rasgo que rescata. Asimismo,
estigmatiza y expulsa de la representación a los de afuera, la plebe,
herederos concretos del personaje.
Años después, el 17 de octubre de 1945, esa plebe participa en un
adentro de una escena distinta jugada en otro espacio, también señalado
por fuertes marcas simbólicas: la Plaza de Mayo con su linaje de lugar
patrio fundacional. Los actores son otros, el conjunto de relaciones
sociales ha sido trastornado por múltiples transformaciones, pero la matriz
inaugurada por Lugones se repite: un espacio escénico divido en un
arriba, el balcón ocupado por el líder, y un abajo, la plaza con miles de sus
partidarios; entre los dos lugares se tiende una malla de trama muy fina
que los une y los separa irremediablemente, más allá de las estrategias
retóricas del orador que provocan efectos ilusorios de diálogo y cercanía.
Los sectores populares que se han movilizado exigiendo la libertad
de Juan Perón, que han asumido un rol activo, son transformados en
espectadores de un discurso cuya recomendación final es la de retirarse
en orden, se trastorna la acción en representación y como en el teatro
griego se enlazan mímesis y catarsis.
La Plaza de Mayo seguirá siendo el lugar de concentración de las
masas peronistas, pero ya no serán acontecimientos históricos sino
rituales en los que la escena inicial reitera su eficacia.
Juegos de alquimia de la representación, con marcados desvíos
hacia la especulación, por los que el enunciador constituye al grupo que a
su vez lo constituye en portavoz dotado del poder de hablar y de actuar
por todos ellos.
Una vez derrocado Perón, la reiteración por parte de sus sucesores
de ese ritual exhibe las configuraciones imaginarias y simbólicas que
permiten comprender la insistencia, así como informan los mecanismos
significantes que otorgan sentido a los comportamientos sociales. Los
facciosos del 55, con Lonardi y Rojas en el balcón, repiten la ceremonia,
no la invierten, la repiten, tanto en setiembre, ya en el poder, como
cuando en junio del mismo año, iniciando la preceptiva del genocidio
como práctica política, con su intento de destituir al gobierno
bombardeando, con un salvajismo y una cobardía dignas del mayor de los
encomios, el escenario que luego iban a ocupar.
Presidentes electos en comicios restringidos, militares golpistas,
nuevamente Perón en el 73 —su último acto político será un discurso en la
plaza— un general trastrocado de genocida en libertador de islas
irredentas; una y otra vez volverán a repetir el ritual representado, más
allá de cada acontecimiento.
Uno de los momentos más patéticos y grotescos de esta serie le ha
tocado actuarlo a Raúl Alfonsín, quien seducido por la escena, ahora
multiplicada y segmentada por la televisión, pretendió erigirse en héroe
de un capítulo emblemático del coraje civil, confundiendo la temporalidad
95

de la épica y de la historia —acaso traicionado, por un imaginario


nostálgico de héroes que había admirado en algún cine de provincia
muchos años atrás, los que en apenas una hora y pico lograban superar
todos los obstáculos aviesamente interpuestos en su camino para,
finalmente, alcanzar la gloria—, anuncia desde el balcón al pueblo reunido
en la Plaza, que iba a Campo de Mayo a resolver la crisis, a enfrentar
personalmente a los insurrectos carapintadas. Lo esperaron y cuando
volvió apenas pudo decir que los héroes eran los otros, que la casa estaba
en orden y...felices pascuas, en una amarga parodia que marcó de modo
inconfundible su claudicación y deterioro.
La posibilidad de considerar la referencialidad especulativa como un
componente del discurso político —insisto en señalar que no
necesariamente ocupa una función dominante— implica la exigencia de
puntualizar que su especificación recubre en gran medida algunas de las
definiciones más generalizadas de la ficción, salvo que se pretenda que
las constantes transformaciones que se operan a partir de los discursos
políticos en los ámbitos sociales sean ilusorios; Emerge, por lo tanto,
como una consecuencia obligada la revisión de los alcances
epistemológicos de la ficcionalidad. La construcción social de verdad no es
necesariamente lo contrario de la ficción.
Mi exposición se abrió con un comentario descriptivo acerca de un
cuento de Jorge Luis Borges, se impone, por lo tanto reconocer que, si
bien lo ficcional y lo literario no se implican necesariamente, —no todo
texto considerado literario es ficcional, ni toda ficción es literaria—, las
ficciones creadas y recepcionadas como literarias poseen una densidad
modélica particular en el espacio de la producción social de sentido. 79
En relación con la imposición jerárquica entre verdad y ficción,
según la cual la primera posee una indudable superioridad en la
constitución del saber sobre el mundo, es desde luego, en el plano que
estamos analizando, una mera fantasía moral.

Apéndice III

79Sobre la intervención del sentido ficcional en “las acciones concretas y reales”, acaso
sirva de ejemplo la actitud del múltiple homicida, ahora indultado, Emilio Eduardo
Massera, quien anatematizó displicentemente a Julio César Strassera, a Ernesto Sábato y
a otros de los que habían contribuido a demostrar y castigar sus acciones criminales en
la realidad, tal como se prueba fehacientemente en Nunca Más, pero que se exaltó y
llamó canalla a Jorge Lanata, tan solo por haber escrito un cuento, “Veinte minutos” del
libro Polaroid. La ficción, que no es la reivindicación de lo falso, la ficción que no solicita
ser creída en tanto que verdad unívoca, sino en tanto que discurso sin mandatos de
verdad, generó la posibilidad de desmontar y sacar de su papel a un cínico, que ante la
enumeración de sus crímenes reales se mantenía imperturbable.
96

LA NARRATIVA DE MANUEL SCORZA


¿Historia o Ficción?
La violencia en el orden del referente y en el proceso de la
escritura — Las novelas de La Guerra Silenciosa
El título de este apéndice tiene la forma de una pregunta retórica que
apunta a enfatizar desde el principio mismo de la exposición los
componentes de una disyunción exclusiva: esto o lo otro pero no ambos a
la vez; ¿historia o ficción? no implica un interrogante que se pueda
resolver por una elección entre opciones portadoras de rangos de valores
equilibrados en su diversidad; la respuesta o el condicionamiento a
responder pone en escena una jerarquía violenta, puesto que la distinción
entre los componentes de la disyunción, no remite a un ordenamiento
taxonómico, sino, antes bien, a una discriminación discursiva.
El punto de partida puede exponerse en los términos del subtítulo:
“La violencia en el orden del referente y en el proceso de la escritura - Las
novelas de La Guerra Silenciosa de Manuel Scorza”; y su desarrollo
consiste en reflexionar en las novelas del escritor peruano —Redoble por
Rancas (1970), Garabombo, el invisible (1972), El jinete insomne (1976),
Cantar de Agapito Robles (1976) y La tumba del relámpago (1978)—, la
problemática planteada por la correlación de los componentes del proceso
de producción narrativa y de su referente.
Ese núcleo está marcado por tres características que le otorgan un
carácter distintivo:
1)El estudio del referente en las novelas de Manuel Scorza —los
levantamientos de las comunidades de los Andes peruanos ocurridos
entre 1958 y 1962—, conlleva la necesidad de señalar que el escritor fue,
en alguna medida, participante activo y/o testigo durante los mismos e
investigador posteriormente.
2) Manuel Scorza comienza su trayectoria de escritor como poeta: Las
Imprecaciones (1955), Los Adioses (1960), Réquiem para un
Gentilhombre (1962) y El Vals de los Reptiles (1970), previamente había
publicado algunos textos poéticos en diarios y revistas. Desde el inicio de
la aparición de su obra narrativa deja de publicar poesía.
3) En los procedimientos de puesta en relato de Scorza se reconocen las
poéticas de la novela indigenista y de la narrativa del llamado "boom" de
la literatura latinoamericana como intertextos dominantes; y dentro de
ese recorte hay marcada acentuación de las modalidades retóricas del
realismo maravilloso, teorizadas principalmente por Alejo Carpentier y de
97

modo más difuso por Gabriel García Márquez.


Considero necesario exponer sucintamente algunas notas que
exhiban la postura epistemológica que articulan estas reflexiones:
—La posibilidad de producción de sentido con el lenguaje radica en que
ésta sólo es posible sobre el trasfondo de un mundo, cuya inteligibilidad
está siempre dada y es compartida por aquellos, que sobre ese
presupuesto, producen sentido. Lo que supone la preeminencia del
sentido sobre la referencia.
—El concepto de mundo que estoy manejando, marcado por la impronta
de la filosofía heideggeriana, no es de "conjunto de todos los entes";
cuando digo "mundo" me refiero a un todo simbólicamente estructurado
cuya significatividad hace posible la experiencia intramundana del trato
con los entes.
—De esto se deriva un giro fundamental: mientras que la perspectiva
paradigmática de la filosofía de la conciencia tiene como matriz el modelo
de relación sujeto-objeto, es decir la de un observador situado frente al
mundo; la perspectiva en la que me sitúo implica la descentralización de
todo recurso a una instancia extramundana, en otros términos, de un
sujeto transcendental que constituye el mundo; pienso, en cambio, en
torno de un sujeto participante en la constitución de sentido inherente a
dicho mundo.80
Por lo tanto, en el título de mi trabajo hay un doble cruce, en primer
lugar la violencia de los acontecimientos: la narración de apropiaciones,
enfrentamientos armados, artilugios legales, es el objeto novelable y,
luego, el registro de programas narrativos que imponen procedimientos
en los que la violencia se desvela en la pretensión de legitimar la verdad
de los acontecimientos.
La noticia insertada en el principio de Redoble por Rancas a modo
de prólogo, expone las cuestiones que configuran los rasgos dominantes
de la concepción escritura-referente, que Scorza mantiene inalterable a lo
largo de toda La Guerra Silenciosa:

Este libro es la crónica exasperadamente real de una lucha solitaria:


la que en los Andes Centrales libraron, entre 1950 y 1962 los
hombres de algunas aldeas sólo visibles en las cartas militares de
los destacamentos que las arrasaron. Los protagonistas, los
crímenes, la traición y la grandeza, casi tienen aquí sus nombres
80Para un desarrollo ampliado de estas cuestiones ver Lafont, Cristina. La razón como
lenguaje, Madrid, Visor, 1993.
98

verdaderos.
Héctor Chacón, el Nictálope, se extingue desde hace quince años en
el presidio del Sepa, en la selva amazónica. Los puestos de la
Guardia Civil rastrean aún el poncho multicolor de Agapito Robles.
En Yanacocha busqué, inútilmente, una tarde lívida, la tumba de
Niño Remigio. Sobre Fermín Espinoza informará mejor la bala que lo
desmoronó sobre un puente del Huallaga.
El doctor Montenegro, Juez de Primera Instancia desde hace treinta
años, sigue paseándose por la plaza de Yanauanca. El Coronel
Marroquín recibió sus estrellas de General. La "Cerro de Pasco
Corporation", por cuyos intereses se fundaron tres nuevos
cementerios, arrojó, en su último balance, veinticinco millones de
dólares de utilidad. Más que un novelista, el autor es un testigo. Las
fotografías que se publicarán en un volumen aparte y las
grabaciones magnetofónicas donde constan estas atrocidades,
demuestran que los excesos de este libro son desvaídas
descripciones de la realidad.
Ciertos hechos y su ubicación cronológica, ciertos nombres, han sido
excepcionalmente modificados para proteger a los justos de la
justicia. M.S.81

Este prólogo, que se titula noticia, lo que anuncia es un protocolo de


lectura futura, "van a leer esto" como anticipo del sentido y los contenidos
conceptuales de lo que ya ha sido escrito antes; escritura que se deja
sintetizar y adelantar en su tenor semántico.
En esta noticia, que supone al texto que antecede como un escrito
pretérito, se anticipa que en una ilusoria apariencia de presente, un autor
que avala su legitimidad por haber sido testigo más que novelista,
inscribe a su lector como su futuro, entre líneas se afirma: Esto que sigue
es lo que he escrito, puedo condensarlo a los efectos de legislar las
condiciones de posibilidad de sentido, evitando así fugas inesperadas, de
controlar, en fin, la correlación adecuada entre escritura y referente.
En este protocolo de lectura se disponen roles tanto para el sujeto
de la escritura como para los lectores; se instaura un registro de
exhortación que atraviesa toda la saga: los lectores van a entrar en
posesión del saber que los textos propalan, un saber sobre los sucesos
narrados que demanda una intervención en el extratexto, en el mundo

81Redoble por Rancas, Plaza & Janes, Barcelona, 1987, pp.9-10.


99

real.
La noticia se funda en un principio: la realidad es una dimensión de
la que el texto no puede dar cuenta:

...los excesos de este libro son desvaídas descripciones de la


realidad..."

principio solidario con una concepción arraigada en ciertos escritores


latinoamericanos, Carpentier, García Márquez, para los que la realidad
americana es mucho más fantástica, excesiva que cualquier escritura que
intente representarla.

Más que un novelista, el autor es un testigo.


Hace explícito que el anunciador de la noticia, —Manuel Scorza no sólo
por la coincidencia de las iniciales M.S. insertadas al final sino también por
el cúmulo de informaciones que han rodeado su obra— privilegia su valor
de observador como garante suficiente de verdad, más allá de su propia
escritura. Esa observación directa es producto de una tarea de
investigación, pues ha viajado, compilado documentación, fotografías y
grabaciones que respaldan su relato.

Las fotografías que se publicarán en un volumen aparte y las


grabaciones magnetofónicas donde constan estas atrocidades.
Demuestran que los excesos de este libro son desvaídas
descripciones de la realidad.

Este aviso, amenaza o promesa, que en la primera edición de


Redoble por Rancas podía ser leído como la voluntad de cumplir con una
etapa de un proyecto más vasto de denuncia, luego nunca cumplido, hoy
se lee, entonces, como una marca de verosimilización por una parte, y,
por otra, como una insistencia acerca del valor legitimante que los
testimonios directos tienen sobre la escritura.
La noticia es tanto una breve, concisa y necesaria exposición de
propósitos como un componente de una retórica ficcional, es decir la
palabra de un portavoz que cumple la función de suplemento
extratextual, agregado a posteriori; inscrito en el territorio marginal del
paratexto, abre el relato a la lectura fingiendo fingir que no finge. Paradoja
ésta sobre la que se despliega la escritura de Redoble por Rancas, el
100

último narrador y legislador de sentido —en particular por su insistencia


en la validez documental que avala la escritura— define el texto que sigue
como una crónica exasperadamente real, cuando es un fragmento de una
novela. De este modo en un espacio convencional en el que se declaran
(o declaman) objetivos, no se expone acerca de las relaciones entre
escritura y referente, sino, de modo diagonal, de las relaciones del texto
consigo mismo, es decir del metatexto.
En relación con el gesto testimonial o de crónica que Scorza exhibe
en su escritura es posible señalar que ello supone una tríada que se
tiende en torno del texto: el testigo, la escritura y el lector.
La posición del lector siempre está comprometida en una red de
creencias; los lectores nunca enfrentan a los textos diáfanamente y de
modo transparente. Cuando pensamos en un lector estamos suponiendo
una posición que, de alguna manera, manifiesta y hace emerger un
campo de legibilidad. Es decir, el lector no enfrenta a un texto sin el corcé
desde el cual está leyendo.
Para Scorza, la escritura es una instancia en la que lo representado
ejerce dominio sobre la representación, dominio fundado en la
preeminencia del primero sobre la segunda, en la anterioridad temporal
de aquél sobre ésta y en la potestad de discernir de manera absoluta
entre cada uno de ellos. Este escritor peruano, como muchos cultores de
la literatura con mensaje, tiene en su genealogía la impronta de Platón,
para quien la mímesis, la representación, produce el doble de la cosa. Si
es el doble es fiel y perfectamente parecido, ninguna diferencia cualitativa
lo separa del modelo. De lo que se puede inferir que el doble, el imitante
no es nada, es decir no vale nada por sí mismo. Por lo tanto, no valiendo
el imitante más que por su modelo, es bueno cuando el modelo es bueno,
y es malo cuando el modelo es malo. En definitiva, es neutro y
transparente en sí mismo.
Postura que es una afirmación de que lo real, lo imitado, el mundo,
tiene autonomía y autosuficiencia, de que su puesta en discurso no
perturba su dimensión de certeza, la enunciación queda validada porque
el haber estado ahí del emisor es un principio suficiente para garantizar la
palabra. El escritor realista se apoya en una concepción que lo constituye
como ausente de su obra. Solamente en cuanto observador, el novelista
admite su presencia, a la que agrega un plus de informante o educador.
En la página siguiente a la noticia, en el lugar de los epígrafes, se
da a leer un cable de agencia noticiosa fechado en Nueva York con
101

algunos datos de los balances de la Cerro Pasco Corporation, publicado


por el diario Expreso de Lima. Esta noticia impone la verdad de los datos
objetivos, refuerza los lazos del protocolo de lectura de la otra noticia,
exige una postura al lector, que debe distinguir la documentación sobre el
mundo de los desvaídos excesos de la escritura. Este procedimiento no es
ajeno a la poética de la novela indigenista en la que el tiempo de los
sucesos es contemporáneo de la escritura; la verosimilización, entonces,
no se produce por conexión analógica con el discurso histórico, sino por la
contigüidad entre el tiempo de la escritura y el del referente, lo que
permite al lector compartir la enciclopedia sobre el mundo de los
acontecimientos narrados.
Un procedimiento de la poética realista sostiene toda la
argumentación expuesta, el valor de verdad se inscribe en la ausencia de
todo indicio sobre la circunstancia de que estamos leyendo una novela, en
este caso se anticipa la necesidad de estar atentos a los excesos, son
desviaciones a controlar. Pero ese mismo lector atento debe avanzar en
una textualidad plagada de lugares comunes como la aldea, la explotación
extranjera, los juegos de mitologización, que atraen a la escena de lectura
los fantasmas de García Márquez, en un momento en que su escritura
aparece como la canónicamente americana. Asimismo, La Guerra
Silenciosa se inscribe en el espacio reconocido como literatura indigenista
—digo nombres como emblemas: Jorge Icaza, Ciro Alegría, José María
Arguedas—, espacio con el que Scorza comparte estrategias, dispositivos,
configuraciones tales como la explotación de la masa campesina indígena
en cuanto tópico de alegato social y emblema de denuncia; la aldea y la
hacienda como los dos polos de un enfrentamiento inconciliable; el indio
presentado a través de dos posturas antitéticas: el sometimiento o la
rebeldía; el villano como tipo. Es decir, el desarrollo de la narración
avanza como el cerco de la Cerro Pasco Corporation asentándose
firmemente en los pilares que le proporciona la novela social, en sus
diversas variantes: novela agraria, novela antiimperialista, novela política
y, principalmente, en la novela indigenista.
Los sucesos narrados y sus marcos explicativos se interpenetran en
Redoble por Rancas, constituyendo de ese modo una lectura del mundo
en la que se pueden distinguir dos instancias diversas: en primer lugar,
los acontecimientos referidos y analizados pertenecen a la Historia,
ingresan a la novela, a la crónica exasperadamente real, porque ella
expone los factores sociales que impiden su difusión e interpretación; y
102

luego, la apropiación que lleva a cabo La Cerro Pasco Corporation se


trasforma en un proceso de acciones antropomorfizadas y puestas en
escritura por la vía privilegiada de la alegoría:

[...] el cerco engullía Cafepampa. Así nació el cabrón, un día lluvioso,


a las siete de la mañana. A las seis de la tarde tenía una edad de
cinco kilómetros. Pernoctó en el puquial Trinidad. Al día siguiente
corrió hasta Piscapuquio: allí celebró sus diez kilómetros.[...]Al día
siguiente el Cerco derrotó a los pájaros.

Esta doble lectura estrábica se repite en otros episodios de la


novela, pero alcanza un énfasis particular cuando se relatan los modos en
que las otras poblaciones cercanas a Rancas van interpretando lo que
avanza como entidad simbólica que altera la naturaleza y parece escindir
el mundo:

En Villa de Pasco, al abrir un carnero, saltó un ratón. Signos hubo,


pero nadie quiso verlos. Aun en la víspera hubieran podido
sospecharse de la nerviosidad de los perros. Alguien les comunicaría
que se clausuraba el mundo. Huyan antes que sea tarde. Alguien les
notificaría. Y los árboles también se asustaron.

Scorza, desde la noticia que abre la primera novela de La Guerra


Silenciosa pretende asumir la posición de testigo más que de novelista,
se instala en la tradición del sujeto de conocimiento objetivo, que
adquiere su saber en contacto directo con el referente. Lo que supone, por
una parte, atenuar la condición de literaria de su escritura, es decir la
literatura es sólo un incierto reflejo del mundo, pero, por otra parte, lo
habilita a articular en su narración los procedimiento de alegoría,
hiperbolización, ironía, puesto que los acontecimientos narrados implican
situaciones tan complejas que acudir a los juegos literarios es el recurso
adecuado para dar cuenta de la realidad.
Cómo pensar entonces esa "realidad" separada, escindida de los
tópicos configuradores de la red de tramas con las que la escritura
literaria ha expuesto el conflicto de propiedad que es el núcleo a revelar a
los lectores. El ordenamiento de los elementos que participan de lugares
comunes genéricos fácilmente reconocibles: criollos explotadores, jueces
corruptos, comuneros despojados, compañías multinacionales
103

todopoderosas, ejércitos custodios del orden injusto, hacendados


perversos y venales, héroes campesinos que se sacrifican a menudo en
soledad, que cuentan con la ayuda de elementos sobrenaturales para
lograr su cometido, como la invisibilidad, o el compartir el lenguaje de los
animales, se articulan en intrigas narrativas de marcado cuño literario.
El interrogante abierto gira en torno de la imposibilidad para hacer
inteligible el contexto fuera de esta red de marcas intertextuales que lo
configuran y que lo diseñan antes como una trama de motivos trabajados
por la serie literaria que como una crónica exasperadamente real.
La noticia que abre la lectura de Redoble por Rancas exhibe una
concepción sobre la poética de la escritura novelística y correlativamente
de las exigencias para recortar la díada acontecimiento real-
interpretación; mientras que los relatos que constituyen las cinco novelas
de la saga se traman de manera solidaria con los códigos narrativos y la
red de connotaciones metafóricas establecidas en el canon literario
latinoamericano contemporáneo a la aparición de las novelas, lo que lleva
a considerar que la instancia discursiva que pretende acercarse al informe
histórico-político de denuncia, a la apelación a los lectores, es inseparable
del espesor de la escritura de los textos. Esta es una de las marcas
insistentes de las novelas de Scorza, lo que configura la imposición de una
determinada función para el lector.
La noticia se lee, entonces, como un artificio de la poética realista,
un ocultamiento de las condiciones de posibilidad de la escritura. Una
explicitación de convenciones de la narración, que son condiciones de
posibilidad de producir sentido, instancia de naturalización del texto y de
conferirle un valor que se articula con el conjunto de la cultura al que se lo
hace pertenecer. El sentido que se propone al lector está en estricta
dependencia de modelos establecidos de verosimilitud que otorgan
significado y coherencia a sus itinerarios de lectura.
Las novelas de Scorza construyen esas condiciones de legibilidad a
partir de la convergencia de dos registros, en primer lugar, el que lo
instala en la serie literaria de una tradición antecedente como es la novela
indigenista contaminada con las preocupaciones de la narrativa social;
luego, y en contradicción con el anterior, el conjunto de procedimientos
propios de la nueva narrativa latinoamericana de los años 60, que los
escritores del boom instalaron en un caudal hasta entonces inédito de
lectores. Pero es la poética de la novela indigenista la que funciona como
marco regulador del contrato de lectura, es decir, el programa que
104

consiste en narrar los acontecimientos desde la perspectiva de los


indígenas oprimidos y de representar el mundo andino a partir de su
versión del imaginario constitutivo del referente. Condición que no se
cumple ya que el conjunto de fabulaciones que se despliega en el ciclo de
Scorza no pertenecen, salvo el mito del Inkarri, a los pueblos quechuas del
centro del Perú.
Manuel Scorza no rescribe mitos existentes, recopilados por
antropólogos o por él mismo que tuvieran por función manifestar la
identidad de los personajes involucrados en sus historias. Me refiero a
fabulaciones, puesto que no es exacto referirse a mitos en las novelas de
Scorza, son construcciones que antes de apuntar a testimoniar el
imaginario mítico de los pueblos quechuas, apela a los supuestos de los
lectores.
Así, por ejemplo, la invención de la invisibilidad de Garabombo
reconoce antecedentes literarios en El licenciado vidriera de Miguel de
Cervantes Saavedra, en la novela de H.G. Wells, El hombre invisible, a la
que en 1952 Ralph Waldo Ellison le había dado un sesgo social al
vincularla a la situación de los negros en Estados Unidos y, además, hay
que considerar la amplia difusión del tema en el cine y en los comics en la
época de aparición de las novelas de Scorza. Las metamorfosis del Niño
Remigio que muta milagrosamente de enano jorobado en joven apuesto,
para luego sufrir una regresión también milagrosa, o de la Maco Albornoz
que pasa de bandolero a prostituta, de violento matón a mujer fatal, es
una variante de los tópicos clásicos de la literatura occidental desde
Homero y Ovidio hasta Kakfa y Virginia Woolf y, por supuesto, el
tratamiento que reciben en la novelas de Scorza está tan alejado del
imaginario de los pueblos quechuas como los diálogos del Ladrón de
Caballos que se entiende con los animales, que revela su descendencia de
las peripecias del Gulliver de Jonathan Swift. En la historia de la vieja
ciega que teje ponchos en los que quedan grabadas profecías, Scorza
instala el tópico del sueño adivinatorio que articula pasado con futuro,
digamos que no sería demasiado arriesgado mostrar la relación con los
interrogantes freudianos sobre los contenidos oníricos, del mismo modo
que el motivo de la ilustración de los sucesos futuros en imágenes
también remite a una genealogía que se remonta por lo menos hasta La
Eneida de Virgilio.
Las novelas de Scorza representan, por un proceso de trasposición
hiperbólica y de metaforización, cada uno de los elementos presentes en
105

la historia de los enfrentamientos campesinos de los pueblos andinos del


centro de Perú, apelando no a su perspectiva sino a tópicos literarios de
larga tradición en la literatura occidental.
La inscripción de marcas históricas en el discurso narrativo supone
algo más que un inventario de datos garantizados por un registro
diferente; significa la interferencia de una perspectiva determinada que
interpreta trastorna, monta y selecciona diversas versiones sobre hechos
reales para constituirlos en materia novelesca.
Planteada la cuestión en estos términos, la dilucidación del carácter
distintivo de la configuración de esas versiones, que se presentan al lector
como crónicas de sucesos efectivamente acaecidos, implica la exigencia
de producir una inversión en la dirección dominante que Scorza anuncia
para su narrativa. Puesto que la constituye explícitamente a partir del
privilegio otorgado por el conocimiento directo del referente y advirtiendo
que las exageraciones de la escritura son más el producto de la
imposibilidad de representar ese referente de modo adecuado que de una
postura estética o literaria; cuando, por el contrario, es posible señalar
que los procedimientos de registro y testimonio de los sucesos que
exceden las limitaciones de la crónica, género discursivo pretendidamente
objetivo y sujeto a la fidelidad de los acontecimientos históricos, están
apuntando a campos de legibilidad de los lectores que han aceptado las
exitosas poéticas de las novelas del boom de la literatura latinoamericana.
Aquellos componentes narrativos que aparecen como expresión del
imaginario de los pueblos oprimidos o, al menos, como la modalidad más
adecuada para llevarlo a cabo, pueden ser leídos como guiños y señales
dirigidos a los lectores. La supuesta configuración mítica de los relatos y
los elementos sobrenaturales incluidos en las tramas novelescas tienen
como función la sistematización de creencias, es decir apuntan a explicar
la realidad pero no en los términos de los protagonistas sino de acuerdo
con el universo de representaciones de quienes son los destinatarios. Las
fabulaciones que se le atribuyen a los personajes y que, en gran medida,
dan preeminencia al irracionalismo de sus imaginarios no son más que un
conjunto de motivos de la literatura occidental trastornados en algunos
casos por los procedimientos del llamado “realismo maravilloso”.
Las primeras cuatro novelas de la saga responden a una misma
estructuración: se narra un levantamiento campesino que se enfrenta ya
sea a la empresa minera norteamericana Cerro de Pasco Corporation o a
los terratenientes del lugar. Cada una de ellas termina con una masacre
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de los comuneros indígenas a la que sigue un resurgir de una conciencia


pretendidamente mítica que alienta la esperanza de volver a luchar y a
recuperar las tierras.
Esta estructuración se mantiene en la última de las novelas de la
Guerra silenciosa, La tumba del relámpago, en la que además de la
perspectiva de los comuneros se agregan otros componentes como el
abogado Genaro Ledesma, el seminarista y el propio escritor que tienen
un marcado protagonismo apoyando estos levantamientos campesinos.
La conciencia política de Genaro Ledesma incorpora en La tumba
del relámpago una interpretación crítica que tiene una función
metanarrativa de la concepción mítica que se le ha atribuido a los
comuneros. Todo ello avalado por frecuentes citas a Valcárcel y
Mariátegui, a Elías Tacunán, dirigente y fundador del movimiento comunal
del Perú, hay asimismo numerosas referencias a la Revolución Cubana y a
las fragmentaciones y conflictos de la izquierda peruana.
La tumba del relámpago ha sido interpretada como una variación
del proyecto implícito sobre el que se funda el ciclo de las cinco novelas
de Scorza. En esta narración se atenúa el dominante de los
procedimientos del “realismo maravilloso” y al incorporar otras voces,
propias de la novela social, se amplía el panorama desde el que se habían
presentado los acontecimientos e interpretado las acciones y los
imaginarios de las comunidades indígenas. Pero si estos cambios
efectivamente incorporan nuevos elementos, ello no supone una variación
sino una afirmación de la propuesta implícita ya en la noticia de Redoble
por Rancas.
La contraposición de los dos imaginarios uno marcado por los
procedimientos de hipérbole y por la inscripción de elementos
sobrenaturales y el otro que elabora un discurso político que interpreta el
problema de la rebelión indígena en términos racionales, retoma la
estructura dicotómica de las novelas anteriores para otorgar a la palabra
literaria la función de vehículo de un discurso político, cercano a la novela
de tesis, que pretende explicar a los lectores la problemática planteada.
La inclusión de Manuel Scorza como personaje de la novela tiende a
reforzar el lazo entre las iniciales de la primera noticia con el discurso
total de la saga en el que además emerge una concepción del intelectual
como intérprete privilegiado de la historia que se presenta en una postura
legitimada por su participación activa en el conflicto, su postura moral y
por sobre todas las cosas por su capacidad cultural que le permite ser el
107

portavoz de todos los demás protagonistas.


Las novelas de La Guerra Silenciosa instalan al zahorí lector en un
lugar privilegiado, circunstancia que ya aparece en el título del primer
capítulo de Redoble por Rancas. Una cantidad considerable de los títulos
de los capítulos exhiben la insistencia en la transmisión de saber al lector.
Uno de los gestos característicos de la novela indigenista es la
voluntad de promover una transformación en el mundo a que hace
referencia, la temporalidad de los sucesos que narra, por lo general, es
contemporánea del momento de la enunciación. Por ello, los procesos de
verosimilización no se producen por asociación con el discurso histórico,
sino más bien por la cercanía entre el tiempo de lo narrado y el de la
narración, que como señalaba más arriba le permite al lector, tener
acceso al conocimiento del mundo referido en los relatos.
De lo que se desprende que el cambio propugnado por la poética
indigenista debe producirse no en el ámbito de los personajes literarios,
sino en el de los seres que habitan el mundo de la referencia. Los
procesos de transformación se deberán generar en una instancia diferente
a la textual, no se trata tan solo de transmitir saber que genere otros
textos, sino acciones en el ámbito del mundo de referencia. Esta
concepción, rigurosamente cumplida por Scorza, implica la exigencia de
pensar los discursos como meras copias, más o menos exactas, del
mundo, al que se considera constituido con anterioridad.
La saga de Scorza generó desde el momento mismo de la aparición
de Redoble por Rancas un áspero debate acerca del grado de verdad
histórica que las novelas exponían. Wilfredo Kapsoli, uno de los
historiadores que más ha trabajado sobre los acontecimientos narrados
señala al principio de uno de sus trabajos sobre el tema:

Varios años atrás, cuando ya terminábamos la tesis sobre "Los


Movimientos Campesinos en Cerro de Pasco", apareció Redoble por
Rancas, primera balada de Manuel Scorza. Desde entonces
pensamos hacer un cotejo entre la novela y la historia, entre ficción
y realidad.82

Concepción que establece esquemáticamente dos parejas y sus


correspondencias, según el modelo de una proporción se puede exponer
así: la novela es a la historia lo que la ficción es a la realidad.
82Kapsoli, Wilfredo. "Redoble por Rancas: historia y ficción" en Manuel Scorza L'homme
et son oeuvre, Université de Bordeaux II, 1985.
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La disyunción exclusiva que aparece en el título de este apéndice


exige para su desmontaje una reflexión acerca de la narratividad que
permita asediar asimismo el tema de la violencia de la escritura.
Creo que las novelas de Scorza dan a leer en su gestualidad de
borradura y exceso los límites de los discursos que se postulan como
dadores de verdad objetiva sobre los referentes. La saga La Guerra
Silenciosa es una esceno-grafía de la imposibilidad de configuración del
referente como una entidad previa, escindida de los imaginarios de
sentido que lo constituyen, confiriéndole un estatuto de plena autonomía
en relación con las redes de simbolización social.
La pregunta retórica del título, que ahora recuerdo: "La narrativa de
Manuel Scorza ¿historia o ficción?", no puede ser separada del otro, el del
subtítulo de este apéndice: "La violencia en el orden del referente y en el
proceso de escritura - Las novelas de La Guerra Silenciosa de Manuel
Scorza", un título atrae al otro y es imposible reflexionar sobre la violencia
sin animarse a cuestionar la coacción de las taxonomías.

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